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FANTASÍAS SEXUALES

DE
MUJERES CHILENAS

EDICIONES B
Pamela Giles, madre de Aranzazú y Gastón, es chilena, periodista, documentalista,
investigadora y conductora de radio y televisión. Durante el régimen de Pinochet fue
redactora de las revistas Análisis y Solidaridad, y se hizo conocida por su estilo frontal e
irreverente. Trabajó en Teleanálisis y en 1990 se integró a Televisión Nacional de Chile,
donde participó en los programas Siempre Lunes e Informe Especial, y condujo Mujeres
al Borde, Unas y Otras y En Debate. Fantasías sexuales de mujeres chilenas, el producto
de una investigación de doce años, es el primer libro de la autora.
Las fantasías eróticas de las mujeres chilenas viven, rozagantes y alegres, en el universo
cotidiano de nuestras confidencias. Pero solo allí. Para el estudio científico, la
estadística sociológica, incluso para la literatura, apenas existen. Viven y crecen en el
vínculo oral entre mujeres, como herencia y tradición hablada, pero algo -¿genético,
tácito, inconsciente?-prohibe publicitar estas conversaciones.
De este modo, en la cultura chilena existe un jardín secreto que se encadena con el
imaginario de todas las mujeres, reales o míticas, que reconocieron como legítimas las
fantasías sexuales femeninas y nos las legaron, fichas al oído.
¿Con qué fantasean las chilenas en el plano sexual? ¿Qué situaciones y personajes les
resultan excitantes? Este libro levanta el velo de ese secreto: he aquí las fantasías
sexuales de las chilenas contadas por ellas mismas.

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Y OTROS TEXTOS
Compilación de Leonardo Sanhueza
SINE QUA NON

FANTASÍAS
Sexuales de mujeres Chilenas

Pamela Giles

EDICIONES B

Barcelona • Bogotá • Buenos Aires • Caracas • Madrid • México DF • Montevideo •


Quito • Santiago de Chile
3a edición: octubre 2004

© Pamela Jiles Moreno, 2004


© Ediciones B Chile S.A., 2004
Monjitas 392 piso 16 of. 1601 Santiago, Chile

Impreso en Chile
ISBN: 956-7510-92-X
Impreso por QUEBECOR WORLD CHILE S.A.
Avda. Pajaritos 6920, Santiago
Diseño de Portada Francisca Toral
Fotografía de Portada Gabriel Schkolnick
Diseño de Interior Alejandro Vicuña

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda
rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.
A mi portugués, compañero en la crianza y en las fantasías.
CONTENIDO

I. ESTE LIBRO TRATA DE UN SECRETO: 13


El dios y las pastorcillas ardientes 16
La prostituta sagrada 18
Pelagio y la invención del pecado 21
La muerte del deseo 23
¿Sobre qué fantasean las mujeres chilenas? 26

II. FANTASÍAS SEXUALES DE MUJERES CHILENAS

1. Tener sexo con un desconocido


No saber su nombre 33
Hacerlo con un prostituto 34

2. Ser prostituta
La aprendiz 37

3. Hacerlo con hombres poderosos


Juguemos al doctor 41
La magia del mar 42
El señor cura 47
Mi general 48

4. Ser violada
El masajista 52
Violada en la playa 53

5. Ver Y ser vista


De a tres 56
La mirona 57
Encuentro de ex alumnos 60
6. Dar de mamar
Que me chupe los pechos 63

7. El padre y otros incestos


La voz del padre 67
¡Méeme, mijito, méeme! 71
Podría ser mi hijo 73
Concurso sexual 75
El cuñado 77

8. Hacerlo con un negro


Cinco esclavos negros 78
¿Quién le teme al hombre negro? 79

9. El pene
Tener pene 82
Desde atrás 86

10. Otras mujeres


Sexo futurista 89
Sexo policial 91

11. Olores y objetos


El olor del semen 93
El carrusel 96
Dentadura postiza 97

12. Hacerlo con animales


El macho cabrío 101
Perros afganos 104
La domadora 105
I. ESTE LIBRO TRATA DE UN SECRETO
Este libro trata de un secreto: las fantasías sexuales de las mujeres chilenas contadas por
ellas mismas.
El secreto llegó hasta nosotros a través de las palabras al oído de una abuela a su nieta,
de una hermana a otra, de una sirvienta a su patrona, de una mujer a otra desde el
comienzo de los tiempos.
Las fantasías sexuales de las mujeres chilenas viven, rozagantes y alegres, en el
universo cotidiano de nuestras confidencias. Pero sólo allí. Para el estudio científico, la
estadística sociológica, incluso para la literatura, estas fantasías apenas están
disponibles. Viven y crecen en el vínculo oral entre mujeres, como herencia y tradición
hablada. Algo -¿genético, tácito, inconsciente?- nos señala la prohibición de publicitar
estas conversaciones. El contenido de nuestro imaginario erótico es compartido
preferentemente a través de la palabra, en la milenaria seguridad de que no quedarán
testimonios -escritura- que puedan robarnos este preciado tesoro.
De este modo, en la cultura chilena existe y se desarrolla un jardín secreto que se
encadena con el imaginario de todas las mujeres, reales o míticas, que reconocieron
como legítimas las fantasías sexuales femeninas y nos las legaron, dichas al oído.

— 13 —
Lilith, Safo y las hetairas de la antigüedad, las aulétridas de la antigua Roma, las brujas
de Europa en el siglo diecisiete, las femmes-galantes de los siglos diecisiete y
dieciocho, las "grandes horizontales" de la Belle Époque, las cortesanas europeas del
siglo diecinueve, las sacerdotisas del islam originario que controlaban el agua y la
religión, las poetisas de Oriente, pero sobre todo las mujeres de los pueblos originarios
de lo que hoy conocemos como América: ellas son nuestras tatarabuelas.
Durante largos períodos de la historia humana las fantasías eróticas femeninas
permanecieron en el secreto absoluto, especialmente en Occidente. Durante siete siglos
sólo chispazos extraordinarios dieron cuenta de la idea de lo carnal en textos escritos
por mujeres occidentales. La filósofa florentina Tullia D'Aragona y la poetisa veneciana
Verónica Franco -ambas en el siglo dieciséis- son representativas de esta
excepcionalidad.
Recién se comienza a escribir sistemáticamente sobre fantasías femeninas desde fines
del siglo diecinueve, a partir de Freud, y de allí para adelante la enorme mayoría de las
veces desde una versión masculina, muy minoritariamente en castellano, y en gran
medida bajo la impronta de los psicoanalistas, cuya reducción del imaginario erótico
femenino a un compendio de patologías, envidias del pene e histerias lo desacreditan y
lo arrinconan en el secreto.
Después de la Segunda Guerra Mundial las mujeres comienzan de manera creciente y
sostenida a escribir sobre sí mismas y sus fantasías, generando un cierto relato propio y
un registro de testimonios paralelo al oficial.
En América Latina, y en Chile en particular, las fantasías sexuales de las mujeres
resisten hasta hoy en el refugio que mejor conocen: el secreto y la trasmisión oral. En
esta parte del mundo el trabajo intelectual sobre la erótica femenina soporta y desafía
tímidamente la presión del idioma oficial y del puritanismo católico predominante.
El castellano escrito y el concepto premoderno de "pecado original" funcionan como
fórmulas rituales de coerción

14 —
al imaginario erótico femenino. No por casualidad hasta la segunda mitad del siglo
veinte casi no existe literatura erótica en español, menos aún escrita por mujeres.
Mientras que en alemán, en francés y en inglés era posible abordar estos temas -desde la
perspectiva masculina, eso sí- en los tres siglos anteriores.
La escritura en español ha funcionado hasta muy recientemente como un anestésico del
modo de sentir de las mujeres y sólo hace registro de una versión pobre y precaria del
imaginario sexual masculino. El castellano escrito se ha convertido en la práctica en una
forma de "agresión ritual" por la que se reproduce una sociedad que abomina del deseo
carnal de las mujeres y sus fantasías asociadas.
Así, el modo masculino de ordenar la vida sexual en Occidente, en Hispanoamérica y
por cierto en Chile, se expresa entre muchos otros síntomas en el predominio de las
fantasías de los hombres y la invisibilidad del imaginario erótico femenino.
Pero el acto de imaginar, porfiadamente humano, logra sobrevivir entre las mujeres aun
desde la clandestinidad.
Antes de pensar, imaginamos. Después de imaginar, narramos. Este libro busca narrar
lo que las mujeres chilenas imaginamos en el plano de lo erótico. Es un secreto que a mí
me contaron y que yo les cuento a ustedes.
Comienzo con algunas preguntas que me hice al escuchar las fantasías de cientos de
mujeres. ¿Por qué han permanecido en el secreto? ¿Fue siempre así? ¿Cuáles fueron las
razones y los mecanismos precisos por los cuales las fantasías eróticas femeninas
pasaron a la clandestinidad? Intento algunas respuestas en las próximas páginas, donde
les contaré de unas pastorcillas ardientes, de la prostituta sagrada, de mi amigo Pelagio
y de la muerte del deseo.

15 —
El dios y las pastorcillas ardientes

Hubo una edad en la vida humana en que la sexualidad fue exaltada y se ejerció de
manera libertaria. El erotismo femenino tuvo entonces, durante muchos milenios, un
profundo sentido místico. Al parecer, en esa época las fantasías no se habrían
convertido, como hoy, en el último reducto, la tabla de salvación, el jardín secreto de la
sexualidad femenina.
La información sobre ese tiempo nos llega de manera difusa y con la mediatización
cultural de forma y fondo que impone el tiempo. Básicamente, podemos escuchar esa
otra versión del erotismo humano a través de los mitos.
De todos los mitos eróticos, tal vez el que más me gusta es uno de los más antiguos, que
proviene de la India: el de Krishna y las pastorcillas ardientes, una imagen ancestral que
trasmite la curiosa versión de un dios acogedor, tolerante y pródigo en materia sexual.
En esta historia, Celeste -diosa- se pierde en el bosque y encanta con el sonido de su
flauta a los animales, a los demonios y a las mujeres. Ellas son tiernas baqueanas o
pastoras que se reúnen entre el ganado, en medio de la naturaleza, por el llamado de esa
música celestial.
Krishna, el dios que está en todas partes, baja a la pradera y satisface al mismo tiempo a
las mil pastoras. Copula con todas ellas. Todas copulan con él.
Cada una de ellas es su amante. Cada una de ellas lo tiene para sí sola y todas lo tienen
por entero, completo, sin reservas, en una fiesta de los sentidos y del corazón que
representa las nupcias de las almas con la divinidad.
He ahí una de las grandes claves del mito: un dios rodeado en el bosque por jóvenes
mujeres de fogoso cuerpo a quienes él lleva, a un mismo tiempo, al éxtasis carnal y
místico.
En nuestros términos, los de hoy, ese dios es dionisiaco, depravado, diabólico. Él es el
que estimula a todas esas jóvenes al salvajismo total, al desenfreno que tanto terror
produce en el

16 —
hombre moderno. Es más, la escena entre pastoras y divinidad es explícitamente gozosa,
pues el placer sexual es vivido en plenitud por todos los participantes.
El mito de Krishna y las pastoras intentará abrirse paso hacia el futuro por caminos
creativos y adaptativos. Celeste tendrá su versión posterior en Orfeo, el músico que
calma a los animales, los encanta y los reúne, o en Baco, que muere por haber
desdeñado el deseo enfurecido de las pastoras.
También podremos reconocer la unión "mística" que contiene este relato en otras
escenas: Venus en un establo con Adonis, Apolo apacentando el rebaño por amor a
Admeto, Tristán e Isolda en una cabaña rústica, Segismundo y Sieglinde escuchando los
sonidos de la noche al aire libre. Todos estos personajes regresan a un mundo ideal y
primitivo, representado en cada caso por el entorno pastoril, y lo hacen a través del
éxtasis del amor carnal, del deseo y la cópula como expresión de unidad amorosa,
divina y perfecta, tal como en el episodio que les comento.
Pero el mito indio proviene de un tiempo en que la culpa y el pecado aún no censuraban
al erotismo. Una etapa ancestral en que la sexualidad era la representación de la unidad
entre los sentidos y la trascendencia.
Hay que decir que la unión de Krishna con las mil pastoras se produce en un ambiente
de edénica inocencia. El bosque es lo que entenderíamos posteriormente como escena
pastoral. Las pastorcillas se entregan a sus instintos con total alegría, sin censura ni
prohibición alguna, sin conflicto entre ellas (posesividad, competencia) ni con el amante
divino (celos, rechazo) ni con el medio.
No se trata simplemente de una escena de sexo grupal sino de una señal del inconsciente
colectivo, que refiere una etapa en la vida del ser humano en que lo erótico y lo sacro
son sinónimos.
Aunque la historia parece exagerada, imposible, ficticia, desenfrenada desde los ojos de
hoy, algo hay en ella que revela el paradigma del sueño de felicidad total, desprovisto
de

17 —
conflicto. Krishna y sus pastoras son el ancestral prototipo de un ideal utópico negado
en la cultura contemporánea.
Nuestra cultura ha retrotraído el alma humana a un estado prepúber, a una supuesta
inocencia buenita, más imaginaria que real, muy distinta de los contenidos complejos de
la verdadera infancia, cuando la sexualidad todavía es un potente llamado.
La verdad es que la distorsión viene desde antes de su invención en un envase de
"pecado". Existía ya antes de que la Iglesia proclamara el pecado. Ya estaba entre
nosotros en forma de intelectualismo griego o como rigor romano. Ya hubo allí una
notable contribución para escindir artificialmente el espíritu y la carne. En el banquete
helénico, ya los sentidos son los esclavos del alma y no sus hermanos. Séneca, que era
romano, también expresa desdén por la carne.
Y el objetivo está casi conseguido a través de una secuencia de prohibiciones que en
Occidente terminarán por instalar en medio del sexo la noción de pecado. La
desacralización de la sensualidad, que queda arrinconada al interior del matrimonio, es
la expresión más elaborada en nuestra cultura de la muerte del deseo, especialmente,
aunque no únicamente, de la muerte del deseo femenino.

La prostituta sagrada

Durante la mayor parte de la existencia humana el erotismo femenino tuvo una


connotación positiva. La mujer en sí misma se asoció muchas veces a la redención y a la
sabiduría en el imaginario de culturas ancestrales. Lo femenino no estaba aún reducido a
la connotación reproductora, tenía mayor riqueza como concepto simbólico, y
frecuentemente fue manifestación de divinidad, de vida y de conocimiento.
La mujer era una diosa iniciadora, una amante capaz de

18 —
vincular lo sacro y lo terreno, una representación de la "alquimia" entendida como la
capacidad de transformar una materia imperfecta en una perfecta: la arena en oro, lo
sombrío en luminoso, una poción venenosa en un elixir sagrado. Lo femenino tenía la
potencialidad de liberar una sustancia pura desde otra que no lo era, ya fuera en el plano
físico o en el espiritual.
La simbología del erotismo femenino estaba asociada al fuego, es decir, a un agente
transformador. En una hoguera, expuesta al calor de las llamas, la materia imperfecta se
disuelve, regresa a su origen y luego se funde en una sustancia superior.
La alquimia era el proceso que conducía a la unión de contrarios, que hacía posible la
transformación. En esta conjunción de opuestos todo se anula al diluirse en una realidad
superior. En una dimensión secular, el amante se transforma en la cosa amada. En un
plano místico, mediante la alquimia el hombre profano se convierte en la propia
divinidad.
Así, en el imaginario antiguo la sexualidad femenina era entendida como vehículo de
progreso y de sabiduría; era un mecanismo para fundir el espíritu con los dioses. Y la
simbología de la divinidad, de la luz -que frecuentemente es llamada aurora- y de la
sabiduría tuvo como su primera forma a la mujer.
La mujer, en sus formas de reina, novia, virgen, aparecerá relacionada de forma
permanente con la luz, la sabiduría y la divinidad: la diosa primordial, la novia blanca o
la novia negra-¿como la consorte del Cantar de los Cantares?-, la mujer amada o
despreciada -como la piedra filosofal- pero siempre reconocida como una igual por los
demás sabios: todas son manifestaciones de un mismo arquetipo. Pero antes, la mujer
fue incluso encarnada en la Aurora.
¿Qué hay en este contenido primigenio de lo femenino?
La aurora es el día, lo luminoso, la piedra filosofal, la sabiduría divina. En una
secuencia de representaciones sucesivas, la mujer es un símbolo místico: la aurora es la
luz, la luz es la manifestación del conocimiento y de la vida, es decir, del creador. Los
seres humanos morirán de noche pero renacerán

19 —
con la luz. La energía psíquica femenina es dispensadora de vida. Salva, limpia,
resucita, revive.
Este arquetipo femenino, Dios-Mujer-Aurora, se representará en la historia simbólica
del hombre de diversas maneras: la reina de la luz, la reina del viento sur que viene del
Oriente, la novia que se prepara para su marido, el agua que mata la sed, la lluvia del
cielo, la piedra, el agua pura, el fermento del oro, el fuego. Pero la imagen más
interesante que se reitera en esta representación de la Aurora es la que destaca Cari
Jung: "la más inteligente de las vírgenes, primorosa".
Jung es uno de los pocos pensadores de nuestro tiempo que ha investigado con
profundidad y audacia los misterios de las culturas antiguas. Hablando de la alquimia
del amor, señala que en la filosofía alquímica la mujer ayuda al alquimista a mezclar las
sustancias, generando en este acto una "boda mística" a la que llama también un "amor
prohibido", puesto que solamente puede realizarse al margen del matrimonio.
Jung sugiere que la mujer cumple aquí un rol de "prostituta sagrada" que, a través de un
"coito mágico", crea divinidad, espiritualidad superior.
Esta energía sexual femenina, que crea y resucita, y que está instalada en el inconsciente
de la humanidad, será reemplazada muy posteriormente por otro arquetipo, esta vez
masculino. Finalmente, "la sangre de Cristo" ganará terreno en los últimos veinte siglos
de Occidente como representación redentora, desplazando en nuestra cultura a la
simbología femenina. Y con un ayudante clave: el pecado.

20 —
Pelagio y la invención del pecado

El desplazamiento de la sexualidad femenina desde un sitial sagrado a la clandestinidad


y la agonía está mediatizado por la instalación del concepto de pecado original en
nuestra cultura.
El inventor y padre del pecado original, en el sentido en que la Iglesia Católica perpetúa
ese concepto en nuestra historia reciente, fue san Agustín, el mismo pensador que,
poniendo como ejemplo su propia conversión, aseguró que la única forma aceptable de
buscar a Dios es en el fondo de la propia persona y a la luz de las sagradas escrituras.
Para Agustín, que aún no era santo pero hacía ya méritos, a través de la mera pesquisa
intelectual se corre el riesgo de no encontrar jamás al Altísimo y andar dando tumbos
inteligentes por el camino equivocado.
Poco tiempo después de ser bautizado en Milán, en el año 387, Agustín se dirigió a
Hipona, en África, en lo que hoy es Argelia. Allí fue hecho sacerdote por los fieles,
entre los que era muy apreciado, y luego elevado a la calidad de obispo por sufragio
popular. Entonces se practicaba la democracia para el nombramiento de las autoridades
de la Iglesia.
Como buen converso, Agustín se vuelve un entusiasta exagerado de su nuevo papel y un
obstinado perseguidor de cualquier actitud que oliera a herejía, de las cuales una de las
más peligrosas y recientes parecía al nuevo obispo el "pelagianismo".
El término había sido forjado a partir del nombre de un monje británico bautizado en
Roma en el año 380 como Pelagio, viajero incansable, proselitista de la corriente
progresista entre los feligreses de la Iglesia romana, que se dedicó a recusar la idea de la
transmisión automática del pecado original a partir de la narración del Génesis que tiene
como protagonistas a Eva y Adán.
En ese momento la discusión ideológica -o si lo prefiere, teológica- al interior de la
Iglesia era vital y apasionada, a pesar de las enormes dificultades de comunicación.
Pelagio

21 —
predicaba su interpretación de ese mismo texto sagrado poniendo el acento en la
"gracia" que dio Dios a su criatura y en la libertad del hombre. Señala que el hombre es
libre y responsable por sus actos, que puede ser exento de pecado en esta vida terrena,
puesto que tiene la posibilidad de tornarse "a imagen" de Dios a partir de sus propios
méritos desplegados en el mundo. Enfatiza su desacuerdo con las corrientes que
aseguraban que el pecado de Adán es hereditario, y que todos los seres humanos somos
necesariamente pecadores desde que él metió la pata. Afirmaba por lo tanto que era
completamente innecesario bautizar a los niños.
Agustín se sintió desafiado. Aunque lo respetaba intelectualmente, se dedicó a refutar y
perseguir a Pelagio por todos los medios posibles. Finalmente logró que lo contradijera
el Concilio de Cartago, en el año 412, y que se le condenara como hereje, lo que ponía
al libertario Pelagio directamente en la antesala de la muerte.
Sentando dogma, Agustín asegura que "negar el pecado original es negar la salvación de
Cristo". No niega la libertad del hombre y la fuerza de la naturaleza, pero le resta
importancia a ambos para los efectos de ganarse el cielo, señalando la primacía absoluta
del pecado original sobre cualquier iniciativa humana.
En realidad, Agustín no hacía más que repetir lo que antes señalara Pablo, verdadero
fundador de la doctrina del pecado original, pero con argumentos más refinados. Para
Pablo, lo que entró en la historia humana con el pecado de Adán continuará
trasmitiéndose a los hombres a través de la carne, el deseo, la concupiscencia. El
hombre sería pecador desde que nace, de allí la posterior urgencia de la Iglesia Católica
por bautizar a los niños.
Agustín sistematiza este pensamiento, sentando la convicción de que el bautismo es "la
indispensable condición de una regeneración que permite escapar al suplicio de la
muerte eterna, que apaga la culpabilidad, sin por eso librar de la concupiscencia y de la
ignorancia iniciadas por la desobediencia

22 —
de Adán. De este modo, los niños no bautizados sufrirán los efectos de la sentencia
pronunciada contra aquellos que no crean y que están condenados".
La versión de Pablo, reforzada por Agustín como reacción al pensamiento de Pelagio, se
convirtió en teología cristiana oficial, a diferencia de la teología judaica que nunca hizo
del pecado de Adán una catástrofe primordial. Este concepto fatalista del pecado está en
la base de la proscripción de la sexualidad fuera del marco del matrimonio consagrado.
Arrincona el ejercicio del coito al mecánico dominio de la reproducción. Es el que
somete y denigra el placer y el deseo, sobre todo los de la mujer. La concupiscencia
pasa a primer plano. El Eros parece herido de muerte. Y las fantasías eróticas femeninas
se van convirtiendo en el último reducto, el jardín secreto de la sexualidad negada, en
un espacio que las mujeres no compartimos con nadie.

La muerte del deseo

Inventado el pecado, impuesta la concupiscencia como parámetro cultural, el deseo fue


neutralizado paulatina y decididamente por la estructura ideológica dominante en que la
culpa "genética", la decencia asexuada y una moral conservadora fueron las pautas
aceptables. En toda la Europa occidental -y de allí a nosotros, "descubiertos" por ellos-
cunde la superstición que, mezclada con códigos bárbaros, refuerza el moralismo de la
Iglesia Católica.
Ya en nuestro tiempo, el capitalismo constructor del hombre y la mujer de hoy no
tendrá mayor tolerancia con el libre juego de los sentidos. El mercado sitúa al erotismo
entre los productos perecibles instalados en las repisas de los grandes almacenes. Esta
dimensión humana se considera, en la modernidad, especialmente "degradable".

23 —
Contra la idea impuesta justamente por aquella moral, de que el sexo ocuparía un lugar
exagerado en las preocupaciones de hoy, el mercado deserotiza las relaciones humanas;
las torna frías, desapegadas, frívolas, desintegradas. En especial, los aspectos
relacionados con el instinto, las pulsiones, los sentidos, caen en total descrédito y
absoluto desprestigio. Ya casi no hay memoria de su origen sagrado.
La voluptuosidad, el placer y el deseo son trivializados, vulgarizados, llevados a la
categoría de "bajas pasiones" o, dicho de otro modo, sensaciones aberrantes, ilícitas, a
las que un ciudadano respetable no dedica más que unos minutos, sólo para aliviarse de
esa carga animal, de ese resabio salvaje e indeseable que hace débil y corrupta la carne
del hombre. De las mujeres, ni hablar. A ellas no se les reconoce esta dimensión
enfermiza. Con la invención del pecado, el cuerpo femenino ha quedado dormido.
Lo que fue en la antigüedad un escalón místico para el conocimiento de las almas y la
entrega verdadera es, en el contexto de la civilización capitalista, un vergonzante
apaciguador de la bestia que lleva todo hombre adentro. La mujer es la encargada de
aliviarlo, satisfacerlo, de tranquilizar al monstruo, y para esto es formada y capacitada
en una forma de seducción servicial, sirviente, servil. Desde esta perspectiva, ella no
tiene deseo, y su placer -aguado- sólo cobra cierta legitimidad entre las rejas del
matrimonio consagrado.
Pero, ¿qué pasa con aquel placer supremo de las pastorcillas ardientes? ¿En qué se
transformó la energía sexual de nuestra tatarabuela, la prostituta sagrada? ¿Dónde están
los furores lúbricos de la esencia femenina?
Mi opinión es que todo aquello hierve en secreto. Se salva en las fantasías de las
mujeres. Resucita y se reproduce de sangre en sangre en la imaginación de nuestras
madres, nuestras hijas y nuestras nietas.
Las habitantes de la modernidad occidental, condenadas a un imposible amor único y
vitalicio, hemos encontrado un subterfugio. A una triste, pobre y culposa vida sexual
que se

24 —
a inexorablemente en el marco conyugal, las mujeres responden salvando su instinto en
el porfiado mundo de la fantasía.
Las acompañan cada tanto la literatura, el arte, el pensamiento progresista, la plástica,
luego el cine, ámbitos donde se intenta recobrar el vuelo de Eros, pero sólo consiguen
protestas puntuales y aleteos desesperados. Instalan, no obstante, algunos valientes hitos
en este camino hacia la recuperación del sentido original del sexo humano: Sade hace
patente la rabia y la furia contra la represión, Valmont releva la vanidad, Merteuil
agrega la intriga, Freud asocia el misterio de lo erótico con las memorias de infancia, los
idealistas lo vinculan con el cinismo de Maquiavelo, Bataille hace vivir el placer desde
la muerte.
Aun en los períodos más abiertos y libertarios de nuestro tiempo, artistas, intelectuales y
pensadores progresistas han debido buscar subterfugios para observar lo erótico. Desde
cubrir la desnudez con parches de pintura -para citar un ejemplo archiconocido- hasta
dar un barniz protector de teoría estética a los escritos poéticos que cantan a los
sentidos. Exactamente lo que yo intento hacer en este momento, siguiendo una condena
de mi estirpe doblemente maldita.
Resulta difícil encontrar en el arte alguna imagen del placer gozado tal como es, pura y
sencillamente, sin mediatización de alguna muletilla del tipo vulgarización científica,
distanciamiento intelectual, moraleja protectora, sonrisa picarona o górgoro final de
disculpa moralizante.
Qué paradójico este comportamiento infantil en la etapa senil de la humanidad.
Sin embargo, la buena noticia es que la porfiada esencia humana sobrevivió en la
clandestinidad. La concepción sagrada del erotismo de nuestros antepasados, que nos
enseñó a encontrar la divinidad desde lo fisiológico, la espiritualidad a partir del
perfeccionamiento de los juegos amorosos y el éxtasis del placer sexual, vive y goza de
inmejorable salud en la profundidad de la imaginación de las mujeres.

25 —
¿Sobre qué fantasean las mujeres chilenas?

Hace doce años comencé a anotar con cierto detalle cada vez) que una persona me
comentaba, en cualquier contexto, una fantasía erótica. Este mundo secreto me pareció
fascinante. Sin ninguna pretensión científica o literaria, fui atesorando confesiones y
perfeccionando un cierto método para extraerlas y almacenarlas.
Esta colección poco común suscitó una serie de preguntas. ¿Cuáles son las fantasías
sexuales de las mujeres chilenas? ¿Hay chilenas que no tienen fantasías eróticas? ¿Qué
material de la imaginación estimula el erotismo femenino? ¿Qué situaciones y
personajes le resultan excitantes?
Después de escuchar a cientos de mujeres chilenas que me contaron con pelos y señales
la escena erótica con la que prefieren soñar, las quimeras sexuales que más se reiteran
en su imaginación, las fantasías que les han producido especial excitación o placer,
aventuro aquí unas ideas.
Todas las chilenas tienen fantasías sexuales.
No es fácil que una persona tenga la generosidad de compartir sus fantasías. Para hacer
este registro fue necesario perfeccionar un "método de pesquisa", explicar, convencer,
esperar, generar lazos de confianza. Fue imprescindible buscar mecanismos alternativos
de registro, como pedir que escribieran sus fantasías, las grabaran privadamente o las
relataran a un tercero autorizado para contármelas en los casos en que la requerida
manifestó pudor, temor, inseguridad, celo de su intimidad, resquemor o vergüenza.
Unas pocas mujeres dijeron tener imágenes imprecisas, confusas o vagas, difíciles de
relatar por su volatilidad; pero no hubo una sola mujer que me dijera que no tiene
fantasías eróticas. Por el contrario, la enorme mayoría respondió con entusiasmo,
facilitándome además el acceso al

26 —
imaginario de otras, sus amigas o parientes, cuyos testimonios yo debía conocer.
Me quedo con la impresión de que todas las mujeres Chilenas tenemos o hemos tenido
fantasías sexuales, y que éstas son más que una pura sensación, puesto que son
comunicables y tienen una estructura determinada, a menudo reiterada, al punto de que
cada mujer puede identificar su fantasía favorita.
Aunque muchas veces se relacionan en su origen con un recuerdo o un hecho vivido, no
es la memoria sino la imaginación su materia principal. Se trata de una visión
quimérica, inventada por la psiquis, una representación mental creada por cada mujer,
que la contiene en el espacio íntimo, libertario y secreto de su mente, donde los mitos,
los arquetipos, la feminidad ancestral, el inconsciente, se manifiestan sin reservas ni
prohibiciones.
Las chilenas rara vez representan sus fantasías en la vida real
Por las razones expuestas en las secciones anteriores -y seguramente otras más-, las
fantasías sexuales de las mujeres en nuestra cultura están encubiertas, escondidas,
negadas o tapiadas, mientras que los deseos imaginarios de los varones son conocidos y
sobre ellos hay abundantes registros literarios, estadísticos, sociológicos y sicológicos.
En la vida corriente, los hombres comentan sus fantasías en voz alta, se masturban en
grupo, escriben sobre el tema en los baños públicos, hacen chistes y publican revistas
que las alimentan. Asimismo asisten a cafés topless, cafés con piernas, espectáculos de
striptease y a esa vieja institución globalizada que son los prostíbulos. En todos esos
actos y lugares, los varones encarnan sus fantasías sexuales en la realidad.
También realizan sus ensoñaciones sexuales en la vida doméstica, con la esposa o la
amante, a las que incitan a que se disfracen o jueguen a esclavizarlos mediante ropa
interior provocativa, látigos, consoladores, corsés, portaligas, o

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vistiéndose de empleada, de colegiala o de monja. Las mujeres llevan a cabo las
fantasías de otro, de su hombre, pero rara vez las propias.
Las mujeres que entrevisté pocas veces realizan sus fantasías en la vida sexual concreta,
al menos no explícitamente. Las viven y las desarrollan desde la infancia hasta la
muerte en un plano secreto, que sólo comentan con otras mujeres. Su imaginario
discurre en un nivel paralelo o distinto del de su vida de pareja. Casi nunca comparten
sus ensoñaciones con su amante, ni siquiera cuando invocan su fantasía en pleno acto
sexual. El no tiene idea de que su mujer está imaginando que tiene sexo con un chivo,
con el vecino, con Superman o con otra mujer.

Las fantasías femeninas son distintas de las masculinas


Cuando comencé esta investigación, ya era una ávida lectora de lo que los expertos
siguen discutiendo si llamar o no "pornografía". Este género se caracteriza, según mi
apreciación, por registrar y reproducir preferentemente el universo íntimo de los
varones. Muchos de los personajes o escenas clásicas del folletín porno sintonizan con
fantasías masculinas, que no necesariamente nos hacen el mismo sentido a las mujeres.
En la pornografía y en la psiquiatría hay denominaciones comunes, en el primer caso
para nombrar los diversos tipos de fantasías eróticas masculinas, y en el segundo para
describir trastornos o parafilias típicas y atípicas: voyerismo, sadismo, masoquismo,
bestialismo o zoofilia, fetichismo, exhibicionismo, travestismo, pedofilia, frotteurismo,
clismafilia, necrofilia, escatología telefónica, coprofilia, urofilia, etc. Estas
clasificaciones se utilizan, en sentido genérico, también para las mujeres. Pero son una
adaptación, un traslado, probablemente equívoco en algunos casos, de las ensoñaciones
que resultan excitantes para los varones.
En el curso de esta investigación me ha parecido que las fantasías de las mujeres y de
los hombres son distintas. Con

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coincidencias, por cierto, puesto que están hechas de una materia parecida. Pero
también con sus particularidades y a veces con notables diferencias.

Hay motivos propios del imaginario erótico femenino chileno


El material de que están hechas las ensoñaciones de las chilenas es un territorio
inexplorado, o por lo menos un sendero por el cual se ha transitado poco. Al escuchar a
estas mujeres me parece que las confesiones eróticas femeninas tienen componentes
novedosos respecto de los registros más conocidos y difundidos. Casi siempre son
inesperadas en su sustancia, o tienen elementos significativos que me parecen
originales, y que se reiteran en mujeres muy distintas. A partir de esas comprobaciones
propongo en la segunda parte de este libro, la parte testimonial, un orden temático, una
forma de clasificar las fantasías de las mujeres chilenas según el objeto del deseo o la
situación. Cada elemento de esta "tipología" y sus variantes es ilustrado con uno o más
testimonios de entrevistadas.
A continuación, las secretas fantasías sexuales de mujeres chilenas, tal como llegaron a
mis oídos.

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II. FANTASÍAS SEXUALES DE MUJERES
CHILENAS
1. Tener sexo con un desconocido

No saber su nombre

Beatriz tiene veintiocho años, es soltera, escultora y profesora (imparte talleres de


plástica para empresas). Supone que tiene un desequilibrio hormonal, porque desde hace
un año más o menos, repentinamente, como un brusco capricho incontenible, le vienen
ganas de tener relaciones sexuales con los hombres más impensables. Específicamente,
ella siente la pulsión de tener intimidad con desconocidos, hombres de los cuales no
sepa el nombre ni vaya a saberlo nunca.
Todo comenzó el día en que de pronto se sintió atraída por el dueño de la reparadora de
calzado de su barrio, un señor de unos sesenta años, gordo y chico como un tonel, a
quien le estaba encargando poner un forro de napa a sus botas vaqueras. No se trataba
de una atracción manejable sino de un verdadero frenesí, un comportamiento fuera del
control de Beatriz, que la hace cometer actos de los que ella nunca pensó que sería
capaz.
Ese día se acercó al zapatero como un autómata, lo tomó de un brazo y lo arrastró al
rincón de atrás, separado por unas cortinas del resto de la tienda. Allí se desvistió ante él
lentamente, sinuosamente, y solo le preguntó: «¿Quieres...?». El zapatero aceptó la
invitación. Ahora el problema de Beatriz es que le da vergüenza ir a retirar sus botas.
A ese episodio siguieron otros por el estilo, con un cobrador del gas, un alumno del
taller, un proveedor de materiales para su trabajo, un ascensorista... Y el mejor de todos,
hasta ahora: un auxiliar de bus interurbano con el que terminó metida en el maletero del
vehículo, después de pasar el peaje y tras un breve intercambio verbal. Finalizado el
coito, encerrados en el maletero, a oscuras hasta la próxima estación,

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el hombre intentó entablar una conversación amigable, pero Beatriz le rogó que se
callara y que por ningún motivo le fuera a decir cómo se llamaba.

Hacerlo con un prostituto

Minerva tiene cuarenta y seis años, trabaja en una empresa de máquinas expendedoras
de bebidas y confites, es casada y tiene tres hijos adolescentes.
Su fantasía es tener relaciones con un gigoló, prostituto o amante de alquiler. Estimula
su libido imaginar que tiene un encuentro sexual con un hombre a quien paga por ello,
es decir, una especie de esclavo de sus deseos, al que le pueda pedir y hasta ordenar
todo lo que quiera sin ningún tapujo.
Para alimentar su imaginación, Minerva suele llamar por teléfono a los profesionales
que se anuncian en la sección de avisos clasificados de los diarios. Según ella, cada vez
son más los prostitutos que ofrecen sus servicios, lo que no hace más que aumentar la
tentación. El servicio que ofrecen es muy completo. Incluye «caricias, juegos eróticos,
masajes estimulantes, besitos donde tú prefieras, incluida la boca, sexo oral, lluvia en el
rostro, beso negro, la araña, palo encebado y penetración..., con y sin preservativo».
Lo de «palo encebado» se trata, según explica Minerva, que a su vez lo supo por boca
de sus «proveedores», de la aplicación de vaselina u otras sustancias grasosas en el
miembro viril para facilitar algunas maniobras.
«La araña», en tanto, es una práctica acrobática que consiste en que el hombre se apoya
sólo en las palmas de las manos y los pies, con el estómago hacia el techo. Deja
expuesto así su miembro como una especie de picana en la que la interesada puede
instalarse a su antojo.
La «lluvia en el rostro» es la masturbación del varón a la

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vista de la clienta, hasta eyacularle directamente en la cara. Y con el «beso negro» se
refieren a estimular el recto de la clienta con la boca, los labios y la lengua.
Según Minerva, para la contratación de un prostituto no se requiere de un presupuesto
abultado. Al menos si se compara con el promedio de las tarifas de sus colegas
femeninas del sector oriente de Santiago. Ellas cobran entre 50 y 100 mil pesos «la
prestación», y 20 mil pesos «el momento», que consiste en una atención muy rápida,
generalmente dentro de un vehículo, cuando el cliente ya viene con el trabajo
sumamente avanzado.
Ellos, en cambio, cobran entre 10 y 18 mil pesos los cuarenta minutos si es en su lugar
de trabajo. Allí garantizan un ambiente «acogedor, muy privado y discreto, higiénico,
desinfectado, sanitizado, fumigado [textual], con música grata y tragos al velador,
jacuzzi, ducha y material de aseo de excelente calidad. Todo por cuenta de la casa».
Si fuera necesario más tiempo o si la clienta desea la cita en otro lugar, la tarifa va
subiendo, del orden de 20 mil pesos adicionales «el domicilio». También hay
profesionales especialistas en un servicio que incluye «compañía» a algún lugar público,
a bailar, a una fiesta; en esas labores son más caros: alrededor de 30 mil pesos la hora,
con vestimenta y comportamiento adecuado del prestador, según las averiguaciones de
Minerva.
Los trabajadores sexuales masculinos atienden en Chile de once de la mañana hasta la
medianoche de lunes a jueves, y en horario corrido viernes y sábados. Los domingos no
hay servicio, pero por un precio razonable se pueden hacer excepciones.
Minerva cuenta que hay dos tipos de prestadores: los mixtos, que están disponibles para
ser contratados por varones, y los que atienden sólo a mujeres. También hay algunos
que ofrecen «trabajos especiales», que pueden ser de «striptease, despedidas de soltera,
atención a grupos o fantasías con animales».

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Escudada en el anonimato del teléfono, Minerva puede inquirir algunos detalles que le
resultan especialmente excitantes, como el tamaño del pene de los hombres que ofrecen
sus favores sexuales. Puesto que forma parte de la mercadería que se transa en este
mercado, por iniciativa propia los oferentes telefónicos -que en algunos casos es un
intermediario- entregan información detallada sobre sus herramientas de trabajo. Lo
llaman «la dotación». Minerva ha anotado minuciosamente el resultado de sus
indagaciones; aquí van.
Adonis ofrece «una dotación de dieciocho centímetros en reposo y un grosor de cuatro
dedos más o menos». Franco! asegura que su dotación es de «veinte centímetros
durante! media hora, porque practico una técnica china de no acabar' hasta que tú
quieras». Angelo pone a disposición de la interesada diecisiete centímetros, «y si es
necesario, un consolador adicional de veintidós centímetros». Diego es menos métrico
en su descripción: «Soy de pelo en pecho y con calugas, lo tengo largo y grueso, llevo
tres años en esto y no he tenido quejas». Ibrahim, que se promociona como «africano-
macho-mulato-musculoso», asegura que «hace poco dejé a una clienta con un prolapso
anal, así que vamos a tener cuidado». Felipe afirma que es «modelo de televisión,
versátil, varonil, atlético, muy bien dotado: veinte centímetros». Maximiliano detalla
que es «uruguayo, cariñoso, con un cuerpazo, y una dotación de veintidós centímetros».
Su colega Matías, «argentino, maceteado», asegura: «La tengo extra-large, me traen los
condones de afuera porque acá no hay de mi talla».
Para Minerva, estos diálogos telefónicos son un fuerte incentivo para fantasear. Hasta
ahora no se ha atrevido a contratar a un amante de alquiler. Tal vez ni siquiera sea ése
su objetivo. Ella se excita en el contacto verbal con estos hombres, con el lenguaje soez
que utilizan, con la manera descarada en que describen sus cuerpos y ofrecen sus
servicios. Eso es más que suficiente para Minerva. Es el material que atesora para
fantasear cuando se encuentra sola y con tiempo para darse placer.

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2. Ser prostituta
la aprendiz

A Vania le gusta imaginar que es prostituta. Más concretamente, aprendiz de prostituta.


En la vida real es una atractiva morena de veintinueve años, azafata, jefa de cabina de
una importante línea aérea. Su marido es piloto comercial. Tienen una hija de dos años,
una agradable parcela en Calera de Tango, situación económica emergente y un
inmejorable matrimonio: lo pasan bien en la cama y en la cotidianidad.
Su esposo es también su mejor amigo, tanto así que ella le ha contado esta fantasía. La
comparte con él, que se acopla perfectamente a este mundo secreto.
Frecuentemente Vania representa este sueño erótico con su marido. Así, practican un
juego de roles en que ella es una mujer de la noche -con minifalda, botas y medias
caladas-que intenta venderse. Y él, un desconocido que va a buscar una prostituta para
satisfacerse. Todo esto es una escenografía de luces rojas, tragos y ambiente de lupanar.
Pero lo que le atrae a ella no es fornicar por dinero, o con hombres prácticamente
desconocidos; éstos son detalles secundarios de su fantasía. La ensoñación erótica de
Vania tiene más que ver con el rito previo del comercio sexual, con las horas en que las
prostitutas se preparan para recibir a los clientes, con la ceremonia grupal en que las
mujeres afilan sus herramientas, diseñan estrategias de seducción más o menos
explícitamente, compiten por la presa, se despliegan con el objetivo de calentar a los
hombres, volverlos locos de deseo y darles satisfacción sexual.
Vania tiene una imagen favorita, una escena que vio en una película y que ella repite en
su mente para darse placer. Imagina con especial detalle a un grupo de aspirantes a
prostitutas

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que están recibiendo entrenamiento como tales. Una de ellas, algo mayor que las demás
y con aspecto provocativo, maqui- « llaje recargado, cascabeleo de joyas falsas, una
mujer vulgar pero atractiva, hace las veces de profesora. Se instala frente a un pizarrón
donde explica la materia a sus discípulas:
«Lo primero es obtener información respecto de lo que el cliente espera: si le gustan
morenas, rubias o pelirrojas, altas I o bajas, con ropa de cuero, insinuantes y ajustadas o
sueltas y vaporosas, delgadas o entraditas en carnes. En el contacto telefónico se le hace
una ficha y se determina el perfil de la chica que necesita», dice la maestra con
ademanes seguros, mirada displicente y el sonsonete monocorde que acompaña a una
asignatura largamente repetida.
Vania, en su fantasía, es una de las aprendices que la escuchan fascinadas, con los labios
entreabiertos, atentas a cada detalle de su cuerpo, sus modales, su tono, su manera de
moverse. Les parece que la entrenadora es en sí misma la mejor lección de cómo seducir
profesionalmente. Las doce chicas, con sus jeans elasticados y sus diminutas poleritas
de algodón, el ombligo al aire y las pestañas pesadas de rímel, se muestran cautivadas.
Todas a un compás, en una curiosa coreografía, siguen a la profesora con la cabeza, los
ojos y el cuello de cervatillos. Hasta que una pregunta cuál es la mejor manera de
establecer contacto físico.
«Rapidito. No hay que perder tiempo. Tú los dejas hablar y hablar y vas acariciándolos
al tiro, haciendo como que estás urgida, que no te puedes aguantar. Los clientes están
chatos de las esposas que les abren las piernas como haciéndoles un favor mientras
piensan en la lista del supermercado. Hay que darles aquello por lo que pagan: una
mujer que tenga ganas, que lo pase bien, que le guste la cuestión. Ellos quieren jugar,
divertirse, tener al frente a una mina caliente. Así que hay que tomar la iniciativa y ser
atrevida de entrada. Aquí no valen las tímidas ni las quedadas.»
Mientras termina la frase, la entrenadora camina hasta el fondo de la sala y saca un
objeto plástico. Le pide a una de

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las chicas que lo infle hasta que alcanza proporciones humanas. Es un muñeco de goma
rosado, con expresión fija, la boca abierta y pene incluido. Lo sienta sobre una silla y
continúa la lección.
«Cuando el hombre ya está relajado, después de un traguito y un poco de conversa, le
toman la mano así, siempre friccionando, apretando suavemente, tomándole los dedos
como si fuera la diuca, subiendo por los brazos hasta los hombros, el cuello..., y ahí se
van al pecho. Los hombres son como gorilas, están orgullosos de esa parte de su cuerpo.
Les gusta que les toquen el pecho, incluso que les den golpecitos ahí. Búsquenle las
tetillas y se las frotan sin dejar de conversar. Van a sentir que se les endurecen. Eso los
calienta mucho», dice la profesora, demostrando cada una de las maniobras con singular
destreza sobre el muñeco.
«Si hay una buena reacción, sigan allí, primero con caricias en círculos por todo el
pecho, después las tetillas. Pueden tomarlas con las puntas de los dedos y sacudirlas un
poco de esta manera... Ahora quiero que me muestren cómo seguirían.»
Las chicas se ponen de pie una a una y muestran diversas maniobras en el muñeco. Una
le palpa los muslos, las rodillas, la entrepierna. La siguiente le sopesa los testículos
después de morderle las orejas y hablarle muy cerca de,la cara. Otra más se refriega
contra el muñeco, lo levanta, se pone a bailar abrazándole la espalda, va bajando con las
manos hasta el órgano de plástico y se concentra en él. Con movimientos acompasados,
lentos, fluidos, empuña el miembro y lo frota.
Vania se siente especialmente excitada al imaginar esta parte de la secuencia. Ve cómo
la mano de la aprendiz se mueve por el grueso aparato, adelante y atrás, adelante y atrás,
adelante y atrás. De pronto cambia el ritmo y la acción: le da palmaditas en el miembro
y se lo menea de un lado al otro, como a la palanca de cambios de un vehículo. Después
vuelve a subir y bajar por el cilindro, ahora mucho más rápido.
Entonces interviene Vania, quien en su fantasía se levanta y dice: «Déjamelo, que va a
eyacular». Y se apodera del

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hombre de hule, se arrodilla en el suelo, se introduce el pene en la boca y comienza a
chupar con entusiasmo.
Esta es la culminación de su fantasía. Cuando está con su marido se las arregla para
llegar a este punto de la escena con él, en un relato paralelo. Mientras imagina la escena
descrita, va representando las acciones de su mente en la vida real, con lo que consigue
generar un placer indescriptible para' ella y su pareja.

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3. Hacerlo con hombres poderosos

Juguemos al doctor

Fernanda tiene once años y estudia en un colegio católico mixto. Ya ha dado algunos
besos en la boca, no mucho más, y ha sentido cómo se endurece y agranda el sexo de su
compañero de baile en una fiesta mientras ella permanece abrazada a él, como si nada,
mientras un cosquilleo le recorre la columna vertebral.
En su mente también ocurren cosas interesantes. La fantasía de Fernanda tiene un
protagonista, el doctor Rugendas, un señor de cuarenta y tantos años, medio peladito,
alto, delgado, con anteojos y barba bien cuidada, amigo de sus padres desde que ella
tiene memoria.
Es el médico de cabecera de la familia; fue el que le detectó una peritonitis cuando
Fernanda tenía nueve años, y también el que la revisó, siempre sin sacarle los calzones,
durante toda su infancia. El doctor Rugendas la hacía pararse contra la puerta de la
consulta para medir su altura en un cocodrilo adhesivo, le miraba los oídos con un
embudo de metal y le daba suaves golpecitos en la espalda para saber cómo estaban sus
pulmones.
Hace algún tiempo, sin embargo, dejaron de llevarla donde este médico y ahora ella,
cuando lo oye llegar a su casa, corre a espiar todos sus movimientos desde una ventana
del segundo piso. Luego, durante el breve saludo que puede prodigarle aprovecha de
olfatear su aroma conocido, ese olor a hombre, olor a ganas, y sube a su pieza con los
pulmones llenos del doctor Rugendas.
Fernanda espera despierta el tiempo que sea necesario para cumplir su fantasía. En
cuanto las visitas se van, acude al living rauda y sigilosa, se baja el pijama con urgencia
y posa

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las nalgas en el asiento de cuero que ocupó el doctor. Allí se queda muy quieta,
sintiendo en su carne la delicia tibia de su ausencia, esa mezcla de intimidad y asalto,
una calidez orgánica: el éxtasis, en suma.

La magia del mar

«Mi mayor fantasía es fornicar en mar abierto», dice Graciela al tiempo que enciende un
cigarrillo y se dispone en actitud de confesión. En su caso, la fantasía es más bien un
recuerdo, una fijación placentera que proviene de una experiencia que vivió.
Fue hace unos años, cuando su matrimonio estaba naufragando, para usar su propia
imagen marítima. A los treinta y siete años, siendo una abogada en ejercicio y madre de
gemelos, la comezón del séptimo año le vino con todo. Pero Graciela no se desgastó en
terapias ni salvatajes desesperados. Invirtió sus ahorros en una empresa que le
proveyera de cierta independencia económica y dejó que su marido viajara mucho y se
alejara sin escándalos, riesgos ni discusiones.
«Entonces conocí a un hombre que me lamió el ombligo. Delicioso. Eso es sexo con
contenido teórico: la lengua limpia, la lengua sana, la lengua acaricia. Es una parte que
nos queda del lobo. Lengüeteamos poco ya a estas alturas de la historia del hombre,
pero se lo hacemos a los cachorros, a nuestras crías les tomamos el gusto para saber si
están bien, saladitas, sin fiebre, funcionando. También le pasamos la lengua a la pareja,
para comprobar que sabe bien y que nos va a dar gusto, que es gustosa.»
Para Graciela, desde entonces lamer es signo de salud. Y ese hombre que le lamió el
ombligo se ha vuelto su fantasía predilecta. Lo conoció en el océano; era capitán de
barco.
«Me embarqué en noviembre. Iba de mala gana, un poco

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para sacarme de la cabeza el estrés matrimonial, otro poco para poner cuatro días de
distancia con un compañero de trabajo que me tenía desconcertada, y también por algún
objetivo secundario de tipo mercantil que no viene al caso detallar. »El comandante me
llamó de inmediato la atención, no sólo por el atractivo irresistible que despierta en mí
el poder, incluso el poder en pequeña escala, sino porque en cuanto pasé revista a la
dotación de altos oficiales que se congregaron antes del zarpe, en el salón principal del
buque -un hermoso y cómodo armatoste de cuatro mil toneladas, a todo esto-,
simplemente no había dónde perderse.
»Tenía unos cincuenta años, era menudo pero bien hecho, unos setenta kilos, de
complexión recia y flexible, pelo negro, asomos de calvicie, los bigotitos típicos de
capitán de fragata, ojos de un azul intenso e iracundos como el océano que me llevó a
surcar... y, mi debilidad, glúteos bien formados. Ahí aprendí que en los buques se está
mucho de pie, la tripulación sube escaleras noche y día, y hay que fintear el vaivén
permanente. El resultado suele ser un par de nalgas duras, magníficas en la estrechez del
pantalón negro del uniforme. Además el comandante resultó ser un bailarín entusiasta,
estupendo intérprete -en privado- de canciones que nadie conoce, como "La chica de la
boutique".* Tenía un estilo un tanto binario en la expresión verbal, pero era inventivo y
original en su único tema: el mar. Más exactamente "la" mar, como se dice en la
subcultura naviera.»
Según Graciela, el mar y el funcionamiento de un buque pueden producir
conversaciones apasionantes si son expuestos por un tipo que los conoce a fondo, que se
conmueve contagiosamente con nudos, anclas, popas, proas, yardas, millas y
condiciones meteorológicas, y que te habla susurrando en medio del movimiento
sinuoso del oleaje.
«Mi capitán, muy apuesto y bien plantado, me gustó no

* Un hit de 1971, grabado por el cantante argentino Heleno, seudónimo de Miguel


Ángel Espinosa, también conocido como Darío Coty.

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por buenmozo sino por su actitud. Un tipo de pocas palabras, que debe haber sido algo
así como el rey de las casas de putas en los tristes puertos de la patria, todos venidos a
menos por la modernidad y el neoliberalismo. En fin; un tipo concreto, simple, "físico" -
como se describió haciendo alusión a su tendencia a tocar carne humana-, sin
pretensiones intelectuales, muy cómodo y llevadero en ese sentido.»
Graciela se reconocía agotada de los hombres muy intelectualizados. En cambio el
marino era un hombre concreto, que consultaba cartas de navegación e impartía
instrucciones a los subalternos mientras le dedicaba toda la atención del mundo,
invitándola por ejemplo a cubierta para mirar las estrellas, las que conocía con nombres
y apellidos.
La primera jornada de la travesía la dedicaron a medir sus fuerzas. El comandante era
casado y tenía cuatro hijos, lo que se diría un padre de familia y esposo ejemplar, pero
con la mirada del gato a la carnicería.
Entre sonrisas, miradas y coqueteos, Graciela se enteró de que los oficiales operaban las
comunicaciones de alta mar con nombres en clave. Su comandante se hacía llamar
"Átomo". Ella, para ponerse a tono, se puso "Ameba".
Ya el segundo día de navegación Átomo acompaña a Ameba sin disimulo. Ella toma sol
en ropa interior en la cubierta, escuchando el sonido de un mar sin comienzo ni fin, y a
su discreto y silencioso capitán, que cada cierto rato imparte instrucciones cifradas a sus
oficiales de guardia a través de una radio portátil.
Átomo no tenía apuro. La tercera noche la invitó al puente de maniobras: «"Zafe a
estribor, caña al doscientos cuarenta y ocho", ese tipo de cosas. Y él, estupendo, con su
walkie-talkie y la gorra de marino. Frente a nosotros un amanecer espectacular y... la
magia del mar, de la que quedaría prisionera hasta hoy.
»Esa noche bailamos apretaditos en cubierta. Él hizo sonar en todos los parlantes del
buque una música que era para nosotros... Y me encontré con su lengua metida en la

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boca, sus manos firmes apretándome la espalda, la cintura, las caderas, y unas ganas de
que se metiera en mí y que nunca llegáramos a puerto...»
Sin embargo, no lo muerde ni es mordida. Entran en razón: hay demasiados testigos. El
la va a dejar a la puerta de su camarote a las dos de la mañana, muy caballero, y se
despiden como si nada: «Chao, hasta mañana».
«Pero ya había mucha tensión sexual acumulada, No cerré mi puerta. El no se fue. Nos
abalanzamos el uno encima del otro, avanzamos como en un nudo ciego por un pasillo
hasta su dormitorio, entramos dando tumbos en las paredes. Él intentó ir a buscar una
botella de vino y unas copas, pero yo lo agarré de la ropa y lo atraje hacia mí. El lugar
era estrecho, como un ascensor, lo que hizo que en pocos segundos estuviera
encaramado sobre mí, empujando esas espléndidas nalgas contra mi cuerpo,
refregándose, sudoroso de ganas y de calor, levantándome un vestidito que no opuso
ninguna resistencia, tironeándome las medias, enredándose en mi pelo, en la ropa, ahora
sí mordiendo hábilmente mis orejas, mis brazos, mi cuello. Y yo que intentaba mantener
el equilibrio, afirmarme de una silla que se movía con el vaivén de la marea, y
responder a las deliciosas arremetidas del capitán... Sus caricias eran desesperadas, sus
besos con bigote, besos que daban cosquillas. Esos besos que me hacen sentir como
niña chica, encantada con el dulce que va a recibir.»
Graciela se dejó llevar por el placer que despertaba ese hombre en todos sus sentidos. El
capitán tenía una magnífica erección bajo sus pantalones. La verdad es que había estado
allí cada tanto, como un grueso leño escondido, desde la tarde. Disimuladamente, él le
mostraba el bulto hacía horas. Eso la excitaba mucho; lo que le ofrecía la verga
endurecida le abría el apetito, como también saber que él sabía que su instrumento era
tentador, que cualquier mujer querría sentir ese miembro tenso abriéndose paso en sus
entrañas, moviéndose y gozando con el roce.

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«Me manoseó por todos lados, a veces con cierta brusquedad, otras con dulzura,
especialmente cuando se detuvo, largo rato, en mis genitales; de pronto me agarró con
dos dedos el clítoris y lo acarició sin compasión.»
El sexo de Graciela se lubricó hasta parecer cubierto de mantequilla. Gimiendo, al sentir
que los movimientos del capitán se volvían más urgentes, y al ver cómo se abría el
pantalón, metía la mano y sacaba el pene hinchado y enrojecido, vio que él lo exhibía
mientras deslizaba la mano por el órgano tumefacto.
«"¿Quieres que te lo meta?", me preguntó entre susurros y jadeos. Yo asentí.
"¡Ruégame que te lo meta!", insistió. Fue lo que hice. Le pedí que lo hiciera ya. No
aguantaba un segundo más.
Entonces el capitán se bajó los pantalones, se tendió en el suelo del camarote y arrastró
sobre él a Graciela, en cuclillas. La penetró de un solo y certero espolonazo que le
produjo una sensación cercana al desmayo. Graciela gritó de placer y sintió que
agonizaba de deleite con cada milímetro del miembro que atravesaba sus húmedas
membranas.
Pero en ese momento el capitán se aquietó. Ella sentía palpitar esa dureza en su interior,
casi a punto de estallar, y quería frotar su vagina contra la verga, pero el capitán la
retenía con fuerza, empalada, sin poder moverse.
«Nos quedamos así una eternidad. Yo trataba de frotarme, presa del instinto que me
ordenaba agitar las caderas. El me sujetaba de la cintura. Me mantenía presionada hacia
abajo, con todo el grosor de su pene dentro de mí, sin hacer un solo movimiento. Su
rostro estaba congestionado, tenía los ojos muy abiertos, y la lengua buscando el aire...»
La vulva de Graciela se estrechaba en espasmos acompasados. Le parecía que el
miembro del capitán reaccionaba a cada contracción aumentando de tamaño, pero él
seguía sin moverse, totalmente rígido. De pronto ella sintió que espesos chorros de
semen manaban en su interior.
«El capitán emitió un gruñido de éxtasis y apretó sus caderas contra mí.» Ella
experimentó también una explosión.

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un incendio, como una llave abierta, un placer que la rebasaba y la empapaba por
completo, al tiempo que su capitán recobraba el aliento y buscaba su vientre con los
labios.
Entonces Graciela sintió su lengua en el ombligo, como una deliciosa caricia húmeda.
Luego descansaron en silencio. Antes de rendirse al sueño, el comandante pronunció
unas palabras que se transformaron en la obsesión y máxima fantasía de Graciela:
«Esta es la magia del mar.

El señor cura

Renata está casada desde hace catorce años; tiene tres hijos, es periodista, relacionadora
pública de una importante firma hotelera, y vecina de Huechuraba. A los treinta y ocho
años se considera "rellenita pero tincuda". Su fantasía es tener contacto sexual con un
sacerdote dentro del íntimo espacio de un confesionario. Lo relata así:
«Imagino que voy a la iglesia a confesarme con un cura que me parece súper atractivo.
El viste sotana negra. A propósito le comento con lujo de detalles algunas situaciones
lascivas mientras voy notando su inquietud a través de una mirilla enrejada. Su
respiración se agita y yo le sigo hablando en un lenguaje procaz, hasta que pierde el
control de sus impulsos. Entonces abre los pestillos de la mampara y comienza a
acariciarme las piernas mientras me hace preguntas libidinosas, que contesto de la
manera más calentona posible. En poco rato, y sin contratiempos, mi mente pone al cura
a correrme mano desvergonzadamente. Me sube la falda, me rompe los calzones, se
agacha, mete la cabeza entre mis piernas buscando mi sexo y empieza a lamerlo con
glotonería. Instalado entre mis muslos, el cura me deleita con su lengua y con sus
labios. El clítoris se me hincha al húmedo contacto de su lengua

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puntiaguda. La saliva del sacerdote se hace abundante, espesa, lechosa, y se confunde
con el néctar de deseo que produce mi abertura.
»Me estremezco entera con cada uno de sus chupetones. Siento afuera a otras personas
que quieren confesarse. Otras mujeres que vienen en busca de lo suyo. Deberán esperar
que el señor cura termine su tarea. Ya estoy a punto de aliviarme, voy a acabar, aprieto
los muslos..., ya viene el placer».

Mi general

Isabel es una mujer muy bonita, distinguida, con clase. Tiene treinta y siete años y es
una profesional exitosa en el negocio editorial. Viste con gusto exquisito, lleva las uñas
perfectas y un anillo de oro blanco y brillantes que debe costar más que mi auto. Nos
reunimos en un café, donde me cuenta que está separada, tiene dos hijos escolares y
vive en un elegante barrio residencial.
Al cabo de tres capuchinos, un croissant y una vitamina de naranja, la conversación
entra en tierra derecha. Isabel hace referencia a una historia que «una amiga mía
escuchó de otra amiga y que sé que te va a interesar». Aunque aclara que no le
pertenece, la bella Isabel se acomoda en la silla y relata en primera persona -con
matices, susurros e inflexiones dramáticas- esta fantasía supuestamente ajena:
«El general entró sorpresivamente. Supe que era él, a mis espaldas, porque tanto el
coronel como su ayudante se levantaron de sus asientos como por efecto de un resorte, y
saludaron con brazos y tacones. Se veía guapo, muy guapo, como siempre, con su
impecable uniforme, sus charreteras de alto mando, sus minervas y otras insignias sobre
el pecho esbelto, y los lustrosos zapatos del 43.
»Yo me quedé sentada; demoré mis movimientos una

48 —
eternidad, hasta que el general estuvo frente a mí, de pie, su cintura muy cerca de mi
cara, su olor de macho bien duchado, su torso enhiesto bajo el uniforme, su cuello, sus
ojos de lobo, su mano firme extendida hacia mí con gallarda cortesía.
»Saludé distante, pero cumplimos el rito de cruzar una mirada, un breve relámpago de
chispazos y ardores que trajo la promesa de un descalabro, de un olvido de toda culpa y
todo mundo y toda gente. Fue solo un momento y ya estábamos hablando con gestos y
tono cuidados, adecuados, de los temas profesionales que nos convocaban.
»Desde la primera vez que lo vi, en un cóctel de embajada, este intercambio de miradas
breve y tumultuoso se había hecho tradicional. Un rito entre nosotros. Esa vez di vuelta
una fuente de ostras de pura impresión cuando apareció, también a mi espalda, y me
dijo: "¿Me permite una copa de champaña?".
»Ambos nos abalanzamos al suelo para recoger el desastre entre mutuas y atropelladas
disculpas; en la penumbra de las mesas enmanteladas, sentí que me quemaban sus ojos
hambrientos solo segundos antes de que sus escoltas lo separaran de mí y se lo llevaran
como en una corriente marina hacia el otro extremo del salón, donde no existiera el
peligro de comensales de tanta torpeza manual.
»Hasta entonces sólo nos vimos en situaciones formales, pero un flujo invisible tensaba
el ambiente cada vez que ocupamos el mismo espacio. No sólo yo lo sentía. El también.
Y las miradas y rumores entre los otros únicamente se refrenaban en algo porque él es
"el general". El caso es que, cada vez que nos encontrábamos, mi turbación casi me
impedía pensar. Cuando se me acercaba, hacía grandes esfuerzos para seguir el hilo de
la conversación. Sin embargo oía el desorden de sus latidos, sentía su deseo solapado, el
pulso encabritado y la mirada de lobo de mi delicioso general.
»Tal vez todo fuera producto de mi imaginación. Aunque no, definitivamente no fue
fantasía la erección que noté en sus pantalones la vez que subimos en un ascensor,
silenciosos, los cinco pisos hasta su oficina en la comandancia. Pero nunca

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estuvimos en privado. El protocolo indicaba que nuestras conversaciones debían incluir
al menos un testigo.
»El general me buscaba -y me encontraba- en ceremonias y eventos militares, se
instalaba unos instantes frente a mí sin decir ni hacer nada más que mirarme con un
ruego en el fondo de los ojos, apenas el tiempo suficiente para dejarme marcada con su
sello de futuro placer, con la certeza de ese misterioso y gratuito deseo que
irremediablemente nos iba a atrapar algún día.
»Esta vez, tras unos minutos de conversación amena y trivial, de pronto ordena al
coronel y a su ayudante que se retiren. Quedamos ambos abandonados en el naufragio
de nuestras cavilaciones; él muy serio, sin moverse un milímetro; yo rogando que nada
se saliera de su curso y a la vez que ocurriera ya la explosión que me parecía inminente
e inevitable.
»Su voz me acaricia a menos de un metro, y va acercándose. Me ordena dulcemente que
me apoye en el escritorio y abra las piernas, sin tocarme. No lo miro. Obedezco con
parsimonia; siento su respiración. Sé que él sí me mira, como un perro hambriento,
salvaje, feroz.
»Me dice que quiere verme así, con las piernas abiertas para él, entregada a sus ganas,
sumisa, sometida. Comienzo a acariciar mis propias piernas como si fuera él quién lo
hace. Me pide, en un susurro ronco, que le muestre más. Deslizo mis calzones hacia
abajo y sé que puede ver la humedad entre mis piernas; siento su contención, su fuerza,
como si el mundo se fuera a acabar en el instante siguiente. Pero allí estamos y es tarde
para retroceder.
»Me atrevo a levantar la vista y lo veo trémulo, agitado, hermoso, dispuesto. Me
observa. Estoy tocando desvergonzadamente mis genitales. Se levanta y avanza hasta
mí, sin apuro. Pone uno de sus dedos en mis labios, me lo mete en la boca con dulce
desesperación. Lo mueve adentro y afuera mientras yo lo succiono como a un chupete.
Con la otra mano toca la punta de mis pechos. Es hábil. Sabe hacerlo. Huele a animal
encabritado y emite unos gruñidos tiernos.

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Me saca el dedo de la boca y va dejando una estela de saliva marcada en mi piel, un
camino que se desliza lentamente hacia mi vientre, mis piernas, mis muslos.
»Su dedo índice entra suavemente en la blandura del pubis, y con diestras maniobras
acompasadas busca los lugares más secretos. Quiero que siga, que apure los
movimientos y me haga gozar. Me pregunta si estoy excitada. "Te quiero bien caliente",
me dice, mientras sigue estimulando mis pechos y mi boca. Entonces se baja el cierre
del pantalón, saca un miembro inflamado y enrojecido, y lo exhibe frente a mi cara.
»Sé que va a poseerme. Sé que va a penetrarme ahí, sobre el escritorio del coronel. Sé
que su delicioso pene entrará en mí haciéndome olvidar todo lo que ocurre en la calle, a
la gente, que sigue su día sin mayor novedad, mientras yo estoy a punto de ser
atravesada por un hombre de uniforme...».

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4. Ser violada

El masajista

Rebeca está histérica porque no se pudo depilar. Recurrió a la gillette hace dos días y ya
le asoman pelos vigorosos, gregarios, como una colonia de penicilina en las axilas, la
entrepierna y las pantorrillas, que se ven feos y se palpan peor aún.
Ella es oficial del Ejército de Chile, casada, madre de dos hijos universitarios. Su
uniforme la obliga a andar con polleras y el verano arrecia, por lo que unas panties
disimuladoras quedan descartadas. No le importa tanto el detalle en el trabajo, lo
insoportable es que por la tarde tiene hora con su terapeuta, un quiropráctico, un
masajista, y eso sí que la pone nerviosa.
Se lo recomendó hace ya siete meses una colega con la que elude comentar sus
bondades. A la pregunta clásica de «¿Cómo te resultó?», ella responde: «Bien, gracias,
ni un problema». Nada más.
Rebeca va todos los lunes al masajista. El es un hombre muy callado, no muy apuesto,
ancho, fuerte, con vello en el pecho, que se le asoma por el cuello de la camisa, bajo la
bata blanca, y una cadena de oro que parece contenta en su torso mullido y firme. Es
ciego. Completamente ciego.
La oficial lo comprobó en las primeras sesiones: al principio se sacaba la ropa con
aplomo, se tendía en la camilla de hospital e intentaba relajarse a pesar de su desnudez
poniendo atención a la música de trompetas y oboes que sonaba de fondo; pero en cada
momento se encontraba dudando de la incapacidad del masajista, haciendo infantiles
pruebas como mirarlo repentinamente a los ojos o ponerle obstáculos materiales en el
camino para ver si los eludía. Pero nada. El tipo es ciego de verdad.
Por eso se dedicó a los masajes. Por eso su clientela es

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exclusivamente femenina. Por eso palpa como los dioses.
Rebeca sueña con sentir sus dedos milagrosos masajeándole el clítoris. El masajista
ciego -que además parece mudo pero no lo es, porque todas las sesiones la recibe con un
«Hola, desnúdese y tiéndase en la camilla boca arriba -comienza por los pies y va
subiendo por las piernas con fricciones enérgicas, circulares, rítmicas. Luego se va al
otro extremo y le masajea los hombros, los alrededores de los pechos, las costillas, la
cintura, el estómago...
Rebeca apenas puede contenerse. Quiere que el masajista pierda el control, que no se
salte el pubis ni los pezones. Desea ardientemente que deje de ser tan correcto y
confiable, que se vuelva loco y que sus manos grandes y fornidas la hagan gozar de
frentón. Imagina que el quiropráctico comienza a rozarla, friccionarla y apretarla ya sin
contenciones, y que ambos se deleitan y saben que se deleitan entre amasamientos y
golpecitos.
Cada vez que el masajista va llegando a su entrepierna a Rebeca le parece tan fácil que
él se permita no detenerse, sobrepasar el borde cosquilleante y encendido de la ingle, no
decir nada y seguir avanzando, hurgando suavemente en su interior, moviendo sus
hábiles dedos en círculos concéntricos, embadurnados con crema y el sudor de ambos:
ella, incapaz de resistirse, sin voluntad por efecto de las tocaciones neurosedantes, pero
con el alma en un hilo, y el masajista ciego manoseándola, descubriendo poros
perdidos, células danzarinas, secreciones espumosas de deseo, manipulándola con sus
sabios nudillos como lenguas de perro, sacudiéndola hasta el final.

Violada en la playa

Marta es estudiante de enseñanza media, soltera; vive en Coquimbo, en una pensión.


Tiene diecisiete años. Nació en

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Copiapó, no conoce Santiago y quiere ser modelo o promotora. Así describe su fantasía
favorita.
«Yo estoy tirada en la playa, tomando el sol, con bikini y anteojos oscuros. La playa
está desierta. Escucho el mar, las gaviotas, las olas, que me adormecen. De repente se
me echa encima un hombre. Me salta el corazón al sentir ese cuerpo pesado sobre mí, la
respiración en mi cuello, sus manos, que me buscan los senos y me bajan los calzones...
El tipo intenta violarme.»
Desde que Marta se fue a estudiar a Coquimbo es frecuente que vea marineros en el
centro de la ciudad. Son hombres robustos que usan camiseta blanca, pantalones azules
muy ceñidos y un gorrito blanco como el de Popeye. Tienen tatuajes en los brazos y una
cadena de identificación en el cuello. Marta no ha cruzado palabra con ninguno de ellos.
Su único lugar de encuentro con un marino es la fantasía.
«Me imagino sus espaldas anchas, sus nervios y sus músculos a través de la camiseta.
Me da miedo, pero también un gustito rico. Es brusco, pero no me hace daño. Aunque
no le veo la cara, su cuello y sus espaldas me parecen bien hechos y tiene un aroma que
me gusta... Yo me resisto, pataleo, intento separar su boca de mis pechos, trato de
sacármelo de encima, pero él logra sujetarme las manos y las piernas y me mete la
lengua en la boca. Después me dice al oído que me quede tranquilita, que tiene una cosa
para mí que me va a gustar.
»Me saca el bikini a tirones, me agarra la vagina como un desesperado y mete los dedos.
Me dice que estoy mojada..., que estoy lista para recibir una buena pichula que me haga
gozar. Con esas palabras, tal cual. A esas alturas yo estoy bien excitada. En realidad yo
misma digo en voz alta las palabras que él me dice en la mente. Yo misma me estoy
tocando y mi sexo está húmedo de deseo. Imagino que el hombre me acerca su miembro
y lo posa en la entrada de mi sexo. Con su mano lo mueve en círculos alrededor de la
abertura... Eso me hace casi acabar. Quiero que me penetre, pero él me toma del pelo y
me acerca el pene a la boca. Siento un olor fuerte a

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orina y falta de higiene que me provoca asco, pero él me obliga, me lo sacude en la cara
y luego dentro de la boca.
»De pronto me lo saca de la boca con brusquedad, baja y me penetra. Siento un
estremecimiento en todo el cuerpo, imagino que sus testículos se bambolean y que su
pene choca una y otra vez con el fondo de mi sexo. Siento cómo se aprieta mi vagina,
cómo succiona ese trozo duro de carne que me da placer en cada embestida... En mi
fantasía, abro las piernas y las cruzo sobre su espalda. Él mueve su cosa inflamada, con
el glande enorme. Esa imagen me produce un orgasmo muy intenso.»
La fantasía de Marta llega hasta ahí, no tiene escena final o resolución. Es la escena a la
que recurre cada vez que quiere desahogar sus deseos. En el momento en que imagina
que el órgano sexual del violador la ha penetrado experimenta lo que ella describe como
una «excitación cruda». Eso le produce un enorme placer.

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5. Ver o ser vista

De a tres

Marcia estaciona su Audi plateado en el segundo subterráneo de un centro comercial.


Está espléndida, como todos los martes y jueves a las once de la mañana. Se hizo las
uñas de pies y manos, se perfumó con Amarige de Givenchy, se alisó el pelo, se
maquilló y se vistió a conciencia.
Un pasillo adelante se estaciona el Montero Sport verde que ella espera. Baja su amante,
también almidonado y compuesto, camina hacia ella sonriente, sube al Audi muy
canchero, seguro de sí mismo, y parten al motel de siempre. Prefieren uno de Vivaceta
para no volver a pasar el susto de divisar a alguien conocido, como les ocurrió en La
Reina.
Ya en la escena del crimen, Marcia y su amante repiten su ritual con mínimas
variaciones: primero esperan que una bandeja teledirigida aparezca en el vano de la
pared: abren las papas fritas, prueban unos canapés trasnochados, se toman un trago
para alargar el deseo, no importa nada lo que hablan porque no es más que un
muestrario de la gestualidad del cortejo. Ella hace arrumacos con los labios, él saca
pecho y se pasea como un pavo real; ella se mira al espejo curvando el puente de su
espalda, él se saca la corbata y se desabrocha la camisa como en un comercial de
desodorante; ella levanta el trasero ataviado con un colaless negro, él la toma como a la
fuerza; ella hace como que se resiste, se arranca, él la persigue, la agarra de un pie, la
tira en la cama, le levanta las piernas y la penetra con ímpetu, ella se queja y dice que
no, que no, que le hace daño, él siente un ruido en la cerradura, ella dice que alguien
viene, se detienen sin detenerse, él sigue moviéndose sobre ella, ella ondula las caderas
y aprieta las rodillas para retenerlo, pero ambos miran a la puerta...

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«¡Oh, no, es mi marido!», dice ella. «¡Nos encontró! ¡Está mirando cómo te lo hago!»,
dice él. «¡Nos va a matar!», sigue ella. «¿Qué le pasa?, parece excitado», dice el
amante. Y continúan, a pesar de que en realidad no hay nadie más que ellos en la
habitación... Nadie, salvo ellos en su complicidad, en su juego, en el que es
imprescindible contar con un tercero.
«¿Por qué nos mira así? ¡Ah, quieres lo tuyo! Ven, te deseo a ti también...» Y la pareja
continúa, turnándose con un otro imaginario.
Ésa es la fantasía de Marcia, que su marido y su amante le hagan el amor al mismo
tiempo, en perfecta armonía, sin más miramientos que el placer de cada uno.

La mirona

Paulina tiene cuarenta y seis años, es soltera y no tiene hijos. Trabaja en el


departamento de marketing de una empresa textil, tiene un sueldo razonable e
interesantes perspectivas profesionales.
En el plano sentimental, dice no tener un compromiso estable, pero sale con varios
hombres. «Mi apetito sexual nunca fue unidireccional. Siempre me atrajeron muchos
hombres a la vez. Creo que no estoy hecha para tener una sola pareja en la vida. Lo
encuentro una lata.»
Paulina es voyerista. Le gusta mirar a otros mientras tienen sexo. También le produce
placer verse a sí misma en pleno acto sexual con uno o más hombres, para lo que, en su
fantasía, utiliza un gran espejo.
Sus ensoñaciones están vinculadas con las imágenes más ardientes que ha observado
mientras espiaba a otros, u observaba sus propias relaciones sexuales. El origen de estas
ensoñaciones lúbricas está en una experiencia temprana.
«Yo tenía unos quince años. Me gustaba un vecino con

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el que nos encerrábamos a atracar en el garaje, dentro del auto de su papá, hasta que nos
llamaban a tomar onces. Pero también me inquietaba el doctor Santis, un apuesto
médico de cabecera que visitaba mi casa, un señor de barba, serio, bien callado, que
llegaba con un maletín y sus anteojos y que pasaba seguido a vernos aunque nadie
estuviera enfermo.
»El doctor conversaba un rato con mi papá en el repostero, se tomaban un café, a veces
incluso jugaban a las damas. Después se levantaban los dos y el doctor Santis se metía
con mi madre en la salita. Mi papá salía a regar el pasto o a leer el diario, sin mostrar
ninguna inquietud, mientras ellos se quedaban en esa pieza haciendo algo que muy
pronto me encargué de averiguar.
»Un día me atreví a esconderme detrás de una mesa ratona que había en la salita. Ellos
entraron, cerraron la puerta y mi madre, que estaba bella y sonrojada, se sentó en el
sofá. Le ofreció una taza de té al doctor, que él rechazó mientras se sentaba en la
alfombra, muy cerca de ella, y le besaba la mano, el brazo, los hombros, el cuello, con
gran familiaridad. Era evidente que mi madre no estaba sorprendida, y que le agradaba.
Entonces ella se tendió sobre el mismo sillón donde estaba. Yo la veía cerrar los ojos,
deleitándose con los besos del amigo de mi padre.»
Desde su escondite, Paulina pudo fisgonear toda la escena. A pesar de la impresión, y
del ardor que le provocaba lo que veía, intentaba mantenerse silenciosa para no ser
descubierta. Vio cómo el doctor acarició con suavidad los muslos y las caderas a su
madre, marcando en la ropa las formas de ella, que lo miraba y se estremecía. Miró la
forma en que ella observaba, insistente, el bulto en sus pantalones. Sintió los gemidos,
suspiros y quejidos de ambos.
«Comencé a sentir cómo sus respiraciones iban subiendo de tono, a la vez que la leve
agitación inicial de mi madre daba paso a movimientos más rítmicos, como una
espontánea danza sin música. Adelantaban las caderas, se separaban y se volvían a
reunir.

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»El doctor Santis corrió cuidadosamente las ropas y dejó descubierto las blancas nalgas
de mi madre, que temblaban y se movían, cada vez más frenéticas. A ratos, ella
intentaba quedarse quieta, entonces él intensificaba las tocaciones: subían sus finas
manos por las costillas y cuando iban a llegar a los pechos se devolvían dejando a mi
madre con un suspiro ahogado en la garganta y la boca entreabierta. Bajaban hasta sus
rodillas y las apretaban, abriéndole un poco los muslos. Luego masajeaba sus
pantorrillas y le levantaba la falda. Ella elevaba las rodillas y parecía querer abrazarlo
con las piernas.
»De pronto, el doctor la tomó de un brazo, la llevó hasta la alfombra y la puso allí de
rodillas. Luego se instaló de espaldas a ella, con el torso en el sofá, los pantalones abajo,
jadeante, ofreciéndole las nalgas. Ella le besó el culo y comenzó a lamérselo como al
hueco de una jugosa sandía, cada vez más rápido. Parecía gustarle mucho a ambos.»
Esta escena, que marcó las fantasías de Paulina, le produjo una enorme excitación. Su
mano buscó instintivamente sus genitales, que bullían de escozores tibios. Notó que se
había empapado de un líquido espeso y desde su escondite se alivió recorriendo el
exterior de la vulva con la punta de los dedos.
El ardoroso panorama que tenía frente a ella le parecía hermoso y excitante; nada le
importó ver a su madre con otro hombre. Al contrario, le pareció que el placer que se
prodigaban esas dos personas frente a ella era contagioso. Sintió que se extasiaba con el
sonido de esa lengua, la de su madre, batiéndose y saboreando la zona anal del doctor,
lo que producía un estremecimiento rítmico de todo el cuerpo masculino.
«El doctor Santis se dio la vuelta y dejó ver una verga larga, flaca y muy tiesa, plagada
de venas moradas y rojas y con el capullo expuesto. El mismo se la tomó y la movió con
energía, exhibiéndosela a ella, que parecía deslumbrada y que comenzó a asirle los
hombros y atraerlo hacia ella. Él continuaba erguido y resistente, meneándose el
miembro hacia atrás

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y hacia delante, con evidente expresión de calentura. Iba a acabar en cualquier
momento.
»Ella se sacó la falda y unos calzones blancos no muy seductores que llevaba. Se curvó
para ofrecerle el trasero y se lo abrió con ambas manos. Vi que el orificio anal se abría y
se cerraba a la espera del miembro del doctor.
»La espera me pareció interminable hasta que él comenzó a penetrarla lentamente,
mientras ella gemía y suplicaba por más. El doctor introdujo entonces todo el miembro,
hasta la base, y comenzó a moverse en largos y profundos espolonazos. Ella también se
movía cada vez en forma más violenta, hasta que él respondió con empujones potentes
mientras le sostenía las caderas, hundiendo sus dedos en la blanca carne de mi madre.»
Detrás de la mesa ratona, Paulina estallaba a la vez en un orgasmo intenso, estimulado
por sus propias caricias pero sobre todo por la escena de la que era testigo. Tuvo que
hacer grandes esfuerzos por aguantar el grito de placer que le nacía, espontáneo, desde
el fondo del alma. Lo logró y no fue descubierta, ni esa vez ni las siguientes, en que
observaría desde el mismo refugio secreto la aventura sexual de su madre.
Se le hizo un hábito espiar. Mirar a escondidas le producía tanto o más placer que
practicar el sexo ella misma. ¡
«Imagino que me lo hacen a mí o que yo lo hago. Esas escenas son un tesoro guardado
en mi mente, a las que recurro cada vez que necesito sentir placer.»

Encuentro de ex alumnos

Flora tiene cuarenta y seis años, es casada, antropóloga, tiene tres hijos y vive en Maipú.
«Cuando estoy sola o siento cierta comezón en el sexo, pienso siempre en una situación
imaginaria: tengo una fiesta

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con mis compañeros de colegio. Manríquez, un antiguo condiscípulo que me llama cada
tres o cuatro años para invitarme a la reunión de ex alumnos, se ofrece para pasarme a
buscar. Yo le espero muy arreglada, con un vestido rojo escotado, tacos altos, medias
negras con liguero. Subo a su auto dispuesta a hacer recuerdos nostálgicos.
»Esta vez Manríquez me parece atractivo, a pesar de que en la infancia era
insignificante. Tiene bigotes, unas manos grandes, nariz y mentón prominentes, el
cuerpo fornido. Me mira de reojo las piernas. Lo siento turbado, ansioso, mientras
hablamos de cosas sin importancia. Me río por cualquier razón, él responde mostrando
una blanca sonrisa y extendiendo el torso como queriendo mostrarme su potencia. Estira
su mano y la pone sobre mi rodilla. Avanza por el muslo mientras sigue manejando. Es
como un explorador entrando en una selva. Exquisito. Abro las piernas. Manríquez casi
pierde el control del vehículo. Pero hemos llegado al lugar del encuentro. "Ya habrá
tiempo para retomar nuestra conversación", le digo, coqueta.
»Entramos en la casa y vemos una escena increíble e inesperada. Todos mis ex
compañeros están desnudos y se ha desatado una verdadera orgía. Hay grupos por aquí
y por allá, gente tocándose, lamiéndose, teniendo relaciones sexuales en un ambiente de
fiesta. No reconozco a ninguno de los presentes, un montón de desconocidos que están
excitados y alegres. Algunos se masturban, eyaculan sobre los otros o intercambian
parejas. Nadie parece contrariado, confundido o antisocial.
»Casi de inmediato Manríquez intenta retomar las caricias del viaje en auto. Me sube la
falda, busca nuevamente la humedad y sus dedos se hunden entre los pliegues sedosos.
En ese momento llegan hasta nosotros dos hombres y una mujer, nos ofrecen unos
tragos y comienzan a sacarnos la ropa entre risas y miradas lascivas. Mi cuerpo se tensa
al sentir caricias en los pechos, las nalgas, las caderas. Uno de los hombres me besa el
cuello, las orejas y la espalda. El otro oscila desde atrás de mí con suaves embestidas
hacia mi trasero.

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La mujer me tiende boca abajo en un sofá y saca el sexo de Manríquez fuera de sus
calzoncillos.
»Su herramienta emerge imponente y tiesa, seguida de un par de testículos peludos. La
mujer le agarra el pene con familiaridad y lo frota hasta hacerlo crecer aún más.
Manríquez no deja de mirarme mientras la mujer hace que la cabeza de su órgano se
vuelva bulbosa y púrpura, con el tallo cubierto de venas y duro como una roca. Esa
visión imaginaria me produce mucha excitación. Veo el órgano congestionado en
primer plano, imagino que la mujer lo soba como a una joya mientras Manríquez me
mira. Sé que se prepara para mí.
»Siento una corriente de placer que me une a los otros. Uno de los hombres introduce su
garrote en la vagina de la mujer y entra en ella con empujones que van aumentando de
velocidad. Ella jadea y disfruta las rápidas penetraciones, pero no desatiende a
Manríquez. Atrae el pene hacia su pecho y lo abraza entre sus inflamadas tetas,
meneándolo allí con insistencia. El otro hombre me abre las piernas y juega en mi ano
con un dedo. El rostro de Manríquez se enrojece, su respiración se acelera, emite una
especie de gruñido. Se libera de la mujer y avanza hasta mí; me levanta por las caderas,
dirige su órgano hacia mi sexo y lo frota en la entrada con cierta contención deliciosa.
»Los demás me acarician y me besan mientras se complacen unos a otros. Todos a mi
alrededor están gimiendo de placer, intercambiando sus penes y sus vaginas sin ningún
recato. Manríquez continúa su danza con breves embestidas, su garrote yendo y
viniendo por mi jugosa hendidura. Le suplico a gritos que me penetre. La mayoría de
los presentes me observa, sin detenerse. Todos ven cuando agarro el tallo inflamado de
Manríquez y me lo meto desesperada para que me llene entera. En esta imagen de mi
fantasía creo sentir materialmente el tenso órgano entrando en mí hasta el último
centímetro, llenándome hasta el delirio.»

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6. Dar de mamar

Que me chupe los pechos

Mariana es jefa de cajeras en un supermercado y tiene cuarenta y dos años y cinco hijos.
Una cifra moderada para alguien cuyo mayor placer sexual consiste en dar de mamar o
fantasear con que otro ser se alimente de sus pechos.
Aunque ha leído en algunas novelas e incluso en literatura médica acerca de esta
fijación erótica, cree que el suyo es un caso «bien especial» y me cuenta que la tarde en
que se hizo su primer pronóstico casero de embarazo -en el baño de su departamento de
soltera, en las masivas torres de Fleming-, comenzó un recorrido sorprendente. Durante
los ocho meses siguientes ningún misterio le fue revelado, salvo uno, el único sobre el
que no se hizo jamás una pregunta porque simplemente no se le ocurrió que podría
perturbarle de esa manera: la fuerza erótica de sentir una presión nutritiva en los pechos,
unas puntadas eléctricas que le anunciaban la urgencia de tener a alguien succionando
sus pezones agigantados.
Lo que sí quedó en evidencia durante su primer embarazo y los que siguieron fue una
serie extensa de mitos que rodean la reproducción. De partida, el polvo fundacional era
eso, un polvo, es decir, tan bueno como suelen ser, pero no hubo estallido de galaxias ni
estremecimientos de constelaciones ni indicaciones luminosas de que se estaba
produciendo en ese acto preciso ningún milagro.
" Tampoco llegó a ocurrir jamás la comunicación extrasensorial -intra, en este caso- de
la que había referencias. Por más que se acarició la guata, cantó y habló en simulacro
con el nuevo individuo, la verdad es que a cambio recibía sólo silencio y su sensación
era más bien de ser un cuerpo usurpado. Se sentía invadida por alguien del que tenía
pocos datos, y

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cuya presencia de pez era bastante asimilable a la de un gas intestinal persistente.
Y así, en esos largos e incómodos meses introspectivos, junto con várices, estrías, caries
y panza, lo otro que le creció fue la curiosidad, la incertidumbre y un gusto desconocido
por tocarse los pezones. Se habían vuelto oscuros, porosos, y su piel se había engrosado
como corteza de nogal. Pero lo más notable era la sensibilidad que se despertó en la
punta de sus pechos y en el olfato. Podía olfatear el sudor de un hombre a un kilómetro.
Y ese aroma picante hacía que sus pechos se transformaran en fuentes que lanzaban
chorritos de leche sin parar y que le exigían que los pellizcara para aliviarse.
Mariana dice haber sentido la compulsión de palpar ella misma sus pezones en muchos
momentos, estimulada por el roce de la blusa, por una mirada masculina a sus
protuberancias mamarias o por el simple latir de su imaginación. Entonces los tocaba y
estiraba suavemente hasta sentir un placentero manar de leche. Podría decirse que se
ordeñaba a sí misma, de una manera tan deliciosa que se le transformó en una
costumbre, una que llegó a practicar a diario.
En el momento del parto tuvo la clásica visión de la vida después de la vida, con el
quirófano en cámara subjetiva, lentitud en la percepción, por la raquídea, una matrona
con paradójica mascarilla superpuesta en aros de fiesta y blusa de lentejuelas, y dos
médicos que le amasaban y le abrían en el vientre con destreza de carniceros.
«Tranquilita, tranquilita, respire, tranquilita», le imploraba la de los aros, con el sobajeo
de brazos tan propio de los chilenos en trance hospitalario. Lo más claro en medio del
todo confuso fue un sonido líquido procedente de la entrepierna, algo así como un mar
tibio fuera y dentro al mismo tiempo.
Después, todas las caras la miraban y le hablaban cosas que no pudo escuchar. Le
acercaron un bultito. Un trozo de carne con forma humana que latía ahora en su cuello,
afuera, sobre su pecho, inexplicable... Olfateó a la criatura y entonces

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fue cuando sintió la imperiosa necesidad de que el niño se le pegara a las tetas y
comenzara a chupar.
El impulso le sobrevino primero de manera vaga, como una textura en el aire, un cierto
vaho caluroso, orgánico, de células en eclosión. Se le instaló en los pechos una ternura
perezosa, con cierto tamborileo de quedarse para siempre... Un rumor de camas usadas,
la cama revuelta de sus padres en las mañanas. Una esencia de cuerpo bullente, como de
átomos y núcleos y electrones chocando y mutando, que le producía una urgencia de
amamantar más allá de todo control. Esa fue la primera vez que experimentó
conscientemente el deseo que se le volvió fantasía.
Al comienzo Mariana se extrañaba de sí misma por este deleite del que no tenía
referencias. Otras mujeres se quejaban de los desagrados del acto de «dar papa».
Hablaban de llagas en los pezones, de glándulas mamarias congestionadas, e intentaban
interrumpir la lactancia materna lo antes posible. Ella en cambio -y siempre su entorno
aplaudió su actitud-prolongó al máximo su ritual lácteo con las cinco criaturas que trajo
al mundo, disfrutando secretamente del placer que algo muy diferente del instinto
maternal motivaba. En cada mamada de sus criaturas se le encendían las entrañas de una
manera inequívocamente lúbrica que ella,nunca reprimió.
Paralelamente, cada vez que se acostaba con un hombre imaginaba que su amante le
buscaba los pechos y se pegaba a ellos succionando alimento. Ese pensamiento ha
bastado hasta hoy para excitarla hasta el borde del orgasmo.
Mariana no necesita que su fantasía se haga realidad. Sabe que esta succión puede
mantenerse sólo en su cabeza, como un estímulo adicional durante el acto. Pero
reconoce que le resulta extremadamente placentero cuando su compañero avanza hacia
sus pechos, abraza con la palma de la mano sus globos mamarios, manipula sus pezones
con habilidad, con pequeños pellizcos y tirones, o rítmicas palmaditas que los hacen
erectarse. Mejor aún si él sigue hostigándole las mamas sin piedad cuando se monta
sobre ella y la penetra,

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bajando la cara hasta ellos y mordiéndolos con dulzura para luego palpar los pezones
con la lengua en punta, mientras bombea con la verga una y otra vez en su húmeda
vagina.
Cuando imagina que esto sucede, al avanzar hacia la imagen de su amante chupándole
los pechos, sorbiéndole los pezones, Mariana llega al borde del clímax. Siente que sus
mamas producen un líquido, algo que ella identifica como semen fresco, un fluido
espeso que le mana como en ráfagas. Imagina que ese líquido viscoso llena la boca de
su amante, como una eyaculación, y que éste sigue chupando hasta saciarse. Es el
momento en que Mariana siente contracciones involuntarias y rítmicas en el clítoris, y
un placer que se disemina en chorros de secreción láctea desde los pechos.

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7. El padre y otros incestos

La voz del padre

Elisa es traductora, tiene sesenta y seis años, un hijo, una cómoda casa en provincias.
Está separada de su primer marido y mantiene una relación estable con un arquitecto
jubilado que vive a pocas cuadras.
Me advierte que su testimonio es delicado. Las pocas veces en la vida que ha comentado
con alguien su fantasía ha recibido de vuelta miradas horrorizadas o consejos
compasivos. Ni pensar entonces en compartir el origen de sus ensoñaciones, que está
anclado en una experiencia de la vida real.
«El incesto es el gran tabú sexual y moral de la sociedad civilizada. Sin embargo, un
alto porcentaje de las mujeres nos iniciamos sexualmente en una relación con nuestro
padre o padrastro. Una cantidad no despreciable se embaraza y tiene hijos de esta unión.
En general no se trata de encuentros puntuales sino sostenidos en el tiempo, por muchos
años... Es un tema que no tengo resuelto, es muy complicado, extremadamente
complejo. Yo sólo puedo contarte mi experiencia, que no tiene nada de traumático»,
asegura.
Me habla de los hombres que poblaron su vida sentimental. El recuento no se sale de la
norma: cuatro pololos de adolescencia, un novio que se convirtió en marido, un
apoderado del curso de su hijo con el que tuvo una relación extramarital durante un año,
dos relaciones importantes después de separarse.
Hasta allí todo parece previsible, pero de pronto Elisa hace una inflexión en el relato,
me observa y continúa, pero esta vez como si sacara capas a una cebolla:
«Pero mi fantasía secreta siempre fue mi padre. Bueno,

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era un hombre hermoso, tenía piernas largas, una estampa muy aristocrática, trajes
hechos a medida. Pero lo que más me gustaba de él era su voz. No se reía nunca y era
silencioso, de muy pocas palabras, pero tenía una forma de hablar muy seductora,
serena y segura, que regalaba en muy contadas oportunidades, y que habría derretido a
cualquier mujer... incluso a una niña».
El padre de Elisa fue un boticario que logró hacerse de un negocio modesto pero
próspero, que les permitió vivir con cierto desahogo económico.
«En provincia el farmacéutico era, en esos años, una persona importante. Mi padre
gozaba de prestigio social, era muy bien considerado como hombre de trabajo, serio,
confiable, dispensador de consejos razonables. Era un hombre culto, a pesar de que
nunca fue a la universidad. Leía, leía y leía. Su biblioteca era un completo muestrario de
lo más granado de la literatura universal. Con decirte que Vicente Huidobro pasó una
vez por Ovalle y se interesó mucho por la biblioteca de mi padre. Estuvieron allí
fumándose unos puros cubanos y disfrutando de esos libros empolvados. Huidobro
también era un hombre muy atractivo, con una sonrisa espléndida y un áspero sentido
del humor. Celebró mis trenzas y me recitó un poema sobre una niña y una vaca que me
hizo reír. Pero mi padre me gustaba más.
»La atracción por él se me hizo irrefrenable desde una vez que lo descubrí fornicando
con la verdulera en la farmacia. Me asomé a mirar porque sentí a una mujer que gemía...
Los vi, ella con la falda arremangada y los muslos en alto sobre una camilla de la
bodeguita de atrás. Era la misma que me regalaba primores cuando íbamos a comprar la
fruta, pero su cara estaba irreconocible, congestionada, roja, con las aletillas de la nariz,
los ojos y la boca muy abiertos. Mi padre se meneaba contra ella dándome la espalda.
No me vieron. Ella le decía: "Dámela, dámela", y él respondía con sinuosos y lentos
movimientos de sus nalgas. Era un espectáculo hipnótico.
»De repente él la tomó por el pelo con una mano crispa-

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da, le tiró la cabeza hacia atrás y hundió la cara entre los dos enormes pechos de la
mujer, medio asomados por el escote. Ese mechoneo fue como una señal, porque ella
colaboró de inmediato. Se retiró, sus cuerpos se despegaron, y ella se agachó y comenzó
a chupar, con la cara cada vez más roja y deformada. En ese momento pude ver entre
sus labios, saliendo y entrando frenéticamente, el magnífico miembro de mi padre. Era
un venablo duro, grueso, venoso, de un rojo encendido. Una hermosura de aparato. Él se
acariciaba la entrepierna sin dejar de moverse cada vez más rápido, con contorsiones
desorganizadas, hasta que ella retiró el mango de su boca y pude ver cómo salía una
leche espesa en chorros abundantes. En ese instante escuché su voz: "Te gozo toda,
chupa así, estoy gozando. ..", le decía a la verdulera.
»Se quedaron abrazados, uno sobre otro, como después de una batalla. ¿Qué era eso?
No sabía bien, pero me pareció delicioso, era algo que yo debía probar.»
Llevada por la curiosidad, el instinto y la temprana intuición de que ese tipo de cosas
estaban en el ítem de lo secreto, Elisa se conformó un tiempo con encerrarse en su pieza
a evocar la escena que había visto. Cada vez que llegaba a la parte en que su padre
bramaba de placer con esas palabras indecentes y soltaba todo el jugo de sus testículos,
ella sentía que una tensión sostenida estallaba en sus genitales. Después experimentaba
un cierto alivio. Pero al cabo de un tiempo no fue suficiente y comenzó a rondar al
hombre que tanto la inquietaba.
«El mejor momento para acercarme a él era cuando leía en su biblioteca. Allí estábamos
siempre solos. Yo tenía diez años, pero mi madre me vestía con vuelos, cintones y
organdíes, como a una guagua.
»Yo lo contemplaba y él fingía no verme. Yo me acercaba y él me decía que me
estuviera tranquila. Yo le acariciaba una pierna y él me sujetaba la mano. Yo me
montaba en su zapato y le decía: "¡Hop-hop cabalot, lludi pen, lludi pon, catrotamos
caballito, pitipón, pitipón, pitipón!", y me refregaba contra su

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empeine, sintiéndolo calentito y apretándolo entre mis muslos...
»Hasta que un día me miró y me regaló la más seductora de las sonrisas. Una sonrisa de
aprobación y complicidad. Yo me arrastré jubilosa, refregándome por sus piernas hacia
arriba hasta quedar sentada en su regazo, con mi cara muy cerca de su cara, y
moviéndome involuntariamente arriba y abajo.
»De ese modo iniciamos un juego, un rito, que repetimos muchas veces durante años.
Escuchaba su voz diciéndo-me: "¿Quiere hacer cositas ricas con el papá?", y de
inmediato sentía humedecerse mis calzones. Me ponía en su regazo y buscaba su verga
tiesa aprisionada por la ropa, palpitando, creciendo, engrosando. Refregaba mis
genitales en ese aparato hinchado y caliente, hasta que me llegaba desde el paraíso una
cosquillita que iba en aumento y que me estremecía entera... Y luego un alivio
maravilloso y total, que me hacía derrumbarme sobre su pecho tibio. El me acariciaba el
pelo hasta que yo me recuperaba. Y todo quedaba así, quieto, pleno, dulce...
»La atracción por mi padre me ha durado toda la vida, aun después de que murió,
después de tener muchos amantes», me cuenta Elisa. Parece que hablara consigo misma.
Como si recordar la sumiera en un trance.
Le pregunto cómo siguió esa relación, si no le trajo problemas, culpas, traumas. Si no le
pesó en su relación con los hombres a lo largo de la vida. Aunque me parece
improbable, por su actitud y sus dichos, que hubiera tales consecuencias. Me responde
que no, que vivió esa experiencia como algo muy querido y que la recuerda sin
conflictos internos. También me dice que la ha mantenido de manera muy privada.
Desde siempre supo que nadie podría entenderla.
«Nuestros jugueteos terminaron cuando me mandaron a estudiar a Santiago, años
después. Al regresar, yo era una mujer y él un anciano. Pero su voz me producía el
mismo deseo desmesurado, las mismas ganas de unirme a él.
»No retomamos la experiencia... tal vez por temor del otro, y sobre todo por miedo a la
electrizante energía que

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emanaba de nuestro contacto. Murió hace más de treinta años. Pero hasta hoy sueño con
él. Me despierto algunas noches excitada por su presencia sonámbula, por su espléndida
voz de macho. Siempre es el mismo sueño: estamos en la biblioteca, él me mira con sus
ojos encendidos, me invita a hacer "cositas ricas" y yo, niña, puedo sentir que mi padre
me desea más que a nada en el mundo. Lo rondo y me acerco hasta que tomo posición
sobre su sexo inflamado. Sus manos son grandes, hábiles, acogedoras. Yo me meneo y
me refriego contra su sexo y jadeo igual como lo hacía la verdulera. Siento que nada
puede hacerme daño... Mi padre me susurra palabras mágicas. Es dulce y es brusco. Un
tropel de caballos desbocados se acerca desde ninguna parte. Yo sé que voy a morir con
él en pocos segundos. Lo sé porque ese hombre, mi padre, tiene la voz del más absoluto
placer.»

¡Méeme! Mijito! méeme!

«A veces me parece que cualquier ruido de agua que me llega desde lejos es mi padre
orinando al fondo del pasillo, a punto de empezar el ajetreo matinal... Me parece que
soy una niña y que es mi padre el que va a llegar acicalándome los bucles y
asegurándose de que me tome hasta la última gota de la leche de burra que me salvó de
la muerte.»
Fresia se concentra en el relato como si estuviera reviviéndolo, como si no tuviera los
cincuenta y siete años que tiene y fuera aún la hija huérfana de madre, enferma de
sarampión, evaporada por la fiebre, a las puertas del otro mundo, con un papá que la
crió solo, extremando los cariños y atenciones para ella y sus hermanos menores.
Gracias al conjuro de la leche de burra ella se transformó en una adolescente flaca pero
sana, y después en una adulta normal, que tuvo dos hijos, un marido excelente, según
sus

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palabras, y un trabajo cómodo como peluquera y propietaria de su propio salón de
belleza.
Recuerda el detalle de su padre orinando en el fondo del pasillo porque cree que puede
ser el antecedente de una fantasía que fue tomando forma desde sus primeras
experiencias sexuales, y que la acompaña hasta hoy.
«Cuando tenía unos catorce años, me despertaba a veces con un suspiro. Había tenido
un sueño erótico con el que mi sexo se humedecía como un verdadero surtidor de agua.
Mi cama estaba empapada de pipí. Me di cuenta de que cuando acababa durmiendo
siempre me hacía pipí.»
Fresia se acostó por primera vez a los quince años con un pololo de verano que era tan
inexperto como ella. Fue un encuentro rápido, furtivo y torpe, sobre la arena, con más
calentura que placer final. Pero durante la relación la joven imaginó que el muchacho se
orinaba sobre ella y eso, más que los movimientos instintivos y desordenados de su
pareja, la llevó a un intenso orgasmo que la dejó muy satisfecha.
«Sentí su pene en mi vagina y me vino la idea de que el cabro me iba a mear, que así se
aliviaría de esa como picazón que tenía ahí. Entonces fue que me vino un gusto en mis
partes, que me subió por la columna. Un rico orgasmo. Y después, cada vez que tengo
relaciones pienso lo mismo. Si no lo pienso, no acabo.»
Ya adulta y casada, su fantasía dio un nuevo salto cuando se vinculó sentimentalmente
con un peluquero a quien conoció en un seminario de perfeccionamiento en Viña del
Mar. Estuvieron juntos una semana, compartiendo las noches en una habitación de
hotel, sin preocupaciones ni prejuicios.
«Con él tuve la misma fantasía, como siempre la tenía, pero como era un tipo súper
relajado y que me daba mucha tranquilidad, me dejé llevar por mi imaginación, sin
límites. Primero nos duchamos juntos, él me jabonaba entera, me ponía el chorro de la
ducha en los pelitos de abajo, me tomaba los labios de la vagina y me los abría, después
pasaba su cosa por ahí pero sin metérmela sino que frotándome para despertarme las
ganas.»

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Fresia, ya muy excitada, recibía esas deliciosas caricias en sus muslos, la espalda, las
axilas, los hombros, y aumentaba su ardor.
«El quería que se lo chupara, me agachó hasta su sexo y me lo metió en la boca,
lentamente. Lo tenía tan grueso que casi no me cabía, pero igual lo recibí con harto
gusto y empecé a chupar y chupar, para que él gozara en mi boca. El se aguantaba y me
seguía tocando los pechos. Estaba jadeando y respirando bien fuerte. Me pidió que le
lamiera los testículos. Los tenía hinchados, llenitos. Yo se los lamí con placer, sintiendo
cómo le hervía el semen. Luego me acomodó un poco y empezó a lamerme él a mí. Me
abría, así, y me chupaba. Nunca me lo habían hecho. Era súper rico. Estábamos de
verdad muy calientes. Yo quería que me lo metiera para que acabara adentro. Tenía el
pene curvo, curvado hacia arriba, cosa que yo nunca había visto, y que me prometía
mucho placer en la penetración. Pero seguía haciendo las cosas que él quería.»
De pronto el hombre se quedó quieto unos segundos y se alejó de ella con los ojos muy
abiertos y a punto de lanzar un gemido. Fresia supo que el clímax era inminente. No
había vuelta atrás. Entonces exclamó, sin pensarlo: «¡Méeme, mijito, méeme!». Y sintió
la más deliciosa explosión en sus genitales, mientras el hombre descargaba en una
abundante eyaculación sobre su cuerpo desnudo.

Podría ser mi hijo

Adela tiene cuarenta y un años, es funcionaria bancaria, viuda, y vive en Temuco. Tiene
poco tiempo libre y casi ninguna privacidad. Junto a sus cuatro hijos, escolares, es
allegada en la modesta casa de sus padres, donde convive con nueve personas entre
adultos y niños, más dos perros y un canario. Trabaja muchas horas para mantener a su
familia porque no tiene

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otra entrada económica que su exiguo sueldo. Por la noche apenas ve unos minutos a
sus hijos antes de levantar un verdadero campamento de camas hacinadas en dos
habitaciones estrechas.
Parece disponer de poco tiempo para fantasías. Pero suele buscar algún momento en el
día para viajar a mundos imaginarios que le son gratos y que se le han vuelto familiares
de tanto invocarlos. Su quimera sexual favorita incluso tiene nombre: Adonis. Adela ha
construido un personaje, un amigo imaginario que tiene aproximadamente la edad de su
hijo mayor, diecinueve, y una personalidad relajada, alegre, despreocupada.
«No es alguien que conozca o haya conocido, pero tiene características de algunos
hombres que recuerdo, una mezcla de cosas que me gustan, como el pelo negro peinado
con gel, a lo Rodolfo Valentino, unos ojos con pestañas largas y tupidas, cuerpo
delgado, lampiño...»
Adela imagina que se encuentra con el personaje de sus sueños en un ascensor.
«Estamos en ese espacio pequeño, con nervios de que alguien entre de repente, muertos
de la risa. Adonis me da un beso en la boca, me toma la mano, me dice que estoy bonita
y me sigue besando, impaciente. Me arruga la ropa y la tira como para sacármela. Me
aplasta contra la pared del ascensor, nos empujamos jugando. Yo sólo quiero sentirlo,
con su piel suave, como de niño, pero que se calienta como hombre grande.
»Después imagino que estamos en una habitación con luces tenues, rojizas. Me ofrece
un trago, me sienta en la cama grande y cómoda que tiene espejos arriba y a los lados, y
me saca los zapatos con delicadeza.»
En este punto de su fantasía, Adela le pide a Adonis que ponga música y baile para ella.
Su amante imaginario sube a la cama y se mueve sensualmente, contornea sus estrechas
caderas delante de la cara de ella, se desviste sin perder el ritmo, sonriente, dispuesto,
obediente, servicial.
»Me excita pensar que soy atractiva para un hombre joven,

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casi un adolescente. Nunca me atrevería a tener una relación con un cabro de la edad de
mi hijo en la vida real, pero me agrada imaginar que yo podría excitar sexualmente a un
lolo así, bien hecho, bien machito para sus cosas, que puede elegir a una mujer de veinte
años. Imagino que está ansioso por poseerme, que se me acerca insinuante y me
acaricia.
»Lo siento intentando montarse encima de mí, apretándome, metiendo la cabeza bien
peinada entre mis senos y respirando ahí, bien agitado, medio ahogado del gusto. No lo
dejo desvestirme ni le permito que él lo haga. Prefiero esa onda de atraque a escondidas,
medio apurados, así, como que sí y como que no. Se refriega contra mí, busca poner sus
cosas contra lo mío. Lo tiene duro debajo de los pantalones. Me lo hace sentir con su
carita roja y traspirada. Le digo que es rico, que me muero de ganas de que me lo meta,
le pido que me toque las tetas y que las chupe si quiere. Depende del tiempo que yo
tenga y de lo que estoy haciendo, de si hay otra gente o estoy sola, el rato que me doy
para imaginarme así. Es como tener una cita, corta o larga, pero siempre agradable. A
veces en mi casa abrazo la almohada simulando que es él. Así olvido por un rato tantas
preocupaciones.»

Concurso sexual

Carola es abogada, no tiene hijos, está separada, tiene treinta y siete años y vive en
Vitacura.
«Estoy en un baño elegante, muy lujoso. Llamo por un citófono para que comiencen a
pasar los postulantes. Es un concurso sexual al que han sido convocados hombres que se
sientan capacitados para hacer gozar al máximo a una mujer.
»El primero que entra es un tipo bastante guapo que viste unos pantalones de tela
delgada, muy ajustados, y una camiseta abierta. El vello, abundante, le cubre el pecho;
su

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cabello es castaño, tiene un cuerpo excepcional. Me pide que me ponga de pie y me
desviste. Luego comienza a llenarme toda la piel con pintura blanca, lentamente, con las
dos manos, concentrándose alrededor de las aréolas de mis pechos y en el pubis.
Después me riega con una ducha de agua tibia y me limpia todos los pliegues del
cuerpo. Es un buen intento, pero no es suficiente.
»Entra el segundo hombre. Es mi hermano, que viste traje formal y trae un
portadocumentos. Saca una máquina de afeitar con gillette y un pote de jabón. Sus
manos expertas enjabonan mis vellos genitales produciéndome una sensación deliciosa.
Mi hermano me rasura los pelos pubianos con mucho cuidado, me abre los muslos y los
labios de la vagina para completar perfectamente su tarea. Después me lanza chorros de
agua en esa zona. Estoy estimulada, pero no excitada al máximo.
»En ese momento entra el tercer postulante. Es igual a mi papá, pero no nos conocemos.
Está sin ropa de la cintura para abajo. Tiene el pene blando y pequeño, pero yo le
acaricio el cuello, la espalda, los muslos, mientras los otros dos hombres nos miran. Me
humedezco un dedo con saliva, busco la abertura de su trasero y le introduzco el dedo
ahí, en el ano, que se abre lentamente. Muevo el dedo en círculos. Veo que su pene se
para hasta quedar completamente erecto, reluciente. Mi padre está muy excitado,
moviéndose adelante y atrás para que mi dedo entre completo y vuelva a salir. Entonces
él busca la hendidura entre mis glúteos y me hace lo mismo a mí. Me excita hasta el
extremo de mis sentidos. Estoy lista para recibirlo, a él y a los otros dos hombres. Ellos
están masturbándose mientras mi padre me trabaja el ano con uno de sus dedos.
Compartimos el secreto, que me hace gozar al máximo.»

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El cuñado

Julia vive en Maipú, tiene veintiocho años, es profesora de música, casada y madre de
tres hijos. Tiene fantasías eróticas con el hermano de su marido, su cuñado.
En la vida real no lo considera especialmente atractivo. Dice que no se plantea nada con
él, que no le gusta. Pero reconoce que le inquieta porque la mira con descaro,
comiéndosela con los ojos. Nunca ha pasado nada entre ellos, en todo caso. De hecho,
en sus seis años de matrimonio se ha encontrado con su cuñado en muy pocas
ocasiones, siempre en fiestas familiares. Pero en su mente lo evoca cada vez que puede.
Julia tiene la teoría de que da lo mismo quién sea su cuñado, si es o no es buenmozo o
atrayente en sí mismo. «Lo excitante es que es mi cuñado, nada más.»
«Imagino que estoy en el baño, sentada en el excusado. El entra y cierra la puerta. Se
me acerca y me saca los pechos de la blusa, pero con cuidado. Los deja allí colgando y
los mira largamente. Me contempla en esa situación aparentemente ridicula pero muy
excitante. Yo me impaciento. Se me acerca lentamente, me manosea los pezones, con
un dedo traza círculos alrededor de mis aréolas, muy suave. Acerca la boca y nos
fundimos en un prolongado beso. Yo le palpo los botones de la camisa, comienzo a
desnudarlo frente al espejo, le desabrocho sin apuro el pantalón, le desprendo la ropa
con soltura. Su cuerpo parece más joven y sólido que el de cualquier hombre de la
Tierra, moldeado por mi propia imaginación. Sus hombros son anchos y cuadrados
como las vigas de un templo. Parece una armadura de piel. El pecho está cubierto por un
vello espeso y rizado. Aparece su órgano, nudoso, tenso. Se lo veo en el espejo y frente
a mí. Esa visión doble del pene amplía mi deseo. Tiene un aparato fascinante, que se
levanta desde una espesa mata de vello, triunfalmente erecto como un estandarte.»
La fantasía de Julia culmina cuando el cuñado le pregunta: «¿Te gusta mirarme el
pico?». No hay respuesta, y no es
necesaria.

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8. Hacerlo con un negro

Cinco esclavos negros

Para una persona friolenta no es ninguna gracia vivir en una de las ciudades más
australes del mundo, con cuatro grados Celsius como promedio de temperatura
ambiental. Menos aún trabajar como bailarina en hoteles y pubs, presentándose por la
noche ligera de ropas. Pero Catalina, casada, sin hijos, llegó a los veinte años a Punta
Arenas por una temporada para integrar un ballet folclórico. Y se ha quedado allí por
cuatro años ya.
Por su horario de trabajo, duerme hasta el mediodía. Cuando despierta, está sola en casa.
Suele quedarse en la cama, remoloneando, mirando televisión, y sin nada que hacer
hasta el almuerzo. Le gusta sentir el peso del plumón sobre el cuerpo, y la ligera
lencería de satén con la que duerme. Es el momento de entregarse a sus fantasías.
Imagina que cinco esclavos negros le hacen deliciosos masajes en todo el cuerpo. Son
hombres fuertes, de cuerpos lustrosos y firmes, pero con actitud subordinada, obediente.
Parecen entender que sólo tienen la función de prodigarle el mayor placer. Están
semidesnudos, solo ataviados con un taparrabos y un turbante, todos idénticos; tienen la
piel y los ojos brillantes, los músculos tensos, un bulto prometedor entre las piernas. En
actitud concentrada, extraen aceites de un hermoso recipiente de cerámica.
«Extienden el líquido tibio sobre mi espalda y me masajean la columna, el cuello, el
trasero, las piernas, las pantorrillas, repartiéndose mi piel entre los cinco. Van
trabajando cada músculo, cada centímetro, relajando todo lo que tocan¡ con sus manos
expertas. Mis sentidos se invaden de un bienestar embriagador. Me presionan el coxis
con la yema de los' dedos. Me dan placenteras palmaditas en las nalgas, las que

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me aflojan el trasero haciéndome abrir las piernas. Siento diez dedos recorriendo la
hendidura entre mis glúteos, resbalando suavemente por la sensible piel de esa zona. La
sangre se me acumula en los genitales, el clítoris se me congestiona hasta dolerme justo
cuando imagino que los esclavos separan más mis piernas y me presionan las ingles y la
vulva con caricias sensuales.
»Todo mi cuerpo está preparado para el amor; los pezones gordos y gruesos, las tetas
hinchadas, temblores y cosquilleos en el vientre, la vagina lubricada. Los esclavos se
han sacado los taparrabos, tienen sus varas muy tiesas y de un tamaño descomunal.
Parecen penes de acero con un champiñón enorme en la punta.»
Los cinco hombres se aplican ungüento tibio en los miembros erectos, extendiendo
hacia atrás el prepucio y devolviéndolo a su posición. La imaginación de Catalina se
concentra en los glandes descubiertos que se le ofrecen como sabrosas frutillas
gigantescas. Ve cómo se masturban rítmicamente, deslizando las manos por el eje del
pene.
«Aumentan sus movimientos, que son cada vez más furiosos. Yo me siento en el límite
de la calentura. Entonces digo en voz alta: "¡Quiero semen, quiero esa rica leche
ahora!". Y veo los espasmos que recorren los miembros seguidos de abundantes
emisiones que brotan de esos champiñones. Los cinco negros eyaculan sin parar durante
varios minutos, los mismos que dura el orgasmo que me provoca esta fantasía.»

¿Quién le teme al hombre negro?

Leonor tiene cincuenta y un años. Es nutricionista, soltera, madre de un hijo, y vive en


Valdivia.
Cuando niña, jugaba con sus tres hermanos y los amigos

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de la cuadra en la festiva inocencia de las tardes valdivianas. La brisa antartica del río
aliviaba el asorochamiento de los niños, casi todos descendientes de alemanes. Era parte
de la gracia quedar resollando, con los cachetes colorados y el ánimo encendido después
de correr y perseguirse durante horas.
Después venía el baño en una enorme tina de mármol, uno tras otro los cuatro
hermanos, y la instrucción de la madre rubicunda: «A sacarse bien el piñén». Leonor iba
recobrando el aliento sumergida en el agua tibia y en el eco de los cánticos del juego:
-Wer hatangst vor SchwartzermanrP. [¿Quién le teme al hombre negro?] -preguntaba a
gritos uno de los niños.
-Niemand! [¡Nadie!] -contestaba el coro de amiguitos, preparándose sin embargo para
arrancar y ser perseguidos.
Ella le temía al hombre negro. De hecho, pensaba en él todas las noches, en la soledad
de las sábanas. Se le aparecía enorme, un gigante pétreo semidesnudo, o tal vez
completamente desnudo, con sus ojos endiablados y sus dientes blanquísimos. Podría
triturarla con una sola mano.
El hombre negro, por supuesto, sólo existía en su imaginación. En la Valdivia de fines
de los cincuenta no había ni siquiera un turista de color. La gente a su alrededor era
rubia, de carnes rosadas, blandas y abundantes. También poblaban su universo infantil
los descendientes de mapuches, picunches y huilliches, pero no se parecían en nada al
hombre negro.
Leonor había visto una ilustración, en la revista Billiken, donde aparecían cinco nativos
africanos rodeados de monos, palmeras y plátanos, ataviados con huesos y taparrabos.
Pero el protagonista de sus fantasías no tenía nada en común con esas figuras
caricaturescas. Su hombre negro tenía la piel lustrosa y proporciones perfectas, como un
dios griego lavado en azabache. Y, sobre todo, tenía un pene descomunal.
Esa característica se hizo evidente en el fetiche imaginario de Leonor una vez que leyó
que en el ser humano la longitud media del pene en estado de flacidez es de 9,2
centímetros y

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3,1 centímetros de diámetro. También que el largo promedio de un pene en erección es
de casi trece centímetros, con un diámetro no superior a cuatro, pero que los hombres de
raza negra suelen superar estas medidas por uno o dos centímetros.
Su hombre negro imaginario la ha acompañado toda la vida y se ha ido apoderando de
sus deseos hasta hoy. «Me visita seguido. Lo veo bailando alrededor de una hoguera. Su
desnudez impresiona ante la luz de las llamas. Tiene unos hombros anchísimos, formas
esculpidas y musculosas, labios carnosos como una fruta, la piel brillante; sus muslos
parecen troncos de árbol, y una enorme vara se erige desde el pubis. Debajo, oscila un
par de testículos que parecen de un toro.
»El hombre baila una danza acompasada, se sienten tambores en el aire, sube la tensión,
aumenta el ritmo. Se palpa los testículos, sopesándolos con satisfacción. Están llenos,
cargados de un líquido untuoso que quiere salir. Frota su enorme pene, lo aprieta, lo
estira, lo descapulla y vuelve a cubrir el glande rosado, una y otra vez. Entonces el
miedo se me transforma en placer, en calor en toda la columna, me vienen contracciones
en las ingles y un golpe eléctrico en mis genitales me hace gemir.»

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9. El pene

Tener pene

La Choly es italiana de nacimiento y chilena por adopción. Varones de diversas edades


y actividades la consideran una mujer interesante y vigente, aunque tiene más de sesenta
años. No dice cuántos más. Algo teatral sugiere su acento extranjero, en circunstancias
que sólo vivió hasta los dos años en su Italia natal y no volvió a visitarla salvo en
calidad de turista, muchos años después.
Es sin duda una mujer atractiva. Su forma de caminar, muy erguida y digna, la
delicadeza de sus movimientos, su lindo pelo completamente blanco, su piel sana, alba,
suave, sus modales cuidados, sus bellos ojos pardos. Salvo una línea negra en el
párpado superior, no usa maquillaje, nada que atenúe las muchas arrugas que en ella se
ven bien. La ausencia de artificios aumenta su sensualidad. Tiene un cuerpo armonioso
que viste con sobriedad. Es rellenita pero bien formada. Se enorgullece de que aún tiene
cintura y las piernas firmes.
«A mí me gusta jugar, me encanta que mis feromonas y mis endorfinas se pongan en
actividad. Hace bien para la piel, para el ánimo, para la creatividad y para la vida. Esa es
la síntesis», afirma.
Le pregunto con qué se le despierta el deseo. La Choly, muy segura en su sillón,
contesta sin dudar: «Con el roce de un cuerpo que me gusta, con una mirada cómplice
que se cruza con la mía, con determinados escenarios, luces tenues, música sinuosa,
blues, saxofón, el calor de una fogata. Yo creo que una persona sana, de cualquier edad,
tiene su instinto sexual en alerta, la biología humana es así», dice, haciendo gala de su
condición de médico, profesión que ha ejercido durante más de cuarenta años.

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La Choly hace una pausa, me mira hurgando en el fondo de mis ojos y da un giro a la
conversación: «Bueno, tú quieres saber cuáles son mis fantasías, partiendo de la base de
que soy alguien que llegó a acumular una cierta experiencia en esta materia,
generalmente misteriosa, que las más de las veces se hace y no se piensa...».
Y continúa: «De partida hay un error en tu forma de preguntar, si me lo permites. Partes
de la base, pareciera, de que estoy en retiro. Quieres construir algo así como las
memorias de una cortesana. Quieres que haga recuerdos. Pero ocurre que el último
polvo de mi vida fue hace unas cinco horas. Las ancianas también fornicamos.»
Su rostro se ilumina en una sonrisa total. Es divertida y procaz, pero en ella todo suena
adecuado. «Como tú debes saber ya, el último polvo siempre marca, cubre todos los
demás, modifica sustancialmente el recuerdo erótico. El último polvo suele convertirse
en "el polvo", ¿te das cuenta?»
Le pido que me guíe. Yo conozco fragmentos de la leyenda de la Choly, aquella en que
sostiene que el sexo sigue siendo para ella algo central, que lo fue siempre, que no lo
oculta y que lo practica con maestría. Además, me agrada mirarla y escucharla. Me
entusiasma lo que tiene que decir. Pero no sé exactamente qué preguntar, cómo hacer
para no quedarnos en la anécdota y detectar puntos más esenciales de su testimonio.
Opto por callar, anotar y dejar que la Choly se despliegue como prefiera.
«Tú quieres saber qué fantasías tiene una calentona, qué estimula la imaginación erótica
de una mujer con estas, llamémoslas, habilidades, o con estas inclinaciones, o con este
culto por el deseo y el catre. Yo le he dedicado tiempo y entusiasmo al sexo, porque
desde que lo hice por primera vez me gustó. Me gustó mucho. Y descubrí que podía ser
muy buena en eso. Si te prodigas, te aplicas y no te impones límites ni restricciones,
puedes llegar a ser realmente magnífica en la cama y dar y recibir mucho placer.
»Si estás esperando la triste historia de una pobre niña

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víctima, llevada involuntariamente por los caminos del sexo, abusada por adultos,
violada a corta edad, descarriada y todo eso, te vas a desilusionar... Yo fui educada en
las monjas, nunca me faltó nada, fui la hija normal de un matrimonio de clase
acomodada. Lo mío no fue por necesidad económica, no me vendí, fue por otro tipo de
necesidades mucho más complejas y hermosas. Me hice un psicoanálisis largo y caro en
la década de los setenta, cuando todos lo hacían, cuando estaba de moda. Conclusión:
nada hay en mi biografía tan previsible ni tan aburrido ni tan obvio.»
Me cuenta que se ha permitido fantasear con todo, con las más diversas situaciones,
pero que su fantasía más recurrente es que sus genitales son una verga y dos testículos.
No se trata del deseo de tenerlos, aquello que Freud llama «la envidia del pene», sino de
la certeza -vivida en la imaginación-de que los tiene y los usa para provocarse placer.
Cuando niña se ponía calcetines entre las ingles para sentir ese bulto de los hombres que
tanta curiosidad le causaba. Luego fue perfeccionando la idea, y llegó a usar ceniceros o
manzanas dentro de los pantalones para dar más consistencia a su imitación de los
genitales masculinos. Lo hacía casi siempre en privado, para sí misma, pero también
contagió a sus amiguitas con este afán lúdico y llegaron a pasear todas juntas por la
playa portando sendas conchas de loco bajo el traje de baño, a la altura del pubis.
Ya en la adolescencia, Choly descubrió que su clítoris era un pequeño pero poderoso
órgano eréctil, que respondía al roce, a la fricción y a la manipulación igual que un
pene. Entonces ensayó toda suerte de formas para estimularlo, tocándolo ella misma,
contrayendo las paredes de la vagina para que las ondas del movimiento llegaran hasta
él, masajeando su vulva contra el brazo de un sillón u otras salientes del mobiliario, en
fin, cualquier mecanismo para desarrollar la sensibilidad de su capullo. Entonces ya
fantaseaba con tener eyaculaciones. Durante el orgasmo, al sentir que la invadiría el
clímax del placer, la Choly visualizaba en su mente que te-

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nía un pene excitado, amoratado y duro, del que comenzaba a manar sustancia seminal
en furiosos chorros. Esta imagen le venía a la mente tanto si se estaba masturbando
como si mantenía relaciones con un hombre.
Desde esos tiempos comenzó una colección de artefactos fálicos que conserva y
aumenta hasta hoy. Tiene largos tubos de madera de distintas dimensiones que los
hombres de ciertas tribus se instalaban en el pene. De este modo el órgano crecía mucho
más largo y delgado que lo normal. Cuando el glande asomaba por el extremo, el tubo
era cambiado por otro más largo. Así, estos aborígenes tenían penes de cuarenta
centímetros o más que les colgaban hasta las rodillas como verdaderos pendones
ornamentales. También coleccionó todo tipo de adornos para la verga, con mostacillas,
con tallados en metal o en madera, con plumas multicolores, hasta con piedras
preciosas, y algunos aparatos médicos para medir el miembro masculino. Pero sus
favoritos son los consoladores, penes artificiales de todas dimensiones y formas, y de
los más variados materiales. Algunos de ellos tienen correas de cuero para atárselos a la
cintura.
«Hay amantes con los que he llegado a un grado de entrega y confianza como para
ponerme uno de estos artefactos. Tienen que ser hombres con la mente bien abierta y el
amplio criterio que requiere un tipo bueno en la cama. Yo no intento penetrarlos salvo
que ellos lo deseen. Pero me gusta sentir que tengo un órgano de grandes proporciones
entre las piernas cuando hago el amor. Sentir que tengo uno dentro de mí, gozando en
mis entrañas, y que puedo mirar otro, el mío, al mismo tiempo.
»Mi más secreta fantasía es que me crece un pene de verdad, que amanezco un día con
una tripa esponjosa en el pubis, un cilindro de carne que se calienta con la cercanía de
un hombre atractivo, que se endurece y se agranda fuera de control cuando me dan
ganas de ser poseída. Un delicioso aparato que me hace sentir completa... Estoy allí
teniendo un coito con un hombre estupendo, miro hacia abajo, entre nuestras piernas,

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donde está moviéndose ese pene a punto de eyacular... Me parece que es una extensión
de mi propio cuerpo. El pene es mío y yo se lo estoy metiendo a mi amante.»

Desde atrás

Ximena tiene diecisiete años. Es de Curicó pero hoy vive en el barrio Bellavista de
Santiago. Estudia en un instituto particular y los fines de semana trabaja como camarera
en un restaurante de la capital. Se considera desprejuiciada, amplia de criterio, y no
tiene problemas para comentar sus fantasías más íntimas. Ríe, gesticula y conversa
animadamente, con actitud de mujer adulta y muy vivida a pesar de sus pocos años.
«El mejor orgasmo lo tuve cuando participé en un trío. Fue una experiencia bien salvaje,
pero dulce. Dos hombres intentaban penetrarme al mismo tiempo, me estimulaban de
pies a cabeza y competían por entrar en mí. Yo quería mantener la tensión sexual que se
había generado y aumentar al máximo el deseo de ambos. Así perdí por completo el
control, me olvidé hasta de mi nombre y sentí la más deliciosa sensación posible, que
me recorría desde los genitales hasta la parte alta de la columna, como si fuera a
explotar de placer, como si fuera a morirme.»
A Ximena le excita que le digan «perrita», y también le gusta el coito en esa posición.
Le parece que es la postura natural para tener relaciones sexuales, la primera en la
historia humana y la más animal. «Cuando estás arrodillada, de espaldas a tu amante
que te está penetrando desde atrás, pones en juego el instinto. Te sientes realmente
como una perra o una loba, como una hembra primitiva, parte de una cadena de
sabiduría ancestral. Además, así el pene se siente más adentro y más grande.»
La fantasía de Ximena consiste en que ella está durmiendo

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en una mullida cama redonda, con sábanas rojas de satén, cuando de pronto es abordada
por un hombre, desde atrás. Está oscuro. No ve el rostro del tipo ni quiere verlo, pero es
evidente su deseo de copular, que se expresa en la firme tensión de su órgano sexual
punceteándole las nalgas, y en la manera en que la agarra con sus manos grandes y
seguras.
La excitación de Ximena aumenta mientras invoca esta imagen. El hombre va a tomarla
como a una perra. La sitúa en esa posición, en cuatro patas, y alarga los brazos para
acariciarle los pechos. Ella siente la aceleración de su propio pulso, el ritmo respiratorio
creciente, la hinchazón de sus pechos, sus labios y sus genitales, y el aumento de la
lubricación vaginal. El amante jadea a su espalda y le sigue asiendo los pechos y las
caderas con una brusquedad que sin embargo no le desagrada.
A Ximena le sobreviene la curiosidad, la tentación irresistible de mirar la erección que
se empina a sus espaldas. Pero el hombre le sostiene la cabeza desde la nuca y le impide
mirar hacia atrás. Ella tiene los codos hundidos en el rojo furioso de las sábanas, pero
logra zafarse y asir el pene del macho.
Lo palpa con glotonería. «Pienso que ese grueso palo, nudoso como una cuerda de
barco, va a ensartarme hasta el estómago. No sé por dónde quiere entrar, pero el sexo y
el ano se me contraen y aflojan, como queriendo succionar el miembro que roza
alternativamente ambas aberturas. Me parece que la existencia de los hombres, de cada
hombre, cobra sentido solamente por esa maravillosa varita mágica que tienen entre las
piernas. Me vuelvo una amante salvaje, una loba en celo. Soy animal, pájaro, lagarto.
Soy de maíz, él es de mármol. Somos hermosos y repugnantes a la vez. Su púa me duele
y me alimenta. Necesito que me abra, que me taladre, que me disfrute por dónde quiera.
»Sacudo rítmicamente su pene, que me palpita en la mano. Mi excitación va en aumento
hasta hacerse urgente. El hombre me penetra primero por la vagina. Como a una perra
callejera. Imagino su órgano fundido en el mío, una daga

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milagrosa hiriéndome por dentro. Luego pienso que lo retira untuoso por mis jugos y lo
sitúa en la entrada del ano. Lo frota allí, y el anillo de esa abertura lentamente comienza
a ceder mientras él empuja. Ya lo tengo adentro; se abre camino. Es el delirio: un dolor,
un chasquido que viene y va, una picazón, un escalofrío, una especie de estornudo en
mis genitales, mientras fantaseo que le exprimo el pene en mi interior y me lanzo en
éxtasis hacia la cima.»

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10. Otras mujeres

Sexo futurista

Malena tiene veintisiete años, es soltera, poeta y estudiante de psiquiatría; vive en El


Arrayán, Santiago. Esta fantasía, como otras, me fue entregada por escrito y, dada su
particularidad, la reproduzco tal cual, en su versión original.
"Todo comienza con la imagen de mí misma posando la mano sobre una pantalla
multicolor, apagando un tablero de instrumentos y luego extendiendo una hamaca de
vinilo. Me veo tendida masturbándome. Pienso en mí, en tercera persona, así: «A
Malena le inquietó una serie de señales persistentes en su placa de control. Cada vez que
obturaba su panel dental, en medio de los reconocibles códigos de mamá -que no se
resignaba a dejar de hacerle recomendaciones por esa vía todas las mañanas- y de
algunas señales previsibles y rutinarias, encontraba dos, tres o hasta seis códigos de
placer inesperados, con las consecuentes advertencias de la Institución de hacer revisar
su sistema límbico para no reiterar esa conducta.
»Malena se abocó entonces a reconocer qué podía haber detonado tal descontrol. Tras
una cuenta minuciosa de las situaciones en que aumentaba su salivación, su sudoración
o sus latidos, llegó a la conclusión de que, aparte del leve desorden químico que le
producían las raciones de guayaba de los jueves, sólo quedaba el pañuelo... El
desperfecto debía estar en la banda asociada objeto-persona. Había un salto eléctrico en
el conducto correspondiente que se detonaba cada vez que Malena miraba, tocaba, olía
o incluso recordaba el pañuelo, aun en medio de sus complejas tareas y, evidentemente,
sin compromiso de su voluntad.
»Las señales provenían del recuerdo de la propietaria del pañuelo, una funcionaria del
laboratorio criogénico. Se llamaba Carla; era alta, robusta, de piel lechosa, muslos
gruesos,

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pechos voluminosos, cabellos rubios, sonrisa contagiosa, curvas y labios abundantes.
Fue su asistente durante el PAEJ (Programa de Almacenamiento de Esperma Joven).
Por mandato de la Institución, ambas entrevistaron y seleccionaron a los participantes,
juntas los instruyeron hasta en los detalles más mínimos y luego procedieron a
estimularlos para obtener su semen. Les mostraban revistas y videos, pero también les
decían palabras procaces y hasta maniobraban sus genitales hasta obtener la mayor
cantidad de líquido seminal de los muchachos.
»Después de tres días en esas actividades científicas, Malena y Carla estaban ardiendo.
No habían podido saciar sus deseos, puesto que estaba prohibido dejarse penetrar para
no correr el riesgo de perder algo de esperma, y las cámaras de vigilancia garantizaban
que las reglas fueran seguidas con rigurosidad.
»Malena sentía la mirada tibia de Carla sobre ella mientras estaban en las labores de
recolección. La perturbaba el descaro de sus gestos. Parecía estarla incitando mientras
agitaba los penes de los voluntarios y secaba sus propios sudores con el mismo pañuelo
blanco que usaba para limpiar los rígidos miembros. La tensión sexual crecía entre ellas,
y tarde o temprano iba a reventar.
»Fue cuando terminaron los informes de investigación, al concluir sus tareas en el
laboratorio, que quedó vacío a esa hora. Estaban refrigerando los últimos frascos
marcados. Malena no pudo más. Sintió la respiración de Carla en la nuca. Pudo oler su
aroma vaginal de almizcle y miel. Entonces se dio vuelta lentamente hasta quedar a un
milímetro de Carla, mirándola de frente. Prolongó cada movimiento, que le producía
suaves oleadas de placer. Advirtió un temblor en todo el cuerpo de Carla, en cuyos ojos
abiertos había consentimiento, deseo. "Bésame, te voy a hacer gozar", musitó Carla.
»Malena la rodeó con sus brazos. Saboreó los deliciosos labios abiertos, suaves y
receptivos. Chupó su lengua, hurgó en su saliva, se pegó a las blandas carnes de la
mujer moviendo

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las caderas y haciéndolas girar sinuosamente. Carla respondió buscando sus pechos y
sujetando los pezones hasta ponerlos muy duros. Con una mano bajó hasta los genitales
de Malena. A tientas llegó hasta el hueco hinchado y pegajoso. Con dos hábiles dedos
abrió los labios mayores y tomó su clítoris, que estaba erguido, duro, sensible, y
comenzó a masajearlo. No dejó de frotarlo y pellizcarlo hasta que Malena se sintió al
borde del desmayo. Sus piernas se mojaban de placer, sus nalgas temblaban, su vientre
se movía en brusca rotación, hasta que estalló en éxtasis.
»Cuando recuperó el aliento, Malena vio que de su vulva goteaba un jugo cremoso.
Carla la limpió delicadamente entre las piernas con el mismo pañuelo que había usado
con los chicos y el semen.
ȃse era el origen del desorden en su placa de control. Una vez clarificado, Malena hizo
el registro pertinente y lo incluyó en los reportes a la Institución, conectó todos los
circuitos al casillero asignado y dejó fluir la información orgánica por el canal interno
de la nave a la base. De ese modo quedaría eliminada la molesta señal en sus circuitos.
Por si las dudas, se saltó un punto del reglamento: no incineró el pañuelo»."

Sexo policial

María Eliana es funcionaria de la policía de Investigaciones, tiene veinticinco años, una


pareja estable, vive en La Granja y no tiene hijos.
«Soy lesbiana, vivo con mi pareja y tenemos una vida sexual muy activa y gratificante»,
me dice. «La fantasía erótica que recuerdo mejor es una en que me veo en una pieza
forrada de terciopelo rojo, acompañada de una señorita muy exuberante que es agente
del FBI. Es delgada, rubia, atlética. Me

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tiene atrapada y esposada. Yo sé que está deseosa de tener sexo conmigo. También a mí
me despierta pasión el cuerpo estupendo de esa mujer que me tiene prisionera.
»No hablamos. Ella me observa y está alerta. Yo me muevo de una manera que
encandila sus sentidos y no le permite pensar bien. Hago funcionar su deseo, que crece
cada vez más. Ella tiene el poder, me puede usar a su antojo y yo no me negaré. Me
extiendo en la cama con las manos amarradas y la invito con la mirada a disfrutarme. Le
estoy ofreciendo cada fibra, cada centímetro, cada rincón de mi cuerpo. Yo caí en su
trampa, pero ahora tiendo mis redes a su alrededor.
»La agente se sitúa de pie sobre mí. No lleva cuadros. Se le ve una mata de pelo por la
que le asoma un clítoris rosado. Deja caer su ropa mostrando sus grandes senos, que le
cuelgan y se mueven. Se mete un dedo en la boca como si fuera un caramelo que está
chupando y lamiendo.
»Se arrodilla sobre mi cara, acercándome su sexo. Alargo la lengua y alcanzo a tocarle
el clítoris, que se estremece con el contacto. Parece una fiera lujuriosa que se aleja y se
vuelve a posar sobre mí en un juego de excitación. La paciencia se me acaba, quiero
lamer esa concha que me ofrece. Mi lengua no tarda en trazar círculos alrededor de su
botón rosado. Se ha puesto grueso, hinchado. Lo chupo y lo mordisqueo. Ella me rodea
la cabeza con sus muslos y balancea el cuerpo. Siento su vagina esponjosa entre mis
labios. La penetro con la lengua y succiono con los labios para estimularla. Ella gime de
placer mientras la sujeto con mis piernas. Muevo su clítoris frenéticamente con la
lengua. Siento que ya viene, va a acabar, va a explotar, no puede más. Me contorsiono,
me enciendo en llamas, estoy ardiendo, doy un grito salvaje de animal en celo y suelto
un líquido tibio que me moja las piernas.»

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11. Olores y objetos

El olor del semen

¿Sabe usted a qué huele el semen? Según Dominga, a almendras verdes, amargas y
lechosas.
Ella no termina de explicarse por qué razón en los moteles eligen canciones que hacen
rimar «dolor» con «amor» pero no se atreven casi nunca con «olor». Lo pensó dos
tardes antes de nuestra entrevista, poniendo atención a la música ambiental de uno de
estos locales de alquiler mientras su amante se duchaba.
«Es un contrasentido», me dice. Pues para Dominga el olfato es el sentido de la
sexualidad, «el sentido iniciático del deseo, el punto de partida de la selección erótica».
Ella es ingeniera química y se dedica a producir vinos. Su actividad, unida a la
experiencia de sus treinta y ocho años, le indican que el olfato es el comienzo de casi
todo. Especialmente de todo buen polvo.
Así, se ha pasado gran parte de la vida olfateando hombres, desde los tiempos en que se
escondía en el baño de su enorme casa provinciana para recuperar del canasto del
lavado las camisas de su papá y aspirarlas con el mayor de los deleites. «Con el olor a
hombre de su ropa me tiritaba mi Conchita lampiña. Se me erizaba el pubis, tembloroso,
y yo no sabía lo que era...» Tenía seis años.
Después fueron apareciendo en su vida hombres con olor a miedo, con olor a almizcle,
que sudaban ganas o misterio, y cientos con olor a nada, que dejó pasar de largo.
La fantasía de Dominga es olfatear y ser olfateada.
«Lo que más me calienta en la vida es que un tipo me huela con placer... y el olor a
hombre. No a colonia; todo lo contrario. El sudor axilar, incluso en la micro, me
despierta y desencadena los deseos más locos. De hecho hay hombres con

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los que me he encontrado que no me llamaban en absoluto la atención, nada, nada, hasta
que sentí su aroma y me pareció sexual. Un olor masculino, fuerte, de almizcle y tabaco,
de traspiración, es una potente señal genética, química, que entra en el cerebro como un
llamado de la selva, haciendo desaparecer todo del planeta, menos a él.»
Cuando un hombre tiene este olor sexual del que habla Dominga, ella lo clasifica como
«macho alfa» o «espermio fuerte», en referencia a la capacidad que según ella tiene el
aroma corporal para dar cuenta del grado de masculinidad y potencia de un hombre.
«Los hombres que huelen rico, en el sentido que te digo, suelen ser estupendos
amantes», comenta.
Pero sus fantasías tienen también otro aspecto, aún más audaz. A Dominga le atrae
especialmente el olor del semen. Le parece excitante sentir la diferencia entre el líquido
seminal de uno y otro hombre, especialmente cuando está fresco.
Alguna vez se permitió tener relaciones con dos hombres distintos en menos de una
hora para realizar su deseo. Primero lo hizo con un inquilino del campo en el que
veraneaba, un recio y atractivo moreno que la tomó en el establo, luego de varios días
de mutua y solapada seducción.
El la buscó en esa tarde de ardiente calor, la encontró en una caballeriza, la arrinconó
contra una puerta de madera, le besó el cuello, los pechos, el estómago, el pubis... Se
inclinó, se puso de rodillas, levantó las piernas de ella, las posó sobre sus hombros
musculosos, descubrió los genitales de Dominga y se quedó frente a ellos mirándolos
embobado. Ella vio que los olía, vio que acercaba su nariz e inspiraba el aroma que
desprendía su vulva encendida. El hombre parecía embriagado, fascinado. Eso la excitó
hasta el límite de lo posible, al punto de comenzar a moverse en el aire, hasta que él
paseó su lengua en el palpitante sexo de ella, que no hacía más que contraerse,
distenderse y secretar un jugo almibarado.
El hombre acarició su intimidad con los labios y la lengua, le dio lentos lengüetazos en
el clítoris que casi la hicieron perder el conocimiento de placer. De pronto se puso de

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pie, levantó las rodillas de ella y la fornicó con desesperación, dando empujones contra
ella con su grueso miembro endurecido. Estuvo haciéndoselo durante casi una hora, sin
parar, penetrándola sin descanso, y cada cierto tiempo sacando el pene a punto de
estallar para retardar la eyaculación, los dos traspirando, los dos gozando de una manera
irrepetible, hasta que él se desbordó en espesos chorros de lefa en su interior.
Una vez que el campesino se retiró de ella, agotado y con la respiración desordenada,
Dominga hurgó con sus dedos en la propia vagina, los mojó con el fluido de él y luego
los gustó con deleite. «El semen del hombre tenía un sabor picante, un poco amargo, y
un olor fuerte, intenso y orgánico, como de almendras verdes.»
Media hora después, de regreso en la casa patronal, sedujo a su primo. Quería sentir que
el semen de dos hombres se mezclaba en su interior... y lo logró.
El muchacho, dos años menor que ella, estaba en la etapa de la vida en que sólo se
piensa en tener relaciones sexuales. Dominga sabía que su primo y la empleada de la
casa, una mujer bastante gruesa y desaseada, se encontraban noche por medio en los
dormitorios de servicio.
Esa tarde fue ella la que, sin decir palabra, entró en el dormitorio del primo y se le metió
en la cama, donde el muchacho leía unas revistas. No tardó ni un minuto en ponerle el
pene duro como un hierro, meneándoselo con insistencia. Tuvo que contenerlo porque
él quería montársele encima de inmediato. Ella lo retuvo unos minutos pero su primo
volvió a subirse sobre ella y buscar la abertura entre sus piernas con el miembro
enhiesto.
Dos o tres sacudones fueron suficientes para que el chico bramara como un animal y
derramara todo su semen en la mojada vagina de ella. Casi de inmediato ella se fue del
lugar sintiendo empapados los calzones.
Antes y después de esta experiencia, Dominga fantasea con que muchos hombres, unos
veinte por lo menos, la poseen

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sucesivamente. Imagina que es detenida por unos policías bastante atractivos que la
llevan hasta una comisaría. Allí la instalan con las manos amarradas sobre una mesa en
una habitación en penumbras. Le quitan bruscamente la ropa interior, la agarran por las
caderas, la penetran por primera vez... Luego vendrán uno, otro, y otro más, hasta que
Dominga pierde la cuenta.
En su fantasía ella no es violada, no es tomada por la fuerza. Ella desea fervientemente
que todos esos hombres desconocidos la gocen, disfruten su vulva, la inoculen con su
semen tibio.
Dominga imagina y hasta le parece sentir el olor de cada uno de ellos, identifica el
aroma personal de esos hombres, la excitación que les brota por los poros a través del
sudor, mientras disfruta de sus miembros tiesos penetrándola. Y sabe que después podrá
sentir el olor del semen, como una pasta caliente en su interior, que exuda el perfume
salvaje del deseo.

El carrusel

Cada vez que Sofía visita una ciudad por primera vez, va a un concierto o una obra de
teatro. Es una especie de homenaje a la vida cultural que cree que debe hacer toda mujer
progresista de clase media. Sofía tiene cincuenta y nueve años, es casada, madre de dos
hijos, abuela de un nieto. Es consultora internacional en materias financieras, no tiene
como podría suponerse una situación económica muy boyante, pero sí se da el gusto de
viajar en primera clase y alojarse en hoteles cinco estrellas, porque esos son gastos de
representación.
Esta vez visita Luxemburgo. En la noche sale a caminar por los alrededores del hotel y
descubre un teatro abierto e iluminado. Se trata de una sala de pornografía en vivo. El
boletero le da a entender que la función está por comenzar,

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así que se apresura a entrar y tomar ubicación en la primera fila. Hay poco público, un
grupo de turistas orientales, otros señores muy rubios y rozagantes, ninguna otra mujer.
Tras la fanfarria inicial, una elefantiásica gorda de edad indefinida y mucho colorete en
las mejillas, vestida sólo con un sostén de lentejuelas, se presenta acompañada de un
colorido caballo de carrusel. El animal de cartón piedra tiene la peculiaridad de asomar
y esconder rítmicamente dos vergas de madera desde la montura, al compás de la
música de calesita. Con inusitada gracia y agilidad felina la enorme mujer hace un
saludo circense levantando los brazos, se encarama en el caballo, se acomoda con
evidente experiencia, de modo tal que es penetrada por los dos orificios
simultáneamente mientras sube y baja haciendo las delicias del escaso público, que
participa con palmas y alaridos en cada movimiento de la gorda, la que parece disfrutar
genuinamente tanto de los aplausos como de las acompasadas y mecánicas
penetraciones de los falos de madera.
Sentada aún frente al espectáculo, atenta a cada detalle, Sofía se pregunta de pronto si lo
que está viendo es un número de porno en vivo en un teatro de Luxemburgo o una
fantasía secreta que su propia mente ha decidido escenificar ante sus ojos cuando ella
menos lo esperaba. >

Dentadura postiza

«Sueño con amantes viejos, con hombres mayores que se vuelven locos por mí, que no
pueden creer que me poseerán», dice Liliana, una mujer de clase trabajadora que dice
tener poco tiempo para fantasías entre los ajetreos diarios, los deberes hogareños y las
demandas familiares. De treinta y cuatro años, está casada hace nueve, es madre de dos
hijos, dueña de casa y habitante de La Florida en Santiago.

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«Siempre me han gustado los hombres bien caballeros, correctos, de maneras antiguas,
como abrir la puerta para que una pase o acomodar la silla para que una se siente.»
Desde la adolescencia Liliana prefirió los pololos algo mayores que ella, pero a la hora
de casarse eligió a un compañero de colegio que tiene su edad y con el que se entiende
bien en todos los planos. Sin embargo, en sus fantasías más íntimas habita una presencia
masculina sin identidad, que va cambiando arbitrariamente, pero que conserva siempre
la característica de ser un hombre de mucha más edad, directamente un anciano, en sus
palabras. O varios ancianos, para ser precisos.
«Su cara va cambiando. Es distinta cada vez. A veces un actor que vi en alguna película
o un jubilado que miré en la calle, o una cara que inventa mi mente. No importa eso. Lo
que se repite es que es un tipo de unos setenta años con el que siempre imagino la
misma escena...»
Liliana prefiere fantasear cuando está completamente sola, tendida en su cama, sin
interrupciones. Entonces enciende una vara de incienso, se concentra, cierra los ojos y
se entrega al espontáneo fluir de su mente.
Se ve a sí misma entrando en una oficina con unas carpetas en la mano, en el papel de
una vendedora o promotora, vestida de manera formal pero seductora, para abordar a los
potenciales clientes.
«Estoy con una chaqueta ajustada, una falda que deja parte de mis muslos a la vista,
unas medias de seda, ligas negras, las uñas pintadas de rojo italiano y una sonrisa
encantadora. Me acerco a un señor mayor que está en su escritorio; no es buenmozo
pero tiene unas canas interesantes -así como elegantitas-, un modo bien educado, y me
trata de "señorita", medio cortado, un poco nervioso.
»Igual el caballero me mira entera y se nota que le gusto... Será mayorcito pero es
hombre, aunque es como corto de genio. Pero eso es rico porque es como cazar una
presa. Como tentarlo hasta que no pueda más. Así que yo lo provoco, le

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muestro un poco las piernas mientras le hablo del producto que ando ofreciendo, un
seguro para automóviles. Se fija en mi escote y yo no me tapo, al contrario, le dejo que
mire y se caliente no más.»
En su imaginación, Liliana observa al viejo mientras hablan. Es un tipo fuerte, de
esqueleto firme y buena contextura. Ella adivina que tiene dentadura postiza. Eso le
causa curiosidad, lo mismo que la forma en que lucirá su cuerpo desnudo: le gustaría
verlo, sentir la soltura de sus carnes, la rigidez de sus músculos, cierta torpeza de sus
movimientos. Se le despierta cierto morbo al observar el interés creciente que ella le
produce, un dejo patético que vence el primer ánimo circunspecto y contrariado del
caballero, dando paso al coqueteo errático del septuagenario... Eso es lo que la excita.
Imagina que el hombre no puede contenerse. Ella lo ha provocado hasta el límite. El
viejo tiene una erección que Liliana advierte al mirar de reojo su pantalón hinchado. Se
da cuenta de que el miembro del anciano es de proporciones considerables y que va a
intentar un acercamiento porque ya simplemente no puede más.
El viejo intenta abrazarla, se le echa encima, ella no se resiste lo más mínimo, al
contrario, adelanta las caderas para sentir en el vientre el bulto del pene aprisionado por
la ropa. Está duro y caliente. El hombre le mete la lengua en la boca con brusquedad.
Ella se finge sorprendida y abrumada pero no rechaza el avance. El hombre está
sudando de excitación y la besa y la aprieta con furores frenéticos.
Liliana saborea su saliva y se entretiene recorriendo con la lengua el tacto plástico de su
dentadura postiza. Siente la presión de sus muslos, sus brazos, las manos agarrotadas en
sus caderas, y el grueso aldabón de su sexo que ya le asoma por el cierre entreabierto.
«El viejo me respira en el cuello, me lame y me muerde. Siento su cuerpo desesperado
sobre el mío. Me excita sentir que el viejo no se la puede creer... Está tocando entre mis
piernas. Tengo mojados los calzones. Me toca el clítoris con sus

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gruesos dedos, lo mueve muy rápido. Su jadeo lo tiene al borde del infarto. El viejo está
impresionado de ir a poseer a una mujer mucho más joven, cuando menos se lo
esperaba. Pero va a aprovechar la oportunidad.»
La fantasía de Liliana continúa con la imagen del maduro amante sobre ella, con el sexo
a la vista. Ese cuerpo desconocido estremeciéndose de deseo, pidiendo más, temblando
de gusto en destellos que le suben por la espalda. A ella se le ha esponjado toda la piel,
sus hendiduras y salientes, todos sus mares, sus secretos. La humedad la ha vuelto
resbalosa. Necesita ser penetrada.
El viejo toma su mástil y busca el canal de la vagina. A tientas, ubica su verga en la
entrada y se prepara para empujar. Liliana se ayuda con algún objeto, una vela o una
zanahoria, para vivir esta parte de su fantasía de manera más realista. Según explica, lo
logra plenamente. Al mismo tiempo que instala el objeto en sus genitales mientras
imagina que el viejo va a penetrarla, experimenta un orgasmo largo, intenso y muy
satisfactorio.
En su fantasía nunca es penetrada. Ella misma sonríe y comenta: «Cuando yo acabo, se
desvanecen todos estos pensamientos...; así que el viejo se queda siempre con las
ganas».

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12. Hacerlo con animales

El macho cabrío

Virginia dice que no quiere confundir su persona con la totalidad de la población


femenina, pero parte por decirme que todas las mujeres poseemos una particularidad
que nos distingue del resto del reino animal: estamos en celo permanente. «Las hembras
Homo sapiens estamos especialmente dotadas para el sexo y el placer. De hecho,
nuestra práctica sexual es mucho más intensa, continua, perfeccionada y grata que la de
las hembras de cualquier otra especie sobre la faz de la Tierra», explica.
Ella estudia Leyes, tiene veinticuatro años y está de novia hace seis con el mismo
hombre. «Al comienzo sólo pensábamos en tirar, se nos hacía poco el tiempo para eso,
lo hacíamos cuatro o cinco veces seguidas en una noche, creativamente, en distintas
posiciones, por todos los orificios del cuerpo, en el baño, en la cocina y en el patio.»
Pero con el tiempo sus relaciones sexuales se volvieron más espaciadas y rutinarias. «A
veces es patético, Patricio comienza a masturbarse cuando estamos viendo televisión,
juega con su pene hasta que lo tiene tieso, llega un momento en que me instala encima,
sin excitarme previamente, y termina dentro de mí a los pocos minutos. Yo le digo que
no me gusta así, que es fome y que necesito que me estimule para disfrutar. Pero igual
le abro las piernas como para salir del trámite. Creo que el desgaste en lo erótico es
inevitable pasado un tiempo. Lo esencial para una buena sexualidad es lo novedoso, lo
desconocido. Y eso se pierde.»
Virginia añade, menos grave: «Habría que importar medio millón de hombres
argentinos y mandar al otro lado de la cordillera a igual número de chilenos». Con esta
teoría

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comienza el relato de su imaginario erótico.
El descubrimiento se le hizo evidente en un viaje reciente a Mendoza, para aprovechar
el cambio y comer bife chorizo, dice. La miro atenta y expectante esperando el
desarrollo de su tesis. Pero Virginia se hace esperar y trabaja con cierto misterio su
relato.
Es taxativa en afirmar que no se refiere a esos argentinos a los que estamos
acostumbrados, a los imberbes playeros, musculosos y tostados en Reñaca, niñitos de
buena familia en plan de vacaciones. «Te estoy hablando del hombre de la calle, de
todos, de ninguno en particular, tal vez sólo descartaría a Menem; pero cualquiera, por
ejemplo un caballero con cara de arrancado de la Segunda Guerra al que le pregunté por
una calle en Mendoza y que me contestó mirándome a los ojos y haciéndome sentir
como a una reina, no sé por qué. O los mozos, que son rápidos, seguros de sí mismos,
peinados a la gomina, cero servilismo. O unos tipos espectaculares que recogen la
basura al trote, con sudadera, de buen humor, con regios cuerpos, listos para meterse en
la cama con una.»
Afirma que este sistema de traer argentinos y llevar chilenos produciría un
mejoramiento de la raza, «porque son objetivamente más bonitos en promedio: altos,
buena facha, producidos pero llanos, te miran a los ojos, todos, como que una existe,
frontalmente, no como los de acá que siempre te hablan mirándote las pechugas, las
piernas o el poto».
Sin embargo, las fantasías de Virginia no son con varones sino con un macho cabrío, un
chivo. No tiene ni la menor idea de cómo se originó esta imagen. Cuenta que cuando se
masturba deja volar su mente sin dirigirla y que esta escena apareció y se ha ido
quedando en su imaginación erótica.
Para ella las fantasías son cíclicas. Hubo un tiempo en que soñaba con escenas grupales,
en que participaba en una orgía, con muchos hombres y mujeres que hacían el amor a su
alrededor y varios que la poseían frenéticamente sin que ella les viera el rostro en medio
de la confusión de cuerpos, transpiraciones y placeres.

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Después ingresaron algunos perros en esa fantasía. Una fila de grandes mastines
conducidos por hombres musculosos, que la violaban por turno estando ella amarrada y
prisionera. A veces era un caballo, con un miembro enorme, el que se le montaba en el
lomo. En otras oportunidades era asaltada inesperadamente por su vecino, que la
penetraba por el ano mientras ella arreglaba el jardín. En esas ocasiones el perro del
vecino le lamía la vagina mientras el hombre la hacía gozar por detrás.
Ahora, y desde hace unos meses, su fantasía es un chivo con el cual tiene relaciones
sexuales. Ella está paseando por un campo, ve una cabaña, se acerca, siente ruidos y ve
detrás de una pared a una pareja de turistas que está en un establo. El hombre, alto y
fornido, está penetrando al animal con cortas estocadas mientras la mujer lo sujeta con
una cuerda muy corta. El chivo está visiblemente excitado puesto que se le ve un sexo
rojo y descapullado, bastante duro y largo. Virginia se hace presente en la escena y los
otros siguen en su actividad sin inmutarse. Ella se siente bastante acalorada y deseosa de
participar. La mujer le hace señales para que se acerque y se saque la ropa. Una vez que
lo hace, el hombre retira su miembro del recto del animal y se le acerca con el aparato
en la mano, húmedo de la gruta del chivo, la agarra y la pone en cuclillas. Ella piensa -y
desea- que ese desconocido la fornique delante de su mujer, pero también está fijada por
la inquietud del animal y por el miembro brillante que parece querer encajar en alguna
parte. Los dos turistas le manosean los genitales y los pechos. La mujer le besa los
pezones; el hombre le acaricia la vulva con movimientos bruscos.
De pronto siente algo así como una crema que le aplican dentro y alrededor de la
vagina. Es una vaselina con fuerte olor orgánico.
Virginia se aproxima al chivo, cuyo pene está francamente congestionado. Se instala
con las piernas abiertas y levantadas frente al animal, que se le abalanza encima y
comienza a moverse. La pareja de desconocidos ayuda a conducir el miembro del
animal hacia la vagina de ella.

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«A cuatro manos me meten la cosa del chivo, que empuja arriba y abajo con
impresionante rapidez. Ese masajeo me produce harto placer, porque además el hombre
y la mujer están mirando de cerca y manipulando los órganos del animal y el mío, y ese
verdadero palo se desliza en mi vagina y entre sus manos deliciosamente. Me hacen
gozar moviéndome el clítoris y acariciándome la punta de los pechos. Siento que el
animal va a eyacular. Entonces el hombre le sujeta la verga palpitante y lo empuja hacia
dentro a la vez que la mujer me sigue tocando el clítoris, que está al borde de una
descarga. El chivo vierte un líquido muy caliente en mi interior en el mismo momento
en que yo tengo un orgasmo muy agradable.»

Perros afganos

María Isabel tiene cuarenta y tres años, es meteoróloga, tiene cinco hijos y vive en
Valparaíso. Está casada por segunda vez.
«Mi fantasía predilecta proviene de una escena que vi en un libro de ilustraciones. Era
una doncella rozagante, carnosa, rolliza, con dos perros afganos a sus pies. Los perros
estaban con la lengua afuera, unas lenguas largas y rosadas que me parecieron
sugerentes.
»Me imagino que esa joven del dibujo, vestida con tules, muselinas y suaves sedas, es
llevada a un salón muy elegante donde todo el mundo va disfrazado y obedece las
instrucciones de un hombre alto, vestido de blanco, con bigotes de señor Corales. Atan a
la joven a una mesa, ante un gran espejo. Con redoble de tambores y entre el rumor
excitado de la multitud, traen a dos perros afganos rubios. Detrás viene otro hombre
vestido de blanco con otros dos afganos. Y así, una larga hilera de hombres y perros,
que se prolonga hasta donde ya no puedo ver.
»En mi imaginación tomo el lugar de la mujer amarra-

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da, del hombre, de los perros, alternativamente. Soy cualquiera de ellos. Siento la
mirada y el furor de las decenas de personas que miran y rumorean alrededor.
»Todos los hombres de la fila comienzan a estimularse sexualmente ellos mismos y a
los perros. Sacan sus miembros, los mueven con energía, hasta los golpean con
palmaditas, o se masturban enérgicamente, como preparando sus armas para un torneo.
También untan con aceite el órgano de los perros y se los menean... Yo siento esas
manipulaciones en mis propios genitales, como si alguien me los calentara con
eficientes manoseos.
»Por turno, y en fila, los hombres y los perros van copulando con la joven. Todos los
hombres se lo meten. Todos los perros la montan. Uno tras otro, hasta acabarle adentro.
Cada cierto rato la limpian con unas toallas, porque de su vulva emana un espeso caldo
lechoso.»

La domadora

Claudia no trabaja y vive en Las Condes. Tiene treinta y siete años, es separada, sin
hijos, y dice no tener una fantasía recurrente. Crea diversas situaciones en su mente,
deja volar la fantasía hacia donde quiera llevarla, confiada en que buscará caminos que
conducen inexorablemente hacia el placer. Claudia tiene fantasías con sus compañeras
de gimnasio, con su actor favorito, con el vecino. Pero decide relatarme una que tuvo
hace tiempo y que le parece memorable.
«Imaginé que estaba en el centro de la pista de un circo, vestida de domadora y rodeada
de público masculino. Hombres de distintos portes, colores, edades, clases sociales.
Todos estaban como locos, frenéticos, gritando que me desnudara. De pronto, cuatro
ayudantes hicieron entrar a un potro, un semental negro muy hermoso. Yo sabía que iba
a aparearme

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con el animal y estaba ya con muchas ganas de hacerlo.
»Los cuatro hombres que sostenían al animal lo encadenaron firmemente al suelo. Yo
me acerqué al potro, que bufaba y se impacientaba, y até varias cintas de colores en su
enorme órgano, que se iba agrandando y tensando aún más en la medida en que yo hacía
nudos de colores en su gruesa vara... Me acerqué más al animal y frente a sus narices
me froté el cuerpo con un líquido excitante, aunque por las proporciones de su pene ese
recurso estaba de más...
»Al masajearme los muslos y el vientre, el público gritó enardecido. Luego, mientras
todos esos hombres aullaban de excitación, me acomodé en una banca por debajo del
animal, en cuatro patas. Levanté las caderas y las incliné hacia adelante. Los ayudantes
guiaron el órgano de la bestia y me lo introdujeron en la vagina hasta donde pudieron.
El público vitoreaba y aplaudía rítmicamente mientras el animal me penetraba. A pesar
del tamaño monstruoso de su miembro, no sentía ningún dolor; al contrario, a través de
esa fantasía me di el gusto del siglo.»

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