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3.1. Autonomía
La afirmación de la autonomía del Derecho eclesiástico plantea al
menos dos interrogantes iniciales: Autonomía ¿respecto de quién? Y
autonomía ¿para qué?.
3.2. Objeto
Conviene hacer la siguiente advertencia: cuando nos referimos al
objeto del Derecho eclesiástico, no pensamos en la lógica e inevitable
variación temática que atribuye, en cada momento, a una
determinada cuestión el papel de protagonista dentro de la disciplina.
Tampoco hacemos referencia al elenco temático que debe abarcar la
disciplina como el objeto material que le es propio, con independencia
de que en un determinado momento tenga mayor o menor
actualidad. Así entre los temas de indudable actualidad en nuestra
disciplina a comienzos de los ochenta, cabe señalar el ateísmo y al
inicio de la década de los noventa los acuerdos con las confesiones
religiosas minoritarias, y quizá últimamente se aprecie un cierto furor
por los temas islámicos. Más bien, trataremos de exponer las
consideraciones doctrinales más relevantes en torno al eje alrededor
del cual habrán de vertebrarse sus contenidos propios.
Así pues, el objeto del Derecho eclesiástico, está constituido tanto por
la regulación jurídica de la libertad religiosa individual, como por las
relaciones jurídicas en las que intervienen las confesiones religiosas
en calidad de tales. Ahora bien, la especificidad del Derecho
eclesiástico tiene su causa principalmente en éstas y no tanto en la
libertad religiosa individual. Esta sin aquellas no parece que presente
la necesidad de un Derecho especial y, en consecuencia, de una rama
del Derecho dedicada a su estudio, como no lo tienen el derecho a la
intimidad, a la libertad de expresión, etc. Además, como ha puesto de
relieve Hervada, no toda la regulación positiva vigente de las
relaciones entre confesiones y poderes públicos es consecuencia de la
libertad religiosa, ni viene necesariamente exigida por ésta.
4. Situación actual en España
Las diversas posiciones doctrinales en torno al objeto del Derecho
eclesiástico permiten reconocer las tendencias siguientes: Por un
lado, aquel sector doctrinal que postula la ampliación del Derecho
eclesiástico al estudio de las libertades públicas, pone de manifiesto
un aspecto importante. El Derecho eclesiástico forma parte del
Derecho público. Si en el período inmediatamente posterior a la
Constitución se reafirmó la autonomía del Derecho eclesiástico, quizá
sea llegada la hora de resaltar su pertenencia al Derecho público.
Esta interdependencia del Derecho eclesiástico con las demás
especialidades del Derecho público hace que no resulte posible al
cultivador del Derecho eclesiástico sustraerse del cultivo de aspectos
más generales del Derecho público.
Por otro lado, tanto los autores que marcan el acento en la protección
supranacional de la libertad religiosa, como aquellos otros que
subrayan la aportación del Derecho canónico a la cultura jurídica
europea, entendiendo que este es un ineludible ámbito de estudio del
eclesiasticista, vienen a destacar que el Derecho eclesiástico se
muestra como un campo especialmente apto para el cultivo del
Derecho comparado histórico y vigente.
1. Introducción
Nos limitaremos a esbozar las líneas básicas de estas religiones pues resulta imposible
ofrecer una descripción completa y exhaustiva de cada una. Es un tema de cultura
general en el que quizá, para muchos lectores, se aborden cuestiones bien conocidas.
Para aquellos menos familiarizados con estas religiones o con alguna de ellas, sirvan
estas líneas como marco que les facilite, con posterioridad, ubicar y comprender
certeramente los problemas que de su regulación jurídica derivan.
2. El judaísmo
Según la Biblia, los antecedentes del pueblo judío se remontan a una tribu semítica
nómada que llegó a Caná desde Mesopotamia, hacia el año 2000 a.C. En torno al s.
XVII a.C., Dios hace un pacto con Abraham en el que le promete, a él y a su
descendencia, una tierra; ésta fue conquistada por las tribus de Israel entre los s. XIII y
XI a.C. De particular relevancia en la historia de Israel es el momento en que Moisés
recibe, en lo alto del Monte Sinaí, las Tablas de los Diez Mandamientos (1190 a.C.).
Desde que Judea fuera conquistada por Babilonia (587 a.C), el territorio en el que se
había asentado el pueblo judío fue sucesivamente sometido a dominio “extranjero”:
babilónico, persa, greco-macedonio, romano, bizantino, árabe, turco y británico. Pocos
han sido los judíos que han habitado “la tierra prometida” desde la diáspora. La
diáspora o dispersión de los judíos por todo el orbe, aunque había comenzado antes,
culminó tras la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70 y se mantuvo
durante diecinueve siglos hasta la creación del Estado de Israel en Palestina en 1948. El
proceso de creación de este Estado fue favorecido y acelerado por el sentimiento de
culpabilidad de las grandes potencias occidentales respecto al holocausto del pueblo
judío perpetrado por el nazismo. Pese a la creación de un Estado judío, la mayor parte
de los judíos sigue viviendo en la diáspora.
La Biblia hebraica se compone de una serie de libros agrupados en tres partes: la Torá o
pentateuco, los profetas y las hagiografías.
Junto a la Biblia, el segundo libro sagrado del judaísmo es el Talmud, que consiste en
una compilación de comentarios e interpretaciones de la Biblia procedentes de la
tradición oral. Pieza maestra del Talmud es la Misná, un amplio conjunto de enseñanzas
recogidas por escrito por el rabino Yehudá ha-Nasí en el s. II.
El derecho judío es, sin duda, un derecho religioso. A pesar de ello se ocupa también de
asuntos seculares, regulando cuestiones como la indemnización por daños, las
relaciones entre arrendador y arrendatario, el robo, los depósitos, los regadíos, los
procesos judiciales, etc.
La existencia de un solo Dios (Yahweh) creador y regidor de todos los seres. La alianza
de Dios con el pueblo de Israel -el pueblo elegido-, alianza que nunca será derogada y
que, como respuesta, exige la fidelidad de Israel a Dios. Señal de la alianza es la tierra
prometida que Dios otorgó a Abraham y a sus descendientes legítimos. Yahweh reveló
su ley en el Monte Sinaí, circunstancia que obliga a los judíos a vivir conforme a un
conjunto de normas. Los judíos creen en la identidad de la Torá actual con la entregada
a Moisés y en su inmutabilidad. Asimismo, proclaman que Dios es justo y es el juez del
género humano; esperan la venida del Mesías y la resurrección de los muertos.
La práctica religiosa judía está integrada por una serie de oraciones y bendiciones que
se recitan a lo largo del día y en diversas circunstancias de la vida. Los judíos respetan
determinadas prescripciones alimentarias: distinguen entre alimentos puros e impuros.
La pureza atañe, no sólo a las especies animales, sino también a su preparación, de
modo que el animal debe sacrificarse de una manera ritual, sacándole la sangre.
Observan el Sabat, que comienza el viernes a la caída del sol y concluye el sábado con
la aparición de las primeras estrellas; durante ese tiempo no pueden realizar actividades
profesionales, lucrativas, productivas o creativas. Junto al Sabat, las fiestas judías más
importantes son las siguientes: Rosh Hashaná (año nuevo), Yom Kippur (Día de la
Expiación), Succoth (Fiesta de las Cabañas), Pesaj (Pascua), Shavuot (Pentecostés) y
otras. Practican también otros ritos y costumbres como, por ejemplo, el de la
circuncisión masculina.
La sinagoga es para los judíos lugar de reunión, culto y enseñanza. Originariamente era
sobre todo el lugar donde los judíos se reunían para leer y estudiar la Biblia. A partir de
la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70, la sinagoga reemplazó al templo y
se transformó en el centro de la vida judía. En la sinagoga destaca el Arca Sagrada,
donde se guardan los rollos de la Torá y que está flanqueada por dos candelabros de
siete brazos; el Ner Tamid, símbolo de la luz eterna de la Torá, y el lugar para la lectura
de la Torá y demás oraciones. Durante las ceremonias en las sinagogas, los hombres
llevan la cabeza cubierta, permaneciendo de pié en la nave y las mujeres se sitúan en
las galerías laterales, separadas de los hombres.
En cuanto a sus dirigentes religiosos, las funciones y autoridad del rabino han variado
según los tiempos y lugares. La palabra rabbí, de origen hebraico, significa “maestro
mío”. La autoridad del rabino emana del conocimiento que tiene de la Ley y su misión
fundamental es velar por ella. Es un sabio, un doctor, un intérprete de la ley, un juez,
pero no un sacerdote. Su autoridad no es sacramental sino moral, esto es, no radica en
una consagración que lo haga instrumento infalible de la Ley divina, sino en su sabiduría
y virtudes.
Los judíos no forman un grupo monolítico, sino que entre ellos existen importantes
divergencias culturales, políticas, ideológicas y religiosas. Centrándonos en éstas, desde
el s. XIX el judaísmo se ha escindido en diversos grupos: Los ortodoxos, tratan de
mantener el modo de vida tradicional y observar la Torá y el Talmud al pie de la letra.
Los judíos liberales, de criterio más amplio, tienden a adaptar la normativa judía a las
circunstancias actuales. Los reformistas en sus comienzos fueron radicales, llegando a
rechazar la tradición rabínica. Actualmente hay varios grupos que aspiran a la
“rejudaización” de Israel mediante la imposición de un sistema socio-político basado en
la Ley sagrada que organice toda la existencia de los judíos. Conviene también tener en
cuenta que, entre los judíos, algunos son ateos, agnósticos o no practicantes sin que,
por ello, dejen de considerarse judíos.
3. El cristianismo
Con el término cristianismo se designa a la religión fundada por Jesucristo. Esta religión
se desarrolla en el seno de la tradición hebrea, de la que se presenta como continuación
y culminación. Dice Jesús: “no penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No
he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt. 5, 17-18). De este modo, sin romper
con la tradición anterior, el cristianismo propone su superación y, sin negar el papel
fundamental de pueblo de Israel en la historia de la salvación, pone de relieve el
carácter universal del nuevo pueblo (la Iglesia).
Por el contexto temático en el que se inserta esta lección, quizás sea conveniente, entre
las aportaciones del cristianismo a la cultura occidental, destacar la del dualismo o
afirmación de la independencia entre el poder civil y el religioso fundado en las célebres
palabras de Jesucristo: “dad al César lo que es del César; y a Dios lo que es de Dios”
(Mt. 22, 21).
Para los católicos, Jesucristo ha fundado la Iglesia como instrumento para realizar la
obra de la salvación en todos los tiempos y lugares. Cristo es sacerdote, es el mediador
entre Dios y los hombres, el redentor. Todos los miembros de la Iglesia participan en
esa misión salvífica de Cristo pero de distinto modo. Por la recepción del bautismo, los
fieles participan del llamado sacerdocio común, que realizan a través de su vida
cristiana. Con el sacramento del orden (sacerdocio ministerial) se recibe la potestad
sagrada para hacer presente a Cristo entre los fieles mediante la enseñanza, el culto
(sacramentos) y el gobierno pastoral. De este modo, la autoridad de los ministros de
culto en la Iglesia católica no es, como en otras religiones, esencialmente moral,
derivada de los personales conocimientos y dotes religiosas, sino sacramental, en virtud
de la consagración a través del sacramento del orden en alguno de sus tres grados:
diáconos, presbíteros (sacerdotes) y obispos.
Además de los laicos (el 99’8% de los católicos) y de los clérigos, integran la Iglesia los
religiosos. Los religiosos pueden ser miembros de Institutos de vida consagrada que
imitan la vida de Cristo conforme a un determinado carisma (la vida contemplativa, la
atención a los enfermos, la enseñanza, etc.), dando testimonio ante el mundo de la
esperanza de la vida eterna, mediante la profesión de los consejos evangélicos de
castidad, pobreza y obediencia a través de votos u otros vínculos sagrados. Algunos
religiosos no forman parte de los institutos de vida consagrada sino de las llamadas
sociedades de vida apostólica, diferenciándose en que no hacen profesión pública de los
consejos evangélicos, si bien se asemejan a los modelos de vida consagrada por los
fines que persiguen y por la vida en común que asumen.
La Iglesia católica es al mismo tiempo Iglesia universal (todos los fieles bautizados bajo
la autoridad del Papa y del Colegio de Obispos) e Iglesia particular, que normalmente es
la diócesis (la comunidad local de fieles bajo la autoridad de su Obispo).
Jesucristo hizo de San Pedro el fundamento visible de la Iglesia, dándole las llaves de
ella (“Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino; y todo lo
que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la
tierra, quedará desatado en los cielos” -Mt. 16,18 y 19-). El obispo de Roma (el Papa)
es el sucesor de San Pedro, vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia a la que rige con
potestad suprema, plena, inmediata y universal. Los obispos, sucesores de los
apóstoles, unidos al Papa y con ayuda de sus presbíteros, enseñan auténticamente la
fe, celebran el culto y los sacramentos y dirigen pastoralmente su Iglesia particular
(diócesis).
Para el gobierno de la Iglesia, el Papa y los obispos se sirven de la ayuda de una serie
de organismos y oficios. Así, por ejemplo, la Curia Romana, a través de sus consejos,
tribunales, etc., ayuda al Romano Pontífice en el ejercicio de su oficio.
En la Iglesia católica latina, aunque el rito más común es el romano, hay también otros
ritos como el milanés o ambrosiano y el hispano-mozárabe. Se trata de ritos
meramente litúrgicos.
En las iglesias orientales católicas, los ritos son los que proceden de las tradiciones
alejandrina, antioquena, armenia, caldea y constantinopolitana (o bizantina). Estos ritos
orientales no son meramente litúrgicos sino que tienen una estructura jerárquica propia.
Para los católicos, las fuentes de la revelación divina son la Sagrada Escritura (Antiguo y
Nuevo Testamento) y la Tradición. El magisterio de la Iglesia interpreta auténticamente
(con autoridad infalible) las verdades reveladas.
Para los ortodoxos, igual que para los católicos, las fuentes de la revelación divina son
la Sagrada Escritura y la tradición apostólica. La piedra angular de la controversia entre
católicos y ortodoxos es el Primado de jurisdicción del obispo de Roma que defienden
los católicos y que no es aceptado por los ortodoxos. Por lo demás, las posturas de la fe
y de la práctica religiosa entre ambas iglesias son muy cercanas y comparten los
mismos sacramentos (siete).
Lo que inicialmente se plantea Lutero como un afán de reformar algunos abusos que se
cometían en la Iglesia, termina siendo una ruptura, al rechazar éste determinados
dogmas de la fe, la estructura jerárquica de la Iglesia y la autoridad del Papa.
En Suiza la primera iglesia de la Reforma fue creada por Zwinglio que acoge a grandes
rasgos las tesis de Lutero, difiriendo, fundamentalmente, en que Zwinglio niega el
carácter sacramental de la Eucaristía y sustituye la celebración de la misa por la
predicación de la palabra de Dios. Junto a Lutero y Zwinglio, el tercer protagonista de la
Reforma fue Calvino.
Además, conviene tener en cuenta que algunas de las iglesias que suelen reconducirse
al protestantismo, tienen una singular especificidad. Es el caso, entre otros, de la Iglesia
anglicana que se separó de Roma a raíz de la reacción del monarca (Enrique VIII) ante
la negativa del Papa a declarar la nulidad de su matrimonio. Pese a la ruptura con
Roma, en un momento inicial los postulados doctrinales de la Iglesia anglicana estaban
más cerca de los de la Iglesia católica que de los del protestantismo, si bien el
transcurso del tiempo la acercaría a las tesis protestantes.
- La justificación por la sola fe; esto es, la salvación no se alcanza por las obras (la
naturaleza humana está totalmente corrompida por el pecado), sino por la fe en Cristo.
Fe que, no solo se ha de poseer, sino también confesar, proclamar y testimoniar.
4. El Islam
El Islam es la más joven de las tres grandes religiones monoteístas. Al igual que judíos
y cristianos, el Islam defiende un mensaje que considera revelado por Dios. Para revelar
el mensaje, Dios habría elegido a Muhammad (Mahoma), el último de los Profetas. La
religión islámica se extendió rápidamente y en el mundo actual el número de
musulmanes es de 1.150.000.000. Se consideran musulmanes los nacidos de padre
musulmán y los conversos al Islam.
Junto al Corán, la otra fuente originaria de la Ley islámica revelada por Dios (Sharia) es,
a juicio de los musulmanes, la Sunna o tradición que recoge, a través de los
denominados hadices, los dichos y hechos de Muhammad. La Sunna se transmite por
tradición oral que, para ser considerada auténtica, debe remontarse
ininterrumpidamente hasta alguno de los compañeros del Profeta. De ahí que el hadiz
conste de dos partes: el apoyo -isnad- en el que figuran los nombres de todos los
transmisores del relato hasta su origen, y el texto o narración propiamente dicho -
matn-.
Desde los orígenes del Islam, existe entre sus seguidores un especial sentimiento de
solidaridad, que tiene fundamento coránico: “los creyentes son, en verdad, hermanos” -
El Corán, 49, 10-. Todo musulmán forma parte de la umma, calificada por el Libro
Sagrado como la mejor comunidad humana: “sois la mejor comunidad humana que
jamás se haya suscitado: ordenáis lo que está bien, prohibís lo que está mal y creéis en
Dios” -El Corán, 3, 110-. Cualquier persona que se convierta al Islam, con
independencia de su raza, tribu, región, etc., pasa a formar parte de la comunidad.
Cinco son los pilares sobre los que se asienta la religión islámica:
a) En primer lugar, la profesión de fe (shahada): “No hay más Dios que Alah y
Muhammad es su Profeta”. Las palabras de la confesión de fe se recitan frecuentemente
por el musulmán piadoso; son las primeras que se susurran al oído del recién nacido, y
las últimas que el creyente procura repetir en sus últimos momentos. Quienes se
convierten al Islam deben recitar esta fórmula.
b) El segundo pilar es la oración ritual cinco veces al día. Los musulmanes tienen que
purificarse previamente mediante una serie de abluciones. Se puede rezar individual o
colectivamente, en cualquier sitio, mirando hacia La Meca y, a ser posible, sobre una
alfombra. Fórmulas, gestos y posturas están establecidos con un significado
determinado. La oración comunitaria se realiza en las mezquitas, una vez por semana,
los viernes.
c) La zakat o limosna legal, que cumple una doble finalidad: purificar el alma humana y
ayudar a los más necesitados de la umma. El Corán menciona como beneficiarios de la
zakat a “los necesitados, los pobres, los limosneros, aquéllos cuya voluntad hay que
captar, los cautivos, los insolventes, la causa de Dios y el viajero” (9, 60).
d) El ayuno durante el mes del Ramadán, noveno del calendario islámico. El ayuno es
absoluto desde el alba hasta la puesta de sol; durante esas horas no se puede comer, ni
beber, ni fumar, ni mantener relaciones sexuales.
e) La peregrinación a la Meca al menos una vez en la vida que obliga a todo musulmán
que no esté impedido por razón de enfermedad o pobreza.
De este modo, el origen de las dos grandes ramas del Islam existentes hasta la
actualidad fue, inicialmente, fruto de un proceso político que, años después, se dotaría
de una especificidad religiosa shií. Actualmente, la mayor parte del mundo islámico (en
torno al 90%) es sunní. Los shiíes habitan principalmente en Irán, si bien existen
importantes comunidades shiíes en Irak, Siria y el Líbano.
Conviene tener presente que, al menos el Islam sunní, carece de una jerarquía, un
sacerdocio o una autoridad que lo represente legítimamente y que propone una
teocracia igualitarista; es decir, la soberanía pertenece exclusivamente a Dios y todos
los musulmanes son iguales y se relacionan directamente con Dios. Por tanto, el imam
no es más que el encargado de conducir la oración. Esta función se adquiere por la
autoridad moral y conocimiento del Corán, pero el imamato no responde a ninguna
forma de jerarquía eclesiástica; el imam no tiene una condición jurídico-religiosa
distinta de los demás creyentes y, aunque cada mezquita posee uno o varios imames,
en casos de ausencia puede ser sustituido por otro miembro de la comunidad
suficientemente cualificado.
1. La dialecticidad de lo sagrado
1.1. Introducción
Una mirada a la etnología y a la historia muestra la función que las religiones han
jugado en la formación y evolución de la sociedad, y la complejidad que ha adoptado el
desarrollo del fenómeno religioso mezclado con normas éticas, jurídicas y políticas. En
esta lección haremos primero un esquema del camino recorrido por la sociedad, desde
el encuentro del hombre con el cosmos sacralizado, que le impone su concepción y sus
comportamientos, hasta el momento del universo desdivinizado y en manos del
hombre, quien le dirige con su inteligencia y libre deliberación, y donde tener creencias
se valora como derecho fundamental; luego expondremos una síntesis de las más
antiguas y principales concepciones religiosas.
Los interpretes del hecho religioso advierten, cómo en cada ocasión ha ido
acomodándose a los cambios del hombre. Se empezó con un cosmos sacralizado, donde
lo religioso daba el sentido al universo y al hombre; siguió una época donde la
interpretación racional del mundo partía de una ordenación hecha por la inteligencia y la
mente divina, y donde la religión marcaba las normas de comprensión y de
comportamiento; ahora se ha llegado a un universo libre de la divinidad, donde el
hombre, con su inteligencia y decisión, quiere dirigir ese cosmos. En cada momento
histórico lo religioso ha tenido su propia función: en un principio, dando explicación del
cosmos, las normas de convivencia humana y justificando las formas políticas; luego
proporcionando una concepción metafísica del orden del universo que condicionaba las
relaciones de los Estados y la moral de los individuos; ahora, libre de aquel poder de
fundamentación que gozó en otro tiempo, se han tratado de reducir las creencias al
ámbito de los derechos subjetivos, reconocidos en las Constituciones, y remitidos a la
esfera de lo privado. No obstante, las comunidades políticas necesitan incluirlo en la
regulación jurídica para determinar, con claridad, cuál es el contenido de la libertad
religiosa y las implicaciones que tiene en el orden social.
¿Qué funciones han jugado las ideas religiosas? La estructura de nuestra mente viene
dada por la herencia, que nos han transmitido los antepasados y las instituciones, que
como cristalizaciones de esa conciencia común, han ejercido una misión transmisora.
Desde este punto de vista, las religiones son estructuras simbólicas especiales de la
mente humana. Por la fuerza con que actúan se les acusa de ser alienantes, pero está
probado que han ejercido una función creativa y conciliadora. Independientemente del
punto de vista del que se parta, según los momentos y circunstancias, han actuado de
una u otra forma. (M. Weber, The Sociology of Religion, Boston, 1968, pp. 80-137).
Las instituciones religiosas han impregnado la vida del hombre primitivo y, con nuevas
ideas creativas y transformadoras, han elaborando a través de la historia formas de
convivencia, que han durado hasta nuestra sociedad, aportando una explicación del
mundo y del hombre. Partimos de lo que advierte Eliade: “lo que importa es no perder
de vista la unidad profunda e individual de la historia del espíritu humano”, que es
capaz de dar a luz una antropología, que desemboca en la creación de un nuevo
humanismo. (M. Eliade, Historia de las creencias y de las Ideas Religiosas, I, Madrid,
1978, p.18).
Mira el ritmo del universo como un movimiento irrepetible, gobernado por una
inteligencia y una voluntad divina. El hombre no vive en una pura relación de presente,
sino orientado en una proyección de futuro, esto es, partiendo de un punto de la
historia, sentido como génesis, se lanza por encima del presente hacia una realización
del futuro.
Es la visión del mundo que el pueblo hebreo tiene en la Biblia, y que adquiere una
especial forma en la predicación de los profetas. Explica la razón de ser del pueblo
elegido y la creación de una tensión histórico-religiosa que se despliega con exigencias
escatológicas. Este pueblo vive su existencia, como un arduo esperar en un futuro
escatológico, con la seguridad de que llegará a realizarse, por la alianza y la promesa
que le ha hecho Yahvé. En esta concepción el tiempo es un despliegue hacia el futuro,
con un contenido singular e irrepetible. “Por eso es posible afirmar que los hebreos
fueron los primeros en descubrir el significado de la historia, como epifanía de Dios, y
esta concepción, como esa espera, fue seguida y ampliada por el cristianismo” (M.
Eliade, El Mito... o. c., p. 96.). De esta forma se ha insertado en la evolución de nuestra
cultura una tensión histórico-religiosa, que con la realización de la promesa mesiánica,
introdujo un factor nuevo que aumenta la historicidad.
Ya no nos encontramos con fuerzas externas que dirijan el universo. Nos enfrentamos
con un caos, que el hombre debe tratar de comprender, organizar y dominar mediante
la investigación de la naturaleza para conocer su esencia, y llegar a la creación de
acuerdos de gobernabilidad, y superar la anarquía de tantos elementos en conflicto.
Sobre la explicación del cosmos, el hombre actual estima que debe andar un camino
desacralizador, para evitar las fuerzas extrañas, y encontrarse sólo con lo que en su
investigación puede llegar. Este objetivo desde la Ilustración, es un proyecto
plenamente pensado, a fin de romper todo poder teológico, y dejar al hombre al albur
de sus propias fuerzas, para que construya un universo a la medida del libre acuerdo de
todos. Aspiración que esboza la frase de Comte: savoir pour prevoir, prevoir pour
pouvoir. Pero la historicidad judeocristiana y sus esquemas, de anteriores épocas, son
los mismos que los positivistas utilizan, aunque desacralizados. Cimientan sus ideologías
sobre los paradigmas de la relación del hombre con la naturaleza; la presencia del mal,
que actúa como elemento disgregador; y la necesidad de una vía de liberación que se
consigue a través de una praxis.
Esta tensión de futuro, que con ello se crea, vaciada de contenido sagrado, se
denominará progreso, y ha sido justificado con las grandes construcciones filosófico-
jurídicas del siglo pasado, vaciadas de la tensión histórica fundada en la esperanza
cristiana. (Diez del Corral, L., El rapto de Europa, p. 221).
Los estudios románticos que se iniciaron en el siglo XIX, propusieron la teoría de que los
mitos religiosos de la India, el Irán, Roma y Grecia partían de una doctrina común sobre
Dios, sobre el alma y sobre la inmortalidad, por lo que se multiplicaron los estudios en
la búsqueda de una raíz común en el pensamiento indoeuropeo. Estos autores fueron
tras dos objetivos: llegar a las primeras ideas religiosas de la humanidad, y encontrar la
expresión del mensaje religioso y su transmisión. Partieron del estudio de dos fuentes
antiguas: el Veda Hindú y el Avesta Iraní.
Estos estudios han encontrado elementos comunes en las religiones de Europa y sur de
Asia, que muestran una única fuente en el origen. En la filología hallan cómo se designa
la idea de Dios: la palabra sánscrita devah, la lituana devas, la antigua prusiana deius,
la latina deus, la irlandesa dia, la gala devon y la griega Zeos, provienen de la raíz
indoeuropea de/o que significa la luz. Entre los indoeuropeos el ser divino es concebido
como un ser luminoso, el Dios de la luz. También se han advertido otra serie de
conceptos referidos a la religión, que se conservan en todas las tradiciones como:
liturgia, sacerdocio, sacrificio y culto. La existencia de unos mismos conceptos llevó a
pensar en una tradición religiosa común en las lenguas de la India, el Irán, así como en
las lenguas latinas y célticas.
Las religiones de la India, Irán, Italia y las Galias han construido, asimismo, normas
para unas mismas funciones religiosas. En todas ellas hay sacerdotes: Bramanes,
sacerdotes avésticos, flamines en Roma, druidas en las Galias. Hay también rituales con
fórmulas, objetos sagrados y oraciones. Gracias a estos colegios sacerdotales se ha
conservado una nomenclatura divina indoeuropea, y un vocabulario religioso idéntico,
ordenado a indicar los pasos del hombre para llegar a Dios. Lo cual es indicativo que
existieron creencias comunes.
Según Dumézil, si se quiere comprender la Roma arcaica, hay que captar en ella la
religión como un sistema, y situarla en el contexto indoeuropeo, marcado por el juego
de las tres funciones. En la Roma antigua se nota la presencia de las tres funciones de
la ideología aria, y la correspondiente teología tripartita, porque los primitivos ítalos que
llegaron a la península trajeron un pasado ario. Se advierte en ellos, desde un principio,
un pensamiento religioso relacionado con la ideología de las tres funciones: soberanía,
fuerza y producción. Y aunque existe una relación entre lo religioso y lo social, no hay
una reducción de lo religioso a lo social.
Dumézil encuentra una teología que responde a la triada de funciones Júpiter, Marte y
Quirino, como garantes del equilibrio de los tres tipos de actividad. Los primeros reyes
reunían en sí las tres funciones: eran soberanos, guerreros y nutricios del pueblo. Como
soberanos entraban en contacto con los dioses, que por medio de augures les daban
respuestas; como guerreros mandaban el ejército y dirigían la guerra; y como reyes
eran responsables del aprovisionamiento alimenticio de la ciudad, y calificados de
nutricios del pueblo.
Cada una de estas funciones tenía su sacerdote, llamado flamen, y así tenemos el
flamen dialis, con privilegios especiales, representaba a Júpiter arcaico, dios celeste,
fulgurante, que actúa en la zona del poder, del derecho, del contrato y es fuente de lo
sagrado. El flamen martialis, aunque ha dejado poca huella, estaba dedicado a Marte. Y
el flamen quirinalis, que intervenía en las ceremonias relativas al cuidado y guarda del
grano de trigo.
En la Roma arcaica, correlativos con estas funciones, encontramos tres dioses: Júpiter
que ejerce la función de soberanía, testigo y garante de los pactos de la vida pública y
de los juramentos de la vida privada, soberano celeste y luminoso, vinculado al poder y
fuera de todo contexto de guerra. Marte, dios de la guerra, sus fiestas se inician con la
primavera, cuando los ejércitos se preparan para partir para la guerra y terminan con el
sacrificio de un caballo en octubre, al retirarse a los campamentos de invierno. Sus
templos se tenían que construir fuera de Roma, por lo que claramente se da la
separación entre la soberanía de Júpiter y las funciones guerreras de Marte. Respecto a
la tercera función, Quirino, los vestigios arcaicos lo presentan como el dios de los
ciudadanos considerados como organización civil y política. Históricamente, al ir
perdiéndose la tradición religiosa, esta triada arcaica se cambió por la triada Júpiter,
Juno, Minerva que es la que se encuentra en al Capitolio en épocas posteriores.
Esta religión está muy cercana a la política, porque representa la organización esencial
de la ciudad. Luego tuvo sus cambios, conforme evolucionaba la sociedad romana,
pasando por las formas que adopta la República, y la peculiaridad del Imperio que
introduce el culto de los soberanos.
Con la República entra la idea de libertas y de los derechos personales y políticos del
ciudadano romano. Esto supone una gran modificación, que influye en los conceptos
religiosos. Aunque la República tiende a mantener la concepción religiosa indoeuropea
de soberanía, ésta adopta formas propias con una división de funciones entre los
cónsules, el senado y otros cargos. Respecto a la religión hay que considerar las
situaciones de guerra y conquista de otros pueblos, con cuyo motivo entran en Roma
dioses de muy distinto signo, sobre todo de Grecia, de donde se importa todo el
panteón, cuando se llega a la helenización de Roma. Esta tendencia lleva al desarrollo
de la astrología y al aumento de oráculos. De donde se siguió la descomposición del
patrimonio religioso antiguo romano y la apertura a las religiones orientales del Asia
Menor, Siria y Egipto.
La mujer hindú no se define por sí, sino por su relación con el varón.
En torno al siglo VI a. de C., ha visto Karl Jasper el tiempo eje de la humanidad, porque
en esa época confluyen deferentes movimientos religiosos y éticos importantes como: el
Zoroastrismo en el Irán, los Upanishads del Hinduismo, el Budismo y el Jainismo en la
India, el Taoísmo y el Confucionismo en China, los profetas en Israel, y filosofía Griega.
(Carlos Díaz, Manual de la historia de las religiones, 1999, Bilbao, p. 161).
Hacia el siglo VI a. C., cuando los Brahamines dominaban mediante el rito sacrificial,
surge entre algunos Brahamines y los Ksatriyas una exégesis nueva, también
considerada canónica, del saber religioso. Se trata de unos comentarios teológicos en
prosa, que forman un ciclo védico. Comprende las glosas Brahamánicas en las que el
sacrificio individual remite a los orígenes y garantiza la continuidad del mundo por
repetición del ciclo fundacional. Los Aranyaka o texto del bosque, son meditaciones que
marcan la transición del ritualismo de los Brahamanes al intelectualismo Upanishad. Y
los Upanishads en los que la ideología sacrificial se abre hacia una especie de mística
especulativa teosófico-esotérica sobre los ritos.
Hay un segundo cuerpo revelado en las inmediaciones de la era cristiana, que se conoce
con el nombre de Veda de la Smrti (tradición confiada a la memoria), contiene textos de
los Vedas.
Mientras los sruti son literatura sagrada que comprende los textos antiguos reconocidos
como revelación a los rsis, sabios antiguos, la smrti es sólo tradición. Se caracteriza,
porque las palabras sagradas no manan de un absoluto impersonal, sino de discursos de
ciertos dioses precisos: Vishnú o Shiva, dirigidos a las cuatro órdenes o clases, incluso a
los Sudras (siervos). La smrti, en la que se distinguen varias tradiciones, abarca un
ámbito filosófico los darsana, otro mitológico los purana, y otro más épico los itihasa.
Los itihasa, son unos poemas épicos sagrados, que constituyen la espina dorsal de la
smrti, formados por el Ramayana y el Mahabharata. El canto sexto del Mahabharata
contiene los conocidos textos sagrados del hinduismo y compendio de toda la doctrina.
Sus puntos más importantes: un dios se aparece al héroe como ser personal, creador y
animador, distinto del alma del hombre y del mundo. Su yoga de la acción Krhisna,
presenta las tres formas: yoga del conocimiento, de la devoción y de la acción,
insistiendo en el valor de éste a juzgar, porque, por ejemplo, el ser un chatriya exige
que cumpla con su deber y actúe de forma impersonal, sin ninguna pasión, sin deseos y
renunciando al fruto de sus actos.
Al final del camino es el bhakti, un contexto religioso, un deseo de comunión íntima con
el dios personal. Este bhakti es accesible a todos sin distinciones de castas o sexo.
“Cuando se refugian en mí, aunque procedan de humilde cuna, los vaisyas y los sudhras
también alcanzarán el fin supremo”. El verdadero bhakta es en todo momento
consciente de la presencia de Dios en todas partes y en sí mismo, no puede pensar vivir
ni un momento lejos de Dios.
3.2. El Budismo
En torno al siglo VI a de C., momento que Karl Jasper califica de tiempo eje de la
humanidad, por la evolución ideológica que se dio, nace el movimiento budista dentro
del mundo hindú, y que luego llegará a transformarse en religión de gran raigambre
social en Asia.
Buda es un término genérico que significa iluminado. Se aplica a todo ser humano o
celeste que haya llegado a la iluminación. El prototipo es Suddharta Gautama, que no
es ni un dios, ni un profeta o enviado, sino una persona que camina hacia la perfección
humana. Para él, el mundo no es creado sino eterno y en constante modificación por los
actos buenos y malos de los hombres, que mientras aumenta la ignorancia y el pecado
se va degradando.
La piedad popular ha puesto ocho etapas en el devenir de Siddartha: descenso del cielo,
la existencia de Siddharta es el final de una serie de reencarnaciones anteriores, en las
que ha ido progresando en la vía de la liberación; entrada en el seno materno, en el año
624 a. de C., estando dormida y viéndole en sueños bajo la forma de un elefante blanco
con seis colmillos; nace del costado derecho de su madre sin ningún dolor; a pesar de la
vida regalada que le proporciona su padre, tras los cuatro encuentros: con un viejo
abandonado por los suyos, un enfermo, un cortejo fúnebre y un renunciante, decide
abandonar el palacio y todo lo que poseía, y se dirige en busca del despertar. Siddharta
durante seis años se convierte en asceta itinerante bajo el nombre de Gautama,
llegando a extremos en el ascetismo, que abandonó al estar en peligro de muerte y
advertir que le conducía a la vanidad, sumido en la contemplación alcanza la iluminación
o el despertar pasando de bodhisattva (aspirante a la perfección) a buda (iluminado),
toma conciencia de que no volverá a nacer y se dedica a predicar y enseñar a otros a
acceder a la categoría de despertador. A partir de ese momento y durante cuarenta y
cinco años pasó enseñando su doctrina y elaborando los fundamentos de su comunidad
monástica, primero masculina y luego femenina. Muere en Kusinagara en el 543 a. de
C. a los ochenta años de edad, rodeado de sus discípulos, y siendo incinerado su
cadáver.
Desde un principio, aún en vida de buda, empezaron a multiplicarse los grupos, que con
el paso del tiempo han tomado dos orientaciones, y con muchas divisiones en cada una
de ellas: el Hinayana o Pequeño Vehículo, y el Mahayana o Gran Vehículo. El primero es
más antiguo, y comprende las secciones que se crearon desde un principio; el segundo
nace hacia el primer siglo de la era cristiana, y comprende varias tendencias. La
diferencia entre ambas se puede determinar, tanto por el fin que persiguen, como por el
ideal de perfección a que aspiran: el ideal para el Hinayana es el arhat (perfecto), el
hombre liberado, perfecto, el buda individual, que entra directamente en el Nirvana,
gracias a la práctica de la meditación, que es la fuente esencial de la razón de ser. Este
budismo es esencialmente una escuela de sabiduría que elabora un método de
salvación.
La vida se rige por la ley del karman. Los actos son buenos o malos movidos por un
acto de voluntad, que determina el sentido de la retribución de cada acto. Como
consecuencia el budista ha elaborado una moral para clasificar los factores de la
trasmigración. Tiene una dificultad su doctrina, pues al no considerar la existencia del
âtman o alma individual es difícil concordar con la creencia de la sanción moral de los
actos. El budista lo resuelve afirmando que el proceso de llegar a ser, es un flujo
continuo, que liga al pasado con el porvenir, el poder de la obra y los actos dan su
fruto; la continuidad no es más que la relación de causa y efecto entre los estados
consecutivos de una serie sin fin; esta continuidad puede llamarse alma. Admite un yo
fenoménico, pero relativo y pasajero. El ser es un proceso, gobernado por la ley de la
causalidad, que en cada momento se destruye y se crea de nuevo. Cuando el individuo,
por su ascetismo, sus meditaciones y la práctica del yoga, extingue en él el deseo de la
vida, entra en el Nirvana.
Las dos grandes tendencias del budismo tienen hoy día distintos campos de desarrollo,
el budismo Hinayánico, que fue en un principio el desarrollo de las doctrinas del
maestro, desde el nacimiento de Mahayanismo en el siglo I de la era cristiana ha ido
perdiendo territorio, siendo hoy día muy limitado su extensión en la India, y habiéndose
desarrollado en Sri Lanka, Birmania y Tailandia, y el Sudeste Asiático. Mientras la
tendencia Mahayánica ha tenido mayor éxito en China, el Japón y Mongolia. Dentro de
esta tendencia se puede clasificar el Lamanismo del Tibet, aunque tienen características
especiales.
El Mazdeismo aparece como la religión del Irán. Su nombre se deriva del dios Ahura-
Mazda, compuesto de dos palabras Ahura (señor) y Mazda (sabiduría), lo cual
constituye la definición esencial de la divinidad suprema, que terminó por convertirse en
su nombre propio y personal, sobre todo cuando en épocas posteriores se unieron en
una sola palabra Ahur-Mazd en Ohrmazd, que los Griegos tradujeron por Oromazes, y
los castellanos pronuncian Ormuz.
3.3.1. Evolución
Es difícil determinar la religión de los primitivos persas, porque las fuentes más antiguas
son de un milenio posterior a su asentamiento en la meseta del Irán. Se les considera
arios, y su religión se cataloga entre las derivadas del indoeuropeo. A juzgar por lo que
se conserva adoraban además de al dios supremo Ahura-Mazda, un dios sol (Huar), y
otro dios fuego (Atar), y varias diosas femeninas relacionadas con la fecundidad. En una
época posterior al entrar en contacto con los Asirios aceptaron muchas de las creencias
de éstos, dando lugar a un sincretismo religioso.
En la historia religiosa de este pueblo se distingue una religión primitiva de raíz Aria, y
probablemente los magos de magu o magavan (partícipes en la alianza, en los dones
místicos) provengan de la época primitiva. Especialistas en prácticas mágicas:
interpretación de los sueños, de la astrología, que lo transmitieron a Occidente con la
expansión de los Aqueménidas. Eran adoradores del sol, simbolizado por el disco alado,
signo de Ormuz, y tenían un ritual del fuego, por lo que una red de fuegos se extendía
por todo el Irán, cuyas llamas ardían en las cimas de las montañas, en el hogar familiar
y en los santuarios. Y, con toda probabilidad de origen indoeuropeo, había tres clases de
fuegos eternos, representativos de los tres estamentos: el fuego farnabag de los
sacerdotes, el fuego gushnasp de los guerreros, y el fuego burzin mihr de los
trabajadores.
Religión de fondo, que nunca que se perdió, y se conserva hasta el día de hoy, por lo
que se guardó a través de toda la historia el dios Ahura-Mazda, aunque sufrió la
reforma de carácter filosófico en el siglo VII-VI a. de C. con Zaratustra, que tuvo una
gran expansión con el imperio Aqueménida, a lo que se siguió la renovación en el siglo
IV d. de C., hecha por los magos, en la dominación Sasánida.
3.3.2. La reforma filosófica de Zaratustra
Esta antigua religión, sufrió una gran transformación hacia el siglo VII-VI a. de C. por
obra de Zaratustra, que los Griegos tradujeron por Zoroastro, de donde viene la
denominación de Zoroastrismo. Este personaje, cuya vida se mezcla con la leyenda, es
sólo un reformador de la herencia religiosa iraní, con la particularidad de que su
doctrina es más de carácter ético que teológico, por lo que los Griegos solían hablar de
la filosofía de Zoroastro.
Según la leyenda, Zaratustra nacido hacia el siglo VII-VI a. de C., en tiempos de los
reyes persas Ciro-Cambises. Era miembro de una familia aristócrata, y fue educado en
la religión tradicional del Mazdeismo. Se retiró, cuando tenía unos 30 años, a la gruta de
una montaña durante seis años, cuando en un éxtasis recibió la revelación de Ahura-
Mazda, y tras larga meditación se lanzó a la predicación de la santidad de Ahura-Mazda,
su inmediata venida, la urgencia de introducir algunas innovaciones en las creencias
tradicionales y en el ritual del mazdeismo. Expulsado de los suyos, fue protegido del rey
Bactres, logrando su doctrina un gran éxito.
Al entrar la era cristiana, la tradición persa conservaba sólo uno de los veintiún libros
originarios de Avesta, y se había perdido gran parte de la doctrina de Zaratustra, por lo
que el rey Ardasir, fundador del imperio Sasánida mandó restaurar el texto, para lo que
se compilaron, en su tiempo, por redactores elegidos por él, los restos y fragmentos
que se conservaban.
Tras siglos de tradición oral, se fijan, por primera vez por escrito, los textos de
Zaratustra en el siglo IV de nuestra era, en el libro llamado Avesta (conocimiento),
formando una colección de texto de diversas épocas y de diferente valor. Consta de tres
secciones: el Yasna (sacrificio), que consta de 72 capítulos de ghatas (cantos atribuidos
a Zaratustra para recitarlos durante el sacrificio del fuego); el Vendidad (ley contra los
demonios, son reglas de pureza); y los Yashts, formado por 21 capítulos de himnos a
seres sobrenaturales.
El Zend-Avesta. Los Zend o comentarios hechos en lengua vulgar (el pahlevi) al Avesta,
y tiene dos partes: el Vispered, colección de cantos, y el Korda-Avesta libro de
oraciones para la devoción popular.
Frente a esta idea admite la acción de otros espíritus o principios, idénticos en cuanto a
su existencia y condición suprema, con la misma categoría óntica, y creadores de los
sectores en que se divide la actividad humana: el bien y el mal.
La invasión musulmana, en el siglo VII, trajo casi la extinción del Mazdeismo, quedando
un pequeño grupo que aun perdura, como lo muestra la literatura en lengua pelvi. En el
siglo X, como consecuencia de algunos movimientos de sublevación contra los
musulmanes en el Irán, gran parte de los zoroastristas huyeron a la India, a la zona de
Bombay, donde todavía perduran formando una comunidad parsi (persas), cohesionada
y rica. Según M. Eliade el universo mazdeista en el mundo es aproximadamente de unos
130.000 que se distribuye entre el Irán, la India, Paquistán y Estados Unidos. Se trata
de grupos conservadores, por lo que no se encuentran grandes diferencias de las
antiguas doctrinas.
Hay una plena continuidad entre el cielo y la tierra, y los antepasados se convierten en
el eslabón principal de esta relación. De ahí que su veneración ocupe el centro de la
vida religiosa, los miembros de una familia no son el último eslabón de la cadena
integrada por los espíritus de los antepasados, sino que se da entre los difuntos y los
vivos un flujo interactivo mutuo.
Cada hombre consta de cuerpo y dos almas: al morir una de las almas (p'oh)
permanece junto al cadáver, la otra (hun) asciende al cielo para gozar. Pero ambas
llevan una vida similar a la anterior a la muerte. La persona pertenece a los
antepasados una vez que le han llorado en el luto.
Tres son las religiones a las que nos referiremos: el confucianismo, el taoísmo y el
sintoísmo.
4.2. El Confucianismo
Pertenece a aquel grupo de ideologías filosóficas que surgen hacia el siglo VI a. C., y
que Karl Jasper califica de tiempo eje de la historia. Se fundamenta en la doctrina de
Confucio, una simplificación de Kug-Fu-Tzu (Fu=gran, Tzu=maestro Kung). Su
verdadero nombre fue K'ung Ch'iu. Procedía de la aristocracia militar inferior. Se mostró
con gran avidez para el saber. Persiguió con ansiedad ser funcionario, y cuando alcanzó
este objetivo a los cincuenta años, abandonó su puesto, para buscar algún gobierno que
quisiera poner en práctica su teoría social. Fracasado de su empeño, se vuelve a su
tierra natal, y se dedica a la formación de un reducido grupo de discípulos. Con éstos
recogió y sistematizó los cinco grandes textos de la tradición China: el Chu King,
historia de la antigüedad; el Chi-King, libro de los versos; Yi-King el libro de los
cambios; Li-Ki-King, el libro de los ritos; y el Chun-Ching-King, anales de la primavera y
del otoño.
Las doctrinas confucianas dejan de lado el sentimiento religioso, y tratan de dar una
moral a la sociedad china, por lo que sus seguidores normalmente han sido agnósticos,
aunque durante más de mil años se ha tributado culto a Confucio como ser superior,
ofreciéndole sacrificios y plegarias. Además, en el confucianismo se ha reconocido la
existencia de un ser supremo que gobierne el mundo (Tao), y unos valores
transcendentales.
Tiene como principio fundamental la prudencia, que es la verdad por excelencia, por
cuanto condensa todas las demás virtudes personales y civiles, que hacen al hombre
conforme al deber ser: acepta los designios del cielo y actúa con equidad en el puesto
que ocupa. De esta prudencia se derivan las siguientes virtudes: la bondad natural del
ser humano, la conversión del corazón que parte de la esencia de los móviles de las
acciones sinceras con un conocimiento claro y profundo de los motivos de las acciones.
Naturaleza y educación se complementan. La norma óptima de conducta es la
reciprocidad: lo que no quieras que te hagan a ti, no le hagas a otro. Establece como
única meta conseguir la perfección humana, que se reduce a cinco relaciones: del
príncipe con los súbditos; del padre con sus hijos; del marido con la esposa; de los
hermanos mayores y menores; y de los amigos entre sí. Estas cinco relaciones
constituyen la ley natural del deber, la más universal para los hombres. Establece como
las tres grandes y universales facultades morales del hombre: la conciencia, que es la
luz de la inteligencia para distinguir el bien y el mal; la humanidad que es la equidad del
corazón; y el valor moral, que es la fuerza del alma.
4.3. Taoismo
También es el siglo VI a. de C., respondiendo el tiempo eje de Karl Jasper, cuando nace
el taoísmo de Lao-Tsé. Es el taoísta más eminente que vive al margen de la vida
pública. desprecia los honores, por lo que es exactamente lo contrario de Confucio. Y
fueron los taoístas los que incluyeron a Confucio entre los dioses subordinados del Tao.
Su nombre era Po-Yang-Li, conocido como Lao-Tsé (viejo maestro). La leyenda dice que
fue archivero del gobierno imperial, que cansado de la corrupción existente abandonó
su puesto de trabajo.
Actualmente el taoísmo, a pesar de los cambios políticos, está muy arraigado en toda
China. Entre los siglos X al XIII de nuestra era se operó una fusión del confucianismo, el
taoísmo y el budismo, que dio lugar a una religión, que se conserva hasta hoy día,
caracterizado por un sincretismo y un eclecticismo, hasta el extremo que todos
participan de elementos de las tres concepciones: de la ética confuciana; de la
reencarnación budista, aunque interpretada como el volver a ser de la familia, así como
algún concepto del nirvana; y del concepto de cuerpo y espíritu del taoísmo.
Además del dominio interior la persona debe irradiar influencia acrecentando potencia
vital. El santo se identifica con el paisaje uniéndose con la naturaleza.
Existen los inmortales y los dioses. El pueblo les prodiga culto en santuarios, con
peregrinaciones, por cuanto hacen crecer las cosechas, y conocen el poder curativo de
las plantas. No tienen instancias dirigentes, por lo que suelen estar constituidos por
grupos de laicos. Para los actos de culto se llaman a los maestros taoístas, no muy
numerosos. Para el pueblo, frente a la doctrina culta, hay una iconografía y hagiografía,
pero sin ninguna abstracción, se refiere a los antepasados concretos.
4.4. Sintoismo
El nombre lo recibe del término Sinto, que en japonés significa vía de los dioses.
Expresa el mundo japonés antiguo. El mundo sintoísta se desenvuelve dentro del
esquema telúrico-celeste y étnico, que hemos resumido más arriba. Nace del culto a la
naturaleza y constituye la religión auténtica del Japón. Desde el siglo V d. de C. recibe
la influencia del confucianismo, que le aporta una ética social, la piedad filial y el culto a
los antepasados; más tarde por influencia del budismo, se llegó a un cierto sincretismo;
posteriormente, siglo XVIII, se produce una reacción para restaurar el sintoísmo
primitivo con un sentido nacionalista, e introducción el culto al emperador.
4.4.1. Animismo
Desde un principio el sintoísmo es animista, todo tiene alma: la naturaleza, los animales
y los seres humanos están animados por un espíritu vital, el Kami (parte superior), que
es una existencia misteriosa y espiritual dotada de sensibilidad y voluntad.
La vida del hombre recorre cuatro países: a) la alta llanura (takama no hara). Todo en
el sintoísmo tiene alma, por lo que la tradición enumera ochocientas miríadas de
divinidades que habitan en las llanuras celestes; b) el país del medio de las llanuras de
las cañas, los kami que tras descender de la llanura celeste bajan a la llanura del medio
de las cañas, el Japón, país del arroz, ofrecen a esta tierra orden, paz, protección y
felicidad; c) el país de yomi, de las fuentes amarillas, es la residencia subalterna de los
muertos, lugar de las culpas que se deben eliminar mediante ritos de purificación y
exorcismos; d) el país de las tinieblas (tokoyo no kuni), es un paraíso allende los mares,
donde residen los espíritus de los antepasados una vez purificados, y que bajan a este
mundo trayendo protección y felicidad.
4.4.2. El politeismo
1. La antigüedad precristiana
La religión se nos presenta como uno de los comportamientos más antiguos del hombre,
hasta el punto de poder afirmar que el mundo religioso ha estado siempre presente en
la historia de la humanidad. Las culturas más antiguas se estructuran en sociedades
fuertemente teocráticas que desarrollan su propio culto religioso, y en las que las
ciudades se construyen y se desarrollan en torno a los templos. Pero no sólo ha
constituido uno de los pilares de la vida social en las culturas antiguas, sino que la
religión desde antiguo ha estado presente en el gobierno de los pueblos.
Si tomamos como ejemplo a la propia Mesopotamia, cuya historia se inicia hacia el año
3500 a.C. con los sumerios, o la de los países colindantes (Siria, Anatolia o Israel),
encontramos a éstos gobernados por reyes que eran las personas elegidas por los
dioses para desempeñar la monarquía. Su autoridad y poder se asentarán en este
carácter sagrado.
Al igual que en Grecia, donde las nociones de rey y sacerdote van unidas, en la antigua
monarquía romana el rey aparece como sacerdote y pontífice. Es precisamente su
condición de mediador entre el hombre y los dioses lo que fundamenta y refuerza su
poder soberano. Por esta razón, desde un primer momento, poder político y poder
religioso se encuentran concentrados en la misma persona.
La civitas romana presenta una evidente estructura religiosa que, aunque se irá
secularizando a lo largo de la República, hace que la religión se convierta en el
aglutinante político, sin que pueda distinguirse entre un poder religioso y un poder
político o laico. En sus albores, al igual que el resto de las civilizaciones precedentes,
Roma se configura como un estado-ciudad, como un Estado-Iglesia, en el que la
concepción religiosa opera como ideología política, sin que puedan separarse los ideales
religiosos de los políticos al constituir una unidad.
2. El planteamiento cristiano
Cuando surge el cristianismo, hacia los años 30, no deja de ser un fenómeno religioso
más de entre los muchos que procedían de Oriente. Sin embargo, supuso un choque
frontal con la civilización romana, con su organización política y religiosa, lo que le
convirtió en enemigo del Imperio.
La segunda, abarcaría los dos siglos y medio de persecuciones sufridas por los
cristianos, aunque de muy distinta intensidad según los lugares y el momento histórico.
En ésta etapa histórica la religión cristiana fue considerada como una religión ilícita,
contraria al orden público romano.
La tercera se iniciaría en el año 311, con la publicación por Galerio del edicto de
tolerancia, por el que se reconocía a los cristianos, y que fue reiterado en el año 313
por Licinio y Constantino.
Por último, la cuarta etapa, se iniciaría con el edicto de Teodosio I, en el año 380,
mediante el cual la religión cristiana se convierte en la religión oficial del Imperio, y
terminaría con la caída de Roma.
Por el contrario, en Occidente, pasada una primera etapa de afianzamiento del poder
eclesiástico, la Iglesia constituirá su propio poder que terminará por imponerse a la
autoridad secular, apoyado en la debilidad y dispersión de ésta en la Edad Media, tras la
caída del Imperio romano. La Iglesia, con un poder central que gira en torno a la figura
del Papa, sucederá a aquél y, a su semejanza, constituirá el llamado Imperio cristiano.
Se establecerá un sistema de relaciones entre el poder secular y el religioso, conocido
bajo el nombre de hierocratismo (el poder de lo religioso).
4. El hierocratismo medieval
Desde los primeros siglos de la Edad Media se inicia un proceso en el cual la Iglesia
adquiere un protagonismo extraordinario en Occidente.
El vacío de poder que se origina con la caída del Imperio romano es llenado por las
autoridades eclesiásticas. El obispo es la única autoridad que permanece en la ciudad.
Su prestigio y capacidad hará que los ciudadanos se congreguen bajo su mando y se
convierta de esta forma en el “defensor de la ciudad”. Como no se concibe poder sin
propiedad, el obispo se transforma en propietario y señor feudal, a la vez que poseedor
de una serie de privilegios característicos de la sociedad estamental.
Esta supremacía del papado durante la Edad Media está sometida a numerosos
vaivenes, según el poder ejercido por el emperador y los príncipes o la autoridad de
cada Papa. Será durante los siglos XII y XIII cuando el pontificado, basado en la energía
y personalidad de los sucesores de Pedro, alcance la cota máxima de su superioridad
sobre el poder secular.
2. Estos deben ejercer su autoridad conforme a los intereses de la fe, tal y como señale
el propio Pontífice.
Una de sus características más llamativa es la creencia del propio pontificado que su
actuación respondía a los designios de Dios y que, por tanto, formaba parte de sus
atribuciones. Los papas actuaban convencidos de no excederse en sus atribuciones, la
intervención en los asuntos temporales venía exigida por el propio ministerio.
Si a esto unimos la debilidad del poder real, carente de una conciencia nacional y cuya
autonomía era a menudo cuestionada, se comprenderá fácilmente cómo el
hierocratismo aparece como un sistema natural dentro de las relaciones entre el poder
religioso y el secular. Surgirá como el procedimiento armónico que permita a la
cristiandad, bajo la dirección del Romano Pontífice, llegar a Dios. Sólo cuando
desaparezcan estos presupuestos, se pondrá fin a la hegemonía del papado.
4.2. Antecedentes
El primero, la extensión del cristianismo por todo el Imperio y, posteriormente, entre los
pueblos germánicos, que originó una exaltación de los valores religiosos, en especial,
del más trascendente: la salvación del hombre. Toda la actividad del hombre debía
dirigirse a la consecución de este fin tan preciado. Aparecía así una nueva visión del
mundo y de la vida humana, presidida y dirigida por la idea de Dios. Si ésta era común
a todos los hombres, éstos podían agruparse bajo una única realidad histórica: la
“republica cristiana”. Dentro de ésta, la Iglesia y el Imperio aparecerán como dos
realidades complementarias, unidas por la tarea común de conducir al hombre a Dios.
Como destinataria del mensaje divino, la Iglesia es la principal protagonista de este
trabajo, si bien el poder secular también aparece investido de una función religiosa, en
cuanto que la misión más importante de su gobierno es la protección y defensa de la fe.
Se origina una confusión entre lo religioso y lo político, entre lo espiritual y lo temporal,
que tiene su expresión en el imperio carolingio. Carlomagno lleva hasta el último
extremo su función ministerial, hasta el punto de constituir la fe el núcleo central de su
gobierno.
En cuanto a los principios doctrinales que se van elaborando, destacan los siguientes:
2. Todo poder viene de Dios, por lo que hay que obedecer a la autoridad legítimamente
constituida, salvo que vaya contra la fe.
4. La ley positiva debe ser la expresión de la ley natural. El Estado debe estar imbuido
de los principios cristianos, debe colaborar en la salvación del hombre.
6. El poder sacerdotal implica una responsabilidad mayor que la de los reyes, pues debe
de responder de ellos ante el tribunal de Dios.
4.3. Desarrollo
3.º De estos dos poderes, el sacerdotal implica una carga más gravosa, una mayor
responsabilidad, pues tendrá que responder de los propios reyes ante el tribunal divino.
5.º El Papa posee, por disposición divina, la supremacía sobre todo los sacerdotes.
Una vez que ha asentado su prestigio y autoridad, el papado necesita contar con el
apoyo del poder político para mantener su independencia y evitar la amenaza de los
longobardos. El papa Esteban II (752-757) construirá las bases de la alianza con la
dinastía franca, obteniendo la administración de unos territorios, entre ellos el ducado
de Roma, bajo la tutela del rey franco, haciéndose realidad el “Estado de la Iglesia”.
Carlomagno continúa la política de protección iniciada por su padre. Pero el rey de los
francos une a sus conquistas y poder, la facultad de legislar en materias eclesiásticas.
Considera que ésta es la única forma de conseguir la uniformidad territorial. Convoca
concilios, nombra obispos y, en general, interviene en todos aquellos asuntos
eclesiásticos que puedan afectar a su gobierno. Con esta política eclesiástica que
desarrolla en gran medida a través de sus célebres capitulares, Carlomagno contribuye
a la confusión entre lo religioso y lo político, una de cuyas consecuencias será la
investidura laica.
En el 800 es coronado como emperador por el propio Papa, que consagra su poder
político y religioso y le traspasa el Imperio romano, que se transforma oficialmente en el
“Imperium christianum”. Este será entendido, a diferencia del romano, en un sentido
instrumental, pues suponía el dominio sobre toda la cristiandad, en cumplimiento del
mandato divino. Carlomagno será el protector de la religión, el enviado de Dios para
extender la fe.
Su gran aportación consistirá en llevar hasta sus últimas consecuencias todos los
postulados que recibe, en poner en práctica un sistema que recibía sus argumentos de
la tradición histórico-doctrinal. Su pensamiento político-eclesiástico no presentará
grandes novedades, si bien se apoyará en todos los elementos necesarios para defender
su primacía sobre la cristiandad.
Al culminar la obra iniciada por sus antecesores, pretende ante todo un objetivo: llevar
a cabo la reforma de la Iglesia, tanto interna como externa. Esto es, no sólo en sus
costumbres y vida espiritual, sino en su relación con el poder secular. Todo lo
supeditará a esta finalidad.
Una reforma como la que pretendía llevar a cabo Gregorio VII, que afectaba a las más
altas jerarquías de la Iglesia y del poder civil, estaba abocada al fracaso de no haber
contado con una autoridad que la impulsara desde arriba. El Papa, situado al frente de
la cristiandad, por encima incluso del emperador, será quien la impulse y la dirija. El
problema estará en que las facultades atribuidas al Romano Pontífice serán tan amplias
que excederán los fines previstos, al comprender la práctica totalidad de las materias.
La salvación del hombre será el límite impreciso que justifique la intervención del
sacerdocio en los asuntos pertenecientes al imperio. Este reforzamiento de la autoridad
papal no es algo caprichoso, ni viene motivado por el afán de poder, sino por la idea
dominante, que ya aparece en el papa Gelasio, de ser el responsable de la salvación del
mundo.
Dentro de esta línea otorga al pontificado la plenitud de jurisdicción. En relación con la
Iglesia, el Papa es la única autoridad universal y sólo a él le corresponde la
promulgación de las leyes, el deponer o restablecer obispos, u ordenar clérigos. En
cuanto al poder secular, sólo el Romano Pontífice puede deponer emperadores, o
desligar a los súbditos del juramento prestado a señores injustos.
Gregorio VII recoge la doctrina elaborada en los siglos precedentes, que había puesto
de manifiesto la superioridad de lo espiritual sobre lo temporal, del Romano Pontífice
sobre reyes y príncipes. En su actuación, se apoya también en las intervenciones de sus
antecesores en relación con el poder secular. Al poner el práctica, con una energía
indudable, su hegemonía, iniciará un sistema que se mantendrá vigente en las
relaciones con el poder real, hasta Bonifacio VIII.
Serán dos las razones fundamentales que permitan esta larga vigencia. Una, el prestigio
y personalidad del papado que alcanza un gran esplendor, en especial con Inocencio III
e Inocencio IV. Otra, la doctrina canónica cuyas formulaciones darán lugar a una teoría,
la “potestas directa”, en la que se asentará el hierocratismo.
La supremacía del papado sobre la cristiandad medieval tiene su punto álgido en la bula
“Unam sanctam”, de 18 de noviembre de 1302, que Bonifacio VIII lanza contra Felipe el
Hermoso. En ella se resume toda la tradición de superioridad curialista, al establecerse
de forma dogmática los principios que debían regir las relaciones entre el poder
temporal y el espiritual, proclamando la superioridad del poder espiritual.
1. Hay una única Iglesia, donde el hombre puede encontrar su salvación. Fuera de ella
no hay salvación ni perdón.
2. Dentro de la Iglesia hay dos poderes o espadas: la espiritual y la temporal. Cada una
de ellas está bajo la potestad de la Iglesia. La primera es utilizada por la Iglesia,
concretamente, por el sacerdote, la temporal es utilizada por los reyes y los soldados en
favor de la Iglesia, y por mandato o tolerancia del sacerdote.
5. Por su parte, la suprema autoridad espiritual no puede ser juzgada por persona
alguna. Sólo responde ante Dios, porque su autoridad no es humana sino divina.
Si la Bula “Unam sanctam” marca el punto álgido del sistema hierocrático, también
señala el momento a partir del cual se inicia su decadencia y el lento proceso hacia un
nuevo sistema de relaciones entre el Estado y la Iglesia. Decrece la autoridad y
prestigio del papado, que cae derrotado ante el rey de Francia, el propio Bonifacio VIII
está a punto de ser llevado cautivo a Francia y sus sucesores tienen que sufrir la
humillación de trasladar su sede a Avignon.
En tercer término, es preciso tener en cuenta, desde el punto de vista religioso, que la
Iglesia Católica experimenta a partir del siglo XIV una serie de crisis que culminarán en
la reforma protestante en el siglo XVI. La reforma, a la que la Iglesia Católica hará
frente mediante la contrarreforma -y especialmente con el Concilio de Trento- supone
en el terreno religioso la escisión de la unidad católica. Políticamente, la reforma
comporta la división de Europa en diversos estados católicos y protestantes y la
constitución en estos últimos de iglesias de estado.
En cuarto lugar, es necesario señalar que el siglo XVIII constituye el período de mayor
auge del absolutismo monárquico. En los estados católicos este absolutismo conduce al
nacimiento de iglesias nacionales, sometidas al control del poder político mediante
diversas prácticas regalistas. Estos estados, sin romper abiertamente con la unidad
católica, pretenden de hecho que dichas iglesias dependan mínimamente de Roma.
Por último, hay que poner de relieve que el triunfo de la Revolución Francesa, inspirada
en las ideas de la Ilustración, supone el final del Antiguo Régimen. Consecuencia política
de la Revolución Francesa será el nacimiento de una nueva forma política, el estado
constitucional, basado en la soberanía de la nación y en el reconocimiento de unos
derechos humanos “naturales e inalienables”, entre los que figura la libertad religiosa.
La historia de las ideas políticas durante el siglo XIX va unida al progreso del liberalismo
que, en lo religioso, propugna la separación entre la iglesia y el estado.
2. El Estado-nación
A partir del siglo XIV, la realeza verá fortalecido su poder, debido a la concurrencia de
diferentes circunstancias. Algunas de ellas son de carácter social y económico. Así, el
renacimiento urbano que tiene lugar sobre todo desde el siglo XIII, al modificar el
régimen feudal, comportará un acrecentamiento del poder real. Los monarcas
encontrarán en las ciudades los impuestos regulares y los efectivos humanos para el
ejército. Es decir, los medios necesarios para el ejercicio del poder efectivo, que los
señores feudales muchas veces no querían o no podían prestar.
Junto a este tipo de circunstancias, hay otras de tipo ideológico. Entre éstas, está la
creciente laicización y el anticlericalismo que aparecen en las ciudades. En efecto, los
comerciantes, los artesanos y los restantes miembros de las clases plebeyas no tienen
cabida en el orden feudal. Por ello, dirigen sus ataques contra el clero, miembro y
defensor de este orden, y apoyan a la monarquía.
En tercer lugar, es preciso señalar los diversos conflictos, ocurridos entre el pontificado
y el poder político, de los cuales éste último salió fortalecido. A principios del siglo XIV,
el pontífice Bonifacio VIII y el rey de Francia Felipe el Hermoso se enfrentaron con
motivo de la inmunidad fiscal del clero francés y de la pretensión del monarca de juzgar
a un obispo , acusado de deslealtad. En la bula Unam Sanctam (1302), el pontífice
proclamó que el poder temporal debe estar subordinado al espiritual, y exigió al rey la
aceptación de esta doctrina. Felipe el Hermoso reaccionó haciendo prisionero, en 1303,
a Bonifacio VIII, el cual murió poco más tarde. Poco después, el rey lograría el traslado
del pontificado a Avignon, donde permaneció setenta años bajo la influencia de la
monarquía francesa. La fórmula jurídica, basada en el derecho romano, empleada para
afirmar la soberanía real fue que todo rey es emperador en su reino.
Veinte años más tarde surgirá un nuevo conflicto entre el pontífice Juan XXII y Luis II
de Baviera a causa de la sucesión del imperio. Tras la elección de dos candidatos,
después de la muerte de Enrique VII, el Papa declaró vacante el imperio y exigió a Luis
II su renuncia. Éste se negó a ello y, después de ser excomulgado y depuesto, destituyó
a su vez al pontífice y nombró a un antipapa, Nicolás V, quien le coronó como
emperador en 1328. El conflicto se solucionó en 1347 bajo el pontificado de Clemente
VI, después de muerto Luis II. No obstante, los príncipes electores alemanes, reunidos
en Rense en 1338, ya habían declarado que la persona elegida por ellos no precisaba
confirmación de nadie.
En cuarto lugar, entre las circunstancias que fortalecen el poder real, tiene una gran
importancia el movimiento doctrinal a favor del mismo, surgido como consecuencia de
los conflictos a los que nos acabamos de referir. Entre los escritos partidarios de la
soberanía real debemos mencionar a Juan de París, defensor de los derechos de Felipe
el Hermoso, y sobre todo a Marsilio de Padua y a Guillermo de Ockham, que tomaron
parte a favor de Luis II de Baviera.
Finalmente, es preciso citar, como circunstancias indirectas del afianzamiento del poder
monárquico, las sucesivas crisis que experimenta la iglesia durante los siglos XIV y XV.
La estancia del pontificado en Avignon, el cisma de occidente y el concilianismo son
episodios -a los que nos referimos más adelante- que debilitan el poder de los papas y
deterioran su imagen ante la cristiandad.
Sin embargo, al igual que sucedió en el terreno de la actuación política, las doctrinas
defensoras del absolutismo monárquico no fueron las únicas existentes en este período,
aunque fueran las predominantes y las que acabaron imponiéndose. Frente a ellas, se
alzó la feroz oposición de aquellos autores que, desde posiciones diferentes, defendieron
la existencia de unos límites al ejercicio del poder del monarca y el derecho de
resistencia del pueblo en el caso de una extralimitación de aquél. Un grupo de estos
autores fue el de los monarcómanos, así denominados por defender este derecho de
resistencia popular. La obra más representativa de este grupo es la que lleva por título
Vindiciae contra Tyrannos (1579), atribuida a la colaboración entre Hubert Languet y
Philippe du Plessis-Mornay. Según las Vindiciae, el pueblo, a través de sus
representantes, puede dar muerte al tirano, es decir, al que ejercita injustamente tanto
el poder temporal como el espiritual. Además de los monarcómanos hubo otros
escritores, pertenecientes a la Compañía de Jesús, que también defendieron la
existencia de límites al absolutismo monárquico, aunque de una forma más moderada
que aquellos. Sin embargo, una excepción es el jesuita Juan de Mariana, quien sostuvo
el derecho del pueblo a ejecutar al monarca injusto si éste, después de advertido por
una asamblea, persistiera en su injusticia.
3. La reforma protestante
3.1. Causas de la reforma
La reforma protestante, que constituye la mayor crisis religiosa sufrida por la Iglesia
Católica, no fue un acontecimiento surgido de la nada, es decir, sin conexión alguna con
el pasado. Por el contrario, fue el fruto de diferentes causas, que la propiciaron y
aseguraron su éxito. Entre ellas, y sin ánimo exhaustivo, cabe señalar las siguientes.
A comienzos del siglo XIV fue elegido Papa Clemente V, de nacionalidad francesa, quien
fijó en 1309 su residencia en Avignon, bajo la presión de Felipe el Hermoso. Este hecho
dio lugar al denominado destierro de Avignon, que se prolongó durante un período de
setenta años (1309-1378). La estancia en Avignon, durante la cual hubo siete papas,
todos franceses, supuso una gran pérdida de prestigio para el papado. En primer lugar,
el universalismo del oficio papal decreció en la opinión general, debido a la evidencia de
que los pontífices servían primordialmente a los intereses franceses. Además, el
destierro de Avignon afectó a la organización de la Iglesia Católica, siendo la raíz del
cisma de occidente.
En efecto, después de la muerte de Gregorio XI, el último de los papas de Avignon, fue
elegido en 1378 Urbano VI, quien trasladó de nuevo a Roma la sede pontificia. Sin
embargo, los cardenales franceses, descontentos con esta situación, eligieron un nuevo
Papa, Clemente VII, el cual inmediatamente fijó su sede en Avignon. Debido a ello,
hubo dos papas que se disputaban la legitimidad de su cargo, con el consiguiente
desconcierto y escándalo para la cristiandad, y esta situación se prolongó con sus
sucesores durante treinta años. Para solucionar el problema se convocó el Concilio de
Pisa, que en 1409 eligió un nuevo Papa, Alejandro V. Sin embargo, lejos de resolverse,
el problema empeoró porque ninguno de los dos pontífices existentes quiso renunciar a
su cargo. Por ello, el mundo católico contempló asombrado la coincidencia de tres
papas, que se consideraban cada uno de ellos el único legítimo y condenaban a los
restantes. El conflicto se resolvió finalmente con el Concilio de Constanza, que eligió en
1417 a Martín V, el cual fue aceptado por toda la cristiandad. No obstante, a pesar de
su feliz solución, el cisma de occidente inflingió una profunda herida al respeto que el
pontificado tradicionalmente tenía entre los fieles. Además, fue la causa de las doctrinas
conciliaristas y del nacimiento de diversas herejías.
El papado de Avignon fue desde sus inicios objeto de duras críticas, motivadas por su
vida lujosa y la venalidad en la provisión de los cargos eclesiásticos. Críticas que se
agudizaron respecto de los papas del renacimiento, los cuales, y especialmente
Alejandro VI (1492-1503), estuvieron más preocupados por la política, los placeres y el
nepotismo que por su oficio pastoral.
Por otra parte, los altos cargos eclesiásticos estaban ocupados por la nobleza, que los
consideraba como un simple medio para poder llevar una vida cómoda, sin mostrar
interés por sus deberes religiosos. Para el desempeño efectivo de estos cargos los
titulares contrataban a sacerdotes mal pagados y muchas veces sin vocación ni
preparación suficientes, con lo que se formó -como pone de relieve Lortz- una especie
de proletariado eclesiástico entre el bajo clero, que llevaba una vida poco ejemplar. La
situación de las órdenes religiosas no era mejor, porque a ellas iban a parar muchas
personas sin vocación, con el único deseo de tener una vida sin mayores obligaciones.
Este deterioro general repercutía en las masas populares e hizo que entre las mismas se
fuera gestando un descontento y un odio cada vez mayores contra el clero y contra
Roma, que desempeñó un papel fundamental en el triunfo de la reforma.
Entre las causas políticas de la reforma tiene especial importancia el nacimiento de los
nacionalismos religiosos, consecuencia directa del cisma de occidente y de las
doctrinas conciliaristas. En efecto, la crisis del pontificado que suponen estos
acontecimientos es aprovechada por los monarcas, los cuales, con el pretexto de
solucionar la situación existente, regulan las cuestiones eclesiásticas en sus respectivos
países. Con ello, por una parte, se produce un incremento del absolutismo regio y, por
otra, se crean unas iglesias de acuerdo con las peculiaridades propias de cada país, que,
aunque teóricamente dependen de Roma, en la práctica son controladas por el estado.
Además de las políticas, hubo también causas económicas de la reforma. Entre ellas
estaba la presión fiscal ejercida por Roma sobre otros países con diversos motivos,
como la construcción de la nueva basílica de San Pedro y especialmente con ocasión de
la provisión de los cargos eclesiásticos. Esta fuga de dinero a Roma a expensas de otros
países, sobre todo de Alemania, fue la causa de un profundo resentimiento contra el
pontificado y propició un clima adecuado para la reforma.
Todas las diferentes causas, que hemos examinado, dieron lugar a una gran
disconformidad con la situación existente en la Iglesia Católica y a la urgente necesidad
de realizar una reforma radical en la misma. Finalmente, a este conjunto de causas hay
que añadir, aunque es una cuestión discutida, la personalidad de Lutero, cuya energía
fue decisiva para el triunfo de la reforma.
3.2. La doctrina de los reformadores
Desde el punto de vista de las relaciones entre la iglesia y el estado, la doctrina luterana
comporta dos consecuencias de decisiva importancia. En efecto, una vez definida la
naturaleza de esta iglesia espiritual y desencarnada, hubo de enfrentarse Lutero con el
problema de la regulación de los ineludibles aspectos externos que presenta toda
comunidad religiosa. Para la doctrina luterana esta regulación es competencia del poder
estatal al cual le corresponde actuar sobre las conductas de los hombres, pero no sobre
sus almas. Los príncipes quedan así constituidos en autoridades no sólo temporales sino
espirituales, en cuanto cabezas de estas nuevas iglesias que existen en sus territorios.
La consecuencia de esto es un mayor robustecimiento del poder estatal. Ahora bien,
una vez encomendada dicha regulación al poder estatal, y asegurado con ello el triunfo
de la reforma en Alemania, Lutero se ve en la precisión de llevar esta doctrina hasta sus
últimos extremos, de los que se deduce una segunda consecuencia lógica. El poder
estatal debe ser absolutamente obedecido porque ese el tutor de la iglesia visible, la
cual encarna de una manera imperfecta la verdadera iglesia, que es la invisible. De
acuerdo con esta doctrina, Lutero niega a los súbditos el derecho de resistencia contra
el estado. No obstante, a causa de las circunstancias políticas, se verá obligado a
reconocer este derecho a los príncipes respecto del emperador.
Además de Lutero, es preciso citar a otros dos reformadores. Zwinglio y Calvino, que
fundaron iglesias distintas de las luteranas.
Ulrico Zwinglio (1484-1531), que llevó a cabo su reforma en Suiza, adoptó una postura
más radical en el plano religioso que la de Lutero. No sólo negó la autoridad del Papa y
la presencia real de Cristo en el sacramento de la eucaristía, sino que además prohibió
las imágenes y la misa tradicional. En la ciudad de Zurich instauró un espiritualismo
totalitario en el que el estado está al servicio de la iglesia, porque representa a la
comunidad de los fieles. Desde el punto de vista político, Zwinglio justifica la autoridad
del estado por la necesidad de proteger a los más débiles y, a diferencia de Lutero,
reconoce el derecho de resistencia contra los abusos del poder estatal. Sin embargo, la
destitución de la autoridad no corresponde a los particulares, sino a la mayoría de los
súbditos.
Especial importancia para el desarrollo del protestantismo tuvo Juan Calvino (1509-
1564), el cual elaboró su doctrina partiendo de la premisa luterana de la salvación por
la fe, pero acentuó el valor de la predestinación. Para él, Dios predestina a algunos al
cielo, según su voluntad inescrutable. Sin embargo, de ello no deduce una actitud
resignada, sino la necesidad de llevar una vida laboriosa y de rigor moral. En primer
lugar, porque los predestinados están llamados a transformar el mundo, que es un
instrumento de santificación. En segundo lugar, porque mediante este tipo de vida se
puede encontrar la prosperidad material, que es un signo de la predestinación. En
Ginebra, Calvino puso en práctica sus ideas instaurando una dictadura religiosa,
mediante la creación de una iglesia basada en el corporativismo a la que se encuentra
totalmente subordinado el poder estatal. El control de la sociedad corresponde a un
consistorio, integrado por predicadores y ancianos, que tiene la misión de velar por la
disciplina eclesiástica mediante la vigilancia de la vida pública y privada. Calvino, que
prefiere como fórmula de gobierno una forma aristocrático-republicana, rechaza como
Lutero el derecho de resistencia contra el poder.
El emperador Carlos V intentó, sin éxito, lograr una conciliación entre los católicos y los
miembros de las distintas iglesias reformadas, primero en la Dieta de Spira (1529) y
luego en la de Augsburgo (1530). En esta última, los protestantes presentaron un
escrito, la Confessio Augustana, donde fijaron los puntos básicos de su doctrina.
Después de estos intentos frustrados, los príncipes protestantes, ante la amenaza de
una guerra contra el emperador, se unieron mediante la Liga de Smalcalda (1530) y se
aliaron con el rey de Francia, Francisco I. En la guerra, que se inició en 1547, Carlos V
obtuvo la importante victoria de Mühlberg (1547), pero tras diversas vicisitudes se vio
obligado a aceptar la Paz de Augsburgo de 1555. En ella se reconocía el principio cuius
regio, eius religio, es decir, el derecho de cada príncipe de elegir la religión de su
preferencia, la cual deberían también adoptar sus súbditos. La Paz de Augsburgo vino
por tanto a sancionar la situación de hecho constituida por la división de Alemania en
territorios católicos y luteranos, lo que supuso un gran éxito para los príncipes
protestantes.
En el aspecto político, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) fue el último gran
conflicto que enfrentó en Alemania a los defensores del orden tradicional y de los
ideales de la reforma católica -las Casas de Austria española y alemana- con los
partidarios de un orden moderno basado en un conjunto de estados independientes y
soberanos- los estados protestantes del norte de Europa aliados con Francia. La Paz de
Westfalia (1648) puso fin al conflicto y estableció las bases de un nuevo orden político y
religiosos en Europa, que duraría con leves variaciones hasta la Revolución Francesa.
Políticamente, la Paz de Westfalia supuso la división de Europa en una serie de estados
independientes, absolutistas y confesionales, católicos o protestantes, basados no en un
orden jerárquico -el Papa y el emperador- sino en vínculos políticos y económicos
mediante un orden racionalista. En el aspecto religioso, Westfalia sancionó el principio
cuius regio, eius religio, que ya había sido establecido por la Paz de Augsburgo.
4.2. El regalismo
En segundo lugar, el regalismo recibe un fuerte apoyo de la doctrina del derecho divino
de los reyes. Esta doctrina, que ya resultaba anacrónica en la época de su nacimiento,
fue formulada principalmente por el rey Jacobo I de Inglaterra a finales del siglo XVI.
Según esta concepción doctrinal el poder del rey es sagrado, porque lo recibe
directamente de Dios sin ninguna intervención del pueblo. Por ello, debe ser obedecido
incondicionalmente y no pude ser juzgado por ningún tribunal humano, sino sólo por la
divinidad. El último defensor de esta doctrina fue el francés Bossuet (1627-1704), quien
insistió en el carácter sagrado de la autoridad real, puesto que el monarca es el
lugarteniente de Dios en la tierra. La doctrina del derecho divino de los reyes conducía a
un despotismo total y, lógicamente, a un control por el monarca de todos los asuntos,
temporales y eclesiásticos, de su reino.
Sobre las mencionadas bases doctrinales, se defenderá que los reyes de las monarquías
católicas son titulares por derecho divino de unos iura circa sacra, que básicamente
son lo siguientes. El ius advocatiae, es decir, el derecho que correspondía al soberano
para vigilar la pureza de la fe contra la herejía o el cisma. El ius supremae
inspectionis, por el que el monarca controlaba las actividades externas de la iglesia. El
ius patronatum, mediante el cual el rey intervenía en el nombramiento de los cargos
eclesiásticos, bien proponiendo a un candidato o vetando al propuesto por la autoridad
eclesiástica. El placet o execuatur, que suponía un derecho de control sobre los
documentos eclesiásticos. El ius appellationis, que consistía en el derecho de los
tribunales civiles a conocer los recursos contra las sentencias y las decisiones de la
autoridad eclesiástica, que el ciudadano consideraba lesivas para sus derechos. El ius
dominii eminentis, que otorgaba al soberano el derecho de imponer impuestos sobre
los bienes eclesiásticos y el de amortizarlos, es decir, expropiarlos y venderlos.
Mediante estos pretendidos derechos, las monarquías de los estados que seguidamente
examinaremos, sin dejar de proclamarse católicas, ejercieron durante los siglos XVII y
XVIII un férreo control sobre la iglesia, que en algunos momentos condujo a una
ruptura de relaciones con la Santa Sede y a una situación cercana al cisma.
La obsesión de controlar la iglesia hasta en sus más mínimos detalles, manifestada por
el emperador José II de Austria durante su reinado (1780-1790), es la razón del
nombre de josefinismo con el que se conoce el regalismo desarrollado en este país.
José II consideraba a la iglesia como un departamento de la administración estatal. Por
ello, además de utilizar intensamente algunos instrumentos regalistas -el placet y el
ius dominii eminentis- llevó a cabo una detallada regulación de las actividades
eclesiásticas, llegando incluso a establecer la duración de los sermones y el número de
los altares de las iglesias. La intervención de Pío VI, que visitó al emperador en Viena,
consiguió evitar que Austria se separase de la Iglesia Católica.
Las prácticas regalistas continuaron durante el siglo XIX mediante la utilización de los
instrumentos tradicionales. La situación cobró un nuevo matiz como consecuencia de las
desamortizaciones de los bienes eclesiásticos, sobre todo, de la llevada a cabo en 1837
por el ministro Mendizábal. El Concordato de 1851, concluido entre Pío IX e Isabel II
trató de solucionar este problema, reconociendo el hecho consumado de las
desamortizaciones y el derecho de las entidades eclesiásticas a la adquisición y tenencia
de bienes. En cuanto al derecho de patronato, el nuevo concordato lo reconoció en
los términos del de 1753. Este derecho, aunque muy atenuado, fue regulado por última
vez por el Concordato de 1953.
Frente a los teóricos del absolutismo monárquico, los cuales defienden la realidad
ineludible de unos estados nacionales independientes y que se consideran soberanos
incluso en las materia eclesiásticas, y ante el hecho irremediable de la reforma
protestante, que niega cualquier supremacía al Papa sobre la iglesia, los teólogos y
juristas católicos de los siglos XVI y XVII, abandonando las teorías hierocráticas,
construyen las relaciones entre la iglesia y el poder político sobre un nuevo
planteamiento doctrinal. Esta nueva concepción, denominada teoría de la potestad
indirecta, será desarrollada sobre todo por el dominico Francisco de Vitoria (1492-
1546) y los jesuitas Roberto Belarmino (1542-1621) y Francisco Suárez (1548-1617).
Esta teoría, con distintas matizaciones y alcance, será repetida durante los siglos
siguientes por los tratadistas eclesiásticos y se recogerá en algunos documentos del
magisterio pontificio (la encíclica Inmortale Dei, de León XIII; la encíclica
Quadragesimo Anno, de Pío XI). Por esta razón, algunos autores eclesiásticos la
consideraron, hasta el Concilio Vaticano II, como la única verdadera en materia de
relaciones entre la iglesia y el estado.
Una teoría distinta, aunque vinculada con la de la potestad indirecta, es la del poder
directivo, que ha sido defendida en la primera mitad del siglo XX por Ives Congar y
Jacques Maritain, entre otros autores. Esta teoría sustituye el carácter jurídico de la
potestad, ejercida indirectamente por la iglesia sobre el estado, por un poder moral que
recae sobre la conciencia de los ciudadanos católicos.
En la actualidad, y de acuerdo con la doctrina del Concilio Vaticano II, no resulta factible
sostener la existencia en la iglesia de una potestad jurídica sobre el estado, ni siquiera
ejercitada de una manera indirecta. Otra cosa muy distinta es el derecho de la iglesia, al
cual no pude renunciar sin desnaturalizar su misión, a dar su juicio moral, incluso
sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos
fundamentales de la persona o la salvación de las almas (Constitución Gaudium
et spes, n. 76; véase también, el canon 747.2 del Código de derecho canónico).
Este juicio moral, que va dirigido a todos los hombres y a los estados, tiene
evidentemente una especial fuerza vinculante para los católicos.
6. El Estado liberal
6.1. Las revoluciones de finales del siglo XVIII y su incidencia en las relaciones
entre la iglesia y el estado
Estas revoluciones son el resultado final de diversos factores, que fueron acumulándose
principalmente a lo largo del siglo XVIII. Entre ellos, son comunes a todos los
movimientos revolucionarios las ideas de la Ilustración y la conciencia política de la
burguesía que, teniendo una gran influencia económica, quiere también participar en el
poder. En el caso de la independencia norteamericana hay que añadir a estos factores,
como causa inmediata, la presión fiscal ejercida por Inglaterra sobre sus colonias
ultramarinas. En la Revolución francesa tienen una incidencia específica la
independencia norteamericana y la crisis financiera del estado francés. Por último,
además de los factores comunes mencionados, en el movimiento independentista de las
colonias españolas influyen decisivamente las revoluciones norteamericana y francesa.
En materia política, los Ilustrados franceses recibieron sobre todo la influencia de Locke.
Voltaire es el divulgador de la obra de Locke en Francia y Montesquieu (1789-1855)
construyó bajo la influencia de este autor su teoría de la división de poderes. Las ideas
políticas básicas de Locke -la existencia en el hombre de unos derechos naturales
inalienables y la división de poderes del estado- inspiraron, en parte gracias a su
recepción por los autores franceses, el constitucionalismo norteamericano y francés.
Junto a la influencia de Locke, es preciso mencionar la de Rousseau. Su idea de la
soberanía popular será recogida por la Revolución francesa, que la transformará en la
soberanía nacional. Además, su teoría del contrato social, a través del cual el Estado de
derecho devuelve y garantiza a los individuos sus derechos naturales transformados en
civiles, dejó su huella en las declaraciones de derechos del hombre y del ciudadano.
La Revolución francesa adoptó una actitud muy diferente hacia la religión. La causa de
ello fue básicamente que en Francia, a diferencia de los Estados Unidos donde existía un
pluralismo confesional y el deseo de superar la intolerancia religiosa europea, había una
Iglesia Católica mayoritaria. Ésta, debido a los privilegios políticos y económicos que
poseía, era considerada junto con la monarquía responsable de la corrupción y de las
desigualdades provenientes del Antiguo Régimen y mirada con recelo como un potencial
enemigo de la revolución. A ello se unía el anticlericalismo de determinados sectores
intelectuales y burgueses formados en las ideas de la Ilustración. Todo ello hizo que los
revolucionarios trataran de suprimir el peligro que veían en la iglesia, sometiendo a ésta
a una legislación cada vez más restrictiva y dirigida, en último término, a sustituir la
religión por una doctrina deísta.
Después de este intento de crear una iglesia nacional, los revolucionarios trataron de
implantar un deísmo que sustituyera las creencias religiosas por una religión civil. En
efecto, durante la Convención (1792-1795), período en el que se proclamó la república
(1792) y se ejecutó a Luis XVI (1793), se llevó a cabo una política tendente a borrar la
historia cristiana de Francia. Así, se suprimió el calendario gregoriano, que fue
sustituido por el revolucionario. En la dictadura de Robespierre, época conocida como el
Terror (1793-1794), esta política se intensificó, instaurándose el culto a la Diosa
Razón y al Ser Supremo. Sin embargo, los esfuerzos por implantar este deísmo no
consiguieron su propósito y tras la caída y ejecución de Robespierre (1794) se adoptó
una actitud más tolerante hacia la religión, que culminó en 1795 con el reconocimiento
de la libertad de cultos, aunque con restricciones, y el establecimiento de la separación
entre la iglesia y el estado. No obstante, durante el Directorio (1795-1799) todavía se
hicieron intentos para implantar algunos cultos deístas oficiales, como el de la
teofilantropía en 1796 o el del decadario en 1798.
A toda esta política legislativa, es preciso añadir las sucesivas persecuciones que
sufrieron los miembros del clero católico. En 1792 muchos de los sacerdotes
refractarios fueron deportados y trescientos de ellos, que estaban prisioneros en París,
asesinados. Durante el Terror se intensificaron las deportaciones y un gran número de
católicos -clérigos y laicos- fueron ejecutados. Por último, entre 1797 y 1799, con
motivo de la guerra promovida por el Directorio contra los Estados Pontificios, hubo otra
violenta persecución. Además, Pío VI fue hecho prisionero y trasladado a la ciudad
francesa de Valence, donde murió en 1799.
Este estado de cosas cambió con la elección de Napoleón Bonaparte como Primer Cónsul
el 18 Brumario (10 de noviembre de 1799). Napoleón no era un contrarrevolucionario.
Por el contrario, aunque su aspiración era la de restaurar el orden en Francia, quería
hacerlo sin renunciar a los logros de la revolución. Por otra parte, no era un ideólogo
sino un hombre práctico, que consideraba a la religión como uno de los soportes del
orden social. Por ello, era consciente de la imposibilidad de gobernar un país dividido
por una crisis religiosa.
Sobre estas bases se propuso poner fin al problema religioso en Francia, lo cual también
deseaba el nuevo Papa Pío VII. La solución llegó mediante la firma del Concordato de 17
de julio de 1801. El Concordato abordó tres cuestiones básicas, que zanjó mediante
unas soluciones de compromiso. En primer lugar, no declaraba la confesionalidad del
estado, pero afirmaba que la religión católica era la de la mayoría de los franceses. Esta
afirmación era una fórmula intermedia entre la separación de la iglesia y el estado -de
acuerdo con los principios revolucionarios- y la confesionalidad propia del Antiguo
Régimen. En segundo lugar, reconocía el hecho consumado de la nacionalización de los
bienes eclesiásticos, que había llevado a cabo la revolución. No obstante, como
compensación por este hecho, el estado se comprometía a hacerse cargo de la
manutención del clero católico. Finalmente, el Concordato puso fin al cisma ocasionado
por la coexistencia de dos clases de obispos -los que habían jurado la Constitución
civil del clero y los que no habían prestado el juramento -mediante la invitación a
todos ellos de renunciar a su cargo. Los futuros obispos serían nombrados por el Primer
Cónsul e instituidos por la Santa Sede. Ello satisfacía las pretensiones de Napoleón de
controlar a la jerarquía, pero al mismo tiempo dejaba a salvo el derecho privativo de la
iglesia de conferir el oficio episcopal.
En relación con el concordato, es preciso sin embargo tener en cuenta que Napoleón de
forma unilateral hizo aprobar, junto con aquél, los denominados 77 artículos
orgánicos. Estos artículos restringían enormemente las disposiciones concordatarias,
porque en realidad establecían una iglesia nacional inspirada en los Artículos
Orgánicos de 1682. A pesar de ello, la Iglesia Católica pudo reorganizarse en Francia,
tras la crisis revolucionaria, y el Concordato napoleónico tuvo un siglo de vigencia.
La separación fue pacífica y beneficiosa para las distintas confesiones en los Estados
Unidos, en razón de las circunstancias sociales existentes en este país. Como ya vimos,
en él no había una iglesia mayoritaria sino un pluralismo confesional. No se planteaba
por tanto el problema de desmontar el poder económico de la Iglesia Católica para así
destruir su influencia política, sino la necesidad de construir un sistema jurídico fundado
en la libertad religiosa y dirigido a evitar la reproducción de las persecuciones europeas
por razón de religión, que tan amargos recuerdos habían dejado entre los primeros
colonos llegados a Norteamérica.
En relación con la Primera enmienda, es preciso hacer notar en primer lugar que la
separación institucional no impide la relación armónica entre la organización social y las
confesiones. Éstas, a través de fórmulas asociativas de derecho común como el Trust o
la Corporation sole, desempeñan con la ayuda económica estatal un amplio espectro
de actividades sociales en el ámbito de la enseñanza, la sanidad, la asistencia social,
etc., que algunos estados europeos tratan celosamente de reservarse. En segundo
lugar, debe precisarse que la libertad religiosa se concibe como el derecho a cumplir las
obligaciones que los hombres tienen con Dios, no amparando las convicciones ateas o
irreligiosas. Ello se refleja en múltiples aspectos de la vida social y política, en los que
ahora no podemos entrar, impregnados de profunda religiosidad.
Los años de la Segunda República (1848-1852) fueron positivos para la Iglesia Católica
especialmente en lo referente a la cuestión escolar, porque la Ley Falloux -en la que
influyó Montalembert- reconoció en 1850 la libertad de enseñanza. También el Segundo
Imperio (1852-1870) desarrolló en sus comienzos una política protectora de la Iglesia
Católica que posteriormente, conforme fueron desapareciendo las amenazas
republicanas, fue evolucionando hacia una restricción de las actividades de las órdenes
y congregaciones religiosas. Sin embargo, en sus últimos años el Segundo Imperio
volvió a proteger a la Iglesia Católica, porque consideraba que ésta ejercía un
importante influjo moral en la sociedad contra la oposición republicana.
El temor a dicho influjo fue la causa principal de que, en el último tercio del siglo XIX, la
Tercera República (1870-1945) iniciase un amplio programa secularizador de la vida
pública que, en última instancia, buscaba la denuncia del Concordato de 1801. La
política secularizadora afectó especialmente a las asociaciones religiosas y a la
enseñanza. Manifestaciones de esta política fueron el establecimiento de la
obligatoriedad de una enseñanza elemental de carácter laico (1882), la aprobación del
divorcio (1884) y la expulsión, entre 1903 y 1904, de unos veinte mil religiosos. En
1904 se prohibió a todos los religiosos el ejercicio de la enseñanza y en el mismo año
Francia rompió sus relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Por último, en 1905 se
aprobó la ley de separación entre la iglesia y el estado. Esta ley derogaba el Concordato
de 1801, suprimía la contribución económica del estado al clero, confiscaba los bienes
eclesiásticos, sometía a la Iglesia Católica al derecho común de asociaciones, y
establecía que el uso de los templos para el ejercicio del culto estaba supeditado a la
concesión de un permiso por la autoridad gubernativa. La ley de separación motivó una
enérgica protesta por parte del Papa Pío X en la encíclica Vehementer nos (1906).
En los estados europeos en los que existía un predominio o una mayoría protestante la
influencia de las doctrinas separatistas fue indirecta. En efecto, en estos estados carecía
de sentido restringir las actividades de unas iglesias en las que el poder político formaba
parte -aunque fuera de una manera más bien simbólica- de su organización, y cuyo
carácter nacional contribuía a configurar la estructura estatal. Por ello, el separatismo
liberal tuvo como consecuencia en estos estados la mejora de la condición de los
católicos y la de los miembros de otras confesiones, al extenderse paulatinamente a
ellos las libertades de las que disfrutaban los ciudadanos pertenecientes a la iglesia
estatal. Así, Gran Bretaña reconoció en 1829 la libertad religiosa a los católicos (Ley de
emancipación católica) y en 1830 a los judíos. Asimismo, en Noruega (1842) y en
Dinamarca (1849) se reconocieron a los miembros de otras confesiones los mismos
derechos que tenían los pertenecientes a la Iglesia Luterana. Por su parte, Prusia
reconoció la igualdad a los católicos en la Constitución de 1850 y el código civil
configuró a las iglesias mayoritarias -Luterana, Reformada y Católica- como
corporaciones de derecho público, con un régimen jurídico específico y privilegiado
respecto del de otras confesiones de menor implantación social.
Una excepción a esta situación imperante en los estados protestantes fue Alemania. En
este país -tras la unificación nacional, realizada bajo la dirección de Prusia, que culminó
en la constitución del Segundo Reich en 1871 -el canciller Bismarck (1815-1898) llevó a
cabo en el último tercio del siglo XIX una violenta campaña contra la Iglesia Católica.
Las causas de esta campaña, que recibió el nombre de Kulturkampf (lucha por la
cultura) fueron diversas. Entre ellas, cabe señalar la proclamación por el Concilio
Vaticano I del dogma de la infalibilidad pontificia, que para algunos protestantes y
católicos (los viejos católicos, que no aceptaron el dogma) conllevaba la falta de
libertad política de los católicos, en razón de su obediencia al Papa, y les hacía
sospechosos de deslealtad hacia el estado. En segundo lugar, la formación de un partido
católico, el Partido del Centro, favorable a la restauración de los Estados Pontificios y
al que Bismarck consideraba enemigo del Reich. Finalmente, pueden señalarse las
tendencias antiprusianas de algunos miembros del clero católico.
Todo ello movió a Bismarck a poner en marcha una política que, con el pretexto de
liberar a los católicos de la esclavitud intelectual del Papa, perseguía un completo
control de la Iglesia Católica por el estado. En ejecución de dicha política se
promulgaron diversas leyes por las que se prohibió criticar a las autoridades estatales
en los sermones (1871), se excluyó de la enseñanza a los religiosos (1872) y se expulsó
a los jesuitas (1872). Posteriormente, se recrudeció la campaña antieclesiástica con
nuevas medidas -las denominadas leyes de mayo- que restringían aún más las
libertades de la Iglesia Católica. Se dispuso que el nombramiento de los cargos
eclesiásticos estaba subordinado a haber realizado estudios en una universidad alemana
y a su aprobación por las autoridades estatales (1873). Se estableció que los
eclesiásticos, que habían sido destituidos de su cargo por el estado y seguían
ejerciéndolo, podían ser desterrados e incluso expulsados del país (1874). Asimismo, se
decretó la expulsión de todas las órdenes y congregaciones religiosas, excepto las
dedicadas a asistencia hospitalaria (1875).
Las protestas, realizadas por Pío IX en 1875, contra todas estas disposiciones motivaron
la ruptura de las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Sin embargo, las medidas
adoptadas por el gobierno fueron ineficaces, porque los católicos se unieron y siguieron
votando al Partido del Centro, que incrementó su representación parlamentaria. Esta
circunstancia -junto con la ruptura de la alianza entre liberales y nacionalistas, que
apoyaban a Bismarck, y la aparición de los socialistas como nueva fuerza política hostil
al canciller- hizo que se suavizase la legislación restrictiva entre 1878 y 1879. Además,
el nuevo pontífice León XIII se mostró favorable a una reconciliación y las relaciones
diplomáticas se restablecieron en 1882. Finalmente, entre 1886 y 1887, las leyes de
mayo fueron modificadas, aunque a los jesuitas no se les permitió volver a Alemania
hasta 1917.
Por su parte, León XIII manifestó que el principio liberal, según el cual la autoridad
estatal se basa solamente en la voluntad del pueblo, olvida que todo poder, incluso el
político, proviene de Dios (encíclica Inmortale Dei, de 1885, n. 10; encíclica Libertas
de 1888, n. 12). El mismo pontífice señaló que es un error absurdo afirmar la necesidad
de la separación entre la iglesia y el estado (encíclica Inmortale Dei, n. 15; encíclica
Libertas, n. 14). Por ello, los católicos, afirma el Papa, no deberán admitir ni promover
esta separación (encíclica An millieu des sollicitudes, de 1892, n. 40). Insistiendo
sobre este punto, León XIII puso de relieve que el sistema norteamericano de
separación no es el modelo ideal de relaciones entre la iglesia y el estado, porque la
prosperidad de la Iglesia Católica en los Estados Unidos se debe no tanto a dicho
sistema como a la fecundidad de ésta, que la hace florecer cuando no encuentra
impedimentos. Pero, añade el Papa, resulta evidente que la iglesia dará mayores frutos
si además goza de la protección del estado (encíclica Longiqua oceani, de 1895, n. 6).
Finalmente, ya hicimos notar como Pío X protestó contra la ley francesa de separación
de 1905. Este Papa reiteró, siguiendo la doctrina de sus antecesores, que la teoría de la
separación entre la iglesia y el estado es absolutamente falsa y sumamente nociva
(encíclica Vehementer nos, n. 2).
Fecha de actualización
01/10/2010
1. Los totalitarismos
En 1924 le sucedió Stalin quien siguió con esta política aniquiladora de las libertades
individuales y de lo religioso, negando toda apelación a la trascendencia. La primera
Constitución rusa de 31 de enero de 1924 y la posterior Constitución de la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) de 5 de diciembre de 1936 separaban,
consecuentemente a tales teorías, la Iglesia del Estado. Así, dice, se garantizan las
libertades de conciencia del ciudadano; la actividad de la Iglesia queda limitada a las
ceremonias litúrgicas y a la actividad sacramental, aunque en la práctica, tales
actividades quedaban seriamente entorpecidas.
Cualquier opción religiosa del individuo o de las confesiones religiosas está prohibida en
tanto representa un obstáculo para el desarrollo del ateismo científico.
El Papa dice que es algo más que un sistema económico porque se va convirtiendo en
una forma de entender la vida, impregnando los espíritus y las costumbres. Mantiene
una actitud tajante contra él, calificándolo de opuesto al cristianismo, dado que aquél
ignora el fin trascendente del hombre y de la sociedad y pretende que la sociedad
humana ha sido instituida exclusivamente para el bien terreno. También lo critica
porque subordina la persona a la sociedad y las necesidades de producir, ya que ante
las exigencias de la más eficaz producción de bienes, han de permitirse y aún inmolarse
los más elevados bienes del hombre, sin excluir ni siquiera la libertad.
Tras acabar la primera Guerra mundial, Italia conoce en un periodo corto de tiempo
cinco gobiernos entre 1919 y 1922 que no supieron corregir la desastrosa situación
económica y social por la que atravesaba el país.
Con la intención de poner fin a esta situación nace el fascismo de la mano de Benito
Mussolini quien proponía la conquista del poder con un programa de transformación del
Estado y la lucha contra los partidos de extrema izquierda. Su famosa frase “todo en el
Estado, nada fuera del Estado” es una muestra de su pensamiento. El fascismo
constituyó una forma de gobierno totalitario vigente en Italia hasta que en 1945
finalizara la Segunda Guerra Mundial.
El Estado que él proponía era diferente al liberal. Los problemas de hambre y pobreza
se agrandaban, la falta de trabajo, la emigración, el analfabetismo y las epidemias
encontraron soluciones en la propuesta fascista de Mussolini en la Carta del Lavoro, con
30 puntos en los que armonizaba las fuerzas del trabajo con las del capital en nombre
de los intereses de la nación. Para salir de tales miserias proponía ser abanderado del
orgullo nacional, el valor de la nación y el papel de Italia en el mundo. Pero para
conseguir esto era necesario el monopolio en la educación y la juventud.
El fascismo fue un movimiento pragmático, con escasa carga doctrinal, más moderado
en sus comportamientos ante lo religioso. Aunque personalmente agnóstico, Mussolini
trató de atraerse a las masas católicas utilizando el común denominador con la Iglesia
de su enfrentamiento al liberalismo y el comunismo y por la coincidencia terminológica
de su doctrina corporativista en materia de relaciones laborales con planteamientos de
la doctrina social de la Iglesia del momento. Cuando el régimen, acercándose al
nazismo, hizo una campaña antisemita, la Iglesia se enfrentó a él.
El fascismo, que había nacido como régimen anticlerical y antirreligioso, acabó firmando
los Pactos de Letrán, el 11 de febrero de 1929, que ponen fin a 58 años de fricciones
entre la Iglesia y el estado italiano en la llamada “cuestión romana”. Pero después de la
firma de estos Pactos las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado italiano
empeoraron.
Pío XI, en la encíclica Quadragessimo anno de 15 de mayo de 1931, daba una respuesta
global a los problemas planteados por los regímenes totalitarios y el fascismo en
particular, analizando este sistema recientemente implantado en Italia. La libertad de
las conciencias frente a la coacción estatal, o lo que es lo mismo, la coacción sufrida por
las organizaciones católicas por parte de Mussolini y su fascismo se reivindica en la
Encíclica “Non abbiamo bisogno” de 29 de junio de 1931. El Papa se duele de la
persecución hacia su “Acción católica”, denunciando al régimen fascista de haber
aumentado su prestigio gracias a las relaciones con la Santa Sede.
Por otra parte, la minoría israelita estuvo regulada por una legislación racista unilateral
del Estado.
En 1935 comienza la persecución nazi contra la Iglesia y después contra los judíos.
Entre 1933 y 1936 la Santa sede dirige 34 notas oficiales en las que se denunciaba el
totalitarismo nazi. A partir de 1935, la bandera con la cruz gamada sustituye a la de la
República de Weimar. Al mismo tiempo se llevaba una implacable política dirigida al
reclutamiento de la juventud en las filas del nacionalsocialismo. Pese a la reciente firma
del Concordato con la Santa Sede, la educación pasaba a ser materia absolutamente
dirigida por el aparato del poder. La Iglesia recordaba su arrebatado derecho a educar
bajo las directrices de la jerarquía eclesiástica. Reclamaba para las asociaciones de
juventud católicas que fueran respetadas en el marco de sus actuaciones, incluso que
pudieran utilizar sus insignias y distintivos. Los católicos, junto a los protestantes, son
objeto de graves persecuciones por parte de la política nazi y totalitaria alemana
llegándose a crear un frente común de católicos y protestantes unidos por la conciencia
cristiana.
Uno de los documentos más importantes de Pío XI en los que denuncia la situación en la
que el nazismo había dejado a la Iglesia Católica en Alemania lo constituye la Encíclica
“Mit brennender Sorge”, de 14 de marzo de 1937. Defiende la libertad de la Iglesia para
ejercer su misión y concretamente para interpretar el derecho natural frente injerencias
del poder temporal. Desde 1930 la Iglesia alemana había mostrado sus reservas frente
al nacionalsocialismo, acusado de neopaganismo. Tres años después los Obispos
alemanes reunidos en Fulda se pronuncian sobre los peligros de este nacionalsocialismo,
sus excesos, la absolutización de los principios de sangre y raza.
A penas cinco días después, Pío XI publica una segunda encíclica con el título “Divini
Redemtoris”, de 19 de marzo de 1937, en la que condena el comunismo ateo, critica el
ateismo, el materialismo, el colectivismo y la idea de familia y sociedad del comunismo,
porque todos ellos son incompatibles con el cristianismo. Tiene alcance más amplio que
la anterior, ya que defiende la civilización cristiana, la occidental, en la medida que ha
sido construida sobre los fundamentos del cristianismo y que la ideología comunista
tiende a derrumbar. El Papa reitera posiciones de pontífices anteriores contra el
comunismo, pero ahora advierte que el peligro se está agravando. Incluso hace una
alusión a España, describiendo los horrores que sufrió la Iglesia en plena guerra civil.
Pío XI estaba preparando una nueva alocución “Nella luce” donde dejaba clara la
incompatibilidad de la Iglesia con la ideología fascista cuando murió en el año 1939.
El estudio de las relaciones entre el poder político y religión se cierra con la referencia al
proceso de positivización del derecho fundamental de libertad religiosa.
Por otra parte, en esta nueva visión política del factor religioso, hay que tener en cuenta
la gran relevancia que tuvo la consolidación del sistema político democrático, cuyo
principio inspirador consiste en el reconocimiento del pluralismo en todos los ámbitos:
político, social, religioso, cultural, etc. Desde esta concepción la diversidad religiosa e
ideológica, deja de ser tolerada, de ser considerada como un mal que hay que soportar
para evitar conflictos mayores, y pasa a convertirse en un valor. El hecho religioso y la
pluralidad de creencias son asumidas por el Estado democrático, ya sea confesional o
laico, como hechos sociales que merecen protección. En este contexto es evidente que
el contenido del derecho de libertad religiosa se enriquece; si el hecho religioso es un
hecho social más, el Estado ha de regularlo teniendo en cuenta, además, que deriva del
ejercicio de un derecho fundamental.
Finalmente, si consideramos los valores que el sistema político democrático asume del
denominado estado social (acción promocional de los poderes públicos para que los
derechos sean reales y efectivos) nos encontramos con un derecho de libertad religiosa
muy diferente en su contenido, al que se contemplaba en las primeras Constituciones y
Declaraciones de Derechos. Se abandona el carácter marcadamente individualista de
este derecho y se reconoce tanto en su vertiente individual como colectiva. Además,
hay que tener en cuenta que la acción promocional del Estado, respecto de la libertad
religiosa, no sólo se justifica por ser el desarrollo efectivo de un derecho fundamental,
sino también por la evidente función social que realizan las confesiones religiosas.
Finalmente, desde el punto de vista del ejecutivo, se señalan como garantías de los
derechos fundamentales, el principio de separación de poderes y las limitaciones
establecidas legalmente a la administración en el ejercicio de su potestad
reglamentaria.
3.2. Universalización del derecho de libertad religiosa
En primer lugar, el fracaso del sistema de protección de las minorías, derivado del Pacto
de la Liga de Naciones, ya que a partir de entonces en los instrumentos internacionales
se observó la tendencia a señalar sujeto de protección de los derechos y libertades, no a
las comunidades, sino al individuo. A lo que posteriormente se le unirían las graves
violaciones de los derechos fundamentales ocurridas durante la segunda Guerra Mundial
(1939-1945) y el convencimiento de que muchas de esas violaciones pudieron haberse
evitado de existir un sistema de protección efectivo de los derechos humanos.
La causa de la protección de los derechos humanos fue presentada en el año 1941 por
F.D. Roosvelt en su famoso discurso sobre “las cuatro libertades” en las que debía
basarse el mundo: libertad de expresión, de religión, liberación de las necesidades
básicas y del miedo. Esta visión de Roosvelt inspiró a las naciones que lucharon contra
el Eje durante la Segunda Guerra Mundial y que luego formaría la organización de
Naciones Unidas. No obstante, el primer proyecto de estatutos de esta nueva
organización guardó silencio sobre el tema de los derechos humanos. No fue hasta la
conferencia de San Francisco, cuando se incluyeron por primera vez, en la Carta de la
ONU unas escuetas referencias a los mismos.
No obstante, como señala Peces Barba, la humanización del orden internacional fue más
lenta de lo que cabía desear debido, entre otras cosas, a la división del mundo en dos
bloques antagónicos. El conflicto Este Oeste ralentizó la formación del código
internacional de los derechos humanos.
Hablar del tratamiento jurídico del factor religioso en España es hablar de las relaciones
entre el Estado y la Iglesia, pues la religión como hecho social surge y se desarrolla en
un ámbito de convivencia, sometido a límites de espacio y de tiempo. Las confesiones
religiosas, los grupos religiosos –que el estudiante del moderno Derecho Eclesiástico del
Estado conoce como sujetos colectivos del derecho de libertad religiosa- nacen y viven
dentro de esa forma de organización política que llamamos Estado. El creyente es,
simultánea y necesariamente, ciudadano, ya que la ciudadanía es el vínculo que conecta
al individuo con el Estado y le otorga la plenitud de los derechos civiles y políticos. El
creyente no tiene autonomía existencial para el Estado. Pero hubo un tiempo en la
historia, el tiempo medieval de un mundo sacralizado, cuando el papa ejercía sobre el
emperador la potestad directa –esto es, el poder supremo dentro del orden temporal
ejercido por la propia Iglesia-, en que la condición de ciudadano iba ligada a la de
creyente de la religión oficial, de tal modo que los cristianos tenían derecho exclusivo de
ciudadanía frente a judíos o musulmanes, a quienes se obligaba a vivir en barrios
separados.
Esta es la historia de una separación. “La historia del Estado moderno –ha escrito
JELLINEK- es al mismo tiempo un proceso de continua separación de la esfera estatal de
la religiosa”. Y es también una historia de poder. El griego TUCÍDIDES, un historiador
moderno de hace dos mil quinientos años, dijo que la historia es la historia de la lucha
por el poder. Eso es válido para la guerra del Peloponeso y para la reconquista del islote
de Perejil. La historia enseña que todo poder es un exceso, que el poder lleva en su
propia naturaleza la tendencia a perjudicar. Y que el poder no puede ser contenido por
el poder, sino por la ética. Pero esa es otra historia.
Constantino reconoció a los obispos autoridad para administrar justicia en causas civiles
(episcopalis audientia), jurisdicción que luego hicieron más restringida otros
emperadores. Se concedió inmunidad a los lugares sagrados (derecho de asilo) y
beneficios fiscales al clero.
Los visigodos llegaron a España como consecuencia de la crisis del Imperio romano y
estuvieron en elle tres siglos (del V al VIII). De esta época hay poca información, ya
que la invasión árabe destruyó toda la documentación oficial, siendo los cánones de los
concilios un instrumento especialmente valioso para los investigadores.
Por influjo del arzobispo de Sevilla, san Leandro, el rey visigodo Recaredo se convirtió
del arrianismo al catolicismo en el año 587, sólo diez meses después de haber sucedido
a su padre, Leovigildo, que había sido un perseguidor sistemático de la nueva religión
de su hijo. Su conversión se manifestó pública y solemnemente en el III concilio de
Toledo (6 de mayo de 589), asamblea que se tiene por el origen de la unidad religiosa
de España. La nueva fe del rey fue también abrazada en el mismo acto por la mayoría
de los obispos y nobles arrianos presentes.
Con Recaredo empezó en España la alianza entre el Trono y el Altar. Esa alianza tendrá
su más cumplida versión en los concilios nacionales de Toledo: asambleas mixtas de
obispos y nobles en las que se trataban materias políticas y del dogma y la disciplina
eclesiásticas. Eran convocados por el rey y las sesiones se abrían con la lectura de su
mensaje (tomus regius ), en el que señalaba las cuestiones a debatir, insinuando hasta
las resoluciones que debían adoptarse. En un estudio, ya clásico, sobre la “Significación
histórica del Derecho canónico”, MALDONADO pone a los concilios de Toledo como
ejemplo de aportación de la autoridad eclesiástica para reforzar la eficacia de las
normas civiles. En ellos se trató la legitimidad del poder real, la sucesión de la corona o
el carácter electivo de la monarquía visigoda (los sucesores eran elegidos por los
obispos y los nobles en el concilio). Precisamente en el concilio IV (633), del que fué
protagonista san Isidoro de Sevilla, se recordó el carácter sagrado del juramento de
fidelidad, reiterándose la condición de elegido de Dios que tenía el rey y la inviolabilidad
de su persona. Por la propia naturaleza religiosa de su alta función, el rey se obligaba a
ajustar su conducta a las normas de la ética cristiana, cuyo quebrantamiento podía
justificar su deposición. Rex eris –escribió san Isidoro, apoyándose en un verso de
Horacio- si recte facies, si non facies, non eris (serás rey si obras rectamente y si no
obras rectamente, no serás rey).
Este concepto de la autoridad real desemboca en una dependencia de la autoridad de la
Iglesia y en la intromisión del monarca en asuntos religiosos, debido a las obligaciones
de gobierno que derivaban de la religión de sus súbditos (FERNÁNDEZ ALONSO).
El temor a que los judíos, disidentes de la fe del reino, pudieran quebrar el monolitismo
político y social de base religiosa, alentó una legislación represiva. La herejía era el
delito de mayor gravedad en el sistema teocrático del Antiguo Régimen y la veremos
perseguida con especial dureza en los siglos venideros. El proselitismo judío se castigó
con graves penas, que podían llegar a la ejecución del apóstol y confiscación de todos
sus bienes. Se prohibieron los matrimonios mixtos y el acceso a cargos públicos. El rey
Sisebuto, en 616, dió a los judíos un año para convertirse, con la amenaza de destierro
y pérdida de sus bienes, decisión que fue reprobada por el IV concilio de Toledo. Y en
un intento de acabar definitivamente con ellos, se les abrumó con impuestos,
impidiéndoles comerciar con cristianos.
Después de vencer al ejército visigodo en la batalla del Guadalete, las tropas árabes
invaden España en el año 711. Con la excepción de pequeños enclaves del norte, la
península cayó bajo el dominio musulmán en poco más de tres años. La invasión árabe
fue una campaña religiosa, una guerra santa contra los infieles, de tan triste actualidad
por causa del integrismo islámico.
Durante el emirato –segunda mitad del siglo VIII hasta los primeros años del X-, la
resistencia mozárabe a la islamización provocó una fuerte represalia del poder, con
especial incidencia en Córdoba. Sin embargo, el siglo del califato cordobés que inició
Abderramán III fue un período de convivencia y tolerancia religiosa.
Fué el papa Alejandro II quien transformó esta lucha, que tuvo un ingrediente religioso,
en una cruzada, promoviendo una expedición internacional para reconquistar Barbastro
en 1064 –treinta y dos años antes de la primera de las cruzadas para liberar los Santos
Lugares, que condujo a la conquista de Jerusalén- y concediendo indulgencias a los
expedicionarios mediante la primera bula de cruzada que se conoce (se trata de un
documento pontificio por el que se concedían determinados privilegios y gracias
espirituales a quienes participaban como soldados en una campaña militar contra los
infieles, principalmente contra los musulmanes, o daban dinero para este fin).
Alfonso VI, rey de León y Castilla, toma Toledo en 1085, convierte la mezquita en
catedral y concede privilegios a los mozárabes de la ciudad, que habían ayudado a
recuperarla. Solicitó y obtuvo del papa la restitución del primado a la sede de Toledo,
cuya Iglesia había perdido prerrogativas por la invasión árabe. Fue el punto de partida
de la restauración religiosa.
El avance de los reinos cristianos sobre territorio musulmán dió lugar a una clase social
de signo opuesto a los mozárabes: los mudéjares, musulmanes que conservaban la
religión en los lugares reconquistados, a cambio de impuestos cuantiosos y trato
discriminatorio (obligación de usar signos externos de identificación, limitaciones de
residencia, confinamiento en barrios urbanos llamados morerías y también aljamas,
como los barrios judíos). Durante el reinado de los Reyes Católicos fueron obligados a
bautizarse y de ahí surgió la categoría de los moriscos, expulsados de España a
comienzos del siglo XVII, reinando Felipe III.
Por una bula de 1496, el papa Alejandro VI –un valenciano de apellido italianizado,
Borgia, con el que él y sus descendientes han pasado a la historia como una metáfora
de la iniquidad- concedió a Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón el título de
Reyes Católicos, por sus virtudes personales y la defensa de la unidad religiosa y de los
Estados Pontificios, título que posteriormente quedó vinculado a la monarquía con
carácter honorífico.
Cuando los Reyes Católicos toman el reino de Granada en 1492, culminan la unidad
política de España basada en la unidad religiosa. Para ellos, el catolicismo no era sólo
una fe, sino un elemento de cohesión social. Era una señal de identidad comunitaria,
hasta el punto de que todo disidente era tenido por extraño. La religión se convirtió en
factor político y la intolerancia religiosa fue la manifestación de un hecho político: no
pueden vivir en el mismo territorio los que no profesan la misma fe. Lo temporal y lo
espiritual estaban de tal modo confundidos que el hereje era, al mismo tiempo y por esa
causa, un súbdito desleal. (El hispanista Raymond CARR, en una obra publicada hace
poco más de treinta años, dice a propósito de la posición de la Iglesia a finales del siglo
XVIII, tres siglos después de los Reyes Católicos: “El catolicismo era, y sigue siendo, no
sólo una fe individual, sino el signo formal de pertenencia a la sociedad española”).
La Inquisición se crea en el siglo XII, directamente dependiente del papa. Pero una bula
de Sixto IV, en 1478, concedía a Isabel y Fernando facultades y jurisdicción inquisitorial
en España. El papa les autorizó a nombrar tres inquisidores, que fueran obispos o
clérigos, expertos en derecho canónico o teología, dedicados a perseguir y castigar la
herejía. Era una Inquisición nacionalizada, jerárquicamente dependientes de los Reyes
Católicos, que hicieron de ella un instrumento no sólo de depuración religiosa, sino de
reforzamiento de su poder temporal. El Consejo de la Inquisición, controlado por la
corona, empezó a funcionar en 1483 y a su frente estuvo el primer Inquisidor General,
el dominico Tomás de Torquemada, prototipo de intransigencia y dureza con el
discrepante. Él influyó en los reyes para la expulsión de los judíos, acuciado por el
mismo deseo de unificación religiosa.
El control de los nombramientos episcopales fue una de las claves de la política religiosa
de los Reyes Católicos, que contribuiría a incrementar su poder soberano. La Santa
Sede se resistió a otorgarles un derecho de presentación, pero acabó cediendo en
muchas ocasiones.
El fin religioso de la organización política que los Reyes Católicos impulsaron, se afianza
durante el reinado de los que son llamados Austrias mayores: Carlos V y Felipe II.
Puede servir de ejemplo la expresa declaración de catolicidad que hizo Carlos V en la
Dieta de Worms (1521), ante la que compareció Lutero ratificando su posición contraria
al dogma y a la autoridad del papa. El emperador se comprometió a defender la
cristiandad y para ello, dijo, “yo estoy determinado de emplear mis reinos y señoríos,
mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma”. Y en una Instrucción de 1548,
encomienda a su hijo y heredero “la defensa y aumento de nuestra santa fe católica...
en todos los reinos, estados y señoríos que de mí heredares”. Felipe II se atuvo al
mandato de su augusto padre y reinó bajo el lema de defensor fidei, defensor de la fe.
Buscó la paz entre los cristianos y combatió a los infieles –musulmanes y protestantes-,
pero no resulta inadecuado calificarle como el último emperador, pues con la pérdida de
Alemania por la Reforma protestante y la fractura de la unidad religiosa de Europa, el
Sacro Imperio Romano Germánico dejó de existir (fue el último emperador del Sacro
Imperio coronado por un papa: Clemente VII, en Bolonia, 1530). Cuando Lutero se
niega a retirar sus tesis heréticas en la Dieta de Worms, dice MADARIAGA, “era el fin de
la religión universal y, por lo tanto, de la cristiandad”.
Ante el temor de que los moriscos pusieran en peligro la seguridad interna, aliándose
con el enemigo musulmán en el Mediterráneo, los moriscos de Valencia fueron obligados
a elegir entre la conversión o el destierro, lo mismo que los Reyes Católicos habían
hecho en Castilla en 1502.
El ideal de unidad religiosa le llevó a luchar contra el Islam, al que derrotó en Túnez,
fracasando en la conquista de Argel. Pero su mayor enemigo fue el protestantismo, que
ponía en grave riesgo el imperio cristiano. Hizo concesiones a sus adversarios en la fe y
buscó la conciliación, sin éxito. Al final recurrió a la fuerza, venciendo a los
reformadores en la batalla de Mühlberg (1547), victoria que celebró con la famosa frase
“Vine, vi y Dios venció”, mezcla de Julio César y el concilio de Trento.
Felipe II, que reinó hasta 1598, se impuso también defender el catolicismo en sus
dominios. La religión estaba presente en su vida y en su trabajo, convencido de que la
unidad religiosa era condición necesaria para la unidad política y que a él había
correspondido el deber histórico de mantenerla. Esta certidumbre y su fuerte
personalidad le enfrentaron con los papas (su reinado conoció nueve) y con casi todos
se entendió mal. Especialmente con Paulo IV y Sixto V. El primero fue nuncio en Madrid
reinando el Rey Católico, y había asistido al saqueo de Roma por las tropas del
emperador Carlos V en 1527. Odiaba a España, hasta el extremo de que una de sus
preocupaciones era “la expulsión de esta manada de moros y judíos, heces de la tierra”,
según su descripción de los enemigos españoles (J. LYNCH). Sixto V -que antes de ser
papa estuvo en Madrid para investigar sobre los errores doctrinales de que se acusaba
al arzobispo Carranza-, con menos rotundidad, participaba también de esta aversión.
Con pocas excepciones, los papas consideraban que la defensa de la fe invocada por el
monarca era sólo un pretexto para alcanzar finalidades políticas.
En 1567, de acuerdo con el Inquisidor General, el rey impuso a los moriscos duras
condiciones (obligación de aprender castellano en tres años, sin que pudieran usar el
árabe desde entonces, además de prohibiciones relativas a su indumentaria y
costumbres), que provocaron un levantamiento en tierras de Granada. La represión fue
durísima, a cargo de las tropas de D. Juan de Austria, el mismo que derrotó al Islam en
Lepanto. Los moriscos de Granada fueron deportados a tierras del interior de España. El
problema de los moriscos era su religión, pues, falsamente convertidos, seguían
comportándose como verdaderos musulmanes.
El rey incrementó la fiscalidad sobre los bienes de la Iglesia, recaudando así fondos
importantes para la Hacienda real. Creó impuestos nuevos: el de Millones, decidido
después del desastre de la Armada Invencible y para pagar los gastos de la guerra, que
obligaba a contribuir al clero. Y organizó el grupo de impuestos eclesiásticos conocidos
como las Tres Gracias: la cruzada, el subsidio y el excusado. Se trataba de concesiones
papales para atender gastos derivados de guerras en defensa de la fe. Los dos últimos
gravaban exclusivamente al clero. El subsidio era una cantidad fija pagada por las
catedrales, parroquias y monasterios que tuvieran fincas o inmuebles; y el excusado
consistía en pagar al rey en vez de a la Iglesia el diezmo de la casa más rica de cada
parroquia, lo que operaba como una disminución de las rentas eclesiales. Mediante su
aportación directa a la corona, el contribuyente quedaba excusado (de ahí el nombre del
tributo) de pagar a la Iglesia.
Con Felipe III se inaugura en España el tiempo de los validos o favoritos, en cuyas
manos dejaban los reyes las tareas de gobierno. Monarcas de personalidad desteñida y
sin logros políticos de relieve, los tres reyes del siglo XVII han merecido el calificativo de
Austrias menores. Felipe II, que legó a su hijo el imperio más poderoso del mundo,
manifestó la confianza que le merecía su heredero con estas palabras: “Dios, que me ha
dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de gobernarlos”. Y el juicio sobre los
validos quizá pueda resumirse en esta observación anónima escrita al margen del
testamento del conde-duque de Olivares: “El caballero que redactó este testamento
gobernó a España más de veinte años. Así quedó ella”.
La política religiosa del siglo XVII fue continuista: regalismo y defensa de la religión
católica.
El suceso más dramático del reinado de Felipe III fue la expulsión de los moriscos por
una pragmática de 1609. Como ya se ha dicho, los moriscos eran los musulmanes que
permanecieron en España después de la Reconquista y se bautizaron para evitar la
expulsión, aunque seguían fieles al Corán. Planteaban un problema de integración, pues
su resistencia a ser cristianizados ponía en tela de juicio la fidelidad al rey (recuérdese
que hereje equivalía a súbdito desleal). Una mezcla de motivos religiosos y políticos
(peligro para la seguridad interna por sus relaciones con el Islam exterior, turcos y
berberiscos) decidió la expulsión, de graves consecuencias para la población y la
economía. Se perdió capital y mano de obra agrícola y algunas zonas (Valencia, Aragón)
quedaron seriamente despobladas. Fueron desterrados 300.000 moriscos, que
representaban el 3% de la población total, aunque estaban desigualmente repartidos.
Como en el caso de los judíos, bastantes conservaron el recuerdo de la tierra perdida y
otros optaron por volver, con grave riesgo.
El clima social de la expulsión se recoge con finura –y con ironía, según la crítica
literaria moderna- en la segunda parte del Quijote, publicada en 1615. En el capítulo
54, Cervantes se hace eco de la actualidad política y alude a la expulsión de los
moriscos, que trata también en los capítulos 63 y 65. El morisco Ricote se arriesga a
volver a España para recuperar el tesoro que dejó enterrado, porque eso le permitirá
establecerse con su mujer y su hija en Alemania, donde “cada uno vive como quiere,
porque en la mayor parte de ella se vive con libertad de conciencia”. En el camino
encuentra a Sancho –al que conoce de cuando fue tendero en su pueblo- y le pide
ayuda. La actitud de los personajes es una síntesis psicológica y social de la tragedia
morisca: a) Sancho Panza se niega a colaborar con un morisco, limitándose a
garantizarle que no le descubrirá. Es cristiano viejo y usa la cautela de quien conoce las
consecuencias de ayudar a los destinatarios de la pragmática: seis años de galeras
(capítulo 54). b) Ricote. Expresa, por él y por todos los desterrados, un deseo
vehemente de volver a la tierra que perdieron (“doquiera que estemos lloramos por
España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural”). Pero justifica la
decisión real, llegando a elogiarla con un entusiasmo sospechoso, más propio de
cristianos de linaje, y distingue entre conversos falsos y auténticos: “Me parece que fue
inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución,
no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos,
pero eran tan pocos que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la
sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón
fuimos castigados con la pena del destierro” (cap. 54). Y en otro momento (cap.65),
califica la pragmática del destierro de “heroica resolución del gran Filipo Tercero”. c) Por
fin, la hija de Ricote, la hermosa Ana Félix, arriba al puerto de Barcelona -donde se
encuentra con su padre- en un bergantín procedente de Argel, disfrazada de muchacho.
Descubierta su identidad, se confiesa “cristiana... y no de las fingidas y aparentes, sino
de las verdaderas y católicas (...). Tuve una madre cristiana y un padre discreto y
cristiano ni más ni menos; mamé la fe católica en la leche, criéme con buenas
costumbres, ni en la lengua ni en ellas jamás, a mi parecer, di señales de ser morisca”
(cap. 63).
Todo está en los clásicos. (Borges dijo que Quevedo es todo un continente). Los
estudiantes de Derecho, a quienes van destinadas estas páginas, harían bien en
aprovechar su paso por el Derecho Eclesiástico del Estado para leer El Quijote; o para
releerlo, que es hábito de mucho provecho. Y, si no hay reacciones adversas, también la
poesía de Quevedo, autor del que se hará mérito enseguida. Conviene tener presente
que el Derecho Eclesiástico del Estado es, con el Derecho Canónico, uno de los últimos
“oasis de cultura humanística” de las Facultades jurídicas (BELLINI). Seguramente por
eso ocupa un lugar tan modesto en los planes de estudios de nueva generación.
Un amplio trabajo sobre la Inquisición española, publicado en Francia en 1992, estima
que el temible tribunal vivió sus años de apogeo entre 1569 y 1621. Esto es, durante
los reinados de Felipe II y Felipe III (ya se ha dicho que el primero endureció la
Inquisición). Tomo la referencia de QUIÑONERO, para quien el apogeo de la Inquisición
coincide con el triunfo histórico de la germanía, que era la jerga de la gente del hampa.
“Hay una coincidencia misteriosa y perversa entre el apogeo de la Inquisición y la
proliferación victoriosa de una lengua de criminales desalmados”. La subordinación de la
política a la moral religiosa, un espíritu intolerante y dogmático sostenido por la
ideología que deriva de la Contrarreforma, favorecen el éxito popular de una institución
que transformó el terror religioso en espectáculo de masas (la Plaza Mayor madrileña y
la Corredera cordobesa tuvieron que ampliarse para acomodar a un creciente público
morboso). Esta sociedad se reconoce en uno de sus miembros más geniales: D.
Francisco de Quevedo. Cuando los Reyes Católicos ponen en marcha la Inquisición
nacional, su finalidad era perseguir a los judíos falsamente convertidos. Quevedo era un
antisemita furibundo y no tuvo inconveniente en emplear la difamación y el insulto
contra sus enemigos, acusándoles de judaísmo como de un crimen que en aquel tiempo
se pagaba en la hoguera. Quevedo se encuentra cómodo en el ambiente de
incriminación y denuncia que fomentó el Santo Oficio. En un conocido soneto a Góngora
(1609) dice que untará sus obras con tocino para que no las muerda un perro judío
como el poeta cordobés (“yo te untaré mis obras con tocino/ porque no me las
muerdas, Gongorilla,/ perro de los ingenios de Castilla...”. E insiste en el primer terceto:
“¿ por qué censuras tú la lengua griega/ siendo sólo rabí de la judía,/ cosa que tu nariz
aun no lo niega?”): Y en unas décimas de durísima intención le tacha de judío converso,
véase un ejemplo: “Dirás: “yo soy Racionero/ en Córdoba de su iglesia”;/ pues no es
maravilla efesia/ comprallo por el dinero./ Longinos fue caballero/ y Longinos fue judío;/
de tu probanza me río;/ al deán engañado has...” (con probanza se refiere a las pruebas
de limpieza de sangre y deán es el canónigo presidente del cabildo catedral). En 1633,
reinando ya Felipe IV, escribe un panfleto estremecedor, la “Execración contra judíos”.
En él, dice JAURALDE en su extraordinaria biografía publicada en 1998, “Quevedo
reitera su idea de España, la monarquía hispánica, como una tierra conquistada a
infieles, que mantiene su pureza merced al rigor de las exclusiones. Mucho debe a
Quevedo la ideología patriótica religiosa que considera los destinos del país como
designio divino y a los españoles como pueblo elegido de Dios”. Con una prosa llena de
rencor y maldad, dice al rey que los judíos “ratones son, señor, enemigos de la luz,
amigos de las tinieblas, inmundos, hidiondos, asquerosos, subterráneos”. Y les llama
“plagas de vuestros reinos y enfermedades de vuestros vasallos”, persiguiendo su
exterminio: “Señor hase de empezar el castigo desde una puerta a otra puerta: esto es
decir que en todas las puertas de vuestros reinos han de hallar muerte y cuchillo. ¡Oh,
señor, por menos delito mandó Dios que matase el hermano al hermano y el amigo al
amigo y cada uno a su prójimo sin preceder proceso...!”.
A la muerte de Carlos II llega a España la dinastía Borbón, antigua casa feudal francesa
que toma su nombre del castillo de Bourbon, en el centro de Francia, y que con algunos
paréntesis –destronamiento de Isabel II, dos Repúblicas, régimen del General Franco-
continúa en la persona de Juan Carlos I.
El siglo XVIII es el período borbónico que estudiamos aquí. Destacan en él, a los efectos
del tratamiento jurídico de lo religioso, el regalismo, que adquiere en este siglo todo su
desarrollo, y el pensamiento de la Ilustración.
El regalismo no nace con los Borbones y venimos estudiando su influjo desde Recaredo.
En un sentido amplio, como intromisión del poder temporal en materias eclesiásticas, es
antiguo y hay trazas de él en los emperadores cristianos del Imperio romano. Pero el
regalismo borbónico supone una nueva categoría histórica en su fundamentación: ya no
es un privilegio concedido al rey por el papa, quien sería el titular del derecho que
resigna, sino una facultad inherente al monarca, derivada de su soberanía. Son los iura
maiestatica circa sacra ( derechos mayestáticos sobre lo sagrado). Su justificación está
en el origen mismo del poder real: Dios. El rey lo era por derecho divino, se consideraba
representante de Dios en sus dominios y responsable de aquellos aspectos de la religión
que no afectasen al dogma, los sacramentos y el culto (CAMPOMANES, ministro de
Carlos III, llegó a pedir la intervención del poder civil en definiciones dogmáticas, dice
GARCÍA DE CORTÁZAR). Sólo respondía ante Dios y nadie podía juzgarlo. (No está tan
lejos el tiempo en que el general Franco aseguraba responder sólo ante Dios y ante la
historia y acuñaba moneda con su efigie circunvalada por la leyenda “Francisco Franco,
Caudillo de España por la gracia de Dios”). La Iglesia perdió libertad y el Estado
regulaba su función social aplicando criterios parecidos a los que empleaba con otras
instituciones netamente seculares. El Estado hizo sentir a la Iglesia su superioridad. Con
esta concepción del poder, los reyes desconfiaban del papa, representante de un Estado
extranjero cuya jurisdicción en España podía mermar las prerrogativas absolutistas. Y
fomentaron una Iglesia nacional al servicio de la política, logrando que el regalismo
borbónico contara con la aprobación de la jerarquía eclesiástica española, encargada de
frenar la tendencia expansiva de la Santa Sede. El regalismo, sostiene DE LA HERA –
uno de los máximos especialistas en la materia-, es la potestad indirecta del Estado
sobre lo espiritual.
La Ilustración española fue mucho más moderada que la del resto de Europa y mantuvo
sus raíces religiosas. Se caracterizó por la exaltación de la cultura, como impulsora del
avance social y la felicidad pública (el reinado de Carlos III fue en este sentido
paradigmático). Se trata de un movimiento minoritario en España, porque no había
clase ilustrada. El analfabetismo era muy alto en este siglo y a la Universidad accedían
unos pocos. Con respecto a la Iglesia se adoptó una actitud muy crítica, compatible con
la ortodoxia dogmática: se censura el excesivo número de clérigos y la relajación de sus
costumbres; el desmesurado patrimonio de la Iglesia, sin utilidad social. Los ilustrados
españoles defienden leyes desamortizadoras para frenar la acumulación de propiedades
de manos muertas (bienes excluidos de las transmisiones de dominio, de titularidad
eclesial), son absolutamente regalistas y partidarios de la enseñanza secularizada. Es
significativo de su acción reformadora en materia educativa el “Plan de estudios para la
Universidad de Sevilla”, de Pablo de Olavide (un peruano que fue Intendente de
Andalucía con Carlos III, a quien la Inquisición, con licencia del rey, condenó a ocho
años de reclusión por haber difundido doctrinas contrarias a la Iglesia católica), que
propone suprimir el influjo del pensamiento cristiano, al que considera responsable de
los dos siglos de atraso español, y es partidario de la gestión estatal de la Universidad.
Para Julián MARÍAS, “los ilustrados españoles no fueron irreligiosos, sino hombres
deseosos de superar los abusos de la Iglesia o la falta de libertad, permaneciendo fieles
a su fe. Partidarios de las reformas políticas y sociales, pero no revolucionarios; en su
gran mayoría, desolados ante las violencias y falta de libertad durante la Revolución
francesa”.
Los primeros Borbones no tuvieron cualidades relevantes. Felipe V fue un rey mediocre,
que cayó en una depresión lindante ocasionalmente con la locura. Fernando VI, un
incapaz que se limitaba a firmar documentos. Carlos III, cuya figura se ha idealizado,
estaba demasiado ocupado con la caza y las recepciones y le quedaba poco tiempo para
ocuparse personalmente de los asuntos de gobierno. Y Carlos IV era un rey sin carácter
que reinó en años muy críticos (DOMÍNGUEZ ORTIZ).
El concordato de 1753 estuvo en vigor casi un siglo, siendo sustituido por el de 1851.
Durante este reinado, el marqués de la Ensenada –ocupó tantos cargos de gobierno que
haría falta un epígrafe especialmente dedicado a él para consignarlos- confeccionó un
catastro, esto es, un censo de la riqueza de todas las provincias de Castilla, que
permitió conocer las propiedades y las rentas de la Iglesia. El catastro tenía una
intención fiscal, dentro de un ambicioso proyecto de reforma económica, incluyendo al
clero entre los sujetos tributarios. La reforma no pudo llevarse a cabo.
Carlos III, hermano de Fernando VI –hijo, como él, de Felipe V, aunque de distinta
madre-, le sucedió en 1759. Con este soberano llega el regalismo a su máxima
expresión y las ideas de la Ilustración, convenientemente adaptadas a las características
españolas, se ponen en práctica por su gobierno. Es nuestro déspota ilustrado, un
monarca absoluto que se rodea de colaboradores cultos para emprender la reforma
cultural y económica de España.
A instancia del gobierno español, el papa Clemente XIV, considerado como un enemigo
de los jesuitas, suprimió esta orden religiosa en 1773. La medida había sido solicitada
cuatro años antes por las cortes borbónicas de España, Francia y Nápoles, pero se hizo
efectiva bajo la presión del embajador de España en Roma. El breve pontificio (una de
las formas que adoptan las leyes dictadas por la Santa Sede) justificaba la supresión
porque los jesuitas habían amenazado el orden existente en los países donde residían.
Pío VII restableció la Compañía en 1814.
Como ya se ha dicho, la Inquisición quedó supeditada al poder real, que recortó sus
competencias y la sometió a censura. La misma actividad del tribunal decrece
ostensiblemente, reavivándose sólo durante la Revolución francesa para evitar la
penetración de sus ideas.
A petición de Carlos III, el papa Clemente XIV crea en 1771 el Tribunal de la Rota de la
nunciatura española. La administración de justicia eclesiástica resultaba así más rápida
y económica, resolviéndose las reclamaciones en Madrid sin necesidad de acudir a
Roma. El nuncio quedaba privado perpetuamente de jurisdicción en las materias de la
competencia del tribunal. Para el nombramiento de auditores (jueces), el rey ejercía su
derecho de presentación, así como para el del fiscal, que debía ser “precisamente
español..., constando ser su persona del agrado y aceptación del Rey Carlos y de sus
sucesores”, según el breve pontificio.
Carlos III ejerció la regalía del exequatur con amplitud y firmeza, prohibiendo la
publicación y ejecución de disposiciones papales sin autorización real (pragmáticas de
1762 y 1768).
En 1805, el papa Pío VII autorizó al rey a vender bienes eclesiásticos por un
determinado importe, ampliando poco después el beneplácito hasta alcanzar la séptima
parte de las propiedades de la Iglesia.
Otra medida de fuerte sabor regalista fue el decreto dado en 1799 por Mariano de
Urquijo, primer ministro interino, por el que los obispos se convertían en detentadores
de la soberanía pontificia durante el período de sede vacante que siguió a la muerte de
Pío VI.
En 1808, el motín de Aranjuez provocó la caída de Godoy –un hombre odiado por el
pueblo- y obligó a abdicar a Carlos IV en su hijo Fernando VII. Al comenzar el siglo XIX,
la monarquía española estaba desprestigiada.
No deja de resultar paradójico que fuera precisamente una guerra librada contra los
ejércitos imperiales napoleónicos, la Guerra de Independencia, la ocasión histórica que
tuvo el pueblo español para ejercer, mediante las Juntas (un órgano de gobierno que no
tenía precedentes en ningún otro de la monarquía absoluta) la soberanía popular. En
1810 esa soberanía quedó residenciada en las Cortes Generales y Extraordinarias que
habrían de promulgar la Constitución de Cádiz en 1812 .
La Guerra de Independencia fue una guerra entre dos naciones, pero fue también una
guerra de religión. La guerra por motivos religiosos era algo profundamente arraigado
en el imaginario colectivo de los españoles, sabedores que durante ocho siglos sus
antepasados guerrearon contra los musulmanes. De ahí que no fuera extraño que hasta
los teóricos más importantes del liberalismo español de principios del siglo XIX
conceptuasen como santa la guerra contra los franceses.
Si se tiene en cuenta que ese era el clima histórico en el que se desarrollaron las Cortes
de Cádiz se puede comprender que la primera constitución española (no tuvo tal
carácter la llamada Constitución de Bayona .) fuese, a la vez, por una parte
decididamente liberal y, por otra, de una confesionalidad católica sin ningún tipo de
fisuras. Efectivamente, la Constitución de Cádiz , sin presentar una ordenada
declaración de derechos del ciudadano, consagró a lo largo de su articulado, las
principales libertades modernas salvo la libertad religiosa o de cultos. Al contrario: la
Constitución de 1812 (cuyo breve preámbulo estaba encabezado con una invocación a
“Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la
sociedad”) declaraba en su artículo 12 .
“La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica,
romana, única verdadera. La Nación la protege con Leyes sabias y justas y prohíbe el
ejercicio de cualquier otra”.
La cuestión religiosa, que parecía haber entrado en un período de calma tras 1856,
volvió a agitarse convulsamente con una serie de medidas de carácter marcadamente
anticlerical que siguieron a la “Gloriosa Revolución” de 1868. Entre esas medidas
destacan: la disolución de los jesuitas y de órdenes religiosas de implantación reciente
en España; la secularización de los cementerios y la Ley de matrimonio civil de 1870. En
el nivel constitucional, el texto de 1869 , no acoge, por primera vez en la historia de
España, la confesionalidad católica, al menos de forma clara, ya que en el artículo 21
se sigue manteniendo la obligación de “mantener el culto y los ministros de la religión
católica”.
También por primera vez también una constitución española permite la existencia de
otros cultos, bien que lo hace de una manera bastante peculiar. El mismo artículo 21
establecía, en su párrafo segundo, que “el ejercicio público o privado de cualquier otro
culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más
limitaciones que las reglas universales de la moral y el derecho”; para, en el tercer y
último párrafo acabar añadiendo: “Si algunos españoles profesaren otra religión que la
católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior”.
“No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las
de la religión del Estado”.
2. La Segunda República
El que debía haber sido un régimen integrador, se dio como norma fundamental una
Constitución, la de 9 de diciembre de 1931 , que, en un tema clave para la sociedad
española, como era religioso, no era fruto del acuerdo, sino de la imposición de la
mayoría parlamentaria de las Constituyentes que, como ha expresado Prieto Sanchís,
no supieron “escapar del confusionismo entre credos religiosos y opciones políticas que
ha caracterizado nuestra historia contemporánea”.
El texto del artículo 26 era el siguiente: “Todas las confesiones religiosas serán
consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial.
“El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no mantendrán, favorecerán, ni
auxiliarán económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas.
“Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del
presupuesto del clero.
“Las demás órdenes religiosas se someterán a una ley votada por estas Cortes
Constituyentes y ajustada a las siguientes bases:
1.º Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad
del Estado.
2.º Inscripción de las que deban subsistir, en un registro especial dependiente del
Ministerio de Justicia.
3.º Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes
que los que, previa justificación se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de
sus fines privativos.
La aprobación del artículo 26 por las Cortes provocó la dimisión del Presidente del
Gobierno Provisional, Alcalá-Zamora, a quien sucedió Azaña.
Poco después de promulgarse la Constitución, se publicó el Decreto de 23 de enero de
1932, por el que se disolvía la Compañía de Jesús y se nacionalizaban sus bienes. Por
su parte, la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, de 2 de junio de 1933,
estableció que los edificios destinados al culto católico y los bienes muebles con ese
mismo destino pasaban a pertenecer a la propiedad pública nacional, aunque
continuaban afectados a su destino cultual. También establecía férreos mecanismos de
control sobre la Iglesia y las órdenes religiosas. Esas medidas, junto a otras como las
contenidas en la Ley de Cementerios de 30 de enero de 1932 y la de matrimonio civil de
28 de junio de ese mismo año, hicieron cundir el descontento entre buena parte de los
católicos españoles.
La victoria del Frente Popular, en las elecciones de febrero de 1936, hizo inviable
cualquier tipo de acercamiento en clave concordataria en los escasos meses que
precedieron a la guerra civil.
Las dos características fundamentales, en esa materia, del sistema político franquista
fueron una confesionalidad estatal plena y el sometimiento a una legislación concordada
de prácticamente todas las materias en que concurren los intereses de la Iglesia con los
del Estado. Obviamente, ambas cuestiones se hallaban estrechamente relacionadas,
pero resulta convenientes, por motivos de claridad, exponerlas separadamente.
Tras unos iniciales y fugaces titubeos (provocados por el hecho de que Falange Española
se manifestaba partidaria de la separación entre la Iglesia y el Estado), Franco se
decantó claramente por una confesionalidad plena. Esa confesionalidad se plasmó
paladinamente en el artículo 6 del Fuero de los Españoles de 17 de julio de 1945 que
tenía rango de Ley Fundamental.
Ese compromiso provocó, pasados unos años, una reforma constitucional. Como es
sabido, el Concilio Vaticano II, a través de la Declaración Dignitatis humanae,
promulgada en 1965, expresó que el “derecho de la persona humana a la libertad
religiosa debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que
se convierta en un derecho civil”. Mediante una disposición adicional de la Ley Orgánica
del Estado, de 10 de enero de 1967 , se dio una nueva redacción (consultada
también, como la original, a la Santa Sede) al párrafo segundo del Fuero de los
Españoles que pasó a ser del siguiente tenor: “El Estado asumirá la protección de la
libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica que, a la vez,
salvaguarde la moral y el orden público”.
La tutela jurídica a la que se hacía referencia se concretó, a los pocos meses, en la Ley
de libertad religiosa de 28 de junio de 1967 . Esta ley reconoció el derecho de libertad
religiosa, al que concebía, “según la doctrina católica” (art. 1.3 ) como “inmunidad de
coacción”. Ciertamente, el derecho de libertad religiosa, que había de ser “en todo caso
compatible con la confesionalidad del Estado” (art. 1.3 ), sobre todo en lo que se
refiere, a su dimensión individual (y más si se compara con la protección que el
ordenamiento jurídico deparaba a otros derechos fundamentales) quedaba recogido en
unos términos relativamente amplios: se prohibía toda discriminación por motivos
religiosos (arts. 3 y 4 ); se reconocía el derecho a los propios ritos matrimoniales
(art. 6.1 ); a un enterramiento según las propias creencias (art. 8 ), a la difusión de
la propia doctrina por palabra y por escrito (art. 9 ), etc.
Más restringido resultaba el ejercicio del derecho de libertad religiosa por los sujetos
colectivos. Concretamente, las confesiones religiosas no católicas solamente podrían
adquirir personalidad jurídica mediante su constitución en “asociaciones confesionales”,
una figura creada ad hoc por la ley. Por otra parte, se preveían una serie de controles
sobre el número de miembros, fuentes de financiación, destino de los bienes, que se
instrumentaban en la puesta a disposición de la autoridad gubernativa de los libros y
registros donde figuraban esos datos.
Obviamente, el estatuto jurídico de la Iglesia católica era muy otro y se contenía, como
ya se ha dicho, en distintas normas concordadas. La primera de éstas, desde un punto
de vista cronológico, fue el Convenio de 7 de junio de 1941 sobre el modo de ejercicio
del privilegio de presentación. Llegar a su firma supuso un proceso político y diplomático
bastante complicado.
Desde antes que finalizase la guerra civil, el Gobierno de Burgos mantenía la tesis de la
vigencia del viejo concordato de 1851 que, ciertamente, nunca había sido oficialmente
denunciado ni por los gobiernos republicanos, ni por la Santa Sede. Lo que realmente le
interesaba de esa norma era el derecho de patronato, con el fin de que no llegasen a
ser nombrados obispos clérigos poco afectos al nuevo régimen, en especial, los que
pudieran ser considerados como separatistas. La Santa Sede que, por una parte
mostraba recelos hacia las posibles influencias nacional-socialistas en España, por otra,
mantenía que el concordato de 1851 había caducado con los avatares políticos
acontecidos durante la Segunda República.
A cambio de esa concesión la Santa Sede obtuvo otras de gran importancia, hasta el
punto de que no es arriesgado afirmar que fue la más beneficiada con el acuerdo. En
primer lugar, se convino que, en tanto no se alcanzase un nuevo Concordato, el Estado
español se comprometía “a observar las disposiciones contenidas en los cuatro primeros
artículos del Concordato de 1851” (art. 9) con lo que quedaba asegurada la
confesionalidad del Estado, así como la conformidad de toda las enseñanzas que se
impartiesen en España con la doctrina de la Iglesia y la total libertad de la jerarquía
eclesiástica para desarrollo de su ministerio. De mayor alcance aún era lo dispuesto en
el artículo 10, en cuya virtud el Estado español adquiría el compromiso de “no legislar
sobre materias mixtas o sobre aquellas que pueden interesar de algún modo a la
Iglesia”.
Si se tiene en cuenta que, junto a esos compromisos asumidos por el Estado español,
éste tomó unilateralmente numerosas medidas, también en el orden económico,
favorecedoras de la Iglesia católica, es fácil comprender que por parte eclesiástica no se
tuviera una prisa especial en negociar un concordato. Sí se fueron suscribiendo
convenios sobre aspectos concretos que, indudablemente, habrían de facilitar la
elaboración del futuro concordato. Fueron los siguientes: 1) Convenio sobre provisión de
beneficios no consistoriales, de 16 de julio de 1946; 2) Convenio sobre seminarios y
Universidades de estudios eclesiásticos, de 8 de diciembre de 1946; 3) Acuerdo
(instrumentado en el Motu Proprio Apostolico Hispaniarum Nuntio, de 7 de abril de 1947
y en un Decreto-Ley de 1 de mayo de ese año) por el que se restableció el Tribunal de
la Rota española; 4) Convenio sobre la jurisdicción castrense y asistencia religiosa a las
Fuerzas Armadas, de 5 de agosto de 1950. Con posterioridad al Concordato de 1953,
aún se suscribió un Convenio sobre el reconocimiento de efectos civiles a los estudios
no eclesiásticos realizados en Universidades de la Iglesia, de 5 de abril de 1962 y que se
encuentra en vigor.
La opción que prevaleció como directriz del proceso de transición fue la reformista. Es
decir, se pretendió, y efectivamente se logró, proceder a una reforma progresiva del
ordenamiento jurídico, sin soluciones de continuidad que creasen situaciones de
alegalidad. De hecho, la Disposición Derogatoria 1ª de la Constitución se refiere a las
Leyes Fundamentales.
Ese mismo espíritu reformista presidió el proceso de sustitución del Concordato de 1953
por los Acuerdos con la Santa Sede actualmente en vigor. En ese proceso revistió una
importancia fundamental el Acuerdo entre la Santa Sede y el Gobierno español de 28 de
julio de 1976. Por medio de este Acuerdo, el Rey de España renunció al derecho de
presentación de obispos (cuyo ejercicio había sido una de las cuestiones más
problemáticas en los últimos años del franquismo). En su lugar, se prevé, como es
normal en buena parte de los concordatos, que la Santa Sede realizará al Gobierno
español una notificación previa del nombre del que será nombrado obispo, “por si
respecto a él existiesen posibles objeciones concretas de índole política general” (art. I).
Por su parte, la Santa Sede renunció al llamado privilegio del fuero, que se recogía en el
Concordato de 1953 y en cuya virtud, las autoridades judiciales no podían proceder
criminalmente contra los clérigos sin el previo consentimiento del Ordinario del lugar.
Este privilegio se sustituyó por una mera notificación contra la que no cabe oposición de
tipo alguno.
Pero más importancia que esta recíproca renuncia de privilegios revestía el compromiso
asumido por las partes en el Preámbulo del Acuerdo. En dicho Preámbulo, tras
reconocer el “profundo proceso de transformación que la sociedad española ha
experimentado en estos últimos años en lo que concierne a las relaciones entre la
comunidad política y las confesiones religiosas y entre la Iglesia y el Estado”, una y otro
se comprometieron “a emprender, de común acuerdo, el estudio de estas diversas
materias con el fin de llegar, cuanto antes, a la conclusión de Acuerdos que sustituyan
gradualmente las correspondientes disposiciones del vigente Concordato”.
“2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología religión o creencia.
“3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta
las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes
relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”.
Sin duda alguna, de todas las materias relevantes para el Derecho eclesiástico del
Estado, y que constituyen su objeto de estudio, la de más difícil tratamiento en las
constituyentes de 1978 resultó ser la de la enseñanza. Y ello hasta el punto de que los
graves desencuentros habidos en esa materia estuvieron a punto de hacer que se
rompiera el consenso que presidió la elaboración de la Constitución. Como recuerda
Prieto Sanchís, “la regulación de la enseñanza motivó una de las pocas manifestaciones
multitudinarias que se celebraron en favor de una determinada opción constitucional, y
que la ruptura de un primitivo acuerdo sobre la redacción del artículo 27 justificó el
abandono de la ponencia constitucional por parte del Grupo parlamentario socialista.
Ciertamente, el acuerdo se restableció, pero tal vez al precio de aprobar un precepto
ambiguo que, lejos de consagrar un modelo educativo indiscutible, incorpora reglas y
principios de muy distinta procedencia ideológica y, en último término, contradictorios,
que permiten desarrollos legislativos bastante diferentes”.
5. La legislación post-constitucional
Pocas semanas después de promulgarse la vigente Constitución española de 1978 se
dio cumplimiento al compromiso que, como se ha expresado, se plasmó en el Acuerdo
de 28 de julio de 1976, consistente en la sustitución del Concordato de 1953 por unos
nuevos Acuerdos suscritos tras la tramitación parlamentaria propia de los tratados
internacionales el 3 de enero de 1979.
Desde los inicios de esos trabajos, la idea que se perseguía era la de sustituir la vieja
Ley de Libertad Religiosa de 28 de junio de 1967 no tanto porque la regulación del
derecho de libertad religiosa en su vertiente individual fuese muy restrictiva, ya que
realmente no lo era tanto, como por el hecho de que el régimen al que esa ley sometía
a las confesiones religiosas sí que resultaba claramente incompatible con el
ordenamiento jurídico propio de un Estado democrático y de libertades. Se quiso, pues,
fundamentalmente, dotar de un régimen jurídico adecuado a las confesiones religiosas
minoritarias. Y, de hecho, fueron los representantes de tales confesiones los que
resultaron llamados como interlocutores en los trabajos previos llevados a Cabo en el
Ministerio de Justicia.
La Ley Orgánica no impuso una figura o una estructura jurídica predeterminada a las
confesiones religiosas para la obtención y el goce de la personalidad jurídica estatal,
sino que garantizó su plena autonomía organizativa (art. 6.1 : “Las Iglesias,
Confesiones y Comunidades religiosas tendrán plena autonomía y podrán establecer sus
propias normas de organización, régimen interno y régimen de personal. En dichas
normas, así como en las que regulen las instituciones creadas por aquellas para la
realización de sus fines, podrán incluir cláusulas de salvaguardia de su identidad y
carácter propio, así como del debido respeto a sus creencias, sin perjuicio del respeto
de los derechos y libertades reconocidos por la Constitución y en especial de los de
libertad, igualdad y no discriminación”).
El 28 de abril de 1992 -un año cuyo alto simbolismo contribuyó a difuminar la exigencia
del arraigo notorio contenido en el artículo 7 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa
- el Gobierno español, por medio del Ministro de Justicia, suscribió tres Acuerdos, de
muy similar contenido, con tres sujetos confesionales de naturaleza federativa que
habían sido, en la práctica, promovidos con el fin de llevar a cabo las negociaciones: la
FEREDE (Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España), la FCI (Federación
de Comunidades Israelitas) y la CIE (Comisión Islámica de España). Dichos acuerdos
fueron aprobados por las Cortes Generales y constituyen las Leyes 24 25 y 26/1992
de 10 de noviembre .
1. Aspectos Generales
Bajo el epígrafe “los sistemas de Europa Occidental” se pueden considerar incluidos los
Estados que pertenecientes o no a la Unión Europea se encuentran en el occidente
europeo. De modo que además de los países que actualmente integran esta Unión
(Suecia, Finlandia, Irlanda, Gran Bretaña, Dinamarca, Alemania, Bélgica, Holanda,
Luxemburgo, Austria, Italia, Grecia, Francia, Portugal, y España), habría que abordar
también otros como Suiza, Noruega, Islandia, San Marino, Lichtenstein, Andorra, Malta,
Chipre o Mónaco. El objeto de estudio se redicirá en este tema a los Estados integrantes
de la Unión Europea. La delimitación del ámbito de atención tiene una clara base
jurídica, y, al mismo tiempo, permite un conocimiento más cercano de los Estados cuyo
sistema se aborda.
Si bien es cierto que cabe señalar diferencias entre los distintos Estados, existen
también características comunes. Entre ellas cabe destacar que la situación presente es
en gran medida fruto de la Historia de cada país. Ello en un doble sentido: Historia de la
evolución de cada pueblo en cuanto a la religión (en este extremo pueden señalarse
tres ámbitos: territorios que han permanecido con una mayoría católica, territorios de
Iglesias ortodoxas y territorios en los que triunfa la Reforma protestante), e Historia en
cuanto a los factores sociales y jurídicos que han impregnado las instituciones jurídicas
y la concepción del Estado (países con fuerte influencia del Derecho romano, o no
romanizados; de la tradición jurídica anglosajona o continental; sistemas monárquicos o
republicanos; centralistas o federales, etc.). A nadie puede sorprender que los actuales
tipos de sistemas de Derecho eclesiástico estén fuertemente impregnados de la religión
dominante que ha habido, y en muchos casos todavía hay, en cada país. Así, en los
Estados con mayoría católica, la concepción que esta confesión tiene de sí misma, ha
determinado que no pueda hablarse de una Iglesia irlandesa, italiana, española o
portuguesa. En un Estado como la República griega, con una clara mayoría ortodoxa,
tiene indudable influencia la concepción que las Iglesias ortodoxas han desarrollado en
todos los Estados donde tienen esa mayoría. Se trata de confesiones fuertemente
ligadas al poder temporal. Por su parte, en los territorios del norte y del centro de
Europa donde triunfó ampliamente la Reforma y, en gran medida, como consecuencia
de la propia concepción de esas Iglesias luteranas y reformadas, que se entendían a sí
mismas como incompatibles con la idea de Derecho, se atribuyeron las potestades
episcopales a los señores de cada territorio. De este modo, fue en principio la propia
concepción reformada la que propició la integración de los asuntos eclesiásticos como
un asunto de Estado más. De ahí que surgieran las Iglesias nacionales.
Una vez que el Derecho eclesiástico deja de significar el Derecho de las Iglesias y pasa
a designar el Derecho del Estado relativo a las Iglesias, los modelos de sistemas de
Derecho eclesiástico están fuertemente ligados a la concepción del Estado y del Derecho
secular (más ó menos positivista, más o menos federalista, etc.). Así, por ejemplo, el
efectivo reconocimiento de las libertades fundamentales (y de la libertad religiosa entre
ellas), depende en ocasiones más que del hecho de que no haya vestigio alguno de los
históricos sistemas de Iglesias de Estado, de que se garantice una verdadera separación
de poderes (piénsese, por ejemplo en el caso del Reino Unido).
1.3. La libertad religiosa y la idea de Religión en los Estados de los que nos
ocupamos
Como nota genérica dentro de este apartado, puede decirse, por una parte, que las
normas específicas de Derecho eclesiástico parten de una valoración positiva de la
Religión o, si se prefiere, del factor religioso. Ahora bien, por otra parte, la progresiva
secularización de la sociedad occidental ha propiciado que se equipare no sólo el
ejercicio de la libertad religiosa positiva con el de la libertad religiosa negativa, sino
también el tratamiento de las confesiones religiosas y las asociaciones ideológicas de
carácter secular, agnóstico o ateo. Ello, probablemente suponga el inicio de la pérdida
del tratamiento específico del fenómeno religioso.
2.1. Libertad religiosa con pervivencia de rasgos de Iglesia estatal
Por último, conviene advertir que si bien esta clasificación resulta útil, por responder a
la evolución histórica y a la situación normativa vigente, hoy - sea por el efecto de la
secularización de la sociedad occidental, sea a consecuencia de la progresiva unificación
europea, inmersa a su vez dentro de un fenómeno mucho más amplio de globalización -
no pueden reconocerse tipos o modelos de sistemas en “estado puro”. Ni la separación
francesa tiene hoy el sabor anticlerical con el que fue dictada la Ley de asociaciones
religiosas de 1905, ni la Corona Inglesa ejerce en la actualidad la efectiva influencia
sobre la Iglesia anglicana que se le reconoce a nivel jurídico.
Dentro de este apartado, resulta un supuesto especial el del Reino Unido, que al estar
integrado por Escocia, Inglaterra, Gales, e Irlanda del Norte, con fuertes diferencias
entre sí, obligaría a un tratamiento específico de cada uno de estos cuatro territorios. En
todo caso, hay que decir que la consideración de la Iglesia de Inglaterra como Iglesia
nacional, la somete a unas limitaciones de autonomía que no tienen las demás
confesiones. Por lo que se refiere a Dinamarca, Grecia y Suecia, los preceptos jurídicos
que se estudian a continuación permiten comprender su inclusión en este apartado.
La Ley sobre asuntos económicos de la Iglesia Nacional Danesa, establece tres fuentes
de financiación: los impuestos eclesiásticos, a los que están obligados todos los
miembros de la Iglesia; las ayudas directas del Estado que se extienden a los salarios
de los ministros de la Iglesia danesa, a la conservación de los edificios de culto de valor
histórico, y al mantenimiento de las sepulturas; la tercera fuente de ingresos son las
rentas del patrimonio eclesiástico. Sólo la Iglesia Nacional danesa tiene derecho a la
ayuda económica del Estado. Normalmente, las demás confesiones se organizan como
asociaciones privadas y se financian a través de los ingresos de sus miembros. Las
entidades benéficas, educativas y asistenciales de las confesiones están sometidas al
régimen de Derecho común; dentro del mismo están bajo el control de los poderes
públicos y pueden recibir ayudas de éstos.
Por su parte, el objetivo de la educación religiosa del sistema escolar sueco es que se
informe a los alumnos de las diversas religiones en el mundo. Finlandia reconoce a
todos los alumnos de la escuela pública o de los niveles superiores de Bachillerato el
derecho a recibir clases de religión de su propia confesión. Esta clase está organizada y
sostenida económicamente por la propia escuela. Los profesores de religión pueden
formarse en una de las dos Facultades o Institutos de Teología de las Universidades
públicas, a las que pueden acceder estudiantes de distintas confesiones. Quienes no
pertenecen a ninguna confesión, reciben clases de ética.
A partir de la ley de 1905 (art. 2), se suprime en Francia el presupuesto de cultos, que
sustentaba los ministros y los edificios de cultos, desde la nacionalización de los bienes
eclesiásticos de 1789. Las confesiones religiosas se sustentan, mediante fondos
privados y a través de ayudas indirectas del Estado.
En Holanda los ministros de culto de las Fuerzas Armadas y los centros penitenciarios
son sostenidos con fondos públicos, con el fundamento en el derecho al libre acceso a la
Religión. Las donaciones a las Iglesias disfrutan de exenciones fiscales y los
monumentos histórico-artísticos de propiedad confesional gozan de subvenciones
públicas para su mantenimiento y conservación.
Salvo en los tres Departamentos franceses que continúan bajo la vigencia de los
Concordatos de Alsacia y Lorena, en Francia los alumnos no tienen instrucción religiosa
en las escuelas públicas. Desde 1905, pueden nombrarse capellanes en las escuelas,
pero no son sostenidos económicamente por el Estado. El capellán, cuando lo hay, es
nombrado a propuesta de la autoridad religiosa, por el director del centro, y sostenido
por los padres y el obispado.
El art. 42, 4 de la Constitución irlandesa establece que “el Estado dispensará una
educación primaria gratuita y se esforzará en complementar la iniciativa privada e
institucional en materia de educación y concederle una ayuda razonable y, cuando lo
exija el bien público, proporcionará otras instalaciones o establecimientos educativos,
con el debido respeto, sin embargo, a los derechos de los padres, especialmente en
materia de formación religiosa y moral”. Por su parte, el art. 44, 2, 4 prescribe que la
legislación de ayuda estatal a las escuelas no hará discriminaciones entre los centros
sometidos a la dirección de las diferentes confesiones religiosas, ni ser de tal índole que
perjudique el derecho de todo niño de asistir a una escuela que reciba fondos públicos,
sin tener que recibir formación religiosa en dicha escuela. La obligación del Estado no es
proporcionar directamente la educación, sino velar por que se proporcione educación
primaria gratuita. La clase de religión de las escuelas es impartida por los profesores de
las mismas, en cuanto a su contenido, se supervisa por las autoridades eclesiásticas
correspondientes, no por el Ministerio de educación. Por lo que se refiere a las escuelas
secundarias irlandesas, éstas son en su mayoría confesionales, aunque su sostenimiento
sea fundamentalmente estatal. Se exige a las escuelas que los alumnos cuyos padres
desaprueban la instrucción religiosa, puedan no asistir a las clases de religión.
Como es sabido, en Francia desde el Código de Napoleón (1804), los cónyuges están
obligados a celebrar matrimonio civil antes que religioso. Además, existe para los
ministros la prohibición de celebrar matrimonio religioso antes del matrimonio civil
(arts. 199 y 200 del Código penal). No obstante, un matrimonio religioso celebrado en
el extranjero, conforme a la ley del lugar de celebración es reconocido como válido en
Francia. La jurisdicción religiosa y la civil en causas matrimoniales son independientes,
sin que se dé un reconocimiento civil de decisiones confesionales. El Estado irlandés
reconoce la eficacia civil de la celebración de matrimonios religiosos, siempre que
cumplan determinados requisitos civiles. Se les reconoce validez, incluso aunque no
hayan sido inscritos. En cambio, no goza de reconocimiento alguno la jurisdicción
religiosa sobre causas matrimoniales. Por su parte, en Holanda está vigente un régimen
de matrimonio civil obligatorio y no se reconoce eficacia civil al matrimonio religioso. La
celebración de matrimonio religioso sin celebración civil previa, supone que el ministro
de culto incurre en responsabilidad penal (art. 449 del Código penal).
Entre los Estados que hemos considerado pertenecientes a este sistema de separación
cooperativa, cabe mencionar a aquellos que como Italia o Alemania contienen ya en la
propia Constitución prescripciones concretas acerca del estatuto jurídico de las
confesiones y garantizan su autonomía. Así el art. 8, 1 de la Constitución italiana afirma
que “todas las confesiones religiosas son igualmente libres ante la ley”. Por su parte, el
párr. 2, reconoce que “las confesiones religiosas distintas de la católica tienen derecho a
organizarse según sus propios estatutos siempre que no contradigan el ordenamiento
jurídico italiano. Sus relaciones con el Estado se regularán por ley sobre la base de un
acuerdo con el representante correspondiente”. Para la Iglesia católica, el art. 7 del
mismo texto constitucional prevé: “el Estado y la Iglesia católica son soberanos e
independientes cada uno en su propio orden. Sus relaciones se regulan en los Pactos
Lateranenses. Las modificaciones de los pactos, aceptadas por las dos partes, no
requieren el procedimiento de revisión constitucional”. Junto a estos preceptos
constitucionales, cualquier confesión puede acceder al reconocimiento de personalidad
jurídica en el Derecho italiano, a través de las normas para las asociaciones privadas
previstas en el Derecho común: como asociaciones no reconocidas (arts. 36-38 del
Código civil italiano), o como asociaciones reconocidas (arts. 14-35 del mismo texto
legal), con una capacidad jurídica más amplia, pero también con mayores controles
estatales. Continúa vigente una norma de Derecho especial (la Ley que regula el
ejercicio de cultos admitidos en Italia de 1929), que equipara el fin de culto a los fines
benéficos y educativos, pero que como contrapartida, impone controles aún más
intensos que los de las asociaciones reconocidas. Una vez que una determinada
confesión haya firmado un acuerdo (intesa) con el Estado italiano, deja de estar sujeta
a la Ley de cultos admitidos del 1929, y su régimen pasa a ser el estipulado en la propia
intesa. Por razones históricas, tienen una situación excepcional, los valdenses (gozan de
posesión anterior al Estado), la Unión de Comunidades judías, y la Iglesia católica. Esta
goza de personalidad jurídica de Derecho público, sin que ello suponga que se asimile a
los sujetos de Derecho público integrados en la organización del Estado italiano. El art.
7,1 de la Constitución italiana reconoce la soberanía e independencia de la Iglesia
católica dentro de sus propios asuntos.
También en Bélgica pueden encontrase dos tipos de confesiones; en este caso, las
reconocidas, y las no reconocidas. Las primeras (Iglesia católica, Iglesia protestante,
Iglesia anglicana, Iglesia ortodoxa griega, Iglesia ortodoxa rusa, Comunidad judía e
Islam), gozan de un amplio número de ventajas jurídicas y económicas. Por lo que se
refiere a la autonomía de las confesiones se aprecian ciertas vacilaciones
jurisprudenciales: desde pretender sólo un control formal hasta exigir la observancia del
art. 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos a las estructuras religiosas. Las
Iglesias en cuanto tales, del mismo modo que las diócesis, parroquias y otras
estructuras eclesiásticas, carecen de personalidad jurídica según el Derecho belga. Las
actividades que deseen promover las confesiones (caritativas, educativas, etc.) están
regidas por la legislación civil correspondiente. De ordinario, deben constituirse
personas jurídicas sin ánimo de lucro, como presupuesto para el ejercicio de dichas
actividades.
En otros Estados, como ocurre en el caso italiano, es el propio poder civil, el que ha
instado al cumplimiento de lo previsto en el ordenamiento canónico. Así, el Acuerdo de
Villa Madama, y la ley posterior n. 222, de 20 de mayo de 1985, han impulsado a la
aplicación de las normas del Código de Derecho Canónico que preveían la creación de
los Institutos diocesanos para el sostenimiento del clero. Desde el año 1990, los
contribuyentes italianos pueden elegir que el 0,8 % de la cuota tributaria
correspondiente al impuesto de la renta de las personas físicas se destine al Estado
italiano, para fines humanitarios o culturales, a la Iglesia católica, o a una de las
confesiones que hayan firmado intesa. La cantidad correspondiente a los ciudadanos
que no han indicado nada en su declaración de la renta, se distribuye
proporcionalmente (entre el Estado, la Iglesia católica y todas las confesiones con
intesa) a las elecciones expresadas por los contribuyentes. Los contribuyentes italianos
tienen asimismo la posibilidad de deducir de la suma imponible en el IRPF las
cantidades donadas (hasta un cierto límite) a las confesiones religiosas. Algunas
confesiones con intesa han renunciado a la asignación tributaria, otras han limitado la
posibilidad de disponer de las cantidades ingresadas por ese concepto sólo a fines
humanitarios. Por último, las Comunidades hebreas, que han renunciado a la asignación
tributaria, gozan de la posibilidad de recibir donaciones con exención tributaria para los
contribuyentes que las efectúen en una cantidad muy superior a las demás confesiones.
Puede decirse que en todos los Estados que se enmarcan en este sistema de separación
cooperativa, existe algún tipo de beneficios indirectos a los inmuebles de edificios
destinados al culto.
A tenor del art. 21 de la Constitución belga, el matrimonio civil debe preceder siempre a
la ceremonia matrimonial religiosa. El Código penal (art. 267), establece penas para el
ministro de culto que, a pesar de esa prohibición, asista a tales matrimonios, excepto
cuando uno de los contrayentes se encuentre en peligro de muerte. Parecida situación
se da en Alemania. Por su parte, la anexión de Austria por la Alemania del Tercer Reich
(13 de marzo de 1938), produjo el inicio de la secularización del Derecho en materia
matrimonial. Aunque después de la restauración de Austria en 1945, al término de la II
Guerra mundial, se derogasen aquellas leyes promulgadas durante la ocupación que
fueran en contra de la verdadera democracia o contradijeran la concepción del Derecho
del pueblo austriaco, se mantuvieron, sin embargo, la ley de matrimonio de 6 de julio
de 1938 y la ley del impuesto eclesiástico de 1939. El Tribunal Constitucional austriaco
declaró inconstitucional la prescripción del art. 67 de la Ley de Estado civil de las
personas del año 1939 que prohibía que cualquier celebración religiosa del matrimonio
precediera a la civil. No obstante, la celebración de matrimonio religioso carece desde
entonces de relevancia civil, y es considerado un asunto interno de las confesiones.
En la República italiana el art. 8 del Acuerdo de Villa Madama reconoce efectos civiles a
los matrimonios celebrados según las normas del Derecho canónico, si dicho matrimonio
ha sido inscrito en el Registro del estado civil. El mencionado acuerdo prevé que
determinados matrimonios, que son válidos a tenor del Derecho canónico, no pueden
ser inscritos. Se trata de evitar que matrimonios canónicos, que no hubieran podido
celebrarse a tenor de las normas del Derecho civil, adquieran eficacia en el Derecho
italiano. La Corte de apelación italiana puede declarar la eficacia en el ámbito civil de las
sentencias de nulidad dictadas por los tribunales eclesiásticos siempre que sean
ejecutivas en el ámbito canónico, y cuando se den las condiciones previstas en el art.
797 del Código procesal civil para el reconocimiento de sentencias extranjeras en Italia.
Se supedita esta declaración de eficacia al hecho de que no se contenga ninguna
disposición contraria al orden público italiano. El texto del Acuerdo de Villa Madama
había dado lugar a controversia acerca de si tanto la jurisdicción civil como la canónica
eran competentes para declarar la nulidad de los matrimonios concordatarios. En una
Sentencia de la Corte constitucional de 1993, se ha confirmado que sólo los tribunales
eclesiásticos son competentes para declarar la nulidad de los matrimonios
concordatarios. En cambio, desde el año 1970 tanto los cónyuges de matrimonio
canónico como los que han contraído matrimonio civil pueden solicitar el divorcio
vincular.
Lo cierto es que este pluralismo religioso presenta, hoy en día, aspectos peculiares. Para
muchos, la religión se ha ido diluyendo en una experiencia íntima e individual, sin
referencia social o comunitaria. Este fenómeno de privatización del hecho religioso se
debe, entre otras circunstancias, al individualismo norteamericano, a una espiritualidad
difusa de carácter cósmico e intimista como la New Age, y a la atracción que ejerce
Oriente, en especial el Budismo. Sin embargo, también es verdad que la fuerte
inmigración hispana ha disparado el porcentaje de católicos que no entienden que su fe
deba quedar aparcada en el hogar o relegada a las sacristías de las iglesias. Además, en
las últimas décadas, se ha constatado un crecimiento espectacular de la derecha
conservadora o republicana de corte religioso: Moral Majority o Christian Coalition. Es
así como un sector del cristianismo protestante, al que se añaden decididos grupos
católicos, ha plantado cara al desafío secular interviniendo públicamente en defensa del
derecho a la vida (es decir, en contra del aborto, de la eutanasia o del suicidio asistido y
de la ingeniería genética) o de la oración en las escuelas y a favor de la familia fundada
sobre el matrimonio entre hombre y mujer (frente al pretendido ‘matrimonio’ entre
personas del mismo sexo, same-sex marriage).
Finalmente, los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001 y el clima bélico
posterior han propiciado un mayor acercamiento a lo espiritual. Si creció, en un primer
momento, la asistencia a las Iglesias y la participación colectiva en actos religiosos, el
tiempo se ha encargado de acentuar el intimismo religioso. En todo caso, la cuestión es
que va en aumento el número de americanos que dicen no identificarse con ninguna
religión, bien sea porque se consideran ateos o porque participan de creencias difusas o
sin identidad. Este es el tema de mayor interés en nuestra reflexión. Veremos en su
momento que el derecho norteamericano de libertad religiosa tuvo un origen y un
horizonte de configuración religioso o creyente que hoy no es fácilmente percibido. En la
actualidad, esta libertad sigue siendo considerada como pieza fundamental del sistema,
como la primera de las libertades, pero ahora ha pasado a ser juzgada e interpretada
por espíritus seculares que carecen de sus claves de comprensión, en cuanto no vividas
o expresamente rechazadas. No es de extrañar entonces que se haya planteado
abiertamente en la academia la conveniencia de una lectura secular de la Primera
enmienda.
Por su parte, también las Constituciones de cada Estado han incluido las dos cláusulas
de free exercise y de non-establishment. Y, una vez que el Supremo de los Estados
Unidos declaró inconstitucional la aplicación estatal o local de la RFRA del 93 (City of
Boerne, 1997), diversos Estados procedieron a la aprobación de sus propias leyes
estatales de restauración (las llamadas state RFRAs). Aquí podrían distinguirse tres
garantías: la constitucional de las cláusulas; la legislativa federal de la RLUIPA que es
de aplicación estatal, mientras no se declare su inconstitucionalidad (lo que no ha
ocurrido hasta el momento); y la legislativa estatal de las RFRAs. Sin embargo, no
todos los Estados han actuado así: algunos no han considerado necesario aprobar esa
legislación específica, otros lo han procurado sin gran éxito, y, finalmente, no falta
quienes aún lo siguen intentando. En todos estos supuestos, la libertad religiosa vendría
garantizada por las dos cláusulas constitucionales y por la legislación federal del 2000
en los dos casos previstos en ella.
Así fue como las dos cláusulas religiosas de la Primera enmienda se separaron y, desde
entonces, los estudios que se han ido realizando sobre libertad religiosa en los Estados
Unidos suelen distinguir dos grandes apartados, referidos a cada una de las dos
cláusulas. Además, jueces y autores han venido vertiendo sobre el enunciado de la
Primera enmienda su particular comprensión de la libertad y del derecho de libertad
religiosa. Y, al final, el resultado de todas esas aportaciones ha llevado al carácter
vacilante, impreciso, confuso y contradictorio de la jurisprudencia norteamericana sobre
libertad religiosa. Si una lectura fuerte de la cláusula de libre ejercicio exigiría lo que
excluiría una visión rígida del no establecimiento, una separación estricta haría
imposible el libre ejercicio de la religión en el actual Estado del bienestar. Esto es lo que
se ha podido observar en los tres últimos periodos del Tribunal Supremo, bajo la
presidencia de los jueces Warren, Burger y Rehnquist. En primer lugar, los años Warren
(1953-1969) mantuvieron la firme separación en la comprensión de la non-
establishment clause y operaron con una visión generosa de la cláusula de libre
ejercicio. En segundo lugar, la Corte Burger (1969-1986) conservó el muro de
separación en relación con la cláusula de no establecimiento, pero fue debilitando la
esfera del libre ejercicio. Finalmente, bajo la presidencia de Rehnquist (1986-2005), el
Supremo fue trabajando con una lectura restrictiva de la cláusula de free exercise (el
principio de neutralidad formal del juez Scalia) y con una visión menos fuerte del no
establecimiento (permitiendo diversas adaptaciones: accommodations). En estos límites
(frágil free exercise y débil non-establishment) se ha planteado el debate sobre libertad
religiosa en los últimos años. Aún es pronto para enjuiciar debidamente la actual Corte
Roberts (2005- ). Pero sí estamos en condiciones de presentar ahora el contenido
concreto de la tutela judicial del derecho norteamericano de libertad religiosa en cada
una de esas dos vertientes.
Pues bien, después de este sucinto recorrido histórico, referido al libre ejercicio, una
cosa queda clara: el más reciente y fecundo debate social, religioso, político, judicial,
legislativo y académico en los Estados Unidos ha tenido que ver con la cláusula de free
exercise y tuvo, como punto de partida, la sentencia Smith (1990) del Supremo. De
este modo, fechas importantes a retener –cuando hablamos de libre ejercicio de la
religión (es decir, de la free exercise clause)- son las de: 1789-1791 (aprobación y
ratificación de la cláusula federal); 1940 (aplicación de esta cláusula a un Estado por el
Supremo en Cantwell); 1963 y 1972 (consagración de la doctrina del estricto escrutinio,
reconociendo así las exenciones por libre ejercicio, en las decisiones Sherbert y Yoder
[en Wisconsin v. Yoder, 406 U.S. 205 (1972), el Supremo eximió a los Amish (Jonas
Yoder y otras familias) de una normativa de Wisconsin en materia educativa que exigía
la escolarización hasta los 16 años] del Supremo); 1990 (afirmación del principio de
neutralidad formal y superación de la doctrina Sherbert-Yoder en la decisión Smith);
1993 (aplicación por el Supremo de la doctrina Smith en Lukumi [en Church of the
Lukumi Babalu Aye, Inc. v. City of Hialeah, Florida, 508 U.S. 520 (1993), la ciudad de
Hialeah, al norte de Miami (Florida), aprobó una serie de ordenanzas que prohibían el
sacrificio de animales fuera de los mataderos; con ello, se pretendía velar por la higiene
y salud de la ciudad, pero, en lugar de ser general y afectar a todos, se eximía de ella al
Kosher judío, no a la creciente santería por influjo cubano; pues bien, la normativa fue
declarada nula y el criterio de neutralidad formal, establecido en Smith, confirmado] y
anulación de la sentencia Smith por el Congreso federal, restableciendo así el Sherbert
test a través de la RFRA); 1997 (declaración de la inconstitucionalidad de la RFRA, en su
aplicación estatal, por el Supremo en City of Boerne v. Flores); 2000 (aprobación por el
Congreso de la RLUIPA, recuperando las exenciones por libre ejercicio en unos
supuestos muy concretos); y, finalmente, 2006 (declaración de la constitucionalidad de
la RFRA, en su aplicación federal, en la sentencia Gonzales v. O Centro Espirita). Pues
bien, todos estos años (1789-1791; 1940; 1963-1972; 1990; 1993; 1997; 2000; y
2006) son los hitos que, hasta el año 2010, jalonan el desarrollo histórico, las distintas
etapas y los respectivos periodos del libre ejercicio de la religión. Aunque también es
cierto que no todos estos momentos tienen igual importancia. En esa sucesión histórica,
la aprobación y ratificación de la cláusula religiosa del libre ejercicio y el debate acerca
del contenido concreto de esta cláusula, en relación a la doctrina del estricto escrutinio
sancionada en Sherbert, hacen que los años 1789-1791 y 1963-1990 sean los
determinantes.
Pero aún queda por ver lo sucedido con el no establecimiento (es decir, con la non-
establishment clause). La historia reciente de la interpretación judicial de esta
cláusula en el Supremo nos habla de tres posibles respuestas: Lemon test;
endorsement y coercion test. En 1971 el Tribunal Supremo fijó un examen tripartito en
Lemon [recordemos que en Lemon v. Kurtzman, 403 U.S. 602 (1971), sentencia,
firmada por el Chief Justice Burger, fueron examinados independientemente los dos
programas escolares de Rhode Island y de Pennsylvania para declarar la
inconstitucionalidad de ambos: la asistencia financiera contemplada en ellos no
superaba la prueba de esos tres elementos del Lemon test] por el que la conducta del
gobierno sería constitucional siempre que: en primer lugar, tuviera una finalidad secular
y no religiosa; en segundo lugar, su primero o principal efecto no fuera el avance o la
prohibición de la religión; y, finalmente, en tercer lugar, no supusiera una excesiva
vinculación (entanglement) entre gobierno y religión. Ahora bien, este test –no anulado
hasta este momento- ha sido formalmente abandonado en los últimos años a través de
una doble iniciativa. En efecto, la juez O’Connor pretendió corregir el segundo elemento
del Lemon test en Lynch v. Donnelly, 465 U.S. 668 (1984) [El Tribunal Supremo no
entendió aquí que la exposición de una escena de Navidad (es decir, de un Belén) por
una ciudad de Rhode Island pudiera comprometer la cláusula de no-establecimiento a
través del endorsement test]. La idea era que tanto el respaldo a la religión –es decir,
ese endorsement- como su desaprobación–disapproval- enviaría un mensaje a unos y
otros de que ellos son reconocidos (los insiders) o no (los outsiders) como miembros
plenos de la comunidad política. Después de las críticas señaladas por los magistrados
Scalia y Kennedy, la juez O’Connor, en Capitol Square Review and Advisory Bd. v.
Pinette, 515 U.S. 753 (1995) [En esta ocasión, el Tribunal Supremo permitió la erección
de una gran cruz latina por el Ku Klux Klan en Capitol Square (Columbus, Ohio) próxima
a una sede gubernamental, sin que se entendiera que la garantía constitucional de no-
establecimiento hubiera sido violada en aplicación del triple criterio de Lemon], quiso
clarificar cómo debería funcionar este test, advirtiendo que el criterio de examen sería el
de un “observador razonable”. Sin embargo, estas aclaraciones no produjeron mucho
efecto en el Tribunal. Quienes ya eran partidarios del planteamiento de O’Connor, como
el juez Souter, se han seguido manifestando a favor de esta posible lectura, mientras
que quienes, como Scalia y Kennedy, ofrecieron sus reservas a la apuesta de O’Connor
no han cambiado de parecer. Por último, una tercera propuesta es la que ha terminado
por imponerse en un buen número de casos: se trata del coercion test. Para el
magistrado Scalia, la non-establishment clause exige dos principios que se deben
examinar conjuntamente: si la medida es neutral (neutrality standard) y no supone
coacción alguna (coercion test) no queda comprometida la garantía constitucional del no
establecimiento. De este modo, en relación a la non-establishment clause, podemos
concluir que el Tribunal Supremo ha rechazado abandonar, hasta el momento, la noción
de separación enunciada por la Corte Warren en 1947 (Everson), a pesar de permitir
una cierta flexibilidad. Así, se han ido admitiendo supuestos de adaptación cuando
estaba en juego otro derecho protegido como el de libertad de expresión [Lamb’s
Chapel v. Center Moriches Union Free School District, 508 U.S. 385 (1993); Capitol
Square v. Pinette, 515 U.S. 753 (1995); Rosenberger v. Rector and Visitors of the
University of Virginia, 515 U.S. 819 (1995)] o programas de asistencia escolar [Zobrest
v. Catalina Foothills School District, 509 U.S. 1 (1993); Agostini v. Felton, 521 U.S. 203
(1997); Mitchell v. Helms, 530 U.S. 793 (2000); Zelman, Superintendent of Public
Instruction of Ohio v. Simmons-Harris, 536 U.S. 639 (2002)], pero no en el caso de
oración en la escuela [Lee v. Weisman, 505 U.S. 577 (1992); Santa Fe Independent v.
Doe, 530 U.S. 290 (2000)]. Con ello, se ha ido consolidando en el tiempo una lectura
menos estricta del no establecimiento en el Tribunal Supremo: con voces críticas hacia
el Lemon test y favorables hacia una adaptación creciente como en los casos del bono
escolar [sí en Zelman (536 U.S. 639), pero no en Locke v. Davey, 540 US 712 (2004)]
o de la oración en las escuelas públicas [Brown v. Gilmore, 534 U.S. 996 (2001) [Writ of
certiorari denied: Oct. 29, 2001] y Emily Adler v. Duval County Sch. Board, 534 U.S.
1065 (2001) [Certiorari denied: Dec. 10, 2001]: casos en los que el Supremo, apenas
un mes después de los atentados del 11 de septiembre, no lograba encontrar en su
seno votos suficientes para aceptar el recurso frente a decisiones que reconocían en la
escuela pública la constitucionalidad de un minuto de silencio y de oraciones por los
estudiantes en sus ceremonias de graduación]. Por su parte, en la restante
jurisprudencia federal y estatal, el Lemon test no ha sido abandonado, variando las
soluciones según el test empleado y la particular comprensión de cada magistrado y
Tribunal. Una referencia final merecen los dos últimos casos de la Corte Roberts sobre
esta cuestión del no establecimiento. En Hein v. Freedom from Religion Foundation,
Inc., FFRF, 551 U.S. 587 (2007), el Supremo anuló una sentencia apelada del séptimo
circuito por considerar que la organización demandante carecía de legitimación procesal
(standing) en un caso en el que se consideraba violada la cláusula federal de no
establecimiento. En efecto, diversas órdenes ejecutivas del presidente crearon dentro
de la Administración Bush una oficina en la Casa Blanca y diversos centros en distintas
agencias federales encargados de asegurar que los grupos religiosos y sus iniciativas
podrían concurrir en la petición de ayuda financiera federal. El caso es que ninguna ley
del Congreso había autorizado específicamente esas actividades ni designado ninguna
partida presupuestaria para ese fin. Entonces una organización opuesta al respaldo
gubernamental de la religión denunció esa iniciativa del ejecutivo como violación de la
cláusula de no establecimiento. La única causa de legitimación era su condición federal
de contribuyentes. En primera instancia, el tribunal de distrito les negó esa pretensión
procesal bajo el precedente Flast v. Cohen, 392 U.S. 83 (1968). Sin embargo, en
apelación, el séptimo circuito ofreció una lectura amplia de esa sentencia y falló a favor
de las pretensiones de la organización. Cuando el caso llegó al Tribunal Supremo, el
juez Alito revocó la sentencia apelada [Freedom from Religion Foundation, Inc., v. Chao,
433 F.3d 989 (7th Cir. 2006)] en una decisión de 5 a 4. Y por último, tres años
después, el mismo Tribunal, en Salazar v. Buono, 130 S.Ct. 1803, 559 U.S. _ (2010),
no creyó que la presencia de una cruz en un desierto de California (“Mojave National
Preserve”) fuera algo inconstitucional. Esa cruz latina había sido erigida en 1934 en ese
desierto californiano de San Bernardino, por unos veteranos de guerra en memoria de
los caídos en la Primera Guerra Mundial. En el año 2001, Frank Buono, un antiguo
empleado del “National Park Service”, denunció la cruz como violación de la
establishment clause. El tribunal de distrito le dio la razón en primera instancia. Esta
decisión fue confirmada en apelación por el noveno circuito. Sin embargo, el Tribunal
Supremo, en una sentencia 5 a 4 firmada por Kennedy, no vio que esa cláusula exigiera
la erradicación de todos los símbolos religiosos cuando éstos cumplían además un fin
secular, es decir, el recuerdo del valor de aquellos que entregaron su vida por la nación
y los ideales que ésta representa. Y entonces el Tribunal procedió a la anulación de las
dos sentencias recurridas: Buono v. Kempthorne, 502 F.3d 1069 (9th Cir. 2007) y
Buono v. Kempthorne, 527 F.3d 758 (9th Cir. 2008).
En primer lugar, el aliciente del derecho norteamericano procede del propio sistema
jurídico por el papel que la jurisprudencia y la doctrina académica juegan en él. A nadie
descubrimos que el sistema norteamericano es jurisprudencial. Los Tribunales,
aplicando el derecho al caso concreto, realizan una función creativa. No se trata
entonces de aplicar formalmente una norma, sino de buscar la ratio iuris que permita al
magistrado decir lo justo, ius dicens. Este papel activo de los tribunales se ha sentido,
especialmente desde la década de los años 40 del siglo XX, a través del activismo
judicial que, sobre la base del realismo jurídico norteamericano, ha reclamado para el
juez un papel relevante a la hora de determinar la constitucionalidad de la actuación,
tanto del legislativo como del ejecutivo. El ámbito de la libertad religiosa no se ha visto
al margen de esta cuestión. La decisión Sherbert (1963) se inserta claramente en esta
línea. Sin embargo, cuando en el Tribunal Supremo surge una nueva tendencia durante
la Corte Rehnquist (favorable ahora a la restricción judicial) es cuando aparece en
escena la decisión Smith (1990) y, con ella, afloran las tensiones que hemos visto
reflejadas en la última década entre el Congreso de los Estados Unidos y el Tribunal
Supremo en relación con la RFRA del 93. Ahora bien, no solo el papel de los jueces en el
derecho norteamericano hace de éste un ámbito interesante. Unido a la labor creativa
de la jurisprudencia, en el sistema estadounidense le viene reconocida a la doctrina una
trascendencia mayor de la que ésta goza en Europa. Esto se debe a técnicas externas
de recepción: es decir, al mayor peso que la doctrina académica tiene en las
construcciones judiciales y a la asistencia letrada de profesores destacados para la
defensa de los intereses de las partes en litigio. Así es frecuente encontrarnos en las
opciones de las sentencias citas de la academia que pasan a convertirse en doctrina
jurisprudencial. Pero la doctrina científica también penetra de modo interno a través de
la incorporación de los profesores universitarios a la carrera judicial. Este conjunto de
circunstancias hacen del derecho constitucional norteamericano una materia de gran
interés para el europeo. De la mano de su Tribunal Supremo este libro ofrecerá una
sucinta historia de ese derecho. En este sentido, digamos desde ahora que suelen
apuntarse seis grandes momentos en la historia del derecho constitucional
norteamericano. En primer lugar, el establecimiento de la nueva nación (Declaración de
Independencia, Guerra de la Revolución y los Artículos de la Confederación). En
segundo lugar, el fortalecimiento del gobierno central (Constitución de Filadelfia y su
interpretación por el Tribunal Supremo bajo la presidencia del gran juez John Marshall).
En tercer lugar, la restricción de la soberanía estatal (Guerra Civil y la adopción de las
enmiendas Trece, Catorce y Quince). En cuarto lugar, el llamado economic due process,
es decir, el empleo de la Decimocuarta enmienda para restringir la intervención del
gobierno en la economía y garantizar el derecho de propiedad y la libertad de
contratación frente al Estado regulador del bienestar. En quinto lugar, el abandono del
substantive due process en el orden económico con el reconocimiento de la intervención
federal en ese ámbito desde 1937, respaldando el Tribunal Supremo las medidas
legislativas en el segundo New Deal. Y, por último, en sexto lugar, la expansión de los
derechos y libertades civiles, especialmente bajo la Corte Warren, a través de la
doctrina de la incorporación y de la tesis sobre las libertades preferentes, según la nota
a pie de página de United States v. Carolene Products Co. (1938). Esta historia termina
por confirmar la tesis del juez Holmes cuando afirmara en su día que la vida del derecho
no es lógica sino experiencia (O.W. Holmes, Jr., The Common Law (Boston,
Massachusetts: Little Brown and Co., 1881) 1; New York Trust Co. v. Eisner, 256 U.S.
345, at 349 (1921) [Holmes, J., delivering]).
En segundo lugar, para el Derecho Eclesiástico del Estado el interés por el estudio del
estatuto jurídico de la libertad religiosa en los Estados Unidos aún es mayor. El estímulo
responde a lo que ofrece el mismo sistema y a lo que representa para el derecho
europeo. Por un lado, el modelo norteamericano de separación descansa sobre dos
principios: el de no establecimiento y el de libre ejercicio de la religión. Estos principios
se han traducido en un análisis vivo y continuado de los mismos, gracias, en buena
medida, a la presencia de las minorías que no han dejado de plantear objeciones a la
normativa general. Por ello, quien estudia el derecho de libertad religiosa en los Estados
Unidos sigue analizando un aspecto muy vivo de la sociedad: no hace arqueología
jurídica. Y es que además, en referencia a Europa, las ideas sobre las que se edifica el
sistema norteamericano procedieron del viejo Continente, especialmente del liberalismo
político de John Locke que se dejó sentir, de modo distinto, en las figuras de Madison y
de Jefferson. En cualquier caso, la religión no se vivió en America con la carga negativa
que tuvo en la Ilustración francesa como consecuencia, entre otros factores, de las
guerras de religión vividas en Europa. Por ello, creemos que es interesante comprobar
una realización histórica diferente (como pueblo creyente que valora de manera positiva
la religión) de unos similares principios propios del liberalismo. No se quiere decir con
esto que la tradición ilustrada-secular no hubiera estado presente en los inicios del
modelo norteamericano. De hecho, esa corriente de pensamiento ha seguido avanzando
y se ha terminado por imponer en no pocos aspectos. Más aún, como si se tratase de
un efecto boomerang, esa experiencia del Norte de América ha vuelto al Continente
europeo, pero ahora cargada de una gran dosis de secularización que parece unificar los
mundos en esta aldea global. Por su parte, también ahora se empiezan a oír, en Europa,
voces favorables a una visión positiva de la separación. Algunos defienden, en la misma
cuna del laicismo, una noción de “laïcité positive”, no muy distante del concepto de
neutralidad positiva o benevolente con el que se opera en el otro lado del Atlántico.
Pero este futuro atractivo del estatuto jurídico de la libertad religiosa, también se nos
presenta incierto. Desde los años 40 del siglo XX, el discurso sobre la libertad religiosa
en el derecho norteamericano se ha centrado en el tratamiento jurídico de cada cláusula
de la Primera enmienda. El análisis ha venido operando de forma separada o
independientemente porque no se ha percibido la existencia de un principio unificador.
Pretender que el criterio determinante sea el de la separación estricta, además de no
ser posible en el moderno Estado del bienestar por los numerosos puntos de contacto,
conduciría a la disolución de la libertad religiosa. Una vez que desaparece en su
especificidad, pasaría a integrarse en una libertad más amplia que es la que resultaría
digna de protección (llámese libertad de autonomía personal, libertad ideológica, de
pensamiento o conciencia). En tal discurso, la libertad religiosa no se presentaría como
la primera libertad. Por lo tanto, se hace urgente recuperar el origen y reconocer que
las garantías constitucionales de la Primera enmienda (libre ejercicio y no-
establecimiento) responden a la comprensión positiva-creyente de la libertad religiosa
que la coloca en la primacía de las libertades. Y así las dos cláusulas están al servicio de
una única libertad, haciendo posible que la libertad religiosa sea una realidad efectiva.
El no-establecimiento de la religión, lejos de ser un fin en sí mismo, está al servicio del
libre ejercicio de la religión. Esta perspectiva debería estar presente en la resolución de
cualquier controversia. Las circunstancias de cada caso serán necesariamente distintas
pero la afirmación del mismo principio inspirador permitirá la unidad del sistema y
evitará las contradicciones. Sin embargo, para ello, es necesario ofrecer una nueva
definición de los términos de la libertad religiosa.
Estos son los principios que deberían animar el tratamiento jurídico de la libertad
religiosa y los que aportarían unidad al sistema. En concreto, nuestra apuesta (con
algunas matizaciones que se verán a continuación) descansa en una comprensión fuerte
del libre ejercicio (máximo free exercise posible dentro del respeto de unos principios y
límites que deben ser observados, en particular la sinceridad de la creencia y las
exigencias de seguridad y orden públicos) y una lectura flexible del no-establecimiento
que no lo defina desde la estricta separación (a fin de evitar la consideración negativa,
privatista e individual, de la religión). Consideramos que esta solución sería posible
gracias a una operación de balance como la del estricto escrutinio (doctrina Sherbert)
en el campo del libre ejercicio y a un principio de neutralidad benevolente (Walz) en la
esfera del no-establecimiento.
(1) Tratamiento del free exercise. Por lo que se refiere al libre ejercicio, lo primero
que habría que empezar a hacer es aplicar con seriedad el Sherbert test dentro de los
márgenes que permite el actual derecho norteamericano (en los límites apuntados en
Smith y según las cláusulas de la RFRA y de la RLUIPA). La viabilidad de esta doctrina
es más amplia de lo que pudiera parecer a simple vista. Además de las dificultades que
entraña el intento de definición del concepto de religión, el peligro está en una cultura
jurídica penetrada por un principio de neutralidad formal que corre el riesgo de vaciar
de contenido la aplicación actual del Sherbert test. Habrá que fortalecer entonces los
supuestos de strict scrutiny autorizados y recuperar la vitalidad de este esquema. Para
ello resulta imprescindible aplicar la doctrina Sherbert desde los postulados que
acabamos de señalar: perspectiva positivo-creyente de la libertad religiosa. De lo
contrario, el examen pierde sentido: se corre el riesgo de trivializar el interés religioso y
de considerar siempre poderoso (compelling) el interés del Estado por lo que la
operación de balance se desvirtúa. No hay duda que la apelación a esta operación de
balance complica la tarea del Tribunal cuando lo más sencillo sería evitar entrar en
estas consideraciones. Más aún, el carácter confuso y susceptible de abusos del proceso
ha levantado numerosas críticas. Sin embargo, esas observaciones no deberían eliminar
la operación sino trabajar en perfeccionarla, reduciendo los márgenes de
discrecionalidad en el examen de los intereses enfrentados (estatal y creyente) y en la
valoración de su relación. En el examen del interés estatal es imprescindible considerar
la importancia o necesidad del fin al que sirve ese interés así como la eficacia de la
medida en relación con el objetivo pretendido. Ese interés no debería ser considerado
de manera general, abstracta o especulativa (no meramente potencial); al contrario, se
debería tratar de un interés real, concreto y evidente. Por otra parte, el interés religioso
debería buscar la sinceridad y la importancia que la práctica de la conducta afectada
tiene para esa creencia, su carácter central o periférico y, finalmente, el sacrificio que
supone para el creyente la limitación sustancial de la práctica. Además no se debería
olvidar el peligro que suponen las predisposiciones judiciales cuando la cultura religiosa
de la mayoría es distinta. Por último, una vez identificados los intereses, se deberían
sopesar en la operación de balance teniendo en cuenta el impacto que una exención
pudiera producir. El juez Blackmun realizó un riguroso examen de los intereses en juego
y de la operación de balance en Smith (1990). Consideramos que éste es el camino que
se ha de seguir y no las alternativas que fueron reduciendo la eficacia del Sherbert test:
el criterio de la racionalidad de la medida adoptada que evitaba entrar en el balance
(Cruz, O’Lone y Goldman); la inmunidad en el proceso interno administrativo (Bowen y
Lyng); o la valoración especialmente poderosa del interés estatal (Lee y Bob Jones
University). En cualquier caso, pueden servir de ayuda las siguientes apreciaciones a los
diversos conceptos que se han ido manejando en el Sherbert test: ejercicio de la
religión, interés poderoso, límite sustancial y medidas menos restrictivas. Por ejercicio
de la religión deben entenderse las conductas o prácticas motivadas (impulsadas) por la
creencia religiosa y sinceramente sostenidas. Como ejemplos de ejercicio religioso en
los casos de zoning laws podrían indicarse los siguientes: atención a los sin techo;
grupos de oración en residencias privadas o construcción y empleo de edificio destinado
a culto. En el caso de los derechos de los internos en instituciones penitenciarias se han
considerado como ejercicio religioso la visita pastoral de ministros y la alimentación o el
empleo de útiles religiosos. Por un interés poderoso (“compelling interest”) deben
entenderse aquellos intereses del más alto orden, es decir, intereses universales
dirigidos a la prevención de peligros claros, presentes, graves e inmediatos para la
salud pública, paz o bienestar. No bastaría con que el gobierno los considerara como
tales y entre ellos, a título indicativo, podrían señalarse la igualdad racial, la
contribución fiscal y el saneado sistema de seguridad social, la defensa nacional, el
orden, seguridad y eficacia del sistema penitenciario, la salud y seguridad pública o la
protección de la infancia. En cualquier caso, ese interés debería perseguirse siempre
(fuera religiosa o no la práctica regulada) y no debería tratarse de medidas de
conveniencia o de facilidad burocrática o administrativa. La normativa o la acción estatal
supondrían una carga sustancial (“substantially burden”) cuando la práctica o conducta
religiosa fuera, de alguna manera, prohibida, castigada, discriminada o hubiera
supuesto una reducción de derechos. Habrá que apreciar entonces el carácter accesorio
o central que la conducta tiene para la creencia y el coste administrativo o financiero
que supone la carga. Las meras inconveniencias o pequeñas dificultades no representan
este tipo de gravamen. En cualquier caso, es cierto que, de todos los elementos, quizás
sea éste el más difícil de establecer y el más susceptible de abusos. Finalmente, no
bastaría que el interés estatal fuera poderoso además se exigiría que fuera la medida
menos restrictiva que se pudiera dar. Esto requiere un examen concreto de la situación
y de las diversas medias que pudieran emplearse para lograr el fin deseado. Aquí es
donde se manifiesta nuevamente la perspectiva positiva-creyente que siempre buscará
los medios menos lesivos. Pues bien, todo esto se obtendría dentro de una rigurosa
aplicación de la doctrina Smith y de las cláusulas legislativas de la RFRA y de la RLUIPA.
Ahora bien, Smith consagró como regla general el principio de neutralidad formal y
estableció, como excepción, el recurso al Sherbert test en los supuestos contemplados
en la sentencia. Por su parte, las leyes del 93 y del 2000 contemplaron como regla
general el strict scrutiny pero, como sabemos, tienen una aplicación limitada (en el
ámbito federal la RFRA y sólo en dos supuestos la RLUIPA). Esto quiere decir que aún
quedan espacios en los que se sigue un criterio negativo-secular restrictivo de la
libertad religiosa. Se podría pensar que una manera de obviar el problema sería eliminar
directamente la intervención o normativa estatal que limitara sustancialmente el libre
ejercicio de la religión. Es cierto que no vendría nada mal un recorte a la incontinencia
normativa del Estado del bienestar. Sin embargo, el Estado puede tener un legítimo
interés en regular o intervenir en una concreta materia. Por ello considero que el
camino adecuado para resolver este problema es el de la exención constitucional por
libre ejercicio. Una exención legislativa correría el peligro de dejar la cuestión en manos
del proceso legislativo y de la voluntad de la mayoría con el correspondiente riesgo de
presión política. Más congruente con la orientación positiva-creyente de esta libertad es
el reconocimiento de las exenciones como constitucionalmente requeridas lo que
devolvería su tratamiento a la arena judicial.
1.1. Introducción
El marxismo leninista propugna una visión del mundo que niega toda apelación a la
trascendencia y, considerando que “la religión es el opio del pueblo” (Marx), aspira a
superar las religiones mediante la promoción del ateísmo científico. En palabras de
Lenin, “es necesario luchar contra la religión y para ello es preciso explicar de modo
materialista el origen de la fe y de la religión de las masas”. Este fue el punto de partida
que inspiraría la política “eclesiástica” de los países de la Europa del este durante el
totalitarismo comunista. Esta política se puso en práctica de distintos modos,
dependiendo del país y del momento de que hubiera de aplicarse.
A veces, los gobiernos optaron por una política pragmática y realista y, no pudiendo
aniquilar la religión, trataron de manipularla y controlarla, sobre todo en países con
iglesias nacionales de fuerte tradición de vinculación al Estado. Así sucedió en la URSS
con la Iglesia ortodoxa rusa. Para evitar represalias del régimen, la Iglesia rusa trató de
permanecer al margen de controversias políticas y de no involucrarse en la oposición al
régimen.
Un factor clave en este periodo, que actuó ligado a la religión, fue el de los
nacionalismos. Por ejemplo, en Polonia y Checoslovaquia, el catolicismo se defendió
como identidad nacional frente al dominio extranjero soviético y la fidelidad a la Iglesia
católica era considerada una cuestión de patriotismo. Lo mismo ocurrió en muchos
lugares (Georgia, Ucrania, Estonia, Letonia, etc.) con sus iglesias ortodoxas erigidas en
símbolos nacionales en oposición a la dominación soviética. En Rusia, sin embargo, la
Iglesia ortodoxa fue soporte del régimen comunista, utilizada bajo control estatal como
vehículo de sentimiento nacional contra las iglesias rivales, por ejemplo, la de Ucrania.
Después de la caída del comunismo, todos los países de la Europa del este han
promulgado nuevas Constituciones, a excepción de Hungría donde continúa vigente la
Constitución comunista de 1949 que establecía como principios en materia eclesiástica
la separación Iglesia-Estado y la libertad religiosa y de conciencia. Lo que se ha
modificado radicalmente en Hungría con el cambio de régimen es la interpretación de
esos principios que ya no se entienden en clave de hostilidad y acoso a la religión, sino
que adquieren el significado propio de un Estado democrático que promueve los
derechos y libertades del ciudadano y de los grupos en los que se integra.
b) Junto a la neutralidad, las actuales Constituciones del este suelen consagrar como
principio la autonomía entre el Estado y las confesiones religiosas. Tal referencia
expresa es especialmente oportuna habida cuenta de los intentos comunistas de control
e interferencia sobre las iglesias. Así, por ejemplo, el artículo 24,3 de Eslovaquia
establece que “las iglesias y comunidades religiosas administran sus propios asuntos. En
particular, crean sus entidades, nombran a sus ministros, organizan la enseñanza de la
religión, y establecen órdenes religiosas y otras instituciones eclesiásticas con
independencia de los organismos estatales”.
Los países de tradición católica optaron, en general, por garantizar la libertad religiosa
mediante un sistema de cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas, en
ocasiones mediante la estipulación de normas pacticias. Se trata por lo general de
Estados que, antes del régimen comunista, habían tenido Concordato con la Santa Sede
y que, a la caída de éste, recuperan su tradición.
Hay que tener en cuenta que, en estos países, la Iglesia católica tuvo un importante
protagonismo en la vida social y política, concretamente en la lucha contra el
comunismo y en pro de la democracia. Ese protagonismo de la Iglesia influyó en que,
en el nuevo sistema instaurado, el margen de libertad religiosa reconocido, no sólo a los
individuos, sino también a las confesiones en general, y a la Iglesia en particular, fuera
muy amplio y bilateralmente pactado. Por ejemplo en Polonia, país de fuerte tradición y
mayoría católica (90’7% de la población), siguiendo el modelo italiano, se ha
constitucionalizado el sistema de Acuerdos con las confesiones en los siguientes
términos:
“… La relación entre el Estado y las iglesias y confesiones religiosas se basará en el
principio del respeto de su autonomía y de la mutua independencia de cada uno en su
propia esfera, así como en el principio de cooperación en favor del individuo y del bien
común.
Las relaciones entre la República de Polonia y las demás iglesias y confesiones religiosas
de determinarán mediante ley adoptada de conformidad con los Acuerdos celebrados
entre los representantes de las confesiones y el consejo de ministros ” (artículo 25).
Croacia (donde la población católica es del 85%) ha firmado cuatro Acuerdos con la
Santa Sede: tres de fecha de 19 de diciembre de 1996 sobre asuntos jurídicos,
cooperación en materia educativa y cultural y asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas
y a la Policía, y un Acuerdo de 9 de octubre de 1998 sobre asuntos económicos. Las
relaciones entre Eslovaquia (64’4% de católicos) y la Santa Sede han sido también
pactadas en un Acuerdo base firmado el 24 de noviembre y ratificado el 18 de diciembre
de 2000. Eslovenia (con un 86% de católicos) ha firmado el 14 de diciembre de 2001 un
Concordato con la Santa Sede en el que se establece el marco jurídico de la Iglesia
católica en el país.
En esa nación, la política comunista de hostilidad religiosa y control estatal sobre las
confesiones, concretamente sobre la Iglesia ortodoxa rusa, se suavizó con la elección de
Gorbachov como Secretario general del partido comunista en 1985. Gorbachov puso en
marcha un programa de reformas y apertura –perestroika– que abarcaría también a la
política religiosa, iniciándose un giro hacia la libertad. De este modo, las primeras leyes
consagrando la libertad religiosa y la autonomía de las confesiones se promulgaron en
1990, antes de la desintegración de la Unión soviética. Se trataba de una legislación
tuitiva de la libertad religiosa que fue duramente criticada por los sectores
conservadores de la Iglesia ortodoxa, ante el incremento de grupos religiosos
extranjeros en actividad misionera en Rusia. Esto motivó que el Soviet Supremo
aprobara un proyecto restrictivo de la ley de libertad religiosa que, sin embargo, el
Presidente Yeltsin se negó a firmar. Años después, ante las presiones del patriarcado de
Moscú y de los movimientos internacionales antisectas, Yeltsin terminó por firmar la
vigente Ley de libertad y asociaciones religiosas de 26 de septiembre de 1997, similar o
incluso más restrictiva, que la que había vetado anteriormente.
En definitiva, en los años que siguieron a la caída del comunismo los países del este
promulgaron una serie de leyes y normas que, bajo la euforia democrática, otorgaron
un amplio margen de libertad a los individuos y grupos religiosos. Transcurridos unos
años, muchas de estas legislaciones han girado hacia una mayor restricción de la
libertad de los grupos religiosos, motivada por el temor hacia los nuevos movimientos
religiosos que invadieron con su actividad proselitista esos países, y ante el recelo de las
iglesias tradicionales –símbolos de identidad nacional–, hacia las religiones
“extranjeras”.
2.1. La convivencia entre la Sharia y el derecho positivo en los Estados
islámicos
A juicio de los musulmanes, la Sharia recoge la revelación que Dios hizo a la humanidad
a través de Muhammad (Mahoma), su profeta, en el s. VII de nuestra era. Está
integrada por dos fuentes originarias o principales:
El Corán, el libro sagrado, que contiene las revelaciones que Dios, por medio del Angel
Gabriel, comunicó al profeta. Con relación a la naturaleza de las revelaciones coránicas
es necesario señalar que, aunque algunas tienen carácter jurídico, éstas no exceden de
una décima parte del Libro. Es decir, en el Corán se regulan distintos aspectos de la
existencia: preceptos culturales en torno a las relaciones del ser humano con su
Creador, directrices sobre las relaciones de la umma con otras comunidades, principios
sobre la guerra y la paz, normas que rigen las relaciones comerciales entre los
hombres, preceptos acerca del matrimonio, una minuciosa regulación del derecho
sucesorio, etc. De este modo, el Corán es la primera fuente del derecho musulmán,
pero no es un Código de derecho musulmán: carece de carácter sistemático, la mayor
parte de sus disposiciones no son jurídicas y además los operadores del derecho
musulmán no acuden directamente al Corán, sino a las obras de los doctores. Junto al
Corán la otra fuente principal de la Sharia es la Sunna o tradición en la que se recogen
los dichos y hechos del Profeta.
El s. XIX marcó en estas sociedades un punto de inflexión. Hasta entonces el uso que
hacía la autoridad de la facultad de promulgar normas para el buen funcionamiento de
la sociedad no había inquietado particularmente a los hombres religiosos, pues se había
llevado a cabo dentro de los límites de la moderación. A partir de los siglos XIX y XX, la
rapidez en los cambios sociales y económicos condujo a un desarrollo inusitado de la
actividad normativa del gobernante que cuestionó el orden existente en el derecho
islámico. Tal alteración se agudizó por el hecho de que las disposiciones dictadas eran
importadas de occidente y respondían a unos planteamientos difícilmente armonizables
con los islámicos. La recepción del derecho europeo en el mundo islámico se generalizó
a raíz del proceso de colonización.
Este primer grupo de Estados asume una fuerte confesionalidad sustancial que erige la
Sharia en crisol de legitimidad de cualquier norma y acto de poder. Tal consideración
hará que sea habitual en ellos el establecimiento de mecanismos de control destinados
a tutelar la compatibilidad de cualquier disposición gubernativa con las normas de la
Sharia. Como ejemplo puede mencionarse el Tribunal Federal de Sharia paquistaní que,
según el artículo 203D de la Constitución, “puede, de oficio o a petición de un ciudadano
de Pakistán, del Gobierno Federal o del Gobierno Provincial, examinar y decidir si
cualquier ley o disposición legislativa, es o no es contraria a los preceptos del Islam tal
y como se dispone en el Sagrado Corán y en la Sunna del Sagrado Profeta”.
c) Existe un modelo de Estados que también se declaran islámicos pero en los cuales la
aplicación de la Sharia se limita, fundamentalmente, a cuestiones de estatuto personal,
esto es, de derecho de familia y sucesiones, que ha sido calificado como el “bastión de
la Sharia”. Como en cualquier sistema jurídico antiguo, en el derecho islámico clásico
están más elaborados los aspectos que tratan de derecho privado que las cuestiones
públicas a excepción, quizá, del derecho penal. Además, esos aspectos se consideran
especialmente ligados a la religión y, por tanto, a la Sharia. En estas cuestiones la
vigencia del derecho islámico está muy generalizada aunque, la mayor parte de los
Estados, no aplican directamente las fuentes religiosas en la materia, sino que han
promulgado Códigos de estatuto personal inspirados en la ley islámica.
Puesto que Arabia Saudí pertenece a aquel grupo de Estados que acogen la Sharia como
la principal fuente del ordenamiento, la prohibición apuntada se observa en la
actualidad y, a los no musulmanes que residen en Arabia, se les prohíbe la práctica
pública de su culto. Los numerosos extranjeros que trabajan en compañías petrolíferas
tienen sus celebraciones religiosas en las embajadas o en lugares cerrados dentro de las
compañías. Aún en estos casos, se han producido detenciones que son motivo habitual
de denuncia ante Naciones Unidas.
Aunque no son muchos los países islámicos que mantienen la pena de muerte por
apostasía, casi todos imponen sanciones civiles al apóstata, lo cual es indicativo de que
no contemplan el abandono del Islam como parte del derecho de libertad religiosa. Así,
la apostasía es causa de disolución del vínculo matrimonial, de pérdida de la custodia de
los hijos y de determinados derechos económicos y sucesorios.
El no considerar el abandono del Islam como parte del derecho de libertad religiosa
conduce, en algunos casos, a impedir el proselitismo dirigido a los musulmanes. El
Código penal marroquí, por ejemplo, en su artículo 200 contempla el delito de
proselitismo estableciendo que “será castigado –con una pena de prisión de seis meses
a tres años y una multa de 100 a 500 dirhams– el que emplee medios de seducción con
el propósito de hacer vacilar la fe de un musulmán o de convertirle a otra religión…”.
Como hemos visto, la ley islámica no admite el abandono del Islam como parte del
derecho de libertad religiosa, en consecuencia, los Estados islámicos se han resistido a
que el cambio de religión fuera reconocido como parte de tal derecho en los
documentos internacionales. El artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos
Humanos de 1948 sobre libertad religiosa afirma que “este derecho implica la libertad
de cambiar de religión o de creencia”. El gobierno de Arabia Saudí solicitó la supresión
de esta referencia y, el rechazo de la enmienda, hizo que se abstuviera en la votación
final. El derecho de libertad religiosa fue acogido, con carácter jurídicamente vinculante,
en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, concretamente en su artículo
18 cuyo primer párrafo reproduce casi textualmente la redacción de la Declaración
Universal de Derechos Humanos, pero con una diferencia significativa que es la omisión
del cambio de religión o creencias como parte del derecho de libertad religiosa. Debido
a la presión que los Estados islámicos ejercieron en este punto, y con el fin de evitar el
rechazo de estos países, se suprimió la referencia al cambio de religión.
Es ajena a la cultura islámica la idea que en occidente dio origen al desarrollo de los
derechos humanos a partir del individualismo liberal de la ilustración, como unos
ámbitos de libertad o de garantía frente a un amenaza de opresión. En el Islam los
derechos nacen de la concepción del hombre como un ser religioso, que ha de rendir
cuenta de sus obras ante Dios y que, para el cumplimiento de sus obligaciones, recibe
del Creador esos derechos y libertades que le permiten el cumplimiento de la voluntad
divina.
Puesto que el origen de los derechos está en el designio divino para el hombre,
expresado en la Sharia, consecuencia lógica es que los preceptos de la Sharia operan
como límite al reconocimiento y al alcance de los derechos que ella otorga.
Las declaraciones islámicas parten de que el Islam es la religión verdadera. Desde este
planteamiento, la libertad en materia de religión se entiende para el musulmán como
libertad para poder cumplir con las obligaciones que la ley islámica prescribe. Tal
cumplimiento no se arbitra sólo como una elección libre, sino como una obligación. En
este sentido, llama la atención que la Declaración del CIE, al reconocer la objeción de
conciencia del musulmán cuando se le constriñe a un comportamiento contrario a la ley
islámica, establece tal reconocimiento no sólo como un derecho, sino como un deber.
De este modo, el artículo 4 sostiene que “nadie tiene derecho a coaccionar a un
musulmán para que obedezca una ley contraria a la Ley islámica. El musulmán debe
negarse incluso frente a aquél que le ordene tamaña desobediencia, cualquiera que ésta
sea”.
Para poder cumplir con sus obligaciones religiosas el musulmán tiene el derecho y el
deber de conocer cuáles son éstas. Así, se establece que “no se puede excusar a un
musulmán de ignorar todo aquello que necesariamente debe saber de su religión”
(Declaración del CIE, art. 5,2). De ese deber de conocer las obligaciones que la religión
impone, deriva el derecho a recibir enseñanza y educación religiosa y también el
derecho a que se propicie el ambiente social adecuado para poder llevar una vida
religiosa. Establece la Declaración del CIE, en el artículo 14, 2: “todo individuo tiene el
derecho y el deber de ‘ordenar lo conveniente y prohibir lo reprobable’ y también de
exigir a la sociedad la creación de instituciones que permitan al individuo asumir esta
responsabilidad para fomentar la solidaridad, el bien y la piedad: ‘formad una
comunidad cuyos miembros invoquen a los hombres a hacer el bien: les ordenen lo
conveniente y les prohíban lo reprobable’ (El Corán 3, 104); ‘ayudaos mutuamente a
practicar la piedad y el temor de Dios’ (El Corán 5, 2)”.
De este modo, la libertad religiosa del musulmán se entiende como libertad para el
cumplimiento de sus obligaciones religiosas, ¿qué ocurre con la libertad religiosa del no
musulmán? Para los no musulmanes, las Declaraciones suelen acoger las prescripciones
de la Sharia de tolerancia y no coacción en materia religiosa y la igual dignidad de todo
ser humano con independencia de sus creencias. La igualdad se refiere a la dignidad del
ser humano, no a la igualdad de las creencias, pues ya vimos cómo se parte de que la
fe verdadera es el Islam. Así, por ejemplo, sostiene la declaración de la OCI en el art. 1:
“Todos los hombres son iguales en dignidad y en lo relativo a sus obligaciones y
responsabilidades básicas, sin discriminación alguna de raza, color, lengua, sexo,
religión, pertenencia política, situación social o de cualquier otra índole”. Pero a
continuación añade que “la verdadera fe garantiza el enaltecimiento de esta dignidad en
el camino hacia la perfección humana”. La tolerancia con los no musulmanes lleva a
reconocerles el derecho a educar a sus hijos en su religión y a regirse por su ley
personal.
Si la Sharia opera como límite a los derechos que reconoce, ya vimos que ésta no
permite, sino que sanciona la apostasía. Por ello, en ninguna de las Declaraciones
islámicas se reconoce el abandono del Islam como parte de la libertad en materia de
religión y la Declaración de la OCI recoge un precepto que limita el proselitismo al
afirmar el que “el Islam es la religión natural del hombre. Éste no debe ser sometido a
ninguna forma de presión. Su pobreza e ignorancia no pueden ser aprovechadas para
obligarle a cambiar de religión o a hacerse ateo” (artículo 10).
1. Introducción
Por si fuera poco, la propia Carta magna, en el artículo 96.1 dispone que “los tratados
internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España,
formarán parte del ordenamiento interno”.
El actual sistema de protección internacional de los derechos humanos engloba toda una
serie de documentos vinculantes o declarativos, de carácter universal o regional y de
carácter general o particular. Sólo uno de ellos –la Declaración sobre eliminación de
todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las
convicciones proclamada de 1981– se dedica específicamente y por entero a la cuestión
de la libertad religiosa pero muchos otros aluden a ella de una u otra forma. De las
organizaciones internacionales a que pertenece España, al menos cuatro de ellas se han
ocupado del mencionado derecho: las Naciones Unidas, el Consejo de Europa, la
Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa y la Unión Europea.
No obstante lo anterior, la Carta reitera en diversas ocasiones que uno de los fines
primordiales de la organización es promover el respeto de los derechos humanos y las
libertades fundamentales.
Así las cosas, la primera ocasión en que se tuvo oportunidad de incluir un elenco de los
derechos fundamentales en un documento de la nueva organización fue con motivo de
la Declaración Universal de derechos humanos de 1948 . Dicha declaración fue el
resultado de las negociaciones entre los estados miembros de las Naciones Unidas que
se habían iniciado en la Conferencia de San Francisco. En un principio, los delegados de
los distintos estados se habían mostrado partidarios de una convención internacional,
debido a su carácter vinculante. Sin embargo, la falta de consenso determinó la
imposibilidad de acometer tal instrumento, por lo que se decidió emprender la
elaboración de una declaración.
En cuanto al valor jurídico de la Declaración debe decirse que, como tal, carece de
fuerza vinculante para los estados. Ello no obsta, sin embargo, a que la misma pueda
ser utilizada como criterio interpretativo de las obligaciones, más generales, contenidas
en la Carta o como fuente de Derecho consuetudinario. Su importancia se ve
acrecentada por el hecho de que ha sido adoptada mediante consenso.
En el caso de España, hay que poner de relieve que la Declaración Universal viene,
como ya se dijo, mencionada expresamente en el artículo 10.2 de la Constitución
española , a los efectos de interpretar los derechos y libertades fundamentales que la
misma reconoce.
En cuanto a los límites del derecho de libertad religiosa, hay que significar que el mismo
no se encuentra sujeto a la cláusula derogatoria del artículo 4.1 , relativa a las
disposiciones que pueden adoptar los estados con ocasión de situaciones excepcionales,
que autorizan la suspensión de las obligaciones contraídas en virtud del Pacto.
Eso sí, a diferencia de lo que ocurre en la Declaración Universal, el artículo 18.3
establece una serie de limitaciones específicas al derecho a manifestar la propia religión
o creencias. Dichas limitaciones, que no afectan al llamado fuero interno del derecho de
libertad religiosa, son taxativas, según ha establecido el Comité de Derechos Humanos
en su Observación General de 30 de julio de 1993.
En último apartado del artículo 18 del Pacto de derechos civiles y políticos se reconoce
el derecho de los padres a que sus hijos reciban la educación religiosa y moral que esté
de acuerdo con sus propias convicciones. La atención al derecho a la educación y a la
libertad de enseñanza es, sin embargo, mayor en el Pacto de derechos económicos
sociales y culturales, que dedica a la cuestión el artículo 13 . Los dos primeros
apartados del mismo están de dedicados al derecho a la educación, mientras que los
otros dos se ocupan de la libertad de enseñanza. Como en el artículo 27 de la
Declaración Universal , se reconoce el derecho a la educación, que debe ser
obligatoria y gratuita en la enseñanza básica. Con relación al texto de la Declaración, las
mayores innovaciones son las referidas a la enseñanza secundaria y superior. Así, frente
a la genérica afirmación de la Declaración en el sentido que “el acceso a los estudios
superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos”, el Pacto
dispone que “la enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la
base de la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular
por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita”.
Debe significarse, sin embargo, que la aportación del Comité en la interpretación del
artículo 18 por estas vías ha sido más bien escasa. En el primer caso, porque se
funciona sobre la base de los informes presentados por los estados miembros, y, muy
probablemente, éstos no serán lo suficientemente objetivos a la hora de juzgar la
situación en sus respectivos países. Por otra parte, el Comité ha adoptado generalmente
una actitud muy cautelosa tratando de evitar críticas abiertas a los estados respecto a
violaciones del derecho de libertad religiosa e ideológica.
Si, como puse de relieve anteriormente, la importancia de los pactos de 1966 radica en
el hecho de que constituyen un instrumento vinculante para los estados que los han
ratificado, la trascendencia de la Declaración de 1981 se explica por el hecho de
constituir el primer documento de las Naciones Unidas que contiene un catálogo de
principios, derechos y libertades relacionados con la libertad religiosa.
Pero fue en 1962 cuando tuvo lugar el inicio de los trabajos en el seno de los órganos
de Naciones Unidas para la elaboración de la declaración. Fue en diciembre de ese año
cuando la Asamblea General adoptó sendas resoluciones pidiendo al Consejo Económico
y Social que encomendase a la Comisión de Derechos Humanos la preparación de un
proyecto de declaración y otro de convención sobre la eliminación de todas las formas
de discriminación racial y un proyecto de declaración y otro de convención sobre la
eliminación de la intolerancia religiosa.
Como en las ocasiones precedentes, los dos grandes debates que surgieron en torno al
contenido de la Declaración fueron planteados por los países del Este, en relación a la
necesidad de poner de relieve que el objeto de protección de la misma se extendía
también a las creencias no religiosas, y por los países islámicos, respecto a la supresión
del derecho a cambiar de religión.
A pesar de todo, algunos países del Este e islámicos formularon reservas al contenido
de la Declaración, en relación a la aplicación de las disposiciones de esta que pudieran
resultar contrarias a las respectivas legislaciones nacionales y a la Ley islámica en cada
caso.
Por otra parte, el citado artículo 6 de la Declaración constituye un hito en la historia del
reconocimiento de la libertad religiosa en el ámbito de las Naciones Unidas, al tratarse
del primer intento de delimitar el contenido de aquel derecho. En todo caso, hay que
poner de relieve que el elenco de libertades que contiene no es, en modo alguno,
exhaustivo, sino meramente ejemplificativo. La importancia de dicho precepto radica
también en el hecho de que la mayor parte las manifestaciones que recoge son
manifestaciones colectivas de la libertad religiosa, lo que constituye toda una novedad,
habida cuenta que la vertiente colectiva del derecho de libertad religiosa ha sido
frecuentemente ignorada en los textos de las organizaciones internacionales en general
y de las Naciones Unidas en particular.
Los resultados de tales iniciativas han sido tres hasta el momento. La primera de ellas
fue la celebración de un Seminario sobre el fomento de la comprensión, la tolerancia y
el respeto en materia de libertad religiosa o de convicciones, que tuvo lugar en Ginebra,
en diciembre de 1984. Resultado del mismo fue un informe que incorporaba una serie
de recomendaciones, elaborado sobre la base del consenso.
Sin embargo, ha sido la última de las iniciativas la que ha dado frutos más duraderos, al
haber dado lugar a una suerte de procedimiento estable: el procedimiento público
especial por materias dedicado al fenómeno de la intolerancia religiosa y la
discriminación fundadas en la religión o las convicciones. El procedimiento se articula
fundamentalmente sobre la figura del Relator Especial de la Comisión de Derechos
Humanos, que desde 1987 viene presentando informes anuales dando cuenta de la
labor realizada. Hasta 1993, ejerció las funciones de Relator Especial el portugués
Angelo d'Almeida Ribeiro. Tras su dimisión fue nombrado Abdelfattah Amor, de Túnez.
Para concluir con las Naciones Unidas, conviene poner de relieve que aunque se haya
hecho referencia únicamente a los textos fundamentales, existen muchos otros
documentos de Naciones Unidas –desde tratados internacionales o declaraciones hasta
resoluciones emanadas por sus propios órganos– en que, de uno u otro modo, el
elemento religioso está presente. Así, en los tratados y declaraciones es frecuente la
inclusión de una cláusula de prohibición de discriminación por motivos religiosos.
También cabe destacar otros textos en los que se reconoce el derecho de libertad
religiosa o su manifestación a determinados grupos de personas.
Por lo que se refiere a la objeción de conciencia, hay que decir que, a pesar de que el
artículo 4.3 b) del Convenio admita explícitamente la posibilidad de que los estados
miembros no reconozcan tal derecho, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa
ha afirmado, al menos en dos ocasiones, que el derecho a la objeción de conciencia al
servicio militar se deriva del derecho a la libertad de conciencia reconocido en el artículo
9.1 del mismo Convenio .
Respecto a las posibles manifestaciones del derecho de libertad religiosa, el artículo 9.1
alude al “culto, la enseñanza y la observancia de los ritos”, en expresión similar a la
empleada en los textos de Naciones Unidas a los que se ha hecho referencia. Como en
los casos precedentes, no debe considerarse tal enumeración como exhaustiva, sino
como meramente ejemplificativa.
Según el artículo 9.2 la libertad de manifestar la religión o las convicciones “no puede
ser objeto de más restricciones que las que, previstas por la Ley, constituyan medidas
necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del
orden, de la salud o de la moral pública, o de los derechos o las libertades de los
demás”. El elenco no difiere sustancialmente de los contenidos en los artículos 18.3 del
Pacto de derechos civiles y políticos y 1.3 de la Declaración contra la intolerancia y la
discriminación religiosa. Debe observarse que, en realidad, no se trata de un elenco de
limitaciones concretas, sino de los requisitos o condiciones necesarias para que puedan
establecerse límites al ejercicio del referido derecho. Sea como fuere, parece claro que,
tanto por la amplitud de los conceptos enumerados como por el tenor literal de los
distintos preceptos, tales límites son taxativos.
A diferencia de lo que ocurre con los textos de derechos humanos de las Naciones
Unidas, el Convenio de Roma prevé un procedimiento para el cumplimiento de las
disposiciones en él contenidas, que cabe ser calificado como estrictamente judicial.
Dicho procedimiento ha cambiado recientemente con el Protocolo número 11, aprobado
en mayo de 1994, relativo a la reestructuración de los mecanismos de control
establecidos en el Convenio, que introdujo modificaciones importantes.
No es el caso de explicar en esta sede el procedimiento con todo detalle, pero sí, quizás,
de hacer referencia a las principales novedades que introduce el mismo. Las más
importantes son las siguientes: el reconocimiento incondicional de la competencia a los
particulares para plantear demandas ante el Tribunal; la desaparición de la Comisión
Europea de Derechos Humanos; la limitación de las competencias del Comité de
ministros que quedan reducidas a la ejecución de las sentencias dictadas por el
Tribunal; la posibilidad de revisión de sentencias, y el hecho de que el Tribunal tenga
jurisdicción obligatoria, es decir, que no sea ya necesario que los estados partes
formulen su aceptación expresa a la jurisdicción del mismo. Por todo ello, parece que el
nuevo procedimiento permitirá una agilización en la resolución de los conflictos
planteados, lo que redundará en una más real eficacia.
Como vimos anteriormente el Convenio Europeo, al igual que el resto de los tratados y
declaraciones internacionales referidas, ha insistido más en la dimensión individual del
derecho de libertad religiosa que en su vertiente colectiva, lo que se comprende si se
tiene en cuenta el carácter derivado de la protección del derecho de los grupos
religiosos en relación con la protección de la libertad religiosa de los individuos, que
constituye el fundamento de aquella.
Por lo que se refiere a esta última, siguiendo de cerca la letra del artículo 9 , el
Tribunal ha insistido en distinguir entre la vertiente interna del derecho de libertad
religiosa, que es absoluta y, consecuentemente, no permite restricción alguna, y la
externa, que está sujeta a las restricciones que recoge el apartado 2 del mencionado
artículo (vid. sentencia Kokkinakis contra Grecia de 25 de mayo de 1993). Se trataría,
por tanto, de determinar el alcance de dichas limitaciones.
En otras sentencias, como las dictadas en los casos Otto Preminger Institut contra
Austria, de 13 de julio de 1995, y Wingrove contra el Reino Unido, de 25 de noviembre
de 1996, se sostiene que determinadas manifestaciones del derecho a la libertad de
expresión pueden ser restringidas por el respeto a los sentimientos religiosos. En ambos
casos, el Tribunal entiende que es legítimo prohibir la distribución comercial de ciertas
películas por incluir contenidos atentatorios contra la libertad de conciencia. Los
tribunales austriacos y británicos habían considerado que tales películas resultaban
ofensivas para los sentimientos de la población cristiana, que es mayoritaria en ambos
estados.
En cuanto a la aplicación del principio de igualdad a los grupos religiosos en sí, cabe
referirse especialmente a dos pronunciamientos del Tribunal que cabe calificar en cierta
medida como contradictorios. El primero de ellos en el caso Iglesia católica de Canea
contra Grecia, de 16 de diciembre de 1997, en que se sostiene que toda confesión
religiosa tiene derecho, no ya a que se le reconozca su existencia jurídica, sino también
a obtener una personalidad jurídica equiparable a la que gozan otras confesiones
religiosas. En cambio, en la sentencia Asociación litúrgica Cha’are Shalom Ve Tsedek
contra Francia, de 27 de junio de 2000, el Tribunal reconoce a las autoridades
nacionales un margen de apreciación discrecional para conceder beneficios legales a
determinados grupos religiosos siempre que se demuestre que esa diferencia de trato
no supone una dificultad para que las personas singulares puedan practicar su religión.
En el supuesto concreto se entiende que el hecho de que las autoridades francesas
hubieran autorizado en exclusiva a la Asociación Consistorial Israelita de París, que
aglutina a la mayoría de las comunidades israelitas en Francia, la práctica del sacrificio
ritual, denegándola a la recurrente, no vulnera los derechos de libertad e igualdad
religiosa.
Finalmente, también en relación con la aplicación del principio de igualdad a los grupos
religiosos cabe aludir a las sentencias dictadas en los casos Manoussakis y otros contra
Grecia, de 26 de septiembre de 1996, y Pentidis y otros contra Grecia, de 9 de junio de
1997, en que se reconoce el derecho de los grupos a tener y administrar sus lugares de
culto y se sostiene que la legislación griega se había aplicado de modo discriminatorio a
los testigos de Jehová.
Antes de concluir este epígrafe, debe ponerse de relieve que, al igual que sucede en el
seno de las Naciones Unidas, aparte del Convenio Europeo de Derechos Humanos, el
Consejo de Europa ha producido otros documentos que, de una u otra forma, hacen
referencia al factor religioso. En este caso, al margen de los convenios en que se
prohíbe la discriminación por motivos religiosos o que reconocen el derecho de libertad
religiosa e ideológica a determinados grupos de personas, debe hacerse especial
mención de la actividad de los órganos del Consejo de Europa como el Comité de
Ministros y la Asamblea Parlamentaria. Singularmente esta última ha dictado una serie
de resoluciones y recomendaciones sobre materias directamente relacionadas con el
Derecho eclesiástico como la libertad religiosa, la objeción de conciencia al servicio
militar o los nuevos movimientos religiosos.
Así las cosas, la O.S.C.E. no ha dejado de lado la protección de la libertad religiosa, que
aparece claramente reconocida en varios de los documentos aprobados en el seno de la
misma como resultado de las reuniones a distintos niveles celebradas al amparo de esta
organización. Ante todo, debe quedar claro que tales documentos no tienen valor
jurídico alguno: no son tratados internacionales, sino documentos en que se realizan
declaraciones o se hacen presentes decisiones adoptadas en las distintas reuniones que
se han ido celebrando durante estos años. El valor de tales documentos será pues
fundamentalmente político y, en este sentido, tampoco puede ignorarse que
dependiendo del nivel de la reunión en que se aprueban los mismos –que puede ser una
cumbre, en la que participan los jefes de Estado o de Gobierno de los estados
miembros, una reunión a nivel ministerial o una reunión en la que participan
representantes de los distintos estados miembros que no ostentan la condición de
ministros–, el valor del documento será mayor o menor. Este dato ha sido
frecuentemente ignorado por la doctrina que se ha ocupado de esta cuestión, pues
suele aludirse a los mismos sin hacer referencia alguna al nivel en que han sido
adoptados los respectivos documentos.
La cumbre de Estambul, que tuvo lugar los días 18 y 19 de noviembre de 1999, dio
origen a sendos documentos: la Carta para la seguridad europea y la Declaración de la
mencionada cumbre. En el primero de ellos también se alude a los derechos de libertad
de conciencia, religión y creencias, así como a la prevención de la discriminación
religiosa.
Aparte de las referencias que en los documentos conclusivos de las reuniones aludidas
se hacen a los derechos humanos en general y al derecho de libertad religiosa en
particular, debe resaltarse que, desde 1993, vienen celebrándose una serie de
reuniones en Varsovia al objeto de supervisar los compromisos adquiridos por la
organización en materia de dimensión humana. En la última de ellas, que tuvo lugar en
1998, se decidió la celebración en Viena de una reunión suplementaria que tuviera por
objeto el estudio de la libertad religiosa. Dicha reunión se desarrolló en marzo de 1999.
En la misma fueron dos las cuestiones principalmente debatidas: la reconciliación en
materia religiosa y la prevención de conflictos, y el pluralismo religioso y las limitaciones
a la libertad religiosa.
La O.S.C.E. fue la primera organización a nivel europeo que rompió el viejo bipolarismo
Este-Oeste, al incluir en su seno la práctica totalidad de los países europeos. Por otra
parte, sobre todo en el ámbito internacional, sucede con frecuencia que son más
eficaces los actos por su significación política que por su valor jurídico.
Antes de nada conviene dejar claro el carácter peculiar de la Unión Europea, que la
distingue de las organizaciones internacionales a que se ha hecho referencia
anteriormente y que sustancialmente puede resumirse en el hecho de que los miembros
de la Unión Europea forman parte de un proyecto de unificación política. No se trata ya
de una organización a nivel internacional en cuyo seno los estados se fijan objetivos
comunes y tratan de lograr acuerdos en relación a materias específicas, sino que los
estados miembros tienen como fin el lograr una suerte de integración europea. De otro
modo no podría comprenderse la existencia de un parlamento elegido por sufragio
directo y universal, por muy escasas y limitadas que sean sus funciones, o el hecho de
que normas adoptadas en su seno, como es el caso de las directivas del Consejo,
resulten directamente vinculantes para los estados miembros, que deben adaptar a
ellas su legislación interna, sin necesidad de ratificación alguna por parte de aquellos.
De otra parte, hay que significar que el fundamento constitucional español de este tipo
de vinculación supranacional habrá que buscarlo, no ya en los artículos 10.2 o 96.1
, sino en el artículo 93 que prevé dicha posibilidad al establecer que “mediante ley
orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una
organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la
Constitución”.
Con el tiempo, sin embargo, el interés de la Comunidad Europea por los derechos
fundamentales ha ido aumentando considerablemente, coincidiendo con la creciente
jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo sobre la materia. Sin embargo, los esfuerzos
comunitarios han ido más dirigidos a reclamar el carácter vinculante de instrumentos ya
vigentes, como el Convenio Europeo de derechos humanos o las constituciones de sus
estados miembros, que a la elaboración de un catálogo de derechos fundamentales
propio.
En el ámbito de los tratados las referencias a la religión son mínimas. Dejando a salvo
la cláusula contra la discriminación religiosa contenida en el Tratado de Roma, sólo en el
Tratado de Ámsterdam puede encontrarse una referencia específica a la cuestión, que
por lo demás queda fuera del articulado. Se trata de la declaración número 11, sobre el
estatuto de las iglesias y de las organizaciones no confesionales, que figura como anexo
al Acta Final, en que se dice que “la Unión Europea respeta y no prejuzga el estatuto
reconocido, en virtud del derecho nacional, a las iglesias y las asociaciones o
comunidades religiosas en los Estados miembros”, añadiéndose que la Unión Europea
respeta asimismo el estatuto de las organizaciones filosóficas y no confesionales”.
Dentro del llamado Derecho comunitario secundario, sólo la Directiva sobre televisión
contiene una norma que cabría calificar propiamente de Derecho eclesiástico. En
realidad, sólo en el ámbito de las resoluciones del Parlamento Europeo, que carecen de
eficacia vinculante, encontramos referencias específicas a cuestiones de Derecho
eclesiástico. Así, algunas de éstas se dedican a cuestiones como la objeción de
conciencia al servicio militar, los nuevos movimientos religiosos, la libertad de
enseñanza o el descanso dominical.
4. Consideraciones conclusivas
Al inicio de estas líneas puse de manifiesto que la intención de este trabajo era de la
comprobar en qué medida habían incidido los distintos textos internacionales en la
protección del derecho de libertad religiosa. Como he puesto relieve en varias ocasiones
a lo largo del mismo, debe concluirse que la protección de la libertad religiosa y de los
derechos fundamentales en general a nivel internacional es limitada. Y lo es, entre otros
motivos que no viene al caso referir aquí, porque en el Derecho internacional concurren
culturas y tradiciones radicalmente diversas que dificultan notablemente el acuerdo
entre los distintos estados de la comunidad internacional.
Fecha de actualización
07/02/2011
Tomamos como punto de referencia la distinción -que es una entre las varias posibles-
entre el sentido instrumental y el técnico de la voz fuente referida al Derecho. Se
denomina fuente instrumental a “todo el material utilizable para conocer el contenido de
las normas” (fuentes materiales, mediatas o de conocimiento); en sentido técnico
(fuentes formales, inmediatas o de existencia), tanto es fuente del Derecho la fuerza
social productora del mismo (la comunidad social, el legislador) como lo son los diversos
modos de manifestarse aquel (ley, costumbre, jurisprudencia...).
En adelante, entenderemos por Fuentes del Derecho las Fuentes de existencia, y éstas
en su segundo significado, es decir, las fuentes enumeradas en el art. 1.1 del Código
civil: : la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho. Y es que el Derecho
Eclesiástico, siendo parte del ordenamiento jurídico del Estado, no puede tener otras
fuentes que las que son propias del mismo, y así lo han entendido tanto la doctrina
eclesiasticista como la canonista cuando se han referido al Derecho estatal sobre
materias religiosas (Lombardía-Fornés).
Tal elección obedece a causas lógicas; no se trata aquí de llevar a cabo un análisis de
las estructuras de gobierno estatales, en cuyo marco podría estudiarse al legislador y a
su acción legislativa, ni tampoco de presentar las fuentes de conocimiento -documentos
jurídicos de todo tipo, en los que se contienen las normas jurídicas-, sino de exponer
cuáles son las fuentes de manifestación del Derecho, aquéllas que surgen de los
órganos de los que emana el ordenamiento y que constituyen la normativa que regula la
vida de los ciudadanos en su dimensión jurídica.
Debe hacerse también aquí mención de la jurisprudencia. En general, la doctrina -no sin
discusión- acepta que la misma no tiene valor de fuente en el ordenamiento jurídico
español. Pero el art. 1.6 del Código civil establece que la jurisprudencia
“complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado,
establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los
principios generales del derecho”. Y no habiendo dejado de pronunciarse sobre materias
religiosas el resto de los Tribunales, debe considerarse que interesa también al
estudioso, cuando menos, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y de la Audiencia
Nacional, así como la proveniente de Tribunales internacionales y particularmente de la
Corte Europea de Estrasburgo, todos los cuáles han ido creando una interesante
doctrina jurisprudencial en torno al tratamiento jurídico de los fenómenos religiosos.
A efectos de ofrecer una clasificación de las fuentes del Derecho Eclesiástico español
puede resultar útil el siguiente Esquema (Ibán):
I. La Constitución.
b) El Consejo de Europa.
c) La Unión Europea.
Estamos ante un Esquema que ofrece una panorámica general de las fuentes de
acuerdo con un determinado modelo de clasificación -no por supuesto el único posible-,
modelo que resulta suficientemente clarificador a los efectos de obtener una visión de
conjunto del complejo grupo de normas que constituyen el ordenamiento jurídico
eclesiástico estatal vigente de uno u otro modo en España. Conviene indicar la
naturaleza, función y cometido de cada una de tales fuentes, tal como las hemos dejado
reseñadas.
2.1. La Constitución
A) Los documentos procedentes de las Naciones Unidas, entre los que señalamos:
- La “Carta de las Naciones Unidas”, de 1945, cuyo art. 1 señala como propósito de
las mismas “el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las
libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de... de religión”,
en lo que insisten más detalladamente los arts. 13 y 55 .
- Aún debe señalarse otro texto de las Naciones Unidas, la “Declaración sobre la
eliminación de todas las formas de intolerancia y no discriminación fundadas en la
religión o las convicciones”, de 1981. Su fuerza vinculante es inferior a la de los otros
textos citados, para los que sirve como criterio de interpretación (Ibán), pero su texto
es muy rico a los efectos de la tutela de la libertad de religión y ofrece un articulado que
interesa en su práctica totalidad a los efectos del desarrollo de las normas contenidas en
los tres grandes documentos precedentemente citados (Mantecón).
B) Los documentos procedentes del Consejo de Europa, entre los que señalamos:
Por lo que hace a los Acuerdos con la Santa Sede, España ha seguido durante siglos la
tradición -primeramente europea y luego ampliada a otros continentes, en particular a
América- de pactar sus relaciones con la Iglesia Católica a través de tratados
internacionales que reciben la denominación de Concordatos, y cuyas partes son la
Santa Sede y el Estado firmante en cada caso. Aparte de algún otro intento histórico no
cuajado, tres Concordatos han regulado desde el siglo XVIII las relaciones Estado
Español-Santa Sede: el de Fernando VI y Benedicto XIV de 1753, el de Isabel II y Pío IX
de 1851, y el del General Franco y Pío XII de 1953. Tales concordatos han constituido la
principal fuente histórica del Derecho Eclesiástico español durante los tres últimos
siglos.
Una vez instaurado como Rey de España Don Juan Carlos I tras la muerte de Franco -
noviembre de 1975- en julio de 1976 se firmó ya un primer Acuerdo del nuevo régimen
político con la Santa Sede, que modificaba en parte el Concordato de 1953 entonces
vigente. E, inmediatamente tras la aprobación de la nueva Constitución -6 de diciembre
de 1978- el 3 de enero de 1979 se firmaron entre el Gobierno de España y la Santa
Sede otros cuatro nuevos Acuerdos, que junto con el de 1976 sustituyeron en su
totalidad al Concordato y constituyen desde entonces una parte fundamental del
presente sistema pacticio de fuentes -fuentes bilaterales- del Derecho Eclesiástico
español.
Como tales fuentes bilaterales, los Acuerdos con la Santa Sede serán objeto particular
de atención en otro apartado de este programa.
B) Los Acuerdos con confesiones distintas de la Iglesia Católica proceden de 1992, y son
tres, firmados respectivamente entre el Estado y la FEREDE (Federación de Entidades
Religiosas Evangélicas de España, ), la FCI (Federación de Comunidades Israelitas de
España ), y la CIE (Comisión Islámica de España ). En tanto que fuentes bilaterales,
serán expuestas en el apartado correspondiente a las mismas. Debe recordarse que,
para poder establecer acuerdos con el Estado, y a tenor del art. 7 de la Ley Orgánica de
Libertad Religiosa , las Confesiones habrán de tener reconocido su notorio arraigo en
España, reconocimiento que se otorgará en base a “su ámbito y número de creyentes”.
Sin embargo, a la hora de determinar qué Confesiones habrían de beneficiarse de tal
concesión, no se tuvo en cuenta la citada norma, sino que se les reconoció notorio
arraigo a las tres religiones que, además de la Iglesia Católica, poseen en España una
presencia histórica y cultural fuera de toda duda, el Cristianismo, el Judaísmo y el
Islam; tal proceder puede ser, sin duda, lógico, en cuanto que responde a una realidad
patente, pero resulta más que dudosa su conformidad con la Ley de Libertad Religiosa
(González del Valle).
Por otro lado, debe advertirse que, en fechas más recientes, el Ministerio de Justicia ha
reconocido notorio arraigo en España a los Mormones (la Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días es su denominación oficial), los Budistas y los Testigos de
Jehová, sin que ello se haya traducido por el momento en el establecimiento de
Acuerdos entre tales entidades y el Estado.
Se trata de normas tanto unilaterales, que las Comunidades Autónomas emanan, como
bilaterales, que las mismas pactan con las representaciones regionales y locales de las
Confesiones, muy en particular de aquéllas cuatro que tienen Acuerdos con el Estado,
es decir, la Iglesia Católica, la FEREDE, la FCI y la CIE. Muchas de tales normas son
convenios en materia de patrimonio histórico-artístico; las hay también relativas a la
enseñanza, los días festivos, la asistencia religiosa, las asociaciones, etc.; singular
resulta la firma de convenios de más amplio espectro, como los establecidos con
algunas de dichas entidades por las Comunidades Autónomas de Madrid y Cataluña.
Las normas de origen confesional son las que cada Confesión se da a sí misma para
regular su propia vida interna en el campo jurídico. El ejemplo por antonomasia es el
Derecho Canónico, o Derecho propio de la Iglesia Católica, que existe desde los
primeros siglos de su historia y que ha alcanzado a lo largo de los siglos un desarrollo
tal que lo ha convertido en uno de los principales ordenamientos jurídicos jamás
existentes. Su presencia en la vida jurídico-social de la Europa medieval fue tan
importante, que junto con el Derecho Romano llegó a constituir el Derecho Común, base
del Derecho posterior en todo el ámbito europeo o de influencia europea, tanto latina
como anglosajona. Muchas de las instituciones jurídicas más importantes -
singularmente p.e. el matrimonio, el proceso, la estructura administrativa del Estado
moderno... - nacieron de modelos canónicos, de donde arrancan asimismo figuras tan
transcendentales como la de la persona jurídica o corrientes doctrinales tan
significativas como el personalismo frente al formalismo o el juego de la norma singular
frente al dogmatismo exclusivista de la norma con generalidad.
La jurisprudencia de todos los tribunales que de una u otra manera se han pronunciado
sobre temas de Derecho Eclesiástico -de hecho, tribunales situados en todos los grados
de la escala judicial- es amplísima y resulta imposible sistematizarla en este lugar. En
todo caso, al tratarse de una fuente unilateral, le concederemos más adelante mayor
atención, dejándola mencionada en este momento a los efectos de completar el cuadro
de conjunto de las fuentes de nuestro ordenamiento jurídico eclesiástico estatal.
Por lo que hace a los temas que son exclusivamente propios del Ministerio de Justicia,
debe citarse fundamentalmente el Registro de Entidades Religiosas -a través de la
inscripción en el cuál las Confesiones y demás entidades de carácter religioso adquieren
la personalidad jurídica civil-, y el reconocimiento de notorio arraigo, requisito
indispensable para que las Confesiones puedan llegar a Acuerdos con el Estado;
asimismo, la elaboración de éstos Acuerdos, con la excepción del caso de la Iglesia
Católica, cuyo carácter internacional obliga a la intervención también del Ministerio de
Asuntos Exteriores. Le corresponde, en fin, la responsabilidad del exacto cumplimiento
de los restantes artículos de la Ley de Libertad Religiosa, así como la promoción de ésta,
en los planos individual y colectivo y en todos los campos, lo que realiza tanto a nivel
interno como también en el plano internacional, llevando la representación de España a
múltiples foros en que aquellas libertad es objeto de análisis, defensa y desarrollo.
B) Por lo que hace a las actuaciones administrativas con relevancia en el ámbito del
Derecho Eclesiástico, que pueden generar normas integrantes del mismo, el campo de
exposición sería inacabable si se pretendiera abarcarlas y sistematizarlas todas. Existen
diferentes publicaciones que contienen interesantes estudios sobre la normativa
concreta relativa a muy diferentes temas -la enseñanza, la expresión e información, la
financiación, la protección penal de la libertad religiosa, el proselitismo, el patrimonio
artístico, la condición jurídica de las confesiones y de los religiosos, las sectas, la
objeción de conciencia, son simples ejemplos de una posible relación extensísima, pues
la bibliografía eclesiasticista ha alcanzado en los últimos años un gran desarrollo-.
Intentar, siquiera someramente, abarcar aquí y sistematizar tales publicaciones
supondría descender a un grado de especialización que desborda el cometido general
que debe ser propio de la presente exposición.
No estamos, pues, ante una norma propia y precisamente bilateral, sino ante un tipo
aparente de ley paccionada; el vigor del Acuerdo no nace de modo inmediato de la
voluntad de las Partes que lo firmaron, sino de una Ley unilateral dictada por el Estado.
Sin embargo, si se tratase puramente de una Ley unilateral, el Acuerdo podría ser
derogado simplemente mediante la derogación de la Ley por parte del Estado que la
dictó; y no es tal el caso, pues la Disposición adicional segunda del Acuerdo establece
que el mismo “podrá ser denunciado por cualquiera de las partes que lo suscriben,
notificándolo a la otra, con seis meses de antelación”. Todo lo cual dota a estos
Acuerdos de una tipología propia y singular, típica del Derecho Eclesiástico, que se
repite en otros países que han firmado pactos similares con Entidades religiosas (Italia,
Alemania...), que permite encuadrarlos sin duda como normas de carácter bilateral.
Visto todo lo cual, deberemos pasar a ocuparnos de las principales fuentes unilaterales
del Derecho Eclesiástico del Estado, es decir, la Constitución y la Ley Orgánica de
Libertad Religiosa; todo lo expuesto hasta ahora indica que no son las únicas, pero
también que las restantes -procedentes de diferentes Ministerios y otros Organismos
administrativos, de las Comunidades autónomas y de los Tribunales- forman un cuerpo
normativo que resulta imposible e innecesario intentar aquí exponer en sus detalles y
variado contenido.
3.1. La Constitución
- En primer lugar y sobre todos, el art. 16, que es la principal norma al frente del
ordenamiento jurídico español sobre materias religiosas. Está situado, en el Capítulo II,
“Derechos y Libertades”, en su Sección Primera , “De los derechos fundamentales y
de las libertades públicas”, lo cual es clave para determinar el carácter de derecho
fundamental que a la libertad religiosa se le reconoce en España, con todas las
consecuencias que la Constitución y el resto del Ordenamiento marcan en orden a la
protección de ese tipo de derechos. Su tenor es el siguiente:
“2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”.
“3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta
las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes
relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
A) La doctrina está dividida en torno al carácter del Estado en relación con los
fenómenos religiosos, que de la Constitución se desprenda. Una parte de la misma
entiende que el art. 16 crea en España un Estado laicista, pero esta afirmación parece
-con el mayor respeto a todas las opiniones científicas- insostenible. Lo que el art. 16
establece es un Estado aconfesional neutral, que reconoce y garantiza la libertad
religiosa y la libertad ideológica -no cubriendo pues solamente la esfera de la primera-,
y no reconoce como oficial a creencia ni confesión alguna -de ahí su condición de
aconfesional y neutral-.
Es cierto que en este punto se ha producido recientemente una reordenación del sentido
de los términos: hace no tanto tiempo, los términos que se contraponían, en el terreno
en que nos estamos moviendo, eran “laico” -el modelo francés-, “aconfesional” -el
modelo español, italiano, alemán, portugués- y “confesional” -el modelo inglés o
escandinavo-. Hoy, la palabra laicidad ha cobrado un significado nuevo, y se habla de
una “laicidad positiva” -en la que los fenómenos religiosos poseen un reconocimiento
jurídico y cabe la cooperación entre el Estado y las Confesiones-, frente al laicismo que
desconoce aquellos fenómenos y no coopera con ellos. Así, quedan confrontados los
términos Estado laicista y Estado laico o aconfesional -los modelos francés de un lado y
español, italiano, etc., de otro-, amén de la subsistencia del modelo confesional
mencionado. En tales parámetros, es como no cabe denominar hoy laicista, pero sí
laico, al Estado español nacido de la Constitución vigente; laicista es una calificación
que supone aceptar el sentido tradicional que la doctrina, sobre todo la francesa,
concedió siempre al término “laico”, y que supone una absoluta indiferencia -y muy
frecuentemente una animosidad- del Estado frente al fenómeno religioso. Antes bien, el
fenómeno religioso merece en el art. 16 constitucional una valoración positiva, pues se
obliga a los poderes públicos -expresión más amplia que la de “Estado”, pues incluye
también a los ámbitos Autonómico y Local- a tomar en cuenta las creencias religiosas
de la sociedad, y ello de un modo netamente positivo, al considerar el texto legal que de
ahí se sigue de modo necesario -“consiguientemente”- una relación de cooperación con
las Confesiones, lo que no podría establecerse si la actividad religiosa con la que el
Estado ha de cooperar no se considerase un bien social positivo.
B) De las relaciones de cooperación del Estado con las Confesiones nace toda la trama
normativa bilateral, más arriba aludida, por lo que en este artículo encuentra su
fundamento la actividad pacticia del Estado con las Entidades religiosas.
Además del art. 16 constitucional, , deben mencionarse, por su contenido que los
constituye también en fuentes unilaterales del Derecho Eclesiástico español, el art. 9 ,
que atribuye “a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la
igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas”; el 10
, según el cual “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son
inherentes... son fundamento del orden político y de la paz social”, y del que ya
recordábamos más arriba que establece también que la interpretación de las normas
relativas a los derechos fundamentales y a las libertades públicas se hará en
conformidad con los Documentos internacionales ya señalados aquí con anterioridad; el
14 , según el cuál “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer
discriminación alguna por razón de... religión, opinión...”; el 15 , regulador del
derecho a la vida y a la integridad moral, sometido a graves tensiones por parte de
determinada legislación estatal; el 20 , que reconoce el derecho a expresar
libremente las ideas, opiniones y pensamientos mediante la palabra, los escritos, etc.;
el 21 , sobre el derecho de reunión; el 22 , que reconoce el derecho de asociación;
el 24 , sobre la tutela judicial a que todas las personas tienen derecho; el importante
art. 27 , sobre el derecho a la educación, cuyo capital párrafo 3 establece que “los
poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para que sus hijos
reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias
convicciones”, precepto que constituye la base de la enseñanza religiosa en los diversos
niveles educativos, y cuya inobservancia en varios de sus aspectos por parte del Estado
está originando en España no pocos conflictos sociales y jurídicos; el 32 , que regula
el matrimonio y abre la puerta al reconocimiento civil de los matrimonios religiosos, y el
39 , que asegura la protección social, económica y jurídica de la familia, temas ambos
sometidos hoy a importantes tensiones; y el 46 , sobre la conservación del patrimonio
histórico, cultural y artístico, cualquiera que sea su titularidad.
Promulgada la Constitución y firmados los Acuerdos con la Santa Sede, que fueron
ratificados en diciembre de 1979 y publicados en el BOE del 15 de dicho mes, a
finales de ese año quedaba fijada al más alto nivel la normativa integrante del Derecho
Eclesiástico español, precisada sólo, para completar ese nivel, de una norma que
desarrollase para los casos necesarios el ejercicio de la libertad religiosa tal y como la
Constitución la había establecido. La Iglesia Católica, en efecto, a partir de 1979 tiene
reguladas en el marco constitucional sus relaciones con el Estado y el ejercicio para sus
miembros de la libertad religiosa individual y colectiva, en continuidad con una larga
tradición concordataria, a la que ya hemos hecho referencia. Pero no era la misma la
situación de las restantes confesiones, en favor de las cuáles se hacía necesario
desarrollar la normativa contenida en la Constitución, abriendo además el camino a la
cooperación Estado-Confesiones prevista en el art. 16 .
Las Confesiones distintas de la Católica se regían desde 1967 por la Ley de Libertad
Religiosa que entonces se promulgó, y que supuso en su momento una innovación
radical en el panorama eclesiasticista español, ya que fue la primera vez que el Estado
concedía a dichas confesiones un estatuto jurídico de reconocimiento y libertad; por
limitada que ésta resultase, la ley representaba un paso gigantesco hacia adelante en el
ordenamiento eclesiasticista español, como sus propios destinatarios repetidas veces
han reconocido.
Pero, del mismo modo que el Concordato con la Santa Sede de 1953 era incompatible
con la Constitución y debió ser sustituido por los Acuerdos de 1979, , otro tanto le
sucedía a la Ley de Libertad Religiosa de 1967, lo que llevó a la promulgación, el 5 de
julio de 1980, de la Ley Orgánica 7/1980 de Libertad Religiosa.
La Ley consta de ocho artículos, dos disposiciones transitorias, una derogatoria y otra
final. Es, pues, una ley muy breve, una ley marco. Portugal, después de estudiarla, ha
optado por un modelo diferente: una Ley muy extensa, que prevé todos los supuestos
normativos que pueden ser comunes a las diferentes Confesiones, dejando para
posibles Acuerdos tan solo las peculiaridades que distinguen a cada una de ellas. Un
modelo similar es el que está pasando por un inacabable trámite parlamentario en
Italia. España optó por limitar la Ley a pocas y esenciales normas básicas, dejando todo
el resto de la normativa para los Acuerdos que, en consecuencia, los tres firmados hasta
ahora, han resultado prácticamente idénticos entre sí, ya que no contemplan tanto las
peculiaridades de cada Confesión cuanto lo que debe ser normativa común a todas
ellas.
Al realizar una breve exposición de su articulado, han quedado señalados los derechos
formalizados en la Ley, tanto individuales como colectivos. Es de notar que, según se
evidencia en el texto constitucional, el Estado ya no adopta una actitud pasiva ante la
libertad religiosa; va mas allá de la inmunidad de coacción y asimismo sobrepasa el
antiguo límite del principio de confesionalidad, prohibiéndose a sí mismo cualquier
concurrencia con los ciudadanos en calidad de sujetos de actos o actitudes de fe
(Viladrich).
Los derechos individuales que la Ley formaliza son, pues, la libertad religiosa personal,
libertad de profesión, negación y cambio de creencias y prácticas; la libertad de culto y
asistencia, tanto en sentido positivo -recibir asistencia religiosa de la propia religión,
conmemorar las festividades religiosas, celebrar los ritos matrimoniales, recibir
sepultura religiosa-, como negativo -no se obligado a practicar actos de culto o recibir
asistencia religiosa contraria a las propias convicciones-; Derecho a la información y
enseñanza religiosa; derecho de reunión, manifestación y asociación.
Así como no resulta necesario determinar quien es el sujeto de los derechos individuales
de libertad -toda persona humana-, sí que hay que precisarlo al ocuparnos de los
derechos colectivos. En la Ley Orgánica de Libertad religiosa hay a este propósito que
distinguir dos aspectos (Ciáurriz): a) la titularidad constitucional de los derechos
colectivos enumerados en el art. 2.2 , que aparecen reconocidos con independencia
de la inscripción en el Registro de sus titulares, y b) el problema concreto de las
situaciones jurídicas que específicamente atribuye la Ley a los entes que han adquirido
la personalidad jurídica cumpliendo el trámite de la inscripción registral previsto en el
art. 5 .
En España los grupos o asociaciones religiosos no están obligados por la Ley a
registrarse. Nadie puede ser impedido en el ejercicio de su derecho personal a practicar
el culto, manifestar su fe, etc., solo o en unión de otros, por el hecho de no haber
realizado la inscripción registral. La confesión o comunidad que no desee registrase no
verá por ello prohibido su derecho a abrir lugares de culto o a practicar cualquier otra
actividad religiosa; simplemente, carecerá -tal es el parecer mayoritario de la doctrina-
de personalidad jurídica reconocida, lo que le impedirá acogerse a los mecanismos de
protección que el ordenamiento jurídico deduce de esta calificación. El auténtico
reconocimiento de un derecho supone garantizar su pacífico ejercicio; hay que concluir
con la doctrina más común que los grupos confesionales no inscritos, no pudiendo ser
directamente titulares de derechos y obligaciones, lo son a través de sus miembros,
algunos o todos, que asumen a estos efectos la representación de la colectividad. Todo
ello sin perjuicio de la posibilidad de inscripción, no como entidades religiosas sino como
asociaciones de otro tipo -culturales, deportivas, benéficas, asistenciales, docentes-
inscritas en los diferentes registros que a tales efectos existen en otros Ministerios.
Las entidades religiosas que a través del registro del Ministerio de Justicia adquieren
personalidad jurídica, se transforman por ello en titulares colectivos de la
correspondiente libertad y pueden ejercer los derechos reconocidos en la Ley. El que
firmen Acuerdos, si es el caso, no supone un plus de libertad -la libertad religiosa que la
Ley establece es total y completa para todos- sino una forma de cooperación con el
Estado, que abre la puerta a la realización de actividades y derechos que van más allá
del ejercicio de la libertad religiosa: enseñanza de la religión en la escuela,
reconocimiento civil del matrimonio, exenciones fiscales, reconocimiento de días
festivos... -tal como se verá al tratar de los Acuerdos-; derechos todos que no están
reconocidos a las entidades religiosas en muchos países, en lo que no por eso se
considera que no existe o está limitada y disminuida la libertad religiosa.
Aquí bastará referirse a los dos puntos en los que la Ley Orgánica expresamente
compromete al Gobierno a emanar una normativa específica: nos referimos al Registro
de Entidades Religiosas y a la Comisión Asesora de Libertad Religiosa, que por la
Disposición final quedan encomendados a que el Ministro de Justicia dicte las
disposiciones reglamentarias correspondientes para su organización y funcionamiento.
Consta aquel Decreto de ocho artículos, que atribuyen al Registro un carácter general y
público (art. 1 ); se determina que en él se inscribirán las Iglesias, Confesiones y
Comunidades religiosas, las Órdenes, Congregaciones e Institutos religiosos, las
Entidades asociativas religiosas constituidas como tales en el ordenamiento de las
Iglesias y Confesiones, y sus respectivas Federaciones (art. 2 ); se establecen los
requisitos para la inscripción (art. 3 ); se faculta al Ministro de Justicia para resolver
sobre las solicitudes de inscripción, pudiendo solicitar previamente un informe de la
Comisión Asesora de Libertad Religiosa (art. 4 ); se prevé la modificación de las
circunstancias exigidas para la inscripción y la nueva anotación de las mismas (art. 5
; se establece que las decisiones del Ministro agotan la vía administrativa, y se fijan las
acciones que en consecuencia poseen al respecto los interesados (art. 6 ); se
establecen las modalidades técnicas de organización del registro (art. 7 ); y se
señalan los requisitos para la cancelación de las inscripciones (art. 8 ). Dos
Disposiciones transitorias regulan la situación de las Entidades que gocen de
personalidad jurídica sin inscripción registral al entrar en vigor el Real Decreto. Se trata,
pues, de una norma notoriamente técnica, sobre la que se ha escrito mucho acerca de
problemas que en la misma directamente no se abordan, tales como la naturaleza de la
inscripción registral, sus efectos, y otros varios problemas que la concisión y limitado
contenido del Decreto no dejan de plantear.
Entre estos problemas discutidos, el más notable es el de los criterios a que debe
recurrirse para aceptar o denegar la inscripción solicitada. Hasta el año 2001, el
Ministerio de Justicia actuaba discrecionalmente, comprobando la existencia de los
diversos requisitos exigidos por la Ley Orgánica de Libertad Religiosa en su art. 5 para
que una Entidad religiosa pueda obtener la inscripción registral: “solicitud acompañada
de documento fehaciente en el que consten su fundación o establecimiento en España,
expresión de sus fines religiosos, denominación y demás datos de identificación,
régimen de funcionamiento y órganos representativos, con expresión de sus facultades
y de los requisitos para su válida designación”. Este conjunto de requisitos pueden
dividirse en dos grupos: los que constituyen meras exigencias administrativas -todos
menos uno-, y el que es un requisito de fondo -la posesión de fines religiosos-. Aquéllos
son sustancialmente comunes a los exigibles a cualquier otro tipo de entidades que
busquen su inscripción en cualquier otro registro; la posesión de fines religiosos es lo
único que realmente identifica como religiosa a una entidad y la distingue de cualquier
otra que, siendo también una entidad jurídica, posea otro tipo de fines. En
consecuencia, el Ministerio de Justicia, a través de la correspondiente Dirección General,
examina los requisitos administrativos y puede rechazar la inscripción con base en ellos
por motivos de esa misma naturaleza: p.e, porque no consta la presencia en España de
la entidad de que se trate, o porque su denominación puede crear confusión bien sea
sobre su naturaleza bien sea por su similitud con otras entidades ya registradas, o
porque sus régimen de funcionamiento incumpla alguna ley española, etc. Pero todo ello
viene a ser una mera comprobación de datos objetivos. Distinto es el caso de los fines
religiosos, dada la dificultad de determinar en muchos casos en qué consisten los
mismos. Utilizando su mencionada discrecionalidad en la apreciación de los datos, el
Ministerio de Justicia vino durante años dictaminando sobre cuándo existían fines
religiosos o sobre en qué puedan consistir éstos, viéndose normalmente apoyado en sus
decisiones por la jurisprudencia. El panorama cambió con la sentencia del Tribunal
Constitucional 46/2001, de 15 de febrero, según la cual el Ministerio no ha de
pronunciarse sobre la religiosidad de los fines alegados, sino estar a lo alegado por la
Entidad solicitante. Aunque tal fallo se considera doctrinalmente muy discutible, y la
referida sentencia contó con un número excepcional de votos particulares de
magistrados contrarios a la misma, ha sido seguida con una cierta habitualidad por los
tribunales inferiores.
Introducción
La segunda área del derecho comparado que nos interesa, desde este punto de vista, es
la interpretación a nivel europeo teniendo en cuenta, que forma parte de una
comunidad supranacional como es la Unión Europea, que también asegura como
fundamento de la misma el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales y
las libertades públicas. Como es sabido, aunque no existe un catálogo formal de
derechos y libertades vigente en la actualidad es oportuno recordar las siguientes
cuestiones:
Hay por lo tanto, a la hora de conciliar estos dos principios una evidente necesidad de
establecer, utilizando las técnicas comparatistas, la compatibilidad entre el concepto
e interpretación de la libertad de creencias, tal como se invocan en los
instrumentos jurídicos y las tradiciones constitucionales de cada estado. Al respecto se
ha pronunciado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en relación con el
problema que plantea en Grecia, la prohibición del proselitismo religioso de
confesiones distinta de la ortodoxa y el concepto de la libertad religiosa que incluye
entre las manifestaciones de esta libertad la del proselitismo.
Las Naciones Unidas, desde su creación en 1945 , han prestado una atención especial
al problema de la discriminación fundada en la religión o las convicciones. Las acciones
de la Organización encaminadas a eliminar la intolerancia religiosa han consistido,
principalmente, en la inclusión, en diversos documentos internacionales, relativos a
Derechos Humanos, de disposiciones que prohíben la discriminación fundada en la
religión o convicciones, y en la elaboración de instrumentos que tratan específicamente
de la intolerancia religiosa (E/CN.4/Sub.2/1983/29 de 19 de mayo de 1983. CDH.ONU).
En el Preámbulo declara:
“Que los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a reafirmar su fe en los derechos
fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la
igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, han
decidido aunar sus esfuerzos para realizar sus designios” (Preámbulo de la Carta de
Naciones Unidas, 1945).
“La Asamblea General podrá en el ejercicio de sus funciones, promover estudios y hacer
recomendaciones para ayudar a hacer efectivos los derechos humanos y las libertades
fundamentales de todos sin hacer distinción de raza, sexo, idioma o religión.”
Las disposiciones que se acaban de mencionar muestran con claridad cómo, entre los
principios fundamentales de la Carta, se ha incluido el principio de no discriminación,
principio que se incluye en el ámbito de salvaguardia de los derechos humanos y las
libertades fundamentales de todos los individuos (Capotorti, F. “Estudio sobre los
derechos de las personas pertenecientes a minorías étnicas, religiosas o lingüísticas”,
Naciones Unidas, 1991). La Carta aporta, de este modo, una novedad importantísima, y
responde, como escribe el Prof. John Humprey, a la necesidad de defender esta libertad
como consecuencia de las gravísimas violaciones de esos derechos que se perpetuaron
en el curso de la Segunda Guerra Mundial. La nueva actitud de las Naciones Unidas
supone un giro profundo en el tratamiento de esta cuestión: “la promoción de los
derechos humanos era un asunto que competía a toda la comunidad internacional,
contrariamente a la opinión que había prevalecido hasta el momento, en el sentido de
que tales derechos incumbían exclusivamente a la esfera de la jurisdicción interna de
cada Estado”, (Castán Tobeñas).
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta declaración sin
distinción alguna de religión”;
Este precepto parte del supuesto de que todos los hombres son iguales y, en
consecuencia, poseen los derechos y libertades que dicho estatuto establece. Implica,
también, la idea de la universalidad de la Declaración al hacer énfasis en que nadie
puede ser excluido del beneficio de esos derechos por razón de raza, color, sexo o
religión.
Este artículo cobra especial relevancia -en opinión de la Profesora Picado Sotela de
Unamuno- si se tiene en cuenta que su promulgación es el resultado de un esfuerzo
común por evitar los horrores que vivió la humanidad como consecuencia de la II
Guerra Mundial. El nacional-socialismo, a través de Hitlher, erigía en ley suprema el
derecho de una raza para gobernar sobre los demás hombres, así lo declara en Mi
Lucha:
“Alemania es el país elegido por Dios para regir los destinos del mundo, porque los
alemanes son de raza aria pura, es decir, la raza perfecta de la especie. Todos los
demás pueblos son inferiores y deben trabajar para los alemanes. Hay que acabar, en
primer término, con los judíos que son culpables de las desdichas que sufre el país y
después terminar con los comunistas, los pacifistas y las creencias religiosas, para un
alemán no debe haber más Dios que Alemania”.
El artículo 16.1 reconoce el derecho de los hombres y las mujeres a casarse y fundar
una familia sin restricción alguna por motivos de religión. La experiencia de la II
Guerra Mundial había mostrado al mundo los riesgos de una planificación estatal de la
vida familiar, con criterios discriminatorios raciales, de nacionalidad o de religión. Los
ordenamientos totalitarios produjeron relevantes incidencias sobre la vida familiar: el
control estatal de la temprana infancia, la política de incremento de población mediante
subsidios, la legislación sobre eugenesia en 1933, en la práctica, una política de
esterilización y exterminación, y la legislación antijudía de 1935 y 1938. Los teóricos del
movimiento nazi llegaron a afirmar que “la pérdida de la pureza de la sangre destruye la
felicidad interior y rebaja el hombre para siempre”.
En una enmienda del Sr. Malik (Líbano) se pretendió excluir de este artículo el derecho
de libertad de pensamiento y hablar en él tan sólo de libertad de religión, de
conciencia y de creencia; proposición que no llegó a prosperar por la consideración
formulada por R. Cassin, de que el derecho de libertad de pensamiento es el
fundamento de todos los demás derechos con él relacionados. Verdot en una exposición
del contenido del artículo comenta que el segundo período gramatical de su texto, “este
derecho implica la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de
manifestar su religión”.
El hecho de que el resultado de una de las tareas más importantes de las Naciones
Unidas, desde su creación, fuera una Declaración y no un Convenio representó un
compromiso. Así como toda su redacción final, pues su contenido tuvo que conciliar las
consideraciones teóricas más diversas. Una de las razones para el compromiso,
respecto a la forma que adoptara el documento, fue el temor a que la mayoría de los
Estados no aceptasen verse obligados inmediatamente por un Convenio, o por cualquier
documento que significara la obligación directa de hacer efectivos estos derechos
humanos en sus respectivos sistemas legales nacionales, temor que no carecía de
fundamento.
De hecho, cada vez se extiende con más fuerza, entre los especialistas del derecho
internacional, la idea de que algunas de sus disposiciones concretas, cuyo
incumplimiento da lugar a una acción judicial, forman parte del derecho internacional
consuetudinario.
Las Naciones Unidas intentaron dar fuerza jurídica a la protección internacional de los
derechos humanos con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales y con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos , mediante la
obligación propia de los tratados internacionales. Las dificultades fueron muchas por dos
razones fundamentales: la disparidad de criterios sobre la extensión y contenido de
cada derecho, y la resistencia de los Estados a asumir obligaciones que no siempre
estaban en disposición de cumplir, bien por razones políticas, bien por razones sociales.
Los dos Pactos tenían por objeto consagrar específicamente las aplicaciones particulares
más importantes de los principios de la DUDH, en los dos grandes sectores paralelos de
los derechos civiles y políticos y los derechos económicos, sociales y culturales. Estos
Pactos fueron adoptados por las Naciones Unidas, después de un trabajo preparatorio
de más de dieciocho años, el 16 de diciembre de 1966.
“el disfrute de las libertades civiles y políticas y el de los derechos económicos, sociales
y culturales son interdependientes”, en los casos en que el individuo es privado de sus
derechos económicos, sociales y culturales, éste no representa a la persona humana
que es considerada por la declaración como el ideal del hombre libre”.
Sin embargo, en 1951, el Consejo Económico y Social sometió a la AG. una propuesta
para la revisión de la decisión tomada en 1950. Y ésta decidió redactar dos convenios
que serían adoptados conjuntamente por los Estados en la misma fecha. Según decisión
de la AG., debería guiar a ambos convenios el mismo espíritu, y ambos deberían
contener el mayor número de disposiciones idénticas posible.
Las razones expuestas para la adopción de dos convenios separados no eran
substanciales. Se estableció que el sistema para llevarlos a cabo debía ser distinto. El
artículo 2 del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales dispone que la
plena entrada en vigor de los derechos reconocidos debería conseguirse
progresivamente. Sin embargo, los derechos civiles y políticos debían asegurarse en
el acto. En ambos casos es indispensable que los derechos sean garantizados por los
Estados de manera conjunta.
En opinión del Prof. Vasak, esta distinción falsa y artificial se ha realizado con vistas a
delimitar una frontera entre las dos categorías de derechos. En lugar de incluir los
derechos económicos, sociales y culturales en la estructura global de los derechos
humanos quedan separados de ésta, evidentemente a causa de su novedad. La otra
razón ofrecida, que además está en contradicción con el espíritu que impulsó la decisión
de la Asamblea General, no es más convincente: decir que los Estados podían tener así
una mayor opción para adherirse a uno u otro convenio, o a ambos a la vez, no tiene
sentido, ya que la Asamblea General considera que constituyen un par de documentos
interdependientes, y así se demostraría cuando llegó el momento de su ratificación.
Esas razones se vinculan con la idea de que una y otra categoría de derechos tienen
diversas formas de realización y exigibilidad y, por tanto, de control. La vigencia de los
derechos civiles y políticos depende, según esto, estrictamente de un orden jurídico que
los reconozca y garantice, el cual puede ser instaurado con la sola decisión política de
los órganos del poder público competentes; mientras que los derechos económicos,
sociales y culturales dependen de la existencia de un orden social dominado por la justa
distribución de los bienes, lo cual no puede alcanzarse sino progresivamente. Los
primeros serían derechos inmediatamente exigibles, frente a los cuales los Estados
asumen obligaciones de resultado; los segundos no son exigibles sino en la medida en
que el Estado disponga de los recursos para satisfacerlos, puesto que las obligaciones
contraídas esta vez son de medio o de comportamiento. En opinión del Prof. Nikken,
unos serían verdaderos derechos legales, susceptibles de un control de naturaleza
jurisdiccional- o cuasi jurisdiccional-, mientras que los otros serían derechos-programa,
cuyo progreso no puede ser controlado sino por órganos político-técnicos que verifiquen
periódicamente la situación socio-económica de cada país.
El párrafo cuarto contiene una cláusula final donde establece el límite de este
derecho al declarar que:
El proyecto de este artículo fue aprobado por la Asamblea General en 1960. La Comisión
de Derechos Humanos presentó el Proyecto, después de haber realizado un estudio del
trabajo de Arcot Krisnaswasmi; este trabajo le había sido encomendado por la
Subcomisión de la lucha contra las medidas de discriminación y protección de minorías,
para realizar un proyecto sobre los principios de la libertad y no discriminación en
materia de religión y prácticas religiosas. El problema que se planteó con este artículo
fue el mismo que años anteriores se había suscitado ante la Asamblea General al
oponerse los países de creencia islámica al derecho de cambiar de religión. Las
enmiendas presentadas a la Asamblea General, en la 15ª sesión, se referían a este
tema, excepto la propuesta de Grecia de incorporar un nuevo párrafo inspirado en el
artículo 14, párrafo 3 del proyecto del Pacto de Derechos Civiles, Políticos y Culturales
, que establece el derecho de los padres a escoger la educación religiosa o moral que
reciban sus hijos. Las propuestas de Arabia Saudí, Brasil y Filipinas se referían a la
modificación de la frase mantener o cambiar de religión. Brasil y Filipinas alegaron
que podía sustituirse por el derecho de tener la religión o convicción que elijan. El
Reino Unido propuso que se introdujeran las palabras tener o adoptar en las
enmiendas de Brasil y Filipinas.
La Comisión consagró gran parte del debate a la cuestión planteada de si era necesario
mencionar explícitamente el derecho a cambiar de religión en el artículo 18 .
Ciertos representantes estimaron que la palabra religión debía entenderse como toda
creencia divina que tuviera libros sagrados; otros miembros alegaban que la Comisión
no debía definir el término religión.
El párrafo 3º del artículo 18 establece como única limitación de estas libertades las
que estén prescritas por la ley, necesarias para proteger el orden público y las
libertades y derechos de los demás. Algunas delegaciones opinaron que sería preferible
que esta cláusula limitativa se remitiera a la de los otros artículos del Pacto, “mutatis
mutandis”, en términos idénticos.
Párrafo 1:
Párrafo 2:
Párrafo 3:
Fue propuesto por la Comisión de Derechos del Hombre y se aprobó por unanimidad.
Párrafo 4:
Tuvo una difícil votación ya que se aprobó con 30 votos contra 17 y 27 abstenciones.
Las vicisitudes por las que atravesó el proceso de elaboración de la Declaración sobre
la eliminación de todas formas de intolerancia y discriminación fundadas en la
religión o las convicciones, constituyen, en nuestra opinión, un material sumamente
valioso para una interpretación adecuada de la libertad religiosa y de las medidas
adoptadas para la lucha contra la discriminación e intolerancia en el marco de las
Naciones Unidas.
2. El artículo 18 protege las creencias teístas, no teístas y ateas, así como el derecho
a no profesar ninguna religión o creencia en los términos creencias y religión deben
entenderse en sentido amplio. El artículo 18 no se limita en su aplicación a las
religiones tradicionales o a las religiones y creencias con características o prácticas
institucionales análogas a las de las religiones tradicionales. Por eso, el Comité ve con
preocupación cualquier tendencia a discriminar contra cualquier religión o creencia, en
particular a las más recientemente establecidas, o a las que representan a minorías
religiosas que puedan ser objeto de la hostilidad de una comunidad religiosa
predominante.
5. EL Comité hace notar que la libertad de “tener o adoptar” una religión o unas
creencias comporta forzosamente la libertad de elegir la religión o las creencias,
comprendido, entre otras cosas, el derecho a cambiar las creencias actuales por otras o
adoptar opiniones ateas, así como el derecho a mantener la religión o las creencias
propias. El párrafo 2 del art. 18 prohíbe las medidas coercitivas que puedan
menoscabar el derecho a tener o a adoptar una religión o unas creencias, comprendidos
el empleo o la amenaza de empleo de la fuerza o de sanciones penales para obligar a
creyentes o no creyentes a aceptar las creencias religiosas de quienes aplican tales
medidas o a incorporarse a sus congregaciones, a renunciar a sus propias creencias o a
incorporarse a sus congregaciones, a renunciar a sus propias creencias o a convertirse.
Las políticas o prácticas que tengan los mismos propósitos o efectos, como por ejemplo,
las que limitan el acceso a la educación, a la asistencia médica, al empleo o a los
derechos garantizados por el artículo 25 y otras disposiciones del Pacto son
igualmente incompatibles con el párrafo 2 del artículo 18 . La misma protección se
aplica a los que tienen cualquier clase de creencias de carácter no religiosos.
6. El Comité opina que el párrafo 4 del artículo 18 permite que en la escuela pública
se imparta enseñanza en materias tales como la historia general de las religiones y la
ética siempre que ello se haga de manera neutral y objetiva. La libertad de los padres o
de los tutores legales de garantizar que los hijos reciban una educación religiosa y
moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones proclamada en el párrafo 4 del
artículo 18 relacionada con la garantía de la libertad de enseñar una religión o unas
creencias que se recoge en el parr.1 del mismo artículo 18 . El Comité señala que la
educación obligatoria que incluya el adoctrinamiento en una religión o unas creencias
particulares sea incompatible con el parr. 4 del art. 18 , a menos que se hayan
previsto exenciones y posibilidades que estén de acuerdo con los deseos de los padres o
tutores.
10. Cuando un conjunto de creencias sea considerado como la ideología oficial en las
constituciones, en las leyes, en los programas de los partidos gobernantes, etc., o en
práctica efectiva, esto no tendrá como consecuencia ningún menoscabo de las
libertades consignadas en el art. 18 ni de ningún otro de los derechos reconocidos en
el Paco, ni ningún tipo de discriminación contra las personas que no suscriban la
ideología oficial o se opongan a ella.
11. Muchas personas han reivindicado el derecho anegarse a cumplir el servicio militar
(objeción de conciencia) sobre la base de que ese derecho se deriva de sus libertades
en virtud del art. 18 . En respuesta a estas reivindicaciones un creciente número de
Estados, en sus leyes internas, han eximido del servicio militar obligatorio a los
ciudadanos que auténticamente profesan creencias religiosas y otras creencias que les
prohíben realizar el servicio militar y lo han sustituido por un servicio nacional
alternativo. En el Pacto no se menciona explícitamente el derecho a la objeción de
conciencia pero el Comité cree que ese derecho puede derivarse del art. 18 , en la
medida en que la obligación de utilizar armas quede entrar en serio conflicto con la
libertad de conciencia y el derecho a manifestar y expresar creencias religiosas u otras
creencias. Cuando este derecho se reconozca en la ley o en la práctica no habrá
diferenciación entre los objetores de conciencia sobre la base del carácter de sus
creencias particulares; del mismo modo, no habrá discriminación contra los objetores de
conciencia porque no hayan realizado el servicio militar. El Comité invita a los Estados
Partes a que informen sobre las condiciones en que se puede eximir a las personas de la
realización del servicio militar sobre la base de sus derechos en virtud del art. 18 y
sobre la naturaleza del servicio nacional sustitutorio”.
El artículo 20 establece que toda apología del odio nacional, racial o religioso que
constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por
la ley.
- Democracia parlamentaria.
- Estado de Derecho.
- Por otro, los derechos económicos, sociales y culturales protegidos por la Carta Social
Europea de Turín de 1961 . En cuanto a los mecanismos de protección y garantía de
los derechos puestos a disposición de los particulares, la Convención ha llegado más
lejos que la Carta Social.
Fue firmado en Roma en 1950 y no entra en vigor hasta 1953. Los derechos
garantizados están recogidos en los art. 2 a 14 y en los Protocolos adicionales al
Convenio . Tanto en la Convención como en sus protocolos existen limitaciones a los
derechos garantizados.
La Comisión de los derechos del hombre está formada por tantos miembros como
Estados partes en la Convención. Desempeña funciones de encuesta y conciliación,
teniendo también la facultad de llevar un asunto al Tribunal. Así pues podemos
distinguir dos supuestos dentro del ámbito de la Comisión:
- Demandas presentadas por cualquier persona física, ONG o grupo de particulares que
se considere víctima de violación por algún Estado parte de alguno de los derechos
reconocidos en la Convención. Para que este supuesto sea posible es necesario que el
Estado violador haya reconocido la competencia de la Comisión en este sentido por acto
expreso independientemente de la ratificación o adhesión.
Tanto en uno como en otro supuesto es necesario el previo agotamiento de los recursos
internos.
Este órgano tiene además otra función en el campo de los derechos humanos ya que,
en el caso de que se eleve el problema al Tribunal, el Comité de Ministros es el
encargado de garantizar el cumplimiento de la sentencia que del Tribunal emane por
parte del Estado infractor.
El Tribunal Europeo de los derechos del hombre. Este Tribunal está compuesto por
un número de jueces igual al de miembros del Consejo de Europa.
Como hemos visto, tras el informe que la Comisión ha realizado y enviado al Comité de
Ministros hay un plazo de tres meses para elevar el caso ante el Tribunal. Para que esto
sea posible es necesario que el o los Estados partes hayan aceptado la competencia del
mismo. Si así ha sido tienen legitimación activa, según el art. 48 de la Convención los
siguientes sujetos u órganos:
1. La Comisión.
Como podemos observar, no cabe el acceso directo del individuo particular, de ONGS o
de cualquier grupo de particulares al Tribunal.
Una vez presentada ante el Tribunal, éste dicta sentencia motivada que será definitiva y
obligatoria.
Esta que hemos visto es la situación actual que cambiará a partir del 1 de Noviembre de
1998 cuando entre en vigor el Protocolo 1 II a la Convención Europea. Este protocolo
modifica la Convención en el sentido de eliminar la dualidad de órganos, Comisión y
Tribunal, estableciendo una única Corte permanente. Con esta reforma se da un paso
más en la evolución de la situación del individuo en el Derecho Internacional ya que a la
luz de los nuevos arts 33 y 34 de la Convención podrán elevar asuntos a la Corte:
3. Toda ONG.
Tanto en el sistema actual como en el establecido por el Protocolo 11, el Tribunal tiene
una competencia contenciosa y una competencia consultiva. La competencia
contenciosa es la que acabamos de ver. Mediante la competencia consultiva el Tribunal
se pronuncia sobre cuestiones jurídicas concernientes a la interpretación de la
Convención y de sus Protocolos, el único sujeto legitimado en estos casos es el Comité
de Ministros.
El Acta de Helsinki, no establece obligaciones jurídicas, sino que es más bien una
declaración de intenciones. En este sentido, en el campo de los derechos humanos no
se establecen mecanismos de protección como los que hemos visto, aunque sí hay, en
el seno de esta organización, a partir de 1988, un derecho de vigilancia sobre el respeto
de los derechos humanos por los demás Estados partes.
La OSCE ha sido la pionera en establecer esta concepción de los derechos humanos, que
consiste en la asunción de la idea de que los derechos individuales son más fácilmente
protegibles en los Estados que se adhieren a la regla de derecho y a los valores
democráticos. En este sentido cabe hablar de los documentos concluidos en Madrid
en 1983, en Viena en 1989 y en Copenhague en 1990 que amplían el catálogo de
derechos humanos de la OSCE. El Documento de Copenhague, además de una sección
sobre derechos humanos y libertades fundamentales, contiene capítulos que tratan de
la regla de derecho, de las elecciones libres y de valores democráticos que dan una
nueva dimensión a ese catálogo de derechos de la OSCE. La evolución en este ámbito
de los derechos humanos continúa en la Carta de París para una nueva Europa, de
1990, el Documento de Moscú, de 1991, el Documento de Helsinki de 1992, y el
Documento de Budapest de 1994 que ha redefinido, reforzado y ampliado sus
cometidos, incluyendo actualmente propósitos relacionados con el Derecho
Internacional Humanitario, y los derechos de los refugiados, de los trabajadores
inmigrantes y de las poblaciones indígenas entre otros.
Quizá en el ámbito que han tenido lugar más avances, en el seno de esta organización,
sea en el de los derechos de las minorías. En la cumbre de Helsinki de 1992 se crea el
Alto Comisionado para Minorías Nacionales, si bien las funciones de que se le ha
dotado lo sitúan más en el ámbito de la seguridad que en el propiamente humanitario.
La principal función de este Alto Comisionado es identificar y tratar de poner remedio a
los problemas de las minorías antes de que estos degeneren en conflictos serios.
De forma breve, podemos decir, que dentro de la OSCE los mecanismos son
intergubernamentales basados en controles de tipo político y moral.
El derecho de libertad religiosa está presente en tres artículos; el art. 9 que reconoce
el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y de religión, indicando además los
límites que el poder público está legitimado para imponer a su ejercicio. El art. 14 que
contiene el principio de igualdad: prohíbe la discriminación por razón- entre otras- de
religión, respecto al disfrute de los derechos y libertades incluidos en el Convenio. Y
finalmente el art. 2 del Protocolo I que, junto al derecho de educación, afirma el
derecho de los padres a que el Estado asegure para sus hijos una educación conforme a
sus personales convicciones religiosas o filosóficas.
Se crearon dos órganos con el fin de garantizar una eficaz protección de los derechos
humanos: la Comisión Europea de Derechos Humanos y el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, estos órganos junto con las competencias residuales otorgadas al
Comité de Ministros del Consejo de Europa, componen el triple apoyo del sistema
tutelar instaurado por el Convenio.
Fecha de actualización
23/12/2010
1. Introducción
El criterio elegido para la distribución de estas lecciones relativas a las fuentes del
Derecho eclesiástico ha sido la procedencia u origen de las normas, es decir, la
autoridad normativa que ha intervenido en su creación.
*(http://www.vatican.va/roman_curia/secretariat_state/documents/rc_seg-
st_20010123_holy-see-relations_sp.html).
2. Los Concordatos
Antes de estudiar los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado español, es preciso
exponer algunas nociones generales sobre este instrumento jurídico, desde el punto de
vista técnico formal.
Como destaca Lombardía, desde el punto de vista material, los Concordatos regulan las
cuestiones relativas al “estatuto jurídico de la Iglesia católica en el ordenamiento
jurídico del Estado, y a los derechos y deberes de los fieles católicos relacionados con el
ejercicio de los derechos civiles en materia religiosa”.
Como subrayó el prof. Lombardía, no existen textos del Magisterio eclesiástico que
consideren necesarios los Concordatos, ni tampoco, decía entonces, <<encuentro
argumentos suficientes para rechazar la solución concordataria; por el contrario (...) la
vía del acuerdo tienen enormes posibilidades para resolver determinados aspectos del
difícil problema de la regulación jurídica de las manifestaciones sociales de índole
religiosa , no sólo en el concreto campo de las relaciones de los Estados con los distintos
grupos religiosos, sino también en la tutela internacional del derecho de libertad
religiosa , y en determinados aspectos de las relaciones interconfesionales>>. Por este
motivo concluía que siempre será mejor que exista un Concordato a que no exista
ninguno.
Desde el punto de vista formal, los Concordatos son negocios jurídicos de Derecho
público externo, celebrados por vía diplomática.
Por otra parte, los acuerdos establecidos entre los Estados y la Santa Sede han
revestido diversas formas y han recibido distintas denominaciones: Concordatos,
convenios, bula de circunscripción, modus vivendi, protocolos, o intercambio de notas.
Con esta variedad de términos se ha pretendido que todos estos acuerdos no tenían la
misma fuerza obligatoria. Como se desprende de la realidad jurídica, la elección de uno
u otro nombre depende del contenido del Acuerdo, reservándose el término concordato
para aquellas reglamentaciones completas de las cuestiones de interés en las relaciones
Iglesia-Estado. En cambio, los términos Acuerdo o protocolo suelen referirse a los
tratados relativos a cuestiones especiales; modus vivendi se ha utilizado para acuerdos
provisionales o para los pactos con países confesionales no cristianos.
Por último, cabe añadir que podría darse un Concordato entre la Santa Sede y un
Organismo supranacional, como prevé de alguna manera el Tratado de la Unión Europea
en su art. 51 al hablar del diálogo abierto, transparente y regular que mantendrá con
las iglesias y organizaciones religiosas. Es lo que señalaba Robbers hace unos años:
<<a tenor del art. 228 del Tratado de Roma, la Comunidad (europea) puede celebrar
tratados con otros Estados. Atendiendo a la ratio legis de este precepto, su contenido se
aplica también a las relaciones con la Santa Sede, en cuanto sujeto de Derecho
internacional>>.
Mientras que los Concordatos históricos anteriores al siglo XVII eran más bien
concesiones o privilegios que atribuía la Iglesia a determinados príncipes o países, en la
actualidad son el resultado bilateral de la negociación entre dos supremas autoridades,
religiosa y civil, que actúan en pie de igualdad.
Una vez obtenido dicha autorización, se ratifica el Acuerdo por vía diplomática y el texto
tendrá plena eficacia una vez publicado en el Boletín Oficial del Estado. Así lo entendió
el Consejo de Estado en el Dictamen de 4 de abril de 1974, ante la duda si era
necesario recoger lo acordado en una nueva norma estatal, para tuviera eficacia jurídica
en el ámbito del Estado.
Como señala Giménez y Carvajal, las primeras cláusulas crean una obligación jurídica
en las Partes de atenerse a lo pactado, con el consiguiente derecho a exigir su
cumplimiento. Sería el caso de las cláusulas que estipulan prestaciones o una cesión de
bienes, o bien que imponen la obligación de legislar de una manera determinada (p.ej.
en materia de enseñanza). Las segundas crean unas normas objetivas de derecho,
válidas y aplicables en los ordenamientos jurídicos de ambas partes (p.ej. una cierta
participación estatal en el procedimiento de elección de los obispos).
Pero además de establecer verdadero derecho objetivo, del Concordato se derivan los
principios generales que deben inspirar las relaciones entre las partes, así como la
obligación de mantener lo pactado (pacta sunt servanda). De ahí que la normativa de
desarrollo deba respetar no sólo lo establecido en el Concordato sino también la misma
bilateralidad; por este motivo, con frecuencia los Concordatos contienen una cláusula
donde las partes adquieren el compromiso de proceder de común acuerdo cuando
surjan dudas de interpretación.
a) según esté previsto en las disposiciones del tratado (Convención de Viena, art. 54
); puede estar previsto que, al transcurrir un determinado plazo de tiempo, las Partes
se hayan comprometido a su revisión. Así, el Concordato colombiano de 1973 establecía
que a los diez años desde la ratificación del Concordato, se procedería a la revisión.
c) la violación grave por una de las partes facultará a la otra para alegar la violación
como causa para dar por terminado el tratado o para suspender su aplicación total o
parcialmente (Convención de Viena, art. 60 ); es lo que establece el principio
frangenti fidem, fides iam non est servanda.
f) cuando aparezca una nueva norma imperativa de derecho internacional general (ius
cogens), todo tratado existente que esté en oposición con esa norma se convertirá en
nulo y terminará (Convención de Viena, art. 64 ).
2.4. Anotaciones sobre los Acuerdos recientes entre la Santa Sede y los
Estados
En los últimos años del siglo XX hemos asistido a una incesante actividad concordataria.
Por una parte, se han revisado o renovado algunos acuerdos en países tradicionalmente
concordatarios. Pero también se han concluido este tipo de acuerdos en países en los
que supone una verdadera novedad jurídica; así, en el continente africano, puede
destacarse un intercambio de notas entre el Rey de Marruecos y el Romano Pontífice
(1983-1984) en el que se establece un cierto espacio de libertad para la Iglesia en dicho
país de confesionalidad islámica; en Costa de Marfil (1992) se acuerda la constitución y
reconocimiento de una fundación internacional; en Camerún (1989, 1995) el Acuerdo
versó específicamente sobre el Instituto católico de Yaoundè; y por último, el Acuerdo
marco adoptado en Gabon (1997).
También tienen especial relieve: el Acuerdo firmado con Kazajstán en 1998, el primer
acuerdo firmado con un país asiático; los Acuerdos entre Israel y la Santa Sede (1993 y
1997), en los que se definió el estatuto jurídico de la Iglesia y de sus instituciones en
Tierra Santa y el Acuerdo básico con la Organización para la Liberación de Palestina
(2000).
En los países de Europa Oriental, tras recuperar su plena soberanía, se han estipulado
ya numerosos acuerdos. El de Polonia (1993), recibió oficialmente el nombre de
Concordato, y es un texto en el que se trata una gran variedad de cuestiones; Hungría
(1994 y 1997) y Croacia (1996 y 1998), se acogieron al sistema de los Acuerdos
temáticamente específicos; posteriormente se han firmado los respectivos Acuerdos con
Estonia (1998, 1999), Lituania (2000), Letonia (2000), Eslovaquia (2000), y Chequia
(2002). Todos ellos son precisamente países que comenzaban una nueva etapa socio-
política. Uno de los primeros pasos de ese camino fue precisamente la firma de un
Concordato con la Iglesia católica.
Del análisis de los Acuerdos concordatarios formalizados en las tres últimas décadas
cabe señalar que no son Concordatos teóricos, sino que se centran en cuestiones de
verdadera incidencia práctica, aunque sin pretensión de exhaustividad.
Además se detecta que estos Acuerdos parten de una concepción del Derecho canónico
como un ordenamiento jurídico primario, ante la presencia de abundantes reenvíos
formales a dicho corpus jurídico, reconociendo por tanto su competencia para regular
esas relaciones jurídicas y la eficacia en su esfera de las relaciones surgidas al amparo
del ordenamiento competente.
Pero quizás conviene no perder de vista que lo más llamativo del contenido de estos
Acuerdos, es que nos encontramos ante una visible y radical superación de las
tendencias anti-eclesiásticas y anticlericales que han estado presentes en la reciente
historia de estos países; es más, a partir de los Preámbulos de los respectivos
Acuerdos, puede decirse que la religión es considerada como parte de la vida social y
las condiciones para asegurar la satisfacción de las necesidades comunes en estas
materias; y se entiende que dichas condiciones deben ser atendidas también por el
Estado. No es intrascendente la mención reiterada del Concilio Vaticano II en estas
normas bilaterales, que aparece citado como si hubiera un cierto paralelismo entre los
documentos conciliares y las Constituciones de los respectivos Estados.
De acuerdo con Roca, se puede decir que no hay novedades substantivas en los
principios concordatarios del siglo XXI, pero sí se da una cierta evolución de carácter
formal.
1) La neutralidad es uno de los pilares básicos sobre los que se asientan estos Tratados,
a pesar de que fueran países tradicionalmente católicos antes de la dominación
marxista.
3) Se garantizan el principio de libertad religiosa según una acepción amplia, los ya que
pueden encontrarse grados y matices en los distintos Acuerdos europeos. En este
sentido, puede decirse que la libertad religiosa individual está garantizada de modo
igual en la Unión Europea, pero que el Derecho eclesiástico no es igual en cada Estado,
y en esa desigualdad es donde juega un papel decisivo la Historia.
En cualquier caso, conviene ofrecer aquí una breve perspectiva de los principales
Concordatos que se han estipulado entre la Santa Sede y el Estado español, que
muestran la tradición histórica en nuestro país de la normativa bilateral o pacticia sobre
las cuestiones de Derecho eclesiástico.
Como un breve apunte histórico, podemos citar el Concordato de 1753, suscrito entre
Benedicto XIV y Fernando VI, que trataba fundamentalmente sobre materia beneficial;
y el Concordato de 1851 firmado durante el pontificado de Pío IX y la Reina Isabel II
referido a las desamortizaciones, a la dotación estatal de culto y clero, y los derechos de
la Corona en la provisión de oficios eclesiásticos.
Este proceso de reforma no culminó hasta los cuatro Acuerdos de 1979 , firmados
entre la Iglesia y el Estado, cuando ya había sido promulgada la Constitución española;
dichos Acuerdos son: el de asuntos jurídicos, el Acuerdo sobre asuntos económicos, el
Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, y el Acuerdo sobre la asistencia
religiosa a las Fuerzas Armadas y el Servicio militar de clérigos y religiosos. Derogaron
el Concordato de 1953 y sus convenios complementarios excepto el Convenio de 5 de
abril de 1962 sobre el reconocimiento, a efectos civiles, de estudios de ciencias no
eclesiásticas realizados en Universidades de la Iglesia.
C) Régimen económico.
E) Enseñanza.
Por último, estos Acuerdos son de aplicación en todo el territorio español, pero, dada la
generalidad de muchos de sus preceptos, exigen una normativa posterior para su
desarrollo y aplicación.
4. Convenios de desarrollo
En el texto de los Acuerdos aparecen con relativa frecuencia diversas expresiones que
remiten a una reglamentación bilateral y posterior entre la Iglesia y el Estado “de
común acuerdo”. En este sentido, se ha afirmado que el sistema concordatario actual
parece llevar en sí el germen de la convencionalización continuada (Ibán).
En fin, como se ha puesto de relieve por la doctrina, pese a que pueda decirse
inicialmente que la competencia en materia relativa a libertad religiosa corresponde al
Estado conforme a la Constitución, “casi sin quererlo se genera una potestas indirecta
de las autonomías, vía competencias tales como patrimonio histórico, educación,
sanidad, etc., que por mucho que niegue que guarden relación con la libertad religiosa,
luego la realidad matiza esta afirmación. Lo importante es tener claros los mecanismos
de control de esa potestas indirecta, tal vez muy semejantes formalmente mutatis
mutandis al mecanismo de control de la XIV Enmienda del Bill of Rights (aunque en este
caso el movimiento descentralizador sea inverso al español), si estamos dispuestos a
admitir un control de constitucionalidad descentralizado, o bien muy en el ámbito
normal del constitucionalismo español el recurso de amparo y el recurso de
inconstitucionalidad ante el TC” (Navarro-Valls).
Pueden ser sujetos para estipular Convenios, por parte del Estado, además del
Gobierno, los distintos ministerios, así como las autoridades autonómicas, provinciales o
locales; por parte de la Iglesia, han intervenido ya en distintas ocasiones, la Conferencia
episcopal, alguna de sus Comisiones, los Obispos de una Comunidad Autónoma, los de
una Provincia eclesiástica, o simplemente el Obispo de una Diócesis.
Así, se han suscrito diversos acuerdos entre varios ministros y la Conferencia episcopal,
en materias como la asistencia religiosa en centros hospitalarios, centros penitenciarios
y el régimen económico de los profesores de religión católica.
Pero además es preciso recordar cómo en el ámbito autonómico, “la norma autonómica
es suprema y excluye a las normas de cualquier otro ordenamiento, las cuales, lejos de
poder pretender en dicho ámbito cualquier superioridad por su origen diverso, serán
nulas por invadir la esfera garantizada al principio autonómico” (E. García de Enterría-
T.R. Fernández). Las Comunidades Autónomas, en la medida en que tienen asumidas
competencias en materias relativas, o más bien, conectadas con cuestiones que afectan
al factor religioso, pueden producir normas unilaterales, pero también pueden
establecer pactos o convenios con la correspondiente autoridad religiosa, según el
denominado principio de competencia. Se pueden destacar los convenios existentes
sobre asistencia religiosa en las Comunidades en las que se han transferido las
competencias de sanidad; especialmente, es indicativo que todas las autonomías tengan
un convenio relativo a la conservación del patrimonio histórico-artístico.
Por último, también se han firmado otros convenios entre las autoridades eclesiásticas
con otras autoridades locales, como son las Diputaciones, Cabildos, Municipios,
universidades.
FUENTES NORMATIVAS BILATERALES: ACUERDOS CON OTRAS
CONFESIONES RELIGIOSAS
Los Acuerdos de cooperación, como tales, constituyen la más característica fuente del
Derecho eclesiástico; por un lado resultan una fuente de gran tradición, en función de
los numerosos Concordatos firmados por la Santa Sede con los diferentes Estados y, por
el otro, se trata de un instrumento jurídico muy “moderno” y expresivo del fenómeno
contemporáneo de la normativa pactada, en el sentido de que el actual sistema de
legislar tiende, cada vez en mayor medida, a contar con la opinión y postura de los
grupos sociales organizados (sindicatos, organizaciones ecologistas, Organizaciones no
gubernamentales, profesionales) o afectados (determinados sectores económicos), y
muy en especial, cuando se trata de grupos minoritarios con características bien
diferenciadas respecto de las posturas más extendidas en la sociedad, como ocurre en
el caso de los grupos religiosos.
Eso nos da los datos suficientes -como sostiene con mucho acierto CAMARASA- para
poder decir que la actividad de cooperación (por lo menos en su principal y más clara
manifestación, cual son los Acuerdos) se somete a dos requisitos:
B. Adquirida la personalidad jurídica, aún habrá que tomar en consideración dos nuevos
datos: 1º) Sólo pueden ser parte de los Acuerdos de cooperación las entidades
religiosas mayores (Iglesias, Confesiones y comunidades religiosas). 2º) Deben haber
alcanzado el llamado “notorio arraigo” en España, por su ámbito y número de
creyentes. El “notorio arraigo”, por supuesto, lo valorarán los poderes públicos.
A colación de lo anterior, hay que recordar que buena parte de la doctrina considera que
la Iglesia Católica no necesitó probar su “notorio arraigo” en España, porque ya le era
reconocido por la propia Constitución, que la consideraba directamente sujeto
susceptible de Acuerdos en su art. 16.3 . Personalmente, no creo que sea éste el
motivo de que la Iglesia no tenga que probar su notorio arraigo; es más simple que
todo eso: la necesidad de demostrar un “notorio arraigo” para la firma de acuerdos de
cooperación con el Estado es un requisito meramente legal (y no constitucional como
consideran algunos) que surge de la LOLR , que es posterior a los Acuerdos de
cooperación con la Iglesia Católica ; así, no es que la Iglesia no tenga que demostrar
su notorio arraigo, sino que la necesidad de comenzar a demostrarlo es posterior a la
firma de sus Acuerdos.
3.º Acuerdo de cooperación del Estado español con la Comisión Islámica de España
(CIE).
Siguiendo a ZABALZA BAS, hay que hacer una observación previa en cuanto a los
sujetos: nos encontramos con una Administración con voluntad de firmar los nuevos
acuerdos, pero que se encuentra con serios problemas estructurales para llevarlos a
cabo; me refiero a que se desea negociar, pero no se halla el interlocutor adecuado;
acostumbrados como estamos a cooperar con la Iglesia Católica que, a estos efectos,
está cómodamente jerarquizada y con una clara atribución de funciones representativas
en cada instancia territorial, nos enfrentamos con el inicio de unas conversaciones
difusas, con unos grupos religiosos de credo muy similar, sino idéntico –a los ojos del
Estado-, pero sin estructura jurídico-jerárquica. Para solventar el tema, el Estado les
exige la creación de unos “colectivos confesionales” lo más afines posible entre sí, que
posean unos órganos representativos claramente establecidos a semejanza de su
homónima católica, con la que España ya está acostumbrada a relacionarse.
De esta manera, a partir de la creación de una auténtica ficción, sin correlato con la
realidad, se “fabrican” los interlocutores jurídicos para poder comenzar a negociar los
contenidos de los futuros Acuerdos.
Como es lógico, los sujetos son el Estado, por un lado, y la confesión o comunidad
religiosa de la que se trate, por el otro. Cuando hablamos del Estado estamos
integrando la competencia del Gobierno para negociarlo (en concreto, del Ministro de
Justicia), de las Cortes para traducir lo acordado en ley española y del Rey para
sancionar, promulgar y ordenar su publicación. Cuando hablamos de las confesiones
religiosas, y teniendo presente lo que se dijo en el anterior apartado, nos referimos a
los órganos que legítimamente las representen.
La comunidad islámica está representada por toda una serie de comunidades inscritas
en el Registro e integradas en alguna de las dos Federaciones también inscritas, la
“Federación Española de Entidades Religiosas islámicas” y la “Unión de Comunidades
islámicas de España” que -a su vez- han constituido la “Comisión islámica de España”
(CIE) como órgano representativo del Islam ante el Estado.
No quiero extenderme más aquí sobre este particular, para el que me remito a los
trabajos de FERNÁNDEZ CORONADO y de CASTRO JOVER citados en la bibliografía
básica.
Hay que partir de la base del art. 7 de la LOLR , que dice que los Acuerdos se
aprobarán por “ley de las Cortes Generales”, lo cual implica que hay dos fases
fundamentales: 1.º Acuerdo entre el Gobierno y los representantes de la confesión, y
2.º ley de las Cortes Generales.
Algunas de las cuestiones que nos podemos formular, entre otras, son las siguientes:
A. ¿Se trata de Tratados Internacionales como los Acuerdos del Estado con la Santa
Sede ? La respuesta que a esta pregunta tenemos que dar es, radicalmente que no;
no estamos ante tratados internacionales, aunque sólo fuese porque las confesiones
religiosas no gozan de personalidad jurídica internacional, como sí ostenta la Santa
Sede.
B. ¿Son, en cambio, leyes internas del Estado, es decir, leyes unilaterales? Unos dicen
que se trata de normas unilaterales (MARTÍNEZ TORRÓN), otros los califican como
“leyes con negociación previa” (GARCÍA-HERVÁS); otros consideran que, si bien el
acuerdo es un presupuesto previo para la formación de la voluntad política de las Cortes
(LLAMAZARES), su resultado termina siendo “de Derecho público interno”, tratándose
de “una ley unilateral ordinaria”; por fin, cierto sector doctrinal, los caracterizaron como
“leyes paccionadas o leyes-pacto” (LOMBARDÍA).
En este sentido, creo que se trata de unas leyes estatales internas (por lo menos desde
el punto de vista formal) que surgen como consecuencia de un pacto previo que las
convierten en “convenios de derecho público”, por la especial naturaleza del fenómeno
asociativo religioso y por la evidente incompetencia del Estado en estas materias. Así,
de acuerdo con MARTÍNEZ TORRÓN, creo que aunque formalmente sean leyes internas,
materialmente se trata de leyes paccionadas, esto es, en esencia bilaterales.
2.5. Contenido
Aunque no se pretende, ni mucho menos, realizar una lista cerrada, a modo de ejemplo,
alguno de los habituales contenidos, a la vista de lo que hasta el momento se ha
aprobado, son los siguientes:
6. Enseñanza.
8. Patrimonio histórico-artístico.
LA JURISPRUDENCIA
1. Introducción
2. Libertad de creencias
2.1. Concepto
“La libertad de creencia, sea cual sea su naturaleza, religiosa o secular, representa el
reconocimiento de un ámbito de actuación constitucionalmente inmune a la coacción
estatal garantizado por el artículo 16 CE , “sin más limitación, en sus manifestaciones,
que las necesarias para el mantenimiento del orden público protegidos por la Ley”.
Ampara, pues un agere licere consistente, por lo que ahora importa, en profesar las
creencias que se desee y conducirse de acuerdo con ellas, así como mantenerlas frente
a terceros y poder hacer proselitismo de las mismas. Esa facultad constitucional tiene
una particular manifestación en el derecho a no ser discriminado por razón de credo o
religión, de modo que las diferentes creencias no pueden sustentar diferencias de trato
jurídico. (….) Cuando el artículo 16.1 CE se invoca para el amparo de la propia
conducta, sin incidencia directa sobre la ajena, la libertad de creencias dispensa una
protección plena que únicamente vendrá delimitada por la coexistencia de dicha libertad
con otros derechos fundamentales y bienes jurídicos constitucionalmente protegidos.
Sin embargo, cuando esa misma protección se reclama para efectuar manifestaciones
externas de creencias, esto es, no para defenderse frente a las inmisiones de terceros
en la libertad de creer o no creer, sino para reivindicar el derecho a hacerles partícipes
de un modo u otro de las propias convicciones e incidir o condicionar el comportamiento
ajeno en función de las mismas, la cuestión es bien distinta” (F.J. 4º).
Sobre este primer límite de la libertad de creencias el TC ha declarado que “El derecho
que asiste al creyente de creer y conducirse personalmente conforme a sus convicciones
no está sometido a más límites que los que le imponen el respeto a los derechos
fundamentales ajenos y otros bienes jurídicos protegidos constitucionalmente; pero el
derecho a manifestar sus creencias frente a terceros mediante su profesión pública, y el
proselitismo de las mismas, suma a los primeros los límites indispensables para
mantener el orden público protegido por la ley. Los poderes públicos conculcarán dicha
libertad, por tanto, si la restringen al margen o con infracción de los límites que la
Constitución ha previsto:, aun cuando amparen sus actos en dichos límites, si
perturban o impiden de algún modo la adopción, el mantenimiento o la expresión de
determinadas creencias cuando exista un nexo causal entre la actuación de los poderes
públicos y dichas restricciones y éstas resulten de todo punto desproporcionadas. La
libertad de creencias encuentra, por otra parte, su límite más evidente en esa misma
libertad, en su manifestación negativa, esto es, en el derecho del tercero afectado a no
creer o a no compartir o a no soportar los actos de proselitismo ajenos: así como
resulta un evidente límite de esa libertad de creencias la integridad moral (art. 15 CE
) de quien sufra las manifestaciones externas de su profesión, pues bien pudiere
conllevar las mismas una cierta intimidación moral, e incluso tratos inhumanos o
degradantes” (STC 141/2000, de 29 de mayo F.J. 4º).
Hechos: A la esposa del actor se le sugirió por parte del médico que la atendía la
conveniencia de una transfusión de sangre para resolver diversos problemas
hemorrágicos derivados de un parto previo, y ante su negativa y reiterada oposición del
esposo, en razón de sus creencias religiosas, al ser Testigo de Jehová, se recabó del
Juzgado de Guardia… autorización para practicarla, que fue otorgada primeramente por
Auto y luego por Providencia de 20 de enero de 1983. Practicadas las transfusiones
sanguíneas, la paciente murió cuatro días después, el 24 de enero.
El Tribunal Constitucional declara: “que existía una autorización legítima derivada de los
arts. 3 y 5 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa 7/1980, de 5 de julio , para la
actuación judicial, ya que el derecho garantizado a la libertad religiosa por el artículo
16.1 de la Constitución tiene como límite la salud de las personas según dicho art. 3
, y en pro de ella actuó el magistrado-juez, otorgando autorización a las transfusiones
sanguíneas…” (F.J. 3º).
3. Libertad de conciencia
“… por lo que se refiere al derecho a la objeción de conciencia (cabe señalar) que existe
y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no tal resolución. La
objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad
ideológica y religiosa reconocido en el art. 16.1 de la Constitución , y como ha
indicado este Tribunal en diversas ocasiones, la Constitución es directamente aplicable,
especialmente en materia de derechos fundamentales” (STC 53/1985, de 11 de abril
, F.J. 4º).
“La demanda del recurso 7/1987 opone al Reglamento impugnado la ausencia de una
regulación de la objeción de conciencia respecto de las prácticas contempladas en las
indicaciones de abortos no punibles. Pero si ello constituye, sin duda, un indudable
derecho de los médicos, como tuvo ocasión de señalar el Tribunal Constitucional (…), su
existencia y ejercicio no resulta condicionada por el hecho de que se haya dictado o no
tal regulación, por otra parte difícilmente encuadrable en el ámbito propio de una
normativa reglamentaria, sino que, al formar parte del contenido del derecho
fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el artículo 16.1 de la
Constitución , resulta directamente aplicable” (STS de 16 de enero de 1998).
4. Libertad de expresión
4.1. Concepto
“La libertad de expresión que nuestra Constitución consagra “tiene por objeto la libre
expresión de pensamientos, ideas y opiniones, concepto amplio dentro del cual deben
también incluirse las creencias y juicios de valor”. Abarcando también la crítica de la
conducta de otro, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o
disgustar a quien se dirige” (STC 6/2000, de 17 de enero , F.J. 5º).
4.2. Límites
“La libertad de información, en cierto sentido puede considerarse como una simple
aplicación concreta de la libertad de expresión” (STC 6/1981, de 16 de marzo ).
“Al tratarse de dos libertades distintas sus límites también lo son; así el límite propio de
la libertad de expresión son las injurias (…) el límite de la libertad de información, en
cuanto consiste en la libre comunicación de hechos, se encuentra en su propia
veracidad” (STC 4/1996, de 19 de febrero ). La veracidad no es sinónimo de
verdad, y, en este sentido afirma el TC: “las afirmaciones erróneas son inevitables en
un debate libre, de tal forma que, de imponerse al verdad como condición para el
reconocimiento del derecho, la única garantía sería el silencio” (STC 6/1998, de 13 de
enero ). “Conceptualmente, por otra parte, es difícil imaginar que una
comunicación inveraz pueda llegar siquiera a calificarse como un acto de información,
pues si el emisor se desentiende del contenido de lo transmitido, de su relación con
algún dato objetivo, están realmente expresando una opinión y no transmitiendo
información alguna” (STC 204/2001, de 15 octubre , F.J. 3º).
5. Libertad de educación
“Es cierto que la Constitución confiere a los padres el derecho, no sólo a impartir en el
seno de la familia (o unión de hecho) la religión que estimen conveniente, sino también
el de poder enviar a sus hijos al colegio religioso que deseen e incluso el no menor
derecho fundamental a exigir de los poderes públicos la formación religiosa que se
adecue a sus convicciones; pero, en mi opinión, la libertad religiosa no ampara un
supuesto derecho de los padres a la no escolarización de los hijos bajo el pretexto de
que sólo ellos han de impartir la educación que estimen conveniente” (STC 260/1994,
de 3 de octubre , Voto particular formulado por el Magistrado D. José Vicente
Gimeno Sendra).
La respuesta al conflicto planteado es la siguiente: “Y, en efecto, es claro que por medio
de aquel Acuerdo (Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales) el Estado se ha
comprometido internacionalmente a que la asignatura de Religión reciba un tratamiento
equiparable al de las asignaturas fundamentales en los correspondientes Planes de
Estudios. No basta, pues, con la inclusión de esa asignatura en los Planes, sino que es,
además, obligado que la inclusión lo sea en términos de equiparación con determinadas
asignaturas. (…) El Acuerdo con la Santa Sede impone, efectivamente, un tratamiento
que en los Planes de Estudio examinados no se alcanza. La enseñanza de la Religión
Católica no se incluye en esos planes “en condiciones equiparables a las demás
disciplinas fundamentales”. Basta ahora con comprobar que asignaturas también
optativas, como la Plástica o la Música, tienen atribuidos un total de 18 y 84 créditos,
respectivamente” (F.J. 3º).
5.2.3. Alternativas a la enseñanza de la religión católica
Es importante también señalar que, tal como ha afirmado el TC, “el derecho de
asociación, configurado como una de las libertades públicas capitales de la persona, al
asentarse justamente como presupuesto en la libertad, viene a garantizar un ámbito de
autonomía personal, y por ello también el ejercicio con pleno poder de
autodeterminación de las facultades que suponen esa específica manifestación de la
libertad” (STC 244/1991, de 16 de diciembre : F.J. 2º).
1. Marco jurídico
En otras palabras, toda Comunidad Autónoma, en cuanto poder público, está obligada a
garantizar formal y sustancialmente la libertad religiosa de la persona y de los grupos
religiosos en que ésta se integra, en orden a la contribución y consecución del bien de
sus ciudadanos. Por ello la norma programática básica del Derecho Eclesiástico de las
Comunidades Autónomas es precisamente la recepción del artículo 9.2 de la
Constitución en todos los Estatutos de Autonomía, pues a éstas, en el ámbito de sus
competencias, en cuanto poder público, corresponde “promover las condiciones para
que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales
y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la
participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.
En efecto, uno de los objetivos prioritarios de la normativa autonómica lo constituye la
consecución de la libertad e igualdad, y, por ende, de la libertad e igualdad religiosas de
todo ciudadano y grupo en que éste se integre.
Conviene advertir desde el principio que aunque resulte más propio hablar de Derecho
Eclesiástico de las Comunidades Autónomas que de Derecho Eclesiástico autonómico,
bajo esta denominación, en paralelismo con el Derecho Eclesiástico del Estado, se alude
a aquella parcela del ordenamiento autonómico reguladora del factor religioso.
Ahora bien, ello no supone que toda norma autonómica que incluya referencias al factor
religioso constituya materia propia del Derecho Eclesiástico autonómico. Por ello, no
podemos considerar Derecho Eclesiástico autonómico a todos aquellos decretos que
efectúen declaración o calificación de bienes culturales a determinados edificios
religiosos, o aquellas resoluciones que concedan subvenciones a grupos religiosos o que
otorguen ayudas económicas para la restauración o reparación de edificios religiosos.
Estos decretos o resoluciones son propiamente actos administrativos que, en su caso,
pueden indicarnos o reflejarnos la política eclesiástica de esa Comunidad Autónoma, a
diferencia de aquellos decretos que regulan las condiciones para su concesión que sí
responden al objeto específico del Derecho Eclesiástico.
En otras palabras, por el mero hecho de que se trate de edificios religiosos o de que los
beneficiarios sean grupos religiosos, ello no implica que sea propiamente Derecho
eclesiástico autonómico; lo que realmente tiene por objeto el Derecho Eclesiástico, sea
el estatal sea el autonómico, es la relevancia civil del factor religioso presente en la
sociedad (HERVADA). En la medida en que la dimensión religiosa de las personas y de
las comunidades se exterioriza, puede tener manifestaciones sociales que inciden en el
campo de los asuntos temporales, que son competencia propia de los poderes públicos,
Estado y Comunidades Autónomas.
Por otra parte, a diferencia del Derecho Eclesiástico del Estado español, que procede de
fuentes unilaterales o de fuentes pacticias, e incluso que, pese a su dispersión, podemos
decir que es único, aplicable en todo el territorio español; el Derecho Eclesiástico
autonómico se presenta variado, múltiple y plural, en cuanto cada una de las
Comunidades Autónomas, evidentemente respetando los principios constitucionales,
puede regular de una manera o de otra dicho factor religioso. Ello implica mayor
dificultad y complejidad para su conocimiento. A este respecto resulta muy útil la
sección que el Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado, desde su primer volumen
publicado en 1985, dedica a la “Legislación de las Comunidades Autónomas del Estado
español”.
A todo ello hay que sumar que la regulación del factor religioso constituye competencia
exclusiva del Estado, asignándose la competencia específica al Ministerio de Justicia,
que es el órgano de la Administración Central del Estado encargado de la ordenación,
dirección y ejecución de la política del Gobierno en cuanto afecta a las relaciones con las
Iglesias, Confesiones y Comunidades Religiosas, así como las cuestiones referentes al
ejercicio en vía administrativa del derecho fundamental a la libertad religiosa y de culto.
Por tanto, las materias que pueden ser objeto de regulación por parte de la Comunidad
Autónoma, salvadas aquéllas cuya regulación ostenta el Estado, se recogen en los
artículos 147 a 150 de la Constitución española , en relación con lo establecido en los
Estatutos de Autonomía de cada una de las Comunidades Autónomas, aprobados
formalmente por su correspondiente ley orgánica y que se configuran como la norma
marco dentro de la Comunidad Autónoma, pues son su norma institucional básica.
A este respecto conviene advertir que no existe propiamente ninguna ley autonómica
reguladora en exclusiva del factor religioso, pues éste se integra dentro del interés
cultural o social, por lo que no se encuentra mención específica del factor religioso.
Incluso en las leyes autonómicas generalmente tampoco se menciona expresamente a
las Confesiones religiosas, por lo que podemos entender que se incluyen tras el término
organizaciones sociales, grupos sociales o formaciones sociales o culturales. La
excepción la constituye el caso de la Ley de Servicios Sociales de 4 de abril de 1988 de
la Comunidad Autónoma de Andalucía que reconoce la actuación de las personas y
centros eclesiales en las actividades benéfico–asistenciales.
Precisamente resulta muy significativo que las leyes autonómicas relativas a asistencia
social, actividades benéficas o servicios sociales no mencionen la actividad que en este
campo ejercen las entidades religiosas, pudiendo ocurrir incluso que estas entidades
queden excluidos del sistema de servicios sociales de la Comunidad Autónoma, por no
estar inscritos en el Registro autonómico correspondiente, pese a tener reconocida su
personalidad jurídica civil como entidad religiosa, ya sea por la inscripción en el Registro
de Entidades religiosas, ya sea por la notificación a la Dirección General de Asuntos
Religiosos en el caso de que se trate de entes o instituciones que pertenezcan a la
estructura oficial de la Iglesia.
En otras leyes autonómicas se encuentran referencias genéricas al respeto y tutela de
los principios básicos de igualdad, libertad, no discriminación y pluralismo religioso, tal
es el caso por ejemplo de la Ley de la Generalitat Valenciana 7/1984, de 4 de julio,
sobre creación de la entidad pública de Radio Televisión Valenciana y la regulación de
los servicios de radiodifusión y televisión de la Generalitat Valenciana.
Otras veces, el factor religioso se desdibuja dentro del factor social, sin mencionar la
especificidad que presenta lo religioso. Sirva de ejemplo el Decreto 139/2001, de 5 de
septiembre, del Gobierno Valenciano, por el que se aprueba el Reglamento de
Fundaciones de la Comunidad Valenciana, que desarrolla la Ley 8/1998, de 9 de
diciembre de la Generalitat Valenciana, de Fundaciones de la Comunidad Valenciana ,
en cuyo articulado no encontramos referencia expresa a las fundaciones religiosas,
aunque consideramos que también les afecta. Consecuencia de que no se contemple en
ocasiones convenientemente la peculiaridad del hecho religioso podría ser que una
fundación con fines religiosos adquiriese personalidad jurídica civil de acuerdo con lo
prescrito en este Decreto, sin inscribirse en el Registro de Entidades Religiosas.
También conviene señalar que todas estas disposiciones, cuando hablan de Confesiones
religiosas, generalmente se refieren a la Iglesia católica, siendo prácticamente
inexistente la normativa que se refiere a otras confesiones religiosas.
4.3. Normas convencionales
Las Comunidades Autónomas pueden firmar Acuerdos con las confesiones religiosas
dentro de su ámbito territorial y sobre aquellas materias o cuestiones de su
competencia, anteriormente mencionadas.
En este sentido existen varios órganos o instituciones con capacidad jurídica para
dialogar, negociar y, en su caso, suscribir Acuerdos de cooperación. Así pueden ser
interlocutores válidos los representantes designados por las Asambleas legislativas o
Parlamentos de las Comunidades Autónomas, el Gobierno Autonómico, ya sea como
órgano colegiado o cualquier miembro del Gobierno, designado en representación del
mismo, correspondiéndole la firma de dichos Acuerdos habitualmente al Presidente
Autonómico, en cuanto éste ostenta la representación de la Comunidad y a su vez es el
Presidente del Gobierno Autonómico, o al Consejero designado al efecto.
4.3.3. Clases
Son los aprobados o ratificados por las Asambleas o Parlamentos legislativos de las
Comunidades Autónomas, ya sean en Pleno o Comisión respectiva, por afectar a
materias susceptibles de competencia legislativa de la Comunidad. Hasta el momento
actual, salvo error, no existen Convenios que reciban esta denominación.
Son los firmados o ratificados por los Gobiernos de las Comunidades Autónomas o sus
representantes, que no llevan ratificación parlamentaria por afectar a materias propias
de la competencia administrativa, desarrollan generalmente normas ya existentes, bien
sean unilaterales o bilaterales.
Todos los Convenios existentes hasta ahora han sido suscritos por parte de la
Comunidad Autónoma, por el Gobierno Autonómico, más concretamente por su
Presidente o representante designado al efecto, y en el caso de la Iglesia católica, por
los Obispos de la Iglesia Católica, cuyas diócesis comprenden territorios incluidos en el
ámbito de la Comunidad Autónoma correspondiente, o por el Obispo que a tal efecto ha
sido nombrado o delegado para la firma.
Por lo que respecta a los Acuerdos autonómicos firmados con las Entidades evangélica,
israelita y musulmana, su contenido es amplio y variado: relaciones institucionales,
cultura, obra social, educación y enseñanza, lugares de culto, servicio de información,
justicia, finanzas, etc.
Los Convenios autonómicos con las Confesiones religiosas constituyen una técnica
jurídica nueva en nuestro ordenamiento jurídico, por lo que resulta difícil su encuadre
jurídico.
Por su parte, los Convenios suscritos hasta ahora entre las Comunidades Autónomas y
los representantes de la Iglesia católica son acuerdos de gestión, o sea, normas de
aplicación de leyes o acuerdos anteriores, que incluyen compromisos y obligaciones
jurídicas para ambas partes, por lo que pueden calificarse de convenios negociales de
derecho público, incluyéndolos dentro de la figura de conciertos de Administración, lo
que se ha venido a llamar “Administración concertada”.
En cambio, en los cuatro Acuerdos firmados con las Entidades religiosas distintas de la
católica, salvo una referencia genérica en el Convenio de Catalunya, no se mencionan
los Acuerdos de 1992 firmados entre el Gobierno español y la FEREDE , FCI y CIE
; es más, no contienen referencia expresa al marco legal en el que se encuadran.
Para concluir el tema de fuentes, aunque propiamente se encuentran fuera del ámbito
autonómico, conviene dedicar unas líneas a los Acuerdos que otras Entidades públicas,
tales como Diputaciones Provinciales, Ayuntamientos o Universidades, e incluso
Radiotelevisión han suscrito con representantes diocesanos de la Iglesia católica.
Encontramos que la vigencia de los mismos unas veces es indefinida y otras es anual o
por períodos determinados de tiempo, prorrogables por el mismo tiempo si ninguna de
las partes lo denuncia antes del cumplimiento de la fecha.
Fecha de actualización
01/10/2010
Por el mismo motivo, la Constitución contempla a los sujetos individuales de las leyes
en su condición de ciudadanos y no de creyentes, reconociendo y garantizando a todos
el mismo patrimonio jurídico constitucional, con independencia del sentido de su opción
religiosa: “sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de religión” (art.
14 ). Además prohíbe que los ciudadanos sean obligados a declarar “sobre su
ideología, religión o creencias” (art. 16.2 ), pues equivaldría a interrogarles en su
calidad de creyentes y no de ciudadanos. Y, al mismo tiempo que garantiza la libertad
religiosa que, como derecho civil, les corresponde (art. 16.1 ), declara la
incompetencia del Estado para proclamar una fe: “ninguna confesión tendrá carácter
estatal” (art. 16.3 ).
1.2. El fenómeno religioso como factor social, objeto del Derecho eclesiástico
Siendo el Derecho eclesiástico la rama del ordenamiento jurídico del Estado que regula
el fenómeno religioso operante en el ámbito de su soberanía, se comprende que lo
religioso no interesa en cuanto tal, sino en la medida en que es susceptible de ser
captado por el Derecho estatal. Ahora bien, limitándose el Derecho eclesiástico a la
regulación de la vertiente social y jurídica del fenómeno religioso, dentro de ella le
interesa la totalidad del factor religioso. Éste comprende aquel conjunto de actividades,
intereses y manifestaciones del ciudadano y de las confesiones, que, teniendo índole o
finalidad religiosas, crean, modifican o extinguen relaciones intersubjetivas en el seno
del ordenamiento, constituyéndose como factor social que existe y opera en la sociedad
civil y que ejerce en ella un influjo conformador importante y peculiar. En consecuencia,
el Estado trata jurídicamente el factor religioso cuando regula, mediante su Derecho, el
reconocimiento, tutela y promoción de dicho factor social en conexión con el resto del
ordenamiento jurídico, sin inmiscuirse en las peculiaridades de la génesis, vida y
extinción de lo religioso.
El Derecho debe limitarse a captar y regular el factor religioso desde una perspectiva
estrictamente jurídica, inspirándose en los principios constitucionales De lo contrario
acabará convirtiéndose en una reglamentación fundada en consignas políticas,
posiciones ideológicas o cesiones confesionales y sociológicas, ajenas a una
comprensión jurídica de la materia -ajuridismo-, o incurrirá en una excesiva
tecnificación de sus conceptos y de sus métodos, distanciándose de la materia social
que ha de regular -formalismo- (D’AVACK).
Y es que, tratar la materia eclesiástica según principios y métodos jurídicos es el único
camino para salvaguardar la identidad y la función del Derecho eclesiástico, como vía de
encuentro civilizado de religión y política, y como garantía de la dignidad y la libertad de
la persona humana en materia religiosa. Esta consideración del Derecho eclesiástico
como expresión jurídica del Estado democrático nos permite comprender su singular
autonomía, derivada no sólo de una materia prima específica -la eclesiástica-, sino más
en particular de unos principios informadores de su unidad y lógica interna, como
ciencia y como rama del ordenamiento jurídico. La tipicidad de estos principios explica,
además, la constante intuición de los cultivadores del Derecho eclesiástico de estar ante
un Derecho de libertad (De Luca).
Los principios informadores del Derecho eclesiástico español son el de libertad religiosa,
el de laicidad del Estado, el de igualdad religiosa ante la ley y el de cooperación entre el
Estado y las confesiones. Sus fundamentos legales se hallan, de manera principal, en la
Constitución de 1978 , pero también en la Ley orgánica de libertad religiosa de 1980
, en los Acuerdos con la Santa Sede de 1976 y 1979, y en los Acuerdos de 1992
con la Federación de entidades religiosas evangélicas de España , con la Federación
de Comunidades israelitas de España y con la Comisión islámica de España .
“Hay dos principios básicos en nuestro sistema político que determinan la actitud del
Estado hacia los fenómenos religiosos y el conjunto de relaciones entre el Estado y las
iglesias y confesiones: el primero de ellos es la libertad religiosa, entendida como un
derecho subjetivo de carácter fundamental que se concreta en el reconocimiento de un
ámbito de libertad y de una esfera de “agere licere” del individuo; el segundo, es el de
igualdad, proclamado por los artículos 9 y 14 , del que se deduce que no es posible
establecer ningún tipo de discriminación o de trato jurídico diverso de los ciudadanos en
función de su ideologías o sus creencias y que debe existir un igual disfrute de la
libertad religiosa por todos los ciudadanos. Dicho de otro modo, el principio de libertad
religiosa reconoce el derecho de los ciudadanos a actuar en este campo con plena
inmunidad de coacción del Estado y de cualesquiera grupos sociales, de manera que el
Estado se prohíbe a sí mismo cualquier concurrencia, junto a los ciudadanos, en calidad
de sujeto de actos o de actitudes de signo religioso, y el principio de igualdad, que es
consecuencia del principio de libertad en esta materia, significa que las actitudes
religiosas de los sujetos de derecho no pueden justificar diferencias de trato jurídico”
(STC 24/1982, de 13 de mayo, fundamento jurídico 1 ).
Del proceso constituyente, presidido por la fórmula del consenso, destacan dos
propósitos en relación al factor religioso: 1.º) De cambio cualitativo: la Constitución
debía suponer una modificación sustantiva de la legislación eclesiástica del régimen
anterior; y 2.º) De superar la cuestión religiosa: que la regulación del factor religioso
nunca más fuese motivo de división entre los españoles. El primer propósito explica la
desaparición absoluta de la confesionalidad, no sólo como principio primero, sino como
principio; y el segundo aclara su sustitución por el principio de libertad religiosa. De
esta manera, la Constitución rompe con el pasado, para que el principio definidor del
Estado en materia eclesiástica no sea ni el de confesionalidad -propio de la mayor parte
de nuestra historia constitucional y del período franquista- ni el de laicidad
decimonónica -según la versión republicana de 1931 -, donde el Estado tomaba
postura sobre lo religioso en cuanto tal. Y es que la laicidad de ahora, como principio
secundario sometido al de libertad religiosa, ya no expresa una actitud de hostilidad ni
siquiera de indiferencia del Estado hacia lo religioso, sino su obligación de reconocer y
garantizar el derecho de libertad religiosa con la mayor amplitud posible.
3.º) La libertad religiosa tiene por objeto la fe como acto, y la fe como contenido de
dicho acto, así como la religión en todas sus manifestaciones, individuales, asociadas o
institucionales, públicas o privadas, con libertad para su enseñanza, práctica, culto,
observancia y cambio de religión. Tiene en común con las libertades de pensamiento y
de conciencia que las tres implican el reconocimiento de la naturaleza y dignidad del ser
personal en su dimensión más profunda y específica, aquélla donde actúa su
racionalidad mediante la búsqueda y el establecimiento de su relación con la verdad, el
bien y Dios. Esa raíz común explica la tendencia de los textos internacionales a
reconocerlas conjuntamente, incluso en un mismo precepto, y también el peligro de
confundirlas.
Todo lo anterior nos permite distinguir con mayor claridad que una cosa es el derecho y
otra el principio de libertad religiosa, y que ambos corresponden a dos pasos sucesivos
que el Estado democrático debe dar para serlo. El primero le exige reconocer y
garantizar jurídicamente una plena inmunidad de coacción en materia religiosa en favor
de los ciudadanos y las confesiones frente a los demás y frente al propio Estado. El
segundo paso le obliga a prohibirse concurrir junto a los ciudadanos en calidad de
sujeto de actos o actitudes ante la fe y la religión, sean del signo que fueren: positivo,
negativo o agnóstico.
La libertad religiosa como principio primario definidor del Estado en materia religiosa
tiene las siguientes consecuencias: 1.ª) Contiene una idea esencial del Estado, como
ente al servicio de la primacía de la dignidad de la persona y, en particular, de su
ámbito de racionalidad y conciencia; 2.ª) El Estado se considera radicalmente
incompetente como sujeto capaz de respuesta alguna ante el acto de fe y la práctica
religiosa; 3.ª) El Estado no puede obligar a ninguno de sus ciudadanos a declarar sobre
su religión o creencia; 4.ª) Como la fe es libre de Estado (principio de libertad religiosa),
el Estado no es límite del derecho de libertad de sus ciudadanos, sino garante de su
máxima extensión: la mayor libertad posible y la mínima restricción necesaria; 5.ª) No
cabe forma alguna de confesionalidad: ninguna confesión o fe religiosa podrá ser
asumida como propia por el Estado; y 6.ª) En cuanto a la regulación jurídica del factor
religioso, los demás principios informadores de la sociedad española dependen del de
libertad religiosa en aspectos esenciales de su contenido y de su operatividad.
Para captar el significado de la laicidad del Estado no basta con acudir al art. 16.3 ,
porque la Constitución no se limita a sustituir la confesionalidad por la laicidad, sino que
simultáneamente eleva la libertad religiosa al lugar que aquélla ocupaba como principio
primario, y modifica el sentido que ha tenido en el pasado. Además, como los principios
están interrelacionados, se explican en términos de reciprocidad y complementariedad,
y las formas de expresarlos contienen, con acentos diversos, un poco de cada uno de
ellos. Por ejemplo, la expresión ninguna confesión tendrá carácter estatal no es el locus
iuridicus exclusivo de la laicidad porque, aunque la implica, también hace referencia al
principio de libertad religiosa. Y mientras éste define la esencia o identidad del Estado,
como ente, ante la fe y la práctica religiosa, el principio de laicidad define la actuación
del Estado ante el factor religioso.
1.º) Por lo que se refiere a la consideración laica del factor religioso, la Constitución
señala al Estado una perspectiva formal: “los poderes públicos tendrán en cuenta las
creencias religiosas de la sociedad española” (art. 16.3 ). Es un tener en cuenta en
términos de realismo jurídico y sociológico, porque surge exclusivamente de la atención
a un factor social específico. Pero sobre su naturaleza religiosa no se pronuncia porque
es un Estado de libertad sobre lo religioso; así que, después de declararse incompetente
en la materia (art. 16.1 ), afirma que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” (art.
16.3 ).
3.º) Por obra del principio de libertad religiosa rige el imperativo de máxima libertad
posible y mínima restricción necesaria en relación al factor religioso y, en consecuencia,
éste sólo se halla limitado por el minimum derivado de la necesidad. Por tanto, no cabe
invocar la laicidad del Estado -y menos en versión laicista- para limitar la libertad
religiosa de las personas y las confesiones.
4.º) La actuación laica del Estado no se reduce al reconocimiento formal del factor
religioso, sino que comprende también la misión de hacer que las libertades y derechos
implicados en él se conviertan en esferas reales y efectivas de libertad. Por eso, el
artículo 9.2 constituye una muestra de la laicidad del Estado si, por encima de la
genérica fórmula de su redacción, lo referimos al factor religioso.
El Estado debe ser sólo Estado, ni más ni tampoco menos. Se excedería si, bajo
pretexto de regulación del factor religioso, adoptase una actitud confesional, agnóstica o
atea; y supondría una dejación de funciones el que, con la excusa de la laicidad, se
refugiase en una falsa pasividad o indiferentismo, estableciendo una doble medida en la
aplicación de las exigencias del artículo 9 de la Consititción: una medida vergonzante en
relación al artículo 16 y otra medida muy colmada para el resto de derechos y libertades
fundamentales.
La laicidad garantiza la identidad civil del Estado perfilado por la Constitución, mientras
es contraria a ella cualquier clase de confesionalidad: material, formal o sociológica. Por
ser un Estado de libertad religiosa y de actuación laica, el Estado español no viene
obligado a asumir la fe de la mayoría sociológica de sus ciudadanos -la confesionalidad
es confesionalidad aunque se apoye en la mayoría-, sino a que forme parte de su
identidad una radical incompetencia ante la fe y que su actuación no sea otra que la de
considerarla un factor social objeto del derecho de libertad religiosa.
La laicidad del Estado español significa también una estimación positiva del factor
religioso en el contexto general del bien común: que los poderes públicos comprenden
que la presencia y el reconocimiento del complejo de valores espirituales, éticos y
culturales, ligados a la religiosidad de los ciudadanos y de las comunidades, son
beneficiosos para la sociedad.
Como resultado de esa maduración del Estado sobre sí mismo, entiende que la laicidad
no es una definición religiosa del Estado, ni una actitud de defensa de su soberanía ante
la antigua unión entre el trono y el altar, ni el método decimonónico de obtener la
separación Iglesia-Estado. La laicidad, subordinada al principio de libertad religiosa,
representa en nuestra Constitución el estilo estatal de reconocer y garantizar, mediante
el método civilizado de un Derecho especial (el Derecho eclesiástico), las vivencias
religiosas, individuales y colectivas, de quienes integran la sociedad española. Y así lo
ha entendido el Tribunal Constitucional.
Fecha de actualización
01/10/2010
Pues bien, la igualdad religiosa significa que sólo por ser ciudadanos, con independencia
del signo de sus convicciones religiosas, todos los españoles tienen el mismo derecho
fundamental de libertad religiosa. Y, en la misma medida que el artículo 16.1 de la
Constitución reconoce a las confesiones, como sujetos colectivos del derecho de
libertad religiosa, éstas lo poseen igualmente. En esto consiste la igualdad religiosa ante
la ley: ser iguales titulares del mismo derecho de libertad religiosa.
En parecidos términos, pero en una cuestión sobre igualdad religiosa, la STC 109/1988,
de 8 de junio , declara que “el presente recurso de amparo gira todo él alrededor
del artículo 14 de la Constitución y del principio y del derecho que en tal precepto se
establece en punto a la igualdad de los ciudadanos ante la ley” (fundamento jurídico 1).
A continuación, cita sentencias anteriores y recuerda “que la observancia y el
acatamiento del principio y de su concreción como derecho de igualdad no impide que el
legislador pueda valorar situaciones y regularlas distintamente mediante trato desigual,
pero siempre que ello obedezca a una causa justificada y razonable, esencialmente
apreciada desde la perspectiva del hecho o situación de las personas afectadas”
(fundamento jurídico 1).
Es éste un punto capital y, de hecho, cuando el Estado las confunde no sólo desvirtúa el
sentido de la igualdad, sino que también acaba conculcando la libertad religiosa y la
laicidad. Pero ante el Estado no existen diversas categorías de titulares y de derechos
de libertad religiosa, sino una y misma calidad de titular y de derecho fundamental de
libertad religiosa, con independencia de sus rasgos diferenciales, de su tradición
histórica o de su implantación sociológica.
El inciso final del artículo 16.3 de la Constitución -”los poderes públicos (...)
mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las
demás confesiones”- nos ofrece una excelente ocasión de comprobar el alcance de todo
lo visto hasta ahora y, señaladamente, del principio de igualdad.
Desde luego, el principio de laicidad -”ninguna confesión tendrá carácter estatal” (art.
16.3 )- no sólo prohíbe la confesionalidad formal o material, sino que en conexión con
el principio primario de libertad religiosa, también impide una interpretación pro
confesionalidad sociológica del Estado español. Y es que, por mucho que la mayoría del
pueblo español profese la religión católica, ese dato sociológico no cambia un ápice la
esencia del Estado que sigue siendo radicalmente incompetente para adoptar cualquier
fe religiosa, sea o no mayoritaria. Naturalmente esto es compatible con la obligación
impuesta a los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas como factor
social real del pueblo español, para captarlas y reconocerlas atendiendo a sus
circunstancias objetivas y características propias.
Es más, la mención expresa a la Iglesia católica resulta beneficiosa para todas las
confesiones porque sienta el fundamento constitucional del paradigma extensivo de
trato específico del factor religioso: es decir, que de tanta libertad y de tanto
reconocimiento jurídico de su especificidad diferencial como goce la Iglesia católica -la
de mayor arraigo y complejidad orgánica en la sociedad española-, de otro tanto podrán
gozar el resto de las confesiones. Es importante advertir que con este concepto
queremos indicar una cantidad y calidad de trato específico, pero no la aplicación a las
demás confesiones ni del mismo contenido del status jurídico de la Iglesia católica, ni
tampoco la de un único status, tan rico como él pero unitario -para todo lo acatólico-,
porque entonces estaríamos ante un paradigma uniformador. Muy al contrario, como el
trato que recibe la Iglesia católica -modelo paradigmático- no sólo se compone de un
máximo de contenido sino también de una máxima atención a su singularidad, las
demás confesiones tienen derecho al reconocimiento de su especificidad diferencial en la
misma paridad de calidad y respeto que la Iglesia católica, Parece ocioso añadir que ha
de tratarse de confesiones presentes en la sociedad española, porque de lo contrario no
formarían parte del factor social real, el único que puede y debe ser tenido en cuenta
por los poderes públicos.
Otra cuestión, que la doctrina suele encuadrar en las relaciones entre los principios de
igualdad y libertad religiosa, es la relativa al fundamento y al concepto jurídico <I>-
locus et nomen iuris- del reconocimiento constitucional del agnosticismo y del ateísmo.
Por una parte, toda persona humana es titular del derecho de libertad religiosa; y por
otra, es un hecho que algunos hombres no pertenecen a ninguna confesión y/o carecen
de convicciones religiosas, y otros más convierten la negación de la trascendencia en un
sistema activo de difusión de doctrinas y convicciones. Si el agnosticismo y el ateísmo
son manifestaciones religiosas deben ser amparados por el Estado de libertad religiosa
en igualdad de condiciones con las opciones propiamente religiosas, y en caso contrario
no. Ya se comprende que cualquier intento de solución exige volver sobre el objeto del
derecho de libertad religiosa. Si se circunscribe a la religión, quedarían fuera de su
ámbito el agnosticismo y el ateísmo, como actitudes arreligiosas o antirreligiosas, que
serían amparadas por el derecho de libertad ideológica. En cambio, si se entiende que la
libertad religiosa protege la libertad de creer o no creer y de actuar individual o
colectivamente en consecuencia, será irrelevante el uso que se haga de ella, porque
todas sus manifestaciones tendrán idéntico fundamento -la libertad en lo religioso-y
serán objeto del mismo derecho de libertad religiosa.
Asimismo debemos subrayar que las confesiones son reconocidas, en cuanto tales,
como sujetos colectivos del derecho de libertad religiosa y como comunidades
específicas que expresan la dimensión institucional del factor religioso. A estos títulos
hay que añadir el genérico, por el que son reconocidas por parte del Estado democrático
junto a los demás grupos sociales reales.
Si atendemos a estos títulos nos será fácil captar el sentido del principio de cooperación.
La Constitución perfila un Estado de libertad religiosa y de consideración laica del factor
religioso y se obliga a reconocerlo según sus propias características, una de las cuales
es la existencia objetiva de grupos en los que se expresa y se vive la vertiente
institucional, no sólo asociada, de la religión. Ahora bien, va más allá, porque eleva a
rango constitucional la existencia de relaciones entre el Estado y las confesiones y su
naturaleza: de cooperación. De esta suerte, resulta un doble mandato a los poderes
públicos: que mantengan relaciones con las confesiones y que sean de cooperación.
Los principios de libertad religiosa y laicidad nos ofrecen el negativo del concepto de
cooperación, que no puede traducirse en términos de unión o confusión entre las
instituciones estatales y religiosas, o entre los fines de ambas; pero tampoco en
términos de separación absoluta entre el Estado y las confesiones y de sometimiento del
factor religioso al jurisdiccionalismo del derecho común. Equidistante de la unión y la
incomunicación, la cooperación es un punto de encuentro entre el Estado y las
confesiones, y confirma la autonomía de naturaleza y de finalidades de uno y otras. No
existe unión porque el Estado se limita a reconocer a las confesiones como instituciones
específicas del factor religioso y sujetos colectivos de la libertad religiosa; y no hay
incomunicación porque se relacionan mutuamente al servicio de la persona y del bien
común.
Otra cuestión es que los acuerdos se perfilan como los instrumentos más apropiados
para materializar el principio de cooperación. Garantizan el mayor respeto a los
derechos de libertad de las confesiones y el más depurado reconocimiento de su
especificidad en la medida que formalizan los resultados del común entendimiento con
el Estado en fuentes bilaterales de Derecho eclesiástico. Por otra parte, allí donde existe
un sistema pacticio entre la Iglesia católica y el Estado, es más fácil que las demás
confesiones vean reconocida su especificidad a través de acuerdos, dejando de
constituir el conjunto de lo “acatólico” o, en expresión plástica y rotunda, “il coacervo
anonimo degli indistinti” (D'Avack). Y, por último, conviene no olvidar un hecho
incuestionable: el Estado español ha plasmado el principio de cooperación mediante
Acuerdos con la Santa Sede, con con la Federación de entidades religiosas evangélicas
de España, con la Federación de Comunidades israelitas de España y con la Comisión
islámica de España, confirmando que son la fórmula más adecuada de cumplimiento del
principio constitucional de cooperación con las confesiones de mayor presencia en
España.
La doctrina del Tribunal Constitucional también es clara en este punto. Así, por ejemplo,
la STC 265/1988, de 22 de diciembre , al interpretar el artículo 6.2 del Acuerdo
sobre asuntos jurídicos, entre la Santa Sede y el Estado español , afirma: “La indicada
norma –que responde al principio cooperativo que se hace explícito en el art. 16.3 de la
CE – ha sido desarrollada, sustantiva y procesalmente (...), siendo preciso que la
interpretación y aplicación de este conjunto normativo se haga conforme a los preceptos
constitucionales y, en especial, a los derechos y libertades fundamentales que para
todos consagran los artículos 14 y siguientes de la Constitución ” (fundamento
jurídico 4). Esta misma sentencia conecta el principio de cooperación con el de libertad
religiosa y muestra su compatibilidad con el principio de laicidad, como ya vimos.
Fecha de actualización
07/02/2011
La mayor parte de los autores coincide en señalar como puntos comunes a todas las
religiones la creencia en una realidad trascendente, que implica una determinada
concepción e interpretación de todo lo existente y de la propia vida, de modo que esa
concepción, transformada en doctrina, condiciona también la conducta personal
mediante las exigencias de una moral específica. También parece un lugar común el
aceptar que la religión conlleva unas necesarias manifestaciones externas,
tradicionalmente denominadas como cultuales o litúrgicas. En este sentido, una mera
religiosidad, o sentimiento religioso personal que no transcendiera al exterior, no cabría
calificarlo como hecho religioso. Por otra parte, esa exteriorización del sentimiento
religioso suele tener también una dimensión comunitaria. La historia y la arqueología
nos confirman que esto ha sido así desde los mismos orígenes del hombre.
De cara al estudio de la relación que cabe establecer entre Religión y Derecho, nos
interesa únicamente la relevancia social del fenómeno religioso –ubi societas, ibi ius–.
Que esta relevancia sea una realidad es algo que aparece, con una evidencia que se
impone, de la experiencia de la propia naturaleza humana, que tiene la nota de la
socialidad como algo intrínseco (recordemos que ya Aristóteles definía al hombre como
animal político). Lo religioso participa también de esa dimensión social, pues el hombre
se asocia con sus semejantes para vivir su relación con Dios –con el mundo
transcendente que es objeto de su fe– de manera comunitaria. Por tanto, religión es
también el nombre que lo religioso adquiere cuando alcanza su natural dimensión social.
De hecho, buena parte de las manifestaciones externas de la religión participan de esa
dimensión: el culto, las ceremonias litúrgicas, funerarias, sacrificiales, etc. son
exteriorizaciones colectivas de la religiosidad que se han dado siempre a lo largo de la
historia humana.
Para evitar posibles equívocos, hay que dejar claro desde el primer momento que
vamos a referirnos a un concepto estrictamente jurídico. Es decir, vamos a considerar la
libertad de que disfruta, en tema de religión, la persona y los grupos religiosos en los
que ésta se integra frente a terceros y frente al Estado. Prescindimos, por tanto, de la
libertad frente a Dios o la propia religión, aspectos que entran más bien dentro del
ámbito espiritual (puramente religioso( y moral. Tampoco incluimos la denominada
libertad psicológica, que se refiere a la ausencia de determinación de la voluntad
humana para realizar actos verdaderamente libres en el terreno de la fe. Vamos a
hablar, exclusivamente de la libertad religiosa como derecho.
Que la libertad religiosa pueda ser calificada como un verdadero derecho se evidencia al
comprobar que reúne los cuatro elementos esenciales que se predican de todo derecho.
En primer lugar la existencia de un titular bien determinado, que en nuestro caso
resulta ser, en primer lugar y fundamentalmente, la persona, y, secundariamente –por
derivación–, las confesiones o grupos religiosos. En segundo lugar un objeto
suficientemente concreto y posible: la profesión y práctica de las propias creencias
religiosas. En tercer lugar habrá de ser oponible frente a terceros, en quienes engendra
un deber de abstención o, en su caso, el de una prestación. Y por último, la posibilidad
de una sanción, prevista para los casos de lesión del derecho.
Si, en cambio, partimos de un punto de vista iusnaturalista, junto con los derechos
subjetivos positivos, podríamos hablar también de derechos subjetivos naturales (o
innatos); es decir, previos al ordenamiento positivo. Este es el terreno propio del
derecho de libertad religiosa. Por esta vía nos acercamos a la teoría general de los
derechos humanos. Pero antes de introducirnos en el campo de los derechos humanos,
conviene estudiar con mayor precisión las características del derecho de libertad
religiosa como derecho subjetivo.
Cuando se define la libertad religiosa como un derecho negativo, se quiere decir que el
ámbito que constituye su objeto propio es un ámbito que excluye cualquier intervención
por parte del Estado, creando así un espacio de total autonomía (de agere licere( para
el sujeto titular del derecho. Engendra, pues, un auténtico deber de abstención por
parte del Estado y de terceros. Como se entiende fácilmente, este carácter de
negatividad no excluye que el derecho tenga un contenido jurídico positivo, que consiste
en la facultad de actuarlo en el sentido deseado por su titular.
El carácter de absoluto hace que tal derecho pueda esgrimirse erga omnes, es decir, no
sólo frente al Estado sino también frente a terceras personas, aunque, lógicamente, el
punto verdaderamente determinante para que se dé el derecho de libertad religiosa lo
constituye el hecho de que se ofrezca una suficiente protección o tutela frente a un
hipotético intervencionismo lesivo por parte del Estado o de terceros; permitiendo así su
vindicación efectiva, si, de hecho, se produce su lesión. Es decir, ha de estar
suficientemente tutelado desde el punto de vista jurídico; si no, no se puede hablar de
la existencia de un verdadero derecho.
Que este derecho sea también conceptuado como público, es a todas luces patente,
puesto que hace directa referencia a un tipo de relación que se establece,
primordialmente, entre el individuo y el Estado, y además, porque su objeto propio
puede ser considerado –al menos en la mayor parte de los Estados– como un auténtico
bien público, que interesa tutelar en sí mismo, e incluso promocionar.
Por otra parte, la libertad religiosa es también, y sobre todo, un derecho fundamental
de la persona, un derecho humano. Ya hemos mencionado cómo la doctrina acerca de
los derechos públicos subjetivos, no excluía para algunos sectores la existencia de
derechos subjetivos innatos. Es decir, previos a cualquier derecho positivo. Y en esto
coincide con los derechos fundamentales, que son derechos propios de la persona y que
el Estado tiene que reconocer y salvaguardar.
La diferencia con los antiguos derechos provenientes de las libertades del siglo XVIII,
radica en que aquéllos eran, sí, unos derechos de la persona, pero con una dimensión
estrictamente individual; mientras que los derechos humanos, además de esa
dimensión personal, en muchos casos asumen también una carácter colectivo (como
sucede con la libertad religiosa) y así se reconoce en muchas constituciones y leyes
sobre este derecho, y en algunas Declaraciones de Derechos. Otra consecuencia de su
fundamentalidad radica en la protección reforzada que se le suele dispensar; además,
las Constituciones, que en el Estado moderno acostumbran a tener un carácter
normativo directo, suelen contener declaraciones que, en este punto, vinculan a todos
los poderes del Estado.
Por otra parte, los derechos humanos se constituyen también como la clave de bóveda
de todo el ordenamiento, de manera que su respeto o no, se transforma en paradigma
de la legitimidad de un Estado. Y aquí conectamos con otro aspecto: su universalidad,
proclamada por Declaraciones de Derechos universales y regionales, por lo que los
derechos humanos, entre los que figura siempre en lugar destacado el de libertad
religiosa, alcanzan un carácter de principios básicos, también a la hora de estructurar la
comunidad internacional.
Hasta hace relativamente poco tiempo, los eclesiasticistas parecían decantarse, en esa
línea, por un concepto de libertad religiosa con un objeto propio, preciso y
concretamente religioso; distinguiéndola por tanto, de la libertad de pensamiento,
ideológica, de conciencia, etc. Sin embargo, últimamente, algunos autores (Souto,
Llamazares) manifiestan una tendencia a ampliar la noción, y por tanto también el
contenido de la libertad religiosa, integrándola, cuando no identificándola, con la
libertad ideológica y de conciencia.
Diríase que estos autores, en su preocupación por salvaguardar al máximo la libertad
religiosa, y para evitar el peligro de dejar fuera de la misma alguna de sus
manifestaciones, prefieren ampliar su objeto a campos afines que constituyen en último
término exteriorizaciones de la libertad personal en el orden del pensamiento. Sin
embargo, tal posición, a pesar de dar origen a brillantes construcciones doctrinales, se
presta a un cierto confusionismo y a una desvirtuación de lo que es propiamente el
nervio de la libertad religiosa que, desde esta nueva perspectiva, pasaría a abarcar
campos tan diversos como puede ser el derecho a la información, a la propia orientación
sexual, o cuanto se refiere a los problemas morales en relación con la biogenética.
Martínez Torrón ha hecho notar que esta tendencia provoca en nuestra disciplina una
auténtica voracidad temática. En la mayor parte de los casos, el posicionamiento
personal ante aquéllos supuestos o problemas responde a una mera opción ideológica o
ética pero ajena a motivos religiosos estrictamente hablando.
Según estos textos internacionales las mismas normas protegen (y con la misma
intensidad(, el derecho a profesar una religión; a cambiar de religión; a dejar de
profesarla; o a no profesar ninguna; así como a profesar convicciones y creencias no
religiosas. Esto se hace especialmente patente en la Declaración sobre la eliminación de
toda forma de intolerancia basada en la religión o las convicciones, y en el Comentario
General al artículo 18 del Pacto internacional sobre las libertades civiles y políticas,
como se verá en su momento ene el correspondiente capítulo.
Los dos primeros supuestos (profesar una religión o cambiar de religión) recogen lo que
pudiéramos llamar el contenido positivo del derecho de libertad religiosa, con todo lo
que ello implica: practicar el culto o ceremonias litúrgicas de la propia religión, vivir
conforme a sus preceptos y observancias morales, propagar la propia religión por
medios lícitos, etc.
Los últimos supuestos, en cambio (no profesar ninguna religión o profesar creencias y
convicciones no religiosas), no se refieren estrictamente hablando a la libertad religiosa.
En estos supuestos el contenido del derecho se agota en el hecho de no profesar
ninguna religión o de tener creencias no religiosas. No existe en estos casos, por
ejemplo, de una de las manifestaciones propias y típicas de la religión como es el culto
(González del Valle).
Por ello considero que los derechos, en el plano personal y colectivo, de quienes no se
consideran religiosos tendrían que tratarse normativamente –en la medida en que fuera
necesario– fuera del ámbito del derecho de libertad religiosa, y deberían ubicarse, más
bien, en el del derecho de libertad ideológica, o de la libertad de expresión y de
asociación que, en la mayor parte de las Constituciones poseen un tratamiento y
protección específico. Además, quienes no practican una religión no tienen por qué
profesar una convicción o creencia no religiosa de forma activa o militante, es decir, con
una fuerza moral vinculante equiparable a la de las creencias religiosas: la mayor parte
de los no creyentes son sencillamente agnósticos.
5. Fundamento
Sin entrar en las modernas discusiones doctrinales (ya apuntadas( que tienden a
ampliar no sólo el contenido, sino el concepto mismo de libertad religiosa en cuanto
derecho subjetivo, las Declaraciones de Derechos, las Constituciones y las leyes
reguladoras de este derecho, suelen enumerar diversos aspectos concretos, que, a su
vez, pueden configurarse como otros nuevos derechos, más puntuales, que constituyen
como partes integrantes del derecho fundamental de libertad religiosa. La afirmación de
estos derechos delimita los consiguientes espacios en los que el Estado garantiza un
ámbito de total libertad, de manera que en este terreno, no sólo no puede imponer
ningún criterio o directriz, sino que debe respetar y preservar la mayor autonomía
posible de la persona y de los grupos religiosos.
Esta naturaleza multiforme del derecho de libertad religiosa ha llevado a González del
Valle a definirlo como un derecho matriz. Por ello, en el enunciado de este epígrafe se
habla de libertad religiosa y de derechos de libertad religiosa. La explicación del
fenómeno no tiene por qué ser necesariamente unívoca. Para algunos se trata de un
proceso histórico, en cuanto que el Estado ha ido reconociendo, poco a poco, nuevos
espacios de libertad en el campo religioso, espacios que han ido a engrosar el catálogo
de nuevos derechos. Para otros, Se trata de una simple técnica en orden a una mejor
protección de la libertad religiosa genérica, que engloba los diversos derechos en que se
puede desglosar. Es el sistema o técnica que Ibán ha definido como de concreciones
sucesivas.
A las más genéricas declaraciones de libertad religiosa que puedan contenerse en los
textos constitucionales, siguen las leyes –ordinarias o especiales– que suelen especificar
todos los posibles campos a que se extiende el ejercicio del derecho de libertad
religiosa, tanto en el plano individual como en el colectivo: posibilidad de creación de
escuelas propias, de editar publicaciones, de establecer fundaciones, de apostolado, de
reunión, etc.
Si por un lado esta forma de actuar parece reforzar cualquier declaración formal de
libertad religiosa, por otro, como también advierte Ibán, puede decantarse o resolverse
en una técnica de concreciones limitadoras, en cuanto que todos aquellos aspectos
específicos no contemplados expresamente en las leyes, podrían quedar desprotegidos
jurisdiccionalmente.
Por lo demás, el Estado suele enumerar también los distintos aspectos que comprende
el ejercicio del derecho de libertad religiosa por parte de sus titulares colectivos.
También en este caso hay que distinguir entre un aspecto negativo del derecho, y otro
positivo. Como derecho negativo, da lugar al deber de abstención por parte del Estado,
en todo lo que se refiere a la organización interna de las confesiones. El reconocimiento
de la autonomía de las confesiones implica el reconocimiento de su carácter no estatal,
pero ello, lógicamente, no quiere decir que éstas puedan actuar al margen del
ordenamiento del Estado en cuanto que tienen una relevancia civil que puede afectar al
recto orden social del que es responsable el Estado.
En el número dos , como un corolario de lo anterior se establece que “nadie podrá ser
obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. Una consecuencia concreta
de esta exigencia constitucional ha sido –por ejemplo– el cambio del sistema
matrimonial español. En efecto, con anterioridad, para poder contraer matrimonio civil,
se exigía una declaración de no profesar la religión católica, lo que ahora no resulta
cabalmente posible, ya que nadie tiene obligación de declarar acerca de su fe (ni sobre
su ideología o creencias).
Frente a las ya periclitadas posturas del Estado liberal, separatista y laicista (por
ejemplo, la II República), que pretendía recluir el hecho religioso al ámbito de la
conciencia individual, se demuestra aquí una mayor sensibilidad, abierta a la dimensión
social y colectiva del factor religioso, que, además, supone una valoración positiva del
mismo, ya que permite una cooperación activa del Estado con las confesiones, pero sin
confusión de fines.
En cuanto al artículo 27.3 , que garantiza el derecho de los padres a que sus hijos
reciban la formación religiosa más conforme a sus convicciones, aunque la Constitución
lo ubica en el artículo que proclama la libertad de enseñanza, por la materia objeto
del derecho, puede relacionarse también con el artículo 16 , es decir, con el derecho
de libertad religiosa, y así lo ha reconocido nuestro Tribunal Constitucional cuando
afirma que “la libertad de enseñanza puede ser entendida como una proyección de la
libertad ideológica y religiosa” (Sentencia 5/81 de 13 de febrero , Fundamento
Jurídico 7).
Por otra parte, estos artículos, que hacen referencia al factor religioso, deben situarse y
actuarse bajo la perspectiva de los denominados valores superiores del ordenamiento,
que proclama el artículo 1 , como son la libertad, la justicia, y la igualdad. El
pluralismo político, al que se alude también en este artículo sólo es aplicable, como el
propio adjetivo utilizado indica, al ámbito político: el Estado no puede promover el
pluralismo religioso, ya que sería una intervención abusiva de carácter jurisdiccionalista;
podrá y deberá aceptarlo y tutelarlo en el caso en que se dé, pero no promoverlo.
Igualmente, el artículo 10.1 declara que “la dignidad de la persona, los derechos
inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la
ley y a los derechos de los demás, son fundamento del orden político y de la paz social”.
En este artículo se viene a realizar una definición genérica de los derechos humanos,
fundados en la dignidad de la persona, y por tanto, universales e inviolables; derechos
humanos, que el Constituyente formaliza en los denominados, técnicamente, derechos
fundamentales.
Como puede verse, estos artículos, aunque no hagan referencia expresa al derecho de
libertad religiosa, constituyen como el marco general en el que éste deberá
desenvolverse.
Esta Ley viene a responder a las nuevas exigencias constitucionales que postulan la
libertad religiosa, como derecho reconocido a las personas y a los grupos religiosos; el
carácter no estatal de cualquier confesión religiosa (o vuelto el verso por pasiva, el
carácter aconfesional del Estado); la no discriminación por motivos religiosos, de
manera que todos sean realmente iguales ante la Ley con independencia de sus
opciones religiosas; y por último, un principio jurídico-político de importantes
consecuencias: los poderes públicos habrán de tener en cuenta las opiniones religiosas
de los ciudadanos, y habrán de mantener las consiguientes relaciones de cooperación
con las confesiones religiosas.
La LOLR desmenuza, por así decir, el contenido del derecho de libertad religiosa (en
ningún momento se refiere a la libertad ideológica), tanto en el plano individual como
colectivo, en su largo artículo dos, y añade en su último párrafo que “para la aplicación
real y efectiva de estos derechos, los poderes públicos adoptarán las medidas
necesarias para facilitar la asistencia religiosa en los establecimientos públicos militares,
hospitalarios, asistenciales, penitenciarios y otros bajo su dependencia, así como la
formación religiosa en centros docentes públicos”.
El artículo tercero señala los límites del derecho de libertad religiosa, que se estudiarán
en la correspondiente lección; y excluye del ámbito de aplicación de la ley una serie de
actividades, fines o entidades que no pueden ser consideradas como religiosas, pese a
tener una cierta afinidad con lo religioso, como son los fenómenos psíquicos, la
parapsicología, los valores humanísticos o espiritualistas no estrictamente religiosos (se
excluyen también, por tanto, los valores ideológicos no religiosos).
Otro tema importante contemplado por la ley es el del estatuto y régimen jurídico civil
de las Confesiones religiosas. Lógicamente el Estado reconoce la existencia de estos
grupos confesionales o religiosos, y les garantiza una serie de derechos. Pero por
exigencias de seguridad jurídica, dispone que, si quieren actuarlos plenamente, para
poder actuar en el tráfico jurídico, deban adquirir personalidad jurídica civil. Esta
personalidad se obtiene mediante la inscripción en un Registro de Entidades Religiosas,
que la propia ley creaba en el seno del Ministerio de Justicia.
9.1. Contenido y extensión del derecho de libertad religiosa en el plano
personal
¿Qué sucede con las confesiones no inscritas? ¿No son sujeto del derecho de libertad
religiosa? Aunque se tratará con más detalle esta materia en otro capítulo, conviene
aclarar que, al ser el derecho de libertad religiosa un derecho fundamental del que
también son titulares los grupos religiosos, los aspectos más sustanciales de este
derecho en su vertiente colectiva les son también de aplicación sin necesidad de esa
inscripción previa, tal como se recuerda en la exposición de motivos de los tres
acuerdos con las confesiones acatólicas: “estos derechos, concebidos originariamente
como derechos individuales de los ciudadanos, alcanzan también, por derivación, a las
Confesiones o Comunidades en que aquellos se integran para el cumplimiento
comunitario de sus fines religiosos, sin necesidad de autorización previa, ni de su
inscripción en ningún registro público”.
Los Acuerdos con la Iglesia católica, más que regular aspectos de la libertad religiosa,
vienen a establecer el estatuto jurídico de la Iglesia ante el ordenamiento civil según los
nuevos principios constitucionales. No quiere decir esto que lo que allí se contempla no
afecte al derecho de libertad religiosa; tiene clarísimas repercusiones. Pero sobre todo
se tiende a asegurar la libertad institucional de la Iglesia frente al Estado y a fijar los
modos de cooperación entre ambas Potestades. Los Acuerdos se refieren principalmente
a Asuntos Jurídicos, Asuntos de Enseñanza y Culturales, Asuntos Económicos, y
Asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas y servicio militar de clérigos y religiosos.
En otros casos –la mayoría–, se trata de normas unilaterales del Estado, bien
específicamente dedicadas a regular aspectos relacionados con la libertad religiosa
como, por ejemplo, la seguridad social de los ministros de culto y la asistencia religiosa
penitenciaria de las confesiones minoritarias con Acuerdo; o bien dentro de normas que
sólo tangencialmente afectan a la libertad religiosa como, por ejemplo, la Ley Orgánica
de Educación, que dedica dos Disposiciones adicionales a la enseñanza de la religión en
el sistema educativo, o la Ley General Penitenciaria y su Reglamento o las Reales
Ordenanzas de los tres Ejércitos, cuando regulan en algunos artículos cuanto se refiere
a la asistencia religiosa de presos y militares.
1. Introducción
Es una realidad que pueden existir dos posibles formas de propagación religiosa, una
justa, respetuosa, pacífica, y otra injusta y abusiva. La libertad, en términos absolutos y
en su forma específica de libertad religiosa, se encuentra en el centro de la
controversia. El derecho a la propagación religiosa es una de las consecuencias del
derecho de libertad religiosa, del cual forma parte inseparable. No hay libertad religiosa
y de creencias sin libertad de expresión, y la religión se anuncia sobretodo por medio de
la comunicación de ideas.
En el caso del Islam, parece ser que la carencia de una jerarquía religiosa
suficientemente estructurada propicia que los grupos disidentes queden fuera de
control. De esta forma, en su confusión con la sociedad, la fe islámica puede llegar a dar
como resultado, en ciertas circunstancias, la constitución de Estados auténticamente
extremistas y directamente proselitistas, que se impongan por la fuerza. Ello sin olvidar
que el Islam prohíbe cualquier actividad proselitista de otras religiones hacia sus
correligionarios.
¿Qué ocurre con las sectas o con los “nuevos movimientos religiosos”, como prefiere
denominarlos la doctrina, y su forma de hacer proselitismo?.
Por contra, las sectas suelen mostrarse, externamente, muy vitales, novedosas,
desinhibidas, acogedoras, altruistas, desvinculadas de antiguos esquemas sociales, etc.
Todo ello acaba dando lugar a una actividad a menudo muy proselitista, que contrasta
fuertemente con la religiosidad calmada, asentada, y a veces nada inquietante, de las
Confesiones tradicionales.
Se puede decir que el fenómeno proselitista en las sectas depende de dos factores: el
social externo, que puede suponer un reto para el desarrollo de la secta, y el propio
interno, en la forma cómo la secta plantee su anuncio y la atracción de adeptos.
Hay abundante literatura sobre los métodos del proselitismo sectario, los procesos de
captación, de retención y de abandono de una secta, datos que pueden ser
considerados como útiles, si bien más desde un punto de vista sociológico que jurídico.
Dicha utilidad consiste en ofrecer unas líneas de referencia que facilitan delimitar, en su
conjunto, las actividades proselitistas abusivas de un grupo sectario, pero esos mismos
actos, tomados individualmente, también se han dado y se dan en las manifestaciones
religiosas tradicionales, o en determinados grupos adscritos a ellas. Queremos creer que
en éstas, con todo, su intensidad es menor, y que no provocan los resultados finales
que se obtienen en las sectas.
Según nuestra opinión, el elemento externo que diferencia las actitudes proselitistas
abusivas del anuncio respetuoso de una fe religiosa es la excesiva facilidad de admisión.
El cambio de religión no es un asunto menor que se pueda resolver en unas
conversaciones o reuniones; sin embargo, los periodos de captación y adoctrinamiento
que usan las sectas son breves y rápidos, sin que al sujeto se le dé auténtica
oportunidad de valorar su decisión. La excesiva facilidad para el cambio de religión
denota superficialidad del acto de conversión, el cual exige, como cualquier acto
humano, suficiente discreción de juicio. La anulación de la discreción de juicio por
influencias externas en el proceso de conversión es un elemento jurídico valorable
objetivamente, que ha de determinar la licitud del proselitismo. Un cierto grado de
dificultad sincera y respetuosa para admitir un nuevo adepto no sólo ha de servir para
comprobar el nivel de conocimiento de la fe que se pretende abrazar, sino que
garantizará que ese acto se determine en libertad. Además ha de ayudar, desde el
punto de vista de la religión, a evitar otras motivaciones -sociales, económicas, de
prestigio- (BUENO SALINAS).
El anuncio religioso, por tanto, puede aprovecharse también de esa amplitud del
derecho a la libertad de expresión, del que únicamente cabría objetar que, aun
reconociéndolo literalmente a “todo individuo”, habría resultado más completo si
hubiesen sido también mencionados los grupos.
El art. 18 del Pacto , por su parte, concreta el derecho de libertad religiosa más
brevemente que el apuntado en la Declaración Universal , e introduce a su vez ciertos
cambios que inciden especialmente sobre la concepción del anuncio religioso. En su
redacción se substituye “la libertad de cambiar de religión o creencia, así como la
libertad de manifestar su religión o su creencia…”, por “la libertad de tener o de adoptar
la religión o las creencias de su elección”, por consiguiente aunque por una parte recoge
tímidamente el derecho a la opción religiosa, suprime directamente la protección al
cambio de religión. Por otra parte, el art. 18.2 dispone que “nadie será objeto de
medidas coercitivas que puedan menoscabar su libertad de tener o de adoptar la
religión o las creencias de su elección”, lo cual supone situar en una posición incierta al
proselitismo dirigido hacia quienes ya profesan una religión. En esta ocasión los países
islámicos, que acusaban a los occidentales de favorecer las actividades misioneras
cristianas, pudieron ejercen una mayor y más efectiva presión. Motivo por el cual se
tuvo que llegar a una solución de compromiso, que permite que los Estados pueden
conservar legislaciones que limiten notablemente el proselitismo interreligioso.
Por último, mencionar que queda pendiente de solución un problema que afecta al
orden internacional, como es el de las relaciones asimétricas entre Estados y
Confesiones religiosas, y que incide directamente sobre el derecho al proselitismo. Nos
referimos a las graves discriminaciones que imponen algunos Estados al anuncio
religioso de diferente religión a la mayoritaria (como muchos de los países islámicos),
mientras exigen, al mismo tiempo, un trato igualitario y una atención religiosa para sus
correligionarios en terceros países. La actitud intransigente de esos Estados proviene de
su tradicional rechazo al derecho a cambiar de religión, como algo atentatorio a su
propia fe. Mientras dichos países, mayoritariamente islámicos, no abandonen tales
posiciones contrarias a la libertad de predicación religiosa, no podrá afirmarse que se da
un reconocimiento internacional de la libertad religiosa, ni una auténtica reciprocidad de
relaciones internacionales. Los Estados occidentales, presionados por el pragmatismo de
las relaciones comerciales y diplomáticas, han sido hasta ahora muy tibios en la
exigencia de esa reciprocidad “religiosa” (BUENO SALINAS).
El art. 9 del Convenio de Roma es la norma básica sobre la materia, aunque también
deban ser tenidos en cuenta los arts. 8 , 10 y 14 . Este último recoge el principio
de igualdad y no discriminación por razón de la religión, entre otras.
La redacción del art. 9 presenta una evidente similitud con el art. 18 de la Declaración
Universal . Su párrafo 1 es idéntico, si bien los Estados europeos añadieron el párrafo
2 como cláusula de salvaguardia de las diversas circunstancias específicas de cada país.
Se establece así la posibilidad de establecer limitaciones, por ley, al ejercicio de la
libertad de manifestar la propia religión o las convicciones con la justificación de esas
medidas restrictivas sean necesarias en una sociedad democrática, para la seguridad
pública, la protección del orden, la salud o la moral públicas, o la protección de los
derechos y libertades de los demás. Al respecto es preocupante que esas restricciones
sólo se prediquen de la libertad de manifestar, y no del resto de las actividades
religiosas (culto, enseñanza…), lo que implica una cierta desconfianza de los Estados
ante el derecho de anuncio y proselitismo religioso (BUENO SALINAS).
El art. 8 del Convenio reconoce el derecho al respeto de la vida privada y familiar, del
domicilio y la correspondencia, y añade: “2. No podrá haber injerencia de la autoridad
pública en el ejercicio de este derecho, sino en tanto esta injerencia esté prevista por la
Ley y constituya una medida que, en una sociedad democrática, sea necesaria para la
seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar económico del país, la defensa del
orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, o la protección
de los derechos y las libertades de los demás”; lo que está directamente relacionado
con el derecho de los padres a elegir la formación religiosa de los hijos.
De cualquier forma, hay que reconocer que el Tribunal Europeo ha admitido que puede
llegar a darse un “proselitismo de Estado”, en el sentido de favorecer la expansión de
una determinada Confesión religiosa, y aunque nunca se haya considerado así probado,
algunos casos (por ejemplo: Buscarini y otros contra San Marino, STEDH de 18 de
febrero de 1996; Manoussakis contra Grecia, STEDH de 26 de septiembre de 1996; y
Tsavachidis contra Grecia, STEDH de 21 de enero de 1999) han presentado aspectos
que, en parte, podían rayar ese concepto. Por su parte, el proselitismo familiar presenta
una problemática únicamente cuando se produce la separación y la desavenencia de los
padres sobre la educación religiosa de los hijos sometidos a su patria potestad, al
cambiar de religión uno de los progenitores y pretender que sus hijos sean educados en
la nueva fe. En estos casos la jurisprudencia más reciente ha reconocido que debe
prescindirse de valorar las creencias religiosas o no de los padres como criterio
determinante para atribuir la custodia de los hijos, olvidando así la conveniencia de que
los hijos mantengan la continuidad en su educación, incluida la religiosa (caso Hoffmann
contra Austria, STEDH de 23 de junio de 1993) (MARTÍNEZ-TORRÓN).
Así las cosas, la sentencia consideró que la legislación penal interna puede tipificar el
delito de proselitismo (abusivo, se entiende), aunque para el caso concreto reconocía
que la interpretación de la ley había sobrepasado los límites “necesarios en un Estado
democrático” que permite el Convenio de Roma (art. 9.2 ).
En definitiva, el caso Kokkinakis sirvió para dar entrada a una cierta elaboración del
concepto de proselitismo y para empezar a poner en cuestión la jurisprudencia griega.
Pero el intento fue tímido; así lo expresa Martínez-Torrón: “para mí es una incógnita la
razón por la que el Tribunal europeo se ha limitado a una solución cosmética del
conflicto, absteniéndose de llegar a la causa que lo producía (…); me refiero a la insólita
vigencia de una norma que castiga con pena de prisión el proselitismo religioso, y que
constituye un caso único entre los países miembros del Consejo de Europa. Es posible
que el Tribunal no haya querido provocar un eventual problema interpretativo entre el
Convenio europeo y la Constitución de Grecia”.
Como en el caso Kokkinakis, la sentencia del caso Larissis y otros contra Grecia (STEDH
de 24 de febrero de 1998) también ha aportado un notable desarrollo de la
jurisprudencia sobre proselitismo, y las consiguientes consideraciones doctrinales. Se
unieron en litisconsorcio varios recurrentes con reclamaciones de características
similares. Todos los interesados pertenecían a la Iglesia Evangélica Pentecostal; dos de
ellos, oficiales del Ejército del Aire griego, habían sido condenados por inducir a sus
subordinados a recibir propaganda religiosa abusando de su superioridad jerárquica, si
bien uno de tales subordinados parecía haber consentido porque, en cierta instancia del
proceso, dijo que le agradaba mantener discusiones teológicas con esos oficiales; el
tercer recurrente, un civil, había sido condenado por dirigir su proselitismo hacia una
mujer divorciada, al parecer abusando de la situación de desorientación y crisis en que
el divorcio la había sumido. Los recurrentes alegaron violación de los arts. 7 , 9 , 10
, 14 y otros. La decisión no apreció el recurso de los militares condenados, pero sí
el del recurrente civil, renovando y perfilando los argumentos del caso Kokkinakis.
En efecto, repitió que aunque la libertad religiosa sea una cuestión de conciencia,
implica también manifestarla e incluye el derecho de intentar convencer a otros. Pero
como sea que el art. 9 no protege cualquier acto motivado o inspirado por una
religión o creencia, y en particular no protege el proselitismo no respetuoso (aquél que
ofrece ventajas materiales o sociales, o ejercido por una presión abusiva), la decisión de
la Corte debía analizar si las medidas tomadas contra los recurrentes estaban
justificadas y eran proporcionadas, poniendo en relación los derechos y libertades de
unos y otros. Por ello distinguió entre el ámbito militar de los hechos y el ámbito civil.
En el caso concreto que se juzgaba, dos de los soldados declararon que se sintieron
obligados a tomar parte de las discusiones religiosas por el grado superior de los
oficiales, y que les molestaban esas insistencias. La sentencia precisaba que los oficiales
no habían recurrido a amenazas o a ventajas incitadoras, pero ello no había evitado que
ambos soldados se sintieran constreñidos y sometidos a una cierta presión a causa del
diferente grado militar, incluso aunque tal presión no hubiera sido deliberada.
La sentencia también señalaba que, aunque no siempre las conversaciones sobre temas
religiosos hayan de tomar en el medio militar el aspecto de imposiciones, los Estados
tienen legitimidad para dictar medidas que protejan a los subordinados. En este caso,
por otra parte, las medidas acordadas no habían sido particularmente severas, y tenían
un carácter más preventivo que represivo, pues no serían ejecutorias si los implicados
no reincidían durante los tres años siguientes.
El mismo criterio aplicado al ámbito militar fue usado para apreciar el recurso del
interesado que había actuado en el ámbito civil. En este otro caso, no se habían dado
las circunstancias abusivas antes apreciadas; incluso en torno a la Sra. Zounara, que se
hallaba en cierta crisis provocada por su divorcio, se entendió que tal circunstancia no
era grave, como demostraba el hecho de que ella misma había podido tomar la decisión
de romper todo vínculo con la Iglesia Pentecostal. Aunque la sentencia no lo expresaba
directamente, venía a decir que la ausencia de libertad de la afectada era negada por
sus propios actos.
Por otra parte, queda claro que es abusiva una noción de proselitismo tan negativa y
amplia que incluya cualquier intento deliberado de procurar un cambio de religión. El
anuncio legítimo en ese sentido se limitaría sólo al intercambio de opiniones. En cambio,
nos parece que entre esa legitimación tan limitada y el proselitismo realmente abusivo,
debe y puede darse un amplio marco de anuncio religioso respetuoso incluso en su
intención de influir en el ánimo de los demás (BUENO SALINAS).
Aún teniendo en cuenta esas consideraciones generales, habría sido deseable que el
texto constitucional español hubiese sido más explícito, como lo fue para mencionar en
el art. 14 la igualdad de los individuos ante la ley, descartando cualquier
discriminación por motivos religiosos entre otros.
Por otra parte, la Ley orgánica de libertad religiosa de 1980 incluye el anuncio
religioso como parte de la libertad religiosa. La redacción de la Ley no concibió el
proselitismo como un derecho específico y diferenciado, aunque contiene algunas
referencias que permiten adivinar su marco legal. Al respecto son de especial interés los
arts. 2 y 6 .
Finalmente añadir que la redacción del art. 6 LOLR legaliza ante el Estado los
ordenamientos internos de las Confesiones, también con generosidad legislativa. Una
aceptación de su normativa interna que tiene como límite inexcusable el sometimiento a
los principios constitucionales, especialmente los de libertad, e igualdad.
Como puede apreciarse, a modo de conclusión, la LOLR fue elaborada como un texto
breve, simple, abierto y generoso con la libertad religiosa. Su finalidad es concretar el
contenido de los derechos derivados de los principios de libertad religiosa, igualdad,
aconfesionalidad y de cooperación, con sus correspondientes garantías. En ella no se ha
contemplado un sistema de sanciones, que adecuadamente viene regulado en el Código
penal , que actúa como límite para el anuncio y el proselitismo religioso. De este
modo, al separar legislativamente una ley declarativa (la LOLR ) de la ley penal, se
descriminaliza, en principio, la noción de proselitismo; éste es contemplado como un
derecho individual y colectivo –valorado positivamente–, de manera que únicamente
han de ser plenamente tipificados aquellos actos de proselitismo ilícito realmente lesivos
para el bien común (BUENO SALINAS).
Respecto a los Acuerdos con la Santa Sede con relación al derecho al proselitismo, sólo
podemos atender al art. I.1 del Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos de 1979 que reconoce
a la Iglesia católica el derecho a ejercer su misión apostólica y le garantiza el libre y
público ejercicio de las actividades que le son propias y en especial las de culto,
jurisdicción y magisterio, lo que supone un reconocimiento expreso del derecho a
ejercer su misión apostólica, es decir, el anuncio de la fe. Han desaparecido así las
prevenciones estatales ante el apostolado o proselitismo religioso existentes en la
Segunda República, e incluso los controles ideológicos del Estado confesional del
franquismo. La redacción del Acuerdo es más completa y avanzada, y rompe con el
carácter estático del hecho religioso que marcaba el Concordato de 1953, que no
presentaba a la Iglesia católica como una fe dinámica y evangelizadora, sino más bien
como una institución de poder (BUENO SALINAS). En el resto de los Acuerdos no existe
ninguna otra referencia al proselitismo, ni siquiera en el Acuerdo sobre enseñanza de
1979, que se dedica a otras actividades.
El Acuerdo con la FEREDE, por ejemplo, deriva la predicación del Evangelio de las
funciones de culto o asistencia religiosa. Es evidente que el anuncio religioso no es culto
y con ello parece plantear una situación estática, no dinámica, porque la asistencia
religiosa se dirige a los propios fieles de una Confesión, no a los sujetos de un posible
proselitismo. Tampoco el Acuerdo con la FCI contempla el anuncio o predicación de la
fe, si bien en este caso la enseñanza de la religión, que podría implicar un anuncio
religioso, recibe un tratamiento independiente del culto y de la asistencia religiosa.
Finalmente, el art. 6 del Acuerdo con la CIE nos remite a los conceptos de “culto,
formación y asistencia religiosa”, es decir, a actividades dirigidas a los propios adeptos,
sin mencionar actividades de expansión dinámica como el proselitismo. Sin embargo,
contiene una referencia genérica a todas aquellas actividades religiosas que se
desprendan del Corán o de la Sunna y que se hallen protegidas por la LOLR En ese
sentido, teniendo en cuenta la amplitud de lo religioso en el Islam, que abarca todo
aspecto social, dicha referencia a la tradición islámica es realmente generosa, incluso
puede interpretarse que va más allá de lo acordado con la Iglesia católica, donde no hay
remisiones tan amplias y genéricas al Derecho canónico. Con todo, la mención de la
LOLR deberá limitar la tradición islámica a lo que nuestro ordenamiento entiende por
religioso, según su art. 3 . Por tanto, podemos entender que el anuncio islámico que
pretendiera ir más allá de lo religioso quedaría fuera de la protección del Acuerdo.
A modo de conclusión se puede decir que atendiendo a los principios informadores del
Derecho eclesiástico español, atendiendo a la CE , el Estado no puede favorecer la
propagación de un credo religioso en particular, pero tampoco la opción de la no
creencia, y ello no debe ser obstáculo para considerar la actividad proselitista, llevada a
cabo por las Confesiones religiosas, un bien protegible como derecho derivado de la
libertad religiosa. El Estado es incompetente en materia de fe, carece de cualquier
interés o título jurídico en ese sentido, y debe limitarse a observar y hacer cumplir las
reglas del justo y legítimo anuncio religioso. Sin embargo, en ocasiones podemos
apreciar cómo es casi inevitable que se produzca un favorecimiento indirecto de dicha
actividad por parte de las Iglesias y Confesiones, y particularmente con relación a
aquéllas que tienen suscrito un Acuerdo con el Estado, ya que al reconocerles
expresamente un derecho a prestar asistencia religiosa y un derecho a enseñar la
religión en lugares públicos, así como al ofrecerles un sistema de colaboración
económica, se les facilitan los medios para ejercer su derecho de libre manifestación y
propagación de las propias creencias o convicciones. En cualquier caso siempre se habrá
de estar a los límites impuestos por los principios constitucionales.
Ante esta variedad de edades, se considera más acertado, tal y como sostiene el
profesor Rivero Hernández, utilizar la expresión plural de “menores de edad” y no
“menor de edad” ya que la ley establece diferentes edades por debajo de los 18 años en
las que se reconocen distintos grados en la capacidad de obrar del menor.
Así pues, “menor” se refiere al estado civil, a una condición jurídica de la persona, ser
menor de 18 años; y “menores” cuando dentro del estado civil de la minoría de edad, la
ley establece una pluralidad de edades para el ejercicio de determinados derechos o
actos.
Esta distinción nos permite apreciar diversos grados de capacidad del menor de edad.
Evidentemente, una persona de 5 años y otra de 16 son menores de edad, pero el
grado de madurez de uno y otro es bien distinto. Por ello, aunque sean menores de
edad, el derecho adapta paulatinamente la capacidad del menor en correspondencia a
su madurez.
La titularidad de los derechos humanos se tiene por el mero hecho de ser persona.
Desde un punto de vista jurídico y según el artículo 29 del Código Civil español el
nacimiento determina la personalidad. Por lo que es el dato objetivo del nacimiento
establecido en el Código Civil el que especifica quién es persona. No vamos a tratar aquí
las posturas suscitadas en la doctrina relativas a los requisitos de la forma humana y la
supervivencia de veinticuatro horas desprendido del seno materno del artículo 30 del
Código Civil para estimar al nacido como persona a efectos civiles, ni al momento del
comienzo de la vida humana.
Como hemos mencionado anteriormente, los menores de edad tienen una capacidad de
obrar limitada. Esta restricción de la capacidad se fundamenta por una parte, en que los
menores aún no tienen desarrollo físico y psíquico suficiente que les permitan actuar en
igualdad de condiciones en el ámbito jurídico. Esta circunstancia justifica que el derecho
estime al menor como persona de especial protección, limitando para ello su capacidad
de obrar.
El aspecto protector del derecho hacia los menores queda claramente reflejado en los
documentos internacionales sobre derechos del niño como la Declaración de Ginebra de
1924, la Declaración de derechos del niño de 1959 y la Convención sobre los derechos
del niño de 1989 , así como, en la normativa generada en el ámbito interno, en la Ley
Orgánica de protección jurídica del menor de 15 de enero de 1996 (LOPJM) y en las
distintas leyes de carácter autonómico reguladoras de la infancia.
La protección del menor es, por tanto, un elemento esencial en el Derecho de menores,
y que justifica la limitación de su capacidad de obrar, sin embargo, las limitaciones a la
capacidad del menor debe interpretarse de forma restrictiva, según establece el artículo
2 de la LOPJM .
Partimos del hecho de que los menores de edad al no tener 18 años carecen de
derechos políticos, por lo que no pueden elegir ni ser elegidos para cargos públicos. A
pesar de ello, su participación en la sociedad es un derecho reconocido tanto en
documentos internacionales (artículos 15 y 31 de la Convención sobre los derechos
del niño de 1989 ) como en los estatales (artículo 7 de la LOPJM ) y autonómicos
(artículo 22 de la Ley 1/1997 de 7 de febrero de atención integral a los menores de
Canarias , artículo 12 de la Ley catalana 8/1995 de 27 de julio de atención y
protección de los niños y adolescentes , artículo 6 de la Ley 3/1995 de 21 de marzo
de la infancia de la región de Murcia , artículo 8 de la Ley de la Comunidad Valenciana
7/1994 de 16 de diciembre de la infancia y artículo 28 de la Ley 14/2002 de 25 de
julio de promoción, atención y protección a la infancia en Castilla y León ).
Por otra parte, los derechos de la persona tienen como sujetos a los menores de edad,
los cuales son titulares de estos derechos desde su nacimiento, hecho que determina la
personalidad. Característica esencial de esta clase de derechos es que no pueden
ejercerse por persona distinta o en representación de su titular. Como sabemos, la
representación legal de los menores de edad la ostentan los padres o tutores, aunque el
artículo 162 del CC exceptúa de dicha representación “los actos relativos a derechos
de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las Leyes y con sus condiciones
de madurez, pueda realizar por sí mismo”. Esto significa que el derecho de libertad
religiosa, como derecho de la persona, debe ser ejercido por su titular, también por los
menores de edad.
Aunque la titularidad del derecho de libertad religiosa por los menores de edad y la
naturaleza personal del mismo no se pone en duda, el problema surge cuando nos
preguntamos si los menores tienen la suficiente capacidad para poder ejercer el derecho
del que es titular. El ordenamiento jurídico responde con que se debe atender a la
madurez del menor o cuando éste haya alcanzado suficiente juicio. La ley opta así por la
utilización de un concepto impreciso desde un punto de vista jurídico.
Pese a contar con el estudio de la psicología, debemos acudir a las reglas interpretativas
que nos marca el Derecho. Dentro de estas reglas, el artículo 4 del CC contempla la
analogía, recurso que procederá cuando las normas “no contemplen un supuesto
específico, pero regulen otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón”. En
el caso que nos ocupa, recurriremos a supuestos en los que la norma prevea la
capacidad del menor para ejercer derechos personalísimos. Nuestro Derecho regula
supuestos en los que se establecen como más significativas las edades de 12, 14 y 16
años. De tal manera, los mayores de 12 años serán oídos previamente a la toma de
decisiones judiciales que les afecten, por ejemplo, en separación, divorcio o nulidad del
matrimonio de los padres, en cuestiones referentes a la patria potestad, tutela y
procedimientos de adopción. Llegados a la edad de 14 años, el ordenamiento jurídico
les reconoce capacidad para otorgar testamento, salvo el ológrafo (art. 663 CC ),
testificar en juicio (arts. 1245 y 1246 CC ) y contraer matrimonio (con dispensa del
impedimento de edad, art. 46 CC ). Finalmente, a la edad de 16 años, puede
producirse la emancipación por concesión de quienes ejerzan la patria potestad (art.
317 CC ), el beneficio de la mayor edad para los menores sujetos a tutela (art. 321
CC ) y el derecho a trabajar que podrá ser ejercido por los menores de dicha edad,
aunque sujetos a unas medidas especiales de protección (art. 6 ET ).
3. Regulación legal
La regulación de los menores de edad es abundante, dispersa y en general, reciente.
Para constatar estas características no hay más que acudir a las recopilaciones de
normas sobre menores. La técnica expositiva de estos repertorios legislativos consiste
en agrupar las normas según el ámbito territorial en el que son efectivas. En este
sentido se distingue, por una parte, el ámbito internacional, y dentro de éste, el ámbito
universal y el ámbito regional europeo y por otra parte, el ámbito estatal, aquellas
normas que surgen desde el derecho interno de aplicación en todo el Estado. También
existen normas en el ámbito de la Comunidades Autónomas que, según el reparto de
competencias por la Constitución (art. 148.20 CE ), pueden legislar en materia de
asistencia social, en la que se enmarca la protección del menor. Igualmente, la
normativa de menores se clasifica atendiendo a la modalidad jurídica a la que hace
referencia (ámbito civil, penal, laboral…).
Nosotros, para explicar la regulación jurídica de los menores de edad, hemos optado por
la primera clasificación, sin obviar, claro está, la referencia al ámbito jurídico de cada
norma, fundamentalmente porque al evitar clasificar por áreas jurídicas toda la
normativa de menores, dotamos de identidad y aunamos todo el contenido del “Derecho
de Menores”, y no fomentamos la dispersión de estas normas.
Por otra parte, los documentos internacionales de carácter jurídico, como por ejemplo la
Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 1989 , pasarán a
formar parte del Derecho interno del Estado cuando se hayan ratificado, y en el caso de
España, con la publicación en el Boletín Oficial del Estado. Además, no todos los textos
a los que nos vamos a referir tienen carácter obligatorio para los Estados firmantes, por
lo que su cumplimiento o respeto dependerá del grado de esfuerzo y el interés de cada
Estado.
A) Ámbito universal.
La convención de Naciones Unidas sobre derechos del niño, firmada en Nueva York, el
20 de noviembre de 1989 constituye el documento fundamental sobre los derechos
del menor. Este documento, a diferencia de sus predecesores, es un texto más
desarrollado, consta de 54 artículos frente a los 5 principios de la declaración de 1924 y
los 10 de la declaración de 1959.
Es el primer documento específico que regula los derechos del niño en el plano universal
de naturaleza convencional, no declarativa, lo que conlleva su eficacia jurídica para los
Estados firmantes.
La libertad religiosa del menor se regula en el artículo 14 : “1. Los Estados Partes
respetarán el derecho del niño a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.
2. Los Estados Partes respetarán los derechos y deberes de los padres y, en su caso, de
los representantes legales, de guiar al niño en el ejercicio de su derecho de modo
conforme a la evolución de sus facultades. 3. La libertad de profesar la propia religión o
las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley
que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la moral o la salud públicos o
los derechos y libertades fundamentales de los demás”.
Del enunciado de este artículo vamos a detenernos en el punto 2. Este apartado obliga
a los Estados a respetar el derecho y el deber de los padres de guiar al niño en lo
concerniente a este derecho y conforme a la evolución de sus facultades. Hemos
destacado en cursiva la palabra “deber” puesto que, en primer lugar, es una de las
pocas normas que recoge expresamente como deber de los padres el guiar el ejercicio
del derecho de libertad religiosa de los hijos, cuando la mayoría de los textos se refieren
al derecho de los padres en esta materia y más concretamente, al derecho de los
padres de educar a hijos conforme a sus convicciones. En segundo lugar, como nos
referimos en un epígrafe anterior, la patria potestad es una institución jurídica
caracterizada por la relación derecho-deber, es decir, los padres sustentan derechos
sobre los hijos en la medida en que cumplen con los deberes en relación a ellos. El
deber de los padres en materia religiosa, según la Convención, es guiar al niño en el
ejercicio de su derecho.
Asimismo, queremos destacar que del tenor literal del artículo se deduce que la guía de
los padres para el ejercicio del derecho del hijo supone la titularidad y la posibilidad de
ejercerlo por parte de éste, atendiendo a la evolución de sus facultades.
Por otra parte, el derecho del niño a la libertad religiosa ha tenido especial atención
dentro de la Declaración sobre los principios sociales y jurídicos relativos a la protección
y el bienestar de los niños, con particular referencia a la adopción y la colocación en
hogares de guarda, en los planos nacional e internacional, adoptada por la Asamblea
General de las Naciones Unidas en resolución 41/85, de 3 de diciembre de 1986. El
artículo 24 indica que “si la nacionalidad del niño difiere de la de los futuros padres
adoptivos, se sopesará debidamente tanto la legislación del Estado de que es nacional el
niño como la del Estado de que son nacionales los probables padres adoptivos. A este
respecto, se tendrán debidamente en cuenta la formación cultural y religiosa del niño,
así como sus intereses (la cursiva es nuestra)”.
Posteriormente a la Convención sobre los derechos del Niño de las Naciones Unidas, el
Parlamento Europeo dictó el 12 de julio de 1990 una resolución (D.O.C.E., Doc. B 3-
14436/90) referente a dicha Convención, en la que se instaba a los Estados a ratificarla
cuanto antes y se pedía a la Comisión la adaptación de este texto al entorno europeo a
través de una Carta europea de los derechos del niño. Posteriormente, con fecha 8 de
julio de 1992, el Parlamento Europeo emite resolución sobre una carta europea de
derechos del niño (D.O.C.E., Doc. A 3-0172/92). La resolución recoge unos principios
mínimos, de los cuales destacamos como más significativos para nuestro estudio, el
8.21: “ Todo niño tiene derecho a la objeción de conciencia, de acuerdo con las
legislaciones en vigor de los estados miembros”, el 8.25: “Todo niño tiene derecho a la
libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, sin perjuicio de las
responsabilidades que las legislaciones nacionales reserven a estos ámbitos a los padres
o personas encargadas del mismo”, el 8.26: “Con el fin de proteger a los menores,
conviene un control más estricto de las actividades de las sectas o nuevos movimientos
religiosos…” y el 8.27: “Todo niño tiene derecho a gozar de su propia cultura, a
practicar su propia religión o creencias…”.
Por otra parte, destacamos el Convenio europeo sobre el ejercicio de los derechos de los
niños, hecho en Estrasburgo el 25 de enero de 1996. Este convenio, según el artículo 1,
tiene por objeto “promover en aras del interés superior de los niños, sus derechos, de
concederles derechos procesales y facilitarles el ejercicio de esos derechos velando por
que los niños, por sí mismos, o a través de personas u órganos, sean informados y
autorizados para participar en los procedimientos que les afecten ante una autoridad
judicial”, procedimientos que según el artículo 1.3 serán los de familia y en particular
los relativos al ejercicio de responsabilidades parentales, como el derecho de visita.
Destacamos el capítulo II del Convenio que trata en una sección específica sobre los
derechos procesales del niño, en el que se recoge el derecho a recibir información
pertinente sobre el caso, ser consultado, expresar su opinión y ser informado de las
posibles consecuencias de actuar conforme a esa opinión y de las posibles
consecuencias de cualquier resolución. El Convenio, para determinar la capacidad del
menor en lo referente a su contenido, remite al derecho interno, el cual establecerá
cuando el niño tiene suficiente discernimiento.
A) Ámbito universal.
Por otra parte, ya en el ámbito propio del derecho de libertad religiosa, nos referimos a
la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación
fundadas en la religión o las convicciones, proclamada por la Asamblea General de las
Naciones Unidas el 25 de noviembre de 1981 (Res.36/1955). Este documento consta de
ocho artículos de los que destacamos el artículo 5, relativo a los menores. Este artículo
regula el derecho de libertad religiosa en los ámbitos familiar y educativo, en los que los
padres tienen la decisión sobre la religiosidad del niño. Es destacable en esta redacción,
que no se menciona el grado de madurez del menor para poder ejercer su derecho a la
libertad religiosa, y se supedita las decisiones de los padres al principio del interés
superior del niño. Así se recoge en el artículo 5 “1. Los padres, o en su caso, los tutores
legales del niño tendrán el derecho a organizar la vida dentro de la familia de
conformidad con su religión o sus convicciones y habida cuenta de la educación moral
en que crean que debe educarse al niño. 2. Todo niño gozará del derecho a tener
acceso a educación en materia de religiosa o convicciones conforme a los deseos de sus
padres o, en su caso, sus tutores legales, y no se le obligará a instruirse en una religión
o convicciones contra los deseos de sus padres o tutores legales, sirviendo de principio
rector el interés superior del niño…” (la cursiva es nuestra).
Podemos decir que este artículo no trata la libertad religiosa del menor “per se”, sino
más bien la de sus padres en relación con la educación de sus hijos.
Por otra parte, un elemento importante que sí recoge este artículo es que “la práctica de
la religión o convicciones en que se educa un niño no deberá perjudicar su salud física o
mental ni su desarrollo integral…”, en clara referencia a las sectas destructivas, tema
que desarrollaremos en un posterior epígrafe.
Otro documento que aunque no es exclusivo del menor de edad, si versa sobre un
ámbito muy cercano al niño, es la Convención relativa a la lucha contra las
discriminaciones en la esfera de la enseñanza adoptada el 14 de diciembre de 1960 por
la Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la
Ciencia y la Cultura . En ella se menciona como factor no discriminatorio la religión.
Destacamos la referencia en el artículo 5 al derecho de los padres a educar a sus hijos
conforme a sus creencias, en consonancia con el artículo 5 de la Declaración sobre la
eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión
o las convicciones y el artículo 13 del Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales .
B) Ámbito regional europeo.
Por otra parte, el Parlamento Europeo, en la Resolución sobre las sectas en Europa
(documento A4-0009/96), muestra su preocupación por las actividades de las sectas
destructivas en las que se ven implicados los niños, por lo que considera necesario
reforzar el control de estos grupos desde las instancias políticas, judiciales y
administrativas siempre desde el respeto al derecho de libertad de pensamiento,
conciencia y religión y la libertad de asociación, pero teniendo en cuanta que estos
derechos tienen límites debido a la necesidad de respetar la libertad y la intimidad de
las personas y de protegerlas frente a prácticas como la tortura, la esclavitud o el abuso
sexual. En definitiva, impedir que se vulneren los derechos fundamentales. Temática
que adquiere una dimensión más preocupante cuando las personas adscritas a las
sectas destructivas son menores de edad, y sobre lo cual trataremos en un epígrafe
posterior.
La LOPJM en el título II, menciona una serie de derechos que aunque se califican como
los “Derechos del menor” sólo recogen una parte de ellos, en los artículos del 4 al 9 ,
entre los que se encuentra el derecho a la libertad de ideología, conciencia y religión
(artículo 6 ). La doctrina ha interpretado esta regulación “parcial” de los derechos del
menor de diversas formas. Por una parte, un sector considera que se debe a una
técnica de aprovechamiento un tanto tosca de introducir los derechos del niño, en una
ley que en principio iba encaminada a reformar la adopción y medidas de protección de
menores. Además, esta parte de la doctrina no sólo considera que este título sea un
parche, sino que con el artículo 3 , referente a que “los menores gozarán de los
derechos que les reconoce la Constitución y los Tratados Internacionales de los que
España sea parte, especialmente la Convención de Derechos del Niño.” es suficiente
para referirse a los derechos del menor, por lo que la subsiguiente mención no deja de
ser repetitiva, además de incompleta.
Por otra parte, otro sector de la doctrina a considerar este enunciado de derechos como
una categoría suprema en el marco de los derechos del menor, a modo de derechos
esenciales. Por lo que, el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen, el derecho a
la información, el derecho a la libertad religiosa, el derecho de participación, reunión y
asociación, el derecho a la libertad de expresión y el derecho a ser oído gozarían de un
status superior dentro de los derechos del niño.
Por otra parte, aunque algunas leyes autonómicas no recojan expresamente el derecho
de libertad religiosa, en líneas generales, fijan como principios rectores de la protección
del menor, el interés superior del niño y el respeto a sus derechos, reconocidos en la
Constitución y en los documentos internacionales.
4. Los límites al ejercicio del derecho de libertad religiosa por el menor de edad
El ejercicio del derecho de libertad religiosa, como derecho fundamental, también tiene
límites. Estos límites se recogen en los artículos 16 de la Constitución : “se garantiza
la libertad ideológica, religiosa y de culto…sin más limitación en sus manifestaciones que
la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”, el artículo 3
de la Ley Orgánica de libertad religiosa de 1980 : “El ejercicio de los derechos
dimanantes de la libertad religiosa y de culto tiene como único límite la protección del
derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales,
así como la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública,
elementos constitutivos del orden público protegido por la ley en el ámbito de una
sociedad democrática”. La ley precisa que éstos son elementos del orden público, para
evitar una posible inconstitucionalidad, al establecer, como entiende un sector de la
doctrina, más límites que el único establecido por la Constitución.
Los documentos internaciones sobre derechos humanos también establecen los límites
al ejercicio de la libertad religiosa. Los enunciados de los artículos en los que se
disponen estas restricciones encajan más con la redacción de la Ley Orgánica de
libertad religiosa que con la propia Constitución. Salvo que, como hace la LOLR
interpretemos estos conceptos como integrantes del orden público.
El Pacto internacional de derechos civiles y políticos determina en el artículo 18.3 que
los límites serán los prescritos por la ley, necesarios “para proteger la seguridad, el
orden, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades fundamentales de los
demás”. Casi textualmente, el artículo 9.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos
dispone que las limitaciones serán las “necesarias en una sociedad democrática para
la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la
protección de los derechos o las libertades de los demás”.
Asimismo, las normas específicas de menores también establecen los límites al ejercicio
de este derecho, como la LOPJM en el artículo 6 : “2. El ejercicio de los derechos
dimanantes de esta libertad tiene únicamente las limitaciones prescritas por la Ley y el
respeto de los derechos y libertades fundamentales de los demás” y el artículo 14 de la
Convención sobre los derechos del niño : “3. La libertad de profesar la propia religión
o las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley
que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la moral o la salud públicos o
los derechos y libertades fundamentales de los demás”.
Observamos, como los textos específicos sobre menores, al establecer los límites en el
ejercicio del derecho por parte del menor, se corresponden textualmente a los límites
recogidos por los documentos internacionales y la Ley Orgánica de libertad religiosa.
Según establece el artículo 162 del CC , los padres tienen la representación legal de
sus hijos menores no emancipados, pero se exceptúan de la representación los actos
relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo pueda realizar por sí mismo
de acuerdo con su madurez. La libertad religiosa, al ser un derecho de la personalidad lo
tiene que ejercer el menor conforme a su grado de desarrollo, siendo la labor de los
padres guiar y facilitar al menor el ejercicio de su derecho, tal y como establece el
artículo 6.3. de la LOPJM : “Los padres o tutores tienen el derecho y el deber de
cooperar para que el menor ejerza esta libertad de modo que contribuya a su desarrollo
integral”. Generalmente, el grado de madurez será mayor conforme el hijo vaya
teniendo más edad, lo cual determinará mayor autonomía para ejercer su derecho de
libertad religiosa.
Por otra parte, el artículo 9.1 de la LOPJM recoge como derecho del menor ser oído en
todos los asuntos que le afecte, de acuerdo con su madurez, “1. El menor tiene derecho
a ser oído, tanto en el ámbito familiar como en cualquier procedimiento administrativo o
judicial en que esté directamente implicado y que conduzca a una decisión que afecte a
su esfera personal, familiar o social.” Esta disposición podemos enlazarla con el derecho
de libertad religiosa, ya que los padres y /o los hijos pueden tomar decisiones relativas
a la libertad religiosa y que, en la medida que va a afectar al hijo, se debe escuchar su
opinión.
Finalmente, en todas las situaciones en los que intervenga o se vea afectado un menor
de edad, se atenderá al interés superior del menor. El interés superior del menor es un
principio jurídico indeterminado, cuyo contenido se concreta en cada caso particular por
la administración, los tribunales y todas aquellas personas que deban decidir sobre
algún aspecto que vaya a afectar a un menor, incluidos sus padres. Sobre estos últimos,
el artículo 154 CC afirma que los padres ejercerán la patria potestad siempre en
beneficio de los hijos de acuerdo con su personalidad.
Por tanto, siempre que se suscite un asunto en el que se implique la libertad religiosa
del menor se deberá proceder en interés del menor, oyéndole previamente, e incluso, si
tiene la madurez suficiente, que sea él mismo el que ejerza su derecho.
Dentro de este marco, pueden darse situaciones en las que haya confrontación entre el
derecho a la educación y el derecho de libertad religiosa. Ante dos derechos
fundamentales, se plantea la dificultad de establecer qué derecho debe primar.
El menor de edad como titular del derecho de libertad religiosa, puede ejercerlo a través
de la utilización de símbolos religiosos. En determinados ámbitos, como la escuela, la
exhibición de estos símbolos, como crucifijos, turbantes o velos, puede provocar
conflictos de derechos. En España, es conocido el caso del hiyab o pañuelo islámico para
cubrir el cabello, que aunque no llegó a los tribunales, provocó un debate social que fue
más allá del ámbito propiamente jurídico.
No existe una noción de “secta destructiva” clara y determinante, por lo que se suele
acudir a una serie de indicadores determinados por otras disciplinas, fundamentalmente
la psicología y la psiquiatría. Estos indicadores son la manipulación mental, el lavado de
cerebro, la jerarquía organizativa con un alto grado de sujeción y la dependencia física y
psíquica, que provoca desestructuración de la personalidad, alejamiento familiar y social
y vulneración de derechos fundamentales, irrenunciables e inalienables. Para un
tratamiento más amplio del tema de sectas nos remitimos a otro grupo temático “Las
sectas y los nuevos movimientos religiosos”.
Tanto en un caso como en otro se puede producir la vulneración de los derechos del
menor, aunque los mecanismos de protección, tanto administrativos como judiciales
van a ser más efectivos en el segundo supuesto que en el primero, ya que se cuenta
con el apoyo de los padres, titulares de la patria potestad.
La incidencia de una secta destructiva en el menor de edad se constata, primeramente,
en la vulneración de sus derechos fundamentales, tales como el derecho a la vida, la
integridad física, el derecho a la salud, la libertad de expresión o el derecho a la
intimidad. Vulneración de derechos que a su vez, puede constituir un delito, como
lesiones, detención ilícita o inducción al abandono del domicilio.
El menor perteneciente a una secta destructiva junto a sus padres provoca que surjan
dos tipos de situaciones, las delictivas y la desatención de las necesidades del menor,
que no constituyen delito, como alimentación, educación, formación integral, etc, pero
que dan lugar a la situación legal de desamparo.
Un elemento que nos interesa destacar del argumento del Tribunal es que “no pueden
desconocerse los reiterados deseos manifestados por el menor de volver a la colonia, y
su desajuste psíquico apreciado en los diversos centros de internamiento y familia de
acogimiento desde que se acordó el desamparo hasta el punto de haberle conducido a
su fuga, conducta…que sirve de interpretación del estado anímico del menor desde que
salió de la colonia hacia un pretendido mundo mejor”.
En los supuestos en los que el menor forme parte de una secta con independencia de la
voluntad de sus padres o tutores, es a priori más fácil conseguir la protección del
menor. La “ventaja” con respecto a los casos del epígrafe anterior es que los padres o
tutores van a ser los primeros interesados en que se inste el procedimiento penal, en
caso de que el menor sea víctima de delitos. Así pues, las medidas adoptadas en dicho
procedimiento tendrán el apoyo de los padres.
Entre las medidas de protección del menor es retirar al menor de la secta. Un medio es
denunciar al responsable de la misma por un delito de detención ilegal. El problema se
suscita en que para que se cumpla el tipo penal de la detención ilegal es necesario que
la víctima sea retenida contra su voluntad. Y en el caso de los adscritos a sectas su
permanencia suele ser voluntaria. Sin embargo, cabría preguntarnos si el menor tiene
capacidad para consentir válidamente su permanencia en la secta, si tenemos en
cuenta, no tanto el grado de madurez de ese menor, como la situación de manipulación
mental en la que se encuentra un menor al que se le ha sometido a un “lavado de
cerebro”, y por tanto, su consentimiento estaría viciado, al no provenir de sí mismo,
sino de los dictados del dirigente sectario.
Los casos más conocidos son las negativas de los testigos de Jehová a recibir
hemotransfusiones. Esta objeción tiene su fundamento en la interpretación literal de
varios pasajes de la Biblia, entre los que citamos el Levítico, 17, 10, que dice “si un
israelita o un extranjero que habita entre vosotros como cualquier clase de sangre, yo
me volveré contra él y lo extirparé de su pueblo”.
La jurisprudencia española ha resuelto casos en los que los menores, o sus padres, se
niegan a recibir transfusiones sanguíneas. La Sentencia del Tribunal Supremo de 27 de
junio de 1997 condena por homicidio a unos padres que se negaron a que su hijo
recibiese una transfusión. El hijo, de 13 años, precisaba una transfusión para salvar la
vida, a lo que se negaba tanto el menor como los padres, los cuales solicitaron el alta
médica para buscar otro centro con algún tratamiento alternativo. Los médicos
desconocían otro medio para evitar la transfusión por lo que solicitaron la autorización
del juez. Los hechos se complicaron cuando el menor, ante el tratamiento al que iba a
ser sometido, reaccionó aterrorizado, lo que a juicio de los médicos era perjudicial para
el menor continuar con el tratamiento. Tras la negativa del niño a recibir la transfusión
y la postura de los padres, los médicos dieron el alta médica. Los padres buscaron un
hospital con tratamiento alternativo pero no lo encontraron. Finalmente, el niño murió
en su domicilio, tras administrarle, finalmente, una transfusión autorizada por un juez.
Los padres fueron acusados y condenados por cometer un delito de homicidio por
omisión.
1. Introducción
En el tema de los límites a la libertad religiosa no se puede perder de vista que, lo que
el ordenamiento español persigue regulando el factor social religioso, es garantizar la
libertad de todos los ciudadanos y grupos en esta materia, garantía que se erige en el
principio informador de la actuación de los poderes públicos. Ahora bien, es una
constatación unánime la de que no existen derechos ilimitados. El problema está en
determinar en qué momento el ejercicio de un derecho comienza a ser abusivo dejando
de merecer protección jurídica y pudiendo, incluso, ser objeto de represión. Tal
determinación es posiblemente una de las más difíciles y delicadas con las que ha de
enfrentarse el jurista, máxime si se trata de un derecho fundamental de la índole del de
libertad religiosa, tan estrechamente ligado a la dignidad de la persona.
Además, según la jurisprudencia constitucional, este criterio debe tener aún mayor
vigor cuando estemos ante las libertades del artículo 16,1 CE . La STC 20/1990 ,
refiriéndose a la libertad ideológica, argumentó que ésta es esencial para la efectividad
de los valores superiores del ordenamiento jurídico y es “fundamento, juntamente con
la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes, según se
proclama en el artículo 10,1 , de otras libertades y derechos fundamentales”. Por
tales razones concluyó el Tribunal que sus límites son más restringidos y no pueden
equiparase a los previstos para otros derechos fundamentales (concretamente se refiere
a los establecidos para la libertad de expresión e información).
Sobre la base de estas coordenadas -máxima libertad posible, mínima restricción
necesaria-, abordaremos el estudio de los límites a la libertad religiosa. Analizaremos
qué aspectos de la libertad religiosa pueden limitarse, qué factores son los que pueden
limitarla, cuándo y de qué modo. Con un marco legal necesariamente parco e
indeterminado, se trata de un tema en el que resulta esencial la atención a la
jurisprudencia, por lo que ilustraremos el capítulo con referencias a sentencias y lo
concluiremos con el análisis de algún caso que recientemente ha fallado el Tribunal
Constitucional.
No obstante, es posible dar un paso más. No sólo no puede limitarse la libertad interna
de la persona; tampoco es legítimo, bajo ningún pretexto, obligar a un sujeto a una
manifestación religiosa. La Constitución lo dispone expresamente para un aspecto
concreto de manifestación, al establecer que “nadie podrá ser obligado a declarar sobre
su ideología, religión o creencias” (artículo 16,2 ). Ahora bien, tal prohibición referida
a las declaraciones es extensiva a las otras formas de manifestación como, por ejemplo,
la participación en ceremonias religiosas.
El Tribunal Supremo alegó que la parada militar no podía calificarse como un acto de
culto puesto que la unidad que rinde honores lo hace en representación de las Fuerzas
Armadas y al margen de las convicciones de cada uno de sus componentes a título
individual. “Esta afirmación -sostuvo el Tribunal Constitucional- debe ser rechazada. En
efecto, el art. 16,3 CE no impide a las Fuerzas Armadas la celebración de festividades
religiosas o la participación en ceremonias de esa naturaleza. Pero el derecho de
libertad religiosa, en su vertiente negativa, garantiza la libertad de cada persona para
decidir en conciencia si desea o no tomar parte en actos de esa naturaleza. Decisión
personal, a la que no se pueden oponer las Fuerzas Armadas que, como los demás
poderes públicos, sí están, en tales casos, vinculadas negativamente por el mandato de
neutralidad en materia religiosa del art. 16,3 CE. . En consecuencia, aún cuando se
considere que la participación del actor en la parada militar obedecía a razones de
representación institucional de las Fuerzas Armadas en un acto religioso, debió
respetarse el principio de voluntariedad en la asistencia y, por tanto, atenderse a la
solicitud del actor de ser relevado del servicio, en tanto que expresión legítima de su
derecho de libertad religiosa”. Así, al resolver el amparo, el Tribunal Constitucional
reconoce que los hechos denunciados por el recurrente han vulnerado su derecho a la
libertad religiosa, si bien desestima el recurso por cuanto tal vulneración no entraña la
responsabilidad penal que el demandante solicitaba en la querella.
“La libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará sujeta
únicamente a las limitaciones prescritas por la Ley que sean necesarias para proteger la
seguridad, el orden, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades
fundamentales de los demás” (artículo 18,3 PIDCP ). “La libertad de manifestar su
religión o sus convicciones no puede ser objeto de más restricciones que las que,
previstas por la ley, constituyen medidas necesarias, en una sociedad democrática, para
seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la
protección de los derechos y libertades fundamentales de los demás” (artículo 9, 2
CEDH ).
De este modo, el legislador trató de determinar en qué consiste el orden público que la
Constitución acoge como única limitación y para ello se refirió a los derechos y
libertades de los demás, a la seguridad, la salud y la moralidad pública.
Algún sector de la doctrina manifestó su oposición a que se acogieran entre los límites a
la libertad religiosa conceptos como los de orden público, seguridad o moralidad pública.
Tal repulsa tiene algo que ver con la limitación arbitraria y poco democrática de los
derechos y libertades, también de la religiosa, que al amparo de esos conceptos se llevó
a cabo en épocas pasadas de nuestra historia, concretamente durante el régimen de
Franco. Así, constató Lorenzo Martín Retortillo que “en relación con el tema de derechos
y libertades, la expresión orden público es una expresión odiosa que hubiera sido muy
conveniente haber superado (...). Tal vez los hombres que vivan dentro de unos años
puedan comprender la expresión orden público sin especiales connotaciones peyorativas
(...). De ahí que piense que hubiera sido mejor que no quedara consagrada en la
Constitución”. Similares afirmaciones se hicieron respecto a la seguridad y a la
moralidad pública.
Ciertamente, el Estado franquista consideró como un valor integrante del orden público
estatal la unidad espiritual católica de España. Las otras religiones eran toleradas -
”nadie será molestado por sus creencias religiosas ni el ejercicio privado de su culto”- si
bien no se permitían “otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la
Religión Católica” (artículo 6 del Fuero de los Españoles en su redacción de 1945 ).
Desde esa asunción de lo católico como un valor estatal, cualquier conducta dirigida a
propagar otros credos religiosos se consideró ilícita por atentar al orden público. De este
modo, es jurisprudencia reiterada de la época la invocación del orden público para
perseguir actividades como celebrar reuniones en domicilios particulares para comentar
la Biblia, la posesión de literatura y visitas domiciliarias propagandísticas acatólicas, etc.
La definición del Estado español actual como democrático de Derecho supone una
actitud diametralmente opuesta hacia las libertades. Expresamente sostiene el Tribunal
Constitucional que “el concepto de orden público ha adquirido una nueva dimensión a
partir de la vigencia de la Constitución” (Sentencia de 15-IV-1986 ).
Resulta significativo que, tanto los textos internacionales como la LOLR, se refieran
expresamente a los límites previstos por ley en el ámbito de una sociedad democrática.
Con esta precisión queda claro que el orden público no es ante todo una barrera a la
actuación libre de la persona sino que, en primer lugar, tiene un significado positivo de
protección jurídica de un ámbito de derechos y libertades. En palabras de García de
Enterría “hoy, el interés público primario es, justamente, el respeto y el servicio de los
derechos fundamentales, cuyo libre y pacífico ejercicio es el fundamento mismo del
orden público (y aún del orden político entero: art. 10,1 Constitución ) y no el
objetivo a eliminar para una transpersonalización de éste”.
4. La tarea limitadora como ponderación de los bienes jurídicos afectados
Desde tal planteamiento, el conflicto deberá resolverse mediante una valoración de los
intereses en juego. Estamos ante un complejo proceso que es competencia del juez,
salvo que en algún caso se fije por ley la primacía de uno u otro interés. Es lo que
ocurrió durante años con la objeción de conciencia al servicio militar en la que el
legislador valoró con carácter general que, cuando la libertad de conciencia de un
ciudadano colisionara con el deber legal de prestación del servicio militar, prevalecería
la primera.
Al margen de los pocos casos en los que hay un pronunciamiento legal, no parece
apropiado proceder a una gradación entre bienes constitucionales hecha con carácter
general. Incluso en el caso de que esté afectado el derecho a la vida, su primacía no ha
sido aceptada pacíficamente.
Entre los derechos fundamentales ha sido frecuente afirmar la primacía del derecho a la
vida consagrado en el artículo 15 . Su importancia resulta evidente; una persona que
es privada del derecho a la vida -privación que tiene carácter irreversible- es desposeída
automáticamente de todos los demás derechos. Este criterio de primacía absoluta de la
salud y de la vida ha guiado a nuestra jurisprudencia. Expresamente lo ha afirmado el
Tribunal Supremo en una sentencia de 27 de marzo de 1990 al defender, “aunque tanto
la libertad religiosa como la vida son bienes constitucionalmente protegidos”, “la
preeminencia absoluta del derecho a la vida, por ser el centro y principio de todos los
demás derechos”.
Así, en la resolución de las querellas interpuestas contra ciertos jueces como autores de
un delito contra la libertad religiosa, al haber autorizado la realización de transfusiones
sanguíneas en testigos de Jehová que se oponían a ello por motivos religiosos, el
Tribunal Supremo ha desestimado automáticamente dichas querellas alegando que, si
bien el juez que autorizó la transfusión realizó el tipo delictivo, sin embargo concurría en
estos casos la eximente del estado de necesidad. La significación de apreciar tal
eximente supone la consideración de que la vida es un bien superior a la libertad pues
se traduce en la afirmación de que, aunque el juez lesionó un bien jurídico -el derecho
de libertad religiosa- con ello evitó un mal mayor -la posible muerte del paciente- por lo
que su conducta, aún siendo típicamente delictiva, está exenta de responsabilidad
penal.
Sin embargo, tal postura de primacía absoluta de la vida sobre la libertad religiosa no
ha sido aceptada pacíficamente por la doctrina. La primacía de la vida es, si no negada,
sí al menos matizada por algunos autores que se mueven en torno a la calificación que
Jemolo hacía de la libertad religiosa como “la primera entre las libertades”. Es cierto -
dicen- que el derecho a la vida es el más importante y radical en el orden existencial:
sin su pleno reconocimiento, de nada le sirve al hombre que se le otorguen otros
muchos derechos, pues si se le priva de la vida todos los restantes derechos
desaparecen. Ahora bien -comenta Viladrich- “¿de qué le aprovecha al hombre el que se
le respete su derecho a la vida, si no se le trata, ni se le deja vivir como persona, esto
es, según lo más específico y digno de su naturaleza esencial? ¿Se respeta a los
esclavos lo más importante y radical, en el plano esencial de la persona, cuando su amo
los mantiene escrupulosa e interesadamente vivos, explotándoles y tratándoles peor
que a los animales o las cosas inanimadas? ¿Es una sociedad de personas aquel campo
de concentración en el que los internos son sólo un guarismo para la buena marcha de
los trabajos forzados?”. Es evidente entonces que, desde el ángulo esencial, los
derechos fundamentales más importantes son los que reflejan lo más específico del ser
humano como persona: su naturaleza de ser racional. Y en ese ámbito de la
racionalidad y la conciencia personal del hombre es dónde se sitúan los tres grandes
derechos humanos o libertades fundamentales: el derecho de libertad de pensamiento,
el derecho de libertad de conciencia y el derecho de libertad religiosa. Por ello,
consideran estos autores que la afirmación del ilustre eclesiasticista italiano no es
exagerada y que, aunque el derecho a la vida es el primero en el orden existencial, la
libertad ideológica y religiosa lo es en el orden esencial.
De este modo podemos concluir que no es posible fijar a priori ni con carácter general
una jerarquía que la ley no establece. Lo que procede, cuando el ejercicio de la libertad
religiosa colisione con otros bienes jurídicos, es la ponderación de los intereses en el
caso concreto. Así lo ha señalado el Tribunal Constitucional afirmando que “la respuesta
constitucional a la situación crítica resultante de la pretendida dispensa o exención del
cumplimiento de deberes jurídicos, en el intento de adecuar y conformar la propia
conducta a la guía ética o plan de vida que resulte de sus creencias religiosas, sólo
puede resultar de un juicio ponderado que atienda a las peculiaridades de cada caso.
Tal juicio ha de establecer el alcance de un derecho -que no es ilimitado o absoluto- a la
vista de la incidencia que su ejercicio pueda tener sobre otros titulares de derechos y
bienes constitucionalmente protegidos y sobre los elementos integrantes del orden
público protegido por la Ley que, conforme a lo dispuesto en el art. 16,1 CE , limita
sus manifestaciones” (STC 154/2002, de 18 julio, f.j. nº 7 ).
Si las facultades del sectario están realmente afectadas, debería incoarse un proceso de
incapacitación. El resultado de una declaración judicial de incapacidad será la imposición
del tratamiento que se estime más oportuno para su curación. Ahora bien, si el juez
estima que las facultades del sujeto no han sido afectadas hasta el punto de hacerle
perder la capacidad, ¿puede someterse al mayor de edad a un proceso de control
dirigido a hacerle abandonar la secta?.
Sobre este supuesto se han pronunciado nuestros tribunales (cfr. STS de 14 de octubre
de 1999) a raíz de la querella interpuesta por varios miembros de CEIS (Centro
Esotérico de Investigaciones), mayores de edad, que, tras la desarticulación de la secta,
fueron sometidos a un proceso de desprogramación sin su voluntad. El caso llegó hasta
el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que falló en contra de España en sentencia
de 14 de octubre de 1999. El Tribunal, al estimar que concurría violación del artículo 5
del Convenio (sobre el derecho a la libertad y a la seguridad) entendió que no era
necesario examinar la demanda sobre la base del artículo 9 garante de la libertad
religiosa.
De igual modo, habrá de tenerse en cuenta que, cuanto más directamente atente el
tratamiento contra las creencias, más cuidadosa deberá ser la ponderación. Así se ve en
dos casos planteados ante los tribunales de conflicto entre libertad de creencias y salud:
el del testigo de Jehová que rechaza la transfusión y el del preso en huelga de hambre
que rechaza la alimentación. En el testigo de Jehová existe una oposición directa entre
el tratamiento médico y la norma de conciencia. No queda tan patente en el supuesto
del preso en huelga de hambre cuya conducta es claramente reivindicativa y dónde no
existe oposición directa entre su negativa a la alimentación y sus convicciones
ideológicas. En este sentido se expresó el abogado del Estado en un recurso de amparo
promovido ante la alimentación forzosa de miembros del GRAPO en huelga de hambre.
“No se trata en este caso -argumentaba- de que por seguir una determinada ideología y
por razón de ella se rechace un tratamiento médico. La resistencia que los actores
oponen a ser alimentados tiene la finalidad de protestar contra una medida
administrativa de traslado de reclusos, finalidad absolutamente neutral desde un punto
de vista ideológico” (STC 120/1990, de 27 de junio ). Por ello, entendió el abogado
del Estado que no podía alegarse violación del artículo 16,1 de la Constitución .
c) Una vez que se ha asegurado que la manifestación que lesiona un bien jurídico lo es
del derecho de libertad religiosa, la ponderación deberá hacerse teniendo en cuenta que
“todo acto o resolución que limite derechos fundamentales ha de asegurar que las
medidas limitadoras sean necesarias para conseguir el fin perseguido, ha de atender a
la proporcionalidad entre el sacrificio del derecho y la situación en la que se halla aquel
a quien se le impone, y, en todo caso, ha de respetar su contenido esencial” (STC
154/2002, de 18 julio, f.j. nº 8 ).
El menor, de trece años de edad, sufrió unas lesiones por una caída en bicicleta a
consecuencia de las cuales fue llevado por sus padres al hospital. Los médicos, al
detectar una situación de alto riesgo hemorrágico, prescribieron una transfusión
sanguínea. Los padres se opusieron por motivos religiosos, ante lo cual el centro
hospitalario solicitó y obtuvo del Juzgado de guardia autorización para la práctica de la
transfusión. Los padres acataron la autorización judicial pero el menor -Testigo de
Jehová como sus padres- rechazó enérgicamente la transfusión, hasta el punto de que
los médicos desistieron de realizarla por temor a una hemorragia cerebral habida cuenta
de la excitación del paciente. El personal sanitario pidió a los padres que trataran de
convencer al menor, negándose éstos por motivos religiosos. No pudiendo realizar la
transfusión, los médicos accedieron a la concesión del alta voluntaria, llevándose los
padres al menor a otros hospitales en busca de un tratamiento alternativo a la
transfusión que no fue posible, por lo que regresaron con el menor a su domicilio. El
Juzgado autorizó la entrada en el domicilio a fin de que el menor recibiese la asistencia
médica necesaria e, incluso, fuera transfundido. Una vez más los padres acataron la
decisión del Juzgado y el menor fue trasladado de nuevo a un centro hospitalario donde,
en estado ya de coma profundo, se le practicó la transfusión sin la oposición de los
padres. El menor falleció, señalándose en el relato de hechos probados que “si el menor
hubiera recibido a tiempo las transfusiones que precisaba habría tenido a corto y a
medio plazo una alta posibilidad de supervivencia y, a largo plazo, tal cosa dependía ya
de la concreta enfermedad que padecía, que no pudo ser diagnosticada”.
Afirma el Tribunal Constitucional que la libertad religiosa del padre se ha limitado puesto
que parte de su contenido es “el derecho a no ser discriminado por razón de credo o
religión, de modo que las diferentes creencias no pueden sustentar diferencias de trato
jurídico”. Por ello, cumple examinar si el límite impuesto por la Audiencia Provincial es
legítimo; esto es, si está dentro del margen constitucional y, en caso afirmativo, si se
aplicó de modo proporcionado al sacrificio de la libertad.
Ahora bien, respecto a la segunda cuestión -esto es, si, siendo legítima, es
proporcionada-, ahí el Tribunal considera que no. La desproporción de las medidas
adoptadas conduce a la conclusión de que el recurrente ha sido discriminado por sus
creencias y, por tanto, debe estimarse el amparo. La desproporción se pone de
manifiesto porque los riesgos para los menores ya habían sido previstos en la sentencia
de primera instancia, prohibiéndole al padre el proselitismo. No consta que esa
prohibición haya sido vulnerada: no se ha probado que los menores hayan sufrido
adoctrinamiento ni hayan participado en actos de la confesión. La Audiencia “no expresa
en momento alguno de su Sentencia en qué hechos funda su convicción de la necesidad
de extender las medidas limitativas acordadas en la instancia (…). La Audiencia
Provincial ha dispensado al recurrente un trato jurídico desfavorable a causa de sus
creencias personales, lesionando su libertad ideológica, por lo que no cabe sino estimar
el amparo solicitado”.
Del derecho de libertad religiosa son titulares tanto los individuos como las
comunidades, con el mismo límite del mantenimiento del orden público protegido por la
ley, que se interpretará con iguales parámetros y criterio restrictivo. Así se establece,
por ejemplo, en la sentencia del Tribunal Supremo de 18 de junio de 1992 que resuelve
un recurso de la Iglesia evangélica Filadelfia contra las resoluciones del Ayuntamiento
de Madrid de clausura de un local destinado al culto. El ayuntamiento había declarado la
clausura del local por aplicación del Reglamento de Servicios de las Corporaciones
Locales. El Tribunal entendió que tales normas no se refieren a los lugares de culto y
expresamente afirmó que “no puede aplicarse la analogía para lograr la limitación de un
derecho de los administrados. Tal doctrina debe extremarse cuando de la libertad de
culto se trata ya que la misma ostenta el rango y la protección debidos a un derecho
fundamental”.
Especial interés tiene la reciente sentencia del Tribunal Constitucional que se pronuncia
sobre la denegación de inscripción de la Iglesia de la Unificación (STC 46/2001, de 5 de
febrero ). “Se trata de determinar si la resolución administrativa denegatoria…
vulneró o no el derecho a la libertad religiosa en su vertiente colectiva; y, en relación
con ello, si la cláusula de orden público, límite intrínseco al ejercicio del derecho
establecido por el propio artículo 16,1 de la Constitución , fue aplicada en el caso de
forma constitucionalmente adecuada y con observancia del contenido constitucional del
mencionado derecho fundamental”. Señala el Tribunal que, puesto que la Audiencia
Nacional ya consideró acreditado que la Iglesia de la Unificación merece la calificación
de entidad religiosa, únicamente sería legítima la denegación de inscripción si, como se
argumenta, su actividad contraría el orden público constitucional. A este respecto el
Tribunal hace una interesante exposición en el fundamento jurídico 11:
“Es necesario subrayar… que, cuando el art. 16,1 CE garantiza las libertades
ideológica, religiosa y de culto “sin más limitación, en sus manifestaciones, que el orden
público protegido por la ley”, está significando con su sola redacción, no sólo la
trascendencia de aquellos derechos de libertad como pieza fundamental de todo orden
de convivencia democrática…, sino también el carácter excepcional del orden público
como único límite al ejercicio de los mismos, lo que, jurídicamente, se traduce en la
imposibilidad de ser aplicado por los poderes públicos como una cláusula abierta que
pueda servir de asiento a meras sospechas sobre posibles comportamientos de futuro y
sus hipotéticas consecuencias.
En cuanto “único límite” al ejercicio del derecho, el orden público no puede ser
interpretado en el sentido de una cláusula preventiva frente a eventuales riesgos,
porque en tal caso ella misma se convierte en el mayor peligro cierto para el ejercicio
de ese derecho de libertad. Un entendimiento de la cláusula de orden público coherente
con el principio general de libertad que informa el reconocimiento constitucional de los
derechos fundamentales obliga a considerar que, como regla general, sólo cuando se ha
acreditado en sede judicial la existencia de un peligro cierto para ‘la seguridad, la salud
y la moralidad pública’, tal como han de ser entendidos en una sociedad democrática, es
pertinente invocar el orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad
religiosa y de culto.
No obstante, no se puede ignorar el peligro que para las personas puede derivarse de
eventuales actuaciones concretas de determinadas sectas o grupos que, amparándose
en la libertad religiosa y de creencias, utilizan métodos de captación que pueden
menoscabar el libre desarrollo de la personalidad de sus adeptos, con vulneración del
art. 10.1 de la Constitución . Por ello mismo, en este muy singular contexto, no puede
considerarse contraria a la Constitución la excepcional utilización preventiva de la citada
cláusula de orden público, siempre que se oriente directamente a la salvaguardia de la
seguridad, de la salud y de la moralidad públicas propias de una sociedad democrática,
que queden debidamente acreditados los elementos de riesgo y que, además, la medida
adoptada sea proporcionada y adecuada a los fines perseguidos (…). Al margen de este
supuesto excepcional, en el que necesariamente han de concurrir las indicadas cautelas,
sólo mediante sentencia firme, y por referencia a las prácticas o actividades del grupo,
podrá estimarse acreditada la existencia de conductas contrarias al orden público que
faculten para limitar lícitamente el ejercicio de la libertad religiosa y de culto, en el
sentido de denegarles el acceso al Registro o, en su caso, proceder a la cancelación de
la inscripción ya existente”.
Es decir, para el Tribunal Constitucional, la regla general es que, sólo por vía judicial,
mediante sentencia firme recaída sobre las actividades del grupo, puede denegarse o
cancelarse la inscripción de una entidad religiosa. Como excepción a esa regla general,
el Tribunal considera legítima, en condiciones muy restrictivas, la utilización preventiva
de la cláusula de orden público por la Administración, de modo que pueda denegarse la
inscripción cuando conste, aunque sea en datos extrajudiciales, la actividad peligrosa
del grupo y se obre para evitar tal peligro.
7. Conclusión
Lo anterior hace más acuciante la necesidad de tener en cuenta que limitar las
libertades y derechos, siendo necesario para su subsistencia, es tarea delicadísima y
que compete resolver, sobre todo, en sede judicial atendiendo a las circunstancias del
caso concreto y mediante una cuidadosa ponderación de los intereses en juego.
Fecha de actualización
28/02/2011
1. Introducción
Tan propio del Estado de Derecho es reconocer una serie de derechos y libertades
fundamentales como el arbitrar un sistema de garantía y protección de los mismos. De
poco serviría el mero reconocimiento programático de los derechos si no fuera
acompañado simultáneamente de un mecanismo legal que asegurase su desarrollo
normativo y un procedimiento jurisdiccional que amparase ante supuestas acciones
encaminadas a obstaculizar su ejercicio. Tanto más si se trata de los derechos
revestidos de la más alta consideración jurídica: los derechos fundamentales. Además
de un amplio elenco de convenios internacionales, todas las Constituciones de los
Estados de nuestro entorno jurídico-cultural incluyen a la libertad religiosa dentro del
listado de derechos fundamentales y prevén procedimientos de protección de los
mismos.
Corresponde pues analizar la protección de este derecho fundamental desde una triple
perspectiva: la normativo-procedimental, la protección jurisdiccional y el derecho
material. Desde el prisma normativo-procedimental, fijaremos nuestra atención en la
garantía que la Carta Magna exige para la regulación normativa de la libertad
religiosa.
2. Garantías normativo-procedimentales
La segunda exigencia que la Carta Magna impone a las leyes orgánicas reguladoras de
un derecho fundamental es el respeto que deben profesar al contenido esencial de tales
derechos -en este caso, la libertad religiosa-. Con dicha exigencia, el artículo 53 CE
introduce una cautela frente a hipotéticos abusos de las mayorías sobre las minorías
imponiendo un límite al propio consenso parlamentario, que, aunque necesario para
desarrollar legislativamente los derechos fundamentales, no está legitimado para
vulnerar ese contenido mínimo nuclear del derecho fundamental que pretende regular.
Ninguna ley orgánica -ni siquiera si fuere aprobada por unanimidad- puede vulnerar el
contenido esencial del derecho fundamental que regula. Aparecido en la Ley
Fundamental de Bonn de 1949, el contenido esencial de los derechos fundamentales es
un concepto indeterminada al que se ha referido el Tribunal Constitucional español (STC
11/1981 , F.J. 8º) que tiene una doble naturaleza: límite para el legislador y
garantía para ese derecho fundamental.
Por último, las leyes orgánicas reguladoras de la libertad religiosa en general y de sus
manifestaciones en particular han de respetar la Constitución en su conjunto. En el
supuesto de que algún artículo de las mencionadas leyes orgánicas fuesen sospechosos
de contradecir los postulados de la Carta Magna , el ordenamiento prevé dos
procedimientos a través de los cuales las personas y órganos legitimados podrían instar
la declaración de inconstitucionalidad ante el propio Tribunal Constitucional. Nos
referimos al recurso de inconstitucionalidad y la cuestión de inconstitucionalidad
promovida por Jueces o Tribunales. Mediante el primero, el Presidente del Gobierno, el
Defensor del Pueblo, 50 diputados, 50 senadores, los órganos colegiados ejecutivos y
las Asambleas de las Comunidades Autónomas, podrían formular ante el Tribunal
Constitucional demanda de declaración de inconstitucionalidad de la ley impugnada o de
preceptos de la misma, durante un plazo -en principio- de tres meses desde la
publicación oficial de la misma.
Respecto a la cuestión de inconstitucionalidad, si en el marco de un proceso un Juez o
Tribunal, de oficio o instancia de parte, considerase que una ley aplicable al caso, de
cuya validez dependiera el fallo, pudiera ser contraria a la Constitución podría plantear
la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional (art.161 CE y arts,
31-4 y 35-37 de L.O. 2/1979 del Tribunal Constitucional).
Por último, hemos de tener en cuenta que la vulneración del derecho fundamental de
libertad religiosa e ideológica, así como el resto de los derechos fundamentales, podría
invocarse directamente ante los Tribunales de Justicia, aún en el caso de que no se
hubiese producido el correspondiente desarrollo legislativo, ya que los derechos y
libertades fundamentales vinculan a todos los poderes públicos, y se trata de derechos
que no tiene un contenido programático sino específicamente normativo, al contrario de
lo que le sucede por ejemplo a los principios rectores de la política social y económica –
capítulo III del título I de CE - que presentan un cometido meramente informador de
la “legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos”, en
virtud de lo cual “sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con
lo que dispongan las leyes que los desarrollen” (art. 53.3 CE ).
3. Protección jurisdiccional
Entre las múltiples acepciones que pueden atribuirse al término jurisdicción, la que nos
interesa aquí es la que se refiere a la función que tienen encomendada los jueces y
tribunales, en cuanto que órganos estatales, para aplicar lo justo (iuris-dictio) en cada
caso concreto que le planteen las personas físicas o jurídicas legitimadas. Pensando en
vulneraciones concretas que un individuo o grupo pueda sufrir respecto a su derecho
fundamental de libertad religiosa podemos distinguir los siguientes ámbitos
jurisdiccionales tanto en la esfera nacional como internacional.
Contra las resoluciones dictadas por los Tribunales ordinarios siguiendo los
procedimientos judiciales a los que nos acabamos de referir, cabe interponer recurso de
amparo ante el Tribunal Constitucional de acuerdo con el art 161.1 b) de la CE
desarrollado por la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional
(modificada por las siguientes disposiciones: L.O. 8/1984, de 26 de diciembre ; L.O.
4/1985, de 7 de junio; L.O. 6/1988, de 9 de junio; L.O. 7/1999 de 21 de abril; y L.O.
1/2000 de 7 de enero y las leyes orgánicas 6/2007, de 24 de mayo y 1/2010 de 19
de febrero). Para recurrir en amparo es menester que se cumplan los siguientes
requisitos: que la violación del derecho fundamental de libertad religiosa haya sido
producida por normas sin rango de ley o por actos de los poderes públicos; que se haya
acudido ante los tribunales de instancia y haya sido agotado la vía judicial previa; y que
el recurso de amparo haya sido interpuesto por: la persona directamente afectada, el
Ministerio Fiscal o el Defensor del Pueblo (arts. 41-47 LOTC ).
A partir de la segunda mitad del siglo XX, y en el contexto del proceso de humanización
del Derecho Internacional Contemporáneo, han surgido unas normas dedicadas a la
protección internacional del individuo a las que de modo convencional la doctrina ha
agrupado bajo la categoría de “Derecho Internacional de los Derechos Humanos” (M.
DIEZ de VELASCO). La libertad religiosa viene recogida en todas los Pactos o
Declaraciones internacionales cuyo objetivo es consagrar la vigencia de los derechos
fundamentales en todo el mundo. Muchos de estos prevén mecanismos de protección de
los mismos. Pero, hoy en día, es en el marco de los espacios regionales, y más
concretamente en el ámbito europeo, donde los niveles de protección internacional de
los derechos fundamentales han alcanzado una mayor cota de eficacia jurídica. No
obstante, también resulta de suma relevancia el mecanismo de protección que han
establecido las Declaraciones de Derechos Humanos en el marco de la ONU.
El Tratado de Lisboa, que entró en vigor el 1 de diciembre de 2009, contiene una Carta
de los Derechos Fundamentales en la que conserva los derechos ya existentes
(Convenio de Niza) e introduce otros nuevos. En particular, garantiza las libertades y los
principios enunciados en la Carta de los Derechos Fundamentales, cuyas disposiciones
pasan a ser jurídicamente vinculantes. La Carta contiene derechos civiles, políticos,
económicos y sociales.
El primer procedimiento mencionado surge a partir de los informes periódicos que los
Estados parte han de presentar al Comité sobre dos temas: las disposiciones que hayan
adoptado respecto a los derechos reconocidos en el Pacto y el progreso que hayan
experimentado en cuanto al ejercicio de los mismos (art. 40.1 ). El evidente lastre de
parcialidad que lleva consigo esta vía ha sido en parte contrarrestado merced a la
intervención en las sesiones públicas de las O.N.G. que pueden contrapesar los informes
presentados por el Estado. El segundo mecanismo previsto en el Pacto se origina a
partir de las denuncias presentadas por un Estado parte contra la presunta violación por
otro Estado de los derechos reconocidos en el Pacto . La complejidad del sistema y la
reticencia de los Estados a denunciarse entre si explican el hecho de que el Comité,
hasta la fecha, no haya intervenido en aplicación del mismo.
Por último, el proceso que más ha sido utilizado hasta ahora es el de la denuncia
privada. Se inicia con una denuncia del particular afectado por la supuesta violación del
derecho reconocido en el Pacto. La denuncia –denominada comunicación- ha de ser
presentada por la víctima o su representante. No puede ser presentada por terceros. No
se exige un plazo de tiempo determinado para la presentación de la misma, pero sí
otros requisitos: que no ser anónima, no ser contraria a los principios del Pacto ni de
las Naciones Unidas, no estar manifiestamente mal fundada, no haber sido sometida
con anterioridad a otro sistema internacional de control en materia de derechos
humanos y, sobre todo, haber agotado todos los recursos internos establecidos en el
ordenamiento del Estado supuestamente infractor.
Como hemos ya indicado, la libertad religiosa ha sido desarrollada con carácter general
por la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio de Libertad religiosa , que a su vez ha
tenido un desarrollo reglamentario a través del Real Decreto 142/1981, de 9 de enero,
sobre organización y funcionamiento del Registro de Entidades Religiosas , y por el
Real Decreto 1159/2001, de 26 de octubre por el que se regula la Comisión Asesora de
Libertad religiosa (Disposición que derogó al RD/198/1981, de 19 de junio).
Según sea el bien jurídico protegido, las figuras delictivas que figuran en el Código
Penal pueden ser sistematizadas en cuatro grupos:
Artículo 522 .
1. Los que por medio de violencia, intimidación, fuerza o cualquier otro apremio
ilegítimo impidan a un miembro o miembros de una confesión religiosa practicar los
actos propios de las creencias que profesen, o asistir a los mismos.
2. Los que por iguales medios fuercen a otro u otros a practicar o concurrir a actos de
culto o ritos, o a realizar actos reveladores de profesar o no profesar una religión, o a
mudar la que profesen.
Este artículo contiene dos acciones punibles, impedir la práctica de actos religiosos o
la concurrencia a los mismos (lo que denominaremos coacción impediente) y obligar a
ejercitarlos (a lo que nos referiremos como coacción comisiva). Se trata de dos figuras
delictivas de resultado. Como tales, sólo se materializan en tanto en cuanto hayan sido
perpetradas, si bien, mediando “violencia, intimidación, fuerza o cualquier otro apremio
ilegítimo”. Antes de entrar en el análisis de las dos conductas punibles nos hemos de
referir al alcance conceptual de los medios comisivos a los que se refiere el primer
párrafo y que deben concurrir en las dos acciones típicas. Las dos modalidades de
coacciones a la libertad religiosa han de ser perpetradas mediando “violencia,
intimidación, fuerza o cualquier otro apremio ilegítimo”. Los vocablos violencia y fuerza
-que pueden considerarse sinónimos- no presentan mayores dificultades interpretativas.
Por lo que se refiere a la intimidación, ateniéndonos al significado que otorga el
Diccionario de la Real Academia, implica “causar o infundir miedo” a una persona con el
objeto de impedirle u obligarle a realizar actos de culto o “propios” de la confesión que
profesen. Mayor complejidad ofrece el término apremio ilegítimo. De acuerdo con su
significado literal, apremiar significa presionar, compeler u obligar a alguien a que haga
algo. Algunos autores, entiende que se puede considerar apremio ilegítimo a cualquier
especie de coacción no justificada (Vives Antón), v.gr., el abuso de funciones públicas
practicado por un jefe de policía municipal al decir que facilitaría al alcalde una lista de
los no asistentes a una Misa (ATC 551/1985). En dicho supuesto incurriría una persona,
familiar o no, que obligase a una mujer a portar símbolos religiosos (por ejemplo un
hiyab) en contra de su voluntad.
4.1.2.1. Coacción impediente
La conducta punible a la que se refiere el primer tipo -que hemos convenido denominar
coacción impediente- se refiere, como ya hemos indicado, a un delito de resultado. La
acción se perpetra concurriendo las variantes conceptuales de fuerza arriba indicadas y
se consuma cuando se logra impedir a un miembro o miembros de una confesión
religiosa practicar los actos propios de sus creencias o asistir a los mismos.
Hemos de subrayar, que se ha sustituido la expresión actos de culto (del antiguo art.
205 del C.P. ) por la más genérica actos propios de las creencias. El cambio produce
un efecto extensivo del tipo, pues dentro del concepto actos propios de las creencias
están incluidas no sólo las manifestaciones colectivas de la fe religiosa sino también las
expresiones individuales de la misma, como, por ejemplo, la oración. Podía incluirse en
este tipo la prohibición arbitraria de vestirse de acuerdo con lo preceptuado por la
religión siempre (no sería prohibición arbitraria, si la interdicción se justificase en la
vulneración de los límites establecidos en la ley, en este caso la ley orgánica de la
libertad religiosa: derechos fundamentales de los demás y el orden público). Sin
embargo, ordenar a un soldado musulmán realizar un servicio de obras de retén en el
mes de Ramadán, no ha sido considerado como una coacción para impedirle que realice
actos propios de sus creencias, pues ni los musulmanes tienen prohibido trabajar
durante el mes de Ramadán, ni sus superiores le habían prohibido en ese caso practicar
los actos propios de sus creencias. En este punto se debe tener presente el artículo 12
del Acuerdo de Cooperación entre el Estado y la Comisión Islámica , los musulmanes
pueden solicitar la conclusión de la jornada laboral una hora antes de la puesta del sol
durante ese mes (STS de 27.3.2000), aunque el propio Acuerdo requiere que exista un
previo acuerdo entre el trabajador y el empresario y que dichas horas sean
recuperadas.
Por lo que se refiere al sujeto pasivo del delito, el texto del precepto señala
expresamente como sujetos protegidos a los miembros de una confesión religiosa. Es
obvio que al no especificar más, debemos entender que el texto de la ley se refiere no
sólo a las confesiones religiosas inscritas sino también a las que no figuran el Registro
de Entidades Religiosas del Ministerio de Justicia. Entendemos que habría sido más
acertado haberse referido expresamente a “cualquier persona”. Este término, además
de ser más amplio hubiese sido más respetuoso con el principio de libertad religiosa e
ideológica pues protegería también el ejercicio de actos propios de creencias o de
ideologías que no tuviesen raigambre religiosa.
El segundo párrafo se refiere a ese tipo de conductas -que hemos decidido denominar
“coacciones coactivas”-. Se materializan cuando con intimidación, violencia, miedo o
cualquier otro apremio se fuerce a una persona a practicar o asistir a actos de culto o
ritos, o a realizar actos reveladores de profesar o no profesar una religión, o a mudar la
que profesen.
En relación con los medios comisivos, podría interpretarse como coacciones ilegítimas
no sólo los supuestos en los que materialmente se fuerza a una persona a practicar
actos de culto o ritos mediante coacciones o amenazas, sino también cuando se
perpetra por otros medios más sutiles como las técnicas de hipnosis o el uso de
narcóticos. Más delicado sería subsumir dentro de dichas vías de actuación esa nebulosa
gama de medios de persuasión que unas veces se denominan actos de proselitismo y
otras “lavados de cerebro” o “control mental”. Aunque el propio art. 515 C.P.
considera ilícitas las asociaciones que utilicen medios de “control de la personalidad”,
tanto esta expresión como las mencionadas más arriba están revestidas de una cierta
carga de indeterminación que obliga al profesional del Derecho a actuar con cautela, y
siempre en el marco de la interpretación restrictiva no sólo porque se trata de
establecer límites a un derecho fundamental como el de libertad ideológica y religiosa,
sino por actuar respetando el contenido esencial del mismo y el propio principio de
seguridad jurídica.
Por lo que se refiere al sujeto pasivo, llama la atención que el párrafo no se constriñe a
los miembros de una religión sino que se utiliza el término más genérico “otro u otros”.
Ello coadyuva a que esta figura penal sea mucho más amplia que la descrita en el
párrafo previo del artículo y que hemos denominado coacción impediente.
El segundo inciso del art. 522.2 sanciona a los que, empleando los medios de fuerza
mencionados, obliguen a otro u otros a realizar actos reveladores de profesar o no
profesar una religión”. Este párrafo no hace sino desarrollar una de las manifestaciones
de la inmunidad de coacción: el derecho a mantener las creencias en el ámbito de al
intimidad. Este derecho está expresamente protegido por el artículo 16.2 de la C.E. –
nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias- y por el
propio art. 2.1 de la LOLR cuando garantiza el derecho de toda persona a
...manifestar libremente sus propias creencias religiosas o la ausencia de las mismas o
abstenerse a declarar sobre ellas. El legislador hubiera sido más coherente con el texto
constitucional (arts. 16.2 y 14 C.E), e incluso con la propia LOLR , si se hubiere
referido a actos reveladores de profesar o no profesar “una creencia”, sin especificar el
sesgo de ésta. De esta manera, la protección penal no solo incluiría la inmunidad de
coacción de los que profesan una confesión religiosa sino también la de aquellos que
tienen creencias ideológicas. En este sentido hemos de recordar como el art. 197 del.
C.P , relativo al descubrimiento y revelación de secretos por parte de terceros,
protege el ámbito de la intimidad en materia de creencias al incluir en el párrafo 5 la
revelación de datos que “revelen la ideología, religión o creencias...”
Loable sin embargo es haber utilizado la expresión realizar actos reveladores en vez de
los verbos declarar, empleado en la Carta Magna , o manifestar, plasmado en la LOLR
. Se trata de una enunciado que incluye no solamente las declaraciones o
manifestaciones orales, escritas o gestuales, como puede ser la imposición de un
juramento o la obligación a declarar la religión que se profese, sino cualquier
manifestación individual o colectiva, tanto en público como en privado, como por
ejemplo imponer ciertas costumbres o hábitos como el consumo de ciertos productos
dietéticos, el uso de prendas de vestir o el uso de una jerga especial propia del grupo.
El inciso último del art. 522.2 se refiere a las conductas consistentes en obligar a
otros a “mudar la [religión] que profesa”. El derecho que tienen las confesiones, en
general, y los individuos que las profesan, en particular, a divulgar o propagar los
credos religiosos viene expresamente reconocido en el art. 2. de la LOLR y de forma
indirecta en los artículos 16 y 20 de la Constitución. La mera invitación, expresa o
implícita, a un tercero para que conozca una fe con vistas a que pudiera profesar en un
futuro esas creencias no sería un acto ilícito si se desarrolla en un contexto de respeto a
la libertad y al derecho a la intimidad del otro. En ese caso, estaríamos ante un mero
supuesto de proselitismo legal.
Sin embargo, las insistencias machaconas para vencer la renuencia inicial expresada por
la persona a la que se quiere convertir podrían llegar a ser un supuesto punible. Ahora
bien, el trazado de la línea divisoria entre el lícito ofrecimiento de una opción fideística
(proselitismo legal) y los ruegos tenaces potencialmente vulneradores de la inmunidad
de coacción de que goza todo individuo respecto a sus creencias (proselitismo ilegal) es
una cuestión que deberá decidir con suma cautela los jueces, desde la interpretación
extensiva de la libertad religiosa.
Se trata de un delito que guarda estrecha relación con el delito de coacciones, del que
puede ser considerado como una especialidad. Sin embargo, como apunta TAMARIT
SUMALLA llama poderosamente la atención que la pena aplicada –multa de cuatro a
diez meses- sea sensiblemente inferior a la prevista con carácter general en el art. 127
C.P. para las coacciones (prisión de seis meses a tres años o multa de seis a
veinticuatro meses). En nuestra opinión, el motivo por el que la libertad religiosa recibe
del Código Penal una protección inferior de la que gozan la libertad genérica o los
demás derechos fundamentales no es otro que un descuido del legislador. Por último, al
ser un delito de resultado admite el grado de tentativa.
Artículo 523 .
El texto legal utiliza tres verbos -perturbar, impedir e interrumpir- para describir las
conductas punibles. El primero –perturbar- nos indica que el delito se perpetra con la
mera actividad. Sin embargo, los verbos impedir o interrumpir son propios de delitos de
resultado, esto es, que exigen la materialización de un resultado separado de la acción.
Se trata de una ampliación innecesaria pues si hubiera tipificado solamente un delito de
acción como es la perturbación habría englobado las dos otros dos delitos de resultado
(interrumpir o impedir), que necesariamente parten de un acto de perturbación de un
acto religioso. Ahora bien, entendemos que el acto de profanación ha de ser grave para
ser tildado de antijurídico.
Por lo que respecta a la pena, hemos de subrayar que se agrava -prisión de seis meses
a seis años- si la perturbación se refiere a actividades celebradas en lugar destinado a
culto, término que se refiere no sólo a los templos sino también a cualquier lugar que de
modo habitual sea destinado a celebrar actos de culto. En caso contrario, esto es, si el
acto que se interrumpe, impide o perturba se desarrolla en un lugar sin ese sesgo
sagrado y en los que sólo de forma ocasional se celebren actos de culto la pena
aplicable sería inferior: multa de cuatro a diez meses.
4.2.1. Profanación
Artículo 524 .
El artículo habla de templo, lugar destinado a culto o en ceremonias religiosas. Así como
en el artículo 208 del anterior C.P. incluía un tipo agravado de profanación cuando
esta se realizase en lugares de culto o en ceremonias, el legislador entiende ahora que
sólo son punibles las faltas de respeto que hayan sido perpetrada en templo, lugar
destinado a culto o en ceremonias religiosas. Por ceremonia religiosa hemos de
entender las manifestaciones colectivas de una confesión en las que se realicen actos de
culto o actividades consideradas como sagradas, se celebren o no en espacios
destinados habitualmente al culto.
En nuestra opinión, debemos precisar dos cosas. En primer lugar, los sujetos
directamente protegidos son las personas físicas aunque indirectamente lo puedan ser
las confesiones, pues son aquellos y no éstas las que tienen capacidad de albergar
sentimientos en general y sentimientos religiosos en particular. El cristianismo o el
judaísmo sólo siente en términos metafóricos. Los sentimientos religiosos son, pues, un
bien jurídico de naturaleza individual, pues su titularidad no corresponde a las
confesiones sino a los individuos.
Por otro lado, no creemos que el legislador penal al utilizar el término legalmente
tutelados se refiera sólo a los sentimientos religiosos de aquellas personas que profesen
alguna de las confesiones inscritas en el Registro del Ministerio de Justicia. Por el
contrario, nos inclinamos a pensar que la mencionada expresión subsiste por una
mezcla de inercia (figuraba en el anterior Código ) y despiste. A la luz de la
Constitución , y desde el respeto al los principios de igualdad (art. 14 ) y libertad
religiosa (art. 16 ) es más coherente deducir que la protección se ha de extender a
los sentimientos religiosos de cualquier persona que profese una religión, se halle o no
inscrita. A nuestro juicio, el legislador hubiese estado más acertado si hubiera extendido
la protección penal contra el escarnio hacia las creencias ideológicas.
4.2.2. Escarnio
Artículo 525 .
1. Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los
sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de
palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas,
creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o
practican.
2. En las mismas penas incurrirán los que hagan públicamente escarnio, de palabra o
por escrito, de quienes no profesan religión o creencia alguna.
Hemos de diferenciar entre el bien jurídico protegido y el objeto del escarnio. El bien
jurídico protegido no es la religión en sí misma ni las manifestaciones de sus dogmas,
ritos o ceremonias. Tampoco son las creencias (que pueden ser no religiosas ) ni los
ritos que de ellas se deriven. En todo caso, estas manifestaciones son el objeto del
escarnio, pero, el bien jurídico protegido son los sentimientos religiosos de personas que
pueden sentirse heridas en su dignidad como consecuencia de una acción que pretenda
escarnecer expresiones concretas de su credo.
El tipo penal del escarnio tal como queda configurado en el art. 525 ofrece tres
modalidades de conductas punibles: el escarnio en sentido restringido, las vejaciones de
los creyentes en cuanto tales y el escarnio de los no creyentes.
El 521.1 castiga a aquellas personas que de forma pública, ya sea por medio de
palabra, escrito o cualquier otro documento cometan escarnio contra los dogmas,
creencias, ritos o ceremonias de una confesión religiosa con una intención expresa e
inequívoca: ofender los sentimientos religiosos de las personas que profesen la religión
escarnecida.
- Publicidad:
Para que exista delito es menester que la befa contra los símbolos religiosos se haga
públicamente. La jurisprudencia ha interpretado el requisito de la publicidad en sentido
amplio. El tipo delictivo se materializa no sólo cuando el escarnio se perpetra en
recintos públicos de naturaleza religiosa (templos) sino también en lugares profanos en
los que concurran varias personas que puedan presenciarlo (teatro, sala de cine, etc.).
No se debe identificar el requisito de publicidad con el hecho de que esas
manifestaciones sean difundidas en los medios de comunicación. Para que se cometa
escarnio se exige que la manifestación sea pública, lo que no implica necesariamente
que se hayan hecho eco de la misma los periódicos, televisiones, radios, internet o
análogos. Si las declaraciones se vierten en un medio de comunicación adquieren el
carácter de públicas, pero si se vierten ante una concurrencia aunque no se plasmen en
ningún periódico, radio o televisión son también públicas a los efectos de este artículo.
No sólo basta con que el escarnio sea perpetrado en público, por medio de la palabra, el
escrito u otro documento. Para que se de la tipicidad es menester, además, que
concurra un elemento subjetivo del injusto: que el escarnecedor se burle tenazmente de
las ceremonias, ritos, dogmas o creencias de una religión con la indudable intención de
ofender los sentimientos religiosos de los creyentes.
Por tanto, las manifestaciones verbales o escritas que entrañen una mera crítica de
unas creencias religiosas pueden resultar amparadas por la libertad de expresión. Sólo
en los casos en los que la expresión proferida tuviese una intención claramente
vejatoria (que se trate no de una crítica sino de un escarnio: acto de mofa,
menosprecio, burla o vilipendio), y concurriesen los requisitos arriba enunciados, podría
este precepto penal erigirse en un límite legítimo a la libertad de expresión. En el fondo,
el legislador entiende que el respeto a los sentimientos religiosos debe prevalecer sobre
la libertad de transmitir el lenguaje del odio.
Nos parece acertado que en este tipo delictivo el legislador, al referirse a las
confesiones, no ha utilizado la expresión restrictiva del artículo 523 (confesiones
inscritas en el Registro del Ministerio de Justicia) ni la más ambigua del art. 524
(sentimientos religiosos legalmente tutelados) sino que se refiere abiertamente a los
sentimientos religiosos de las personas que profesen una confesión religiosa, sin
especificar si debe o no estar inscrita en el Registro.
El Código Penal de 1995 castiga también a los que vejen públicamente a las personas
por el hecho de profesar una religión. En este caso, el objeto directo de la expresión
escarnecedora no son los símbolos de las religiones sino los propios creyentes, en tanto
que creyentes.
Entendemos que el bien jurídico protegido es el mismo para las tres figuras que
contiene el artículo: los sentimientos religiosos de la persona en tanto que vertiente de
la dignidad humana. Por tanto, aunque no lo dice expresamente el texto, se entiende
que se requiere el elemento subjetivo del injusto (el ánimo de ofender los sentimientos
religioso) para que este tipo de vejación sea punible. Esta figura delictiva castiga pues a
los que vejen -esto es, humillen, denigren o ridiculicen- públicamente a una persona por
el hecho de ser creyente.
Respecto a la exigencia de la publicidad, valga para este supuesto lo dicho más arriba,
salvo que al no hacer una mención expresa a los medios comisivos, incluye
inequívocamente a las vejaciones públicas perpetradas por medio de mímica o de
gestos.
El párrafo 2º del art. 525 , castiga expresamente y con las mismas penas, a los que
públicamente y a través de la palabra o el escrito hagan escarnio de quienes no
profesan religión o creencia alguna.
No parece muy afortunada la redacción pues a primera vista parece que el legislador
pretende proteger solamente a las personas que no profesen ningún tipo de creencias,
ni religiosa ni ideológica, dejando al margen del mismo a los que fuesen escarnecidos
por profesar sólo creencias ideológicas. Desde un punto de vista sistemático, la
incoherencia de esta exclusión resulta tanto más grave cuanto que se produce dentro de
un capitulo dedicado a delitos contra la libertad de conciencia.
Si entendemos que el término creencia que acompaña al vocablo religión incluye las
creencias ideológicas, el artículo estaría discriminando a los que sólo profesen una
creencia ideológica. El texto del artículo solamente protegería al nihilista puro que
rechaza cualquier credo sea del signo que sea. Por eso, entendemos que el término
creencias debe interpretarse como “creencia religiosa”, esto es, como sinónimo de
religión, y no como alternativa. De esta forma este subtipo del escarnio protegería no
sólo al vejado por ser escéptico puro y duro (esto es, por no profesar religión ni
creencia alguna) sino también a aquellos que aun no profesando religión alguna se
sienten adheridos a una creencia ideológica o a una cosmovisión que no sea de
naturaleza religiosa. Desde esta interpretación, el ámbito de protección incluiría no sólo
la libertad religiosa stricto sensu sino también la libertad ideológica.
Por últimos, a los tres supuestos se le aplica la misma pena: multa de 8-12 meses.
Dicho esto, no debemos abandonar este capítulo sin hacer mención, aunque breve, de
aquellos artículos del Código que guardan una vinculación indirecta con la protección
de la libertad religiosa en la medida en que castigan aquellas acciones teñidas de
xenofobia religiosa o ideológica.
En la línea que acabamos de apuntar, podemos incluir un precepto genérico y otros más
específicos. Respecto al primero, la nueva circunstancia agravante del artículo 22.4 se
refiere a la discriminación por motivos ideológicos: “cometer delito por ...otra clase de
discriminación referente a la ideología, religión o creencia. Respecto a otros figuras
relacionadas indirectamente con el factor religioso, hemos de mencionar aquellas
ubicadas en el capítulo de los delitos relativos al ejercicio de los derechos
fundamentales y las libertades públicas. Así, el art. 510.1 C.P. criminaliza la incitación
a la discriminación y xenofobia religiosa e ideológica aplicando penas de prisión de hasta
3 años a los que por motivos religiosos o ideológicos <I>“provocaren a la
discriminación, odio y violencia contra grupos o asociaciones.
La vertiente asociativa del art. 510.1 la encontramos en el párrafo 5º del art. 515 ,
que considera ilícitas y punibles aquellas asociaciones que “promuevan a la
discriminación, el odio o la violencia contra personas grupos o asociaciones por razón de
su ideología, religión o creencias...” El párrafo 3º de dicho artículo protege
indirectamente la libertad religiosa en cuanto que considera ilícitas y punibles a las
asociaciones que aun teniendo por objeto un fin lícito (puede ser la profesión de una
confesión religiosa) “empleen medios violentos o de alteración o control de la
personalidad para su consecución”.
Dentro del Título XXIV “Delitos contra la comunidad internacional” aparece la figura
del genocidio y los delitos contra el personal religioso protegido en caso de conflicto
armado.
La ley Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre introdujo el nuevo artículo 607 bis que
contempla los delitos de lesa humanidad. Son reos de este delito los que “como parte
de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil o contra una parte de
ella” cometan alguno de los hechos a los que se refiere el artículo. Entre otros, muerte,
Violación u otra agresión sexual, lesiones, deportación o traslado por la fuerza, forzar el
embarazo de alguna mujer con intención de modificar la composición étnica de la
población, detención de una persona privándole de su libertad, torturas graves (someter
a sufrimientos físicos o psíquicos), conductas relativas a la prostitución o relacionadas
con la explotación sexual o esclavitud (comprar, vender, prestarla o dar personas en
trueque). En todo caso, se considerará delito de lesa humanidad la comisión de tales
hechos: “Por razón de la pertenencia de la víctima a un grupo o colectivo perseguido
por motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos o de género u
otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho
internacional”.
1. Consideraciones previas
3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta
las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes
relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
En los tiempos actuales, este tipo de regulaciones son comunes en todos los
ordenamientos de los Estados democráticos, con una formulación similar a la de la
Declaración Universal de Derechos Humanos de 1.948, que proclamó en su artículo 18
el derecho de toda persona a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión,
incluyendo la libertad de cambiar de religión o de creencia, y de manifestar esa religión
o esas convicciones a través de la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia, bien
de forma pública o privada, individual o colectivamente. Sólo dos años después, en
1.950, el Convenio Europeo de Derechos Humanos reitera esta declaración en su
artículo 9.1 , estableciendo a continuación los límites del derecho de libertad religiosa.
En los Estados constitucionales occidentales rigen, con mayor o menor amplitud, las
cláusulas necesarias para proteger la libertad religiosa garantizada a través de
tribunales independientes. Nuestra Constitución ha articulado un verdadero sistema
de protección de la libertad religiosa, en el marco de las demás libertades públicas y
derechos fundamentales, a través de un entramado de garantías de diversa índole: la
aplicación directa de las normas constitucionales que consagran las libertades públicas,
el desarrollo de los derechos fundamentales sólo por Ley Orgánica, la exigencia de
respetar el contenido esencial de estos derechos al ser regulados por el legislador, la
declaración de inconstitucionalidad de las normas con rango de ley cuando se oponen a
lo que la Constitución establece, y los procedimientos de protección de los derechos
fundamentales por los órganos de la jurisdicción ordinaria y, en último término, por el
Tribunal Constitucional. El objeto de esta lección es examinar las facultades que el
Defensor del Pueblo tiene en materia de protección de los derechos recogidos en el
artículo 16 de nuestro texto constitucional .
1.1.1. Régimen jurídico básico del Defensor del Pueblo y de los Comisionados
parlamentarios autonómicos
“Una ley orgánica regulará la institución del Defensor del Pueblo, como alto comisionado
de las Cortes Generales, designado por éstas para la defensa de los derechos
comprendidos en este título, a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la
Administración, dando cuenta a las Cortes Generales”.
Esa regulación se llevó a cabo por la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, del Defensor
del Pueblo , modificada por la Ley Orgánica 2/1992, de 5 de marzo. El Defensor del
Pueblo es elegido por las Cortes Generales para un período de cinco años y se dirige a
las mismas a través de los Presidentes de las respectivas Cámaras, relacionándose
ambas instituciones entre si por medio de una Comisión Mixta Congreso-Senado de
relaciones con el Defensor del Pueblo, que es quien informa a los Plenos
correspondientes cuando sea necesario.
Las relaciones del Defensor del Pueblo con los Comisionados parlamentarios
autonómicos están reguladas en la Ley 36/1985, de 6 de noviembre , bajo los
principios de coordinación y cooperación, y se desarrollan también en normas propias
de las Comunidades Autónomas. De modo casi general, se han concertado acuerdos de
colaboración sobre los ámbitos de actuación de las Administraciones públicas objeto de
supervisión, las facultades de cada una de las Instituciones, el procedimiento de
comunicación entre el Defensor del Pueblo y cada uno de los Comisionados
parlamentarios y la duración de estos acuerdos.
El Defensor del Pueblo tiene facultades para iniciar y proseguir de oficio o a petición de
parte, cualquier investigación conducente al esclarecimiento de los actos, resoluciones y
conductas concretas de la Administración pública y sus agentes que afecten a un
ciudadano o grupo de ciudadanos por dos razones fundamentales: por resultar
contrarios a los principios por los que ha de regirse la actuación de la Administración,
que está obligada a servir con objetividad los intereses generales y a actuar de acuerdo
con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y
coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho (art. 103.1 de la
Constitución ); o bien por haber vulnerado en su actividad el respeto debido a los
derechos proclamados en el Título I de la Constitución .
El Defensor del Pueblo no entrará en el examen individual de aquellas quejas sobre las
que esté pendiente resolución judicial, y suspenderá su actuación si, una vez iniciada, la
persona interesada interpusiera demanda o recurso ante los Tribunales ordinarios o
ante el Tribunal Constitucional. La Ley se refiere a este supuesto como uno de los
límites para la admisión de las quejas, pero no se trata de una limitación objetiva por
razón de la materia sino que el Defensor del Pueblo podrá investigar sobre los
problemas generales planteados en la queja presentada.
La institución del Defensor del Pueblo goza de un antiguo prestigio y su tradición enlaza
históricamente con el tránsito de las monarquías absolutas al Estado constitucional
democrático de nuestros días. La figura del Ombudsman sueco es reconocido de modo
unánime como precedente de esta institución, aunque reciba distintos nombres y
aunque su introducción en los diversos países se haya operado en momentos políticos
muy diferentes. Por esta razón, las instituciones análogas al Defensor del Pueblo en
otros Estados constitucionales sólo pueden ser analizadas en su propio contexto
histórico y político. Así, por ejemplo, la figura del Médiateur en Francia presenta perfiles
singulares, que obedecen a la estructura de relaciones institucionales entre el
Presidente de la República, el Gobierno y el Parlamento, y a la decisiva influencia y
prestigio del Consejo de Estado francés. En Reino Unido, el Parliamentary Commissioner
for Administration tiene también caracteres propios que se explican desde la
preeminencia, como principio político, de la soberanía del Parlamento. En Italia no
existe la figura del Ombudsman en el ámbito de la República, sino Defensores
regionales (el denominado Difensore Civico della Regione), comisionados por los
respectivos Parlamentos. Portugal, por el contrario, tiene una única Institución, el
Provedor de Justiça, con sede en Lisboa y competencia para toda la República, y dos
Oficinas dependientes de la Provedoría, en Madeira y Açores. En los países
escandinavos, la figura mantiene en gran medida los perfiles del Justitie-
Ombudsmannen, origen de la institución, cuyo cometido era fiscalizar las actuaciones de
los funcionarios regios durante los períodos de tiempo que transcurrían entre las
sesiones del Parlamento. En los países iberoamericanos existen, con distintos nombres,
figuras análogas: Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos, Presidentes de
Comisiones Públicas de Derechos Humanos, Procurador del Ciudadano, etc.
Ciertos rasgos, sin embargo, unifican a todas estas instituciones. Son órganos cuya
función se orienta al control de la Administración (lo que incluye a las autoridades
administrativas, agentes, funcionarios y cualquier persona que actúe al servicio de las
Administraciones públicas) en defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos
y en garantía del principio de legalidad. Su titular es comisionado por el respectivo
Parlamento, aunque no está sujeto a mandato imperativo y actúa con absoluta
independencia. Otro de los rasgos comunes a estas figuras es la garantía de acceso
directo a la institución, de modo que es general en el funcionamiento del Ombudsman la
falta de formalismos y la actuación sumaria.
1.3. El Defensor del Pueblo Europeo y sus diferencias con otras instituciones
comunitarias afines
La aparición del Defensor del Pueblo Europeo en el marco del Derecho Comunitario a
raíz del Tratado de Maastricht ha supuesto la creación de un nuevo mecanismo no
jurisdiccional para la defensa de los derechos de los europeos junto a los previamente
existentes: las comisiones temporales de investigación constituidas por el Parlamento
europeo –art. 193 (ex-art. 138 C del TCE )- y el derecho a presentar peticiones
ante el mismo Parlamento –art. 21 (ex-art. 8D ) y art. 194 (ex-art. 138 D ) del
TCE-. Ello ha dado lugar a conflictos competenciales entre los mismos, por lo que
conviene intentar delimitar las competencias de cada uno de ellos.
Además de la garantía que representa para los ciudadanos ver reconocido un derecho,
la presentación de reclamaciones a la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo
siempre fue valorada por éste positivamente ya que le permitía conocer qué cuestiones
eran las que más preocupaban a los ciudadanos, además de ofrecerle la oportunidad de
contribuir a un funcionamiento más democrático de la Comunidad. En cuanto a las
peticiones presentadas por personas que no son ciudadanos de la Unión ni tampoco
tengan su domicilio social o residencia en un Estado miembro, el artículo 156.9 del
Reglamento del Parlamento Europeo establece que estas peticiones se incluirán en una
lista aparte y se clasificarán. Se enviarán mensualmente a la comisión competente, la
cual podrá decidir examinarlas o no según le parezca oportuno. La diferencia entre las
peticiones presentadas por los ciudadanos, domiciliados o residentes en la Unión
respecto de aquéllos que no se hallan en esta situación, es que los primeros tienen un
derecho a formular peticiones a esta Comisión y, correlativamente, el Parlamento tiene
la obligación de pronunciarse sobre ellas; sin embargo, a quienes no sean ciudadanos,
residentes o domiciliados nada les impide presentar reclamaciones ante la comisión de
peticiones, pero esto no crea ningún deber al Parlamento Europeo de examinarlas.
Como es fácil de apreciar, los sujetos legitimados para elevar tales peticiones así como
los términos para presentarlas, son parecidos a los correspondientes para presentar una
queja ante el Defensor del Pueblo Europeo y eso dará lugar a que los ciudadanos con
frecuencia confundan las dos instituciones a la hora de presentar una queja o petición.
No en vano la creación del Defensor del Pueblo y la incorporación al Tratado de la
Comisión de Peticiones se encuentran reguladas en artículos muy cercanos, y siempre
en el contexto del nacimiento de la ciudadanía europea.
Por otro lado, si tanto el art. 195 TCE , como el 2.1 del Estatuto del Defensor del
Pueblo circunscriben su actuación a los casos de mala administración de las
instituciones y órganos comunitarios, mientras que queda establecido que serán objeto
de conocimiento de la Comisión de Peticiones los asuntos que incidan en el ámbito de
actividades de la Unión, sin especificar más, se puede deducir que todas aquellas
cuestiones relativas al funcionamiento de la Unión pero que no sean justamente casos
de mala administración, deberán ser presentadas ante la Comisión de Peticiones. Esta
comisión tiene un campo de actuación más amplio que el del Defensor del Pueblo, ya
que, mientras éste se encuentra circunscrito a los casos de mala administración de las
instituciones y órganos comunitarios, aquélla examina los casos concernientes a la
actividad de las Comunidades Europeas en todos los niveles, desde la propiamente
comunitaria hasta la Administración local de un Estado miembro, aparte de que no es
sólo actividad administrativa lo que analiza, sino política o cuestiones de principios de
actuación de la Unión.
En la práctica será el órgano que reciba en primer lugar la queja o petición del
ciudadano quien decida si es competente para conocer ese asunto, o si considera que es
más conveniente transmitírselo al otro órgano, teniendo en cuenta que la Comisión de
Peticiones siempre tendrá una mayor facilidad para retener reclamaciones en cuanto
que, por una parte, su ámbito de competencias es más amplio que el del Defensor del
Pueblo y, por otro lado, el art. 156.9 del Reglamento interno del Parlamento Europeo
expone que la Comisión de Peticiones podrá examinar “peticiones o quejas”, mientras
que la actuación del Defensor del Pueblo queda en todo caso limitada a las quejas.
Como vimos, el Defensor del Pueblo está legitimado para iniciar y proseguir de oficio o a
instancia de parte, cualquier investigación para esclarecer los actos de la Administración
pública y sus agentes que puedan afectar a los derechos de los ciudadanos. Sus
atribuciones se extienden también a la actividad de los ministros (en su caso, de los
miembros del Gobierno de la Comunidad Autónoma correspondiente) y de las
autoridades administrativas.
Podrá dirigirse al Defensor del Pueblo toda persona natural o jurídica que invoque un
interés legítimo, sin restricción alguna. No son impedimento para ello la nacionalidad, la
residencia, el sexo, la minoría de edad, la incapacidad legal del sujeto, el internamiento
en un centro penitenciario o de reclusión o, en general, cualquier relación especial de
sujeción o dependencia de una Administración o de un poder público (art. 10 de la LODP
)
Hay, al menos, tres ámbitos que cobran una especial relevancia en su actuación. Dos de
ellos vienen singularizados en la propia Ley Orgánica del Defensor del Pueblo : son las
quejas referidas al funcionamiento de la Administración de Justicia y las quejas sobre la
Administración Militar. El otro ha venido cobrando importancia en la práctica de la
actuación de la Institución. Se trata de la protección de los menores. La defensa de los
derechos del menor reconocidos en la legislación vigente respecto del Defensor del
Pueblo es atribuída en la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica
del Menor . Su artículo 10.2 establece que para la defensa y garantía de sus
derechos el menor puede, entre otras medidas, plantear sus quejas ante el Defensor del
Pueblo. A tal fin, uno de los Adjuntos de dicha institución se hará cargo de modo
permanente de los asuntos relacionados con menores.
2.1.1. La legitimación del Defensor del Pueblo para el ejercicio del recurso de
inconstitucionalidad de las normas con rango de Ley y para la presentación del
recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional
Hasta aquí hemos examinado muy brevemente las formas de impugnación de las
normas con rango de ley. Pero otra importante competencia del Tribunal Constitucional
se concreta en el conocimiento de los recursos de amparo. Efectivamente, en el marco
del sistema de protección reforzada de ciertos derechos y libertades constitucionales, el
artículo 53.2 de la Constitución señala:
Este procedimiento tiene por finalidad servir de garantía, en último término, cuando se
produce una violación de las libertades y derechos constitucionales específicamente
protegidos por él. Por ello, se trata de un mecanismo extraordinario, excepcional y
subsidiario, que entra en funcionamiento tras haberse agotado la vía judicial previa,
diferenciado de los recursos constitucionales examinados hasta ahora por referirse a
una vulneración del derecho fundamental afectado y que busca la reposición del
derecho o libertad al estado anterior a la vulneración; a tenor del artículo 55 de la Ley
Orgánica del Tribunal Constitucional , la sentencia que otorgue el amparo contendrá
alguno o algunos de los pronunciamientos siguientes: la declaración de nulidad de la
decisión, acto o resolución que hayan impedido el pleno ejercicio de los derechos o
libertades protegidos, determinando en su caso la extensión de sus efectos; el
reconocimiento del derecho o libertad pública, de conformidad con su contenido
constitucionalmente declarado, y el restablecimiento del recurrente en la integridad de
su derecho o libertad, adoptando las medidas apropiadas, en su caso, para su
conservación.
De todo lo señalado hasta ahora deducimos que la legitimación para acudir al Tribunal
Constitucional promoviendo la declaración de inconstitucionalidad de una norma con
rango de ley está, en nuestro sistema constitucional, restringida a unos actores que
serán los únicos habilitados para tomar iniciativas en este sentido, sin perjuicio de la
solución final del conflicto, que corresponde al Tribunal Constitucional de un modo
exclusivo, como órgano que monopoliza la función de juzgar la constitucionalidad de las
leyes. De ello resulta que si un ciudadano particular se planteara iniciativas de
impugnación de la constitucionalidad de una ley debería contar con los órganos
legitimados, y especialmente, tener en cuenta la facultad que en este orden se atribuye
al Defensor del Pueblo. Aunque no se puede descartar que los demás órganos o sujetos
habilitados acepten una iniciativa particular en este punto, no será lo habitual,
fundamentalmente porque son otros los intereses que son objeto de defensa por el
resto de los órganos legitimados. En el caso de las minorías parlamentarias, la
habilitación para la presentación del recurso de inconstitucionalidad está relacionada
con su función de oposición y control al conjunto integrado por el Gobierno y por la
mayoría parlamentaria que lo sostiene.
Así, tanto del examen de constitucionalidad de oficio como del recurso solicitado por un
particular, el Defensor del Pueblo va a adoptar un criterio sobre el ajuste a la Norma
Fundamental de la ley de que se trate, y va a proceder a impugnar o no dicha ley.
Esto confiere una especial relevancia a las consideraciones de esta Institución
constitucional en relación con los asuntos de los que conoce. De esta manera, el criterio
del Defensor del Pueblo reviste el mayor interés respecto de los problemas de ajuste a
la Constitución que surgen de la interpretación y aplicación de las leyes, y
especialmente en lo referente a la defensa de los derechos constitucionales, que es su
principal objeto de protección. Y desde el momento en que dentro del grupo de
derechos constitucionalmente protegidos se encuentra, como sabemos, la libertad
ideológica, religiosa y de culto, enunciada en el artículo 16 de nuestra Carta Magna ,
podemos considerar al Defensor del Pueblo como defensor también de estas libertades
ante la justicia constitucional, pudiendo ejercer su labor con carácter preventivo,
analizando simplemente la eventual inconstitucionalidad de las normas que puedan
afectar a este derecho, o con la presentación del correspondiente recurso directo de
inconstitucionalidad por su propia iniciativa o a petición aceptada de parte, o del recurso
de amparo.
De cualquier manera, en desarrollo de la legitimación constitucional para la
presentación de los recursos para la tutela constitucional, la Ley Orgánica 3/1981, de 6
de abril, del Defensor del Pueblo, en su artículo 29 , recoge esta misma facultad que
hemos venido examinando y que se ejercerá “de acuerdo con lo dispuesto en la
Constitución y en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional ”.
En los Informes anuales, la institución del Defensor del Pueblo y los distintos
Comisionados parlamentarios autonómicos se han referido a la materia que nos ocupa
en diferentes ocasiones. En sentido técnico, los Informes anuales son referencias
seleccionadas por la propia Institución a efectos de cumplimentar su obligación de dar
cuenta a las Cortes Generales, de las que es Alto Comisionado, de la tarea realizada en
el año correspondiente, con las conclusiones o comentarios que procedan. Pero no se
recogen materialmente y en su integridad todas las quejas que se tramitan en la
Institución. Por esta razón, el Defensor del Pueblo ha recibido quejas en materia de
libertad religiosa -de las que se tiene constancia por noticias difundidas en los medios
de comunicación por parte de los ciudadanos afectados o de determinados colectivos-
que no son recogidas en el Informe anual. Respecto de las que son seleccionadas para
su inclusión, los Informes anuales del Defensor del Pueblo vienen a constituirse en un
documento de gran utilidad para el conocimiento de la labor de la Institución en la
tramitación de las quejas y demás procedimientos y, lo que es más importante, para
conocer los criterios adoptados por el Defensor del Pueblo. Además, cada resumen
anual contiene los apartados correspondientes al ejercicio de la legitimación para
concurrir ante el Tribunal Constitucional, con las solicitudes de interposición de recursos
de inconstitucionalidad y las de interposición de recursos de amparo constitucional.. De
las quejas tramitadas por el Defensor en relación con el art. 16 de la Constitución y
de sus pronunciamientos en la materia vamos a recoger algunos ejemplos, sin ánimo de
exhaustividad.
“En las Fuerzas Armadas tienen lugar ceremonias militares que, en ocasiones, van
precedidas de actos religiosos cuya asistencia no es obligada para los militares
profesionales ni de reemplazo, en aplicación del principio constitucional de libertad
religiosa que viene recogido en el artículo 177 de las Reales Ordenanzas de las Fuerzas
Armadas y en los artículos 423, 595 y 461 de las Reales Ordenanzas de los Ejércitos
de Tierra, de la Armada y del Aire, respectivamente, conforme a los cuales en todas
aquellas ceremonias castrenses acompañadas de actos religiosos se hará, con la debida
antelación, la oportuna advertencia para que quienes no profesen la correspondiente
religión queden dispensados de asistir al acto religioso.
Habida cuenta que los propios interesados pusieron de relieve el hecho de que los
correctivos impuestos se encontraban recurridos en vía jurisdiccional se suspendió la
investigación en virtud de lo previsto en el artículo 17 de la Ley Orgánica 3/1981, del
Defensor del Pueblo .
Esta doctrina constitucional no coincide con los argumentos remitidos a esta institución
por el Arzobispado Castrense y por la Asesoría Jurídica General del Ministerio de
Defensa cuando se sometió a su consideración la queja de una asociación religiosa no
católica que planteaba la posible vulneración del principio de neutralidad religiosa por
parte de los poderes públicos en un acto de homenaje a la bandera en el que, según se
indicaba, cuando se pronunció una oración en memoria de los caídos por la patria, esta
concluyó con la frase “en nombre de nuestro señor Jesucristo, descansen en paz”. La
Orden Ministerial 100/1994, de 14 de octubre, cuando describe los actos de homenaje a
los que dieron su vida por España, indica que se pronunciará una oración en memoria y
homenaje a cuantos a lo largo de la historia entregaron su vida por la patria, pero no
prevé expresamente la intervención del capellán ni la pertenencia de la oración que se
pronuncia a una confesión religiosa determinada.
A su entender, las Reales Ordenanzas de los tres ejércitos afirman unánimemente que:
“Se conservarán con respeto todas aquellas tradiciones, usos y costumbres que
mantengan vivo su espíritu y perpetúen el recuerdo de su historia”. Por otra parte el
Real Decreto 1145/1990, de 7 de septiembre, por el que se crea el Servicio de
Asistencia Religiosa en las Fuerzas Armadas, a la vez que enmarca el ejercicio del
ministerio de los capellanes dentro del respeto al derecho constitucional de libertad
religiosa y de culto, garantiza el que en la realización de dichos cometidos dispondrán
de plena libertad para el ejercicio de su ministerio.
Por último, se afirma que resultaría muy difícil de entender el que por respetar a una
exigua minoría se impidiese el ejercicio de su libertad religiosa a la inmensa mayoría, y
se considera sorprendente que haya que justificar una tradición religiosa castrense que
responde a las convicciones de tan gran mayoría de los españoles, frente una minoría
religiosa tan exigua en número de miembros presentes en las Fuerzas Armadas, si es
que existen fuera de Melilla y Ceuta, y que se rige por unas normas tan peculiares sobre
libertad religiosa, allá donde ellos pueden imponerlas (...) (9822390).”
A la vista de estos informes, el Defensor del Pueblo formuló en el año 1999 la siguiente
recomendación sobre libertad religiosa en las Fuerzas Armadas:
A su juicio son dos los pilares sobre los que debe asentarse el principio de libertad
religiosa, en su aplicación dentro de las Fuerzas Armadas. Por un lado, su neutralidad
en materia religiosa, dada su incardinación en el aparato estatal, y por otro, la garantía
de que todos y cada uno de los miembros de aquéllas no se vea compelido, por mor del
deber de obediencia y del acto de servicio, a llevar a cabo conductas de claro contenido
religioso, que sean contrarias a su propia conciencia. Desde ambos puntos de vista se
han hecho esfuerzos, y se siguen haciendo diariamente, a fin de garantizar el principio
constitucional de libertad religiosa, mereciendo destacar el recordatorio de la directrices
existentes en esta materia que se lleva a cabo continuamente a los jefes de las
unidades a través de las respectivas cadenas de mando, para que la interpretación y
aplicación de la tan citada orden ministerial se realice en todo momento con exquisita
observancia de cuanto se determina al respecto en la Constitución española .”
Por otra parte, con la desaparición de los militares de reemplazo, se modifica el régimen
jurídico. Así, la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen del Personal de las Fuerzas
Armadas, recoge en el Título XII los derechos y deberes de los militares profesionales
. El artículo 150 , sobre derechos, libertades y deberes, establece:
El Informe anual del Defensor del Pueblo de 1997 contiene las siguientes
consideraciones relativas a la enseñanza religiosa y actividades alternativas:
“La necesidad que se deriva de las normas vigentes de que en el ámbito de los centros
docentes se atiendan las distintas opciones que hayan realizado los padres o tutores de
los alumnos en relación con la impartición a sus hijos de enseñanzas de religión católica
o con la dedicación alternativa de los alumnos a otras enseñanzas o actividades, obliga
a aquéllos a la adopción de soluciones organizativas que, por distintas razones, son en
ocasiones cuestionadas ante esta institución por los padres de los alumnos afectados.
Así, por ejemplo, según señalaba la madre de un alumno, en el centro al que asistía su
hijo se procedió a reestructurar los grupos en que inicialmente estaban integrados los
alumnos con los mismos compañeros que el curso académico anterior, en función de la
opción realizada por sus padres en materia de enseñanza religiosa, resultando así
integrados los alumnos en uno u otro grupo según sus padres hubieran expresado su
deseo de que recibieran religión católica o enseñanzas alternativas a las de religión, lo
que en el caso del hijo de la interesada había implicado su separación del grupo al que
había pertenecido desde su ingreso en el centro.
Asimismo se han cuestionado ante esta institución, por considerarse contrarias al citado
principio constitucional, determinadas actuaciones producidas en el ámbito de centros
docentes públicos. La tramitación de las quejas que a continuación se reseñan ha
permitido constatar tanto la realidad de las actuaciones cuestionadas como la adopción
inmediata por las autoridades educativas de medidas dirigidas a su corrección.
Por último puede mencionarse la queja formulada por la Comisión Islámica de Melilla en
la que se pone de manifiesto el malestar del colectivo musulmán de dicha ciudad, ante
la falta de medidas dirigidas a la implantación de clases de religión islámica en los
correspondientes centros docentes, situación que, según se señalaba, vulneraba
previsiones contenidas en el Acuerdo de Cooperación del Estado Español con la
Comisión Islámica de España, suscrito el 28 de abril de 1992 y aprobado por Ley
26/1992, de 10 de noviembre , así como lo establecido en el Real Decreto 2438/1994,
de 26 de diciembre, por el que regula la enseñanza de la religión .
Con todo, una vez superadas las dificultades iniciales apuntadas, según se desprende de
los informes emitidos por la Secretaría General de Educación y Formación Profesional,
las clases de religión islámica vienen impartiéndose regularmente en los centros de
Melilla que lo han demandado desde el mes de abril de 1997 (9702248).”
Esta materia ha sido objeto de varias quejas ante los Comisionados autonómicos, por
tratarse de una de las competencias que primero han sido transferidas a las
Comunidades Autónomas. De entre ellas, destacamos algunas quejas relativas a los
símbolos religiosos en la escuela pública.
Una de estas quejas se presentó ante el Defensor del Pueblo Andaluz, cuya intervención
se produce tras recibir la denuncia de un padre que cuestionaba la presencia en el aula
del colegio público donde estudiaba su hijo de un crucifijo y exigía su retirada por
considerar que se estaba vulnerando su derecho a la libertad religiosa y la
aconfesionalidad del Estado. El interesado había planteado su problema al centro siendo
desestimada su pretensión por acuerdo mayoritario del Consejo Escolar. Contra esta
decisión interpuso recurso ante la Delegación Provincial de Educación y Ciencia, siendo
desestimado el mismo al entender dicha Delegación que debía prevalecer la opinión del
Consejo Escolar como máximo representante de la Comunidad Educativa del centro.
Interpuesto el oportuno escrito de queja ante esta Institución solicitando el parecer de
la misma sobre el conflicto suscitado, se emitió un informe para determinar si la
colocación de un símbolo religioso en un aula de un Colegio Público contradice la
declaración constitucional de aconfesionalidad del Estado o bien atenta contra el
derecho fundamental a la libertad religiosa, consagrados ambos en el artículo 16 del
texto constitucional . Como requisito previo a la determinación de cuál sea la solución
aplicable a la problemática planteada, el informe del Defensor del Pueblo Andaluz se
plantea responder a dos cuestiones básicas: qué consecuencias implica la
aconfesionalidad de un Estado y qué se entiende por libertad religiosa.
Como conclusiones del informe del Defensor del Pueblo Andaluz se recoge lo siguiente:
Con fecha 6 de agosto de 2001, el Defensor del Pueblo Andaluz responde que, tras un
detenido estudio de la queja, entiende que la misma tiene un contenido similar a otra,
ya atendida, deduciendo que el informe evacuado para dicha queja anterior podía servir
para satisfacer la información solicitada, por lo que adjuntaba el citado informe.
Asimismo, y en cuanto a la solicitud realizada a la Dirección del C.P. Virgen de la
Cabeza, informaba de que lo procedente sería entender que había sido desestimada por
silencio administrativo, debiendo volver a solicitarlo pidiendo una resolución expresa o
bien presentar recurso de alzada ante la Delegación Provincial de Educación.
Con fecha 14 de mayo de 2001, antes de la recepción del Informe del Defensor del
Pueblo Andaluz, la Asociación Pi y Margall por la Educación Pública y Laica había recibido
un escrito denegatorio de la Dirección del C.P. Virgen de la Cabeza, en el que se decía
que se había solicitado asesoramiento a la Delegación Provincial de Educación, de la que
había recibido la siguiente respuesta:
“... El simple hecho de que en las instalaciones de un centro público existan símbolos de
una determinada confesión religiosa no supone, por sí, un posicionamiento de la
Administración que viole su exigible neutralidad y aconfesionalidad, sin que en modo
alguno los individuos resulten afectados en su ámbito de libertad en el plano religioso,
ni se ejerza una influencia sobre los alumnos que pueda afectar al derecho de los
padres reconocido en el artículo 27.3 de la Constitución . (...) No obstante lo anterior,
será el Consejo Escolar del Centro, como máximo órgano de gobierno del mismo, quien
decida sobre el mantenimiento de las imágenes de carácter religioso en su recinto.”
También ante el Defensor del Pueblo Andaluz se presentaron varias quejas sobre las
condiciones para la escolarización de alumnos. “En algunas de ellas, el aumento de la
ratio se solicitaba como un derecho “per se”, por estar el domicilio de los solicitantes en
la zona de influencia del colegio en cuestión, o bien por entender que tenían que
conseguir plaza en el centro elegido por tener hermanos matriculados en el centro, o
simplemente por haberlo escogido por sus convicciones religiosas, alegándose, en
algunos casos de forma vehemente, que, en caso de no accederse a sus peticiones, se
estaría conculcando el derecho a la libre elección de centro de esas familias.
Pues bien, estos incisos, aduce el Defensor del Pueblo, violan el apartado 4 del art. 18
CE en relación con su apartado 1, y también el art. 53.1 CE , al no respetar la
LORTAD el contenido esencial de los derechos al honor y a la intimidad, haciendo que
esos derechos resulten irreconocibles en relación con el uso de la informática y sin que
tales límites tengan justificación.
2. Sólo con el consentimiento expreso y por escrito del afectado podrán ser objeto de
tratamiento los datos de carácter personal que revelen la ideología, afiliación sindical,
religión y creencias. Se exceptúan los ficheros mantenidos por los partidos políticos,
sindicatos, iglesias, confesiones o comunidades religiosas y asociaciones, fundaciones y
otras entidades sin ánimo de lucro, cuya finalidad sea política, filosófica, religiosa o
sindical, en cuanto a los datos relativos a sus asociados o miembros, sin perjuicio de
que la cesión de dichos datos precisará siempre el previo consentimiento del afectado.
3. Los datos de carácter personal que hagan referencia al origen racial, a la salud y a la
vida sexual sólo podrán ser recabados, tratados y cedidos cuando, por razones de
interés general, así lo disponga una ley o el afectado consienta expresamente.
4. Quedan prohibidos los ficheros creados con la finalidad exclusiva de almacenar datos
de carácter personal que revelen la ideología, afiliación sindical, religión, creencias,
origen racial o étnico, o vida sexual.
También podrán ser objeto de tratamiento los datos a que se refiere el párrafo anterior
cuando el tratamiento sea necesario para salvaguardar el interés vital del afectado o de
otra persona, en el supuesto de que el afectado esté física o jurídicamente incapacitado
para dar su consentimiento.”
No obstante, esta nueva Ley Orgánica , que derogó la de 1992, incurría, en opinión
del Defensor del Pueblo, en el mismo vicio de inconstitucionalidad que la anterior.
Por otra parte, ya desde 1995 el Defensor del Pueblo mostró su preocupación frente a
una práctica que parecía generalizarse y que, a su juicio, resultaba potencialmente
atentatoria contra la intimidad de los ciudadanos en la vertiente que hace referencia a la
protección de sus datos personales frente al tratamiento automatizado de los mismos.
Se hacía referencia entonces a la fórmula utilizada por numerosos titulares de ficheros
automatizados de carácter privado, fundamentalmente entidades crediticias y
financieras, para obtener el consentimiento de los titulares de los datos personales
obrantes en dicho ficheros a fin de efectuar cesiones de esos mismos a otras empresas
o entidades. La práctica consistía en la remisión a los titulares de los datos de una
comunicación simple, sin formalidad alguna que garantizase y acreditase su recepción,
así como su contenido y la fecha correspondiente, en la que se les comunicaba la
intención de efectuar cesiones de los datos personales obrantes en los respectivos
ficheros, entendiendo otorgado implícitamente el consentimiento en caso de no recibir
notificación expresa en contrario en un plazo determinado que no solía exceder de
treinta días.
“La cada vez más difícil situación de las personas de origen subsahariano en las
ciudades de Ceuta y Melilla, ha hecho necesario promover diversas recomendaciones a
los Ministerios del Interior y Trabajo y Seguridad Social, con el fin de lograr una solución
urgente a este problema.”
Son varias las quejas recibidas en las instituciones de Defensores del Pueblo sobre
materias de Derecho Eclesiástico del Estado que no suponen una tutela del derecho de
libertad religiosa porque en ninguno de estos casos existe una lesión del derecho
fundamental. Sin afán de exhaustividad, podemos mencionar las siguientes.
El Informe anual del Defensor del Pueblo de 1999 recoge una recomendación sobre
aplicación de un tratamiento jurídico igual, a efectos de la pensión de jubilación, a los
períodos de actividad sacerdotal o de profesión religiosa anteriores a la inclusión de
clérigos y de religiosos en la Seguridad Social. “Los Reales Decretos 487/1998, de 27 de
marzo, y 2265/1998, de 11 de diciembre, aprobados en desarrollo de la disposición
adicional décima de la Ley 13/1996, de 30 de diciembre, regularon la situación de los
sacerdotes y religiosos secularizados, permitiendo, respectivamente, completar el
periodo de cotización exigido para acceder a la pensión de jubilación e incrementar el
periodo reconocido como cotizado para mejorar así el importe de la pensión,
computando para ello el tiempo de ejercicio sacerdotal o de profesión religiosa anterior
a la inclusión de sacerdotes y de religiosos de la Iglesia Católica en el campo de
aplicación del sistema de la Seguridad Social.
Ello significa, no obstante, una desigualdad de tratamiento entre los clérigos y religiosos
de la Iglesia Católica secularizados y los no secularizados ya que, mientras que a los
primeros se les permite computar el indicado tiempo de ejercicio sacerdotal o de
profesión religiosa, no solo a efectos de cumplir el periodo mínimo de cotización, sino
también de mejorar su pensión hasta el porcentaje máximo aplicable sobre la base
reguladora, se niega esta posibilidad a los sacerdotes y religiosos no secularizados, por
cuanto, en este caso, el tiempo indicado sólo se computa para completar el período de
cotización mínimo exigido para acceder a la pensión de jubilación.
En la institución del Valedor do Pobo, en Galicia, se conoció una queja relativa a los
ruidos ocasionados por un carillón instalado en la iglesia de la Barqueira, en Cerdido
(queja Q./1362/99). El elevado volumen del aparato molestaba a las personas que
vivían en las proximidades de la iglesia. El Ayuntamiento incumplía sus competencias de
policía en materia de ruidos, por lo que desde la Institución se recomendó que se
realizaran las comprobaciones técnicas precisas para determinar si se vulneraba el
Reglamento de Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas, y que, en caso
de sobrepasarse los niveles permitidos, se procediera de inmediato a corregir dicha
actividad a través de las correspondientes potestades municipales.
Tales medidas no fueron suficientes para acortar los plazos de incorporación de los
objetores de conciencia que deseaban cumplir el periodo de actividad, ya que no existía
un número suficiente de puestos de actividad en relación con las solicitudes
presentadas, aunque se trabajaba en el objetivo de reducir dichos plazos buscando
nuevas vías de colaboración con las Comunidades Autónomas y las Corporaciones
locales.
Finalmente, el Informe anual de 2000 señala que “el proceso de implantación del nuevo
modelo de las Fuerzas Armadas que se inicia con la aprobación por el Pleno del
Congreso de los Diputados, el 28 de mayo de 1998, y por el Pleno del Senado, el 9 de
junio del mismo año, del Dictamen de la Comisión Mixta, no permanente, Congreso de
los Diputados-Senado, para establecer la fórmula y plazos para alcanzar la plena
profesionalización de las Fuerzas Armadas, ha supuesto importantes modificaciones
normativas e innovaciones en el plano organizativo, pero no afecta a los principios
rectores fundamentales que continúan siendo los de pleno sometimiento a la
Constitución y a los poderes por ella instituidos.
En este sentido, constituye una preocupación constante de esta Institución que en las
Fuerzas Armadas el ejercicio de la potestad disciplinaria se desarrolle sin menoscabo de
las garantías y derechos que la Constitución y la normativa reguladora del régimen
disciplinario reconocen a todos los militares, sean profesionales o de reemplazo. Por
otra parte, teniendo en cuenta que el proceso de profesionalización de las Fuerzas
Armadas supone la próxima desaparición del servicio militar obligatorio, esta Institución
ha tenido especial interés en investigar las disfunciones que pudieran producirse en las
condiciones de cumplimiento del servicio militar durante el período transitorio que
requiere la adopción definitiva del nuevo modelo de ejército profesional.”
El Defensor del Pueblo examinará la queja y podrá admitirla a trámite o rechazarla. Los
motivos de rechazo vienen establecidos por la Ley: estar pendiente el asunto de
resolución judicial; ser anónima; advertir en la queja mala fe, carencia de fundamento,
inexistencia de pretensión o aquellas cuya tramitación irrogue perjuicio al legítimo
derecho de terceras personas. Las decisiones del Defensor del Pueblo en la inadmisión
de quejas no serán recurribles, pero el rechazo deberá hacerse en escrito motivado,
pudiendo informar al interesado sobre las vías más oportunas para ejercitar su acción,
si hubiese alguna.
Todas las leyes reguladoras de los Defensores del Pueblo contemplan la necesidad de
que las Instituciones elaboren un Informe Anual sobre su actividad para que éste sea
presentado ante el respectivo Parlamento. Esta obligación tiene una doble vertiente,
una formal y otra material. Desde la perspectiva formal, el Informe ordinario dirigido al
órgano representativo es una consecuencia de la configuración institucional de los
Defensores establecida en la Constitución y los Estatutos de Autonomía, que definen
estas Instituciones por su condición de Altos Comisionados Parlamentarios, o, lo que es
lo mismo, como Instituciones encarnadas en personas designadas por la Asamblea
Legislativa e investidas de la autoridad parlamentaria para llevar a cabo una
determinada labor con independencia, en este caso la defensa de los derechos y
libertades de las personas y la supervisión de la actividad de la Administración Pública.
Por ello, una consecuencia lógica de la caracterización del Defensor como Comisionado
parlamentario es la obligación de transmitir información periódica y exhaustiva de su
labor al órgano que le atribuyó tal función, que en ningún momento deja de ser una
labor parlamentaria sui generis, pero para cuyo desempeño se ha optado por comisionar
a una persona o institución ad hoc, fundamentalmente con el fin de garantizar su
independencia y también por razones funcionales, buscando dejar al margen la
colegialidad propia del Parlamento.
El Defensor del Pueblo, aun no siendo competente para modificar o anular los actos y
resoluciones de la Administración pública, podrá, sin embargo, sugerir la modificación
de los criterios utilizados. Si como consecuencia de sus investigaciones llegase al
convencimiento de que el cumplimiento riguroso de la norma puede provocar
situaciones injustas o perjudiciales para los administrados, podrá sugerir al órgano
legislativo competente o a la Administración la modificación de la misma.
Esta política religiosa de los Estados europeos transcendió del ámbito interno de cada
uno de ellos para convertirse en un conflicto entre Estados en guerras por motivos
religiosos, que concluirán con la Paz de Westfalia (1648). Precisamente, como reacción
a estos hechos surge la doctrina de la tolerancia, los tratados de paz con cláusulas de
tolerancia para los disidentes y, en definitiva, la defensa, dentro de la unidad religiosa
de cada reino, de un status de tolerancia para los disidentes (2).
¿Qué significado tiene fuera de ese contexto histórico la libertad religiosa? Durante
siglos, habría que remontarse, dentro de nuestro contexto cultural, a Grecia y a Roma,
las creencias religiosas han constituido un elemento estructurador de la vida cultural de
un pueblo, resistiendo el carácter de institución política. El individuo -como miembro de
esa comunidad- tiene el deber cívico de profesar esas creencias; no hay esferas de
libertad individual que autoricen la profesión de creencias contradictorias con las propias
de la comunidad.
Este reconocimiento a nivel individual y, la adopción, por parte del Estado, de la libertad
como un valor superior que informa el ordenamiento jurídico no supone un vaciamiento
ideológico del Estado. Al contrario, la Constitución , como fórmula política, contiene
“una expresión ideológica, fundada en valores, normativa e institucionalmente
organizada, que descansa en una estructura socioeconómica” (8). La Constitución se
inspira, por tanto, en una ideología y se funda en unos valores, es decir, tiene una
dimensión ideológica y una dimensión axiológica.
La diversidad terminológica utilizada, tanto por la Constitución (10) como por los
textos internacionales (11), no pretenden describir un haz de libertades diferenciadas,
sino referirse a una única libertad -la capacidad de autodeterminación individual en
relación con su propia cosmovisión-, cuyo origen y fundamento puede encontrarse en
un sistema filosófico, ideológico, ético, religioso, etc. Esta autonomía individual es
garantizada constitucionalmente y, de manera igual, cualesquiera que sea el origen de
ese ámbito en el que se albergan las creencias o las convicciones personales.
Este derecho presenta una doble dimensión: negativa y positiva. Por la primera está
vedado al centro educativo o a los profesores cualquier actitud proselitista o de
adoctrinamiento contrario a las convicciones previamente elegidas y que constituyen el
contenido esencial de ese derecho de elección de la formación moral o religiosa. Pero,
desde un punto de vista positivo, este derecho incluye la libertad de elección del centro
educativo, de tal manera que los padres tienen derecho a elegir, entre los centros
docentes, aquél cuyo ideario resulte más afín a sus propias creencias o convicciones
(17).
Ninguna novedad especial refleja este apartado respecto al contenido de los derechos
derivados del derecho de asociación. Sin embargo, con la intención, tal vez, de dar
cumplimiento al mandato constitucional, en los términos indicados, o como
consecuencia de exigencias históricas, el legislador ha considerado oportuno crear un
régimen especial para las confesiones religiosas, que se lleva a cabo a través de un
doble procedimiento: a) normativa unilateral; b) normativa bilateral.
Habrá que complementar esta reseña, respecto al Derecho Acordado, con la referencia
a los Acuerdos suscritos por las Comunidades Autónomas con la Iglesia Católica y otras
confesiones, dentro del ámbito de su competencia y, singularmente, en asuntos
culturales y protección del patrimonio artístico-religioso. Más singular resulta, sin
embargo, el Convenio-marco suscrito entre la Generalitat de Cataluña y el Consejo
Evangélico de Cataluña (21 de mayo de 1998), en el que, a la vista de los asuntos
concertados, su contenido podría exceder el ámbito propio de las competencias de la
Comunidad Autónoma para entrar en colisión con las competencias exclusivas del
Estado en esta materia. En cualquier caso, se abre un abanico importante de
posibilidades en este campo desde la perspectiva del Derecho Autonómico (30).
4. Desarrollo legislativo
Ciertamente, resulta una tarea difícil y compleja definir la libertad religiosa, dada la
concepción plural que existe, a nivel universal, de qué es lo religioso. Es suficiente
sobrevolar por las diferentes culturas y civilizaciones para comprender la distinta
concepción que existe de lo religioso, tanto en su dimensión histórica como universal.
Sin embargo, la delimitación operada en la Ley obliga a intentar precisar el significado
de lo religioso, pues así lo va a exigir la propia interpretación de algunas normas
contenidas en el texto legal.
Las opiniones doctrinales al respecto han sido plurales. Así se ha afirmado que una
organización tiene fines religiosos cuando existe: un conjunto de creencias, doctrinas y
preceptos que se aceptan por los miembros con vinculaciones unitivas muy profundas
de naturaleza religiosa; y una organización sobre normas propias, que requiere, en todo
caso, la preexistencia de la organización, anterior al reconocimiento; normativa propia;
suficiente número de adeptos, suficiente para que activa y pasivamente pueda
establecerse la correspondiente organización y ejercerse las respectivas funciones, etc.
(39). Otros autores requieren la existencia de unas comunidades con una finalidad
religiosa, es decir, “un fondo doctrinal, que haga referencia a la divinidad, dotada de
una praxis ritual y moral, y de una estructura permanente con normas de organización
autónoma” (40).
En fin, otros autores requieren la existencia de la creencia en un Ser superior, de una
doctrina o dogma, de una moral, una organización, etc.(41). Es evidente, en la mayoría
de estas definiciones, la influencia del estereotipo de la Iglesia Católica, cuyos
elementos integrantes parecen considerarse imprescindibles para que exista una
entidad religiosa. Estas descripciones podrían ser válidas en un Estado confesional
católico, que excluyera la presencia de otras confesiones religiosas, como ha ocurrido a
lo largo de tantos siglos en España. Pero, si, por el contrario, se reconoce y garantiza la
libertad religiosa, tal estereotipo es ciertamente inútil, porque no se corresponde con
una concepción global y universal de lo religioso.
a) Un cuerpo de doctrina propio que exprese las creencias religiosas que se profesan y
que se desean transmitir a los demás;
b) una liturgia que recoja los ritos y ceremonias que constituyen el culto, con la
existencia de lugares y ministros de culto en sus distintas denominaciones y funciones;
c) unos fines religiosos que respeten los límites al ejercicio del derecho de libertad
religiosa, establecidos en el artículo 3 de la LOLR ;
Tampoco los Tribunales, en los casos que ha tenido que conocer, se han recatado de
pronunciarse sobre el concepto de religión. Así, acogiéndose a la definición de la Real
Academia Española, se dice que “es un conjunto de creencias o dogmas acerca de la
divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la
conducta individual y social, y de prácticas rituales, principalmente la oración y el
sacrificio para darle culto” (50). En otro lugar, se dice que una entidad tiene fines
religiosos “cuando su objetivo es agrupar a las personas que participan en unas mismas
creencias sobre la divinidad, para considerar en común esa doctrina, orar y predicar
sobre ella, así como realizar los actos de culto su sistema de creencias establece” (51).
Recientemente, sin embargo, el Tribunal Constitucional ha tenido la oportunidad de
pronunciarse sobre estas cuestiones a propósito del recurso de amparo promovido por
la Iglesia de la Unificación impugnando la denegación de la inscripción en el Registro de
Entidades Religiosa del Ministerio de Justicia.
Cabe destacar, entre otras consideraciones del Alto tribunal, la referencia expresa al
artículo 10.2 de la Constitución : ”…por mandato del artículo 10.2 de la CE, en la
determinación del contenido y alcance del derecho fundamental a la libertad religiosa
debemos tener presente, a efectos interpretativos, lo dispuesto en la Declaración
Universal de Derechos Humanos, concretamente en su artículo 18 , así como en los
demás Tratados y Acuerdos internacionales suscritos por nuestro país sobre la materia,
mereciendo especial consideración lo dispuesto En el artículo 9 del Convenio Europeo de
Derechos Humanos y la Jurisprudencia del TEDH recaída con ocasión de la aplicación
del mismo. En este sentido, y a los fines de nuestro enjuiciamiento, resulta de interés
recordar la interpretación del artículo 18.1 de la Declaración Universal que el Comité
de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha plasmado en el Comentario General de 20
de julio de 1993, a cuyo tener dicho precepto “protege las creencias teístas, no teístas y
ateas, así como el derecho a no profesar ninguna religión o creencia; los términos
creencia o religión deben entenderse en sentido amplio”, añadiendo que.”El artículo 18
no se limita en su aplicación a las religiones tradicionales o a las religiones o creencias
con características o prácticas institucionales análogas a las de las religiones
tradicionales” (STC. 20-2-2001).. Consecuente con esta argumentación, la Sentencia
añade lo siguiente: “la articulación de un Registro ordenado a dicha finalidad no habilita
al Estado para realizar una actividad de control de la legitimidad de las creencias
religiosas, o sobre las distintas modalidades de expresión de las mismas, sino tan sólo
la de comprobar, emanando a tal efecto un acto de mera constatación que no de
calificación… (por lo que) la Administración responsable de dicho instrumento no se
mueve en un ámbito de discrecionalidad que le apodere con un cierto margen de
apreciación para acordar o no la inscripción solicitada, sino que su actuación en este
extremo no puede sino calificarse como reglada…”.
Tal vez, al ser un texto normativo tan conocido y tan citado, no haya sido
correctamente interpretado. Las libertades públicas no pueden interpretarse únicamente
de acuerdo con el significado cultural y sociológico o que la tradición histórico-jurídica
española haya elaborado. La Constitución establece un mandato consistente en que
dicha interpretación se realice de acuerdo con la Declaración Universal de Derechos
Humanos y los demás tratados internacionales ratificados por España. “La
Constitución – dice el Tribunal Constitucional – se inserta en un contexto internacional
en materia de derechos fundamentales y libertades públicas, por lo que hay que
interpretar sus normas en esta materia de conformidad con la Declaración Universal de
Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales que menciona el
precepto. Y... no sólo las normas contenidas en la Constitución , sino todas las del
ordenamiento relativas a los derechos fundamentales y libertades públicas que reconoce
la norma fundamental” (53).
4. Las creencias deístas, no deístas y ateas, así como el derecho a no profesar ninguna
religión o creencia están protegidas por el art. 18 .
(1)La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, trad. de A. Posada,
Madrid, 1908.
(2) Entre otros tratados internacionales, cabe citar el Tratado de Oliva, a favor de los
católicos en Livonia, tras su cesión a Suecia por Polonia l660); el Tratado de Nimega
entre Francia y España (1678); el Tratado de Rywick, a favor de los católicos en los
territorios cedidos por Francia a Holanda (1679); el Tratado de París, entre Francia,
España y Gran Bretaña, a favor de los católicos en los territorios canadienses cedidos a
Francia.
(4) art. 1
(5) Conservan una religión oficial en Europa: Dinamarca, Finlandia, Inglaterra, Grecia,
reconociendo, al mismo tiempo, el derecho de libertad religiosa.
(7) La relación de estos textos y un análisis de los términos utilizados puede verse en
SOUTO GALVAN, E., El reconocimiento de la libertad religiosa en Naciones Unidas,
Madrid, 1999.
(8) LUCAS VERDU, P., Teoría de la Constitución como ciencia cultural, Madrid, 1997, p.
50.
(9) Art. 16, 1 y 2. Sobre los antecedentes y génesis de este texto constitucional, v.
AMOROS, J.J., La libertad religiosa en la Constitución Española de 1978, o.c.
(10) La Constitución utiliza las expresiones ideología, religión, creencias y culto (art. 16,
1 y 2). La utilización por la doctrina de esta variedad de expresiones puede verse en
LLAMAZARES, D., Derecho de la libertad de conciencia. 1. Libertad de conciencia y
laicidad, Madrid, 1997; GONZALEZ DEL VALLE, J. M, Objeción de conciencia Y libertad
religiosa e ideológica en las constituciones española, americana, declaraciones de la
ONU y Convenio Europeo, con jurisprudencia, en “Revista de Derecho Privado”, 1991,
pp. 275-295; SOUTO, J.A., Derecho Eclesiástico del Estado. El Derecho de la libertad de
ideas y creencias, Madrid, 1995.
(11) La Declaración Universal de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de
Derechos Civiles Y Políticos utilizan los términos pensamiento, conciencia, religión y
creencias, mientras que la Convención Europea de Derechos Humanos y la Declaración
sobre la eliminación de la intolerancia y la discriminación fundadas en la religión o las
convicciones (1981) utilizan los mismos términos, pero sustituyendo creencias por
convicciones.
(12) ROBLES, G., Los derechos fundamentales y la ética en la sociedad actual, Madrid,
1992.
(13) La defensa del término convicciones corrió a cargo de los representantes de los
Estados socialistas, especialmente de la URSS y de la república de Bielorrusia.
(23) art.16.3.
(24) art.3.
(25) art.16.3.
(26) Además de diversas sentencias sobre esta cuestión de la Audiencia Nacional, cabe
citar las Sentencias del Tribunal Supremo de 2 de noviembre de 1987 y la de 14 de
junio de 1996.
(27) KUNG, H., y KUSCHEL, K-J., Hacia una ética mundial, Madrid, 1994.
(29) Los cuatro Acuerdos han versado sobre: asuntos jurídicos; asuntos económicos;
sobre enseñanza y asuntos culturales; sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas
y sobre servicio militar de clérigos y religiosos. Entre una variada bibliografía sobre esta
materia, v. MOTILLA, A., Los Acuerdos entre el Estado español y las confesiones
religiosas en el Derecho español, Barcelona, 1985.
(30) Aprobadas por las leyes 24/1994, 25/1994 y 26/1994 respectivamente. Sobre el
contenido de estos Acuerdos, v. SOUTO, J. A., Cooperación del Estado con las
confesiones religiosas, en “Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad
Complutense de Madrid”, n. 84, pp. 365-413. MANTECÓN, J., Los Acuerdos del Estado
con las confesiones acatólicas, Jaén, 1995. Sobre la génesis de estos Acuerdos:
FERNANDEZ-CORONADO, A., Estado y Confesiones religiosas: un nuevo modelo de
relación, Madrid, 1995. Una visión de los diferentes problemas en esta materia v.
Acuerdos del Estado español con confesiones religiosas minoritarias, coord. por V.
REINA y M. A. FELIX, MADRID, 1996. Sobre la figura singular de los Convenios menores
v. ROCA, M. J., Naturaleza jurídica de los Convenios eclesiásticos menores, Pamplona,
1993.
(31) Art. 3,2. El Grupo Andalucista presentó numerosas enmiendas, que, en general,
presentaban como denominador común la ampliación del ámbito de la Ley a la libertad
ideológica. Así se afirma que: “El término religioso tal y como está utilizado resulta
equívoco, porque parece referirse sólo a los creyentes, y ya hemos mantenido que esta
Ley debe amparar también a los que no lo son” (Enmienda núm.79). En la misma línea,
propusieron la supresión del apartado 2 del artículo 3: “Resulta innecesario explicitar
todo lo que queda fuera del ámbito de esta Ley. La práctica y difusión de valores
humanísticos o espirituales no siempre es ajena al hecho religioso. Así, por ejemplo, el
espiritismo tiene para sus adeptos un contenido indudablemente religioso. En cualquier
caso son los individuos o asociaciones los que tienen que valorar si su actividad o
profesión es o no es religiosa o está relacionada con el aspecto religioso y nunca la
Administración la que determine estas cuestiones, ya que son realidades anteriores al
reconocimiento por parte del Estado” (Enmienda, núm.78).
(32) El artículo 1,a reconoce el derecho de toda persona a “profesar las creencias
religiosas que libremente elija o no profesar ninguna; cambiar de profesión o abandonar
la que tenía; manifestar libremente sus propias creencias religiosas o la ausencia de las
mismas, o abstenerse de declarar sobre ellas”. “El Derecho a la libertad de
pensamiento, conciencia y religión (que incluye la libertad de creencias) en el art.18, es
amplio y denso; abarca la libertad de pensamiento sobre cualquier tema, las
convicciones personales y la adhesión a una religión o unas creencias ya sea
manifestado de forma individual o colectiva. El Comité señala la atención de los Estados
parte sobre el hecho de que la libertad de pensamiento y la libertad de conciencia se
protegen en la misma medida que la libertad de religión o creencias... El art.18 protege
las creencias deístas, no deístas y ateas, así como el derecho a no profesar ninguna
religión o creencia. Los términos creencia y religión han de ser interpretados
ampliamente” (Comentario oficial del Comité de Derechos Humanos de las Naciones
Unidas al artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, 20 de julio
de 1993).
(35) Artículo 7.
(37) MARTINEZ TORRÓN, J., Normas de Derecho Eclesiástico, Granada, 1998, p.73.
(40) GOTI ORDEÑANA, J., Sistema de Derecho Eclesiástico, Parte Especial, San
Sebastián, 1992, p.16.
(41) BUENO, S., El ámbito del amparo del Derecho de libertad religiosa y las
Asociaciones, en Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado, (1985), Madrid, pp.185-
205; FUENTES, G., Curso de Derecho Eclesiástico del Estado, Valencia, 1997, p.202.
(42) BUENO, S., o.c., p.186; también, GONZÁLEZ DEL VALLE, J.M., Derecho Eclesiástico
del Estado Español, Pamplona, 1993, p.229.
(44) FERRARI, G., en AA.VV., Sectas satánicas y fe cristiana, Madrid, 1998, pp. 23 y 24.
(52) Artículo 10,2. Sobre el origen y debate de este apartado en las Cortes
Constituyentes, v. MARTÍN-RETORTILLO, L., Notas para la Historia del apartado
segundo del artículo 10 de la Constitución, en “la Europa de los derechos humanos”,
Madrid, 1998, pp.178-192.
(54) Sobre este particular, vid. SOUTO GALVÁN, E., El concepto de libertad religiosa en
Naciones Unidas, en “Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado”, 1999. “El artículo
10,2... obliga a interpretar los correspondientes preceptos de ésta (la Constitución) de
acuerdo con el contenido de dichos Tratados o Convenios, de modo que en la práctica
este contenido se convierte en cierto modo en el contenido constitucionalmente
declarado de los derechos y libertades que enuncia el capítulo segundo del Título I de
nuestra Constitución...” (STC, 36/1991, F.J. 5º ). En la misma línea se declara que:
“... es lo cierto que los textos internacionales ratificados por España pueden desplegar
ciertos efectos en relación con los derechos fundamentales, en cuanto pueden servir
para configurar el sentido y alcance de los derechos recogidos en la Constitución como
hemos mantenido, en virtud del artículo 10,2 CE, desde nuestra STC 38/1981 ,
fundamentos jurídicos 3º y 4º (STC 254/1993, F.J.6º ).
(55) Comentario oficial sobre el artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos (20 de julio de 1993).
Fecha de actualización
23/12/2010
I. Introducción
Siguiendo el esquema del tema anterior, a lo largo de las siguientes páginas trataré de
exponer, desde un punto de vista crítico, cuáles han sido las soluciones aportadas en los
conflictos relacionados con el empleo de prendas o elementos de adscripción religiosa,
tanto por la jurisdicción española como en el ámbito del Derecho comparado, a los
efectos de determinar en qué medida han asimilado las exigencias derivadas del
principio de neutralidad religiosa del Estado y, en su caso, del derecho fundamental de
libertad religiosa.
a) En el ámbito educativo
Uno de los últimos conflictos sobre la presencia del crucifijo en los colegios públicos vino
a sustanciarse ante el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo de Valladolid, quien a
través de su sentencia de 14 de noviembre de 2008, estimó el recurso formulado por la
Asociación Cultural Escuela Laica de Valladolid, frente a la decisión del Consejo Escolar
de un colegio público de mantener los símbolos religiosos en sus dependencias.
El juzgado señala en su decisión que “la presencia de símbolos religiosos en las aulas y
dependencias comunes del centro educativo público no forma parte de la enseñanza de
la religión católica; tampoco puede considerarse un acto de proselitismo la existencia de
estos símbolos o, al menos, no puede considerarse acreditado que sea ésta la finalidad
de la presencia de los símbolos religiosos, si se parte del concepto de proselitismo como
actividad deliberada de convencer del propio credo y hacer nuevos adeptos.”
Frente a esta argumentación, la propia sentencia –justo a continuación- sostiene que “la
presencia de símbolos religiosos en las aulas y dependencias comunes del centro
educativo público en el que se imparte enseñanza a menores que se encuentran en
plena fase de formación de su personalidad vulnera los derechos fundamentales
contemplados en los artículos 14 y 16.1 y 3.”
El Juzgador entiende en su decisión que el crucifijo tiene una clara significación religiosa
–aunque pudiera tener otras- y en consecuencia su presencia resulta inconstitucional a
la luz de lo dispuesto en el artículo 16.3 de la Constitución. A su juicio, “la
aconfesionalidad implica una visión más exigente de la libertad religiosa, pues implica la
neutralidad del Estado frente a las distintas confesiones y, más en general, ante el
hecho religioso. Nadie puede sentir que, por motivos religiosos, el Estado le es más o
menos próximo que a sus conciudadanos.”
Son varias las objeciones que se pueden plantear a esta fundamentación jurídica. De un
lado, ¿puede afectar a la libertad religiosa un símbolo secularizado que carece de
carácter proselitista? Y de otro, ¿el hecho de que un símbolo comparta, junto a un
significado cultural e histórico otro de significado religioso lo convierte en una amenaza
para la neutralidad religiosa del Estado? A ellas nos referiremos, de una manera
general, en el apartado final de este tema.
En todo caso, esta decisión fue recurrida ante el Tribunal Superior de Justicia de Castilla
y León, quien a través de su sentencia de 14 de diciembre de 2009 vino a confirmar, en
parte, la sentencia del juzgado. En ella el Tribunal sigue la doctrina sentada por la Corte
Europea de Derechos Humanos en el caso Lautsi v. Italia, si bien matizando que la
eliminación del crucifijo de las aulas escolares sólo es necesaria cuando existe una
situación conflictiva en la que pueden verse afectados los derechos fundamentales tanto
de los estudiantes como de sus padres. Este tipo de situaciones sólo pueden evaluarse
cuando hay una solicitud dirigida a las autoridades de la escuela con el fin de retirar el
crucifijo. Si no hay tal presupuesto, no cabe deducir la existencia de un conflicto y, por
tanto, el crucifijo puede permanecer en las instalaciones de la escuela. En todo caso, el
Tribunal afirma que la petición de retirada debe concederse cuando esté seriamente
fundada en motivos religiosos.
b) En el ámbito administrativo
Uno de los conflictos más destacados tuvo lugar en el Ayuntamiento de Zaragoza, a raíz
de que se rechazara una solicitud -presentada por una asociación laicista- de retirada de
un crucifijo del Salón de Plenos del Consistorio así como de cualquier otro símbolo
religioso que pudiera estar presente en dependencias y centros municipales de
Zaragoza.
En segundo lugar, el Juzgado analiza cuáles son las características del disputado
crucifijo, basándose en un informe del Jefe de Servicio de Patrimonio Cultural del
Ayuntamiento sobre sus “consideraciones históricas, jurídicas, culturales e
inmateriales”, donde se afirma que “El crucifijo conservado en el despacho del Excmo.
Sr. Alcalde Presidente del Ayuntamiento de Zaragoza y que también preside las
Sesiones plenarias, data del siglo XVII; es por tanto una obra de arte que forma parte
de Colección artística del Ayuntamiento de la Ciudad (Inventario 14-2272).” Todo ello,
lleva a la sentencia a considerar que si bien el crucifijo tiene un valor y una simbología
de carácter religioso, no es menos cierto que aúna otros valores y otra simbología, de
orden histórico, artístico y cultural.
En conclusión, la sentencia del Juzgado afirma que dado que no existe una norma
jurídica que prohíba a la Corporación Municipal mantener símbolos de carácter religioso,
-en especial cuando se trate de símbolos con relevante valor histórico y artístico- debe
ser ella quien decida acerca del mantenimiento del crucifijo, ya que no concurre el
presupuesto básico e imprescindible -la existencia de una Ley que efectivamente
prohíba la presencia del crucifijo en la corporación municipal- para que se pueda
estimar la pretensión de la asociación recurrente que esgrime su libertad religiosa
negativa frente a la decisión mayoritaria del Consistorio de mantener el crucifijo.
En lo que se refiere al derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus
propias convicciones, el Tribunal recuerda que sólo la enseñanza que no persigue un fin
de adoctrinamiento estatal es conforme al Convenio. Para ello el Estado debe velar
porque la programación de la enseñanza sea crítica, objetiva y pluralista. En este
sentido apunta que el Estado debe abstenerse de imponer creencias religiosas en
aquellos lugares donde se encuentran personas bajo su dependencia. Esta actitud
resulta especialmente exigible en el contexto de la educación pública, donde la
asistencia a clase es obligatoria y donde, además, los destinatarios de la enseñanza no
pueden sustraerse de la influencia del Estado, al menos sin recurrir a un esfuerzo y
sacrificio desproporcionados. Dado que –a juicio de la Corte- el crucifijo no propicia una
educación crítica, objetiva y pluralista, por su carácter adoctrinador, su presencia
vulnera el derecho de los padres a educar a sus hijos en sus propias convicciones.
En segundo lugar se afirma que la presencia del crucifijo en las aulas de los colegios
públicos no permite una educación crítica, objetiva y pluralista. La Corte de Estrasburgo
ha venido señalando que el derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus
propias convicciones sólo se garantiza cuando la programación educativa reúne las
características apuntadas. Sin embargo -al menos desde mi punto de vista-, no se
puede equiparar el crucifijo con una asignatura como tal. Si así fuera no sería necesario
reservar un espacio específico dentro de la programación educativa a la religión
católica, ya que estando presente el crucifijo en el aula, los objetivos de esta enseñanza
quedarían cubiertos. No cabe duda que la enseñanza religiosa como tal es
adoctrinadora, en tanto trata de transmitir no sólo unos conocimientos sino también una
experiencia de fe. Sin embargo, tal virtualidad no cabe conferirla a un símbolo religioso
como el crucifijo. Por eso la argumentación de la sentencia en este punto resulta
imprecisa.
Por último, y en tercer lugar, merece la pena subrayar la afirmación del Tribunal de que
no resulta posible apreciar cómo a través del crucifijo puede alcanzarse el pluralismo
educativo que deben perseguir los estados en el ámbito de la enseñanza. La propia
sentencia señala que para la consecución de dicho objetivo, ni las creencias religiosas ni
el ateísmo pueden tener su espacio en la escuela. Resulta indudablemente singular la
concepción del pluralismo que emplea el Tribunal, entendido como ausencia de
cualquier planteamiento religioso o filosófico del ámbito público. Quizá la mejor forma
de fomentar el pluralismo se encuentre en convertir la arena pública en un espacio
común en el que todas las posiciones, cualquiera que sea su tipología, puedan tener
cabida.
1. La experiencia norteamericana
a) En el ámbito educativo
Por otra parte, la Corte entendió que la presencia de los Diez Mandamientos en clase no
responde a fines de tipo educativo. No formaban parte de ninguna asignatura y el único
efecto que podrían tener es el de inducir a los alumnos a leer, meditar y quizá venerar y
obedecer el Decálogo. De esta manera, la norma del estado de Kentucky no tenía un
carácter secular. Por último, el hecho de que los carteles fueran adquiridos con fondos
privados no alteraba en nada la inconstitucionalidad de la norma estatal, ya que el mero
hecho de su fijación bajo los auspicios del Estado, atribuía un respaldo oficial a una
concreta religión que resultaba prohibida por la cláusula de establecimiento.
A esta sentencia acompaña un voto particular del Juez Rehnquist donde se critica que la
Corte Suprema no haya manifestado ningún respeto hacia el legislador estatal en lo que
se refiere al declarado propósito secular de la norma. Frente a la decisión de la mayoría
de que el Decálogo es un texto eminentemente sagrado, el Juez discrepante subraya
que es igualmente innegable que el citado texto ha tenido un impacto significativo en el
desarrollo del Derecho occidental. Desde este punto de vista los Estados ostentan la
facultad de decidir que un documento con tal carácter secular sea emplazado delante de
los alumnos escolares con la pertinente declaración de su propósito secular. En fin, el
voto discreparnte recuerda que el principio de neutralidad religiosa del Estado –la
establishment clause de la Primera Enmienda- no requiere que el ámbito público quede
aislado de cualquier elemento que pueda tener una significación u origen religioso.
b) En el ámbito público
Quizá uno de los pronunciamientos más importantes en relación con la
constitucionalidad de los símbolos religiosos en el espacio público haya sido la sentencia
Van Order v. Perry, (2005) del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. En esta
decisión se viene a resolver un recurso contra la presencia de un monolito con los Diez
Mandamientos en el campo del Capitolio de Texas, donado y erigido por una
organización nacional de carácter social, cívica, y patriótica: The Fraternal Order of
Eagles.
Matiza el Tribunal su apreciación diciendo que eso no quiere decir que no existan límites
a la exhibición de símbolos o de mensajes religiosos, tal y como quedó constatado en la
sentencia Stone v. Graham. Sin embargo nada hace pensar a tenor del contenido de la
sentencia Stone ni de las decisiones posteriores que su criterio deba extenderse fuera
del ámbito educativo. En todo caso, reconciliando el fuerte papel jugado por la religión y
las tradiciones religiosas en Estados Unidos con el principio de neutralidad religiosa del
Estado, el Tribunal Supremo consideró que la presencia del monolito con los Diez
Mandamientos resultaba constitucional.
2. La experiencia italiana
Este órgano, actuando como órgano consultivo, declaró que el símbolo de la cruz,
aparte del significado religioso que indudablemente tiene para los creyentes, constituye
un símbolo de la civilización y de la cultura cristiana en su raíz histórica, que ostenta un
valor universal independiente de específicas confesiones religiosas y que, por tanto,
forma parte del patrimonio cultural del país, de suerte que la presencia de los crucifijos
en las aulas de los colegios no puede entenderse como un motivo de constricción de la
libertad de manifestar las propias creencias religiosas. Paralelamente señaló la plena
vigencia de las citadas normas administrativas de 1924 y 1928, de un lado, porque no
se vieron afectadas por los Concordatos de 1929 ni de 1984, firmados entre la Santa
Sede e Italia y, de otro, porque los principios de la Constitución no impiden la fijación
de simbología que por los valores que evoca forma parte del patrimonio histórico del
Estado. Además –concluía el Consejo de Estado- dada las características del símbolo en
cuestión, la presencia del crucifijo no puede entenderse como limitación de la libertad
religiosa a manifestar las propias creencias.
De esta manera, estos valores serán vistos en la sociedad civil de modo autónomo
respecto a su significado religioso, de suerte que puede ser “laicamente” sancionado por
todos los ciudadanos, independientemente de su pertenencia a la religión que los ha
inspirado y propugnado.
A la vista de los conflictos descritos a lo largo de estas páginas y de las soluciones –no
siempre adecuadas- adoptadas por los distintos órganos judiciales, resulta conveniente
identificar unas reglas generales que sirvan para solucionar los conflictos relacionados
tanto con el empleo de simbología religiosa como con su presencia en el ámbito público.
Claro este aspecto, no cabe duda de que determinados símbolos religiosos han sido
emplazados o mantenidos por las autoridades públicas. En estos casos habrá que
analizar si a través de su presencia se pretende mandar un mensaje institucional de
adhesión a un determinado credo. Sólo cuando el símbolo religioso, por su propia
naturaleza, tenga un significado exclusivamente religioso podrá afirmarse que su
presencia en el ámbito público puede responder a una motivación estrictamente
religiosa, con lo que se podría estar traspasando los límites de la aconfesionalidad del
Estado. Sin embargo cuando un determinado símbolo ha experimentado un fuerte
proceso secularizador, de modo que junto a su significado original religioso confluyen
otros de carácter histórico, cultural, etc., no se puede afirmar que su emplazamiento en
un espacio público responda a una motivación exclusivamente religiosa.
Piénsese en que hay otras instituciones de origen religioso que han experimentado un
fuerte proceso secularizador de modo que son percibidas por el conjunto de la sociedad
por su carácter cívico más que por sus connotaciones religiosas. Es el caso, por
ejemplo, del descanso dominical que, como ha manifestado el Tribunal Constitucional en
su sentencia 19/1985, de 13 de febrero, el hecho de que “corresponda en España, como
en los pueblos de civilización cristiana, al domingo, obedece a que tal día es el que por
mandato religioso y por tradición, se ha acogido en estos pueblos; esto no puede llevar
a la creencia de que se trata del mantenimiento de una institución con origen causal
único religioso, pues, aunque la cuestión se haya debatido y se haya destacado el
origen o la motivación religiosa del descanso semanal, recayente en un período que
comprenda el domingo, es inequívoco en el Estatuto de los Trabajadores, [...] que el
descanso semanal es una institución secular y laboral, que si comprende el
<<domingo>> como regla general de descanso semanal es porque este día de la
semana es el consagrado por la tradición.”
Todo ello nos avoca a considerar –como advertía el Juez Goldberg de la Corte Suprema
de los Estados Unidos en la sentencia Abington- que, en la resolución de los conflictos
relacionados con la simbología religiosa, la habilidad del juicio constitucional consiste en
distinguir entre la amenaza real y la mera sospecha.
Fecha de actualización
23/12/2010
I. Introducción
Una de las cuestiones más conflictivas a las que se enfrentan las sociedades
occidentales en relación con el factor religioso es la relacionada con los símbolos
religiosos. Los conflictos planteados pueden englobarse en dos grandes categorías: de
un lado, los relacionados con el empleo de prendas de adscripción religiosa y de otro,
los relativos a la presencia de símbolos estáticos en el ámbito público. Habitualmente, la
admisibilidad de los símbolos de la primera categoría se ha analizado desde la
perspectiva del derecho de libertad religiosa, mientras que la de los encuadrables en la
segunda lo ha sido, preferentemente, desde la óptica del principio de neutralidad
religiosa del estado, aunque sin prescindir de sus resonancias en materia de libre
ejercicio de la religión. En este tema nos centraremos en la primera categoría de
conflictos, esto es, los relacionados con el empleo de elementos personales de
significación religiosa.
A lo largo de las siguientes páginas trataré de exponer, desde un punto de vista crítico,
cuáles han sido las soluciones aportadas en los conflictos relacionados con el empleo de
prendas o elementos de adscripción religiosa, tanto por la jurisdicción española como en
el ámbito del Derecho comparado, a los efectos de determinar en qué medida han
asimilado las exigencias derivadas del derecho de libertad religiosa.
a) En el ámbito educativo
En nuestra experiencia los problemas de más repercusión social que se han producido
en relación con la simbología dinámica han tenido lugar en el ámbito educativo. A pesar
de ello no ha llegado al ámbito jurisdiccional ningún conflicto de esta naturaleza,
habiéndose resuelto, hasta el momento, en el ámbito administrativo. Dentro de los
casos más significativos, cabe referirse al ocurrido en la Comunidad de Madrid, en abril
de 2010, cuando la administración educativa tuvo que resolver un conflicto –de amplia
repercusión mediática- suscitado a raíz de que una alumna musulmana de un instituto
público de educación secundaria, de la localidad de Pozuelo de Alarcón, decidiera acudir
a las aulas cubierta con el velo islámico.
Contra la decisión del Consejo Escolar del centro educativo de no autorizar el uso del
velo islámico en sus instalaciones, se formuló recurso ante la Comunidad de Madrid
quien decidió, con base en la autonomía de los centros, trasladar a la alumna a un
segundo instituto público. Sin embargo también su Consejo Escolar decidió –una vez
conocida la resolución de la Consejería de Educación- modificar su reglamento interno
para prohibir el uso de prendas que cubrieran la cabeza. De esta manera, las
autoridades educativas tuvieron que disponer la escolarización de la alumna en un
tercer centro público que le permitiera el empleo del velo musulmán.
No cabe duda de que al reglamento interno del primer centro educativo puede
reconocérsele un carácter neutral, esto es, no orientado a atacar una práctica religiosa
sino a conseguir otros objetivos de interés general. Sin embargo, parece evidente que
su aplicación estricta sobre el caso del velo islámico presenta repercusiones sobre el
libre ejercicio de la religión. En cambio, no parece puedan calificarse de neutrales las
precipitadas modificaciones del reglamento interno del segundo centro educativo, pues
parecen responder a un intento de evitar el empleo del pañuelo islámico dentro de sus
dependencias.
Por último conviene advertir que los padres de la alumna manifestaron su intención de
acudir a los tribunales con objeto de conseguir la tutela del derecho de libertad religiosa
de su hija. Es posible, por tanto, que nos encontremos en los albores del primer
pronunciamiento de nuestros tribunales en materia de simbología dinámica.
b) En el ámbito laboral
Uno de los casos más conocidos viene constituido por una sentencia del Tribunal
Superior de Justicia de Palma de Mallorca de 9 de septiembre de 2002, que vino a
resolver un conflicto suscitado a raíz de que un conductor de la Empresa Municipal de
Transportes de Palma de Mallorca comenzara, por razones religiosas, a acudir al trabajo
ataviado con una gorra. Tal indumentaria no estaba contemplada en el artículo 26 del
correspondiente Convenio Colectivo. El trabajador, practicante de la religión judía y
miembro de la Comunidad Israelita de Mallorca, defendió su derecho a la utilización de
tal gorra con fines religiosos, ya que “esta creencia considera necesario llevar la cabeza
cubierta por respeto a la divinidad”.
La sentencia reconoce que esta categoría de conflictos no admiten una solución general
sino que siempre deben resolverse aplicando un criterio de proporcionalidad que exige
tener en cuenta las concretas circunstancias concurrentes, y que se traducen, en este
caso, en la ponderación de las verdaderas creencias del trabajador y de los intereses de
la empresa. Aplicando este criterio la sentencia concluye que la utilización de la gorra
por parte del conductor del autobús no entraña ningún perjuicio para la empresa, por lo
que los sentimientos religiosos del asalariado deben ser tutelados.
El alcalde justificó la aprobación del Decreto indicando que era consecuencia de una
preocupación por la seguridad pública, y que no iba dirigida contra ningún grupo
religioso particular; de hecho en su texto no se hace explícita referencia a las prendas
islámicas. El citado Decreto proyecta la prohibición sobre los edificios públicos de
titularidad municipal, incluyendo escuelas, guarderías, y mercados, que tendrán que
modificar sus reglamentos de régimen interior. En todo caso no hay ninguna previsión
acerca de cuándo la nueva regulación municipal podría entrar en vigor.
En lo que se refiere a la protección del orden público, el Tribunal señala que en Francia,
como en Turquía o en Suiza, la laicidad es un principio constitucional, fundador de la
República, a la que el conjunto de la población se adhiere y cuya defensa parece
primordial, particularmente en el colegio. El Tribunal reitera que una actitud que no
respete este principio no será necesariamente admitida como parte de la libertad de
manifestar su religión, y no se beneficiará de la protección que garantiza el artículo 9
del Convenio. En consecuencia, teniendo en cuenta el margen de apreciación que debe
dejarse a los Estados miembros, la restricción de la libertad religiosa por los imperativos
de la laicidad parece legítima con respecto a los valores subyacentes al Convenio.
1. La experiencia norteamericana
a) En el ámbito laboral
Los problemas comenzaron cuando tuvo que prestar declaración ante un tribunal militar
y se le ordenó desprenderse de la prenda religiosa. El militar se negó a atenerse al
requerimiento por razón de sus creencias. De esta manera, el asunto llegó hasta el
Tribunal Supremo. Goldman alegó que el requerimiento de retirada de la prenda
religiosa constituía una violación del libre ejercicio de la religión, consagrado en la
Primera Enmienda, que no resultaba justificada –siguiendo la doctrina Sherbert- con
base en un “interés preponderante” del Estado. Sin embargo, la Corte sin entrar
siquiera a realizar un juicio de ponderación, sostuvo que la apuntada doctrina no era
aplicable a los militares de la misma manera que a los miembros de la sociedad civil,
debido a las exigencias de disciplina y jerarquía propias del ámbito militar. Conviene
precisar, en este punto, que la citada doctrina Sherbert -establecida por el Tribunal
Supremo en la sentencia Sherbert v. Verner (1963)- se limitaba a establecer que para
la restricción de la libertad religiosa resulte constitucionalmente adecuada resulta
necesaria la concurrencia de un interés preponderante del estado que justifique tal
restricción y que ésta tenga la entidad mínima para la salvaguarda del citado interés.
Conviene igualmente indicar que el Juez Brennan, en su voto disidente sostuvo que el
ámbito militar no tiene por qué presentar especialidades en la tutela del libre ejercicio
de la religión, de suerte que la normativa militar en materia de vestuario religioso debe
estar igualmente justificada en orden a salvaguardar el derecho de libertad religiosa del
objetor. A su vez, la juez O´Connor puso de manifiesto, aplicando la doctrina Sherbert,
que se deberían haber respetado las creencias del militar recurrente.
En fin, tras esta decisión del Tribunal Supremo, el Congreso Federal reaccionó
estableciendo una medida general permisiva del vestuario religioso con la uniformidad
militar. Al margen de todo ello, no cabe actualmente el mantenimiento de esta doctrina
Goldman tras la aprobación de la Religious Freedom Restoration Act (1993).
b) En el ámbito educativo
2. La experiencia canadiense
a) En el ámbito laboral
Uno de los casos más representativos es el que vino a resolver el Tribunal Supremo
canadiense en la sentencia Bhinder v. Canadian National Railway Co. El conflicto se
planteó en los siguientes términos: la Compañía canadiense de ferrocarriles introdujo
una normativa laboral según la cual todos los trabajadores deberían utilizar un casco
resistente en determinados sitios de trabajo. Bhinder, un empleado perteneciente a la
confesión religiosa sikh, rehusó a su cumplimiento con base en que sus creencias
religiosas no le permitían llevar en la cabeza más que un turbante. Como la Compañía
no se mostró dispuesta a admitir excepciones a esta regla de seguridad y el empleado,
aunque estuvo solícito a admitir un cambio a otro puesto de trabajo que no exigiera la
utilización del casco, no estuvo dispuesto a cambiar de actividad, su contrato laboral fue
rescindido.
Sin embargo esta decisión fue bastante contestada en la propia sentencia a través de
votos particulares (dissenting) que entendieron que el requisito de la bona fide incluye
el encargo de acomodar los derechos del trabajador (duty to accommodate), de suerte
que debe analizar, en el caso concreto, el impacto que presenta tal norma sobre los
individuos a los que afecta, tratando de evitar al máximo la lesión de sus derechos. Sólo
cuando los riesgos y costes de la acomodación del trabajador provoquen un gravamen
indebido en el empresario, entonces la exigencia laboral podrá ser conceptuada como
bona fide. Igualmente sostuvieron que permitir al empleado sikh obviar la norma de
seguridad no provocaba en la empresa un gravamen indebido, ya que los costes
económicos derivados de un eventual accidente por parte del obrero eran ajustados, por
lo que la acomodación se debió llevar a cabo.
b) En el ámbito educativo
El Tribunal sostiene que las autoridades tomaron su decisión con base en las
atribuciones que le vienen concedidas por la ley, lo que determina que la limitación del
ejercicio del derecho de libertad religiosa del alumno venga establecida en los términos
exigidos por el artículo primero de la Carta. Sin embargo hay que demostrar, por parte
de las autoridades académicas, que tal limitación resultaba justificada en una sociedad
libre y democrática. Para la determinación de este punto se deben satisfacer dos
requisitos: en primer lugar, demostrar que el objetivo perseguido es suficientemente
importante para justificar la limitación de un derecho constitucional; y en segundo
lugar, acreditar que los medios empleados han sido proporcionados al objetivo en
cuestión.
Frente a esta afirmación los recurrentes mantienen que la libertad religiosa puede ser
limitada incluso en ausencia de prueba de un riesgo verdadero de daño significativo,
desde el momento en que no es necesario esperar que ocurra el daño para corregir una
determinada situación. El Tribunal comparte en su fundamentación este parecer aunque
matiza que la existencia de una preocupación relativa a la seguridad debe ser
inequívocamente establecida para que la restricción de un derecho fundamental pueda
resultar justificada. En el caso concreto, y en atención a las pruebas, la posición de las
autoridades académicas de establecer una prohibición general del kirpan, como
elemento inherentemente peligroso debe ser, a juicio del Tribunal, desestimada.
En fin, el Tribunal sostiene que una prohibición general del empleo del kirpan tendría
efectos negativos en el ámbito educativo, entre ellos, reprimir la promoción de valores
como el multiculturalismo, la diversidad y el desarrollo de una cultura educativa
respetuosa con los derechos de los demás. Una prohibición de tales características
socava el valor de los símbolos religiosos y envía a los estudiantes el mensaje de que
determinadas prácticas religiosas no merecen la misma protección que otras. En
definitiva, los efectos indeseables de una prohibición total de tal símbolo religioso
sobrepasan sus efectos saludables.
A la vista de los conflictos descritos a lo largo de estas páginas y de las soluciones –no
siempre adecuadas- adoptadas por los distintos órganos judiciales, resulta conveniente
identificar unas reglas generales que sirvan para solucionar los conflictos relacionados
tanto con el empleo de simbología religiosa como con su presencia en el ámbito público.
En lo que se refiere a los símbolos dinámicos, la regla general se encuentra en la
aplicación de una regla de proporcionalidad entre el derecho de libertad religiosa y el
otro bien jurídico de relevancia constitucional con el que colisiona. Esta regla requiere
que una vez acreditada la seriedad tanto de las creencias religiosas del individuo como
del otro bien jurídico que se pretende proteger, se establezca un equilibrio que asegure
que el libre ejercicio de la religión sólo ceda en la medida mínima imprescindible cuando
ello resulte necesario para la salvaguarda de un interés preponderante del estado.
A este respecto resulta muy ilustrativa la sentencia del Tribunal de Estrasburgo Leyla
Sahin v. Turquía, donde al resolver la demanda presentada por una alumna a la que se
denegó la asistencia a la Universidad cubierta con el velo musulmán, afirmaba –
siguiendo en cierta parte los postulados expresados en la sentencia Partisi - que el
foulard ha adquirido una particular relevancia política en Turquía en los último años, y
que se aprecia la existencia de movimientos políticos extremistas que tratan de imponer
sobre el conjunto de la sociedad sus símbolos religiosos y una concepción de la sociedad
basada en preceptos religiosos.
Como se ha indicado, nada acreditaba que Sahin hubiera actuado de forma intolerante
frente a quienes no compartían su misma visión o que pretendiera imponerles sus
creencias religiosas. Tampoco se puede le puede considerar responsable de faltas contra
la disciplina del centro universitario –más allá de su deseo de vestir la prenda islámica-;
y tampoco formaba parte de ningún grupo fundamentalista turco. Parece, por tanto,
que el Tribunal considera que todo aquel que está decidido a hacer ver su condición
musulmana debe ser considerado, por definición, intolerante.
Precisamente por ello, y para asegurar una mayor protección del libre ejercicio de la
religión en este punto los poderes públicos deberían ser conscientes que la acomodación
de las prendas religiosas es una exigencia derivada del libre ejercicio de la religión y
que, por tanto, sólo podrá ser limitada cuando así lo exija un interés preponderante del
Estado para cuya satisfacción, además, habrá que utilizar el medio menos lesivo para la
libertad religiosa.
PLANTEAMIENTO GENERAL
Esto explica que, cada vez con más frecuencia, en el fondo de la conciencia humana no
sea excepcional el planteamiento de un oscuro drama: el que supone optar entre el
deber de obediencia que impone la norma legal (con base en la conciencia común) y el
deber de resistirla que sugiere la norma moral (radicada en la conciencia singular). A su
vez, cuando la persona humana en estos supuestos se decanta por el no a la ley, lo
hace, como se ha dicho, por un mecanismo axiológico -un deber para su conciencia-
diverso del planteamiento puramente psicológico de quien transgrede la ley para
satisfacer un capricho o un interés bastardo. Tal vez por ello, el primer comportamiento
provoca cierta reacción de respeto que se traduce en una suerte de perplejidad en los
mecanismos represivos de la sociedad: lo que expresivamente se ha llamado la mala
conciencia del poder. Lo cual contrasta con el frontal rechazo de los segundos
comportamientos.
En lo que respecta a los primeros, y por centrarnos tan sólo en las clásicas objeciones
de conciencia, hoy se detecta un evidente proceso de partenogénesis que ha hecho que
del viejo tronco surjan nuevas ramas. Así, por ejemplo, de la inicial negativa a un
servicio militar armado se ha pasado al rechazo de la prestación social sustitutoria. Y,
desde ésta, se ha reclamado la objeción de conciencia a la cuota impositiva dedicada a
gastos de defensa. De la objeción de conciencia del personal facultativo a la realización
de abortos se ha desgajado la negativa del personal no sanitario a colaborar formal o
materialmente a la práctica del aborto, la de algunos farmacéuticos a dispensar
medicamentos abortivos, la reticencia de la clase judicial italiana a completar con su
voluntad la de la menor que desea abortar contra el consentimiento de sus padres, o la
resistencia de algunos contribuyentes a pagar impuestos dirigidos a políticas sanitarias
que financian el aborto. Como se ve, un panorama conflictual enormemente elástico,
por la impredecible trayectoria que pueden adoptar las elecciones individuales tomadas
en conciencia.
Esto explica que, junto a una generalizada exaltación social de los comportamientos de
objeción de conciencia y la consiguiente reivindicación en el plano jurídico, se alcen
también voces alertando acerca del peligro del totalitarismo de la conciencia (Guerzoni).
Una cierta denuncia de la ambivalencia del instituto, que tanto podría ser factor de
construcción de una más libre convivencia social como elemento de disgregación y
degradación de las instituciones de la vida colectiva. Incluso se ha llegado a hablar de la
objeción de conciencia como instituto irracional, que conduciría a que el mal de la
democracia no fuera hoy tanto la prepotencia del poder como su impotencia (Gemma).
No obstante, conviene recordar -como contrapeso a estas afirmaciones- aquella otra
que entiende que, al renunciar a imponer la mayoría su voluntad a las minorías
disidentes, “una sociedad democrática da prueba no de debilidad sino de fuerza”
(Passerin D’Entreves). Sin olvidar que el recurso a la objeción de conciencia confirma la
vitalidad de la democracia, al reforzar de alguna forma el consenso en cuya virtud la
objeción existe, y garantizar uno de los elementos políticos que fundamentan el sistema
democrático: el respeto de las minorías (Ollero Tassara). De manera análoga, se ha
señalado que, en su propuesta alternativa de una nueva legalidad, la objeción
constituye una muestra de aceptación implícita del ordenamiento jurídico (aunque sea
con intención de superarlo). Una aceptación, además, más madura ética y
políticamente, porque alcanza a los valores sin limitarse a la pura formalidad de la regla
objetiva; todo lo cual debería impulsar a defender un reconocimiento fisiológico, y no
traumático, de la objeción de conciencia (Bertolino).
Ante posturas tan dispares, parece conveniente, antes que nada, precisar qué se
entiende o debe entenderse por objeción de conciencia.
Es ya lugar común preceder todo intento definitorio de la objeción de conciencia con una
observación acerca del carácter mutable de sus significados, el dinamismo de los fines
que persigue y su sentido no unívoco en la doctrina jurídica.
Otra matización que cabe intentar es la que se refiere a la distinción entre objeción de
conciencia secundum legem y objeción contra legem. Efectivamente, existen
comportamientos individuales, inicialmente contrarios a la ley, cuya tenaz persistencia
han llevado al legislador a aceptarlos posteriormente como legítimos, facultando al
sujeto que objeta a elegir una alternativa a la acción contraria a su conciencia o bien,
sencillamente, dispensándole de toda actuación. Lo primero suele ocurrir en el caso de
la objeción de conciencia al servicio militar en la que, como veremos, el objetor queda
habilitado para eludir el servicio armado siempre que acepte realizar una prestación civil
sustitutoria. Lo segundo sucede en la objeción de conciencia al aborto, en la que los
facultativos llamados por la ley a realizarlo pueden acogerse a la cláusula de conciencia
prevista en la propia norma.
Junto a las objeciones secundum legem y contra legem, todavía cabría situar una
derivación de la objeción, que sería la opción de conciencia. En ella, se ofrece al
ciudadano varias posibilidades de cumplir con el deber cívico, según razones o motivos
de conveniencia, oportunidad, conciencia, etc. Originalmente, el modelo de alternativa
al deber cívico lo fue por avaladas razones de conciencia, pero la pérdida del interés del
Estado por el deber cívico objeto de la opción (o la propia devaluación del deber por
diversas razones) conduce a hacer equivalentes las formas de prestación y a no exigir
especiales requisitos para cumplir de una manera u otra. En esta categoría puede
incluirse la posibilidad de juramento o promesa en la toma de posesión de cargos
públicos.
Con ello no quiere decirse que esas distinciones no tengan su interés, pero sí que sus
resultados contrastan, por un lado, con la terminología acuñada por la sociología
jurídica y por la jurisprudencia comparada (terminología acuñada, si se quiere, de forma
poco precisa, pero inequívoca y clara); y, por otro, con la realidad mutable de nuevas
formas de objeción que se resisten al estático análisis a través de categorías fosilizadas.
Por eso, resulta probablemente más adecuado adoptar un punto de vista amplio para
definir un concepto general de objeción de conciencia. En tal sentido, puede definirse la
objeción como la negativa del individuo, por motivos de conciencia, a someterse a una
conducta que en principio sería jurídicamente exigible (ya provenga la obligación
directamente de la norma, ya de un contrato, ya de un mandato judicial o resolución
administrativa). Y, todavía más ampliamente, se podría afirmar que el concepto de
objeción de conciencia incluye toda pretensión contraria a la ley motivada por razones
axiológicas -no meramente psicológicas-, de contenido primordialmente religioso o
ideológico, ya tenga por objeto la elección menos lesiva para la propia conciencia entre
las alternativas previstas en la norma, eludir el comportamiento contenido en el
imperativo legal o la sanción prevista por su incumplimiento, o incluso, aceptando el
mecanismo represivo, lograr la alteración de la ley que es contraria al personal
imperativo ético.
Si del marco de las posiciones doctrinales pasamos al derecho español, conviene partir
de dos datos, uno legislativo y otro jurisprudencial. El primero es la Constitución, que
sólo hace referencia expresa a la modalidad de objeción de conciencia al servicio militar,
en su artículo 30 . El segundo, la posición del Tribunal Constitucional, aparentemente
contradictoria en sus pronunciamientos sobre el tema.
Sin embargo, esta nítida toma de postura contrasta con la igualmente firme sentada en
la STC 53/1985, de 11 de abril . En un obiter dictum de la misma, referido a la
objeción de conciencia al aborto, señalaba: “por lo que se refiere al derecho a la
objeción de conciencia, [...] existe y puede ser ejercido con independencia de que se
haya dictado o no tal regulación. La objeción de conciencia forma parte del contenido
del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el artículo
16.1 de la Constitución y, como este Tribunal ha indicado en diversas ocasiones, la
Constitución es directamente aplicable, especialmente en materia de derechos
fundamentales” (FJ 14).
Se trata, en suma, del recelo a que la sociedad civil -“la casa común de todos”, en
palabras de Jemolo- pueda ver demolidos sus cimientos ante una incontrolada
expansión de las objeciones de conciencia. A pesar de todo, el propio Tribunal
Constitucional español es consciente -de ahí sus aparentes contradicciones- de que la
tutela de la libertad de las conciencias y el consiguiente respeto a la persona humana
cuando obra de acuerdo con sus convicciones más íntimas se mueve en esa zona
fronteriza, de no fácil delimitación, que aproxima los derechos constitucionales a los
derechos fundamentales.
Así las cosas, el problema, como siempre ocurre con los derechos humanos, parece ser
no tanto encuadrar la objeción de conciencia en principios abstractos -que simplemente
otorgan un rango de tratamiento, muchas veces también abstracto- cuanto residenciarla
en su hábitat natural, que es el campo de la prudencia jurídica. Es decir, la cuestión no
es tanto admitir o no admitir un teórico derecho general a la objeción de conciencia,
cuanto precisar sus límites. Tarea de precisión que no siempre el legislativo podrá
encontrarse en condiciones de hacer, ni a veces deberá hacer, precisamente por esa faz
inédita y cambiante que muestra el ejercicio del derecho a la libertad religiosa e
ideológica: justamente lo contrario de lo que ocurre con la jurisprudencia, en la que el
derecho ineludiblemente se realiza. El viejo problema de la tensión entre libertad
religiosa o ideológica y autoridad política, aunque admite la proposición de algunos
principios abstractos, debe resolverse sobre todo teniendo a la vista los supuestos
prácticos que pueden plantearse: de lo contrario, se corre el riesgo de crear un aparato
lógico-jurídico que sólo de manera forzada pueda ser aplicado a la experiencia
frecuentemente conflictual que ofrece el ejercicio del derecho de libertad religiosa o
ideológica.
De todas formas, puestos a sentar unos criterios orientadores que marquen las líneas
de fuerza por las que podría transitar la tutela jurídica de la objeción de conciencia, el
primero sería el nivel potencial de peligro social de los comportamientos en que se
sustancia. En principio, la pura actitud omisiva ante una norma que obliga a hacer algo
alcanza una cota de riesgo social menor que aquella objeción de conciencia que lleva a
una actitud activa frente a la norma legal que prohíbe hacer algo (Onida). Es decir, los
comportamientos activos ofrecen un mayor nivel de peligro para la sociedad. De ahí que
su protección jurídica esté subordinada a que conductas individuales o colectivas no
resulten destructivas para el contexto social en que se incluyen.
En todo caso, como aparece con claridad en la jurisprudencia de Estrasburgo, para que
una objeción de conciencia pueda estimarse digna de ser tomada en consideración, la
convicción debe proceder de un sistema de pensamiento suficientemente estructurado,
coherente y sincero (STEDH Campbell y Cosans, 25 febrero 1982, n. 36). Hasta el punto
de poder afirmarse que la noción “europea” de conciencia no religiosa está construida
en paralelo y por analogía con la noción de conciencia religiosa entendida en su sentido
tradicional (Martínez-Torrón).
Por lo demás, conviene distinguir entre dos tipos de objeción de conciencia, a tenor del
tipo de obligación objetada, porque cada uno de ellos reclama una perspectiva de
análisis diversa: en uno se rechaza una obligación que tiende a imponerse con carácter
absoluto, y en el otro una obligación que se impone solamente de modo relativo. En el
primer caso, si no se respetase la objeción, podría hablarse de una restricción directa
del derecho a la libertad de conciencia, ya que se obligaría a la persona a actuar contra
el dictamen de su propia conciencia bajo la imposición de una pena personal o
pecuniaria (por ejemplo, la penalización de la resistencia al cumplimiento del servicio
militar). En el segundo caso, se trataría únicamente de una restricción indirecta, pues el
comportamiento rechazado por la conciencia personal no se establece como una
obligación ineludible, sino como simple condición para obtener un beneficio o para evitar
un perjuicio, de manera que el objetor queda, en realidad, en libertad de
comportamiento, aunque en una situación de inferioridad, respecto de quienes no
comparten su convicción personal (por ejemplo, la negativa a trabajar un día
considerado festivo o sagrado por la propia religión, que podría llevar anejo el despido
del puesto de trabajo).
Y, en ambos casos, el ordenamiento jurídico debe siempre inclinarse por la solución que
se muestre menos lesiva para la conciencia del objetor. Éste es un criterio que procede
del ya mencionado caso Sherbert (1963) del Tribunal Supremo estadounidense. De
acuerdo con él, en los casos de conflicto entre conciencia y ley, la existencia de un
interés jurídico superior no otorga al Estado una absoluta discrecionalidad para
establecer cualquier clase de restricciones a la libertad de conciencia. Al contrario, el
Estado se encuentra obligado a adoptar aquellas medidas que supongan un menor
grado de interferencia con la libertad individual. Este criterio, sin embargo, que tendría
un importante impacto en el modo como el ordenamiento jurídico aborda las situaciones
de objeción de conciencia, no ha tenido eco de momento en el derecho europeo.
Fecha de actualización
23/12/2010
1. Introducción
Pese a un rechazo bastante generalizado en amplios sectores sociales, que dio lugar a
estratagemas de distinto tipo con tal de sustraerse a la leva obligatoria –en el ámbito
penal tuvo que llegar a darse tipicidad a la figura de la ‘inutilización o mutilación
intencional para eximirse del servicio militar’– la misma se mantuvo vigente hasta el 31
de diciembre del año 2001, virtud al Real Decreto 247/2001, de 9 de marzo, que dejó
en suspenso el servicio militar obligatorio a partir de aquella fecha, al albur de la
autorización concedida por la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen del Personal de
las Fuerzas Armadas (Disp. Adicional 13ª y Disp. Transitoria 18ª ), hoy derogada
por la Ley 39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar . Paralelamente, por
Real Decreto 342/2001, de 4 de abril, se dispuso la suspensión de la prestación social
sustitutoria del servicio militar a partir del 31 de diciembre de 2001, acordándose el
pase a la reserva de dicha prestación de cuantos objetores estuviesen en situación de
disponibilidad o de actividad en la misma.
Una década de una acción de desobediencia civil hacia el servicio militar, no muy
homogénea en su cuantificación y estrategias, pero bastante generalizada, al menos en
la búsqueda de efectos publicitarios, cual fue la denominada “insumisión”, contribuyó
decisivamente a la abolición de la conscripción obligatoria y a la instauración de un
ejército exclusivamente de tipo profesional. Estas actuaciones contra legem fueron
consecuencia, originariamente, de una regulación insatisfactoria del problema de la
objeción de conciencia al servicio militar, al menos en el sentir de diversos sectores de
la juventud, que se fue radicalizando hasta propugnar la desaparición del ejército. En
términos generales debe estimarse, no obstante, que la regulación española de la
objeción de conciencia al servicio militar ha sido bastante adelantada y progresista para
su época, sin perjuicio de que la misma fuera susceptible de mejora, y que se llevó a
cabo con un considerable retraso temporal.
Sin embargo, son numerosas las cuestiones controvertidas que se suscitan en esta
materia, que van desde la fijación misma de su delimitación conceptual hasta la de su
naturaleza jurídica, con innegable conexión con la determinación de la fundamentación
de la figura en estudio, pues es notorio que se trata de un instituto fáctico con evidentes
pretensiones jurídicas, pero su tipicidad social no logra siempre alcanzar reconocimiento
legal más allá del de la tipificación penal.
En el primero de los casos señalados –que va quedando cada vez más lejano en el
tiempo, por ser propio de los últimos momentos en que el servicio militar era
obligatorio– el Tribunal Supremo, en ocasiones, ha “desviado” esa manifestación de
“insumisión” (consistente en presentarse en el cuartel respondiendo favorablemente,
sólo en apariencia, al llamamiento militar para luego negarse al cumplimiento de las
ordenes recibidas o ausentarse sine die y antirreglamentariamente de las dependencias
castrenses) hacia cuestiones de objeción de conciencia. Aunque en términos de técnica
jurídica no pueda considerarse muy rigurosa la interpretación del alto Tribunal –ya que,
en los casos enjuiciados, la solicitud como objetor no se había cursado en los términos
legalmente establecidos–, posiblemente no haya dejado de actuar con un buen criterio
pragmático, puesto que tales conductas no traducían una verdadera voluntad de
adquirir el status de soldado, sino que se trataba más bien de estratagemas
orquestadas para obtener la publicidad que puede conllevar toda condena penal. De ahí
la razón de que hayan sido absueltos, en ocasiones, del delito de deserción o del de
negativa a cumplir el servicio militar, del que venían siendo acusados (Sentencias del
Tribunal Supremo, Sala de lo militar, de 7 de febrero de 2002 y Sala de lo penal,
de 20 de febrero de 2002 ; otra Sentencia dictada en idéntica fecha por la misma
Sala absuelve del delito de negativa a la realización de la prestación social sustitutoria).
En otros supuestos semejantes a los anteriores, sin embargo, sí que ha habido condena
(v.gr.: Sentencias del Tribunal Supremo –Sala 5ª de lo Militar– de 7 de julio de 1998
, 24 de noviembre de 1999 y 26 de febrero de 2001). En cualquier caso, la
L.O. 3/2002, de 22 de mayo, dejó sin contenido los arts. 527 y 604 del Código Penal
(por considerarlos de imposible comisión a la fecha que se contrae), despenalizando
la conducta “insumisa” con carácter retroactivo, de manera que se revisaran las
sentencias condenatorias firmes y se acordara el sobreseimiento y archivo de los
procedimientos penales incoados por dichos delitos.
La cuestión, en términos jurídicos, pasaría por averiguar si tal tipo de objeción podría
obtener cobertura jurídica; y, caso afirmativo, habría que determinar si hay que
demostrar y en qué manera, o no, la veracidad de las razones de conciencia esgrimidas.
Sin perjuicio de que más adelante profundicemos más en esta cuestión, lo cierto es que
en nuestra normativa no se tiene en cuenta en absoluto que la renuncia a la condición
de militar pueda ser exigida por un auténtico cambio en las creencias. En conclusión,
parece que frente a la Administración militar esa posible objeción de conciencia tiene un
precio: en el mejor de los casos, temporal o meramente crematístico; en el peor, el
punitivo que representa el mencionado art. 120 del Código Penal Militar .
En la cuestión de si puede tener o no cabida, desde el punto de vista legal, una objeción
de conciencia que no esté prevista por la ley, que no esté “juridificada”, expressis
verbis, late una distinta concepción acerca de la naturaleza y el alcance de la objeción
de conciencia; problemática que tiene dividida a la doctrina científica que se ha
pronunciado sobre el particular. Hasta en las más altas instancias internacionales la
sensibilidad es distinta a este respecto, pues mientras que el Tribunal Europeo de
derechos humanos considera que el art. 9 del Convenio Europeo de derechos humanos
no ampara tal tipo de objeción si no existe una previsión legal en este sentido por parte
del Estado miembro del Consejo de Europa de que se trate (según hemos de deducir de
la Sentencia de 27 de octubre de 2009, caso Bayatyan contra Armenia); sin embargo, el
Comité de derechos humanos de Naciones Unidas considera que, en la actualidad, el
art. 18 del Pacto internacional de derechos civiles y políticos debe interpretarse bajo la
intelección de que el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión incluye
la objeción de conciencia al servicio militar, de modo que, frente al mandato legal que
imponga este tipo de servicio debe justificarse, también en términos legales, pero
absolutamente razonables y vigorosos, el porqué, en su caso, no se admite la objeción
de conciencia al mismo (Dictamen de 3 de noviembre de 2006 del Comité de Derechos
Humanos de Naciones Unidas, Documento CCPR/C/88/D/1321-1322/2004, de 23 de
enero de 2007, denuncias del Sr. Myung-Jin Choi y Sr. Yeo-Bum Yoon, contra Corea del
Sur).
En el único caso, que conozcamos, en que una cuestión de este tipo ha alcanzado el
techo jurisdiccional del Tribunal Supremo, el mismo se ha visto rechazado con una
argumentación que resulta muy discutible. Se trata de la ya aludida Sentencia de 10 de
junio de 1991, que resuelve acerca de una denegación de la renuncia a la condición de
militar, realizada por la Administración frente a una petición de abandonar el Ejército del
Aire por parte de uno de sus componentes, el cual había alegado un cambio en sus
creencias que le impedía seguir en el Ejército. El alto Tribunal rechaza la vulneración de
la libertad ideológica o religiosa con el argumento de la limitación de tal derecho,
proveniente de la libre disponibilidad del sujeto, obligado a cumplir sus propios
compromisos personales constitutivos de la relación jurídico-profesional de militar. Sin
embargo, la motivación empleada no resulta, a nuestro juicio, en absoluto satisfactoria
cuando de lo que se trata es de la protección de un cambio sobrevenido de la religión o
ideología en cuanto derecho fundamental, así como tampoco respecto de la relación
jurídica profesional desde la perspectiva de la cláusula rebus sic stantibus, que, aunque,
excepcionalmente, permite autorizar una alteración contractual cuando sobrevienen
circunstancias imprevistas y extraordinarias, según jurisprudencia del Tribunal
Supremo.
El resultado final alcanzado nos parece excesivo, pues si bien puede considerarse
adecuado cuando el sujeto ostenta idéntica creencia que la que tenía al ingresar en el
ejército, ya que en este caso la limitación o restricción que se produce de su derecho a
la libertad de creencias proviene de la propia disponibilidad del titular del mismo; sin
embargo, cuando se trata de un sincero cambio de creencias, la imposibilidad de
ejercicio de una objeción sobrevenida se constituye en un desconocimiento del derecho
a la libertad de creencias, al punto de la desaparición o inexistencia del mismo, en una
actuación de sus facultades, ya que el derecho de libertad religiosa e ideológica, recta y
sinceramente ejercitado, ampara la posibilidad del cambio de religión o ideología, so
pena de vaciar de contenido el art. 16 de nuestra Constitución en la garantía y
reconocimiento de este derecho fundamental. Y el cambio de religión, legalmente
autorizado por el art. 2 de la Ley Orgánica de libertad religiosa , que puede producirse
en el ejército, puede conllevar convicciones pacifistas, no-militaristas o, incluso,
antimilitaristas. En este caso no se permite un cambio real de convicciones religiosas, al
menos por lo que a su llevanza a la práctica respecta; pero para ello habría de
establecerse legalmente el porqué de esa imposibilidad, y no basarla en la mera
presunción de la falta de sinceridad del objetor. En Derecho comparado, hay Estados
que permiten la posibilidad de una objeción sobrevenida incluso en el desempeño del
servicio militar obligatorio: existen medios para poder comprobar si concurre sinceridad
o no en el objetor.
Es sabido a este respecto, por ejemplo, que la Iglesia católica mantiene su propia
postura en relación con el conflicto bélico, con una tradicional aceptación de la doctrina
de la “guerra justa”, acentuando actualmente la urgencia de la valoración, prudente y
rigurosa, de la legitimidad moral de la defensa armada; pero se advierte,
expresamente, que “la Iglesia y la razón humana declaran la validez permanente de la
ley moral durante los conflictos armados. ‘Una vez estallada desgraciadamente la
guerra, no todo es lícito entre los contendientes’ (GS 79, 4). Por ello, de forma
catequística, se afirma que “las acciones deliberadamente contrarias al derecho de
gentes y a sus principios universales, como asimismo las disposiciones que las ordenan,
son crímenes. Una obediencia ciega no basta para excusar a los que se someten a ella.
‘Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras
o de amplias regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre
mismo, que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones’ (GS 80, 4). Un riesgo de
la guerra moderna consiste en facilitar a los que poseen armas científicas,
especialmente atómicas, biológicas o químicas, la ocasión de cometer semejantes
crímenes”.
La materia, por lo que respecta a los reservistas obligatorios, se desarrolla en los arts.
136 a 140 de la propia Ley estableciéndose que, obtenida la autorización del
Congreso de los Diputados, el Gobierno establecerá, mediante real decreto, las normas
para la declaración general de reservistas obligatorios, que podrá afectar a todos los
que en ese año cumplan desde 19 a 25 años de edad; previéndose que la incorporación
de los mismos pueda ser tanto a las Fuerzas Armadas, como a otras organizaciones con
fines de interés general para satisfacer las necesidades de la defensa nacional.
Esta Normativa, al igual que su antecesora (de las que nunca se ha tenido que hacer
uso en este sentido hasta el momento), opta decididamente por aceptar la
“autodeclaración” como objetor del propio interesado, teniendo la misma plenos efectos
legales sin necesidad de pláceme administrativo “adverador” alguno, limitándose a dejar
constancia oficial a tales menesteres. La consecuencia de ello es que “los que se hayan
declarado objetores de conciencia sólo podrán ser asignados a organizaciones con fines
de interés general en las que no se requiera el empleo de armas” (art. 138.2). El
régimen jurídico que se estableció para poder hacer valer la objeción de conciencia al
servicio militar requería, sin embargo, una solicitud del interesado, cumpliendo una
serie de requisitos legalmente establecidos y, tras las “averiguaciones” pertinentes, el
reconocimiento oficial administrativo, a estos efectos, por parte del denominado
Consejo Nacional de Objeción de Conciencia, que podía denegar el otorgamiento de
dicho status.
En la vigente regulación, a efectos de futuro, no queda nada claro, sin embargo, si sería
admisible una objeción sobrevenida. A tenor de lo regulado en el art. 120 del Código
Penal Militar, más bien parece que debe entenderse que no cabe dentro de la
concepción del legislador, si bien podría tal vez hallarse un resquicio en el núm. 6 del
art. 123 de la Ley de la carrera militar de 2007, cuando manda abrir un expediente al
reservista que, citado para su incorporación a las Fuerzas Armadas, no se presente. Si a
resultas del expediente no se aprecia la existencia de causa justificada para la no
incorporación, se privará al reservista de tal condición.
Todavía con un sesgo mucho más improbable e hipotético, para el supuesto de que se
volviera a reinstaurar un servicio militar con carácter de obligatoriedad y con una
impronta de permanencia generalizada en el tiempo –supuesto distinto al excepcional
de los reservistas obligatorios, acabado de examinar–, en nuestro actual ordenamiento
jurídico, la objeción de conciencia al servicio militar constituye un instituto jurídico
latente, en cuanto que aunque se trata de un derecho vigente y plenamente reconocido
en virtud de lo dispuesto en el art. 30.2 de nuestra Constitución , su posibilidad de
ejercicio –y, por tanto, de su manifestación– carece de eficacia al haberse dejado en
suspenso esta obligación militar, como ya hemos dicho, desde el 31 de diciembre de
2001. Con lo cual, una eventual reviviscencia de este deber habría de conllevar
necesariamente la posibilidad de objetar al mismo. El citado precepto constitucional, en
efecto, establece expresamente que “la ley fijará las obligaciones militares de los
españoles y regulará, con las debidas garantías, la objeción de conciencia, así como las
demás causas de exención del servicio militar obligatorio, pudiendo imponer, en su
caso, una prestación social sustitutoria”. Por su parte, el art. 53.2 de la misma Carta
Magna extiende a este derecho la protección que otorga el recurso de amparo.
Primero, respecto a nuestro pasado más inmediato, en tanto que mientras que no hubo
regulación legal en la materia, el mencionado precepto hizo factible una interpretación
del máximo hermeneuta constitucional en cuya virtud se puso en práctica una solución
transitoria para el ejercicio de un derecho: Hasta que se regulara legalmente la objeción
de conciencia al servicio militar, el derecho a la misma estaba reconocido y existía con
base en su afirmación constitucional, que había que identificar, en su contenido mínimo,
con la suspensión de la incorporación a filas hasta que pudiera considerarse, con la
regulación legal que en su día se dictase, si verdaderamente concurría o no, en el
supuesto concreto de que se tratara, un supuesto de objeción de conciencia (Sentencia
del Tribunal Constitucional 15/1982, de 23 de abril ).
Debe tenerse en cuenta, además, que aunque la regulación relativa al servicio militar,
así como la de la objeción de conciencia al mismo, estuvo un tiempo meramente en
suspenso, en la actualidad, la L.O. 13/1991, de 20 de diciembre, del Servicio Militar ,
está derogada expresamente por la L.O. 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa
Nacional . Y es más que probable que haya que entender derogada la legislación
reguladora de la objeción al servicio armado. Debe, en efecto, suscitarse el interrogante
de si la Ley 39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar , al disponer, en su
Disposición derogatoria única, la derogación de la Ley 48/1984, de 26 de diciembre ,
realmente lo que ha querido derogar es la Ley 22/1998, de 6 de julio, reguladora de la
objeción de conciencia y de la prestación social sustitutoria , pues lo cierto es que no
tiene ningún sentido la derogación de aquélla cuando la misma ya estaba derogada por
esta última.
Por disposición del citado Real Decreto de 1976, pero especialmente desde la entrada
en vigor de la Carta Magna, el reconocimiento del instituto objetor tuvo como primera y
principal aplicación práctica –en interpretación avalada por el Tribunal Constitucional, en
su Sentencia 15/1982– el que los llamados a filas pudieran sustraerse a las mismas
merced a su invocación de objeción de conciencia al servicio militar; pero todo ello
quedaba supeditado –según el mismo alto Tribunal– a que legalmente se regulara dicho
instituto, pues el mismo y de acuerdo con el propio Texto Fundamental debía hacerse
con las “debidas garantías”, pero no sólo hacia el objetor sino también hacia el propio
servicio militar. Nuestro Tribunal Constitucional, en esta primera fase jurídica de
implantación de la figura jurídica de la objeción de conciencia al servicio militar,
determinó que el derecho a la misma tenía existencia jurídica desde la promulgación de
la Carta Magna y que podía ejercitarse directamente con base en la misma, sin
necesidad de que se tuviese que esperar a la regulación legal para el reconocimiento de
este derecho, conllevando la alegación del mismo el efecto de la no incorporación del
sujeto al servicio militar, pasando a estar en una situación de espera a efectos de
poderse determinar, tras la correspondiente “interpositio legislatoris”, si el concreto
ejercicio de ese derecho se ajustaba a las condiciones que se establecieran legalmente a
fin de acomodar la posición del objetor con las “debidas garantías” exigidas por la Ley
de leyes.
Una vez promulgada la normativa legal referida, la Administración adoptó una postura
de suma cautela ante la prevención de que aquélla pudiera ser declarada
inconstitucional, tal y como se le reprochó en una buena porción de ocasiones (recurso
de inconstitucionalidad planteado por el Defensor del Pueblo, varias cuestiones de
inconstitucionalidad suscitadas por diversos órganos judiciales). Esta actitud convirtió,
paradójicamente, a la más alta Norma Legal, y su doctrina rectamente interpretada, en
una “losa” en cuanto a la puesta en funcionamiento práctico de la prestación social
sustitutoria, y por ende, del normal desenvolvimiento del instituto de la objeción de
conciencia al servicio militar, pues si bien se reguló suficientemente el ejercicio de este
derecho en cuanto a la posibilidad del reconocimiento de la condición de objetor de
conciencia y, consecuentemente, la exención del cumplimiento del servicio militar, con
el Real Decreto 551/1985, de 24 de abril (Reglamento constitutivo del Consejo
Nacional de Objeción de Conciencia y del procedimiento para el reconocimiento de la
condición de objetor de conciencia), sin embargo no se desarrolló todo el aspecto
relativo a la puesta en funcionamiento de la prestación social sustitutoria, pues el
Reglamento normador de estos aspectos no se aprobó hasta el 15 de enero de 1988;
todo lo cual se hizo después de solventarse las dudas de inconstitucionalidad por las
Sentencias del Tribunal Constitucional 160 y 161, ambas de 27 de octubre de 1987.
Fecha de actualización
01/10/2010
Ya a finales del siglo XII el obispo de Lincoln, basándose más en motivos políticos que
en religiosos, se negó a contribuir a las arcas de guerra del rey Ricardo para financiar
guerras con el extranjero, pues consideraba que no se debía obligar a financiar una
guerra “más allá de los mares”, aunque no se negaba a financiar los gastos militares
dentro de los límites de Inglaterra.
Pero va a ser a partir del siglo XVII cuando realmente aparezca al fenómeno de la
objeción de conciencia fiscal por gastos militares promovido sobre todo desde Iglesias
pacifistas minoritarias como los mennonitas y los cuáqueros (Sociedad de Amigos), los
cuales rechazan la guerra y toda colaboración directa o indirecta con ella.
En Estados Unidos quizá el período de mayor esplendor de este fenómeno fue durante la
guerra del Vietnam (unos quinientos mil objetores no pagaron los impuestos federales
telefónicos que se debía satisfacer al Departamento de Defensa y unos veinte mil
aproximadamente otras clases de impuestos).
Sin embargo, existen diferencias de este tipo de objeción con respecto a la objeción al
servicio militar que han hecho dudar a la doctrina sobre su posible consideración como
verdadera objeción de conciencia, y que están justificando en algunos casos su falta de
protección jurídica. En primer lugar, la remota relación entre el juicio de conciencia y la
norma que se incumple, en cuanto el enfrentamiento, como se ha señalado
anteriormente, no es entre la norma impositiva y la conciencia, sino entre ésta y el
destino que se da al impuesto (Llamazares). En segundo lugar, la obligación contraria a
la conciencia no es de carácter personal como el servicio militar, sino que se trata de
una prestación real, de dar no de hacer (Prieto). En tercer lugar, la inexistencia de una
relación real entre el hecho de pagar impuestos y la actividad militar (Olmos Ortega,
Puchades Navarro), junto a la dudosa eficacia para alcanzar los objetivos pretendidos
por el objetor, pues por el impago de parte de sus impuestos no disminuirá la cantidad
que de los presupuestos generales del Estado se destinará a gastos de defensa
(Venditti). A todo ello se ha añadido que la presencia de numerosos grupos pacifistas
detrás de estas clases de actitudes parece denotar externamente una mayor proximidad
a la desobediencia civil (Prieto), siendo ésta calificación o la de “protesta o contestación
fiscal” la que suelen dar los Estados a dichos comportamientos en un intento de evitar
su equiparación a la objeción de conciencia al servicio militar.
No obstante lo anterior, lo que realmente hay que tener en cuenta en estas actuaciones
es si efectivamente se originan por un conflicto con la libertad de conciencia del objetor,
ya que en esta materia no puede prescindirse del juicio de conciencia del objetor
(Navarro Valls, Martínez Torrón). La objeción de conciencia puede basarse en principios
políticos, pero las connotaciones políticas que puedan darse en estas manifestaciones no
tienen porqué desvirtuar la integridad moral del objetor. Tampoco tiene porqué hacerlo
la remota relación que se da entre la conciencia y la norma que se incumple, el objetor
no puede actuar de otra forma para no contrariar su conciencia, aunque este tipo de
relación nos deba llevar a hablar más bien de una objeción de conciencia indirecta.
Por otra parte, aunque no estemos ante una prestación personal como el servicio
militar, en la gran mayoría de los casos el juicio de conciencia establece un paralelismo
entre la cooperación directa y la cooperación indirecta a la defensa armada, que lleva a
identificar también a esta última como auténtico mal moral (Navarro Valls, Martínez
Torrón). Desde el punto de vista moral no existe diferencia alguna entre ir directamente
a la guerra y pagar para hacer posible que otros vayan. Para el objetor, en orden a la
cooperación con la guerra, es prácticamente lo mismo prepararse para ella y llevar las
armas (colaboración directa) que contribuir financieramente a que otros se preparen y
las lleven (colaboración indirecta).
Aunque la mayoría de los casos de objeción fiscal se refieren a los gastos militares,
también otro tipo de gastos públicos están motivando esta modalidad de objeción en
distintos países. Tal es el caso de los gastos destinados a sufragar los costes de las
prácticas abortivas en los centros públicos o la pena de muerte. La oposición a estos
actos da lugar a que el contribuyente se niegue al pago de la cuota del impuesto que
según sus cálculos se destina a financiar su práctica.
Ya se ha dicho que normalmente el objetor opera sobre el IRPF, pero también pudiera
hacerlo sobre otro impuesto. Por otra parte, se podría considerar como objeción fiscal la
negativa por motivos de conciencia al pago de tributos que en países con sistema de
iglesias de Estado se exigen para atender la financiación de la iglesia oficial. Esta
contribución puede dar lugar a un conflicto de conciencia en los individuos que no
perteneciendo a dichas iglesias están obligadas al pago del tributo, como ocurre en
algunos municipios suecos.
Aunque no totalmente equiparables a la objeción fiscal guardan con ella cierta similitud
los supuestos de objeción a la aseguración obligatoria o al pago de cuotas sindicales. La
primera de estas objeciones la suelen ejercer los miembros de determinas confesiones
religiosas (Dutch Reformed Church en Holanda; Chistian Sciencie y Amish en EEUU),
pues entienden que ciertos textos bíblicos prohíben esas prácticas al establecer que los
cristianos deben atender por sí mismos a las necesidades de ancianos y necesitados y
no un organismo estatal. Por lo que se refiere a la objeción al pago de cuotas sindicales,
procede principalmente de la Iglesia Adventistas del Séptimo Día que prohíbe la
afiliación o contribución de sus miembros a organizaciones sindicales al considerarlas
contrarias al mandato evangélico del amor al prójimo ya que promueven huelgas,
piquetes, etc.
En ninguno de los países donde se viene planteando la objeción fiscal a gastos militares
o de defensa, -siendo EEUU e Italia donde quizás ha alcanzado mayor amplitud-, se
admite este tipo de objeción en el ámbito legislativo.
Además de los países mencionados, en otros como Alemania, Bélgica, Holanda, el Reino
Unido, Australia y Canadá, en los cuales se reconoce la objeción al servicio militar, se ha
intentado legalizar la objeción fiscal a través de la presentación de proyectos de ley por
parte de representantes parlamentarios, sin que ninguno de ellos haya prosperado.
Por lo general en todas estas propuestas se ataca la obsesión de los dirigentes políticos
por mantener el modelo de defensa vigente, el cual tiene un alto porcentaje de
participación en los presupuestos generales de cada Estado, presentándose la objeción
fiscal como un paso más hacia el ejercicio del derecho del individuo a la no colaboración
con la defensa armada. Los cauces legales que prevén, a través de los cuales el
contribuyente objetor ejercería su opción, conllevan además de las correspondientes
leyes de objeción, una reforma de la normativa de los impuesto a través de los cuales
se plasma su ejercicio, así como de las leyes presupuestarias y tributarias. Por último,
en todos los proyectos es común la mención del destino de los recursos monetarios
procedentes del ejercicio de la objeción fiscal.
Más recientemente (caso Unitate State v. McKee 2007) varios miembros de la secta
religiosa pacifista Reformed Israel of Yaweh fueron condenados por dejar de pagar las
tasas correspondientes a ellos y a sus empleados por estar en contra de que parte de lo
que pagan se destine a financiar la guerra.
Tampoco los casos de objeción fiscal a gastos militares que han conocido los órganos
supranacionales han sido reconocidos. En 1991, el Comité de Derechos Humanos de la
ONU, ante la pretensión de una ciudadana canadiense miembro de la Sociedad de
Amigos (cuáquero) de obtener declaración de violación de su derecho a la libertad de
conciencia por el hecho de que la legislación fiscal de su país establece que un
porcentaje de impuestos se dedique a los gastos de defensa, -pues sus convicciones
religiosas no le permite participar en modo alguno en el sistema de defensa de un país-,
determinó que el rechazo a pagar impuestos por objeción de conciencia a gastos
militares no es un derecho comprendido en el artículo 18 del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos (derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de
religión) (Caso J.P.v. Canadá, 7-11-1991).
Los tribunales estadounidenses por lo general no han admitido estos supuestos sobre la
base de la prevalencia de la norma tributaria frente a la libertad religiosa ya que no se
produce una restricción directa de dicha libertad que pudiera plantear un problema de
constitucionalidad de la norma. En el “caso Erzniger v. Regents of the University of
California, 1980” ante el TS de California, en el que un grupo de estudiantes de la
Universidad se negaron a pagar una parte de las tasas de ingreso aduciendo que tales
fondos se destinaban a sufragar los gastos de abortos de sus compañeras, el TS estimó
que tales cuotas no contradecían la libertad religiosa y que la Universidad tenía un
interés legítimo en la salud de los estudiantes, lo cual la legitimaba para exigir dichas
tasas. En el “caso McKee v. Country of Ramsey, 1982” ante el TS de Minnesota, en el
que una familia de contribuyentes sostenía que se vulneraba su libertad religiosa por
obligarles al pagar la totalidad del Impuesto sobre el Patrimonio al dedicarse parte de su
recaudación a actividades, tales como la esterilización o el aborto, contrarias a su
conciencia, el Tribunal se remitió a los precedentes relativos a la neutralidad estatal y a
la constitucionalidad de la norma tributaria frente a la libertad religiosa. Y en el “caso Di
Carlo v. Commissioner of Internal Revenue, 1992, ente la US Tax Court, en el que un
contribuyente se declara “religious objetor” ya que sus creencias religiosas le excusan
del pago de impuestos que se dedican por el Estado a actividades inmorales contrarias a
su conciencia como el aborto, la Corte afirmó que sólo la restricción directa de la
libertad religiosa plantea un problema de constitucionalidad de la norma jurídica, que no
existe distinción entre el objetor fiscal y el que protesta contra los impuestos por
motivos políticos o de conveniencia, añadiendo que si se permitiera que cada confesión
religiosa rechazara una partida del sistema fiscal, tal sistema no podría subsistir.
En Canadá, en 2010, un católico fue condenado con pena de prisión por el impago de
multas impuestas por dejar de pagar tasas al estar en contra de que el destino de las
mismas fuera la financiación de abortos.
El argumento anterior, utilizado tanto por la Comisión en varias ocasiones como por
algunos tribunales nacionales, no se puede calificar de exacto, pues una cosa es que no
se deba admitir, por razones de orden público, una disminución de impuestos o un
cambio de afectación, decidiendo el ciudadano el destino de los impuestos que paga, y
otra bien distinta es que la judicatura decida qué es lo que tiene, o no tiene, incidencia
precisa en la conciencia. Esto sólo puede decidirlo la persona individual, sin que el poder
judicial o administrativo tenga competencia alguna al respecto, puesto que se estaría
produciendo una recusable suplantación y una evidente confusión de planos (Navarro
Valls, Martínez Torrón).
Aún así se han dado casos en los que los objetores se han negado al pago de la cuota
sustitutoria, algunos de los cuales han sido juzgados por la Comisión Europea de
Derechos Humanos.
Como se dijo, los primeros casos de objeción de conciencia fiscal en España surgieron
en 1983. Se trataron de objeciones a gastos militares y desde entonces han ido en
aumento, sobre todo en el marco de asociaciones pacifistas de ámbito autonómico. Y es
la modalidad que más se ha planteado en nuestro país, aunque también se vienen
promoviendo desde distintas asociaciones la objeción de conciencia fiscal a gastos
destinados al aborto, y recientemente lo que denominan la objeción fiscal a los gastos
religiosos, como veremos seguidamente.
Esta falta de regulación ha llevado a que algunos casos de objeción de conciencia fiscal
en derecho español se hayan planteado en el ámbito judicial, y todos ellos son por
objeción de conciencia a gastos militares. Varios han sido resueltos por tribunales
inferiores, solamente uno ha llegado al Tribunal Supremo y dos casos ha conocido el
Tribunal Constitucional. Todos han sido rechazados, siguiéndose básicamente la doctrina
establecida por el Tribunal Constitucional en su sentencia 160/1987, de 27 de octubre.
La situación es muy similar en todos ellos: se trata de contribuyentes que disconformes
con su contribución a los gastos de defensa deducen de la cuota líquida del IRPF el
porcentaje correspondiente a dichos gastos, ingresando esa cantidad a favor de
instituciones de interés social. Normalmente los objetores alegan motivos de conciencia
y/o de libertad ideológica y religiosa, amparándose en los artículos 30.2 y 16.1 de la
Constitución española.
También los dos únicos asuntos que ha conocido el Tribunal Constitucional han sido
desestimados. En la providencia de 28 de junio de 1990, siguiendo la doctrina ya
establecida en otras sentencias, el Tribunal determinó que sin un reconocimiento legal
de la objeción fiscal, la libertad ideológica o de conciencia no son suficientes para eximir
del cumplimiento de un deber general como el de contribuir al sostenimiento del gasto
público (art. 31 C.E ), ni para adoptar fórmulas alternativas a este deber que, en
definitiva, comportarían no sólo la atribución al recurrente de la facultad de
autodisponer de una parte de la cuota tributaria, sino también la vulneración de la
competencia de las Cortes Generales para la aprobación de los Presupuestos Generales
del Estado (art. 134.1 C.E ); y en fin, la quiebra del principio de no afectación
proclamado en diferentes preceptos de nuestro vigente Ordenamiento jurídico. En el
auto del TC de 1 de marzo de 1993 se inadmitía igualmente el recurso en base a tres
argumentos: en primer lugar que la objeción de conciencia no es un derecho
fundamental sino una excepción al cumplimiento de un deber general; en segundo lugar
que en cuanto excepción particular, no cabe extender su contenido a cualquier
modalidad de objeción de conciencia o reparo ideológico; y en tercer lugar que la
libertad ideológica no cubre la posibilidad de excepcionar el deber general de contribuir
porque, de lo contrario, se atribuiría a cada contribuyente la facultad de diseñar o
autodisponer de parte de la deuda tributaria según su ideología , lo cual va contra la
configuración constitucional del artículo 134.1 de la Constitución.
Los argumentos anteriores también fueron los esgrimidos por el Tribunal Superior de
Justicia de Cantabria en sentencia de 2 de abril de 2007 para desestimar el recurso
planeado.
Tal vez la inadmisión por los tribunales españoles de la objeción fiscal a gastos militares
se trate de una actitud preventiva ante el temor de que se termine planteando objeción
a todas las partidas presupuestarias, con el consiguiente derrumbamiento de nuestros
sistemas presupuestario y tributario. Sea como fuere no se puede dejar de hacer
algunos cometarios a los anteriores argumentos jurisprudenciales.
Ciertamente hay una aparente contradicción, pero también hay que tener en cuenta que
no todas las objeciones de conciencia permiten el mismo tratamiento jurídico. Con el
ejercicio de la objeción fiscal ante el sistema actual se están vulnerando determinadas
normas, lo cual no ocurre en el ejercicio de otros tipos de objeción de conciencia, y ello
puede impedir su directa protección judicial. En el caso que nos ocupa se contravienen
principios presupuestarios, como el de no afectación impositiva, correspondiendo
exclusivamente a las Cortes Generales la disposición sobre los ingresos tributarios, e
igualmente se contravienen normas tributarias. Por ejemplo, si se hubiera admitido en
vía judicial la objeción fiscal a modo de exención por motivos de conciencia se estaría
incumpliendo la reserva de ley en materia de exenciones (artículo 8, d) de la Ley
58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria ), y no está permitido extender el
ámbito de las exenciones más allá de sus términos estricto (artículo 14 LGT ); o si se
admitiese a modo de deducción por donativos, el objetor estaría deduciendo el 100%
del valor del donativo en la cuota a ingresar, cuando el porcentaje que está permitido
deducir a las personas físicas por donaciones a entidades sin fines de lucro es solamente
una parte del valor de la donación, por tanto en la práctica se estaría produciendo una
defraudación fiscal, aunque en la teoría no se pueda conceptuar sin más como tal
porque el objetor no se niega a pagar y no obtiene lucro personal.
Por otra parte, se ha señalado que no es suficiente con hacer referencia al principio de
no afectación impositiva, sino que la cuestión fundamental en orden a la procedencia de
protección jurídica de estas actuaciones está en determinar si el pago de los impuestos
puede verse como una cooperación necesaria para la guerra o la preparación de la
misma, es decir, si existe relación real entre el hecho de pagar impuestos y las
actividades militares. En tal caso, si cabe la exención al deber de prestar el servicio
militar, con igual razón cabe la excepción al deber de contribuir. Si no se puede
encontrar una relación directa entre el hecho de pagar impuestos y las actividades
militares, entonces la protección de la objeción fiscal no tendrá justificación (Olmos
Ortega, Puchades Navarro).
Con todo ello se llega a que con los sistemas presupuestario y tributario vigentes y ante
el funcionamiento de la hacienda estatal no parece que sea posible reconocer la
objeción de conciencia fiscal; se produce una conflicto entre dos intereses públicos, la
protección por parte del Estado de la libertad de conciencia de sus ciudadanos y la
protección del mantenimiento y viabilidad de los sistemas mencionados, primando este
segundo en aras a la seguridad pública entendida en sentido amplio.
Tampoco nos puede llevar a concluir que no exista ninguna solución al problema de la
objeción fiscal, ésta está en manos del legislativo. Probablemente si el fenómeno de la
objeción fiscal se extiende, los Estados reaccionarán y buscarán una medida
conciliadora (Olmos Ortega, Puchades Navarro).
Hay que destacar que caben excepciones a los principios involucrados como lo
representa la asignación tributaria a favor de la Iglesia Católica o a favor de otros fines
sociales que desde 1988 se viene aplicando en España. En virtud de esta posibilidad de
excepción se podría llegar a albergar fórmulas alternativas que permitan compatibilizar
el respeto a la libre conciencia individual y el otro interés del Estado representado por el
deber jurídico que la conciencia rechaza.
Tanto dentro como fuera de España la doctrina tributaria se está cuestionando no sólo
la aplicación inflexible, en la mayoría de los casos, del principio de no afectación
impositiva, -pudiéndose encontrar en la práctica de distintos países algunas
afectaciones-, sino también la aplicación exclusiva del principio de capacidad económica
en la exacción de impuestos, replanteándose un acercamiento al principio del beneficio,
pagando el ciudadano en virtud del beneficio que recibe de la actuación pública y no
sólo en razón de la capacidad de pago, de tal modo que las preferencias individuales
alcancen un mayor protagonismo en el proceso de toma de decisiones colectivas
(Dalmau). Sobre este tipo de consideraciones técnico-fiscales, que toman en cuenta las
opciones de conciencia más como un dato sociológico que como opciones de libertad a
respetar necesariamente en virtud del artículo 16 de la Constitución, se ha defendido la
conveniencia de reconocer legalmente una afectación parcial del IRPF en materia de
gastos de defensa (Navarro Valls, Martínez Torrón).
Finalmente hay que señalar otro problema que se viene planteando en España y que
guarda cierta similitud con la objeción de conciencia fiscal a la aseguración obligatoria.
Se trata de la petición de reembolso por la sanidad pública de los gastos ocasionados en
la sanidad privada por intervenciones médicas realizadas en la forma requerida por
determinados grupos religiosos y que no están cubiertas por la sanidad pública. Tal es
el caso de los Testigos de Jehová que demandan intervenciones sin empleo de
tratamientos hemotransfusionales y para ello acuden a la medicina privada (Cebriá). La
Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de abril de 1993, en recurso de casación para la
unificación de la doctrina, adujo al respecto que “el Estado debe respetar las creencias
religiosas; pero no tiene el deber de financiar aquellos aspectos de las mismas que no
sean acreedores de protección o fomento desde el punto de vista del interés general...,
máxime en “un sistema caracterizado por la limitación de medios y por su proyección
hacia una cobertura de vocación universal” (F.J.2º). Años después también el Tribunal
Constitucional en Sentencia de 28 de octubre de 1996 se pronunció al respecto,
señalando que “de las obligaciones del Estado tendentes a facilitar el ejercicio de la
libertad religiosa, no puede seguirse, porque es cosa distinta, que esté obligado a
otorgar prestaciones de otra índole para que los creyentes de una determinada religión
pueden cumplir los mandatos que les impone sus creencias” (F.J.4º).
LA OBJECIÓN AL ABORTO
La fundamentación de este tipo de objeción suele plantearse por una triple vía. Desde
una perspectiva deontológica, los facultativos conocen mejor que nadie la singularidad
del patrimonio genético del embrión, la continuidad de su crecimiento somático, los
mecanismos de lo que se ha llamado el “coloquio bioquímico con la madre” y, en
definitiva, el grado de independencia ontológica de ella; de ahí que numerosos códigos
deontológicos reconozcan el derecho del personal sanitario a objetar a la cooperación o
realización de abortos. Desde el punto de vista de la ética o moral natural, no ha dejado
de observarse que en el problema del aborto la cronología no modifica la ontología, es
decir, que el derecho a la existencia de todo ser humano, abstracción hecha del
momento en que se plantea, es un derecho fundamental, precisamente porque funda
todos los otros derechos en cuanto a su misma posibilidad de ejercicio (Tetamanzi,
Herranz). Y desde la perspectiva de la moral religiosa, la gran mayoría de iglesias y
confesiones han visto en el aborto, o al menos en alguna de sus formas, un acto de
supresión de la vida humana inocente, un grave ilícito moral.
Por su parte, desde el punto de vista filosófico conviene hacer notar -como se ha dicho
incisivamente- que en una sociedad secularizada la vida humana adquiere una terrible
seriedad, precisamente porque es la única vida de la cual muchas personas creen
disponer, al haberse oscurecido el recuerdo de otra vida ultraterrena. De ahí la paradoja
del avance de las legislaciones permisivas del aborto inducido, que no sólo contradice la
secular concepción cristiana de respeto a la vida del no nacido, sino que niega también
en profundidad la imagen de sí mismo que el hombre moderno ha construido durante
estos dos últimos siglos (D’Agostino).
Así, por ejemplo, en Estados Unidos, después de que, en 1973, la decisión Roe v. Wade
del Tribunal Supremo norteamericano viniera prácticamente a liberalizar el aborto en los
seis primeros meses del embarazo, todos los estados de la Unión han establecido
cláusulas de conciencia en sus legislaciones sobre el aborto. En ellas se prohíbe con
sanciones civiles, e incluso penales, discriminar a cualquier facultativo que se niegue
por motivos de conciencia a participar en procedimientos abortivos. La mayoría de las
leyes están redactadas de modo bastante amplio desde el punto de vista del derecho de
un empleado o facultativo de un hospital o de otra persona que se niega a colaborar en
prácticas abortivas, proporcionando también protección contra maniobras
discriminatorias contra el objetor. Así, por ejemplo, la legislación del estado de Kansas
dispone: “Ninguna persona será requerida para ejecutar o participar en procedimientos
médicos que tengan por objeto la finalización de la vida intrauterina, y el rechazo de
cualquier persona a ejecutarlos o participar en ellos no dará lugar a responsabilidad civil
de éstas. Ningún hospital, administrador del mismo, o Junta administrativa de ellos
cesará en su empleo, impedirá o perjudicará la práctica o trabajo o impondrá ninguna
otra sanción a persona alguna por el hecho de que ésta se niegue a ejecutar o participar
en la interrupción de un embarazo”.
A su vez, las leyes estatales reconocen que los hospitales privados pueden establecer
cláusulas institucionales prohibiendo la realización de abortos dentro de sus
instalaciones. También los hospitales públicos pueden establecer en sus estatutos
idéntica excepción, pues el Tribunal Supremo, en 1977, concluyó que los hospitales
municipales no vienen obligados a destinar fondos públicos para contratar médicos que
acepten practicar abortos (sentencias Beal v. Doe, Maher v. Doe, Poelker v. Doe).
Respecto al derecho europeo, casi todas las legislaciones tienen una normativa definida
sobre esta modalidad de objeción de conciencia, con la excepción de Suecia -que remite
a los directores de los hospitales la posibilidad (no la obligación) de tener en cuenta las
convicciones morales y religiosas del personal a su cargo- y de España, que la reconoce,
pero no la regula.
Así, la ley francesa de 17 enero de 1975 establece que “ningún médico o auxiliar
sanitario está obligado a cooperar o ejecutar un aborto”. La ley holandesa de 1 de
noviembre de 1984 indica que “ningún personal del servicio sanitario puede ser
discriminado por su negativa a la realización de prácticas abortivas”. En el Reino Unido,
la Abortion Act de 1967 establece, en su art. 4, que el personal médico goza del
derecho de rehusar la participación en operaciones abortivas, salvo en los casos en los
que la intervención médica sea necesaria para salvar la vida de la madre. La legislación
alemana de reforma del código penal, de 18 mayo 1976, dispone taxativamente que
“nadie puede ser obligado a cooperar en una interrupción de embarazo”; aunque,
análogamente a la ley británica, establece como límite a la objeción de conciencia que el
aborto sea necesario para salvar a la mujer de un peligro de muerte, no evitable de otro
modo. La ley danesa de junio de 1973 incluso habilita al director del hospital para
plantear objeción de conciencia en nombre de todos los médicos de él dependientes. Por
lo demás, las legislaciones europeas no obligan a indicar los motivos que llevan a la
actitud omisiva de la realización de abortos.
Un caso un tanto particular es el de la ley italiana de 22 mayo 1978, cuyo art. 9 dispone
que “el personal sanitario y el que ejerce actividades auxiliares no vendrá obligado a las
intervenciones para la interrupción del embarazo cuando planteen objeción de
conciencia con declaración preventiva”. Dicha declaración preventiva es, por
consiguiente, necesaria para hacer operativa legalmente la propia objeción de
conciencia al aborto, y consiste en una simple comunicación dirigida a la autoridad
sanitaria competente. En principio, tal comunicación, que surte efectos inmediatos, ha
de realizarse en el plazo de un mes desde la habilitación profesional o desde la
incorporación a un centro en el cual se exija al personal médico o sanitario la práctica
del aborto. No obstante, puede ser propuesta fuera de ese plazo -o, en su caso,
revocada- en cualquier momento, pero entonces sus efectos sólo comienzan un mes
después de su presentación; dicho plazo ha recibido algunas críticas por parte de la
doctrina italiana, en tanto que lesivo de la libertad de conciencia (Bertolino). La objeción
exime del cumplimiento “de los procedimientos y de las actividades específica y
necesariamente dirigidas a determinar la interrupción del embarazo, y no de la
asistencia antecedente y consiguiente a la intervención”. Como en algunas legislaciones
europeas, la objeción de conciencia no puede ser invocada cuando la intervención
personal del objetor resulte indispensable para salvar la vida de la mujer en caso de
peligro inminente.
El tercer caso tuvo lugar en Francia cuando algunos farmacéuticos alegaron objeción de
conciencia para no dispensar la píldora abortiva R. U. 486 (al igual que ha sucedido más
recientemente en España: vid. tema 09.09). El problema se planteaba en el
ordenamiento francés por el juego conjunto de los arts. 645 y 62 del Code de la santé
publique. El primero establece que son los farmacéuticos las únicas personas que bajo
prescripción facultativa pueden dispensar sustancias abortivas; el segundo cita a los
médicos, enfermeras y personal auxiliar como habilitados para beneficiarse de la
cláusula de conciencia a la hora de realizar abortos. Al no citar expresamente a los
farmacéuticos, éstos no quedan protegidos por la clause de conscience. La doctrina
entiende factible que puedan proponerla. La jurisprudencia, sin embargo, parece excluir
el supuesto al fallar contra la objeción de conciencia que hace años plantearon algunos
farmacéuticos respecto a la venta de anticonceptivos.
A estos supuestos, por otro lado, habría que añadir los examinados en relación con la
objeción fiscal y los gastos estatales destinados a la realización de abortos (vid. tema
09.03).
Esa doctrina del TC ha sido reiterada más recientemente por el Tribunal Supremo en sus
sentencias de 16 de enero de 1998 y 23 de enero de 1998 , al resolver los
recursos interpuestos por varias asociaciones y corporaciones -entre ellas el Consejo
General de Colegios oficiales de Médicos y el Consejo General de Ayudantes Técnicos
Sanitarios y Diplomados de Enfermería - contra el Real Decreto 2409/1986, sobre
centros sanitarios acreditados y dictámenes preceptivos para la práctica ilegal de la
interrupción del embarazo. El TS estimaba improcedente el reproche que se efectuaba
al Real Decreto de no respetar expresamente la cláusula de conciencia del personal
médico y sanitario. Para el TS, una ilegalidad omisiva sólo resultaría controlable en sede
jurisdiccional cuando el silencio reglamentario determinara la implícita creación de una
situación jurídica contraria a la Constitución o supusiera el incumplimiento de una
obligación legal. Pero en este caso -añadía el TS- debe aplicarse la doctrina de la STC
53/1985 , que señala que la objeción de conciencia de médicos y personal sanitario
es “directamente aplicable”, al formar parte ex se del contenido de la libertad ideológica
y religiosa reconocida en el art. 16.1 de la Constitución .
No debe olvidarse que, en principio, una ley despenalizadora del aborto implica una
excepción al principio general que califica como delictuosa una acción abortiva: es decir,
lo que hace, en rigor, es despenalizar el aborto en unos determinados supuestos,
continuando penalizado en otros. Por eso mismo, el médico o personal sanitario que
objeta a la realización de abortos no es contemplado como un ser asocial que pretende
privilegiarse en un contexto social impositivo. Al contrario, en el fondo de las
declaraciones legislativas protectoras de los objetores al aborto se detecta una
conceptuación de tales actuaciones como testimoniales de valores que están en la base
de la propia Constitución. De ahí que, en estos supuestos, suela hablarse de objeción de
legalidad más que de estricta objeción de conciencia, en la medida en que el médico
que se niega a practicar abortos opta por la regla general prohibitiva del aborto; no
quiere rozar el ámbito de lo delictivo, es decir, no quiere verse implicado en actuaciones
que puedan ser constitutivas de delito. De lo cual se deduce que el médico o personal
sanitario -tanto de hospitales privados como públicos- puede negarse a ejecutar un
aborto sin técnicamente proclamarse objetor y aunque no se le reconociera
expresamente ese derecho: le basta hacer notar que la muerte directa de una vida
humana (que es lo que la ley le solicita en algunos supuestos) no entra dentro de la
praxis específicamente médica -es decir, terapéutica- de su profesión. Algo así como las
negativas que se han producido en algún estado americano por médicos titulares de
prisiones en relación con la ejecución de la pena de muerte a través de inyección letal:
su argumentación ha sido que ellos “son médicos, no verdugos”.
Por otro lado, en caso de colisión entre el derecho de la madre gestante a la utilización
de los mecanismos que le confiere la ley y el derecho del objetor a no ser discriminado
o gravado por el hecho de su objeción, prevalece este último, precisamente porque -
como acaba de indicarse- goza de una protección constitucional con especial cobertura
y, en principio, diversa de la protección constitucional de la que disfruta el objetor de
conciencia al servicio militar. Razones análogas mueven a aceptar la posibilidad de que
la objeción de conciencia al aborto se plantee como sobrevenida, es decir, incluso en el
supuesto en que el médico firmase su contrato o aceptase la relación funcionarial
asumiendo la obligación específica de practicar abortos legales (Ruiz Miguel).
3.3. La conveniencia de una legislación sobre objeción al aborto que regule las
cuestiones abordadas por la jurisprudencia
Una tal legislación, por otra parte, parece cada vez más necesaria, dada la
incertidumbre y contradicciones que vienen observándose últimamente en la
jurisprudencia española. Efectivamente, supuestos prácticamente idénticos han
obtenido respuestas jurisprudenciales diversas.
Tal vez teniendo en cuenta esta argumentación, con posterioridad a la aludida sentencia
del Tribunal Supremo español, el Tribunal Superior de Justicia de Aragón, en sentencia
de 18 de diciembre de 1991, ha sentado doctrina contraria a la del Supremo en 1987, al
revocar una resolución de un Juzgado de lo Social de Zaragoza que entendió conforme a
derecho el traslado de un anestesista del servicio de medicina maternal al de
traumatología por haber planteado objeción de conciencia a los abortos que en el
primero se realizaban. El Tribunal Superior de Aragón entiende que ese traslado supone
“la existencia de una vulneración del derecho fundamental a la no discriminación por
razones ideológicas o religiosas” del objetor. Y ello, aunque el traslado de servicio no
implique cambio de categoría profesional ni disminución de sueldo. La sentencia hace
notar, en fin, que el traslado “respondió a una encubierta represalia llevada a cabo con
patente vulneración del derecho fundamental a la no discriminación por razones
ideológicas o religiosas que reconocen los artículos 14 y 16 de la Constitución”.
Concluyendo que, “por hallarnos ante una materia que constituye una verdadera piedra
de toque para contrastar y columbrar la efectividad de un estado de derecho basado en
el auténtico respeto al pluralismo ideológico que ampara la Constitución, las conductas
sospechosas de encubrir un comportamiento antijurídico deben ser analizadas con
especial rigor y cuidado para evitar, por todos los medios, que al socaire de actuaciones
formalmente ajustadas al ordenamiento jurídico puedan filtrarse modos de proceder que
reduzcan a papel mojado aquellas garantías destinadas a la protección de los derechos
fundamentales”. En todo caso, sorprende que, un año más tarde, con los mismos
ponentes y en un supuesto de hecho similar, el Tribunal de Justicia de Aragón (en
sentencia de 23 de septiembre de 1992) llegara a una solución distinta.
No conviene olvidar, en fin, que la mayoría de los códigos deontológicos hacen una
directa referencia al derecho que asiste a los facultativos y otro personal paramédico a
plantear objeción de conciencia a las prácticas abortivas. En este sentido, el Código de
ética y deontología médica de la Organización médica colegial de España establece, en
su art. 27: “Es conforme a la deontología que el médico, por razón de sus convicciones
éticas o científicas, se abstenga de intervenir en la práctica del aborto... El médico no
debe estar condicionado por acciones u omisiones ajenas a su propia libertad de
declararse objetor de conciencia”. Por su parte, el nuevo Código deontológico de la
enfermería española dispone: “La enfermera/ o tiene, en el ejercicio de su profesión, el
derecho a la objeción de conciencia, que deberá ser debidamente explicitado ante cada
caso concreto. Los Colegios velarán para que ninguna enfermera/ o pueda sufrir
discriminación o perjuicio a causa del uso de este derecho”.
En otro orden de cosas, por lo que concierne a la posible objeción de conciencia de los
jueces que se oponen a autorizar el aborto solicitado por menores de edad, ya vimos la
confusa solución adoptada por la jurisprudencia italiana. En España no existe una
disposición legal en la que se regule la forma en que la menor ha de prestar su
consentimiento en caso de pretensión de aborto. Parte de la doctrina ha afirmado que
es necesario completar el consentimiento de la menor para considerarlo válido a efectos
de la despenalización del delito de aborto (Sieira). En caso de discrepancia entre la
menor y sus representantes legales, no parece existir otra solución que el
nombramiento de un defensor judicial con la consiguiente intervención del juez. Y, en
este supuesto, el juez podría aducir las causas de abstención enumeradas en el art. 219
de la Ley Orgánica del Poder Judicial . En concreto, “tener interés directo o indirecto
en el pleito o causa”, pues las razones de conciencia le impedirían ser imparcial (De Asis
Roig, Sieira). De manera que, para hacer valer su objeción de conciencia, el juez deberá
comunicar a las partes su condición de objetor, y abstenerse, por interés directo en la
cuestión, de nombrar defensor judicial o de entender del procedimiento contencioso en
que se enfrentan los intereses de la menor y sus representantes legales en torno al
aborto de la misma
La objeción de conciencia (odc), como cuestión jurídica, presenta, hoy por hoy, una
plasticidad dinámica que se resiste a ser encuadrada de modo unitario. Teoría y ley
vienen siempre después del problema real, y aun así no pocas veces han sido
desbordadas por la evolución del fenómeno. Los avances de la biotecnología son quizás
el ejemplo más paradigmático. Nos encontramos ante uno de los focos de expansión
más importantes de este derecho fundamental, tanto desde el punto de vista
cuantitativo como cualitativo. Esto se debe, en unos casos, a la notoria –y lógica–
descompensación o asincronismo entre el acelerado ritmo de la ciencia y la pausada
respuesta legislativa, lo cual origina un vacío jurídico con la consiguiente indefensión
jurídica de los agentes biomédicos. En otros casos, se llega al mismo resultado, pero
por la vía contraria: se les insta a tomar parte activa en actos ahora “liberalizados”
mediante leyes permisivas que los han despenalizado (el aborto o la esterilización
voluntaria, por ejemplo) o legalizado (véase, las técnicas de reproducción asistida o la
investigación con embriones). En ambas situaciones, cuando se trata de intervenciones
que a su conciencia, el único recurso es acogerse a la objeción, no siempre
suficientemente garantizada.
Por otra parte, la conflictividad entre conciencia y ley en este ámbito es especialmente
compleja debido principalmente a tres factores (López Guzmán): por un lado, el
farmacéutico, médico, enfermero o biólogo se enfrenta a menudo a decisiones que
afectan al inicio o al final de la vida; por otro, con frecuencia, en la resolución de estos
casos confluyen distintos puntos de vista entre los profesionales de la sanidad, los
pacientes y los familiares. Por lo que la odc puede plantearse no sólo por los facultativos
sino también por el paciente, sus familiares o representantes legales; y, por último, la
complejidad del moderno cuidado de la salud requiere, a menudo, acuerdo y
cooperación en un único curso de acción, implicándose en esta tarea distintos
profesionales en diversos grados.
La violencia política ha dado paso a una nueva forma de violencia, la económica, que, a
su vez, viene acompañada por una forma de tecnología, que ya no se basa en la
materia inerte, sino sobre la materia viva, mucho más peligrosa y devastadora. Por eso,
hoy el problema ético-jurídico se plantea de manera más aguda que en ninguna otra
época de la historia, porque o bien afecta a sujetos sin voz (embriones) o repercute no
sólo en determinados individuos o colectividades sino en toda la humanidad (especie
humana). Ésta es una de las características más específicas de los derechos humanos
de la tercera generación, que nacen precisamente de la reflexión de la bioética y de la
ecología (vgr. el derecho a un patrimonio genético no manipulado, los derechos
derivados de los procesos artificiales de procreación humana, los derechos
medioambientales, etc.): la trama de los intereses en conflicto es particularmente
compleja y ninguna regulación jurídica ofrece el mismo grado de razonabilidad respecto
a cada uno de ellos. Así, por ejemplo, podría argumentarse que la regulación de la
inseminación en una mujer sin relación afectiva alguna, es una manifestación de su libre
desarrollo de la personalidad (art. 10 CE ) y satisface su pretensión de fundar una
familia (art. 39.1 CE ); pero esa misma opción menoscaba el derecho del hijo a la
investigación de su paternidad (art. 39.2 CE ) y, desde luego, condiciona ab initio un
aspecto de su libre desarrollo de la personalidad.
La eticidad de este progreso dependerá, pues, no sólo de los fines que se quieren
conquistar, sino también de los modos y de los medios para alcanzarlos; y sobre todo,
del proyecto de hombre y de humanidad al que sirvan, que sea capaz de integrar esas
conquistas en valores humanos perennes y universales. En definitiva, esos avances
biotecnológicos plantean una cuestión fundamental: ¿es ética y jurídicamente admisible
todo lo que es técnicamente factible?.
En realidad, la convergencia entre ellas sería posible si se aceptaran de forma radical los
derechos humanos reconocidos en la Declaración Universal de 1948 (de hecho,
ningún valor como la vida es, al mismo tiempo, más laico y más sagrado). Pero esa
esperanza se pierde cuando se comprueba que sus interpretaciones pueden incluso ser
contradictorias. Precisamente por esta razón, la odc en bioética “supone admitir la
existencia de amenazas contra valores importantes de la Humanidad, así como la
insuficiencia actual del derecho positivo para poner remedio a esta situación. El
ciudadano necesita, por tanto, mantener a distancia ese derecho para proteger dichos
valores” (Mémeteau).
Los textos internacionales sobre derechos humanos más relevantes son: la Declaración
Universal de Derechos Humanos (DUDH, 1948); el Convenio Europeo de Derechos del
Hombre y Libertades Fundamentales (CEDH, 1950); el Pacto Internacional sobre
Derechos Civiles y Políticos (PICP, 1966); la Carta de los Derechos Fundamentales de
la Unión Europea (CDFUE, 2000); el Convenio del Consejo de Europa para la
Protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del ser humano con respecto a las
aplicaciones de la Biología y la Medicina (CDHB, 1997; en vigor en España desde
1.1.2000) y su Protocolo Adicional sobre prohibición de clonar seres humanos (1998); la
Declaración Universal de la UNESCO, sobre Genoma Humano y los Derechos Humanos
(DUGH, 1997).
Su objeto material está delimitado por cuatro ámbitos: a) los problemas éticos de las
profesiones sanitarias; b) los problemas éticos que plantean las investigaciones sobre el
hombre, aunque no sean directamente terapéuticas; c) los problemas sociales
inherentes a las políticas sanitarias (nacionales e internacionales), a la medicina del
trabajo y a las políticas de planificación familiar y de control de la natalidad; d) los
problemas relacionados con la intervención sobre la vida de los demás seres vivos
(plantas, microorganismos y animales) y, en general, lo que se refiere al equilibrio del
ecosistema. Todos ellos plantean nuevos retos a la ciencia y a la normatividad jurídica,
aunque no todos tengan las mismas implicaciones respecto a la odc, como veremos.
La bioética propone cuatro principios básicos para resolver las decisiones inherentes a
las profesiones de la salud (Gafo). Casi todos aparecen recogidos en el Juramento
Hipocrático y en sus actualizaciones posteriores: la Declaración de Ginebra (1948) y
el Código Internacional de Ética Médica (1949) redactados, respectivamente, por la 1ª y
2ª Asamblea de la Asociación Médica Mundial. En realidad, los principios de la bioética y
del bioderecho son comunes y constituyen el núcleo de la nueva generación de derechos
humanos. La mayoría de los ordenamientos estatales los han ido incorporando por la vía
legal o jurisprudencial y son una pauta interpretativa en la solución de los conflictos
generados en los casos de odc.
Este principio está amparado por las normas deontológicas internacionales y nacionales
(arts. 4.1, 4.4 CEM; arts. 5, 14, 16 CEE; CEF: 10) y protege la odc del agente
biomédico.
Exige al profesional que ponga sus conocimientos, sus valores éticos y su dedicación al
servicio del enfermo. Para algunos es un “ideal de perfección”, pues no es lo mismo
defender que hacer el bien es moralmente correcto que sostener que es obligatorio.
Figura en la mayoría de los Códigos Deontológicos (arts. 4.1, 4.3, 5, 18 CEM; art. 18
CEE; 1, 7, 12 CEF) y en el art. 1 del CDHB.
Tradicionalmente se entendía que, puesto que el médico actúa siempre para el bien del
enfermo, porque éste es su ethos, lo que él prescribe no necesita de otra confirmación
ni siquiera por parte del enfermo. Sin embargo, hoy pesa sobre él cierta sospecha de
paternalismo, pues no se acepta que se aplique sin consentimiento del paciente e
incluso en contra de su voluntad. Para quienes defienden esta postura, la relación
profesional de la salud-paciente se presenta como una relación de igual a igual, en la
que dos seres humanos, dos conciencias autónomas, han de buscar un acuerdo.
Su aparición coincide con la afirmación del pensamiento moderno y del liberalismo ético
de Hume y Smith, materializado después en la formulación de los derechos del
ciudadano y del hombre. A diferencia de los anteriores, no aparece recogido en el
Juramento Hipocrático ni en la Declaración de Ginebra , aunque sí figura en la
mayoría de los Códigos Deontológicos (arts. 7, 8, 9.2, 9.4, 10 CEM; 6-8 CEE; 16 CEF).
Las tendencias bioéticas actuales, e incluso algunas jurídicas, le otorgan preferencia
sobre el de beneficencia cuando se plantean conflictos entre sí, resolviendo por esta vía,
por ejemplo, la legalización de la eutanasia o el respeto de la voluntad de los Testigos
de Jehová en relación a las transfusiones sanguíneas.
El CDHB le dedica el Capítulo II (arts. 5-9). Está implícitamente reconocido en los arts.
1.1 y 10.2 CE, como principio constitucional pero no como un derecho fundamental.
Tampoco puede acogerse, según la doctrina del TC (SSTC 89/1987, de 3.6 ;
22/1988, de 18.2 ), que exista un derecho fundamental de libertad –tomado en
este sentido de libertad-autonomía– en el art. 17.1 CE . En general, los
constitucionalistas han tratado este precepto desde el punto de vista de prohibición de
interferencias en el ámbito de actuación de la persona, en el sentido físico de privación
de libertad. Algunos, partiendo del pronunciamiento del TC acerca de la esterilización de
incapaces que adolecen de graves deficiencias psíquicas (STC 215/1994 , FJ. 2),
afirman que existe un derecho de autonomía personal referido a la disposición del
propio cuerpo. Otros, desde posturas más extremas, defienden que el derecho general
de libertad-autonomía, protegido por el art. 17 CE , constituye un derecho a hacer
todo lo que está permitido. Sin embargo, en nuestro ordenamiento, otorgar naturaleza
de derecho fundamental al principio de que todo lo que no está prohibido está permitido
es discutible. Así lo confirman las SSTC 120/1990, de 27.6 y 137/1990, de 19.7
, sobre alimentación forzada de los huelguistas de hambre. Allí se defendió que
puede haber un ámbito de actuación –de facere– (en tanto que la acción no está
prohibida por la ley), que no suponga tener derecho a realizar esa acción no prohibida.
Materializa el “dar a cada uno lo suyo” en dar tratamientos iguales a casos iguales,
rechazando las discriminaciones, en el ámbito de la asistencia sanitaria, basadas en
criterios ideológicos, religiosos, raciales, económicos, políticos, sexuales, etc. Está
implícitamente recogido en el Juramento Hipocrático y de forma expresa en la
Declaración de Ginebra y en los Códigos deontológicos (art. 4.2, 6 CEM; 4, 15, 34
CEE; 8, 17, 26 CEF). Nuestra Constitución reconoce la igualdad y la justicia como un
valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE ), un principio y un derecho
fundamental (art. 14 CE ). Consta en el art. 2 y en el Capítulo IV (arts. 11-14) del
CDHB.
Su aplicación suele ser complicada porque no se comparte una misma idea de justicia
(ley natural, liberalismo, socialismo, utilitarismo). Ha llevado a la gratuidad de la
asistencia sanitaria para todos; pero la progresiva necesidad de medios humanos y
técnicos supone un encarecimiento tan importante de la sanidad pública que, en la
actualidad, vivimos un conflicto entre las necesidades y la limitación de los recursos
disponibles. Estas circunstancias pueden repercutir, por ejemplo, en la atención médica
de enfermos terminales, “no rentables económicamente”.
Las cuestiones bioéticas son pues, en principio, un terreno poco fértil para la
elaboración de normas jurídicas mínimamente satisfactorias. En primer lugar, porque,
como hemos indicado, no existe ya un consenso ético en las democracias pluralistas. En
segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, porque tampoco existe siempre y
necesariamente un nexo entre legalidad y moralidad: no todo lo legitimado por los
poderes públicos o por la voluntad de la mayoría es aceptable desde un punto de vista
ético. Basta pensar, por ejemplo, en algunas políticas demográficas implantadas por las
autoridades estatales que imponen el aborto, la esterilización e incluso el infanticidio
femenino. Han sido, pues, esas medidas legislativas despenalizadoras o legalizadoras
las que han introducido una suerte de ruptura entre deontología y legalidad (Herranz,
Sieira Mucientes).
Los legisladores tratan de salvar este escollo invocando una ética civil –como hace el
preámbulo de la Ley española 35/1988, de 22 de noviembre, sobre Técnicas
reproductivas – “cuya validez radique en una aceptación de la realidad una vez que
ha sido confrontada con criterios de racionalidad y procedencia al servicio del interés
general; una ética, en definitiva, que responda al sentir de la mayoría y a los contenidos
constitucionales, pueda ser asumida sin tensiones sociales y sea útil al legislador para
adoptar posiciones o una normativa”.
¿Cómo se puede desobedecer una ley que lo único que hace es permitir, autorizar sin
obligar?. Esa paradójica situación sólo se explica por las frecuentes interconexiones
entre las normas de los sistemas legales, que acaban por convertir la permisión legal
del aborto o de la eutanasia en imposición de un deber legal de colaborar e incluso, en
algunos casos, conceden a quienes los practican el derecho legal de no ser
obstaculizados en tales prácticas. Bien es verdad que, aunque –en teoría– la
despenalización de una conducta, o el reconocimiento de su no exigibilidad bajo sanción
penal en determinado supuestos, no convierte lo que era delito en derecho, la
experiencia demuestra que así puede –en la práctica– acabar ocurriendo. Nos
encontramos ante una gráfica consecuencia más de la función pedagógica y
promocional de las normas.
La injusticia de las leyes positivas inmorales va más allá de una serie de permisiones u
autorizaciones, que serían su efecto inmediato. Elaborar una ley positiva es siempre una
responsabilidad moral, es esencialmente una tarea humana movida por una razón
práctica: la de promover bienes humanos y razones prácticas para actuar. Por eso,
incluso las leyes perversas retienen algo de su carácter normativo, lo cual hace que la
corrupción de la ley sea más nefasta todavía: en primer término, porque la injusticia se
extenderá a través de la analogía y de las interconexiones antes citadas; y, en segundo
lugar, porque la promulgación de una ley es siempre un acto de enseñanza: supone dar
cuenta de lo que la naturaleza y dignidad humana requieren. De ahí que las leyes
intrínsecamente injustas pasen a convertirse en falsos profesores, en una academia de
violaciones aún más amplias y fuertes de los derechos humanos.
Es cierto que amplios sectores positivistas invitan a que el acatamiento jurídico a la ley
vaya acompañado de la libre crítica moral a sus contenidos. El problema se plantea
cuando el rechazo moral a la ley es masivo, privándola en la práctica de toda validez.
Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en nuestro país ante la masiva acogida de los
profesionales de la sanidad pública a la objeción de conciencia al aborto, lo que explica
los intentos de ampliar su actual regulación legal así como que menudeen propuestas de
regulación de los supuestos de objeción destinadas a modificar esta situación. Por lo
demás, si se cerrara la vía de la objeción de conciencia, no le quedaría a quien quisiera
ser fiel a ella sino el recurso de la desobediencia civil, que implica la asunción de las
sanciones correspondientes a la infracción de la ley y su conversión en pública denuncia
ante la sociedad de los aspectos del sistema en vigor que se consideran irracionales.
En el ámbito bioético cobra especial importancia delimitar con precisión los casos reales
de objeción, ya que, en ocasiones, se invoca errónea o innecesariamente este derecho
fundamental. Recordemos que la odc se define como la resistencia que la conciencia
personal opone a una prescripción jurídica por ser contraria a una prescripción moral
(religiosa o deontológica) que se considera prevalente. Y se traduce en la negativa,
motivada en conciencia, de los agentes de salud, a prestar su colaboración directa o
indirectamente o a realizar una intervención a la que está obligado jurídicamente. Se
trata, pues, de un conflicto subjetivo irreductible entre un deber jurídico y un deber
moral, entendido en sentido amplio.
La conducta exigida debe estar impuesta por una norma, pues una conducta
jurídicamente libre no puede considerarse objetable en conciencia, basta con negarse a
realizar la acción. Por lo general, se recurre a la odc frente a imperativos legales que
imponen “un hacer”. La mayoría de las odc biomédicas son, pues, negativas: omisiones
pasivas frente a un deber jurídico. Obviamente, para el derecho no es lo mismo
garantizar que nadie será obligado a actuar en contra de su conciencia que asegurar
que todos y en todo caso podrán actuar conforme a ella. Sin embargo, a veces, puede
ser complicado distinguir cuándo la norma civil está imponiendo una conducta inmoral y
cuándo está solamente restringiendo la posibilidad de cumplir, aquí y ahora, un deber
de conciencia (Martín de Agar).
Por otra parte, en muchos casos existe la posibilidad de acogerse a otros argumentos
legales más favorables que la odc. La praxis norteamericana propone tres vías
trasladables al Derecho español (López Guzmán):
En conclusión, la invocación a la odc debe ser el último recurso, tras asegurarse de que
existe la obligación legal de realizar el acto y comprobar que no existe ninguna otra
alternativa para eludirla.
Como ya se apuntó en el tema (I), la odc tampoco está regulada específicamente por el
Derecho español; es un derecho fundamental que “forma parte del contenido esencial
de las libertades del art. 16.1 CE ” –se trata de una de las manifestaciones de las
propias creencias– y como tal, “la CE es directamente aplicable”. Por tanto, “el derecho
de odc (…) existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no
tal regulación” (STC 53/1985 ). En consecuencia, “quien objeta esgrime ya un
derecho; no apela sólo a su conciencia, sino además al derecho fundamental que la
tutela. (…) En las libertades de pensamiento, religión y conciencia están ya
potencialmente planteadas todas las posibles objeciones, llamadas a delinear la frontera
del espacio de autonomía personal y de incompetencia del Estado en que consisten
primariamente estas libertades. Una frontera sinuosa y cambiante, difícil de establecer
de modo definitivo desde postulados teóricos, o sobre la rígida base de la ley, y que
más conviene a la jurisprudencia” (Martín de Agar).
A pesar de todo, esta ausencia normativa española sobre la odc –a tenor de la doctrina
del TC antes expuesta– no puede suponer una limitación de su alcance sólo a los
supuestos contemplados por la norma positiva, pues se correría el riesgo de
desvincularla de las libertades que la originan. Y desde luego, el ejercicio de la odc no
puede originar discriminaciones, provocando despidos o sometiendo a un trato diferente
respecto al que reciben otros profesionales de su misma categoría.
Esta reglas de conducta profesional son pautas que han de tener en cuenta los
tribunales a la hora de juzgar el comportamiento de los profesionales biosanitarios. Su
observancia viene impuesta por la Ley sobre Colegios Profesionales de 13.2.1974 y
por sus respectivos Estatutos Generales. En cuanto al grado de vinculatoriedad de las
normas deontológicas y la función disciplinaria de los Colegios Profesionales, la STC
219/1989, de 21 de diciembre , aclara que “no constituyen simples tratados de
deberes morales sin consecuencia en el orden disciplinario. Muy al contrario, tales
normas determinan obligaciones de necesario cumplimiento por los colegiados (…). Las
transgresiones de las normas de deontología profesional constituyen, desde tiempo
inmemorial y de manera regular, el presupuesto de ejercicio de las facultades
disciplinarias de los Colegios Profesionales” (FJ. 5). Asimismo, el art. 4 del CDHB
impone que toda intervención en el ámbito de la sanidad, comprendida la
experimentación, deberá efectuarse dentro del respeto a las normas y obligaciones
profesionales, asi como a las normas de conducta aplicables a cada caso. Son, por
tanto, normas de obligado cumplimiento para los colegiados; su vulneración supone
incurrir en una falta disciplinaria tipificada en los respectivos Estatutos Generales de
cada profesión.
- Código para el ejercicio de la Profesión Veterinaria, Madrid, 1990: “los veterinarios (…)
deben cumplir en conciencia sus deberes profesionales (…)” (art. 5); “El veterinario está
obligado a no renunciar nunca a su libertad e independencia profesional” (art. 8).
- Código de Ética y Deontología Médica, Madrid, 1999: “(1) El médico tiene el derecho a
negarse por razones de conciencia a aconsejar alguno de los métodos de regulación y
asistencia a la reproducción, a practicar la esterilización o a interrumpir un embarazo.
Informará sin demora de su abstención y ofrecerá, en su caso, el tratamiento oportuno
al problema para el que se le consultó. Respetará siempre la libertad de las personas
interesadas de buscar la opinión de otro médicos. Y debe considerar que el personal que
con él colabora tiene sus propios derechos y deberes.
“(…) Quien ostente la dirección del grupo cuidará de que exista un ambiente de
exigencia ética y de tolerancia para la diversidad de opciones profesionales. Y aceptará
la abstención de actuar cuando alguno de sus componentes oponga una objeción
razonada de ciencia o de conciencia” (art. 33.3).
b) Actividad rechazada: también en este punto hay notables cambios. El CEM (1990)
describía la conducta del objetor como “abstención de la práctica” del aborto,
reproducción humana o de trasplantes de órganos. En la actualidad, curiosamente, se
distinguen las conductas atendiendo a su diverso objeto: recurre a la expresión negarse
a “aconsejar”, cuando se trata de los métodos de regulación y de asistencia a la
reproducción; mientras que en los supuestos de esterilización y aborto se mantiene el
término “practicar”.
El art. 26.1 señala el camino deontológico que debe seguir el médico objetor, extensible
analógicamente al resto de los profesionales de la salud. Está marcado por tres etapas
(Herranz):
b) Si esa oferta suya fuera rechazada y el paciente decide buscar otro médico que
responda a sus deseos, el médico objetor dará por terminada su relación profesional con
el paciente. Son varias las normas deontológicas que entran en juego en estos casos y
se contraponen entre sí: por un lado, concurren dos deberes éticos del médico hacia su
paciente: el de lealtad (art. 4.3 CEM) y el de respetar sus convicciones y abstenerse de
imponer las propias (art. 8.1 CEM), sin que puedan influir negativamente en la calidad
de la atención médica, porque se trataría de una discriminación prohibida (art. 4.2
CEM). Pero, por otro lado, el médico puede invocar su derecho a suspender la relación
con el paciente si “llega al convencimiento de que no existe hacia él la necesaria
confianza” (art. 9.1 CEM) o si le exige “un procedimiento que éste, por razones
científicas o éticas, juzga inadecuado o inaceptable” (art. 9.3 CEM).
Se plantea además una segunda cuestión: ¿el médico está obligado a buscar un colega
que acceda a las pretensiones del paciente? El CEM (1999) distingue los supuestos de
desacuerdo, atendiendo a la diferente naturaleza de la ruptura de la relación
profesional: por un lado estarían los motivados por la pérdida de confianza (art. 9.1);
por otro, los que son consecuencia de la colisión de las libertades de cada uno de ellos
(art. 9.2). En el primero, establece que antes de suspender la relación, “advertirá (…)
con la debida antelación al paciente o a sus familiares y facilitará que otro médico, el
cual transmitirá toda la información necesaria, se haga cargo del paciente”. Mientras
que en el segundo sólo se afirma que “tras informarle debidamente, queda dispensado
de actuar”. En opinión de López Guzmán y Herranz, no está obligado a hacerlo. Ni podrá
moralmente hacerlo pues éste no puede vivir una doble moral y juzgar que lo que se
prohibe moralmente a sí mismo por considerarlo una grave infracción deontológica,
puede ser lícitamente practicado por otros colegas de moral más relajada.
Casi todas ellas pueden encuadrarse dentro de las odc relativas al cumplimiento de
obligaciones contractuales y profesionales: se persigue el incumplimiento de normas
que aplican por haber mediado previamente la aceptación por el sujeto en cuestión de
un determinado status que condiciona y limita su actuación en determinadas
circunstancias. Con todo, como advierte López Guzmán, este planteamiento adolece de
una excesiva simplificación, pues las condiciones asumidas por los agentes de la salud,
desde su misma profesión, no son idénticas en todo momento y otras son incorporadas
obligatoriamente desde el exterior.
Por ello el principio de jerarquía y el buen funcionamiento del servicio público sólo
pueden erigirse en límites al derecho de odc para el personal no sanitario al servicio de
instituciones sanitarias públicas y para el personal directivo de las mismas. Por tanto, si
el objetor pertenece a estas dos categorías de personal, deberá demostrarse que no es
posible la sustitución del mismo mediante los mecanismos administrativos pertinentes
de transferencia de competencias y en particular del instituto de la abstención, si no es
a costa de desnaturalizar su propia función.
El director sanitario de instituciones públicas puede, por tanto, objetar como persona
física, pero no puede operar una objeción institucional, facultad que sí cabe a la
dirección de los centros privados o concertados mediante el establecimiento de
cláusulas de salvaguarda de la propia identidad religiosa (cfr. art. 6 LOLR ). No
obstante, si todo el personal de un hospital público objeta en bloque, no existe en
nuestro ordenamiento norma alguna que obligue a la contratación de personal no
objetor. De hecho, una convocatoria de empleo público entre cuyos requisitos figurase
la condición de practicar abortos podría tacharse de inconstitucional por atentar contra
el derecho fundamental de acceso a las funciones y cargos públicos en condiciones de
igualdad. Más problemático sería el caso de los centros específicamente capacitados
para practicar la reproducción asistida, en los que se exige expresamente la presencia
de un médico especialista y con experiencia en estas técnicas. La contratación en estos
supuestos está condicionada ab initio a la ejecución de un determinado tipo de
prestaciones que ambas partes –se sobreentiende– han pactado libre y
conscientemente, sin perjuicio de que quepa una posterior rescisión contractual si el
profesional considera después que atentan a su conciencia.
Hasta hoy, las acciones a las que los profesionales de la salud han opuesto odc y que
han sido reconocidas, en mayor o menor medida, como legítimas por la legislación, la
regulación profesional o la simple costumbre están presentes en los cuatro ámbitos que
definen el objeto material de la bioética: el aborto provocado, la contracepción, en
especial la pos-coital y la esterilización voluntaria, la reproducción asistida, la
investigación destructiva de embriones, las manipulaciones genéticas y la clonación, la
eutanasia, la ayuda médica al suicidio y la suspensión de tratamientos médicos, el
trasplante de órganos en determinadas circunstancias, la alimentación forzada a
huelguistas de hambre, el rechazo de algunos tratamientos médicos (transfusión de
sangre, productos biológicos de animales proscritos por determinados grupos religiosos)
o farmacológicos por considerar la oración como el único remedio válido, la cooperación
con la policía en la obtención de información, la participación en torturas, en tratos
degradantes o en la ejecución de la pena capital, algunas intervenciones de psicocirugía
y determinados experimentos sobre hombres o ciertos animales (Herranz).
Algunas serán analizadas con detalle en otros capítulos (aborto, tratamientos médicos,
eutanasia, píldoras abortivas). Ahora sólo nos ocuparemos de algunas en especial.
Todas ellas aluden al inicio de la vida y son manifestaciones diversas de los hoy
llamados derechos reproductivos. Conforme a su definición en las Conferencias
internacionales sobre Población y Desarrollo (El Cairo, 1994) y sobre la Mujer (Pekín,
1995), estos derechos “se basan en el reconocimiento del derecho básico de todas las
parejas e individuos a decidir libre y responsablemente el número de hijos, el
espaciamiento de los nacimientos y el intervalo entre éstos, y a disponer de la
información y de los medios para ello y el derecho a alcanzar el nivel más elevado de
salud sexual y reproductiva. También incluye el derecho a adoptar decisiones relativas a
la reproducción sin sufrir discriminación, coacciones ni violencia, de conformidad con lo
establecido en los documentos de derechos humanos. En el ejercicio de este derecho,
las parejas y los individuos deben tener en cuenta las necesidades de sus hijos nacidos
y futuros y sus obligaciones con la comunidad. La promoción del ejercicio responsable
de esos derechos de todos debe ser la base primordial de las políticas y programas
estatales y comunitarios en la esfera de la salud reproductiva, incluida la planificación
de la familia” (Pars. 7.3 y 94, respectivamente).
El Derecho español reconoce todas estas posibilidades –en mayor o menor medida– al
amparo de la libertad, en cuanto valor superior del ordenamiento (art. 1 CE ) y
manifestación del libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE ), proyectada en
estos casos en la capacidad generandi de la mujer (cfr. STC 215/1994, de 14.7 ). Y
todas ellas se reclaman como parte integrante del derecho a la protección de la salud,
del que se deriva el deber de los poderes públicos de organizar y tutelar la salud pública
(art. 43 CE ). Esa previsión constitucional implica, ciertamente, un derecho subjetivo
del ciudadano a las prestaciones establecidas en el marco de la Administración sanitaria.
Y comporta, a su vez, la obligación de colaborar del personal sanitario en función de sus
deberes profesionales. Pero conviene no olvidar que no se trata de un derecho
fundamental, exigible por derivar directamente de la CE . Esta distinción es capital en
caso de eventuales conflictos entre derechos. Y aquí reaparece la odc, porque imponer
una obligación general de este tipo al personal sanitario atenta a su dignidad personal,
al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE ) y a su libertad de conciencia (art.
16.1 CE ), pues están comprometidos profesionalmente con la defensa del derecho
fundamental a la vida y a la integridad física y moral de la persona (art. 15 CE ). Su
único y verdadero deber es el de informar al paciente, como indica el art. 25 CEM: “el
médico deberá dar información pertinente en materia de reproducción humana a fin de
que las personas que la han solicitado puedan decidir con suficiente conocimiento y
responsabilidad”. Pero la libertad de conciencia del paciente –insistimos de nuevo–
termina donde comienza la del médico.
Con todo, las situaciones más conflictivas las plantean la legalización de la llamada
“píldora del día después” (RU-486) y la despenalización de la esterilización voluntaria y
de los incapaces. La primera será analizada con detalle en otro lugar, al igual que el
aborto.
Con todo, el inciso 2º del art. 156 contempla una excepción cuando se trata de
persona incapacitada que adolezca de grave deficiencia psíquica. En tales situaciones, la
esterilización no está penada cuando, “tomándose como criterio rector el del mayor
interés del incapaz, haya sido autorizada por el Juez, bien en el mismo procedimiento
de incapacitación, bien en un expediente de jurisdicción voluntaria, tramitado con
posterioridad al mismo, a petición del representante legal del incapaz, oído el dictamen
de dos especialistas, el Ministerio Fiscal y previa exploración del incapaz”.
Aparece, de este modo, un nuevo sujeto titular de la odc, los jueces. Su intervención es
también insoslayable para considerar válido el consentimiento del menor al aborto o
cuando existe discrepancia entre su voluntad y la de sus representantes legales. Y
analógicamente podría extenderse también a estos supuestos. La cuestión ha planteado
problemas en Italia. En España, la doctrina entiende que el juez que, por seguir el
dictamen de su conciencia respecto al aborto, falla en contra de los intereses del menor
que pretende abortar, no está actuando con imparcialidad.
Es una de las leyes más progresistas de Europa, junto con la inglesa. Su promulgación
generó cierta insatisfacción porque no define con precisión el estatuto jurídico del
embrión; y éste continúa siendo el eje fundamental de las discusiones. El legislador
español ha optado, al igual que el inglés, por una gradación en la protección de la vida
humana, condicionada por unos límites temporales. La exposición de motivos de la LRA
considera que las distintas fases del desarrollo embrionario son diferenciables, por lo
que su “valoración desde la ética y su protección jurídica también deberían serlo”. Y
define al preembrión como aquella fase del desarrollo embrionario que va desde la
fecundación hasta los 14 días, señalando la implantación como un momento de
“necesaria valoración biológica, pues anterior a él el desarrollo embriológico se mueve
en la incertidumbre”. El embrión, sería la siguiente fase: los dos meses y medio tras la
implantación; y el feto se identifica con “el embrión con apariencia humana y órganos
formados, que maduran paulatinamente para asegurar su viabilidad y autonomía
después del parto”. De esta forma se diferencia el estatuto biológico del preembrión del
estatuto del embrión, y por lo tanto, también se atribuye al primero un estatuto moral y
legal diferente.
Por el contrario, un amplio sector científico niega que la Biología entienda el desarrollo
embrionario en dos fases. Y defienden que el término preembrión es ambiguo y
arbitrario, no designa nada nuevo. Se trata de una cuestión terminológica que pretende
suplantar la clasificación tradicional de cigoto, mórula y blastocito, quitándoles toda
connotación humana. La expresión preembrión no sería, por tanto, sino un neologismo
con una significación ética manipulada deliberadamente. Sostienen que la vida humana
debe protegerse desde que el óvulo ha sido fecundado, porque desde ese momento
debe ser considerado como una realidad personal. En consecuencia, los agentes
biosanitarios que comparten esta concepción de la dignidad de vida embrionaria
rechazan cualquier intervención que no tenga una finalidad terapéutica, con
independencia de la fase en que se encuentre. Su postura se vería amparada tanto por
la odc como por la “objeción de ciencia”.
En esta misma línea, la ética médica sienta un principio bien definido: “al ser humano
embriofetal enfermo se le debe tratar de acuerdo con las mismas directrices éticas,
incluido el consentimiento informado de los progenitores, que se aplican a los demás
pacientes” (art. 24 CEM). El deber de no discriminar entre los pacientes (art. 4.2 CEM)
no excluye a ningún ser humano: todos los períodos de la vida humana, de cada vida
humana, son deontológicamente equivalentes en dignidad y reclaman del médico
idéntico respeto (Herranz). Ciertamente, su redacción anterior –art. 25.2 CEM (1990)–
era algo más precisa, pues matizaba cada una de las posibles intervenciones que han de
estar inspiradas por la ética: “el diagnóstico, la prevención, la terapéutica y la
investigación”. En cualquier caso, ambas redacciones conducen a una misma
conclusión: la medicina embriofetal obedece a las reglas éticas comunes a toda la
medicina y sus intervenciones se guían por los mismos criterios de eficiencia y riesgo
tolerable. Por consiguiente, en esta especialidad “no es tolerable el cribado genético o la
destrucción sistemática de embriones o fetos enfermos o simplemente excesivos en
número. El ser humano, antes de nacer, si está enfermo ha de beneficiarse del progreso
médico: son ya muchas las enfermedades que pueden diagnosticarse y tratarse”
(Herranz). En cambio, el aborto o la destrucción selectiva nunca son un tratamiento a
una enfermedad embriofetal. Bajo este prisma han de interpretarse la mayoría de las
odc y de ciencia invocadas por los profesionales de la salud en este ámbito.
A pesar de todo, la clave del problema radica en definir cuándo comienza la vida
humana. La Declaración de Ginebra (1948) instaba al médico a respetar la vida
humana “desde el momento de la concepción”. El texto fue cambiado en la Asamblea de
Venecia (1983), que desde entonces, dice “desde su comienzo”. Este cambio, sutil, casi
tautológico en apariencia, autoriza a cada médico a fijar a su arbitrio el momento en
que, para él, comienza a vida humana, con la consiguiente relativización deontológica
de las intervenciones en esas fases. Los criterios barajados son diversos: cuando el
espermio penetra la membrana plasmática del ovocito, cuando se produce la replicación
del DNA, cuando el embrión pasa por el estadio de blastómeros, cuando termina la
anidación, etc. Junto a estos criterios biológicos, se han propuestos otros
convencionales o legales: el día 14 postfecundación –fue introducido por primera vez
por el Informe Warnock y seguido por la LRA española–, el final del tercer mes de
desarrollo, etc.
La mayoría de esas redefiniciones han venido motivadas por la legalización del aborto. Y
así, aunque todo aborto sigue descalificado éticamente, al margen de su
despenalización, los abortos legales no son perseguidos ni castigados
deontológicamente, porque esa pena sería anulada en el recurso ante la jurisdicción
contencioso-administrativa. Por eso el art. 23 CEM, tras declarar que “el médico es un
servidor de la vida humana”, precisa: “no obstante, cuando la conducta del médico
respecto al aborto se lleve a cabo en los supuestos legalmente despenalizados, no será
sancionada estatutariamente”.
Los principales problemas éticos y jurídicos suscitados por estas técnicas y que pueden
motivar la odc de los profesionales sanitarios que intervienen en ellas son: la
inseminación y FIVET heteróloga en parejas o en mujer sola; la maternidad
postmortem; la hiperestimulación ovárica y consiguiente reducción embrionaria; la
destrucción o experimentación con los embriones sobrantes de programas de FIV; la
intervención y selección embriones encaminadas a valorar su viabilidad o no, y a
detectar enfermedades hereditarias, a fin de tratarlas o de desaconsejar su
transferencia para procrear; la selección de sexo en embriones; la manipulación
genética embrionaria; la investigación y experimentación en preembriones; la clonación
reproductiva y terapéutica.
Fecha de actualización
01/10/2010
1. Noción
Sin ser las únicas, hay dos principales confesiones religiosas que en el mundo occidental
han dado origen a estos conflictos, gráficamente denominados como “deontología del
desacuerdo”.
Por un lado, los testigos de Jehová, una religión de carácter milenarista, que tiene sus
raíces en la Norteamérica de fines del siglo XIX (Pittsburg, 1870), y que se encuentra
actualmente extendidos por amplias zonas de Europa y otros países de matriz cultural
anglosajona; en años recientes, se ha incrementado su presencia en Latinoamérica,
especialmente en México. Los miembros de este grupo religioso consideran la ingestión
de sangre vetada por una prohibición divina, a través de una peculiar interpretación de
ciertos pasajes de la Biblia. En concreto, Levítico 17, 10: “Si un israelita o un extranjero
que habita entre vosotros come cualquier clase de sangre, yo me volveré contra él y lo
extirparé de su pueblo”.
Junto a esos dos grupos religiosos cabría citar también adeptos a determinadas
confesiones que se niegan a recibir productos biológicos derivados de animales
proscritos por las convicciones religiosas (por ejemplo, administración de insulina o
implantación de válvulas cardíacas de origen porcino, como sucede en algunas
interpretaciones del judaísmo); o aquellas mujeres que se niegan, por pudor, a
cualquier tipo de exploración física por parte de médicos varones no pertenecientes a la
propia confesión religiosa.
Esta concurrencia de aspectos jurídicos y deontológicos ya apunta a una peculiaridad de
esta objeción de conciencia: la de que su análisis no puede ceñirse a la sola perspectiva
de la libertad religiosa y de conciencia. Entran en juego otros derechos de la persona
como el derecho sobre el propio cuerpo, el derecho a la intimidad personal y familiar, y
el derecho-deber que corresponde a los padres en relación con la vida, salud y
educación de sus hijos. Derechos que, al producirse una objeción de conciencia en ese
ámbito, entran en colisión con dos intereses públicos de primer orden. Uno es el interés
del Estado en preservar la vida y la salud de sus ciudadanos (no sólo la vida y salud de
los directamente afectados, sino la de toda la comunidad, lo cual resulta especialmente
patente en los casos de objeción de conciencia a las vacunaciones o tratamiento médico
de enfermedades infecciosas). El otro, el interés en mantener la integridad ética de la
profesión médica, cuyo objeto es procurar la salud de quienes se confían a su cuidado.
2. Derecho comparado
Pero, sobre todo, las circunstancias más reseñables se refieren a la existencia de una
familia -especialmente hijos menores, incluso no nacidos- que dependan económica,
educativa y afectivamente de la supervivencia del adulto. En tales casos, es posible
obligar al adulto a someterse a una intervención debido a la presencia de una
responsabilidad hacia hijos menores o en gestación. Así lo declaran varias sentencias de
tribunales norteamericanos y otra interesante decisión de la House or Lords británica,
de 1991, en la que se justifica la imposición de una operación de cesárea a una
gestante de 30 años, contra su voluntad, en un caso de urgencia debido a un parto
retardado y complejo: en ese caso, la intervención era necesaria no sólo para salvar la
vida de la madre sino también la del niño.
Esa regla, sin embargo, no se aplica con un absoluto automatismo, y a veces los
tribunales han acatado los deseos del objetor adulto cuando su vida no se demostraba
completamente necesaria para el mantenimiento de los hijos. Es el caso, también en
Estados Unidos, de las decisiones In re Osborne (1972) y Ramsey (1985). En ambos
supuestos se trataba de padres con familia a su cargo cuya voluntad contraria al
tratamiento -transfusión sanguínea- fue respetada por los jueces. En el primero, la
razón de ese respeto era que la familia apoyaba unánimemente la decisión del enfermo
y que disponía de recursos económicos suficientes para el mantenimiento de los hijos
(Osborne, no es superfluo hacerlo notar, terminaría por recuperarse plenamente sin
necesidad de hemoterapia). En el segundo caso, la hemotransfusión no llegaría a ser
impuesta porque el menor de edad no dependía del objetor -que estaba separado de su
esposa- y su futuro económico quedaba garantizado a pesar de la probable muerte de
su padre; el tribunal, no obstante, hizo hincapié en que la doctrina establecida en esa
circunstancia no era extensible a hipótesis futuras, cuyas circunstancias singulares -
como habitualmente sucede en los Estados Unidos- habrían de ser atentamente
examinadas.
Más allá de situaciones de peligro vital, o de riesgo para la salud de otros, la objeción de
conciencia de un adulto a someterse a un tratamiento determinado puede implicar
algunas consecuencias desde la perspectiva de igualdad, por ejemplo en el ámbito
laboral. Esta era la situación en el caso Montgomery, decidido por una corte de
apelación californiana en 1973. La Sra. Montgomery había quedado incapacitada para el
trabajo a causa de un tumor uterino, que era, en opinión de los médicos, seguramente
benigno y fácil de extirpar quirúrgicamente; de no realizarse la operación, eran altas las
probabilidades de que la vida de la enferma se acortase. Esta, no obstante, rehusaba
tajantemente la intervención, por razones de conciencia. Cuando la Sra. Montgomery
solicitó una pensión de jubilación por invalidez, ésta le fue denegada, pues se
consideraba que su incapacidad, al ser rectificable quirúrgicamente, no era permanente
según el significado de las leyes de California. Los tribunales darían la razón a la
demandante, afirmando que el trato discriminatorio a una persona por razón de sus
creencias constituye una injerencia en su libertad religiosa, que sólo puede ser
justificada la presencia de un “interés prevalente del Estado”. El tribunal californiano
entendía que en este caso tal interés no había sido probado; de hecho, resultaba
bastante predecible que serían muy escasas las personas con una actitud y
circunstancias como las de la Sra. Montgomery, de manera que el impacto sobre el
sistema de previsión social sería insignificante.
Naturalmente, la búsqueda de esa voluntad ficticia del incapaz no es cosa fácil, pero los
tribunales han enunciado algunos criterios para facilitar la tarea. Por un lado, se afirma,
existen casos “claros”: aquellos en los que la persona, antes de su incapacidad, ha
rehusado absolutamente los cuidados médicos por motivos religiosos, sobre todo
cuando, además, los hechos muestran una fuerte adhesión a los principios de su fe y no
hay pruebas de vacilación en el sujeto. En los casos menos claros, habrán de
considerarse diversos elementos, en especial los siguientes: la naturaleza, intensidad y
duración de la objeción de conciencia del paciente (por ejemplo, si sus creencias
responden a las de una confesión religiosa fácilmente identificable, o si proceden de una
conversión más o menos reciente, lo cual podría hacer presumir que sus creencias son
más intensas y sólidas que cuando se han heredado por mera tradición familiar, etc.);
la previsión de efectos secundarios negativos que puedan provocar una oposición al
tratamiento independientemente de las convicciones religiosas; y la posibilidad real de
curación o mejora.
Por nuestra parte, hemos de añadir que la doctrina del “juicio de sustitución”, para ser
operativa, necesita salvar, entre otras, una dificultad importante: el hecho de que no
siempre es fácil determinar cuándo comienza la incapacidad mental del enfermo y, por
tanto, hasta qué momento de la vida de esa persona pueden recabarse los datos que
permitan reconstruir su voluntad presunta ante la medicación.
En algunos países, como Australia, la propia ley atribuye ese poder de subrogación
directamente a los médicos involucrados. Actualmente todas las jurisdicciones de los
estados o territorios australianos poseen disposiciones legislativas en ese sentido,
siempre que se trate de situaciones de verdadera emergencia que pueden poner en
peligro la vida del menor o causar una incapacidad permanente. Algunas de esas leyes
entienden suficiente el parecer del médico responsable -aunque a veces se exige que el
médico tenga experiencia previa en el tratamiento a efectuar- mientras que otras
requieren que un segundo médico confirme el diagnóstico de que el tratamiento en
cuestión es razonable y esencial para salvar la vida del enfermo. A pesar de la claridad
y precisión de esas normas legislativas no ha desaparecido por completo la litigación
judicial por casos de transfusiones de sangre a hijos menores de Testigos de Jehová
Naturalmente, los supuestos mencionados son distintos de aquellos otros en los cuales
sea posible recurrir, con ciertas probabilidades de éxito, a tratamientos alternativos que
puedan servir para salvaguardar la vida o salud del menor. En tal sentido, puede
mencionarse una decisión de la judicatura francesa -en concreto de la Corte de
Apelación de Nancy, de 1982- en la que se afirmaba que la intervención del juez en
materia de tratamientos médicos a los menores es legítima solamente en caso de
“inercia” de los padres, pero no cuando éstos se hayan inclinado por terapias
alternativas sobre la base de opiniones pronunciadas por expertos en el sector médico o
sanitario.
Por su parte, la jurisprudencia norteamericana adopta una posición ambigua ante estos
supuestos. En general, los tribunales consideran plenamente aplicable el principio de
que las creencias religiosas no generan causas de exculpación criminal en los padres
que no ponen los medios adecuados para que se den tratamientos médicos a sus hijos
enfermos. Sin embargo, en la práctica los jueces se manifiestan renuentes a condenar a
los padres objetores que, aun infringiendo las leyes penales por motivos de convicción
moral, facilitan a sus hijos todos los medios de curación que su conciencia les permite.
De este modo, suelen acudir los jueces al expediente de la existencia de errores
procedimentales, o a valoraciones muy particulares que llevan a absolver al reo, tales
como no encontrar una clara relación causa-efecto entre la conducta de los padres y la
muerte del hijo (aunque no siempre los padres resultan absueltos en caso de muerte
del hijo).
2.2.3. Las situaciones que no implican riesgo grave para la vida o la salud
Otras veces, los tribunales han tratado de hacer compatible la atribución de la custodia
de los hijos a uno de los progenitores -frecuentemente la madre- con los posibles
riesgos para la salud derivados de sus creencias religiosas, sobre todo cuando el otro
cónyuge aparecía menos capacitado para ello. Así en Gluckstern (1956), la madre,
seguidora de la Christian Science, no fue descalificada para la custodia del menor, ya
que sus convicciones respecto a tratamientos médicos eran el único factor que suscitaba
dudas en el tribunal, pero la permanencia de su derecho a la custodia se condicionaba al
cumplimiento judicial de algunas restricciones cifradas en revisiones médicas periódicas.
Igualmente, en Levitsky (1963), la Corte de Apelación de Maryland concedió la custodia
a la madre, testigo de Jehová, a pesar de que su firme objeción a las transfusiones
había estado a punto de provocar la muerte de uno de los tres hijos, cuando entró en
estado grave como consecuencia de una hemorragia intestinal. Entendía la corte que la
madre era más apropiada para la custodia, excepción hecha de sus creencias en
materia de hemotransfusiones; y que el riesgo derivado de esto último podía superarse
modificando el decreto de divorcio de manera que, en caso de necesidad, los médicos
pudieran efectuar una transfusión sin necesidad de requerir previamente el
consentimiento de la madre. En cambio, en un caso análogo, Battaglia (1958), la
objeción de la madre fue considerada por la Corte Suprema de Nueva York
suficientemente importante como para otorgar la custodia al padre, a pesar de que en
esta ocasión el riesgo para la vida de los hijos era meramente hipotético y la necesidad
de una transfusión nunca había surgido en la práctica.
Esta es, justamente, la solución contraria a la que parece dominar la orientación del
Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la sentencia Hoffmann, de 1993, en relación
con una situación de divorcio entre un varón católico y una mujer conversa a los
Testigos de Jehová. Sobre la base de que ambos cónyuges reunían las características
apropiadas para hacerse cargo de los hijos, la Corte Suprema de Austria había confiado
la custodia de los mismos al padre, considerando -entre otras cosas- que las creencias
religiosas de la madre implicaban un hipotético riesgo futuro para la vida de los hijos
debido al inflexible rechazo de la hemoterapia por parte de los seguidores de esa
religión. El Tribunal Europeo consideró que la actuación de las cortes austríacas había
sido discriminatoria contra la madre: en concreto, estableciendo una diferencia fundada
en la religión que afectaba a su derecho a la vida privada y familiar. El Tribunal admitía
que la Corte Suprema de Austria podía haber adoptado legítimamente la misma posición
respecto a cuál era el progenitor más adecuado para la custodia si su resolución se
hubiera apoyado exclusivamente en el bienestar de los hijos. Pero la jurisdicción
austríaca había introducido un criterio de valoración referido a las creencias de los
padres, y “una distinción basada esencialmente en una diferencia de religión no es
aceptable”.
En nuestra opinión, este principio general es correcto pero fue aplicado incorrectamente
en el presente caso. En efecto, el TEDH no apreciaba que la Corte Suprema de Austria
no pretendía hacer un juicio de valor sobre las creencias religiosas de la madre en sí
mismas, sino solamente ponderar su impacto potencial en la vida de los hijos, sin
perder de vista que ambos esposos eran adecuados para asumir la custodia. Lo que la
corte austríaca hizo, en definitiva, fue sopesar este hecho frente a las posibles
consecuencias negativas de la religión de la madre para el bienestar de los hijos,
incluyendo su radical oposición a las transfusiones sanguíneas. En cambio, el Tribunal
de Estrasburgo parece en este caso más atento a la consideración igualitaria de las
opciones religiosas de los padres que a su potencial impacto en la vida de los hijos, a
pesar de reconocer que “en los casos de esta naturaleza el interés de los menores es lo
más importante”. Esto explica que la sentencia Hoffmann fuera adoptada por la exigua
mayoría de cinco votos contra cuatro, y que los cuatro jueces discrepantes escribieran
opiniones particulares fuertemente críticas con el razonamiento seguido por la mayoría.
Desde nuestra perspectiva, que coincide con la de uno de los jueces discrepantes, es del
todo irreal no advertir que la objeción de la madre suponía una situación de riesgo,
aunque fuera hipotético, para la salud de los hijos. Esto era un dato objetivo en sí
mismo, y podía ser evaluado discrecionalmente por los tribunales austríacos sin incurrir
en discriminación, ya que la existencia del riesgo era independiente de su origen
religioso. No queremos con esto afirmar que la cuestión religiosa, ni siquiera en los
supuestos de objeción a tratamientos médicos, haya de ser el único o el principal
criterio para atribuir la custodia en casos de divorcio, pero sí que puede -y
probablemente debe- ser utilizado junto con otros elementos para inclinar la balanza en
favor de uno u otro de los padres.
3. Derecho español
3.1. La cuestión del poder del juez para autorizar una transfusión forzosa
Algunos de esos casos se refieren al poder de los jueces para ordenar, ante la negativa
de un adulto capaz o de los padres de un menor, la aplicación de un tratamiento
hemotransfusional, arrogándose una autoridad similar a la que en derecho
angloamericano se denomina parens patriae. En íntima conexión con lo cual se
encuentra la cuestión de la posible responsabilidad penal del juez en esas situaciones.
En todo caso, la radical posición del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional ha
sido contrarrestada por la jurisprudencia posterior del propio Constitucional, que ha
mostrado una mayor cautela a la hora de afrontar los problemas de conflicto entre
actuación en conciencia y protección del derecho a la vida. Nos referimos, en particular,
a dos sentencias de 1990 relativas a casos de huelga de hambre emprendidas por
miembros del grupo terrorista GRAPO internados en prisión. En ellas, el Tribunal
Constitucional, sin circunscribirse sólo a casos de objeción por razones religiosas, ha
afirmado que en circunstancias ordinarias -y fuera, por tanto, de la especial relación
penitenciaria- la imposición obligatoria de una terapia podría ser considerada como una
violación de los derechos constitucionales del paciente, cuando éste ha rehusado
voluntariamente la terapia y aceptado el consiguiente riesgo de muerte, suponiendo que
el paciente sea la única persona perjudicada por su decisión. Conviene hacer notar que
las sentencias mencionadas resuelven supuestos conceptualmente diversos a la
objeción de conciencia por razones religiosas, entre otras razones porque para los
reclusos la huelga de hambre no era el único medio posible de oponerse a la disposición
que protestaban, mientras que para el testigo de Jehová la negativa a la transfusión de
sangre es la única actividad omisiva posible para no traicionar sus creencias. Aun así, su
doctrina resulta sin duda aplicable a los problemas que aquí contemplamos.
De hecho, decisiones posteriores de diversos tribunales españoles se han hecho eco esa
doctrina del Tribunal Constitucional y han negado que, en los casos de adultos en pleno
uso de sus facultades, el juez tenga no ya el deber, sino la mera posibilidad de autorizar
una transfusión contra el deseo expreso del paciente. Así, por ejemplo, un auto del
Tribunal Superior de Justicia de Madrid, de 23 de diciembre de 1992, rechazaba la idea
de que el juez tuviera que autorizar forzosamente la transfusión para no incurrir en el
delito de omisión del deber de socorro, si la decisión del paciente es libre, salvo que se
trate de un menor o de un incapacitado, máxime teniendo en cuenta que una
transfusión entraña riesgos y admite soluciones alternativas. Indicaba el Tribunal
Superior: “Desde luego no concurre un estado de necesidad, ni se trata de un auxilio
omisivo al suicidio, ya que los testigos de Jehová no quieren la muerte sino vivir,
aunque no a toda costa y a cualquier precio, ni conculcando sus creencias, por lo que su
actitud no puede ser calificada de suicida, ni desde la perspectiva sicológica ni desde
una perspectiva jurídica”.
Entre las sentencias favorables al reintegro encontramos una de 1991 del Tribunal
Superior de Justicia de Castilla-La Mancha, y otras dos de los órganos jurisdiccionales
equivalentes de Navarra (1993) y de Canarias (2004). Todas ellas se referían a testigos
de Jehová a los que se denegaba en hospitales públicos, por razones pretendidamente
médicas, la realización de terapias que no llevaran consigo transfusiones sanguíneas, al
menos como posibilidad que debía aceptar el paciente -de otro modo, el equipo médico
no aceptaba la responsabilidad de la intervención. Los pacientes acudieron, sin
embargo, a clínicas privadas donde pudo efectuarse el tratamiento correspondiente sin
necesidad alguna de hemotransfusión. En el caso contemplado por la sentencia del
Tribunal de Navarra, además, el enfermo ya había sido forzado previamente a recibir
una transfusión contra su voluntad. Las tres sentencias insistían en que, si era posible
practicar la intervención quirúrgica con respeto a las convicciones de conciencia del
paciente, la negativa del hospital público era injustificada y violaba su derecho
fundamental de libertad religiosa. Lo cual, a su vez, legitimaba al objetor para acudir a
un centro privado donde pudiera recibir una terapia adecuada conforme a sus creencias.
Pese al acierto que nos parece representan esas sentencias de tribunales superiores de
justicia, el hecho es que todas ellas han sido desautorizadas por posteriores
pronunciamientos del Tribunal Supremo y, en algún caso, también del Tribunal
Constitucional. Así, en 1993 el Supremo resolvía, en recurso de casación por unificación
de doctrina, la contradicción entre la citada sentencia del TSJ de Castilla-La Mancha y
otra sentencia del TSJ de Extremadura de 1992, que había dado la respuesta contraria a
un problema análogo. En su decisión, el Tribunal Supremo se inclinaría por la posición,
más restrictiva para la libertad de conciencia, del Tribunal de Extremadura, afirmando
que el derecho de libertad religiosa incluye naturalmente la posibilidad de rechazar el
tratamiento médico propuesto por el facultativo, pero no un derecho a que la asistencia
médica sea proporcionada de acuerdo con los preceptos de una determinada religión.
Idéntica postura ha sido mantenida por el Supremo en 2009, al resolver otro recurso de
casación por unificación de doctrina, en relación con la aparente contradicción entre la
mencionada sentencia del TSJ de Canarias de 2005 y otra del TSJ de Cataluña de 2008.
Un número relativamente elevado de sentencias de diversos tribunales superiores de
justicia han seguido esta línea jurisprudencial en los últimos años.
Por una parte, se hacía notar que la obligación de la Seguridad Social de proporcionar
determinadas prestaciones sanitarias depende de la lex artis de los médicos a quienes
compete esa responsabilidad en el caso concreto. A ellos corresponde decidir el tipo de
tratamiento aplicable de acuerdo con las normas de la medicina. De tal manera que “las
causas ajenas a la medicina, por respetables que sean -como lo son en este caso-, no
pueden interferir o condicionar las exigencias técnicas de la actuación médica”.
Como puede observarse, la noción de discriminación indirecta como parte del derecho
de libertad religiosa no forma parte del horizonte argumental de esta sentencia. Por ello
nos parece más acertado el voto particular discrepante que formulaba un magistrado
(González Campos), en el que se subrayaba que las prestaciones de la Seguridad Social
-cuya garantía última incumbe a los poderes públicos, y no sólo a los profesionales
médicos que forman parte de los centros sanitarios públicos- no pueden llevarse a cabo
al margen de los derechos fundamentales protegidos por la Constitución, entre ellos la
libertad religiosa. De otro modo, se ignoraría el mandato constitucional de promover las
condiciones para hacer real y efectiva la libertad del individuo y de los grupos en que se
integra (art. 9.2 CE). Lo cual resulta particularmente aplicable cuando las exigencias
derivadas del ejercicio de la libertad religiosa no contradicen la lex artis de la medicina,
como lo prueba el hecho de que un centro privado pudiera garantizar al mismo tiempo
la salud del paciente y el respeto de sus convicciones de conciencia.
Así, el artículo 9.2 autoriza a los facultativos a realizar “las intervenciones clínicas
indispensables en favor de la salud del paciente, sin necesidad de contar con su
consentimiento”, en dos hipótesis.
Junto a lo anterior, el artículo 9.3 contempla las situaciones en que puede darse el
consentimiento por representación, en términos que tampoco son suficientemente
precisos. Para el tema que aquí tratamos, los párrafos más relevantes son el a) y el c).
Según el primero, pueden emitir el consentimiento en representación del paciente las
“personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho” cuando “no sea capaz de
tomar decisiones, a criterio del médico responsable de la asistencia, o su estado físico o
psíquico no le permita hacerse cargo de su situación”. Se abre así de nuevo la
posibilidad de interpretaciones que otorguen demasiada discrecionalidad al personal
médico y poco compatibles con la legítima libertad de conciencia de los ciudadanos. El
párrafo c) se refiere específicamente al menor de edad, cuando, según indica la ley, “no
sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención”.
En tal caso -cuya apreciación, implícitamente, se deja otra vez en las solas manos del
médico responsable-, y siempre que el menor no tenga dieciséis años o esté
emancipado, el consentimiento lo otorgará su representante legal (después de haberle
escuchado, si ha cumplido los doce años). No obstante, “en caso de actuación de grave
riesgo, según el criterio del facultativo”, se aplicaría la norma del art. 9.2. relativa a
intervenciones sin el consentimiento del paciente, y sólo existiría la obligación de
informar a los padres del mismo.
La Ley 41/2002 resulta tal vez demasiado simplista para afrontar la diversidad de los
problemas que se derivan de la objeción de conciencia a tratamientos médicos. Hay,
como se ve, demasiados cabos sueltos, y un excesivo poder de decisión en manos de
una persona que, en el mejor de los casos, contempla el problema desde el exclusivo
prisma de su pericia médica, y que probablemente no está en condiciones de examinar
la complejidad de los perfiles jurídicos de cada situación. Habrá que ver cómo
responden los tribunales, y la sociedad misma, a la aplicación de esta nueva norma que
podría contribuir a sembrar dudas en un panorama que comenzaba a ser clarificado por
la jurisprudencia.
Fecha de actualización
01/10/2010
El Jurado quiere acercar la Justicia a los ciudadanos para dar a entender que aquella
brota de una semilla popular, con la consiguiente satisfacción del pueblo, que deja de
contemplar la función de impartir Justicia como algo ajeno a sí mismo. Por esta razón se
ha optado en España por la forma del Jurado puro –también conocido como anglosajón
o histórico–, mediante el cual un determinado número de ciudadanos legos, no
pertenecientes a la carrera judicial, interviene transitoriamente en un proceso para
determinar si el procesado ha cometido o no los actos enjuiciados. En concreto, la Ley
Orgánica que lo establece (en adelante LOTJ) dispone que el Tribunal del Jurado estará
integrado por nueve jurados y un Magistrado Presidente (art. 2.1 LOTJ ). Aunque,
curiosamente, a la hora de decidir este Jurado tiene unas amplias funciones que lo
acercan, en apariencia, a las competencias del escabinado, pues no se limita a emitir
veredicto de culpabilidad o inocencia, sino que entra a valorar la prueba y motiva su
decisión.
Así pues, el común de los ciudadanos que reúna los requisitos establecidos por la LOTJ
(art. 8 ), que no esté incapacitado para ser jurado o tenga alguna incompatibilidad
para esta función (arts. 9 y 10 , respectivamente) y no incurra en una de las causas
de prohibición que señala el artículo 11, podrá ser designado por sorteo para ser jurado
(art. 13 ). Ante esta obligación, y fuera de los casos señalados, por ser un deber
meramente legal y no de categoría constitucional, caben excusas, que vienen señaladas
en el art. 12 de la LOTJ : ser mayor de sesenta y cinco años; haber sido jurado en los
cuatro años anteriores; sufrir un grave transtorno por causas familiares; desempeñar
un trabajo de relevante interés general; tener la residencia en el extranjero; ser militar
en activo en determinadas circunstancias de servicio. Y también podrán excusarse para
actuar como jurado <<los que aleguen y acrediten suficientemente cualquier otra causa
que les dificulte de forma grave el desempeño de la función de jurado>> (excusa 7ª).
En los Estados Unidos, campo de pruebas de los más diversos tipos de objeción de
conciencia, se halla la cuna del balancing test, entendido como <<identificación,
evaluación y comparación de intereses en conflicto o en concurrencia, dando un
determinado valor o rango a esos intereses>>. Su aplicación en el case law ha llevado a
que la objeción religiosa sea una de las circunstancias que eximen del deber legal de
participar en el Jurado. Paradigma de esta línea jurisprudencial es el caso In re Jenison,
en el cual la Corte Suprema de Minnesota afirmó en 1963 lo siguiente:
<<Consecuentemente, sostenemos que mientras no se demuestre que la invocación de
la Primera Enmienda (que es la que reconoce el derecho a la libertad religiosa individual
en los Estados Unidos) suponga una seria amenaza al funcionamiento del sistema de
Jurado, cualquier persona a quien sus convicciones religiosas le prohíban prestar
servicio en él, quedará desde ahora exenta>>. De este modo, la restricción a la libertad
religiosa en el caso concreto sólo podría darse porque existiera un interés estatal
superior.
En Irlanda, la Juries Act, de 1976, permite que clérigos y religiosos se excusen de este
deber, además de incluir una cláusula abierta para excusarse de la función de jurado
cuando exista <<una buena razón para ello>>. También en Escocia, en la Law Reform
Act, de 1980, se exime del Jurado a ministros religiosos e individuos que pertenezcan a
órdenes o congregaciones de clausura.
Hay que decir que la razón de la incompatibilidad o la excusa para ser jurados de los
clérigos y religiosos, según Martínez-Torrón, sería doble: por una parte, la posible
deformación que pudieran provocar en la interpretación legal al proyectar sobre ella sus
dogmas religiosos; y, por otra, el excesivo protagonismo que podrían asumir en la
decisión final del Jurado, por una posición de preeminencia respecto a los demás
miembros derivada de su condición. A estas razones habría que sumar <<la aparente
contradicción entre la función del ministro de culto y la de jurado, y la salvaguarda del
secreto ministerial>> (Ferrer).
Una vez aprobada, promulgada y publicada en España la LOTJ, sin hacer referencia
expresa ni a los ministros de culto ni a la objeción de conciencia, se pusieron en marcha
los mecanismos para elaborar la primera lista de candidatos a jurados. Resulta de
interés, una vez examinada la decisión de los legisladores, dar una visión de la postura
de la Iglesia Católica en este punto, al considerarse afectada por las disposiciones de la
LOTJ.
- Otro argumento sería que <<la función de juzgar a otro fiel cristiano en las incidencias
de su vida de ciudadano de una sociedad civil no resulta conforme con el juicio que está
reservado al sacerdote en la Iglesia, de perdón y misericordia>>.
- Por último, el Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos de 3 de enero de 1979, entre la Santa
Sede y el Estado español, que reconoce en su artículo I, números 1 al 3, que el Estado
implícitamente garantiza el derecho de sus servidores a no ser interferidos en su misión
específica ni obligados a contraer obligaciones y compromisos jurídicos que pudieran
entrar en contradicción con los deberes canónicos de su condición de clérigos.
Esta reclamación, como explica De Diego Lora, podría presentarse, junto con
certificación de la condición clerical, tanto ante el Juez Decano como ante el Magistrado
que presida el Tribunal, dentro de los términos y plazos que determina la LOTJ (arts.
14.1 y 20 ). Pero añadía este dictamen que, en caso de que estos recursos tuvieran
una respuesta negativa, se podría plantear la objeción de conciencia por motivos
religiosos; más concretamente, habría que alegar <<incompatibilidad de deberes civiles
y canónicos en relación al estado religioso del sacerdote reconocido por el Estado
español, con apelación a la Constitución y a la Ley Orgánica de Libertad Religiosa>>.
- La propia idiosincrasia del sacerdote o religioso, cuya misión consiste en <<ser signo e
instrumento de paz, de reconciliación y perdón, y no ser nunca juzgador de sus
hermanos>>.
Está claro que la falta de previsión legislativa ha creado este problema. El formulario de
recurso enviado por la Conferencia Episcopal a los obispos, decía, justo antes del
suplico, lo siguiente: <<El hecho, en alguna manera sorprendente, de no estar los
sacerdotes católicos y los ministros de otras religiones entre las personas que la Ley del
Tribunal del Jurado, en sus artículos 10-12 declara tener incompatibilidad, prohibición o
excusa para formar parte del Jurado, quizás se deba a que el mismo legislador no lo
estimó necesario al existir legislación de rango superior, tal como hemos expuesto, de
la que se deduce que no puede ejercer esa función>>. Esta imprevisión es más grave
aún porque, como ya vimos, la cuestión se planteó al discutirse el texto de la ley en el
Parlamento, donde probablemente la decisión final estuvo marcada por la mala
experiencia de la objeción de conciencia al Servicio Militar. A la vista de todo esto,
parece que el legislador podría, si no solucionado, al menos haber reducido el problema,
contemplando la exención de aquellas personas que, por su especial compromiso
religioso, presumiblemente rehusarían ejercer el cargo de jurado. Y, aunque ha sido
examinada únicamente la postura de la Iglesia Católica, estimamos que igual posibilidad
de excusa debiera haberse reconocido, en virtud del principio de igualdad, a los
ministros de culto de cualquier confesión inscrita en el Registro de Entidades Religiosas.
Ferrer apunta que la incompatibilidad de los ministros de culto con el Jurado debería
incluirse en una futura reforma de la Ley, aunque <<puede considerarse una cuestión
relativamente menor, si se la compara con la objeción de conciencia a formar parte de
ese tribunal>>. A continuación pasamos a estudiar la posibilidad de alegar la objeción
de conciencia al Jurado.
De acuerdo con la definición empleada por Palomino, objeción de conciencia sería <<el
comportamiento individual, basado en los motivos de conciencia y contrario a la norma
jurídica estatal>>. A continuación este autor pasa a explicar esta definición, delimitando
lo que considero cuatro rasgos básicos de la objeción de conciencia y en los que
intentaré incardinar las características propias de la objeción a formar parte de un
Jurado:
Dejando al margen los aspectos que finalmente determinaron la inadmisión del amparo,
nos centraremos en lo que la Sentencia recoge respecto a este punto en concreto de la
libertad ideológica. El Abogado del Estado sostuvo que la objeción de conciencia no está
amparada por la Constitución, y que, en cualquier caso, las manifestaciones de la
libertad ideológica conocen como límite el orden público. Consideró ajustado a Derecho
que la Ley convierta en deber la participación en el Jurado, y afirmó que tendría que ser
la propia Ley la que expresamente contemplase la exención de ese deber por motivos
de conciencia. Estimó, por tanto, que mientras la Ley no lo contemple, no cabe
entender que el artículo 16.1 de la Constitución obligue a interpretar el artículo 12.7 de
la LOTJ en el sentido de que los motivos de conciencia han de bastar para excusarse
como Jurado.
1.3.3.3. Conclusiones
El juez, ante esta situación que se le va a plantear en el caso concreto, tiene una misión
importante que desempeñar, en la que no basta considerar el dato del fundamento
constitucional en el que se quiere sustentar la alegación. La labor judicial, en estos
casos, debe dirigirse a sopesar los intereses en conflicto. Para ello, se pueden discernir
dos objetivos fundamentales en la LOTJ:
- Por un lado, cumplir los mandatos constitucionales. Ya conocemos el tenor del artículo
125 de la Constitución , pero también el Jurado es legitimado por otro interés
constitucional, como es el de garantizar el derecho de todos al juez ordinario
predeterminado por la ley, reconocido en el artículo 24.1.
- Por otro lado, como he dicho más arriba y repito ahora utilizando las palabras de la
Exposición de Motivos de la propia LOTJ, <<nos encontramos ante una modalidad del
ejercicio del derecho subjetivo a participar en los asuntos públicos (art. 23.1 de la
Constitución ), perteneciente a la esfera del status activae civitatis, cuyo ejercicio no
se lleva a cabo a través de representantes, sino que se ejercita directamente al acceder
el ciudadano personalmente a la condición de jurado. De ahí que deba descartarse el
carácter representativo de la Institución y deba reconocerse exclusivamente su carácter
participativo y directo>>. Por tanto, no tiene el Jurado un afán representativo de la
sociedad, sólo se busca una participación de la misma no necesariamente proporcionada
ni estamentada.
Difícilmente se puede hablar aquí del límite del orden público que, con carácter muy
general, menciona el artículo 16.1 de la Constitución y cuyo contenido proporciona el
artículo 3.1 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa : los derechos y libertades de los
demás, seguridad, salud y moralidad pública. Parece que la vía más razonable y
respetuosa es la de la ponderación. Esta es la labor que se debería realizar ante casos
de objeción de conciencia. La objeción es un aspecto o faceta de un derecho
fundamental no lo suficientemente asumido, precisamente por lo que tiene de contraste
con una norma positiva del ordenamiento, por el esfuerzo que supone su integración en
el mismo. Desde luego, esta integración no siempre será posible, pero es deseable que
el esfuerzo se realice.
- No queda acreditada y documentada la causa justificada que debe servir de título para
ser exento de esta obligación (Sentencias del Tribunal Supremo 2814/1992, de 23 de
diciembre, o 2265/1994, de 27 de diciembre): En este sentido, el Tribunal Supremo ha
reiterado que los recurrentes no han cumplido este requisito para que sea aceptada su
excusa, requisito exigible, como hemos visto, y argumento al que no se pueden poner
reparos. Sin embargo, queda por establecer cuándo se entiende acreditada la causa
documentada y justificada para que se admita la excusa. Y ello, según el Tribunal
Supremo, se conseguiría cuando la persona designada para integrar una Mesa electoral
acreditase su pertenencia a la confesión religiosa –los Testigos de Jehová– que le
impone el comportamiento causante de su objeción, y demostrara que esa confesión le
prohíbe efectivamente, a través de sus dogmas, participar de esa forma en el ámbito
electoral. Esta ha sido la exigencia hecha los miembros de la confesión Testigos de
Jehová que han alegado objeción, pero ya se deduce que, en el caso de ser admitida
algún día la objeción de conciencia en este ámbito, va a estar restringida a personas
que puedan probar estos datos, y que la Ley no va a ceder ante argumentos menos
sólidos que los de la pertenencia a una confesión religiosa determinada, como medio de
impedir el abuso de las razones de conciencia.
Por otro lado, se encontraría la objeción al juramento, que sería una oposición total por
motivos ideológicos o de conciencia a prestar cualquier juramento o promesa, situación
ésta que no se contempla en nuestro ordenamiento.
Al margen de estos casos, los supuestos en los que se ha planteado esta objeción en
España han tenido un marcado carácter político. En realidad no se ha objetado el hecho
de tener que prometer o jurar, sino la obligación de acatar la Constitución, como ha
ocurrido con los parlamentarios electos de Herri Batasuna –que ha dado ocasión a
varias Sentencias del Tribunal Constitucional, la última de 8 de abril de 1991– o con
diputados del Parlamento gallego –Sentencia de 16 de diciembre de 1983–, casos donde
resultaba difícil reconocer una auténtica objeción de conciencia –que no fue alegada– y
sí, más bien, un deseo de publicidad ideológica o de poner de relieve un desacuerdo con
la Constitución (Prieto-Sanchís).
Hay que volver la vista al ámbito europeo para ver que el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos ha dictado Sentencia el 18 de febrero de 1999 resolviendo que, en el caso
Buscarini y otros contra San Marino, en el que se plantea una objeción en el juramento,
ha existido violación del artículo 9 del Convenio Europeo para la Protección de los
Derechos Humanos. Los recurrentes se habían opuesto a pronunciar la fórmula de
juramento establecida para ocupar sus escaños como miembros electos del Parlamento
de la República de San Marino, si no se les permitía hacerlo sin hacer mención a ningún
texto religioso, como era el caso, en que se juraba sobre los Evangelios. Al no
habérseles admitido jurar omitiendo esta referencia, y bajo la amenaza de perder su
lugar en el Parlamento, prestaron juramento en la forma establecida, no sin denunciar
que se violaba así su derecho a la libertad religiosa y de conciencia.
Volviendo sobre los límites que el Convenio Europeo de Derechos Humanos reconoce a
la libertad religiosa, el Tribunal estima que la limitación que se ha argüido en el caso no
tiene la condición de ser <<necesaria en una sociedad democrática>>, y declara por
ello que ha existido una violación del artículo 9 del Convenio.
En España, el matrimonio entre personas del mismo sexo fue admitido por el
ordenamiento jurídico a través de la reforma del Código Civil practicada por la Ley
13/2005, de 1 de julio, que añadió un segundo párrafo a su artículo 44 con el siguiente
tenor:
<<El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes
sean del mismo o diferente sexo>>.
A lo que habría que unir la Disposición Adicional Primera de la Ley, que establece con
carácter general:
Los problemas de conciencia que plantea esta Ley no se van a manifestar en forma de
oposición a las uniones homosexuales, sino a su equiparación con el matrimonio, y a la
consiguiente desfiguración de esta institución. Atendiendo precisamente a las previsibles
dificultades que esta reconfiguración de la institución matrimonial puede provocar en la
conciencia de las personas, por su vinculación con mayoritarias tradiciones y creencias
religiosas, las regulaciones en Derecho comparado han incorporado cláusulas que
salvaguarden a quienes se ven confrontados con estas normas. En Canadá, por
ejemplo, la Ley del Matrimonio Civil (Civil Marriage Act) ha reconocido la objeción de
conciencia. Y en Dinamarca, la Ley que regula las parejas de hecho, en el caso de las
uniones homosexuales, ha excluido la posibilidad de celebración religiosa para evitar la
intervención –que allí es obligatoria– de los pastores luteranos.
La dificultad de la situación es España estriba en que la ley que modificó el Código Civil
para ampliar el concepto de matrimonio a las uniones formalizadas entre personas del
mismo sexo, no previó la eventualidad de excepciones u objeciones para los
funcionarios obligados a intervenir en dichos actos. La objeción de conciencia en el caso
de los jueces debió regularse, pues no gozan de un espacio de exención de
responsabilidad en el caso de dejar de resolver. La configuración de una <<opción de
conciencia>> tutelada legalmente es la decisión más aconsejable en situaciones como
la estudiada, donde una ley aprobada después de una destacada polémica social
permitía presagiar un rechazo por amplios sectores y previsibles objeciones de
conciencia.
Pero en el Tribunal Supremo en esta ocasión, con apoyo en la doctrina sentada respecto
de la objeción a la Educación para la Ciudadanía, sostiene que lo procedente es negar el
derecho a la objeción de conciencia si no está previsto en la Ley, aunque a continuación
afirme que se podría admitir bajo circunstancias excepcionales. Estas circunstancias
serían las del servicio militar o las del aborto; y como en el presente caso no se estaría
ni ante la una ni ante el otro, no cabría la objeción. Se procede de tal modo que la
Sentencia dedica amplio espacio a argumentar su negativa a la objeción extra-legal,
mientras que no se molesta en examinar si en los hechos del caso planteado se da esa
excepcionalidad requerida para admitir la objeción; simplemente queda formulada la
posibilidad como un gesto de flexibilidad hipotética, sin visos de reconocimiento real.
Se puede observar asimismo que el enfoque adoptado por el Tribunal enfrenta
artificialmente un supuesto interés privado –identificado con la conciencia personal–
frente al público, que estaría representado por la integridad del ordenamiento jurídico y
la absoluta sumisión al mismo por los funcionarios del Estado. No obstante, hay que
recordar que la protección de los derechos fundamentales no es un asunto particular,
sino de interés público, y para corroborarlo basta percatarse de que su reconocimiento y
garantía constituyen un elemento esencial de ese mismo ordenamiento.
Si el Tribunal hubiera realizado una ponderación de las circunstancias del caso que
permitiese acreditar la existencia de un verdadero conflicto, y habiendo comprobado la
seriedad de las convicciones del objetor, podría haber reconocido la objeción de
conciencia, como ya ha ocurrido otras veces. O haberla rechazado, pero con la
justificación más sólida de haber realizado la necesaria ponderación.
Fecha de actualización
01/10/2010
1.1. Concepto
1º. En el ámbito de la empresa periodística por cambio en la línea ideológica del editor
mediante la denominada “cláusula de conciencia” del artículo 20,1,d de la Constitución
española .
Al abordar este tema es preciso tener en cuenta que mientras que en otras
constituciones y documentos internacionales existe un expreso reconocimiento de la
libertad de conciencia, en la Constitución española no se habla de esta libertad
cuando se recoge la libertad religiosa ideológica y de culto en el art. 16,1 .
Sin embargo, ello no significa que no exista un reconocimiento del derecho a la objeción
de conciencia en nuestro derecho y ello tanto a nivel constitucional expreso, como en el
caso de la objeción de conciencia al servicio militar (artículo 30 de la CE ) como a
través de la doctrina del Tribunal Constitucional, máximo intérprete de las normas
constitucionales, que se ha referido en diversas ocasiones a la objeción de conciencia
como una derivación de la libertad de conciencia que integra el contenido de la libertad
ideológica y religiosa. (Véanse las STC 15/1982 ; STC 53/1985 entre otras) sin
olvidar el reconocimiento específico que a la cláusula de conciencia se hace
expresamente en el artículo 20,1,d de la CE o el reconocimiento que a nivel legislativo
se ha efectuado en relación al descanso semanal en sábado, o, la necesidad de
compatibilizar el trabajo con las fiestas que han de guardar los fieles de otras
confesiones religiosas distintas de la Católica (la oración de los viernes o el Ramadan
por parte de musulmanes) y que se ha regulado por primera vez en los Acuerdos de
1992 con las confesiones religiosas de mayor arraigo en España (evangélicos , judíos
y musulmanes ).
Así pues y en relación al primer supuesto al que nos hemos referido, esto es, a la
objeción de conciencia por parte de los profesionales de la información, ésta ha sido
objeto de regulación por la ley orgánica 2/1997 de 19 de junio que en el artículo 1
establece que “la cláusula de conciencia es un derecho constitucional de los
profesionales de la información que tiene por objeto garantizar la independencia en el
desempeño de su función profesional”, en cuya virtud, “los profesionales de la
información tienen derecho a solicitar la rescisión de su relación jurídica con la empresa
de comunicación en la que trabajen” (artículo 2,1 ):
b. Cuando la empresa les traslade a otro medio del mismo grupo que por su género o
línea suponga una ruptura patente con la orientación profesional del informador.
Esta diversidad jurisprudencial ha sido debida entre otras razones al hecho de que a
pesar de que el aborto en España está despenalizado desde 1985, lo cierto es que hasta
el año 2010 no ha habido una norma que reconociera de forma expresa un derecho a
objetar en conciencia a la práctica del aborto por parte del personal sanitario.
La otra es del Tribunal Supremo, de 23 de abril de 2005, por medio de la cual se anula
la Orden de la Consejería de Salud de la Junta de Andalucía que incluía los preservativos
y los progestágenos como productos sanitarios que debían encontrarse en las oficinas
de farmacia y almacenes farmacéuticos de distribución.
Son numerosos los casos que se han planteado ante los tribunales tanto ante la
jurisdicción ordinaria como ante el Tribunal Constitucional. A título de ejemplo valga la
STC 38/2007, de 15 de febrero de 2007, que resuelve un recurso sobre la
constitucionalidad del Acuerdo sobre Enseñanza de 3 de enero de 1979 entre España y
la Santa Sede, que interpone el Tribunal Superior de Justicia de las Palmas de Gran
Canaria, trayendo su causa del conflicto originado por el despido de un profesor de
religión, sacerdote secularizado, casado y padre de cinco hijos, perteneciente al
Movimiento “pro celibato opcional”, de lo que viene haciendo alarde y declaraciones a la
prensa local, motivo por el cual, la autoridad eclesiástica considera que ha dejado de ser
idóneo para impartir las clases de religión.
En este sentido se dispone que “el descanso laboral semanal (para las iglesias
evangélicas integradas en la FEREDE cuyo día de precepto sea el sábado, como para los
fieles de las comunidades israelitas pertenecientes a la FCI) podrá comprender, siempre
que medie acuerdo entre las partes, la tarde del viernes, y el día completo del sábado,
en sustitución de lo que establece el artículo 37,1 del Estatuto de los trabajadores .
Análogamente, “los miembros de las Comunidades Islámicas pertenecientes a la C.I.E,
que lo deseen, podrán solicitar la interrupción de su trabajo los viernes de cada
semana(...) desde las trece treinta hasta las dieciséis treinta horas, así como la
conclusión de la jornada laboral una hora antes de la puesta de sol durante el mes de
ayuno (Ramadan), (véase el artículo 12,2 de los acuerdos con la F.C.I. y la CIE
incluyen una relación de fiestas religiosas).
En cualquier caso, la referencia al “previo acuerdo de las partes” a que aluden los
acuerdos deja en manos del empresario la efectividad de estas objeciones de
conciencia.
Sin embargo el actor, continuó sin asistir a todos los actos de la banda de música que
tuvieran lugar en los días que tuvieran lugar desde la puesta del sol del viernes hasta la
caída del sol del sábado. El demandante fue despedido.
El ejemplo más característico en este ámbito es el del conocido caso Prais, del Tribunal
de Justicia de las Comunidades Europeas de 27 de octubre de 1976. El caso era el
siguiente: Prais, judía, no pudo presentarse a un concurso de jurista traductor de
Inglés, al coincidir la fecha de examen con la fiesta judía de Pentecostés. La interesada
solicitó que se le concediera una fecha alternativa a la realización del examen, pero le
fue denegada. Prais presentó una demanda ante el Tribunal de Justicia, alegando entre
otros, los artículos 9 y 14 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (libertad de
pensamiento, conciencia y religión), sin embargo, el Tribunal rechaza su pretensión
sobre la base del principio de igualdad de las pruebas para todos los concursantes y por
no haber sido informado el organismo convocante en tiempo y forma.
Igualmente restrictiva es la decisión de la Comisión Europea de Derechos Humanos
sobre el caso de un ciudadano británico de religión musulmana contratado como
profesor a tiempo completo, cuya religión le imponía trasladarse a una mezquita todos
los viernes si la distancia a la misma no lo impedía. Durante un tiempo no surgieron
problemas pues los colegios a los que se le destinaba como docente, estaban muy lejos
de la mezquita más cercana, pero en 1974 le trasladan a un centro cercano a una
mezquita; habiendo solicitado la dispensa laboral y habiéndosele negado, tuvo que
aceptar un contrato a tiempo parcial. Tanto los Tribunales británicos como la Comisión
Europea rechazan sus pretensiones sobre la base de que no existe discriminación con
respecto a los otros docentes de otras religiones en igual situación laboral, pero no
tienen en cuenta que la enseñanza en el Reino Unido se extiende de Lunes a Viernes y
que casi todas las religiones imponen como días preceptivos el sábado o el domingo.
Desde el punto de vista de la legislación Italiana, los acuerdos celebrados entre Italia y
las Iglesias Cristianas Adventistas del Séptimo Día, y, las Comunidades Israelitas,
(aprobadas por Ley de 22 de noviembre de 1998 y de 8 de marzo de 1989
respectivamente)incorporan el deber de respeto del descanso sabático, de tal manera
que los judíos y adventistas que dependen del Estado, o de entes públicos o privados o
que ejerzan una actividad autónoma o comercial, tienen derecho a que se les respete,
previa petición, el descanso sabático como descanso laboral semanal, aunque este
derecho será ejercitado en el marco de la flexibilidad de la organización de trabajo y
dejando a salvo”las imprescindibles exigencias de los servicios esenciales previstos por
el ordenamiento jurídico”. En este sentido, la jurisprudencia se ha mostrado bastante
receptiva y ha resuelto a favor del objetor reduciendo la libertad organizativa y el poder
del empresario hasta el punto de considerar justificada la ausencia de una parte en un
proceso judicial por entender que la observancia de una festividad judaica constituía
impedimento legitimo. (cfr. Trib. Milano, 7 de abril de 1993).
En este sentido, a nivel legislativo destaca la primera ley federal norteamericana sobre
libertad religiosa (Religions Freedom Restoratión Act. de 1993) que se remite al caso
Sherbert para decidir los casos de conflicto, estableciendo que la libertad religiosa se ha
de respetar siempre salvo que en el caso concreto se pueda demostrar un interés
público superior (compelling gobernmental interest).
Fecha de actualización
01/10/2010
1. Introducción
En general, los supuestos que se han planteado se han referido a aspectos relativos al
estudio de determinadas materias incluidas en los planes de estudio, a la práctica de
determinadas actividades en la escuela, como la oración o saludo a la bandera, a la
solicitud de dispensa de las clases de gimnasia por motivos religiosos, a la utilización
por parte de profesores y alumnos de algún tipo de vestimenta o símbolo religioso, al
propio sistema educativo... etc.
2. Derecho Español
Se trata de una decisión muy poco afortunada a nuestro juicio en la que indirectamente
se hace prevalecer la libertad religiosa de los padres, vulnerando el derecho
fundamental a la educación de estos menores que no estaban escolarizados en centros
homologados y además y aunque existiera la escolarización libre, muy discutible en
España, lo cierto es que el límite a la libertad religiosa de los padres está en el interés
superior del menor (cfr. L.O. de protección jurídica del menor de 15 de enero de 1996
) y en el presente caso se había probado que existía por parte de los padres una
manipulación mental ejercida sobre los menores que provocaba problemas de
integración social y atentaba al libre desarrollo de su personalidad.
Las convicciones filosóficas o religiosas de los padres si han sido claramente tenidas en
cuenta en instancias judiciales inferiores. Al respecto es de destacar la Sentencia de la
Audiencia Provincial de Sevilla de 23 de noviembre de 1999 en la que se plantea el
supuesto del posible conflicto entre el derecho de los padres a decidir la educación de
sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones y la Administración que declara la
situación legal de desamparo de un menor por no estar escolarizado en un centro
homologado sino internado en una colonia denominada “Niño Sergio”, cuya manera y
estilo de vida, comida, principios... etc., no se ajustaban al estilo tradicional de vida
imperantes en nuestra sociedad. En este supuesto, la Audiencia siguiendo el criterio
prevalente del interés superior del menor, resuelve a favor del derecho educativo
paterno, pues las divergencias que puedan producirse en torno a una determinada
concepción ideológica, religiosa o filosófica en general, vividas por una persona o una
comunidad y no coincidentes con los de la mayoría no pueden justificar el que se
produzca “una intervención de la administración que no puede ni debe producirse
porque los parámetros educativos o ideológicos entendidos como “modus vivendi”, no
coincidan con los nuestros...”, por otro lado, no existe en este caso un conflicto de
intereses padre-hijo, al contrario el hijo tiene cubiertas todas las necesidades materiales
y morales, por eso el Tribunal afirma que “no pueden desconocerse los reiterados
deseos manifestados por el menor de volver a la colonia y su desajuste psíquico...
desde que se acordó el desamparo hasta el punto de haberle conducido a su fuga... lo
que sirve de interpretación del estado anímico del menor desde que salió de la colonia
hacia un pretendido mundo mejor”.
Alguna resolución ha rechazado esta petición (Auto del TSJ del País Vasco de 14 de
febrero de 2008). Sin embargo, otras la han admitido argumentando la inexistencia de
un perjuicio para terceros, ( Auto del TSJ de Asturias de 3 de diciembre de 2007 y de
Andalucía de 3 de marzo de 2008).
Además, el Tribunal Supremo en estas sentencias advierte que cuando los textos o
explicaciones de la Educación para la Ciudadanía excedan del objeto señalado a la
educación por el artículo 27,2 de la Constitución, los padres tienen derecho, en virtud
del artículo 27,3 de la misma norma, a la tutela judicial efectiva preferente y sumaria de
la jurisdicción contencioso-administrativa. Además, insiste en que, aunque la Educación
para la Ciudadanía sea ajustada a Derecho y el deber jurídico de cursarla sea válido,
ello” no autoriza a la Administración educativa, ni tampoco a los centros docentes, ni a
los concretos profesores, a imponer o inculcar, ni siquiera de manera indirecta, puntos
de vista determinados sobre cuestiones morales que en la sociedad española resultan
controvertidos”( Sentencia de 11 de febrero de 2009, Recurso nº 905/2008,fj décimo).
Las sentencias han sido objeto de numerosos votos particulares, la mayoría de los
cuales defienden el derecho a la objeción de conciencia frente a dicha materia y la
posibilidad de una exención parcial respecto de los contenidos de la misma que versan
sobre cuestiones morales controvertidas.
El caso ha llegado ante el Tribunal Constitucional que resolvió por Sentencia 38/2007 de
15 de febrero, al plantearse un recurso de inconstitucionalidad del artículo III del
Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales de 3 de enero de 1979, entre España y
la Santa Sede y la normativa sobre el sistema de nombramiento y despido del
profesorado de religión católica. El TC, declaró constitucional el Acuerdo, así como el
sistema de designación de los profesores de religión y su remoción, mediante la
declaración eclesiástica de idoneidad, por ser algo de competencia exclusiva de las
confesiones el nombramiento de su personal y por tanto, perteneciente a su autonomía
interna.
3. Derecho Comparado
Así, uno de los casos se refiere a la demanda que dos miembros de la Iglesia
evangélico-luterana presentaron ante la Comisión Europea de Derechos Humanos contra
el gobierno sueco al haber denegado la autoridad competente, la exención de las clases
de religión que se impartían en la escuela pública sobre cristianismo (caso Karnell y
Hardlt), con el argumento de que la exención aquí no tenia ningún sentido pues los
demandantes eran cristianos, y sólo tendría sentido esta dispensa para las personas que
profesasen otra religión. La Comisión, si admite la demanda pero sobre la base del
principio de igualdad del artículo 14 del Convenio Europeo ya que la exención se había
concedido a las personas de otras religiones.
Este planteamiento fue criticado por el juez “Verdross” que distingue entre la
información sobre los hechos de la sexualidad humana y la información sobre las
prácticas sexuales, siendo este segundo aspecto lo que puede afectar al ámbito de la
conciencia.
Otros supuestos en relación a la enseñanza, son los que se refiere al caso lingüístico
belga, resuelto por la Sentencia del TEDH de 23 de julio de 1968 y la Sentencia de 25
de febrero de 1982, casos Campbell y Cassans, sobre el régimen disciplinario de
sistema educativo Inglés. En el primer caso, sobre el pretendido derecho de los padres
a enviar a sus hijos a escuelas cuya lengua de enseñanza fuera distinta de la del país de
que se tratara, la Comisión Europea de Derechos Humanos en su informe al Tribunal
entendió que el inciso segundo del artículo 2 no consagra “el derecho de los padres a
hacer educar a sus hijos en la lengua de su elección, en el sentido de que el Estado
cuando asume funciones de enseñanza mediante la creación de escuelas, esté obligado
a tener en cuenta las preferencias de los padres por una lengua determinada”
(Sentencia del T.E.D.H. de 23 de julio de 1968). En el segundo supuesto, los hechos se
refieren a Jeffrey Cossans, estudiante de un colegio de Escocia que debía presentarse
ante la Dirección del Colegio para sufrir un castigo corporal al cual se negó, hecho por el
cual fue expulsado del colegio, pudiendo retornar al mismo si aceptaban sus padres el
castigo corporal como medida disciplinaria. En su decisión, el Tribunal considera que se
ha violado el “derecho educativo paterno” pues “no se puede considerar razonable una
condición así (castigo corporal) para asistir al centro docente, ya que se opone a otro
derecho protegido por el Protocolo nº 1 , y que, en cualquier caso, excede de la
facultad de reglamentación que el artículo 2 concede al Estado”(Sentencia de TEDH
de 25 de febrero de 1982). En su argumentación, el Tribunal distingue entre el derecho
educativo paterno y el derecho fundamental del niño a la educación, entendiendo que
en este caso, han sido conculcados ambos derechos.
Más recientes y de mayor actualidad son las Sentencias del TEDH en el caso Folgero
contra Noruega de 20 de junio de 2007 y en el caso Zengin contra Turquia, de 9 de
octubre de 2007. En ellas, este Tribunal consideró que la enseñanza de la religión con
carácter obligatorio, sin posibilidad de dispensa, vulneraba el artículo 9 del CEDH.
Los demandantes alegan no estar de acuerdo con la exención parcial y entienden que la
enseñanza que rechazan carece de la necesaria objetividad, pues su fin es reforzar la
identidad religiosa de los alumnos con una clara vocación cristiana y un prisma religioso
que alaba la fe con unos manuales llenos de sermones cristianos que conculcan las
convicciones de los padres.
El TEDH, sobre la base del artículo 2 del Protocolo Adicional al CEDH que recoge el
derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones y prohíbe al
Estado que en la enseñanza persiga un fin de adoctrinamiento, dará la razón a los
demandantes.
El profesor Vallauri, tras un complicado y largo iter procesal que termina con la decisión
del Consejo de Estado de 18 de abril de 2005 que argumenta que la valoración de la
cuestión religiosa para no renovar el contrato al actor, es algo interno a la libertad de la
iglesia, y como en el presente caso, de la libertad de las Universidades ideológicamente
caracterizadas, cuyos docentes son nombrados y revocado con el beneplácito de la
autoridad eclesiástica o nulla osta en virtud del artículo 38 del Acuerdo entre Italia y la
Santa Sede,, rechazando sus pretensiones, el actor acude al TEDH.
Sin embargo, se ha planteado el tema de la retirada de los crucifijos de las aulas de los
centros docentes públicos en +época reciente por una ciudadana italiana de origen
finlandés por ir en contra de sus convicciones religiosas. El supuesto es el siguiente: la
señora Lautsi, solicitó la retirada de los crucifijos del colegio donde estudiaban sus hijos
ante el Consejo Escolar, ante la denegación de dicho órgano acude al Tribunal
Administrativo y tras un complicado iter procesal, que pasa por el propio Tribunal
Constitucional, para llegar de nuevo ante el Tribunal Administrativo, se deniega la
retirada del crucifijo, alegando que es un símbolo que forma parte de la identidad y el
patrimonio del Estado Italiano.
Ante tal situación, la señora Lautsi acude al TEDH, resolviendo mediante sentencia de 3
de octubre de 2009, por la que se le da la razón a la demandante y se condena al
Estado Italiano por violación del derecho a educar a los hijos de acuerdo con las
convicciones de los padres del artículo 2 del Protocolo al CEDH y del derecho a la
libertad religiosa de los menores del artículo 9 del Convenio.
Esta sentencia fue objeto de recurso por la Asociación E-Cristians, resolviéndose por el
TSJ de Castilla- León, el 14 de diciembre de 2009.En la sentencia se estima
parcialmente el recurso al sostener que la exposición obligatoria de los crucifijos en las
aulas de los centros docentes públicos es inconstitucional, siempre que exista un
conflicto, sin embargo en los casos en que no existe el conflicto, no hay lugar a la
inconstitucionalidad al no haber un conflicto de derechos en juego. En el FJ séptimo
establece que:”la presencia de símbolos religiosos puede hacer sentir a los alumnos
(especialmente vulnerables por estar en proceso de formación) que son educados en un
ambiente escolar caracterizado por una religión en particular, suponiendo al Estado más
próximo de una confesión religiosa que de otra o simplemente más próximo al hecho
religioso. Y como esta circunstancia es contraria al derecho de los padres a educar a sus
hijos de acuerdo con sus convicciones, hay que declarar nula la decisión del Consejo
escolar que imponga la exposición obligatoria de los citados símbolos, sin embargo esta
nulidad no puede declararse indiscriminadamente de forma generalizada. Resulta
palmario que en aquellos casos en los que no existe petición de retirada de símbolos
religiosos, el conflicto no existe y la vulneración de derechos fundamentales tampoco”.
En otros países, la cuestión del velo islámico se ha planteado aunque con menor fuerza.
Así, en Italia la utilización de vestimentas o signos religiosos está permitida siempre que
no constituyan una provocación o comprometan el normal desenvolvimiento de la clase.
En Alemania, las manifestaciones externas de pertenencia a una confesión religiosa está
garantizada también por la libertad de conciencia, ahora bien, el uso de símbolos
religiosos es permitido siempre dentro del respeto a la tolerancia y los derechos de los
demás. Igual sucede en Grecia, en donde el uso de símbolos religioso entra dentro de
los márgenes normales de tolerancia.
Por parte del profesorado un caso que merece mencionarse, es el que se ha planteado
en Suiza a propósito de la utilización del velo islámico en la escuela. La sentencia de la
Corte de Derecho Público del Tribunal Federal Suizo de 12 de noviembre de 1997,
prohíbe a una profesora el uso del velo islámico durante el desarrollo de sus lecciones
sobre la base del principio de neutralidad y la necesidad de garantizar la paz confesional
en la escuela pública y el principio de proporcionalidad. Entre sus argumentos, afirma el
tribunal que “el artículo 27,3 de la Constitución Suiza prohíbe pues, los programas,
formas y métodos de enseñanza o de orientación escolar que tengan una orientación
confesional o que al contrario sean hostiles a las convicciones religiosas... incluso la
escuela no debe identificarse con ciertas concepciones religiosas mayoritarias o
minoritarias en detrimento de los que participan de otras confesiones religiosas... la
libertad de religión de los alumnos debe ser siempre respetada y en este sentido juega
un papel fundamental la actitud de los profesores que han de mantener una actitud de
respeto o un deber de reserva en el cumplimiento de su actividad docente”.
Los tribunales de USA han tenido que pronunciarse también en multitud de ocasiones en
relación a supuestos de objeción de conciencia a determinadas asignaturas o planes de
estudio: evolucionismo, educación sexual... etc. con resultados contradictorios; así, por
ejemplo, la decisión Frederick de un Tribunal de Kentucky de 1983 fue favorable a unos
padres que se oponían a la educación sexual de sus hijos en la escuela, mientras que la
sentencia federal Mozert de 1987 rechazó la objeción de conciencia de unos padres
(cristianos renovados) que se oponían por motivos religiosos a la lectura obligatoria en
la escuela pública acerca del humanismo secular, telepatía y ateismo. A nivel legislativo,
y sobre el contenido de la enseñanza cabe destacar la decisión del Tribunal Supremo en
la sentencia Epperson V. Arkansas en donde se plantea la constitucionalidad del “anti-
evolutión Statute”, ley por la que se prohíbe la enseñanza, en los centros docentes
públicos de dicho Estado, de que el hombre es ascendente o descendiente de animales,
así como los libros de texto que se refieran a dicha teoría. El principio de neutralidad
impide que el Estado suprima de los planes de estudio aquellas enseñanzas que sean
contrarias a ciertas convicciones religiosas y en consecuencia el Tribunal declaró
inconstitucional la citada ley del Estado de Arkansas.
En definitiva y a modo de conclusión hay que afirmar que en esta materia, el derecho
europeo en general y español en particular, es aún bastante restrictivo en el
reconocimiento de la objeción de conciencia en estos supuestos y se halla aún bastante
lejos de más tuitivo derecho norteamericano que de acuerdo con el criterio
jurisprudencial de una necesaria “adaptación razonable” y del “menor gravamen
posible”, está mucho más abierto y es más respetuoso con el reconocimiento y
protección de este derecho y no sólo en estos supuestos sino en las más variadas
situaciones en las que pueda existir un mínimo resquicio de incompatibilidad entre
conciencia y norma.
1.1. Introducción
En esta materia que vamos a analizar hay que partir de la base de que se hace
necesario antes de alegar objeción de conciencia, por un lado que exista un supuesto
con el cual no se está de acuerdo bien por convicciones morales, religiosas, etc.; y por
otro lado que exista una norma que obligue a realizar ese acto. Si se trata de una
norma voluntaria, no podríamos hablar de objeción de conciencia, ni tampoco
podríamos hablar de objeción de conciencia si no existe esa norma, o bien si podemos
someternos a otra norma más favorable.
Aunque en un principio esta objeción de conciencia pueda parecer limitada, tiene mucha
más trascendencia de lo que se pudiera pensar, ya que existen otra serie de personas a
las que les afecta también la objeción de conciencia farmacéutica pero no desde el
punto de vista del farmacéutico titular de una farmacia, que es quizás la figura que
podría plantear menos problemas, nos referimos aquí a personas como el mancebo, o
incluso el farmacéutico asalariado, el que está en un hospital, el investigador, el que
trabaja en una industria, etc.
Este tipo de personas tienen en común que el trabajo que realizan no lo hacen por
cuenta propia y por lo tanto en el supuesto de que exista una objeción de conciencia, se
puede ver en los siguientes supuestos: que el farmacéutico esté de acuerdo en su
objeción de conciencia y la comparta, en cuyo caso no supondría ningún problema; que
el farmacéutico no esté de acuerdo con la objeción pero que respete su opción; y el
último supuesto que el farmacéutico no esté de acuerdo con la objeción y el mancebo
sea despedido de su trabajo. Similares problemas se plantearían en el caso de las
personas que anteriormente hemos mencionado, y en la mayoría de los casos tendría
que ser el tribunal competente el que resolviera estas controversias que se pudieran
plantean.
Por lo que se refiere al ámbito legislativo, se hace necesario pasar a enumerar las
distintas disposiciones que se encuentran tanto directa como indirectamente
relacionadas con la objeción de conciencia farmacéutica.
La ley en su artículo 8.1 dice qué se entiende por medicamento: “Toda sustancia
medicinal y sus asociaciones o combinaciones destinadas a su utilización en las
personas o en los animales que se presente dotada de propiedades para prevenir,
diagnosticar, tratar, aliviar o curar enfermedades o dolencias o para afectar a funciones
corporales o al estado mental. También se consideran medicamentos las sustancias
medicinales o sus combinaciones que pueden ser administrados a personas o animales
con cualquiera de estos fines, aunque se ofrezcan sin explícita referencia a ellos”.
Por otro lado el artículo 8.12 nos da una definición de producto sanitario: “Cualquier
instrumento, dispositivo, equipo, material u otro artículo, incluidos los accesorios y
programas lógicos que intervengan en su buen funcionamiento, destinados por el
fabricante a ser utilizados en seres humanos, sólo o en combinación con otros, con fines
de: diagnóstico, prevención, control, tratamiento o alivio de una enfermedad o lesión;
investigación, sustitución o modificación de la anatomía o de un proceso fisiológico; y
regulación de una concepción. Cuya acción principal no se alcance por medios
farmacológicos, químicos o inmunológicos, ni por el metabolismo, pero a cuya función
puedan concurrir tales medios”.
Esta distinción alcanza singular importancia debido a que en la ley que estamos
analizando se determina que las oficinas de farmacia están obligadas a dispensar o
suministrar los medicamentos que se les soliciten en las condiciones legales y
reglamentarias establecidas. En concreto en su artículo 3 se determina que: “Los
laboratorios, importadores, mayoristas, oficinas de farmacia de hospitales, centros de
salud y demás estructuras de atención a la salud están obligados a suministrar o a
dispensar los medicamentos que se les soliciten en las condiciones legal o
reglamentariamente establecidas”.
Habida cuenta que uno de los primeros casos de objeción de conciencia farmacéutica,
que se ha planteado a nivel colectivo, ha sido en la Comunidad Autónoma Andaluza, es
por lo que analizamos de forma pormenorizada el caso andaluz. Para ello se hace
necesario partir de la organización del sistema sanitario español, para poder determinar
cuales son las competencias de las comunidades autónomas y con ello precisar el origen
y el por qué de lo acaecido en Andalucía.
“De acuerdo con otro de los elementos del “bloque de constitucionalidad” que son los
Estatutos de Autonomía, los títulos sobre los que las Comunidades Autónomas tienen
competencias pueden agruparse en los siguientes aspectos: 1º.- La sanidad interior e
higiene (normalmente como competencia de desarrollo legislativo y ejecución de la
legislación básica del Estado). 2º.- La ordenación y establecimientos farmacéuticos
(también con el alcance del título anterior). 3º.- Los productos farmacéuticos
(solamente en cuanto a la ejecución de la legislación del Estado). 4º.- Las instituciones,
servicios sanitarios y coordinación hospitalaria”. (Sanz Larruga, F. J., “Las competencias
del Estado, comunidades autónomas y corporaciones locales en materia sanitaria”, en
AAVV, Lecciones de derecho sanitario, Servicio de publicaciones de la Universidad da
Coruña, Coruña, 1999, p. 123).
“Por ello, la diferencia fundamental con las otras Comunidades Autónomas es que las
mismas carecen de competencias en materia de Seguridad Social, por lo que no pueden
asumir las funciones y servicios del Instituto Nacional de la Salud” (García González-
Posada, J., “La organización del sistema sanitario español”, en AAVV, Lecciones de
derecho sanitario, Servicio de publicaciones de la Universidad da Coruña, Coruña, 1999,
p. 43).
Una vez hechos estos planteamientos generales, y para poder explicar lo acaecido en
Andalucía, debemos partir del Real Decreto 2259/1994, de 25 de noviembre, por el que
se regulan los almacenes farmacéuticos y la distribución al por mayor de medicamentos
de uso humano y productos farmacéuticos , determina que corresponde a las
comunidades autónomas la elaboración de una lista de medicamentos que, teniendo en
cuenta las peculiaridades sanitarias de su territorio, se consideren necesarias para la
adecuada asistencia.
Al tratarse de un fármaco, que tiene que ser dispensado bajo receta médica, el
farmacéutico no puede, en principio, negarse a venderlo al paciente, puesto que
intervendría en un acto médico y podría perjudicar al enfermo, y por lo tanto la cuestión
a dilucidar es si existe en el caso de la píldora del día después causa justificada o no
(artículo 108.2 b) 15 ).
Frente a esta casuística están las actuaciones judiciales, que ya se han comenzado a
llevar a cabo, y que pasaremos a narrar a continuación. Un farmacéutico granadino, por
razones de conciencia, mostró su disconformidad ante la Orden de la Junta de Andalucía
-a la que antes hemos hecho alusión- en virtud de la cual en su farmacia tiene que
tener y vender, en su caso, el medicamento conocido con el nombre de píldora del día
después. Dicho farmacéutico interpuso un recurso contencioso-administrativo ante el
Tribuna Superior de Justicia de Andalucía.
Posteriormente, una serie de farmacéuticos granadinos, a los que se han ido uniendo
farmacéuticos y médicos tanto andaluces como de otros puntos de España, han creado
la Asociación Nacional de Ética Sanitaria. Esta Asociación pretende fijar criterios que
permitan clarificar y definir su situación jurídica, sus derechos y obligaciones, y también
defender su derecho a no vender o dispensar la píldora del día después.
Por lo que se refiere al recurso planteado por el farmacéutico granadino, hay que decir
que en una primera fase de este procedimiento, se procedió a dictar un Auto de fecha
12 de noviembre de 2001, en el que se acuerda suspender el acto administrativo, que
obligaba a dispensar el citado medicamento, por lo tanto no afecta a aquellos
farmacéuticos que quieran de forma voluntaria dispensar el citado fármaco.
Esta medida cautelar no afecta a los hospitales y centros de salud en los que se
continuará dispensando de forma gratuita el citado medicamento; pero es que además,
mediante este recurso, no se pretende prohibir que se dispense la píldora del día
después sino salvaguardar el derecho a la objeción de conciencia y con ello la libertad
de dispensar o no dependiendo de las convicciones de cada farmacéutico.
2.1. Introducción
Por este motivo como posible solución a este problema, en España se ha regulado la
figura del testamento vital, que supone –como veremos más adelante- poder decidir
sobre los tratamientos que se quieren o no recibir, y en algunos países como es el caso
de Holanda y Bélgica, se opta por despenalizar la eutanasia en determinados supuestos,
en base al derecho que tiene el paciente de una muerte digna.
En el derecho español, como norma general, debemos partir de la base de que se trata
de un derecho que no se reconoce ya que en las principales normas lo que se pretende
hasta el momento es proteger el derecho a la vida y a la salud, con lo que en cierto
modo se iría en contra de la eutanasia.
El primer texto al que tenemos que hacer referencia es la Constitución que por un lado
en su artículo 15 , reconoce como derecho fundamental el derecho a la vida, y por lo
tanto no es disponible ni renunciable, y por otro en su artículo 43 reconoce el derecho
a la protección de la salud.
Desde un punto de vista más específico se hace necesario destacar lo dispuesto en las
siguientes disposiciones que vuelven a tener como denominador común la protección de
la salud y de la vida:
Por lo que se refiere a la eutanasia en sí, se trata de una cuestión que en todas sus
formas, y como norma general, no se reconoce en España. Si han existido iniciativas -
en un primer momento por parte de determinadas comunidades autónomas, y
posteriormente por parte del Estado- para permitir que una persona pueda decidir si se
le practica o no una determinada operación, o si quiere seguir o no un determinado
tratamiento, o incluso dejarlo morir dignamente, es lo que se conoce con el nombre de
testamento vital. Lo indicado, anteriormente, podría suponer, de un lado una iniciativa
encaminada al reconocimiento de la eutanasia, aunque con ciertas limitaciones, y de
otro el que comiencen a plantearse supuestos de objeción de conciencia.
Las comunidades autónomas que, por ahora, han creado esta figura del testamento
vital son Cataluña, Galicia, Extremadura, Madrid, Aragón, La Rioja, Navarra, País Vasco,
Cantabria, Valencia, Islas Baleares, Castilla-León y Andalucía. Estas leyes, que vamos a
estudiar de forma pormenorizada, tienen una gran similitud en cuanto a su contenido, y
apenas existen diferencias.
A. Cataluña
En Cataluña, se ha dado un primer paso, que algunos lo han considerado como muy
importante, a la hora de legalizar la eutanasia, es la Ley 21/2000, de 29 de diciembre,
sobre los derechos de información concernientes a la salud y la autonomía del paciente,
y la documentación clínica (DOGC de 11 de enero de 2001), por la que se crea la
figura del testamento vital.
Pero quizás lo más novedoso de esta ley es que establece la posibilidad de llevar a cabo
lo que se conoce con el nombre de testamento vital, y que la ley denomina como
documento de voluntades anticipadas. Es el documento, dirigido al médico responsable,
en el cual una persona mayor de edad, con capacidad suficiente y libremente, expresa
las instrucciones a tener en cuenta cuando se encuentre en una situación en que las
circunstancias que concurran no le permitan expresar personalmente su voluntad, es
decir supondría el poder elegir los tratamientos que se desea recibir, o no, en supuestos
de incapacidad para prestar su consentimiento. En este documento, la persona puede
también designar un representante, que es el interlocutor válido y necesario con el
médico o el equipo sanitario, para que la sustituya en el caso de que no pueda expresar
su voluntad por sí misma.
Se establece como requisito para poder someterse a lo preceptuado por esta ley, el
tener constancia fehaciente de que este documento ha sido otorgado en las condiciones
que la propia ley determina.
La ley establece dos formas para poder llevarlo a cabo: una ante notario en cuyo caso
no es necesaria la existencia de testigos, u otra ante tres testigos mayores de edad y
con plena capacidad de obrar, de los cuales dos, como mínimo, no deben tener relación
de parentesco hasta el segundo grado ni estar vinculados por relación patrimonial con el
otorgante.
Las voluntades anticipadas, deben ser entregadas por la persona que las ha otorgado,
sus familiares o su representante, en el centro sanitario donde la persona sea atendida
para ser incorporadas a la historia clínica del paciente (artículo 8 ). Los testamentos
vitales son de obligado cumplimiento para los médicos, si se han cumplido todas las
exigencias señaladas por la ley.
Por lo que se refiere al procedimiento de inscripción, hay que decir que éste se inicia
mediante solicitud del otorgante (artículo 3) y concluye con la inscripción en el citado
registro, siempre y cuando se cumplan todas las formalidades legalmente establecidas
para poder otorgar este documento (artículo 4). La ley también prevé la posibilidad de
que se pueda revocar este documento ya sea de forma parcial o total (artículo 7).
Otros aspectos interesantes que también son tratados en esta disposición son: la
creación de un fichero automatizado y la determinación de quien puede tener acceso al
registro (artículo 6).
B. Galicia
La ley define qué se entiende por documento de voluntades anticipadas, y dice que: “es
el documento en el cual una persona mayor de edad, con capacidad suficiente y
libremente, expone las instrucciones que se deben tener en cuenta cuando se encuentre
en una situación en la que las circunstancias que concurran no le permitan expresar
personalmente su voluntad” (artículo 5.1). Esta definición que da la ley es muy similar a
la dada por la ley catalana, y pone de manifiesto los requisitos necesarios para poder
realizar este documento el ser mayor de edad, y el tener capacidad suficiente y libre.
Al igual que sucedía en el caso catalán el procedimiento para poderlo llevar a cabo es o
bien ante notario, en cuyo caso no son necesarios testigos, o bien ante tres testigos que
tienen que ser mayores de edad, con plena capacidad de obrar y de los cuales dos -
como mínimo- no podrán tener relación de parentesco hasta el segundo grado ni estar
vinculados por relación patrimonial con el otorgante (artículo 5.2).
C. Extremadura
Esta ley -como veremos a continuación- se podría calificar como una fiel copia del
documento de voluntades anticipadas llevado a cabo tanto por Cataluña y Galicia, no
solo desde el punto de vista de su estructura, sino también desde el punto de vista de
su contenido. La única diferencia existente entre estos textos es que en el caso de
Extremadura la regulación de todo lo concerniente al testamento vital o documento de
voluntades anticipadas -como lo denomina la ley- se lleva a cabo sólo y exclusivamente
en un único artículo, en el que se contiene su definición, requisitos, límites, y forma de
llevarlo a cabo.
También en este documento se determina los requisitos necesarios para que se pueda
llevar a cabo dicho documento, siendo estos los mismos que se exigen tanto en el caso
catalán como en el gallego, el ser mayor de edad, el tener capacidad, y actuar de forma
libre.
En lo referente a la forma de llevarlo a cabo, esta ley no añade nada nuevo y establece
al igual que sucede en los dos casos que hemos comentado anteriormente, la
posibilidad de realizarlo ante notario o bien ante tres testigos mayores de edad, con
plena capacidad de obrar y sin relación de parentesco hasta el segundo grado ni
vinculados por relación patrimonial con el otorgante (artículo 5.11 c) ).
Por lo que se refiere a los límites, también vuelve a establecer los mismos, que no se
trate de voluntades anticipadas “que incorporen previsiones contrarias al ordenamiento
jurídico, o que no se correspondan con el supuesto de hecho que se hubiera previsto en
el momento de emitirlas” (artículo 5.11 d) ).
Este documento deberá ser entregado, bien por su otorgante, bien por sus familiares o
representantes, en el centro sanitario donde el paciente sea atendido o incorporado a su
historia clínica (artículo 5.11 e) ).
D. Madrid
Al igual que en el resto de leyes que estamos comentando se establece como límite que
no vayan en contra del ordenamiento jurídico y se añade además la ética profesional. Y
en lo referente a la forma de llevarlo a cabo esta ley sólo se limita a decir que se debe
realizar por escrito de forma que quede constancia fehaciente, con lo que -desde mi
punto de vista- podría ser de aplicación lo dispuesto en las leyes que ya hemos
comentado, es decir la posibilidad de llevarlo a cabo ante notario o ante testigos.
Este documento debe ser entregado por los pacientes, familiares o representantes en el
centro asistencial en el que la persona sea atendida, y “el médico responsable deberá
dejar constancia en la histórica clínica de cuantas circunstancias se produzcan en el
curso de la asistencia en relación con el documento de instrucciones previas” (artículo
28 ).
E. Aragón
En su Título III (De los derechos de información sobre la salud y la autonomía del
paciente), y más concretamente en su Capítulo III (Del respeto al derecho a la
autonomía del paciente) se regula esta figura. El documento de voluntades anticipadas,
que es como lo denomina la ley, se define como: “el documento dirigido al Médico
responsable en el que una persona mayor de edad, con capacidad legal suficiente y
libremente, manifiesta las instrucciones a tener en cuenta cuando se encuentre en una
situación en que las circunstancias que concurran no le permitan expresar
personalmente su voluntad” (artículo 15.1 ). Otra vez se vuelven a reiterar los
requisitos y circunstancias exigidas en todas las leyes que estamos estudiando.
También se establece la posibilidad de llevarlo a cabo ante notario, o bien ante tres
testigos que tienen que ser mayores de edad y de los cuales dos, como mínimo, “no
pueden tener relación de parentesco hasta el segundo grado ni estar vinculados por
relación patrimonial con el otorgante” (artículo 15.2 b) ).
Este documento debe ser entregado, bien por el paciente, bien por sus familiares o
representantes, en el centro sanitario donde sea atendida esa persona (artículo 15.4
).
Además, como novedad, los centros hospitalarios contarán con una comisión encargada
de valorar el contenido de las voluntades y se creará un registro de voluntades
anticipadas, que dependerá del Servicio Aragonés de Salud (artículo 15.5 y 6 ).
Por lo que se refiere a las comisiones de valoración se determina que “en los centros
sanitarios asistenciales de Aragón se constituirá una Comisión encargada de valorar los
Documentos de Voluntades Anticipadas de que tuvieran conocimiento”. Esta comisión
estará formada por tres miembros -nombrados por el director del centro sanitario- de
los cuales al menos uno poseerá formación en bioética clínica y otro licenciado en
derecho o titulado superior con conocimientos acreditados de legislación sanitaria. “La
función de estas comisiones será la valoración de los Documentos de Voluntades
Anticipadas que se presenten en los Centros Sanitarios o que les sean remitidos por le
Registro de Voluntades Anticipadas”. La comisión valorará el contenido del documento,
si vulnera la legislación vigente, la ética médica, la buena práctica clínica, si se
corresponde con el supuesto de hecho previsto en el momento de emitirlo, en caso
contrario no será tenido en cuenta (artículo 5 del anexo ).
También se regula la revocación del documento de voluntades anticipadas (artículo 6
del anexo ). Para ello se establece que “podrá revocarse con los mismos requisitos
exigidos para su otorgamiento, en cualquier momento, pudiendo ser la revocación pura
y simple o bien total por sustitución por otro o parcial”. Si se otorga con posterioridad a
otro, se establece, que revoca el anterior. Esta revocación se comunicará al Registro de
voluntades anticipadas para su anotación.
Las funciones de este registro son las siguientes: inscribir los documentos de voluntades
anticipadas; facilitar a los centros asistenciales los documentos de voluntades
anticipadas que hayan sido inscritos para su estudio por la comisión de valoración y su
posterior incorporación a la historia clínica, así como facilitar el acceso y la consulta a
los profesionales sanitarios; la coordinación de este registro con el registro nacional de
voluntades anticipadas.
El procedimiento de inscripción se llevará a cabo por parte del otorgante, sus familiares,
sus allegados o su representante legal, cumplimentando la solicitud de instancia que
figura en el anexo I de este reglamento , en el supuesto de que el citado documento
hubiera sido otorgado en documento privado ante tres testigos, deberá acompañarse el
documento original y fotocopia del documento nacional de identidad o pasaporte del
otorgante y de cada una de las personas que interviene como testigo debidamente
compulsado, así como la declaración de éstos de estar incurso en ninguna de las
prohibiciones legales establecidas para ser testigos (artículo 9 ).
También “se crea el fichero automatizado de datos de carácter personal del registro de
voluntades anticipadas. En el anexo II del presente Reglamento figura la descripción
de las principales características del mismo” (artículo 11 ). Entre estas podemos
destacar: facilitar el acceso de los profesionales sanitarios, el procedimiento de recogida
de datos, la estructura del fichero y la descripción de los datos de carácter personal,
cesión de datos, el órgano responsable.
Y por último, se regula quien puede tener acceso al registro de voluntades anticipadas.
En este sentido, se dice que puede tener acceso a este registro en cualquier momento
la persona otorgante o su representante legal para revisar el contenido del documento;
y en las situaciones en las que el paciente no pueda manifestar su voluntad, el médico
que le preste asistencia, deberá solicitar información al registro para conocer si el
paciente ha suscrito o no el documento de voluntades anticipadas. También se
determina que las personas que por razones laborales tengan acceso al registro, deben
guardar secreto.
F. La Rioja
A diferencia de lo que sucede en el resto de leyes que hemos visto hasta el momento,
se exige que para que este documento tenga eficacia deberá ser inscrito en el “registro
de voluntades adscrito a la consejería competente en materia de salud” (artículo 6.5 c)
), y que se regulará mediante reglamento.
G. Navarra
En esta Comunidad Autónoma también se ha regulado esta figura mediante una ley
específica, la Ley Foral 11/2002, de 6 de mayo, sobre los derechos del paciente a las
voluntades anticipadas, a la información y a la documentación clínica (BOE de 30 de
mayo; Corrección de errores BOE de 27 de junio).
El documento de voluntades anticipadas que debe ser respetado por los servicios
sanitarios puede realizarse ante notario, en cuyo caso no se necesitan testigos, o bien
ante tres testigos mayores de edad y con plena capacidad de obrar, y de los cuales dos
como mínimo no deben tener relación de parentesco hasta el segundo grado ni estar
vinculados por relación patrimonial con el otorgante (artículo 9.2 ).
Como límite se establece que “no se tendrán en cuenta las instrucciones que sean
contrarias al ordenamiento jurídico, a la buena práctica clínica, a la mejor evidencia
científica disponible o las que no se correspondan con el supuesto de hecho que el
sujeto ha previsto en el momento de emitirlas” (artículo 9.3 ).
Este documento deberá ser entregado por el paciente, por sus familiares o por su
representante en el centro sanitario donde la persona sea atendida, e incorporado a la
historia clínica del paciente (artículo 9.4 ).
Entre los objetivos de este registro se encuentra el recopilar y custodiar los documentos
que voluntariamente sean inscritos; y posibilitar el acceso y consulta de manera ágil y
rápida de los documentos inscritos.
El documento que se pretende inscribir tiene que tener necesariamente los siguientes
datos: nombre, apellidos, DNI, domicilio y teléfono del otorgante, de los testigos, y de
los representantes, en la declaración de voluntades anticipadas, también se podrá
indicar la condición de donante tanto de tejidos como de órganos.
H. País Vasco
El objeto de esta ley, es hacer efectivo en esta comunidad “el derecho de las personas a
la expresión anticipadas de sus deseos con respecto a ciertas intervenciones médicas,
mediante la regulación del documento de voluntades anticipadas en el ámbito de la
sanidad” (artículo 1).
Este documento puede ser llevado a cabo por “cualquier persona mayor de edad que no
haya sido judicialmente incapacitada para ello y actúe libremente”, y en el se detallarán
las instrucciones sobre el tratamiento que el médico o el equipo sanitario que lo atiende
tienen que aplicarle cuando se encuentre en una situación que le impida expresar su
voluntad (artículo 2.1). En lo referente al tratamiento en la ley se especifica que se
puede referir, tanto a una enfermedad como a una lesión que el otorgante ya padece o
podría padecer en un futuro, o incluso podría contener previsiones relativas a
intervenciones que desea recibir o no, o incluso cuestiones relativas al final de la vida
(artículo 2.4).
La ley faculta para que se pueda nombrar uno o varios representantes que actúen como
interlocutores válidos del médico o del equipo sanitario. Estos tienen que tener como
requisitos: ser mayores de edad; personas que no hayan sido incapacitados legalmente;
y además no ser notario, funcionario o empleado público encargado del registro vasco
de voluntades anticipadas, testigos ante los que se formalice el documento, personal
sanitario que debe aplicar las voluntades anticipadas, o personal de las instituciones que
financien la atención sanitaria de la persona otorgante (artículo 2.3).
I. Cantabria
Con carácter más específico, la ley prevé que este consentimiento informado se pueda
llevar a cabo en régimen de representación (artículo 31 ), que podrá darse en una
serie de supuestos -que la misma ley determina- entre los que se encuentra: el haber
sido declarado judicialmente incapacitado, o que el médico responsable entienda que el
paciente no puede entender de manera clara, precisa y completa la información dada
por el equipo médico.
Otro aspecto interesante que regula esta ley es el de “la expresión de la voluntad con
carácter previo”. Esta figura es el equivalente al testamento vital que hemos estado
analizando en las distintas comunidades autónomas que la han creado, y supondría el
que “una persona mayor de edad y con plena capacidad de obrar, tiene derecho al
respeto absoluto de su voluntad expresada con carácter previo, para aquellos casos en
que las circunstancias del momento le impidan expresarla de manera personal, actual y
consciente” (artículo 34 ). Al igual que sucede en los demás supuestos que hemos
analizado, se debe otorgar por escrito ante notario -no es necesaria la presencia de
testigos-, o bien ante “tres testigos mayores de edad y con plena capacidad de obrar,
de los cuales dos como mínimo, no deben tener relación de parentesco hasta el segundo
grado, ni relación laboral, patrimonial o de servicio, ni relación matrimonial ni de
análoga efectividad a la conyugal con el otorgante” (artículo 34.2 ).
J. Valencia
Comienza por dar una definición de que se entiende por voluntades anticipadas, que no
añade nada nuevo a lo visto hasta el momento, ya que establece como directrices el ser
una persona mayor de edad o menor emancipado, con capacidad legal suficiente y
libremente, que manifiesta qué tratamientos quiere que se le apliquen en caso de no
poderse expresar por sí mismo, estableciéndose también la posibilidad de designar un
representante como interlocutor válido y necesario con el médico o equipo sanitario
(artículo 17.1 ).
También se regulan en estos artículos otros aspectos habituales del testamento vital,
entre los que se encuentran: la posibilidad de designar a un representante; el
procedimiento para poder llevar a cabo el testamento vital (ante notario, ante tres
testigos o mediante cualquier otro procedimiento que sea establecido legalmente); la
posibilidad de modificar, ampliar, concretar o dejar sin efecto, por la sola voluntad de la
persona otorgante el citado documento; no podrán tenerse en cuenta previsiones
contrarias al ordenamiento jurídico o a la buena práctica clínica; la entrega del citado
documento en el centro sanitario donde esté hospitalizado el paciente; la creación de un
registro centralizado de voluntades anticipadas que se desarrollará reglamentariamente
(artículo 17 ).
K. Islas Baleares
Se trata, afirma la ley, de un documento en el que una persona mayor de edad, con
capacidad suficiente y libremente, “expresa las instrucciones que se han de tener en
cuenta por el médico o equipo sanitario responsable cuando se encuentren en una
situación que no les permita expresar personalmente la voluntad” (artículo 18.1 ).
Al igual que sucede con alguna de las comunidades que hemos comentado, se establece
la posibilidad de nombrar a un representante, que actuará como “interlocutor válido y
necesario con el médico o el equipo sanitario responsable, para que le sustituya”
(artículo 18.2 ).
Otras cuestiones que se regulan en esta disposición son: la entrega del documento, que
se deberá realizar por la persona que las otorgó, su representante o familiares, para
que se incorpore a la historia clínica del paciente; la información y modelos de estos
documentos serán facilitados por parte de los centros; la recreación por parte de la
administración sanitaria de un registro oficial.
L. Castilla-León
La Ley 8/2003, de 8 de abril, sobre derechos y deberes de las personas en relación con
la salud (BOE de 30 de abril), es la que regula en esta Comunidad Autónoma la figura
del testamento vital.
Este documento -que sólo lo podrán realizar las personas mayores de edad capaces y
libres-, deberá formalizarse documentalmente, ante notario -en cuyo caso no es
necesaria la presencia de testigos-; ante el personal al servicio de la administración; o
bien ante tres testigos, “mayores de edad y con plena capacidad de obrar, de los cuales
dos, como mínimo, no deberán tener relación de parentesco hasta el segundo grado ni
estar vinculados por relación patrimonial u otro vínculo obligacional con el otorgante”
(artículo 30.2 ).
También se establece que la Junta de Castilla y León será la que regule las fórmulas de
registro, así como el procedimiento necesario para que se garantice el cumplimiento de
estas instrucciones previas. Este documento se Incorporará a la historia clínica.
M. Andalucía
La capacidad exigida por esta ley para poder otorgar el documento es la de mayor de
edad o un menor emancipado (artículo 4), estableciéndose que en el caso de los
incapacitados judicialmente también se podrá emitir, salvo que mediante una resolución
judicial de incapacitación se determine otra cosa. Para que se considere validamente
emitida, se exige como requisito, además de la capacidad que se exige al autor, que
conste por escrito, con la identificación del autor, su firma, la fecha y el lugar del
otorgamiento, y que se inscriba en el registro (artículo 5).
“La declaración de voluntad anticipada podrá ser modificada por su autor en cualquier
momento, y cumpliendo los requisitos exigidos para su otorgamiento. El otorgamiento
de una nueva declaración de voluntad vital anticipada revocará las anteriores, salvo que
la nueva tenga por objeto la mera modificación de extremos contenidos en las mismas,
circunstancias que habrá de manifestarse expresamente” (artículo 8.1).
Como ya hemos dicho se trata de una materia que se está comenzando a tratar a nivel
legislativo, lo cual no quiere decir que no se hayan planteado supuestos que han tenido
que ser resueltos en la vía judicial. En este sentido, uno de los casos que más ha
llamado la atención, por el supuesto en sí y por tratarse de un hecho muy reciente es el
de la ciudadana británica Diane Pretty que padecía una enfermedad que le paralizaba
del cuello a los pies y que le obligaba a alimentarse a través de sonda. Diane agotó
todas las instancias en el Reino Unido para que su marido pudiera ayudarla a morir y
acudió al Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, quien desestimó por
unanimidad el 29 de abril de 2002, todas sus pretensiones, al considerar que incluir en
una ley una excepción para personas que no pueden suicidarse por si mismas
resquebrajaría seriamente la protección de la vida, consagrada por las leyes, y
supondría un aumento del riesgo de abuso, determinado también que frente a las
normas prohibitivas no cabe la objeción de conciencia. Después de todo este proceso
judicial -sin éxito- está ciudadana falleció en mayo de 2002, después de una larga
agonía.
Otro caso reciente es el del tetrapléjico francés de 22 años, Vicent Humbert, que murió
en el Hospital de Beck-sur-Mer, dos días después de que su madre llevara a cabo su
voluntad de interrumpir su vida mediante un compuesto de barbitúricos. Este hecho ha
reavivado el debate sobre la eutanasia en Francia, y con ello la necesidad de una
legislación específica.
A. La eutanasia en Holanda
Por medio de la Ley de terminación de la vida a petición propia y del auxilio al suicidio
que entró en vigor el 1 de abril de 2002, Holanda se convierte en el primero y único
país donde actualmente se reconoce la eutanasia (el texto de esta ley en castellano ha
sido obtenido por medio de la página de internet de la Embajada de los Países Bajos
http://www.embajadapaisesbajos.es).
Antes de entrar a analizar esta ley, hay que tener en cuenta que no supone una
despenalización total de la eutanasia, sino que esta se puede llevar a cabo siempre y
cuando se cumplan una serie de requisitos, y que va a suponer la modificación del
código penal, de la ley reguladora de los funerales y la ley general de derecho
administrativo.
Esta ley comienza dándonos una serie de definiciones, entre las que se encuentra la de
auxilio al suicidio, médico, asesor, asistente social, etc. encaminadas quizás a que la
materia que estamos tratando quede perfectamente regulada dada la importancia y
trascendencia del tema que se trata (artículo 1).
El tratamiento que la ley hace de la eutanasia se puede decir que se realiza desde el
punto de vista del médico que es el encargado de llevarla a cabo sin que suponga
persecuciones ni cargas legales, pero no es el que está obligado a ejecutarla, puesto
que la ley no le obliga. No existe un derecho del paciente a la eutanasia ni la obligación
del médico de practicarla. Estaríamos ante una ley en la que se produce la
despenalización limitada de la eutanasia y en la que se determina el modo en que ésta
debe realizarse.
Para que el médico atienda una petición de este tipo en el caso de mayores de edad,
tiene que llegar al convencimiento de que la petición del paciente es voluntaria y bien
meditada; que se trate de un padecimiento insoportable y sin esperanzas de mejora;
tiene que haber informado al paciente de la situación; ambos han llegado al
convencimiento de que no existe solución; se ha consultado con un médico
independiente; se lleve a cabo mediante el máximo cuidado y esmero.
Otros aspectos que también se regulan son los relativos a pacientes que cuenten al
menos con dieciséis años de edad, que aunque no se encuentran capacitados en ese
momento sí lo estuvieron anteriormente, y en cuyo caso se aplicará lo preceptuado para
los mayores de edad. Y en el caso de los menores de edad (entre los doce y los dieciséis
años), el médico podrá atender su petición si los padres, tutores o representantes están
de acuerdo.
B. La eutanasia en Bélgica
La ley establece que debe intervenir otro médico independiente para valorar la gravedad
de la patología. En el caso de que la evolución de la enfermedad no haga prever la
muerte del paciente en un breve plazo, deberá ser escuchado un tercer especialista.
Cada uno de los casos de eutanasia que se plantee deberá ser notificado a una comisión
federal compuesta por dieciséis miembros (profesores de derecho, abogados, expertos)
que será la encargada de verificar si se han respetado todas las condiciones que la ley
determina. Si esta circunstancia no se ha cumplido, los expedientes serán enviados a la
autoridad judicial.
23/12/2010
2.1. Introducción
En las páginas que siguen nos proponemos trazar una breve síntesis del régimen
jurídico de este Registro, subrayando básicamente los problemas de índole
estrictamente registral. A tal efecto, analizaremos en primer lugar el ámbito -subjetivo y
objetivo- de la inscripción; más tarde examinaremos los presupuestos de la inscripción;
y, finalmente, trataremos de sistematizar los efectos de la inscripción.
A. En primer lugar hay que señalar que las entidades religiosas específicamente
inscribibles, según la previsión legal, son aquellas que han dado en llamarse entidades
religiosas mayores, es decir, las Iglesias, Confesiones, Comunidades y sus respectivas
Federaciones [así se desprende, en efecto, del inequívoco tenor literal del art. 5, 1 de la
L.O.L.R. y del art. 2, a) y R.D. 142/1981 ]. El problema, no obstante, estriba en
definir cada uno de esos conceptos legales. No es nuestra intención abordar en este
estudio tan ardua tarea. Sin embargo, si partimos de que la Ley está contemplando sólo
las entidades mayores (id est: las organizaciones de cabeza -los “entes eclesiales”-, con
independencia de cuál sea su grado de articulación, por fuerza hemos de concluir que
los conceptos de Iglesia, Confesión y Comunidad son, en gran medida, equivalentes.
Esa equivalencia está clara en relación a las nociones de Iglesia y Confesión (arg. ex
art. 16, 3, de la CE : “... Iglesia Católica y demás confesiones”). Menos clara es la
equivalencia Iglesia o Confesión y Comunidad. No obstante, parece que el empleo por
parte del legislador del término confesión obedece a la necesidad de introducir una
fórmula elástica, en la que quepa cualquier modo de concebirse a sí misma y de
organizarse una confesión religiosa. Hay confesiones que se estructuran de manera
centralizada (v. gr.: la católica) y otras que se organizan de una manera
descentralizada (v. gr.: la musulmana), sin una organización unitaria. Para estos
supuestos tal vez convenga mejor la expresión de comunidades religiosas, cada una de
las cuales, aun compartiendo la misma fe que otras, tiene su propia identidad. En
cualquier caso lo que parece claro es que el concepto de comunidad se refiere a una
entidad religiosa mayor, no cabiendo dentro de él entidades menores creadas por las
mayores [arg. ex art. 2 del R.D. 141/1981 , que al incluir a las comunidades en la
letra a) al lado de las Iglesias y Confesiones está postulando que entre las comunidades
no se incluyen las entidades menores, que se referencian en las letras b) y c)].
c) Los problemas originados por la incongruencia entre las dos piezas normativas
señaladas tratan de ser paliados por el autor del texto reglamentario, el cual, ampliando
el ámbito de los sujetos inscribibles acotado por la Ley, establece decididamente la
inscribilidad de ciertas entidades religiosas menores. En concreto, las siguientes:
a') Por un lado, de las órdenes, congregaciones e institutos religiosos [art. 2, b) del R.D.
142/1981 ]. Se trata éste de un grupo de entidades religiosas muy cualificado, que se
caracteriza por la vinculación de los asociados a compromisos ascéticos y el
sometimiento a sus superiores dentro de una rígida estructura jerárquica y con sujeción
a unas reglas o estatutos que garantizan el cumplimiento de fines religiosos peculiares y
concretos. Las órdenes y congregaciones están muy generalizadas dentro de la Iglesia
Católica (v. art. I, 4, 2° A. J.), pero también tienen vida en otras Iglesias y Confesiones.
Los institutos religiosos constituyen una especie más difícil de aprehender.
Probablemente, se refiere a los institutos de vida consagrada de la Iglesia Católica (v.
de nuevo el art. I, 4,2° A.J.), aunque, como es natural, incluye institutos semejantes de
vida religiosa de otras confesiones. Tras la aprobación del Código de Derecho Canónico
de 1983 desparece la distinción entre órdenes y congregaciones religiosas que tendrán
en adelante una denominación común: institutos religiosos. Se regulan dos clases de
institutos de vida consagrada: los institutos religiosos y los institutos seculares.
b') Por otro lado, prevé el Reglamento la inscripción de las entidades asociativas
religiosas constituidas como tales en el ordenamiento de las Iglesias y Confesiones [art.
2, c) del R.D. 142/1981 ]. Se trata de todas aquellas entidades que el ordenamiento
de la iglesia correspondiente configura con carácter asociativo (en esta remisión al
ordenamiento confesional está el elemento de la sujeción o dependencia de una
confesión religiosa) y con finalidades propiamente religiosas [que se acreditan, -según
el art. 3, 2 c) del citado R.D.- por certificación de la entidad mayor]. Es, pues, claro que
la identificación concreta habrá de hacerse sobre la base del derecho de cada confesión.
Este es el criterio que se emplea para aislar del artículo 6, 2 de la L.O.L.R. a las
asociaciones religiosas creadas por las Iglesias. En dicho precepto, con la restricción de
su ámbito operada por el texto reglamentario, sólo se albergarán las asociaciones
creadas por las Iglesias con fines no estrictamente religiosos o con organización jurídica
no intraeclesial, por lo que tendrán que atenerse a las disposiciones del derecho común.
También así se cubre en parte la previsión del artículo I, 4, 3° del A.J. , el cual -según
se recordará- contemplaba la inscripción de las asociaciones erigidas canónicamente. No
se subsana el problema de las fundaciones, a las que también se refiere el A.J. Para ello
habría que esperar -según veremos- a una nueva intervención del Gobierno.
a') Por un lado, las llamadas entidades orgánicas, es decir, los entes, tanto
institucionales como territoriales, de las que se vale la confesión religiosa para
estructurarse y organizarse dentro de la autonomía que les corresponde con arreglo a lo
previsto por el artículo 6, 1 de la L.O.L.R. . El cierre del Registro a estas entidades se
justifica -según la doctrina mayoritaria- porque la inscripción de la entidad mayor a la
que pertenecen estas entidades orgánicas ya las personifica.
Esto parece claro en relación con la Iglesia Católica (v. art. I, 2 del A.J. ). Las dudas
las despeja definitivamente el punto 1 de la Resolución de 11 de marzo de 1982 de la
Dirección General de Asuntos Religiosos, a tenor de cuya letra a) “las circunscripciones
territoriales de la Iglesia Católica no están sujetas al trámite de inscripción en el
Registro de Entidades Religiosas, regulado por Real Decreto 142/1981, de 9 de enero
”. Menos claro parece en relación con las entidades de esta naturaleza de otras
confesiones, puesto que, al fin y al cabo, ninguna norma existe que les reconozca
personalidad sin la inscripción y que prevea la inscripción. El artículo 6, 1 de la L.O.L.R.
parece suficiente. Tampoco está claro, ni siquiera en relación con la Iglesia Católica, si
el régimen de las entidades territoriales específicamente previsto en el A.J. se aplica
también a las entidades institucionales. Ni el Acuerdo ni la citada Resolución excluyen
expresamente del trámite registral los órganos a través de los cuales se articula la
administración institucional de la Iglesia. Pero tal vez quepa pensar que, al estar
excluido del Registro el órgano superior del que dependen, también están excluidas las
entidades institucionales dependientes.
C. Una vez examinados cuáles son los sujetos inscribibles previstos por el
ordenamiento, cabe plantearse si en esta materia rige el principio de tipicidad (numerus
clausus de sujetos inscribibles) o si, por el contrario, puede postularse -por vía
analógica- la apertura del Registro a toda suerte de entidades de naturaleza religiosa,
con independencia de que no quepa encuadrarlas en alguna de las previsiones legales
(numerus apertus de sujetos inscribibles). A nuestro juicio, la respuesta debe optar
claramente por la primera alternativa [v. esp. Resoluciones de la Dirección General de
Asuntos Religiosos de 11 enero 2002; 30 marzo 2003 (en la actualidad, Dirección
General de Cooperación Jurídica Internacional y Relaciones con las Confesiones)]. En
principio, hay un indicio que nos induce a pensar que rige el principio de tipicidad. Se
trata de la forma de catálogo en que se expresan las normas examinadas. Si claramente
se quisiera establecer el principio contrario bastaría con declarar inscribibles las
entidades religiosas en general. Pero el argumento definitivo en favor de la tipicidad nos
lo ofrece otra consideración, que se funda en la naturaleza del Registro de Entidades
Religiosas. Como es sabido, la doctrina suele distinguir entre dos clases de registros: los
registros jurídicos y los registros administrativos. Los primeros “no sólo despliegan
amplios efectos constitutivos y habilitan a los responsables de su llevanza para ejercer
una amplia y delicada función calificadora previa, sino que la Ley les coloca en
permanente situación de disponibilidad frente al público”. Los segundos “se caracterizan
por el uso limitado o nulo que de su contenido informativo puede hacerse por terceros
interesados o por el público en general” (De la Morena). El Registro de Entidades
Religiosas tiende a configurarse cada vez más -según veremos- como un registro de la
primera clase. Pues bien, dentro de esta clase de registros, en los que es fundamental
la función de publicidad, el principio rector es el de tipicidad.
2.2.2. Materia inscribible
En relación con cada uno de los sujetos inscribibles, establece la normativa reguladora
la materia sujeta a inscripción (“actos y circunstancias inscribibles”). Los preceptos
básicos se hallan en el artículo 5, 2 de la L.O.L.R. y en el artículo 3, 2 del Real
Decreto 142/1981 , del que indirectamente -pues regula el contenido del título
inscribible- se desprende que en la hoja abierta a cada entidad han de figurar las
siguientes circunstancias:
En relación con las entidades de la Iglesia Católica, es cierto que el A.J. no exige la
denominación, aunque es obvio que ha de consignarse por ser el primero de los “datos
de identificación” a que se refiere la norma. Las dudas se han planteado en relación con
la necesidad de aplicar también a las denominaciones de entidades de la Iglesia Católica
el criterio de la “idoneidad para distinguirla de otras”, puesto que esta precisión
reglamentaria no se halla en el A.J. Algún autor ha sostenido que no es aplicable; y, en
aval de sus tesis, ha recordado que las entidades católicas suelen tener denominaciones
muy similares y frecuentemente idénticas (Prada). A nuestro juicio, es indiscutible que
las entidades católicas también han de sujetarse a la prohibición de identidad. Lo único
que puede admitirse es que, en la medida en que forman parte de la misma entidad
mayor, no se exija más que la identidad en sentido estricto y no la identidad sustancial
[en favor de este planteamiento quizá se pueda invocar, por razones analógicas, el art.
373, 2 del Reglamento del Registro Mercantil , a tenor del cual las normas de la
identidad sustancial (no las de identidad formal) no se aplicarán a las sociedades que
cuenten con la autorización de la afectada].
a') En primer lugar, hay que señalar que no se comprende cómo no se han incluido
entre los datos sujetos a inscripción las menciones relativas a la identidad de los
fundadores o de los otorgantes del documento. Si se está inscribiendo una persona
jurídica -rectius: una entidad que mediante la inscripción obtiene personalidad jurídica-,
en realidad lo que se está haciendo es practicando su asiento de inmatriculación y,
desde tal perspectiva, por razones de certidumbre (y eventualmente de
responsabilidad), parece que debieran consignarse las personas físicas que la fundan o
representan (Garcimartín 260).
b) Pero el problema más importante que se plantea en este contexto es, sin duda
alguna, el relativo a la definición intrínseca de lo que son fines religiosos. Las tesis
doctrinales, como es sabido, forman un amplio arco. En un extremo se hallan los
planteamientos más generosos -significativamente tildados de “nominalistas”-, a tenor
de los cuales todas las entidades erigidas por las autoridades confesionales, por el mero
hecho de serlo, tienen fines religiosos. Naturalmente, esta suerte de posturas apenas se
sostienen (sería inútil -como se ha dicho- la presencia de la palabra religioso al lado de
entidad religiosa o eclesiástica). En cambio, se hallan muy próximas a ella las que
postulan que se halla comprendido dentro de los fines religiosos todo lo que se halla
comprendido dentro de la misión de la Iglesia y que, por consiguiente, junto a fines
estrictamente espirituales, caben otros como la preocupación por el mundo, el
desarrollo de los pueblos, la lucha contra la marginación social, la injusticia y la
pobreza, la educación, la asistencia, etc. Tales fines, se asevera, son tan religiosos
como los culturales o catequéticos. Al otro lado del acto doctrinal se encuentran las tesis
más restrictivas -las tesis “realistas”-, aquellas que hacen coincidir lo religioso con lo
“cultual” y, a lo sumo, con lo “espiritual”, limitando, en general, lo religioso a lo que
tenga que ver con la salvación del alma. No es nuestra intención mediar en esta difícil
polémica. Pero seguramente, ninguna de estas dos opciones extremas resulta
completamente satisfactoria. <<De un lado -señala certeramente Prieto-, no parece que
el control de religiosidad pueda quedar totalmente en manos de las propias confesiones,
pero, de otro, resulta difícil proponer un criterio lo suficientemente riguroso como para
evitar el fraude de ley y lo bastante flexible como para amparar las múltiples
manifestaciones societarias estimuladas por el factor religioso. Nos hallamos, en efecto,
ante la necesidad de ponderar la importancia relativa de actividades e intereses que con
frecuencia aparecen de modo conjunto; algunos de esos intereses o actividades serán
estrictamente religiosos, otros podrán definirse como subsidiarios, y otros, en fin, como
claramente mercantiles o alejados de lo religioso, y quizá lo más prudente sea que cada
uno se ajuste a su propio régimen. El ordenamiento jurídico español presta tutela
específica a las actividades benéficas, educativas o mercantiles, por lo que no existe
motivo para extender el ámbito de tutela de lo religioso más allá de lo razonable; es
más, de hacerlo, se estaría propiciando, tal vez, una discriminación por motivos
religiosos”. Esta observación, por ahora, es suficiente. Más tarde habremos de encarar
el tema (v. infra 2.3.3.).
A. Hay una sección general donde se registran todas las entidades religiosas
inscribibles, exceptuada la correspondiente a aquellas Iglesias, Confesiones y
Comunidades con las que no se hayan establecido acuerdos o convenios de colaboración
(art. 7,2 del Real Decreto 142/1981 a contrario sensu ).
B. Hay, además, una sección especial donde se inscriben las Iglesias, Confesiones o
Comunidades que hayan celebrado acuerdo o convenio de cooperación con el Estado
español (art. 7, 2 del Real Decreto 142/1981 ). La contemplación por parte del
Reglamento de la existencia de esta sección especial resulta, cuando menos,
sorprendente, puesto que, una de dos: o bien no acceden a ella ninguna de las
indicadas entidades religiosas mayores, ya que para poder celebrar un convenio de
cooperación con el Estado es menester hallarse previamente inscritas (arg. ex art. 7.1,
L.O.L.R. ), en cuyo caso la inscripción, en la medida en que antecede al convenio, se
aloja en la sección general; o bien no se trata, en rigor, de una sección registral en la
que se inscriban entidades, sino de una sección que registra los convenios que se vayan
celebrando con las entidades inscritas en la sección general. La tercera alternativa que
cabría -la sección especial es una sección que se nutre de traslados de la sección
general- es poco razonable.
C. Finalmente, hay una segunda sección especial que tiene por objeto la inscripción de
las fundaciones religiosas de la Iglesia Católica (artículo 5 del Real Decreto 589/1984
). Con respecto a esta sección ha de señalarse que tampoco se le ve justificación
registral como sección independiente. El artículo I, 4, 3° A.J., trata conjuntamente la
inscripción de las entidades asociativas y de las entidades fundacionales. Por ello, no se
comprende bien por qué, desde la perspectiva del archivo, han de llevarse unas a una
sección (a la sección general, o, tal vez, a la especial de entidades dotadas de acuerdos
de cooperación) y otras a otra sección distinta (a la sección de fundaciones). La
formación progresiva del derecho reglamentario que disciplina esta materia no parece
explicación suficiente para esta ordenación disgregada del Registro.
A. El principio de rogación queda claro en los artículos 5,2 de la L.O.L.R., y 3,1 del Real
Decreto 142/1981 , ab initio, a tenor de los cuales la inscripción se practicará en
virtud de solicitud o a petición de la propia entidad. Se trata, pues, de un procedimiento
dispositivo que se inicia a instancia de parte (y esto vale tanto para la inscripción
principal cuanto para las inscripciones de modificación: v. art. 5, 1 del Real Decreto
142/1981 ). Los asientos no pueden practicarse de oficio (ni siquiera los de
cancelación: v. art. 8 del Real Decreto 142/1981 ).
La inscripción en el Registro de Entidades Religiosas otorga, por así decirlo, estado legal
a las entidades inscritas. Los asientos del Registro, por otra parte, gozan de eficacia
probatoria suficiente -principio de legitimación- [v., por ejemplo, art. 3, 2, e), in fine,
del Real Decreto 142/1981 ]. En atención a tales circunstancias es preciso asegurar el
tracto de autenticidad. Esto se logra estableciendo como presupuesto de la inscripción,
al igual que acontece en otros sectores del derecho registral, el principio de titulación
auténtica.
El problema no es marginal, puesto que apelando a que el A.J. también es Ley del
Estado (lo cual es indiscutible a la vista de los arts. 96, 1 de la CE , y 1, 5 del CC. ),
y a que prevé reglas de titulación especiales en relación con la Iglesia Católica (lo cual
ya es discutible), ha podido afirmarse que basta la documentación interna de la Iglesia.
Veamos el razonamiento. El A.J. -se dice- exige “documento auténtico” y no
“autenticado” (v. art. I 4, 3, del A.J.). Y por ello -prosigue Prada-, tratándose de un acto
emanado de la autoridad eclesiástica, será la legislación canónica y no la civil la que
será llamada a decidir qué se entiende por “documento auténtico”. En principio, parece
que será “documento auténtico” el propio decreto de erección, pero siendo presumible
que en ocasiones éste no exista (por razones de antigüedad, etcétera), o que las
instituciones no quieran desprenderse de tan preciado documento, podrá sustituirse por
certificación del organismo que erige o ha erigido, en que consten la erección y los
demás requisitos que debe contener el Registro. A nuestro juicio, sin embargo, esta
tesis no es correcta. Parte de la idea de que el Real Decreto 142/1981 no es aplicable a
la Iglesia Católica, cuando lo cierto es que, según señala su artículo 3, 3 sólo en lo no
previsto en este Reglamento son de aplicación las normas convenidas. Este precepto,
que al menos en cuestiones de técnica registral, nos parece perfectamente aplicable
exige, pues, que se someta a la Iglesia Católica a la normativa general.
B. Hasta aquí hemos hecho referencia a la titulación precisa para practicar el asiento de
inmatriculación. Nada se ha dicho, sin embargo, en relación con la documentación
necesaria para practicar inscripciones modificativas o cancelaciones. La Ley Orgánica no
contempla el problema (v. artículo 5, 3, de la L.O.L.R. ). El Reglamento lo hace en los
siguientes términos: <<La modificación de las circunstancias [inscritas] será
comunicada al Ministerio de Justicia en la forma prevista... en el artículo [3] para las
peticiones de inscripción>> (art. 5, 1 del Real Decreto 142/1981 ). Las peticiones de
inscripción constituyen un mero documento privado. Por tanto, en principio, habría que
concluir que basta tal título privado. Esta conclusión se revela, sin embargo,
contradictoria con el sistema de la disciplina y con las necesarias garantías de
autenticidad que deben tener los documentos que acceden a un Registro Público. Por
ello, nos inclinamos a interpretar el artículo 5, 1 del Real Decreto 142/1981 , en el
sentido de que exige también documento notarial (o, en su caso, judicial: v. art. 8 del
Real Decreto 142/1981 ) para los asientos posteriores al de inmatriculación. La
referencia a la petición de inscripción puede entenderse, sin grave violencia, hecha no a
la solicitud misma de inscripción, sino a la documentación que es precisa a tal fin.
2.3.3 Calificación
B. Pero los problemas más interesantes se plantean en relación con la determinación del
ámbito de la potestad calificadora. En este punto, consideramos preciso efectuar varias
observaciones.
El otro argumento invocado por quienes patrocinan la tesis que aquí contradecimos
tampoco parece decisivo: “Si la operación de calificación registral debiera limitarse a
una mera comprobación de que se ha aportado la documentación exigida sin añadirse
también la comprobación de que se corresponde con la realidad -se dice-, no tendría
sentido la petición de informe por parte del Ministerio de Justicia a la Comisión Asesora
de Libertad Religiosa” (Llamazares). Al respecto ha de observarse que el Informe de la
Comisión Asesora no versa sobre la realidad o autenticidad de los datos consignados en
el título inscribible, sino que tiene por objeto enjuiciar, desde el punto de vista de la
legalidad, los hechos consignados en dicho título. Esto nos da pie para entrar en la
segunda observación que queríamos efectuar en relación con el ámbito de la
calificación.
La constatación de los fines religiosos con respecto a los límites establecidos en el art. 3
de la L.O.L.R. plantea el problema del control del orden público en la calificación
registral. El control de licitud corresponde a los Tribunales de Justicia y no a la
Administración: “El orden público –expresa la citada sentencia del Tribunal
Constitucional- no puede ser interpretado en el sentido de una cláusula preventiva
frente a eventuales riesgos…sólo mediante Sentencia firme, y por referencia a las
prácticas o actividades del grupo, podrá estimarse acreditada la existencia de conductas
contrarias al orden público que faculten para limitar lícitamente el ejercicio de la libertad
religiosa y de culto, en el sentido de denegarles el acceso al Registro o, en su caso,
proceder a la cancelación de la inscripcíon ya existente” (F.J. 11).
A. La primera tiene por objeto aclarar que a la vista del derecho positivo no se puede
concluir sino afirmando el carácter netamente constitutivo de la inscripción en el
Registro de Entidades Religiosas. Así se infiere, en efecto, del clarísimo tenor literal del
artículo 5, 1, de la L.O.L.R. , según el cual las entidades religiosas “gozarán de
personalidad jurídica una vez inscritas en el correspondiente registro...”. La indicada
conclusión no sólo es correcta desde el indeclinable punto de vista de la legalidad
positiva, sino que también es la congruente desde el punto de vista general de la razón
jurídica. En efecto, la personalidad jurídica de un ente complejo y la adquisición del
nuevo estatuto jurídico que le es propio puede hacerse depender de la inscripción sin
que ello pueda objetarse desde el punto de vista constitucional (arts. 22.3 y 16 CE
). No se desconoce, sin embargo, la existencia de opiniones doctrinales que se han
pronunciado en sentido contrario o, al menos, disconforme con la tesis aquí mantenida.
Tratando de simplificar la viscosa polémica que se ha generado al respecto cabría
discernir dos grandes orientaciones críticas, que se fundan, respectivamente, en la
normativa constitucional y en la consideración institucional. Obviamente, desde la
perspectiva registral con que hemos enfocado este trabajo, aquí sólo nos interesa la
crítica constitucional, pues la crítica institucional se funda en razones metajurídicas o en
concepciones filosóficas acerca de cuál debe ser el sistema de reconocimiento de los
grupos sociales o religiosos.
Este mismo argumento es el que permite conciliar el art. 5.1 L.O.L.R. con el art. 16 CE.
La razón es clara: el reconocimiento jurídico de los grupos religiosos que garantiza este
precepto no exige la personalidad jurídica plena que surge de la inscripción, sino la
personalidad jurídica básica, que les permite actuar unificadamente en el tráfico.
E. Hemos dejado para el final el examen del artículo 5, 2 del Real Decreto 142/1981 ,
que regula las inscripciones modificativas, es decir, las que tienen por objeto alterar
alguno de los datos que constan en la hoja registral de la entidad. El indicado precepto
señala que “tales alteraciones serán inscritas o anotadas, en su caso, en el Registro por
acuerdo del Director General de Asuntos Religiosos y producirán los oportunos efectos
legales desde el momento de la anotación”. Del tenor literal de su último inciso se
deduce, sin margen alguno para la duda, que estos asientos de modificación tienen
todos ellos naturaleza constitutiva, puesto que la eficacia jurídica de los actos en que se
fundan está condicionada a su inscripción. A decir verdad, la norma no tiene fácil
justificación e incluso puede ser ilegal. Nos explicamos: no tiene fácil justificación por la
sencilla razón de que carece de sentido hacer constitutivas las inscripciones
modificativas al menos en las relaciones internas; y en relación con terceros y en
aquello que pueda serles relevante- lo oportuno no es hacer constitutiva la inscripción,
sino dotar de inoponibilidad al acto entretanto no se inscriba (el tema conecta con la
“publicidad material” del Registro a la que nos referimos, infra 2.4.3). Pero la norma -y
esto es más grave- seguramente es ilegal, desde el momento en que vulnera el
principio de autonomía que el artículo 6, 1, de la L.O.L.R. concede a todas las entidades
inscritas. En efecto, dicho principio significa que las entidades religiosas “podrán
establecer sus propias normas de organización, régimen interno y régimen de su
personal”. Por tanto, pueden modificar, de acuerdo con sus propias normas, sus reglas
de funcionamiento, sus órganos representativos, revocar a sus representantes, etc. Es
claro, por tanto, que condicionar la validez de estos actos de autonomía a la inscripción
registral constituye una constricción al derecho de autonomía que no puede admitirse
sin expresa habilitación legal. Entendemos, pues, que el alcance del artículo 7, 2 del
Real Decreto 142/1981 debe ser reducido a los efectos propios del principio de
legitimación [v. 2.4.2.B)], y, en el reducido ámbito de la revocación de representantes,
al principio de publicidad material (v. infra 2.4.3).
C. Por lo que atañe a los medios de hacer efectiva la publicidad formal, la normativa
vigente sólo contempla tanto la certificación como la nota informativa (art. 5 de la O.M.
de 11 de mayo de 1984 ). La certificación es un traslado, bajo la fe del encargado de
la publicidad formal del contenido del Registro. Son, pues, documentos públicos (art.
1.220 del C.C. ); pero, además son el único medio que acredita fehacientemente el
contenido registral. La nota informativa o nota simple, cuya eficacia jurídica no es
definida por la normativa del derecho eclesiástico y que, por consiguiente, ha de
inferirse de las reglas generales del derecho registral, constituye un traslado sin
garantía, sin fe del que la expide, del contenido del Registro. Tiene, pues, un simple
valor informativo, pero no acreditativo. No es documento público.
3.1. Introducción
La opción por un órgano como la Comisión Asesora no es nueva, ya que la Ley 44/1967,
de 24 de junio, reguladora del Derecho Civil de Libertad Religiosa establecía la creación
de una comisión administrativa con el fin de vigilar la aplicación de dicha ley, aunque
con significativas diferencias respecto a la actual Comisión sobre todo en cuanto a su
composición y competencias.
3.2. Composición
La CALR estará compuesta de forma paritaria por representantes de la Administración,
de las confesiones religiosas y por expertos; en particular –según el art. 2 del RD
1159/2201, de 26 de octubre - está constituida por el Director General de
Cooperación Jurídica Internacinal y relaciones con las Confesiones, que actuará como
Presidente, un representante de la Presidencia de Gobierno y de cada uno de los
Ministerios de Hacienda, Interior, Defensa, Educación, Cultura y Deporte, Trabajo y
Asuntos Sociales, Sanidad y Consumo, y Presidencia; nueve representantes de las
Iglesias, Confesiones y Comunidades Religiosas o Federaciones de las mismas entre las
que, en todo caso, estarán las que tengan notorio arraigo en España, nombradas por el
Ministro de Justicia, después de oídas al menos estas últimas; nueve personas de
reconocida competencia en el campo de la libertad religiosa, designadas por acuerdo del
Consejo de Ministros a propuesta del Ministro de Justicia; y, por último,por un
funcionario del Ministerio de Justicia designado por el Presidente de la Comisión , que
actuará como Secretario y que asistirá a las reuniones con voz pero sin voto.
3.3. Competencias
La CALR se configura como órgano asesor del Ministro de Justicia en todas aquellas
materias relacionadas con la aplicación de la Ley Orgánica. Su intervención es tan solo
preceptiva en la preparación y dictámenes de los acuerdos o convenios de cooperación
del Estado con las confesionesa que se refiere el art. 7 de la L.O.L.R, así como en
informar, en su caso, acerca de los acuerdos entre las confesiones religiosas y los
distintos órganos de la Administración(arts. 8 L.O.L.R., 2 RD 1159/2001, de 26 de
octubre y art. 3.2 Orden 1375/2002. de 21 de mayo). Las demás funciones las
ejercerá la Comisión a través de consultas que tendrán carácter facultativo o
potestativo. Entre ellas destaca el asesoramiento en relación al estudio e informe de los
expedientes de inscripción y de cancelación en el Registro de Entidades Religiosas que
sean sometidos a su estudio por el Ministro de Justicia o el Director General de
Cooperación Jurídica Internacional y Relaciones con las Confesiones.
Al ser un órgano asesor sólo podrá actuar a instancia de parte legitimada (poder
legislativo, ejecutivo y judicial). Los individuos y las confesiones religiosas carecen de
una facultad de petición directa a la Comisión por lo que deberán canalizar sus
demandas a través del Ministerio de Justicia.
Durante la primera mitad del siglo XX, el estudio de esta noción cobró nuevo vigor como
consecuencia del éxito de la teoría de la pluralidad de ordenamientos jurídicos, cuyo
patrocinador principal fue Santi Romano. La doctrina jurídica española no permaneció
ajena a esa orientación, aunque el tema de la autonomía logró entre nosotros el primer
plano de la actualidad jurídico-política “en relación con los problemas que plantea el
alcance del grado de libertad y autogobierno de las comunidades autónomas, la
naturaleza jurídica de los Estatutos de autonomía y la propia noción de Estado de
autonomías, utilizada para la calificación de los rasgos fundamentales del Derecho
público que delinea la Constitución ” (ciáurriz).
Etimológicamente, el vocablo remite a otra acepción que no es, desde luego, extraña a
la anteriormente descrita. La voz autonomía alude a un cierto poder de darse normas
propias; el concepto se refiere a la potestad reconocida a ciertos entes de dotarse a sí
mismos de un ordenamiento jurídico. Sin embargo, este elemento no es consustancial
en todos los casos a su personalidad y para evitar el equívoco se habla también de
autarquía, como un simple grado de autonomía ejecutiva.
El tema que tratamos resultaría extremadamente simple si existiera una clara y pacífica
delimitación de los ámbitos de la jurisdicción confesional y estatal, cosa que no sucede.
El orden político y el orden religioso no permanecen incomunicados entre sí, sino que
arraigan en un único sujeto que presenta a un tiempo esa doble dimensión, temporal y
trascendente. De manera correlativa, las instituciones que ostentan las competencias
propias en uno y otro plano no pueden mantener una completa separación, porque se
encuentran al servicio de la misma persona humana, sujeto y fundamento de ambos
órdenes. Esta es la razón por la que existen unas legítimas incursiones del
ordenamiento del Estado hacia la esfera de lo religioso y del de la Iglesia hacia las
cuestiones temporales.
En efecto, el Estado no puede ser ajeno al fenómeno religioso cuando éste da lugar a
relaciones jurídicas que, o son propias de la comunidad política o civil -como las
relaciones de propiedad o de trabajo subordinado-, o tienen relevancia en ella. Se
entiende sin dificultad que no se trata de una competencia religiosa sino política o civil.
Al Estado interesa en exclusiva la proyección civil -la politicidad, en expresión de
Hervada- del fenómeno religioso, un fenómeno que de suyo no es político ni civil, sino
de una categoría distinta y autónoma.
La frontera que separa el orden político y el orden religioso no presenta unos perfiles
totalmente definidos. Como escribió Jemolo, siempre permanecerán las divergencias
“entre el Estado, que considerará actividades políticas ciertas actividades que para la
Iglesia son, por el contrario, religiosas y la Iglesia, que considerará pertenecientes al
campo de la religión ciertas actividades benéficas y culturales que, para el Estado,
entran en su ámbito”. Pienso que las situaciones de conflicto deben encontrar arreglo en
el terreno prudencial, porque existen de ordinario diversas soluciones técnicas, en
conformidad con el principio fundamental de la distinción entre el orden político y el
religioso, para un mismo asunto. No cabe, a mi juicio, diseñar apriorísticamente un
sistema que resuelva con criterios técnicos todos los conflictos posibles entre los
ámbitos jurisdiccionales del Estado y de las confesiones religiosas, sino que, con una
mayor dosis de modestia y de realismo, se trata de lograr un satisfactorio régimen de
convivencia, renunciando a posiciones maximalistas de uno u otro signo.
La reflexión teórica sobre la autonomía de los grupos religiosos, que ha ocupado las
primeras páginas de esta lección, ayuda a comprender la importancia del fundamento
de distinción entre el orden político y el religioso, y pone claramente de relieve los
puntos de contacto que guarda ese principio -el dualismo- con la laicidad del Estado.
Con todo, sería ilusorio, como he apuntado, pretender resolver en sede teórica la
totalidad de los problemas prácticos que en se presentan en esta materia que no
admiten posiciones maximalistas. Este es el motivo por el cual la segunda parte de la
lección se dedica al estudio de los términos legales: las formulaciones del derecho
positivo para adelantar la solución de los supuestos que presentan una cierta
potencialidad conflictiva.
Vaya por delante la advertencia de que no considero reconocimiento de autonomía de
las confesiones cualquier manifestación colectiva del derecho de libertad religiosa, como
el derecho de reunión, de asociación o de establecer lugares de culto, por ejemplo.
Aunque es evidente que tales derechos contribuyen al libre desarrollo de la vida de la
confesión, en su ejercicio no se encuentra implicada, estrictamente hablando, su
autonomía. Se produce el reconocimiento de la autonomía de una confesión religiosa
cuando la norma estatal reconoce de algún modo -no siempre de manera explícita- la
eficacia de determinadas normas confesionales para regular sus asuntos internos.
Aunque pretendo establecer un criterio restrictivo en la interpretación del alcance de la
autonomía, las referencias legales serán bastante numerosas. El carácter básico de este
estudio aconseja hacer una exposición breve y ordenada de la materia, que es lo que
trataré de llevar a cabo.
¿En qué consiste la plenitud de autonomía que reconoce la ley? Resulta significativo que
no aparezca una mención semejante cuando se alude a la autonomía en otros contextos
normativos (la legislación universitaria o de los entes locales, por ejemplo). La
referencia debe entenderse como una velada alusión al carácter originario del
ordenamiento de las confesiones y a la singularidad con que se emplea en el marco
religioso el concepto de autonomía. La referencia a la plenitud es una manera de
reconocer -de manera sutil pero elocuente en el lenguaje jurídico- que, como he tenido
oportunidad de explicar más arriba, no nos encontramos ante un régimen de autonomía
estatutaria y juridicidad derivada.
Dentro del espacio geográfico estatal, las confesiones son libres, asimismo, para
establecer las oportunas divisiones administrativas, de acuerdo con los criterios que
estimen más apropiados, sean de naturaleza territorial o personal. Pueden también
proceder a la creación de las correspondientes entidades orgánicas, constitutivas de la
estructura de gobierno y administración de la confesión religiosa.
Llegados a este punto, hay dos aspectos pendientes de clarificación. El primero de ellos
es el sentido, en términos jurídicos, de las expresiones identidad religiosa o carácter
propio (que son sinónimas).
Para entender el concepto conviene tener en cuenta que el objeto de protección del
artículo 6.1 LOLR no es una identidad sin adjetivos sino precisamente de índole
religiosa. Las cláusulas de salvaguarda no han sido concebidas para garantizar la
identificación personal de la confesión sino su identidad institucional, en la que el
elemento religioso -tal como se practica en el seno de cada particular tradición- es
esencial. Si una nueva iglesia, secta o grupo religioso de cualquier índole se sirviera de
la denominación o de los símbolos exclusivos de una confesión ya reconocida, ésta
podría invocar su derecho al nombre para obstruir la pretensión del plagiario. Pero se
trata de un problema distinto al que pretende dar solución el artículo 6.1 LOLR , que
versa sobre la identificación institucional de las iglesias o confesiones. En este contexto,
la identidad religiosa o carácter propio consiste en la expresión sintética de los
principios que orientan la actividad institucional de la entidad y que deben encontrar un
reflejo adecuado en las tareas de quienes trabajan en ella.
El otro punto que reclama una respuesta clarificadora es el siguiente: ¿quiénes son los
destinatarios de esas cláusulas? O, dicho de otra forma, ¿frente a quiénes pueden ser
invocadas? Si la argumentación hasta aquí llevada se estima plausible, se convendrá en
que la ley, en este pasaje, quiere referirse principalmente a los empleados de la propia
organización. No a los miembros de la confesión religiosa que hayan establecido con ella
una relación de servicio en la esfera del derecho confesional, sino al personal contratado
en el ámbito del derecho del Estado.
La interpretación que sostengo encuentra apoyo en el tenor literal del artículo 6.1 LOLR
. La referencia a la garantía, en todo caso, “de los derechos y libertades reconocidos
por la Constitución y, en especial de los de libertad, igualdad y no discriminación”
resulta sumamente elocuente. El contrapeso de las cláusulas de salvaguarda reside en
los derechos personales. En la mente del legislador son precisamente esos derechos
personales los que entran en liza -y deben armonizarse- con la protección institucional
de la organización. Estas cláusulas de salvaguarda no están llamadas a entrar en juego
ante las intervenciones de los poderes públicos o de otras organizaciones sociales sino,
cabalmente, frente a determinadas actuaciones de las personas.
Cualquier duda acerca de esta interpretación desaparece a la vista del contenido de los
trabajos parlamentarios sobre el particular. El debate sobre las cláusulas de salvaguarda
giró exclusivamente en torno al tema de la garantía de los derecho de los trabajadores
al servicio de entidades religiosas; versó, concretamente, sobre la aplicación del
derecho laboral en el seno de estas organizaciones.
Con todo, los problemas interpretativos que suscita la figura de las cláusulas de
salvaguarda no se reducen a la determinación de su naturaleza y a la identificación de
las entidades que pueden emplearlas. La aplicación de esta figura no admite posiciones
indiscriminadas o generalizadoras. En el seno de las organizaciones que pueden recurrir
a ellas -las confesiones y las instituciones creadas por ellas para la realización de sus
fines que dispongan de personal contratado con arreglo al derecho del Estado-, no todos
los trabajadores realizan tareas igualmente relevantes. En unos casos, la relación con el
fin institucional será inmediata y en otros remota. Las cláusulas de salvaguarda podrían
ser invocadas en el primer caso, si se trata de actividades capaces de generar conflicto
con el carácter propio del grupo.
Se comprende que en una materia tan sensible para las confesiones como el alcance de
su propia autonomía resulte particularmente ilustrativo el contenido de la legislación
bilateral, fruto del acuerdo entre el Estado y la confesión religiosa. Tras analizar el
artículo 6 LOLR , corresponde hacer el estudio de la mencionada legislación pacticia.
Permítase una advertencia preliminar. Más allá de los términos precisos en que la
autonomía de las confesiones aparezca recogida, me parece indudable que la naturaleza
de la fuente normativa empleada -bilateral, en este caso- resulta sumamente
significativa a los efectos del tema que es objeto de este estudio. El hecho de que el
Gobierno, en representación del Estado, inicie un proceso de negociación y comprometa
su poder en un pacto de derecho público significa -de suyo- que reconoce a su
interlocutor un considerable grado de autonomía. La máxima expresión de este
fenómeno se produce cuando el Estado entra en relación con la Iglesia católica y
establece un Acuerdo al más alto nivel, es decir, con la Santa Sede . Estos Acuerdos o
Concordatos, cuyo fundamento reposa en la condición de sujeto de derecho
internacional de la Iglesia católica, se equiparan a los tratados internacionales.
Antes aún de iniciar el rastreo del ordenamiento jurídico positivo, conviene recordar que
no han de confundirse las manifestaciones de la autonomía con las del derecho de
libertad religiosa en su dimensión colectiva. Sólo calificaré como facultades autonómicas
las que supongan reconocimiento de una cierta eficacia de las normas de las
confesiones en asuntos propios con el fin de garantizar su independencia del Estado, o
aquéllas otras que permitan alguna especie de relevancia estatal a las normas
confesionales.
El Estado español considera que se encuentra ante una entidad de fines espirituales y
que sus actividades -concretadas en el desarrollo de lo que significativamente se califica
su misión apostólica- tienen ese carácter. Con vistas a la efectiva ejecución de esa
tarea, se reconoce el derecho de la Iglesia al desarrollo de sus actividades propias. La
expresión “actividades propias” no ha de interpretarse en el sentido de que sean
“exclusivas”. También puede desempeñar otras, que -aun no siendo “propias”, en el
sentido del artículo I del Acuerdo sobre asuntos jurídicos - resulten congruentes con
su misión.
De una manera escueta, cabe decir que la función de santificar consiste, sobre todo, en
la celebración y administración de los sacramentos. Corresponde exclusivamente a la
Iglesia cuanto se refiere a la organización de las actividades de culto. Difícilmente cabe
imaginar hipótesis de intervención estatal en tales asuntos, fuera del legítimo ejercicio
de sus competencias en lo relativo, pongamos por caso, a la seguridad de las
manifestaciones públicas de los actos religiosas. La función de magisterio, por su parte,
alcanza a un extenso conjunto de cuestiones. Entre ellas cabe señalar, por ejemplo, la
predicación de la doctrina católica, la emisión del juicio moral, incluso en materias
temporales, la enseñanza religiosa o la formación de los ministros de culto. Por último,
la función de regir consiste en el ejercicio de la potestad de gobierno en el ámbito
material y subjetivo propio de la Iglesia.
Este último punto merece una consideración más atenta. No es infrecuente que los
actos eclesiales de gobierno produzcan efectos más allá de la esfera estrictamente
espiritual, incidiendo sobre determinados aspectos externos de la vida de sus miembros,
como, por ejemplo, las actividades de servicio que desempeñan en el seno de la propia
Iglesia. Aun así, deben considerarse materias sujetas a la jurisdicción eclesiástica por su
pertenencia a la vida confesional interna (me estoy refiriendo, principalmente, a la
dependencia de los clérigos y religiosos, en el ejercicio de su misión propia, de la
jurisdicción canónica). Esos actos de gobierno no pretende adquirir ninguna especie de
relevancia civil, porque las normas canónicas operan en otra esfera. La Iglesia reclama,
sencillamente, la no injerencia en un ámbito ajeno a la potestad normativa del Estado.
Dentro del mismo Acuerdo sobre asuntos jurídicos hay una significativa consideración
a la autonomía de la Iglesia en la esfera de la acción benéfica o asistencial, que no
puede pasarse por alto en este estudio. Me refiero al artículo V , que literalmente se
expresa así:
“1. La Iglesia puede llevar a cabo por sí misma actividades de carácter benéfico o
asistencial.
Las instituciones o entidades de carácter benéfico o asistencial de la Iglesia o
dependientes de ella se regirán por sus normas estatutarias y gozarán de los mismos
derechos y beneficios que los entes clasificados como de beneficencia privada.
2. La Iglesia y el Estado podrán, de común acuerdo, establecer las bases para una
adecuada cooperación entre las actividades de beneficencia o de asistencia, realizadas
por sus respectivas instituciones”.
La primera deducción que cabe hacer de la norma transcrita es que las actividades de
carácter benéfico o asistencial se integran en el cuadro de las finalidades propias de la
Iglesia, que ejerce por sí misma o por medio de instituciones o entidades dependientes.
Se comprueba lo que tuve oportunidad de señalar anteriormente: la Iglesia puede
desempeñar actividades que -aun no siendo “propias”, en el sentido del artículo I del
Acuerdo sobre asuntos jurídicos - resulten congruentes con su misión. Es el caso de
las de tipo asistencial.
Pueden señalarse otros aspectos del régimen jurídico de la Iglesia católica que, con
arreglo a los Acuerdos celebrados entre el Estado español y la Santa Sede , quedan
encomendados, en parte, a sus propias normas. Como los aspectos sustantivos serán
tratados en el lugar oportuno de este manual, me limitaré a la mención escueta de esos
supuestos, remitiendo el análisis del contenido a la sección que se ocupe de esa
materia.
El artículo VI del Acuerdo sobre asuntos jurídicos se ocupa del conjunto de cuestiones
relacionadas con la eficacia civil del matrimonio canónico y de las resoluciones de los
tribunales eclesiásticos. Es evidente que constituye un caso muy destacable de la
facultad reconocida a la Iglesia de regirse por su derecho en el que la legislación del
Estado tiene importantes facultades.
El establecimiento de centros de estudios civiles, por otra parte, se rige por las normas
canónicas, si bien se acomodarán a la legislación general en el modo de ejercer sus
actividades. Especialmente significativo es ese reconocimiento en el caso de los centros
universitarios, que no necesitan ley estatal o autonómica para su establecimiento. Los
seminarios menores diocesanos y religiosos pueden ser homologados a los centros
educativos civiles, pero el Estado respeta su carácter específico y admite excepciones en
la aplicación de la legislación general.
El Acuerdo sobre asistencia religiosa a las fuerzas armadas se abre con una rotunda
afirmación en el sentido de que esa “asistencia religioso-pastoral a los miembros
católicos de las fuerzas armadas se seguirá ejerciendo por medio del Vicariato
castrense”. El Acuerdo en su conjunto tiene un carácter marcadamente institucional.
Reconoce con notable amplitud la actividad, en el seno de las fuerzas armadas, de esa
determinada estructura jurisdiccional canónica que, conforme a su propio ordenamiento,
establece el régimen de la actividad pastoral e interviene de manera relevante en la
relación de servicio que el personal prestador de la asistencia religiosa establece con la
Administración pública.
En los Acuerdos con las confesiones minoritarias hay dos materias en las que las
referencias al derecho confesional propio son más relevantes: las entidades religiosas y
los ministros de culto.
En relación con las entidades, es destacable el artículo I de los Acuerdos. Me refiero,
sobre todo, a las facultades de certificación reconocidas a la Comisión Permanente de
cada una de las Federaciones religiosas, admitidas en dos importantes supuestos: la
acreditación de la incorporación de nuevas iglesias o comunidades al ente general; y del
carácter religioso de los fines de las entidades asociativas constituidas de acuerdo con el
ordenamiento de esta iglesias o comunidades.
Se asume, por otra parte, que el concepto de ministro de culto responde a las notas del
propio derecho religioso. También en este aspecto se admite una facultad de
certificación de la Iglesia respectiva acerca del cumplimiento de los requisitos exigibles.
1. Introducción
Partiendo de la separación entre poder de la Iglesia sobre los asuntos espirituales y del
Estado sobre los temporales, no siempre han coincidido las actitudes de la Iglesia y de
la Comunidad política en orden a sus competencias y relaciones, lo que ha ocasionado
graves conflictos entre la Autoridad pontifica y el Poder político por diversas causas,
sobre todo por razones teológicas e ideológicas de supremacía de una potestad sobre la
otra o, simplemente, por diferencias puntuales sobre ámbitos de competencia. Cuando
las relaciones han venido a establecerse sobre criterios jurídicos la posición de la Iglesia
ha sido distinta según el sistema adoptado de común acuerdo o impuesto por el Estado
o por el orden internacional, posición de supremacía de la Iglesia, de subordinación al
poder del Estado, régimen de separación de la Iglesia en posición de igualdad con el
Estado, ya bajo régimen de Derecho civil común, ya bajo la posición de un derecho
especial en régimen de libertad e igualdad en el que la Iglesia católica tiene una
posición jurídica marcada por los principios establecidos por el Estado para los grupos y
confesiones religiosas. Pero, lo común es que la posición política de la Iglesia en relación
con cada Estado y en cada época histórica no siga un modelo puro, sino que la realidad
ha ofrecido figuras complejas, con una combinación simultánea de políticas respecto de
confesiones diferentes, tratadas a veces hoy y frecuentemente en otro tiempo de
manera desigual, que podía llegar a la discriminación, como consecuencia de un
pluralismo religioso fundado en elementos variables en el grado de poder político y
social de algunos grupos religiosos (J. Foyer).
.La Iglesia nació y se desenvuelve actualmente en la sociedad civil, sobre la que sigue
ejerciendo una manifiesta influencia en correspondencia con su arraigo histórico e
institucional en la vida social y en la cultura de cada país, así como con su participación
en la formación de un buen número de Estados, que reconocen una posición jurídica
especial al fenómeno social religioso y a sus entes exponenciales, cuales son las
Confesiones religiosas. Algunos Estados no tienen reparo en reconocer una cualificada
situación especial a alguna Iglesia determinada, como la católica, la ortodoxa, la
evangélica o la anglicana o a otras religiones como el islamismo, el judaísmo,
hinduismo, etc. En estos casos es muy difícil que tal afirmación de la sociedad religiosa,
que da su impronta a la sociedad civil, se desenvuelva sin que el mundo del Derecho se
interese por ella (A. C. Jemolo).
Es indudable que el hecho social religioso cae dentro de los que configuran el actual
Estado social y democrático, lo que se confirma por la doctrina coincidente sobre este
punto concreto. Es impensable que dicho fenómeno (el fenómeno social religioso), del
que no se puede desconocer su importancia en la vida del hombre y de la sociedad,
quede confinado en una especie de isla de neutralidad, de territorio franco que no se ve
afectado de algún modo por las transformaciones que intervienen en tantos aspectos de
aquel sujeto (el Estado) que debe proveer a dar una valoración en el plano jurídico y a
predisponer una disciplina normativa” (P. Moneta); y también se destaca que, mientras
es inconcebible que los poderes públicos otorguen un trato preferencial a uno de los
diversos partidos políticos o a un sindicato respecto de los otros, se puede concebir en
el ámbito del Derecho lo que es una realidad de hecho en el campo religioso, es decir,
que se conceda una “posición particular en el ámbito de la legalidad constitucional”, lo
que puede aplicarse a la Iglesia católica, como sucede en Italia y en España, países en
los que ha llegado en el curso de los siglos a tener una gran autoridad moral y religiosa
(A. Pistillo). Desde otro punto de vista, se observa que el Derecho eclesiástico como
Derecho especial responde mejor que el derecho común al dato sociológico del
pluralismo de las diversas Confesiones religiosas, captando los innumerables matices
del ejercicio concreto del derecho de libertad religiosa, sobre todo cuando ese ejercicio
se traduce en la variedad de entes colectivos, confesiones, grupos y sectas. Es un dato
sociológico que el Derecho ha de tener en cuenta para evitar una artificiosa y arbitraria
uniformación de la disciplina jurídica que ha de regir la vida de las diversas confesiones
(R. Navarro-Valls).
Desde la sociología se nos enseña: “No cabe duda, pues, que la religión, sus creencias y
sus ritos, tienen efecto sobre otros campos laicos del comportamiento humano, crean y
modifican las costumbres familiares, los sistemas económicos, el poder político, los
contenidos y la manera de educar a los ciudadanos. Cristianismo e islamismo han
dirigido el curso histórico de muchas naciones durante siglos enteros, han transformado
el horizonte cultural, han creado en numerosos pueblos peculiares sistemas de
parentesco y de estratificación social, de reparto económico y explotación de tierras” (G.
Pastor Ramos). Y también desde la Ciencia Política y del Derecho Constitucional se
insiste en que el Estado social no puede construirse separadamente del Estado
democrático o participativo, de tal manera que hay que configurarlo como un sistema
en el que la sociedad no sólo participa pasivamente como recipiendaria de bienes y
servicios, sino que, a través de sus organizaciones, toma parte activa tanto en la
formación de la voluntad general del Estado, como en la formulación de las políticas
distributivas y de otras prestaciones estatales (M. García Pelayo).
3.2. La posición social de la Iglesia católica en el ordenamiento español
Las Confesiones religiosas tienen en el Derecho eclesiástico una posición ante el Estado
igual respecto de todas y cada una de ellas que responde a lo que de común y radical
tienen como titulares de derechos fundamentales propios de las asociaciones e
indirectamente como instrumentos de realización de los derechos humanos de los
sujetos individuales que se integran en las mismas al servicio del desarrollo personal de
todos ellos en lo religioso, que es uno de los fundamentos del orden político y de la paz
social, según declara el art. 10.1 de la Constitución española . La posición jurídica en
el Estado constituye un elemento básico, configurador de las Confesiones religiosas en
su sistema de Derecho eclesiástico, y de ahí que no pueda aquél, sin incurrir en
discriminación, establecer diferencias sustanciales en la posición de las Confesiones
religiosas dentro de un espacio constitucional que es único e igual para todas y que
corre el riesgo de ser violado si se introducen por el Estado distanciamiento
discriminatorios en la posición básica de igualdad entre unas y otras en lo que concierne
a la libertad religiosa y al contenido esencial de la misma (M. López Alarcón). La
discriminación posicional habrá que valorarla también atendiendo a la instrumentalidad
de las Confesiones en su función de servicio a la persona humana y en cuanto se
obstaculice desde los poderes públicos el libre ejercicio de esa función o no se remuevan
esos obstáculos. La cuestión alcanza especial relieve por la delictividad que introducen
el Código penal en materia de discriminación contra grupos y asociaciones por motivos
religiosos (art. 510 ).
Hay que distinguir entre posición jurídica y tratamiento jurídico de las Confesiones
religiosas y de sus entidades, pues mientras las diferencias de posición jurídica serán
siempre discriminatorias por cuanto afectan a derechos constitucionales, no sucede lo
mismo con el tratamiento jurídico, que afecta a cuestiones de legalidad ordinaria y que
solamente será discriminatorio cuando restrinja u obstaculice el espacio de
constitucionalidad a que antes se hizo referencia. Tampoco habrá discriminación en el
trato jurídico cuando éste se realice conforme a los principios constitucionales en
materia religiosa, dentro del pluralismo de las creencias religiosas de la sociedad
española y de las consecuentes relaciones de cooperación, es decir, que éstas han de
ajustarse a la naturaleza, caracteres y exigencias propias de cada Confesión religiosa. El
Tribunal Constitucional ha sentado la doctrina de que “no toda desigualdad de trato
legislativo en la regulación de una materia entraña una vulneración del derecho
fundamenta a la igualdad ante la ley del art. 1º de la CE , sino únicamente aquéllas
que introducen una diferencia de trato entre situaciones que puedan considerarse
sustancialmente iguales y sin que posean una justificación objetiva razonable. (....) El
principio de igualdad exige, por tanto, no solo que la diferencia de trato resulte
objetivamente justificada, sino también que supere un juicio de proporcionalidad en
sede constitucional sobre la relación existente entre la medida adoptada, el resultado
producido y la finalidad pretendida por el legislador” (sentencia de 16 de noviembre de
1993 ).
La posición jurídica básica e igual de todas las Confesiones religiosas, incluida la Iglesia
católica, se caracteriza por las siguientes notas:
1. Es una posición jurídica de relevancia especifica dentro del Ordenamiento jurídico
civil. La valoración positiva por el Estado del hecho social religioso se concreta
particularmente en la realidad asociativa confesional, como lo demuestra que el art.
16.3 de la Constitución obligue a los poderes públicos a tener en cuenta las creencias
religiosas de la sociedad española, frase que en un texto jurídico tiene una lectura que
relaciona las creencias con su organización social, con sus concreciones exponenciales y
con otras realidades jurídicas. La especialidad del régimen jurídico de las Confesiones
deriva de la relevancia específica del hecho social religioso en correspondencia con la
naturaleza y caracteres de cada una de las Confesiones que demandan un adecuado
régimen jurídico en el orden civil.
Por todo ello debe entenderse que bajo el imperio de los principios constitucionales del
Derecho eclesiástico español no se debe atribuir ni a la Iglesia universal ni a las
entidades eclesiásticas la naturaleza propia del Derecho público, que las equipara a
instituciones estatales, ni de Derecho privado que las relega al Derecho común. Pueden
tener, por su aproximación orgánica o funcional, cierta analogía con los institutos de
Derecho público o de Derecho privado, pero lo que prevalece en el ámbito de la
sociedad civil son sus fines y actividades en los que prima el interés general,
directamente, como en la constitución y funcionamiento de instituciones benéficas, o
indirectamente, como cuando se aportan los medios necesarios para el buen
funcionamiento de las instituciones eclesiásticas.
Que ninguna Confesión religiosa tenga carácter estatal, como proclama el art. 16.3 de
la Constitución significa, entre otras cosas, que no pueden tener la condición de
Derecho público, posición que, por otra parte, no es apetecida por la Iglesia, interesada
en preservar, por encima de todo, la libertad religiosa, la cual podría verse disminuida
por su inserción en el Derecho público, tal como declara el Concilio Vaticano II:
“Ciertamente las realidades temporales y las que en la condición humana trascienden
este mundo están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia se sirve de medios
temporales cuando su propia misión lo exige. No pone, sin embargo, su esperanza en
privilegios otorgados por la autoridad civil; más bien renunciará al ejercicio de algunos
derechos legítimamente adquiridos cuando conste que con su uso se pone en tela de
juicio la sinceridad de su testimonio o que las nuevas condiciones de vida exigen otra
ordenación” (Constitución Gaudium et spes, núm. 76). Lo que la Iglesia católica
defiende es su vocación a la realización de fines y actividades que son de interés
general o público en el ámbito de la sociedad civil, que afectan o interesan a la
generalidad, es decir, al común de los ciudadanos que componen una comunidad
política, vocación de la Iglesia que se corresponde con el modelo personalista de
relación Iglesia-Estado instituido por el art. 10.1 de la Constitución de 1978 .
Ha de tenerse en cuenta que el interés general prima cada vez más intensamente en la
realización de los intereses de la sociedad, pues el Estado se ve en la necesidad de
coordinarse con el sector privado para atender numerosas actividades de interés
general que desbordan sus posibilidades, y lo hace principalmente mediante
fundaciones y asociaciones que integran el sector terciario, extremándose su
colaboración con las denominadas asociaciones y fundaciones de utilidad pública. La ley
30/1994, de 24 de noviembre, de fundaciones y de incentivos fiscales a la participación
privada en actividades de interés general las define como “organizaciones constituidas
sin ánimo de lucro que, por voluntad de sus creadores, tienen afectado de modo
duradero su patrimonio a la realización de fines de interés general” (art. 1º ).
Recientemente se ha regulado por la Ley 1/2002, de 22 de marzo , el régimen de las
asociaciones sin ánimo de lucro, que también regula las asociaciones de utilidad pública
disponiendo al efecto que las asociaciones son de utilidad pública cuando tienden a
promover el interés general y gozarán de los beneficios que en la misma ley se
establecen. Esta ley preceptúa que las Iglesias y Confesiones religiosas se rijan, como
estructuras orgánicas supremas, por su propia legislación, lo que confirma la posición
jurídica de igualdad que antes apuntábamos, pero también habrán de tenerse en cuenta
las diferencias de trato que deriven de la pluralidad de regímenes jurídicos internos de
cada Confesión. En cambio, las entidades creadas por dichas Iglesias y Confesiones
para el cumplimiento de sus fines se regirán en el ámbito civil, según dicha Ley, por los
Tratados (se refiere a los Acuerdos celebrados con la Iglesia católica) y por los Acuerdos
celebrados con el Estado (apunta a las otras Confesiones), actuando como supletorias
las normas del Estado sobre la misma materia (art. 1.3 ). Se añade que “podrán ser
declaradas de utilidad pública las asociaciones regidas por leyes especiales” (Disposición
adicional primera, 2 ), entre las que figuran las religiosas, calificación de “utilidad
pública” que no podrá aplicarse ministerio legis a las asociaciones y fundaciones de la
Iglesia católica, ni a las de ninguna otra Confesión religiosa, sino que tanto éstas como
aquélla habrán de solicitarlo caso por caso de las autoridades civiles competentes, pues
no coinciden las nociones de interés público y de utilidad pública.
En general, podríamos concluir que, tanto las Iglesias y Confesiones religiosas como las
entidades creadas por ellas para el cumplimiento de sus fines, no se adscriben en los
Estados democráticos al régimen propio del Derecho público ni al del Derecho privado,
sino que constituyen un tertium genus que persiguen fines de interés público por lo que,
entre otras razones, se han hecho merecedoras de su relevante posición en el
Ordenamiento civil (F. Finocchiaro; D. Tirapu). Tan arriesgado por su peligro de
discriminación es atribuir a la Iglesia católica naturaleza privilegiada de Derecho público,
propia más bien de regímenes confesionales católicos, como asignarle la inadecuada
condición propia del Derecho privado, que se corresponde con el separatismo radical
relegador al Derecho privado del régimen civil de la Iglesia católica. En todo caso el
tratamiento ventajoso que se conceda a entidades de la Iglesia católica en el ámbito del
principio de libertad religiosa positiva no deriva de su catalogación como de Derecho
público ni es suficiente para adscribirlas a esta categoría, sino que emana del principio
de cooperación entre la Iglesia y el Estado.
La personalidad jurídica de derecho privado viene reconocida por el Acuerdo jurídico con
la Santa Sede de 3 de enero de 1979 a la Conferencia episcopal española, a las
Órdenes, Congregaciones religiosas y otros Institutos de vida consagrada, sus
Provincias y sus Casas y a las asociaciones y otras entidades y fundaciones religiosas
(art. I, 2 ). Ni el Concordato ni el Acuerdo mencionan a la Iglesia universal,
exponenciada por la Santa Sede, como titular de personalidad privada civil y
consiguiente capacidad de obrar.
Desde la legislación de la Iglesia se declara por el can. 113 del CIC que “la Iglesia
católica y la Sede Apostólica son personas morales por la misma institución divina”, es
decir, constituyen una entidad organizadamente constituida desde su fundación que
lleva en sí la propia personalidad jurídica, sin necesidad de reconocimiento explícito del
Estado. Esto es lo que viene a significar en clave civil la remisión que hace el
Concordato a la noción de sociedad perfecta y el Acuerdo jurídico a través de la mención
especifica de la Iglesia católica. Esta última expresión, aunque no coincide con el
concepto de sociedad perfecta, sí ha de estimarse como reconocimiento por el Estado
de una capacidad plena en el orden jurídico civil para realizar actos jurídicos de
naturaleza privada, tal como establece el can. 1254: “Por derecho nativo e
independientemente de la potestad civil, la Iglesia católica puede adquirir, administrar y
enajenar bienes temporales para alcanzar sus propios fines” y precisa en el canon
siguiente que “la Iglesia universal, la Santa Sede y también las Iglesias particulares y
cualquier otra persona jurídica, tanto pública como privada, son sujetos capaces de
adquirir, retener, administrar y enajenar bienes temporales, según la norma jurídica”.
Sería discriminatorio que, conforme dispone el art. 5.1 de la LOLR “las Iglesias,
Confesiones y Comunidades religiosas y sus Federaciones gozarán de personalidad
jurídica una vez inscritas en el correspondiente Registro público” y que la Iglesia
católica, que no tiene acceso a dicho Registro, careciera de personalidad civil, pese a ser
mencionada expresamente por el art. 16.3 de la Constitución .
Comentario aparte merece el art. 1º del Acuerdo jurídico con la Santa Sede , que no
introduce ninguna desigualdad respecto de otras Confesiones cuando “reconoce a la
Iglesia católica el derecho de ejercer su misión apostólica y le garantiza el libre y
público ejercicio de las actividades que le son propias y en especial las de culto,
jurisdicción y magisterio”. Son derechos de los que también gozan las otras Confesiones
religiosas bajo el amparo del derecho fundamental de libertad religiosa, como incluidas
en el ámbito propio del licere agere, protegido por aquél derecho fundamental en un
régimen de separación de competencias entre la Iglesia y el Estado. No obstante, el
texto citado se incluyó en el Acuerdo Jurídico siguiendo una constante concordataria
para garantizar la libertas Ecclesiae y que actualmente no tiene otro alcance que
ratificar singularmente para la Iglesia católica una posición jurídica de libertad de la que
gozan todas las Confesiones religiosas.
Buena parte de las actividades garantizadas por el art. 1º del Acuerdo Jurídico afectan
al Derecho público interno de la Iglesia católica, sobre todo las que conciernen al orden
jurisdiccional, que no se transfieren al orden civil como tal Derecho público, sino que su
régimen jurídico y sus efectos se mantienen dentro del orden confesional, salvo cuando
los efectos se reconocen por el ordenamiento civil para que puedan operar
jurídicamente también en el mismo. Así el reconocimiento de eficacia civil al matrimonio
canónico y a las resoluciones canónicas de nulidad del matrimonio y de dispensa del
matrimonio rato y no consumado, por un lado respeta el libre ejercicio de la jurisdicción
como actividad de Derecho público canónico y, por otro, una vez homologada
judicialmente la celebración del matrimonio a través de la inscripción en el Registro civil
u homologada alguna de aquellas resoluciones mediante la intervención de un Juez civil,
que actúa en el ámbito del Derecho público del Estado en los términos regulados por el
art. 80 del Código civil y art. 778 de la Ley de Enjuiciamiento civil , hace posible
que los efectos del matrimonio, de la sentencia o del rescripto, respectivamente, operen
en el ámbito civil con la misma naturaleza, pública o privada, que corresponda conforme
al Derecho del Estado. Por último, otro tanto hay que decir respecto del poder de
certificación, eficaz en el ordenamiento civil, que se concede al sacerdote autorizante
del matrimonio y al párroco competente por el art. VI, 1 del Acuerdo Jurídico ,
Protocolo Final en relación con dicho artículo.
Dispone el can. 113,1 que “La Iglesia católica y la Sede Apostólica son personas
morales por la misma ordenación divina” y el Derecho Público Eclesiástico ha preferido
asignar directamente a la Santa Sede la personalidad de Derecho Internacional como
representante de la Iglesia católica. La doctrina internacionalista acepta esta posición de
la Santa Sede, considerándola como un sujeto anómalo y especial a fin de evitar la
confusión y los conflictos que llevaría consigo admitir como sujeto del Derecho
internacional a una organización universal, como es la Iglesia católica, que se extiende
sobre los súbditos y territorios de los Estados. Se prefiere reconocer que hay dos
titulares de la soberanía simultáneamente: el sujeto in abstracto que es la Iglesia y el
sujeto in concreto que es la Santa Sede. Por ello es usual referirse indistintamente a la
Iglesia o a la Santa Sede como sujeto de Derecho Internacional (M. Díez de Velasco; G.
Barberini).
Fecha de actualización
01/10/2010
No creo, sin embargo, que quepa acometer tal tarea inmediatamente, sino que es
necesario realizar un esfuerzo clasificatorio previo. Del mismo modo que el
ordenamiento confiere un tratamiento específico a la Iglesia católica y distinto al que
reciben las restantes confesiones religiosas, la misma solución utiliza en relación a estas
últimas. No se produce un tratamiento unitario de todas las confesiones en el Derecho
español, y no sólo porque la Iglesia católica reciba una consideración diferenciadora,
sino, además, porque las restantes tampoco reciben un tratamiento unitario entre si.
Del análisis del ordenamiento español cabe deducir la existencia de cinco tipos de
confesiones religiosas: la Iglesia católica, las confesiones con acuerdo, las confesiones
con declaración de notorio arraigo, las confesiones únicamente inscritas, y las
confesiones no inscritas. Tal vez habría que añadir un último grupo, que vendría
formado por aquellos grupos religiosos que se tienden a caracterizar como “sectas”,
pero será objeto de análisis en un epígrafe posterior (3.18), aunque necesariamente
habrá que aludir a ello brevemente en el presente.
Debe quedar claro que tal propuesta clasificatoria no se encuentra de modo expreso en
un texto normativo. En ninguna norma jurídica española se establece tal clasificación
con claridad. Se deduce de la globalidad de disposiciones de Derecho eclesiástico –sin
olvidar la práctica de la Administración Pública-, que establecen un modelo piramidal en
virtud del cual algunas confesiones reciben un tratamiento más favorable que otras. La
Iglesia católica sería la que se situaría en la cúspide de tal pirámide, siendo ella la que
recibiría un tratamiento más favorable. En un segundo nivel se situarían aquellas
confesiones que han suscrito un acuerdo de cooperación con el Estado, de los que prevé
la Ley Orgánica de Libertad Religiosa [LOLR] en su artículo 7 . Las confesiones que
han obtenido la declaración de “notorio arraigo” constituirían el siguiente escalón El
cuarto nivel vendría formado por aquellas confesiones que han sido inscritas en el
Registro al que hace referencia el artículo 5 de la propia Ley . El último nivel sería en
el que se agruparían las confesiones que no han logrado su inscripción en el referido
Registro. Como ya indiqué, en el caso de que el ordenamiento español haya configurado
una categoría de “secta”, lo que creo que no ha hecho, estas vendrían a situarse algo
así como en el subsuelo de esa pirámide, ya que el ordenamiento no las protegería, sino
que las perseguiría Antes de adentrarse en la definición de tales niveles, parece
conveniente realizar algunas reflexiones de carácter general.
Volviendo al caso español, creo importante señalar que tal estructura piramidal no es
estática, sino que constituye una fotografía de un proceso dinámico. Dinámico en varios
sentidos.
En primer término hay una tendencia a lo largo del tiempo a equiparar las restantes
confesiones a la Iglesia católica. Las diferencias de trato son muy superiores a medida
que se retroceda en el tiempo, con lo que de mantenerse esa tendencia, en el límite,
probablemente inalcanzable, serán varias las confesiones que recibirán un trato idéntico
al de la Iglesia católica.
También es dinámico el proceso en el sentido de que bien puede ocurrir que una
determinada confesión acceda a un nivel superior o, y eso por el momento me parece
puramente hipotético, caiga a uno inferior.
Desde cuatro perspectivas deben ser analizados los acuerdos de cooperación con las
confesiones religiosas a las que hace referencia el artículo 7 de la LOLR . De una parte
es un tema típico de fuentes del Derecho eclesiástico, desde esa perspectiva habría que
referirse a su naturaleza jurídica, a su fuerza normativa, a la posibilidad de reforma
unilateral de las mismas, a su jerarquía normativa, etc.; no corresponde ahora aludir a
ello pues ya se hizo en un epígrafe anterior (3.6.4). Otro punto de vista sería el de su
contenido. Los acuerdos contienen un conjunto de normas jurídicas que se integran en
el ordenamiento, y ellas deberán ser analizadas en la sede correspondiente de este
manual en razón de la materia. Tampoco corresponde referirse aquí a un tercer aspecto,
la consideración de los acuerdos como técnica de relación del Estado y las confesiones
religiosas. Habría, desde ese punto de vista, que situar tales acuerdos en su contexto
histórico, en la tendencia, cada día más marcada, a negociar el contenido de las normas
con su destinatario, etc. Sin embargo, sólo corresponde ahora atender a un cuarto
aspecto: los acuerdos como mecanismo de configurar un tipo de confesión religiosa.
Como es sabido, mediante tres leyes sucesivas de la misma fecha (10 de noviembre de
1992), se aprobaron sendos acuerdos de cooperación con tres grupos de confesiones:
Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España [FEREDE] , Federación de
Comunidades Israelitas de España y Comisión Islámica de España .
El artículo único de las respectivas Leyes aprobatorias de los tres acuerdos en vigor
establece que “las relaciones de cooperación del Estado con [las federaciones o
comisiones correspondientes] se regirán por lo dispuesto en el Acuerdo de Cooperación
que se incorpora como anexo a la presente Ley”. La expresión “relaciones de
cooperación” se toma del artículo 16 de la Constitución , pero no parece que sea la
más adecuada, pues en realidad los acuerdos no regulan “una cooperación”, sino que
delinean un marco normativo específico, por lo que me parece que se puede afirmar
que existe un tipo de confesión concreto.
Tal idea, la configuración de una categoría tipo de “confesión con acuerdo”, aparece
reforzada al observar que el contenido de los acuerdos es prácticamente idéntico. Al
margen de que ello permita sospechar que no estamos propiamente ante un acuerdo
que se derive de una negociación, sino más bien ante un texto presentado por la
Administración, ante el cual las confesiones afectadas sólo podían adoptar dos
posiciones, o rechazarlo o aceptarlo en su práctica integridad, ello permite, también,
suponer una vocación de crear un marco normativo específico para unas específicas
confesiones. El legislador -previamente la Administración- ha establecido un sistema
normativo al que se pueden adherir ciertas confesiones. No se trata de negociar el
sistema normativo aplicable a las confesiones negociadoras, el marco normativo viene
fijado por el Estado, y se sitúa en un nivel inferior al de la Iglesia católica, pero superior
al ofrecido por la LOLR y la legislación general, y lo único que se negocia es cuáles
son las confesiones que disfrutarán de dicho marco: las confesiones con acuerdo.
Pero, a los efectos que ahora interesa, más significativo aún resulta el que ya antes de
la entrada en vigor de los acuerdos, algunas normas se remitieran a esos entonces
inexistentes acuerdos para conceder determinados derechos a las confesiones que los
suscriben: así determinadas ventajas fiscales, (“En los Acuerdos o Convenios... se
podrán extender a dichas Iglesias, confesiones y comunidades los beneficios fiscales
previstos en el ordenamiento jurídico general para las entidades sin fin de lucro y
demás de carácter benéfico”. Artículo 7-2, LOLR. ), o la posibilidad de que los ritos
matrimoniales tuvieran eficacia civil, (“El consentimiento matrimonial podrá prestarse
en la forma prevista por una confesión religiosa inscrita en los términos acordados con
el Estado”. Artículo 59, Código Civil [CC]), o de que se prestase asistencia religiosa en
el ámbito de las Fuerzas Armadas (“Cuando haya capellanes de otras religiones
desempeñarán funciones análogas en las mismas condiciones que los católicos en
consonancia con los acuerdos que el Estado haya establecido con la Iglesia, confesión o
comunidad religiosa correspondiente”. Artículo 244, Real Decreto 2945/1983, de 9 de
noviembre, por el que se aprueban las Reales Ordenanzas del Ejército de Tierra
[ROET]), o de la presencia de la enseñanza de la religión en los centros docentes (“La
enseñanza de la religión se ajustará... a lo dispuesto... [en los acuerdos] que pudiera
suscribirse con otras confesiones religiosas”. DA Segunda, Ley Orgánica 1/1990, de 3 de
octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo ), etc. Si ya antes de la
existencia de los acuerdos el legislador y la Administración habían optado por reconducir
a los mismos la regulación de algunas materias, se comprenderá que con posterioridad
a su aprobación el proceso ha continuado: la regulación de la asistencia religiosa en
establecimientos penitenciarios (“En todo lo relativo a la asistencia religiosa de los
internos se estará a lo establecido en los acuerdos firmados con el Estado español con
las diferentes confesiones religiosas”. Artículo 230-4, Real Decreto 190/1996 de 9 de
febrero ), la aplicación a las mismas de los beneficios previstos para las fundaciones
(son mencionadas específicamente las confesiones que han suscrito acuerdos a los
efectos de esos beneficios en el Real Decreto 765/1995, de 5 de mayo , por el que se
regulan determinadas cuestiones del Régimen de Incentivos Fiscales a la Participación
Privada en Actividades de Interés General. En el mismo sentido la DA Novena de la Ley
49/2002 de 23 de diciembre de Régimen Fiscal de las Entidades sin Fines Lucrativos y
de los Incentivos Fiscales al Mecenazgo), o la no aplicabilidad de algún aspecto de la
normativa reguladora de las fundaciones e competencia estatal (Vid. DA Tercera, Real
Decreto 316/1996, de 23 de febrero por el que se aprueba el Reglamento de
Fundaciones de Competencia Estatal ), o el establecimiento de enseñanzas religiosas
e centros docentes (Vid. Orden de 11 de enero de 1996 por la que se dispone la
publicación de los Currículos de Enseñanza Religiosa Islámica correspondientes a
Educación Primaria, Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato), etc.
No se trata sólo de que en alguna de esas normas se produzca una remisión a los
acuerdos a efectos de su regulación, sino que la norma en cuestión reconoce
directamente las ventajas en ella previstas a las confesiones que han suscrito un
acuerdo. Tal es el caso del ya mencionado RD de 5 de mayo de 1995 en el que se
reconocen ciertos beneficios fiscales a la Iglesia católica y a las tres agrupaciones de
confesiones que han suscrito acuerdos de los previstos en la LOLR . También
encontramos previsiones en los acuerdos que han exigido un ulterior desarrollo
normativo, como sería la del artículo 5 de los tres acuerdos mediante el cual
deberían incluirse en el Régimen General de la Seguridad Social a los ministros de culto
de las correspondientes confesiones, lo cual se ha realizado, por el momento, para los
pertenecientes a la FEREDE (Real Decreto 369/1999, de 5 de marzo) y para los
integrantes de la Comisión Islámica (Real Decreto 176/2006, de 10 de febrero), aunque
nada impide el que tal régimen se aplique a otros ministros de culto,
independientemente del hecho de que la correspondiente confesión haya suscrito un
acuerdo.
Por lo tanto, conviene insistir en ello, no se trata únicamente de que los acuerdos
regulen un marco específico de derechos para aquellas confesiones que los han suscrito.
Se trata también de que los acuerdos realizan determinadas previsiones sin contenido
normativo en si mismas y que exigen de un posterior desarrollo normativo, peso esas
disposiciones que son de desarrollo son las que en realidad conceden los derechos, nada
impediría que esos derechos, por esa misma norma u otro de análoga naturaleza,
fueran concedidos a otras confesiones sin acuerdo, sin embargo, sólo se conceden a las
que han suscrito uno de ellos. Pero es que, además, incluso en ausencia de previsión
(normativa o no) en el acuerdo, encontramos la concesión de derechos en normas de
carácter general que afectan exclusivamente a las confesiones con acuerdo.
Para concluir bastará con insistir en una idea ya expuesta: aunque los Acuerdos crean el
marco de actuación de una serie de confesiones religiosas, en realidad no son suscritos
por las mismas, sino por las federaciones de ellas y, en el caso de los musulmanes, por
una comisión integrada por dos federaciones que a su vez incluyen varias confesiones.
Es decir, la expresión “confesiones con acuerdo” no es correcta. Eso sí, una confesión
puede unilateralmente salir de la federación y, por lo tanto, dejará de estar sometida a
ese marco normativo, del mismo modo que otras confesiones pueden incorporarse a la
federación y por ese simple hecho serles de aplicación el marco normativo de
referencia. En todo caso, tanto las confesiones como su federación gozan de
personalidad jurídica (Artículo 5-1, LOLR ).
Visto los precedentes señalados en referencia al modo en que se han ido conformando
otros tipos de confesiones, me parece probable que la Administración, y, tal vez, el
legislador, continúe en la línea de conferir ventajas a este tipo de confesiones.
4. Confesiones únicamente inscritas
Parece que lo más evidente que añade la inscripción es la personalidad jurídica, pues así
se dice de modo expreso e la LOLR. No se puede olvidar, sin embargo, que cabría una
interpretación en virtud de la cual la personalidad jurídica no es conferida por la
inscripción, sino que es previa. Para sostener tal tesis bastaría con entender que las
confesiones son una expresión del derecho de asociación reconocido
constitucionalmente, y habida cuenta que al regular dicho derecho la Constitución
establece que “las asociaciones constituidas al amparo de este artículo deberán
inscribirse en un registro a los solos efectos de publicidad” (art. 22-3 ), se está
asumiendo indirectamente que la personalidad no puede derivar de la inscripción.
Sea como fuere, lo que me parece claro es que las confesiones inscritas reciben un
tratamiento menos favorable que aquéllas que además han suscrito un acuerdo, pero,
sin embargo, de la simple inscripción se derivan algunas ventajas, que permiten
configurar a tales confesiones como un grupo específico, como un tipo de confesión.
5. Confesiones no inscritas
La primera cuestión que debe ser planteada es si esta categoría existe, o de otro modo
dicho, si de la inscripción registral se deriva la calificación del carácter de confesión. Me
parece que sólo cabe una respuesta: el Registro no confiere tal calificación, las
confesiones son previas a su inscripción, lo cual, sin acudir a más complejos
razonamientos, se demuestra por la simple lectura del artículo 5-1 de la LOLR :
“Las... confesiones... gozarán de personalidad jurídica una vez inscritas”, es decir, son
confesiones antes de su inscripción.
La LOLR establece que “queda fuera del ámbito de protección de la presente Ley las
actividades, finalidades y Entidades relacionadas con el estudio y experimentación de
los fenómenos psíquicos o parapsicológicos o la difusión de valores humanísticos o
espiritualistas u otros fines análogos ajenos a los religiosos” (art. 3-2 ). Tal vez
parezca excesiva la siguiente afirmación, pero estimo que esa previsión en lo que no es
innecesaria, es falsa. Indicar que aquello que no sea ejercicio del derecho de libertad
religiosa no es protegido a través de los mecanismos previstos para garantizar dicho
derecho es una obviedad innecesaria; tampoco una sociedad anónima o un club
deportivo puede inscribirse en el Registro de Entidades Religiosas o suscribir un acuerdo
de los previstos en el artículo 7 de la LOLR ; si es eso lo que se pretendía decir, en
ese sentido es innecesaria. De otra parte, la LOLR, en lo que se refiere a la protección
de la libertad religiosa resulta de aplicación en el ámbito de una sociedad mercantil o de
un club deportivo, y en los mismos términos resultará de aplicación en el ámbito de una
entidad dedicada al estudio de los fenómenos parapsicológicos. Lo que pretende decir
ese precepto es que no pueden gozar del status de confesión aquellos grupos que no lo
son, lo cual es una obviedad.
Es probable que tras ese precepto se encuentre la voluntad del legislador de impedir
que actividades no religiosas disfruten del marco de cobertura previsto para las
confesiones religiosas. Como quiera que me parece que el real marco específico lo
constituyen unos eventuales acuerdos y no el ofrecido por la LOLR, pues ésta poco
añade al Derecho común, no parece que el alcance de dicha norma tenga especial
trascendencia. Pero cabe también que lo que pretendiese impedir el legislador fuera la
utilización de la categoría de confesión por parte de las llamadas sectas, aunque, como
ya se dijo, esta cuestión se tratará en un epígrafe posterior, tal vez resulte conveniente
que fije mi posición al respecto.
Creo que en un manual de Derecho hay poco que decir a propósito de las sectas,
sencillamente porque se trata de un concepto inexistente para nuestro ordenamiento. Si
un grupo, religioso o no, realiza actividades fraudulentas o criminales, el ordenamiento
tiene suficientes instrumentos para reprimir tales actuaciones sin necesidad de tipificar
dicha categoría con la finalidad de perseguirla. Es evidente que en determinados
ámbitos de la sociedad, de los medios de comunicación y de la vida política, hay una
actitud contraria a los que prefiero llamar nuevos movimientos religiosos. Me parece
que se juzgan muy negativamente determinadas prácticas en el seno de los mismos
que, sin embargo, son toleradas, e incluso ensalzadas, si se realizan en otros ámbitos.
Las prolongadas jornadas de trabajo, o el control de la vida sexual, o el mantenimiento
de una determinada dieta alimenticia, o el alejar a sus componentes de su familia, si
tienen lugar en el ámbito de un nuevo movimiento religioso son considerados como
instrumentos ilegítimos de control de la voluntad de sus miembros, pero no son
juzgados de la misma manera si se producen en el ámbito de una confesión tradicional.
Lo que, en el fondo, se rechaza de tales grupos es su carácter de heterodoxia con
respecto a la moral social vigente, pero no creo que la heterodoxia en sí misma quepa
ser rechazada por el ordenamiento. Pero insistamos, esas actitudes negativas no han
tenido su reflejo en el ámbito legislativo; si algún día así ocurriese, me parece que se
estaría incidiendo de un modo muy negativo en la libertad religiosa.
En definitiva, creo que se puede concluir afirmando que el legislador español, al igual
que han hecho otros legisladores del entorno europeo, ha optado por un sistema de
Derecho eclesiástico en virtud del cual hay una confesión que obtiene un elevado
número de ventajas, por razones sociológicas e históricas, que en el caso español sería
la Iglesia católica. Un segundo bloque de confesiones que se aproximan, sin llegar a él,
a ese nivel, en el caso español aquéllas que han suscrito un acuerdo de cooperación. Un
tercer nivel vendría constituido por aquéllas que han logrado su inscripción. Aunque
parece que se va configurando una nueva categoría por encima de ellas: las confesiones
con “notorio arraigo”. Y un último, que sería aquéllas que, al no estar inscritas, ven su
posición regulada a partir de las normas del Derecho común, y no de ese Derecho
especial que resulta ser el Derecho eclesiástico. Voces:
Minorías religiosas
Acuerdos
Confesiones acatólicas
Islam
Evangélicos
Judíos
LAS ENTIDADES DE LAS CONFESIONES RELIGIOSAS Y SU
PERSONALIDAD JURÍDICA CIVIL. LAS FUNDACIONES
RELIGIOSAS
Fecha de actualización
01/10/2010
Para llegar a un concepto válido que abarque a las distintas entidades de las
confesiones religiosas serán oportunas dos observaciones previas. La primera se refiere
a que las normas estatales no dan la existencia a las cosas, ni siquiera la existencia
jurídica. En ese sentido es en el se puede decir que las confesiones religiosas son
anteriores a su reconocimiento por el Estado, al margen de la necesidad de que el
ordenamiento estatal emplee una noción cierta de confesión religiosa, con las
dificultades que eso entraña para el ordenamiento de un Estado no confesional y la
consiguiente variedad de enfoques por parte de los distintos autores. Por lo que se
refiere a las entidades de estas confesiones, se les puede aplicar lo anterior en términos
generales: no es el ordenamiento estatal el que les da existencia, sino que suelen
tenerla ya en el ámbito interno del propio ordenamiento confesional. Es importante
tenerlo en cuenta porque, en caso contrario, se puede producir una visión dual un tanto
artificiosa: de una parte, la imagen de las confesiones religiosas y sus entidades con la
que el ordenamiento jurídico estatal funciona y, de otra, su verdadera realidad. No es
preciso señalar que, en todo caso, habrá instituciones jurídicas que sí que son creadas
ex novo por el legislador, a las que por tanto no les será aplicable lo que se acaba de
señalar, de tal modo que, para adquirir certeza sobre su naturaleza jurídica, bastará
atenerse a su propia configuración por parte del derecho positivo, pero no es el
supuesto que nos ocupa.
El reconocimiento de las entidades de las confesiones es, por otra parte, una cuestión
nuclear dentro de cualquier sistema de derecho eclesiástico; el motivo es que, en buena
medida, las confesiones religiosas llevan a cabo sus fines a través de estas entidades
religiosas -con las que no se pueden identificar pero cuya concreta existencia no se
concibe cabalmente al margen de las confesiones-. De ahí que la autonomía de que
gocen las entidades de las confesiones religiosas por parte del ordenamiento estatal
repercutirá muy directamente en la consideración y respeto hacia las confesiones de las
que se trate, en cuanto son, para el Estado, sujetos colectivos del derecho de libertad
religiosa, que posibilitan el real ejercicio de la libertad religiosa a los ciudadanos.
Las entidades religiosas menores están caracterizadas por dos notas que permiten al
ordenamiento estatal identificarlas como tales. Estas dos notas son su finalidad religiosa
y su eclesiasticidad. A dichas notas se dedican los siguientes dos subepígrafes.
Por otra parte, la clasificación que se hacía entre las distintas entidades católicas en
orden a su reconocimiento y capacidad civil respondía únicamente a un criterio
cronológico: las entidades presentes en España que existiesen en el ordenamiento
canónico en el momento de entrada en vigor del Concordato eran reconocidas sin
ninguna condición, mientras que a las entidades que fuesen erigidas o aprobadas por
las autoridades religiosas con posterioridad se les exigía la condición de que
comunicasen oficialmente su erección o aprobación a las autoridades españolas.
Nos vamos a ocupar ahora de cómo se prevé, por la legislación estatal española, la
adquisición de personalidad jurídica civil por parte de las entidades religiosas menores,
y qué normas deberán aplicarse a tales entidades cuando intervienen en el tráfico civil.
En virtud del art. I.3 del AJ, el Estado español reconoce la personalidad jurídica civil de
la CEE, ‘de conformidad con los estatutos aprobados por la Santa Sede’. Se trata, pues,
de un reconocimiento ‘ope legis’ de la personalidad jurídica civil de este órgano de la
Iglesia católica, que es una institución de carácter permanente constituida por la
asamblea de los obispos de España. Para tener personalidad civil, la CEE no está sujeta,
por tanto, ni a inscripción en el RER ni a previa notificación. Hay que tener en cuenta
que en el Código de Derecho Canónico (CIC) se prevé que las conferencias episcopales
gocen de personalidad jurídica canónica desde el momento que sean legítimamente
erigidas -c. 449, §2 CIC-, de modo que, en el caso de la regulación del AJ, aunque no se
expliciten más requisitos, se cumple el criterio según el cual para que una entidad de la
Iglesia goce de personalidad civil debe tener previamente personalidad canónica.
La CEE fue constituida en 1966. Sus primeros estatutos fueron aprobados por la
Asamblea Constituyente y ratificados por Pablo VI en el mismo año 1966; en 1977
recibieron el reconocimiento definitivo y, posteriormente, en 1989, la Asamblea Plenaria
de la CEE aprobó la modificación de algunos artículos que. Tras ser confirmados por la
Santa Sede en 1991. Finalmente, los estatutos fueron renovados en la LXXXII Asamblea
Plenaria en mayo de 2004 y confirmados por Decreto de la Congregación de Obispos de
21 de junio de 2005; esos mismos estatutos son los actualmente vigentes.
Conviene observar, no obstante, que el texto del AJ hace referencia únicamente a las
circunscripciones territoriales. Tras el CIC de 1983 será más correcto entender toda
circunscripción o entidad jurisdiccional de la Iglesia, también las que no respondan al
principio de la territorialidad, sino al de la personalidad. No abundamos en la temática
ya que es propia del derecho canónico y, en concreto, de la visión eclesiológica
propiciada en el Concilio Vaticano II, que ha incidido de forma importante en el ámbito
de la organización eclesiástica.
En segundo lugar, son instituciones que cuentan con una raigambre de cerca de mil
quinientos años en la vida de la Iglesia, y no muchos menos en su derecho positivo. Por
ello, y debido también a que son entidades que únicamente existen dentro de las
confesiones religiosas -no sólo dentro de la Iglesia católica-, es difícil que se planteen
dudas sobre su finalidad religiosa. Esto justifica una menor exigencia a la hora de
adquirir personalidad jurídica civil que en el supuesto de otras entidades de naturaleza
asociativa.
Una última precisión que es conveniente hacer en este momento para un adecuado
análisis de la legislación, es que allí donde el AJ se refiere al ‘correspondiente Registro
del Estado’ hay que entender la mención del RER, que, como es sabido, fue creado
posteriormente, en concreto por la LOLR en su art. 5 .
b) Los IVC que no tenían reconocida la personalidad jurídica civil o que se erigiesen en
el futuro la adquieren mediante la correspondiente inscripción en el RER. Para proceder
a la inscripción habrán de presentar la solicitud de los Superiores del IVC, acompañada
por documento auténtico, visado por la CEE, en el que consten los siguientes datos:
erección, fines, datos identificativos y órganos representativos, régimen de
funcionamiento y facultades de dichos órganos. Del tiempo verbal utilizado en el art. I.4
del AJ ‘adquirirán la personalidad jurídica civil’, ha de entenderse, por otra parte, que no
cabe discrecionalidad por parte de la Administración para rechazar la inscripción de la
entidad que presente correctamente la documentación que la norma le exige.
En este tipo de entidades religiosas menores vuelve a realizarse, en el art. I.4. del AJ y
su Disposición Transitoria 1.ª, la anterior división en orden a la adquisición de
personalidad civil:
e) La formación religiosa y moral de los fieles, por medio de instrumentos aptos para la
formación integral de la persona según los principios de la Iglesia católica.
h) Las labores de caridad evangélica, tanto espiritual como temporal, en la que hay que
entender incluidas las actividades benéfico-asistenciales institucionalizadas en servicio
especialmente de los más necesitados, siempre que los servicios se ofrezcan sin
contraprestación económica obligatoria.
En este epígrafe se trata de analizar cuáles son las normas aplicables a las entidades de
la Iglesia católica en su actuación en el tráfico jurídico civil. La disyuntiva está en si se
les aplican las normas de derecho canónico o las normas estatales.
Así pues -y para percibir el interés de conocer la norma que rija la capacidad de obrar
de la entidad religiosa- es preciso considerar la problemática que los controles
canónicos de enajenación de bienes eclesiásticos pueden suscitar en el ámbito civil. La
cuestión se plantea porque las personas jurídicas de la Iglesia católica tienen prohibido,
como principio general, enajenar sus bienes sin la debida licencia de la autoridad
eclesiástica correspondiente, salvo que se trate de los bienes que es preciso consumir o
vender para que no se pierdan. De ese modo, si se lleva a cabo la enajenación -
entendiendo por tal todo negocio jurídico del que la entidad pueda quedar en peor
condición económica- sin la prescrita autorización, la consecuencia jurídica en el
derecho canónico es la nulidad del negocio. La normativa canónica básica por la que se
rige, dentro del derecho patrimonial canónico, la licencia para enajenar -por ejemplo,
quién es la autoridad competente en cada caso, que dependerá del tipo de institución y
del valor económico del bien que se pretende enajenar- se encuentra en los cc. 1291 a
1298 y 639 y 640 del CIC.
Es preciso señalar que el AJ regula con bastante menos detalle la capacidad de obrar en
el ordenamiento estatal de las entidades católicas que la forma en que éstas adquieren
personalidad civil. De aquí que, en ocasiones, el tema suscite algún problema de
interpretación jurídica.
Por otra parte, no se hace mención especial de la capacidad de obrar de la CEE dado
que es una entidad orgánica de la Iglesia y que no recibe, con respecto a esta cuestión,
un tratamiento especial por parte de la normativa bilateral.
En este supuesto, por tanto, el derecho canónico goza de menor relevancia ante el
ordenamiento estatal que en el caso anterior. El motivo es que este régimen permite la
aplicación de la normativa canónica sólo cuando no resulte contraria a la normativa civil
que tenga carácter imperativo.
No significa este régimen, en cualquier caso, que el derecho canónico tenga una
absoluta irrelevancia ante el derecho estatal: las asociaciones religiosas, así
consideradas por el ordenamiento civil, pueden regirse por sus propios estatutos en lo
que éstos no se opongan a la legislación y en la medida en que gocen de publicidad por
estar incorporados al RER. Así pues, si los estatutos -como es de imaginar- recogen la
normativa canónica procedente, se puede decir que el derecho canónico cobra
relevancia y aplicación en la vida jurídica civil de estas entidades, si bien de modo
indirecto.
El art. 6 de la LOLR señala que “1. Las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas
inscritas tendrán plena autonomía y podrán establecer sus propias normas de
organización, régimen interno y régimen de su personal. En dichas normas, así como en
las que regulen las instituciones creadas por aquéllas para la realización de sus fines,
podrán incluir cláusulas de salvaguardia de su identidad religiosa y carácter propio, así
como del debido respeto a sus creencias, sin perjuicio del respeto de los derechos y
libertades reconocidos por la Constitución y en especial de los de libertad, igualdad y no
discriminación. 2. Las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas podrán crear y
fomentar, para la realización de sus fines, Asociaciones, Fundaciones e instituciones con
arreglo a las disposiciones del Ordenamiento jurídico general”.
No obstante, el art. 5.1 de esta misma Ley Orgánica prevé sólo la inscripción de las
entidades religiosas mayores en el RER: “Las Iglesias, Confesiones y Comunidades
religiosas y sus Federaciones gozarán de personalidad jurídica una vez inscritas en el
correspondiente Registro público, que se crea, a tal efecto, en el Ministerio de Justicia”.
Del análisis de estos dos preceptos de la LOLR se deduce que la inscripción de las
entidades religiosas menores en el RER no estaba prevista en su articulado. Parece
desprenderse, por el contrario, que la intención era la de que el reconocimiento y
régimen de esas entidades religiosas menores se reconduciese al derecho común, bien
de asociaciones o bien de fundaciones.
El extenso art. 3 de dicho Real Decreto de 1981 es el que se encarga de señalar cómo
se practicará la inscripción y los datos que es necesario aportar por parte de las
entidades solicitantes. Esta norma actúa -según dispone el nº 3 de ese artículo y según,
en cualquier caso, se hubiera podido deducir- como derecho supletorio de los acuerdos
o convenios de cooperación que se firmen. Por su parte, en los Acuerdos entre el Estado
español y la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE), la
Federación de Comunidades Israelitas (FCI) y la Comisión Islámica de España (CIE),
sólo se contiene una mención acerca de la certificación de los fines religiosos que deben
presentar las asociaciones religiosas de dichas confesiones para su inscripción en el
RER. Esta certificación, según los respectivos arts. I.3 de los tres Acuerdos, debe ser
expedida, respectivamente, por la Comisión Permanente de la FEREDE, por la Secretaría
General de la FCI y por la Federación de la Comunidad Islámica a la que pertenezca, de
conformidad con la CIE, o por la propia CIE si la Comunidad Islámica de la que se trate
no formase parte de ninguna Federación.
Respecto a su capacidad de obrar, se les aplicará el derecho del Estado, al igual que a
las asociaciones religiosas de la Iglesia católica. Asimismo, al regirse por sus propios
estatutos -y en la medida en que éstos no se opongan a la legislación estatal de
carácter imperativo, y que gocen de publicidad registral- el propio derecho confesional
podrá tener, indirectamente, una aplicación en el tráfico jurídico civil de estas
entidades.
Sin embargo, la LOLR, al crear el RER y señalar las entidades que pueden ser allí
inscritas (art. 5) no menciona a las fundaciones. Esta laguna ocasionaba dos problemas:
en primer lugar, es una normativa contradictoria con lo establecido en el AJ para las
fundaciones canónicas -en donde se prevé igual tratamiento que para las asociaciones
canónicas: reconducción a un régimen especial, posibilitado por la inscripción en el RER
y no reconducción al derecho común-. En segundo lugar, no queda claro lo que haya de
hacerse en el caso de las fundaciones religiosas de confesiones distintas a la católica.
A partir del siglo XVII, y especialmente del XVIII, la capacidad de la Iglesia para ser
titular de bienes comienza a ser cuestionada. A ello contribuyen factores de diverso
signo (políticos, teológicos, jurídicos), que tendrán una significación y un alcance
diferentes en cada Estado europeo. En los países que tras la Reforma protestante
permanecen fieles a Roma, la titularidad dominical de la Iglesia es atacada tanto por los
postulados regalistas como, más tarde, por las tesis liberales. Por lo que respecta a los
primeros, uno de los iura circa sacra que se van a atribuir los monarcas regalistas es el
ius dominii eminentis, en virtud del cual el soberano se consideraba propietario
eminente de todo el territorio bajo su soberanía, incluídos los bienes de la Iglesia, que
quedaban de esta forma sometidos a las necesidades de la Corona. En cuanto a las
corrientes liberales, baste recordar que la Revolución Francesa trajo consigo la
nacionalización del patrimonio eclesiástico y su posterior venta para atender las
necesidades del Estado, y que dicha práctica se extendería durante el siglo XIX a varios
países europeos.
En este contexto una de las finalidades principales del Concordato de 1851 será poner
fin a las prácticas desamortizadoras y garantizar la capacidad patrimonial de la Iglesia.
Así lo recogerá su artículo 41, en el que se afirmaba que “la Iglesia tendrá el derecho de
adquirir por cualquier título legítimo, y su propiedad en todo lo que posee ahora o
adquiriere en adelante será solemnemente respetada...”. Este derecho de la Iglesia
sería reiterado en el artículo 1 del convenio adicional al Concordato celebrado en 1859
como reacción a las prácticas desamortizadores impulsadas por Madoz durante el bienio
progresista.
Antes de terminar la etapa republicana esta Ley sería derogada por la de 2 de febrero
de 1939, que restableció la situación jurídica anterior a la Constitución de 9 de
diciembre de 1931 . Posteriormente, el artículo 4 del Concordato de 1953 recogió, en
la misma línea que el anterior de 1851, la plena capacidad de las entidades eclesiásticas
de adquirir, poseer y administrar toda clase de bienes.
Cuando las confesiones religiosas operan en el tráfico jurídico los actos patrimoniales
que realizan (compraventas, arrendamientos, renuncias de bienes, etc.) se someten a la
normativa del Estado. En el caso de la Iglesia católica, el propio Código de Derecho
canónico, en su canon 1290 , remite al Derecho estatal en materia de contratos.
Por causa pía se entiende toda disposición de bienes motivada por un fin piadoso o
caritativo para que se destinen al cumplimiento de los fines propios de la Iglesia. El
actual Código de Derecho canónico regula las causas pías en los cánones 1299 a 1310
. Una división básica de las mismas es la que distingue entre las eclesiásticas y las
laicales. En las primeras la disposición de bienes se realiza a favor de una persona
jurídica pública eclesiástica, mientras que las segundas son aquellas en que el
patrimonio adscrito al fin piadoso queda en manos de una persona física o de una
persona jurídica privada. Sin perjuicio de la distinción, tanto unas como otras se
encuentran bajo el poder de vigilancia del Ordinario del lugar, que es el encargado de
supervisar el cumplimiento del fin piadoso.
La disposición de bienes, como indica el canon 1299 , puede hacerse, tanto por actos
inter vivos como por actos mortis causa. En el primer caso se aplicará el régimen civil
de las donaciones, mientras que en el segundo caso se deberá acudir a las normas
testamentarias. La disposición puede adoptar diversas formas: fundación pía, fiducia,
donación modal, legado, y atribución indeterminada para sufragios y obras piadosas
(artículo 747 del Código Civil ). La más típica de ellas es la fundación pía, que se
encuentra regulada en el canon 1303 . Las fundaciones pías se dividen en autónomas,
que son un patrimonio con personalidad jurídica propia adscrito a un fin piadoso, y no
autónomas, que son un conjunto de bienes dados a una persona jurídica pública
eclesiástica para ser destinados a fines piadosos. Las fundaciones pías autónomas
podrán acceder al Registro de Entidades Religiosas del Ministerio de Justicia, conforme a
lo dispuesto en el Real Decreto 589/1984, de 8 de febrero, sobre fundaciones religiosas
de la Iglesia católica. En cambio, las no autónomas, al carecer de personalidad jurídica
propia en el ámbito canónico, no pueden ser inscritas en dicho Registro.
Dentro del género de las fundaciones pías se encuentran las capellanías, que son
fundaciones perpetuas hechas con la obligación aneja de cierto número de misas u otras
cargas espirituales en iglesia determinada, que debe cumplir el clérigo obtentor o
capellán en la forma prescrita por el instituyente (Mostaza). La mayor parte de la
normativa aplicable a estas entidades procede del siglo XIX y es de dudosa operatividad
en el momento actual a pesar de que no ha sido derogada expresamente. Ello da lugar
a una gran inseguridad jurídica que afecta principalmente a la titularidad de sus bienes.
Por el hecho de que los negocios jurídicos de las confesiones religiosas se regulen por la
normativa estatal salvo en los supuestos mencionados de las causas pías, no se debe
excluir la aplicabilidad de las normas confesionales en el tráfico jurídico. Se ha visto en
el epígrafe anterior que la capacidad de obrar de ciertas entidades eclesiásticas se
determina conforme a su propio Derecho. De ahí se sigue, como se advirtió, la
operatividad de los controles y restricciones a la capacidad de obrar existentes en el
Derecho canónico en la actividad patrimonial llevada a cabo por los entes de la Iglesia
católica.
Si una entidad eclesiástica enajena un bien sin obtener la preceptiva licencia, el acto
jurídico será nulo para el Derecho estatal. Así se declara en la sentencia del Tribunal
Supremo de 27 de febrero de 1997 , en la que se aplica el régimen de capacidad de
obrar de los entes eclesiásticos diseñado en el Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos con la
Santa Sede .
Bajo este enunciado se comprenden una serie de cosas de naturaleza religiosa: lugares
de culto, cementerios, archivos y bienes preciosos. Se habla, sin embargo, de bienes de
las confesiones religiosas porque el régimen jurídico de las cosas mencionadas se
configura, principalmente, en función del sujeto titular de las mismas. Un ejemplo muy
claro es el del cementerio; entre los cementerios públicos municipales y los cementerios
privados parroquiales existen significativas diferencias de régimen jurídico.
La disparidad de tratamiento no depende sólo de si la cosa pertenece a una entidad
religiosa o a una persona, física o jurídica, no religiosa. Las propias confesiones
religiosas son tratadas, respecto a sus cosas, de forma desigual: el régimen del templo
católico no coincide plenamente con el de los lugares de culto de las demás confesiones
religiosas con acuerdo. Y estas diferencias se acentúan mucho más en el caso de las
confesiones que carecen de acuerdo con el Estado. Aunque no es posible, ni
recomendable, una regulación unitaria para todos los lugares de culto, cementerios,
archivos y bienes preciosos de las distintas confesiones, en nuestro ordenamiento se
echa de menos una disciplina básica de las cosas religiosas de carácter objetivo, que
atienda a su destino y a su naturaleza, al margen del sujeto titular y de su signo
confesional.
3.2. Cementerios
Esta concepción del cementerio como un servicio público apenas tiene dos siglos de
tradición. Hasta el siglo XIX, con alguna excepción, los enterramientos se practicaban
en las propias iglesias o en sus alrededores, y los cementerios pertenecían a la Iglesia,
que ejercía en ellos su jurisdicción. Progresivamente, en un proceso que se inicia en el
siglo XVIII a raíz de distintas epidemias, las autoridades civiles asumen competencias
sobre los cementerios hasta llegar a su configuración pública actual.
Junto a esta cualidad pública de los cementerios, concurre en ellos un sentido religioso.
Para algunas confesiones el denominado culto a los muertos ocupa un lugar central en
sus doctrinas, y la gran mayoría de ellas otorgan una importante significación religiosa a
la inhumación de las personas fallecidas. La Iglesia católica considera los cementerios
lugares sagrados (canon 1205 del Código de Derecho canónico ), y acostumbra a
poseer sus propios recintos mortuorios. Otras confesiones, es el caso de los judíos y de
los musulmanes, también optan por tener sus propios cementerios; y si ello no fuera
posible, se les pueden reservar parcelas en los cementerios municipales (artículo 2.6 del
Acuerdo con la FCI y artículo 2.5 del Acuerdo con la CIE ). En todo caso, en los
cementerios públicos se respetarán y se podrán practicar los ritos religiosos de las
distintas confesiones (Ley 49/1978, de 3 de noviembre, de enterramientos en los
cementerios municipales, y artículo 2.1.b) de la Ley Orgánica de libertad religiosa ).
En todo cementerio, por tanto, confluyen una competencia pública, fundada en razones
de orden público, y una competencia religiosa, derivada del derecho fundamental de
libertad religiosa, cuyos ámbitos de actuación deben ser respetados (artículos 3 y 58
del Reglamento de Policía Sanitaria Mortuoria).
La gestión y explotación de los cementerios se rige por normas distintas en los públicos
y en los privados. Por lo que respecta a los cementerios parroquiales, debe destacarse
que los negocios jurídicos patrimoniales sobre las sepulturas se regulan por el Derecho
canónico particular de cada diócesis (sentencia de la Audiencia Provincial de Asturias de
28 de noviembre de 1997 y sentencia de la Audiencia Provincial de Cantabria de 6 de
noviembre de 2000).
3.3. Archivos
En nuestro Derecho histórico los archivos de la Iglesia católica han tenido una
importancia primordial hasta la creación del Registro Civil. Como se señala en la
sentencia del Tribunal Supremo de 4 de diciembre de 1998 ,
“antes de que se crearan en España los Registros Civiles por Ley 17 junio 1870, eran los
archivos parroquiales y los libros registrales que en ellos se contenían, los únicos que
ofrecían prueba documental sobre el estado civil de las personas a través de toda su
vida, determinativos de su bautismo, en donde se expresaba, no ya sólo el nombre y
fecha de nacimiento del bautizado, sino también el de los padres y padrinos, de su
matrimonio, si éste se había producido, con indicación de los datos de los contrayentes
y de las personas asistentes y, finalmente, del fallecimiento por medio de la
correspondiente licencia o “venia” para que fueran enterrados en lugar “santo”. Por eso,
esos libros parroquiales y, por ende, las correspondientes certificaciones de ellas
obtenidas, daban fe de algo tan importante como es el estado civil de las personas”.
Se consideran bienes preciosos, de acuerdo con el antiguo canon 1497 § 2 del Código
de Derecho canónico de 1917, “aquellos que tienen un valor notable por razón del arte
o de la historia o de la materia”. La calificación del bien como precioso no depende sólo
de su interés histórico-artístico, sino que también puede fundamentarse en su valor
religioso (veneración, devoción popular, etc.). La expresión valor notable es un
concepto jurídico indeterminado que ha carecido de una concreción precisa en el ámbito
canónico. Un tipo específico de bienes preciosos son las imágenes, que cuentan con un
régimen propio en los cánones 1188, 1189 y 1190 § 3 del Código de Derecho canónico
. También tienen singularidad propia las reliquias (canon 1190 ). La venta de
reliquias sagradas está prohibida; para la enajenación del resto de bienes preciosos es
necesario obtener licencia de la Santa Sede.
A este tipo de bienes, siempre que hayan sido declarados de interés cultural, se les
aplica el artículo 28.1 de la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico
Español : “Los bienes muebles declarados de interés cultural y los incluidos en el
Inventario General que estén en posesión de instituciones eclesiásticas, en cualquiera
de sus establecimientos o dependencias, no podrán transmitirse por título oneroso o
gratuito ni cederse a particulares ni a entidades mercantiles. Dichos bienes sólo podrán
ser enajenados o cedidos al Estado, a entidades de Derecho público o a otras
instituciones eclesiásticas”. Los bienes preciosos, si están destinados al culto mediante
dedicación o bendición, serán cosas sagradas (canon 1171 ).
Asimismo, el Derecho estatal maneja una categoría de bienes de carácter religioso que
no coincide plenamente con la de bienes preciosos ni con la de cosas sagradas. Se trata
de los llamados objetos de culto, cuya adquisición se declara no sujeta a tributo alguno
en el artículo III.c) del Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede, de 3 de enero
de 1979, sobre Asuntos Económicos . La concreción de qué bienes merecen la
calificación de objetos de culto se presta a la casuística. La interpretación más estricta
es aquella que otorga esa consideración a los bienes muebles que sólo pueden tener un
destino cultual. Así, en la Resolución de la Dirección General de Tributos de 14 de marzo
de 1988 (BOE de 23 de marzo de 1988), en contestación a una consulta vinculante, se
hace la siguiente enumeración: altares, sagrarios, cálices, copones, custodias, crucifijos,
imágenes, retablos, lámparas del Santísimo, candeleros, candelabros, bandejas de
comunión, incensarios, apagavelas, tecas, trípticos y otros análogos. También se ha
llegado a admitir (Instrucciones de la Dirección General de Tributos de 15 de marzo de
1989) que merecen esa calificación aquellos bienes destinados de hecho exclusivamente
al culto, aunque sean susceptibles de ser utilizados para otras actividades (campanas,
bancos de las iglesias, etc.). Por último, en sede doctrinal se ha sostenido que la noción
de objeto de culto no se limita a bienes muebles y ha de aplicarse también a bienes
inmuebles (Mier Menes, González del Valle).
Hasta la primera mitad del siglo XX una parte considerable de la doctrina jurídica, y lo
mismo hacían algunos textos legales, incluía los bienes de las confesiones religiosas, y
particularmente los lugares de culto, en el elenco de bienes demaniales. Los autores
actuales no acostumbran a plantearse la cuestión, y si lo hacen es para rechazar de
plano esa posibilidad. El principio de no confesionalidad (artículo 16.3 de la Constitución
) prohíbe cualquier tipo de confusión entre funciones públicas (estatales) y funciones
religiosas. Por ello las confesiones religiosas no forman parte de la Administración
estatal, no son personas jurídicas de Derecho público.
4.1. Inviolabilidad
En los acuerdos con las confesiones religiosas se recoge la inviolabilidad de los lugares
de culto (artículo I.5 del Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede, de 3 de
enero de 1979, sobre Asuntos Jurídicos ; artículo 2.2 del Acuerdo con la FEREDE ;
artículo 2.2 del Acuerdo con la FCI ; y artículo 2.2 del Acuerdo con la CIE ).
4.2. Urbanismo
4.3. Licencias
4.4. Expropiación
La expropiación de determinados bienes de las confesiones religiosas cuenta con un
régimen especial que se fundamenta en su destino y en la utilidad que prestan a los
ciudadanos. Tanto en el Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos con la Santa Sede (artículo
I.5) como los Acuerdos de 1992 con la FEREDE , la FCI y la CIE (artículo 2.3 en
los dos primeros y artículo 2.2 en el pacto con los musulmanes) se establece el derecho
de las confesiones a una audiencia previa en el caso de expropiación de lugares de
culto. No basta, pues, con cumplir el ordinario trámite de información pública previsto
en la Ley de Expropiación Forzosa (Ley de 16 de diciembre de 1954), seguido en su
caso de las alegaciones del administrado, sino que la Administración ha de realizar un
acto de audiencia expreso para la entidad religiosa correspondiente.
Aparte de la audiencia previa, a los lugares de culto de la Iglesia católica se les aplica lo
previsto en el artículo 23 del Reglamento de la Ley de Expropiación Forzosa (Decreto
de 26 de abril de 1957), a cuyo tenor el Jurado de Expropiación, antes de resolver
definitivamente sobre el justiprecio, dará audiencia por plazo de ocho días a la autoridad
eclesiástica manifestando la cuantía de la indemnización que se propone fijar. El origen
de esta disposición, que no aparece recogida en los Acuerdos vigentes, se encuentra en
el artículo XXII del antiguo Concordato de 1953.
4.5. Demolición
Los lugares de culto de las confesiones con acuerdo no pueden ser demolidos sin ser
previamente privados de su carácter sagrado (artículo I.5 del Acuerdo sobre Asuntos
Jurídicos con la Santa Sede ; artículo 2.4 de los Acuerdos con la FEREDE y con la
FCI , y artículo 2.2 del Acuerdo con la CIE ). No es necesario cumplir tal requisito si
concurren razones de urgencia o peligro.
4.6. Inalienabilidad
Con apoyo en los postulados del Derecho romano, ha sido tradicional en nuestro
ordenamiento la consideración de las cosas sagradas como res extra commercium. En
Roma las res sacrae se atribuían a los dioses y gozaban del estatuto de las res nullius.
Como derivación de este planteamiento se entendió que la sacralidad de un bien lo
colocaba bajo la jurisdicción de la Iglesia, por lo que el particular perdía toda potestad
sobre la cosa sagrada, que no podía ser objeto de negocios jurídicos mientras no fuera
privada de su carácter sacro. Sin embargo, en este punto el Derecho canónico no acogió
las tesis romanistas y adoptó la posición del Derecho germánico, que pone el acento
sobre la vinculación del bien a un destino concreto.
“una cosa es que semejantes Ermitas o Capillas por razón del culto que en ellas se
practique estén sujetas a la jurisdicción eclesiástica y otra muy distinta, en absoluto, la
propiedad territorial de aquéllas, es decir el dominio sobre el suelo en que se edificaron
y sobre el vuelo de las construcciones que las integran”.
Incluso, junto a las potestades confesionales y privadas puede concurrir una potestad
pública que afecte a la alienabilidad del bien; sería el caso de aquellos bienes declarados
de interés cultural.
4.7. Inembargabilidad
La titularidad registral del bien debe corresponder a una entidad religiosa concreta. Por
lo que respecta a la Iglesia católica, así ha sido señalado por la Dirección General de los
Registros y del Notariado en su resolución de 14 de diciembre de 1999 :
“Por lo que se refiere a la capacidad de la Iglesia Católica para adquirir bienes de todas
clases, ha de regir lo concordado entre aquélla y el Estado (artículo 38, párrafo
segundo, del Código Civil ). Esta norma presupone la personalidad jurídica de la
Iglesia, como una realidad previa (cfr., también, el artículo 16.3 de la Constitución ).
Ahora bien, ello no significa que puedan inscribirse en el Registro de la Propiedad bienes
a nombre de la “Iglesia Católica”, sin más especificaciones, pues se trata ésta de una
expresión que se emplea para referirse compendiosamente a todas las diferentes
entidades eclesiásticas (tanto a la Santa Sede, diócesis, parroquias, Conferencia
Episcopal Española y circunscripciones territoriales propias de la organización jerárquica
de la Iglesia, como a las órdenes, congregaciones, fundaciones, asociaciones y otras
entidades nacidas en el seno de la Iglesia Católica, pero que no forman parte de la
organización territorial de ésta)... Por otra parte, y con independencia de las previsiones
que, a efectos internos, se contienen en la normativa canónica respecto a la
personalidad jurídica y capacidad de adquirir bienes que se atribuye a la “Iglesia
Católica” no es menos cierto que, en el orden civil, no resulta indiferente cuál sea la
concreta persona jurídica eclesiástica que haya adquirido el bien de que se trate, lo que
tendrá relevancia, también a efectos civiles, a la hora de cumplir los requisitos que para
disponer del mismo establece la legislación canónica”.
Por tanto, aunque en el canon 113 del Código de Derecho canónico se dice que la
Iglesia católica es una persona moral por la misma ordenación divina, y en el canon
1254 se hace referencia a su capacidad de adquirir, retener, administrar y enajenar
bienes temporales, no pueden inscribirse bienes en el Registro a nombre de la Iglesia
católica sin especificar a qué concreta entidad eclesiástica pertenecen.
1. Referencias históricas
Durante toda la Edad Media y, sobre todo, la Edad Moderna nada se legisló sobre los
bienes de la Iglesia ni sobre los donativos que recibía. En pleno periodo absolutista, el 2
de enero de 1753 se firmó el Concordato entre el Estado español y la Santa Sede. Hasta
este momento histórico la Iglesia católica no tenía estrictamente hablando problemas
financieros. De un lado, su abundante patrimonio inmobiliario que recibía a través de
donaciones, y de otro, su propio sistema tributario basado en los diezmos y las
primicias, le permitían mantenerse por sí misma, sin necesidad de solicitar ayuda
financiera del Estado.
Con la Revolución Francesa, se inicia una nueva etapa de las relaciones Iglesia-Estado.
España no será una excepción. A lo largo del siglo XVIII y, sobre todo del siglo XIX, se
dictan una serie de leyes desamortizadoras con las que la Iglesia perderá buena parte
de su patrimonio.
Iniciada la guerra civil española, toda esperanza de arreglo queda disipada y habrá que
esperar a la Ley de 9 de noviembre de 1939 donde se restablece el presupuesto de
obligaciones eclesiásticas con las mismas dotaciones que las fijadas en la Constitución
de 1876 . Indudablemente estas dotaciones estaban desfasadas por lo que se hace
necesaria, ya desde la confesionalidad del Estado, la negociación de un nuevo
Concordato.
Con este fin, se firman dos convenios el 16 de julio y el 8 de diciembre de 1946 entre la
Santa Sede y el Gobierno español para la provisión de beneficios no consistoriales y
sobre Seminarios y Universidades de estudios eclesiásticos, respectivamente. El 5 de
agosto de 1950 se firma el Convenio sobre la Jurisdicción Castrense y la Asistencia
Religiosa a las Fuerzas Armadas. El 6 de abril de 1951 se hizo la presentación del
“anteproyecto oficial” de Concordato. Dos años después, el 27 de agosto de 1953, se
firma el Concordato y se restablecen las relaciones Iglesia-Estado.
Los nuevos títulos no llegaron a expresarse de forma clara en el Preámbulo del Acuerdo
Económico, lo que provocó cierta discrepancia doctrinal sobre el fundamento de las
relaciones actuales de cooperación entre la Iglesia y el Estado. El artículo II, apartado 1
del Acuerdo Económico estableció que “el Estado se compromete a colaborar con la
Iglesia Católica en la consecución de su adecuado sostenimiento económico, con respeto
absoluto del principio de libertad religiosa”. De esta forma, se replanteó si lo que
realmente había cambiado era el fundamento de la cooperación; si era el sistema de
colaboración o, si por el contrario, lo único que debía alterarse era la cuantía de la
colaboración.
Por otra parte, las relaciones de cooperación que deben mantener Iglesia y Estado
aparecen en la Constitución como un concepto genérico, indeterminado, sin marcar
claramente cuáles son los límites que se deben establecer. Y el problema surgirá al
tratar de determinar el alcance del concepto de cooperación. La doctrina se plantea
hasta dónde puede extenderse la colaboración entre el Estado y la Iglesia dentro de un
Estado aconfesional, que debe respetar los principios de libertad e igualdad religiosa.
Así las cosas, para unos autores la cooperación puede revestir multitud de formas,
siendo la económica una más entre ellas. Para otros, dentro de las posibilidades
ofrecidas, el Estado se compromete a cooperar económicamente con el “adecuado”
sostenimiento de la Iglesia. En fin, otros sin desconocer el fundamento constitucional
del principio de libertad religiosa, entienden que es la obra social y benéfica que lleva a
cabo la Iglesia lo que la hace acreedora de la colaboración estatal. En cualquier caso,
estos argumentos combinables entre sí, demuestran la necesidad de colaboración
económica del Estado, no sólo respecto de los fines propiamente religiosos, sino
también respecto de los fines asistenciales, benéficos y docentes de la Iglesia.
En cualquier caso, las necesidades religiosas que la sociedad española demanda no han
desaparecido y de igual forma, la labor social que la Iglesia realiza necesita de la
cooperación entre el Estado y la Iglesia que, en sentido amplio, quedó
constitucionalizada en el artículo 16, apartado 3 de la Constitución española, según el
cual “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad
española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia
católica y las demás confesiones”. Y en el mismo sentido, en el artículo 9.2 de la
Constitución , se dispone que “corresponde a los poderes públicos promover las
condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se
integran sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su
plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política,
económica, cultural y social”.
3. Financiación Directa
3.1.1. Planteamiento
Ahora bien, antes de entrar en el estudio de las etapas previstas, es necesario precisar
dos conceptos fundamentales -dotación y financiación- para una mejor comprensión del
sistema establecido. Por dotación debe entenderse la transferencia de una determinada
cantidad de dinero por el Estado a la Iglesia para así dar cobertura a los gastos de la
misma. En cambio, la financiación es un concepto más amplio y susceptible de distintas
interpretaciones, es el sistema que articula la ordenación económica de toda actividad
eterna de la Iglesia, con independencia de la actividad de que se trate y de la forma
jurídica en que se articule.
La primera fase prolonga el sistema del Concordato de 1953; esto es, la dotación
presupuestaria. Consiste en la entrega de una cantidad de dinero, global, anual y única
que se distribuye entre las diócesis para el mantenimiento de obispos, sacerdotes y
religiosos así como para el pago de sus cuotas de la Seguridad Social. Las cantidades
que se entregan por este concepto se aplican a los fines de culto de la Iglesia, no a los
meramente benéficos o asistenciales.
De esta forma, el Estado entrega a la Conferencia Episcopal una cantidad anual que
distribuye entre las diócesis, según las necesidades de cada una y que se actualizan
todos los años.
En esta fase, la Iglesia estaba obligada a presentar anualmente una Memoria en la que
justificará en qué se gastó la dotación entregada y se especificarán cuáles serían las
previsiones de gastos para el año siguiente con la finalidad de ayudar a la actualización
de la dotación
La segunda fase -iniciada en 1988- combina una dotación global y única que el Estado
entrega a la Iglesia con cargo a los Presupuestos Generales del Estado y una cantidad
que la Iglesia recibe como “asignación” de los contribuyentes -católicos o no- a través
de la afectación del 0,5239 de la cuota tributaria del Impuesto sobre la Renta de las
Personas Físicas. Este sistema que se estableció en la disposición adicional 5ª de la Ley
33/1987, de 23 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado, atribuye las
cantidades no asignadas a la Iglesia a otros fines. Y, el artículo 2 del Real Decreto
825/1988, de 15 de julio , precisó que se trataban de “otros fines de interés social”,
lo que provocó críticas al contraponer los fines religiosos de la Iglesia católica y otros
fines sociales. En concreto se considera como fines de interés social, a los efectos de la
asignación tributaria, “los programas de cooperación y voluntariado sociales
desarrollados por la Cruz Roja Española y otras Organizaciones no gubernamentales y
entidades sociales, siempre que tengan ámbito estatal y carezcan de fin de lucro,
dirigidos a ancianos, disminuidos físicos, psíquicos o sensoriales, personas incapacitadas
para el trabajo o incursos en toxicomanía o drogodependencia, marginados sociales y,
en general, a actividades de solidaridad social ante situaciones de necesidad. Asimismo,
tendrán la consideración de fines de interés social los programas y proyectos que las
mencionadas organizaciones realicen en el campo de la cooperación internacional al
desarrollo en favor de las poblaciones más necesitadas de los países subdesarrollados”.
Esta situación se prorrogará en las Leyes de Presupuestos de los años sucesivos hasta
la Ley 21/1993, de 29 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1994,
que eleva a definitivas las cantidades entregadas a cuenta en los ejercicios de 1991,
1992 y 1993. En la práctica supuso la regularización de la situación económica de los
años anteriores, condonando las cantidades debidas por la Iglesia católica, ya que lo
que habían recibido por la asignación tributaria de los contribuyentes era inferior a las
cantidades entregadas mensualmente por el Estado.
Y además, se estableció que la aplicación del sistema no podría dar lugar a la entrega
de una cantidad superior a 24.000.000.000 de pesetas ni a una cantidad inferior a la
resultante de la actualización de las entregas mensuales que, en concepto de pagos a
cuenta de la asignación tributaria, se hubieran determinado en la Ley de Presupuestos
del ejercicio precedente. Y se estableció un sistema similar, con un máximo de
19.000.000.000 de pesetas, para otros fines sociales.
Así se mantuvo hasta que se completaron las cantidades que la Iglesia católica tenía
garantizadas para el ejercicio de 2007, última prórroga del sistema vigente.
Por otra parte, esta modificación en el sistema de asignación tributaria es sólo una parte
del cambio que debe seguir el sistema de financiación de la Iglesia Católica en su
conjunto. El objetivo último es la autofinanciación de la Iglesia y, para ello, es
imprescindible desarrollar acciones encaminadas a concienciar a los católicos de que las
necesidades económicas son superiores a los fondos obtenidos a través del IRPF, por lo
que es fundamental conseguir el compromiso de los fieles en el sostenimiento
económico de la actividad pastoral, evangelizadora y benéfica de la Iglesia.
3.1.5. Autofinanciación
En las Leyes 24, 25 y 26/1992, de 10 de noviembre, por las que se aprueba el Acuerdo
de Cooperación del Estado con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de
España (FEREDE), con la Federación de Comunidades Israelitas (FCI) y con la Comisión
Islámica de España (CIE) no se contempla la financiación directa. Se argumenta que
ésta situación estuvo motivada, por un lado, porque las confesiones religiosas no
quisieron ya que la cantidad que recibirían por éste concepto era pequeña teniendo en
cuenta el número de miembros existentes en estas confesiones a cambio de un fuerte
control estatal y, por otro lado, porque se entendía que el régimen de financiación
directa para la Iglesia católica era transitorio; tenía como fin la mentalización de los
católicos en la financiación de la Iglesia, mentalización que no era necesaria en el caso
de los judíos, protestantes y musulmanes.
Además, las confesiones religiosas –con Acuerdos firmados con el Estado- pueden
recabar libremente de sus fieles prestaciones, organizar colectas públicas y recibir
ofrendas y liberalidades de uso. Y los donativos recibidos por las confesiones religiosas
serán objeto –como estudiaremos más adelante- de un tratamiento tributario favorable.
4. La financiación indirecta
4.1. Introducción
Por otro lado, el principio general sobre financiación indirecta –establecido en el artículo
7.2 de la LOLR y desarrollado en los Acuerdos de 1992- es el mismo que para la Iglesia
católica, es decir, las confesiones religiosas disfrutarán de una serie de beneficios
fiscales. En todos los casos, estos beneficios aparecen mencionados en los Acuerdos, y
después se desarrollan en la ley del impuesto a qué hace referencia.
Y en el estudio hay que tener en cuenta que tanto en el Acuerdo Económico con la
Iglesia católica, como en los Acuerdos con las confesiones religiosas, se establecen dos
niveles de exenciones: el primero, que corresponde a las entidades que forman parte de
la estructura propia de la iglesia, confesión o comunidad religiosa; y otro nivel, el de las
entidades por aquellas constituidas que tienen fines asistenciales, benéficos o docentes,
a las que se conceden las exenciones propias de los entes sin fin de lucro contemplados
en la Ley 49/2002, de 23 de diciembre, de Régimen Fiscal de las Entidades sin Fines
Lucrativos y de los Incentivos Fiscales al Mecenazgo.
En el artículo IV.1. B) del Acuerdo Económico se articula la exención del Impuesto sobre
Actividades Económicas y del Impuesto sobre el Valor Añadido. Respecto del primero,
todas las actividades económicas realizadas por las entidades eclesiásticas estarán
sujetas a tributación, salvo las actividades religiosas propias del apostolado que estarán
no sujetas en virtud del artículo III del Acuerdo o las actividades benéficas o
asistenciales que estarán exentas en virtud de la asimilación que el artículo V del
Acuerdo realiza con las entidades sin fines de lucro de la Ley 49/2002, de 23 de
diciembre, de Régimen Fiscal de las Entidades sin Fines Lucrativos y de los Incentivos
Fiscales al Mecenazgo.
Respecto del segundo, las entidades eclesiásticas serán sujetos pasivos del Impuesto
sobre el Valor Añadido, siempre que realicen actividades empresariales, con carácter
habitual u ocasional. Por el contrario, estarán exentas del citado Impuesto cuando
realicen actividades a título gratuito, produciéndose una situación paradójica derivada
de la propia mecánica del Impuesto, es decir, las entidades eclesiásticas soportarán el
IVA de las adquisiciones de bienes o prestaciones de servicios que realicen pero no
podrán, en un momento posterior, repercutir en los verdaderos destinatarios de los
bienes y servicios, por lo que se convertirán en consumidores finales y, quedarán
perjudicadas, ya que no podrán obtener la devolución del IVA soportado.
Pero, sin duda, el principal problema se planteaba respecto de la exención del Impuesto
sobre el Valor Añadido en la entrega de bienes inmuebles a la Iglesia católica, ya que
está exención no está contemplada en la VI Directiva Comunitaria, lo que provocó
reiteradas quejas de la Comisión de las Comunidades Europeas hacia la delegación
española considerando que, a pesar del carácter de Tratado internacional del Acuerdo
Económico, no se podía mantener la vigencia de la Orden Ministerial de 29 de febrero
de 1988 que aclara el alcance de la exención. Por este motivo, en el Canje de Notas
entre el Estado español y la Nunciatura Apostólica, se comunicó que la Iglesia católica
quedaba sujeta y no exenta del IVA en las entregas de bienes inmuebles.
Por otra parte, en virtud del citado artículo, las entidades eclesiásticas resultan exentas
del Impuesto sobre Sociedades, siempre y cuando los rendimientos no procedan del
ejercicio de explotaciones económicas, de rendimientos derivados de su patrimonio,
cuando su uso se halle cedido a terceros, de ganancias de capital o de rendimientos
sometidos a retención en la fuente por impuestos sobre la renta. Es decir, la exención
se extiende exclusivamente a los rendimientos que procedan directa o indirectamente
de las actividades que constituyen el objeto social o finalidad específica de la entidad
eclesiástica de que se trate.
Y, por último, en virtud del citado artículo las entidades eclesiásticas se encuentran
exentas del Impuesto sobre Construcciones, Instalaciones y Obras, tal y como dispone
la Orden de 5 de junio de 2001.
El artículo IV.1.D) del Acuerdo Económico declara que la Iglesia católica está exenta
del pago de contribuciones especiales tanto de los bienes inmuebles como de las
dependencias anejas a dichos inmuebles cuando estén destinadas a las mismas
actividades pastorales, y de la Tasa de Equivalencia. La Tasa se ha convertido en el
Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana del que
resulta igualmente exenta. Así lo confirma la sentencia del Tribunal Supremo de 16 de
junio de 2000 .
Entre los supuestos de tributación, las entidades eclesiásticas están sujetas al pago de
las tasas por los servicios prestados por el Estado, las Comunidades Autónomas y los
Ayuntamientos; y por los supuestos que se excluyen del Impuesto sobre Sociedades,
esto es, por los rendimientos derivados del ejercicio de su objeto social, por los
rendimientos procedentes de la cesión de elementos patrimoniales (mobiliarios e
inmobiliarios) y por los incrementos de patrimonio a título oneroso derivados tanto de
adquisiciones como de transmisiones.
Asimismo, las cantidades que reciben los sacerdotes por el desempeño de sus funciones
se consideran rendimientos del trabajo sujetos a tributación en el Impuesto sobre la
Renta de las Personas Físicas.
El artículo IV.2 del Acuerdo Económico declara la deducción de una cantidad de la cuota
tributaria de las cantidades donadas a las entidades eclesiásticas que se destinen al
culto, a la sustentación del clero, al sagrado apostolado y al ejercicio de la caridad. Y en
el mismo sentido, los artículos 11 de las Leyes 24, 25 y 26/1992, de 10 de noviembre
se refieren a la posibilidad de deducciones por donaciones a las confesiones. En ambos
casos, el beneficio afecta a la persona física que realiza el donativo al suponerle una
deducción del IRPF, o a la persona jurídica en el Impuesto de Sociedades.
Por último, entre los beneficios fiscales concedidos, el artículo V del Acuerdo Económico,
destaca la equiparación que se hace de las entidades benéficas y asistenciales de la
Iglesia católica con las entidades sin fines de lucro y las entidades benéficas privadas
reguladas en la Ley 49/2002, de 23 de diciembre, de Régimen Fiscal de las Entidades
sin Fines Lucrativos y de los Incentivos Fiscales al Mecenazgo. Los artículos 11 de los
Acuerdos de 1992 destacan que las asociaciones y entidades creadas y gestionadas por
las Iglesias pertenecientes a la FEREDE, FCI y la CIE y que se dediquen a actividades
religiosas, benéfico-docentes, médicas y hospitalarias o de asistencia social, tendrán
derecho a los beneficios fiscales que el ordenamiento jurídico-tributario del Estado
prevea en cada momento para las entidades sin fin de lucro y, en todo caso, a los que
se concedan a las entidades benéficas privadas. Y las disposiciones adicionales 8ª y 9ª
de la Ley 49/2002, de 23 de diciembre, establecen la misma equiparación.
Acreditados los extremos señalados, las entidades benéficas estarán exentas del
Impuesto sobre Sociedades, con las mismas limitaciones que las señaladas para las
entidades religiosas; del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones y sobre
Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados.
A nivel local, las entidades benéficas estarán exentas del Impuesto sobre Bienes
Inmuebles y del Impuesto sobre Actividades Económicas para los que se establecen un
procedimiento común de solicitud de la exención. Asimismo resultarán exentas respecto
del Impuesto Municipal sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza
Urbana. Sin embargo, a diferencia de las entidades del artículo IV, no estarán exentas
del pago de contribuciones especiales.
Igualmente, los donativos realizados por las personas físicas o jurídicas a las
mencionadas entidades serán objeto de deducción, en los mismos porcentajes
señalados, en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas o en el Impuesto sobre
Sociedades, respectivamente.
1. A modo de introducción: patrimonio cultural y confesiones religiosas
El concepto de bien cultural se ha utilizado por primera vez, con carácter internacional,
en la Convención de La Haya de 1954.
Los bienes culturales han estado, y siguen estándolo hoy, muchas veces vinculados a
las diferentes confesiones religiosas, tanto en lo que supone, originariamente, su
creación como, en la actualidad, su posesión y su posible uso.
La Iglesia católica tiene, en este sentido una importancia muy relevante tanto en la
concreción como en la posesión y el uso de bienes culturales en España. Ello es, en
definitiva, significativa expresión del papel que esta confesión religiosa ha tenido tanto
en la historia, con la consiguiente incidencia en el orden patrimonial (MARTÍNEZ
BLANCO, A.: Derecho Eclesiástico del Estado, vol. II. Tecnos. Madrid, 1993. Págs. 155-
164), como en la realidad actual hispana (PRESAS, Págs.. 67-73).
Por otra parte cabe vincular un buen número de bienes culturales de España con otras
confesiones, en lo que se refiere a su origen; así, el islamismo y el judaísmo cuentan
con una historia propia, en el conjunto de la española, que se ha concretado en bienes
culturales de indudable valor. Pero, aún siendo así, no sucede lo mismo en lo que se
refiere a su posesión y uso, situación que ha de vincularse directamente con los muchos
años en los que el catolicismo fue religión única del Estado español.
“Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la
igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas;
remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de
todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.
De este modo el Estado contrae una obligación en orden a procurar que los ciudadanos,
de forma individual o en grupo, se encuentren en las condiciones idóneas para participar
plenamente en la vida cultural.
Art. 16.1 : “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y
las comunidades sin mas limitaciones en sus manifestaciones que la necesaria para el
mantenimiento del orden público protegido por la ley”.
Ese acceso a la cultura, del que aquí se trata, no excluye a nadie. Con independencia de
quien sea la propiedad de un determinado bien cultural, o su posible función o uso, con
respecto quien quiera debe poder acceder a ese bien, teniendo en cuenta su
reconocimiento cultural. Este entendimiento de la cultura como algo a lo que todos
podemos acceder, tanto si se valora, por parte de cada cual, desde su posible sentido
religioso como no, es justificación principal a la hora de que el Estado se obligue a
proteger y promover dicho tipo de bienes.
El hecho de que en el art. 2.1 de esta ley se disponga que el “Estado protegerá dichos
bienes frente a la exportación ilícita y la expoliación” ha de entenderse como una
medida básica a la hora de plantearse la conservación del patrimonio. Se limitan, a nivel
general, de este modo, los límites de una posible propiedad, en base al valor social de lo
que se pretende amparar.
Tiene una especial importancia, entre lo contenido en esta Ley, la consideración de una
determinada categoría especial para una parte del Patrimonio Histórico que es el
reconocimiento, mediante declaración expresa, de “bienes de interés cultural”; se
concreta su caracterización en el título I, que trata, precisamente, “De la Declaración de
bienes de interés cultural”.
El título II se ocupa “de los bienes inmuebles”; el III , “de los bienes muebles”; el
IV , “sobre la protección de los bienes muebles e inmuebles”; el V , “del patrimonio
arqueológico”; el VI , “del patrimonio etnográfico”; el VII , “del patrimonio
documental y bibliográfico y de los archivos, bibliotecas y museos”; el VIII , “de las
medidas de fomento”; y el IX , “de las infracciones administrativas y sus sanciones”.
Una serie de disposiciones – unas adicionales, otras transitorias y una, última,
derogatoria- completan.
Cuando se trata de las medidas de fomento cabe tipificar las ayudas correspondientes:
unas como directas y otras, como indirectas. Han de valorarse entre las directas tanto el
acceso preferente al crédito oficial como las subvenciones. En tanto se comprenden
como indirectas, las exenciones fiscales y las desgravaciones de las inversiones.
La disposición transitoria quinta dispone: “En los diez años siguientes a la entrada en
vigor de esta Ley, lo dispuesto en el artículo 28.1 de la misma se entenderá referido a
los bienes muebles integrantes del Patrimonio Histórico Español en posesión de las
instituciones eclesiásticas”.
Tal como señala el profesor Llamazares esta disposición “plantea el problema de qué
pasa con los bienes muebles que todavía no están inventariados cuando ya han pasado
los diez años previstos, ¿no les afecta la prohibición aunque formen parte del Patrimonio
Histórico Español?; de hecho, no se ha prorrogado el tiempo previsto en la transitoria,
de modo que, con arreglo al Derecho vigente, nada se opone a su libre enajenación”
(LLAMAZARES FERNÁNDEZ, D.: Derecho de la Libertad de Conciencia II. Libertad de
conciencia, identidad personal y derecho de asociación. Civitas. Madrid, 1999, pág.
167).
Entre la normativa estatal posterior a la Ley 16/1985 vinculable a esta temática cabe
tener en cuenta tanto el Real Decreto de 10 de enero de 1986 – desde el que se
desarrolla parcialmente la citada ley- como el también Real Decreto de 21 de enero de
1994, modificando el anterior teniendo en cuenta distintos recursos de
inconstitucionalidad interpuestos desde distintas Comunidades Autónomas.
Dada la posible relación entre los bienes culturales de las confesiones religiosas y las
fundaciones ha de tenerse en cuenta lo promulgado en la Ley 30/1994, de 24 de
noviembre de fundaciones y de incentivos fiscales a la participación privada en
actividades de interés general (ROJO, Págs.. 81-83), así como lo contenido en la Ley
Orgánica 1/2002, de 22 de Marzo, reguladora del Derecho de Asociación .
Tal como se ha indicado, “en estas leyes los bienes eclesiásticos quedan sometidos a la
disciplina común del Patrimonio de titularidad privada pero en algunas de ellas se
reconoce expresamente la peculiaridad de los fines religiosos inherentes a los bienes
culturales destinados al culto religioso (arts. 12.1d y 29.1 Ley País Vasco) y, en
otras se prevé la colaboración entre la Iglesia y la Administración (Disposición Adicional
de la Ley de Castilla-La Mancha ), asignando a una Comisión Mixta la tarea de
establecer el marco de coordinación y colaboración entre ambas instituciones para
elaborar planos de intervención conjunta (en este sentido el art. 4 de la Ley Catalana
y el 5 de la Ley de Galicia ” (ALDANONDO, Págs. 278-279).
Se valoran así, en el Libro II- que trata “Del pueblo de Dios”-, concretamente en su
título III -”De la ordenación interna de las iglesias particulares”, las cuestiones relativas
a los archivos. Y, de manera específica, se dispone:
En el supuesto de que los bienes de que se trate tengan un valor inferior al mínimo
citado “se procederá, a tenor de los estatutos de la persona jurídica, sin necesidad de
intervención de superior autoridad eclesiástica” (VERA, ibídem).
“a) Si se trata de persona jurídica no sujeta al obispo diocesano, será éste autoridad
competente para otorgar la licencia la que establezcan los estatutos.
Cuando se valoren bienes que tienen un valor superior al máximo fijado desde la
Conferencia Episcopal se requiere, para hacer una enajenación válida, “la licencia de la
Santa Sede, además de la del obispo diocesano con el consentimiento del Consejo de
asuntos económicos, del Colegio de consultores y de los interesados” (VERA, ibídem).
A la hora de considerar los asuntos culturales, desde el plano de los Acuerdos entre el
Estado Español y la Santa Sede de 1970, debe de tenerse en cuenta, en principio, que
si bien existe un texto específico dedicado a “Enseñanza y Asuntos Culturales” se cuenta
con otros documentos acordados – todos ellos fechados el 3 de enero de 1979 - que
encuadran, ya en el marco jurídico ya en el económico, lo recogido en aquel.
En este mismo sentido debe de tenerse en cuenta que, aún cuando este Acuerdo no
vincula a los bienes pertenecientes a la estructura orgánica y jurisdiccional de la Iglesia
católica a la aplicación de la legislación canónica la doctrina tiende a reconocer “la
eficacia de las normas canónicas enajenatorias en relación a estas entidades”
(ALDANONDO, pág. 259).
Así mismo tienen una relación muy directa con la conservación del Patrimonio artístico
lo que se dice, dentro de este mismo art. I en sus apartados 5 y 6 , que tratan,
respectivamente, de los lugares de culto y de los archivos:
Art. 1.5 “Los lugares de culto tienen garantizada su inviolabilidad con arreglo a las
Leyes. No podrán ser demolidos sin ser previamente privados de su carácter sagrado.
En caso de su expropiación forzosa, será antes oída la autoridad eclesiástica
competente”.
Art. 1.6. “El Estado respeta y protege la inviolabilidad de los archivos, registros y demás
documentos pertenecientes a la Conferencia Episcopal Española, a las Curias
episcopales, a las Curias de los superiores mayores de las Órdenes y Congregaciones
religiosas, a las parroquias y otras instituciones y entidades eclesiásticas”.
Existe, así mismo, una relación muy directa entre la protección del Patrimonio cultural
de la Iglesia católica y lo que se asume en el acuerdo de Asuntos Económicos. El propio
hecho de que “La Iglesia Católica puede libremente recabar de sus fieles prestaciones,
organizar colectas públicas y recibir limosnas y oblaciones” (Art. I ) le otorga a ésta la
vía más adecuada de que pueda, desde su propia recaudación, ocuparse de su
patrimonio.
El Estado colabora, además, económicamente con la Iglesia católica, no solo por medio
de una determinada asignación anual (Art. II ), que aún se mantiene, sino también,
acordando con la Santa Sede (Art. III ), que “no estarán sujetas a los impuestos
sobre la renta o sobre el gasto o consumo, según proceda” c) La adquisición de objetos
destinados al culto”, algo que, indirectamente contribuye a que pueda enriquecerse más
fácilmente el patrimonio cultural de la Iglesia católica.
A estos efectos, y a cualesquiera otros relacionados con dicho patrimonio, se creará una
Comisión Mixta en el plazo máximo de un año a partir de la fecha de entrada en vigor
en España el presente Acuerdo”.
Existen en este artículo dos aspectos que merecen ser subrayados. Por una parte el
hecho de que la Iglesia católica se compromete a facilitar el disfrute social de unos
bienes que están en su posesión. Por otra, tiene una singular importancia, como única
disposición jurídicamente vinculante que encierra este artículo, la previsión de una
Comisión Mixta (MOTILLA, Págs. 109-110).
Será la Comisión Mixta, creada mediante este Acuerdo, la que apruebe en 1980 el
“Documento relativo al marco jurídico de actuación mixta Iglesia - Estado sobre
Patrimonio Histórico- Artístico”; se ha señalado que, “en cuanto a su naturaleza jurídica
no guarda ni las normas de los Acuerdos con la Santa Sede, ni lo determinado por el
artículo 7 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa , por lo que podría asimilarse a los
Reglamentos. Además hay otro inconveniente en este supuesto para calificarlo, y es que
no tuvo una publicación en los medios oficiales (GOTI ORDEÑANA, J.: Sistema de
Derecho Eclesiástico del Estado. Zarauz, 1994, pág. 728).
“Expreso reconocimiento por parte del Estado de los derechos de que son titulares las
personas jurídicas sobre los bienes que integran el Patrimonio Cultural”.
Art. 19 : “En la misma forma se inscribirán los bienes que pertenezcan a la Iglesia o a
las Entidades eclesiásticas, o se les devuelvan, y deban quedar amortizadas en su
poder”. Se refiere a “la misma forma dispuesta en los artículos anteriores para los
bienes del Estado”. (GONZALEZ DEL VALLE, J. M.: Derecho Eclesiástico Español.
Universidad de Oviedo. Servicio de Publicaciones. Oviedo, 1995, Págs. 294-295).
Art. 206 : “En el caso de que el funcionario a cuyo cargo estuviere la administración o
custodia de los bienes no ejerza autoridad pública ni tenga facultad para certificar, se
expedirá la certificación a que se refiere el artículo anterior por el inmediato superior
jerárquico que pueda hacerlo, tomando para ello los datos y noticias oficiales que sean
indispensables. Tratándose de bienes de la Iglesia, las certificaciones serán expedidas
por los Diocesanos respectivos”.
Una segunda cuestión que siempre figura en estos Acuerdos de carácter autonómico es
la constitución de comisiones mixtas. Se trata, en este sentido, sobre la Presidencia y
secretariado de las mismas, sus vocales, las comisiones permanentes, la periodicidad de
las convocatorias de las comisiones, las subcomisiones o grupos de trabajo.
En tercer término se alude, comúnmente, a las funciones de la Comisión. Por otra parte,
en cinco de las Autonomías hispanas – Galicia, Extremadura, Murcia, Andalucía y
Madrid- se insertan en el documento del Convenio una serie de obligaciones que tienden
a ampliar el horizonte de lo acordado, en casos, y, en otras ocasiones, a hacer más
operativa la búsqueda de colaboración entre las partes. Resulta, en cambio, común que
se considere, al final, el grado de vinculación de los acuerdos suscritos.
De este modo, cabe señalar que, a nivel autonómico, se desarrolla una vía de acuerdo
que tiene un precedente histórico a tener en cuenta en los “Acuerdos entre el Estado
Español y la Santa Sede en relación a la Enseñanza y Asuntos Culturales”. Puede
subrayarse, además, cómo, en el orden autonómico, cabe vislumbrar un grado de
operatividad y de facilidad en concretar acuerdos que no tiene posible parangón con los
desarrollados a nivel estatal. Se puede decir, en este sentido, que la gestión autonómica
es la llamada a responsabilizarse de la práctica generalidad de este importante
patrimonio.
Además, tal como señala Aldanondo, “todos los acuerdos prevén actuaciones muy
concretas de colaboración de las Comisiones Mixtas, entre las que cabe destacar: la
preparación conjunta de programas y presupuestos destinados a las distintas áreas de
cultura que afectan a la Iglesia; la emisión de dictámenes técnicos referentes a las
peticiones de ayuda económica y técnica por parte de la Iglesia así como la adjudicación
de las mismas; el establecimiento de un orden de prioridades en las peticiones
recibidas; la confección de módulos de catalogación y de inventario de los bienes
culturales de la Iglesia y, en general, conocer cualquier otra actuación que pueda
afectar al Patrimonio Cultural de la Iglesia” (ALDANONDO, pág. 273).
A la hora de valorar los acuerdos anteriormente citados cabe señalar en los mismos una
evidente pluralidad formal. Los hay que, por su naturaleza jurídica, cabe asimilar a la
categoría de los contratos propios de Derecho privado. En este sentido cabe indicar que
el Reglamento General de Contratación del Estado enumera como tales los de
compraventa, permuta, arrendamiento, donación, así como los propios del Derecho civil
y mercantil cuando su objeto directo no es la ejecución de obras, gestión de servicios
públicos o prestación de servicios del Estado (MOTILLA, Págs. 161-162).
También cabe la posibilidad de que nos encontremos, en este tipo de convenios, con
otros relacionables con el Derecho administrativo, cuando tienen por inmediato objeto
una finalidad de servicio público aún cuando, en este caso, la supuesta igualdad entre
las partes los distancia de la tipología propia del contrato administrativo para
aproximarse a la del convenio de cooperación que la Administración firma con entes de
Derecho público incidiendo en su naturaleza contractual (MOTILLA, pág. 164).
3.5. Las relaciones relativas a cuestiones de patrimonio cultural entre la
Iglesia católica y otras administraciones territoriales: las Diputaciones y los
Ayuntamientos
En líneas generales cabe apuntar que los convenios firmados entre las Diputaciones y,
en este caso, las diócesis cuentan con una finalidad prioritaria y que no es otra que
prestar, por parte de las Diputaciones, su colaboración en la conservación y posible
restauración de los bienes culturales de su territorio. El modo habitual de establecer,
jurídicamente, la relación formal entre la Diputación y una determinada diócesis es la
fórmula del convenio que, en bastantes ocasiones, aproxima su carácter, de índole
administrativa, a los propios de concesión de subvenciones a actividades de interés
social. (MOTILLA, pág. 168).
Tal como dispone la Ley de Bases del Régimen Local los Ayuntamientos, como órganos
de gobierno de los Municipios, son entidades básicas de la organización territorial que
cuentan con la atribución de gestionar sus intereses propios. Concretamente el art. 25,2
de esta Ley otorga a los Ayuntamientos competencias en actividades e instalaciones
culturales.
Desde este marco legal los Ayuntamientos pueden desarrollar una labor en relación con
los bienes culturales de la Iglesia católica de sus respectivos municipios que,
jurídicamente, se expresa habitualmente a través de convenios.
Las entidades financieras y, entre éstas, de una forma especial, las cajas de ahorros,
suelen colaborar con la iglesia católica en materia de bienes culturales. Tal como señala
la profesora Rojo, “las cajas de ahorros, ya sea por medio de su fundación, y más
comúnmente por medio de su obra social o cultural, o por medio de su departamento de
marketing, dependiendo de los casos, destinan un porcentaje de sus ganancias a
asuntos relacionados con la cultura” (ROJO, pág. 165). La importancia patrimonial de la
Iglesia católica con valor cultural justifica sobradamente este tipo de acciones teniendo
precisamente en cuenta ese valor social que, en la actualidad, se le reconoce a los
llamados bienes culturales.
La instauración del nuevo sistema jurídico y político, y de los nuevos principios que lo
vertebran, ocasionó un cambio de naturaleza en el Estado -pasando de confesional a no
confesional- y el establecimiento de una auténtica libertad religiosa, lo que posibilitó la
proliferación y desarrollo de nuevas confesiones. Ello supuso, de una parte, la
incompetencia estatal para determinar quien es o no ministro de una confesión, y de
otra, la necesidad de contemplar el supuesto de otros ministros de culto ajenos a la
religión católica.
Así, por ejemplo, según el Acuerdo firmado con la FEREDE , son ministros de culto de
estas Iglesias, “las personas físicas que estén dedicadas, con carácter estable, a las
funciones de culto o asistencia religiosa y acrediten el cumplimiento de estos requisitos
mediante certificación expedida por la Iglesia respectiva, con la conformidad de la
Comisión Permanente de la FEREDE”. Parece, por tanto, que el Estado trata de
establecer, si bien de modo sucinto, un concepto de ministro de culto, o por mejor
decir, indica qué requisitos debe reunir una persona física para reconocerla como
ministro de culto y aplicarle el régimen previsto para ellos en las distintas materias. Con
este concepto, el Estado no intenta entrometerse en asuntos propios de las confesiones,
estableciendo lo que éstas deben considerar como ministros de Dios, sino simplemente
señalar los mínimos exigidos a esas personas para la atribución del carácter de ministro
de culto.
Aunque este esquema se repite en lo sustancial en los Acuerdos de cooperación con las
otras confesiones, se observan en ellos una serie de matizaciones que conviene resaltar.
En efecto, para la consideración como ministro de culto de la Federación de
Comunidades Israelitas de España se exige además la titulación de Rabino, que habrá
de ser otorgada, lógicamente, por la respectiva confesión, al tiempo que se requiere que
las funciones religiosas -las derivadas de la función rabínica, el ejercicio del culto y
servicios rituales, la formación de rabinos, la enseñanza de la religión judía y la
asistencia religiosa- se desempeñen no sólo de manera estable sino también
permanente, lo que, en opinión de algún autor (Ramírez Navalón), añade inmutabilidad
a la función. A este respecto, debe señalarse que los rabinos no son propiamente
ministros de culto, si bien les corresponden algunas de las funciones indicadas por la
ley.
De esta forma parece vislumbrarse una similitud entre estos ministros de culto y los de
la Iglesia católica, pues observamos cómo la realización estable de las funciones de
culto, enseñanza y asistencia religiosas son las propias -aunque no exclusivas- de los
ministros sagrados católicos. Ello permite obtener unos elementos comunes que
conducen a una posible noción de ministro de culto, como es la realización estable de
funciones religiosas. Ahora bien, ello no debe llevarnos a engaño y a pensar que por fin
aparece recogido legislativamente un concepto nítido y genérico del mismo, pues la
noción contenida en los artículos 3 de los Acuerdos de 1992 no alcanza de suyo a
la Iglesia católica.
2. Servicio militar
Como consecuencia de todo ello, podría concluirse lo innecesario que resulta analizar la
normativa que regula el servicio militar y, en concreto, el régimen previsto para los
ministros de culto en esta materia. No obstante, como hemos señalado, no se ha
producido una supresión de la obligación militar, solamente su suspensión, y esa
normativa, que no ha sido derogada de forma expresa, debe considerarse en vigor, aun
cuando no aplicable por falta de objeto. Todo ello justifica el análisis del régimen por el
que se rigen los ministros de culto en el cumplimiento de este servicio.
No obstante, tanto la Ley Orgánica como el Real Decreto reguladores del servicio
militar reconocen que será igualmente de aplicación lo establecido en los Acuerdos de
cooperación con las confesiones. De este modo, y ante la falta de preceptos específicos
en las citadas normas unilaterales, debemos volver nuestra vista hacia estos Acuerdos,
y en concreto hacia el Acuerdo con la Santa Sede y la mencionada Orden 38/1985,
que desarrolla lo establecido bilateralmente. Si se analizan estos textos legales se
puede concluir lo inexacto de la afirmación contenida en la Ley Orgánica .
En segundo lugar, los presbíteros, que aunque habrán de cumplir con el servicio militar,
cuentan, en su ejercicio, con notables ventajas. Por un lado, la asignación de destinos
corresponderá al Arzobispo Castrense que incluso, en determinadas circunstancias,
podrá modificar la demarcación, el Ejército o el llamamiento que les haya correspondido
por sorteo. Por otro, en la mayoría de los supuestos, podrán desempeñar tareas
específicas de su ministerio, si bien no es éste un derecho exigible por los interesados,
sino tan solo un objetivo hacia el que el ejército debe tender, y cuya aplicación
dependerá de las posibilidades, necesidades y conveniencias del mismo (Souto). La
normativa sí requiere, en cambio, que no se les encomienden funciones incompatibles
con su estado, es decir, con su condición de sacerdote, derecho que le ampara y que
será de obligado cumplimiento para los mandos militares. En la determinación de las
misiones incompatibles con el estado clerical, el Acuerdo de 1979 se remite al
ordenamiento canónico, lo cual faculta a la Iglesia católica para delimitar la participación
de los presbíteros en el servicio militar (Ibán). Al menos, entre las misiones
incompatibles debe incluirse el manejo de armas de fuego (realización de ejercicios de
tiro y servicios y guardias de armas con empleo de ellas), del que los presbíteros se
hayan eximidos en virtud del artículo 4.c) de la Orden 38/1985.
Por lo que se refiere a los ministros de culto no católicos, los artículos 4 de los Acuerdos
de 1992 , como ya hemos señalado, no vienen sino a reiterar el sometimiento de
estos a la normativa genérica relativa al servicio militar. No obstante, se prevé, al igual
que sucedía con los ministros católicos, la asignación de destinos compatibles con su
ministerio, en caso de que así lo soliciten, si bien en el caso de la FCI y la CIE esta
prerrogativa se contempla, al menos literalmente, como una posibilidad, mientras que
para la FEREDE parece que se trata de un derecho exigible (Ramírez Navalón). Sea
como fuere, se observa una diferencia de trato entre estos ministros de culto y los de la
Iglesia católica, de manera especial en lo que se refiere a la exención de los obispos
católicos y la asignación de destinos de los presbíteros por parte del Arzobispo
Castrense.
Las cuestiones que suscita el particular carácter del ministro de culto en el ámbito
laboral, se centran fundamentalmente en dos puntos: la determinación de la naturaleza
de la vinculación que pueden mantener en el ejercicio de sus actividades, y la
protección que reciben del sistema de la Seguridad Social que presta el Estado a todos
sus ciudadanos.
Aun cuando estos dos aspectos están interrelacionados, conviene realizar un análisis
separado de los mismos a fin de abordar con mayor claridad las distintas cuestiones que
surgen a este respecto.
Los ministros de culto son ciudadanos como los demás, pero poseen unas
características peculiares que los distinguen del resto, y que hacen referencia
fundamentalmente a tres aspectos: la naturaleza y finalidad de la función que
desempeñan, de índole religioso, benéfico o asistencial; el fuerte elemento altruista
presente en su trabajo; y la especial vinculación que les une a sus superiores
jerárquicos. Estos caracteres influyen de una manera fundamental en su actividad, y
obligan a preguntarse sobre la naturaleza de la relación que estos sujetos mantienen en
el ejercicio de sus distintas funciones.
La calificación jurídica del trabajo que realizan los ministros de culto y la relación que
éstos mantienen con sus superiores, precisa distinguir las distintas actividades que
aquéllos pueden desempeñar dentro de la sociedad. Estas actividades pueden realizarse
bien en el seno de la propia Comunidad, Iglesia o Confesión, bien en el ámbito civil.
La jurisprudencia, aunque escasa, parece haber sido más clara en este sentido,
rechazando esta posible laboralización, como puede observarse en la sentencia del
Tribunal Supremo de 10 de marzo de 1965 o en la de 14 de mayo de 2001 , que,
aunque referida a los ministros de culto de una confesión distinta de la católica, puede
aplicarse también al clero diocesano católico. Según el Alto Tribunal, “la relación jurídica
establecida entre los ministros de culto y las distintas Iglesias y confesiones religiosas
no puede ser configurada, mientras se limite a la labor de asistencia religiosa y de culto
y otras inherentes a sus compromisos religiosos, como relación laboral”.
La doctrina parece caminar en este mismo sentido, pues, aun cuando algunas voces
defienden su consideración laboral, la generalidad de la doctrina sostiene que la relación
que une a los diocesanos con sus superiores eclesiásticos no puede ser calificada como
tal, no puede equipararse a la relación existente entre un trabajador y su empleador,
principalmente por la falta de onerosidad de la actividad realizada: el clérigo realiza su
trabajo por la vinculación canónica y el compromiso de obediencia que libremente ha
asumido al aceptar su ordenación sacerdotal, con un cierto grado de altruismo, y no
para la obtención de una determinada remuneración.
De este modo, podría señalarse que la actividad del clero diocesano cuando realiza
funciones en el seno de la propia Iglesia permanece ajena al ámbito laboral y a la
regulación estatal, quedando sometida de modo exclusivo a la normativa confesional, en
este caso, el Derecho canónico.
Los ministros de culto que no son religiosos, pueden realizar actividades cuyo
componente principal lo constituye una tarea de orden espiritual como la asistencia o la
enseñanza religiosas, u otras que nada tienen que ver con lo religioso.
En los casos en que el ministro de culto desempeña una actividad en el ámbito civil que,
en principio, nada tiene que ver con las funciones religiosas, el régimen al que se
acogería sería el mismo que el previsto para los demás ciudadanos que desempeñan
esa actividad con las mismas condiciones. Así, las peculiares características de los
ministros de culto nada añadirán ni modificarán a la relación que les une a su
empleador ni se diferenciarán, en este sentido, al resto de los trabajadores,
sometiéndose, por tanto, a la normativa estatal prevista para la concreta relación –
administrativa o laboral- que mantengan. Así lo reconoció el Tribunal Supremo en su
sentencia de 12 de marzo de 1985, en la que vino a confirmar la naturaleza laboral de
la relación que mantenía un sacerdote católico con la emisora de radio en la que venía
prestando servicios retribuidos, abordando temas no específicamente religiosos.
También en la sentencia de 14 de mayo de 2001 reconoce la posibilidad de que los
ministros de culto reciban la calificación de trabajador por cuenta ajena por “el
desempeño de funciones ajenas a las propias del culto y asistencia religiosa y otras
inherentes a su status”. Y la misma intención se observa en la sentencia del Tribunal
Constitucional de 4 de junio de 2001 (128/2001 ), en la que se justificó la
aplicación del Régimen ordinario de Seguridad Social de los trabajadores por cuenta
ajena a una persona, ministro de culto de una confesión, que trabajaba como ayudante
de cocina en un seminario de dicha entidad religiosa.
La derogación del Texto Refundido de 1974 por la Ley General de la Seguridad Social,
aprobada mediante Real Decreto Legislativo 1/1994, de 20 de junio , no supuso
modificación sustancial alguna en el régimen social que afecta a los ministros de culto
(vid. actuales arts. 97.2.e y 97.2.l ), permaneciendo en vigor las citadas normas.
De todo ello cabe concluir que los clérigos diocesanos de la Iglesia católica y los
ministros de las demás confesiones se someterán y beneficiarán del Régimen General
de la Seguridad Social, como si de empleados de las mismas se trataran. A los ministros
de culto les corresponde la satisfacción de las cuotas debidas al trabajador -siendo la
base mensual de cotización única y mínima-, y la confesión es la encargada de asumir
las obligaciones propias del empresario, entre ellas las de la inscripción y contribución
de las cuotas.
Los ministros de la FEREDE y la CIE también son objeto de una serie de limitaciones, si
bien el ámbito de protección es mayor, atendiendo a sus particulares circunstancias. Su
situación fue precisada por los Reales Decretos 369/1999, de 5 de marzo, y 176/2006,
de 10 de febrero, respectivamente, que vinieron a desarrollar lo dispuesto tanto en el
mencionado Real Decreto 2398/1977, como en los artículos 5 de los Acuerdos firmados
con el Estado español en 1992 . Aunque según estos Reales Decretos, están
asimilados a trabajadores por cuenta ajena a efectos de su inclusión en el Régimen
General de Seguridad Social y se les reconoce la mayoría de las prestaciones previstas
en este Régimen, quedan excluidos únicamente de la protección por desempleo y el
Fondo de Garantía Salarial. Además, las contingencias de enfermedad profesional y
accidente laboral, al igual que sucede con los católicos, se considerarán, en todo caso,
como común y no laboral, respectivamente. Por último, la base de cotización ha sido
modificada mediante el Real Decreto 1138/2007, de 31 de agosto, adecuándola a la
asignación real percibida por el ministro de culto, lo que ha favorecido un aumento más
justo de los niveles de protección.
Los ministros de culto de la FCI no cuentan, por ahora, con un desarrollo reglamentario
específico, por lo que se regirán mientras tanto por lo establecido en el artículo 5 del
Acuerdo firmado con el Estado español . Se les reconoce, de modo expreso, la
aplicación del mismo régimen previsto para los diocesanos católicos, con sus distintas
especialidades, aunque incluyendo la protección familiar.
Otros ministros de culto, como los pertenecientes a la Orden religiosa de los Testigos de
Jehová en España y los clérigos de la Iglesia Ortodoxa Rusa del Patriarcado de Moscú en
España, cuentan igualmente con el reconocimiento expreso de su inclusión en el
Régimen General de la Seguridad Social, quedando establecidos los términos y
condiciones de la misma en los Reales Decretos 1614/2007, de 7 de diciembre, y
822/2005, de 8 de julio, respectivamente.
Por lo que se refiere a los religiosos de la Iglesia católica, estos se incluirán dentro del
Régimen Especial de los Trabajadores Autónomos, siendo asimilados a los trabajadores
por cuenta propia. Así, los religiosos serán los únicos sujetos cotizantes, al menos en
teoría, ya que el voto de pobreza que les caracteriza obliga a que sea la misma
comunidad la encargada de responder a su obligación de cotizar. Los únicos
beneficiados de las prestaciones establecidas en el régimen autónomo son los propios
religiosos, sin que quepa extender su ámbito de cobertura a los familiares de los
mismos. Y, en cuanto a las prestaciones previstas para estos clérigos, la normativa
específica no establece ninguna particularidad al respecto, por lo que habrá que acudir a
lo establecido en el Decreto que regula el Régimen Especial para la Seguridad de los
Trabajadores por Cuenta Propia o Autónomos (D. 2530/1970, de 20 de agosto).
Particular interés tiene el reconocimiento de la pensión de jubilación, contabilizándose el
tiempo de trabajo para la comunidad a efectos de obtener la correspondiente prestación
(STC 63/1994 ).
1. Introducción
Un modo posible, entre otros muchos, de abordar el estudio del Derecho eclesiástico del
Estado podría consistir en el análisis de aquellas situaciones jurídicas en las que se
produce una superposición o un encuentro entre las exigencias normativas estatales y
las demandas (jurídicas, morales, disciplinares, etc.) de los grupos religiosos y de los
individuos singulares en el orden de la satisfacción de sus necesidades de carácter
religioso y espiritual. El secreto ministerial es un ejemplo típico de este enfoque.
Sirva como definición provisional de secreto ministerial aquella reserva o secreto que
debe guardar el ministro de culto respecto de los hechos conocidos por razón de su
ministerio espiritual.
Sin ir muy lejos, hace unos meses la prensa se hacía eco del “caso Towle”: un hombre
condenado por asesinato en 1987 solicita en el 2001 revisión de su condena,
fundamentando dicha solicitud en el testimonio de un sacerdote -de la Iglesia de San
Atanasio, en el conocido barrio del Bronx- quien está dispuesto a declarar que el
verdadero culpable (ya fallecido) acudió a él tras el crimen para contarle la verdad de lo
ocurrido. El fiscal del Estado alega que no puede admitirse el testimonio del sacerdote,
al versar dicho testimonio sobre una conversación confidencial, protegida por la ley
estatal. El caso no está exento de discusión, tanto desde el punto de vista de la ley
estatal como desde la perspectiva del Derecho canónico.
El mismo año 2001 una sentencia del Tribunal de Alta Instancia de Caen, en Francia,
condena al Obispo de Bayeux, Mons. Pican, por encubrimiento de delito. Ante el
polémico “affaire”, algunos observadores han manifestado que con este fallo judicial se
produce una restricción indebida del secreto profesional de los Obispos y una ruptura
del nexo de confianza entre éstos y sus sacerdotes.
En su momento, no dejó de causar también cierto revuelo (incluso con intervención del
Vaticano) el caso del reverendo Mockaitis, cuya conversación privada con un recluso de
una prisión de Oregón, fue grabada por las autoridades y pretendía ser utilizada en el
juicio penal contra dicho recluso. El Tribunal federal de apelación entendió que, en
efecto, los derechos de libertad religiosa del Reverendo Mockaitis fueron infringidos,
pero no concedió la destrucción de la cinta, tal como había solicitado el sacerdote.
Por último, en el debate sobre las Reglas de Procedimiento y Prueba del Tribunal Penal
Internacional, sostenido en 1999, se desestimó la propuesta encabezada por Canadá y
Francia que pretendía no reconocer el derecho de los ministros de culto de abstenerse
de declarar en juicio sobre cuestiones conocidas a través del secreto de confesión o de
confidencias de sus fieles.
Como puede comprobarse, la protección jurídica del secreto no es una simple hipótesis,
sino una cuestión de amplios reflejos en la realidad jurídica. Nuevos supuestos y
matices ponen al Derecho en la difícil situación de dar cumplida respuesta a problemas
complejos donde diversos intereses se dan cita en conflictivo encuentro.
Para lograr un análisis que resuma del modo más sintético posible los distintos aspectos
del secreto ministerial, se expone a continuación un concepto base del mismo, para dar
cuenta después de su significación en algunos ordenamientos y normativas
confesionales. Tras esto, se comentará su naturaleza jurídica, los intereses jurídicos
presentes en su regulación y sus dimensiones procesal, penal y civil. Por último, se
describe la situación del secreto ministerial en España.
Algunos autores adoptan el término “secreto profesional del ministro de culto”, con
cierta falta de propiedad terminológica; otros emplean la expresión “secreto de oficio”,
que puede resultar algo equívoca, al evocar en ocasiones una normativa procesal
concreta (la italiana), diversa de la que es aplicada propiamente al ministro de culto;
otros adoptan el término “secreto confesional”, reduciendo por tanto la cuestión al
secreto que deriva del sacramento de la confesión en la Iglesia católica y en algunas
otras Iglesias cristianas. De ahí que sea tal vez más adecuado adoptar el término
“secreto por razones religiosas”, “secreto ministerial” o sencillamente “secreto
religioso”.
La cuestión del secreto ministerial se limita aquí al secreto oral y sus vicisitudes. No
obstante, el secreto ministerial en general abarca también el secreto documental que,
como tendremos ocasión de ver en episodios judiciales franceses e italianos, puede ser
asimilado o distanciado del secreto oral. De todas formas, el secreto documental ofrece
una complejidad y formas de protección singulares, que tal vez aconsejan un
tratamiento específico.
Los rasgos determinantes del secreto ministerial podrían describirse del siguiente modo.
En cuanto a los límites, es importante señalar que el secreto ministerial tiene carácter
absoluto en muchos casos. Con ello se quiere decir que, cumplidas unas condiciones
establecidas por el ordenamiento jurídico para estimar la existencia del secreto
ministerial (con el fin de asegurar su reconocimiento externo) no hay límites intrínsecos
que puedan prevalecer sobre el mismo. Los límites extrínsecos que aparecen en algunos
ordenamientos jurídicos son: el derecho del penitente eximir al ministro de culto de su
deber de sigilo, la obligación de suspender los efectos protectores del secreto religioso
en casos que conlleven el abuso de menores y la comisión de delitos futuros. Por
contraste, en otras profesiones o “status” existen excepciones intrínsecas y extrínsecas
más o menos ampliamente reconocidas, al deber de sigilo. Así, para el funcionario
público, es excepción el conocimiento notorio y público, y el hecho en vías de
notoriedad. Para las profesiones liberales, es límite del secreto -por ejemplo- el
ocultamiento consciente o inconsciente de piezas de convicción u objetos ilegales, los
hechos en los que cliente y profesional tienen interés común (como socios, coautores,
etc.), los hechos futuros ilícitos y las disputas sobre honorarios. Para los médicos,
particularmente: el estado de salud como objeto del proceso civil o penal y los procesos
penales (en numerosos países).
La regulación canónica del sigilo, ya con una cierta extensión territorial y fiabilidad, data
del siglo XIII. En concreto, fija la misma el Concilio Lateranense IV, estableciendo lo
siguiente: “El sacerdote, por su parte, [...] evite de todo punto traicionar de alguna
manera al pecador, de palabra, o por señas, o de otro modo cualquiera; pero si
necesitare de más prudente consejo, pídalo cautamente sin expresión alguna de la
persona. Porque el que osare revelar el pecado que le ha sido descubierto en el juicio de
la penitencia, decretamos que ha de ser no sólo depuesto de su oficio sacerdotal, sino
también relegado a un estrecho monasterio para hacer perpetua penitencia”. Este
principio fue posteriormente proclamado de forma reiterada por otros Concilios y
Sínodos.
La tardía codificación canónica permitió, en parte, una mayor clarificación del sigilo de
confesión. En efecto, el Código Pío-benedictino recoge la inviolabilidad del sigilo o
secreto sacramental, extendiendo el ámbito subjetivo de obligatoriedad al intérprete y a
los que hubieran adquirido conocimiento del contenido de la confesión de cualquier
forma. En el ámbito objetivo, el sigilo alcanza también la ciencia adquirida
(conocimientos obtenidos en la confesión que no son propiamente los pecados
confesados o la identidad del penitente).
Las garantías penales del mandato relativo a sigilo y secreto vienen establecidas en el
Código de 1983 por el canon 1388 . Este canon distingue entre violación directa del
sigilo (sancionada penalmente con la excomunión “latae sententiae” reservada a la Sede
Apostólica); violación indirecta del sigilo (sancionada con excomunión “ferendae
sententiae” indeterminada preceptiva); y violación de la obligación de secreto
(sancionada con pena “ferendae sententiae” indeterminada preceptiva, pudiéndose
llegar a la máxima censura). Finalmente, se establece pena “latae sententiae” de
excomunión para todo el que capta -mediante algún instrumento técnico- o divulga en
un medio de comunicación social las palabras del confesor o el penitente, sea la
confesión verdadera o fingida, propia o de un tercero.
La discusión doctrinal sobre el sigilo sacramental se ha centrado durante mucho tiempo
sobre un punto controvertido: la licitud de la deposición testifical del sacerdote ante
tribunales seculares, a petición del penitente. La codificación canónica no ha clarificado
mucho esta cuestión concreta, al no tratarla de modo expreso. A pesar de la prohibición
del Código, se han formulado diversos argumentos, tanto a favor como en contra, del
testimonio en juicio. Bajo el código vigente, para algunos, las palabras del canon 983 §
1 (“nefas est”) entroncan la obligación de secreto con el Derecho divino, sin que
quepa autorización o liberación posible por parte del penitente. Para otros, aunque el
canon 983 no contenga previsión alguna para la liberación del sigilo, las palabras del
canon 1550 § 2 (“etsi poenitens eorum manifestationem petierit”), ponen de
manifiesto que el legislador admitiría la liberación del sigilo en ámbitos distintos del
proceso canónico. Algunos sectores estiman que la protección del sigilo en un ámbito
institucional-religioso más amplio que el de la confesión excluye la licitud de la
revelación autorizada. Por último, otros autores entienden que el sigilo sacramental -
inviolable por sí mismo- puede cesar únicamente por autorización o licencia explícita del
penitente al ministro para que pueda revelarlo.
Como regla general, se exige del musulmán que trate las conversaciones privadas de
otros con el máximo respeto. El Profeta Mahoma denomina a dichas confidencias
“confianzas”. Y este deber de respeto se exige con mayor rigor, si cabe, a los imanes,
pues poseen un conocimiento más profundo de la religión. Muchos juristas islámicos han
defendido que no es deseable que un musulmán divulgue las malas acciones de otros; si
un musulmán -por ejemplo- bebe alcohol en privado, en su hogar, evitando la
publicidad de su comportamiento, y otro musulmán por casualidad toma conocimiento
de esta conducta, se recomienda a este último que no divulgue dicho comportamiento.
Según combinemos los bienes jurídicos concurrentes, dando mayor predominio a uno
sobre otro, o estableciendo una valoración conjunta determinada, así será el mecanismo
específico que tendrá la protección del secreto religioso en un ordenamiento jurídico.
Esta caracterización parte de la propia división tradicional de los sectores jurídicos. En
este caso, de los sectores jurídicos implicados en el secreto religioso: el Derecho penal,
el Derecho civil y el Derecho procesal. En el Derecho penal, el interés jurídico que pugna
por una adecuada protección es la intimidad personal. En el Derecho procesal, los
intereses jurídicos que entran en juego son la intimidad, la libertad religiosa y la libertad
de conciencia, frente al interés de la justicia en su modalidad de la búsqueda de la
verdad en el juicio. Por último, en el Derecho civil el elemento de regulación es el
interés privado de intimidad.
Si se parte de este principio como regla genérica, las posibles exenciones al deber
general de testificar en juicio, de denunciar el delito o de guardar el secreto debido,
pueden ser establecidas de dos formas diversas. La primera forma preferiría un
“Standard” o regla genérica, ya que lo que se reconoce es una excepción al derecho
general, un privilegio, y no un derecho en forma de exención. Es lo que sucede en el
Derecho norteamericano. Y, en general, en el common law parece preferible este tipo
de regla genérica establecida por medio de parámetros abstractos que se aplican caso
por caso. La segunda forma, bajo los esquemas del Derecho continental europeo,
preferiría empero unas normas (“rules”) que fijen taxativamente cuáles son las
excepciones a la regla general. De este modo se evita la extensión excesiva de lo que
constituye derecho particular en materia de prueba testifical.
El secreto religioso guarda estrecha relación con el acceso a la vida privada de las
personas. La revelación al ministro de culto se realiza habitualmente en calidad de tal
ministro, con la característica -al menos implícita y virtual- de confidencialidad. La
confidencialidad de la información se considera un interés que justificaría la
obstaculización de la búsqueda de la verdad en el proceso y también la obstrucción del
derecho a la información.
La consideración de la intimidad como piedra angular del secreto religioso supone una
doble subdivisión a la hora de catalogar modos específicos de protección. En efecto, es
ya común entender que la naturaleza jurídica del derecho-deber de secreto puede
encuadrarse en la esfera jurídico-privada, o bien en la esfera de los intereses públicos
(sin perjuicio de concurrencia eventual o superposición con intereses privados). No
obstante, en la práctica, es difícil encontrar en estado puro una regulación que atienda
de modo exclusivo a una de estas dos esferas. Sea como fuere, veamos las
consecuencias de esta división interés privado/interés público.
Pero a la vez la intimidad personal no sólo afecta la relación entre dos individuos
concretos, sino que alcanza también a toda la sociedad, por razones diversas de orden
público y de utilidad social, por la misma evolución de la tecnología o, en definitiva, por
la protección que merece la intimidad como derecho fundamental. Así entendida la
cuestión, entonces la revelación de secretos conocidos a través de la relación ministro
de culto-penitente o fiel quedan revestida de una protección cualificada. No parece
suficiente la mera indemnización civil como instrumento de reparación o tutela del bien
jurídico. El ataque a un derecho de la personalidad legitimaría la intervención punitiva
del Estado. De alguna forma, se adelantan las barreras preventivas del ordenamiento,
que no espera a la iniciativa particular y a la efectiva lesión para poner en marcha los
mecanismos jurídicos de protección de la intimidad. Ésta será protegida directamente
por el Derecho penal. En Francia, tras un largo recorrido histórico donde la protección
jurídica del secreto estaba alojada en el Derecho privado, la concepción jurídica del
secreto se vuelca sobre la idea del interés público por obra del Código napoleónico de
1810 en su artículo 378. De este primer antecedente, el artículo 424 del Código penal
español toma casi literalmente la tipificación del delito de revelación de secretos.
En los ordenamientos jurídicos donde, junto con una histórica influencia de la Iglesia
católica, se ha producido una apertura a la libertad religiosa, bajo una actitud estatal de
cooperación, las dos posibilidades de regulación procesal serían o bien una protección
“ad hoc”, derivada de las específicas exigencias planteadas por determinados grupos
religiosos, o bien una protección genérica que favorece a todo ministro de culto que
llega a conocer determinados hechos por razón de su estado u oficio. La protección “ad
hoc”, en el caso particular de España o de Italia, tiene lugar mediante la inclusión, en
los Acuerdos firmados con las confesiones religiosas, de una cláusula de protección que
operaría como Derecho específico.
Cuando el ordenamiento jurídico carece de una cierta conexión con el Derecho canónico,
e incluso cuando el punto de partida es sólo y exclusivamente la libertad religiosa, cabe
una doble forma de protección del secreto. De una parte, la configuración de una
exención de carácter legislativo. En la mayoría de los casos (salvo contadas
excepciones, como el Derecho federal canadiense o el Derecho inglés), esta es la vía
más frecuente y segura sin perjuicio de que, una vez que esta vía queda establecida,
puedan surgir múltiples problemas sobre la extensión subjetiva (a qué sujetos
relacionados con el grupo religioso se extiende la protección, a quiénes no) y objetiva
(qué tipo de conversaciones quedan protegidas, cuáles son los límites externos del
secreto, etc.). La otra vía sería la protección jurisprudencial, más clara en los
ordenamientos de corte anglosajón. Por ejemplo, en Inglaterra se procede a una cierta
protección precaria del secreto religioso en el proceso, e incluso alguna sentencia
muestra con claridad cómo el respeto del secreto religioso no exige la absoluta
prohibición de testificar, sino sencillamente una facultad de abstención, aunque esta
posibilidad queda a la decisión del juez.
Artículo II.3. “En ningún caso los clérigos y los religiosos podrán ser requeridos por los
jueces u otras Autoridades para dar información sobre personas o materias de que
hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio”.
Los Acuerdos del Estado con las confesiones minoritarias, de 10 de noviembre de 1992,
también incluyen provisiones especiales en materia de secreto ministerial, contenidos
en los artículos 3.2 de cada una de las tres leyes. Los textos son prácticamente
idénticos, aunque llama la atención que el Acuerdo con la Comisión islámica de España
establezca la protección del secreto religioso “en los términos legalmente previstos para
el secreto profesional”. Esta equiparación, ¿lo es en los efectos? En ese caso, las
limitaciones que se derivan del secreto profesional son aplicables al secreto religioso
islámico. No creo que tal interpretación sea válida. Más bien, aunque el legislador no lo
exprese así, la cuestión es que el secreto religioso islámico (probablemente el secreto
religioso judío también) tiene su fundamento no tanto en una exigencia de carácter
religioso-ritual, cuanto en el respeto de la intimidad.
También se observa que los Acuerdos establecen un concepto legal de ministro de culto,
el cual añade, al requisito natural de ser ministro definido en los términos exigidos por
cada grupo, la exigencia de acreditación. En buena lógica jurídica, se deduce que el
secreto ministerial reconocido en los Acuerdos, lo es de los sujetos reconocidos a los
efectos legales (el artículo 3.2 se remite plenamente al 3.1.), pero no de cualquier
ministro. Por contraste, en el Acuerdo con la Santa Sede antes examinado no se
requiere la acreditación. El tratamiento, por tanto, es diferente. Se llega a tal solución,
probablemente, por la dificultad que entrañaba la integración en una misma estructura
de pacto, o incluso en una misma entidad negociadora, de religiones bien distintas (en
el caso de las Entidades Evangélicas es patente) en su conformación, hábitos y
creencias.
En el ámbito objetivo, los tres artículos protegen la confidencialidad respecto de los
“hechos que les hayan sido revelados en el ejercicio de funciones de culto o asistencia
religiosa”. No hay una limitación a un determinado acto, sino al tipo de relación que se
establezca: que esta tenga un contenido o un matiz religioso preponderante,
acompañado por el carácter confidencial.
1. Planteamiento y antecedentes
Una de las materias donde más se acusó la progresiva cristianización del Derecho
romano fue la sucesoria. Desde la época de Justiniano fueron adquiriendo carta de
naturaleza las disposiciones “in bonum animae” y su inclusión en los testamentos, de tal
modo que en la Edad Media –confesión y testamento- eran actos que llegaban a
solaparse, de tal modo que confesión y disposición “pro anima” eran actos que solían ir
unidos. En la Edad moderna se aprecia un cierto recelo por parte del poder político hacia
estas disposiciones: primero como protección a los herederos frente a la excesiva
liberalidad piadosa del testador, de otra una mentalidad más laica llevaría a la creación
de mayorazgos y otras vinculaciones civiles con merma de las causas pías eclesiásticas,
en fin el regalismo y los planteamientos desamortizadores no veían con buenos ojos la
acumulación de bienes en manos de la Iglesia. En España con el advenimiento de la
dinastía borbónica, el regalismo pasa a ser una extendida práctica en política
eclesiástica, que además en cuestiones de disposiciones pías iba a ser objeto de una
normativa frecuentemente restrictiva, también teniendo en cuenta que la ambición de
algunos clérigos llevaba en ocasiones a sugestionar en el momento de la muerte y viciar
la voluntad del testador. El punto de arranque de esta normativa fue el Auto Acordado
de 12 de diciembre de 1713 dictado por el Consejo de Castilla y cuyo inspirador de
fondo se ha demostrado Melchor de Macanaz, reconocido regalista de la política
española. En época de Carlos III una Real Cédula de 18 de agosto de 1771 recordaba la
vigencia del precepto. La novísima Recopilación en la ley 15, título XX, libro X se
prohíben “las mandas y las herencias dejadas a los confesores, sus parientes, religiones
o conventos”. Después de los varios proyectos de código civil español y diversas
redacciones pasará al Código civil español de 1889 como artículo 752 donde se
establece: “No producirán efecto las disposiciones testamentarias que haga el testador
durante su última enfermedad a favor del sacerdote que en ella le hubiese confesado,
de los parientes del mismo dentro del cuarto grado, o de su iglesia, cabildo, comunidad
o instituto”.
b) Tanto el artículo 745 del Código civil como el 763 establecen como principios
generales de la sucesión “mortis causa”, la capacidad para recibir por testamento y la
libertad del testador para disponer de los bienes con la limitación de los herederos
forzosos. La prohibición del 752 supone una excepción a ambas reglas, sin un motivo
definitivo que lo justifique, a mi entender. Cierto que el supuesto contenido en la
prohibición del 752 puede darse en la realidad y constituye un claro abuso, máxime
por las circunstancias de conciencia y respeto de la intimidad religiosa, lo que no debe
hacerse es elevar ese supuesto a categoría de regla general. La aplicación general de
este precepto puede llevar a soluciones, verdaderamente contrarias a la voluntad del
testador: por ejemplo, el caso del enfermo que hace testamento en el pueblo donde
sólo hay una parroquia y que si previamente confesó con su párroco no puede testar a
favor de ella; o el caso del padre que confiese con su hijo sacerdote, y otros casos que
pueden demostrar, sí la cautela del 752 , pero también la injusticia del precepto.
b) el art. 752 quiebra la laicidad del Estado desde tres puntos de vista: no parece que
la actuación laica del Estado pueda derivar indebidamente consecuencias en el trato a
un ciudadano o grupo de ellos en función de su pertenencia o no a una confesión
religiosa; en segundo lugar en un régimen de aconfesionalidad la cualidad de clérigo o
ministro de culto resulta irrelevante para el derecho estatal para establecer restricciones
a su capacidad de obrar; finalmente desde el punto de vista del acto, la confesión, que
toma en consideración el art. 752 para establecer la prohibición de heredar, es
dudoso que Estado, sin acuerdo previo con la confesión religiosa, conceda relevancia
jurídica a un acto que se produce en el ámbito interno de dicha confesión religiosa.
1. Derecho a la educación
Junto a los aspectos filosófico, teólogo o político sobre la educación está el aspecto
jurídico. El Derecho es el orden justo o, en otras palabras, la ordenación de la vida
social según criterios de justicia. La educación es asunto complejo u objeto de fuerzas
intereses y derechos diversos que han de armonizarse y ahí es donde el Derecho ha de
poner orden y justicia. El Derecho tiene triple dimensión de “hecho, valor y norma” que
es tanto como decir: conjunto de normas sobre una realidad social, desde la valoración
de la justicia. Así pues, el derecho parte de unos valores propios, que estudian la
Filosofía ética; sólo así es posible superar un positivismo radical. No es extraño, pues,
que en la Constitución española vigente de 1978 antes de definir los derechos y
deberes en torno a la educación, se defina esta misma acudiendo a un plano filosófico.
a) Derecho de los titulares centro: el derecho a crear instituciones educativas (cf. art.
27. 6 CE ).
Por su parte el Estado, los poderes públicos garantizan aquel derecho de todos a la
educación mediante el servicio público de enseñanza, que comprende la programación
general de la enseñanza y la creación de centros docentes públicos (cf. art. 27.5. CE
), la inspección y la homologación del sistema educativo (art. 27.8.CE ), y la ayuda a
los centros docentes (art.27-9. CE ).
En todo caso la Constitución de 1978 ha hecho posible la “paz escolar” en España tras
años de guerra escolar, aunque no exenta de escaramuzas que no alcanzan a poner en
peligro la relación Estado-Iglesia durante el ya largo periodo democrático que arranca
de 1978.
2. La libertad de enseñanza
Partimos del derecho real de que nuestra sociedad es una sociedad plural. Plural en
todos los aspectos: en lo político, en lo económico, en lo sindical, en lo religioso, en lo