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1.

El Derecho eclesiástico como rama del Derecho


El estudio del fenómeno religioso puede abordarse desde distintas
disciplinas: la sociología, la teología, la filosofía, la antropología... Una
de estas disciplinas es el Derecho, en cuanto que analiza, sistematiza,
critica, etc. la dimensión de justicia que se da en las relaciones
humanas derivadas del mencionado fenómeno. Puede afirmarse que
el Derecho eclesiástico, hoy, es aquella especialidad jurídica que tiene
por objeto el estudio de la dimensión jurídica del fenómeno religioso,
tanto a nivel individual como colectivo. Este aserto, que no es
compartido plenamente por todos los cultivadores de la disciplina,
puede no obstante considerarse el mayoritario y será, por tanto, el
punto de partida de este tema.

A su vez, esta concepción es el resultado de la evolución de la ciencia


jurídica en su conjunto, marcada –por lo que al Derecho eclesiástico
se refiere- por tres importantes momentos: la reforma protestante
(en el ámbito teológico), el positivismo formalista de origen
kelseniano (en el ámbito jurídico) y la promulgación de la
Constitución de 1978 y su posterior desarrollo (en el concreto
ámbito del Derecho eclesiástico español). Tradicionalmente las
cuestiones eclesiásticas fueron reguladas por la propia Iglesia, hasta
que la reforma protestante, que en su origen negó el carácter jurídico
de la Iglesia, atribuyó al poder secular las competencias sobre las
cuestiones eclesiásticas. El Derecho eclesiástico pasó así de ser el
Derecho que emana de la Iglesia para convertirse en el Derecho
sobre la Iglesia o Iglesias surgido del poder temporal. Si a esta
premisa se añade el postulado de que el Derecho positivo emanado
de los poderes públicos del Estado es el único Derecho (positivismo
jurídico), se marcan las dos coordenadas fundamentales del Derecho
eclesiástico como rama del Derecho. En el caso del Derecho
eclesiástico español hay que añadir una tercera dimensión, como ya
se ha indicado. La promulgación de la Constitución de 1978 supuso el
cambio de un Estado confesional (en lo religioso) y no democrático
(en lo político) a un sistema neutral y democrático. Con ello, el
Derecho eclesiástico se vería obligado a adaptarse a los nuevos
derechos fundamentales y principios proclamados en la Constitución.
En ese preciso momento histórico surgen las nuevas directrices sobre
los estudios de Derecho dotando al Derecho eclesiástico de la
consideración de área jurídica. En este sentido, y más allá de
cualquier posición doctrinal, el Derecho eclesiástico es un área de
conocimiento del Derecho (esto es: no es Historia, ni Sociología, ni
Filosofía) del Estado (no de la Iglesia o Iglesias), cuyos contenidos
fundamentales han sido fijados por una norma positiva.
2. Evolución histórica de la disciplina

2.1. Evolución de la disciplina en Alemania


Desde la famosa obra de Nettelbladt (De Tribus Systematibus
Doctrinae De Iure Sacrorum Dirigendorum Domini Territorialis
Evangelici Quoad Ecclesias Evangelicas Sui Territorii, en
Observationes Iuris Ecclesiastici, Halae Salicae, 1783), la potestad de
los señores territoriales protestantes sobre las Iglesias se viene
explicando acudiendo a tres teorías, que a su vez se corresponden
con las respectivas situaciones históricas y políticas (así como de la
propia evolución teológica del protestantismo) de sucesivas épocas:
el sistema episcopal (2.1.1.), el territorialismo racional (2.1.2.) y el
sistema colegial o colegialismo (2.1.3.). Sólo a partir de la República
de Weimar se proclama la separación de las Iglesias respecto del
Estado, surgiendo así un Derecho eclesiástico en sentido moderno,
fuertemente enlazado con el desarrollo constitucional, situación que
se mantiene con la promulgación de la Ley Fundamental de Bonn
(2.1.4.).
2.1. Evolución de la disciplina en Alemania
Desde la famosa obra de Nettelbladt (De Tribus Systematibus
Doctrinae De Iure Sacrorum Dirigendorum Domini Territorialis
Evangelici Quoad Ecclesias Evangelicas Sui Territorii, en
Observationes Iuris Ecclesiastici, Halae Salicae, 1783), la potestad de
los señores territoriales protestantes sobre las Iglesias se viene
explicando acudiendo a tres teorías, que a su vez se corresponden
con las respectivas situaciones históricas y políticas (así como de la
propia evolución teológica del protestantismo) de sucesivas épocas:
el sistema episcopal (2.1.1.), el territorialismo racional (2.1.2.) y el
sistema colegial o colegialismo (2.1.3.). Sólo a partir de la República
de Weimar se proclama la separación de las Iglesias respecto del
Estado, surgiendo así un Derecho eclesiástico en sentido moderno,
fuertemente enlazado con el desarrollo constitucional, situación que
se mantiene con la promulgación de la Ley Fundamental de Bonn
(2.1.4.).
2. Evolución histórica de la disciplina

2.1. Evolución de la disciplina en Alemania

2.1.1. Sistema episcopal


El Sistema episcopal fundamenta la jurisdicción eclesiástica del señor
territorial en un título de Derecho imperial. De la suspensión del
poder espiritual de los obispos católicos sobre los evangélicos a
través de la Paz de Ausburgo (1555), se deduce que los derechos
episcopales (iura episcopalia) se transfirieron al señor territorial, pero
el contenido de estos derechos seguía definiéndose por el Derecho
canónico.

El sistema episcopal fue fundado por los hermanos Joachim (1544-


1623) y Matthias Stephani (1576). Se consideraba que la cesión de
esos derechos, originariamente de la Iglesia, era transitoria:
permanecería sólo en tanto en cuanto no se produjera la reunificación
de las dos confesiones (católicos y protestantes). Así pues, el poder
de los señores territoriales en materia eclesiástica no se derivaba de
la soberanía estatal. En la teoría episcopal se contenía al mismo
tiempo una cierta limitación del señor territorial sobre las cuestiones
intraeclesiásticas, toda vez que se le consideraba señor territorial o
príncipe y obispo de su territorio (summus epsicopus). En esta
diferencia terminológica la doctrina (Heckel) ha visto una distinción
de funciones y una limitación de poderes. De este modo, los
consistorios protestantes eran, ciertamente, parte de las autoridades
del territorio, pero no les estaba permitido mezclarse en su
organización ni en sus funciones (v. Campenhausen, Jeand’heur).

Como puente entre el sistema episcopal y el territorialismo racional


se sitúa la Restitutionstheorie. La Teoría de la Restitución había
supuesto que los derechos de los señores territoriales sobre
cuestiones eclesiásticas tenían un carácter originario, que habían sido
usurpados por la Iglesia y que la Paz de Ausburgo los había restituido
en forma de iura episcopalia a su titular legítimo.
2.1.2. Territorialismo racional
En los lugares donde triunfó establemente la Reforma protestante, las
Iglesias, roto su vínculo con Roma, no quisieron sustituirlo por un
poder espiritual unitario. Sin embargo, como seguía siendo necesario
un gobierno externo, la facultad de ejercitarlo fue atribuida ahora al
poder civil, en su condición de señor del territorio, de ahí el nombre
de territorialismo otorgado al sistema.

Según el Territorialismo racional se niega que haya un título


específico en virtud del cual los príncipes protestantes ejercen su
autoridad sobre cuestiones eclesiásticas. Estos derechos se
fundamentan a través de su jurisdicción territorial (iura territorialia o
maiestatica). La competencia en materias eclesiásticas, es pues una
consecuencia de la jurisdicción estatal, queda “disuelta” en las
competencias generales del Estado.

El sistema territorial designa, así, la teoría y la práctica de una forma


de relaciones Iglesia -Estado, que reconoce, en sus diversas formas,
la competencia sobre cuestiones internas y esenciales de la Iglesia al
poder estatal de cada territorio (Schlaich); las primeras
manifestaciones del territorialismo no surgen, pues, de un modo
deductivo racional, sino que tienen un origen histórico pragmático y
de orden jurídico positivista. Sus argumentos sobre las relaciones
Iglesia-Estado provienen del Derecho romano bizantino, del
galicanismo, y especialmente del Derecho estatal moderno, basado
en la doctrina de la soberanía de Bodino.

El territorialismo es propio del s. XVII y sus representantes más


destacados fueron Thomasius (1655-1728) y Boehmer (1674-1749).
Los principios dogmáticos del territorialismo racional se derivan de
sus postulados de políticos y religiosos. El primero de ellos es la
libertad de conciencia. La libertad de conciencia tiene vigencia
también en la Iglesia y contra la Iglesia. Ello es una expresión del
individualismo que se dirige contra toda autoridad no autónoma y que
sólo reconoce el absolutismo de la propia razón.

Con la Ilustración experimenta el sistema territorial su culminación


teórica. En los territorios protestantes y bajo el josefinismo austríaco
encuentra el territorialismo su máxima realización práctica.
Metodológicamente constituye un desarrollo ilustrado y secularizado
de la escuela racionalista de Derecho natural, fundamentado en la
religión natural, en la moral, en las doctrinas del pacto social y en el
absolutismo estatal.

La soberanía estatal posee un poder absoluto sobre cualquier ámbito


social y un poder jurídico coactivo excluyente sobre todos los
individuos y asociaciones. Sólo la soberanía estatal determina la salud
publica. Se niega cualquier ámbito jurídico de la Iglesia anterior e
independiente a la soberanía estatal. Thomasius, máximo
representante de la doctrina territorialista, señalaba el ius circa sacra
como el máximo derecho de la autoridad secular. Al considerarse que
hay un solo poder en la comunidad social, el del Estado, la Iglesia
figuraba en este sistema dentro del Derecho del Estado como una
creación arbitraria del señor territorial; su Derecho, como Derecho
del Estado; sus ministros, como empleados al servicio del príncipe; y
su doctrina, como doctrina y norma del Estado. El contenido de tal
doctrina quedaba al arbitrio del criterio del señor territorial y dentro
de sus competencias (Heckel). El poder del Estado deja de tener una
fundamentación teológica para legitimarse por el pacto social. Deja
de ser un fin del Estado la cura religionis y pasan a serlo la garantía
de la paz exterior, la seguridad y el bienestar.

Ciertamente, el príncipe territorial alemán en esta época quería ser


tolerante, en la medida en que esa tolerancia no supusiera ningún
peligro para la tranquilidad del Estado (Stolleis). Pero esa tolerancia
era sólo un modo de ejercicio de su poder, no una manifestación de
que se reconociera incompetente en cuestiones religiosas. El
territorialismo supuso, pues, que el Estado, en cuanto comunidad
soberana, podía imponerse o situarse al margen de las concepciones
propias de las Iglesias. El sistema territorial, como teoría política del
absolutismo y como antecedente opuesto al colegialismo, se había
servido -según hemos mencionado- del concepto de Iglesia de la
escuela racionalista del Derecho natural, para negar a esa misma
Iglesia unos principios constitucionales con fundamento teológico
propio y así someterla plenamente a la soberanía estatal. Cualquier
gobierno sobre la Iglesia será, a partir de entonces, un gobierno es
2. Evolución histórica de la disciplina

2.1. Evolución de la disciplina en Alemania

2.1.3. Sistema colegial o colegialismo


Como reacción a la doctrina del territorialismo, surgió la teoría
colegial del siglo XVIII. El sistema colegial (el concepto aparece por
primera vez en J. M. Boehmer, 1736) designa en la Alemania del s.
XVIII -en conexión con el sistema episcopal y el sistema territorial-
una visión protestante de la legitimación eclesiástica y de la limitación
de la jurisdicción sobre la Iglesia de los príncipes territoriales, y en
general designa también una forma de entender las relaciones
Iglesia- Estado, que incluye un concepto sobre la esencia de la Iglesia
y su Derecho. Los principales representantes del colegialismo fueron
Chr. M. Pfaff (Origines Iuris Ecclesiastici, 1719, 1756; Academische
Reden über das Kirchenrecht, 1742) y J.L. v. Mosheim (Allg.
Kirchenrecht der Protestanten, 1760); sus precedentes se encuentran
en Pufendorf y en J. H. Boehmer y su principal detractor fue J.J.
Moser. La teoría colegial alcanzó su influencia práctica sólo a
principios del s. XIX.

El sistema Colegial o Colegialismo del s. XVIII finalmente atribuye a


la Iglesia una jurisdicción propia en forma de los Derechos de una
sociedad (Iura collegialia). A los señores territoriales se les traspasa
el ejercicio de los poderes eclesiásticos. De este modo, la
competencia en cuestiones eclesiásticas tiene como título jurídico un
acto de cesión.

Según el método racionalista del Derecho, el colegialismo suponía la


construcción siguiente: La Iglesia visible es una comunidad libre e
igual a la comunidad civil (collegium, societas libera et equali). Como
cualquier otra sociedad la Iglesia tiene los derechos propios de un
colegio, para perseguir sus fines. El ejercicio del poder eclesiástico
puede ser cedido por la Iglesia para el ejercicio de su administración
ordinaria a una o varias personas. Esto fue lo que hicieron las Iglesias
evangélicas de Alemania en el curso de la Reforma: transferir sus
poderes a los príncipes territoriales, siempre y cuando fueran
miembros de esa Iglesia. Junto a los iura circa sacra collegia el
príncipe territorial ejercía su poder de jurisdicción sobre el territorio y
su poder de inspección sobre la Iglesia como sobre cualquier otra
sociedad dentro del Estado, para garantizar la salud publica. El
gobierno de la Iglesia (Kirchenregiment) y jurisdicción sobre el
territorio (Landeshoheit) coexistían, pues, en la misma persona: el
príncipe territorial.

El colegialismo intenta liberar a la Iglesia de las garras de la


soberanía estatal, que había sostenido el sistema territorial, sentando
unos principios en las propias constituciones eclesiásticas que le
permitieran volver a recibir sus derechos. Sobre la base del Derecho
racional, apela a los derechos que la Iglesia tiene en cuanto sociedad.
El príncipe territorial debe respetar, junto a la libertad individual, la
libertad natural de las sociedades, que se extiende tanto a las
ceremonias como a la propia constitución de la Iglesia. Los derechos
fundacionales de la Iglesia son de origen divino y el Estado no puede
disponer de ellos. La libertad de la Iglesia tiene un origen divino y
jurídico secular (Pfaff).

El colegialismo, con la ficción histórica de la cesión de los iura


collegialia, creó un título eclesiástico, capaz de legitimar y limitar el
gobierno sobre la Iglesia ejercido por los príncipes territoriales. Se
intentó con ello liberar al gobierno de la Iglesia del derecho absoluto
y arbitrario ejercido por las autoridades seculares, vinculando a éstas
a la esencia, fines y normas de la sociedad eclesiástica. El
colegialismo no parte de un pacto de sumisión de la Iglesia al poder
estatal, lo cual conduciría a una societas inequalis, sino que la Iglesia,
al ceder sus poderes al príncipe territorial, lo hace con unas reservas
a las que el poder civil está vinculado. La Iglesia puede revocar su
cesión cuando el príncipe cambie de confesión o abuse de sus
derechos. Esta es una fuerte diferencia entre el colegialismo y el
territorialismo.

Así pues, el episcopalismo y el sistema colegial tienen en común que


señalan un título jurídico específico para la competencia del señor
territorial o autoridad estatal en cuestiones eclesiásticas, mientras
que para el territorialismo el único título jurídico que reconoce, ya sea
para cuestiones eclesiásticas o estatales, es la soberanía territorial.
En síntesis, de las teorías territoriales y colegialistas, propias del
pensamiento protestante, resulta que la libertad de las confesiones
depende, en último término, de la decisión del poder político que, si
se autolimita, es por una libre decisión de su exclusiva competencia,
ya que aunque el límite pudiera ser el pacto o los compromisos
contractualmente adquiridos, éstos son siempre de origen voluntario
y, en último extremo, rescindibles o revocables. Ambas doctrinas
supusieron de facto el ejercicio del poder espiritual por los príncipes
seculares, aunque con distinta justificación.

El colegialismo no trató de separar a la Iglesia del Estado, sino de


asegurar la libertad de la Iglesia en el Estado. Con la diferenciación
entre el poder eclesiástico y la jurisdicción estatal sobre la Iglesia, el
colegialismo mantuvo que esa jurisdicción estatal comprendía sólo la
inspección sobre la Iglesia para la garantía de los intereses estatales,
según criterios seculares. Esta teoría fundamentó, en suma, la
autonomía de la Iglesia como sociedad religiosa, es decir como
corporación en el marco del Derecho secular y puso las bases
fundamentales de las modernas instituciones en materia de
relaciones Iglesia- Estado y Derecho. Schlaich afirma que el
colegialismo es el fundador de la teoría de las relaciones Iglesia-
Estado del Estado liberal de Derecho (art. 140 de la LFB en relación
con el art. 137, 3 de la Constitución de Weimar).
2. Evolución histórica de la disciplina

2.1. Evolución de la disciplina en Alemania

2.1.4. El Derecho eclesiástico a partir de la Constitución de Weimar y


la Ley Fundamental de Bonn
A partir de la Constitución de Weimar (1919), con la proclamación de
los llamados artículos eclesiásticos, se produjo un nuevo impulso en
el cultivo del Derecho eclesiástico, pues en esos artículos se
constitucionalizaban una serie de principios en parte totalmente
nuevos (como el principio de neutralidad: Ninguna confesión tendrá
carácter estatal) y en parte herederos de última época de la
monarquía prusiana, y más concretamente del Derecho General
Prusiano: el impuesto eclesiástico o el status de corporación de
Derecho público.

Los cultivadores del Derecho eclesiástico en Alemania se han


caracterizado por el tratamiento de las materias propias de esta
disciplina fuertemente enraizado con la dogmática alemana de los
Derechos fundamentales. Así entre las figuras más destacadas se
encuentran profesores que comparte la docencia e investigación en
estas materias con otras ramas del Derecho como la Filosofía del
Derecho (Böckenförde, Hollerbach), el Derecho público (Isensee,
Kirchhof, Scheuner, Smend, Starck, Loschelder), el Derecho
comunitario (Robbers) y el Derecho de la Iglesia católica (Listl) o
protestante (Heckel, v. Campenhausen, Pirson).

El cultivo del Derecho eclesiástico en Alemania estuvo desde sus


comienzos compartido por profesores de derecho de la Iglesia
(católica o protestante) y también por profesores de cualquiera de las
ramas del Derecho público. En las obras de gran parte de ellos se
refleja su herencia filosófica de origen kantiano y hegeliano. En mi
opinión uno de los aspectos que pone de manifiesto a lo largo de toda
la evolución de la disciplina del Derecho eclesiástico en Alemania es
una fuerte concepción monista del Derecho. El Derecho eclesiástico
es parte del Derecho del Estado, y éste es concebido en gran medida
siguiendo la teoría hegeliana. Por ello, no he seguido en esta
exposición la línea tradicional de explicación del origen de nuestra
disciplina. Como se verá a continuación, la evolución en Italia del
Derecho eclesiástico parte de una concepción dualista, y de las
relaciones entre ordenamientos. Coordenadas teóricas enteramente
distintas de la evolución que se acaba de exponer en el ámbito
protestante.
2. Evolución histórica de la disciplina

2.2. Evolución de la disciplina en Italia


Aunque el punto de arranque del Derecho eclesiástico en Italia sea la
recepción de la obra de Friedberg a través de Ruffini y la posterior
polémica entre éste y Scadutto, el campo italiano sobre el que caía la
semilla de Friedberg era bien distinto del campo germánico en el que
había nacido la planta cuya semilla iba a ser trasplantada.
2.2.1. Corriente institucionalista
Incluso cuando el Derecho eclesiástico se considera desde la
perspectiva del Estado (De Luca) -esto es, en su sentido moderno-, la
doctrina designa como corriente institucionalista aquella versión del
Derecho eclesiástico que se centra en la relación entre los
ordenamientos civiles y confesionales partiendo de su respectiva
autonomía, y este fue el origen del Derecho eclesiástico en Italia. El
Derecho eclesiástico de carácter dualista tenía como objeto propio a
las relaciones del Estado con las Iglesias, y se asentaba sobre la base
de la teoría de las relaciones entre ordenamientos jurídicos primarios
de Santi Romano (Fornés). La perspectiva internacionalista e
institucional del Derecho eclesiástico estudia el sistema de relaciones
Iglesia (fundamentalmente la Iglesia católica) - Estado desde la
perspectiva de las relaciones entre dos personas jurídicas, cada una
con su propio ordenamiento (Del Giudice, Jemolo). Puesto que ambos
ordenamientos son, siguiendo la doctrina de Santi Romano,
originarios y autónomos entre sí, al proceder de dos sujetos
independientes y soberanos, sus vías de relación serán las propias del
Derecho internacional y la forma de relacionarse será por medio de
tratados internacionales (concordatos).

Durante años tuvo especial influencia lo establecido por Santi


Romano sobre las relaciones entre ordenamientos. Sin embargo, la
concepción interordinamental dio paso a la libertad religiosa, como
quicio en torno al cual debía girar toda la disciplina.
2.2.2. Corriente constitucionalista
Al término de la Segunda Guerra mundial, se produjo en Italia un
proceso de individualización del Derecho eclesiástico (Martínez-
Torrón). De la perspectiva de las relaciones entre personas jurídicas y
sus ordenamientos, se pasó a la perspectiva de la persona humana
individual y sus libertades. Las iglesias y confesiones seguían siendo
objeto de estudio, pero como una manifestación del ejercicio colectivo
de la libertad religiosa individual. Entre las principales categorías de
estudio se situará ahora la de derecho público subjetivo, y las claves
de interpretación serán las de los derechos fundamentales,
atendiendo a la jurisprudencia constitucional.

En la década de los setenta, el debate doctrinal pasó a estar centrado


en buena medida, en si el ateísmo forma parte o no del derecho de
libertad religiosa (Caputo). Las objeciones de conciencia acapararon
en las décadas siguientes los esfuerzos de los colegas italianos
(Bertolino). Hoy, la doctrina italiana dedica su atención de modo
prioritario al fenómeno de la internacionalización de los derechos
humanos (Ferrari, Margiotta, Onida) y al estudio de la distribución de
competencias en materia religiosa entre las distintas instancias
municipal, regional, estatal y comunitaria (Cimbalo). Además de los
manuales y tratados clásicos de Derecho eclesiástico italiano
(Berlingò, Botta, Cardia, Finocchiaro, Lariccia, Vitale), en los que
puede apreciarse una evolución temática y de planteamientos muy
similar a la española, resulta también presente la reflexión sobre el
Derecho eclesiástico comparado (Mirabelli).
3. Su autonomía y objeto

3.1. Autonomía
La afirmación de la autonomía del Derecho eclesiástico plantea al
menos dos interrogantes iniciales: Autonomía ¿respecto de quién? Y
autonomía ¿para qué?.

La respuesta acerca de la primera (de quién es autónomo el Derecho


eclesiástico) se ha contestado tradicionalmente atendiendo a su
autonomía respecto del Derecho canónico. Ya Lombardía señaló que
se trataba de dos disciplinas no sólo distintas; sino también
contrapuestas por incuestionables razones de objeto y de método.
Esta cuestión parece hoy unánime y pacíficamente aceptada.

Mayores dificultades plantea la fundamentación de la autonomía del


Derecho eclesiástico sobre la base de un objeto propio (García
Hervás) o sobre la base de unos principios propios (Viladrich). Si se
afirma que la autonomía del Derecho eclesiástico descansa sobre el
objeto de su estudio, se plantea el problema de cuál debe ser éste
¿las relaciones del Estado con las confesiones religiosas, el factor
religioso en general, la libertad religiosa o las libertades públicas en
su conjunto? En el apartado siguiente se verán las distintas posturas.
Si se hace depender la autonomía de unos principios integradores que
le dan unidad al disperso sistema de fuentes, surge entonces la
cuestión de cómo unos principios (libertad religiosa, igualdad,
neutralidad, cooperación) que no son exclusivos del Derecho
eclesiástico determinan su peculiaridad.

En los primeros años de esta disciplina se ha dedicado más atención a


reafirmar su autonomía que a señalar sus lazos con otras disciplinas,
quizá por ello resulte hoy más necesaria una reflexión de la finalidad
de esta pretensión de reafirmar la propia autonomía (la autonomía,
¿para qué?). No en vano las propuestas de estudio interdisciplinar
sobre las raíces comunes (civiles y canónicas) del Derecho en Europa,
las evidentes relaciones del Derecho eclesiástico con otras disciplinas
como la Filosofía del Derecho, el Derecho internacional o el
constitucional parecen apuntar a que esa autonomía es más bien una
delimitación necesaria desde el punto de vista pedagógico (de
transmisión del conocimiento jurídico) o de origen histórico (Souto)
que una exigencia científica.

Esta posición de escasa euforia ante la afirmación de la autonomía del


Derecho eclesiástico no obsta para que reconozcamos la peculiaridad
de la regulación jurídica del fenómeno religioso, que viene
determinado por la existencia de las confesiones (sujetos de derecho
con indudable relevancia práctica) y la abundancia de fuentes
pacticias.
3. Su autonomía y objeto

3.2. Objeto
Conviene hacer la siguiente advertencia: cuando nos referimos al
objeto del Derecho eclesiástico, no pensamos en la lógica e inevitable
variación temática que atribuye, en cada momento, a una
determinada cuestión el papel de protagonista dentro de la disciplina.
Tampoco hacemos referencia al elenco temático que debe abarcar la
disciplina como el objeto material que le es propio, con independencia
de que en un determinado momento tenga mayor o menor
actualidad. Así entre los temas de indudable actualidad en nuestra
disciplina a comienzos de los ochenta, cabe señalar el ateísmo y al
inicio de la década de los noventa los acuerdos con las confesiones
religiosas minoritarias, y quizá últimamente se aprecie un cierto furor
por los temas islámicos. Más bien, trataremos de exponer las
consideraciones doctrinales más relevantes en torno al eje alrededor
del cual habrán de vertebrarse sus contenidos propios.

Si, en su inicio, la ciencia del Derecho eclesiástico se fundamentó


sobre la base de las relaciones entre ordenamientos (estatal y
confesional) (Fornés), durante los primeros años posteriores a la
Constitución numerosos eclesiasticistas adoptaron posiciones
favorables a la libertad religiosa como objeto principal del Derecho
eclesiástico. En opinión de Ibán, las vías a través de las cuales se
manifiesta el cambio de concepción de la disciplina son las siguientes:
“1, la consideración del individuo como eje del sistema de libertades y
la tipificación de la libertad religiosa como un derecho subjetivo; 2, la
consideración del Derecho eclesiástico como una legislación para la
libertad (legislatio libertatis); 3, la polémica acerca de la titularidad
del derecho de libertad religiosa y la discusión acerca de la ubicación
o no del ateísmo en el ámbito del Derecho eclesiástico”.

Sin embargo, esta afirmación no resuelve el problema, lo remite a la


delimitación del contenido de esa libertad.

Como ha señalado Vega, “la línea metodológica que pretende


fundamentar el objeto del Derecho eclesiástico en las manifestaciones
individuales de la libertad –sea religiosa, ideológica o de conciencia,
según las personales preferencias- encuentra graves limitaciones
porque (...) no existen tales diferencias en el régimen jurídico de las
libertades ideológica y religiosa respecto de las restantes que
justifiquen la aparición de una rama del Derecho o de una
especialización”.

Al situarse la libertad religiosa como quicio, en torno al cual gira todo


el Derecho eclesiástico, pasa a ser un tema decisivo la diferenciación
conceptual entre libertad religiosa e ideológica. A esta cuestión se ha
dedicado en nuestra doctrina quizá demasiada atención. Tanto los
escritos sobre el concepto de libertad religiosa como los escritos
sobre el objeto del Derecho eclesiástico son una prueba de la
atención doctrinal. Seguramente se ha pensado que del concepto que
se tenga de libertad religiosa depende el elenco de temas o materias
que incluye la disciplina. Y, ciertamente, la comparación del concepto
de libertad religiosa de Llamazares, por ejemplo es bien distinta de la
que sostiene Hervada y también el índice sistemático del manual de
Llamazares es distinto de los manuales que se han ido publicando por
autores que, de modo más o menos cercano, han seguido sus
planteamientos. Es claro, además, que no son estas dos las únicas
concepciones que han cristalizado en una temática propia.

En síntesis, los argumentos sostenidos por las dos corrientes


contrapuestas pueden exponerse en los términos siguientes: La
libertad religiosa tiene como objeto propio la libertad en el momento
del acto de fe y el libre ejercicio del culto religioso, mientras que la
libertad ideológica protege la esfera del individuo en su concepción
del hombre, de la vida y del mundo. Esta concepción doctrinal sitúa al
ateísmo -una vez resuelto el problema del acto de fe en sentido
negativo- dentro de la libertad ideológica (Viladrich). Para otros
autores, el ateísmo necesariamente debe estar protegido por la
libertad religiosa; en caso contrario se caería en la contradicción de
que una opción positiva estaría protegida por un derecho, mientras
que la opción negativa estaría protegida por otro distinto (Ibán). Pero
en ambos casos, el objeto del derecho eclesiástico se identifica, de un
modo u otro con la libertad religiosa, aunque se exprese de modos
diferentes.

Para la postura doctrinal defendida por Llamazares, el objeto del


Derecho eclesiástico es la libertad de conciencia, que incluiría la
libertad ideológica y la religiosa, como parte de este derecho a la libre
formación crítica de la conciencia. De ahí que trate también en su
manual el tratamiento del derecho a libertad de información,
asociación, etc. Desde la libertad de creencias, Souto llega también al
tratamiento del conjunto de las libertades públicas como objeto del
Derecho eclesiástico.

En nuestra opinión, esta discusión no tiene hoy actualidad. Si bien es


cierto que a ley orgánica de libertad religiosa distingue
intencionadamente entre libertad religiosa e ideológica, también hay
que tener en cuenta la necesaria referencia al Derecho internacional
(art. 10, 2 de la CE ), en la interpretación de los derechos
fundamentales, impide distinguir el objeto de estos derechos con la
nitidez con que se perfila la tinta china sobre el papel blanco.

Además de que como se ha dicho no es posible la delimitación exacta


entre estos derechos, en mi opinión, entre el concepto de libertad
religiosa y el de Derecho eclesiástico no hay una exacta relación de
correspondencia recíproca, aunque no deje de haber obviamente
relación entre ambas. Quiero decir con ello que, a mi juicio, tiene más
relevancia para el Derecho eclesiástico la protección jurídica que de
hecho un ordenamiento jurídico proporciona al derecho de libertad
religiosa que cualquier construcción teórica acerca de la delimitación
de esta libertad respecto de otras libertades estrechamente
relacionadas entre sí.

Por lo que respecta a la delimitación del objeto material del Derecho


eclesiástico, estimamos que reviste especial interés pronunciarse
acerca de si las dos concepciones antes expuestas (internacionalista o
interordinamental y constitucionalista o centrada en el derecho de
libertad religiosa) tienen una vía de integración o no. En España,
quizá al haber recibido la disciplina en el pleno apogeo de la
concepción del Derecho eclesiástico como legislatio libertatis de
nuestros colegas italianos, el nacimiento del Derecho eclesiástico
español está impregnado de una apasionada defensa de la libertad
del individuo. Sin que quepa olvidar, como causa paralela del estado
actual de nuestra disciplina, la reacción frente al sistema anterior, en
el que el estudio de Derecho eclesiástico se centraba de modo casi
exclusivo en el Concordato con la Santa Sede de 1953. Ahora bien,
que éste sea el estado actual de la cuestión en nuestra disciplina me
parece que no debe llevar a justificarlo los argumentos dogmáticos
como si fuera el único posible o el único verdaderamente ajustado a
la lógica.

Así pues, el objeto del Derecho eclesiástico, está constituido tanto por
la regulación jurídica de la libertad religiosa individual, como por las
relaciones jurídicas en las que intervienen las confesiones religiosas
en calidad de tales. Ahora bien, la especificidad del Derecho
eclesiástico tiene su causa principalmente en éstas y no tanto en la
libertad religiosa individual. Esta sin aquellas no parece que presente
la necesidad de un Derecho especial y, en consecuencia, de una rama
del Derecho dedicada a su estudio, como no lo tienen el derecho a la
intimidad, a la libertad de expresión, etc. Además, como ha puesto de
relieve Hervada, no toda la regulación positiva vigente de las
relaciones entre confesiones y poderes públicos es consecuencia de la
libertad religiosa, ni viene necesariamente exigida por ésta.
4. Situación actual en España
Las diversas posiciones doctrinales en torno al objeto del Derecho
eclesiástico permiten reconocer las tendencias siguientes: Por un
lado, aquel sector doctrinal que postula la ampliación del Derecho
eclesiástico al estudio de las libertades públicas, pone de manifiesto
un aspecto importante. El Derecho eclesiástico forma parte del
Derecho público. Si en el período inmediatamente posterior a la
Constitución se reafirmó la autonomía del Derecho eclesiástico, quizá
sea llegada la hora de resaltar su pertenencia al Derecho público.
Esta interdependencia del Derecho eclesiástico con las demás
especialidades del Derecho público hace que no resulte posible al
cultivador del Derecho eclesiástico sustraerse del cultivo de aspectos
más generales del Derecho público.

Por otro lado, tanto los autores que marcan el acento en la protección
supranacional de la libertad religiosa, como aquellos otros que
subrayan la aportación del Derecho canónico a la cultura jurídica
europea, entendiendo que este es un ineludible ámbito de estudio del
eclesiasticista, vienen a destacar que el Derecho eclesiástico se
muestra como un campo especialmente apto para el cultivo del
Derecho comparado histórico y vigente.

Quizá sea, pues, el momento de reflexionar sobre la unidad de la


ciencia jurídica a la que hacen referencia estas palabras de Jemolo
(Elementi di Diritto ecclesiastico, Florencia, 1927): “una innovación
en relación con nuestros cursos universitarios -no en relación con los
tratados extranjeros- es la separación entre la exposición del Derecho
de la Iglesia y del Derecho del Estado. Incluso quien como Romano
ha demostrado con mayor claridad la imposibilidad de fundir en un
único concepto los dos Derechos, creía que debía reunirlos en la
exposición docente”.
EL JUDAÍSMO. EL CRISTIANISMO. EL ISLAM

Combalia Solís, Zoila. Catedrática de Derecho Canónico de la Universidad


de Zaragoza

1. Introducción

El derecho eclesiástico del Estado se presenta, en su definición clásica, como aquella


rama del ordenamiento jurídico estatal que regula el factor social religioso. Para estar
en condiciones de comprender y valorar la regulación estatal del factor social religioso
es necesario un conocimiento adecuado de tal factor y, muy especialmente, de las
confesiones religiosas.

Si bien el objeto del derecho eclesiástico no se limita actualmente a la dimensión


colectiva de lo religioso, sino que alcanza también a sus aspectos individuales, lo que
histórica y lógicamente ha propiciado la consolidación del derecho eclesiástico como
disciplina autónoma ha sido el tratamiento jurídico de las confesiones. La tutela de la
libertad religiosa, si no existieran los grupos religiosos, no presentaría ninguna
especialidad respecto a la tutela jurídica de otras libertades individuales que hubiese
justificado la formación de una disciplina autónoma para su estudio. Ha sido la
“peculiar” actuación en la sociedad de esos “peculiares” grupos que son las confesiones,
lo que ha conducido a articular una disciplina en torno a su tratamiento jurídico estatal.
Peculiar actuación pues son “organizaciones que organizan” (celebran matrimonio,
imparten enseñanza, etc.) con relevancia en la sociedad y peculiar naturaleza en virtud
de su autonomía respecto al Estado. Sin conocer su modo de organizarse y organizar,
difícilmente puede el Estado regular -o el estudioso conocer- los problemas jurídicos que
lo religioso suscita en la sociedad.

Expresamente establece en España la LOLR (Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de


Libertad Religiosa ) que “las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas inscritas
tendrán plena autonomía y podrán establecer sus propias normas de organización,
régimen interno y régimen de su personal” (artículo 6 ). Es decir, las confesiones se
organizan según sus propias normas, externas al derecho estatal. El legislador estatal
debe, no obstante, tener en cuenta tales normas en sus relaciones con las confesiones.
Esto es quizá especialmente claro en aquellos países, como el nuestro, en los que la
cooperación entre ambas instituciones se traduce en una normativa bilateral donde,
incluso procedimentalmente, para alcanzar la conclusión de acuerdos, se requiere el
conocimiento del derecho de las confesiones y de sus órganos de gobierno competentes.
No sólo a nivel legal; también a nivel administrativo y jurisprudencial es necesario el
conocimiento de las confesiones para resolver las situaciones jurídicas que éstas
plantean.

La necesidad de dicho estudio concurre también en aquellos casos en los que


determinadas instituciones, relaciones, normas o conceptos propios de las confesiones
religiosas son, de algún modo, recibidos en el derecho estatal. Así, respecto al
matrimonio religioso, prescripciones dietéticas, ministros de culto, bienes sagrados, etc.

Y no se puede valorar una institución religiosa determinada si uno no es capaz de


ubicarla en la iglesia o comunidad en la que se integra. De ahí que en los siguientes
temas del programa ofrezcamos una descripción general de las principales confesiones
religiosas. Se trata de dos lecciones introductorias en los que no se va a explicar
derecho, sino la realidad que el derecho (eclesiástico) ha de regular.
Las confesiones religiosas no son un fenómeno uniforme sino plural, con características
muy diferentes unas de otras. Esta lección se centra en las tres grandes religiones
monoteístas: judaísmo, cristianismo e islam que, junto a la creencia en un único Dios
creador y trascendente, poseen una tradición histórica, profética y escriturística, en
parte común. Se ha escrito que estas tres religiones “nacieron en ese crisol de culturas
conocido como Oriente Medio, brotaron del impulso de los profetas y el paso por el
desierto (el del Sinaí en Moisés, el de Judea en Jesús, el de Arabia en Mahoma) y han
afectado a la historia universal como ninguna corriente ideológica (…) ha podido
hacerlo” (César Vidal Manzanares). Actualmente, sobre una población mundial calculada
en 6.000.000.000, algo más del 50% (3.090.000.000) profesa alguna de estas tres
creencias.

Nos limitaremos a esbozar las líneas básicas de estas religiones pues resulta imposible
ofrecer una descripción completa y exhaustiva de cada una. Es un tema de cultura
general en el que quizá, para muchos lectores, se aborden cuestiones bien conocidas.
Para aquellos menos familiarizados con estas religiones o con alguna de ellas, sirvan
estas líneas como marco que les facilite, con posterioridad, ubicar y comprender
certeramente los problemas que de su regulación jurídica derivan.

2. El judaísmo

2.1. Orígenes y rasgos generales

Según la Biblia, los antecedentes del pueblo judío se remontan a una tribu semítica
nómada que llegó a Caná desde Mesopotamia, hacia el año 2000 a.C. En torno al s.
XVII a.C., Dios hace un pacto con Abraham en el que le promete, a él y a su
descendencia, una tierra; ésta fue conquistada por las tribus de Israel entre los s. XIII y
XI a.C. De particular relevancia en la historia de Israel es el momento en que Moisés
recibe, en lo alto del Monte Sinaí, las Tablas de los Diez Mandamientos (1190 a.C.).

Desde que Judea fuera conquistada por Babilonia (587 a.C), el territorio en el que se
había asentado el pueblo judío fue sucesivamente sometido a dominio “extranjero”:
babilónico, persa, greco-macedonio, romano, bizantino, árabe, turco y británico. Pocos
han sido los judíos que han habitado “la tierra prometida” desde la diáspora. La
diáspora o dispersión de los judíos por todo el orbe, aunque había comenzado antes,
culminó tras la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70 y se mantuvo
durante diecinueve siglos hasta la creación del Estado de Israel en Palestina en 1948. El
proceso de creación de este Estado fue favorecido y acelerado por el sentimiento de
culpabilidad de las grandes potencias occidentales respecto al holocausto del pueblo
judío perpetrado por el nazismo. Pese a la creación de un Estado judío, la mayor parte
de los judíos sigue viviendo en la diáspora.

El judaísmo no es solo una religión sino la historia (sagrada y civil) de un pueblo. En él


no es sencillo distinguir los aspectos étnico-políticos de los religiosos. Trataremos de
poner aquí el acento en los religiosos, dejando al margen los étnico-políticos, si bien la
propia historia del judaísmo muestra la estrecha interrelación entre ambos.

El judaísmo es la religión de la alianza en la que Dios, su pueblo y la tierra prometida se


erigen como pilares básicos. Es la religión monoteísta más antigua de la historia, la
primera que, desde sus orígenes, marca las diferencias con el paganismo y el
politeísmo. También es la primera religión depositaria de un Libro sagrado en el que, a
juicio de sus creyentes, se contienen las revelaciones de Dios a la humanidad.

2.2. Fuentes de la revelación

La Biblia hebraica se compone de una serie de libros agrupados en tres partes: la Torá o
pentateuco, los profetas y las hagiografías.
Junto a la Biblia, el segundo libro sagrado del judaísmo es el Talmud, que consiste en
una compilación de comentarios e interpretaciones de la Biblia procedentes de la
tradición oral. Pieza maestra del Talmud es la Misná, un amplio conjunto de enseñanzas
recogidas por escrito por el rabino Yehudá ha-Nasí en el s. II.

La existencia de un cuerpo legal es básica en el judaísmo. Se ha afirmado que la vida


judía está más centrada en lo que los judíos deben hacer y evitar, que en lo que deben
creer. Ciertamente los judíos comparten unas creencias pero éstas se expresan e
interpretan de diversos modos y no existe un conjunto de dogmas formulados con
autoridad; sin embargo, el derecho judío es detallado en sus mandatos y su observancia
ha sido considerada definitoria de la identidad judía. Así, si se le pide a un judío devoto
que identifique la esencia de su religión, probablemente se referirá en primer lugar a las
prácticas específicas que exige y a su vinculación a un pueblo, a una tierra y a una
historia específicos; sólo en segundo lugar tratará de las creencias que subyacen a esas
prácticas y vínculos.

El derecho judío es, sin duda, un derecho religioso. A pesar de ello se ocupa también de
asuntos seculares, regulando cuestiones como la indemnización por daños, las
relaciones entre arrendador y arrendatario, el robo, los depósitos, los regadíos, los
procesos judiciales, etc.

2.3. Credo, práctica religiosa y ritos

Las creencias básicas de los judíos son las siguientes:

La existencia de un solo Dios (Yahweh) creador y regidor de todos los seres. La alianza
de Dios con el pueblo de Israel -el pueblo elegido-, alianza que nunca será derogada y
que, como respuesta, exige la fidelidad de Israel a Dios. Señal de la alianza es la tierra
prometida que Dios otorgó a Abraham y a sus descendientes legítimos. Yahweh reveló
su ley en el Monte Sinaí, circunstancia que obliga a los judíos a vivir conforme a un
conjunto de normas. Los judíos creen en la identidad de la Torá actual con la entregada
a Moisés y en su inmutabilidad. Asimismo, proclaman que Dios es justo y es el juez del
género humano; esperan la venida del Mesías y la resurrección de los muertos.

La práctica religiosa judía está integrada por una serie de oraciones y bendiciones que
se recitan a lo largo del día y en diversas circunstancias de la vida. Los judíos respetan
determinadas prescripciones alimentarias: distinguen entre alimentos puros e impuros.
La pureza atañe, no sólo a las especies animales, sino también a su preparación, de
modo que el animal debe sacrificarse de una manera ritual, sacándole la sangre.
Observan el Sabat, que comienza el viernes a la caída del sol y concluye el sábado con
la aparición de las primeras estrellas; durante ese tiempo no pueden realizar actividades
profesionales, lucrativas, productivas o creativas. Junto al Sabat, las fiestas judías más
importantes son las siguientes: Rosh Hashaná (año nuevo), Yom Kippur (Día de la
Expiación), Succoth (Fiesta de las Cabañas), Pesaj (Pascua), Shavuot (Pentecostés) y
otras. Practican también otros ritos y costumbres como, por ejemplo, el de la
circuncisión masculina.

Es necesario destacar que el judaísmo no es una religión proselitista ni misionera.

2.4. Lugares de culto y ministros

La sinagoga es para los judíos lugar de reunión, culto y enseñanza. Originariamente era
sobre todo el lugar donde los judíos se reunían para leer y estudiar la Biblia. A partir de
la destrucción del templo de Jerusalén en el año 70, la sinagoga reemplazó al templo y
se transformó en el centro de la vida judía. En la sinagoga destaca el Arca Sagrada,
donde se guardan los rollos de la Torá y que está flanqueada por dos candelabros de
siete brazos; el Ner Tamid, símbolo de la luz eterna de la Torá, y el lugar para la lectura
de la Torá y demás oraciones. Durante las ceremonias en las sinagogas, los hombres
llevan la cabeza cubierta, permaneciendo de pié en la nave y las mujeres se sitúan en
las galerías laterales, separadas de los hombres.

En cuanto a sus dirigentes religiosos, las funciones y autoridad del rabino han variado
según los tiempos y lugares. La palabra rabbí, de origen hebraico, significa “maestro
mío”. La autoridad del rabino emana del conocimiento que tiene de la Ley y su misión
fundamental es velar por ella. Es un sabio, un doctor, un intérprete de la ley, un juez,
pero no un sacerdote. Su autoridad no es sacramental sino moral, esto es, no radica en
una consagración que lo haga instrumento infalible de la Ley divina, sino en su sabiduría
y virtudes.

Ha habido variaciones a lo largo de la historia sobre el modo de adquirir el título de


rabino. Actualmente se requiere la realización de unos estudios y, una vez adquirido el
título, la idoneidad para desempeñar el cargo la juzga cada una de las comunidades
judías. Mientras ejercen como rabinos en una comunidad o institución, suelen tener
dedicación plena y estable y tienen derecho a recibir un salario. No tienen compromiso
de celibato. Antiguamente, sin embargo, el título de rabbí se aplicaba a los maestros de
Israel que habían recibido la imposición de manos y, el estudio de la Torá, solía hacerse
compatible con la práctica de otra profesión u oficio; aceptar remuneración por la
enseñanza se consideraba una profanación del Nombre divino. Fue a partir del s. XIV
cuando se desarrolló la práctica de retribuir a los rabinos para que estos pudieran
dedicarse establemente a sus funciones.

2.5. Datos estadísticos y distintas ramas dentro del judaísmo

Los judíos no forman un grupo monolítico, sino que entre ellos existen importantes
divergencias culturales, políticas, ideológicas y religiosas. Centrándonos en éstas, desde
el s. XIX el judaísmo se ha escindido en diversos grupos: Los ortodoxos, tratan de
mantener el modo de vida tradicional y observar la Torá y el Talmud al pie de la letra.
Los judíos liberales, de criterio más amplio, tienden a adaptar la normativa judía a las
circunstancias actuales. Los reformistas en sus comienzos fueron radicales, llegando a
rechazar la tradición rabínica. Actualmente hay varios grupos que aspiran a la
“rejudaización” de Israel mediante la imposición de un sistema socio-político basado en
la Ley sagrada que organice toda la existencia de los judíos. Conviene también tener en
cuenta que, entre los judíos, algunos son ateos, agnósticos o no practicantes sin que,
por ello, dejen de considerarse judíos.

En cuanto al número actual de judíos oscila, en las distintas estadísticas, entre 16 y 20


millones. Tomando la cifra más baja, unos cuatro millones vivirían en el Estado de
Israel, y seis en Estados Unidos. En España, según la Federación de Comunidades
Israelitas, el número de judíos está en torno a los 13.500.

3. El cristianismo

3.1. Orígenes y rasgos generales

Con el término cristianismo se designa a la religión fundada por Jesucristo. Esta religión
se desarrolla en el seno de la tradición hebrea, de la que se presenta como continuación
y culminación. Dice Jesús: “no penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No
he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt. 5, 17-18). De este modo, sin romper
con la tradición anterior, el cristianismo propone su superación y, sin negar el papel
fundamental de pueblo de Israel en la historia de la salvación, pone de relieve el
carácter universal del nuevo pueblo (la Iglesia).

En la actualidad el número de cristianos es de 1.920.000.000. Los cristianos no han


permanecido unidos; existen distintas iglesias cristianas con divergencias en cuanto a la
doctrina y la práctica religiosa.
Como creencias comunes y específicas del mundo cristiano pueden destacarse las
siguientes: la creencia en Dios, uno y trino (Padre, Hijo, Espíritu Santo); la encarnación
de la segunda persona de la Trinidad (el Hijo) en Jesucristo, que es considerado por los
cristianos Dios y hombre verdadero, y no un profeta como lo reconocen otras religiones.
Jesucristo es el redentor y el modelo del género humano. En cuanto a la práctica
religiosa, el sacramento del bautismo es el medio de incorporación a la Iglesia. Aunque
existen algunas excepciones (los adventistas del séptimo día observan el sábado), los
cristianos suelen observar el domingo (día de la resurrección de Jesucristo) como fiesta
religiosa.

Por el contexto temático en el que se inserta esta lección, quizás sea conveniente, entre
las aportaciones del cristianismo a la cultura occidental, destacar la del dualismo o
afirmación de la independencia entre el poder civil y el religioso fundado en las célebres
palabras de Jesucristo: “dad al César lo que es del César; y a Dios lo que es de Dios”
(Mt. 22, 21).

3.2. Iglesia católica

3.2.1. Rasgos esenciales, estructura y organización

Más del 50% de los cristianos (1.050.000.000), pertenecen actualmente a la Iglesia


católica. La vida religiosa se apoya sobre cuatro pilares: la fe, los sacramentos, los
mandamientos y la oración.

Para los católicos, Jesucristo ha fundado la Iglesia como instrumento para realizar la
obra de la salvación en todos los tiempos y lugares. Cristo es sacerdote, es el mediador
entre Dios y los hombres, el redentor. Todos los miembros de la Iglesia participan en
esa misión salvífica de Cristo pero de distinto modo. Por la recepción del bautismo, los
fieles participan del llamado sacerdocio común, que realizan a través de su vida
cristiana. Con el sacramento del orden (sacerdocio ministerial) se recibe la potestad
sagrada para hacer presente a Cristo entre los fieles mediante la enseñanza, el culto
(sacramentos) y el gobierno pastoral. De este modo, la autoridad de los ministros de
culto en la Iglesia católica no es, como en otras religiones, esencialmente moral,
derivada de los personales conocimientos y dotes religiosas, sino sacramental, en virtud
de la consagración a través del sacramento del orden en alguno de sus tres grados:
diáconos, presbíteros (sacerdotes) y obispos.

Además de los laicos (el 99’8% de los católicos) y de los clérigos, integran la Iglesia los
religiosos. Los religiosos pueden ser miembros de Institutos de vida consagrada que
imitan la vida de Cristo conforme a un determinado carisma (la vida contemplativa, la
atención a los enfermos, la enseñanza, etc.), dando testimonio ante el mundo de la
esperanza de la vida eterna, mediante la profesión de los consejos evangélicos de
castidad, pobreza y obediencia a través de votos u otros vínculos sagrados. Algunos
religiosos no forman parte de los institutos de vida consagrada sino de las llamadas
sociedades de vida apostólica, diferenciándose en que no hacen profesión pública de los
consejos evangélicos, si bien se asemejan a los modelos de vida consagrada por los
fines que persiguen y por la vida en común que asumen.

La Iglesia católica es al mismo tiempo Iglesia universal (todos los fieles bautizados bajo
la autoridad del Papa y del Colegio de Obispos) e Iglesia particular, que normalmente es
la diócesis (la comunidad local de fieles bajo la autoridad de su Obispo).

Jesucristo hizo de San Pedro el fundamento visible de la Iglesia, dándole las llaves de
ella (“Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino; y todo lo
que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la
tierra, quedará desatado en los cielos” -Mt. 16,18 y 19-). El obispo de Roma (el Papa)
es el sucesor de San Pedro, vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia a la que rige con
potestad suprema, plena, inmediata y universal. Los obispos, sucesores de los
apóstoles, unidos al Papa y con ayuda de sus presbíteros, enseñan auténticamente la
fe, celebran el culto y los sacramentos y dirigen pastoralmente su Iglesia particular
(diócesis).

Para el gobierno de la Iglesia, el Papa y los obispos se sirven de la ayuda de una serie
de organismos y oficios. Así, por ejemplo, la Curia Romana, a través de sus consejos,
tribunales, etc., ayuda al Romano Pontífice en el ejercicio de su oficio.

3.2.2. Los ritos y las iglesias orientales en la Iglesia católica

En el seno de la Iglesia católica, además de la Iglesia latina, existen las iglesias


orientales que se mantienen unidas a Roma y reconocen el Primado del Papa. No deben,
por tanto, confundirse con las iglesias orientales ortodoxas separadas de la católica (a
las que nos referiremos en el epígrafe 3.3.).

En la Iglesia católica latina, aunque el rito más común es el romano, hay también otros
ritos como el milanés o ambrosiano y el hispano-mozárabe. Se trata de ritos
meramente litúrgicos.

En las iglesias orientales católicas, los ritos son los que proceden de las tradiciones
alejandrina, antioquena, armenia, caldea y constantinopolitana (o bizantina). Estos ritos
orientales no son meramente litúrgicos sino que tienen una estructura jerárquica propia.

3.2.3. Fuentes de la Revelación

Para los católicos, las fuentes de la revelación divina son la Sagrada Escritura (Antiguo y
Nuevo Testamento) y la Tradición. El magisterio de la Iglesia interpreta auténticamente
(con autoridad infalible) las verdades reveladas.

El magisterio del Papa se considera infalible cuando pronuncia ex cathedra, de modo


solemne, una definición en materia de fe y costumbres, dirigiéndose a todos los fieles
con intención de obligar. Son definitivas e irrevocables, aunque no se hagan en forma
solemne, las enseñanzas en las que el Papa reafirma doctrinas que siempre han
pertenecido a la Tradición y así han sido enseñadas por el magisterio ordinario
universal. También gozan de la infalibilidad los obispos que, en comunión con el Papa,
definen una doctrina en materia de fe y costumbres, dirigiéndose a todos los cristianos
y con intención de obligar. El colegio episcopal, del que forman parte todos los obispos,
tiene autoridad (suprema, plena y universal) en la medida en que está en comunión con
el Papa. La potestad del Colegio episcopal sobre la Iglesia universal se ejerce de modo
solemne en el Concilio ecuménico, que es convocado, presidido y aprobado por el Papa.

3.2.4. El derecho canónico

El derecho canónico estudia lo que es justo en la sociedad eclesial, con el fin de


establecer el orden que mejor ayude a la salvación de las almas (que es el fin que se
propone la Iglesia).

En el derecho canónico hay normas de derecho divino, inmodificables y permanentes, y


otras de derecho humano, que interpretan y aplican el divino en cada momento
histórico y que son susceptibles de cambio y desarrollo, si bien nunca pueden ir contra
el derecho divino. Actualmente están vigentes dos Códigos de Derecho canónico: uno
para la Iglesia católica latina, promulgado en 1983; y otro para las Iglesias católicas
orientales, promulgado en 1990.

El derecho canónico, especialmente el derecho canónico clásico, ha tenido un influjo


considerable en la cultura jurídica occidental. Se ha escrito que el derecho canónico
“enriqueció con constituciones útiles para todos el acervo de la cultura jurídica,
introduciendo principios originales e instituciones jurídicas nuevas, trasplantando
construcciones técnicas propias, regulando ramas enteras de lo que luego ha sido objeto
propio del derecho civil y hasta volcando en la esfera de éste el complejo total de su
conjunto, en el fenómeno histórico que se conoció con el nombre de antonomásico de
‘Recepción’. Todo ello por lo que tienen de común unos y otros derechos y porque el
canónico abarcó en determinadas etapas mucho de lo que hoy se estima como
competencia propia del civil. Así aparecerá el derecho canónico del pasado como
importante elemento de formación del derecho civil actual” (Maldonado).

3.3. Iglesia ortodoxa

Como ya se ha señalado, la Iglesia fundada por Jesucristo no permaneció unida. La


primera escisión relevante es la que se produce con la separación de Roma de la Iglesia
ortodoxa en el año 1054, a raíz de la excomunión del patriarca de Constantinopla Miguel
Cerulario. La Iglesia ortodoxa constituye, junto con la católica y las comunidades
surgidas de la Reforma protestante, una de las principales expresiones del cristianismo.

Tras la separación de Roma, la Iglesia ortodoxa se fue fragmentando en diversas


iglesias autocéfalas o autónomas que conservan entre ellas la unidad de doctrina y de
culto, pero no de jurisdicción. Aunque inicialmente la Iglesia ortodoxa arraiga en
oriente, los movimientos migratorios del último siglo conducirán a su expansión por el
mundo entero. Actualmente, además de los cuatro patriarcados antiguos -el de
Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén-, existen el patriarcado de Moscú
(1589), los más recientes de Serbia, Rumanía y Bulgaria, la antigua Iglesia de Georgia,
y las iglesias autocéfalas o autónomas siguientes, donde el primado se detenta por el
título de arzobispo o de metropolitano: iglesias de Chipre, Grecia, Finlandia, Albania,
Polonia, República Checa y Eslovaquia, iglesias de América y de Japón.

Las iglesias autocéfalas o autónomas suelen tienden a coincidir con comunidades


nacionales por lo que no es infrecuente, en algunas iglesias ortodoxas, el trabajar en
estrecha dependencia de las autoridades estatales.

En las iglesias ortodoxas autocéfalas el Santo Sínodo actúa como autoridad


codeliberante junto al respectivo patriarca; éste, en algunas iglesias, es solamente el
primero en la dirección sinodal, pero no la autoridad decisiva.

Para los ortodoxos, igual que para los católicos, las fuentes de la revelación divina son
la Sagrada Escritura y la tradición apostólica. La piedra angular de la controversia entre
católicos y ortodoxos es el Primado de jurisdicción del obispo de Roma que defienden
los católicos y que no es aceptado por los ortodoxos. Por lo demás, las posturas de la fe
y de la práctica religiosa entre ambas iglesias son muy cercanas y comparten los
mismos sacramentos (siete).

Las estimaciones sobre el número de cristianos ortodoxos en la actualidad oscila entre


125 y 180 millones de fieles.

3.4. La Reforma protestante

La principal escisión en el seno del cristianismo es la que se produce a raíz de la


Reforma protestante encabezada por Lutero en el s. XVI.

Lo que inicialmente se plantea Lutero como un afán de reformar algunos abusos que se
cometían en la Iglesia, termina siendo una ruptura, al rechazar éste determinados
dogmas de la fe, la estructura jerárquica de la Iglesia y la autoridad del Papa.

La doctrina de Lutero se basa en la Sagrada Escritura como única fuente en materia de


fe y de moral. Niega cualquier tipo de jerarquía dentro de la Iglesia y, por consiguiente,
la existencia de una autoridad infalible y la distinción entre sacerdotes y fieles. Los
ministros son meros delegados de la comunidad de fieles para administrar los
sacramentos, predicar la palabra y presidir las plegarias. Los siete sacramentos los
reduce a dos: el bautismo y la eucaristía.

En Suiza la primera iglesia de la Reforma fue creada por Zwinglio que acoge a grandes
rasgos las tesis de Lutero, difiriendo, fundamentalmente, en que Zwinglio niega el
carácter sacramental de la Eucaristía y sustituye la celebración de la misa por la
predicación de la palabra de Dios. Junto a Lutero y Zwinglio, el tercer protagonista de la
Reforma fue Calvino.

El protestantismo no es un fenómeno unitario, sino que, desde los comienzos, existen


divergencias teológicas entre unas y otras comunidades. Dentro de la “ortodoxia
protestante” se distinguieron dos grandes grupos: el luterano (que recoge la herencia
de Lutero) y el reformado (que sigue las posiciones de Zwinglio y Calvino).

Además, conviene tener en cuenta que algunas de las iglesias que suelen reconducirse
al protestantismo, tienen una singular especificidad. Es el caso, entre otros, de la Iglesia
anglicana que se separó de Roma a raíz de la reacción del monarca (Enrique VIII) ante
la negativa del Papa a declarar la nulidad de su matrimonio. Pese a la ruptura con
Roma, en un momento inicial los postulados doctrinales de la Iglesia anglicana estaban
más cerca de los de la Iglesia católica que de los del protestantismo, si bien el
transcurso del tiempo la acercaría a las tesis protestantes.

A pesar de la diversidad doctrinal que existe dentro del protestantismo, pueden


extraerse los siguientes rasgos comunes:

- La justificación por la sola fe; esto es, la salvación no se alcanza por las obras (la
naturaleza humana está totalmente corrompida por el pecado), sino por la fe en Cristo.
Fe que, no solo se ha de poseer, sino también confesar, proclamar y testimoniar.

- Punto destacado del protestantismo es la importancia concedida a la Escritura, única


fuente de la verdad recibida de Dios, negando credibilidad a la Tradición y al Magisterio.
No existe una interpretación eclesial de la palabra de Dios ni, en consecuencia, unas
verdades de fe dogmáticamente formuladas.

- Lo anterior, unido al rechazo de la doctrina de los sacramentos, especialmente del de


orden, conllevará la negación de la concepción jerárquica de la iglesia. Apuesta el
protestantismo por una iglesia interior y subjetiva y rechaza la idea de una estructura,
un gobierno y un derecho dentro de la iglesia (Lutero, junto a su bula de excomunión,
quemó públicamente el Corpus Iuris Canonici).

4. El Islam

4.1. Orígenes del Islam y de la ley islámica. Datos estadísticos

El Islam es la más joven de las tres grandes religiones monoteístas. Al igual que judíos
y cristianos, el Islam defiende un mensaje que considera revelado por Dios. Para revelar
el mensaje, Dios habría elegido a Muhammad (Mahoma), el último de los Profetas. La
religión islámica se extendió rápidamente y en el mundo actual el número de
musulmanes es de 1.150.000.000. Se consideran musulmanes los nacidos de padre
musulmán y los conversos al Islam.

Muhammad nació en La Meca (Arabia) en el año 570. Era un hombre de espíritu


religioso. Creen los musulmanes que, en torno a los cuarenta años, habiéndose retirado
a rezar a una gruta en los alrededores de La Meca, le fue revelada la palabra de Dios
por medio del arcángel Gabriel. El Corán relata cómo, mientras el Profeta estaba
dormido, el Angel Gabriel se le acercó y le dijo “recita”. A lo que Muhammad respondió:
“¿qué debo recitar?”. El diálogo se repitió por tres veces hasta que el Angel respondió:
“¡Recita en el nombre de tu Señor, Que ha creado, ha creado al hombre de sangre
coagulada! ¡Recita! Tu Señor es el más Dadivoso, Que ha enseñado el uso del cálamo,
ha enseñado al hombre lo que no sabía” (El Corán 96, 1-5). Desde entonces y a lo largo
de su vida, Muhammad iría recibiendo una serie de revelaciones que son las que
integran El Corán.

En cuanto a su estructura, el Corán está formado por versículos -denominados aleyas-,


agrupados en 114 capítulos o azoras; el criterio de ordenación que se sigue es el de su
extensión: de más largo a más corto, excluido el preliminar; carece, por tanto, de orden
sistemático. No se sabe con certeza si el Corán empezó a recopilarse por escrito en vida
del Profeta, pero sí consta que, en tiempos de Abu Bakr, su inmediato sucesor, se
recogieron, por orden del mismo, gran cantidad de hojas sueltas que contenían diversas
revelaciones o fragmentos de ellas. Entretanto, se habían puesto en circulación hasta
cuatro redacciones completas del Libro. El Califa Uzmán, entre los años 644 y 656, se
ocupó de que hubiera una redacción auténtica, sirviéndose de la colección de Abu Bakr.
Aunque con algunas resistencias, logró que se aceptara como redacción oficial y ordenó
destruir las ediciones anteriores.

Junto al Corán, la otra fuente originaria de la Ley islámica revelada por Dios (Sharia) es,
a juicio de los musulmanes, la Sunna o tradición que recoge, a través de los
denominados hadices, los dichos y hechos de Muhammad. La Sunna se transmite por
tradición oral que, para ser considerada auténtica, debe remontarse
ininterrumpidamente hasta alguno de los compañeros del Profeta. De ahí que el hadiz
conste de dos partes: el apoyo -isnad- en el que figuran los nombres de todos los
transmisores del relato hasta su origen, y el texto o narración propiamente dicho -
matn-.

4.2. La comunidad islámica (umma)

Desde los orígenes del Islam, existe entre sus seguidores un especial sentimiento de
solidaridad, que tiene fundamento coránico: “los creyentes son, en verdad, hermanos” -
El Corán, 49, 10-. Todo musulmán forma parte de la umma, calificada por el Libro
Sagrado como la mejor comunidad humana: “sois la mejor comunidad humana que
jamás se haya suscitado: ordenáis lo que está bien, prohibís lo que está mal y creéis en
Dios” -El Corán, 3, 110-. Cualquier persona que se convierta al Islam, con
independencia de su raza, tribu, región, etc., pasa a formar parte de la comunidad.

Aunque la pertenencia a la umma la determina la condición religiosa del sujeto, no se


trata de una comunidad exclusivamente religiosa, sino indisociablemente religiosa,
política, económica, cultural, etc. Esto es, el Islam no pretende ser sólo una religión,
sino un modo de vida. Por eso, el derecho islámico, la ley revelada por Dios (Sharia),
está integrada por normas que no se limitan a lo religioso sino que regulan todos los
aspectos -religiosos, familiares, económicos, penales, etc.- de la vida de quienes
integran la comunidad. Aunque en la actualidad han surgido algunos movimientos que
defienden un secularismo islámico, la distinción entre sociedad civil y sociedad religiosa
es una idea extraña al Islam; por ello, para comprender el Islam, es preciso abandonar
los esquemas dualistas de separación entre el ámbito de lo religioso y el de lo político
(Iglesia-Estado), tan asentados en la cultura occidental.

4.3. Los pilares del Islam

Cinco son los pilares sobre los que se asienta la religión islámica:

a) En primer lugar, la profesión de fe (shahada): “No hay más Dios que Alah y
Muhammad es su Profeta”. Las palabras de la confesión de fe se recitan frecuentemente
por el musulmán piadoso; son las primeras que se susurran al oído del recién nacido, y
las últimas que el creyente procura repetir en sus últimos momentos. Quienes se
convierten al Islam deben recitar esta fórmula.
b) El segundo pilar es la oración ritual cinco veces al día. Los musulmanes tienen que
purificarse previamente mediante una serie de abluciones. Se puede rezar individual o
colectivamente, en cualquier sitio, mirando hacia La Meca y, a ser posible, sobre una
alfombra. Fórmulas, gestos y posturas están establecidos con un significado
determinado. La oración comunitaria se realiza en las mezquitas, una vez por semana,
los viernes.

c) La zakat o limosna legal, que cumple una doble finalidad: purificar el alma humana y
ayudar a los más necesitados de la umma. El Corán menciona como beneficiarios de la
zakat a “los necesitados, los pobres, los limosneros, aquéllos cuya voluntad hay que
captar, los cautivos, los insolventes, la causa de Dios y el viajero” (9, 60).

d) El ayuno durante el mes del Ramadán, noveno del calendario islámico. El ayuno es
absoluto desde el alba hasta la puesta de sol; durante esas horas no se puede comer, ni
beber, ni fumar, ni mantener relaciones sexuales.

e) La peregrinación a la Meca al menos una vez en la vida que obliga a todo musulmán
que no esté impedido por razón de enfermedad o pobreza.

4.4. Ramas dentro del Islam

El Islam no es una realidad homogénea. La principal división en la comunidad


musulmana se produjo inmediatamente después de la muerte del Profeta, entre shiíes y
sunníes por la cuestión de la sucesión en el seno del imperio islámico. La comunidad
musulmana fue gobernada por cuatro califas elegidos por consenso en el marco de un
consejo de musulmanes muy próximos al Profeta. El problema se plantea cuando, en el
año 660, el gobernador de Siria se negó a reconocer a Ali, cuarto califa y yerno del
Profeta, originándose entonces la división entre shiíes, partidarios de Ali por entender
que el Califato debía ser hereditario, y sunníes, que sostuvieron la sucesión de Muawiya,
de la dinastía de los Omeyas. Fue decisiva en la difusión del shiismo la muerte como un
mártir de Husein, hijo de Ali, en la batalla de Karbala (681) y el subsiguiente
movimiento de los penitentes (tawwabun) en el que tres mil personas sacrificaron sus
vidas en una batalla desigual contra el ejército omeya, como expiación de su inhabilidad
para defender a Husein.

De este modo, el origen de las dos grandes ramas del Islam existentes hasta la
actualidad fue, inicialmente, fruto de un proceso político que, años después, se dotaría
de una especificidad religiosa shií. Actualmente, la mayor parte del mundo islámico (en
torno al 90%) es sunní. Los shiíes habitan principalmente en Irán, si bien existen
importantes comunidades shiíes en Irak, Siria y el Líbano.

En el seno de la comunidad sunní, existen cuatro escuelas de derecho: hanafí, malekí,


shafeí y hanbalí. Se distinguen en el modo de estudiar e interpretar el derecho islámico,
pero no hay entre ellas diferencias dogmáticas relevantes. De hecho, cada una de las
escuelas sunníes reconoce a las demás como ortodoxa, por contraste con lo que ocurre
con los shiíes que son considerados heterodoxos, por no adaptarse al consenso,
prefiriendo la autoridad personal de un imam docente.

Ese es el principal punto de divergencia entre ambas ramas: la creencia shií en el


imamato, la existencia, en su seno, de algo parecido a una jerarquía o clero,
absolutamente impensable en el sunnismo.

4.5. Lugares de culto y ministros

La mezquita es el lugar donde los musulmanes se reúnen para la oración, aunque en


ocasiones ha desempeñado y desempeña otras funciones, fundamentalmente
relacionadas con la enseñanza islámica. Debe estar orientada hacia La Meca,
concretamente hacia la kaaba, que se encuentra en el centro de la Gran mezquita de La
Meca y que, según la tradición, fue fundada por Adán. La orientación, dentro de la
mezquita, la indica el mihrab. Siempre debe orarse en esa dirección aunque no es
necesario hacerlo en la mezquita. El viernes tiene lugar la oración colectiva que suele
acompañarse del sermón del imam.

Conviene tener presente que, al menos el Islam sunní, carece de una jerarquía, un
sacerdocio o una autoridad que lo represente legítimamente y que propone una
teocracia igualitarista; es decir, la soberanía pertenece exclusivamente a Dios y todos
los musulmanes son iguales y se relacionan directamente con Dios. Por tanto, el imam
no es más que el encargado de conducir la oración. Esta función se adquiere por la
autoridad moral y conocimiento del Corán, pero el imamato no responde a ninguna
forma de jerarquía eclesiástica; el imam no tiene una condición jurídico-religiosa
distinta de los demás creyentes y, aunque cada mezquita posee uno o varios imames,
en casos de ausencia puede ser sustituido por otro miembro de la comunidad
suficientemente cualificado.

EL BUDISMO. EL HINDUÍSMO. EL ZOROASTRISMO. OTRAS


RELIGIONES

Goti Ordeñana, Juan. Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la


Universidad de Valladolid

1. La dialecticidad de lo sagrado

1.1. Introducción

“La esencia de la religión en definitiva es el contacto dinámico con lo sagrado. No es ni


pensamiento estricto, ni sentimiento, ni Weltanschauung, es una acción cuyo impulso
primero viene del contacto con lo sagrado”.

Julien RIES, Lo sagrado en la historia de la Humanidad, 1989, p.59.

Una mirada a la etnología y a la historia muestra la función que las religiones han
jugado en la formación y evolución de la sociedad, y la complejidad que ha adoptado el
desarrollo del fenómeno religioso mezclado con normas éticas, jurídicas y políticas. En
esta lección haremos primero un esquema del camino recorrido por la sociedad, desde
el encuentro del hombre con el cosmos sacralizado, que le impone su concepción y sus
comportamientos, hasta el momento del universo desdivinizado y en manos del
hombre, quien le dirige con su inteligencia y libre deliberación, y donde tener creencias
se valora como derecho fundamental; luego expondremos una síntesis de las más
antiguas y principales concepciones religiosas.

Los interpretes del hecho religioso advierten, cómo en cada ocasión ha ido
acomodándose a los cambios del hombre. Se empezó con un cosmos sacralizado, donde
lo religioso daba el sentido al universo y al hombre; siguió una época donde la
interpretación racional del mundo partía de una ordenación hecha por la inteligencia y la
mente divina, y donde la religión marcaba las normas de comprensión y de
comportamiento; ahora se ha llegado a un universo libre de la divinidad, donde el
hombre, con su inteligencia y decisión, quiere dirigir ese cosmos. En cada momento
histórico lo religioso ha tenido su propia función: en un principio, dando explicación del
cosmos, las normas de convivencia humana y justificando las formas políticas; luego
proporcionando una concepción metafísica del orden del universo que condicionaba las
relaciones de los Estados y la moral de los individuos; ahora, libre de aquel poder de
fundamentación que gozó en otro tiempo, se han tratado de reducir las creencias al
ámbito de los derechos subjetivos, reconocidos en las Constituciones, y remitidos a la
esfera de lo privado. No obstante, las comunidades políticas necesitan incluirlo en la
regulación jurídica para determinar, con claridad, cuál es el contenido de la libertad
religiosa y las implicaciones que tiene en el orden social.

¿Qué funciones han jugado las ideas religiosas? La estructura de nuestra mente viene
dada por la herencia, que nos han transmitido los antepasados y las instituciones, que
como cristalizaciones de esa conciencia común, han ejercido una misión transmisora.
Desde este punto de vista, las religiones son estructuras simbólicas especiales de la
mente humana. Por la fuerza con que actúan se les acusa de ser alienantes, pero está
probado que han ejercido una función creativa y conciliadora. Independientemente del
punto de vista del que se parta, según los momentos y circunstancias, han actuado de
una u otra forma. (M. Weber, The Sociology of Religion, Boston, 1968, pp. 80-137).

Las instituciones religiosas han impregnado la vida del hombre primitivo y, con nuevas
ideas creativas y transformadoras, han elaborando a través de la historia formas de
convivencia, que han durado hasta nuestra sociedad, aportando una explicación del
mundo y del hombre. Partimos de lo que advierte Eliade: “lo que importa es no perder
de vista la unidad profunda e individual de la historia del espíritu humano”, que es
capaz de dar a luz una antropología, que desemboca en la creación de un nuevo
humanismo. (M. Eliade, Historia de las creencias y de las Ideas Religiosas, I, Madrid,
1978, p.18).

1.2. La historia atravesada por lo sagrado

Los estudios, sobre las religiones, muestran la profunda e indivisible unidad de la


historia del ser humano, y que la conciencia de esa unidad está en la historia espiritual
de la humanidad, la cual es consecuencia de la dialecticidad universal de lo sagrado”.
Hay, según Eliade, una sola línea de la presencia de lo sagrado a través de los tiempos.
Dato que es claro cuando la sociedad moderna tiende a la laicización, y se repara en la
cantidad de conceptos y elementos que hay que desacralizar para llegar a la sociedad
secularizada.

En esta marcha secularizadora, hay dos tendencias: una procedente de la cultura


helenística y otra de la concepción hebrea. El encuentro de ambas marca el dinamismo
de nuestra historia (L. Diez del Corral, El rapto de Europa, Madrid, 1974, p. 211).
Considerando esto, vamos a distinguir tres momentos de la evolución.

1.2.1. Concepción cíclica o indo-helénica

Considera el ritmo del universo como un movimiento cíclico, en constante repetición, y


gobernado por una ley impersonal. Donde el ritmo del cosmos se estima como
fundamental de la naturaleza y del hombre, y donde “todos los elementos activos de la
estructura del universo eran parte de esa substancia divina, y el elemento pasivo e
inerte, una modificación de la misma substancia, de manera que resultaba sencillo
identificar a Dios con el universo. En consecuencia, este universo era el mejor de todos
los universos posibles, razón por el cual el único futuro posible era el de la repetición
cíclica exacta, no cabía el cambio o progreso porque todo siendo dios era tan bueno
como podía serlo”. (A. Hilary Armstrong, “Retos del Pensamiento”, en Historia de las
civilizaciones, 4, Dirigido por A. Toynbee, Madrid, 1988, p. 291).

“Para el heleno y, en general, para el hombre de la antigüedad clásica, la historia no


revela su dimensión prospectiva, futuridad; está vista sólo desde el presente, como una
sucesión de presentes que se van sustituyendo, sin aportar verdadera innovación” (L.
Diez del Corral, El rato de Europa, p. 212). Hay en esta visión un desprecio o una falta
de valoración de la historia. La escasa consideración que encontramos de los estudios
históricos, en Aristóteles por ejemplo, es un reflejo de la limitada estimación que se
hacía, de esta ciencia, en el mundo helénico (P. Laín Entralgo, La Espera y la Esperanza,
Madrid, 1984, p. 32).
Bajo esta visión, lo sagrado impregna las cosas de la naturaleza y las acciones
humanas, no porque las dirija un Dios, sino porque en los objetos y ritmos del cosmos
se va realizando la divinidad, en constante y eterno mostrarse. “La realidad se
manifiesta, para la mentalidad arcaica, como una fuerza, eficacia y duración. Por ese
hecho, lo real por excelencia es lo sagrado, pues lo sagrado es un modo absoluto, obra
eficazmente, crea y hace durar las cosas” (M. Eliade, El Mito del eterno Retorno,
Barcelona, 1985, p. 18). El mundo es, en consecuencia, un “retorno cíclico de lo que
antes fue”, y consiste en una constante repetición de un hecho arquetipo proyectado en
todos los planos: cósmico, biológico y humano. Con independencia de las imágenes, con
las que el hombre primitivo expresa la realidad, es sugestivo ver su comportamiento,
dominado por la creencia, de que lo que existe es la realidad absoluta, y esto es lo
sagrado; lo cual se opone al mundo profano, que es lo irreal por excelencia, lo no
creado, lo no existente, la nada. Esto es lo que recoge y desarrolla Platón en el mito de
la caverna, al considerar las ideas como las formas y los dechados eternos que
constituyen los arquetipos y las causas de todo lo que existe en nuestro mundo (Platón,
La República, VII, y ver Diálogos: Fedon y Timeo), y las sombras la rememoración de lo
que la persona ha conocido en la verdadera realidad, que ha vivido en otro momento y
que, ahora, se reflejan en el mundo.

En esta concepción la libertad religiosa no se puede plantear como problema, pues el


hombre está identificado con ese ritmo del cosmos y lo realiza necesariamente. El
mundo y el hombre no se rigen por una voluntad libre, sino por el fatum o destino.
Dentro de esta concepción caen las religiones que se derivan de la ideología
indoeuropea: romana, griega, hinduista, mazdeista, etc., que vamos a estudiar.

1.2.2. La concepción histórica o hebrea

Mira el ritmo del universo como un movimiento irrepetible, gobernado por una
inteligencia y una voluntad divina. El hombre no vive en una pura relación de presente,
sino orientado en una proyección de futuro, esto es, partiendo de un punto de la
historia, sentido como génesis, se lanza por encima del presente hacia una realización
del futuro.

Es la visión del mundo que el pueblo hebreo tiene en la Biblia, y que adquiere una
especial forma en la predicación de los profetas. Explica la razón de ser del pueblo
elegido y la creación de una tensión histórico-religiosa que se despliega con exigencias
escatológicas. Este pueblo vive su existencia, como un arduo esperar en un futuro
escatológico, con la seguridad de que llegará a realizarse, por la alianza y la promesa
que le ha hecho Yahvé. En esta concepción el tiempo es un despliegue hacia el futuro,
con un contenido singular e irrepetible. “Por eso es posible afirmar que los hebreos
fueron los primeros en descubrir el significado de la historia, como epifanía de Dios, y
esta concepción, como esa espera, fue seguida y ampliada por el cristianismo” (M.
Eliade, El Mito... o. c., p. 96.). De esta forma se ha insertado en la evolución de nuestra
cultura una tensión histórico-religiosa, que con la realización de la promesa mesiánica,
introdujo un factor nuevo que aumenta la historicidad.

En esta concepción, el cosmos es la obra de un ser inteligente, que con su voluntad lo


gobierna, siendo esto la razón de ser del mundo. La historia se inicia con una génesis
del cosmos y del hombre; se introduce como polo de dualidad el pecado original, por el
que entra el mal; y se crea la necesidad de establecer un cauce de liberación. De aquí
que la economía de la liberación, que se determina como momento central del mundo,
viene con la Encarnación del Absoluto, es decir, de Dios en una persona histórica. Esto
lleva a reconocer, en toda su amplitud, la validez de la dialéctica universal de lo
sagrado. La tensión de futuro, no amortigua esta visión, sino que encuentra su
justificación en la tendencia a un fin escatológico del más allá. Así la esperanza
cristiana, rompiendo el círculo vicioso de la concepción cíclica, da una explicación
histórica del mundo.
De esta concepción del universo han partido las filosofías de la historia, unas para tratar
de justificar el papel de lo sagrado, como la obra de San Agustín, que es quién inició
esta serie de estudios; otras para crear una antropología integral. Esto, con distintos
matices, lo han intentado filósofos como Descartes, Malebranch, Leibniz, Hegel, etc.,
buscado una unidad coherente entre las ideas metafísicas y teológicas. Pero todos ellos
han utilizado la idea de historicidad aportada por la mentalidad judeocristiana.

En esta concepción aparece, como necesaria, la libertad religiosa de la persona, pues se


parte de la alianza hecha por Dios con el hombre, y el compromiso de éste de dominar y
conquistar el futuro. Creando, de este modo, una tensión agónica por conquistar el fin
último, pero que, ante el fracaso de los fines intermedios alcanzados, se va
modificando. Dentro de esta concepción se han dado el judaísmo, cristianismo y el
islamismo.

1.2.3. La Concepción positivista secularizada

Ya no nos encontramos con fuerzas externas que dirijan el universo. Nos enfrentamos
con un caos, que el hombre debe tratar de comprender, organizar y dominar mediante
la investigación de la naturaleza para conocer su esencia, y llegar a la creación de
acuerdos de gobernabilidad, y superar la anarquía de tantos elementos en conflicto.

Sobre la explicación del cosmos, el hombre actual estima que debe andar un camino
desacralizador, para evitar las fuerzas extrañas, y encontrarse sólo con lo que en su
investigación puede llegar. Este objetivo desde la Ilustración, es un proyecto
plenamente pensado, a fin de romper todo poder teológico, y dejar al hombre al albur
de sus propias fuerzas, para que construya un universo a la medida del libre acuerdo de
todos. Aspiración que esboza la frase de Comte: savoir pour prevoir, prevoir pour
pouvoir. Pero la historicidad judeocristiana y sus esquemas, de anteriores épocas, son
los mismos que los positivistas utilizan, aunque desacralizados. Cimientan sus ideologías
sobre los paradigmas de la relación del hombre con la naturaleza; la presencia del mal,
que actúa como elemento disgregador; y la necesidad de una vía de liberación que se
consigue a través de una praxis.

Esta tensión de futuro, que con ello se crea, vaciada de contenido sagrado, se
denominará progreso, y ha sido justificado con las grandes construcciones filosófico-
jurídicas del siglo pasado, vaciadas de la tensión histórica fundada en la esperanza
cristiana. (Diez del Corral, L., El rapto de Europa, p. 221).

2. La expresión de lo sagrado en las religiones antiguas

2.1. Lo sagrado en el mundo Indoeuropeo arcaico

Los estudios románticos que se iniciaron en el siglo XIX, propusieron la teoría de que los
mitos religiosos de la India, el Irán, Roma y Grecia partían de una doctrina común sobre
Dios, sobre el alma y sobre la inmortalidad, por lo que se multiplicaron los estudios en
la búsqueda de una raíz común en el pensamiento indoeuropeo. Estos autores fueron
tras dos objetivos: llegar a las primeras ideas religiosas de la humanidad, y encontrar la
expresión del mensaje religioso y su transmisión. Partieron del estudio de dos fuentes
antiguas: el Veda Hindú y el Avesta Iraní.

Estos estudios han encontrado elementos comunes en las religiones de Europa y sur de
Asia, que muestran una única fuente en el origen. En la filología hallan cómo se designa
la idea de Dios: la palabra sánscrita devah, la lituana devas, la antigua prusiana deius,
la latina deus, la irlandesa dia, la gala devon y la griega Zeos, provienen de la raíz
indoeuropea de/o que significa la luz. Entre los indoeuropeos el ser divino es concebido
como un ser luminoso, el Dios de la luz. También se han advertido otra serie de
conceptos referidos a la religión, que se conservan en todas las tradiciones como:
liturgia, sacerdocio, sacrificio y culto. La existencia de unos mismos conceptos llevó a
pensar en una tradición religiosa común en las lenguas de la India, el Irán, así como en
las lenguas latinas y célticas.

Las religiones de la India, Irán, Italia y las Galias han construido, asimismo, normas
para unas mismas funciones religiosas. En todas ellas hay sacerdotes: Bramanes,
sacerdotes avésticos, flamines en Roma, druidas en las Galias. Hay también rituales con
fórmulas, objetos sagrados y oraciones. Gracias a estos colegios sacerdotales se ha
conservado una nomenclatura divina indoeuropea, y un vocabulario religioso idéntico,
ordenado a indicar los pasos del hombre para llegar a Dios. Lo cual es indicativo que
existieron creencias comunes.

George Dumézil ha estudiado lo sagrado y sus funciones en el pensamiento indoeuropeo


primitivo, analizando el vocabulario, las funciones y la mentalidad religiosa de unos
pueblos, que en el III y II milenio a. de C. se desplazaron conquistando tierras hacia el
Atlántico, Asia y el Mediterráneo. Constata la presencia de tres funciones sociales, en
que estos pueblos dividían las actividades esenciales de la vida, bien diferenciadas en el
mundo antiguo indoeuropeo: la sacerdotal encargada de la ciencia sagrada y del
sacrificio, al que normalmente se une el poder político; la segunda es la de la fuerza por
el que los guerreros con sus armas defienden al pueblo; la tercera es la responsabilidad
de la agricultura y de la producción de bienes materiales. En algún país como la India
esta división llevó a formar castas sociales; en otros lugares, que no llegan a tanto,
aparecen bien diferenciadas las tres funciones ordenadas y referidas a distintos dioses.

Siguiendo este esquema vamos a describir brevemente las religiones primitivas,


estudiadas por Dumézil, de Roma y de la India antigua.

2.2. La religión en Roma

2.2.1. La religión romana arcaica

Según Dumézil, si se quiere comprender la Roma arcaica, hay que captar en ella la
religión como un sistema, y situarla en el contexto indoeuropeo, marcado por el juego
de las tres funciones. En la Roma antigua se nota la presencia de las tres funciones de
la ideología aria, y la correspondiente teología tripartita, porque los primitivos ítalos que
llegaron a la península trajeron un pasado ario. Se advierte en ellos, desde un principio,
un pensamiento religioso relacionado con la ideología de las tres funciones: soberanía,
fuerza y producción. Y aunque existe una relación entre lo religioso y lo social, no hay
una reducción de lo religioso a lo social.

Dumézil encuentra una teología que responde a la triada de funciones Júpiter, Marte y
Quirino, como garantes del equilibrio de los tres tipos de actividad. Los primeros reyes
reunían en sí las tres funciones: eran soberanos, guerreros y nutricios del pueblo. Como
soberanos entraban en contacto con los dioses, que por medio de augures les daban
respuestas; como guerreros mandaban el ejército y dirigían la guerra; y como reyes
eran responsables del aprovisionamiento alimenticio de la ciudad, y calificados de
nutricios del pueblo.

Cada una de estas funciones tenía su sacerdote, llamado flamen, y así tenemos el
flamen dialis, con privilegios especiales, representaba a Júpiter arcaico, dios celeste,
fulgurante, que actúa en la zona del poder, del derecho, del contrato y es fuente de lo
sagrado. El flamen martialis, aunque ha dejado poca huella, estaba dedicado a Marte. Y
el flamen quirinalis, que intervenía en las ceremonias relativas al cuidado y guarda del
grano de trigo.

En la Roma arcaica, correlativos con estas funciones, encontramos tres dioses: Júpiter
que ejerce la función de soberanía, testigo y garante de los pactos de la vida pública y
de los juramentos de la vida privada, soberano celeste y luminoso, vinculado al poder y
fuera de todo contexto de guerra. Marte, dios de la guerra, sus fiestas se inician con la
primavera, cuando los ejércitos se preparan para partir para la guerra y terminan con el
sacrificio de un caballo en octubre, al retirarse a los campamentos de invierno. Sus
templos se tenían que construir fuera de Roma, por lo que claramente se da la
separación entre la soberanía de Júpiter y las funciones guerreras de Marte. Respecto a
la tercera función, Quirino, los vestigios arcaicos lo presentan como el dios de los
ciudadanos considerados como organización civil y política. Históricamente, al ir
perdiéndose la tradición religiosa, esta triada arcaica se cambió por la triada Júpiter,
Juno, Minerva que es la que se encuentra en al Capitolio en épocas posteriores.

Esta religión está muy cercana a la política, porque representa la organización esencial
de la ciudad. Luego tuvo sus cambios, conforme evolucionaba la sociedad romana,
pasando por las formas que adopta la República, y la peculiaridad del Imperio que
introduce el culto de los soberanos.

2.2.2. La religión romana durante la República

Con la República entra la idea de libertas y de los derechos personales y políticos del
ciudadano romano. Esto supone una gran modificación, que influye en los conceptos
religiosos. Aunque la República tiende a mantener la concepción religiosa indoeuropea
de soberanía, ésta adopta formas propias con una división de funciones entre los
cónsules, el senado y otros cargos. Respecto a la religión hay que considerar las
situaciones de guerra y conquista de otros pueblos, con cuyo motivo entran en Roma
dioses de muy distinto signo, sobre todo de Grecia, de donde se importa todo el
panteón, cuando se llega a la helenización de Roma. Esta tendencia lleva al desarrollo
de la astrología y al aumento de oráculos. De donde se siguió la descomposición del
patrimonio religioso antiguo romano y la apertura a las religiones orientales del Asia
Menor, Siria y Egipto.

2.2.3. La religión romana durante el Imperio

En el año 27 antes de Cristo Augusto restaura la República, y aunque al Senado se le


reconoce como suprema instancia, al confiar amplios poderes a Octavio y proclamarle
Augusto, sagrado y divino, toma nuevos derroteros.

Augusto aparece como restaurador de la sociedad y de la religión con vuelta a las


tradiciones. Se presenta como hijo de Júpiter, creador del orden y de la prosperidad y
Sumo Pontífice. Frena los cultos orientales mostrándose opuesto a los Egipcios. Llega a
unir la religión con su persona y hace de la casa imperial la sede de la religión. Al unir el
sacerdocio y el poder crea una nueva ideología de la religión, muy próximo al culto del
emperador. El mismo Augusto da este paso al unir el título de imperator y la ideología
de soter (salvador) de origen heleno. Con lo que se inicia el culto a los soberanos, para
lo que se crea un colegio de sacerdotes con su culto.

Cuando muere Augusto, el año 14 de nuestra era, la religión romana se modifica


profundamente. Hay un nuevo calendario de fiestas, la helenización toma un nuevo
ritmo, con tendencia a identificar divinidades griegas y romanas, y aun de otros pueblos
conquistados. Es la interpretación romana que tanto favoreció para la cohesión del
Imperio y a la creación de una cultura común. El culto imperial encamina hacia la
apoteosis del emperador y a la multiplicación de los dioses.

2.3. Lo sagrado en la India primitiva

Hacia el 1500 a. de C. los Arios, pueblos guerreros, nómadas e indoeuropeos, invaden


las regiones de la India, después de atravesar el Irán. De ahí la semejanza entre la
religiosidad de los Vedas y del Avesta Iraní. Introducen con su conquista los tres
estamentos de la primitiva sociedad indoeuropea: sacerdotal, guerrero y productivo.
Estamentos que quedaron reflejados en todas las culturas de los pueblos por donde se
desplazaron: Hindú, Iraní, Romana y Germánica.
En la India arcaica se decantaron unas formas de religiosidad en las que destacan
cuatro características: a) una panteón politeísta, con personificación de las fuerzas de la
naturaleza, y un cierto henoteísmo, esto es, un reconocimiento de un dios principal y
supremo; b) un complejo ritualismo, donde participan gran número de personas,
realizando cada una su función; c) un impersonalismo cosmicista, donde todos, aun los
dioses, se encuentran sujetos al peso del ciclo del devenir; d) una estratificación socio-
religiosa, en las conocidas castas de Brahmines, que constituye la clase dominante y
sacerdotal, a quienes corresponde realizar los ritos sacrificales, el estudio de las cosas
sagradas y la enseñanza; los Ksatriyas, nobles guerreros que disponen de la fuerza, y
tienen la misión de proteger a los ciudadanos; los Vaisyas, mercaderes y encargados de
la producción de bienes. Los hombres de estas tres castas son Djivas (nacidos dos
veces o iniciados), que tienen la posibilidad de recorrer los cuatro estadios de la
existencia del hombre hindú. Fuera de estas castas, están los niveles inferiores,
constituidos por no arios: los shudras, comprende artesanos y comerciantes, hombres
libres, pero en última instancia siervos por carecer de plenos derechos de ciudadano; y
por fin los parias, sin casta, marginados del sistema hindú. Pero la conversión de
cualquier persona al cristianismo, al Islam o al budismo, hace que por ello vengan a ser
descastado.

La mujer hindú no se define por sí, sino por su relación con el varón.

De este tiempo es el primer cuerpo de escrituras Védicas: los Samhita, compilación


hecha entre los siglos XVI-VI a. de C. Se refiere al conocimiento sagrado o revelación
hecha por Brahman, captado por los maestros (rsi), y transmitido oralmente sin
alteración alguna. Contiene recopilaciones de himnos, oraciones, fórmulas rituales, etc.
“exhalados” por Brahman, que los sabios videntes conocieron por visión directa, y que
luego transmitieron por “audición”. Son cuatro: Rig-Veda, Yajur-Veda, Sama-Veda y
Atharva-Veda. En nuestros días sólo tiene una importancia arqueológica.

3. Religiones después de la revolución del siglo VI antes de Cristo

En torno al siglo VI a. de C., ha visto Karl Jasper el tiempo eje de la humanidad, porque
en esa época confluyen deferentes movimientos religiosos y éticos importantes como: el
Zoroastrismo en el Irán, los Upanishads del Hinduismo, el Budismo y el Jainismo en la
India, el Taoísmo y el Confucionismo en China, los profetas en Israel, y filosofía Griega.
(Carlos Díaz, Manual de la historia de las religiones, 1999, Bilbao, p. 161).

3.1. El Hinduismo Posterior

3.1.1. El Veda: Brahamna, Aranyaka y Upanisad

Hacia el siglo VI a. C., cuando los Brahamines dominaban mediante el rito sacrificial,
surge entre algunos Brahamines y los Ksatriyas una exégesis nueva, también
considerada canónica, del saber religioso. Se trata de unos comentarios teológicos en
prosa, que forman un ciclo védico. Comprende las glosas Brahamánicas en las que el
sacrificio individual remite a los orígenes y garantiza la continuidad del mundo por
repetición del ciclo fundacional. Los Aranyaka o texto del bosque, son meditaciones que
marcan la transición del ritualismo de los Brahamanes al intelectualismo Upanishad. Y
los Upanishads en los que la ideología sacrificial se abre hacia una especie de mística
especulativa teosófico-esotérica sobre los ritos.

Con los Upanishads el conocimiento se eleva a un rango preeminente, y se hace


elemento liberalizador en la gnosis, capaz de explicar nuestra existencia. La perfección
consiste en renunciar al atman, el yo individualista, mediante una experiencia yógica
para diluirse en el universal Atman brahamánico. Pues el atman individual es un
elemento divino atrapado en el cuerpo, y tiende a unirse con el absoluto. La unión con
el Atman universal exige concentrarse y refrenar tanto la fuerza física como mental con
el yogui.
Punto esencial de la doctrina es la reencarnación. La vida es devenir y un eterno
retorno. Los ciclos cósmicos se suceden incesantemente, y no hay un aferrarse a la
identidad de la persona. Ésta se cambia en las nuevas encarnaciones o samsara,
término que aparece en los upanishads. Hoy estamos aquí de una forma y dentro de
algún tiempo volveremos de otra, por lo que se admite plenamente una trasmigración
reencarnatoria.

Se da también la conciencia de la urgencia de una personificación progresiva del


universo y del psiquismo humano. Es necesario alcanzar la personificación del corazón
mediante la acumulación del karma (retribución) meritorio que acerca más a la
liberación, y, por tanto, a la identificación con Brahman.

3.1.2. Las escrituras de la Smrti, o tradición confiada a la memoria

Hay un segundo cuerpo revelado en las inmediaciones de la era cristiana, que se conoce
con el nombre de Veda de la Smrti (tradición confiada a la memoria), contiene textos de
los Vedas.

Mientras los sruti son literatura sagrada que comprende los textos antiguos reconocidos
como revelación a los rsis, sabios antiguos, la smrti es sólo tradición. Se caracteriza,
porque las palabras sagradas no manan de un absoluto impersonal, sino de discursos de
ciertos dioses precisos: Vishnú o Shiva, dirigidos a las cuatro órdenes o clases, incluso a
los Sudras (siervos). La smrti, en la que se distinguen varias tradiciones, abarca un
ámbito filosófico los darsana, otro mitológico los purana, y otro más épico los itihasa.

El darsana comprende seis caminos enderezados al conocimiento de las cosas: el nyaya,


la lógica, es un género literario de tipo sapiencial; la vaisesika o el conocimiento
distintivo; la samkhya, es el estudio de los principios dentro de los cuales se manifiesta
la verdad; el yoga práctica de ocho medios; karma mimamsa está constituido por
ritualidades; y el vedanga, es la doctrina metafórica ordenada a la búsqueda de lo
absoluto en cuanto realidad última, constituye el desarrollo de la doctrina de los
Upanishards.

Los puranas o narraciones mitológicas, están compuestos por narraciones antiguas


sobre la creación y destino del universo, el tiempo y las dinastías de los dioses. Entre
ellos se desarrolla la doctrina de la Trimurti hindú: Brahma creador, Vishnú conservador
y Shiva destructor del universo. Cada dios tiene sus esposas y cortejo de descendientes,
que indican virtudes o elementos naturales. Se da entre ellos una gran tensión, como si
fuera una lucha por la hegemonía. Estos dioses están situados por encima de los 33
dioses supremos, de ordinario personificaciones de las fuerzas naturales. Brahma,
creador, aunque es el Dios supremo, inaccesible y absoluto, nunca ha sido tan popular
como Vishnú y Shiva. Vishnú, fuertemente arraigado en la devoción popular, es el dios
conservador del dharma universal, que de tiempo en tiempo desciende en nuevos
avataras, encarnaciones, para proteger a sus devotos y a la tierra. De su ombligo nace
en su séptima reencarnación Rama, héroe del Ramayana, y de su octava reencarnación
Krishna. Shiva, que significa propicio, personificado como destructor, es un dios con
muchos adoradores, y tutelar del yoga. Es un dios de contrastes ya que preside la
creación del universo mediante la danza, y su destrucción, así como el ascetismo y la
fertilidad. Representa tanto la fuerza eugenésica, como la capacidad para el bien y el
mal.

Los itihasa, son unos poemas épicos sagrados, que constituyen la espina dorsal de la
smrti, formados por el Ramayana y el Mahabharata. El canto sexto del Mahabharata
contiene los conocidos textos sagrados del hinduismo y compendio de toda la doctrina.
Sus puntos más importantes: un dios se aparece al héroe como ser personal, creador y
animador, distinto del alma del hombre y del mundo. Su yoga de la acción Krhisna,
presenta las tres formas: yoga del conocimiento, de la devoción y de la acción,
insistiendo en el valor de éste a juzgar, porque, por ejemplo, el ser un chatriya exige
que cumpla con su deber y actúe de forma impersonal, sin ninguna pasión, sin deseos y
renunciando al fruto de sus actos.

Al final del camino es el bhakti, un contexto religioso, un deseo de comunión íntima con
el dios personal. Este bhakti es accesible a todos sin distinciones de castas o sexo.
“Cuando se refugian en mí, aunque procedan de humilde cuna, los vaisyas y los sudhras
también alcanzarán el fin supremo”. El verdadero bhakta es en todo momento
consciente de la presencia de Dios en todas partes y en sí mismo, no puede pensar vivir
ni un momento lejos de Dios.

3.2. El Budismo

En torno al siglo VI a de C., momento que Karl Jasper califica de tiempo eje de la
humanidad, por la evolución ideológica que se dio, nace el movimiento budista dentro
del mundo hindú, y que luego llegará a transformarse en religión de gran raigambre
social en Asia.

3.2.1.Vida y Leyenda de Buda

Buda es un término genérico que significa iluminado. Se aplica a todo ser humano o
celeste que haya llegado a la iluminación. El prototipo es Suddharta Gautama, que no
es ni un dios, ni un profeta o enviado, sino una persona que camina hacia la perfección
humana. Para él, el mundo no es creado sino eterno y en constante modificación por los
actos buenos y malos de los hombres, que mientras aumenta la ignorancia y el pecado
se va degradando.

Constituye un movimiento contra tres aspectos importantes del hinduismo: contra el


ritualismo de éste con la negación de la eficacia de los ritos; contra la cultura de los
dioses afirmando la importancia de los seres humanos, y silenciando a los dioses; y
contra el activismo humano fomentando el ascesis y la meditación intuitiva no
discursiva.

La piedad popular ha puesto ocho etapas en el devenir de Siddartha: descenso del cielo,
la existencia de Siddharta es el final de una serie de reencarnaciones anteriores, en las
que ha ido progresando en la vía de la liberación; entrada en el seno materno, en el año
624 a. de C., estando dormida y viéndole en sueños bajo la forma de un elefante blanco
con seis colmillos; nace del costado derecho de su madre sin ningún dolor; a pesar de la
vida regalada que le proporciona su padre, tras los cuatro encuentros: con un viejo
abandonado por los suyos, un enfermo, un cortejo fúnebre y un renunciante, decide
abandonar el palacio y todo lo que poseía, y se dirige en busca del despertar. Siddharta
durante seis años se convierte en asceta itinerante bajo el nombre de Gautama,
llegando a extremos en el ascetismo, que abandonó al estar en peligro de muerte y
advertir que le conducía a la vanidad, sumido en la contemplación alcanza la iluminación
o el despertar pasando de bodhisattva (aspirante a la perfección) a buda (iluminado),
toma conciencia de que no volverá a nacer y se dedica a predicar y enseñar a otros a
acceder a la categoría de despertador. A partir de ese momento y durante cuarenta y
cinco años pasó enseñando su doctrina y elaborando los fundamentos de su comunidad
monástica, primero masculina y luego femenina. Muere en Kusinagara en el 543 a. de
C. a los ochenta años de edad, rodeado de sus discípulos, y siendo incinerado su
cadáver.

3.2.2. Evolución del budismo

Desde un principio, aún en vida de buda, empezaron a multiplicarse los grupos, que con
el paso del tiempo han tomado dos orientaciones, y con muchas divisiones en cada una
de ellas: el Hinayana o Pequeño Vehículo, y el Mahayana o Gran Vehículo. El primero es
más antiguo, y comprende las secciones que se crearon desde un principio; el segundo
nace hacia el primer siglo de la era cristiana, y comprende varias tendencias. La
diferencia entre ambas se puede determinar, tanto por el fin que persiguen, como por el
ideal de perfección a que aspiran: el ideal para el Hinayana es el arhat (perfecto), el
hombre liberado, perfecto, el buda individual, que entra directamente en el Nirvana,
gracias a la práctica de la meditación, que es la fuente esencial de la razón de ser. Este
budismo es esencialmente una escuela de sabiduría que elabora un método de
salvación.

El Mahayana, acusa a los Hinayánicos de actuar egoístamente, al buscar la vía del


apartamiento total, para conseguir ellos solos el Nirvana, cosa que no hizo Buda, pues
resistió la tentación de entrar inmediatamente en el Nirvana, que su iluminada mente le
había puesto al alcance, y prefirió dedicarse a enseñar a los demás el camino de la
liberación. Son características de esta escuela: 1) La sustitución del arhat (perfecto) por
el bodhisattva (aspirante a la perfección), cuyo camino espiritual requiere ciertas
técnicas de yoga con diversos grados, en lugar de entrar en el Nirvana como el arhat,
se queda fuera para ayudar a otras criaturas encadenadas a la rueda del mundo. Por
este carácter de salvadores, el Mahayana ha llegado a ser una religión popular. 2) Creó
a su vez una nueva ontología de la doctrina del vacío, de la no existencia de las cosas y
del individuo humano. 3) Transformó a Buda en un dios eterno, multiforme,
todopoderoso y se le asimiló, en algunas escuelas, al Brahman Hinduista.

3.2.3. Puntos importantes de su doctrina

La doctrina budista se llama dharma (ley), y es un conjunto heterogéneo de normas.


Contiene un inmenso número de especulaciones metafísicas, de interpretaciones de
escuela, y de comentarios divergentes. El fundamento del budismo se apoya en las
cuatro Nobles Verdades expuestas en el primer sermón de Benarés: 1) todo lo que
existe está sujeto al dolor: nacimiento, enfermedad y muerte; 2) el origen del dolor
consiste en el deseo, en la sed, en la concupiscencia y en el ansia de vivir; 3) la
supresión del dolor proviene de la anulación de la sed; 4) el camino que lleva a la
anulación de esta sed, está condicionada por los ocho senderos que se llaman: opinión
pura, representación mental pura, lenguaje puro, acción pura, medios de existencia
puros, aplicación pura, memoria o atención pura y meditación pura.

El budismo es esencialmente una doctrina de salvación espiritual que se basa en la


creencia de la metempsícosis o reencaranción. Para el budista el universo no fue creado,
ni será totalmente destruido para volver a la nada, siempre ha existido y existirá, y
entre tanto pasa por infinitos ciclos de creación y destrucción. Cuando uno muere crea
las condiciones para el nacimiento de un nuevo ser. Existe una vida después de la
muerte, un renacer permanente, pues nada desaparece todo se renueva. Por ello el que
renace no es el mismo que el que muere, sino que tiene algo de él pero con diferencias.

Se excluye la noción de Dios todopoderoso y del alma. Hablan sólo de fenómenos y la


sucesión que condiciona la existencia, que se desarrolla en el fuero interno de los
individuos. El ser como tal no existe, sólo hay estados sucesivos, fenómenos,
compuestos de cinco cosas: la materia o forma, las sensaciones, las percepciones, el
subconsciente, y la conciencia. Por lo que niega el ser y afirma sólo el devenir.

La vida se rige por la ley del karman. Los actos son buenos o malos movidos por un
acto de voluntad, que determina el sentido de la retribución de cada acto. Como
consecuencia el budista ha elaborado una moral para clasificar los factores de la
trasmigración. Tiene una dificultad su doctrina, pues al no considerar la existencia del
âtman o alma individual es difícil concordar con la creencia de la sanción moral de los
actos. El budista lo resuelve afirmando que el proceso de llegar a ser, es un flujo
continuo, que liga al pasado con el porvenir, el poder de la obra y los actos dan su
fruto; la continuidad no es más que la relación de causa y efecto entre los estados
consecutivos de una serie sin fin; esta continuidad puede llamarse alma. Admite un yo
fenoménico, pero relativo y pasajero. El ser es un proceso, gobernado por la ley de la
causalidad, que en cada momento se destruye y se crea de nuevo. Cuando el individuo,
por su ascetismo, sus meditaciones y la práctica del yoga, extingue en él el deseo de la
vida, entra en el Nirvana.

Otro concepto clave es el Nirvana, que no es fácil de entender porque no tiene


referencia a ningún concepto occidental, no parece correcto traducirlo por la nada, pues
el monje budista no aspira a la nada, es más correcto considerarlo como un estado
místico, con un sentido negativo al modo de los gnósticos y escritores alejandrinos. Es
la extinción o aniquilamiento del deseo, del odio y de la obcecación; es el desinterés, la
renuncia total, la ecuanimidad, el dejar lejos todos los problemas del mundo, con lo que
se llega a la completa supresión de todas las posibilidades de un nuevo renacimiento.

3.2.4. Extensión en el momento actual

Las dos grandes tendencias del budismo tienen hoy día distintos campos de desarrollo,
el budismo Hinayánico, que fue en un principio el desarrollo de las doctrinas del
maestro, desde el nacimiento de Mahayanismo en el siglo I de la era cristiana ha ido
perdiendo territorio, siendo hoy día muy limitado su extensión en la India, y habiéndose
desarrollado en Sri Lanka, Birmania y Tailandia, y el Sudeste Asiático. Mientras la
tendencia Mahayánica ha tenido mayor éxito en China, el Japón y Mongolia. Dentro de
esta tendencia se puede clasificar el Lamanismo del Tibet, aunque tienen características
especiales.

3.3. El Mazdeismo y Zoroastrismo

El Mazdeismo aparece como la religión del Irán. Su nombre se deriva del dios Ahura-
Mazda, compuesto de dos palabras Ahura (señor) y Mazda (sabiduría), lo cual
constituye la definición esencial de la divinidad suprema, que terminó por convertirse en
su nombre propio y personal, sobre todo cuando en épocas posteriores se unieron en
una sola palabra Ahur-Mazd en Ohrmazd, que los Griegos tradujeron por Oromazes, y
los castellanos pronuncian Ormuz.

3.3.1. Evolución

Es difícil determinar la religión de los primitivos persas, porque las fuentes más antiguas
son de un milenio posterior a su asentamiento en la meseta del Irán. Se les considera
arios, y su religión se cataloga entre las derivadas del indoeuropeo. A juzgar por lo que
se conserva adoraban además de al dios supremo Ahura-Mazda, un dios sol (Huar), y
otro dios fuego (Atar), y varias diosas femeninas relacionadas con la fecundidad. En una
época posterior al entrar en contacto con los Asirios aceptaron muchas de las creencias
de éstos, dando lugar a un sincretismo religioso.

En la historia religiosa de este pueblo se distingue una religión primitiva de raíz Aria, y
probablemente los magos de magu o magavan (partícipes en la alianza, en los dones
místicos) provengan de la época primitiva. Especialistas en prácticas mágicas:
interpretación de los sueños, de la astrología, que lo transmitieron a Occidente con la
expansión de los Aqueménidas. Eran adoradores del sol, simbolizado por el disco alado,
signo de Ormuz, y tenían un ritual del fuego, por lo que una red de fuegos se extendía
por todo el Irán, cuyas llamas ardían en las cimas de las montañas, en el hogar familiar
y en los santuarios. Y, con toda probabilidad de origen indoeuropeo, había tres clases de
fuegos eternos, representativos de los tres estamentos: el fuego farnabag de los
sacerdotes, el fuego gushnasp de los guerreros, y el fuego burzin mihr de los
trabajadores.

Religión de fondo, que nunca que se perdió, y se conserva hasta el día de hoy, por lo
que se guardó a través de toda la historia el dios Ahura-Mazda, aunque sufrió la
reforma de carácter filosófico en el siglo VII-VI a. de C. con Zaratustra, que tuvo una
gran expansión con el imperio Aqueménida, a lo que se siguió la renovación en el siglo
IV d. de C., hecha por los magos, en la dominación Sasánida.
3.3.2. La reforma filosófica de Zaratustra

Esta antigua religión, sufrió una gran transformación hacia el siglo VII-VI a. de C. por
obra de Zaratustra, que los Griegos tradujeron por Zoroastro, de donde viene la
denominación de Zoroastrismo. Este personaje, cuya vida se mezcla con la leyenda, es
sólo un reformador de la herencia religiosa iraní, con la particularidad de que su
doctrina es más de carácter ético que teológico, por lo que los Griegos solían hablar de
la filosofía de Zoroastro.

Según la leyenda, Zaratustra nacido hacia el siglo VII-VI a. de C., en tiempos de los
reyes persas Ciro-Cambises. Era miembro de una familia aristócrata, y fue educado en
la religión tradicional del Mazdeismo. Se retiró, cuando tenía unos 30 años, a la gruta de
una montaña durante seis años, cuando en un éxtasis recibió la revelación de Ahura-
Mazda, y tras larga meditación se lanzó a la predicación de la santidad de Ahura-Mazda,
su inmediata venida, la urgencia de introducir algunas innovaciones en las creencias
tradicionales y en el ritual del mazdeismo. Expulsado de los suyos, fue protegido del rey
Bactres, logrando su doctrina un gran éxito.

Al entrar la era cristiana, la tradición persa conservaba sólo uno de los veintiún libros
originarios de Avesta, y se había perdido gran parte de la doctrina de Zaratustra, por lo
que el rey Ardasir, fundador del imperio Sasánida mandó restaurar el texto, para lo que
se compilaron, en su tiempo, por redactores elegidos por él, los restos y fragmentos
que se conservaban.

3.3.3. Los libros sagrados

Tras siglos de tradición oral, se fijan, por primera vez por escrito, los textos de
Zaratustra en el siglo IV de nuestra era, en el libro llamado Avesta (conocimiento),
formando una colección de texto de diversas épocas y de diferente valor. Consta de tres
secciones: el Yasna (sacrificio), que consta de 72 capítulos de ghatas (cantos atribuidos
a Zaratustra para recitarlos durante el sacrificio del fuego); el Vendidad (ley contra los
demonios, son reglas de pureza); y los Yashts, formado por 21 capítulos de himnos a
seres sobrenaturales.

El Zend-Avesta. Los Zend o comentarios hechos en lengua vulgar (el pahlevi) al Avesta,
y tiene dos partes: el Vispered, colección de cantos, y el Korda-Avesta libro de
oraciones para la devoción popular.

3.3.4. La teología del mazdeismo

Es difícil distinguir en la doctrina teológica, si se trata de una concepción monista o


dualista. En la doctrina arcaica se encuentran muchos dioses, pero en la reforma
Zoroástrica se habla de un sólo dios Ahura-Mazda (en griego Ozomases y en castellano
Ormuz), creador por el pensamiento del cielo y de la tierra, señor y legislador del
universo, juez inapelable de las almas de los hombres, y dispensador de su destino,
tanto en el instante de la muerte como en el juicio al final de los tiempos. Es al mismo
tiempo principio del bien, y dominador de toda la vida humana, y de los fenómenos
atmosféricos y celestes.

Frente a esta idea admite la acción de otros espíritus o principios, idénticos en cuanto a
su existencia y condición suprema, con la misma categoría óntica, y creadores de los
sectores en que se divide la actividad humana: el bien y el mal.

Al espíritu bueno se le identifica con Ahura-Mazda (Ormuz), y el espíritu malo con


Ahriman, que a veces se le representa en forma de serpiente. Una vez terminada la
creación Ahriman eligió el mal, trabajando por alcanzar los peores resultados de la
creación, en tanto que Ormuz eligió el bien y el buen orden. Por tanto, la historia de la
creación es un tiempo agónico, de enfrentamiento entre el bien y el mal. Pero será
aquél en que se seguirá el triunfo del bien, porque el hombre con su acción consigue
que el bien triunfe en este mundo. Por tanto, no hay nada que sea bueno o malo por
naturaleza, sino que se deriva de la elección del hombre, con la consiguiente
responsabilidad en la historia.

El problema de la escatología. Tras la muerte del hombre hay un juicio particular,


seguido del consiguiente premio o castigo para las almas que vayan al infierno, lugar de
tormentos, para las almas malas; o al paraíso donde van las almas buenas.

Defiende además la inmortalidad del alma, frente a la reencarnación de las doctrinas


hindúes. Las almas, una vez juzgadas en el juicio al final de los tiempos, que vendrá
acompañado de la resurrección de los muertos, concepto difícil de compaginar con otras
doctrinas de esta creencia, por el concepto peyorativo que tienen del cuerpo, irán al
paraíso. Celebrado el juicio final, idea presente en la literatura Pahlevi, Ahriman
quedará vencido y desaparecerá, de modo que aun las personas, que optaron por el
mal, purificados en el infierno del juicio particular, entrarán a gozar eternamente de la
bienaventuranza tanto carnal como espiritual. En este momento desaparecerá el
dualismo ético, propio de este mundo en estado de lucha, y se entrará en una situación
en la que reinará sólo Ormuza, vencedor del mal, retornando al monoteísmo primitivo
de Ahura-Mazda del Avesta antiguo.

3.3.5. Extensión en la actualidad

La invasión musulmana, en el siglo VII, trajo casi la extinción del Mazdeismo, quedando
un pequeño grupo que aun perdura, como lo muestra la literatura en lengua pelvi. En el
siglo X, como consecuencia de algunos movimientos de sublevación contra los
musulmanes en el Irán, gran parte de los zoroastristas huyeron a la India, a la zona de
Bombay, donde todavía perduran formando una comunidad parsi (persas), cohesionada
y rica. Según M. Eliade el universo mazdeista en el mundo es aproximadamente de unos
130.000 que se distribuye entre el Irán, la India, Paquistán y Estados Unidos. Se trata
de grupos conservadores, por lo que no se encuentran grandes diferencias de las
antiguas doctrinas.

4. Religiones del Extremo Oriente

4.1. La Religión Primitiva

A diferencia de las religiones antes referidas, en el Extremo Oriente no hay religiones


antes de los orígenes confucianos y taoístas, tal como lo comprueba el arte: en China el
arte, casi trata monotemáticamente la naturaleza y las aves. Lo principal es vivir
conforme a la naturaleza, dejándose llevar por un común fondo cosmotelúrico y celeste.
Entre la naturaleza y el hombre todo es continuidad, como lo es entre el hombre y el
cosmos. (C. Díaz, Manual de Historia... o. c., p. 229).

La naturaleza se compone en última instancia de dos principios: el Yang, principio


positivo, activo, masculino, duro, seco, caliente, constante, trascendental, se halla en el
sol y en la orilla norte de los ríos; y el Yin, principio negativo, pasivo, femenino, blando,
húmedo, mudable, receptivo e inmanente, se encuentra en el agua, en la sombra y en
la orilla sur de los ríos. Son principios complementarios, por cuya alternancia tiene lugar
la transformación ininterrumpida del universo, tanto en cielo como en la tierra, todo es
producto del Yang-Yin.

El cielo es la deidad suprema. De la voluntad el cielo se deriva la práctica del amor


universal, la paz, el decoro y el respeto que en la familia los hijos han de tener hacia los
padres y se deben tener entre sí las personas. Aparece, por tanto, como la ley eterna
celeste que fundamenta la ley natural y la ley humana positiva.
Los monarcas proceden del cielo, y sirven de intermediarios en tiempos de sequías o
inundaciones, y tratan de someter su vida a los ritmos de la naturaleza, por ello lleva el
título de “Soberano de lo Alto del vasto Cielo”. En calidad de Hijo del Cielo es el hombre
prototípico, y tienen poder, por sí mismos o por delegación, de admitir nuevos dioses;
este mecanismo permite incluir un gran número de dioses populares taoístas y budistas,
que el Estado les recibe bajo su tutela, inscribiéndoles como entes protegidos.

Hay una plena continuidad entre el cielo y la tierra, y los antepasados se convierten en
el eslabón principal de esta relación. De ahí que su veneración ocupe el centro de la
vida religiosa, los miembros de una familia no son el último eslabón de la cadena
integrada por los espíritus de los antepasados, sino que se da entre los difuntos y los
vivos un flujo interactivo mutuo.

Cada hombre consta de cuerpo y dos almas: al morir una de las almas (p'oh)
permanece junto al cadáver, la otra (hun) asciende al cielo para gozar. Pero ambas
llevan una vida similar a la anterior a la muerte. La persona pertenece a los
antepasados una vez que le han llorado en el luto.

Tres son las religiones a las que nos referiremos: el confucianismo, el taoísmo y el
sintoísmo.

4.2. El Confucianismo

Pertenece a aquel grupo de ideologías filosóficas que surgen hacia el siglo VI a. C., y
que Karl Jasper califica de tiempo eje de la historia. Se fundamenta en la doctrina de
Confucio, una simplificación de Kug-Fu-Tzu (Fu=gran, Tzu=maestro Kung). Su
verdadero nombre fue K'ung Ch'iu. Procedía de la aristocracia militar inferior. Se mostró
con gran avidez para el saber. Persiguió con ansiedad ser funcionario, y cuando alcanzó
este objetivo a los cincuenta años, abandonó su puesto, para buscar algún gobierno que
quisiera poner en práctica su teoría social. Fracasado de su empeño, se vuelve a su
tierra natal, y se dedica a la formación de un reducido grupo de discípulos. Con éstos
recogió y sistematizó los cinco grandes textos de la tradición China: el Chu King,
historia de la antigüedad; el Chi-King, libro de los versos; Yi-King el libro de los
cambios; Li-Ki-King, el libro de los ritos; y el Chun-Ching-King, anales de la primavera y
del otoño.

Las enseñanzas de Confucio se encuentran reunidas en cuatro libros: Ta-Hio, gran


ciencia; Chung-Yung, la doctrina del medio; Lun-Yu, comentarios filosóficos; Meng-tsé,
el libro de Mencio, el más destacado confucianista entre los años 371 y 289 a. de C.

Las doctrinas confucianas dejan de lado el sentimiento religioso, y tratan de dar una
moral a la sociedad china, por lo que sus seguidores normalmente han sido agnósticos,
aunque durante más de mil años se ha tributado culto a Confucio como ser superior,
ofreciéndole sacrificios y plegarias. Además, en el confucianismo se ha reconocido la
existencia de un ser supremo que gobierne el mundo (Tao), y unos valores
transcendentales.

Tiene como principio fundamental la prudencia, que es la verdad por excelencia, por
cuanto condensa todas las demás virtudes personales y civiles, que hacen al hombre
conforme al deber ser: acepta los designios del cielo y actúa con equidad en el puesto
que ocupa. De esta prudencia se derivan las siguientes virtudes: la bondad natural del
ser humano, la conversión del corazón que parte de la esencia de los móviles de las
acciones sinceras con un conocimiento claro y profundo de los motivos de las acciones.
Naturaleza y educación se complementan. La norma óptima de conducta es la
reciprocidad: lo que no quieras que te hagan a ti, no le hagas a otro. Establece como
única meta conseguir la perfección humana, que se reduce a cinco relaciones: del
príncipe con los súbditos; del padre con sus hijos; del marido con la esposa; de los
hermanos mayores y menores; y de los amigos entre sí. Estas cinco relaciones
constituyen la ley natural del deber, la más universal para los hombres. Establece como
las tres grandes y universales facultades morales del hombre: la conciencia, que es la
luz de la inteligencia para distinguir el bien y el mal; la humanidad que es la equidad del
corazón; y el valor moral, que es la fuerza del alma.

Se puede hablar en el confucianismo de algunos ritos, que responden a la tradición,


más que a su doctrina, estos son: ritos fastos, el culto al cielo y a entidades
sobrenaturales (genios, dioses locales, espíritus de grandes hombres y antepasados,
etc.); ritos nefastos, a los muertos; ritos hospitalarios, audiencias, visitas; ritos
militares, guerra, caza, etc.; ritos alegres, acontecimientos sociales y familiares. Aun
éstos en cuanto función religiosa de comunicación con lo divino, tienen el fin de ordenar
conductas sociales.

La doctrina confuciana, en cuanto se ha considerado como religiosa, parte más de la


veneración que se ha dado a Confucio, que de una teología, pues su doctrina responde
a una ética social.

4.3. Taoismo

También es el siglo VI a. de C., respondiendo el tiempo eje de Karl Jasper, cuando nace
el taoísmo de Lao-Tsé. Es el taoísta más eminente que vive al margen de la vida
pública. desprecia los honores, por lo que es exactamente lo contrario de Confucio. Y
fueron los taoístas los que incluyeron a Confucio entre los dioses subordinados del Tao.
Su nombre era Po-Yang-Li, conocido como Lao-Tsé (viejo maestro). La leyenda dice que
fue archivero del gobierno imperial, que cansado de la corrupción existente abandonó
su puesto de trabajo.

El Tao (camino) contempla fundamentalmente dos aspectos: la realidad suprema y el


comportamiento correcto.

El Tao es la realidad suprema, donde se unifican los elementos. Aparece como el


principio subyacente a toda existencia y norma rectora de la misma. El Tao no tiene ni
principio ni fin, las cosas nacen y mueren, y carecen de permanencia. Comprende, a su
vez, los dos principios complementarios el Yin y el Yang que se oponen
permanentemente y de su oposición proceden las transformaciones cíclicas de todo lo
real.

El Tao es, también, la forma de comportamiento que comprende: a) la relativización de


las propias opiniones, por lo que el hombre se libera de sus propios prejuicios y de la
visión parcial de las cosas; b) desapasionamiento acogedor, llegando al vacío absoluto
para alcanzar la perfección; c) la bondadosa mesura, por lo que aborrece las demasías
en todos los aspectos de la vida; d) amorosa ductilidad, acomodándose tanto a los
momentos felices como difíciles; e) una vida retirada, el pensamiento de Lao-Tsé gira
en torno a una vida sin acción, sin intervención, un mundo primitivo campesino.

Actualmente el taoísmo, a pesar de los cambios políticos, está muy arraigado en toda
China. Entre los siglos X al XIII de nuestra era se operó una fusión del confucianismo, el
taoísmo y el budismo, que dio lugar a una religión, que se conserva hasta hoy día,
caracterizado por un sincretismo y un eclecticismo, hasta el extremo que todos
participan de elementos de las tres concepciones: de la ética confuciana; de la
reencarnación budista, aunque interpretada como el volver a ser de la familia, así como
algún concepto del nirvana; y del concepto de cuerpo y espíritu del taoísmo.

El taoísmo considera el cuerpo humano como un microcosmo que incorpora y refleja la


totalidad del universo, donde se da la coincidencia de los aspectos que refleja el Gran
Uno, donde se desarrolla el Yin y el Yang. En cada uno de los cuerpos se dan
divinidades celestiales y terrenales, elementos masculinos y femeninos, acciones buenas
y malas moralmente. Las divinidades buenas trabajan por la preservación del cuerpo y
las malas por su destrucción. Las divinidades superiores actúan de moderadores, y en el
momento de llegar al cielo el alma, informan sobre su buen o mal comportamiento. Se
tiende a la unión con el Tao, que se alcanza a través de una adecuada realización de
ejercicios espirituales y fisiológicos: el Kung-Fu y las artes marciales, meditación,
practicas respiratorias, dietas, etc. Tres son los elementos que mandan en el cuerpo: el
Ch'i o energía vital; el Ching o esencia espermática de la vida sexual, y el Shen o el
espíritu, poder sagrado localizado en el cerebro.

Además del dominio interior la persona debe irradiar influencia acrecentando potencia
vital. El santo se identifica con el paisaje uniéndose con la naturaleza.

Existen los inmortales y los dioses. El pueblo les prodiga culto en santuarios, con
peregrinaciones, por cuanto hacen crecer las cosechas, y conocen el poder curativo de
las plantas. No tienen instancias dirigentes, por lo que suelen estar constituidos por
grupos de laicos. Para los actos de culto se llaman a los maestros taoístas, no muy
numerosos. Para el pueblo, frente a la doctrina culta, hay una iconografía y hagiografía,
pero sin ninguna abstracción, se refiere a los antepasados concretos.

4.4. Sintoismo

El nombre lo recibe del término Sinto, que en japonés significa vía de los dioses.
Expresa el mundo japonés antiguo. El mundo sintoísta se desenvuelve dentro del
esquema telúrico-celeste y étnico, que hemos resumido más arriba. Nace del culto a la
naturaleza y constituye la religión auténtica del Japón. Desde el siglo V d. de C. recibe
la influencia del confucianismo, que le aporta una ética social, la piedad filial y el culto a
los antepasados; más tarde por influencia del budismo, se llegó a un cierto sincretismo;
posteriormente, siglo XVIII, se produce una reacción para restaurar el sintoísmo
primitivo con un sentido nacionalista, e introducción el culto al emperador.

4.4.1. Animismo

Desde un principio el sintoísmo es animista, todo tiene alma: la naturaleza, los animales
y los seres humanos están animados por un espíritu vital, el Kami (parte superior), que
es una existencia misteriosa y espiritual dotada de sensibilidad y voluntad.

La vida del hombre recorre cuatro países: a) la alta llanura (takama no hara). Todo en
el sintoísmo tiene alma, por lo que la tradición enumera ochocientas miríadas de
divinidades que habitan en las llanuras celestes; b) el país del medio de las llanuras de
las cañas, los kami que tras descender de la llanura celeste bajan a la llanura del medio
de las cañas, el Japón, país del arroz, ofrecen a esta tierra orden, paz, protección y
felicidad; c) el país de yomi, de las fuentes amarillas, es la residencia subalterna de los
muertos, lugar de las culpas que se deben eliminar mediante ritos de purificación y
exorcismos; d) el país de las tinieblas (tokoyo no kuni), es un paraíso allende los mares,
donde residen los espíritus de los antepasados una vez purificados, y que bajan a este
mundo trayendo protección y felicidad.

4.4.2. El politeismo

El sintoísmo es politeísta, no se preocupa de crear teorías, sino que saca dioses de la


vida cotidiana. Dioses populares son el dios del arroz, los de los alimentos y de la
fecundidad. Una diosa muy tradicional es Amaterasu O-mikami, muy venerada pero no
tiene una esencia absoluta. Carentes de una abstracción en la consideración de los
dioses tienden a divinizar cualquier alma que haya sobresalido, en coexistencia pacífica
con las existentes.

4.4.3. Evolución posterior


La entrada del budismo en el Japón, trajo un sincretismo elaborado por monjes
budistas. Pero en el siglo XVIII, durante el período Meijí, hay una vuelta al sintoísmo
original, separándose de las incrustaciones budistas y confucianas, y tendiendo a crear
una religión nacional japonesa independiente, reconociendo al mismo tiempo la libertad
religiosa. Esta religión ha derivado a través de ritos realizados por liturgistas designados
por el Estado en una religión dirigida a una educación moral en las escuelas, a
reconocer la ascendencia divina de la casa imperial, y a la esencia inmutable de la
nación japonesa.
DE LA ANTIGÜEDAD PRECRISTIANA AL HIEROCRATISMO
MEDIEVAL

García Gárate, Alfredo. Profesor Titular de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad Autónoma de Madrid

1. La antigüedad precristiana

La religión se nos presenta como uno de los comportamientos más antiguos del hombre,
hasta el punto de poder afirmar que el mundo religioso ha estado siempre presente en
la historia de la humanidad. Las culturas más antiguas se estructuran en sociedades
fuertemente teocráticas que desarrollan su propio culto religioso, y en las que las
ciudades se construyen y se desarrollan en torno a los templos. Pero no sólo ha
constituido uno de los pilares de la vida social en las culturas antiguas, sino que la
religión desde antiguo ha estado presente en el gobierno de los pueblos.

Si tomamos como ejemplo a la propia Mesopotamia, cuya historia se inicia hacia el año
3500 a.C. con los sumerios, o la de los países colindantes (Siria, Anatolia o Israel),
encontramos a éstos gobernados por reyes que eran las personas elegidas por los
dioses para desempeñar la monarquía. Su autoridad y poder se asentarán en este
carácter sagrado.

Por el contrario, en Egipto prevalecerá la condición divina del faraón y esta


característica permitirá la cohesión política y social del antiguo Egipto, su configuración
como un Estado, lo que permitirá un gran desarrollo social y cultural.

Al igual que en Grecia, donde las nociones de rey y sacerdote van unidas, en la antigua
monarquía romana el rey aparece como sacerdote y pontífice. Es precisamente su
condición de mediador entre el hombre y los dioses lo que fundamenta y refuerza su
poder soberano. Por esta razón, desde un primer momento, poder político y poder
religioso se encuentran concentrados en la misma persona.

La civitas romana presenta una evidente estructura religiosa que, aunque se irá
secularizando a lo largo de la República, hace que la religión se convierta en el
aglutinante político, sin que pueda distinguirse entre un poder religioso y un poder
político o laico. En sus albores, al igual que el resto de las civilizaciones precedentes,
Roma se configura como un estado-ciudad, como un Estado-Iglesia, en el que la
concepción religiosa opera como ideología política, sin que puedan separarse los ideales
religiosos de los políticos al constituir una unidad.

2. El planteamiento cristiano

Cuando surge el cristianismo, hacia los años 30, no deja de ser un fenómeno religioso
más de entre los muchos que procedían de Oriente. Sin embargo, supuso un choque
frontal con la civilización romana, con su organización política y religiosa, lo que le
convirtió en enemigo del Imperio.

Entre las variadas razones que convertían al cristianismo en un elemento de


confrontación con el orden romano se pueden destacar estas dos. La primera, su
doctrina política conocida como “dualismo cristiano”. Frente al monismo del mundo
antiguo, en el que existe una confusión entre lo político y lo religioso, el cristianismo
plantea una alternativa radical: el dualismo. Es decir, la distinción y separación entre el
mundo de la política y la religión, entre el poder secular y el poder religioso: “lo que es
del César devolvédselo al César, y lo que es de Dios, a Dios”. La segunda, el hecho de
que el cristianismo, aunque proclama la obediencia a las autoridades romanas,
partiendo del principio de que toda autoridad procede de Dios, defendía que en caso de
conflicto el cristiano debía obedecer antes a Dios. De esta forma se apartaba del deber
general que tenía el ciudadano romano de obedecer de forma ilimitada a la autoridad
legítima.

3. El cristianismo y el Imperio romano

Con el cristianismo se inicia el problema de las relaciones entre el poder político y el


poder religioso, en términos actuales, entre la Iglesia y el Estado.

Para favorecer el estudio de las relaciones entre el cristianismo y el Imperio romano,


pueden distinguirse cuatro etapas:

La primera, comprendería los primeros años de nuestra era hasta la primera


persecución decretada por Nerón en el año 64 contra los cristianos y otras sectas.
Durante este tiempo el cristianismo resulta irrelevante para el Imperio romano, al ser
considerado como un movimiento religioso más dentro del judaísmo.

La segunda, abarcaría los dos siglos y medio de persecuciones sufridas por los
cristianos, aunque de muy distinta intensidad según los lugares y el momento histórico.
En ésta etapa histórica la religión cristiana fue considerada como una religión ilícita,
contraria al orden público romano.

La tercera se iniciaría en el año 311, con la publicación por Galerio del edicto de
tolerancia, por el que se reconocía a los cristianos, y que fue reiterado en el año 313
por Licinio y Constantino.

Constantino se convierte en protector del cristianismo, interviniendo en cuestiones


religiosas, a la vez que inicia una política en la que la religión cristiana constituirá el
soporte de la unificación del Imperio, sustituyendo con su pujanza a una religión pagana
en evidente decadencia.

Por último, la cuarta etapa, se iniciaría con el edicto de Teodosio I, en el año 380,
mediante el cual la religión cristiana se convierte en la religión oficial del Imperio, y
terminaría con la caída de Roma.

Con la muerte del emperador Teodosio I, el Imperio romano queda definitivamente


dividido en dos partes. Esta división, fijada en el año 396, constituirá un hecho de
indudable trascendencia histórica pues dará lugar a dos civilizaciones distintas. Sobre
las ruinas de la parte occidental se levantará una nueva civilización, mientras que el
Imperio romano asentado en Bizancio permanecerá hasta el siglo XV, hasta la invasión
de Constantinopla por los turcos en el año 1453.

En Oriente la autoridad imperial, que no resulta menoscabada por las invasiones


bárbaras, ve aumentada su autoridad frente a la Iglesia, que, por el contrario, necesita
de su apoyo para luchar contra las herejías. Los patriarcas de Constantinopla, que
recelan del poder del papado, se apoyan en al autoridad imperial y son ayudados en los
sínodos por la propia administración imperial que interviene en cuestiones de fe, dando
origen a lo que se ha dado en llamar cesaropapismo (el césar es también Papa). Este
sistema, que permitirá a los emperadores intervenir en cuestiones de fe desde la época
de Constantino, se verá favorecido por la obtención de numerosos privilegios por la
Iglesia, y por la autoridad casi ilimitada impuesta por los emperadores, destacando en
este sentido Justiniano. El máximo exponente será Justiniano, quien recupera la
concepción política del emperador como una especie de divinidad terrena, en virtud de
la cual ejerce un poder absoluto sobre sus súbditos.

Por el contrario, en Occidente, pasada una primera etapa de afianzamiento del poder
eclesiástico, la Iglesia constituirá su propio poder que terminará por imponerse a la
autoridad secular, apoyado en la debilidad y dispersión de ésta en la Edad Media, tras la
caída del Imperio romano. La Iglesia, con un poder central que gira en torno a la figura
del Papa, sucederá a aquél y, a su semejanza, constituirá el llamado Imperio cristiano.
Se establecerá un sistema de relaciones entre el poder secular y el religioso, conocido
bajo el nombre de hierocratismo (el poder de lo religioso).

4. El hierocratismo medieval

4.1. Ideas generales

Desde los primeros siglos de la Edad Media se inicia un proceso en el cual la Iglesia
adquiere un protagonismo extraordinario en Occidente.

El vacío de poder que se origina con la caída del Imperio romano es llenado por las
autoridades eclesiásticas. El obispo es la única autoridad que permanece en la ciudad.
Su prestigio y capacidad hará que los ciudadanos se congreguen bajo su mando y se
convierta de esta forma en el “defensor de la ciudad”. Como no se concibe poder sin
propiedad, el obispo se transforma en propietario y señor feudal, a la vez que poseedor
de una serie de privilegios característicos de la sociedad estamental.

En Roma, su obispo adquiere un prestigio creciente, hasta constituir también su máxima


autoridad, no sólo porque no residiese en ella el emperador, con lo que evitaba el
peligro de convertirse en un prelado de la corte imperial, sino sobre todo por la
personalidad de los pontífices que no dudaron, llegado el caso, en enfrentarse al propio
emperador o hacerse cargo de la defensa de Roma frente a los bárbaros.

El Papa es también propietario y administrador de un patrimonio, que cada vez es más


importante y que llega a convertirle en uno de los mayores terratenientes. Ello le
permite disfrutar de un gran poder político, y mantener su independencia frente a reyes
y príncipes. La cristiandad se agrupará bajo su autoridad, será el árbitro y caudillo de
los destinos de Occidente, tanto en el orden político como en el religioso. A la
preponderancia de la Iglesia en los órdenes cultural, religioso y económico, se unirá la
de su máximo representante en el concierto internacional.

Esta supremacía del papado durante la Edad Media está sometida a numerosos
vaivenes, según el poder ejercido por el emperador y los príncipes o la autoridad de
cada Papa. Será durante los siglos XII y XIII cuando el pontificado, basado en la energía
y personalidad de los sucesores de Pedro, alcance la cota máxima de su superioridad
sobre el poder secular.

La hegemonía del pontificado se traduce en el campo de las relaciones Iglesia-Estado,


en un sistema que se ha denominado hierocratismo, en virtud del cual el poder secular
se encuentra bajo la plenitud de poder del Romano Pontífice. El hierocratismo se basa
en la competencia de 1a Iglesia sobre materias temporales, lo que permite al papado
erigirse en juez supremo de la cristiandad. De esta supremacía se derivan una serie de
consecuencias (D’AVACK):

1. El Papa elige y depone al emperador y a los príncipes.

2. Estos deben ejercer su autoridad conforme a los intereses de la fe, tal y como señale
el propio Pontífice.

3. Las leyes adquieren su eficacia y validez en virtud de la autoridad pontificia.

4. Cualquier persona puede apelar al Papa por cuestiones meramente temporales.


5. Finalmente, los bienes terrenales deben poseerse bajo la Iglesia y en favor de la
Iglesia.

En definitiva, el hierocratismo, basado en la preeminencia de lo religioso, configurará las


relaciones entre la Iglesia y el Estado mediante la subordinación del poder secular al
eclesiástico. Este será el responsable supremo de la salvación de toda la cristiandad, el
encargado de velar por todo lo que afecte a la misma, incluidos los actos de gobierno.

Una de sus características más llamativa es la creencia del propio pontificado que su
actuación respondía a los designios de Dios y que, por tanto, formaba parte de sus
atribuciones. Los papas actuaban convencidos de no excederse en sus atribuciones, la
intervención en los asuntos temporales venía exigida por el propio ministerio.

Este sistema es propio de la Edad Media, donde la idea de Dios y el destino


trascendente del hombre lo domina todo. Una época en la que se produce la confusión
entre poderes, entre lo religioso y lo secular. Al rey se le atribuye una función
puramente religiosa, que resulta ser la más importante de su gobierno: servir a la
misión salvífica, y para ello, proteger y obedecer a la Iglesia. No se concibe, por tanto,
la función política separada de la religiosa. Por su parte, el sacerdocio ejerce un gran
poder político o temporal, derivado de sus numerosas propiedades y de su superioridad.

Si a esto unimos la debilidad del poder real, carente de una conciencia nacional y cuya
autonomía era a menudo cuestionada, se comprenderá fácilmente cómo el
hierocratismo aparece como un sistema natural dentro de las relaciones entre el poder
religioso y el secular. Surgirá como el procedimiento armónico que permita a la
cristiandad, bajo la dirección del Romano Pontífice, llegar a Dios. Sólo cuando
desaparezcan estos presupuestos, se pondrá fin a la hegemonía del papado.

El hierocratismo, como sistema estable de relaciones entre el poder religioso y el


secular tiene su desarrollo a partir del último tercio del siglo XI, y se extiende a lo largo
de los siglos XII y XIII, entre los pontificados de Gregorio VII (1073-1085) y Bonifacio
VIII (1294-1303). Sin embargo, su reflejo en la doctrina no se producirá hasta la
segunda mitad del siglo XII, con la formulación de la conocida “potestad directa de la
Iglesia sobre las cosas temporales”.

4.2. Antecedentes

El sistema hierocrático no surge de la noche a la mañana ni se construye de la nada.


Por el contrario, comporta un proceso complejo en el que destacan una serie de
acontecimientos históricos, así como la elaboración de una doctrina que lo justifica y
que se elabora a lo largo de la Edad Media, ambos se encuentran estrechamente
relacionados.

Los hechos históricos más relevantes pueden concretarse en los siguientes:

El primero, la extensión del cristianismo por todo el Imperio y, posteriormente, entre los
pueblos germánicos, que originó una exaltación de los valores religiosos, en especial,
del más trascendente: la salvación del hombre. Toda la actividad del hombre debía
dirigirse a la consecución de este fin tan preciado. Aparecía así una nueva visión del
mundo y de la vida humana, presidida y dirigida por la idea de Dios. Si ésta era común
a todos los hombres, éstos podían agruparse bajo una única realidad histórica: la
“republica cristiana”. Dentro de ésta, la Iglesia y el Imperio aparecerán como dos
realidades complementarias, unidas por la tarea común de conducir al hombre a Dios.
Como destinataria del mensaje divino, la Iglesia es la principal protagonista de este
trabajo, si bien el poder secular también aparece investido de una función religiosa, en
cuanto que la misión más importante de su gobierno es la protección y defensa de la fe.
Se origina una confusión entre lo religioso y lo político, entre lo espiritual y lo temporal,
que tiene su expresión en el imperio carolingio. Carlomagno lleva hasta el último
extremo su función ministerial, hasta el punto de constituir la fe el núcleo central de su
gobierno.

El segundo, la personalidad y actividad desplegada por gran parte del pontificado,


reafirmando su primacía sobre toda la Iglesia, e interviniendo en numerosos asuntos de
carácter temporal, sin olvidar su titularidad sobre su extenso patrimonio. La
consolidación del primado pontificio sobre toda la Iglesia, convierte al papado en la
máxima autoridad de Occidente. Aunque esta actividad será muy desigual, dependiendo
en gran medida de la personalidad de cada Papa, no cabe duda que determinados
pontificados dejarán una huella imborrable, un ejemplo que será seguido, tarde o
temprano, por alguno de sus sucesores.

En cuanto a los principios doctrinales que se van elaborando, destacan los siguientes:

1. El dualismo cristiano, que constituirá la base y punto de partida de toda la doctrina


posterior. Gelasio I es el genuino representante del dualismo.

2. Todo poder viene de Dios, por lo que hay que obedecer a la autoridad legítimamente
constituida, salvo que vaya contra la fe.

3. En cuestiones relacionadas con la fe la competencia de la Iglesia es exclusiva,


extendiéndose sobre el propio emperador.

4. La ley positiva debe ser la expresión de la ley natural. El Estado debe estar imbuido
de los principios cristianos, debe colaborar en la salvación del hombre.

5. Esta colaboración se transforma en la llamada función ministerial o religiosa del


poder secular, que constituye su tarea primordial. En sentido inverso, se produce el
lento deterioro del derecho natural del Estado que termina por justificarse,
prácticamente, en razón de esta función.

6. El poder sacerdotal implica una responsabilidad mayor que la de los reyes, pues debe
de responder de ellos ante el tribunal de Dios.

7. La suerte del Estado y de la Iglesia van estrechamente unidas, la paz de la Iglesia es


la del Estado.

4.3. Desarrollo

Los primeros enfrentamientos entre el poder imperial y la Iglesia surgen ya en el mismo


siglo IV. Aunque con Constancio se inaugura una nueva etapa para la Iglesia, que
marcará el inicio de una estrecha colaboración con el emperador y que será de gran
ayuda para combatir la herejía y afianzar el cristianismo, la intervención imperial en
materias de fe, originará los primeros conflictos, al afectar a la libertad de la propia
Iglesia. En la oposición al emperador aparecerán los primeros intentos de la doctrina por
delimitar las respectivas competencias y reclamar al mismo tiempo la suficiente
autonomía para la Iglesia.

Estos enfrentamientos no faltarán tampoco en el propio siglo V, en el que destacará la


actuación y la doctrina elaborada por el Papa Gelasio I (492-496), que se convertirá en
el máximo exponente del dualismo cristiano. Su carta dirigida al emperador Atanasio I
constituye uno de los textos capitales en las relaciones entre la Iglesia y el Estado, al
establecer una serie de principios que serán doctrina común hasta el siglo IX.

El contenido de esta carta se puede resumir en las siguientes afirmaciones:


1.º El mundo se rige por dos poderes distintos: la potestad de los pontífices y la de los
reyes.

2.º Ambas potestades tienen su origen en Dios.

3.º De estos dos poderes, el sacerdotal implica una carga más gravosa, una mayor
responsabilidad, pues tendrá que responder de los propios reyes ante el tribunal divino.

4.º Cada poder es independiente dentro de sus propias competencias. El emperador, a


pesar de su dignidad, debe obedecer a los obispos en lo concerniente a la
administración de sacramentos, mientras que éstos deben someterse a la disciplina
pública.

5.º El Papa posee, por disposición divina, la supremacía sobre todo los sacerdotes.

El valor de Gelasio I no se encuentra tanto en su originalidad como en haber


compendiado la doctrina anterior en unos principios que serán de aplicación
generalizada en las relaciones Iglesia-Estado.

Una vez que ha asentado su prestigio y autoridad, el papado necesita contar con el
apoyo del poder político para mantener su independencia y evitar la amenaza de los
longobardos. El papa Esteban II (752-757) construirá las bases de la alianza con la
dinastía franca, obteniendo la administración de unos territorios, entre ellos el ducado
de Roma, bajo la tutela del rey franco, haciéndose realidad el “Estado de la Iglesia”.

La independencia de Bizancio queda consumada. El papado inicia una política de alianza


con los francos que tendrá su máxima expresión en tiempos del sucesor de Pipino,
Carlomagno. Al mismo tiempo, surgirá una costumbre, universalmente aceptada en la
Edad Media, la consagración real. El Papa será quien, en lo sucesivo, otorgue la
dignidad imperial. Este hecho de indudable trascendencia servirá a la monarquía franca
para consolidar y reforzar su poder.

Carlomagno continúa la política de protección iniciada por su padre. Pero el rey de los
francos une a sus conquistas y poder, la facultad de legislar en materias eclesiásticas.
Considera que ésta es la única forma de conseguir la uniformidad territorial. Convoca
concilios, nombra obispos y, en general, interviene en todos aquellos asuntos
eclesiásticos que puedan afectar a su gobierno. Con esta política eclesiástica que
desarrolla en gran medida a través de sus célebres capitulares, Carlomagno contribuye
a la confusión entre lo religioso y lo político, una de cuyas consecuencias será la
investidura laica.

Carlomagno da un sentido totalmente religioso a su gobierno, pero su dignidad y poder


no le permiten estar al servicio del Papa. Le tributa respeto y veneración, pero le relega
a un segundo plano. Su misión quedará reducida a elevar oraciones para que Dios
ayude a los ejércitos imperiales. El Papa será el nuevo Moisés que implore del cielo la
victoria sobre los enemigos, para de esta forma extender el nombre de Cristo por todo
el orbe.

En el 800 es coronado como emperador por el propio Papa, que consagra su poder
político y religioso y le traspasa el Imperio romano, que se transforma oficialmente en el
“Imperium christianum”. Este será entendido, a diferencia del romano, en un sentido
instrumental, pues suponía el dominio sobre toda la cristiandad, en cumplimiento del
mandato divino. Carlomagno será el protector de la religión, el enviado de Dios para
extender la fe.

Con su política teocrática, Carlomagno consagra el llamado agustinismo político, al


confundir y mezclar el orden político con el religioso, mediante la absorción de la vieja
idea romana del Estado en la empresa creciente de la cristiandad. El rey franco no
concibe un Estado distinto de la Iglesia. La función ministerial llega de esta forma a su
culminación, hasta el punto de quedar eliminada la antigua noción del derecho natural
del Estado, pues sólo se entiende vinculado a la Iglesia.

El imperio carolingio estaba fuertemente asentado sobre la personalidad de su rey.


Cuando éste muere, el imperio se tambalea. Sus sucesores no podrán mantener la
hegemonía sobre la Iglesia, y el papado inicia su contraofensiva hasta sustituir al
emperador en el dominio efectivo sobre la cristiandad.

La debilidad de los sucesores de Carlomagno, sus luchas internas serán aprovechadas


por el pontificado para recobrar el poder perdido. De forma progresiva se irá
sustituyendo la autoridad del emperador sobre la cristiandad por la del Romano
Pontífice, que llegará a extender su competencia a los asuntos temporales.

La coronación imperial de Otón I en el 962, bajo la promesa de proteger la persona del


Papa y el “Patrimonium Petri”, dará paso a la renovación del imperio franco. El nuevo
imperio, que pretendía ser la continuación del anterior, estaba construido de forma
totalmente distinta. Era un conjunto de pueblos con sus príncipes, estructurados
conforme al derecho feudal germánico y dominados en su conjunto por el rey alemán, al
que el Papa coronaba como emperador.

4.4. Culminación y decadencia

Aunque depositario de toda la tradición eclesiástica, el papado no podrá imponer su


hegemonía hasta la segunda mitad del siglo XI, apoyado en la personalidad de un gran
pontífice como Gregorio VII (1073-1085), que será quien impulse el sistema
hierocrático. Su actuación constituirá un precedente singular para sus sucesores que no
harán más que seguir el camino trazado. Por ello, ocupa un lugar destacado en el
hierocratismo medieval.

Su gran aportación consistirá en llevar hasta sus últimas consecuencias todos los
postulados que recibe, en poner en práctica un sistema que recibía sus argumentos de
la tradición histórico-doctrinal. Su pensamiento político-eclesiástico no presentará
grandes novedades, si bien se apoyará en todos los elementos necesarios para defender
su primacía sobre la cristiandad.

Al culminar la obra iniciada por sus antecesores, pretende ante todo un objetivo: llevar
a cabo la reforma de la Iglesia, tanto interna como externa. Esto es, no sólo en sus
costumbres y vida espiritual, sino en su relación con el poder secular. Todo lo
supeditará a esta finalidad.

Para conseguir una mayor autonomía y libertad de la Iglesia frente al feudalismo,


suprimirá la investidura laica, lo que originará un largo conflicto con Enrique IV,
conocido con el nombre de “lucha de las investiduras”.

Una reforma como la que pretendía llevar a cabo Gregorio VII, que afectaba a las más
altas jerarquías de la Iglesia y del poder civil, estaba abocada al fracaso de no haber
contado con una autoridad que la impulsara desde arriba. El Papa, situado al frente de
la cristiandad, por encima incluso del emperador, será quien la impulse y la dirija. El
problema estará en que las facultades atribuidas al Romano Pontífice serán tan amplias
que excederán los fines previstos, al comprender la práctica totalidad de las materias.
La salvación del hombre será el límite impreciso que justifique la intervención del
sacerdocio en los asuntos pertenecientes al imperio. Este reforzamiento de la autoridad
papal no es algo caprichoso, ni viene motivado por el afán de poder, sino por la idea
dominante, que ya aparece en el papa Gelasio, de ser el responsable de la salvación del
mundo.
Dentro de esta línea otorga al pontificado la plenitud de jurisdicción. En relación con la
Iglesia, el Papa es la única autoridad universal y sólo a él le corresponde la
promulgación de las leyes, el deponer o restablecer obispos, u ordenar clérigos. En
cuanto al poder secular, sólo el Romano Pontífice puede deponer emperadores, o
desligar a los súbditos del juramento prestado a señores injustos.

Gregorio VII recoge la doctrina elaborada en los siglos precedentes, que había puesto
de manifiesto la superioridad de lo espiritual sobre lo temporal, del Romano Pontífice
sobre reyes y príncipes. En su actuación, se apoya también en las intervenciones de sus
antecesores en relación con el poder secular. Al poner el práctica, con una energía
indudable, su hegemonía, iniciará un sistema que se mantendrá vigente en las
relaciones con el poder real, hasta Bonifacio VIII.

Serán dos las razones fundamentales que permitan esta larga vigencia. Una, el prestigio
y personalidad del papado que alcanza un gran esplendor, en especial con Inocencio III
e Inocencio IV. Otra, la doctrina canónica cuyas formulaciones darán lugar a una teoría,
la “potestas directa”, en la que se asentará el hierocratismo.

La supremacía del papado sobre la cristiandad medieval tiene su punto álgido en la bula
“Unam sanctam”, de 18 de noviembre de 1302, que Bonifacio VIII lanza contra Felipe el
Hermoso. En ella se resume toda la tradición de superioridad curialista, al establecerse
de forma dogmática los principios que debían regir las relaciones entre el poder
temporal y el espiritual, proclamando la superioridad del poder espiritual.

El contenido de esta Bula puede resumirse en los siguientes principios programáticos:

1. Hay una única Iglesia, donde el hombre puede encontrar su salvación. Fuera de ella
no hay salvación ni perdón.

2. Dentro de la Iglesia hay dos poderes o espadas: la espiritual y la temporal. Cada una
de ellas está bajo la potestad de la Iglesia. La primera es utilizada por la Iglesia,
concretamente, por el sacerdote, la temporal es utilizada por los reyes y los soldados en
favor de la Iglesia, y por mandato o tolerancia del sacerdote.

3. Es necesario que la espada temporal esté subordinada a la espiritual, porque: todo


poder procede de Dios, quien a su vez lo ordena. Esta ordenación no puede ser otra que
la sujeción de una espada a la otra, al ser la potestad espiritual superior a la temporal
en dignidad y nobleza.

4. Como consecuencia de esta subordinación, el poder espiritual debe establecer el


poder temporal, y juzgarlo si no es bueno.

5. Por su parte, la suprema autoridad espiritual no puede ser juzgada por persona
alguna. Sólo responde ante Dios, porque su autoridad no es humana sino divina.

6. Los principios anteriores podrían resumirse en la única definición dogmática de la


bula: “es absolutamente necesario para obtener la salvación que toda criatura humana
se someta a la autoridad del Romano Pontífice”.

Si la Bula “Unam sanctam” marca el punto álgido del sistema hierocrático, también
señala el momento a partir del cual se inicia su decadencia y el lento proceso hacia un
nuevo sistema de relaciones entre el Estado y la Iglesia. Decrece la autoridad y
prestigio del papado, que cae derrotado ante el rey de Francia, el propio Bonifacio VIII
está a punto de ser llevado cautivo a Francia y sus sucesores tienen que sufrir la
humillación de trasladar su sede a Avignon.

El hierocratismo, que había configurado el orden político medieval, se derrumba. En


adelante, los príncipes no aceptarán la supremacía del poder espiritual, revelándose
contra ella. Esta resistencia se pone de relieve durante el último de los grandes
enfrentamientos entre el papado y el poder real. En la disputa entre Federico de Austria
y Luis de Baviera por la corona imperial, tras la muerte del emperador Enrique VII, el
Papa declara vacante el Imperio y nombra al rey de Nápoles vicario imperial para Italia.
Aunque Luis de Baviera vence a su oponente, Juan XXII se niega a reconocerle y se
inicia un largo enfrentamiento entre el papado y el imperio, que se extiende tanto al
campo político-religioso, como al ideológico. En el plano doctrinal, el rey va a contar con
el apoyo de dos eminentes teóricos: Marsilio de Padua y Guillermo de Ockam, que
sientan las bases de la teoría del poder civil y su autonomía frente al poder de la
Iglesia.

DE LA EDAD MODERNA AL ESTADO LIBERAL

Martín Sánchez, Isidoro. Catedrático de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad Autónoma de
Madrid

1. Introducción: el marco político, religioso e ideológico

La Edad Moderna abarca un extenso período de tiempo (siglos XVI-XIX) en el que,


respecto de las relaciones entre el poder político y el religioso, cabe señalar las
siguientes coordenadas básicas.

En primer lugar, en el ámbito político tiene lugar un continuo y progresivo


debilitamiento del papado y del imperio, que constituían los dos poderes sobre los
cuales se basaba el universalismo de la Plena Edad Media (siglos XI-XIII). Este
universalismo, fundado en la consideración de la religión y el poder político como una
unidad, va a verse paulatinamente difuminado por el nacimiento, a partir de la Baja
Edad Media (siglos XIV-XV), de una serie de particularismos locales. Particularismos que
son consecuencia de un creciente nacionalismo, y que en el siglo XVI darán lugar a una
forma política nueva: el Estado-nación.

Estos nuevos estados, monárquicos y absolutistas, no reconocen al pontífice ni al


emperador como autoridades superiores. La consecuencia de esta nueva situación será
doble. Por una parte, supondrá la desaparición del imperio como poder político. Por
otra, respecto de las relaciones entre estos estados y la Iglesia Católica, comportará el
abandono de las teorías hierocráticas medievales, que propugnaban una potestad
directa del pontífice sobre las cuestiones temporales.

En segundo lugar, en el terreno de la cultura se va produciendo una mayor


racionalización de ésta y, por tanto, una preocupación cada vez más intensa por las
cuestiones inmanentes -los problemas de este mundo- en detrimento de los
trascendentes. Junto a este ansia de mundanidad, consecuencia del Humanismo y del
Renacimiento, la nueva cultura se caracteriza por un espíritu laico, nacionalista y
relativista. La consecuencia política de esta cultura es la doctrina de que el Estado
constituye el único poder y la medida de las cosas. Por ello, en cuanto poder absoluto,
no se encuentra vinculado ni a la iglesia ni a la moral.

En tercer término, es preciso tener en cuenta, desde el punto de vista religioso, que la
Iglesia Católica experimenta a partir del siglo XIV una serie de crisis que culminarán en
la reforma protestante en el siglo XVI. La reforma, a la que la Iglesia Católica hará
frente mediante la contrarreforma -y especialmente con el Concilio de Trento- supone
en el terreno religioso la escisión de la unidad católica. Políticamente, la reforma
comporta la división de Europa en diversos estados católicos y protestantes y la
constitución en estos últimos de iglesias de estado.
En cuarto lugar, es necesario señalar que el siglo XVIII constituye el período de mayor
auge del absolutismo monárquico. En los estados católicos este absolutismo conduce al
nacimiento de iglesias nacionales, sometidas al control del poder político mediante
diversas prácticas regalistas. Estos estados, sin romper abiertamente con la unidad
católica, pretenden de hecho que dichas iglesias dependan mínimamente de Roma.

La reacción doctrinal católica contra el absolutismo monárquico se llevará a cabo


mediante la formulación de la teoría de la potestad indirecta.

Por último, hay que poner de relieve que el triunfo de la Revolución Francesa, inspirada
en las ideas de la Ilustración, supone el final del Antiguo Régimen. Consecuencia política
de la Revolución Francesa será el nacimiento de una nueva forma política, el estado
constitucional, basado en la soberanía de la nación y en el reconocimiento de unos
derechos humanos “naturales e inalienables”, entre los que figura la libertad religiosa.
La historia de las ideas políticas durante el siglo XIX va unida al progreso del liberalismo
que, en lo religioso, propugna la separación entre la iglesia y el estado.

2. El Estado-nación

2.1. El progresivo resurgimiento del poder político

A partir del siglo XIV, la realeza verá fortalecido su poder, debido a la concurrencia de
diferentes circunstancias. Algunas de ellas son de carácter social y económico. Así, el
renacimiento urbano que tiene lugar sobre todo desde el siglo XIII, al modificar el
régimen feudal, comportará un acrecentamiento del poder real. Los monarcas
encontrarán en las ciudades los impuestos regulares y los efectivos humanos para el
ejército. Es decir, los medios necesarios para el ejercicio del poder efectivo, que los
señores feudales muchas veces no querían o no podían prestar.

Junto a este tipo de circunstancias, hay otras de tipo ideológico. Entre éstas, está la
creciente laicización y el anticlericalismo que aparecen en las ciudades. En efecto, los
comerciantes, los artesanos y los restantes miembros de las clases plebeyas no tienen
cabida en el orden feudal. Por ello, dirigen sus ataques contra el clero, miembro y
defensor de este orden, y apoyan a la monarquía.

En tercer lugar, es preciso señalar los diversos conflictos, ocurridos entre el pontificado
y el poder político, de los cuales éste último salió fortalecido. A principios del siglo XIV,
el pontífice Bonifacio VIII y el rey de Francia Felipe el Hermoso se enfrentaron con
motivo de la inmunidad fiscal del clero francés y de la pretensión del monarca de juzgar
a un obispo , acusado de deslealtad. En la bula Unam Sanctam (1302), el pontífice
proclamó que el poder temporal debe estar subordinado al espiritual, y exigió al rey la
aceptación de esta doctrina. Felipe el Hermoso reaccionó haciendo prisionero, en 1303,
a Bonifacio VIII, el cual murió poco más tarde. Poco después, el rey lograría el traslado
del pontificado a Avignon, donde permaneció setenta años bajo la influencia de la
monarquía francesa. La fórmula jurídica, basada en el derecho romano, empleada para
afirmar la soberanía real fue que todo rey es emperador en su reino.

Veinte años más tarde surgirá un nuevo conflicto entre el pontífice Juan XXII y Luis II
de Baviera a causa de la sucesión del imperio. Tras la elección de dos candidatos,
después de la muerte de Enrique VII, el Papa declaró vacante el imperio y exigió a Luis
II su renuncia. Éste se negó a ello y, después de ser excomulgado y depuesto, destituyó
a su vez al pontífice y nombró a un antipapa, Nicolás V, quien le coronó como
emperador en 1328. El conflicto se solucionó en 1347 bajo el pontificado de Clemente
VI, después de muerto Luis II. No obstante, los príncipes electores alemanes, reunidos
en Rense en 1338, ya habían declarado que la persona elegida por ellos no precisaba
confirmación de nadie.
En cuarto lugar, entre las circunstancias que fortalecen el poder real, tiene una gran
importancia el movimiento doctrinal a favor del mismo, surgido como consecuencia de
los conflictos a los que nos acabamos de referir. Entre los escritos partidarios de la
soberanía real debemos mencionar a Juan de París, defensor de los derechos de Felipe
el Hermoso, y sobre todo a Marsilio de Padua y a Guillermo de Ockham, que tomaron
parte a favor de Luis II de Baviera.

Marsilio de Padua, rector de la Universidad de París, puede ser considerado como el


primer teórico del Estado laico. El Defensor pacis (1324), escrito en colaboración con
Juan de Jandún, es su principal obra y en ella desarrolla su teoría sobre la naturaleza de
la iglesia y la relación entre ésta y el estado. Para Marsilio de Padua el fin del estado no
es religioso ni ético, sino que consiste en favorecer el bienestar temporal de los
hombres. Para ello, cuenta con la autoridad, que es patrimonio exclusivo suyo, y a la
cual están sometidos tanto los laicos como los clérigos. Dado el carácter exclusivo de la
autoridad, en cuanto característica intrínseca del estado, aquélla es impensable en la
iglesia. Por ello, la organización actual de la iglesia -y en concreto la jerarquía y el
primado del Papa- no son de institución divina, sino que derivan de la ley humana.
Todos los sacerdotes son iguales, en cuanto a su carácter estrictamente espiritual, que
reciben de Dios. Pero dicho carácter, que les autoriza a ejercer los sagrados ministerios,
no comporta ningún rango jerárquico ni ninguna autoridad terrenal. Las consecuencias
de esta teoría son, en primer lugar, que la iglesia, como organización jerárquica y en el
ejercicio de poderes terrenales, se encuentra bajo el control del estado. La segunda
consecuencia consiste en que la máxima autoridad eclesiástica es el concilio ecuménico,
integrado por clérigos y laicos elegidos según las normas del estado, y dependiente de
éste.

El problema que se plantea el franciscano Guillermo de Ockham, en su Dialogus (1334-


1339), es el de la soberanía espiritual y temporal del pontífice. Para este autor, la
soberanía papal es, desde el punto de vista religiosos, una herejía y, desde el político,
una innovación desastrosa que ha comportado una invasión de los derechos del poder
temporal. A su juicio, ni el Papa ni el concilio ecuménico son infalibles. La infalibilidad
corresponde a un concilio general que incluya a toda la iglesia, es decir, tanto a los
clérigos como a los laicos. Cuando el Papa o el gobierno de la iglesia caigan en la
herejía, los fieles y el poder estatal tienen el deber de proceder contra ellos, incluso
mediante el uso de la fuerza.

Las teorías de Marsilio de Padua y de Guillermo de Ockham, además de robustecer el


poder real, prepararon el camino al cisma de occidente y a la reforma protestante.

Finalmente, es preciso citar, como circunstancias indirectas del afianzamiento del poder
monárquico, las sucesivas crisis que experimenta la iglesia durante los siglos XIV y XV.
La estancia del pontificado en Avignon, el cisma de occidente y el concilianismo son
episodios -a los que nos referimos más adelante- que debilitan el poder de los papas y
deterioran su imagen ante la cristiandad.

2.2. El nacimiento y la consolidación del Estado-nación

Es difícil fijar la fecha en la que surge el Estado-nación. No obstante, desde un punto de


vista fáctico, lo cierto es que -como señala Touchard- tras la desmembración del
imperio y el fracaso de las pretensiones del papado de ejercer un poder temporal sobre
la cristiandad, la Europa de comienzos del siglo XVI muestra un conjunto de entidades
políticas muy diferentes, muchas de las cuales afianzan su independencia y su carácter
nacional en torno a la monarquía. En efecto, la monarquía absoluta es, desde principios
del siglo XVI, la forma de gobierno que predomina en Europa occidental. No obstante,
este absolutismo no fue aceptado incondicionalmente, pues tuvo que enfrentarse a una
fuerte oposición de los particularismos locales. Baste, a este respecto, citar la guerra de
las Comunidades en España (1520-1521) y las guerras de religión en Francia (1562-
1598).
Desde la perspectiva de las ideas, se observa también una creciente insistencia en el
carácter nacional del Estado y de la política. Surgirán, así, unas doctrinas que defienden
la existencia de una abstracta soberanía monárquica ilimitada y sin control, pero que
están elaboradas teniendo en cuenta las peculiaridades sociopolíticas de un concreto
país.

Sin embargo, al igual que sucedió en el terreno de la actuación política, las doctrinas
defensoras del absolutismo monárquico no fueron las únicas existentes en este período,
aunque fueran las predominantes y las que acabaron imponiéndose. Frente a ellas, se
alzó la feroz oposición de aquellos autores que, desde posiciones diferentes, defendieron
la existencia de unos límites al ejercicio del poder del monarca y el derecho de
resistencia del pueblo en el caso de una extralimitación de aquél. Un grupo de estos
autores fue el de los monarcómanos, así denominados por defender este derecho de
resistencia popular. La obra más representativa de este grupo es la que lleva por título
Vindiciae contra Tyrannos (1579), atribuida a la colaboración entre Hubert Languet y
Philippe du Plessis-Mornay. Según las Vindiciae, el pueblo, a través de sus
representantes, puede dar muerte al tirano, es decir, al que ejercita injustamente tanto
el poder temporal como el espiritual. Además de los monarcómanos hubo otros
escritores, pertenecientes a la Compañía de Jesús, que también defendieron la
existencia de límites al absolutismo monárquico, aunque de una forma más moderada
que aquellos. Sin embargo, una excepción es el jesuita Juan de Mariana, quien sostuvo
el derecho del pueblo a ejecutar al monarca injusto si éste, después de advertido por
una asamblea, persistiera en su injusticia.

Entre las construcciones doctrinales favorables al absolutismo monárquico, las más


importantes son la del italiano Nicolás Maquiavelo (1469-1527) y la del francés Juan
Bodino (1529-1596).

Maquiavelo escribe teniendo en cuenta las circunstancias políticas de Italia y, en


concreto, la situación de Florencia. De hecho, dedicó su obra más característica, El
Príncipe (1513) a Lorenzo de Médicis. Su doctrina supone una exaltación máxima de la
soberanía del Estado, al cual se encuentra por completo subordinado el individuo. Por
otro lado, separa la política de la ética y de la moral, ya que aquélla consiste en la
técnica de la adquisición y conservación del poder y sólo puede valorarse por su eficacia
para la consecución de estos fines. Finalmente, en su concepción, el estado está
totalmente secularizado, porque la religión tampoco constituye una medida para valorar
la justicia de la política. Por el contrario, la religión sólo cabe considerarla en función de
la influencia que pueda ejercer en el comportamiento de los súbditos y, por ello, se
encuentra totalmente subordinada al estado, siendo un simple instrumentum regni.

Bodino elabora su doctrina sobre la soberanía en un marco territorial y en unas


circunstancias políticas muy concretas. El de una Francia desgarrada por las guerras de
religión y la crisis del poder real. Así, su principal obra, titulada Los seis libros de la
República (1576), se publicó cuatro años después de la Noche de San Bartolomé.
Bodino, al igual que Maquiavelo, considera que el poder del estado es absoluto y
secularizado. Sin embargo, no es tan radical como éste. Así, entiende que este
absolutismo se refiere al derecho positivo, pero no a las leyes divinas ni a las naturales.
A pesar de ello, si bien acepta la desobediencia al poder que infringe estas leyes,
rechaza la rebelión. Para Bodino la tiranía es siempre preferible a la anarquía. Por otra
parte, aunque considera al Estado como un este secularizado, nacionalizado y extraño a
cualquier idea de una iglesia universal, piensa que la religión desempeña un papel
importante en la educación del pueblo y defiende la tolerancia religiosa.

Como resumen de lo expuesto, cabe decir que en el pensamiento político de finales de


siglo XVI el estado nacional es ya una realidad indiscutible. Además, este estado
nacional, cuyo absolutismo continuará progresando en el siglo siguiente, no se concibe
fundamentado en la religión sino como un ente basado en la razón y secularizado.

3. La reforma protestante
3.1. Causas de la reforma

La reforma protestante, que constituye la mayor crisis religiosa sufrida por la Iglesia
Católica, no fue un acontecimiento surgido de la nada, es decir, sin conexión alguna con
el pasado. Por el contrario, fue el fruto de diferentes causas, que la propiciaron y
aseguraron su éxito. Entre ellas, y sin ánimo exhaustivo, cabe señalar las siguientes.

3.1.1. Las luchas en torno a la organización de la Iglesia Católica

A comienzos del siglo XIV fue elegido Papa Clemente V, de nacionalidad francesa, quien
fijó en 1309 su residencia en Avignon, bajo la presión de Felipe el Hermoso. Este hecho
dio lugar al denominado destierro de Avignon, que se prolongó durante un período de
setenta años (1309-1378). La estancia en Avignon, durante la cual hubo siete papas,
todos franceses, supuso una gran pérdida de prestigio para el papado. En primer lugar,
el universalismo del oficio papal decreció en la opinión general, debido a la evidencia de
que los pontífices servían primordialmente a los intereses franceses. Además, el
destierro de Avignon afectó a la organización de la Iglesia Católica, siendo la raíz del
cisma de occidente.

En efecto, después de la muerte de Gregorio XI, el último de los papas de Avignon, fue
elegido en 1378 Urbano VI, quien trasladó de nuevo a Roma la sede pontificia. Sin
embargo, los cardenales franceses, descontentos con esta situación, eligieron un nuevo
Papa, Clemente VII, el cual inmediatamente fijó su sede en Avignon. Debido a ello,
hubo dos papas que se disputaban la legitimidad de su cargo, con el consiguiente
desconcierto y escándalo para la cristiandad, y esta situación se prolongó con sus
sucesores durante treinta años. Para solucionar el problema se convocó el Concilio de
Pisa, que en 1409 eligió un nuevo Papa, Alejandro V. Sin embargo, lejos de resolverse,
el problema empeoró porque ninguno de los dos pontífices existentes quiso renunciar a
su cargo. Por ello, el mundo católico contempló asombrado la coincidencia de tres
papas, que se consideraban cada uno de ellos el único legítimo y condenaban a los
restantes. El conflicto se resolvió finalmente con el Concilio de Constanza, que eligió en
1417 a Martín V, el cual fue aceptado por toda la cristiandad. No obstante, a pesar de
su feliz solución, el cisma de occidente inflingió una profunda herida al respeto que el
pontificado tradicionalmente tenía entre los fieles. Además, fue la causa de las doctrinas
conciliaristas y del nacimiento de diversas herejías.

3.1.2. Las crisis doctrinales

El Concilio de Constanza, aunque puso fin al cisma de occidente, proclamó la doctrina


conciliarista. Es decir, la supremacía del concilio ecuménico sobre el Papa.

Como vimos anteriormente, ya Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham habían


sostenido doctrinas conciliaristas. Sin embargo, ahora era un concilio el que proclamaba
esta doctrina. No obstante, dejando aparte el grave problema de los casi cuarenta años
de duración del cisma de occidente como justificación de esta proclamación, lo cierto
es que Martín V no confirmó los decretos conciliaristas de Constanza. Su sucesor,
Eugenio IV, condenó expresamente la doctrina conciliarista y al Concilio de Basilea,
reunido en 1431, que también mantuvo esta doctrina.

El conflicto entre el concilio y el Papa se resolvió, por tanto, a favor de la supremacía de


este último. Sin embargo, el principio conciliarista de que el poder espiritual
corresponde en la iglesia a todo el cuerpo de fieles permaneció latente, e influyó
decisivamente en las doctrinas de la reforma. Asimismo, el cisma de occidente dio
lugar a la aparición de diversas herejías, que negaron la institución del papado y
defendieron el derecho de los seglares a reformar las malas costumbres del clero -como
hizo Juan Wicliffe (1320-1384)- o afirmaron que el Papa sólo tiene autoridad si está en
estado de gracia- como mantuvo Juan Huss (1369-1415). Estas herejías, junto con las
doctrinas conciliaristas, constituyeron los preludios más significativos de la reforma.
3.1.3. La relajación de las costumbres

El papado de Avignon fue desde sus inicios objeto de duras críticas, motivadas por su
vida lujosa y la venalidad en la provisión de los cargos eclesiásticos. Críticas que se
agudizaron respecto de los papas del renacimiento, los cuales, y especialmente
Alejandro VI (1492-1503), estuvieron más preocupados por la política, los placeres y el
nepotismo que por su oficio pastoral.

Por otra parte, los altos cargos eclesiásticos estaban ocupados por la nobleza, que los
consideraba como un simple medio para poder llevar una vida cómoda, sin mostrar
interés por sus deberes religiosos. Para el desempeño efectivo de estos cargos los
titulares contrataban a sacerdotes mal pagados y muchas veces sin vocación ni
preparación suficientes, con lo que se formó -como pone de relieve Lortz- una especie
de proletariado eclesiástico entre el bajo clero, que llevaba una vida poco ejemplar. La
situación de las órdenes religiosas no era mejor, porque a ellas iban a parar muchas
personas sin vocación, con el único deseo de tener una vida sin mayores obligaciones.

Este deterioro general repercutía en las masas populares e hizo que entre las mismas se
fuera gestando un descontento y un odio cada vez mayores contra el clero y contra
Roma, que desempeñó un papel fundamental en el triunfo de la reforma.

3.1.4. Causas políticas y económicas

Entre las causas políticas de la reforma tiene especial importancia el nacimiento de los
nacionalismos religiosos, consecuencia directa del cisma de occidente y de las
doctrinas conciliaristas. En efecto, la crisis del pontificado que suponen estos
acontecimientos es aprovechada por los monarcas, los cuales, con el pretexto de
solucionar la situación existente, regulan las cuestiones eclesiásticas en sus respectivos
países. Con ello, por una parte, se produce un incremento del absolutismo regio y, por
otra, se crean unas iglesias de acuerdo con las peculiaridades propias de cada país, que,
aunque teóricamente dependen de Roma, en la práctica son controladas por el estado.

El ejemplo más característico de estos nacionalismos religiosos es Francia. En este país,


el rey Carlos VII reunió en una asamblea al clero francés para escuchar su opinión sobre
la disputa entre el Papa y el concilio. La asamblea promulgó en 1438 la Pragmática
Sanción de Bourges. En ella se reconocían las libertades de la iglesia galicana y se
declaraba que la soberanía del pontífice estaba limitada por la supremacía del concilio
ecuménico y el respeto a los derechos y costumbres nacionales. El ejemplo del
galicanismo fue seguido en Alemania por la Dieta de Maguncia de 1439 y también en
Inglaterra, donde ya desde el siglo XIV existían particularismos en materia religiosa. De
afirmar las peculiaridades de las iglesias nacionales a proclamar su independencia de
Roma sólo había un breve paso. El paso fue dado por algunos países, en los que los
particularismos eclesiásticos fueron una de las bases sobre las que se cimentó la
ruptura con Roma.

Además de las políticas, hubo también causas económicas de la reforma. Entre ellas
estaba la presión fiscal ejercida por Roma sobre otros países con diversos motivos,
como la construcción de la nueva basílica de San Pedro y especialmente con ocasión de
la provisión de los cargos eclesiásticos. Esta fuga de dinero a Roma a expensas de otros
países, sobre todo de Alemania, fue la causa de un profundo resentimiento contra el
pontificado y propició un clima adecuado para la reforma.

Todas las diferentes causas, que hemos examinado, dieron lugar a una gran
disconformidad con la situación existente en la Iglesia Católica y a la urgente necesidad
de realizar una reforma radical en la misma. Finalmente, a este conjunto de causas hay
que añadir, aunque es una cuestión discutida, la personalidad de Lutero, cuya energía
fue decisiva para el triunfo de la reforma.
3.2. La doctrina de los reformadores

Dejando aparte explicaciones simplistas, es preciso partir de la base de que la reforma


fue ante todo un movimiento de renovación religiosa, aunque tuviera también profundas
consecuencias políticas, sociales y económicas. Esta dimensión primordial de la reforma
es fundamental para entender la doctrina de Martín Lutero (1438-1546), el primero y
más importante de los reformadores, motivada por la obsesión de encontrar una
solución al problema de su salvación eterna.

Lutero desarrolló progresivamente su doctrina a partir de 1517, fecha considerada como


el inicio de la reforma. Formado en la filosofía de Guillermo de Ockham, mantiene
Lutero la separación defendida por aquél entre la naturaleza y la sobrenaturaleza. Pero,
a diferencia de esta filosofía, sostiene que el hombre, cuya naturaleza está corrompida
por el pecado, no puede cumplir la ley de Dios por su propia voluntad, para así lograr la
salvación. La salvación sólo le es concedida al ser humano por Dios a través de la fe, la
cual es suficiente para justificarle sin necesidad de sus obras. De esta premisa deduce
que, si sólo la fe salva, de nada sirven las estructuras de la iglesia. Por ello, ni el
papado, ni el sacerdocio jerárquico, ni los sacramentos -excepto el bautismo, la
penitencia y la eucaristía- ni el orden jurídico en el que estas estructuras se apoyan -el
Derecho canónico- son necesarios. Al contrario, son obra del demonio y deben ser
destruidos. La única iglesia verdadera es, para Lutero, la interior. Es decir, la integrada
por una comunidad de almas en las que todos los fieles gozan de un sacerdocio común
en virtud del bautismo. Por otra parte, la exclusiva fuente de la fe es la Biblia, que cada
cristiano debe interpretar por sí mismo.

Desde el punto de vista de las relaciones entre la iglesia y el estado, la doctrina luterana
comporta dos consecuencias de decisiva importancia. En efecto, una vez definida la
naturaleza de esta iglesia espiritual y desencarnada, hubo de enfrentarse Lutero con el
problema de la regulación de los ineludibles aspectos externos que presenta toda
comunidad religiosa. Para la doctrina luterana esta regulación es competencia del poder
estatal al cual le corresponde actuar sobre las conductas de los hombres, pero no sobre
sus almas. Los príncipes quedan así constituidos en autoridades no sólo temporales sino
espirituales, en cuanto cabezas de estas nuevas iglesias que existen en sus territorios.
La consecuencia de esto es un mayor robustecimiento del poder estatal. Ahora bien,
una vez encomendada dicha regulación al poder estatal, y asegurado con ello el triunfo
de la reforma en Alemania, Lutero se ve en la precisión de llevar esta doctrina hasta sus
últimos extremos, de los que se deduce una segunda consecuencia lógica. El poder
estatal debe ser absolutamente obedecido porque ese el tutor de la iglesia visible, la
cual encarna de una manera imperfecta la verdadera iglesia, que es la invisible. De
acuerdo con esta doctrina, Lutero niega a los súbditos el derecho de resistencia contra
el estado. No obstante, a causa de las circunstancias políticas, se verá obligado a
reconocer este derecho a los príncipes respecto del emperador.

Además de Lutero, es preciso citar a otros dos reformadores. Zwinglio y Calvino, que
fundaron iglesias distintas de las luteranas.

Ulrico Zwinglio (1484-1531), que llevó a cabo su reforma en Suiza, adoptó una postura
más radical en el plano religioso que la de Lutero. No sólo negó la autoridad del Papa y
la presencia real de Cristo en el sacramento de la eucaristía, sino que además prohibió
las imágenes y la misa tradicional. En la ciudad de Zurich instauró un espiritualismo
totalitario en el que el estado está al servicio de la iglesia, porque representa a la
comunidad de los fieles. Desde el punto de vista político, Zwinglio justifica la autoridad
del estado por la necesidad de proteger a los más débiles y, a diferencia de Lutero,
reconoce el derecho de resistencia contra los abusos del poder estatal. Sin embargo, la
destitución de la autoridad no corresponde a los particulares, sino a la mayoría de los
súbditos.

Especial importancia para el desarrollo del protestantismo tuvo Juan Calvino (1509-
1564), el cual elaboró su doctrina partiendo de la premisa luterana de la salvación por
la fe, pero acentuó el valor de la predestinación. Para él, Dios predestina a algunos al
cielo, según su voluntad inescrutable. Sin embargo, de ello no deduce una actitud
resignada, sino la necesidad de llevar una vida laboriosa y de rigor moral. En primer
lugar, porque los predestinados están llamados a transformar el mundo, que es un
instrumento de santificación. En segundo lugar, porque mediante este tipo de vida se
puede encontrar la prosperidad material, que es un signo de la predestinación. En
Ginebra, Calvino puso en práctica sus ideas instaurando una dictadura religiosa,
mediante la creación de una iglesia basada en el corporativismo a la que se encuentra
totalmente subordinado el poder estatal. El control de la sociedad corresponde a un
consistorio, integrado por predicadores y ancianos, que tiene la misión de velar por la
disciplina eclesiástica mediante la vigilancia de la vida pública y privada. Calvino, que
prefiere como fórmula de gobierno una forma aristocrático-republicana, rechaza como
Lutero el derecho de resistencia contra el poder.

3.3. Difusión de la reforma

La reforma se extendió rápidamente. En Alemania, tras un breve período de desórdenes


motivado por la guerra de los campesinos (1524-1525), la doctrina luterana encontró
un valioso apoyo en los príncipes, porque ésta favorecía sus intereses. En efecto, el
robustecimiento del poder secular que la reforma comportaba, proporcionó a aquellos
una garantía adicional para el mantenimiento de su independencia frente al emperador.
Por otra parte, la apropiación por los príncipes de las propiedades eclesiásticas
secularizadas, mediante el sistema de creación de las iglesias territoriales, satisfacía sus
apetencias económicas.

El emperador Carlos V intentó, sin éxito, lograr una conciliación entre los católicos y los
miembros de las distintas iglesias reformadas, primero en la Dieta de Spira (1529) y
luego en la de Augsburgo (1530). En esta última, los protestantes presentaron un
escrito, la Confessio Augustana, donde fijaron los puntos básicos de su doctrina.
Después de estos intentos frustrados, los príncipes protestantes, ante la amenaza de
una guerra contra el emperador, se unieron mediante la Liga de Smalcalda (1530) y se
aliaron con el rey de Francia, Francisco I. En la guerra, que se inició en 1547, Carlos V
obtuvo la importante victoria de Mühlberg (1547), pero tras diversas vicisitudes se vio
obligado a aceptar la Paz de Augsburgo de 1555. En ella se reconocía el principio cuius
regio, eius religio, es decir, el derecho de cada príncipe de elegir la religión de su
preferencia, la cual deberían también adoptar sus súbditos. La Paz de Augsburgo vino
por tanto a sancionar la situación de hecho constituida por la división de Alemania en
territorios católicos y luteranos, lo que supuso un gran éxito para los príncipes
protestantes.

En la fecha de la Paz de Augsburgo, la reforma no sólo había echado raíces en Alemania


sino también en otros países. El luteranismo se extendió a Suecia, favorecido por el rey
Gustavo Vasa, y a Dinamarca. En cuanto a las iglesias protestantes no luteranas, ya
hemos hablado de la reforma de Zwinglio en Zurich y de la llevada a cabo por Calvino
en Ginebra. El calvinismo se difundió por centroeuropa, los Países Bajos, Escocia -donde
John Knox logró el reconocimiento en 1568 de la iglesia calvinista como Iglesia del
Estado- y Francia.

En este último país, los calvinistas, denominados hugonotes (confederados), se


difundieron ampliamente y se organizaron políticamente. Con el apoyo de parte de la
nobleza, y aprovechando que la monarquía estaba vacante, intentaron elevar al trono a
un calvinista. La oposición de la monarquía católica y otros intereses políticos originaron
las guerras de religión, que asolaron Francia durante treinta años y dieron lugar a
atrocidades como la matanza de los hugonotes durante la Noche de San Bartolomé
(1572) en diversas ciudades francesas. El conflicto se solucionó con la conversión al
catolicismo del pretendiente al trono, el calvinista Enrique de Navarra. Una vez
proclamado rey con el nombre de Enrique IV, el nuevo monarca promulgó el Edicto de
Nantes (1598), en el que se reconocía la libertad de conciencia y el estatuto legal del
calvinismo en Francia.
En Inglaterra, la separación de la Iglesia Católica comenzó con el cisma de Enrique VIII.
Éste se opuso en los comienzos de su reinado al luteranismo, lo que hizo que el Papa
León X le concediese el título de Defensor fidei. Sin embargo, al negarse el Papa
Clemente VII a concederle el divorcio de su matrimonio con Catalina de Aragón, Enrique
VIII rompió con Roma y promulgó el Acta de Supremacía (1534), por la que se
proclamó cabeza de la Iglesia Anglicana. Durante su breve reinado, María Tudor, hija de
Enrique VIII y Catalina de Aragón y esposa de Felipe II de España, intentó restaurar por
la fuerza el catolicismo en Inglaterra. Pero la Iglesia Anglicana se consolidó firmemente
con su sucesora Isabel I, hija de Enrique VIII y Ana Bolena, que la proclamó iglesia
oficial del estado.

4. Las consecuencias en el ámbito religioso del absolutismo de los estados


católicos: el regalismo

4.1. Las principales coordenadas religiosas, políticas y filosófico-jurídicas en


Europa después de la reforma

En el ámbito doctrinal, la Iglesia Católica hizo frente al protestantismo mediante el


Concilio de Trento (1545-1563), del cual salió fortalecida tanto en el aspecto dogmático
como en el referente a su organización. Este concilio se integra en un amplio
movimiento de reforma -impropiamente denominado contrarreforma, porque fue
anterior al protestantismo y no tuvo como fin exclusivo la lucha contra éste- dirigido a
la consecución de una profunda renovación de la Iglesia Católica. La reforma católica,
cuyos principales impulsores fueron los pontífices, no logró la reunificación de la iglesia,
pero contuvo la difusión del protestantismo en Alemania y los Países Bajos y mantuvo
dentro del catolicismo a Austria, Polonia, Italia, Francia, España y Portugal.

En el aspecto político, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) fue el último gran
conflicto que enfrentó en Alemania a los defensores del orden tradicional y de los
ideales de la reforma católica -las Casas de Austria española y alemana- con los
partidarios de un orden moderno basado en un conjunto de estados independientes y
soberanos- los estados protestantes del norte de Europa aliados con Francia. La Paz de
Westfalia (1648) puso fin al conflicto y estableció las bases de un nuevo orden político y
religiosos en Europa, que duraría con leves variaciones hasta la Revolución Francesa.
Políticamente, la Paz de Westfalia supuso la división de Europa en una serie de estados
independientes, absolutistas y confesionales, católicos o protestantes, basados no en un
orden jerárquico -el Papa y el emperador- sino en vínculos políticos y económicos
mediante un orden racionalista. En el aspecto religioso, Westfalia sancionó el principio
cuius regio, eius religio, que ya había sido establecido por la Paz de Augsburgo.

Desde el punto de vista de las formas de gobierno, el absolutismo monárquico es el


régimen político general en Europa y alcanzará su auge durante la segunda mitad del
siglo XVII en la Francia de Luis XIV.

En el terreno filosófico-jurídico, el nuevo orden establecido dará origen a una


concepción doctrinal, que intentará superar las diferencias políticas y las disputas
religiosas mediante el recurso al derecho natural. Este derecho, que trata de encontrar
un fundamento ético al poder, se concibe como universal e inmutable en cuanto
deducido por la razón de las leyes de la naturaleza. Se trata de un derecho racionalista,
en el que la ley natural está desvinculada en la divina, y por tanto en franca oposición
con el iusnaturalismo católico. Los teóricos del nuevo derecho natural (Grocio,
Pufendorf, Tomasio, Wolff) apoyan el absolutismo monárquico con diversos argumentos,
siempre que sea razonable y útil para la sociedad. Será sobre todo Hobbes (1588-1679)
quien, desde un racionalismo mecanicista, exalte el carácter absoluto, ilimitado e
indivisible del poder del estado. Para él, el poder tiene un fundamento racional y una
naturaleza secular y por ello, dado que es indivisible, la religión se encuentra por
completo sometida a aquél, porque el soberano es el máximo órgano tanto del estado
como de la iglesia.
Junto a esta defensa racionalista del absolutismo coexiste otra, que busca la misma
finalidad aunque con un fundamento doctrinal completamente distinto. Es la
denominada teoría del derecho divino de los reyes, a la que nos referimos
seguidamente.

4.2. El regalismo

Después de la Paz de Westfalia, el absolutismo comportará en los estados católicos, que


también se rigen como los protestantes por el principio cuius regio, eius religio, una
profunda injerencia del poder político en las cuestiones religiosas. Se trata de un curioso
fenómeno de unión entre lo político y lo religioso, en cierto modo similar al acaecido en
los estados protestantes, aunque basado en unos presupuestos muy diferentes. En
efecto, en los estados católicos no es factible negar la existencia del dualismo, que
implica la existencia de un poder espiritual y otro temporal con ámbitos de
competencias específicos e independiente. Sin embargo, el estado, dado que es católico,
se considera protector de la iglesia, y por ello se arroga el poder de organizarla y de
vigilar a la jerarquía eclesiástica y a los ciudadanos para así salvaguardar la ortodoxia.
Esta actitud conducirá en la práctica a un intenso control estatal de las actividades
eclesiásticas, y a la constitución de unas iglesias nacionales con una gran dependencia
del poder político.

La base sobre la que se fundamenta doctrinalmente este jurisdiccionalismo -que es


conocido con el nombre genérico de regalismo, pero que recibe también otras
denominaciones según los distintos países en los que arraiga- se encuentra, en primer
lugar, en las prerrogativas concedidas por la iglesia a algunos reyes durante la Edad
Media. Estas prerrogativas, denominadas regalías, fueron fundamentalmente la
intervención en el nombramiento de cargos eclesiásticos (derecho de patronato) y el
derecho a percibir las rentas de los episcopados vacantes (regalía beneficiaria o de
guardianía). Partiendo de estas concretas circunstancias históricas, algunos juristas
civiles y canonistas comenzarán a sostener, a partir del siglo XV, que las regalías son
derechos inherentes a las monarquías católicas y, por ello, ni siquiera los reyes pueden
renunciar a ellas. Además, irán aumentando paulativamente el ámbito de aquéllas,
hasta enumerar un completo arsenal de pretendidos derechos de la corona sobre
materias eclesiásticas.

En segundo lugar, el regalismo recibe un fuerte apoyo de la doctrina del derecho divino
de los reyes. Esta doctrina, que ya resultaba anacrónica en la época de su nacimiento,
fue formulada principalmente por el rey Jacobo I de Inglaterra a finales del siglo XVI.
Según esta concepción doctrinal el poder del rey es sagrado, porque lo recibe
directamente de Dios sin ninguna intervención del pueblo. Por ello, debe ser obedecido
incondicionalmente y no pude ser juzgado por ningún tribunal humano, sino sólo por la
divinidad. El último defensor de esta doctrina fue el francés Bossuet (1627-1704), quien
insistió en el carácter sagrado de la autoridad real, puesto que el monarca es el
lugarteniente de Dios en la tierra. La doctrina del derecho divino de los reyes conducía a
un despotismo total y, lógicamente, a un control por el monarca de todos los asuntos,
temporales y eclesiásticos, de su reino.

Sobre las mencionadas bases doctrinales, se defenderá que los reyes de las monarquías
católicas son titulares por derecho divino de unos iura circa sacra, que básicamente
son lo siguientes. El ius advocatiae, es decir, el derecho que correspondía al soberano
para vigilar la pureza de la fe contra la herejía o el cisma. El ius supremae
inspectionis, por el que el monarca controlaba las actividades externas de la iglesia. El
ius patronatum, mediante el cual el rey intervenía en el nombramiento de los cargos
eclesiásticos, bien proponiendo a un candidato o vetando al propuesto por la autoridad
eclesiástica. El placet o execuatur, que suponía un derecho de control sobre los
documentos eclesiásticos. El ius appellationis, que consistía en el derecho de los
tribunales civiles a conocer los recursos contra las sentencias y las decisiones de la
autoridad eclesiástica, que el ciudadano consideraba lesivas para sus derechos. El ius
dominii eminentis, que otorgaba al soberano el derecho de imponer impuestos sobre
los bienes eclesiásticos y el de amortizarlos, es decir, expropiarlos y venderlos.

Mediante estos pretendidos derechos, las monarquías de los estados que seguidamente
examinaremos, sin dejar de proclamarse católicas, ejercieron durante los siglos XVII y
XVIII un férreo control sobre la iglesia, que en algunos momentos condujo a una
ruptura de relaciones con la Santa Sede y a una situación cercana al cisma.

4.3. Las diversas formas de regalismo

En Francia el regalismo, que recibe el nombre de galicanismo, existía desde la


aprobación de la Pragmática Sanción de Bourges, a la que ya nos hemos referido. La
Pragmática fue derogada por el Concordato de 1516, que concedió a la monarquía una
amplísima intervención en el nombramiento de los cargos eclesiásticos. Sin embargo, la
pretensión de Luis XIV de aumentar aún más esta intervención y las disputas con el
Papa Inocencio XI sobre este punto, llevaron al monarca a reunir a la Asamblea General
del clero francés, que aprobó en 1682 cuatro Artículos Orgánicos, redactados por
Bossuet. En ellos se declaraba que los reyes no estaban sujetos a ninguna autoridad
eclesiástica en cuestiones temporales. Asimismo, se proclamaba la supremacía del
concilio sobre el Papa y, por tanto, la posibilidad de reformar los decretos pontificios en
materia de fe mientras no hubiesen sido confirmados por toda la iglesia. Finalmente, los
Artículos establecían la obligación del pontífice de respetar las normas y costumbres de
la iglesia francesa.

El conflicto se resolvió en 1693, durante el pontificado de Inocencio XII, pero el


galicanismo continuó perviviendo bastante tiempo en Francia. Prueba de ello fueron las
dificultades que encontró para su aplicación en Francia la bula Unigenitus, otorgada
por el Papa Clemente XI, en la que se condenaba el jausenismo. Por otra parte, el
absolutismo de Luis XIV le llevó a revocar en 1685 el Edicto de Nantes, que reconocía
la libertad de conciencia a los hugonotes, y a emprender una campaña para lograr la
conversión de éstos al catolicismo.

En Alemania surgió el febronianismo, así denominado por su principal teórico, Justino


Febronio, seudónimo de Nicolás von Hontheim. En su libro De statu Ecclesiae et
legitima potestatis Romani Pontificis (1763), Febronio considera que sólo el concilio
ecuménico puede promulgar disposiciones obligatorias en materia de fe y disciplina. El
Papa no posee una potestad de jurisdicción en sentido estricto sobre los obispos, sino
sólo un poder de inspección sobre los mismos. El pontífice debe, por tanto, restituir a
los obispos los derechos que les ha usurpado y, dado que las iglesias nacionales están
subordinadas al poder temporal, dicha restitución debe hacerse mediante la
intervención del monarca con la ayuda de los sínodos nacionales y del concilio
ecuménico. Aunque el libro de Febronio fue condenado por Roma, sus ideas se
extendieron y encontraron acogida entre los príncipes electores eclesiásticos de
Alemania, porque favorecían sus deseos de independizarse lo más posible de la Iglesia
Católica.

La obsesión de controlar la iglesia hasta en sus más mínimos detalles, manifestada por
el emperador José II de Austria durante su reinado (1780-1790), es la razón del
nombre de josefinismo con el que se conoce el regalismo desarrollado en este país.
José II consideraba a la iglesia como un departamento de la administración estatal. Por
ello, además de utilizar intensamente algunos instrumentos regalistas -el placet y el
ius dominii eminentis- llevó a cabo una detallada regulación de las actividades
eclesiásticas, llegando incluso a establecer la duración de los sermones y el número de
los altares de las iglesias. La intervención de Pío VI, que visitó al emperador en Viena,
consiguió evitar que Austria se separase de la Iglesia Católica.

En España el regalismo, que es el nombre usualmente empleado para designar este


jurisdiccionalismo estatal, penetró con los Austrias y se intensificó con la Casa de
Borbón. Aún manteniéndose dentro de la ortodoxia y a pesar de ser España durante
esta época la principal defensora de la reforma católica, los reyes de la Casa de Austria
hicieron amplio uso de diversas prácticas regalistas, especialmente del placet y del
derecho de patronato. Asimismo, cabe mencionar el importante papel desempeñado
por la Inquisición española -distinta de la romana- como instrumento de control
religioso y político.

El regalismo de los Borbones presenta características específicas, que lo diferencian del


de los Austrias. Así, durante la que se ha llamado fase católica del regalismo borbónico -
la primera mitad del siglo XVIII- los reyes utilizaron respecto de la iglesia más una
potestad tuitiva que jurisdiccional. Por el contrario, en la segunda mitad de este siglo,
los monarcas intentaron un pleno control de la iglesia, apoyados por unos teóricos del
regalismo- Melchor de Macanaz (1670-1760) y Pedro Rodríguez Campomanes (1723-
1802), entre otros, cuyas doctrinas tenían matices heterodoxos- mediante el ejercicio
de una verdadera potestad de jurisdicción en materias eclesiásticas. Tras romper dos
veces las relaciones con Roma, Felipe V dirigió sus esfuerzos a la consecución del
derecho a intervenir en el nombramiento de todos los cargos eclesiásticos de sus
territorios, es decir, el patronato universal. Este derecho se reconoció en el
Concordato de 1753- concluido entre Benedicto XIV y Fernando VI -que es el
instrumento jurídico básico del siglo XVIII en materia de relaciones iglesia-estado, y que
supuso un triunfo para el regalismo español. Durante el reinado de Carlos III el
regalismo alcanzó su momento culminante no sólo por el ejercicio del derecho de
patronato, sino a causa de una intromisión cada vez más intensa en la organización
eclesiástica, que culminó con la expulsión de los jesuitas en 1767. En tiempos de Carlos
IV hubo un intento cismático por parte de la corona cuando, a la muerte del Papa Pío
VI, el ministro Urquijo promulgó un decreto por el que los obispos españoles quedaban -
en tanto no se nombrase un nuevo Papa- bajo la dependencia de la Cámara regia y del
primer Secretario de Estado.

Las prácticas regalistas continuaron durante el siglo XIX mediante la utilización de los
instrumentos tradicionales. La situación cobró un nuevo matiz como consecuencia de las
desamortizaciones de los bienes eclesiásticos, sobre todo, de la llevada a cabo en 1837
por el ministro Mendizábal. El Concordato de 1851, concluido entre Pío IX e Isabel II
trató de solucionar este problema, reconociendo el hecho consumado de las
desamortizaciones y el derecho de las entidades eclesiásticas a la adquisición y tenencia
de bienes. En cuanto al derecho de patronato, el nuevo concordato lo reconoció en
los términos del de 1753. Este derecho, aunque muy atenuado, fue regulado por última
vez por el Concordato de 1953.

5. La reacción doctrinal católica contra el absolutismo: la teoría de la potestad


indirecta

Frente a los teóricos del absolutismo monárquico, los cuales defienden la realidad
ineludible de unos estados nacionales independientes y que se consideran soberanos
incluso en las materia eclesiásticas, y ante el hecho irremediable de la reforma
protestante, que niega cualquier supremacía al Papa sobre la iglesia, los teólogos y
juristas católicos de los siglos XVI y XVII, abandonando las teorías hierocráticas,
construyen las relaciones entre la iglesia y el poder político sobre un nuevo
planteamiento doctrinal. Esta nueva concepción, denominada teoría de la potestad
indirecta, será desarrollada sobre todo por el dominico Francisco de Vitoria (1492-
1546) y los jesuitas Roberto Belarmino (1542-1621) y Francisco Suárez (1548-1617).

Su fundamento radica en la doctrina de Santo Tomás, el cual, distinguiendo entre el


orden natural y el sobrenatural y entre la naturaleza y la gracia, había afirmado que el
poder temporal se encuentra sometido al espiritual en lo referente a la salvación de las
almas. Partiendo de esta premisa, los mencionados autores desarrollarán la nueva
teoría, cuyos argumentos básicos son los siguientes. La iglesia y el estado son
sociedades distintas y soberanas, en cuanto que cada una de ellas tiene un fin
específico y una autoridad independiente. Por ello, no cabe una subordinación directa
del poder espiritual al temporal, ni viceversa. No obstante, dado que el fin espiritual es
objetivamente superior al temporal -en cuanto que aquél tiene como objeto las
cuestiones sobrenaturales y éste las terrenales- y puesto que el hombre es un ser
unitario -espiritual y corporal- cuya misión es alcanzar la salvación eterna, la iglesia
posee sobre los asuntos temporales un poder indirecto en tanto que éstos sean
susceptibles de afectar a lo sobrenatural. Es decir, posee una potestad sobre las
cuestiones temporales ratione pecati.

Esta teoría, con distintas matizaciones y alcance, será repetida durante los siglos
siguientes por los tratadistas eclesiásticos y se recogerá en algunos documentos del
magisterio pontificio (la encíclica Inmortale Dei, de León XIII; la encíclica
Quadragesimo Anno, de Pío XI). Por esta razón, algunos autores eclesiásticos la
consideraron, hasta el Concilio Vaticano II, como la única verdadera en materia de
relaciones entre la iglesia y el estado.

Una teoría distinta, aunque vinculada con la de la potestad indirecta, es la del poder
directivo, que ha sido defendida en la primera mitad del siglo XX por Ives Congar y
Jacques Maritain, entre otros autores. Esta teoría sustituye el carácter jurídico de la
potestad, ejercida indirectamente por la iglesia sobre el estado, por un poder moral que
recae sobre la conciencia de los ciudadanos católicos.

En la actualidad, y de acuerdo con la doctrina del Concilio Vaticano II, no resulta factible
sostener la existencia en la iglesia de una potestad jurídica sobre el estado, ni siquiera
ejercitada de una manera indirecta. Otra cosa muy distinta es el derecho de la iglesia, al
cual no pude renunciar sin desnaturalizar su misión, a dar su juicio moral, incluso
sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos
fundamentales de la persona o la salvación de las almas (Constitución Gaudium
et spes, n. 76; véase también, el canon 747.2 del Código de derecho canónico).
Este juicio moral, que va dirigido a todos los hombres y a los estados, tiene
evidentemente una especial fuerza vinculante para los católicos.

6. El Estado liberal

6.1. Las revoluciones de finales del siglo XVIII y su incidencia en las relaciones
entre la iglesia y el estado

A finales del siglo XVIII se produjo en el mundo occidental europeo y americano un


movimiento revolucionario de primera magnitud, que comportó profundas
consecuencias políticas, sociales, económicas y religiosas. En último término, supuso un
enfrentamiento entre dos concepciones de vida diametralmente opuestas, que culminó
con la sustitución del Antiguo Régimen por el nuevo orden surgido de la revolución. Este
movimiento revolucionario se inicia con el levantamiento de las colonias inglesas de
Norteamérica, continúa en Francia y culmina con la independencia de los territorios
americanos pertenecientes a la Corona española.

Estas revoluciones son el resultado final de diversos factores, que fueron acumulándose
principalmente a lo largo del siglo XVIII. Entre ellos, son comunes a todos los
movimientos revolucionarios las ideas de la Ilustración y la conciencia política de la
burguesía que, teniendo una gran influencia económica, quiere también participar en el
poder. En el caso de la independencia norteamericana hay que añadir a estos factores,
como causa inmediata, la presión fiscal ejercida por Inglaterra sobre sus colonias
ultramarinas. En la Revolución francesa tienen una incidencia específica la
independencia norteamericana y la crisis financiera del estado francés. Por último,
además de los factores comunes mencionados, en el movimiento independentista de las
colonias españolas influyen decisivamente las revoluciones norteamericana y francesa.

El movimiento doctrinal conocido como Ilustración, surgido en Inglaterra en el siglo


XVIII, estaba basado en el racionalismo y el naturalismo. En él confluían las ideas
políticas de Locke (1632-1704), con el que se inicia la Ilustración, las teorías científicas
de Newton (1642-1727), la ética naturalista de Shaftesbury (1671-1713) y, en el
ámbito religioso, el deísmo de Collins. El deísmo propugnaba una religión natural en la
que la revelación era rechazada y el Dios cristiano combatido por considerársele ilógico
e irracional. De Inglaterra, la Ilustración pasó a Francia desde donde se difundió por
toda Europa a través de la Enciclopedia, dirigida por Diderot (1713-1784) y D’Alembert
(1717-1783), que constituye la expresión más característica del Iluminismo francés.
Posteriormente, la Ilustración apareció en Alemania, Italia y España, aunque en este
último país las ideas ilustradas se integraron en un pensamiento que continuaba siendo
cristiano.

Centrándonos en la Ilustración francesa, en cuanto antecedente ideológico más


inmediato de las revoluciones desarrolladas en Norteamérica y en Francia, puede
decirse que, en relación con la religión, algunos de los autores pertenecientes a dicho
movimiento profesan un vago deísmo, mientras que otros son abiertamente
antirreligiosos. Así, Voltaire (1694-1778) considera que la religión es socialmente útil,
pero entiende que las religiones positivas, y especialmente el cristianismo, son
supersticiones y deben ser reemplazadas por una religión natural, es decir, por el
deísmo. En el mismo sentido, Rousseau (1712-1778), aunque critica el racionalismo de
la Ilustración, defiende la necesidad de una religión civil cuya observancia es obligatoria
para ser un buen ciudadano. Frente a estos deístas, algunos escritores de la
Enciclopedia, entre ellos Diderot, Helvecio (1715-1771) y el barón de Holbach (1723-
1789), son partidarios de un ateísmo que, en los dos últimos, se transforma en una
abierta hostilidad hacia cualquier religión.

En materia política, los Ilustrados franceses recibieron sobre todo la influencia de Locke.
Voltaire es el divulgador de la obra de Locke en Francia y Montesquieu (1789-1855)
construyó bajo la influencia de este autor su teoría de la división de poderes. Las ideas
políticas básicas de Locke -la existencia en el hombre de unos derechos naturales
inalienables y la división de poderes del estado- inspiraron, en parte gracias a su
recepción por los autores franceses, el constitucionalismo norteamericano y francés.
Junto a la influencia de Locke, es preciso mencionar la de Rousseau. Su idea de la
soberanía popular será recogida por la Revolución francesa, que la transformará en la
soberanía nacional. Además, su teoría del contrato social, a través del cual el Estado de
derecho devuelve y garantiza a los individuos sus derechos naturales transformados en
civiles, dejó su huella en las declaraciones de derechos del hombre y del ciudadano.

El origen común de la Ilustración no supuso, sin embargo, el mismo tratamiento del


factor religioso en la Revolución norteamericana y en la francesa.

Ciertamente en la Revolución norteamericana, la Declaración de Independencia de


1776, redactada por Jefferson, recogía los principios enciclopedistas y basaba su
legitimidad en el racionalismo. Sin embargo, el artículo 16 de la Declaración de
Derechos de Virginia de 1776 al reconocer el derecho de libertad religiosa, si bien
reflejaba la crítica a la intolerancia propia de la Ilustración, afirmaba que la religión es
un deber de los hombres hacia su creador. El reconocimiento del derecho de libertad
religiosa, junto con el principio de separación entre la iglesia y el estado, fueron
proclamados en la Primera enmienda, entrada en vigor en 1791, a la Constitución
de la Unión de 1787. Este sistema legal, aunque consagraba el ideal liberal de la
separación entre la iglesia y el estado, no lo hacía con un carácter antirreligioso sino
mediante el establecimiento de una respetuosa neutralidad hacia todas las confesiones
y la consideración de la religión como un factor individual y socialmente positivo. En
virtud de ello, la separación de la iglesia y del estado no supuso en los Estados Unidos
una restricción de la libertad religiosa sino la protección de ésta.

La Revolución francesa adoptó una actitud muy diferente hacia la religión. La causa de
ello fue básicamente que en Francia, a diferencia de los Estados Unidos donde existía un
pluralismo confesional y el deseo de superar la intolerancia religiosa europea, había una
Iglesia Católica mayoritaria. Ésta, debido a los privilegios políticos y económicos que
poseía, era considerada junto con la monarquía responsable de la corrupción y de las
desigualdades provenientes del Antiguo Régimen y mirada con recelo como un potencial
enemigo de la revolución. A ello se unía el anticlericalismo de determinados sectores
intelectuales y burgueses formados en las ideas de la Ilustración. Todo ello hizo que los
revolucionarios trataran de suprimir el peligro que veían en la iglesia, sometiendo a ésta
a una legislación cada vez más restrictiva y dirigida, en último término, a sustituir la
religión por una doctrina deísta.

Desde el punto de vista legislativo, la contribución más universal de la Revolución


francesa en sin duda la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano,
aprobada el 26 de agosto de 1789 por la Asamblea Nacional Constituyente, que sería
incorporada a la Constitución de 1791. Esta Declaración, que recogía los principios de
la Ilustración y las aspiraciones de la burguesía, reconocía la libertad religiosa en su
artículo 10. Según este precepto, Nadie debe ser inquietado por sus opiniones,
incluso religiosas, siempre que su manifestación no altere el orden público
establecido por la Ley. En relación con este artículo, es preciso tener en cuenta que a
diferencia de la Constitución norteamericana dicho reconocimiento se hacía, según las
ideas de la Ilustración, más desde una perspectiva cultural que específicamente
religiosa. Es decir, se garantizaba la libertad religiosa en cuanto una manifestación de la
de opinión, con la esperanza de que esta última haría desaparecer mediante el triunfo
de la razón las religiones positivas, consideradas como simples mitos.

Proclamada la libertad religiosa, en un primer momento, se intentó configurar a la


Iglesia Católica de acuerdo con el espíritu revolucionario, siguiendo las huellas del
galicanismo. A este intento corresponde la Constitución civil del clero, aprobada por
la Asamblea Nacional Constituyente el 12 de julio de 1790. Esta Constitución
establecía una iglesia nacional, desvinculada de Roma, en la que la jerarquía era elegida
por los ciudadanos y pagada por el estado. Como reacción contra las protestas de Pío VI
y de una parte del clero, la Asamblea decretó que todos los miembros de éste debían
prestar juramento de fidelidad a la nación y de respeto a la Constitución. La mayoría
del clero se negó a prestar el juramento, por lo que recibieron el nombre de
refractarios. Solamente algunos juraron, por lo que se les denominó juramentados.
El conflicto originado por la Constitución civil del clero planteó formalmente a
principios de 1791 una ruptura entre la iglesia y la revolución, que ya estaba latente por
su anterior discrepancia ideológica.

Después de este intento de crear una iglesia nacional, los revolucionarios trataron de
implantar un deísmo que sustituyera las creencias religiosas por una religión civil. En
efecto, durante la Convención (1792-1795), período en el que se proclamó la república
(1792) y se ejecutó a Luis XVI (1793), se llevó a cabo una política tendente a borrar la
historia cristiana de Francia. Así, se suprimió el calendario gregoriano, que fue
sustituido por el revolucionario. En la dictadura de Robespierre, época conocida como el
Terror (1793-1794), esta política se intensificó, instaurándose el culto a la Diosa
Razón y al Ser Supremo. Sin embargo, los esfuerzos por implantar este deísmo no
consiguieron su propósito y tras la caída y ejecución de Robespierre (1794) se adoptó
una actitud más tolerante hacia la religión, que culminó en 1795 con el reconocimiento
de la libertad de cultos, aunque con restricciones, y el establecimiento de la separación
entre la iglesia y el estado. No obstante, durante el Directorio (1795-1799) todavía se
hicieron intentos para implantar algunos cultos deístas oficiales, como el de la
teofilantropía en 1796 o el del decadario en 1798.

A toda esta política legislativa, es preciso añadir las sucesivas persecuciones que
sufrieron los miembros del clero católico. En 1792 muchos de los sacerdotes
refractarios fueron deportados y trescientos de ellos, que estaban prisioneros en París,
asesinados. Durante el Terror se intensificaron las deportaciones y un gran número de
católicos -clérigos y laicos- fueron ejecutados. Por último, entre 1797 y 1799, con
motivo de la guerra promovida por el Directorio contra los Estados Pontificios, hubo otra
violenta persecución. Además, Pío VI fue hecho prisionero y trasladado a la ciudad
francesa de Valence, donde murió en 1799.
Este estado de cosas cambió con la elección de Napoleón Bonaparte como Primer Cónsul
el 18 Brumario (10 de noviembre de 1799). Napoleón no era un contrarrevolucionario.
Por el contrario, aunque su aspiración era la de restaurar el orden en Francia, quería
hacerlo sin renunciar a los logros de la revolución. Por otra parte, no era un ideólogo
sino un hombre práctico, que consideraba a la religión como uno de los soportes del
orden social. Por ello, era consciente de la imposibilidad de gobernar un país dividido
por una crisis religiosa.

Sobre estas bases se propuso poner fin al problema religioso en Francia, lo cual también
deseaba el nuevo Papa Pío VII. La solución llegó mediante la firma del Concordato de 17
de julio de 1801. El Concordato abordó tres cuestiones básicas, que zanjó mediante
unas soluciones de compromiso. En primer lugar, no declaraba la confesionalidad del
estado, pero afirmaba que la religión católica era la de la mayoría de los franceses. Esta
afirmación era una fórmula intermedia entre la separación de la iglesia y el estado -de
acuerdo con los principios revolucionarios- y la confesionalidad propia del Antiguo
Régimen. En segundo lugar, reconocía el hecho consumado de la nacionalización de los
bienes eclesiásticos, que había llevado a cabo la revolución. No obstante, como
compensación por este hecho, el estado se comprometía a hacerse cargo de la
manutención del clero católico. Finalmente, el Concordato puso fin al cisma ocasionado
por la coexistencia de dos clases de obispos -los que habían jurado la Constitución
civil del clero y los que no habían prestado el juramento -mediante la invitación a
todos ellos de renunciar a su cargo. Los futuros obispos serían nombrados por el Primer
Cónsul e instituidos por la Santa Sede. Ello satisfacía las pretensiones de Napoleón de
controlar a la jerarquía, pero al mismo tiempo dejaba a salvo el derecho privativo de la
iglesia de conferir el oficio episcopal.

En relación con el concordato, es preciso sin embargo tener en cuenta que Napoleón de
forma unilateral hizo aprobar, junto con aquél, los denominados 77 artículos
orgánicos. Estos artículos restringían enormemente las disposiciones concordatarias,
porque en realidad establecían una iglesia nacional inspirada en los Artículos
Orgánicos de 1682. A pesar de ello, la Iglesia Católica pudo reorganizarse en Francia,
tras la crisis revolucionaria, y el Concordato napoleónico tuvo un siglo de vigencia.

Las relaciones entre Napoleón y la iglesia, no obstante el concordato, distaron de ser


pacíficas. Así, cuando Pío VII se negó a secundar el bloqueo continental decretado
contra Inglaterra, Napoleón, que había sido elegido emperador en 1804, anexionó los
Estados Pontificios a Francia en 1809. Pío VII fue deportado a Savona y posteriormente
a Fontainebleau, en donde permaneció hasta 1814. El 7 de junio de 1815 pudo regresar
a Roma y, pocos días más tarde, la batalla de Waterloo (18 de junio de 1815) ponía
definitivamente fin al imperio napoleónico.

Sin embargo, el ocaso de Napoleón no supuso la desaparición de las ideas de la


Revolución Francesa. Por el contrario, éstas serán reivindicadas y difundidas por todo el
mundo por las distintas corrientes liberales a lo largo del siglo XIX.

6.2. Los estados liberales y la iglesia

6.2.1. Liberalismo y separación entre la iglesia y el estado

Tras la caída de Napoleón, el Congreso de Viena (1815) estableció un nuevo equilibrio


europeo -basado en la primacía de Inglaterra, Austria, Prusia, Rusia y Francia- que
duraría en sus aspectos básicos hasta 1870. El Congreso de Viena se completó con una
garantía, la Santa Alianza, por la cual Austria, Prusia y Rusia se comprometían a
prestarse ayuda para salvaguardar los intereses de la monarquía frente a cualquier
intento revolucionario. La Santa Alianza constituye el fundamento de un nuevo régimen
político, denominado la Restauración, dirigido a imponer un sistema monárquico y
absolutista, así como a reprimir cualquier movimiento de tipo liberal. La Restauración
opone al racionalismo de la Ilustración y de la Enciclopedia el historicismo, y a la
revolución la legitimidad dinástica. Este movimiento historicista e irracionalista refrenó
significativamente la difusión de las ideas de la Revolución francesa y sustituyó la
hegemonía espiritual de Francia por la influencia cultural de Alemania e Inglaterra.

En relación con la Iglesia Católica, el Congreso de Viena restableció los Estados


Pontificios, devolviéndoselos al Papa, y la Restauración supuso un fortalecimiento de la
religión. El Papa Pío VII adquirió un gran prestigio moral, en su calidad de soberano
espiritual, debido a su resistencia frente a las pretensiones de Napoleón. Ello se tradujo
en la firma, durante esta época, de numerosos concordatos con diversos estados
católicos y protestantes de Europa.

Sin embargo, la ideología liberal, originada por la Revolución Francesa, no había


muerto. Al contrario, puede decirse que las ideas políticas durante el siglo XIX están
dominadas por el progreso del liberalismo en todo el mundo. En Europa, el triunfo del
liberalismo como régimen político se produjo en 1830 debido a un proceso
revolucionario que, surgido en Francia y promovido por la burguesía, se propagó a
Bélgica, Alemania, Polonia y Suiza. En Alemania y Polonia las aspiraciones liberales
fueron sofocadas. Sin embargo, éstas se afianzaron en Europa occidental donde, desde
1830 a 1848, los principios liberales se irán paulatinamente desarrollando en medio de
una constante pugna entre los partidos progresistas y los conservadores.

En el aspecto político, el liberalismo -mejor dicho, las distintas ideologías liberales,


porque en el siglo XIX aquél presenta aspectos muy diversos según las épocas y países-
propugna como forma política un estado constitucional, que está basado en el
reconocimiento de unos derechos fundamentales de la persona entre los que figura el
de libertad religiosa. Además, considera el republicanismo como la única forma de
gobierno aceptable. En materia religiosa, el liberalismo defiende un estado laico,
contrapuesto al confesional, y la separación entre la iglesia y el estado.

Teóricamente, esta separación partía de la base de considerar a la religión como algo


que pertenece exclusivamente al fuero de la conciencia. Por ello el estado, cuya
finalidad no es religiosa, debía ignorar a las confesiones y dejarlas que se organizasen
libremente, aplicando a todas ellas el derecho común propio de las asociaciones
privadas. No obstante, un separatismo así entendido, que comporta para el Estado la
prohibición de tomar en consideración cualquier dato religioso, nunca se llevó a la
práctica en ningún país. Por el contrario, el separatismo adoptó formas diferentes en
función de las circunstancias políticas y religiosas existentes en cada estado, que
supusieron la aplicación a las confesiones de un régimen a veces favorable y otras
restrictivo de sus libertades.

6.2.2. El separatismo en los Estados Unidos

La separación fue pacífica y beneficiosa para las distintas confesiones en los Estados
Unidos, en razón de las circunstancias sociales existentes en este país. Como ya vimos,
en él no había una iglesia mayoritaria sino un pluralismo confesional. No se planteaba
por tanto el problema de desmontar el poder económico de la Iglesia Católica para así
destruir su influencia política, sino la necesidad de construir un sistema jurídico fundado
en la libertad religiosa y dirigido a evitar la reproducción de las persecuciones europeas
por razón de religión, que tan amargos recuerdos habían dejado entre los primeros
colonos llegados a Norteamérica.

De acuerdo con estas circunstancias, la Constitución de 1787 dispuso, en su artículo


VI.3, que ninguna profesión de fe religiosa será nunca exigida como necesaria
para el desempeño de un oficio o cargo público en los Estados Unidos. Por su
parte, la Primera enmienda a la Constitución estableció que el Consejo no podrá
hacer ley alguna para el reconocimiento de cualquier religión o para prohibir el
libre ejercicio del culto, o para limitar la libertad de palabra o de prensa, o el
derecho que tienen los ciudadanos de reunirse en forma pacifica y de dirigir
peticiones al Gobierno para la reparación de los errores sufridos. El sistema de
las dos cláusulas contenidas en esta enmienda -la separación entre la iglesia y el estado
(Establishment clause) y el reconocimiento de la libertad religiosa (Free exercise
clause) -ha sido considerado por numerosos autores como la mayor aportación
norteamericana a la civilización y la situación ideal en materia de relaciones entre el
poder político y el religioso.

En relación con la Primera enmienda, es preciso hacer notar en primer lugar que la
separación institucional no impide la relación armónica entre la organización social y las
confesiones. Éstas, a través de fórmulas asociativas de derecho común como el Trust o
la Corporation sole, desempeñan con la ayuda económica estatal un amplio espectro
de actividades sociales en el ámbito de la enseñanza, la sanidad, la asistencia social,
etc., que algunos estados europeos tratan celosamente de reservarse. En segundo
lugar, debe precisarse que la libertad religiosa se concibe como el derecho a cumplir las
obligaciones que los hombres tienen con Dios, no amparando las convicciones ateas o
irreligiosas. Ello se refleja en múltiples aspectos de la vida social y política, en los que
ahora no podemos entrar, impregnados de profunda religiosidad.

6.2.3. El separatismo en Francia

En los países europeos, especialmente en los católicos, el separatismo adquirió el


carácter de una lucha total entre el estado y la iglesia, lo que en último término
comportó paradójicamente una negación de los principios liberales de neutralidad y
libertad. La situación social en estos países era, como vimos, completamente distinta de
la de los Estados Unidos. Por ello, proclamar la libertad de enseñanza o favorecer la
iniciativa privada en el campo asistencial o sanitario no hubiera supuesto la instauración
de un pluralismo, sino asegurar el monopolio de estas actividades por la Iglesia Católica
que era quien de hecho mayoritariamente las llevaba a cabo. Esta situación social,
unida al anticlericalismo que frecuentemente acompañó al liberalismo europeo, hizo que
el separatismo se transformase a menudo en un laicismo agresivo dirigido a borrar
cualquier influencia de la Iglesia Católica en la vida pública. Para la consecución de este
fin, la política separatista trató de lograr dos objetivos prioritarios, la supresión del
patrimonio eclesiástico y el control de las órdenes y congregaciones religiosas sobre
todo en materia de enseñanza.

En Francia, después de la revolución de 1830, el reinado de Luis Felipe de Orleans


(1830-1848), aunque en él se adoptaron algunas medidas anticlericales, fue en líneas
generales favorable para los intereses de la Iglesia Católica. En esta época nació un
movimiento ideológico, denominado Catolicismo liberal, que trató de conciliar los
principios del liberalismo con la doctrina de la Iglesia Católica. Su principal
representante fue Lamennais (1782-1854) y entre sus miembros más destacados
figuraron Lacordaire (1802-1861) y Montalembert (1810-1870). A través del periódico
L’Avenir los católicos liberales defendieron, entre otras cuestiones, la absoluta
separación entre la iglesia y el estado, la regulación de la iglesia por el ordenamiento
estatal como una asociación de derecho común, y las libertades de prensa y de
enseñanza. Sin embargo, el Papa Gregorio XVI condenó mediante la encíclica Mirari
vos (1832) algunos puntos del programa del Catolicismo liberal, especialmente la
absoluta separación entre la iglesia y el estado y la libertad de prensa ilimitada. Como
consecuencia de ello, Lamennais abandonó la Iglesia Católica y el movimiento se
disolvió. No obstante, Lacordaire y Montalembert, que permanecieron dentro de la
ortodoxia, continuaron defendiendo las libertades de la Iglesia y en especial lucharon
por el reconocimiento de la libertad de enseñanza.

Los años de la Segunda República (1848-1852) fueron positivos para la Iglesia Católica
especialmente en lo referente a la cuestión escolar, porque la Ley Falloux -en la que
influyó Montalembert- reconoció en 1850 la libertad de enseñanza. También el Segundo
Imperio (1852-1870) desarrolló en sus comienzos una política protectora de la Iglesia
Católica que posteriormente, conforme fueron desapareciendo las amenazas
republicanas, fue evolucionando hacia una restricción de las actividades de las órdenes
y congregaciones religiosas. Sin embargo, en sus últimos años el Segundo Imperio
volvió a proteger a la Iglesia Católica, porque consideraba que ésta ejercía un
importante influjo moral en la sociedad contra la oposición republicana.

El temor a dicho influjo fue la causa principal de que, en el último tercio del siglo XIX, la
Tercera República (1870-1945) iniciase un amplio programa secularizador de la vida
pública que, en última instancia, buscaba la denuncia del Concordato de 1801. La
política secularizadora afectó especialmente a las asociaciones religiosas y a la
enseñanza. Manifestaciones de esta política fueron el establecimiento de la
obligatoriedad de una enseñanza elemental de carácter laico (1882), la aprobación del
divorcio (1884) y la expulsión, entre 1903 y 1904, de unos veinte mil religiosos. En
1904 se prohibió a todos los religiosos el ejercicio de la enseñanza y en el mismo año
Francia rompió sus relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Por último, en 1905 se
aprobó la ley de separación entre la iglesia y el estado. Esta ley derogaba el Concordato
de 1801, suprimía la contribución económica del estado al clero, confiscaba los bienes
eclesiásticos, sometía a la Iglesia Católica al derecho común de asociaciones, y
establecía que el uso de los templos para el ejercicio del culto estaba supeditado a la
concesión de un permiso por la autoridad gubernativa. La ley de separación motivó una
enérgica protesta por parte del Papa Pío X en la encíclica Vehementer nos (1906).

6.2.4. El separatismo en Italia

El separatismo italiano está íntimamente ligado al proceso de unificación nacional que,


bajo la ideología del movimiento denominado Risorgimento, se fue progresivamente
desarrollando desde mediados del siglo XIX. La convulsión revolucionaria que sacudió
en 1848 a diversos países europeos, impulsada entre otras fuerzas por el nacionalismo,
condujo en la península italiana a la invasión de los Estados Pontificios por patriotas
integrados en el grupo Joven Italia, fundado por Mazzini (1805-1872), y a la
proclamación de la República Romana en 1849. Sin embargo, la revolución fue
rápidamente sofocada por Francia y el Papa Pío IX, al cual le fueron restituidos sus
territorios, pudo volver a Roma, de donde había huido, en 1850. La independencia de
los Estados Pontificios quedó materialmente garantizada por un contingente de tropas
francesas, acantonadas en Roma.

Tras la breve y fracasada experiencia de la República Romana, las esperanzas de los


nacionalistas italianos confluyeron en torno al reino de Piamonte, único estado de Italia
que había conservado su constitución, el Estatuto Albertino de 1848. El monarca de este
reino, Víctor Manuel II (1820-1878), y su ministro Cavour (1810-1861) eran ardientes
defensores de una unificación italiana basada en un estado constitucional y laico,
totalmente separado del poder eclesiástico. La idea de Cavour, sintetizada en la fórmula
Iglesia libre en el Estado libre, era la de una total ausencia de control estatal sobre
la iglesia, la cual debía estar sometida al derecho común. Ello requería una completa
laicización de todas las instituciones sociales. Sin embargo, este ideal separatista no se
realizó en sentido estricto sino mediante un jurisdiccionalismo liberal, que supuso en
numerosas ocasiones una restricción de las actividades eclesiásticas. De acuerdo con
este criterio fueron promulgadas una serie de disposiciones legislativas -posteriormente
extendidas a los territorios italianos anexionados al reino de Piamonte- que
establecieron la derogación del fuero eclesiástico (1850), la supresión de determinadas
órdenes y congregaciones religiosas (1855), el matrimonio civil obligatorio (1865), y la
creación, con el patrimonio inmobiliario de las entidades eclesiásticas suprimidas, de un
ente público denominado Fondo para el culto (1866).

Paralelamente a esta política legislativa fue progresando la unificación italiana, que


cobró un auge especial a partir de 1859 con la incorporación, al reino del Piamonte, de
Sicilia, Nápoles, Toscana, las Marcas y Umbría. En 1861 se proclamó el reino de Italia,
bajo la dinastía de la Casa de Saboya, y a Víctor Manuel II monarca del nuevo estado.
Sólo quedaban para completar la unificación el Véneto, que fue conquistado sin mayor
dificultad, y los Estados Pontificios. La guerra franco-prusiana obligó a Napoleón III a
retirar sus tropas de los Estados Pontificios, y la derrota de Francia en Sedán permitió al
ejército italiano entrar en Roma el 20 de septiembre de 1870. Pocos días después se
celebró un plebiscito, que ratificó la anexión a Italia de los Estados Pontificios, y Roma
fue declarada capital del reino.

Para solucionar el problema surgido con la desaparición de los Estados Pontificios, el


gobierno italiano promulgó la Ley de garantías de 13 de mayo de 1871. En ella se
reconocía la inmunidad del pontífice, la plena libertad de éste para el cumplimiento de
sus funciones espirituales, y su derecho de legación activa y pasiva, es decir, su
personalidad internacional. Además, se le concedía una dotación económica anual, con
cargo al presupuesto del estado, y el uso de determinados palacios -entre ellos el del
Vaticano- que se declaraban inalienables.

El Papa Pío IX protestó contra la anexión de los Estados Pontificios, en la encíclica


Respicientes ea omnia de 1870, y rechazó la Ley de garantías, en cuanto solución
unilateral del gobierno italiano, en la encíclica Ubi nos arcano Dei de 1871. Además,
prohibió a los católicos italianos participar en la vida política, ni como electores ni
como elegidos, y permaneció hasta su muerte recluido en el Vaticano. Su sucesor
León XIII mantuvo idéntica actitud de protesta y de reclusión. Su relación con el
gobierno italiano llegó en algunos momentos a ser tan tensa, que en dos ocasiones
(1881 y 1889) exteriorizó su propósito de trasladar la sede pontificia a otro país. Pío X
cambió parcialmente de actitud y permitió a los católicos italianos participar en la vida
política. Finalmente, el problema ocasionado por la anexión de los Estados Pontificios, la
denominada Cuestión romana, se resolvió con los Pactos de Letrán de 11 de febrero
de 1929, firmados entre Pío XI y el jefe del gobierno italiano Benito Mussolini.

6.2.5. El separatismo en los estados protestantes europeos

En los estados europeos en los que existía un predominio o una mayoría protestante la
influencia de las doctrinas separatistas fue indirecta. En efecto, en estos estados carecía
de sentido restringir las actividades de unas iglesias en las que el poder político formaba
parte -aunque fuera de una manera más bien simbólica- de su organización, y cuyo
carácter nacional contribuía a configurar la estructura estatal. Por ello, el separatismo
liberal tuvo como consecuencia en estos estados la mejora de la condición de los
católicos y la de los miembros de otras confesiones, al extenderse paulatinamente a
ellos las libertades de las que disfrutaban los ciudadanos pertenecientes a la iglesia
estatal. Así, Gran Bretaña reconoció en 1829 la libertad religiosa a los católicos (Ley de
emancipación católica) y en 1830 a los judíos. Asimismo, en Noruega (1842) y en
Dinamarca (1849) se reconocieron a los miembros de otras confesiones los mismos
derechos que tenían los pertenecientes a la Iglesia Luterana. Por su parte, Prusia
reconoció la igualdad a los católicos en la Constitución de 1850 y el código civil
configuró a las iglesias mayoritarias -Luterana, Reformada y Católica- como
corporaciones de derecho público, con un régimen jurídico específico y privilegiado
respecto del de otras confesiones de menor implantación social.

Una excepción a esta situación imperante en los estados protestantes fue Alemania. En
este país -tras la unificación nacional, realizada bajo la dirección de Prusia, que culminó
en la constitución del Segundo Reich en 1871 -el canciller Bismarck (1815-1898) llevó a
cabo en el último tercio del siglo XIX una violenta campaña contra la Iglesia Católica.
Las causas de esta campaña, que recibió el nombre de Kulturkampf (lucha por la
cultura) fueron diversas. Entre ellas, cabe señalar la proclamación por el Concilio
Vaticano I del dogma de la infalibilidad pontificia, que para algunos protestantes y
católicos (los viejos católicos, que no aceptaron el dogma) conllevaba la falta de
libertad política de los católicos, en razón de su obediencia al Papa, y les hacía
sospechosos de deslealtad hacia el estado. En segundo lugar, la formación de un partido
católico, el Partido del Centro, favorable a la restauración de los Estados Pontificios y
al que Bismarck consideraba enemigo del Reich. Finalmente, pueden señalarse las
tendencias antiprusianas de algunos miembros del clero católico.

Todo ello movió a Bismarck a poner en marcha una política que, con el pretexto de
liberar a los católicos de la esclavitud intelectual del Papa, perseguía un completo
control de la Iglesia Católica por el estado. En ejecución de dicha política se
promulgaron diversas leyes por las que se prohibió criticar a las autoridades estatales
en los sermones (1871), se excluyó de la enseñanza a los religiosos (1872) y se expulsó
a los jesuitas (1872). Posteriormente, se recrudeció la campaña antieclesiástica con
nuevas medidas -las denominadas leyes de mayo- que restringían aún más las
libertades de la Iglesia Católica. Se dispuso que el nombramiento de los cargos
eclesiásticos estaba subordinado a haber realizado estudios en una universidad alemana
y a su aprobación por las autoridades estatales (1873). Se estableció que los
eclesiásticos, que habían sido destituidos de su cargo por el estado y seguían
ejerciéndolo, podían ser desterrados e incluso expulsados del país (1874). Asimismo, se
decretó la expulsión de todas las órdenes y congregaciones religiosas, excepto las
dedicadas a asistencia hospitalaria (1875).

Las protestas, realizadas por Pío IX en 1875, contra todas estas disposiciones motivaron
la ruptura de las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Sin embargo, las medidas
adoptadas por el gobierno fueron ineficaces, porque los católicos se unieron y siguieron
votando al Partido del Centro, que incrementó su representación parlamentaria. Esta
circunstancia -junto con la ruptura de la alianza entre liberales y nacionalistas, que
apoyaban a Bismarck, y la aparición de los socialistas como nueva fuerza política hostil
al canciller- hizo que se suavizase la legislación restrictiva entre 1878 y 1879. Además,
el nuevo pontífice León XIII se mostró favorable a una reconciliación y las relaciones
diplomáticas se restablecieron en 1882. Finalmente, entre 1886 y 1887, las leyes de
mayo fueron modificadas, aunque a los jesuitas no se les permitió volver a Alemania
hasta 1917.

6.3. La Iglesia Católica y el liberalismo

Doctrinalmente, la postura de los pontífices fue de oposición al liberalismo y a la


defensa por éste de la separación entre la iglesia y el estado. Ya hemos visto como
Gregorio XVI condenó el movimiento del Catolicismo liberal. Asimismo, su sucesor Pío
IX, en el catálogo de los errores modernos -denominado Syllabus- que acompañaba a
la encíclica Quanta cura (1864), incluyó entre ellos la separación entre la iglesia y el
estado y que el pontífice tuviera la necesidad de reconciliarse y transigir con el
liberalismo y la civilización moderna.

Por su parte, León XIII manifestó que el principio liberal, según el cual la autoridad
estatal se basa solamente en la voluntad del pueblo, olvida que todo poder, incluso el
político, proviene de Dios (encíclica Inmortale Dei, de 1885, n. 10; encíclica Libertas
de 1888, n. 12). El mismo pontífice señaló que es un error absurdo afirmar la necesidad
de la separación entre la iglesia y el estado (encíclica Inmortale Dei, n. 15; encíclica
Libertas, n. 14). Por ello, los católicos, afirma el Papa, no deberán admitir ni promover
esta separación (encíclica An millieu des sollicitudes, de 1892, n. 40). Insistiendo
sobre este punto, León XIII puso de relieve que el sistema norteamericano de
separación no es el modelo ideal de relaciones entre la iglesia y el estado, porque la
prosperidad de la Iglesia Católica en los Estados Unidos se debe no tanto a dicho
sistema como a la fecundidad de ésta, que la hace florecer cuando no encuentra
impedimentos. Pero, añade el Papa, resulta evidente que la iglesia dará mayores frutos
si además goza de la protección del estado (encíclica Longiqua oceani, de 1895, n. 6).

Finalmente, ya hicimos notar como Pío X protestó contra la ley francesa de separación
de 1905. Este Papa reiteró, siguiendo la doctrina de sus antecesores, que la teoría de la
separación entre la iglesia y el estado es absolutamente falsa y sumamente nociva
(encíclica Vehementer nos, n. 2).

Las razones de esta oposición doctrinal al liberalismo, defensor de las libertades


personales, -que en principio resulta un tanto paradójica, dada la secular defensa por la
Iglesia Católica de la libertad del acto de fe- fueron de diversa naturaleza. En primer
lugar, está el hecho de que el liberalismo estaba basado en un iusnaturalismo
racionalista, conducente al indiferentismo religioso, contrario a la doctrina católica sobre
la existencia de un Dios y de una única iglesia verdadera, cognoscibles a la luz de la
razón. En segundo lugar, el liberalismo propugnaba un estado laico que ignoraba a la
religión, olvidando que ésta, según la Iglesia Católica, forma parte del bien común y por
tanto debe ser reconocida por aquél, porque ambos poderes -político y religioso- están
al servicio de la persona. Finalmente, no debe olvidarse que, como hemos examinado,
el liberalismo europeo se transformó a menudo en un jurisdiccionalismo que restringió
las libertades de la Iglesia Católica.

Frente a la teoría liberal de la separación, los pontífices construyeron la doctrina de la


concepción cristiana del estado, que fue expuesta de modo completo por León XIII. Esta
doctrina está construida desde un punto de vista intraeclesial, es decir, desde la
perspectiva de la religión cristiana. La base de esta doctrina radica en que el estado, al
igual que las personas, tiene unos deberes para con Dios y hacia la verdadera religión,
que es la católica según lo demuestran múltiples argumentos eficaces (encíclica
Inmortale Dei, n. 3 y 4). Por ello, el estado tiene la obligación de favorecer y defender
a la religión católica y el deber de no promulgar ninguna legislación que sea contraria a
la misma (encíclica Inmortale Dei, n. 3). De ello se deduce que la situación ideal sería
un estado confesionalmente católica (encíclica Libertas, n. 16). Sin embargo, dado que
este ideal no siempre resulta factible, y aún teniendo en cuenta que sólo la verdad
posee derechos, el estado en la práctica puede tolerar el culto de otras religiones para
evitar mayores males (encíclica Libertas, n. 23).

Esta concepción doctrinal experimentó un profundo cambio de enfoque en el Concilio


Vaticano II con la aprobación de la Declaración Dignitatis humanae de 1965, sobre la
libertad religiosa. Sin entrar ahora en el examen de este documento, baste decir que en
él se contempla la libertad religiosa desde la perspectiva de los derechos inviolables que
deben reconocérsele a la persona en razón de su dignidad. Es decir, entendida la
libertad religiosa desde un punto de vista jurídico, como inmunidad de coacción en
materia religiosa. Ello no obsta para que, como señala dicho documento permanezca
íntegra la doctrina católica acerca del deber moral de los hombres y de las
sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo
(Dignitatis humanae, n. 1).

Junto a la oposición doctrinal al liberalismo, es preciso tener en cuenta que los


pontífices en la práctica recurrieron a los concordatos para garantizar jurídicamente las
libertades de la Iglesia Católica en los distintos estados. Ya hemos aludido a los
concordatos de la Restauración. Tras el período revolucionario de 1848 se firmaron
otros, como el español de 1851 y el austriaco de 1855. Igualmente, es preciso hacer
referencia a los celebrados con diversos países lationamericanos, entre los que figuran
Guatemala (1852), Nicaragua (1861), Venezuela (1862) y Colombia (1887).

DE LOS TOTALITARISMOS AL RECONOCIMIENTO DE LA


LIBERTAD RELIGIOSA COMO DERECHO DE LA PERSONA

Musoles Cubedo, María Cruz. Profesora Titular de Derecho


Eclesiástico del Estado de la Universitat
de Valencia
Ramírez Navalón, Rosa María. Profesora Titular de Derecho
Eclesiástico del Estado de la Universitat
de Valencia

Fecha de actualización

01/10/2010
1. Los totalitarismos

Tras la Primera Guerra Mundial entraron en la escena europea diversas manifestaciones


de totalitarismo. En primer lugar irrumpió el marxista o comunismo, implantado por la
revolución bolchevique en Rusia en 1917. Posteriormente, dos nuevas modalidades
fueron creciendo relegando incluso a la escalada del comunismo. Nos referimos al
fascismo italiano, propiciado por Benito Mussolini en Italia en 1922 y al nacional-
socialista alemán o nazismo, liderado por Adolfo Hitler en 1933.

El término Estado totalitario, según Lombardía, designa aquella forma de organización


política caracterizada por su oposición a los planteamientos democráticos-liberales y
cuya pretensión es la instauración de un Estado fuerte, con aspiración de totalidad, que
realice directamente y por sí cuanto se considera necesario para la vida de los hombres.
En este tipo de Estado no tiene sentido la protección de los individuos mediante la
afirmación de los derechos fundamentales, pues el mayor servicio social es
precisamente la afirmación del Estado.

2. El tratamiento jurídico-político del factor religioso en los Estados totalitarios

La exaltación del Estado propia de los totalitarismos anula la acción de la sociedad y de


la persona. Cualquier totalitarismo se opone a un sistema democrático-liberal ya que
presenta una ideología única para todos los ciudadanos, un partido único y un sindicato
único donde el Estado se presenta como omnipotente y omnipresente. A penas hay
espacio para las libertades, la religiosa entre ellas, por lo que se puede afirmar que la
aplicación de los principios del totalitarismo tuvo una repercusión importantísima en el
tratamiento jurídico-político del factor religioso. El factor religioso en este momento
histórico variaba mucho de la regulación actual. Así, la Iglesia Católica era la
mayoritaria en muchos países europeos mientras que las otras confesiones religiosas,
claramente minoritarias, tenían un estatuto jurídico, establecido por la legislación
unilateral del estado, como señala Lombardía, con criterios más restrictivos que los que
inspiraban el Concordato con la Iglesia Católica. En este sentido, y según el tipo de
totalitarismo de que se trate, la religión o se prohíbe o se utiliza en beneficio del poder
político.

2.1. Totalitarismo marxista

El golpe de estado revolucionario llevado a cabo en Rusia en marzo de 1917 provocó la


caída del que sería el último Zar de Rusia Nicolás II. Siguiendo la teoría comunista que
habían iniciado Marx y Engels, en octubre del mismo año tuvo lugar la Revolución
bolchevique dirigida por Lenin, que comienza en 1918 con una política de confiscación
de bienes, supresión de conventos y condenas a muerte, cierre de Iglesias,
encarcelamiento de Obispos y Popes hasta extinguir la jerarquía católica en toda la
URSS. Derribó al Gobierno republicano, proclamando la República Federativa Soviética.

En 1924 le sucedió Stalin quien siguió con esta política aniquiladora de las libertades
individuales y de lo religioso, negando toda apelación a la trascendencia. La primera
Constitución rusa de 31 de enero de 1924 y la posterior Constitución de la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) de 5 de diciembre de 1936 separaban,
consecuentemente a tales teorías, la Iglesia del Estado. Así, dice, se garantizan las
libertades de conciencia del ciudadano; la actividad de la Iglesia queda limitada a las
ceremonias litúrgicas y a la actividad sacramental, aunque en la práctica, tales
actividades quedaban seriamente entorpecidas.

El marxismo leninista propugna la Weltanschauung que niega toda apelación a la


trascendencia pretendiendo superar lo religioso por el ateismo científico. La lucha de
clases es el motor de la historia y del progreso hacia la liberación de la opresión a la que
la gran mayoría está sometida por una minoría. La religión es el opio del pueblo que le
impide tener conciencia de tal opresión. Así, como resume Codevilla, “es necesario
luchar contra la religión y para ello es preciso explicar de modo materialista el origen de
la fe y de la religión en las masas”.

Cualquier opción religiosa del individuo o de las confesiones religiosas está prohibida en
tanto representa un obstáculo para el desarrollo del ateismo científico.

La respuesta de la Iglesia Católica al comunismo no se hizo esperar. Pío XI no pierde la


ocasión para deplorar las “horrendas matanzas y destrucciones con que han devastado
inmensas regiones de Europa oriental y de Asia”. El grado de violencia del sistema se
demuestra en la búsqueda de dos de sus objetivos: la encarnizada lucha de clases y la
abolición de la propiedad privada, sin menospreciar ningún método para alcanzarlos.

El Papa dice que es algo más que un sistema económico porque se va convirtiendo en
una forma de entender la vida, impregnando los espíritus y las costumbres. Mantiene
una actitud tajante contra él, calificándolo de opuesto al cristianismo, dado que aquél
ignora el fin trascendente del hombre y de la sociedad y pretende que la sociedad
humana ha sido instituida exclusivamente para el bien terreno. También lo critica
porque subordina la persona a la sociedad y las necesidades de producir, ya que ante
las exigencias de la más eficaz producción de bienes, han de permitirse y aún inmolarse
los más elevados bienes del hombre, sin excluir ni siquiera la libertad.

2.2. Totalitarismo fascista

Tras acabar la primera Guerra mundial, Italia conoce en un periodo corto de tiempo
cinco gobiernos entre 1919 y 1922 que no supieron corregir la desastrosa situación
económica y social por la que atravesaba el país.

Con la intención de poner fin a esta situación nace el fascismo de la mano de Benito
Mussolini quien proponía la conquista del poder con un programa de transformación del
Estado y la lucha contra los partidos de extrema izquierda. Su famosa frase “todo en el
Estado, nada fuera del Estado” es una muestra de su pensamiento. El fascismo
constituyó una forma de gobierno totalitario vigente en Italia hasta que en 1945
finalizara la Segunda Guerra Mundial.

El Estado que él proponía era diferente al liberal. Los problemas de hambre y pobreza
se agrandaban, la falta de trabajo, la emigración, el analfabetismo y las epidemias
encontraron soluciones en la propuesta fascista de Mussolini en la Carta del Lavoro, con
30 puntos en los que armonizaba las fuerzas del trabajo con las del capital en nombre
de los intereses de la nación. Para salir de tales miserias proponía ser abanderado del
orgullo nacional, el valor de la nación y el papel de Italia en el mundo. Pero para
conseguir esto era necesario el monopolio en la educación y la juventud.

El fascismo fue un movimiento pragmático, con escasa carga doctrinal, más moderado
en sus comportamientos ante lo religioso. Aunque personalmente agnóstico, Mussolini
trató de atraerse a las masas católicas utilizando el común denominador con la Iglesia
de su enfrentamiento al liberalismo y el comunismo y por la coincidencia terminológica
de su doctrina corporativista en materia de relaciones laborales con planteamientos de
la doctrina social de la Iglesia del momento. Cuando el régimen, acercándose al
nazismo, hizo una campaña antisemita, la Iglesia se enfrentó a él.

El fascismo, que había nacido como régimen anticlerical y antirreligioso, acabó firmando
los Pactos de Letrán, el 11 de febrero de 1929, que ponen fin a 58 años de fricciones
entre la Iglesia y el estado italiano en la llamada “cuestión romana”. Pero después de la
firma de estos Pactos las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado italiano
empeoraron.

Pío XI, en la encíclica Quadragessimo anno de 15 de mayo de 1931, daba una respuesta
global a los problemas planteados por los regímenes totalitarios y el fascismo en
particular, analizando este sistema recientemente implantado en Italia. La libertad de
las conciencias frente a la coacción estatal, o lo que es lo mismo, la coacción sufrida por
las organizaciones católicas por parte de Mussolini y su fascismo se reivindica en la
Encíclica “Non abbiamo bisogno” de 29 de junio de 1931. El Papa se duele de la
persecución hacia su “Acción católica”, denunciando al régimen fascista de haber
aumentado su prestigio gracias a las relaciones con la Santa Sede.

Por otra parte, la minoría israelita estuvo regulada por una legislación racista unilateral
del Estado.

2.3. Totalitarismo nacional-socialista

En el año 1930 había triunfado en Alemania el partido nacionalsocialista que había


fundado Hitler 10 años antes. El tratamiento que dispensa Hitler a lo religioso es más
radical que el de Musolini. Tanto católicos como luteranos fueron tratados inicialmente
de modo benévolo, aunque con el paso del tiempo fueron objeto de políticas
persecutorias racistas y totalitarias.

La conferencia episcopal alemana declaró ilícita la pertenencia al movimiento nazi por


ser su programa incompatible con la fe católica, mostrando su inquietud acerca de un
avance de este sistema que, con toda seguridad, acarrearía graves males a la Iglesia.
Pero en 1933, tras la aplastante victoria de Hitler en las urnas, los obispos, seducidos
por las promesas del canciller y por las espectaculares representaciones escénicas del
régimen, revocaron la prohibición de pertenencia al partido nazi, aunque manteniendo
su condena a los errores doctrinales. La mayor parte de los católicos alemanes se
adhirió al nuevo régimen y la Santa Sede parecía mirarlo con buenos ojos porque era la
única posibilidad de frenar el comunismo.

Pese a este clima se inician las negociaciones a instancias de Alemania. Hitler,


preocupado por la unidad nacional quiso sustituir los concordatos firmados con los
diferentes Lander ( Baviera, Prusia y Baden) por uno para toda la nación. Pero cuando
en 1933 el partido nacionalista asumió todos los poderes, Hitler dejó de tener interés en
su firma. Fue la Santa Sede la que urgió esta vez para salvar algo de lo preacordado,
salvaguardando la misión de la Iglesia en Alemania. Se firmó el 20 de julio de 1933.
Pero el Estado no cumplió con las garantías que pactó con la Iglesia Católica, limitando
la actividad religiosa sometiéndola al control estatal. Su política racista y totalitaria le
apartó a todas luces del aparente buen espíritu de la firma. Ni siquiera llegaron a
promulgarse las disposiciones de aplicación.

En 1935 comienza la persecución nazi contra la Iglesia y después contra los judíos.
Entre 1933 y 1936 la Santa sede dirige 34 notas oficiales en las que se denunciaba el
totalitarismo nazi. A partir de 1935, la bandera con la cruz gamada sustituye a la de la
República de Weimar. Al mismo tiempo se llevaba una implacable política dirigida al
reclutamiento de la juventud en las filas del nacionalsocialismo. Pese a la reciente firma
del Concordato con la Santa Sede, la educación pasaba a ser materia absolutamente
dirigida por el aparato del poder. La Iglesia recordaba su arrebatado derecho a educar
bajo las directrices de la jerarquía eclesiástica. Reclamaba para las asociaciones de
juventud católicas que fueran respetadas en el marco de sus actuaciones, incluso que
pudieran utilizar sus insignias y distintivos. Los católicos, junto a los protestantes, son
objeto de graves persecuciones por parte de la política nazi y totalitaria alemana
llegándose a crear un frente común de católicos y protestantes unidos por la conciencia
cristiana.

El régimen fascista propiciaba odio visceral hacia el marxismo y el judaísmo. Lideraba el


ideal de la raza aria, única que podía hacer evolucionar la cultura, se buscaba el ideal de
una política de purificación de la de raza y sangre para lo que se utilizaba la eugenesia y
la esterilización.
En 1936 Hitler intenta anular la Acción Católica mientras que la Iglesia aclara cual fue
su intención al firmar el Concordato: “tutelar la libertad de la misión salvadora de la
Iglesia en Alemania y contribuir al pacífico desenvolvimiento y al bienestar del pueblo
alemán denunciando que el concordato no había producido los frutos anhelados por
culpa de la lucha que se ha desencadenado contra ella” No se hace al gobierno del Reich
directo responsable si no a ciertas corrientes a las que los dirigentes políticos no han
sabido poner coto, condenando la ideología totalitaria.

Uno de los documentos más importantes de Pío XI en los que denuncia la situación en la
que el nazismo había dejado a la Iglesia Católica en Alemania lo constituye la Encíclica
“Mit brennender Sorge”, de 14 de marzo de 1937. Defiende la libertad de la Iglesia para
ejercer su misión y concretamente para interpretar el derecho natural frente injerencias
del poder temporal. Desde 1930 la Iglesia alemana había mostrado sus reservas frente
al nacionalsocialismo, acusado de neopaganismo. Tres años después los Obispos
alemanes reunidos en Fulda se pronuncian sobre los peligros de este nacionalsocialismo,
sus excesos, la absolutización de los principios de sangre y raza.

A penas cinco días después, Pío XI publica una segunda encíclica con el título “Divini
Redemtoris”, de 19 de marzo de 1937, en la que condena el comunismo ateo, critica el
ateismo, el materialismo, el colectivismo y la idea de familia y sociedad del comunismo,
porque todos ellos son incompatibles con el cristianismo. Tiene alcance más amplio que
la anterior, ya que defiende la civilización cristiana, la occidental, en la medida que ha
sido construida sobre los fundamentos del cristianismo y que la ideología comunista
tiende a derrumbar. El Papa reitera posiciones de pontífices anteriores contra el
comunismo, pero ahora advierte que el peligro se está agravando. Incluso hace una
alusión a España, describiendo los horrores que sufrió la Iglesia en plena guerra civil.
Pío XI estaba preparando una nueva alocución “Nella luce” donde dejaba clara la
incompatibilidad de la Iglesia con la ideología fascista cuando murió en el año 1939.

Seis meses antes de la invasión nazi de Polonia e inicio de la II Guerra Mundial (1 de


septiembre de 1939) es elegido el Papa Pío XII (1939-1958). Su larga estancia en
Alemania acercó de manera fundamental al futuro Pontífice a la cultura alemana, por lo
que en muchas ocasiones mostró su interés y afición por lo germano. A partir de 1941
se intensifican las tensiones con el Reich dado que el gobierno alemán practicaba una
política de vejaciones y persecuciones hacia la Iglesia católica en Alemania. El
episcopado alemán, ante las deportaciones, masacres y métodos del nazismo, en
septiembre de 1943, reivindicaba los derechos de las personas a la libertad y a la vida,
a ser juzgadas con justicia, a no ser privadas de sus bienes e incluso de la vida siendo
inocentes, sólo por pertenecer a otra raza. Con ocasión de la Navidad, el pontífice
realizará desde 1939 hasta 1944 seis radiomensajes navideños donde se reiteran las
acusaciones y se pide la paz.

La lucha contra los totalitarismos fue el motor de la II Guerra Mundial. La reivindicación


de los derechos humanos en general y del derecho de libertad religiosa en particular,
propiciara la comprensión de la dimensión social del factor religioso y de los valores
positivos de la religiosidad.

3. La libertad religiosa como derecho de la persona: el impulso constitucional e


internacional

El estudio de las relaciones entre el poder político y religión se cierra con la referencia al
proceso de positivización del derecho fundamental de libertad religiosa.

Como ya se ha señalado en los epígrafes anteriores, este proceso se inicia,


propiamente, con el tránsito de la Edad Media a la Modernidad. Era necesario que las
bases culturales, sociales, filosóficas, jurídicas y políticas que sustentaban el Antiguo
Régimen fueran paulatinamente sustituyéndose por otras, que hicieran posible alcanzar
la conciencia teórica y política del necesario respeto a la dignidad y libertad del ser
humano.
Situándonos en la perspectiva global y alejada que corresponde al momento actual,
podríamos convenir en que el proceso de reconocimiento del derecho de libertad
religiosa, que corre paralelo al de los demás derechos fundamentales, presenta dos
grandes fases: la del reconocimiento exclusivamente nacional a través de los textos
constitucionales, y la supranacional o de universalización de los derechos
fundamentales, gracias al derecho internacional público.

3.1. La libertad religiosa y el constitucionalismo

El sistema constitucional tuvo una gran importancia en el largo proceso de positivización


del derecho de libertad religiosa: contribuyó a impulsar su reconocimiento, a enriquecer
su contenido, a configurar su naturaleza jurídica y a garantizar su tutela y protección.

3.1.1. En efecto, el constitucionalismo impulsó el reconocimiento de los


denominados derechos fundamentales de la primera generación contemplados
en la Declaración de derechos de Virginia de 1776 y en la francesa de 1789

En ambos textos se formulan libertades que el hombre reclama como exigencias


naturales de carácter presocial, abstracto y absoluto, frente al poder político,
positivizando, por lo tanto, los principios esenciales de la ideología iusnaturalista de
signo individualista y liberal. Sin embargo, a pesar de su común base iluminista, dichas
Declaraciones articulan de manera diferente el tema de la libertad religiosa, debido a
sus diversos condicionantes históricos. En el caso americano asistimos al nacimiento de
un nuevo Estado independiente, en el que el pluralismo religioso de los primeros
colonos constituyó un punto de partida de enorme influencia en la configuración de las
relaciones entre el poder político y el factor religioso. La situación francesa, en cambio,
fue de ruptura con el sistema confesional e intolerante del Antiguo Régimen. En ambos
casos la fórmula jurídica política surgida para configurar las relaciones entre el poder
político y el factor religioso, fue la de la separación, es decir, la no confesionalidad del
Estado. Pero, mientras que la Declaración de independencia de los Estados Unidos de
América (1776) y la posterior Declaración de derechos de la Constitución americana
(1791) dieron paso a un estado laico y neutral impregnado de valores religiosos; en
Francia, las Constituciones posteriores a la Declaración desembocaron en un Estado
laicista y hostil, con la consiguiente visión minimalista de la propia libertad religiosa.
Postura que se manifestó inicialmente en lo que se denominó jurisdiccionalismo liberal,
es decir, en un intervencionismo político en materia religiosa semejante al de las
monarquías absolutas del Antiguo Régimen.

Las Declaraciones de Derechos se van incorporando progresivamente a la historia del


constitucionalismo. En el siglo XIX, siguiendo el ejemplo francés, se considera un
postulado fundamental del sistema liberal reservar al poder constituyente, en cuanto
titular de la soberanía popular, el privilegio de fijar los derechos básicos de la
convivencia social, bien mediante su inserción en el Preámbulo de las Constituciones,
bien en su texto articulado. Consecuentemente se podría afirmar que el
constitucionalismo fue la base sobre la que se asentó la positivización y reconocimiento
estatal de los derechos fundamentales.

3.1.2. El constitucionalismo, por otra parte, contribuyó también a enriquecer el


contenido del derecho de libertad religiosa

Tras la crisis del Estado liberal, la superación de los totalitarismos, el justo


entendimiento de los valores que proporcionó el denominado Estado social, el derecho
de libertad religiosa deja de estar reducido, como en épocas anteriores, al estrecho
ámbito individual y de la libertad de cultos. Los residuos del modo napoleónico de
entender las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas va desapareciendo.
El hecho religioso deja de ser valorado de forma negativa, atenuándose el laicismo
decimonónico, así como la intolerancia de los países confesionales de signo católico.
Este cambio en la actitud de los Estados confesionalmente católicos, se debió a la
influencia del magisterio conciliar. En concreto, a la Declaración “Dignitatis Humanae”
en la que la Iglesia Católica proclama el derecho de libertad religiosa y la obligación que
tienen los Estados de reconocerlo como derecho civil, ya que se basa en la dignidad y
libertad que corresponde a todo ser humano.

Por otra parte, en esta nueva visión política del factor religioso, hay que tener en cuenta
la gran relevancia que tuvo la consolidación del sistema político democrático, cuyo
principio inspirador consiste en el reconocimiento del pluralismo en todos los ámbitos:
político, social, religioso, cultural, etc. Desde esta concepción la diversidad religiosa e
ideológica, deja de ser tolerada, de ser considerada como un mal que hay que soportar
para evitar conflictos mayores, y pasa a convertirse en un valor. El hecho religioso y la
pluralidad de creencias son asumidas por el Estado democrático, ya sea confesional o
laico, como hechos sociales que merecen protección. En este contexto es evidente que
el contenido del derecho de libertad religiosa se enriquece; si el hecho religioso es un
hecho social más, el Estado ha de regularlo teniendo en cuenta, además, que deriva del
ejercicio de un derecho fundamental.

Finalmente, si consideramos los valores que el sistema político democrático asume del
denominado estado social (acción promocional de los poderes públicos para que los
derechos sean reales y efectivos) nos encontramos con un derecho de libertad religiosa
muy diferente en su contenido, al que se contemplaba en las primeras Constituciones y
Declaraciones de Derechos. Se abandona el carácter marcadamente individualista de
este derecho y se reconoce tanto en su vertiente individual como colectiva. Además,
hay que tener en cuenta que la acción promocional del Estado, respecto de la libertad
religiosa, no sólo se justifica por ser el desarrollo efectivo de un derecho fundamental,
sino también por la evidente función social que realizan las confesiones religiosas.

En este orden de progresivo enriquecimiento del contenido del derecho de libertad


religiosa, destaca la tendencia a reconocer su especificidad, frente al derecho general de
asociación. Los grupos religiosos son asociaciones especiales que exigen un tratamiento
jurídico específico. De este modo, en algunos Estados (Alemania, Italia, España, etc.) la
regulación del hecho religioso no está sometida al derecho común, sino a una “lex
specialis”, que tiene en cuenta su especial naturaleza.

3.1.3. El constitucionalismo también proporcionó a los derechos fundamentales


mayores garantías de protección

En efecto, todas las disposiciones sobre derechos fundamentales contenidas en un texto


constitucional, sea en su Preámbulo o en su articulado, son manifestaciones positivas de
juridicidad, ya sean como principios generales y fundamentales del derecho, ya como
preceptos directamente aplicables o susceptibles de ser desarrollados.

En el ámbito legislativo la protección se asegura por el principio de legalidad y por la


determinación de los requisitos específicos y competencia para su desarrollo normativo.

En el plano judicial la aparición de los Tribunales Constitucionales representan un paso


decidido en este sentido. Por otra parte, en la jurisdicción ordinaria, hay que destacar la
tendencia a establecer procedimientos especiales preferentes y rápidos cuando se trata
de la vulneración de los derechos fundamentales. Además, en algunos países, se crean
organismos de gran importancia para la efectividad de estos derechos: el Ombudsman
sueco, las Comisiones parlamentarias inglesas, la figura del Mediateaur francés o el
Defensor del Pueblo en España.

Finalmente, desde el punto de vista del ejecutivo, se señalan como garantías de los
derechos fundamentales, el principio de separación de poderes y las limitaciones
establecidas legalmente a la administración en el ejercicio de su potestad
reglamentaria.
3.2. Universalización del derecho de libertad religiosa

El proceso de formulación positiva del derecho de libertad religiosa ha rebasado, en


nuestros días, el ámbito del derecho interno para plantearse también como una
exigencia del derecho internacional.

El necesario presupuesto de este fenómeno fue, según Pérez Luño, el reconocimiento de


la subjetividad jurídica del individuo, por el derecho internacional. El derecho
internacional clásico era básicamente interestatal, el individuo carecía de
intersubjetividad, era objeto del derecho, pero no sujeto del ordenamiento
internacional. En la superación de la naturaleza exclusivamente interestatal del derecho
internacional influyeron, según destaca Ramírez Navalón, dos hechos.

En primer lugar, el fracaso del sistema de protección de las minorías, derivado del Pacto
de la Liga de Naciones, ya que a partir de entonces en los instrumentos internacionales
se observó la tendencia a señalar sujeto de protección de los derechos y libertades, no a
las comunidades, sino al individuo. A lo que posteriormente se le unirían las graves
violaciones de los derechos fundamentales ocurridas durante la segunda Guerra Mundial
(1939-1945) y el convencimiento de que muchas de esas violaciones pudieron haberse
evitado de existir un sistema de protección efectivo de los derechos humanos.

La causa de la protección de los derechos humanos fue presentada en el año 1941 por
F.D. Roosvelt en su famoso discurso sobre “las cuatro libertades” en las que debía
basarse el mundo: libertad de expresión, de religión, liberación de las necesidades
básicas y del miedo. Esta visión de Roosvelt inspiró a las naciones que lucharon contra
el Eje durante la Segunda Guerra Mundial y que luego formaría la organización de
Naciones Unidas. No obstante, el primer proyecto de estatutos de esta nueva
organización guardó silencio sobre el tema de los derechos humanos. No fue hasta la
conferencia de San Francisco, cuando se incluyeron por primera vez, en la Carta de la
ONU unas escuetas referencias a los mismos.

La Carta de la ONU fue de gran importancia, a pesar de su falta de precisión respecto de


las normas de los derechos humanos. En primer lugar, porque otorgó a éstos carácter
internacional. Los Estados miembros al adherirse a la misma, reconocen que los
derechos humanos son materia de interés internacional, y por lo tanto no constituyen
asuntos exclusivos de su jurisdicción doméstica. En segundo lugar, porque al obligar a
los Estados miembros a cooperar en la promoción de los derechos y libertades
fundamentales, se crearon las bases jurídicas necesarias para que la ONU iniciara el
trabajo de definir y codificar esos derechos.

Los esfuerzos de la ONU se materializan en la adopción de la Declaración Universal, que


desde la perspectiva que nos da la historia, la podemos calificar como uno de los hitos
más importantes de la lucha del hombre por la libertad y la dignidad humana.

Junto a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, otros avances jurídico


políticos fueron jalonando el proceso de codificación y desarrollo progresivo del derecho
internacional de los derechos humanos. Dicho proceso se caracteriza básicamente por
dos notas: la regionalización de las organizaciones e instrumentos internacionales
(Consejo de Europa, OEA, OUA, Unión Europea, etc.). Y la especificación o desarrollo de
concretos derechos (Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, Pacto
Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, Declaración sobre
todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las
convicciones, Convención sobre la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio,
Declaración sobre los Derechos de las personas pertenecientes a minorías nacionales o
étnicas, religiosas o lingüísticas, etc.).

No obstante, como señala Peces Barba, la humanización del orden internacional fue más
lenta de lo que cabía desear debido, entre otras cosas, a la división del mundo en dos
bloques antagónicos. El conflicto Este Oeste ralentizó la formación del código
internacional de los derechos humanos.

Las denominadas generaciones de los derechos fundamentales permiten entender las


diferentes fases del desarrollo de su proceso histórico. Éste es el resultado de un debate
permanente en la sociedad internacional heterogénea. Una sociedad en la que es
necesario fomentar la aceptación de un conjunto de valores universales y ampliar el
consenso en torno al contenido esencial y universal de los derechos humanos.

Los avances en la protección internacional de estos derechos son lentos y no siempre


tienen el mismo alcance y significado en todas las regiones y países del mundo. A la
dificultad del consenso sobre su reconocimiento y delimitación, se suma la de su eficacia
material, la del necesario respeto a las minorías, así como la necesidad de evitar la
manipulación de los derechos humanos en beneficio de intereses y políticas concretas.

En consecuencia y para terminar diremos que la promoción y el progresivo


reconocimiento y enriquecimiento del derecho de libertad religiosa es el resultado de un
lento proceso inconcluso como el mismo devenir histórico. Los logros alcanzados por la
humanidad en este campo tienen su base en la consideración del individuo y de su
dignidad como valor supremo y autónomo la sociedad, por tanto se convierte en un bien
jurídico protegible en sí mismo por el Derecho, con independencia de la condición o
circunstancias que en las que se encuentre el ser humano. No obstante, hay que señalar
que el contenido de este derecho, como el de cualquier otro derecho fundamental, es
fruto de la misma historia. La libertad religiosa no es lo que fue, ni lo que es ahora. El
tiempo, las circunstancias y las mismas necesidades humanas son las que van
enriqueciendo el reconocimiento de las libertades del hombre.

DE LA ESPAÑA MEDIEVAL A LA ILUSTRACIÓN

Amorós Azpilicueta, José Javier. Catedrático de Derecho Canónico de


la Universidad de Córdoba

1. De la España medieval a la Ilustración

Hablar del tratamiento jurídico del factor religioso en España es hablar de las relaciones
entre el Estado y la Iglesia, pues la religión como hecho social surge y se desarrolla en
un ámbito de convivencia, sometido a límites de espacio y de tiempo. Las confesiones
religiosas, los grupos religiosos –que el estudiante del moderno Derecho Eclesiástico del
Estado conoce como sujetos colectivos del derecho de libertad religiosa- nacen y viven
dentro de esa forma de organización política que llamamos Estado. El creyente es,
simultánea y necesariamente, ciudadano, ya que la ciudadanía es el vínculo que conecta
al individuo con el Estado y le otorga la plenitud de los derechos civiles y políticos. El
creyente no tiene autonomía existencial para el Estado. Pero hubo un tiempo en la
historia, el tiempo medieval de un mundo sacralizado, cuando el papa ejercía sobre el
emperador la potestad directa –esto es, el poder supremo dentro del orden temporal
ejercido por la propia Iglesia-, en que la condición de ciudadano iba ligada a la de
creyente de la religión oficial, de tal modo que los cristianos tenían derecho exclusivo de
ciudadanía frente a judíos o musulmanes, a quienes se obligaba a vivir en barrios
separados.

Esta es la historia de una separación. “La historia del Estado moderno –ha escrito
JELLINEK- es al mismo tiempo un proceso de continua separación de la esfera estatal de
la religiosa”. Y es también una historia de poder. El griego TUCÍDIDES, un historiador
moderno de hace dos mil quinientos años, dijo que la historia es la historia de la lucha
por el poder. Eso es válido para la guerra del Peloponeso y para la reconquista del islote
de Perejil. La historia enseña que todo poder es un exceso, que el poder lleva en su
propia naturaleza la tendencia a perjudicar. Y que el poder no puede ser contenido por
el poder, sino por la ética. Pero esa es otra historia.

2. La España visigoda. Recaredo y la unidad religiosa

De ser una religión perseguida, el estatuto jurídico de la Iglesia española en el Imperio


romano cambió a partir del edicto de Milán del año 313 –consecuencia de un acuerdo
entre los emperadores Constantino y Licinio para regular la política religiosa del Imperio
(ORLANDIS)-, por el que se reconocía a los cristianos libertad para practicar su religión,
libertad que alcanzaba a cualquier súbdito del emperador para seguir la fe de su
conveniencia. La Iglesia recuperó sus bienes y lugares de culto. El 28 de febrero de 380,
el cristianismo fué proclamado religión oficial por Teodosio, prohibiéndose cualquier
otra.

Constantino reconoció a los obispos autoridad para administrar justicia en causas civiles
(episcopalis audientia), jurisdicción que luego hicieron más restringida otros
emperadores. Se concedió inmunidad a los lugares sagrados (derecho de asilo) y
beneficios fiscales al clero.

Los visigodos llegaron a España como consecuencia de la crisis del Imperio romano y
estuvieron en elle tres siglos (del V al VIII). De esta época hay poca información, ya
que la invasión árabe destruyó toda la documentación oficial, siendo los cánones de los
concilios un instrumento especialmente valioso para los investigadores.

Por influjo del arzobispo de Sevilla, san Leandro, el rey visigodo Recaredo se convirtió
del arrianismo al catolicismo en el año 587, sólo diez meses después de haber sucedido
a su padre, Leovigildo, que había sido un perseguidor sistemático de la nueva religión
de su hijo. Su conversión se manifestó pública y solemnemente en el III concilio de
Toledo (6 de mayo de 589), asamblea que se tiene por el origen de la unidad religiosa
de España. La nueva fe del rey fue también abrazada en el mismo acto por la mayoría
de los obispos y nobles arrianos presentes.

La investigación histórica más reciente, sobre la base de un análisis lingüístico de las


actas del concilio, ha puesto en duda las idílicas relaciones entre la Iglesia católica y el
monarca visigodo, así como la sinceridad de su conversión, que probablemente se debió
a razones de estrategia política (J. MELLADO).

Con Recaredo empezó en España la alianza entre el Trono y el Altar. Esa alianza tendrá
su más cumplida versión en los concilios nacionales de Toledo: asambleas mixtas de
obispos y nobles en las que se trataban materias políticas y del dogma y la disciplina
eclesiásticas. Eran convocados por el rey y las sesiones se abrían con la lectura de su
mensaje (tomus regius ), en el que señalaba las cuestiones a debatir, insinuando hasta
las resoluciones que debían adoptarse. En un estudio, ya clásico, sobre la “Significación
histórica del Derecho canónico”, MALDONADO pone a los concilios de Toledo como
ejemplo de aportación de la autoridad eclesiástica para reforzar la eficacia de las
normas civiles. En ellos se trató la legitimidad del poder real, la sucesión de la corona o
el carácter electivo de la monarquía visigoda (los sucesores eran elegidos por los
obispos y los nobles en el concilio). Precisamente en el concilio IV (633), del que fué
protagonista san Isidoro de Sevilla, se recordó el carácter sagrado del juramento de
fidelidad, reiterándose la condición de elegido de Dios que tenía el rey y la inviolabilidad
de su persona. Por la propia naturaleza religiosa de su alta función, el rey se obligaba a
ajustar su conducta a las normas de la ética cristiana, cuyo quebrantamiento podía
justificar su deposición. Rex eris –escribió san Isidoro, apoyándose en un verso de
Horacio- si recte facies, si non facies, non eris (serás rey si obras rectamente y si no
obras rectamente, no serás rey).
Este concepto de la autoridad real desemboca en una dependencia de la autoridad de la
Iglesia y en la intromisión del monarca en asuntos religiosos, debido a las obligaciones
de gobierno que derivaban de la religión de sus súbditos (FERNÁNDEZ ALONSO).

Los reyes visigodos intervenían en el nombramiento de obispos, práctica que, con


independencia de su irregularidad canónica, fue sancionada por el XII concilio de Toledo
(año 681). A su vez –en este clima de injerencias mutuas- los obispos intervenían en
asuntos civiles: supervisión de los funcionarios encargados del fisco, para evitar
imposiciones injustas; facultades jurisdiccionales en apelaciones o cuando una de las
partes consideraba sospechoso al juez civil...

El temor a que los judíos, disidentes de la fe del reino, pudieran quebrar el monolitismo
político y social de base religiosa, alentó una legislación represiva. La herejía era el
delito de mayor gravedad en el sistema teocrático del Antiguo Régimen y la veremos
perseguida con especial dureza en los siglos venideros. El proselitismo judío se castigó
con graves penas, que podían llegar a la ejecución del apóstol y confiscación de todos
sus bienes. Se prohibieron los matrimonios mixtos y el acceso a cargos públicos. El rey
Sisebuto, en 616, dió a los judíos un año para convertirse, con la amenaza de destierro
y pérdida de sus bienes, decisión que fue reprobada por el IV concilio de Toledo. Y en
un intento de acabar definitivamente con ellos, se les abrumó con impuestos,
impidiéndoles comerciar con cristianos.

La confusión entre lo temporal y lo espiritual calificó a la sociedad visigoda. La Iglesia


gozó de notables ventajas, legitimando con su autoridad las instituciones. Pero al final
de la monarquía visigoda se vió mezclada en conjuras políticas –como el
destronamiento del rey Wamba (680), en el que intervino el alto clero- y los obispados
fueron ocupados por la oligarquía nobiliaria, que los utilizó para sus propios fines.

3. El Islam en España. La Reconquista

Después de vencer al ejército visigodo en la batalla del Guadalete, las tropas árabes
invaden España en el año 711. Con la excepción de pequeños enclaves del norte, la
península cayó bajo el dominio musulmán en poco más de tres años. La invasión árabe
fue una campaña religiosa, una guerra santa contra los infieles, de tan triste actualidad
por causa del integrismo islámico.

La ocupación musulmana de la España visigoda no se hizo sólo por la fuerza de las


armas, sino mediante pactos con el invasor también, en algunos de los cuales se
permitía la práctica de la religión cristiana y se respetaban los lugares de culto (como el
alcanzado en una parte de Levante). En muchos casos, los pactos fueron luego violados.

En la conquista hubo muchas acciones de enorme violencia religiosa: destrucción de


templos, conversiones forzosas para salvar la vida... Es conocida la brutalidad de
Almanzor en sus expediciones guerreras a los reinos del norte (siglo X), incendiando
monasterios, degollando clérigos y monjes y arrasando ciudades, como Barcelona o
como Santiago, de donde llevó hasta Córdoba las campanas del templo del apóstol para
que sirvieran de lámparas en la mezquita. Todas las guerras religiosas tienen un
componente de especial ferocidad, que, en este caso, repercutió desastrosamente en la
cultura, depositada en los centros eclesiásticos asolados.

Al principio de la invasión, a cristianos y judíos se les toleraba la práctica privada de su


culto a cambio de un pacto de protección por el que debían pagar determinados
tributos, de naturaleza personal y sobre la tierra. Los cristianos sometidos a los
musulmanes de Al-Andalus (nombre genérico con que los árabes denominaron a toda la
España conquistada) que se arabizaron pero sin convertirse al islam, conservando sus
propias tradiciones, leyes, costumbres y religión, fueron llamados mozárabes. En
cambio, quienes renegaron del cristianismo para adoptar la religión de Mahoma,
recibiendo un trato administrativo ventajoso, se conocen como muladíes. La conversión
al islamismo acarreaba efectos jurídicos, modificando el estatuto personal del converso,
con repercusiones en la relación matrimonial y en la economía, al tiempo que el varón
quedaba habilitado para desempeñar determinadas funciones públicas. La religión,
pues, era causa de desigualdad jurídica: sólo el musulmán tenía plenos derechos; venía
luego la gente del libro ( judíos y cristianos, así llamados por profesar religiones
basadas en libros revelados), cuya práctica religiosa privada se permitía a cambio de un
impuesto especial, con restricciones jurídicas; y, por último, los infieles, carentes de
derechos.

Hubo discriminaciones legales para los mozárabes: diferencias en el modo de vestir,


exclusión de cargos públicos, no se les permitía la predicación ni la enseñanza pública
de su religión. Los matrimonios mixtos estaban prohibidos y, en todo caso, los hijos
habidos de estas uniones eran por nacimiento musulmanes y como tales debían
educarse.

Durante el emirato –segunda mitad del siglo VIII hasta los primeros años del X-, la
resistencia mozárabe a la islamización provocó una fuerte represalia del poder, con
especial incidencia en Córdoba. Sin embargo, el siglo del califato cordobés que inició
Abderramán III fue un período de convivencia y tolerancia religiosa.

A comienzos del siglo XI se disgregó el califato omeya en numerosos estados pequeños


de existencia efímera llamados reinos de taifas o simplemente taifas (que quiere decir
partido, bandería o facción). Ello supuso la debilitación del poderío árabe y la simultánea
pujanza del espíritu reconquistador de los reinos cristianos. Se vive un clima de
tolerancia religiosa con la minoría mozárabe de cada demarcación taifal, cuyos
gobernantes pactan treguas con los príncipes cristianos o se someten a vasallaje,
recibiendo protección a cambio de un tributo. Es en este período que empieza el declive
del islam en España y se inicia propiamente la Reconquista.

Fué el papa Alejandro II quien transformó esta lucha, que tuvo un ingrediente religioso,
en una cruzada, promoviendo una expedición internacional para reconquistar Barbastro
en 1064 –treinta y dos años antes de la primera de las cruzadas para liberar los Santos
Lugares, que condujo a la conquista de Jerusalén- y concediendo indulgencias a los
expedicionarios mediante la primera bula de cruzada que se conoce (se trata de un
documento pontificio por el que se concedían determinados privilegios y gracias
espirituales a quienes participaban como soldados en una campaña militar contra los
infieles, principalmente contra los musulmanes, o daban dinero para este fin).

Alfonso VI, rey de León y Castilla, toma Toledo en 1085, convierte la mezquita en
catedral y concede privilegios a los mozárabes de la ciudad, que habían ayudado a
recuperarla. Solicitó y obtuvo del papa la restitución del primado a la sede de Toledo,
cuya Iglesia había perdido prerrogativas por la invasión árabe. Fue el punto de partida
de la restauración religiosa.

La Iglesia de la Reconquista participa de la concepción feudal del poder, lo que la hace


dependiente de los reyes. El papa Gregorio VII emprende en el siglo XI una reforma
eclesiástica que afectará a España. En este mismo siglo, los reinos cristianos se abren a
Europa a través del camino de Santiago. El papa reafirmó la supremacía del poder
espiritual sobre el temporal, de tal modo que la sociedad cristiana debía ser dirigida por
el papa, quien puede deponer a los emperadores y desligar a los súbditos del juramento
de fidelidad hecho a los príncipes injustos. Centralizó la organización eclesiástica y
unificó la liturgia. En contra de la voluntad popular, Alfonso VI, tras la reconquista de
Toledo, impuso la liturgia romana, lo que significó el fin de la Iglesia mozárabe. La
historia atribuye a este rey una frase que seguramente no pronunció, pero a cuyo
espíritu ajustó su conducta: “Allá van leyes do quieren reyes”, traducción literaria de la
facultad real de legislar a su arbitrio.

A partir de la reforma gregoriana, en el nombramiento de obispos –una de las claves


históricas de fricción en las relaciones del Estado con la Iglesia- se limita la intervención
real al asentimiento o aceptación del elegido, equivaliendo la desaprobación a un
derecho de veto. Los obispos eran elegidos por los cabildos catedralicios y confirmados
por los metropolitanos (arzobispos). Existió el derecho de patronato durante la
Reconquista (derecho que los reyes tenían de presentar personas idóneas para la
colación de cargos eclesiásticos), aunque limitado en su concesión. Los Reyes Católicos
conseguirán un derecho de presentación restringido y los Borbones, en el siglo XVIII, el
patronato universal.

Con la invasión de almorávides y almohades –movimientos integritas islámicos que,


entre finales del siglo XI y principios del XIII, sustituyeron a los reinos de taifas,
acusados de tibieza religiosa y tolerancia con los infieles- volvió la persecución contra
mozárabes y judíos. Miles de aquellos fueron deportados a Marruecos como esclavos y
muchos otros emigraron a los reinos cristianos del norte. El problema mozárabe termina
entonces. Los judíos fueron también conminados a escoger entre el islam y la muerte.
Paradójicamente, el fanatismo almohade favoreció el desarrollo de la cultura y el
esplendor de la Escuela de Traductores de Toledo, con las inmigraciones de mozárabes
y judíos a los reinos cristianos. Los almohades impusieron medidas antijudías parecidas
a las del último siglo de gobierno visigodo. Se les prohibió el comercio, obligándoles a
usar una indumentaria diferente y despojaron a los conversos del control sobre sus
hijos, entregándolos a una educación religiosa musulmana. Una mezcla de odio y temor,
derivada fundamentalmente de su condición de prestamistas y recaudadores de
impuestos, está en la base de los levantamientos populares contra los judíos, que
desembocaron en los pogromos de 1391 en Sevilla, donde la muchedumbre destrozó las
aljamas (barrios judíos) de la ciudad, extendiéndose a otras capitales (Córdoba, Toledo,
Valencia, Barcelona...) un tiempo de persecuciones que provocó conversiones en masa,
pero también el éxodo, ocasionando un gran perjuicio a la economía. En 1492, los
Reyes Católicos los expulsaron de España.

El avance de los reinos cristianos sobre territorio musulmán dió lugar a una clase social
de signo opuesto a los mozárabes: los mudéjares, musulmanes que conservaban la
religión en los lugares reconquistados, a cambio de impuestos cuantiosos y trato
discriminatorio (obligación de usar signos externos de identificación, limitaciones de
residencia, confinamiento en barrios urbanos llamados morerías y también aljamas,
como los barrios judíos). Durante el reinado de los Reyes Católicos fueron obligados a
bautizarse y de ahí surgió la categoría de los moriscos, expulsados de España a
comienzos del siglo XVII, reinando Felipe III.

La economía eclesiástica durante la Reconquista procedía de dos tributos que pagaban


los fieles: los diezmos y las primicias. El diezmo consistía en dar a la Iglesia una décima
parte de todos los rendimientos brutos (una especie de IRPF medieval). La Iglesia lo
justificaba alegando razones históricas o penitenciales (precio para expiar los pecados).
Como la población se resistía a una carga que, en años de penuria, resultaba muy
pesada, la Iglesia pidió apoyo a la monarquía. Alfonso X impuso el pago del diezmo a
todos sus vasallos. Desde el siglo XIII, y por concesión pontificia, los reyes tuvieron
parte en esta renta (tercias reales). Las primicias consistían en la entrega de una parte
de los primeros frutos de la tierra y del ganado (“la primera parte o la primera cosa que
los hombres midiesen o contaren de los frutos que se cogieren de la tierra o de los
ganados que criasen para darla a Dios”, dicen Las Partidas). El IV concilio de Letrán
(1215) hizo obligatorio el diezmo, que luego fue recogido por las leyes civiles, y el
Decreto de Graciano (1140) impuso las primicias.

4. Los Reyes Católicos y la unidad político-religiosa de España

Por una bula de 1496, el papa Alejandro VI –un valenciano de apellido italianizado,
Borgia, con el que él y sus descendientes han pasado a la historia como una metáfora
de la iniquidad- concedió a Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón el título de
Reyes Católicos, por sus virtudes personales y la defensa de la unidad religiosa y de los
Estados Pontificios, título que posteriormente quedó vinculado a la monarquía con
carácter honorífico.
Cuando los Reyes Católicos toman el reino de Granada en 1492, culminan la unidad
política de España basada en la unidad religiosa. Para ellos, el catolicismo no era sólo
una fe, sino un elemento de cohesión social. Era una señal de identidad comunitaria,
hasta el punto de que todo disidente era tenido por extraño. La religión se convirtió en
factor político y la intolerancia religiosa fue la manifestación de un hecho político: no
pueden vivir en el mismo territorio los que no profesan la misma fe. Lo temporal y lo
espiritual estaban de tal modo confundidos que el hereje era, al mismo tiempo y por esa
causa, un súbdito desleal. (El hispanista Raymond CARR, en una obra publicada hace
poco más de treinta años, dice a propósito de la posición de la Iglesia a finales del siglo
XVIII, tres siglos después de los Reyes Católicos: “El catolicismo era, y sigue siendo, no
sólo una fe individual, sino el signo formal de pertenencia a la sociedad española”).

En apoyo de su política religiosa, los Reyes Católicos expulsaron a musulmanes y judíos


y pusieron en marcha la Inquisición.

Poco después de la capitulación de Granada, una pragmática de marzo de 1492 (las


pragmáticas eran disposiciones reales con fuerza de ley, fundamentadas en el poder
absoluto del monarca y capaces de derogar las leyes de Cortes, si éstas fuesen
contrarias a aquéllas) daba a los judíos cuatro meses para bautizarse o abandonar los
reinos de los Reyes Católicos. Se pretendía evitar que los conversos, bajo la influencia
de quienes se habían mantenido fieles al judaísmo, apostataran. La mayoría (unos
80.000, según DOMÍNGUEZ ORTIZ, para quien “las investigaciones más recientes no
permiten pensar que hubiera mucho más de cien mil judíos en toda España en 1492”),
con un sentido ejemplar de la lealtad, optó por el exilio. De entonces datan los
sefardíes, judíos de origen español repartidos por el mundo, nostálgicos de una patria
de la que fueron expulsados y que hablan un castellano arcaico llamado ladino. El
antisemitismo recorrió Europa, y antes que España los habían expulsado otros países
(Francia, Inglaterra).

Las estipulaciones de la rendición de Granada respetaban la vida y hacienda de los


musulmanes, su libertad religiosa y el mantenimiento de los lugares de culto, justicia
conforme a sus propias leyes y tribunales, enseñanza pública de su cultura y religión...
Pero los pactos se incumplieron al tratar el cardenal Cisneros de forzar la conversión al
cristianismo e imponerles cargas fiscales no pactadas, lo que provocó los
amotinamientos del Albaicín y las Alpujarras, resueltos mediante una pragmática de
1502 que les daba a escoger entre el bautismo o el destierro. Al contrario que los
judíos, la mayoría optó por la conversión –con frecuencia, sólo aparente-, conociéndose
desde entonces como moriscos los nuevos cristianos desertores del islam. “En la España
que nace con los Reyes Católicos, lo católico es “constitucional”, legalmente constitutivo
del Estado, de tal forma que el principio básico de convivencia es religioso y no cívico-
político” (GARCÍA DE CORTÁZAR).

La Inquisición se crea en el siglo XII, directamente dependiente del papa. Pero una bula
de Sixto IV, en 1478, concedía a Isabel y Fernando facultades y jurisdicción inquisitorial
en España. El papa les autorizó a nombrar tres inquisidores, que fueran obispos o
clérigos, expertos en derecho canónico o teología, dedicados a perseguir y castigar la
herejía. Era una Inquisición nacionalizada, jerárquicamente dependientes de los Reyes
Católicos, que hicieron de ella un instrumento no sólo de depuración religiosa, sino de
reforzamiento de su poder temporal. El Consejo de la Inquisición, controlado por la
corona, empezó a funcionar en 1483 y a su frente estuvo el primer Inquisidor General,
el dominico Tomás de Torquemada, prototipo de intransigencia y dureza con el
discrepante. Él influyó en los reyes para la expulsión de los judíos, acuciado por el
mismo deseo de unificación religiosa.

Además de las terribles ejecuciones en la hoguera, de las torturas, del ensañamiento


con los familiares de las víctimas también, la Inquisición favoreció un clima de miseria
moral, admitiendo la delación anónima y el testimonio secreto.
Para la mentalidad moderna resulta difícil de entender que la Inquisición gozara de
aceptación social. No pocos historiadores coinciden en que las circunstancias religiosas y
sociales de la época explican su popularidad. Se ha dicho que “el auto de fe (el acto
público donde se leían las sentencias del Tribunal, presentes los reos en situación
especialmente afrentosa) quizá fue una ceremonia tan popular como las corridas de
toros” (QUIÑONERO). Cinco siglos después de Torquemada, el filósofo francés Gilles
DELEUZE, en una reflexión sobre el poder, escribió esto: “Es preciso aceptar y entender
el grito de Reich: ¡no, las masas no fueron engañadas, en determinado momento
desearon el fascismo!” La historia de la humanidad es como una historia clínica.

El nacionalismo religioso de los Reyes Católicos necesitaba una Iglesia reformada y


obediente. De introducir cambios en las costumbres y la disciplina eclesiástica
encargaron al cardenal Cisneros. Hay que tener presente que los siglos XIV y XV fueron
de especial relajamiento moral del clero: desde el ejercicio de oficios distintos del
sacerdocio hasta el amancebamiento públicamente exhibido, además de abusos en el
ejercicio de los privilegios derivados de su situación feudal. La reforma perseguía la
ejemplaridad de los eclesiásticos, dada su influencia en la sociedad, persiguiendo con
fuertes penas “los vicios más salientes, como blasfemia, pecados sexuales anormales,
injurias personales, usura, inobservancia de días festivos, comunicación con infieles,
escalada a monasterios femeninos, etc.” (T. DE AZCONA). Cisneros alentó también la
elevación del nivel cultural del clero, contribuyendo a la reforma con la Universidad de
Alcalá de Henares, cuya fundación hay que atribuirle. “La nueva Universidad tenía un
carácter esencialmente eclesiástico y venía a llenar una función muy importante según
la mente del reformador: levantar el nivel espiritual y cultural del clero regular y secular
español mediante un organismo completo de enseñanza elemental y superior. Por eso
era una institución nueva en todos los sentidos, que no podía enlazar su destino con las
viejas Universidades, por gloriosa que la historia de éstas fuese” (A. JIMÉNEZ FRAUD).

El control de los nombramientos episcopales fue una de las claves de la política religiosa
de los Reyes Católicos, que contribuiría a incrementar su poder soberano. La Santa
Sede se resistió a otorgarles un derecho de presentación, pero acabó cediendo en
muchas ocasiones.

Se conoce con el nombre de real patronato de España o regio patronato o derecho de


patronato o derecho de presentación el privilegio concedido por los papas a la corona
española de presentar a las personas que consideraba idóneas para la titularidad de
obispados y otros cargos y beneficios eclesiásticos (por beneficios hay que entender las
rentas vinculadas al disfrute de algún cargo o dignidad eclesiásticos). Suele fijarse su
origen en la época visigoda, después de la conversión de Recaredo. Los Reyes Católicos
lo obtuvieron para Granada y Canarias por una bula (una de las formas que
históricamente han adoptado las leyes dictadas por la Santa Sede) de Inocencio VIII, en
1486, que obligaba al papa a aceptar los candidatos propuestos por los reyes. Para la
provisión de las demás Iglesias utilizaban el derecho de súplica, que no obligaba al
pontífice, aunque complaciera normalmente la petición real. Con el rótulo de Patronato
Real de Indias, el privilegio se extendió –con carácter universal, o sea, para todas las
Iglesias y para todos los beneficios eclesiásticos- a las tierras descubiertas en América
(bula de Julio II, 1508). Con anterioridad, en 1501, Alejandro VI había reconocido a
favor de los Reyes Católicos la potestad de recaudar los diezmos correspondientes a las
Iglesias fundadas en Indias (así llamadas por una equivocada concepción geográfica de
Colón, que creía que los territorios del descubrimiento estaban próximos a la India),
destinando lo necesario al culto y quedando el resto para la corona. La Santa Sede
legalizó el descubrimiento de América, reconociendo la soberanía de los reyes españoles
sobre todas las tierras descubiertas y por descubrir e imponiendo la obligación de
evangelizar a los indígenas (“Os mandamos, en virtud de santa obediencia, que,
conforme ya prometisteis..., a las tierras firmes e islas citadas, varones probos y
temerosos de Dios, doctos, peritos y expertos para instruir a los residentes y habitantes
citados en la Fe católica e inculcarles buenas costumbres, debéis destinar, poniendo en
lo dicho toda la diligencia debida”. Bula de Alejandro VI, 1493).
Por estos privilegios, los reyes intervienen en la organización de la Iglesia. Buscaron
obispos nacionales, esto es, nacidos en sus reinos (los extranjeros vieron limitadas las
atribuciones de beneficios eclesiásticos), de vida honesta, preferiblemente letrados y de
clase social media, sin manifestar recelo hacia los conversos. “Un análisis sociológico del
episcopado español, dice GARCÍA DE CORTÁZAR, arroja de inmediato la conclusión de
su origen popular. Frente a otros episcopados, el español ya desde los inicios de la Edad
Moderna pudo aparecer con una fuerte vertiente plebeya”.

La reforma eclesiástica repercutió en el bienestar material del clero. Después de la


conquista de Granada, la Iglesia católica recibió los templos, propiedades y rentas del
islam destinadas al culto, incrementando su patrimonio.

5. Los siglos XVI y XVII. La política religiosa de los Austrias

5.1. El siglo XVI. Los Austrias mayores

El fin religioso de la organización política que los Reyes Católicos impulsaron, se afianza
durante el reinado de los que son llamados Austrias mayores: Carlos V y Felipe II.
Puede servir de ejemplo la expresa declaración de catolicidad que hizo Carlos V en la
Dieta de Worms (1521), ante la que compareció Lutero ratificando su posición contraria
al dogma y a la autoridad del papa. El emperador se comprometió a defender la
cristiandad y para ello, dijo, “yo estoy determinado de emplear mis reinos y señoríos,
mis amigos, mi cuerpo, mi sangre, mi vida y mi alma”. Y en una Instrucción de 1548,
encomienda a su hijo y heredero “la defensa y aumento de nuestra santa fe católica...
en todos los reinos, estados y señoríos que de mí heredares”. Felipe II se atuvo al
mandato de su augusto padre y reinó bajo el lema de defensor fidei, defensor de la fe.

Carlos V consumió su reinado persiguiendo la unidad católica de Europa bajo su imperio.


Un garcilasista menor, Hernando de Acuña, poeta de cámara y soldado, expresó este
ideal en su soneto Al Emperador, del que se ha hecho famoso un verso: “Un Monarca,
un Imperio y una Espada”, el último del segundo cuarteto (Ya se acerca, Señor, o ya es
llegada/ la edad gloriosa en que proclama el cielo/ un Pastor y una grey sola en el
suelo/ por suerte a vuestros tiempos reservada./Ya tan alto principio en tal jornada/ os
muestra el fin de vuestro santo celo/ y anuncia al mundo, para más consuelo,/ un
Monarca, un Imperio y una Espada).

Buscó la paz entre los cristianos y combatió a los infieles –musulmanes y protestantes-,
pero no resulta inadecuado calificarle como el último emperador, pues con la pérdida de
Alemania por la Reforma protestante y la fractura de la unidad religiosa de Europa, el
Sacro Imperio Romano Germánico dejó de existir (fue el último emperador del Sacro
Imperio coronado por un papa: Clemente VII, en Bolonia, 1530). Cuando Lutero se
niega a retirar sus tesis heréticas en la Dieta de Worms, dice MADARIAGA, “era el fin de
la religión universal y, por lo tanto, de la cristiandad”.

En el siglo XVI, la Iglesia penetraba en todos los ámbitos de la sociedad española,


consumía la mitad de la renta nacional –desigualmente repartida entre el bajo y el alto
clero, identificado éste con la política de la monarquía- y su influencia era decisiva.
Carlos V, como luego su hijo y heredero, ejerció sus regalías (derechos de intervención
real en asuntos eclesiásticos), orientadas a reforzar la identidad nacional de la Iglesia
española, en beneficio de ella y con finalidad protectora. En 1523, el papa Adriano VI –
un holandés que había sido preceptor del monarca y regente de España durante un
viaje del emperador a Alemania- concedió a Carlos V el privilegio de presentar a todos
los obispos del reino. El pase regio o regium exequatur -una institución típicamente
regalista por la que el rey debía autorizar los documentos pontificios para que tuvieran
vigencia en España- se mantuvo con Carlos V, como, por lo demás, con todos los
Austrias. El emperador reguló el régimen de recursos contra las sentencias de los
tribunales eclesiásticos (recurso de fuerza), que podían ser apeladas ante la jurisdicción
civil en determinados casos (incompetencia de jurisdicción, defectos de procedimiento,
negativa a la apelación).
Carlos V fue intolerante con los disidentes de la religión oficial, como lo era la sociedad
del siglo XVI. Sin embargo, un cardenal que había sido su confesor, García de Loaysa,
en lo que parece una anticipación del moderno derecho de libertad religiosa, aconsejó –
tras el fracaso del esfuerzo negociador para resolver la cuestión luterana en la Dieta de
Augsburgo de 1530- que permitiese a cada cual vivir conforme a sus creencias: “que se
limitara a gobernar los cuerpos, dejando libres los espíritus” (M. FERNÁNDEZ ÁLVAREZ,
en la más reciente y completa biografía de Carlos V).

La Inquisición se confirmó como un poderoso instrumento político, con alcance no sólo


religioso. Carlos V nombró Inquisidor General al arzobispo de Sevilla, Fernando Valdés,
y se lo comunicó directamente, teniéndose la disposición papal confirmatoria como una
mera fórmula. Después del rey, el personaje más importante del Estado era el
Inquisidor General (FERNÁNDEZ ÁLVAREZ). Persiguió a alumbrados (iluministas),
erasmistas y luteranos, reuniendo en una misma herejía las tres acusaciones, por
entender que las dos primeras doctrinas tenían puntos comunes con el protestantismo.
Por encargo del emperador, la Universidad de Lovaina preparó el primer Índice de libros
prohibidos en 1546, para reprimir la herejía. Inspirándose en él, la Inquisición española
promulgó el suyo en 1551. El mismo año del nacimiento de Cervantes, 1547, se
promulga el estatuto de limpieza de sangre, por el que se excluía de muchas
corporaciones y oficios a los descendientes de judíos, moros, herejes y condenados por
la Inquisición.

Ante el temor de que los moriscos pusieran en peligro la seguridad interna, aliándose
con el enemigo musulmán en el Mediterráneo, los moriscos de Valencia fueron obligados
a elegir entre la conversión o el destierro, lo mismo que los Reyes Católicos habían
hecho en Castilla en 1502.

El ideal de unidad religiosa le llevó a luchar contra el Islam, al que derrotó en Túnez,
fracasando en la conquista de Argel. Pero su mayor enemigo fue el protestantismo, que
ponía en grave riesgo el imperio cristiano. Hizo concesiones a sus adversarios en la fe y
buscó la conciliación, sin éxito. Al final recurrió a la fuerza, venciendo a los
reformadores en la batalla de Mühlberg (1547), victoria que celebró con la famosa frase
“Vine, vi y Dios venció”, mezcla de Julio César y el concilio de Trento.

Precisamente la celebración del concilio de Trento (1545-1563) fué impulsada durante


años por el emperador, hasta conseguir su convocatoria. Lo veía como un instrumento
de reconciliación con los protestantes y dispuso que participaran en él los mejores
teólogos españoles. Murió en 1558, antes de que terminaran sus sesiones, varias veces
interrumpidas.

Felipe II, que reinó hasta 1598, se impuso también defender el catolicismo en sus
dominios. La religión estaba presente en su vida y en su trabajo, convencido de que la
unidad religiosa era condición necesaria para la unidad política y que a él había
correspondido el deber histórico de mantenerla. Esta certidumbre y su fuerte
personalidad le enfrentaron con los papas (su reinado conoció nueve) y con casi todos
se entendió mal. Especialmente con Paulo IV y Sixto V. El primero fue nuncio en Madrid
reinando el Rey Católico, y había asistido al saqueo de Roma por las tropas del
emperador Carlos V en 1527. Odiaba a España, hasta el extremo de que una de sus
preocupaciones era “la expulsión de esta manada de moros y judíos, heces de la tierra”,
según su descripción de los enemigos españoles (J. LYNCH). Sixto V -que antes de ser
papa estuvo en Madrid para investigar sobre los errores doctrinales de que se acusaba
al arzobispo Carranza-, con menos rotundidad, participaba también de esta aversión.
Con pocas excepciones, los papas consideraban que la defensa de la fe invocada por el
monarca era sólo un pretexto para alcanzar finalidades políticas.

Mantuvo el derecho de patronato que concediera a su padre Adriano VI y su poder de


intervención en los nombramientos eclesiásticos era tal que pactaba con los
beneficiados la entrega a la corona de un porcentaje de sus rentas.
Controló los tribunales eclesiásticos a través del Consejo de Castilla, impidiendo que en
España actuara la jurisdicción pontificia.

Endureció la Inquisición, asistiendo personalmente a lo largo de su vida a cinco autos de


fe, el primero de los cuales en Valladolid, en 1559, contra varios luteranos. La condena
inquisitorial del arzobispo Carranza –que había sido confesor del rey cuando era
príncipe- se convirtió en un conflicto con la Santa Sede. El papa quería que fuera
juzgado en Roma, pero el arzobispo pasó siete años encarcelado en España. Como
medida de freno a la herejía luterana, el rey prohibió en 1559 cursar estudios en
Universidades extranjeras, salvo las declaradamente católicas de Roma, Bolonia,
Nápoles y Coimbra. La importación de libros sin licencia real podía castigarse con la
muerte y confiscación de bienes. En 1583 aparece el Índice prohibitorio y expurgatorio
de libros, por el que determinadas publicaciones debían mutilarse para su circulación,
descargándolas de los pasajes atentatorios contra el dogma.

La represión del protestantismo unida al sometimiento de súbditos rebeldes fueron los


móviles de Felipe II para enviar a Flandes en 1567 al Duque de Alba, al frente de un
ejército cuyos desmanes aún se recuerdan. El de Alba instauró un régimen de terror por
medio del llamado Tribunal de la Sangre o Tribunal de Tumultos, que era una variedad
eventual de la Inquisición.

En 1567, de acuerdo con el Inquisidor General, el rey impuso a los moriscos duras
condiciones (obligación de aprender castellano en tres años, sin que pudieran usar el
árabe desde entonces, además de prohibiciones relativas a su indumentaria y
costumbres), que provocaron un levantamiento en tierras de Granada. La represión fue
durísima, a cargo de las tropas de D. Juan de Austria, el mismo que derrotó al Islam en
Lepanto. Los moriscos de Granada fueron deportados a tierras del interior de España. El
problema de los moriscos era su religión, pues, falsamente convertidos, seguían
comportándose como verdaderos musulmanes.

El concilio de Trento fue clausurado en 1563. Felipe II promulgó los decretos en su


reino, declarándolos obligatorios. Pero la promulgación estuvo condicionada al
mantenimiento de la influencia real en la provisión de cargos y beneficios eclesiásticos,
singularmente en el nombramiento de obispos. Felipe II quería la reforma de la Iglesia
promovida por Trento, pero bajo su autoridad y criterio en España.

El rey incrementó la fiscalidad sobre los bienes de la Iglesia, recaudando así fondos
importantes para la Hacienda real. Creó impuestos nuevos: el de Millones, decidido
después del desastre de la Armada Invencible y para pagar los gastos de la guerra, que
obligaba a contribuir al clero. Y organizó el grupo de impuestos eclesiásticos conocidos
como las Tres Gracias: la cruzada, el subsidio y el excusado. Se trataba de concesiones
papales para atender gastos derivados de guerras en defensa de la fe. Los dos últimos
gravaban exclusivamente al clero. El subsidio era una cantidad fija pagada por las
catedrales, parroquias y monasterios que tuvieran fincas o inmuebles; y el excusado
consistía en pagar al rey en vez de a la Iglesia el diezmo de la casa más rica de cada
parroquia, lo que operaba como una disminución de las rentas eclesiales. Mediante su
aportación directa a la corona, el contribuyente quedaba excusado (de ahí el nombre del
tributo) de pagar a la Iglesia.

5.2. El siglo XVII. Los Austrias menores

Con Felipe III se inaugura en España el tiempo de los validos o favoritos, en cuyas
manos dejaban los reyes las tareas de gobierno. Monarcas de personalidad desteñida y
sin logros políticos de relieve, los tres reyes del siglo XVII han merecido el calificativo de
Austrias menores. Felipe II, que legó a su hijo el imperio más poderoso del mundo,
manifestó la confianza que le merecía su heredero con estas palabras: “Dios, que me ha
dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de gobernarlos”. Y el juicio sobre los
validos quizá pueda resumirse en esta observación anónima escrita al margen del
testamento del conde-duque de Olivares: “El caballero que redactó este testamento
gobernó a España más de veinte años. Así quedó ella”.

La política religiosa del siglo XVII fue continuista: regalismo y defensa de la religión
católica.

El suceso más dramático del reinado de Felipe III fue la expulsión de los moriscos por
una pragmática de 1609. Como ya se ha dicho, los moriscos eran los musulmanes que
permanecieron en España después de la Reconquista y se bautizaron para evitar la
expulsión, aunque seguían fieles al Corán. Planteaban un problema de integración, pues
su resistencia a ser cristianizados ponía en tela de juicio la fidelidad al rey (recuérdese
que hereje equivalía a súbdito desleal). Una mezcla de motivos religiosos y políticos
(peligro para la seguridad interna por sus relaciones con el Islam exterior, turcos y
berberiscos) decidió la expulsión, de graves consecuencias para la población y la
economía. Se perdió capital y mano de obra agrícola y algunas zonas (Valencia, Aragón)
quedaron seriamente despobladas. Fueron desterrados 300.000 moriscos, que
representaban el 3% de la población total, aunque estaban desigualmente repartidos.
Como en el caso de los judíos, bastantes conservaron el recuerdo de la tierra perdida y
otros optaron por volver, con grave riesgo.

El clima social de la expulsión se recoge con finura –y con ironía, según la crítica
literaria moderna- en la segunda parte del Quijote, publicada en 1615. En el capítulo
54, Cervantes se hace eco de la actualidad política y alude a la expulsión de los
moriscos, que trata también en los capítulos 63 y 65. El morisco Ricote se arriesga a
volver a España para recuperar el tesoro que dejó enterrado, porque eso le permitirá
establecerse con su mujer y su hija en Alemania, donde “cada uno vive como quiere,
porque en la mayor parte de ella se vive con libertad de conciencia”. En el camino
encuentra a Sancho –al que conoce de cuando fue tendero en su pueblo- y le pide
ayuda. La actitud de los personajes es una síntesis psicológica y social de la tragedia
morisca: a) Sancho Panza se niega a colaborar con un morisco, limitándose a
garantizarle que no le descubrirá. Es cristiano viejo y usa la cautela de quien conoce las
consecuencias de ayudar a los destinatarios de la pragmática: seis años de galeras
(capítulo 54). b) Ricote. Expresa, por él y por todos los desterrados, un deseo
vehemente de volver a la tierra que perdieron (“doquiera que estemos lloramos por
España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural”). Pero justifica la
decisión real, llegando a elogiarla con un entusiasmo sospechoso, más propio de
cristianos de linaje, y distingue entre conversos falsos y auténticos: “Me parece que fue
inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución,
no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos,
pero eran tan pocos que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la
sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón
fuimos castigados con la pena del destierro” (cap. 54). Y en otro momento (cap.65),
califica la pragmática del destierro de “heroica resolución del gran Filipo Tercero”. c) Por
fin, la hija de Ricote, la hermosa Ana Félix, arriba al puerto de Barcelona -donde se
encuentra con su padre- en un bergantín procedente de Argel, disfrazada de muchacho.
Descubierta su identidad, se confiesa “cristiana... y no de las fingidas y aparentes, sino
de las verdaderas y católicas (...). Tuve una madre cristiana y un padre discreto y
cristiano ni más ni menos; mamé la fe católica en la leche, criéme con buenas
costumbres, ni en la lengua ni en ellas jamás, a mi parecer, di señales de ser morisca”
(cap. 63).

Todo está en los clásicos. (Borges dijo que Quevedo es todo un continente). Los
estudiantes de Derecho, a quienes van destinadas estas páginas, harían bien en
aprovechar su paso por el Derecho Eclesiástico del Estado para leer El Quijote; o para
releerlo, que es hábito de mucho provecho. Y, si no hay reacciones adversas, también la
poesía de Quevedo, autor del que se hará mérito enseguida. Conviene tener presente
que el Derecho Eclesiástico del Estado es, con el Derecho Canónico, uno de los últimos
“oasis de cultura humanística” de las Facultades jurídicas (BELLINI). Seguramente por
eso ocupa un lugar tan modesto en los planes de estudios de nueva generación.
Un amplio trabajo sobre la Inquisición española, publicado en Francia en 1992, estima
que el temible tribunal vivió sus años de apogeo entre 1569 y 1621. Esto es, durante
los reinados de Felipe II y Felipe III (ya se ha dicho que el primero endureció la
Inquisición). Tomo la referencia de QUIÑONERO, para quien el apogeo de la Inquisición
coincide con el triunfo histórico de la germanía, que era la jerga de la gente del hampa.
“Hay una coincidencia misteriosa y perversa entre el apogeo de la Inquisición y la
proliferación victoriosa de una lengua de criminales desalmados”. La subordinación de la
política a la moral religiosa, un espíritu intolerante y dogmático sostenido por la
ideología que deriva de la Contrarreforma, favorecen el éxito popular de una institución
que transformó el terror religioso en espectáculo de masas (la Plaza Mayor madrileña y
la Corredera cordobesa tuvieron que ampliarse para acomodar a un creciente público
morboso). Esta sociedad se reconoce en uno de sus miembros más geniales: D.
Francisco de Quevedo. Cuando los Reyes Católicos ponen en marcha la Inquisición
nacional, su finalidad era perseguir a los judíos falsamente convertidos. Quevedo era un
antisemita furibundo y no tuvo inconveniente en emplear la difamación y el insulto
contra sus enemigos, acusándoles de judaísmo como de un crimen que en aquel tiempo
se pagaba en la hoguera. Quevedo se encuentra cómodo en el ambiente de
incriminación y denuncia que fomentó el Santo Oficio. En un conocido soneto a Góngora
(1609) dice que untará sus obras con tocino para que no las muerda un perro judío
como el poeta cordobés (“yo te untaré mis obras con tocino/ porque no me las
muerdas, Gongorilla,/ perro de los ingenios de Castilla...”. E insiste en el primer terceto:
“¿ por qué censuras tú la lengua griega/ siendo sólo rabí de la judía,/ cosa que tu nariz
aun no lo niega?”): Y en unas décimas de durísima intención le tacha de judío converso,
véase un ejemplo: “Dirás: “yo soy Racionero/ en Córdoba de su iglesia”;/ pues no es
maravilla efesia/ comprallo por el dinero./ Longinos fue caballero/ y Longinos fue judío;/
de tu probanza me río;/ al deán engañado has...” (con probanza se refiere a las pruebas
de limpieza de sangre y deán es el canónigo presidente del cabildo catedral). En 1633,
reinando ya Felipe IV, escribe un panfleto estremecedor, la “Execración contra judíos”.
En él, dice JAURALDE en su extraordinaria biografía publicada en 1998, “Quevedo
reitera su idea de España, la monarquía hispánica, como una tierra conquistada a
infieles, que mantiene su pureza merced al rigor de las exclusiones. Mucho debe a
Quevedo la ideología patriótica religiosa que considera los destinos del país como
designio divino y a los españoles como pueblo elegido de Dios”. Con una prosa llena de
rencor y maldad, dice al rey que los judíos “ratones son, señor, enemigos de la luz,
amigos de las tinieblas, inmundos, hidiondos, asquerosos, subterráneos”. Y les llama
“plagas de vuestros reinos y enfermedades de vuestros vasallos”, persiguiendo su
exterminio: “Señor hase de empezar el castigo desde una puerta a otra puerta: esto es
decir que en todas las puertas de vuestros reinos han de hallar muerte y cuchillo. ¡Oh,
señor, por menos delito mandó Dios que matase el hermano al hermano y el amigo al
amigo y cada uno a su prójimo sin preceder proceso...!”.

Contemporáneamente a la expulsión de 1609 escribió una “Confesión de moriscos”,


burla con intención religiosa de la jerga de los expulsos, basada en el Confiteor de la
misa (los moriscos hablaban entre ellos un árabe dialectal con giros romances;
recuérdese el pasaje cervantino de la hija de Ricote, antes transcrito, donde dice Ana
Félix que “ni en la lengua... di señales de ser morisca”): “Yo, picador, macho herrado,
macho galopeado, me confieso a Dios bardadero y a soneta María tampoco, al bien
trobado san Sánchez Batista y a los sonetos apóstatas san Perro y san Palo...”.

Felipe IV firmó en 1634 un Memorial dirigido al papa Urbano VIII, a modo de


reclamación formal por determinados excesos de la curia romana y la nunciatura de
Madrid en materia de aranceles en la expedición de dispensas matrimoniales, pensiones
sobre beneficios a favor de extranjeros, propinas excesivas de los jueces eclesiásticos –
que eran extranjeros- por la sentencias dictadas... Los agravios denunciados suponían
un recorte de las regalías de la corona. Las relaciones se tensaron hasta tal punto que
en 1639 se cerró la nunciatura. El papa envió a un sobrino suyo como nuncio
extraordinario y en 1640 se llegó a una transacción conocida como Concordia Fachinetti
(o Facchinetti o Fachenetti, pues de las tres maneras lo han escrito distintos autores),
que daba solución a los problemas de la nunciatura, cuyo tribunal se reorganizó.
Del reinado de Carlos II, plagado de intrigas y corrupción, un reinado desastroso que
dejó una España empobrecida y despreciada, destaca una decisión sin precedentes en
materia de política religiosa. Relata LYNCH que la población eclesiástica aumentó en la
segunda mitad del siglo XVII, quizá porque para muchos el sacerdocio era una carrera
política o un medio para escapar de la pobreza. En las Cortes se denunció la excesiva
acumulación de propiedades en manos eclesiásticas y la escasa o nula productividad del
clero, que llevó a decir a un ministro de la Corona, refiriéndose a Valladolid, “parece que
esta ciudad está compuesta solamente de consumidores”. Así las cosas, el gobierno de
Carlos II, en 1689, “envió una circular a todos los obispos de España solicitando que
suspendieran temporalmente la impartición de órdenes sagradas”.

6. El siglo XVIII: los Borbones. Regalismo e Ilustración

A la muerte de Carlos II llega a España la dinastía Borbón, antigua casa feudal francesa
que toma su nombre del castillo de Bourbon, en el centro de Francia, y que con algunos
paréntesis –destronamiento de Isabel II, dos Repúblicas, régimen del General Franco-
continúa en la persona de Juan Carlos I.

El siglo XVIII es el período borbónico que estudiamos aquí. Destacan en él, a los efectos
del tratamiento jurídico de lo religioso, el regalismo, que adquiere en este siglo todo su
desarrollo, y el pensamiento de la Ilustración.

El regalismo no nace con los Borbones y venimos estudiando su influjo desde Recaredo.
En un sentido amplio, como intromisión del poder temporal en materias eclesiásticas, es
antiguo y hay trazas de él en los emperadores cristianos del Imperio romano. Pero el
regalismo borbónico supone una nueva categoría histórica en su fundamentación: ya no
es un privilegio concedido al rey por el papa, quien sería el titular del derecho que
resigna, sino una facultad inherente al monarca, derivada de su soberanía. Son los iura
maiestatica circa sacra ( derechos mayestáticos sobre lo sagrado). Su justificación está
en el origen mismo del poder real: Dios. El rey lo era por derecho divino, se consideraba
representante de Dios en sus dominios y responsable de aquellos aspectos de la religión
que no afectasen al dogma, los sacramentos y el culto (CAMPOMANES, ministro de
Carlos III, llegó a pedir la intervención del poder civil en definiciones dogmáticas, dice
GARCÍA DE CORTÁZAR). Sólo respondía ante Dios y nadie podía juzgarlo. (No está tan
lejos el tiempo en que el general Franco aseguraba responder sólo ante Dios y ante la
historia y acuñaba moneda con su efigie circunvalada por la leyenda “Francisco Franco,
Caudillo de España por la gracia de Dios”). La Iglesia perdió libertad y el Estado
regulaba su función social aplicando criterios parecidos a los que empleaba con otras
instituciones netamente seculares. El Estado hizo sentir a la Iglesia su superioridad. Con
esta concepción del poder, los reyes desconfiaban del papa, representante de un Estado
extranjero cuya jurisdicción en España podía mermar las prerrogativas absolutistas. Y
fomentaron una Iglesia nacional al servicio de la política, logrando que el regalismo
borbónico contara con la aprobación de la jerarquía eclesiástica española, encargada de
frenar la tendencia expansiva de la Santa Sede. El regalismo, sostiene DE LA HERA –
uno de los máximos especialistas en la materia-, es la potestad indirecta del Estado
sobre lo espiritual.

El patrimonio eclesiástico tenía mucha importancia. DOMÍNGUEZ ORTÍZ considera que,


al acabar el siglo XVIII las rentas de la Iglesia eran de cuantía equivalente al
presupuesto del Estado en esas fechas. El Estado trató de recaudar fondos para la
Hacienda real con cargo a esos bienes, aunque sin grandes éxitos. Sí logró desminuir,
en parte, la salida de dinero a Roma procedente de la Iglesia española, gracias al
concordato de 1753.

Con el regalismo borbónico decayó la actividad de la Inquisición y se recortaron sus


poderes, sometiendo al pase regio las disposiciones prohibitorias del tribunal sobre
difusión de libros. Los procesos inquisitoriales perdieron animosidad en su tramitación y
no hubo autos de fe públicos. La Inquisición quedó suprimida definitivamente en 1834,
bajo la regencia de María Cristina de Borbón.
La Ilustración es un complejo movimiento intelectual que recorre Europa durante el
siglo XVIII y transforma los modos de pensar, determinando esa radical mudanza de la
historia que conocemos con el nombre de Revolución francesa (J. MARÍAS). En términos
generales propone un cambio en la concepción del hombre y del mundo, basado en la
razón y la experiencia. Aparece una religión natural (el deísmo, recogido en el
preámbulo de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano: la declaración se
hace “en presencia y bajo los auspicios del Ser supremo”), una religión que capta a Dios
con la razón y se opone a la religión sobrenatural, revelada; y surge una moral no
religiosa, de carácter utilitario. Es una contestación a la ideología del Antiguo Régimen,
al que enfrenta el dogma de la igualdad entre los hombres y el origen popular del
poder. Desemboca en el laicismo, incluso en un concreto anticristianismo. En sus ideas
se apoyaron no pocos monarcas –en quienes el pueblo confiaba para cambiar una
sociedad insatisfactoria-, pero manteniendo intacto su poder absoluto (déspotas
ilustrados).

La Ilustración española fue mucho más moderada que la del resto de Europa y mantuvo
sus raíces religiosas. Se caracterizó por la exaltación de la cultura, como impulsora del
avance social y la felicidad pública (el reinado de Carlos III fue en este sentido
paradigmático). Se trata de un movimiento minoritario en España, porque no había
clase ilustrada. El analfabetismo era muy alto en este siglo y a la Universidad accedían
unos pocos. Con respecto a la Iglesia se adoptó una actitud muy crítica, compatible con
la ortodoxia dogmática: se censura el excesivo número de clérigos y la relajación de sus
costumbres; el desmesurado patrimonio de la Iglesia, sin utilidad social. Los ilustrados
españoles defienden leyes desamortizadoras para frenar la acumulación de propiedades
de manos muertas (bienes excluidos de las transmisiones de dominio, de titularidad
eclesial), son absolutamente regalistas y partidarios de la enseñanza secularizada. Es
significativo de su acción reformadora en materia educativa el “Plan de estudios para la
Universidad de Sevilla”, de Pablo de Olavide (un peruano que fue Intendente de
Andalucía con Carlos III, a quien la Inquisición, con licencia del rey, condenó a ocho
años de reclusión por haber difundido doctrinas contrarias a la Iglesia católica), que
propone suprimir el influjo del pensamiento cristiano, al que considera responsable de
los dos siglos de atraso español, y es partidario de la gestión estatal de la Universidad.

Para Julián MARÍAS, “los ilustrados españoles no fueron irreligiosos, sino hombres
deseosos de superar los abusos de la Iglesia o la falta de libertad, permaneciendo fieles
a su fe. Partidarios de las reformas políticas y sociales, pero no revolucionarios; en su
gran mayoría, desolados ante las violencias y falta de libertad durante la Revolución
francesa”.

Los primeros Borbones no tuvieron cualidades relevantes. Felipe V fue un rey mediocre,
que cayó en una depresión lindante ocasionalmente con la locura. Fernando VI, un
incapaz que se limitaba a firmar documentos. Carlos III, cuya figura se ha idealizado,
estaba demasiado ocupado con la caza y las recepciones y le quedaba poco tiempo para
ocuparse personalmente de los asuntos de gobierno. Y Carlos IV era un rey sin carácter
que reinó en años muy críticos (DOMÍNGUEZ ORTIZ).

El último Austria murió sin descendencia (1700) y en su testamento designó heredero a


Felipe de Anjou (que subió al trono como Felipe V), nieto de Luis XIV de Francia, por
delante del candidato de la casa de Austria, el archiduque Carlos. Al no aceptar éste el
testamento se originó la que se conoce como guerra de sucesión, que se extendió por
toda Europa hasta que el tratado de Utrecht (1713) restableció la paz, reconociendo sus
adversarios a Felipe V como rey de España y sus Indias. El papa se mostró partidario
del archiduque Carlos, lo que decidió a Felipe V a romper con la Santa Sede (1709).
Retiró a su embajador de Roma y cerró la nunciatura de Madrid, prohibiendo las
relaciones con el pontífice, incluido el envío de dinero. El enfrentamiento se reprodujo
por diversas cuestiones –recuperación de beneficios eclesiásticos y, sobre todo, la
pretensión del rey de conseguir el patronato universal- hasta que en 1737 se firmó un
concordato (siendo papa Clemente XII), que no satisfizo los deseos del gobierno. En él
se aplazaba la concesión del derecho de presentación, dejando pendiente este punto,
seguramente el principal, para resolver en un “amigable convenio”, y perteneciendo
mientras tanto al papa y a los ordinarios, en su caso, la provisión de las plazas sobre
que recayera la disputa del patronato. Por esta razón, el Consejo de Castilla le negó el
exequatur (pase regio) y tuvo por desautorizado el pacto. Incluso juristas de mérito,
como Mayans y Siscar, bibliotecario de Felipe V y autor de un notable estudio sobre la
elocuencia española, lo consideraron nulo por este motivo. El artículo 8º del concordato
establece que todos los bienes de mano muerta (propiedades eclesiásticas) están
sujetos a “todos los impuestos y tributos regios que los legos pagan”.

A Felipe V le sucedió en 1746 su hijo Fernando VI. La principal preocupación de estos


dos reinados fue conseguir la firma de un concordato que resolviera los asuntos
pendientes con la Santa Sede, motivo de tensión, y en especial el derecho de patronato.
El 11 de enero de 1753, plenipotenciarios de Benedicto XIV y Fernando VI firman el
tratado que reconoce definitivamente a la corona española el patronato universal. Puede
considerarse una continuación y complemento del celebrado en 1737, aunque las
negociaciones para lograrlo eran muy anteriores, habiendo intervenido en ellas cinco
papas y dos reyes de España. En la exposición de motivos se reconoce “la pertenencia a
los reyes católicos de las Españas del Real Patronato..., hallándose apoyado su derecho
en bulas y privilegios apostólicos y en otros títulos alegados por ellos”. La Santa Sede se
reservaba la provisión de 52 beneficios perpetuamente y recibía una compensación
económica del monarca por los perjuicios que se irrogaban al erario pontificio al
renunciar a las rentas de las prebendas eclesiásticas. Adviértase que el patronato
universal se vincula a la monarquía por concesión del papa y no por imperativo del
derecho del Estado.

El concordato de 1753 estuvo en vigor casi un siglo, siendo sustituido por el de 1851.
Durante este reinado, el marqués de la Ensenada –ocupó tantos cargos de gobierno que
haría falta un epígrafe especialmente dedicado a él para consignarlos- confeccionó un
catastro, esto es, un censo de la riqueza de todas las provincias de Castilla, que
permitió conocer las propiedades y las rentas de la Iglesia. El catastro tenía una
intención fiscal, dentro de un ambicioso proyecto de reforma económica, incluyendo al
clero entre los sujetos tributarios. La reforma no pudo llevarse a cabo.

Carlos III, hermano de Fernando VI –hijo, como él, de Felipe V, aunque de distinta
madre-, le sucedió en 1759. Con este soberano llega el regalismo a su máxima
expresión y las ideas de la Ilustración, convenientemente adaptadas a las características
españolas, se ponen en práctica por su gobierno. Es nuestro déspota ilustrado, un
monarca absoluto que se rodea de colaboradores cultos para emprender la reforma
cultural y económica de España.

En marzo de 1766 se amotinó el pueblo de Madrid contra el marqués de Esquilache –


primer ministro de Carlos III, un italiano que castellanizó su apellido, Squillace-por
haber impuesto reformas que afectaban al modo de vestir tradicional (se obligaba a
sustituir la capa larga y el chambergo o sombrero redondo de grandes alas –que daban
al usuario un aspecto vulgar y hasta sospechoso, según la autoridad- por la capa corta y
el sombrero de tres picos, llamado tricornio; de ahí que la sublevación se conozca
también como el motín de las capas y los sombreros). Se acusó a los jesuitas de estar
detrás de la revuelta y al año siguiente fueron expulsados de todos los territorios de la
corona española, confiscándose sus bienes. La acusación, que no pudo probarse, era
realmente un pretexto para eliminar a una institución que obstaculizaba la política
regalista e ilustrada. Las doctrinas jesuíticas del origen popular del poder político y del
tiranicidio, junto con la defensa de la autoridad del papa frente a la del rey, motivo de
inseguridad para la monarquía y su gobierno, son razones políticas que están en el
origen de la medida de destierro. A ellas hay que añadir la creciente influencia social de
la orden (controlaban la enseñanza, especialmente en los Colegios Mayores), la avidez
por apoderarse de sus supuestas riquezas y el clima europeo de hostilidad contra ella
(en 1759, los jesuitas fueron exiliados de Portugal, bajo la acusación de atentar contra
el rey, y en 1764 los expulsó Francia). Sostiene BATLLORI que estamos ante un
acontecimiento histórico de alcance general y como tal habría que estudiarlo,
investigando las causas que unifican en distintos países la animadversión a la Compañía
de Jesús.

A instancia del gobierno español, el papa Clemente XIV, considerado como un enemigo
de los jesuitas, suprimió esta orden religiosa en 1773. La medida había sido solicitada
cuatro años antes por las cortes borbónicas de España, Francia y Nápoles, pero se hizo
efectiva bajo la presión del embajador de España en Roma. El breve pontificio (una de
las formas que adoptan las leyes dictadas por la Santa Sede) justificaba la supresión
porque los jesuitas habían amenazado el orden existente en los países donde residían.
Pío VII restableció la Compañía en 1814.

Como ya se ha dicho, la Inquisición quedó supeditada al poder real, que recortó sus
competencias y la sometió a censura. La misma actividad del tribunal decrece
ostensiblemente, reavivándose sólo durante la Revolución francesa para evitar la
penetración de sus ideas.

La reforma económica alcanzó a la Iglesia. Campomanes, ministro de Hacienda, trató de


limitar el crecimiento de las propiedades del clero (manos muertas), prohibió que los
monjes cultivaran directamente la tierra o administraran bienes, así como la admisión
de jóvenes menores de veinte años en los conventos, regulando el número de religiosos
en función de la economía conventual y ordenando el cierre de los que carecían de
recursos. La desigual distribución de las rentas eclesiásticas, ya señalada, movió al
gobierno a tomar decisiones para aliviar la situación de las parroquias más
desfavorecidas.

A petición de Carlos III, el papa Clemente XIV crea en 1771 el Tribunal de la Rota de la
nunciatura española. La administración de justicia eclesiástica resultaba así más rápida
y económica, resolviéndose las reclamaciones en Madrid sin necesidad de acudir a
Roma. El nuncio quedaba privado perpetuamente de jurisdicción en las materias de la
competencia del tribunal. Para el nombramiento de auditores (jueces), el rey ejercía su
derecho de presentación, así como para el del fiscal, que debía ser “precisamente
español..., constando ser su persona del agrado y aceptación del Rey Carlos y de sus
sucesores”, según el breve pontificio.

Carlos III ejerció la regalía del exequatur con amplitud y firmeza, prohibiendo la
publicación y ejecución de disposiciones papales sin autorización real (pragmáticas de
1762 y 1768).

Carlos IV sucede a su padre en 1788 y con él termina la Ilustración española. En 1793


España entra en guerra con la Francia revolucionaria, contando el rey con el apoyo de la
Iglesia. El temor a que las ideas que habían triunfado en el país vecino invadieran
España, movilizó un patriotismo híbrido de política y religión contra los enemigos de
Dios y del rey y aumentó la actividad de la Inquisición, que perseguía las publicaciones
francesas tachadas de contrarias a la Iglesia, redujo la prensa a los periódicos oficiales y
hasta llegó a prohibir la enseñanza de la lengua francesa. Esta guerra y la posterior
contra Inglaterra esquilmaron las arcas del Estado y se hizo imprescindible arbitrar
recursos. En 1798, siendo Godoy primer ministro, un real decreto dispuso la venta en
pública subasta de todos los bienes de las instituciones de caridad (hospitales,
hospicios, obras pías...), “es decir, de aquellas categorías clericales que, por su carácter
corporativo o por su bajo nivel de influencia, tenían menos capacidad de protesta”
(DOMÍNGUEZ ORTIZ).

En 1805, el papa Pío VII autorizó al rey a vender bienes eclesiásticos por un
determinado importe, ampliando poco después el beneplácito hasta alcanzar la séptima
parte de las propiedades de la Iglesia.

Otra medida de fuerte sabor regalista fue el decreto dado en 1799 por Mariano de
Urquijo, primer ministro interino, por el que los obispos se convertían en detentadores
de la soberanía pontificia durante el período de sede vacante que siguió a la muerte de
Pío VI.

En 1808, el motín de Aranjuez provocó la caída de Godoy –un hombre odiado por el
pueblo- y obligó a abdicar a Carlos IV en su hijo Fernando VII. Al comenzar el siglo XIX,
la monarquía española estaba desprestigiada.

DEL ESTADO LIBERAL A LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE


1978

Vázquez García-Peñuela, José Mª. Catedrático de Derecho


Eclesiástico del Estado de la
Universidad de Almería

1. Del Estado liberal a la dictadura

El liberalismo español no instauró, al contrario de lo que aconteció con las naciones de


su entorno geográfico y cultural, un régimen de separación entre la Iglesia católica y el
Estado constitucional. España, durante todo el siglo XIX se puede decir que fue un
Estado confesionalmente católico. Las razones de este hecho, así como los motivos -y
es aún más llamativo- de que, a pesar de esa confesionalidad, el antedicho siglo fuese
testigo de todo tipo de medidas normativas anticlericales, distan de ser sencillas y hay
que buscarlas en la historia.

El paso al Nuevo desde el Antiguo Régimen en España no se produjo de manera lineal y


sin retrocesos. Al contrario: Fernando VII fue, alternativamente, al menos dos veces rey
constitucional y otras dos monarca absoluto. Debe tenerse en cuenta, además, que los
inicios de esa transición de un régimen a otro se dieron simultáneamente con una
cruenta guerra popular.

No deja de resultar paradójico que fuera precisamente una guerra librada contra los
ejércitos imperiales napoleónicos, la Guerra de Independencia, la ocasión histórica que
tuvo el pueblo español para ejercer, mediante las Juntas (un órgano de gobierno que no
tenía precedentes en ningún otro de la monarquía absoluta) la soberanía popular. En
1810 esa soberanía quedó residenciada en las Cortes Generales y Extraordinarias que
habrían de promulgar la Constitución de Cádiz en 1812 .

La Guerra de Independencia fue una guerra entre dos naciones, pero fue también una
guerra de religión. La guerra por motivos religiosos era algo profundamente arraigado
en el imaginario colectivo de los españoles, sabedores que durante ocho siglos sus
antepasados guerrearon contra los musulmanes. De ahí que no fuera extraño que hasta
los teóricos más importantes del liberalismo español de principios del siglo XIX
conceptuasen como santa la guerra contra los franceses.

Si se tiene en cuenta que ese era el clima histórico en el que se desarrollaron las Cortes
de Cádiz se puede comprender que la primera constitución española (no tuvo tal
carácter la llamada Constitución de Bayona .) fuese, a la vez, por una parte
decididamente liberal y, por otra, de una confesionalidad católica sin ningún tipo de
fisuras. Efectivamente, la Constitución de Cádiz , sin presentar una ordenada
declaración de derechos del ciudadano, consagró a lo largo de su articulado, las
principales libertades modernas salvo la libertad religiosa o de cultos. Al contrario: la
Constitución de 1812 (cuyo breve preámbulo estaba encabezado con una invocación a
“Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la
sociedad”) declaraba en su artículo 12 .
“La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica,
romana, única verdadera. La Nación la protege con Leyes sabias y justas y prohíbe el
ejercicio de cualquier otra”.

Sin embargo, la presencia de un precepto constitucional como el que se acaba de


transcribir no debe llevar a pensar que la labor de las Cortes de Cádiz, en el nivel de la
legislación ordinaria, fue favorecedora de los intereses de la Iglesia católica. Más bien al
contrario, y ello a pesar de que, aproximadamente, un tercio de los parlamentarios
gaditanos eran eclesiásticos. Las medidas que se adoptaron por las Cortes tras la
aprobación de la Constitución no se puede sostener que tuvieran un móvil
persecutorio. Su finalidad no era alejar de la fe católica a las masas populares, ni la
extinción de las instituciones eclesiales sino, más bien, su reforma. Esas medidas, en
muchos casos, eran, con más o menos variantes, las que décadas atrás habían
propuesto los ilustrados españoles (la mayoría de ellos sinceramente católicos( durante
los reinados de Carlos III y de Carlos IV. En otros casos en los que hay que reconocer
que fueron más allá de lo propuesto por los teóricos de la ilustración, hay que tener en
cuenta, por una parte, que el terreno, sin duda, estaba allanado por la previa legislación
del gobierno intruso de José Bonaparte y, por otra, que las necesidades bélicas
impusieron en muchas ocasiones actuar con pocas contemplaciones en relación con el
patrimonio eclesiástico.

Tras el paréntesis que supuso el retorno al absolutismo (1814-1820), esas medidas,


como la propia Constitución, volvieron a recobrar vigencia durante el llamado Trienio
liberal (1820-1823). En este corto período, además, se dictaron importantes medidas
tendentes a reducir el número de conventos y a impedir que las instituciones
eclesiásticas pudieran adquirir más bienes que se integrasen en su ya extenso
patrimonio.

Pasada la llamada Década ominosa (1823-1833), en la que Fernando VII retorna al


absolutismo, si bien que con un planteamiento ya más templado, se dará un paso más
en lo que se refiere al patrimonio eclesiástico. Los gobiernos liberales no se conforman
ya con que no se sigan amortizando bienes, sino que llevaron a la práctica numerosas
medidas desamortizadoras. Será este tema de las desamortizaciones el que signe más
intensamente las relaciones entre la Iglesia y el Estado en España durante todo el siglo
XIX.

En 1836, durante la regencia de María Cristina y en plena guerra carlista, el Gobierno


acomete un plan desamortizador que se conocerá con el nombre de su ministro de
Hacienda: Mendizábal. Se comienzan a vender, en pública subasta, cantidades ingentes
de propiedades de instituciones eclesiásticas. Al año siguiente se procede a la supresión
del diezmo, la otra importante fuente de ingresos de la Iglesia. El Estado liberal se hacía
de esa forma con la exclusiva de la potestad impositiva, a cambio, en la propia
Constitución de 1837, según expresaba el artículo 11 , “la Nación se obliga a
mantener el culto y los ministros de la Religión católica que profesan los españoles”. Ese
compromiso de carácter económico, se plasmará ya en los restantes textos
constitucionales del XIX. La confesionalidad, de alguna manera se atenúa, pasa a ser
una confesionalidad más bien sociológica: el catolicismo es la religión de los ciudadanos,
no dice que lo sea del Estado. No obstante, no se contenía ninguna referencia sobre
cultos no católicos.

Durante la década moderada (1844-1854), en la que están en el poder gobiernos


liberales de carácter conservador, se retorna, mediante el artículo 12 de la Constitución
de 1845 , a una confesionalidad formal (“La Religión de la Nación española es la
Católica, Apostólica Romana. El Estado se obliga a mantener el culto y sus ministros”).
Al contrario de lo que disponía el texto de 1812 , no se prohibían constitucionalmente
otros cultos religiosos. Sí lo hizo, en cambio, el Concordato de 1851, en cuyo artículo
primero se reafirmaba la confesionalidad, al decir que la religión católica “con exclusión
de cualquier otro culto continuará siendo la única de la Nación española”.
El Concordato de 1851, que estuvo vigente hasta la Segunda República española,
intentó paliar los efectos de las desamortizaciones anteriores. El gobierno español se
comprometió a paralizar las ventas de los bienes eclesiásticos y, a cambio, la Santa
Sede, venía a dar por buenas las realizadas hasta entonces. Desde el punto de vista
político tuvo también una gran importancia: con la firma del Concordato la Santa Sede
venía a reconocer el derecho al trono de Isabel II frente a las pretensiones carlistas.

Desde el punto de vista de la política religiosa, el Concordato de 1851 supuso un


reforzamiento de la confesionalidad del Estado, ya que en su artículo primero daba
cabida a un sistema excluyente de cualquier otro culto distinto del católico (“Art. 1. La
religión católica, apostólica, romana, que con exclusión de cualquier otro culto continúa
siendo la única de la Nación española, se conservará siempre en los dominios de Su
Majestad Católica, con todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la
Ley de Dios y lo dispuesto en los sagrados cánones”). Con tal precepto se acogía
plenamente el principio ideal de la llamada “unidad católica” de España, cuya
implantación y mantenimiento era irrenunciable para la mayor parte del episcopado
español durante todo el siglo XIX. De manera del todo coherente se imponía en el
artículo siguiente el acomodamiento de toda enseñanza a la ortodoxia católica (“Art. 2.
En su consecuencia, la instrucción en las Universidades, colegios, seminarios y escuelas
públicas o privadas de cualquiera clase será en todo conforme a la doctrina de la misma
religión católica; y a este fin no se pondrá impedimento alguno a los obispos y demás
prelados diocesanos encargados por su ministerio de velar sobre la pureza de la
doctrina de la fe y las costumbres y sobre la educación religiosa de la juventud en el
ejercicio de este cargo, aun en las escuelas públicas”).

A pesar de lo concordado, durante el Bienio progresista (1854-1856), tuvo lugar la


segunda gran desamortización, la de Madoz, por lo que fue preciso llegar a un Convenio
Adicional al Concordato de 1851 en el año 1859. En este Convenio la Santa Sede, a
cambio de la nueva paralización de las ventas y del reconocimiento del derecho de la
Iglesia a adquirir y poseer bienes, volvió a dar por buenas las desamortizaciones
llevadas a cabo.

La cuestión religiosa, que parecía haber entrado en un período de calma tras 1856,
volvió a agitarse convulsamente con una serie de medidas de carácter marcadamente
anticlerical que siguieron a la “Gloriosa Revolución” de 1868. Entre esas medidas
destacan: la disolución de los jesuitas y de órdenes religiosas de implantación reciente
en España; la secularización de los cementerios y la Ley de matrimonio civil de 1870. En
el nivel constitucional, el texto de 1869 , no acoge, por primera vez en la historia de
España, la confesionalidad católica, al menos de forma clara, ya que en el artículo 21
se sigue manteniendo la obligación de “mantener el culto y los ministros de la religión
católica”.

También por primera vez también una constitución española permite la existencia de
otros cultos, bien que lo hace de una manera bastante peculiar. El mismo artículo 21
establecía, en su párrafo segundo, que “el ejercicio público o privado de cualquier otro
culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más
limitaciones que las reglas universales de la moral y el derecho”; para, en el tercer y
último párrafo acabar añadiendo: “Si algunos españoles profesaren otra religión que la
católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior”.

La Restauración se articuló, desde el punto de vista jurídico-político, en la Constitución


de 1876 , que ha sido la de más dilatada vigencia de nuestra historia. En ella, el
Estado español retorna a una confesionalidad clara. El artículo 11 declara la religión
católica como la oficial, no ya de la Nación, como hacía la de 1845 , que se puede
considerar su precedente, sino del Estado. En efecto, dicho artículo expresaba:

“La religión católica, apostólica y romana es la del Estado. La Nación se obliga a


mantener el culto y sus ministros.
“Nadie será molestado en territorio español por sus opiniones religiosas ni por el
ejercicio del respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana.

“No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las
de la religión del Estado”.

No obstante, el texto que se acaba de transcribir, por el principio de tolerancia que


recogía hacia otros cultos, que, efectivamente, contravenía de manera clara lo
establecido en el artículo 1 del Concordato de 1851, levantó no pocas protestas y
recelos en la jerarquía católica, incluida la propia Santa Sede. La decidida actitud de
Cánovas del Castillo, director del proyecto político de la restauración borbónica,
consiguió, sin embargo, que se mantuviese ese estrecho margen de tolerancia hacia
unos cultos que tenían una presencia limitadísima en el territorio español.

En el nivel de la legislación ordinaria, los gobiernos de la Restauración derogaron las


disposiciones normativas de carácter anticlerical del Sexenio revolucionario y retomaron
el Concordato de 1851 como cauce normal de sus relaciones con la Iglesia. En general,
esas relaciones no fueron conflictivas, con la excepción la política de los gobiernos
liberales con relación a las órdenes religiosas (cuyo exponente más notable fue la
llamada Ley del Candado de 1910) y también en lo que se refiere a la enseñanza
religiosa, que fue una materia en la que se dio alguna tensión durante los gobiernos
presididos por Romanones.

Tales tensiones desaparecieron a partir de 1923, con la Dictadura militar implantada -


con la anuencia del Rey Alfonso XIII- por el General Primo de Rivera. La política
religiosa de la Dictadura primorriverista tuvo como aportación más sobresaliente la
creación de una llamada Junta delegada del real patronato eclesiástico que, formada
exclusivamente por miembros de la jerarquía de la Iglesia, tuvo por cometido elegir a
los candidatos idóneos para ser promovidos, mediante el nombramiento del Rey, a las
diversas dignidades eclesiásticas que se preveían en el Concordato de 1851. Con esa
medida se puso coto a una prácticas poco edificantes que sometían la designación para
los cargos eclesiásticos a criterios muy próximos a los que imperaban en una política de
carácter clientelar y caciquil. Por ese motivo el nuevo sistema de promoción eclesiástica
fue bien acogido por la Iglesia. No se atendió, sin embargo, las reclamaciones eclesiales
para mejorar las condiciones -en ocasiones rayanas en la miseria- económicas del clero.

2. La Segunda República

La Segunda República española se proclamó pacíficamente el 14 de abril de 1931. Venía


a sustituir a un sistema político, la monarquía, que parecía haber concluido
extenuadamente su ciclo histórico. El nuevo régimen republicano llegó rodeado de las
mejores esperanzas de capas muy extensas de la sociedad española. Sin embargo, se
puede expresar que las formaciones políticas y, en general, buena parte de sus
dirigentes no supieron estar a la altura que las circunstancias históricas les
demandaban.

El que debía haber sido un régimen integrador, se dio como norma fundamental una
Constitución, la de 9 de diciembre de 1931 , que, en un tema clave para la sociedad
española, como era religioso, no era fruto del acuerdo, sino de la imposición de la
mayoría parlamentaria de las Constituyentes que, como ha expresado Prieto Sanchís,
no supieron “escapar del confusionismo entre credos religiosos y opciones políticas que
ha caracterizado nuestra historia contemporánea”.

El Gobierno Provisional de la República, presidido por Alcalá-Zamora, nombró una


Comisión Jurídica Asesora a la que se le asignó el encargo de redactar un anteproyecto
constitucional. La Comisión, compuesta en su mayor parte por juristas prestigiosos y de
ideas políticas no extremas, redactó un texto cuyas líneas básicas, en lo que se refiere
al factor religioso, eran la aconfesionalidad del Estado y la consideración de la Iglesia
católica como corporación de derecho público, tal como había hecho, con las
confesiones religiosas mayoritarias, la Constitución de Weimar. Tras las elecciones de
junio de 1931, las Cortes constituyentes rechazaron el texto por juzgarlo, en esta
materia, demasiado favorecedor a los intereses de la Iglesia.

En la Constitución de 1931 la libertad religiosa como derecho individual quedó


suficientemente reconocida y garantizada. Sin embargo, el trato que deparaba a esa
misma libertad en su dimensión colectiva era claramente hostil y, en cierta forma, poco
conciliable con la declaración del artículo 3 (“El Estado español no tiene religión
oficial”), que más postulaba la sujeción de la Iglesia y de las órdenes religiosas al
derecho común que una legislación especial. En efecto, la redacción definitiva del
artículo 26 en cuya aprobación la intervención de Azaña, con un discurso que se hizo
famoso, en la noche del 13 de octubre, fue determinante aparte de proceder
directamente a la disolución (sin mencionarlos explícitamente) de los jesuitas y a la
extinción del presupuesto del clero, preveía una ley especial para las confesiones
religiosas, que pasaban a ser asociaciones meramente privadas, y otra para las órdenes
y congregaciones.

El texto del artículo 26 era el siguiente: “Todas las confesiones religiosas serán
consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial.

“El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no mantendrán, favorecerán, ni
auxiliarán económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas.

“Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del
presupuesto del clero.

“Quedan disueltas aquellas Órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además


de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la
legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y
docentes.

“Las demás órdenes religiosas se someterán a una ley votada por estas Cortes
Constituyentes y ajustada a las siguientes bases:

1.º Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad
del Estado.

2.º Inscripción de las que deban subsistir, en un registro especial dependiente del
Ministerio de Justicia.

3.º Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes
que los que, previa justificación se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de
sus fines privativos.

4.º Prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza.

5.º Sumisión a todas las leyes tributarias del país.

6.º Obligación de rendir anualmente cuentas al estado de la inversión de sus bienes en


relación con los fines de la asociación.

“Los bienes de las Órdenes religiosas podrán ser nacionalizados”.

La aprobación del artículo 26 por las Cortes provocó la dimisión del Presidente del
Gobierno Provisional, Alcalá-Zamora, a quien sucedió Azaña.
Poco después de promulgarse la Constitución, se publicó el Decreto de 23 de enero de
1932, por el que se disolvía la Compañía de Jesús y se nacionalizaban sus bienes. Por
su parte, la Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas, de 2 de junio de 1933,
estableció que los edificios destinados al culto católico y los bienes muebles con ese
mismo destino pasaban a pertenecer a la propiedad pública nacional, aunque
continuaban afectados a su destino cultual. También establecía férreos mecanismos de
control sobre la Iglesia y las órdenes religiosas. Esas medidas, junto a otras como las
contenidas en la Ley de Cementerios de 30 de enero de 1932 y la de matrimonio civil de
28 de junio de ese mismo año, hicieron cundir el descontento entre buena parte de los
católicos españoles.

Los resultados de las elecciones celebradas en noviembre de 1933 no fueron en


absoluto ajenos a ese descontento. De hecho, esos resultados hicieron posible una
coalición de partidos de centro-derecha que formaron diversos Gobiernos durante los
dos años siguientes. Durante ese tiempo, se dictaron algunas disposiciones tendentes a
templar (mínimamente, ya que ninguna de las leyes antedichas fue derogada) los
aspectos más extremos de la política religiosa anterior.

El objetivo fundamental en materia religiosa de los Gobiernos del bienio de centro-


derecha se cifraba en alcanzar un concordato con la Santa Sede que, sustituyendo al de
1851, ofreciera a la Iglesia católica un estatuto jurídico aceptable. Para estos Gobiernos,
el que la Santa Sede firmara un concordato suponía una especie de aval de cara a su
propio electorado, mayoritariamente católico. Aunque la jerarquía eclesiástica española
fue decididamente partidaria de que se llegara a contar con un nuevo concordato, y
aunque las negociaciones diplomáticas llegaron a estar bastante avanzadas, los
estrechos márgenes que el texto constitucional dejaba a dichas negociaciones, junto con
la propia inestabilidad política, que alcanzó su máximo grado en la Revolución de
octubre de 1934, provocaron que nunca llegara a suscribirse.

La victoria del Frente Popular, en las elecciones de febrero de 1936, hizo inviable
cualquier tipo de acercamiento en clave concordataria en los escasos meses que
precedieron a la guerra civil.

3. El régimen del General Franco

El Gobierno militar de Burgos, que, prácticamente desde los inicios de la contienda,


había recibido el apoyo de la jerarquía eclesiástica española, no esperó al final de la
guerra para ir derogando las disposiciones legales emanadas por la República en
materia religiosa.

Las dos características fundamentales, en esa materia, del sistema político franquista
fueron una confesionalidad estatal plena y el sometimiento a una legislación concordada
de prácticamente todas las materias en que concurren los intereses de la Iglesia con los
del Estado. Obviamente, ambas cuestiones se hallaban estrechamente relacionadas,
pero resulta convenientes, por motivos de claridad, exponerlas separadamente.

Tras unos iniciales y fugaces titubeos (provocados por el hecho de que Falange Española
se manifestaba partidaria de la separación entre la Iglesia y el Estado), Franco se
decantó claramente por una confesionalidad plena. Esa confesionalidad se plasmó
paladinamente en el artículo 6 del Fuero de los Españoles de 17 de julio de 1945 que
tenía rango de Ley Fundamental.

El texto de ese artículo era el siguiente: “La profesión y la práctica de la Religión


católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial. Nadie será
molestado por sus creencias religiosas o por el ejercicio privado de su culto. No se
permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la Religión católica”.
A la redacción de ese precepto, que deparaba a las confesiones no católicas unos límites
tan angostos, no fue ajena la propia Santa Sede, que rechazó otras posibles soluciones,
inspiradas en la Constitución de 1876 , más abiertas. Por otra parte, el régimen de
tolerancia estricta hacia los protestantes españoles que, en ocasiones, por obra de la
autoridades provinciales y locales, se convertía en cuasipersecutorio, produjo no pocas
dificultades en la política exterior española, señaladamente con los Estados Unidos.

La confesionalidad que consagraba el Fuero de los Españoles era una confesionalidad


formal: la religión católica, con independencia de que fuera la de los ciudadanos
españoles, era, primariamente, la del propio Estado. No obstante, esa confesionalidad
se reforzó aún más con la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento, de 17 de
mayo de 1958 , cuyo Principio II expresaba: “La Nación española considera como
timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios, según la doctrina de la Iglesia católica,
Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que
inspirará su legislación”. Este Principio contenía, aparte de una suerte de
confesionalidad doctrinal (declaración de la católica como única religión verdadera), lo
que la doctrina denominaba una confesionalidad sustancial, es decir, el Estado se
comprometía a que su legislación se ajustara a la doctrina de la Iglesia católica.

Ese compromiso provocó, pasados unos años, una reforma constitucional. Como es
sabido, el Concilio Vaticano II, a través de la Declaración Dignitatis humanae,
promulgada en 1965, expresó que el “derecho de la persona humana a la libertad
religiosa debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que
se convierta en un derecho civil”. Mediante una disposición adicional de la Ley Orgánica
del Estado, de 10 de enero de 1967 , se dio una nueva redacción (consultada
también, como la original, a la Santa Sede) al párrafo segundo del Fuero de los
Españoles que pasó a ser del siguiente tenor: “El Estado asumirá la protección de la
libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica que, a la vez,
salvaguarde la moral y el orden público”.

La tutela jurídica a la que se hacía referencia se concretó, a los pocos meses, en la Ley
de libertad religiosa de 28 de junio de 1967 . Esta ley reconoció el derecho de libertad
religiosa, al que concebía, “según la doctrina católica” (art. 1.3 ) como “inmunidad de
coacción”. Ciertamente, el derecho de libertad religiosa, que había de ser “en todo caso
compatible con la confesionalidad del Estado” (art. 1.3 ), sobre todo en lo que se
refiere, a su dimensión individual (y más si se compara con la protección que el
ordenamiento jurídico deparaba a otros derechos fundamentales) quedaba recogido en
unos términos relativamente amplios: se prohibía toda discriminación por motivos
religiosos (arts. 3 y 4 ); se reconocía el derecho a los propios ritos matrimoniales
(art. 6.1 ); a un enterramiento según las propias creencias (art. 8 ), a la difusión de
la propia doctrina por palabra y por escrito (art. 9 ), etc.

Más restringido resultaba el ejercicio del derecho de libertad religiosa por los sujetos
colectivos. Concretamente, las confesiones religiosas no católicas solamente podrían
adquirir personalidad jurídica mediante su constitución en “asociaciones confesionales”,
una figura creada ad hoc por la ley. Por otra parte, se preveían una serie de controles
sobre el número de miembros, fuentes de financiación, destino de los bienes, que se
instrumentaban en la puesta a disposición de la autoridad gubernativa de los libros y
registros donde figuraban esos datos.

Obviamente, el estatuto jurídico de la Iglesia católica era muy otro y se contenía, como
ya se ha dicho, en distintas normas concordadas. La primera de éstas, desde un punto
de vista cronológico, fue el Convenio de 7 de junio de 1941 sobre el modo de ejercicio
del privilegio de presentación. Llegar a su firma supuso un proceso político y diplomático
bastante complicado.

Desde antes que finalizase la guerra civil, el Gobierno de Burgos mantenía la tesis de la
vigencia del viejo concordato de 1851 que, ciertamente, nunca había sido oficialmente
denunciado ni por los gobiernos republicanos, ni por la Santa Sede. Lo que realmente le
interesaba de esa norma era el derecho de patronato, con el fin de que no llegasen a
ser nombrados obispos clérigos poco afectos al nuevo régimen, en especial, los que
pudieran ser considerados como separatistas. La Santa Sede que, por una parte
mostraba recelos hacia las posibles influencias nacional-socialistas en España, por otra,
mantenía que el concordato de 1851 había caducado con los avatares políticos
acontecidos durante la Segunda República.

La diplomacia vaticana accedió a reconocer al Jefe del Estado un derecho de


presentación de bastante menor alcance que el derecho de patronato que ostentaron los
Reyes de España. Ese derecho de presentación se articulaba mediante un complicado
sistema que, en sus líneas fundamentales consistía en lo siguiente: Una vez vacante
una diócesis, el Nuncio, de acuerdo con el Gobierno, formaba una lista de, al menos,
seis personas idóneas que era enviada a la Santa Sede. De entre los seis nombres, el
Papa elegía tres que le eran comunicados, por medio de la Nunciatura, al Jefe del
Estado que había de designar a uno de esos tres.

A cambio de esa concesión la Santa Sede obtuvo otras de gran importancia, hasta el
punto de que no es arriesgado afirmar que fue la más beneficiada con el acuerdo. En
primer lugar, se convino que, en tanto no se alcanzase un nuevo Concordato, el Estado
español se comprometía “a observar las disposiciones contenidas en los cuatro primeros
artículos del Concordato de 1851” (art. 9) con lo que quedaba asegurada la
confesionalidad del Estado, así como la conformidad de toda las enseñanzas que se
impartiesen en España con la doctrina de la Iglesia y la total libertad de la jerarquía
eclesiástica para desarrollo de su ministerio. De mayor alcance aún era lo dispuesto en
el artículo 10, en cuya virtud el Estado español adquiría el compromiso de “no legislar
sobre materias mixtas o sobre aquellas que pueden interesar de algún modo a la
Iglesia”.

Si se tiene en cuenta que, junto a esos compromisos asumidos por el Estado español,
éste tomó unilateralmente numerosas medidas, también en el orden económico,
favorecedoras de la Iglesia católica, es fácil comprender que por parte eclesiástica no se
tuviera una prisa especial en negociar un concordato. Sí se fueron suscribiendo
convenios sobre aspectos concretos que, indudablemente, habrían de facilitar la
elaboración del futuro concordato. Fueron los siguientes: 1) Convenio sobre provisión de
beneficios no consistoriales, de 16 de julio de 1946; 2) Convenio sobre seminarios y
Universidades de estudios eclesiásticos, de 8 de diciembre de 1946; 3) Acuerdo
(instrumentado en el Motu Proprio Apostolico Hispaniarum Nuntio, de 7 de abril de 1947
y en un Decreto-Ley de 1 de mayo de ese año) por el que se restableció el Tribunal de
la Rota española; 4) Convenio sobre la jurisdicción castrense y asistencia religiosa a las
Fuerzas Armadas, de 5 de agosto de 1950. Con posterioridad al Concordato de 1953,
aún se suscribió un Convenio sobre el reconocimiento de efectos civiles a los estudios
no eclesiásticos realizados en Universidades de la Iglesia, de 5 de abril de 1962 y que se
encuentra en vigor.

El Concordato de 27 de agosto de 1953 fue la principal norma bilateral en materia


eclesiástica del Régimen y se alcanzó tras una negociaciones no especialmente
laboriosas, pero sí dilatadas, que llevó a cabo, fundamentalmente, el que fue por
entonces embajador español ante la Santa Sede, Fernando María de Castiella. El interés
español en suscribir dicho concordato estribaba también, en buena medida, en motivos
de política exterior. Su firma supondría una especie de aval internacional al sistema
político, que había pasado una etapa de bloqueo internacional en los años anteriores.

Se trataba de un concordato extenso, que pretendía regular las principales cuestiones


de interés común para ambas partes. Favorecía claramente a la Iglesia católica (a la
que se reconocía como sociedad perfecta, elevando a normativa una categoría doctrinal)
en temas de tanta importancia como el económico, o el relativo a la personalidad de las
entidades eclesiásticas que se les atribuía con mínimos requisitos.
Redactado en un clima de amistad y armonía, buena parte de las estudiosos del derecho
concordatario de la época, así como los propios representantes de las dos partes,
presentaron el Concordato de 1953 como un instrumento modelo para regir las
relaciones entre la Iglesia y un Estado católico. Sin embargo, no tuvieron que
transcurrir muchos años para comprobar que, cuando, a partir de la mitad de los años
sesenta, las relaciones de la jerarquía eclesiástica española con el Estado español
empezaron a ofrecer puntos de fricción, el Concordato de 1953 (que, por otra parte,
respondía a unos planteamientos doctrinales en buena parte superados) no era un buen
instrumento para resolver conflictos concretos. De hecho, cuando en los años finales del
Régimen de Franco, la tensión entre la Iglesia en España, que en esa época realizó un
consciente distanciamiento del sistema cuyo final se adivinaba próximo, y las
autoridades estatales, fue máxima, se llevaron a cabo negociaciones con la Santa Sede
para la elaboración de un nuevo instrumento concordatario, negociaciones que no
tuvieron buen fin en parte por la oposición del episcopado español.

4. La reforma constitucional de 1978

Se suele denominar “transición política” al período comprendido entre la muerte de


Franco, en noviembre de 1975 y la entrada en vigor de la Constitución , el 29 de
diciembre de 1978. En materia de las relaciones en la Iglesia y el Estado en España, se
da el fenómeno, aparentemente paradójico, de que se parte de una situación de
confesionalidad, pero con muy fuertes tensiones entre los sujetos de esas relaciones,
para arribar a un Estado aconfesional con unas relaciones con la Iglesia católica
caracterizadas por la normalidad.

En ese proceso de desconfesionalización, como puso de relieve Lombardía, tuvo una


especial importancia la Ley para la Reforma Política de 4 de enero de 1977 , que a
pesar de que, formalmente, fue la última de las Leyes Fundamentales, en la práctica
permitió la apertura de un proceso constituyente. Esta ley, sin referirse expresamente a
la postura del Estado ante la que era aún la religión oficial, se apartaba de la
confesionalidad sustancial del franquismo ya que en lugar de la Ley de Dios, pasaban a
ser los derechos fundamentales de la persona (art. 1.1 ) el principal límite del poder
político.

La opción que prevaleció como directriz del proceso de transición fue la reformista. Es
decir, se pretendió, y efectivamente se logró, proceder a una reforma progresiva del
ordenamiento jurídico, sin soluciones de continuidad que creasen situaciones de
alegalidad. De hecho, la Disposición Derogatoria 1ª de la Constitución se refiere a las
Leyes Fundamentales.

Ese mismo espíritu reformista presidió el proceso de sustitución del Concordato de 1953
por los Acuerdos con la Santa Sede actualmente en vigor. En ese proceso revistió una
importancia fundamental el Acuerdo entre la Santa Sede y el Gobierno español de 28 de
julio de 1976. Por medio de este Acuerdo, el Rey de España renunció al derecho de
presentación de obispos (cuyo ejercicio había sido una de las cuestiones más
problemáticas en los últimos años del franquismo). En su lugar, se prevé, como es
normal en buena parte de los concordatos, que la Santa Sede realizará al Gobierno
español una notificación previa del nombre del que será nombrado obispo, “por si
respecto a él existiesen posibles objeciones concretas de índole política general” (art. I).

Por su parte, la Santa Sede renunció al llamado privilegio del fuero, que se recogía en el
Concordato de 1953 y en cuya virtud, las autoridades judiciales no podían proceder
criminalmente contra los clérigos sin el previo consentimiento del Ordinario del lugar.
Este privilegio se sustituyó por una mera notificación contra la que no cabe oposición de
tipo alguno.

Pero más importancia que esta recíproca renuncia de privilegios revestía el compromiso
asumido por las partes en el Preámbulo del Acuerdo. En dicho Preámbulo, tras
reconocer el “profundo proceso de transformación que la sociedad española ha
experimentado en estos últimos años en lo que concierne a las relaciones entre la
comunidad política y las confesiones religiosas y entre la Iglesia y el Estado”, una y otro
se comprometieron “a emprender, de común acuerdo, el estudio de estas diversas
materias con el fin de llegar, cuanto antes, a la conclusión de Acuerdos que sustituyan
gradualmente las correspondientes disposiciones del vigente Concordato”.

Los debates de las Cortes Constituyentes sobre a materia religiosa no fueron


especialmente laboriosos ni tensos. Sobre la cuestión principal que se ventilaba en esos
debates -qué posición había de mantener el Estado ante la religión- había un acuerdo
de base: esa posición sería la propia de un Estado confesional en el que se garantizase
el derecho fundamental de libertad religiosa.

Resultado de ese acuerdo fue el texto del artículo 16 de la Constitución , que se


constituyó en la pieza clave del actual Derecho eclesiástico español. Tras un
relativamente prolongado itinerario redaccional estudiado monográficamente pocos años
después por Amorós el tenor literal del precepto quedó fijado en los siguientes
términos:

“1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las


comunidades, sin mas limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el
mantenimiento del orden público protegido por la ley.

“2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología religión o creencia.

“3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta
las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes
relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”.

De ese texto de la Constitución vigente , el único pasaje que presentó complicaciones


de algún relieve fue el que contenía la mención expresa de la Iglesia católica. Mientras
que para los grupos parlamentarios centrista y popular esa mención no era sino un
reconocimiento del dato palmario de la tradicional implantación de la Iglesia católica en
España, del que no tendrían por qué derivarse consecuencias especiales en el ámbito de
la legislación ordinaria, para los parlamentarios del grupo socialista esa misma mención
no hacía sino encubrir una suerte de confesionalidad sociológica o, con una expresión
que fue muy repetida en la tribuna del Congreso, la mención de la Iglesia católica
suponía una “confesionalidad solapada”. Análoga postura, trasladada al ámbito científico
sostuvieron, tras la publicación de la Constitución Llamazares y Suárez Pertierra,
quienes auguraron, sobre la base que prestaba la mención explícita de la Iglesia
católica, un futuro confesional para nuestra nación. El transcurso de los años no hizo
sino mostrar claramente lo erróneo de esa previsión.

Sin duda alguna, de todas las materias relevantes para el Derecho eclesiástico del
Estado, y que constituyen su objeto de estudio, la de más difícil tratamiento en las
constituyentes de 1978 resultó ser la de la enseñanza. Y ello hasta el punto de que los
graves desencuentros habidos en esa materia estuvieron a punto de hacer que se
rompiera el consenso que presidió la elaboración de la Constitución. Como recuerda
Prieto Sanchís, “la regulación de la enseñanza motivó una de las pocas manifestaciones
multitudinarias que se celebraron en favor de una determinada opción constitucional, y
que la ruptura de un primitivo acuerdo sobre la redacción del artículo 27 justificó el
abandono de la ponencia constitucional por parte del Grupo parlamentario socialista.
Ciertamente, el acuerdo se restableció, pero tal vez al precio de aprobar un precepto
ambiguo que, lejos de consagrar un modelo educativo indiscutible, incorpora reglas y
principios de muy distinta procedencia ideológica y, en último término, contradictorios,
que permiten desarrollos legislativos bastante diferentes”.

5. La legislación post-constitucional
Pocas semanas después de promulgarse la vigente Constitución española de 1978 se
dio cumplimiento al compromiso que, como se ha expresado, se plasmó en el Acuerdo
de 28 de julio de 1976, consistente en la sustitución del Concordato de 1953 por unos
nuevos Acuerdos suscritos tras la tramitación parlamentaria propia de los tratados
internacionales el 3 de enero de 1979.

Las denominaciones de los cuatro Acuerdos tienen un carácter descriptivo de la materia


que regulan: Acuerdo sobre asuntos jurídicos; Acuerdo sobre asuntos económicos;
Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales y Acuerdo sobre asistencia religiosa a las
Fuerzas Armadas y servicio militar de clérigos y religiosos. Fornés, en la primera
monografía publicada sobre los Acuerdos de 1979, mantuvo acertadamente que,
respecto a la cuestión “relativa a al aspecto formal y a la naturaleza de estos Acuerdos -
tanto por la identidad de sus principios informadores, como por las conexiones internas
entre ellos, como por el valor programático e introductorio general del Preámbulo del
76- forman un único cuerpo normativo; o lo que es igual, un Concordato”.

Los Acuerdos de 1979 diseñaron, en sus líneas fundamentales, el estatuto jurídico de la


Iglesia católica ante el ordenamiento jurídico español. Lo propio realizó aunque,
lógicamente, en un plano bastante más general, respecto de las demás confesiones
religiosas, la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 5 de julio de 1980 que, al igual
que había sucedido con los Acuerdos con la Santa Sede, comenzó a elaborarse durante
el periodo constituyente.

Desde los inicios de esos trabajos, la idea que se perseguía era la de sustituir la vieja
Ley de Libertad Religiosa de 28 de junio de 1967 no tanto porque la regulación del
derecho de libertad religiosa en su vertiente individual fuese muy restrictiva, ya que
realmente no lo era tanto, como por el hecho de que el régimen al que esa ley sometía
a las confesiones religiosas sí que resultaba claramente incompatible con el
ordenamiento jurídico propio de un Estado democrático y de libertades. Se quiso, pues,
fundamentalmente, dotar de un régimen jurídico adecuado a las confesiones religiosas
minoritarias. Y, de hecho, fueron los representantes de tales confesiones los que
resultaron llamados como interlocutores en los trabajos previos llevados a Cabo en el
Ministerio de Justicia.

La Ley Orgánica no impuso una figura o una estructura jurídica predeterminada a las
confesiones religiosas para la obtención y el goce de la personalidad jurídica estatal,
sino que garantizó su plena autonomía organizativa (art. 6.1 : “Las Iglesias,
Confesiones y Comunidades religiosas tendrán plena autonomía y podrán establecer sus
propias normas de organización, régimen interno y régimen de personal. En dichas
normas, así como en las que regulen las instituciones creadas por aquellas para la
realización de sus fines, podrán incluir cláusulas de salvaguardia de su identidad y
carácter propio, así como del debido respeto a sus creencias, sin perjuicio del respeto
de los derechos y libertades reconocidos por la Constitución y en especial de los de
libertad, igualdad y no discriminación”).

No obstante, de las previsiones contenidas en la Ley Orgánica de Libertad Religiosa ,


la más novedosa, sin duda, fue la posibilidad de que, mediante ley ordinaria aprobada
por las Cortes, las confesiones religiosas -se entendía que las minoritarias, pues la
Iglesia católica, como queda dicho, ya contaba con unos recientes Acuerdos con rango y
naturaleza de tratados internacionales- establecieran con el Estado unos acuerdos de
cooperación que, entre otras cosas, supondrían, obviamente, una mayor concreción del
estatuto jurídico de la confesión religiosa signataria.

El 28 de abril de 1992 -un año cuyo alto simbolismo contribuyó a difuminar la exigencia
del arraigo notorio contenido en el artículo 7 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa
- el Gobierno español, por medio del Ministro de Justicia, suscribió tres Acuerdos, de
muy similar contenido, con tres sujetos confesionales de naturaleza federativa que
habían sido, en la práctica, promovidos con el fin de llevar a cabo las negociaciones: la
FEREDE (Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España), la FCI (Federación
de Comunidades Israelitas) y la CIE (Comisión Islámica de España). Dichos acuerdos
fueron aprobados por las Cortes Generales y constituyen las Leyes 24 25 y 26/1992
de 10 de noviembre .

LOS SISTEMAS DE EUROPA OCCIDENTAL

Roca Fernández, María J.. Catedrática de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de Vigo

1. Aspectos Generales

1.1. Ámbito de estudio

Bajo el epígrafe “los sistemas de Europa Occidental” se pueden considerar incluidos los
Estados que pertenecientes o no a la Unión Europea se encuentran en el occidente
europeo. De modo que además de los países que actualmente integran esta Unión
(Suecia, Finlandia, Irlanda, Gran Bretaña, Dinamarca, Alemania, Bélgica, Holanda,
Luxemburgo, Austria, Italia, Grecia, Francia, Portugal, y España), habría que abordar
también otros como Suiza, Noruega, Islandia, San Marino, Lichtenstein, Andorra, Malta,
Chipre o Mónaco. El objeto de estudio se redicirá en este tema a los Estados integrantes
de la Unión Europea. La delimitación del ámbito de atención tiene una clara base
jurídica, y, al mismo tiempo, permite un conocimiento más cercano de los Estados cuyo
sistema se aborda.

1.2. Importancia de la Historia

Si bien es cierto que cabe señalar diferencias entre los distintos Estados, existen
también características comunes. Entre ellas cabe destacar que la situación presente es
en gran medida fruto de la Historia de cada país. Ello en un doble sentido: Historia de la
evolución de cada pueblo en cuanto a la religión (en este extremo pueden señalarse
tres ámbitos: territorios que han permanecido con una mayoría católica, territorios de
Iglesias ortodoxas y territorios en los que triunfa la Reforma protestante), e Historia en
cuanto a los factores sociales y jurídicos que han impregnado las instituciones jurídicas
y la concepción del Estado (países con fuerte influencia del Derecho romano, o no
romanizados; de la tradición jurídica anglosajona o continental; sistemas monárquicos o
republicanos; centralistas o federales, etc.). A nadie puede sorprender que los actuales
tipos de sistemas de Derecho eclesiástico estén fuertemente impregnados de la religión
dominante que ha habido, y en muchos casos todavía hay, en cada país. Así, en los
Estados con mayoría católica, la concepción que esta confesión tiene de sí misma, ha
determinado que no pueda hablarse de una Iglesia irlandesa, italiana, española o
portuguesa. En un Estado como la República griega, con una clara mayoría ortodoxa,
tiene indudable influencia la concepción que las Iglesias ortodoxas han desarrollado en
todos los Estados donde tienen esa mayoría. Se trata de confesiones fuertemente
ligadas al poder temporal. Por su parte, en los territorios del norte y del centro de
Europa donde triunfó ampliamente la Reforma y, en gran medida, como consecuencia
de la propia concepción de esas Iglesias luteranas y reformadas, que se entendían a sí
mismas como incompatibles con la idea de Derecho, se atribuyeron las potestades
episcopales a los señores de cada territorio. De este modo, fue en principio la propia
concepción reformada la que propició la integración de los asuntos eclesiásticos como
un asunto de Estado más. De ahí que surgieran las Iglesias nacionales.

Quizá se piense que la reciente proclamación de la Carta europea de Derechos


Humanos, aunque no tenga de momento valor vinculante, o la dilatada vigencia del
Convenio Europeo de Derechos Humanos ha producido el efecto de borrar las
diferencias nacionales heredadas de la Historia. Sin embargo, no es así. Significativo al
respecto, es el caso de Austria, donde la Jurisprudencia estima que después de que el
CEDH, pasase a adquirir rango constitucional, las tradicionales garantías de la libertad
religiosa contenidas en los viejos textos de la Ley Fundamental del Estado (StGG) y el
Tratado de St. Germain, deben ser consideradas como especiales concreciones del
derecho de libertad religiosa (Potz). Aunque ello no siempre está exento de problemas,
parece clara la voluntad, al menos de ciertos Estados, de mantener su propia identidad
cultural respetando sus propias raíces. De algún modo, las relaciones de Derecho
eclesiástico reflejan la identidad de los Estados (v. Campenhausen). En este sentido,
parece acertada la afirmación de Isensee, quien considera que la libertad religiosa
individual está garantizada de modo igual en la Unión Europea, pero que el Derecho
eclesiástico no es igual en cada Estado, y en esa desigualdad es donde juega un papel
decisivo la Historia.

Una vez que el Derecho eclesiástico deja de significar el Derecho de las Iglesias y pasa
a designar el Derecho del Estado relativo a las Iglesias, los modelos de sistemas de
Derecho eclesiástico están fuertemente ligados a la concepción del Estado y del Derecho
secular (más ó menos positivista, más o menos federalista, etc.). Así, por ejemplo, el
efectivo reconocimiento de las libertades fundamentales (y de la libertad religiosa entre
ellas), depende en ocasiones más que del hecho de que no haya vestigio alguno de los
históricos sistemas de Iglesias de Estado, de que se garantice una verdadera separación
de poderes (piénsese, por ejemplo en el caso del Reino Unido).

1.3. La libertad religiosa y la idea de Religión en los Estados de los que nos
ocupamos

El concepto de Religión en los distintos Estados, se ha venido perfilando a través de las


decisiones jurisprudenciales, sin que exista una definición legal del mismo en ninguno
de los Estados de los que nos ocupamos. En el caso de Bélgica, los Tribunales no
pueden acudir al análisis de la doctrina de la confesión de que se trate, para delimitar
este concepto, a la vez, se considera un elemento esencial de la Religión la práctica del
culto. En Italia este problema es abordado desde el concepto de confesión religiosa. A
tenor de la Sentencia de la Corte Constitucional Italiana n. 467, de 19 de noviembre de
1992, la noción de confesión tiene carácter objetivo (se extrae del conjunto del
ordenamiento jurídico) y no subjetivo (no depende de la autocalificación que cada grupo
religioso haga de sí mismo). Puede decirse que hay una tendencia a la consideración de
la Religión como un factor positivo en la sociedad. Así en Suecia, la Comisión
Parlamentaria encargada de hacer recomendaciones sobre las futuras relaciones entre
el Estado y la Iglesia Nacional Sueca, indicaba que en el Estado actual hay todavía
motivos para valorar positivamente las actividades religiosas (Schött). En Bélgica, por
ejemplo, el reconocimiento de las confesiones tiene como fundamento el valor social de
la Religión, entendida como un servicio a la población (Torfs), a la vez que se equiparan
las creencias religiosas y las no religiosas, tanto a nivel individual como a nivel de
confesiones o asociaciones ideológicas. Por su parte la Constitución de Irlanda, en su
art. 44,1, tal como quedó redactado en la última reforma constitucional de 1972, se
expresa en los siguientes términos: El Estado respeta y honra a la Religión y reconoce
que se debe el tributo de culto público a Dios Todopoderoso, cuyo nombre reverenciará.
El preámbulo de la Constitución se inicia con estas palabras: “En el nombre de la
Santísima Trinidad, de quien procede toda autoridad y a quien revierten como destino
último todas las acciones tanto de los Estados como de los hombres, nosotros, el pueblo
de Irlanda en humilde reconocimiento de todas nuestras obligaciones con Nuestro Señor
Jesucristo, que mantuvo a nuestros padres.....”.

Como nota genérica dentro de este apartado, puede decirse, por una parte, que las
normas específicas de Derecho eclesiástico parten de una valoración positiva de la
Religión o, si se prefiere, del factor religioso. Ahora bien, por otra parte, la progresiva
secularización de la sociedad occidental ha propiciado que se equipare no sólo el
ejercicio de la libertad religiosa positiva con el de la libertad religiosa negativa, sino
también el tratamiento de las confesiones religiosas y las asociaciones ideológicas de
carácter secular, agnóstico o ateo. Ello, probablemente suponga el inicio de la pérdida
del tratamiento específico del fenómeno religioso.
2.1. Libertad religiosa con pervivencia de rasgos de Iglesia estatal

2. Tipos de sistemas y su denominación

Entendemos por sistema de Derecho eclesiástico la posición que adopta el Derecho de


un Estado (principalmente a través de las normas, aunque también por medio de la
jurisprudencia y las decisiones administrativas) en el tratamiento del fenómeno religioso
tanto en sus manifestaciones individuales como colectivas. Pues bien, partiendo de este
concepto, los distintos Estados que integran la Unión Europea, pueden agruparse en
tres tipos de sistemas:

1. De libertad religiosa con pervivencia de rasgos de Iglesia estatal (Dinamarca, Reino


Unido, Grecia, Suecia, Finlandia); 2. De libertad religiosa con separación de Iglesias y
Estado (Francia, Holanda, Irlanda); y 3. De libertad religiosa con separación cooperativa
de Iglesias y Estado (Bélgica, Italia, Alemania, Austria, Luxemburgo, Portugal y
España).

La referencia a la libertad religiosa como primera noción de referencia en los sistemas


occidentales nos parece obligada. Pese posiciones críticas dentro de la doctrina española
(Ibán, Fernández-Coronado) respecto a la efectiva libertad e igualdad en materia
religiosa en los sistemas occidentales, preferimos designar los distintos tipos de la
clasificación -que en último término tiene fundamentalmente efectos didácticos-,
partiendo del término libertad religiosa, aunque después se haga otra referencia que
designe los rasgos que marcan la relación de los poderes públicos con las confesiones
dentro del Estado: pervivencia de rasgos de Iglesia estatal, separación de Iglesia y
Estado y de separación cooperativa de Iglesia y Estado. En esta segunda noción de
referencia, también se encontrarían voces discrepantes. Así, para Finlandia no se podría
hablar de Iglesia de Estado, sino de Iglesias de Estado, pues se ha dicho que la Iglesia
evangélico-luterana y la Iglesia ortodoxa de Finlandia gozan de una posición limitada de
Iglesias de Estado (Markku Heikkil). En Alemania, tampoco la clasificación sería
unánimemente aceptada, pues se había hablado ya en la época de la República de
Weimar de “vacilante separación” de las Iglesias respecto del Estado (Ulrich Stutz), y
para otros (v. Campenhausen) hablar de sistema de “coordinación” es inexacto, pues
presupone la existencia de dos sujetos de posición, poder y magnitud paritarias,
situación que no se da en las relaciones Iglesias-Estado.

Por último, conviene advertir que si bien esta clasificación resulta útil, por responder a
la evolución histórica y a la situación normativa vigente, hoy - sea por el efecto de la
secularización de la sociedad occidental, sea a consecuencia de la progresiva unificación
europea, inmersa a su vez dentro de un fenómeno mucho más amplio de globalización -
no pueden reconocerse tipos o modelos de sistemas en “estado puro”. Ni la separación
francesa tiene hoy el sabor anticlerical con el que fue dictada la Ley de asociaciones
religiosas de 1905, ni la Corona Inglesa ejerce en la actualidad la efectiva influencia
sobre la Iglesia anglicana que se le reconoce a nivel jurídico.

Más allá de la ineludible necesidad de conocer el Derecho europeo, el interés que


presenta el estudio de los sistemas de Derecho eclesiástico de otros Estados de nuestro
entorno radica en que toda Europa se enfrenta a parecidas situaciones: fuertes
fenómenos inmigratorios con la llegada de personas pertenecientes a ámbitos religiosos
y culturales ajenos a la cultura occidental, con el consiguiente reto de conservar la
diversidad como muestra de riqueza cultural, y a la vez, no perder su propia identidad y
patrimonio cultural, amenazado también y quizá de modo más grave por la crisis de los
valores tradicionales del occidente europeo. A ello se une que el conocimiento de las
soluciones adoptadas en otros Estados, bien sea por su estructuración del Estado como
federal, o por su experiencia pacticia, o por su tradición jurídica menos dogmática y
más jurisprudencial, permite atisbar las pautas de posibles vías de solución dentro de
nuestro propio ordenamiento, sin merma de las garantías jurídicas reconocidas como
standars mínimos en el occidente europeo.
A continuación, se expondrán los rasgos más sobresalientes de la regulación jurídica de
la libertad religiosa y las relaciones Iglesias-Estado en cada uno de los países de la
Unión Europea, siguiendo la taxonomía que se acaba de explicar. Como no resulta
posible el tratamiento detallado de todas las materias, se abordarán los temas que
quizá reflejan de modo más claro la actitud del Estado respecto a las confesiones, es
decir, cuál es su estatuto jurídico y reconocimiento de su autonomía, por una parte, y
su modo de financiación, por otra. A su vez, el régimen jurídico de la enseñanza
religiosa y del matrimonio religioso, se presentan como las instituciones en las que se
recoge de modo bastante significativo el reconocimiento de la libertad religiosa
personal. Ahora bien, por la prudente limitación que supone el tratamiento de tantos
Estados en una sola lección, tampoco estas instituciones podrán abordarse en todos los
Estadas con el detalle que quizá el interés del tema suscite. Se omitirán las referencias
al Estado español habida cuenta de que esta lección se inserta en un curso de Derecho
eclesiástico español, que proporciona contenidos mucho más amplios de los que podrían
aportarse aquí. Por último, hemos preferido, deliberadamente, ofrecer una exposición lo
más atenta posible al Derecho positivo de estos Estados, y reducir al máximo las
consideraciones personales o valoraciones críticas del régimen jurídico en cada país.
Tanto el tratamiento más minucioso como las ponderaciones personales y críticas
podrán encontrarse en la bibliografía que se recomienda al final del tema.

2.1.1. Estatuto jurídico de las confesiones y reconocimiento de su autonomía

Dentro de este apartado, resulta un supuesto especial el del Reino Unido, que al estar
integrado por Escocia, Inglaterra, Gales, e Irlanda del Norte, con fuertes diferencias
entre sí, obligaría a un tratamiento específico de cada uno de estos cuatro territorios. En
todo caso, hay que decir que la consideración de la Iglesia de Inglaterra como Iglesia
nacional, la somete a unas limitaciones de autonomía que no tienen las demás
confesiones. Por lo que se refiere a Dinamarca, Grecia y Suecia, los preceptos jurídicos
que se estudian a continuación permiten comprender su inclusión en este apartado.

La Constitución de Dinamarca prescribe en el art. 4 que la Iglesia evangélico-luterana es


la Iglesia nacional danesa y como tal gozará del apoyo del Estado en el ámbito, jurídico
y político. El Rey o la Reina están obligados a pertenecer a esta Iglesia (art. 6), si bien a
tener del art. 67 de la Constitución se permite a los ciudadanos reunirse en
comunidades con el fin de dar culto a Dios del modo que esté de acuerdo con sus
propias convicciones. Dinamarca incorporó, con rango constitucional, el Convenio
Europeo de Derechos Humanos a su ordenamiento en 1992, y, por tanto, el principio de
libertad religiosa está plenamente reconocido. La Iglesia nacional es un organismo del
Estado danés que está sometida al Parlamento y al Ministro de Asuntos eclesiásticos. Es
decir, no goza de autonomía, ni tiene personalidad jurídica, ni puede adquirir
obligaciones dentro del Estado, porque es propiamente un órgano dentro del mismo.
Las demás confesiones religiosas reconocidas se organizan como asociaciones privadas,
no gozan de ayudas estatales y están sometidas en todo al régimen común del Derecho
danés en sus actividades educativas, asistenciales, etc. La unión del Estado con la
Iglesia nacional danesa es tan fuerte que no hay nadie legitimado para hablar en
nombre de la Iglesia en cuanto tal, no hay un Sínodo General o Consejo Central
independiente de las estructuras organizativas del Estado.

En la República de Grecia, el art. 3 de la Constitución recoge que la religión ortodoxa es


la dominante del Estado griego. La Iglesia de Grecia permanece espiritual e
inseparablemente unida al patriarcado ecuménico de Constantinopla y a las otras
Iglesias ortodoxas. Asimismo, se reconoce que la Iglesia se administrará a sí misma y
se garantiza el mantenimiento del sistema autocéfalo existente. El núcleo jurídico del
concepto de religión dominante significa que la confesión ortodoxa es la religión oficial
del Estado griego, y que la Iglesia que representa esta confesión, tiene un status
jurídico propio. En aquello que concierne a sus relaciones jurídicas, se considera una
persona moral de Derecho público (art. 1, 4 de la Ley n. 590/1977, en la que se publica
la carta estatutaria de la Iglesia de Grecia). Además el Estado procura diligentemente
que la Iglesia griega goce de una posición especial que no se extiende a otras
confesiones. La doctrina griega entiende que esta actitud no supone una contravención
del principio constitucional de igualdad, porque se interpreta que no hay desigualdad de
los ciudadanos individualmente considerados, y porque ese tratamiento favorable de
carácter general a la Iglesia griega, no se dirige contra una Religión o confesión ni
contra su culto (Charalambos Papastathis).

En Suecia se exige que el Monarca y el Ministro responsable de asuntos eclesiásticos


pertenezcan a la Iglesia nacional sueca, todos los demás ciudadanos tienen libertad
religiosa. Todos los niños nacidos, cuando al menos uno de los progenitores pertenece a
la Iglesia sueca, se incorporan a ella automáticamente, sin necesidad de Bautismo, a
menos que en el plazo de seis semanas se renuncie a esta pertenencia. Las leyes que
rigen a la Iglesia sueca se elaboran en el Parlamento y comprenden desde la liturgia
eucarística, hasta los himnos, o la pertenencia religiosa, además de los aspectos
organizativos, propiedades eclesiásticas y régimen del personal a su servicio. A partir de
1992 el parlamento sueco delegó en el Sínodo (la más alta institución con poder de
decisión en la Iglesia sueca), la facultad de decidir sobre cuestiones doctrinales, los
himnos, el culto y las misiones, entre otros asuntos. En el Informe de la Comisión
Parlamentaria de 1994 relativa a las futuras relaciones entre el Estado y la Iglesia de
Suecia, se contenía la indicación de que en la medida de lo posible el Estado adoptase
una actitud neutral hacia las distintas confesiones. La Iglesia de Suecia, sus parroquias
y asociaciones interparroquiales tienen personalidad jurídico-pública.

En Finlandia, a partir de 1922, quedó definida la posición de Derecho público de las


Iglesias luterana y ortodoxa. Desde 1993 el Ordenamiento de la Iglesia luterana
contiene una ley emanada de los poderes públicos que regula la relación entre esta
Iglesia y el Estado, mientras que un reglamento emanado de la propia Iglesia se ocupa
de los asuntos doctrinales e intraeclesiásticos.

2.1.2. Financiación de las confesiones

La Ley sobre asuntos económicos de la Iglesia Nacional Danesa, establece tres fuentes
de financiación: los impuestos eclesiásticos, a los que están obligados todos los
miembros de la Iglesia; las ayudas directas del Estado que se extienden a los salarios
de los ministros de la Iglesia danesa, a la conservación de los edificios de culto de valor
histórico, y al mantenimiento de las sepulturas; la tercera fuente de ingresos son las
rentas del patrimonio eclesiástico. Sólo la Iglesia Nacional danesa tiene derecho a la
ayuda económica del Estado. Normalmente, las demás confesiones se organizan como
asociaciones privadas y se financian a través de los ingresos de sus miembros. Las
entidades benéficas, educativas y asistenciales de las confesiones están sometidas al
régimen de Derecho común; dentro del mismo están bajo el control de los poderes
públicos y pueden recibir ayudas de éstos.

En Inglaterra la única financiación estatal es la que va dirigida al sostenimiento de


edificios que tienen interés histórico-artístico. Las confesiones disfrutan también de
algunas exenciones tributarias de las que gozan otras entidades sin fin de lucro, y los
capellanes o ministros de culto de las Fuerzas armadas, el Servicio Nacional de Salud y
el Servicio Penitenciario son retribuidos por el employing service.

En Grecia, cada confesión religiosa tiene sus fuentes de financiación propias,


provenientes de su patrimonio y de los donativos de sus miembros. El Estado asume
casi por completo las necesidades económicas de la Iglesia mayoritaria. Esta cobertura
incluye las subvenciones directas e indirectas, además de la retribución del clero y de
los laicos al servicio de la Iglesia ortodoxa. Las confesiones religiosas gozan de
exenciones impositivas (impuesto de patrimonio inmobiliario, de transmisiones
patrimoniales, donaciones y herencia). De beneficios fiscales aún más amplios goza el
Monte Athos.

La Iglesia de Suecia se sustenta principalmente a través del impuesto eclesiástico. A


esta fuente de ingresos se añaden las rentas provenientes de sus propiedades (sobre
todo terrenos y bosques, cuyo origen se remonta a la Edad Media, pues para que se
pudiera asignar un ministro a una parroquia, ésta tenía que ser capaz de construir la
iglesia, la casa parroquial y sostener al ministro). En Finlandia, tanto la Iglesia luterana
como la ortodoxa están legitimadas para detraer impuestos religiosos de sus miembros.
Estos impuestos son recaudados por las autoridades públicas junto con los impuestos
estatales municipales. Las personas jurídicas también son sujetos pasivos del impuesto
eclesiástico, cuando la mayoría de las personas físicas que las integran profesan la
confesión luterana. Además de las Iglesias luterana y ortodoxa, otras confesiones
también están exentas del impuesto estatal sobre la renta.

2.1.3. Enseñanza religiosa

La instrucción religiosa en las escuelas danesas es el cristianismo evangélico-luterano


de la Iglesia nacional danesa. La enseñanza religiosa es obligatoria en todos los cursos
escolares excepto en los niveles de preparación para la confirmación, en los que se trata
de facilitar que los alumnos acudan a la preparación de la confirmación que el sacerdote
imparte en la parroquia. Tanto los profesores como los alumnos pueden solicitar la
exención de impartir o recibir clase de religión. Otras confesiones religiosas distintas de
la Iglesia Nacional Danesa han erigido escuelas privadas, reconocidas en el sistema
educativo danés. En esas escuelas privadas se imparte enseñanza religiosa de otras
confesiones.

En Grecia, el contenido de las clases de religión en las escuelas ha de ser conforme a la


religión dominante. En un principio, podría impartirla cualquiera de los profesores, ya
que sólo un ortodoxo puede ser nombrado profesor de instituto. Este requisito se
extiende en la práctica a la educación primaria. La Ley n. 1771/1988 cambió la
situación. A partir de ese momento un no ortodoxo puede ser nombrado profesor en
escuelas primarias, siempre que en la escuela haya un ortodoxo, para que sea este
último quien imparta la clase de religión.

Por su parte, el objetivo de la educación religiosa del sistema escolar sueco es que se
informe a los alumnos de las diversas religiones en el mundo. Finlandia reconoce a
todos los alumnos de la escuela pública o de los niveles superiores de Bachillerato el
derecho a recibir clases de religión de su propia confesión. Esta clase está organizada y
sostenida económicamente por la propia escuela. Los profesores de religión pueden
formarse en una de las dos Facultades o Institutos de Teología de las Universidades
públicas, a las que pueden acceder estudiantes de distintas confesiones. Quienes no
pertenecen a ninguna confesión, reciben clases de ética.

La educación religiosa en las escuelas inglesas depende del carácter de la propia


escuela. En el caso de escuelas públicas, la educación religiosa no tiene un carácter
confesional, esto es, ligado a una sola confesión. Tienen el derecho de intervenir en los
programas de la asignatura de Religión, la Iglesia de Inglaterra, otras confesiones
cristianas, las autoridades locales y las asociaciones de profesores. Imparten esta
enseñanza los profesores del respectivo nivel de enseñanza, nombrados habitualmente,
pero sin que pueda ningún profesor ser obligado a impartirla.

2.1.4. Matrimonio religioso

En Dinamarca se puede contraer matrimonio religioso o civil, ante un ministro de la


Iglesia evangélico-luterana o de otro culto autorizado. En los casos de crisis
matrimonial, se prevé la posibilidad de conciliación por el sacerdote. En el Reino Unido
puede contraerse matrimonio civil bajo ceremonia religiosa. La Iglesia de Inglaterra y la
de Gales han visto reconocidas las respectivas formas de celebración de modo
completo; en el caso e otras confesiones, la ceremonia religiosa va precedida de
formalidades civiles previas. Las decisiones de los tribunales eclesiásticos no tienen
eficacia jurídica en el orden civil desde 1857.
Grecia introdujo en 1982 el matrimonio civil. Hasta entonces había sido obligatorio el
religioso. Antes de contraer matrimonio eclesiástico es necesaria la autorización del
metropolitano, y los matrimonios mixtos se celebran bajo la ceremonia de ambas
religiones. En materia de divorcio los únicos tribunales competentes son los civiles. Una
vez pronunciada la sentencia de divorcio, la Iglesia ortodoxa reconoce también la
disolución del vínculo.

A partir de la independencia de Finlandia en 1917, está vigente un régimen de


matrimonio civil subsidiario de los diversos matrimonios religiosos reconocidos (el
evangélico luterano, el ortodoxo y otros determinados en la ley de libertad religiosa).

2.2. Libertad religiosa con separación de Iglesia y Estado

2.2.1. Estatuto jurídico de las confesiones y reconocimiento de su autonomía

Por lo que se refiere a Francia, no existe ninguna confesión religiosa reconocida


específicamente. El Estado francés, aun siendo laico, regula las asociaciones de culto,
atribuyéndoles normas de Derecho especial, favorable en unos casos y desfavorable en
otros (no pueden bajo ningún concepto recibir subvenciones del Estado, ni de los
departamentos, ni de los municipios, art. 19 de ley de 1905). Las únicas ayudas
públicas no prohibidas, son las destinadas a la conservación de monumentos históricos
(a partir de 1908). Las asociaciones de culto (tanto si son confesiones como si se trata
de entes integrados en una Iglesia) pueden beneficiarse de las exenciones fiscales que
paulatinamente se han ido introduciendo. La Iglesia católica no se constituye en
asociación de culto, a tenor de la ley de 1905. La ley de 2 de enero de 1907, estableció
que el ejercicio público del culto podía garantizarse también al amparo de la ley de
general de asociaciones de 1901. Al término de la I Guerra Mundial se constituyeron las
asociaciones diocesanas, a tenor de las leyes de 1901, y 1905, aunque sin mencionar
que su finalidad exclusiva sea el culto. En 1923, el Consejo de Estado admitió que esta
práctica era conforme con las mencionadas leyes.

En Holanda, las Iglesias alcanzan la personalidad jurídica, a tenor de lo previsto en el


Código civil, que les reconoce una personalidad sui generis (distinta de las asociaciones
o fundaciones). El mismo texto legal atribuye a las Iglesias el derecho a establecer su
estructura y régimen internos.

En el Derecho irlandés no se contiene reconocimiento constitucional de confesión


alguna, desde 1972. En consecuencia, todas las confesiones son consideradas como
asociaciones voluntarias. Su estatuto jurídico es el de asociaciones sin capacidad
jurídica. Ante esta falta de capacidad jurídica, las propiedades eclesiásticas son
atribuidas a diócesis y parroquias en régimen de fideicomiso. La Iglesia de Irlanda, para
conservar la titularidad de ciertas propiedades, se constituyó el Representative Church
Body (1870), sujeto al Sínodo General.

A tenor de la Constitución irlandesa, toda confesión religiosa tendrá el derecho de regir


sus propios asuntos, poseer, adquirir y administrar bienes, muebles e inmuebles, y
mantener instituciones para fines religiosos o benéficos (art. 44, 2, 5). En este derecho
se incluye la facultad de que las confesiones dicten sus propias normas internas. Esta
derecho confesional es considerado como Derecho extranjero en Irlanda. No obstante,
los tribunales irlandeses han conocido en algunos casos sobre asuntos en los que se
ponía en cuestión la jurisdicción eclesiástica para juzgar de asuntos intraeclesiásticos.
Los tribunales irlandeses consideran al Derecho canónico como un hecho probado. El
derecho de las Iglesias a administrar sus propios asuntos, fue objeto de un
pronunciamiento constitucional, por parte del Tribunal supremo (McGrath y O Ruarirc y.
Trustees of Maynooth College). Se entendió que las confesiones religiosas tienen el
derecho de efectuar distinciones de trato jurídico entre clérigos y laicos, sin que ello
suponga inconstitucionalidad desde el punto de vista del Derecho irlandés.
2.2.2. Financiación de las confesiones

A partir de la ley de 1905 (art. 2), se suprime en Francia el presupuesto de cultos, que
sustentaba los ministros y los edificios de cultos, desde la nacionalización de los bienes
eclesiásticos de 1789. Las confesiones religiosas se sustentan, mediante fondos
privados y a través de ayudas indirectas del Estado.

En Holanda los ministros de culto de las Fuerzas Armadas y los centros penitenciarios
son sostenidos con fondos públicos, con el fundamento en el derecho al libre acceso a la
Religión. Las donaciones a las Iglesias disfrutan de exenciones fiscales y los
monumentos histórico-artísticos de propiedad confesional gozan de subvenciones
públicas para su mantenimiento y conservación.

Según el art. 44, 2, 2, de la Constitución de Irlanda, el Estado se compromete a no


financiar ninguna confesión religiosa. Este principio general tiene una excepción en el
ámbito educativo. Además, las donaciones o legados a favor de una confesión religiosa
están exentos de impuestos. Los lugares de culto también gozan de exención de
impuestos municipales. Los capellanes de las Fuerzas Armadas y de los centros
penitenciarios son remunerados con fondos públicos.

2.2.3. Enseñanza religiosa

Salvo en los tres Departamentos franceses que continúan bajo la vigencia de los
Concordatos de Alsacia y Lorena, en Francia los alumnos no tienen instrucción religiosa
en las escuelas públicas. Desde 1905, pueden nombrarse capellanes en las escuelas,
pero no son sostenidos económicamente por el Estado. El capellán, cuando lo hay, es
nombrado a propuesta de la autoridad religiosa, por el director del centro, y sostenido
por los padres y el obispado.

El sistema educativo de Holanda contempla la posibilidad de enseñanza religiosa en las


escuelas públicas, con carácter voluntario. Por vía jurisprudencial, se ha introducido la
enseñanza de creencias no religiosas en situación de paridad a la de las creencias
religiosas.

El art. 42, 4 de la Constitución irlandesa establece que “el Estado dispensará una
educación primaria gratuita y se esforzará en complementar la iniciativa privada e
institucional en materia de educación y concederle una ayuda razonable y, cuando lo
exija el bien público, proporcionará otras instalaciones o establecimientos educativos,
con el debido respeto, sin embargo, a los derechos de los padres, especialmente en
materia de formación religiosa y moral”. Por su parte, el art. 44, 2, 4 prescribe que la
legislación de ayuda estatal a las escuelas no hará discriminaciones entre los centros
sometidos a la dirección de las diferentes confesiones religiosas, ni ser de tal índole que
perjudique el derecho de todo niño de asistir a una escuela que reciba fondos públicos,
sin tener que recibir formación religiosa en dicha escuela. La obligación del Estado no es
proporcionar directamente la educación, sino velar por que se proporcione educación
primaria gratuita. La clase de religión de las escuelas es impartida por los profesores de
las mismas, en cuanto a su contenido, se supervisa por las autoridades eclesiásticas
correspondientes, no por el Ministerio de educación. Por lo que se refiere a las escuelas
secundarias irlandesas, éstas son en su mayoría confesionales, aunque su sostenimiento
sea fundamentalmente estatal. Se exige a las escuelas que los alumnos cuyos padres
desaprueban la instrucción religiosa, puedan no asistir a las clases de religión.

2.2.4. Matrimonio religioso

Como es sabido, en Francia desde el Código de Napoleón (1804), los cónyuges están
obligados a celebrar matrimonio civil antes que religioso. Además, existe para los
ministros la prohibición de celebrar matrimonio religioso antes del matrimonio civil
(arts. 199 y 200 del Código penal). No obstante, un matrimonio religioso celebrado en
el extranjero, conforme a la ley del lugar de celebración es reconocido como válido en
Francia. La jurisdicción religiosa y la civil en causas matrimoniales son independientes,
sin que se dé un reconocimiento civil de decisiones confesionales. El Estado irlandés
reconoce la eficacia civil de la celebración de matrimonios religiosos, siempre que
cumplan determinados requisitos civiles. Se les reconoce validez, incluso aunque no
hayan sido inscritos. En cambio, no goza de reconocimiento alguno la jurisdicción
religiosa sobre causas matrimoniales. Por su parte, en Holanda está vigente un régimen
de matrimonio civil obligatorio y no se reconoce eficacia civil al matrimonio religioso. La
celebración de matrimonio religioso sin celebración civil previa, supone que el ministro
de culto incurre en responsabilidad penal (art. 449 del Código penal).

2.3. Libertad religiosa con “separación cooperativa” de Iglesia y Estado

2.3.1. Estatuto jurídico de las confesiones y reconocimiento de su autonomía

Entre los Estados que hemos considerado pertenecientes a este sistema de separación
cooperativa, cabe mencionar a aquellos que como Italia o Alemania contienen ya en la
propia Constitución prescripciones concretas acerca del estatuto jurídico de las
confesiones y garantizan su autonomía. Así el art. 8, 1 de la Constitución italiana afirma
que “todas las confesiones religiosas son igualmente libres ante la ley”. Por su parte, el
párr. 2, reconoce que “las confesiones religiosas distintas de la católica tienen derecho a
organizarse según sus propios estatutos siempre que no contradigan el ordenamiento
jurídico italiano. Sus relaciones con el Estado se regularán por ley sobre la base de un
acuerdo con el representante correspondiente”. Para la Iglesia católica, el art. 7 del
mismo texto constitucional prevé: “el Estado y la Iglesia católica son soberanos e
independientes cada uno en su propio orden. Sus relaciones se regulan en los Pactos
Lateranenses. Las modificaciones de los pactos, aceptadas por las dos partes, no
requieren el procedimiento de revisión constitucional”. Junto a estos preceptos
constitucionales, cualquier confesión puede acceder al reconocimiento de personalidad
jurídica en el Derecho italiano, a través de las normas para las asociaciones privadas
previstas en el Derecho común: como asociaciones no reconocidas (arts. 36-38 del
Código civil italiano), o como asociaciones reconocidas (arts. 14-35 del mismo texto
legal), con una capacidad jurídica más amplia, pero también con mayores controles
estatales. Continúa vigente una norma de Derecho especial (la Ley que regula el
ejercicio de cultos admitidos en Italia de 1929), que equipara el fin de culto a los fines
benéficos y educativos, pero que como contrapartida, impone controles aún más
intensos que los de las asociaciones reconocidas. Una vez que una determinada
confesión haya firmado un acuerdo (intesa) con el Estado italiano, deja de estar sujeta
a la Ley de cultos admitidos del 1929, y su régimen pasa a ser el estipulado en la propia
intesa. Por razones históricas, tienen una situación excepcional, los valdenses (gozan de
posesión anterior al Estado), la Unión de Comunidades judías, y la Iglesia católica. Esta
goza de personalidad jurídica de Derecho público, sin que ello suponga que se asimile a
los sujetos de Derecho público integrados en la organización del Estado italiano. El art.
7,1 de la Constitución italiana reconoce la soberanía e independencia de la Iglesia
católica dentro de sus propios asuntos.

En la República Federal de Alemania, el art. 137, 2 de la Constitución de Weimar,


vigente por la remisión que hace el art. 140 de la Ley Fundamental de Bonn, permite
que las confesiones religiosas accedan al estatuto de Corporación de derecho público.
Esta categoría no supone que se inserten en el aparato del Estado, pero sí implica la
posibilidad de acceder a unos derechos únicamente aparejados a las confesiones con
este estatuto, como son extraer impuestos eclesiásticos e impartir clases de religión en
escuelas públicas, entre otros. Los requisitos para el reconocimiento de una confesión
como corporación de Derecho público, están recogidos en el precepto constitucional
antes mencionado, y tienden, a garantizar la duración de la confesión que alcanza ese
reconocimiento. El hecho de que una confesión haya adquirido su capacidad jurídica de
acuerdo con las normas del Derecho civil, no suponen en modo alguno merma de su
autonomía El Tribunal Constitucional Federal (BVerfGE 83, pp. 341 y ss.), ha llegado ha
interpretar muy favorablemente a las confesiones el art. 21 del Código civil alemán. Así
la Comunidad religiosa de Bahás’i interpuso un recurso contra una decisión judicial
denegatoria de la inscripción de una entidad local de dicha confesión. El motivo de la
denegación había sido que los estatutos contenían reglas que atribuían al Consejo
Nacional de Ministros de esa asociación el derecho a decidir sobre la expulsión de
miembros y la disolución de la misma, entre otras cuestiones. Ello había sido
considerado en las instancias judiciales anteriores, como contrario al principio de
autonomía asociativa que rige en el Derecho alemán. Sin embargo, el Tribunal
Constitucional entendió que las decisiones de los tribunales anteriores no respetaban el
derecho de libertad religiosa. Este derecho fundamental obliga a interpretar el derecho
de asociación religiosa del modo más respetuoso posible con la concepción que la
confesión tiene de sí misma. El ámbito de libertad en la interpretación de la norma
correspondiente, el Código civil en este caso, debe emplearse en este caso a favor de
las Confesiones.

También en Bélgica pueden encontrase dos tipos de confesiones; en este caso, las
reconocidas, y las no reconocidas. Las primeras (Iglesia católica, Iglesia protestante,
Iglesia anglicana, Iglesia ortodoxa griega, Iglesia ortodoxa rusa, Comunidad judía e
Islam), gozan de un amplio número de ventajas jurídicas y económicas. Por lo que se
refiere a la autonomía de las confesiones se aprecian ciertas vacilaciones
jurisprudenciales: desde pretender sólo un control formal hasta exigir la observancia del
art. 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos a las estructuras religiosas. Las
Iglesias en cuanto tales, del mismo modo que las diócesis, parroquias y otras
estructuras eclesiásticas, carecen de personalidad jurídica según el Derecho belga. Las
actividades que deseen promover las confesiones (caritativas, educativas, etc.) están
regidas por la legislación civil correspondiente. De ordinario, deben constituirse
personas jurídicas sin ánimo de lucro, como presupuesto para el ejercicio de dichas
actividades.

En Austria continúa aún en vigor la Ley relativa al reconocimiento legal de las


confesiones religiosas de 1874. Aunque las confesiones que eran ya “históricamente
reconocidas” antes incluso de esa ley, se rigen por leyes propias. Así, la Iglesia católica,
se rige por el Concordato entre la Santa Sede y la República de Austria de 1933, y por
los convenios que lo complementan. En el Concordato se garantiza la libertad legislativa
de la iglesia, se reconoce personalidad jurídico-pública en el Derecho austriaco a las
instituciones de la Iglesia católica que posean personalidad a tenor del Derecho
canónico. La erección o modificación de diócesis o provincias eclesiásticas requiere el
acuerdo previo con el gobierno federal. Todas las materias no incluidas en el
Concordato, son reguladas a tenor del Derecho canónico (art. XXII,1 del Concordato).
Por lo que se refiere al nombramiento de oficios eclesiásticos, subsiste aún la cláusula
política para los nombramientos episcopales. La Ley federal para los protestantes de
1961, supuso la equiparación de la Iglesia evangélica con la católica. Sin embargo, en
este caso, el Estado no interviene en el nombramiento de cargos eclesiásticos. A su vez,
existen otras leyes específicas para determinas confesiones: la Ley federal para la
Iglesia griega oriental de 1967, la Ley de la Comunidad Israelita de 1890 y para la
Comunidad islámica, la Ley de 1912, relativa al reconocimiento de los miembros del
Islam como comunidad religiosa.

A tenor de la Constitución de la república Portuguesa se establece un sistema de


separación e igualdad entre el Estado y las confesiones. Incluso, a tenor del art. 41, 4,
este principio constituye un límite material para cualquier reforma constitucional
(Miranda, Gomes Canotilho). La jurisprudencia del Tribunal Constitucional de Portugal
ha interpretado (Sentencia 423/87) que los principios establecidos en la Constitución
implican el reconocimiento de una amplia autonomía para las confesiones religiosas
(libertad de organización, de creación de centros, de estipular pactos con el Estado,
etc.).

2.3.2. Financiación de las confesiones


Con carácter general en centro Europa, la Revolución francesa supuso la
desamortización de los bienes eclesiásticos, ello supuso un cambio en el modo
tradicional de financiarse las Iglesias, que habían sido las rentas de sus propiedades y
las contribuciones de sus fieles. En gran medida, los poderes civiles asumieron lo que se
llamaba el sostenimiento del culto y el clero, sistema que continúa hoy vigente en
algunos de estos Estados. Así el art. 181 de la Constitución belga establece que los
salarios y las pensiones de los ministros de culto son asumidos por el Estado, aunque a
partir de 1993, también las organizaciones reconocidas por la ley que enseñen una
moral no confesional están equiparadas. Este país ofrece además otras ayudas: los
déficit de las parroquias y diócesis son asumidos por los presupuestos municipales, y los
edificios anejos a las parroquias gozan de las exenciones fiscales correspondientes a los
lugares de culto.

En otros Estados, como ocurre en el caso italiano, es el propio poder civil, el que ha
instado al cumplimiento de lo previsto en el ordenamiento canónico. Así, el Acuerdo de
Villa Madama, y la ley posterior n. 222, de 20 de mayo de 1985, han impulsado a la
aplicación de las normas del Código de Derecho Canónico que preveían la creación de
los Institutos diocesanos para el sostenimiento del clero. Desde el año 1990, los
contribuyentes italianos pueden elegir que el 0,8 % de la cuota tributaria
correspondiente al impuesto de la renta de las personas físicas se destine al Estado
italiano, para fines humanitarios o culturales, a la Iglesia católica, o a una de las
confesiones que hayan firmado intesa. La cantidad correspondiente a los ciudadanos
que no han indicado nada en su declaración de la renta, se distribuye
proporcionalmente (entre el Estado, la Iglesia católica y todas las confesiones con
intesa) a las elecciones expresadas por los contribuyentes. Los contribuyentes italianos
tienen asimismo la posibilidad de deducir de la suma imponible en el IRPF las
cantidades donadas (hasta un cierto límite) a las confesiones religiosas. Algunas
confesiones con intesa han renunciado a la asignación tributaria, otras han limitado la
posibilidad de disponer de las cantidades ingresadas por ese concepto sólo a fines
humanitarios. Por último, las Comunidades hebreas, que han renunciado a la asignación
tributaria, gozan de la posibilidad de recibir donaciones con exención tributaria para los
contribuyentes que las efectúen en una cantidad muy superior a las demás confesiones.

Puede decirse que en todos los Estados que se enmarcan en este sistema de separación
cooperativa, existe algún tipo de beneficios indirectos a los inmuebles de edificios
destinados al culto.

En Alemania, las confesiones con status jurídico de corporación de Derecho público


extraen de sus miembros un impuesto eclesiástico gestionado por los poderes públicos
que, a su vez, cobran a las Iglesias un tanto por ciento de lo recaudado por los gastos
de gestión. Se trata de un verdadero impuesto, porque es obligatorio para los miembros
de esas confesiones, y porque el Estado puede exigirlo coactivamente como cualquier
otro impuesto. Si un ciudadano no desea pagar este tributo debe efectuar una
declaración de salida de la respectiva Iglesia ante las autoridades civiles. El gasto que
ocasiona a los ciudadanos el pago de este impuesto, puede ser descontado en su
declaración de la renta como gasto extraordinario.

2.3.3. Enseñanza religiosa

El art. 24 de la Constitución de Bélgica garantiza la libertad de los padres de elegir y


organizar una instrucción educativa neutral (no vinculada a ninguna ideología
específica). Por lo que se refiere a la enseñanza religiosa en centros públicos, está
garantizada la posibilidad de elegir entre la enseñanza de la Religión de una de las
religiones reconocidas (6) y la enseñanza de Ética no religiosa durante el período de
enseñanza obligatoria. No obstante, cabe la posibilidad de exención de ambas
disciplinas, tanto por un fundamento religioso como no religioso (indiferentismo).

En el Acuerdo de Villa Madama se prevé la enseñanza de la Religión católica en Italia


para las escuelas públicas infantiles, primarias o elementales durante dos horas, y
durante una hora en las escuelas secundarias. Para el nombramiento de los profesores
de Religión es competente la autoridad correspondiente de la escuela estatal, a
propuesta del obispo diocesano. Sin el reconocimiento de la idoneidad por parte del
ordinario del lugar, o si este revoca la propuesta, no puede impartirse enseñanza
religiosa católica en la escuela pública italiana. El contenido de la enseñanza religiosa se
fija mediante acuerdo entre el Ministro de Instrucción pública y el Presidente de la
Conferencia episcopal italiana. Las confesiones religiosas con intesa firmada con el
Estado tienen la posibilidad de impartir enseñanza religiosa en los centros escolares
públicos mediante el sistema denominado de “libre acceso”. El Estado no asume el pago
de los profesores de Religión de otras confesiones distintas de la católica. Los alumnos
que no deseen cursar ningún tipo de enseñanza religiosa, pueden optar entre otras
actividades de estudio o ausentarse de la escuela.

En La Ley Fundamental de Bonn se prevé la enseñanza de la Religión en las escuelas


públicas con el carácter de asignatura ordinaria. El contenido de la clase lo determina la
propia confesión, y las Iglesias conceden la missio canónica (o licencia equivalente) a
los profesores que la imparten, que deben reunir además otros requisitos pedagógicos
determinados por el Estado. Ningún profesor puede ser obligado a impartirla. A partir de
los catorce años los alumnos deciden voluntariamente si la reciben o no; hasta
entonces, lo determinan quienes ejerzan la patria potestad.. Debido a que la enseñanza
es una competencia de los Estados federados (Länder) y no de la Federación, hay
diferencias entre ellos. Así, por ejemplo, en lo relativo a la enseñanza religiosa islámica,
que no había tenido acceso a la escuela pública, debido a que los poderes públicos no
habían encontrado una autoridad islámica que reuniese los requisitos de interlocutor
válido, a su juicio. Así, por ejemplo, a partir de la sentencia del Tribunal Administrativo
Superior de Berlín, de 4 de Noviembre de 1998, en ese Estado, la Confederación
Islámica de Berlín, puede impartir clases de Religión en las escuelas públicas, sin que
por ello haya alcanzado, no obstante, el carácter de asignatura ordinaria.

La enseñanza de la religión en las escuelas austriacas, está garantizada con el máximo


rango normativo en el art. 17, 4 de la Ley Fundamental del Estado sobre los derechos
fundamentales del ciudadano de 1867 (StGG). Se trata de un modo de concretar el
derecho de los padres a que sus hijos reciban la educación religiosa y moral que esté de
acuerdo con sus propias convicciones. En el art. 2, 1 de la Ley sobre organización de la
escuela se indica que la escuela debe proporcionar una apropiada educación en el
respeto a los valores religiosos, entre otros. Se contiene, pues, una referencia a los
valores religiosos en el artículo que define la finalidad del sistema educativo. La clase de
Religión compete a la confesión correspondiente en cuanto a su contenido. Por lo que
respecta a los aspectos disciplinarios entra dentro de las competencias de los órganos
de inspección escolar. En las escuelas públicas los profesores de religión son nombrados
por la Federación, los distintos Estados de la misma o las confesiones (Nota: en Austria
se consideran escuelas públicas aquellas en las que se imparten las clases a tenor de los
fines y tareas que el ordenamiento jurídico austriaco encomienda a la enseñanza, y en
las que, por tanto, las calificaciones expedidas tienen la misma validez que las
expedidas en centros cuyo titular es un poder público). Tal nombramiento sólo puede
recaer entre quienes hayan sido declarados como capaces y legítimos por la
correspondiente confesión. Es decir, la clase de Religión tiene un carácter confesional;
en todo lo demás se equipara a las demás asignaturas obligatorias. No se prevé la
enseñanza de una disciplina de Ética alternativa para aquellos alumnos que no cursen la
religión, o para aquellos colegios que no la ofrezcan. A partir de los 14 años cada
alumno puede decidir personalmente si quiere ser dado de baja en la clase de religión
de su respectiva confesión. Hasta esa edad deciden sus padres o tutores.

En Portugal la cuestión de la enseñanza religiosa en las escuelas es la que más


jurisprudencia constitucional ha originado, por lo que a las relaciones Iglesias-Estado se
refiere. En la Sentencia 423/87, el Tribunal Constitucional declaró que la existencia de
clases de religión en las escuelas públicas no lesiona la separación recogida en el art.
41, 4 de su Constitución, ni el de la laicidad de la enseñanza, (art. 43, 3). En otra
sentencia posterior (174/93), se reconoció la posibilidad de que la enseñanza de
Religión sea impartida con el carácter de asignatura ordinaria por profesores
funcionarios propuestos por la Iglesia católica.

2.3.4. Matrimonio religioso

A tenor del art. 21 de la Constitución belga, el matrimonio civil debe preceder siempre a
la ceremonia matrimonial religiosa. El Código penal (art. 267), establece penas para el
ministro de culto que, a pesar de esa prohibición, asista a tales matrimonios, excepto
cuando uno de los contrayentes se encuentre en peligro de muerte. Parecida situación
se da en Alemania. Por su parte, la anexión de Austria por la Alemania del Tercer Reich
(13 de marzo de 1938), produjo el inicio de la secularización del Derecho en materia
matrimonial. Aunque después de la restauración de Austria en 1945, al término de la II
Guerra mundial, se derogasen aquellas leyes promulgadas durante la ocupación que
fueran en contra de la verdadera democracia o contradijeran la concepción del Derecho
del pueblo austriaco, se mantuvieron, sin embargo, la ley de matrimonio de 6 de julio
de 1938 y la ley del impuesto eclesiástico de 1939. El Tribunal Constitucional austriaco
declaró inconstitucional la prescripción del art. 67 de la Ley de Estado civil de las
personas del año 1939 que prohibía que cualquier celebración religiosa del matrimonio
precediera a la civil. No obstante, la celebración de matrimonio religioso carece desde
entonces de relevancia civil, y es considerado un asunto interno de las confesiones.

En la República italiana el art. 8 del Acuerdo de Villa Madama reconoce efectos civiles a
los matrimonios celebrados según las normas del Derecho canónico, si dicho matrimonio
ha sido inscrito en el Registro del estado civil. El mencionado acuerdo prevé que
determinados matrimonios, que son válidos a tenor del Derecho canónico, no pueden
ser inscritos. Se trata de evitar que matrimonios canónicos, que no hubieran podido
celebrarse a tenor de las normas del Derecho civil, adquieran eficacia en el Derecho
italiano. La Corte de apelación italiana puede declarar la eficacia en el ámbito civil de las
sentencias de nulidad dictadas por los tribunales eclesiásticos siempre que sean
ejecutivas en el ámbito canónico, y cuando se den las condiciones previstas en el art.
797 del Código procesal civil para el reconocimiento de sentencias extranjeras en Italia.
Se supedita esta declaración de eficacia al hecho de que no se contenga ninguna
disposición contraria al orden público italiano. El texto del Acuerdo de Villa Madama
había dado lugar a controversia acerca de si tanto la jurisdicción civil como la canónica
eran competentes para declarar la nulidad de los matrimonios concordatarios. En una
Sentencia de la Corte constitucional de 1993, se ha confirmado que sólo los tribunales
eclesiásticos son competentes para declarar la nulidad de los matrimonios
concordatarios. En cambio, desde el año 1970 tanto los cónyuges de matrimonio
canónico como los que han contraído matrimonio civil pueden solicitar el divorcio
vincular.

Existe la posibilidad de contraer matrimonio religioso no canónico con reconocimiento de


efectos civiles en el Derecho italiano a tenor de la ley n. 1159 de 1929, o de la
correspondiente intesa con el Estado. Este reconocimiento de efectos civiles no conlleva,
sin embargo, el reconocimiento de la jurisdicción religiosa correspondiente (rabínica,
islámica, etc.), sino que una vez celebrado el matrimonio religioso queda sometido
plenamente a las normas civiles.

EL SISTEMA DE ESTADOS UNIDOS

Rubio López, José Ignacio. Facultad de Derecho Canónico San


Dámaso

I. El Pluralismo Religioso de la Sociedad Norteamericana


El panorama actual que ofrecen los Estados Unidos de Norteamérica, en el aspecto que
aquí nos ocupa, es el de un pueblo creyente con una progresiva intervención estatal en
el marco de una abierta guerra cultural entre posiciones secularizadas y creyentes. Lo
primero que sorprende es la capacidad de la sociedad estadounidense por acoger a todo
grupo o creencia religiosa que exista en el mundo. Se trata de un pluralismo religioso
que refleja la inmigración constante que los Estados Unidos han recibido desde sus
inicios. Durante el periodo colonial –nos referimos aquí a las trece primeras colonias
inglesas-, el núcleo religioso mayoritario fue el compuesto por los diversos grupos
nacidos de la reforma protestante. Los católicos y judíos ocupaban entonces un escaso
porcentaje. Las épocas posteriores conocerán una fuerte inmigración católica: irlandesa
y alemana primero, e italiana y polaca o centro-europea después. Por su parte, los
judíos llegarán en mayor número a la nación tras la situación surgida en la Alemania del
Tercer Reich. Así, puede decirse que la tradición judeocristiana siempre ha sido
dominante en esas tierras. Más aún, el cristianismo nunca ha dejado de ser la religión
mayoritaria. En el umbral del siglo XXI, los cristianos pertenecientes a los diversos
grupos protestantes ascendían a 90 millones, mientras que los católicos, con 61
millones de fieles, pasaban a ser el grupo cristiano mayoritario seguido de los miembros
de los diversos grupos baptistas (33 millones) y de los metodistas (13,5 millones). Aún
hay otros 40 millones más de americanos que se consideraban cristianos a pesar de no
pertenecer a ninguna Iglesia cristiana. En atención a estos datos, la sociedad
norteamericana sigue siendo religiosa, más aún, predominantemente cristiana: el 80%
de su población adulta en el año 2008. Eso sí, la presencia de tantas formas de culto
explica ese pluralismo y diversidad religiosa tan característicos de esta sociedad. De ahí
también la proliferación de casos de conflicto con normativas o prácticas estatales que
puedan interferir en la conducta creyente. Muchos consideran difícil atender
suficientemente esta diversidad. Respetar la singularidad propia de cada confesión o
grupo religioso sería una tarea poco menos que imposible en la actualidad. No faltan
tampoco quienes entienden que la consideración de esas particularidades –a través de
excepciones a la normativa general y no discriminatoria- llevaría a la anarquía y pondría
en peligro el orden público. Si la normativa se llenara de cláusulas eximentes se
convertiría en letra muerta. La única alternativa posible sería una legislación neutral y
de general aplicación. Y es que, a pesar de ser un pueblo religioso, hay voces que se
resisten a tomar en serio la religión como un factor de unidad nacional, apostando por
un secularismo constitucional para ese fin. En el mejor de los casos la religión debía
aceptar revestirse de un ropaje secular para ser tolerada en el discurso público.

Lo cierto es que este pluralismo religioso presenta, hoy en día, aspectos peculiares. Para
muchos, la religión se ha ido diluyendo en una experiencia íntima e individual, sin
referencia social o comunitaria. Este fenómeno de privatización del hecho religioso se
debe, entre otras circunstancias, al individualismo norteamericano, a una espiritualidad
difusa de carácter cósmico e intimista como la New Age, y a la atracción que ejerce
Oriente, en especial el Budismo. Sin embargo, también es verdad que la fuerte
inmigración hispana ha disparado el porcentaje de católicos que no entienden que su fe
deba quedar aparcada en el hogar o relegada a las sacristías de las iglesias. Además, en
las últimas décadas, se ha constatado un crecimiento espectacular de la derecha
conservadora o republicana de corte religioso: Moral Majority o Christian Coalition. Es
así como un sector del cristianismo protestante, al que se añaden decididos grupos
católicos, ha plantado cara al desafío secular interviniendo públicamente en defensa del
derecho a la vida (es decir, en contra del aborto, de la eutanasia o del suicidio asistido y
de la ingeniería genética) o de la oración en las escuelas y a favor de la familia fundada
sobre el matrimonio entre hombre y mujer (frente al pretendido ‘matrimonio’ entre
personas del mismo sexo, same-sex marriage).

Finalmente, los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001 y el clima bélico
posterior han propiciado un mayor acercamiento a lo espiritual. Si creció, en un primer
momento, la asistencia a las Iglesias y la participación colectiva en actos religiosos, el
tiempo se ha encargado de acentuar el intimismo religioso. En todo caso, la cuestión es
que va en aumento el número de americanos que dicen no identificarse con ninguna
religión, bien sea porque se consideran ateos o porque participan de creencias difusas o
sin identidad. Este es el tema de mayor interés en nuestra reflexión. Veremos en su
momento que el derecho norteamericano de libertad religiosa tuvo un origen y un
horizonte de configuración religioso o creyente que hoy no es fácilmente percibido. En la
actualidad, esta libertad sigue siendo considerada como pieza fundamental del sistema,
como la primera de las libertades, pero ahora ha pasado a ser juzgada e interpretada
por espíritus seculares que carecen de sus claves de comprensión, en cuanto no vividas
o expresamente rechazadas. No es de extrañar entonces que se haya planteado
abiertamente en la academia la conveniencia de una lectura secular de la Primera
enmienda.

Un segundo rasgo define la actual sociedad norteamericana: el incremento de la


intervención estatal, propia de un Estado del bienestar. La comprensión moderna del
Estado liberal ha sufrido una evolución significativa. Hoy se entiende superada la no-
injerencia propia de sus inicios en muchos aspectos. En los primeros estadios del Estado
liberal, la experiencia religiosa (en sus dimensiones individuales y comunitarias) se
dejaba a la iniciativa de los particulares dentro del respeto de ciertos límites impuestos
por la garantía de la paz, del orden público o del disfrute de la libertad de los demás.
Los campos de la educación y de la asistencia social fueron tradicionalmente espacios
ocupados por la actividad religiosa, con escasa o nula intervención estatal. En los
Estados Unidos las cosas comenzaron a cambiar, en primer lugar, en el sector
educativo. La inmigración católica de finales del siglo XIX y la proliferación de escuelas
parroquiales hizo al Estado intervenir en el sector de la enseñanza, surgiendo la escuela
pública. Desde entonces, el Estado ha ido reivindicando un espacio cada vez mayor de
intervención. Asistimos, entonces, al crecimiento de un comprensivo Estado
administrativo, regulador de numerosos aspectos de la vida de sus ciudadanos, antes
dejados a su libre arbitrio. En la actualidad son muy pocas las actividades sobre las que
el Estado aún no se haya pronunciado. Allá donde surge una nueva realidad, la sombra
del Estado se hace presente de múltiples formas. Más aún, se corre el riesgo de
entender que la autonomía del sujeto es una concesión del Estado.

Esta situación ha provocado, al menos, las dos siguientes consecuencias en el derecho


de libertad religiosa: el incremento de las controversias y la imposición de la ideología
estatal. Por un lado, los supuestos de conflicto con la conciencia creyente han crecido en
proporción directa a la intervención estatal. Si la sociedad religiosa se diversifica y el
Estado se hace cada vez más presente, la polémica está servida. Por otro lado, la
actuación del Estado no ha sido neutral desde el momento que la autoridad civil ha
tomado partido por una concreta ideología: la secular. Así ha entrado en escena una
filosofía con pretensión de universalidad. Los espacios reservados al discurso creyente
se han visto paulatinamente reducidos por la presencia global de lo secular. La religión
pretende ser ahora desterrada del escenario público y ha pasado a ser autorizada
dentro de los muros de las iglesias. El problema es que la iglesia o la mezquita también
es, en cierto sentido, un espacio ‘público’ en el que se pueden verter ideas o
consideraciones que pondrían en peligro esa filosofía totalizadora. Y es que la nueva
ideocracia secular es un credo combativo que se sirve del poder público para imponer
sus intereses bajo apariencia de neutralidad. Entonces, las fronteras desaparecen y se
desean sobrepasar los muros de las iglesias en el deseo de controlar el discurso
creyente. Hoy se piensa que la neutralidad es sinónimo de secularidad, cuando lo
neutral sería respetar toda creencia, cualquiera que fuera su contenido (secular o
creyente).

Por último, el otro gran rasgo característico de la sociedad norteamericana de nuestros


días es el de la guerra cultural en la que parece estar inmersa. Una sociedad religiosa
dividida en grupos diversos y un Estado secular omnipresente hacen que el
enfrentamiento sea inevitable. La revolución de los derechos civiles que vivió Estados
Unidos en los años 60 del siglo XX puso en marcha un proceso que no se puede
considerar cerrado. A partir de ese momento, toda una cultura de derechos impregnó el
debate político-social y cultural de la nación. De este modo, cualquier aspiración
individual o social revistió la forma reivindicativa de un derecho planteado en términos
absolutos. Los afro-americanos, primero, encendieron la llama de una mecha que llega
hasta nuestros días. Después, el aborto y el divorcio delimitaron los términos de la
discusión durante las décadas de los 70 y 80. Y, finalmente, los grupos en defensa de
los derechos de los homosexuales tomaron el testigo a finales de los 80 y no lo han
dejado desde entonces. Además, otras cuestiones como el derecho a decidir sobre el
punto final de la vida humana o a investigar en el campo de la genética, la oración en
las escuelas o las manifestaciones religiosas en la sociedad americana siguen
alimentando la polémica. Y es que, en cada uno de estos aspectos, las posiciones
creyentes y seculares entran en contradicción. Más aún, en estos ejemplos se ha
buscado desacreditar o trivializar la respuesta creyente al considerar que la religión no
puede ser tomada en serio por los espíritus racionales del siglo XXI. La creencia en un
Ser Supremo –origen y final de una historia que mantiene en el presente- es algo que
se considera una etapa afortunadamente superada. No hay más verdad que la física o
material y la realidad de Dios ha dejado de ser verificable para una sociedad en la que
ya no está presente. Como reliquia histórica, se permite la contemplación de la religión
en los museos de las Iglesias, pero no en el debate público donde se ha impuesto, como
regla de actuación, la ausencia de Dios: etsi Deus non daretur. Así, la ideología secular
margina el discurso de Dios en ambos lados del Atlántico. Lo peculiar de la sociedad
norteamericana es la existencia de voces enérgicas en contra de esta pretensión. Hay
creyentes que se resisten al silencio y desafían abiertamente las nuevas ideocracias

II. El Derecho de Libertad Religiosa en los Estados Unidos de América

El tratamiento jurídico de la libertad religiosa en los Estados Unidos se mueve entre la


protección federal y estatal que otorgan las Constituciones, la legislación y los
tribunales. A esta tutela legislativa y judicial debe añadirse el papel del ejecutivo
nacional que –de modo singular en las dos últimas administraciones republicanas (del
2000 al 2008)- se ha revelado decisivo en la defensa y promoción de esta libertad, en
especial a través de los Departamentos de Justicia y de Estado.

2.1. Tutela Legislativa

Por lo que se refiere al legislativo, la Constitución norteamericana de 1787 fue aprobada


sin comprender un cuerpo de derechos, aunque con la posibilidad de introducir
Enmiendas en su artículo cinco. Pronto se vio la necesidad de incluir una relación de
derechos fundamentales. Así, entre el año 1789 (las diez primeras) y el de 1971 (la
vigésimo sexta) se presentaron 27 enmiendas que fueron ratificadas desde 1791 (las
diez primeras) a 1992 (la vigésimo séptima presentada en 1789). Estas Enmiendas
constituyen la declaración de derechos o el Bill of Rights federal. Pues bien, el derecho
de libertad religiosa figura en las dos primeras cláusulas de la Primera de esas
enmiendas (First Amendment): la cláusula de libre ejercicio (free exercise) y la de no
establecimiento de la religión (non-establishment). Una y otra aseguran que el
Congreso no promulgará ley alguna para el establecimiento de una religión o para la
prohibición del libre ejercicio de la misma. De este modo, al menos textual y
cronológicamente, la libertad religiosa figura, en el derecho norteamericano, como la
primera libertad. Cuando se habla aquí de libre ejercicio de la religión (la free exercise
clause) se piensa en tres clases diferentes de derechos. Por un lado, tendríamos la
libertad individual de realizar actividades religiosas (conductas y no meras creencias) en
servicios de culto, en las escuelas o en actividades de difusión, entre otras posibles.
Además, por otra parte, la cláusula comprendería el derecho de las diversas confesiones
a no sufrir injerencia en su organización interna y a gozar así de la necesaria
autonomía. Pero también, en tercer lugar, el libre ejercicio de la religión garantizaría un
derecho de objeción de conciencia ante la actuación del poder civil. Esta es la razón por
la que, primero, la doctrina italiana y, después, la española acudieron al sistema
norteamericano en relación a la objeción de conciencia. Por su parte, la cláusula de no
establecimiento de la religión (non-establishment clause) impediría el respaldo oficial de
una determinada religión e impondría así un sistema propio de neutralidad o separación
entre la Iglesia y el Estado.

Siguiendo con la protección legislativa, el contenido de la Constitución nacional se ha


visto acompañado recientemente por legislación federal: primero con la Religious
Freedom Restoration Act (RFRA) de 1993 y después con la Religious Land Use
Institutionalized Persons Act (RLUIPA) del 2000. La RFRA fue aprobada por el Senado de
los Estados Unidos el 27 de octubre del año 1993, tras el respaldo de la Cámara de
Representantes el 3 de noviembre. El Presidente Clinton la firmaba trece días después el
16 de noviembre. Esta ley fue consecuencia de la presión que sobre el Congreso
realizaron diversos movimientos religiosos y por los derechos civiles (una amplia
coalición que agrupaba, entre otros, a cristianos, judíos, musulmanes, sikhs,
humanistas, amén de otras organizaciones seculares) que se unieron en una liga en
defensa de la libertad religiosa tres años después de una controvertida decisión del
Tribunal Supremo en 1990 (Smith). Por su parte, la RLUIPA fue aprobada por el
Congreso el 27 de Julio del 2000, después de diversos intentos (en 1998 y 1999) de
una Religious Liberty Protection Act (RLPA). Así, puede decirse que la protección
legislativa que recibe la libertad religiosa en los Estados Unidos, en el ámbito federal, es
básicamente: la garantía constitucional de las cláusulas religiosas de la Primera
enmienda; el amparo federal de la ley de 1993; y, finalmente, la protección de la ley del
2000 en los dos únicos supuestos que contempla (urbanismo y personas ingresadas en
ciertas instituciones). A estos textos habría que añadir también otras disposiciones
contenidas en leyes como las siguientes: Civil Rights Act; Americans with Disabilities
Act; Civil Rights of Institutionalized Persons Act (CRIPA); Trafficking Victims Protection
Act; Fair Housing Act; o la Equal Credit Opportunity Act (ECOA).

Por su parte, también las Constituciones de cada Estado han incluido las dos cláusulas
de free exercise y de non-establishment. Y, una vez que el Supremo de los Estados
Unidos declaró inconstitucional la aplicación estatal o local de la RFRA del 93 (City of
Boerne, 1997), diversos Estados procedieron a la aprobación de sus propias leyes
estatales de restauración (las llamadas state RFRAs). Aquí podrían distinguirse tres
garantías: la constitucional de las cláusulas; la legislativa federal de la RLUIPA que es
de aplicación estatal, mientras no se declare su inconstitucionalidad (lo que no ha
ocurrido hasta el momento); y la legislativa estatal de las RFRAs. Sin embargo, no
todos los Estados han actuado así: algunos no han considerado necesario aprobar esa
legislación específica, otros lo han procurado sin gran éxito, y, finalmente, no falta
quienes aún lo siguen intentando. En todos estos supuestos, la libertad religiosa vendría
garantizada por las dos cláusulas constitucionales y por la legislación federal del 2000
en los dos casos previstos en ella.

2.2. Tutela Judicial

En relación al amparo judicial de la libertad religiosa, éste se verifica a través del


sistema jurisdiccional norteamericano que viene determinado por la estructura federal
de la nación. Es posible distinguir así dos esferas (estatal y federal) y tres instancias en
cada una de ellas. Por un lado, en el nivel federal se encuentran el Tribunal Supremo de
los EE.UU. (United States Supreme Court, USSC), los Tribunales de Apelación (Courts of
Appeal o Circuits) y los de Distrito (District Courts). Actualmente la nación está dividida
en 94 distritos judiciales y 11 tribunales de apelación (circuitos), mientras el duodécimo
circuito federal interviene en apelación de tribunales especiales, como el Court of
Claims. La jurisprudencia federal se encarga de cuestiones federales e interestatales. La
cúspide del sistema la ocupa el Supremo que ejerce la supremacía doctrinal sobre el
ámbito federal y estatal. Como advirtiera el juez asociado Robert Jackson en un
conocido aforismo del Supremo escrito en 1953: “Nosotros no somos últimos porque
seamos infalibles, sino que somos infalibles sólo porque somos últimos” (Brown v. Allen,
344 U.S. 443, at 540 (1953) [Jackson, J., concurring in the result]) .Por otra parte, en
el ámbito estatal se reproduce la misma estructura vista en el federal. Los Tribunales
estatales se componen de Cortes Supremas en cada Estado, de Tribunales de Apelación,
y de Juzgados de primera instancia. A los Tribunales estatales les correspondería
conocer cuestiones estatales o federales. Pues bien, el derecho de libertad religiosa ha
recibido el amparo de los Tribunales en los dos órdenes (federal y estatal). Y aunque el
nuevo federalismo norteamericano, al insistir en la soberanía estatal, ha revitalizado la
jurisprudencia de cada Estado, la doctrina de los Tribunales federales, en especial del
Supremo, sigue siendo determinante en la comprensión de los derechos civiles.
El Tribunal Supremo de los Estados Unidos interviene, desde los inicios del siglo XIX con
la decisión Marbury v. Madison, 5 U.S. (1 Cranch) 137 (1803), en el control de
constitucionalidad de las leyes –sean estatales o federales-, bien a través del
correspondiente recurso de apelación o del writ of certiorari. Siendo esto así, este alto
tribunal no aplicó, antes de 1940, la Primera enmienda a los Estados de la Unión salvo
en contadas excepciones: en concreto fueron estos tres supuestos, dos referidos a
financiación estatal, Quick Bear v. Leupp, 210 U.S. 50 (1908) y Bradfield v. Roberts,
175 U.S. 291 (1899), y el conocido caso sobre la poligamia de los mormones, Reynolds
v. United States, 98 U.S. 145 (1878). La llamada doctrina de la incorporación (definida
por primera vez en Barron v. Baltimore, 7 Peters 243 (1833) y aplicada por el Supremo
a partir de 1925 en New York v. Gitlow, 268 U.S. 652 (1925), afectará en 1940 a la
cláusula de free exercise en Cantwell y en 1947 a la establishment clause en Everson;
mientras que jueces como Cardozo, en Palko v. Connecticut, 302 U.S. 319 (1937),
defendía una incorporación parcial, defensores de una incorporación total fueron los
magistrados John Marshall Harlan y Hugo L. Black, finalmente prevaleció una especie de
incorporación selectiva de la que la Corte Warren se sirvió en la época de la Civil-Rights
Revolution) es la que actuará de cauce, a partir de los años 40 del siglo XX, para la
extensión de la Primera enmienda a los Estados, a través de la Decimocuarta, desde el
momento en el que esta última enmienda afirma que ningún Estado podrá, sin el debido
proceso legal, privar a un ciudadano de su libertad. Además, la más famosa nota a pie
de página que se haya escrito en las sentencias del Supremo contribuirá también a ese
proceso, a través de la noción de libertades preferentes que precisan un escrutinio más
alto (United States v. Carolene Products Co., 304 U.S. 144, at 152 footnote 4 (1938)
[Stone, J., delivering]). Así es como, las decisiones Cantwell v. Connecticut, 320 U.S.
296 (1940) [un caso en el que unos testigos de Jehová (los Cantwell) fueron arrestados
en New Haven (Connecticut) por incumplimiento de la normativa municipal sobre ciertas
actividades en la calle y alteración del orden público; el altercado fue producido por un
discurso religioso contrario a la religión católica] y Everson v. Board of Education, 330
U.S. 1 (1947) [aquí un contribuyente, Everson, denunció una normativa estatal de New
Jersey en materia educativa por la que los padres católicos podrían beneficiarse de un
programa de reembolso de los gastos causados por el transporte escolar de sus hijos
matriculados en escuelas parroquiales] del Supremo de los Estados Unidos aplicarán,
respectivamente, las cláusulas federales de libre ejercicio y de no establecimiento de la
religión a los Estados de Connecticut (Cantwell) y de New Jersey (Everson). Se asiste
entonces a la separación oficial de la libertad religiosa en sus dos cláusulas, a través de
una jurisprudencia independiente, aunque con constantes influencias recíprocas. En este
tiempo, la cláusula de libre ejercicio de la religión ha contado con dos decisiones
fundamentales: Sherbert (1963) y Smith (1990). En la primera de ellas, Sherbert v.
Verner, 374 U.S. 398 (1963), el Supremo concedió los beneficios por desempleo que le
habían sido negados a una trabajadora adventista, Adele Sherbert, de South Carolina
despedida tras su negativa a trabajar en sábado. El segundo caso, Employment
Division, Department of Human Resources of Oregon v. Smith, 494 U.S. 872 (1990),
surgió tras el despido de unos trabajadores por consumo ritual de un tipo de droga,
peyote, empleada por los indios americanos. El Supremo no les reconoció la
compensación por desempleo que solicitaban. Por su parte, la cláusula de no
establecimiento recibió su principal interpretación constitucional en la sentencia Lemon
(1971). En esta ocasión, Lemon v. Kurtzman, 403 U.S. 602 (1971), se hallaba en juego
la validez de dos normativas en materia educativa de Rhode Island y de Pennsylvania.
Esas normas garantizaban diferentes tipos de ayuda escolar de las que podrían
beneficiarse las escuelas parroquiales en educación elemental y secundaria. El Supremo
declaró su inconstitucionalidad y fijó un criterio tripartito para resolver casos de no
establecimiento.

Así fue como las dos cláusulas religiosas de la Primera enmienda se separaron y, desde
entonces, los estudios que se han ido realizando sobre libertad religiosa en los Estados
Unidos suelen distinguir dos grandes apartados, referidos a cada una de las dos
cláusulas. Además, jueces y autores han venido vertiendo sobre el enunciado de la
Primera enmienda su particular comprensión de la libertad y del derecho de libertad
religiosa. Y, al final, el resultado de todas esas aportaciones ha llevado al carácter
vacilante, impreciso, confuso y contradictorio de la jurisprudencia norteamericana sobre
libertad religiosa. Si una lectura fuerte de la cláusula de libre ejercicio exigiría lo que
excluiría una visión rígida del no establecimiento, una separación estricta haría
imposible el libre ejercicio de la religión en el actual Estado del bienestar. Esto es lo que
se ha podido observar en los tres últimos periodos del Tribunal Supremo, bajo la
presidencia de los jueces Warren, Burger y Rehnquist. En primer lugar, los años Warren
(1953-1969) mantuvieron la firme separación en la comprensión de la non-
establishment clause y operaron con una visión generosa de la cláusula de libre
ejercicio. En segundo lugar, la Corte Burger (1969-1986) conservó el muro de
separación en relación con la cláusula de no establecimiento, pero fue debilitando la
esfera del libre ejercicio. Finalmente, bajo la presidencia de Rehnquist (1986-2005), el
Supremo fue trabajando con una lectura restrictiva de la cláusula de free exercise (el
principio de neutralidad formal del juez Scalia) y con una visión menos fuerte del no
establecimiento (permitiendo diversas adaptaciones: accommodations). En estos límites
(frágil free exercise y débil non-establishment) se ha planteado el debate sobre libertad
religiosa en los últimos años. Aún es pronto para enjuiciar debidamente la actual Corte
Roberts (2005- ). Pero sí estamos en condiciones de presentar ahora el contenido
concreto de la tutela judicial del derecho norteamericano de libertad religiosa en cada
una de esas dos vertientes.

Comencemos por la free exercise clause. En atención al contenido reciente de la


interpretación jurisprudencial del derecho de libertad religiosa, el Supremo –en la pluma
del juez Scalia- consagró un principio de neutralidad formal en el libre ejercicio de la
religión. Era el año 1990, Estados Unidos luchaba contra las drogas y el consumo ritual
del peyote se vio afectado en la decisión Smith. A partir de entonces, cualquier
limitación del free exercise sería posible ante una normativa o práctica neutral y de
general aplicación. Atrás quedaba la operación de equilibrio de intereses (balancing
test) mantenida desde Sherbert (1963). En efecto, en esta última decisión de la Corte
Warren, el Supremo procedió a un análisis riguroso de los intereses enfrentados (strict
scrutiny) en el caso de esta libertad preferente. Según este examen, el interés público
alegado debía ser lo bastante poderoso (compelling state interest) y representar la
medida menos restrictiva (least restrictive means) si deseaba prevalecer sobre el
derecho de free exercise. Pues bien, el caso es que tres años después de la decisión
Smith, las Cámaras legislativas respaldaron una ley de restauración de libertad
religiosa: la Religious Freedom Restoration Act (RFRA) de 1993. Sin embargo, la
polémica continuó hasta que el Tribunal Supremo, en la sentencia City of Boerne v.
Flores, 521 U.S. 507 (1997) [el ayuntamiento de esta pequeña ciudad de Texas no
concedió la licencia de obras para la ampliación de una iglesia católica situada en su
distrito histórico; entonces el arzobispo católico de la diócesis de San Antonio (Texas)
invocó sin éxito la aplicación estatal de la RFRA del 93], invalidó esta ley –en su
aplicación estatal- por entender que el Congreso se había excedido en sus facultades,
invadiendo las competencias de los Estados. Más tarde, un nuevo intento legislativo
encontró el apoyo del Congreso en la Religious Land Use and Institutionalized Persons
Act (RLUIPA) del 2000. La Corte Rehnquist sostuvo, en su último año, la validez de esta
legislación, por lo que se refiere al segundo supuesto de personas internas en ciertas
instituciones, en Cutter v. Wilkinson, 544 U.S. 709 (2005): varios presos de Ohio
denunciaron el departamento estatal de prisiones por no acomodar su política a ciertas
prácticas religiosas neopaganas (Wicca y Asatru) o marginales (culto satánico y una
religión supremacista blanca), tales como: acceso a su propia literatura religiosa,
oportunidades de oración similares a otros grupos mayoritarios, empleo de prendas y
otros objetos religiosos o asistencia de un propio capellán); pues bien, el Supremo
aplicó la sección 3 de la RLUIPA del 2000 sin entender que la misma supusiera una
violación de la cláusula constitucional de no establecimiento. Y al año siguiente, la
recién estrenada Corte Roberts se pronunció a favor de la constitucionalidad de la RFRA,
en su aplicación federal, en la sentencia Gonzales v. O Centro Espirita Beneficiente
União Do Vegetal, 546 U.S. 418 (2006). En este caso, la administración norteamericana
prohibió la importación y tenencia de un tipo de té alucinógeno (ayahuasca) que
empleaba un pequeño grupo religioso de origen brasileño como un elemento esencial de
su religión. Ese grupo reclamó la aplicación federal de la RFRA del 93, lo que le permitió
al Supremo dirimir la cuestión en una sentencia firmada por el Chief Justice Roberts
para un tribunal unánime. Este grupo podría seguir con el uso sacramental de esa clase
de té, al menos hasta que el gobierno pudiera demostrar, en este caso, la existencia de
un poderoso interés estatal en el cumplimiento de su legislación antidroga. Por último,
el 28 de junio de 2010 el Tribunal Supremo resolvió un caso en contra del derecho de
expresión religiosa de un grupo de abogados y estudiantes de Derecho cristianos, la
Christian Legal Society, en una sentencia redactada por la juez Ginsburg con el voto
favorable de Kennedy. En este caso, una Facultad de Derecho estatal, pública, de
California, el Hastings College of the Law dentro de la University of California, se negó al
reconocimiento oficial de ese grupo cristiano por su normativa interna, según la cual los
miembros de la Christian Legal Society debían hacer una “Declaración de Fe” y dirigir
sus vidas según los principios prescritos en ella (la aceptación de Jesucristo como
Salvador, la inspiración sagrada de la Biblia y el rechazo de la homosexualidad figuraba
entre ellas). El caso es que no reconocerles como un grupo oficial suponía para ellos un
trato discriminatorio por el que no podían acceder a fondos e instalaciones de la
universidad, además de a ciertos canales de comunicación o al uso del logotipo de la
Facultad. El noveno circuito falló en contra de las pretensiones de esa asociación
cristiana y el Tribunal Supremo confirmó la sentencia apelada en una reñida votación de
5 a 4. Frente a la argumentación de Ginsburg, el juez Alito defendió la política de
admisión del grupo como un derecho de expresión religiosa protegido por la garantía
constitucional del free exercise. Alito contó con el respaldo del Chief Justice Roberts y
de los jueces Scalia y Thomas. La argumentación del caso ante el Tribunal Supremo en
defensa de los intereses del grupo corrió a cargo de Michael McConnell, anterior juez
federal que había figurado en las quinielas para ocupar un puesto en el Supremo. La
sentencia del Supremo fue. Christian Legal Society v. Martinez, 2010 US LEXIS 5367
(June 28, 2010). Por su parte, la decisión recurrida del noveno circuito fue, Christian
Legal Soc'y Chapter. of Univ. of Cal. v. Kane, 319 Fed. Appx. 645, 2009 U.S. App. LEXIS
5654 (9th Cir. Cal., 2009).

Pues bien, después de este sucinto recorrido histórico, referido al libre ejercicio, una
cosa queda clara: el más reciente y fecundo debate social, religioso, político, judicial,
legislativo y académico en los Estados Unidos ha tenido que ver con la cláusula de free
exercise y tuvo, como punto de partida, la sentencia Smith (1990) del Supremo. De
este modo, fechas importantes a retener –cuando hablamos de libre ejercicio de la
religión (es decir, de la free exercise clause)- son las de: 1789-1791 (aprobación y
ratificación de la cláusula federal); 1940 (aplicación de esta cláusula a un Estado por el
Supremo en Cantwell); 1963 y 1972 (consagración de la doctrina del estricto escrutinio,
reconociendo así las exenciones por libre ejercicio, en las decisiones Sherbert y Yoder
[en Wisconsin v. Yoder, 406 U.S. 205 (1972), el Supremo eximió a los Amish (Jonas
Yoder y otras familias) de una normativa de Wisconsin en materia educativa que exigía
la escolarización hasta los 16 años] del Supremo); 1990 (afirmación del principio de
neutralidad formal y superación de la doctrina Sherbert-Yoder en la decisión Smith);
1993 (aplicación por el Supremo de la doctrina Smith en Lukumi [en Church of the
Lukumi Babalu Aye, Inc. v. City of Hialeah, Florida, 508 U.S. 520 (1993), la ciudad de
Hialeah, al norte de Miami (Florida), aprobó una serie de ordenanzas que prohibían el
sacrificio de animales fuera de los mataderos; con ello, se pretendía velar por la higiene
y salud de la ciudad, pero, en lugar de ser general y afectar a todos, se eximía de ella al
Kosher judío, no a la creciente santería por influjo cubano; pues bien, la normativa fue
declarada nula y el criterio de neutralidad formal, establecido en Smith, confirmado] y
anulación de la sentencia Smith por el Congreso federal, restableciendo así el Sherbert
test a través de la RFRA); 1997 (declaración de la inconstitucionalidad de la RFRA, en su
aplicación estatal, por el Supremo en City of Boerne v. Flores); 2000 (aprobación por el
Congreso de la RLUIPA, recuperando las exenciones por libre ejercicio en unos
supuestos muy concretos); y, finalmente, 2006 (declaración de la constitucionalidad de
la RFRA, en su aplicación federal, en la sentencia Gonzales v. O Centro Espirita). Pues
bien, todos estos años (1789-1791; 1940; 1963-1972; 1990; 1993; 1997; 2000; y
2006) son los hitos que, hasta el año 2010, jalonan el desarrollo histórico, las distintas
etapas y los respectivos periodos del libre ejercicio de la religión. Aunque también es
cierto que no todos estos momentos tienen igual importancia. En esa sucesión histórica,
la aprobación y ratificación de la cláusula religiosa del libre ejercicio y el debate acerca
del contenido concreto de esta cláusula, en relación a la doctrina del estricto escrutinio
sancionada en Sherbert, hacen que los años 1789-1791 y 1963-1990 sean los
determinantes.

Pero aún queda por ver lo sucedido con el no establecimiento (es decir, con la non-
establishment clause). La historia reciente de la interpretación judicial de esta
cláusula en el Supremo nos habla de tres posibles respuestas: Lemon test;
endorsement y coercion test. En 1971 el Tribunal Supremo fijó un examen tripartito en
Lemon [recordemos que en Lemon v. Kurtzman, 403 U.S. 602 (1971), sentencia,
firmada por el Chief Justice Burger, fueron examinados independientemente los dos
programas escolares de Rhode Island y de Pennsylvania para declarar la
inconstitucionalidad de ambos: la asistencia financiera contemplada en ellos no
superaba la prueba de esos tres elementos del Lemon test] por el que la conducta del
gobierno sería constitucional siempre que: en primer lugar, tuviera una finalidad secular
y no religiosa; en segundo lugar, su primero o principal efecto no fuera el avance o la
prohibición de la religión; y, finalmente, en tercer lugar, no supusiera una excesiva
vinculación (entanglement) entre gobierno y religión. Ahora bien, este test –no anulado
hasta este momento- ha sido formalmente abandonado en los últimos años a través de
una doble iniciativa. En efecto, la juez O’Connor pretendió corregir el segundo elemento
del Lemon test en Lynch v. Donnelly, 465 U.S. 668 (1984) [El Tribunal Supremo no
entendió aquí que la exposición de una escena de Navidad (es decir, de un Belén) por
una ciudad de Rhode Island pudiera comprometer la cláusula de no-establecimiento a
través del endorsement test]. La idea era que tanto el respaldo a la religión –es decir,
ese endorsement- como su desaprobación–disapproval- enviaría un mensaje a unos y
otros de que ellos son reconocidos (los insiders) o no (los outsiders) como miembros
plenos de la comunidad política. Después de las críticas señaladas por los magistrados
Scalia y Kennedy, la juez O’Connor, en Capitol Square Review and Advisory Bd. v.
Pinette, 515 U.S. 753 (1995) [En esta ocasión, el Tribunal Supremo permitió la erección
de una gran cruz latina por el Ku Klux Klan en Capitol Square (Columbus, Ohio) próxima
a una sede gubernamental, sin que se entendiera que la garantía constitucional de no-
establecimiento hubiera sido violada en aplicación del triple criterio de Lemon], quiso
clarificar cómo debería funcionar este test, advirtiendo que el criterio de examen sería el
de un “observador razonable”. Sin embargo, estas aclaraciones no produjeron mucho
efecto en el Tribunal. Quienes ya eran partidarios del planteamiento de O’Connor, como
el juez Souter, se han seguido manifestando a favor de esta posible lectura, mientras
que quienes, como Scalia y Kennedy, ofrecieron sus reservas a la apuesta de O’Connor
no han cambiado de parecer. Por último, una tercera propuesta es la que ha terminado
por imponerse en un buen número de casos: se trata del coercion test. Para el
magistrado Scalia, la non-establishment clause exige dos principios que se deben
examinar conjuntamente: si la medida es neutral (neutrality standard) y no supone
coacción alguna (coercion test) no queda comprometida la garantía constitucional del no
establecimiento. De este modo, en relación a la non-establishment clause, podemos
concluir que el Tribunal Supremo ha rechazado abandonar, hasta el momento, la noción
de separación enunciada por la Corte Warren en 1947 (Everson), a pesar de permitir
una cierta flexibilidad. Así, se han ido admitiendo supuestos de adaptación cuando
estaba en juego otro derecho protegido como el de libertad de expresión [Lamb’s
Chapel v. Center Moriches Union Free School District, 508 U.S. 385 (1993); Capitol
Square v. Pinette, 515 U.S. 753 (1995); Rosenberger v. Rector and Visitors of the
University of Virginia, 515 U.S. 819 (1995)] o programas de asistencia escolar [Zobrest
v. Catalina Foothills School District, 509 U.S. 1 (1993); Agostini v. Felton, 521 U.S. 203
(1997); Mitchell v. Helms, 530 U.S. 793 (2000); Zelman, Superintendent of Public
Instruction of Ohio v. Simmons-Harris, 536 U.S. 639 (2002)], pero no en el caso de
oración en la escuela [Lee v. Weisman, 505 U.S. 577 (1992); Santa Fe Independent v.
Doe, 530 U.S. 290 (2000)]. Con ello, se ha ido consolidando en el tiempo una lectura
menos estricta del no establecimiento en el Tribunal Supremo: con voces críticas hacia
el Lemon test y favorables hacia una adaptación creciente como en los casos del bono
escolar [sí en Zelman (536 U.S. 639), pero no en Locke v. Davey, 540 US 712 (2004)]
o de la oración en las escuelas públicas [Brown v. Gilmore, 534 U.S. 996 (2001) [Writ of
certiorari denied: Oct. 29, 2001] y Emily Adler v. Duval County Sch. Board, 534 U.S.
1065 (2001) [Certiorari denied: Dec. 10, 2001]: casos en los que el Supremo, apenas
un mes después de los atentados del 11 de septiembre, no lograba encontrar en su
seno votos suficientes para aceptar el recurso frente a decisiones que reconocían en la
escuela pública la constitucionalidad de un minuto de silencio y de oraciones por los
estudiantes en sus ceremonias de graduación]. Por su parte, en la restante
jurisprudencia federal y estatal, el Lemon test no ha sido abandonado, variando las
soluciones según el test empleado y la particular comprensión de cada magistrado y
Tribunal. Una referencia final merecen los dos últimos casos de la Corte Roberts sobre
esta cuestión del no establecimiento. En Hein v. Freedom from Religion Foundation,
Inc., FFRF, 551 U.S. 587 (2007), el Supremo anuló una sentencia apelada del séptimo
circuito por considerar que la organización demandante carecía de legitimación procesal
(standing) en un caso en el que se consideraba violada la cláusula federal de no
establecimiento. En efecto, diversas órdenes ejecutivas del presidente crearon dentro
de la Administración Bush una oficina en la Casa Blanca y diversos centros en distintas
agencias federales encargados de asegurar que los grupos religiosos y sus iniciativas
podrían concurrir en la petición de ayuda financiera federal. El caso es que ninguna ley
del Congreso había autorizado específicamente esas actividades ni designado ninguna
partida presupuestaria para ese fin. Entonces una organización opuesta al respaldo
gubernamental de la religión denunció esa iniciativa del ejecutivo como violación de la
cláusula de no establecimiento. La única causa de legitimación era su condición federal
de contribuyentes. En primera instancia, el tribunal de distrito les negó esa pretensión
procesal bajo el precedente Flast v. Cohen, 392 U.S. 83 (1968). Sin embargo, en
apelación, el séptimo circuito ofreció una lectura amplia de esa sentencia y falló a favor
de las pretensiones de la organización. Cuando el caso llegó al Tribunal Supremo, el
juez Alito revocó la sentencia apelada [Freedom from Religion Foundation, Inc., v. Chao,
433 F.3d 989 (7th Cir. 2006)] en una decisión de 5 a 4. Y por último, tres años
después, el mismo Tribunal, en Salazar v. Buono, 130 S.Ct. 1803, 559 U.S. _ (2010),
no creyó que la presencia de una cruz en un desierto de California (“Mojave National
Preserve”) fuera algo inconstitucional. Esa cruz latina había sido erigida en 1934 en ese
desierto californiano de San Bernardino, por unos veteranos de guerra en memoria de
los caídos en la Primera Guerra Mundial. En el año 2001, Frank Buono, un antiguo
empleado del “National Park Service”, denunció la cruz como violación de la
establishment clause. El tribunal de distrito le dio la razón en primera instancia. Esta
decisión fue confirmada en apelación por el noveno circuito. Sin embargo, el Tribunal
Supremo, en una sentencia 5 a 4 firmada por Kennedy, no vio que esa cláusula exigiera
la erradicación de todos los símbolos religiosos cuando éstos cumplían además un fin
secular, es decir, el recuerdo del valor de aquellos que entregaron su vida por la nación
y los ideales que ésta representa. Y entonces el Tribunal procedió a la anulación de las
dos sentencias recurridas: Buono v. Kempthorne, 502 F.3d 1069 (9th Cir. 2007) y
Buono v. Kempthorne, 527 F.3d 758 (9th Cir. 2008).

En realidad, la flexibilidad en la lectura de los criterios o standards ofrecidos, la falta de


uniformidad en la interpretación según el Tribunal que juzga, o la diversidad de
pareceres entre los magistrados, son, todos ellos, factores que hacen que cualquier
intento de predicción del resultado de un caso de no establecimiento sea un ejercicio
verdaderamente difícil. Mientras que en unos Estados se permite la exposición pública
de Decálogos o el comienzo de la jornada escolar con un tiempo de silencio, en otros
lugares esas mismas actividades no superarían el examen de constitucionalidad. La
ambigüedad en el empleo y resultado de las diversas perspectivas propuestas hacen
presumir que la cuestión seguirá abierta en el futuro. Tras el triunfo demócrata en las
últimas elecciones presidenciales de 2008 y su mayoría en el Congreso, ha habido algún
cambio en la composición del Supremo que, hasta el momento, solo ha afectado al
bloque liberal. Pero si, en estos años, saliera algún juez del ala conservadora, su actual
mayoría de 5 a 4 podría verse afectada y, con ello, su jurisprudencia sobre no
establecimiento. Al menos, ya sabemos que son fechas a retener, cuando hablamos del
no establecimiento de la religión (es decir, de la non-establishment clause) en la
jurisprudencia del Supremo, las de: 1947 (Everson); 1971 (Lemon); y, si así se quiere
también, aunque en menor importancia, 1984 (Lynch) y 1995 (Pinette).

2.3. Tutela Administrativa


Por último, un capítulo aparte merecen los esfuerzos de las últimas administraciones
norteamericanas (2000-2008) en la promoción del derecho de libertad religiosa. George
W. Bush Jr., en la que fuera su última proclamación de la jornada de libertad religiosa
como Presidente de los Estados Unidos, insistió una vez más en el papel central de esta
libertad, dentro y fuera de la nación. En realidad, si es verdad que este país desea
ejercer –como aseguraba su Presidente- un liderazgo internacional (a través del
Departamento de Estado) en la defensa de la libertad religiosa, es porque en casa
(principal, pero no exclusivamente, por medio del Departamento de Justicia) se protege
con eficacia esa libertad, no escatimando medios, ni materiales ni personales, en su
tutela. Un examen de esta cuestión obliga a desprenderse de tantos viejos clichés
antiamericanos para proceder con humildad y aprender algo de las virtudes y defectos
de ese gran país, de los aciertos y, también como no, de los errores de su política
interna e internacional. Al fin, lo que resulta innegable es la activa y eficaz labor de esos
dos Departamentos.

En relación al Departamento de Justicia (United States Department of Justice,


USDOJ), este Ministerio cuenta con una “División de los Derechos Civiles” desde el año
1957. De esta sección depende una oficina especial para la discriminación religiosa
creada en el año 2002 (Special Counsel for Religious Discrimination). Este órgano ha
trabajado en diversas publicaciones, incluyendo el último informe del 2007 sobre el
trabajo realizado por el Departamento en los cinco años anteriores (2001-2006).
Además de diversos escritos previos como Protecting the Religious Freedom of All:
Federal Laws Against Religious Discrimination (once páginas en las que se concentra la
protección federal de la libertad religiosa), otra resumida de una única página (Know
Your Rights: Federal Laws Protecting Religious Freedom), un par de carteles del año
2004 sobre las distintas prendas que cubren la cabeza de musulmanes y sijs, o una
publicación de tres páginas a color presentando los derechos garantizados por la RLUIPA
del 2000 en su sección dedicada a la regulación urbana, existe también un informe
periódico que depende de estas secciones del USDOJ y que lleva por título Religious
Freedom in Focus. Su primer ejemplar surgió en el año 2004 con una frecuencia
bimensual o mensual. Este periódico se ha convertido en el medio a través del cual el
Departamento de Justicia da a conocer sus actividades en este ámbito de la libertad
religiosa, fundamentalmente en los tribunales, pero también fuera de ellos. Después de
estos años, se vio la oportunidad de dar a conocer un informe que recogiera todo el
trabajo del Departamento en esta área durante los 5 últimos años. Así surgió el Report
on Enforcement of Laws Protecting Religious Freedom. Fiscal Years 2001-2006,
publicado en febrero del 2007. Al mismo tiempo, la oficina Special Counsel for Religious
Discrimination dirige un proyecto especial (First Freedom Project) que incluye
seminarios de formación y divulgación. Se trata de una iniciativa interesante que,
anunciada por el entonces Ministro de Justicia (el Attorney General) Alberto Gonzales el
20 de febrero de 2007, surgió con el fin de coordinar y agrupar los esfuerzos, creando
un amplio departamento para tutelar la libertad religiosa bajo la División de Derechos
Civiles y la guía directa del Consejero especial para la discriminación religiosa. El
proyecto buscaba incentivar las relaciones con organizaciones religiosas, grupos de
derechos civiles y toda persona o asociación interesada en la tutela de la libertad
religiosa. A este objetivo, se han organizado encuentros y charlas, se han impartido
seminarios y se han distribuido esas publicaciones señaladas. Consciente que la
ignorancia de los derechos de las minorías religiosas era su principal enemigo, este
proyecto pretendía, por un lado, difundir toda la información necesaria y extender la
educación para evitar violaciones de la primera libertad y, por otro lado, dar también a
conocer el empeño considerable de la Administración para la eficaz tutela de este
derecho. Este proyecto cuenta con su propia página web (www.FirstFreedom.gov) y
pretende ser el centro desde el que se dirigen todas las operaciones referentes al
derecho de libertad religiosa. Finalmente, el Departamento de Justicia actúa
decisivamente para el disfrute eficaz de la libertad religiosa en las diversas
controversias. De hecho, su intervención se ha revelado determinante a la hora de
corregir abusos y discriminaciones que hubieran continuado sin su acción. En otros
casos, su rápida actuación y acertada negociación ha evitado que el conflicto se
judicializara.
Por otra parte, el Departamento de Estado (United States Department of State,
USDS) lidera la protección internacional del derecho de libertad religiosa. En este
sentido, el “Plan estratégico del Departamento para los años 2007-2012” garantiza la
promoción activa del reconocimiento de la libertad religiosa y de conciencia a través del
mundo como un derecho humano fundamental, y advierte de la denuncia de aquellos
regímenes que persigan a sus ciudadanos o a otros en razón de su creencia religiosa
(Strategic Plan Fiscal Years 2007-2012, p. 19:
http://www.state.gov/s/d/rm/rls/dosstrat/2007/ [junio 2008]). Tan importante es este
objetivo que existe, en el organigrama del Ministerio, una oficina específicamente
dedicada a esta libertad: la “Oficina para la libertad religiosa en el orden internacional”
(Office on International Religious Freedom, OIRF) creada por la International Religious
Freedom Act (IRFA) de 1998 y dirigida por un embajador especial (Ambassador-at-
Large). A esta oficina se le encomienda la importante misión de elaborar y presentar
unos informes anuales (Annual Reports on International Religious Freedom, 22 U.S.C.
6412, sección 102 de la IRFA) sobre el estado internacional de la libertad religiosa. Pues
bien, estos informes son el resultado de muchas horas de investigación –interna y
externa-, de documentación y estudio de numerosas personas, tanto dentro (la Oficina
en Washington) como fuera (embajadas y consulados) de los Estados Unidos.
Precisamente son las embajadas norteamericanas las encargadas de preparar los
primeros esquemas de ese informe para cada país. Esos informes anuales constituyen
así una fuente inagotable de información acerca del estado de la libertad religiosa de
uno a otro extremo del mundo. En un compendio de 800 páginas vienen detallados
cerca de 200 países y territorios diseccionados según el criterio del respeto y defensa de
esta libertad. Este notable esfuerzo representa el inequívoco mensaje de la importancia
que tiene esta libertad para los Estados Unidos. Al mismo tiempo, desean servir como
estímulo para quienes sufren en sus cuerpos o bienes a causa de la religión que
profesan. Pero, por otra parte, supone también un toque de atención hacia aquellos
gobiernos o regímenes que violan o impiden la pacífica práctica religiosa de sus
creyentes. En este sentido, la inclusión de un país dentro de la categoría de “especial
atención” (Countries of Particular Concern, CPCs) conlleva la adopción de una serie de
sanciones, unilaterales o no, por parte de los Estados Unidos.

III. Un Atractivo Futuro Incierto

También en el derecho de libertad religiosa, los Estados Unidos de Norteamérica siguen


ejerciendo una extraordinaria atracción. Lo que allí ocurre repercute inevitablemente en
el resto de un mundo que sigue con avidez cuanto sucede en esas tierras. La crisis
financiera de Wall Street o la llegada del primer afroamericano a la Casa Blanca, por
poner solo un par de ejemplos recientes, dan buena prueba de ello. Las libertades y los
derechos civiles no se han mantenido al margen de ese interés. La situación de los
presos en Guantánamo o los llamados “matrimonios” entre personas del mismo sexo en
unos pocos Estados norteamericanos han seguido ocupando páginas en la prensa
extranjera. Por el contrario, todo lo referente a la libertad religiosa no goza de igual
repercusión mediática en Europa, salvo en casos marginales, más o menos pintorescos.
Y, sin embargo, a muchos juristas europeos les sigue pareciendo fascinante este
capítulo de la primera de las libertades. El interés que ofrece el sistema jurídico
norteamericano sobre libertad religiosa es doble. El papel de los jueces y de la doctrina
en el modelo estadounidense ejerce una seducción innegable para quien se ha formado
en el sistema continental-europeo. Por otra parte, la naturaleza de la relación entre las
Iglesias, o comunidades creyentes, y la autoridad civil en los Estados Unidos aporta
novedosas perspectivas para el Derecho Eclesiástico europeo, cuando ciertas voces –
muy limitadas, eso sí- empiezan a postular un concepto de laicidad positiva.

En primer lugar, el aliciente del derecho norteamericano procede del propio sistema
jurídico por el papel que la jurisprudencia y la doctrina académica juegan en él. A nadie
descubrimos que el sistema norteamericano es jurisprudencial. Los Tribunales,
aplicando el derecho al caso concreto, realizan una función creativa. No se trata
entonces de aplicar formalmente una norma, sino de buscar la ratio iuris que permita al
magistrado decir lo justo, ius dicens. Este papel activo de los tribunales se ha sentido,
especialmente desde la década de los años 40 del siglo XX, a través del activismo
judicial que, sobre la base del realismo jurídico norteamericano, ha reclamado para el
juez un papel relevante a la hora de determinar la constitucionalidad de la actuación,
tanto del legislativo como del ejecutivo. El ámbito de la libertad religiosa no se ha visto
al margen de esta cuestión. La decisión Sherbert (1963) se inserta claramente en esta
línea. Sin embargo, cuando en el Tribunal Supremo surge una nueva tendencia durante
la Corte Rehnquist (favorable ahora a la restricción judicial) es cuando aparece en
escena la decisión Smith (1990) y, con ella, afloran las tensiones que hemos visto
reflejadas en la última década entre el Congreso de los Estados Unidos y el Tribunal
Supremo en relación con la RFRA del 93. Ahora bien, no solo el papel de los jueces en el
derecho norteamericano hace de éste un ámbito interesante. Unido a la labor creativa
de la jurisprudencia, en el sistema estadounidense le viene reconocida a la doctrina una
trascendencia mayor de la que ésta goza en Europa. Esto se debe a técnicas externas
de recepción: es decir, al mayor peso que la doctrina académica tiene en las
construcciones judiciales y a la asistencia letrada de profesores destacados para la
defensa de los intereses de las partes en litigio. Así es frecuente encontrarnos en las
opciones de las sentencias citas de la academia que pasan a convertirse en doctrina
jurisprudencial. Pero la doctrina científica también penetra de modo interno a través de
la incorporación de los profesores universitarios a la carrera judicial. Este conjunto de
circunstancias hacen del derecho constitucional norteamericano una materia de gran
interés para el europeo. De la mano de su Tribunal Supremo este libro ofrecerá una
sucinta historia de ese derecho. En este sentido, digamos desde ahora que suelen
apuntarse seis grandes momentos en la historia del derecho constitucional
norteamericano. En primer lugar, el establecimiento de la nueva nación (Declaración de
Independencia, Guerra de la Revolución y los Artículos de la Confederación). En
segundo lugar, el fortalecimiento del gobierno central (Constitución de Filadelfia y su
interpretación por el Tribunal Supremo bajo la presidencia del gran juez John Marshall).
En tercer lugar, la restricción de la soberanía estatal (Guerra Civil y la adopción de las
enmiendas Trece, Catorce y Quince). En cuarto lugar, el llamado economic due process,
es decir, el empleo de la Decimocuarta enmienda para restringir la intervención del
gobierno en la economía y garantizar el derecho de propiedad y la libertad de
contratación frente al Estado regulador del bienestar. En quinto lugar, el abandono del
substantive due process en el orden económico con el reconocimiento de la intervención
federal en ese ámbito desde 1937, respaldando el Tribunal Supremo las medidas
legislativas en el segundo New Deal. Y, por último, en sexto lugar, la expansión de los
derechos y libertades civiles, especialmente bajo la Corte Warren, a través de la
doctrina de la incorporación y de la tesis sobre las libertades preferentes, según la nota
a pie de página de United States v. Carolene Products Co. (1938). Esta historia termina
por confirmar la tesis del juez Holmes cuando afirmara en su día que la vida del derecho
no es lógica sino experiencia (O.W. Holmes, Jr., The Common Law (Boston,
Massachusetts: Little Brown and Co., 1881) 1; New York Trust Co. v. Eisner, 256 U.S.
345, at 349 (1921) [Holmes, J., delivering]).

En segundo lugar, para el Derecho Eclesiástico del Estado el interés por el estudio del
estatuto jurídico de la libertad religiosa en los Estados Unidos aún es mayor. El estímulo
responde a lo que ofrece el mismo sistema y a lo que representa para el derecho
europeo. Por un lado, el modelo norteamericano de separación descansa sobre dos
principios: el de no establecimiento y el de libre ejercicio de la religión. Estos principios
se han traducido en un análisis vivo y continuado de los mismos, gracias, en buena
medida, a la presencia de las minorías que no han dejado de plantear objeciones a la
normativa general. Por ello, quien estudia el derecho de libertad religiosa en los Estados
Unidos sigue analizando un aspecto muy vivo de la sociedad: no hace arqueología
jurídica. Y es que además, en referencia a Europa, las ideas sobre las que se edifica el
sistema norteamericano procedieron del viejo Continente, especialmente del liberalismo
político de John Locke que se dejó sentir, de modo distinto, en las figuras de Madison y
de Jefferson. En cualquier caso, la religión no se vivió en America con la carga negativa
que tuvo en la Ilustración francesa como consecuencia, entre otros factores, de las
guerras de religión vividas en Europa. Por ello, creemos que es interesante comprobar
una realización histórica diferente (como pueblo creyente que valora de manera positiva
la religión) de unos similares principios propios del liberalismo. No se quiere decir con
esto que la tradición ilustrada-secular no hubiera estado presente en los inicios del
modelo norteamericano. De hecho, esa corriente de pensamiento ha seguido avanzando
y se ha terminado por imponer en no pocos aspectos. Más aún, como si se tratase de
un efecto boomerang, esa experiencia del Norte de América ha vuelto al Continente
europeo, pero ahora cargada de una gran dosis de secularización que parece unificar los
mundos en esta aldea global. Por su parte, también ahora se empiezan a oír, en Europa,
voces favorables a una visión positiva de la separación. Algunos defienden, en la misma
cuna del laicismo, una noción de “laïcité positive”, no muy distante del concepto de
neutralidad positiva o benevolente con el que se opera en el otro lado del Atlántico.

Pero este futuro atractivo del estatuto jurídico de la libertad religiosa, también se nos
presenta incierto. Desde los años 40 del siglo XX, el discurso sobre la libertad religiosa
en el derecho norteamericano se ha centrado en el tratamiento jurídico de cada cláusula
de la Primera enmienda. El análisis ha venido operando de forma separada o
independientemente porque no se ha percibido la existencia de un principio unificador.
Pretender que el criterio determinante sea el de la separación estricta, además de no
ser posible en el moderno Estado del bienestar por los numerosos puntos de contacto,
conduciría a la disolución de la libertad religiosa. Una vez que desaparece en su
especificidad, pasaría a integrarse en una libertad más amplia que es la que resultaría
digna de protección (llámese libertad de autonomía personal, libertad ideológica, de
pensamiento o conciencia). En tal discurso, la libertad religiosa no se presentaría como
la primera libertad. Por lo tanto, se hace urgente recuperar el origen y reconocer que
las garantías constitucionales de la Primera enmienda (libre ejercicio y no-
establecimiento) responden a la comprensión positiva-creyente de la libertad religiosa
que la coloca en la primacía de las libertades. Y así las dos cláusulas están al servicio de
una única libertad, haciendo posible que la libertad religiosa sea una realidad efectiva.
El no-establecimiento de la religión, lejos de ser un fin en sí mismo, está al servicio del
libre ejercicio de la religión. Esta perspectiva debería estar presente en la resolución de
cualquier controversia. Las circunstancias de cada caso serán necesariamente distintas
pero la afirmación del mismo principio inspirador permitirá la unidad del sistema y
evitará las contradicciones. Sin embargo, para ello, es necesario ofrecer una nueva
definición de los términos de la libertad religiosa.

La lectura liberal (negativa-secular) que recurre a la tradición de Locke y al


pensamiento político de Rawls o Dworkin ya ha mostrado lo que puede dar de sí. En
mayor o menor medida, sus propuestas descansarían en cuatro afirmaciones centrales:
en primer lugar, el valor intrínseco y último, igual y universal de cada individuo
humano; en segundo lugar, el Estado como garante de la autonomía individual,
eliminando interferencias con las elecciones morales del sujeto; en tercer lugar, la
neutralidad del Estado y del derecho sobre el contenido de esas elecciones, esto es,
sobre la determinación de la vida buena; y finalmente, la relevancia del moderno Estado
administrativo y la primacía del buen gobierno. Así, los individuos son libres frente al
Estado en una serie de aspectos (cada vez más reducidos) en los que deben buscar
autónomamente su particular visión del bien. La religión sería una manifestación más de
esta autonomía personal y si el hecho religioso se protege es en cuanto ejemplo de esa
autonomía. Para esta tesis, la autoridad se limitaría a remover obstáculos que
impidieran el posible ejercicio de la libertad. Dicho de otro modo, el poder público
debería, por un lado, garantizar una inmunidad de coacción externa, y por otro, evitar
hacer cualquier juicio que pudiera llegar a definir la bondad o no de una cierta situación
pues el objeto al que se dirigiera la libertad debería serle indiferente a la autoridad. En
consecuencia, la libertad se percibe en términos negativos y la religión merece, cuando
menos, la indiferencia (si no el desprecio o la hostilidad abierta o encubierta). Ahora
bien, esta interpretación secular no decide dónde comienza la autonomía y dónde
termina la mera preferencia que, en cambio, no gozaría de esa clase de protección.
Además, no consigue el consenso deseado pues no logra convencer a quienes, desde
posiciones creyentes, entienden que la creencia no puede ser vista o enjuiciada como
una manifestación más de la autonomía personal. Su propia y especial naturaleza no se
lo permitiría. El precepto divino se presenta como superior a cualquier otro mandato y
pide del creyente un cumplimiento incondicionado: es necesario obedecer la ley de Dios
antes que la de los hombres. En caso contrario, el ciudadano creyente quedaría
expuesto a graves daños presentes y futuros: la violación de su conciencia en el tiempo
presente y el castigo eterno en el porvenir. Es decir, no parece que sea lo mismo creer
y actuar de una cierta manera, sabiendo que de no hacerlo estaría incumpliendo el
mandato de una autoridad superior, que dedicarse, por poner sólo un ejemplo, a la
filatelia. Por ello, el objeto de la libertad debiera ser un asunto importante sobre el que
el poder no debiera guardar indiferencia.

Por el contrario, la perspectiva positiva-creyente ofrece un análisis distinto de los


términos. La libertad se define en el marco de un proyecto de cumplimiento o de
realización personal. No se trata de un principio o de un fin en sí mismo. Se es libre
cuando ningún obstáculo externo, pero también interno, impide al sujeto conseguir el
fin o la perfección hacia la que su naturaleza tiende. Por su parte, la religión no merece
hostilidad, recelo o indiferencia pues juega un papel trascendente: permite la
construcción de la identidad personal y comunitaria; reduce el malestar social generado
en la modernidad; representa una fuente de moralidad sobre la que se asienta el
derecho y la sociedad; crea comunidades alternativas de resistencia (frente a
tendencias que tratan de anular o sofocar la vida en sociedad como el individualismo,
materialismo, etc.) y desafío (al mantener la distancia entre lo que es y aquello que
puede o debe ser; esto es, al contar con fuentes de comprensión moral distintas a las
del Estado, la religión puede liderar cambios político-sociales que no serían posibles
desde el status quo) por lo que permite el avance y estímulo creativo; por su
experiencia histórica las religiones han incorporado un gran acerbo de sabiduría sobre la
condición del hombre, sus necesidades y deseos; enriquece el debate político y la
democracia (ésta no avanza a través de la uniformidad secular sino a través de la
diversidad y diálogo); y consigue la superación del relativismo moral que deja inerme a
las sociedades occidentales frente a amenazas actuales. A diferencia de la uniformidad
del secularismo que nivela a la baja (reduciendo la diferencia a través de la igualdad
formal), quizás haya llegado el momento de apostar por una política de máximos como
la del pluralismo religioso que persiga la mayor y más amplia libertad para todos
(creyentes o seculares).

Estos son los principios que deberían animar el tratamiento jurídico de la libertad
religiosa y los que aportarían unidad al sistema. En concreto, nuestra apuesta (con
algunas matizaciones que se verán a continuación) descansa en una comprensión fuerte
del libre ejercicio (máximo free exercise posible dentro del respeto de unos principios y
límites que deben ser observados, en particular la sinceridad de la creencia y las
exigencias de seguridad y orden públicos) y una lectura flexible del no-establecimiento
que no lo defina desde la estricta separación (a fin de evitar la consideración negativa,
privatista e individual, de la religión). Consideramos que esta solución sería posible
gracias a una operación de balance como la del estricto escrutinio (doctrina Sherbert)
en el campo del libre ejercicio y a un principio de neutralidad benevolente (Walz) en la
esfera del no-establecimiento.

(1) Tratamiento del free exercise. Por lo que se refiere al libre ejercicio, lo primero
que habría que empezar a hacer es aplicar con seriedad el Sherbert test dentro de los
márgenes que permite el actual derecho norteamericano (en los límites apuntados en
Smith y según las cláusulas de la RFRA y de la RLUIPA). La viabilidad de esta doctrina
es más amplia de lo que pudiera parecer a simple vista. Además de las dificultades que
entraña el intento de definición del concepto de religión, el peligro está en una cultura
jurídica penetrada por un principio de neutralidad formal que corre el riesgo de vaciar
de contenido la aplicación actual del Sherbert test. Habrá que fortalecer entonces los
supuestos de strict scrutiny autorizados y recuperar la vitalidad de este esquema. Para
ello resulta imprescindible aplicar la doctrina Sherbert desde los postulados que
acabamos de señalar: perspectiva positivo-creyente de la libertad religiosa. De lo
contrario, el examen pierde sentido: se corre el riesgo de trivializar el interés religioso y
de considerar siempre poderoso (compelling) el interés del Estado por lo que la
operación de balance se desvirtúa. No hay duda que la apelación a esta operación de
balance complica la tarea del Tribunal cuando lo más sencillo sería evitar entrar en
estas consideraciones. Más aún, el carácter confuso y susceptible de abusos del proceso
ha levantado numerosas críticas. Sin embargo, esas observaciones no deberían eliminar
la operación sino trabajar en perfeccionarla, reduciendo los márgenes de
discrecionalidad en el examen de los intereses enfrentados (estatal y creyente) y en la
valoración de su relación. En el examen del interés estatal es imprescindible considerar
la importancia o necesidad del fin al que sirve ese interés así como la eficacia de la
medida en relación con el objetivo pretendido. Ese interés no debería ser considerado
de manera general, abstracta o especulativa (no meramente potencial); al contrario, se
debería tratar de un interés real, concreto y evidente. Por otra parte, el interés religioso
debería buscar la sinceridad y la importancia que la práctica de la conducta afectada
tiene para esa creencia, su carácter central o periférico y, finalmente, el sacrificio que
supone para el creyente la limitación sustancial de la práctica. Además no se debería
olvidar el peligro que suponen las predisposiciones judiciales cuando la cultura religiosa
de la mayoría es distinta. Por último, una vez identificados los intereses, se deberían
sopesar en la operación de balance teniendo en cuenta el impacto que una exención
pudiera producir. El juez Blackmun realizó un riguroso examen de los intereses en juego
y de la operación de balance en Smith (1990). Consideramos que éste es el camino que
se ha de seguir y no las alternativas que fueron reduciendo la eficacia del Sherbert test:
el criterio de la racionalidad de la medida adoptada que evitaba entrar en el balance
(Cruz, O’Lone y Goldman); la inmunidad en el proceso interno administrativo (Bowen y
Lyng); o la valoración especialmente poderosa del interés estatal (Lee y Bob Jones
University). En cualquier caso, pueden servir de ayuda las siguientes apreciaciones a los
diversos conceptos que se han ido manejando en el Sherbert test: ejercicio de la
religión, interés poderoso, límite sustancial y medidas menos restrictivas. Por ejercicio
de la religión deben entenderse las conductas o prácticas motivadas (impulsadas) por la
creencia religiosa y sinceramente sostenidas. Como ejemplos de ejercicio religioso en
los casos de zoning laws podrían indicarse los siguientes: atención a los sin techo;
grupos de oración en residencias privadas o construcción y empleo de edificio destinado
a culto. En el caso de los derechos de los internos en instituciones penitenciarias se han
considerado como ejercicio religioso la visita pastoral de ministros y la alimentación o el
empleo de útiles religiosos. Por un interés poderoso (“compelling interest”) deben
entenderse aquellos intereses del más alto orden, es decir, intereses universales
dirigidos a la prevención de peligros claros, presentes, graves e inmediatos para la
salud pública, paz o bienestar. No bastaría con que el gobierno los considerara como
tales y entre ellos, a título indicativo, podrían señalarse la igualdad racial, la
contribución fiscal y el saneado sistema de seguridad social, la defensa nacional, el
orden, seguridad y eficacia del sistema penitenciario, la salud y seguridad pública o la
protección de la infancia. En cualquier caso, ese interés debería perseguirse siempre
(fuera religiosa o no la práctica regulada) y no debería tratarse de medidas de
conveniencia o de facilidad burocrática o administrativa. La normativa o la acción estatal
supondrían una carga sustancial (“substantially burden”) cuando la práctica o conducta
religiosa fuera, de alguna manera, prohibida, castigada, discriminada o hubiera
supuesto una reducción de derechos. Habrá que apreciar entonces el carácter accesorio
o central que la conducta tiene para la creencia y el coste administrativo o financiero
que supone la carga. Las meras inconveniencias o pequeñas dificultades no representan
este tipo de gravamen. En cualquier caso, es cierto que, de todos los elementos, quizás
sea éste el más difícil de establecer y el más susceptible de abusos. Finalmente, no
bastaría que el interés estatal fuera poderoso además se exigiría que fuera la medida
menos restrictiva que se pudiera dar. Esto requiere un examen concreto de la situación
y de las diversas medias que pudieran emplearse para lograr el fin deseado. Aquí es
donde se manifiesta nuevamente la perspectiva positiva-creyente que siempre buscará
los medios menos lesivos. Pues bien, todo esto se obtendría dentro de una rigurosa
aplicación de la doctrina Smith y de las cláusulas legislativas de la RFRA y de la RLUIPA.
Ahora bien, Smith consagró como regla general el principio de neutralidad formal y
estableció, como excepción, el recurso al Sherbert test en los supuestos contemplados
en la sentencia. Por su parte, las leyes del 93 y del 2000 contemplaron como regla
general el strict scrutiny pero, como sabemos, tienen una aplicación limitada (en el
ámbito federal la RFRA y sólo en dos supuestos la RLUIPA). Esto quiere decir que aún
quedan espacios en los que se sigue un criterio negativo-secular restrictivo de la
libertad religiosa. Se podría pensar que una manera de obviar el problema sería eliminar
directamente la intervención o normativa estatal que limitara sustancialmente el libre
ejercicio de la religión. Es cierto que no vendría nada mal un recorte a la incontinencia
normativa del Estado del bienestar. Sin embargo, el Estado puede tener un legítimo
interés en regular o intervenir en una concreta materia. Por ello considero que el
camino adecuado para resolver este problema es el de la exención constitucional por
libre ejercicio. Una exención legislativa correría el peligro de dejar la cuestión en manos
del proceso legislativo y de la voluntad de la mayoría con el correspondiente riesgo de
presión política. Más congruente con la orientación positiva-creyente de esta libertad es
el reconocimiento de las exenciones como constitucionalmente requeridas lo que
devolvería su tratamiento a la arena judicial.

(2) Enfoque jurídico de la establishment clause. En atención a los postulados que


hemos apuntado, nos parece que la aplicación mejor de esta cláusula se realizaría
desde el principio de la neutralidad benevolente. De esta manera se evitaría una rígida
comprensión de la separación y se permitiría la colaboración, asistencia o ayuda
siempre que no se discriminara o prefiriera a unas creencias sobre otras. En este punto,
nos mostramos favorables a la apuesta interpretativa de Scalia para quien la cláusula de
no-establecimiento no exige hostilidad o beligerancia hacia la religión. Tanto los
creyentes como las organizaciones religiosas pueden recibir beneficios públicos desde la
no preferencia o discriminación y desde la no coacción (Mergens). Estos serían los
límites a esas ayudas. Fuera de estos términos, la adaptación sería posible o incluso
exigible.

En conclusión, el “riguroso examen” de los intereses enfrentados (free exercise) y el


principio de “neutralidad benevolente” (establishment clause) trabajarían juntos para
reflejar la perspectiva positiva-creyente de la libertad religiosa. Al hacerlo así se
garantizaría eficazmente el derecho de libertad religiosa y se conseguiría coordinar la
jurisprudencia sobre las cláusulas. De este modo, se saldría del callejón de
contradicciones en el que se encuentra la doctrina sobre libertad religiosa y se
ofrecerían a la jurisprudencia menor criterios más seguros de interpretación. Los
próximos años nos dirán si la doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo, bajo la
Corte Roberts, sigue por estos derroteros tras las nuevas incorporaciones en su seno.

EUROPA DEL ESTE. EL TERCER MUNDO Y LOS


FUNDAMENTALISMOS. LOS SISTEMAS ISLÁMICOS

Combalia Solís, Zoila. Catedrática de Derecho Canónico de la


Universidad de Zaragoza

1. Europa del este

1.1. Introducción

La Europa del este comprende un territorio que ha sido encrucijada de diversas


civilizaciones, punto de intersección entre occidente y oriente y que, actualmente,
constituye un mosaico de países con un azaroso pasado histórico, marcado por
invasiones y por continuas y conflictivas delimitaciones fronterizas, pero también con un
rico bagaje y experiencia intercultural acumulada. Lo que da unidad a estos países y nos
permite hacer una referencia genérica a su sistema de derecho eclesiástico es, más allá
del dato geográfico, el tratarse de naciones que, durante buena parte del siglo XX, han
estado sometidas a un régimen comunista y que tienen actualmente regímenes
democráticos recién estrenados o retomados tras años de totalitarismo marxista. La
proyección de esta circunstancia sobre la cuestión que nos ocupa –la regulación estatal
del factor religioso–, ha supuesto un tránsito de un modelo de hostilidad a uno de
libertad en materia religiosa.

Pese a ese denominador común, el periodo comunista no ha logrado borrar en esas


naciones la huella de sus distintas tradiciones e idiosincrasias, lo que requeriría, por
nuestra parte, una referencia específica a cada país. No siendo ello posible, nos
limitaremos a apuntar rasgos generales, ejemplificándolos con alusiones a distintos
Estados. El resultado no será una visión matizada y detallada, sino una panorámica
general.

1.2. La política eclesiástica durante el régimen comunista

El marxismo leninista propugna una visión del mundo que niega toda apelación a la
trascendencia y, considerando que “la religión es el opio del pueblo” (Marx), aspira a
superar las religiones mediante la promoción del ateísmo científico. En palabras de
Lenin, “es necesario luchar contra la religión y para ello es preciso explicar de modo
materialista el origen de la fe y de la religión de las masas”. Este fue el punto de partida
que inspiraría la política “eclesiástica” de los países de la Europa del este durante el
totalitarismo comunista. Esta política se puso en práctica de distintos modos,
dependiendo del país y del momento de que hubiera de aplicarse.

En ocasiones se buscó la supresión de la religión mediante la persecución directa y la


promoción activa estatal del ateísmo. Se adoptaron leyes y medidas gubernamentales,
propias, no ya de un Estado laico –ni siquiera laicista–, sino confesionalmente ateo.
Ilustrativo es, a este respecto, el artículo 3 de la Constitución de Albania de 1976
(vigente hasta 1991) que establecía: “El Estado no reconoce ninguna religión y
fomentará y desarrollará la propaganda ateísta con el fin de infundir al pueblo la
concepción materialista científica del mundo”. Aunque no fue habitual plasmarlo
legislativamente con tanta claridad –es más, las expresiones a las que buena parte de
los países comunistas recurrieron para consagrar su política antirreligiosa fueron las de
libertad de conciencia y separación entre la Iglesia y el Estado– fue una política
generalizada.

En algunos supuestos, la fuerte religiosidad del pueblo y la influencia social de la Iglesia


impidieron la adopción de medidas antirreligiosas extremas, forzando al gobierno a
hacer concesiones de tolerancia. Es lo que ocurrió, por ejemplo, en Polonia donde la
Iglesia católica jugó un papel fundamental en la oposición al régimen comunista y en la
reivindicación de las libertades democráticas, muy especialmente durante las décadas
de los 70 y de los 80.

A veces, los gobiernos optaron por una política pragmática y realista y, no pudiendo
aniquilar la religión, trataron de manipularla y controlarla, sobre todo en países con
iglesias nacionales de fuerte tradición de vinculación al Estado. Así sucedió en la URSS
con la Iglesia ortodoxa rusa. Para evitar represalias del régimen, la Iglesia rusa trató de
permanecer al margen de controversias políticas y de no involucrarse en la oposición al
régimen.

Un factor clave en este periodo, que actuó ligado a la religión, fue el de los
nacionalismos. Por ejemplo, en Polonia y Checoslovaquia, el catolicismo se defendió
como identidad nacional frente al dominio extranjero soviético y la fidelidad a la Iglesia
católica era considerada una cuestión de patriotismo. Lo mismo ocurrió en muchos
lugares (Georgia, Ucrania, Estonia, Letonia, etc.) con sus iglesias ortodoxas erigidas en
símbolos nacionales en oposición a la dominación soviética. En Rusia, sin embargo, la
Iglesia ortodoxa fue soporte del régimen comunista, utilizada bajo control estatal como
vehículo de sentimiento nacional contra las iglesias rivales, por ejemplo, la de Ucrania.

1.3. El régimen actual en los países de la Europa del este

La década de los 90 asiste al desmoronamiento de los regímenes comunistas europeos


sustituidos por sistemas democráticos fundamentados en el reconocimiento de los
derechos y libertades. Esta transformación supuso un giro radical en materia de política
y derecho eclesiástico. El móvil de los poderes públicos ya no va a ser la supresión de la
religión y la instauración del ateísmo científico, sino la protección de la libertad religiosa
de los ciudadanos y confesiones.
Tal transformación conllevó una modificación de los principios constitucionales y de su
desarrollo legislativo, tanto unilateral como pacticio. En la descripción de estos aspectos
nos detendremos en los siguientes epígrafes.

Además de construir un nuevo sistema, los gobiernos democráticos instaurados tuvieron


que ocuparse en promulgar disposiciones dirigidas a restituir a las iglesias y
comunidades religiosas en sus derechos lesionados durante el régimen anterior; así, por
ejemplo, casi todos los Estados han adoptado normas estableciendo la devolución a las
confesiones de las propiedades incautadas y arbitrando a su favor la debida
compensación económica.

Antes de adentrarnos en la descripción del nuevo régimen legal eclesiástico, conviene


señalar que, el tránsito hacia la libertad religiosa y la consiguiente disposición de
normas tendentes a ese fin, se inició, en algunos países, durante los últimos años de
vigencia de un régimen comunista agonizante. En Polonia, por ejemplo, las autoridades
comunistas promulgaron, el 17 de mayo de 1989 tres leyes de libertad religiosa.
Asimismo, como veremos, las primeras leyes rusas consagrando la libertad religiosa y la
autonomía de las confesiones, son anteriores a la desintegración de la Unión soviética y
fueron elaboradas durante la perestroika impulsada por Gorbachov.

1.3.1. Derecho eclesiástico y principios constitucionales

Después de la caída del comunismo, todos los países de la Europa del este han
promulgado nuevas Constituciones, a excepción de Hungría donde continúa vigente la
Constitución comunista de 1949 que establecía como principios en materia eclesiástica
la separación Iglesia-Estado y la libertad religiosa y de conciencia. Lo que se ha
modificado radicalmente en Hungría con el cambio de régimen es la interpretación de
esos principios que ya no se entienden en clave de hostilidad y acoso a la religión, sino
que adquieren el significado propio de un Estado democrático que promueve los
derechos y libertades del ciudadano y de los grupos en los que se integra.

a) En cuanto a los principios establecidos en los nuevos textos constitucionales habría


que señalar, en primer lugar, que ningún país ha retomado la confesionalidad que
algunos tuvieron antes de la dominación comunista. Sirviéndose de diferente
terminología, todos recogen el principio de neutralidad, no confesionalidad o separación
entre el Estado y las confesiones. Parece razonable que haya sido así pues, si bien no
suscita especiales reparos el que, en Europa occidental, algunos países de tradición
confesional no la hayan abolido y la mantengan con carácter meramente formal, podría
suscitarlos el consagrar en una nueva Constitución, y tras décadas de separación, un
sistema confesional o de Iglesia de Estado.

b) Junto a la neutralidad, las actuales Constituciones del este suelen consagrar como
principio la autonomía entre el Estado y las confesiones religiosas. Tal referencia
expresa es especialmente oportuna habida cuenta de los intentos comunistas de control
e interferencia sobre las iglesias. Así, por ejemplo, el artículo 24,3 de Eslovaquia
establece que “las iglesias y comunidades religiosas administran sus propios asuntos. En
particular, crean sus entidades, nombran a sus ministros, organizan la enseñanza de la
religión, y establecen órdenes religiosas y otras instituciones eclesiásticas con
independencia de los organismos estatales”.

c) Las nuevas Constituciones promulgadas garantizan todas ellas el principio de libertad


religiosa según una acepción amplia. Reproducimos como muestra el artículo 53 de la
Constitución polaca en el que se señala que “se garantiza a todos la libertad religiosa y
de creencias. La libertad religiosa incluye la libertad de profesar o aceptar una religión
por elección personal así como la libertad de manifestar tal religión, individual y
colectivamente, tanto en público como en privado, mediante el culto, la oración, la
participación en ceremonias, los ritos y la enseñanza. La libertad religiosa incluirá
también la posesión de santuarios y otros lugares de culto para la satisfacción de las
necesidades de los creyentes así como el derecho de los individuos, donde quiera que se
encuentren, a beneficiarse de los servicios religiosos (…)”.

d) Junto a la libertad, los textos constitucionales se refieren a la igualdad y no


discriminación por razón de religión, tanto para los individuos como para los grupos
religiosos.

A nivel de principios constitucionales un supuesto algo especial es el de Bulgaria, país


con un 85’7% de población ortodoxa. En el artículo 13 la Constitución establece que “se
garantiza la libertad de practicar cualquier religión. Las instituciones religiosas estarán
separadas del Estado. El cristianismo ortodoxo oriental es considerado la religión
tradicional de la República de Bulgaria. Las instituciones y comunidades religiosas y las
creencias religiosas no se utilizarán para fines políticos”.

El interrogante que plantea el texto es el alcance de ese especial reconocimiento


previsto para el cristianismo ortodoxo y su compatibilidad con los principios de
separación Iglesia-Estado y autonomía de las confesiones que acoge el precepto
mencionado, así como con el de igualdad y no discriminación consagrado en el artículo
6. Se cumple en este caso lo que hemos señalado sobre la vinculación entre identidad
nacional y religiosa pues el carácter tradicional y la especial protección hacia el
cristianismo ortodoxo se arbitró como un factor para la preservación de la identidad
nacional búlgara. Esa vinculación queda también reflejada de algún modo en el
preámbulo de la Constitución eslovaca que menciona, como parte de su propia identidad
y consiguiente derecho a la autodeterminación, el legado espiritual de San Cirilo y San
Metodio: “Nosotros el pueblo eslovaco, conscientes de la herencia cultural y política de
nuestros antepasados, de la experiencia acumulada durante siglos de lucha por nuestra
existencia nacional y estatal, conscientes del legado espiritual de San Cirilo y San
Metodio (…), reconociendo el derecho natural de las naciones a su autodeterminación
(…)”.

En definitiva, los principios constitucionales de los nuevos sistemas de derecho


eclesiástico establecidos en los países de la Europa del este tras la caída del
comunismo, acogen una concepción amplia de libertad religiosa tanto para los
individuos como para las confesiones, acercándose más a lo que en categorías
occidentales entendemos por sistema de cooperación que de separación. Todo ello
desde la no confesionalidad del Estado. En algunos casos, esa cooperación se
materializará en la estipulación de fuentes bilaterales o pacticias –Concordatos con la
Santa Sede y Acuerdos con otras confesiones–, sobre todo, aunque no exclusivamente,
en los países de tradición católica.

1.3.2. Concordatos y Acuerdos de Cooperación entre el Estado y las


confesiones

Los países de tradición católica optaron, en general, por garantizar la libertad religiosa
mediante un sistema de cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas, en
ocasiones mediante la estipulación de normas pacticias. Se trata por lo general de
Estados que, antes del régimen comunista, habían tenido Concordato con la Santa Sede
y que, a la caída de éste, recuperan su tradición.

Hay que tener en cuenta que, en estos países, la Iglesia católica tuvo un importante
protagonismo en la vida social y política, concretamente en la lucha contra el
comunismo y en pro de la democracia. Ese protagonismo de la Iglesia influyó en que,
en el nuevo sistema instaurado, el margen de libertad religiosa reconocido, no sólo a los
individuos, sino también a las confesiones en general, y a la Iglesia en particular, fuera
muy amplio y bilateralmente pactado. Por ejemplo en Polonia, país de fuerte tradición y
mayoría católica (90’7% de la población), siguiendo el modelo italiano, se ha
constitucionalizado el sistema de Acuerdos con las confesiones en los siguientes
términos:
“… La relación entre el Estado y las iglesias y confesiones religiosas se basará en el
principio del respeto de su autonomía y de la mutua independencia de cada uno en su
propia esfera, así como en el principio de cooperación en favor del individuo y del bien
común.

Las relaciones entre la República de Polonia y la Iglesia Católica se determinarán por


tratado internacional concluido con la Santa Sede y por ley.

Las relaciones entre la República de Polonia y las demás iglesias y confesiones religiosas
de determinarán mediante ley adoptada de conformidad con los Acuerdos celebrados
entre los representantes de las confesiones y el consejo de ministros ” (artículo 25).

En aplicación de este precepto constitucional, Polonia ha suscrito, por el momento, un


Concordato con la Iglesia católica (firmado el 28 de julio de 1993 y ratificado el 25 de
marzo de 1998) y Acuerdos con las siguientes confesiones: Iglesia ortodoxa, Iglesia
luterana, Iglesia calvinista, Iglesia metodista, Iglesia baptista, Iglesia católica polaca,
antigua Iglesia católica de los Mariavites, Iglesia católica de los Mariavites, Iglesia
adventista, Iglesia pentecostal, Comunidades religiosas judías, Unión religiosa
musulmana, Unión religiosa de Karaïme e Iglesia de rito antiguo de Oriente. En los
Acuerdos suscritos se arbitra un amplio margen de libertad para las confesiones, con un
sistema de beneficios fiscales, enseñanza religiosa en la escuela, reconocimiento civil
del matrimonio celebrado en forma religiosa, asistencia religiosa, etc.

Hungría es un Estado mayoritariamente católico (63’1% de la población, junto con un


20% de reformados, 4% de luteranos y 0’5-1% de judíos). Como ya hemos señalado,
sigue vigente la Constitución promulgada durante el comunismo que establecía la
separación Iglesia-Estado y que, obviamente, no hace referencia a la cooperación. Sin
embargo, y aunque no sea como en Polonia un mandato constitucional, entre 1997 y
1999 el gobierno firmó Acuerdos de cooperación con cada una de las cuatro iglesias y
comunidades históricas (Iglesias católica, luterana y reformada y comunidad judía), así
como con dos iglesias minoritarias (la Iglesia húngara baptista y la servia ortodoxa
Budai). Con la Santa Sede, además del Acuerdo de 1997, había suscrito anteriormente
otros Acuerdos en 1990 (para el restablecimiento de relaciones diplomáticas) y en 1994
(sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y policía de fronteras). El contenido de
los Acuerdos húngaros es sobre todo económico, disponiendo la devolución de las
propiedades confiscadas durante el régimen comunista y una compensación económica,
pero se tratan también otras cuestiones como la enseñanza y la educación religiosa, la
preservación del patrimonio eclesiástico, las actividades asistenciales de las iglesias,
etc.

Croacia (donde la población católica es del 85%) ha firmado cuatro Acuerdos con la
Santa Sede: tres de fecha de 19 de diciembre de 1996 sobre asuntos jurídicos,
cooperación en materia educativa y cultural y asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas
y a la Policía, y un Acuerdo de 9 de octubre de 1998 sobre asuntos económicos. Las
relaciones entre Eslovaquia (64’4% de católicos) y la Santa Sede han sido también
pactadas en un Acuerdo base firmado el 24 de noviembre y ratificado el 18 de diciembre
de 2000. Eslovenia (con un 86% de católicos) ha firmado el 14 de diciembre de 2001 un
Concordato con la Santa Sede en el que se establece el marco jurídico de la Iglesia
católica en el país.

La cooperación mediante Concordatos y Acuerdos no es exclusiva de los países de


mayoría católica. Estonia, donde el número de católicos es tan solo de 4000 ciudadanos,
suscribió un Concordato con la Santa Sede el 12 de marzo de 1999, en el que se
establece el marco jurídico de la Iglesia católica en Estonia, su personalidad, autonomía
y libertad, el reconocimiento del derecho de acceso y a la posesión de medios de
comunicación, del derecho a la enseñanza religiosa en la escuela pública y del derecho a
crear centros docentes, se pacta el reconocimiento de efectos civiles del matrimonio
canónico, etc.
1.3.3. Leyes de libertad religiosa: reconocimiento de las confesiones

En desarrollo de las nuevas Constituciones promulgadas, los Estados de la Europa del


este aprobaron leyes de libertad religiosa otorgando un amplio margen de protección,
tanto para los individuos como para los grupos. La apertura provocó una avalancha de
nuevas religiones (hasta entonces ausentes por la represión religiosa del régimen
anterior) que desplegaron una intensa actividad proselitista en esos países. Esa
actividad despertó el recelo de las autoridades y les llevó a modificar la legislación
introduciendo polémicas restricciones en el reconocimiento del derecho de libertad
religiosa, sobre todo –aunque no exclusivamente–, en los Estados con una fuerte
presencia de la Iglesia ortodoxa nacional. Un ejemplo paradigmático es el de Rusia.

En esa nación, la política comunista de hostilidad religiosa y control estatal sobre las
confesiones, concretamente sobre la Iglesia ortodoxa rusa, se suavizó con la elección de
Gorbachov como Secretario general del partido comunista en 1985. Gorbachov puso en
marcha un programa de reformas y apertura –perestroika– que abarcaría también a la
política religiosa, iniciándose un giro hacia la libertad. De este modo, las primeras leyes
consagrando la libertad religiosa y la autonomía de las confesiones se promulgaron en
1990, antes de la desintegración de la Unión soviética. Se trataba de una legislación
tuitiva de la libertad religiosa que fue duramente criticada por los sectores
conservadores de la Iglesia ortodoxa, ante el incremento de grupos religiosos
extranjeros en actividad misionera en Rusia. Esto motivó que el Soviet Supremo
aprobara un proyecto restrictivo de la ley de libertad religiosa que, sin embargo, el
Presidente Yeltsin se negó a firmar. Años después, ante las presiones del patriarcado de
Moscú y de los movimientos internacionales antisectas, Yeltsin terminó por firmar la
vigente Ley de libertad y asociaciones religiosas de 26 de septiembre de 1997, similar o
incluso más restrictiva, que la que había vetado anteriormente.

El fin principal de la ley es distinguir entre las confesiones tradicionales


(fundamentalmente la Iglesia ortodoxa rusa) y otras religiones. En esta línea, el
preámbulo reconoce “la especial contribución de la ortodoxia a la historia de Rusia y al
establecimiento y desarrollo de la espiritualidad y la cultura rusa”, y afirma que respeta
“el cristianismo, el Islam, el budismo, el judaísmo y las demás religiones que sean parte
inseparable del patrimonio histórico del pueblo ruso”.

En el texto articulado introduce una distinción entre “grupos religiosos” y


“organizaciones religiosas”: las únicas que realmente tienen libertad religiosa. Para ser
una “organización religiosa” es necesaria la inscripción, burocráticamente compleja y
que se denegará si el grupo no prueba su presencia en territorio ruso por un periodo no
inferior a 15 años. Es decir, sólo quienes acrediten que estaban activamente presentes
en tiempos de la Unión Soviética podrán acceder al registro. A las confesiones que no
cumplan este requisito se les permitirá poseer propiedades y celebrar privadamente sus
ritos, pero no se les reconocerá el derecho a distribuir publicaciones religiosas, crear y
dirigir centros docentes o medios de comunicación, tener sus celebraciones religiosas en
hospitales, prisiones u otras instituciones públicas.

Se ha denunciado la compatibilidad de estas restricciones con la Constitución, en


concreto con el artículo 14, que establece que todos los grupos religiosos son iguales
ante la ley, y con los preceptos que garantizan a todos el derecho de establecer centros
docentes y el derecho a la libertad de información. En sentencia de 23 de noviembre de
1999, el Tribunal Constitucional mitigó algunas de las disposiciones discriminatorias
pues, antes de la sentencia, prácticamente ningún movimiento religioso cumplía el
requisito de los 15 años de existencia ya que la Unión soviética no permitía la presencia
de organizaciones religiosas, salvo las controladas por el régimen.

Desde la Iglesia ortodoxa se ha apoyado la ley, haciendo hincapié en el peligro que


suponen las sectas y las religiones que hacen proselitismo e intentan distanciar al
pueblo de la religión de sus padres. La comunidad internacional ha criticado la ley en
diversas ocasiones. En una moción presentada por el parlamento europeo el 11 de
marzo de 1999 se invita a Rusia a respetar el Convenio de derechos humanos que ha
firmado y a luchar contra toda forma de discriminación hacia las minorías religiosas.

El modelo ruso se ha extendido a otros países de la zona que comparten la desconfianza


hacia las religiones nuevas o provenientes del extranjero. Por ejemplo, el parlamento de
Estonia aprobó en junio del 2001 una reforma de la ley de confesiones que el presidente
Lennaert Meri rehusó promulgar, declarando que suponía una intrusión en la esfera de
autonomía de las instituciones religiosas y que violaba las garantías constitucionales al
introducir restricciones desproporcionadas a la práctica de la libertad religiosa.
Especialmente problemático fue el artículo 14,3 que prohibía la inscripción de
organizaciones religiosas gobernadas por sedes extranjeras. El proyecto fue devuelto al
Parlamento que, finalmente, suprimió las restricciones más polémicas.

En Bulgaria ya hemos señalado cómo la Constitución prescribe, junto a los principios de


libertad religiosa, separación Iglesia-Estado y autonomía de las confesiones, el carácter
tradicional del cristianismo ortodoxo oriental. El Estado coopera económicamente,
además de con la Iglesia ortodoxa, con las otras comunidades históricas que son la
musulmana, la católica y la judía. Recientemente, diversas administraciones municipales
han aprobado decretos sobre la actividad de las comunidades religiosas que establecen
una regulación sumamente restrictiva hacia los grupos religiosos no tradicionales, en
violación de los preceptos constitucionales y excediéndose del ámbito de competencia
que la ley atribuye a las corporaciones municipales. En esta normativa se declaran
ilegales las actividades religiosas de las confesiones no inscritas; se establece que las
reuniones religiosas solo pueden celebrarse en locales de culto registrados como tales
en el ayuntamiento, pese a que la Constitución establece que “las reuniones celebradas
en el interior de una vivienda no requieren notificación a las autoridades municipales”
(art. 43,3). La distribución de material religioso, enumerado en uno de los decretos
municipales junto al material pornográfico, se permite únicamente en el interior de los
lugares de culto inscritos o en librerías especializadas. Las publicaciones, circulares o
periódicos emitidos por las confesiones religiosas deben enviarse previamente al
ayuntamiento, junto al correspondiente presupuesto, indicando las fuentes de
financiación de la publicación. También las ayudas económicas provenientes del exterior
deben también declararse ante el ayuntamiento. Por su vulneración de la Constitución y
de las leyes de la nación, algunas de estas reglamentaciones locales han sido
impugnadas ante la autoridad judicial competente.

Aunque la política restrictiva hacia los nuevos movimientos religiosos se ha desarrollado


sobre todo en los países de tradición de iglesias nacionales ortodoxas, no ha sido
exclusiva de estos. El 7 de enero de 2002 ha entrado en vigor en la República Checa
una ley de libertad religiosa aprobada por el Parlamento, que ha tenido el voto en
contra del Senado y el veto formal del Presidente Vàclav Havel que se opuso por
tratarse de una ley restrictiva. Polonia, en junio de 1998 y tal vez por el temor a la
proliferación de las sectas, introdujo una reforma por la que se endurecía la normativa
sobre inscripción de las confesiones. En Hungría, una reforma de 2000 estableció la
posibilidad de deducciones fiscales por donativos a las confesiones, pero limitó el
beneficio fiscal a 14 de las 100 iglesias registradas. El mismo sentimiento de recelo
hacia religiones no tradicionales se encuentra en países de mayoría musulmana, como
es el caso de Albania con una población musulmana sunní del 70%. En este país, la
comunidad Bahaí ha sufrido particular restricción de la libertad religiosa por ser
considerada extraña a la tradición albanesa.

En definitiva, en los años que siguieron a la caída del comunismo los países del este
promulgaron una serie de leyes y normas que, bajo la euforia democrática, otorgaron
un amplio margen de libertad a los individuos y grupos religiosos. Transcurridos unos
años, muchas de estas legislaciones han girado hacia una mayor restricción de la
libertad de los grupos religiosos, motivada por el temor hacia los nuevos movimientos
religiosos que invadieron con su actividad proselitista esos países, y ante el recelo de las
iglesias tradicionales –símbolos de identidad nacional–, hacia las religiones
“extranjeras”.
2.1. La convivencia entre la Sharia y el derecho positivo en los Estados
islámicos

2. Los sistemas islámicos

Para poder comprender el modo de relacionarse lo civil y lo religioso en el mundo


islámico, es preciso abandonar las coordenadas dualistas occidentales de separación. La
comunidad islámica (la umma) es una comunidad indisociablemente religiosa, social,
política, económica y cultural. En consonancia con lo anterior, una de las características
más peculiares del derecho actual de los países musulmanes es la convivencia que
existe, en la mayor parte de ellos, entre la ley islámica religiosa (Sharia) y un derecho
positivo importado, en buena medida, de occidente. Expondremos una síntesis de esa
interacción entre el derecho civil y el religioso en el mundo islámico; a continuación, nos
detendremos en la actitud de los Estados islámicos hacia la tutela de la libertad religiosa
en el derecho interno de esos países y en el derecho internacional.

2.1.1. Referencia histórica

A juicio de los musulmanes, la Sharia recoge la revelación que Dios hizo a la humanidad
a través de Muhammad (Mahoma), su profeta, en el s. VII de nuestra era. Está
integrada por dos fuentes originarias o principales:

El Corán, el libro sagrado, que contiene las revelaciones que Dios, por medio del Angel
Gabriel, comunicó al profeta. Con relación a la naturaleza de las revelaciones coránicas
es necesario señalar que, aunque algunas tienen carácter jurídico, éstas no exceden de
una décima parte del Libro. Es decir, en el Corán se regulan distintos aspectos de la
existencia: preceptos culturales en torno a las relaciones del ser humano con su
Creador, directrices sobre las relaciones de la umma con otras comunidades, principios
sobre la guerra y la paz, normas que rigen las relaciones comerciales entre los
hombres, preceptos acerca del matrimonio, una minuciosa regulación del derecho
sucesorio, etc. De este modo, el Corán es la primera fuente del derecho musulmán,
pero no es un Código de derecho musulmán: carece de carácter sistemático, la mayor
parte de sus disposiciones no son jurídicas y además los operadores del derecho
musulmán no acuden directamente al Corán, sino a las obras de los doctores. Junto al
Corán la otra fuente principal de la Sharia es la Sunna o tradición en la que se recogen
los dichos y hechos del Profeta.

Sobre la base de las fuentes señaladas, el proceso de consolidación del derecho


musulmán se desarrolló desde el s. VII hasta el s. X de nuestra era. Durante este
período se admitió el esfuerzo –ijtihad– de los expertos dirigido a autentificar e
interpretar las fuentes de la ley divina y a precisar las soluciones que éstas imponen a
los musulmanes. En torno al s. X, se empezó a recelar de que la actividad de los
expertos terminara suplantando la revelación por criterios humanos por lo que se afirmó
que “la puerta de la ijtihad había quedado cerrada”. El bloqueo de la creatividad jurídica
no supuso el fin del derecho musulmán gracias al juego que se permitió a una serie de
recursos que introdujeron en las sociedades islámicas la convivencia entre las normas
de la Sharia y una serie de reglas emanadas por otras vías como el derecho
consuetudinario, los pactos entre particulares y, sobre todo, la actividad normativa del
gobernante en el marco permitido por la ley islámica.

El s. XIX marcó en estas sociedades un punto de inflexión. Hasta entonces el uso que
hacía la autoridad de la facultad de promulgar normas para el buen funcionamiento de
la sociedad no había inquietado particularmente a los hombres religiosos, pues se había
llevado a cabo dentro de los límites de la moderación. A partir de los siglos XIX y XX, la
rapidez en los cambios sociales y económicos condujo a un desarrollo inusitado de la
actividad normativa del gobernante que cuestionó el orden existente en el derecho
islámico. Tal alteración se agudizó por el hecho de que las disposiciones dictadas eran
importadas de occidente y respondían a unos planteamientos difícilmente armonizables
con los islámicos. La recepción del derecho europeo en el mundo islámico se generalizó
a raíz del proceso de colonización.

2.1.2. Situación actual

Para describir los rasgos fundamentales de la convivencia entre el derecho islámico y el


derecho positivo en la actualidad, es obligado distinguir diversas categorías de Estado.

a) En primer lugar, debe señalarse que existen algunos Estados de importante


presencia musulmana y que, sin embargo, se declaran laicos. Un supuesto peculiar es el
de Turquía donde la laicidad está ligada al nacimiento del Estado y donde, tanto la
laicidad como el reconocimiento de la libertad religiosa de los individuos y de los grupos
religiosos, reviste características muy peculiares en las que no nos vamos a detener por
no tratarse, al menos teóricamente, de un Estado islámico. Son también Estados laicos
de mayoría islámica algunos de los países de la antigua Unión soviética sometidos,
durante años, a un régimen totalitario que ha dejado en ellos una honda huella de
secularización. Sin embargo, el hecho de que un país de mayoría islámica se declare
laico no siempre implica que no admita la Sharia como fuente del derecho. Por ejemplo
en Nigeria o Djibouti, la laicidad constitucional no impide la aplicación de la Sharia en
materias de estatuto personal si las partes implicadas son musulmanas y, para esos
asuntos, se reconoce jurisdicción a los Tribunales religiosos.

b) Centrándonos en los Estados que de manera expresa se declaran islámicos, lo


primero que se constata es que el alcance de esa “confesionalidad” no es igual en todos.
Los Estados con un mayor grado de confesionalidad son aquellos que asumen los
postulados del derecho islámico clásico en la materia, en el sentido de entender que el
único legislador es Dios y que los gobernantes no son más que una sombra suya en la
tierra, encargados de conducir a la comunidad por el buen camino que es el que indica
la Sharia. La Sharia es pues la principal fuente del ordenamiento en estos países.

Un ejemplo paradigmático es el de Arabia Saudí. En el Decreto sobre el Sistema


Fundamental Saudí, se afirma que “el Libro de Dios, y la Sunna de Su Profeta (…), son
su Constitución” (artículo 1) y que “el Gobierno toma su autoridad del Sagrado Corán y
de la tradición del Profeta” (artículo 7). Al ser Dios el único legislador, se sostiene que la
tarea del gobernante saudí se limita a las ramas ejecutiva y judicial del poder. Ahora
bien, como no es posible encontrar en la Sharia respuesta detallada a todas las
cuestiones que plantean las necesidades modernas, en el caso de laguna de la ley
islámica se admite una regulación positiva que deberá hacerse siempre de conformidad
con la Sharia y que es de categoría distinta a la ley (nizam).

Este primer grupo de Estados asume una fuerte confesionalidad sustancial que erige la
Sharia en crisol de legitimidad de cualquier norma y acto de poder. Tal consideración
hará que sea habitual en ellos el establecimiento de mecanismos de control destinados
a tutelar la compatibilidad de cualquier disposición gubernativa con las normas de la
Sharia. Como ejemplo puede mencionarse el Tribunal Federal de Sharia paquistaní que,
según el artículo 203D de la Constitución, “puede, de oficio o a petición de un ciudadano
de Pakistán, del Gobierno Federal o del Gobierno Provincial, examinar y decidir si
cualquier ley o disposición legislativa, es o no es contraria a los preceptos del Islam tal
y como se dispone en el Sagrado Corán y en la Sunna del Sagrado Profeta”.

c) Existe un modelo de Estados que también se declaran islámicos pero en los cuales la
aplicación de la Sharia se limita, fundamentalmente, a cuestiones de estatuto personal,
esto es, de derecho de familia y sucesiones, que ha sido calificado como el “bastión de
la Sharia”. Como en cualquier sistema jurídico antiguo, en el derecho islámico clásico
están más elaborados los aspectos que tratan de derecho privado que las cuestiones
públicas a excepción, quizá, del derecho penal. Además, esos aspectos se consideran
especialmente ligados a la religión y, por tanto, a la Sharia. En estas cuestiones la
vigencia del derecho islámico está muy generalizada aunque, la mayor parte de los
Estados, no aplican directamente las fuentes religiosas en la materia, sino que han
promulgado Códigos de estatuto personal inspirados en la ley islámica.

2.2. La tutela de la libertad religiosa en el mundo islámico

El punto de partida para entender la regulación actual de la libertad religiosa en el


mundo islámico, es considerar cómo esta cuestión es tratada en la Sharia ya que ella es
el substrato jurídico común a los distintos Estados musulmanes. Habría que precisar que
el concepto de libertad religiosa es un concepto moderno que, en la época de
consolidación del derecho musulmán, no había sido formulado como tal en ningún
sistema jurídico. Por tanto, más que a la libertad religiosa en la Sharia, deberíamos
referirnos a la tolerancia.

No existe en el derecho islámico clásico un reconocimiento de la igualdad y la no


discriminación por razones religiosas. Solo los musulmanes son miembros de pleno
derecho de la comunidad y existe entre ellos una especial solidaridad que se manifiesta
jurídicamente, por ejemplo, en la institución de la zakat, un impuesto a favor de los
miembros más necesitados de la umma y que es considerado como uno de los cinco
pilares de la religión islámica.

Respecto a los no musulmanes, se distinguía entre los politeístas, que no eran


admitidos en la comunidad islámica, y la Gente del Libro (judíos, cristianos y
zoroastras), que era tolerada con ciertas limitaciones. La situación de tolerancia
consistía en que, si bien no en plano de igualdad y con restricciones, se admitía la
convivencia pacífica con ellos dentro del territorio islámico e, incluso, se les reconocía la
posibilidad de que, determinadas relaciones entre ellos, se rigieran por su ley personal,
así como la libertad para practicar su culto. Tal situación se obtenía a cambio del
sometimiento, símbolo del cual era el impuesto especial que debían pagar o jizya. La
tolerancia no regía en territorio de Arabia pues, según palabras atribuidas al Profeta en
su lecho de muerte, “en la península árabe no deben coexistir dos religiones”.

Puesto que Arabia Saudí pertenece a aquel grupo de Estados que acogen la Sharia como
la principal fuente del ordenamiento, la prohibición apuntada se observa en la
actualidad y, a los no musulmanes que residen en Arabia, se les prohíbe la práctica
pública de su culto. Los numerosos extranjeros que trabajan en compañías petrolíferas
tienen sus celebraciones religiosas en las embajadas o en lugares cerrados dentro de las
compañías. Aún en estos casos, se han producido detenciones que son motivo habitual
de denuncia ante Naciones Unidas.

En cuanto a la profesión en materia de religión, nadie puede ser forzado a abrazar el


Islam contra su voluntad. La libertad en la conversión está expresamente prescrita en el
Corán en los siguientes términos: “La Verdad viene de vuestro Señor. ¡Que crea quien
quiera, y quien no quiera, que no crea!” (El Corán 18, 29). La libertad no se extiende,
sin embargo, al abandono del Islam o apostasía que merece duros castigos. El castigo al
apóstata se apoya, por una parte, en el pasaje coránico que establece “...han
apostatado después de haber abrazado el Islam. (...) mejor sería para ellos que se
arrepintieran. Si vuelven la espalda, Dios les infligirá un castigo doloroso en la vida de
acá y en la otra. No encontrarán en la tierra amigo ni auxiliar” (El Corán 9, 74). Más
claro es el tenor del siguiente relato atribuido al Profeta: “a aquél que cambia de
religión, matadle ”. Sobre tal fundamento, los juristas clásicos dispusieron, si concurrían
determinados requisitos, la pena de muerte para el apóstata, así como importantes
sanciones de carácter civil.

Partiendo de estos postulados, el abandono del Islam no es reconocido como parte de la


libertad religiosa en los actuales Estados islámicos. La diferencia entre los distintos
países está en el tipo de sanciones que aplican. Sólo en unos pocos están vigentes las
sanciones penales –la pena de muerte– que la Sharia prescribe para el apóstata. Entre
ellos, por ejemplo, el artículo 126 del Código penal de Sudán establece que “1) comete
delito de apostasía todo musulmán que hace propaganda para la salida de la nación del
Islam o el que manifieste abiertamente su propia salida mediante palabras explícitas o
por un acto que tenga un sentido absolutamente claro; 2) el que cometa delito de
apostasía es invitado a arrepentirse durante un periodo de tiempo determinado por el
tribunal. Si persiste en su apostasía y no ha sido recientemente convertido al Islam,
será castigado con pena de muerte; 3) la sanción de la apostasía cesa si el apóstata se
retracta antes de la ejecución”. En el mismo sentido, se pronuncia la legislación penal
aplicable en Mauritania, Qatar, Irán y algún otro Estado islámico.

Aunque no son muchos los países islámicos que mantienen la pena de muerte por
apostasía, casi todos imponen sanciones civiles al apóstata, lo cual es indicativo de que
no contemplan el abandono del Islam como parte del derecho de libertad religiosa. Así,
la apostasía es causa de disolución del vínculo matrimonial, de pérdida de la custodia de
los hijos y de determinados derechos económicos y sucesorios.

El no considerar el abandono del Islam como parte del derecho de libertad religiosa
conduce, en algunos casos, a impedir el proselitismo dirigido a los musulmanes. El
Código penal marroquí, por ejemplo, en su artículo 200 contempla el delito de
proselitismo estableciendo que “será castigado –con una pena de prisión de seis meses
a tres años y una multa de 100 a 500 dirhams– el que emplee medios de seducción con
el propósito de hacer vacilar la fe de un musulmán o de convertirle a otra religión…”.

En relación con el matrimonio, la regulación dispuesta en la Sharia prohíbe el


matrimonio del varón musulmán con mujer que no pertenezca a una religión del Libro y
el matrimonio de la mujer musulmana con varón que no sea musulmán. La razón
principal de esta prohibición es que, en el derecho musulmán, los hijos heredan la
religión del padre. Tales prohibiciones de matrimonios mixtos rigen en la generalidad de
los Estados islámicos actuales. Incluso la legislación tunecina, que es la más avanzada
de las islámicas, habiendo abolido expresamente la poligamia y el repudio, prohíbe los
matrimonios mixtos. Debe tenerse en cuenta que el problema para la libertad religiosa
se plantea porque no existe un matrimonio “civil” alternativo al islámico; es más, el
hipotético matrimonio que una mujer musulmana pudiera contraer en el extranjero con
un no musulmán no sería reconocido en un Estado islámico por razones de orden
público.

En el supuesto de ruptura del matrimonio, el derecho islámico en principio atribuye a la


madre la hadana o custodia sobre el niño hasta que éste alcance una determinada edad.
Si se trata de matrimonios mixtos, la hadana de la madre cristiana o judía no se
suprime pero, en algunos países, se reduce hasta la edad en que el niño sea capaz de
discernimiento en materia de religión y se suele subordinar la hadana a que la madre
cristiana o judía no aproveche su condición para educar al hijo en una religión distinta
de la del padre. Así, por ejemplo, lo prescribe el Código de estatuto personal marroquí
en los siguientes términos: “si quien detenta la custodia profesa una religión distinta de
la del padre, tratándose de persona distinta de la madre sólo tendrá derecho a la
custodia durante los cinco primeros años de vida del menor. En el caso de que se trate
de la madre, la custodia será válida a condición de que no aproveche su posición para
educar al hijo según una religión distinta de la paterna” (artículo 18).

2.3. Actitud de los Estados islámicos hacia la libertad religiosa en el derecho


internacional

Para conocer la concepción islámica del derecho de libertad religiosa es particularmente


revelador el análisis del ámbito internacional, tanto de la actitud de los Estados
islámicos hacia los documentos de Naciones Unidas en materia de libertad religiosa,
como la descripción de los textos internacionales sobre la misma materia emanados, no
de Naciones Unidas, sino de organismos internacionales islámicos.

En cuanto a la actitud de los Estados islámicos hacia los documentos de derechos


humanos de Naciones Unidas hay que destacar que, salvo excepciones, la tendencia
general es la de suscribir las convenciones. Lo que ocurre es que, en ocasiones, las
reservas interpuestas al tratado son de tal naturaleza que hacen dudar del alcance del
compromiso que el Estado contrae. Así sucede cuando el Estado suscribe el convenio
pero formula una reserva genérica del tipo: “en la medida en que sea compatible con la
Sharia o ley islámica”.

Como hemos visto, la ley islámica no admite el abandono del Islam como parte del
derecho de libertad religiosa, en consecuencia, los Estados islámicos se han resistido a
que el cambio de religión fuera reconocido como parte de tal derecho en los
documentos internacionales. El artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos
Humanos de 1948 sobre libertad religiosa afirma que “este derecho implica la libertad
de cambiar de religión o de creencia”. El gobierno de Arabia Saudí solicitó la supresión
de esta referencia y, el rechazo de la enmienda, hizo que se abstuviera en la votación
final. El derecho de libertad religiosa fue acogido, con carácter jurídicamente vinculante,
en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, concretamente en su artículo
18 cuyo primer párrafo reproduce casi textualmente la redacción de la Declaración
Universal de Derechos Humanos, pero con una diferencia significativa que es la omisión
del cambio de religión o creencias como parte del derecho de libertad religiosa. Debido
a la presión que los Estados islámicos ejercieron en este punto, y con el fin de evitar el
rechazo de estos países, se suprimió la referencia al cambio de religión.

En el largo y complejo proceso de elaboración del documento de Naciones Unidas


expresamente dedicado al tema de la intolerancia religiosa –la Declaración sobre la
eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión
o las convicciones de 25 de noviembre de 1981–, los Estados islámicos alegaron que, en
los proyectos que se iban presentando a la Asamblea, prevalecía una concepción
occidentalizada de la libertad religiosa. A su juicio, es propio de la visión occidental
considerar el proselitismo como parte del derecho de libertad religiosa y proteger, en
consecuencia, las tareas de beneficencia, enseñanza o similares desarrolladas por
instituciones religiosas, también en tierras de misión. Esta concepción –se afirmó
durante los debates– contrastaría con la religión islámica que no es misionera y que
mira con recelo la actividad cristiana misionera a la que tacha de haber servido a los
intereses del colonialismo; además, la actividad de dar a conocer la fe cristiana puede ir
contra la prohibición de abandonar el Islam.

Como reacción frente a esa occidentalización de los documentos de Naciones Unidas, y


también como reacción frente a la propaganda occidental dirigida a reprochar a los
Estados islámicos sus violaciones de derechos humanos, se promovió, desde distintas
instancias islámicas, la elaboración de una serie de declaraciones en las que quedara de
manifiesto la identidad y la paternidad islámica de los derechos humanos. Entre ellas,
pueden destacarse la Declaración Islámica Universal de Derechos del Hombre que se
promulgó por el Consejo Islámico de Europa (CIE) el 19 de septiembre de 1981 y la
Declaración de los Derechos del Hombre en el Islam de la Organización de la
Conferencia Islámica (OCI), promulgada en El Cairo en 1990. Estas declaraciones
responden a una voluntad de sostener una idiosincrasia islámica de los derechos
humanos, un modo de concebirlos genuino, distinto y, a juicio de algunos, anterior a la
afirmación occidental.

Más que en el elenco de derechos reconocidos, la peculiaridad radica en su


fundamentación y consiguiente articulación. Frente a la visión laica que inspira los
textos occidentales y los de Naciones Unidas, el espíritu islámico de los derechos
humanos es esencialmente religioso.

Es ajena a la cultura islámica la idea que en occidente dio origen al desarrollo de los
derechos humanos a partir del individualismo liberal de la ilustración, como unos
ámbitos de libertad o de garantía frente a un amenaza de opresión. En el Islam los
derechos nacen de la concepción del hombre como un ser religioso, que ha de rendir
cuenta de sus obras ante Dios y que, para el cumplimiento de sus obligaciones, recibe
del Creador esos derechos y libertades que le permiten el cumplimiento de la voluntad
divina.
Puesto que el origen de los derechos está en el designio divino para el hombre,
expresado en la Sharia, consecuencia lógica es que los preceptos de la Sharia operan
como límite al reconocimiento y al alcance de los derechos que ella otorga.

No se entienden los derechos y libertades en el Islam sin una referencia a las


obligaciones y deberes del individuo. La inseparabilidad entre derechos y obligaciones se
refleja en el texto de todas las Declaraciones islámicas que establecen que cada derecho
es, al tiempo, un deber para los otros. Además de esta advertencia genérica, es
frecuente la mención expresa de obligaciones. Por ilustrar esta afirmación con un
ejemplo, el artículo 12 de la Declaración del CIE afirma que “el pensamiento que se
ejerce libremente, en busca de la verdad, no es solamente un derecho, sino también un
deber” y, para ello, se apoya en un versículo coránico que dice: “sólo os exhorto a una
cosa: a que os pongáis ante Dios, de dos en dos o solos, y meditéis’ (El Corán 34:46)”.

Las declaraciones islámicas parten de que el Islam es la religión verdadera. Desde este
planteamiento, la libertad en materia de religión se entiende para el musulmán como
libertad para poder cumplir con las obligaciones que la ley islámica prescribe. Tal
cumplimiento no se arbitra sólo como una elección libre, sino como una obligación. En
este sentido, llama la atención que la Declaración del CIE, al reconocer la objeción de
conciencia del musulmán cuando se le constriñe a un comportamiento contrario a la ley
islámica, establece tal reconocimiento no sólo como un derecho, sino como un deber.
De este modo, el artículo 4 sostiene que “nadie tiene derecho a coaccionar a un
musulmán para que obedezca una ley contraria a la Ley islámica. El musulmán debe
negarse incluso frente a aquél que le ordene tamaña desobediencia, cualquiera que ésta
sea”.

Para poder cumplir con sus obligaciones religiosas el musulmán tiene el derecho y el
deber de conocer cuáles son éstas. Así, se establece que “no se puede excusar a un
musulmán de ignorar todo aquello que necesariamente debe saber de su religión”
(Declaración del CIE, art. 5,2). De ese deber de conocer las obligaciones que la religión
impone, deriva el derecho a recibir enseñanza y educación religiosa y también el
derecho a que se propicie el ambiente social adecuado para poder llevar una vida
religiosa. Establece la Declaración del CIE, en el artículo 14, 2: “todo individuo tiene el
derecho y el deber de ‘ordenar lo conveniente y prohibir lo reprobable’ y también de
exigir a la sociedad la creación de instituciones que permitan al individuo asumir esta
responsabilidad para fomentar la solidaridad, el bien y la piedad: ‘formad una
comunidad cuyos miembros invoquen a los hombres a hacer el bien: les ordenen lo
conveniente y les prohíban lo reprobable’ (El Corán 3, 104); ‘ayudaos mutuamente a
practicar la piedad y el temor de Dios’ (El Corán 5, 2)”.

De este modo, la libertad religiosa del musulmán se entiende como libertad para el
cumplimiento de sus obligaciones religiosas, ¿qué ocurre con la libertad religiosa del no
musulmán? Para los no musulmanes, las Declaraciones suelen acoger las prescripciones
de la Sharia de tolerancia y no coacción en materia religiosa y la igual dignidad de todo
ser humano con independencia de sus creencias. La igualdad se refiere a la dignidad del
ser humano, no a la igualdad de las creencias, pues ya vimos cómo se parte de que la
fe verdadera es el Islam. Así, por ejemplo, sostiene la declaración de la OCI en el art. 1:
“Todos los hombres son iguales en dignidad y en lo relativo a sus obligaciones y
responsabilidades básicas, sin discriminación alguna de raza, color, lengua, sexo,
religión, pertenencia política, situación social o de cualquier otra índole”. Pero a
continuación añade que “la verdadera fe garantiza el enaltecimiento de esta dignidad en
el camino hacia la perfección humana”. La tolerancia con los no musulmanes lleva a
reconocerles el derecho a educar a sus hijos en su religión y a regirse por su ley
personal.

Si la Sharia opera como límite a los derechos que reconoce, ya vimos que ésta no
permite, sino que sanciona la apostasía. Por ello, en ninguna de las Declaraciones
islámicas se reconoce el abandono del Islam como parte de la libertad en materia de
religión y la Declaración de la OCI recoge un precepto que limita el proselitismo al
afirmar el que “el Islam es la religión natural del hombre. Éste no debe ser sometido a
ninguna forma de presión. Su pobreza e ignorancia no pueden ser aprovechadas para
obligarle a cambiar de religión o a hacerse ateo” (artículo 10).

En definitiva, el modo de enfrentarse los Estados a la regulación del factor religioso en


el mundo islámico no es comparable al modo occidental. El factor religioso en el Islam,
según hemos expuesto, no está separado del factor civil o político; no se trata de
esferas independientes, sino indisociables. Desde tal planteamiento es imposible
concebir la libertad religiosa como igual libertad para todos. Ello porque lo que se
protege, lo que se considera un valor, no es tanto la libertad en sí misma, con
independencia del contenido que el individuo le dé, cuanto la libertad que posibilita el
cumplimiento de la ley islámica: expresión del designio divino para el ser humano. La
tolerancia hacia los no musulmanes se acoge como parte de ese designio.

EL DERECHO INTERNACIONAL. EL DERECHO SUPRANACIONAL


EUROPEO

García-Pardo Gómez, David. Profesor Titular de Derecho Canónico de


la Universidad de Castilla-La Mancha

1. Introducción

A nadie escapa la creciente importancia del Derecho internacional en la protección de


los derechos fundamentales y, entre estos, del derecho de libertad religiosa. Sin ir más
lejos la propia Constitución española establece en su artículo 10.2 que “las normas
relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce,
se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y
los tratados internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.

Por si fuera poco, la propia Carta magna, en el artículo 96.1 dispone que “los tratados
internacionales válidamente celebrados, una vez publicados oficialmente en España,
formarán parte del ordenamiento interno”.

Como es sabido, la libertad religiosa es uno de los derechos fundamentales reconocidos


en la Constitución. Importará, por tanto, ver en qué términos aparece tutelada la misma
en los distintos tratados y declaraciones internacionales. Pero no sólo eso, sino también
los mecanismos jurisdiccionales y parajurisdiccionales previstos en los propios tratados
para la tutela de los derechos fundamentales.

Pero la creciente importancia del Derecho internacional en relación al Derecho interno


no constituye un hecho aislado de la realidad española. A lo largo del presente siglo,
especialmente después de la segunda Guerra Mundial, ha sido constante la creación de
organizaciones internacionales que reconocen, regulan y tutelan los derechos humanos.

El actual sistema de protección internacional de los derechos humanos engloba toda una
serie de documentos vinculantes o declarativos, de carácter universal o regional y de
carácter general o particular. Sólo uno de ellos –la Declaración sobre eliminación de
todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las
convicciones proclamada de 1981– se dedica específicamente y por entero a la cuestión
de la libertad religiosa pero muchos otros aluden a ella de una u otra forma. De las
organizaciones internacionales a que pertenece España, al menos cuatro de ellas se han
ocupado del mencionado derecho: las Naciones Unidas, el Consejo de Europa, la
Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa y la Unión Europea.

2. El Derecho internacional: Naciones Unidas


Las Naciones Unidas son una organización internacional de ámbito universal cuyo
nacimiento está vinculado al fin de la segunda Guerra Mundial. Su creación tuvo lugar
con la Carta de las Naciones Unidas, firmada en San Francisco en junio de 1945.
Aunque dicha carta no contiene un catálogo de derechos fundamentales, existen en la
misma algunas referencias a la religión. Todas ellas aluden al principio de no
discriminación por motivos religiosos en el respeto de los derechos humanos y de las
libertades fundamentales.

Como decía antes, la Carta no contiene, sin embargo, un elenco de derechos


fundamentales y, por tanto, no reconoce expresamente el derecho de libertad religiosa.
Se trata de una opción plenamente coherente con el hecho de que la pretensión
fundamental de la Carta no es otra que la de crear la organización y establecer sus
objetivos y a ello, en efecto, se dedica.

No obstante lo anterior, la Carta reitera en diversas ocasiones que uno de los fines
primordiales de la organización es promover el respeto de los derechos humanos y las
libertades fundamentales.

2.1. La Declaración Universal de derechos humanos de 1948

Así las cosas, la primera ocasión en que se tuvo oportunidad de incluir un elenco de los
derechos fundamentales en un documento de la nueva organización fue con motivo de
la Declaración Universal de derechos humanos de 1948 . Dicha declaración fue el
resultado de las negociaciones entre los estados miembros de las Naciones Unidas que
se habían iniciado en la Conferencia de San Francisco. En un principio, los delegados de
los distintos estados se habían mostrado partidarios de una convención internacional,
debido a su carácter vinculante. Sin embargo, la falta de consenso determinó la
imposibilidad de acometer tal instrumento, por lo que se decidió emprender la
elaboración de una declaración.

Al igual que sucedía en la Carta, en la Declaración de 1948 se prohíbe la discriminación


por motivos religiosos. Sin embargo, el precepto fundamental en materia de libertad
religiosa es el artículo 18 . En el mismo se establece que “toda persona tiene derecho
a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la
libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su
religión o su creencia, individual o colectivamente, tanto en público como en privado,
por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.

Probablemente el aspecto más importante de este precepto, y con una marcada


influencia en los posteriores textos internacionales de derechos humanos, sea el
reconocimiento de la denominada tríada de libertades “de pensamiento, de conciencia y
de religión”. Esta fórmula era la más amplia posible, al admitir tanto las llamadas
manifestaciones positivas de religiosidad, como las posiciones filosóficas, agnósticas o
ateas.

La libertad reconocida en el artículo 18 incluye, además, la de “cambiar de religión o


creencia”. A la incorporación de este inciso se opusieron frontalmente los países
islámicos, puesto que la religión islámica prohíbe el abandono de su fe, pero fue
ampliamente aprobada por el tercer Comité. Su inclusión provocó la abstención Arabia
Saudita en la votación de la Declaración, así como sendas reservas formuladas por
Egipto y Afganistán.

Por otra parte, el artículo 18 reconoce también el derecho a manifestar la propia


religión o creencia, ya sea “individual y colectivamente, tanto en público como en
privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. De este inciso cabe
inferir que el derecho de libertad religiosa no es sólo un derecho individual, sino
también colectivo.
El artículo 26 de la Declaración se ocupa de la enseñanza. Sus dos primeros
apartados están dedicados al derecho a la educación, mientras que el tercero se ocupa
de la libertad de enseñanza. En el primero se reconoce que la enseñanza será
obligatoria y gratuita en los niveles básicos, estableciendo, además, el principio de
igualdad de oportunidades en el acceso a los niveles superiores. En el segundo se
establecen los fines de la educación, mientras que el apartado 3 reconoce el derecho
preferente de los padres “a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus
hijos”.

En cuanto al valor jurídico de la Declaración debe decirse que, como tal, carece de
fuerza vinculante para los estados. Ello no obsta, sin embargo, a que la misma pueda
ser utilizada como criterio interpretativo de las obligaciones, más generales, contenidas
en la Carta o como fuente de Derecho consuetudinario. Su importancia se ve
acrecentada por el hecho de que ha sido adoptada mediante consenso.

En el caso de España, hay que poner de relieve que la Declaración Universal viene,
como ya se dijo, mencionada expresamente en el artículo 10.2 de la Constitución
española , a los efectos de interpretar los derechos y libertades fundamentales que la
misma reconoce.

2.2. Los Pactos de derechos civiles y políticos y de derechos económicos,


sociales y culturales de 1966

En diciembre de 1966 se aprobaron el Pacto Internacional de derechos civiles y políticos


y el de derechos económicos, sociales y culturales . Estos pactos forman junto a la
Declaración Universal el llamado International Bill of Human Rights o Carta de derechos
humanos. En relación a aquella suponen un paso más en el proceso de reconocimiento y
promoción de los derechos humanos en el ámbito de las Naciones Unidas, al tratarse de
un documento de carácter vinculante para los estados que han firmado y ratificado los
mismos.

Hasta en cinco ocasiones viene enunciado el principio de no discriminación por motivos


religiosos en los pactos. En materia de libertad religiosa, el precepto fundamental es el
artículo 18 del Pacto de derechos civiles y políticos , si bien debe significarse que en el
artículo 27 del mismo se reconoce el derecho de libertad religiosa a las personas que
pertenezcan a las minorías étnicas religiosas o lingüísticas.

En el artículo 18.1 , al igual que ocurría en la Declaración Universal, se reconoce la


tríada de derechos de pensamiento, de conciencia y de religión. Probablemente el
aspecto más novedoso de la regulación del derecho de libertad religiosa respecto a la de
la Declaración Universal es el de la supresión en el artículo 18 del Pacto del derecho a
cambiar de religión. Dicha supresión obedeció a la negativa de los países islámicos a
que tal derecho fuera incluido en el referido precepto. Los debates en el seno de las
distintas comisiones llevaron a la sustitución de la fórmula “mantener o cambiar su
religión o creencias” por la de “tener o adoptar la religión o las creencias de su
elección”.

Por otra parte, cabe plantear si el derecho a la objeción de conciencia constituye o no


objeto del artículo 18 del Pacto . En principio parece que no puesto que el artículo 8.3
c) ii del propio pacto parece dar a entender que los estados partes son libres de
reconocer o no el derecho a la objeción de conciencia al servicio militar. Sin embargo, el
Comité de Derechos ha reconocido que el mencionado derecho puede derivarse del
artículo 18 del Pacto , en su Observación General.

En cuanto a los límites del derecho de libertad religiosa, hay que significar que el mismo
no se encuentra sujeto a la cláusula derogatoria del artículo 4.1 , relativa a las
disposiciones que pueden adoptar los estados con ocasión de situaciones excepcionales,
que autorizan la suspensión de las obligaciones contraídas en virtud del Pacto.
Eso sí, a diferencia de lo que ocurre en la Declaración Universal, el artículo 18.3
establece una serie de limitaciones específicas al derecho a manifestar la propia religión
o creencias. Dichas limitaciones, que no afectan al llamado fuero interno del derecho de
libertad religiosa, son taxativas, según ha establecido el Comité de Derechos Humanos
en su Observación General de 30 de julio de 1993.

En último apartado del artículo 18 del Pacto de derechos civiles y políticos se reconoce
el derecho de los padres a que sus hijos reciban la educación religiosa y moral que esté
de acuerdo con sus propias convicciones. La atención al derecho a la educación y a la
libertad de enseñanza es, sin embargo, mayor en el Pacto de derechos económicos
sociales y culturales, que dedica a la cuestión el artículo 13 . Los dos primeros
apartados del mismo están de dedicados al derecho a la educación, mientras que los
otros dos se ocupan de la libertad de enseñanza. Como en el artículo 27 de la
Declaración Universal , se reconoce el derecho a la educación, que debe ser
obligatoria y gratuita en la enseñanza básica. Con relación al texto de la Declaración, las
mayores innovaciones son las referidas a la enseñanza secundaria y superior. Así, frente
a la genérica afirmación de la Declaración en el sentido que “el acceso a los estudios
superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos”, el Pacto
dispone que “la enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la
base de la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular
por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita”.

En cuanto a la libertad de enseñanza, el Pacto de derechos económicos, sociales y


culturales incide en el reconocimiento del derecho de los padres a que sus hijos “reciban
la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, ya
reconocido en el artículo 18.4 del Pacto de derechos civiles y políticos , y que es
evidente fuente de inspiración del artículo 27.3 de la Constitución española . Además,
en el artículo 13.4 se reconoce el derecho a la libre creación de centros docentes.

Al tratarse de instrumentos vinculantes, los pactos de 1966 prevén órganos y


mecanismos de control de cumplimiento de los mismos. El Pacto de derechos civiles y
políticos prevé la creación de un Comité de Derechos Humanos. Este órgano, que fue
creado en 1976, está compuesto por nacionales de los estados partes en el Pacto a los
que, sin embargo, no representan, sino que ejercen sus funciones a título individual.

Dicho Comité se ha pronunciado en relación al artículo 18 del Pacto a través de dos


vías: la consideración de los informes presentados por los estados partes y la
consideración de las comunicaciones individuales, de acuerdo con lo previsto en el
artículo 1 del Protocolo Facultativo. El primero se sustancia en una suerte de diálogo
entre los representantes de los estados y los miembros del Comité que formula
observaciones de carácter general a los estados. En cuanto al segundo, se sigue un
procedimiento similar al judicial que concluye con la presentación de unas
observaciones por parte del Comité al Estado parte y al individuo de que se trate. Tales
observaciones no son, sin embargo, jurídicamente vinculantes.

Debe significarse, sin embargo, que la aportación del Comité en la interpretación del
artículo 18 por estas vías ha sido más bien escasa. En el primer caso, porque se
funciona sobre la base de los informes presentados por los estados miembros, y, muy
probablemente, éstos no serán lo suficientemente objetivos a la hora de juzgar la
situación en sus respectivos países. Por otra parte, el Comité ha adoptado generalmente
una actitud muy cautelosa tratando de evitar críticas abiertas a los estados respecto a
violaciones del derecho de libertad religiosa e ideológica.

En cuanto a las comunicaciones de los particulares, aunque presenta mayores


posibilidades, hay que decir que su aplicación en relación al anterior tampoco ha sido
abundante. Al margen de ello, los argumentos legales empleados por el Comité en la
resolución de estas demandas distan mucho de ser satisfactorios.
Por otra parte, el Comité de Derechos Humanos ha elaborado las llamadas
observaciones generales en las que aclara el contenido y alcance de distintos derechos
reconocidos en el Pacto. Por lo que aquí interesa, cabe destacar la Observación General
al artículo 18 del Pacto , a la que ya he aludido. Aunque su contenido no escapa a las
críticas, dicha Observación General debe servir como punto de referencia para la
interpretación del derecho de libertad religiosa. A la misma debe reconocerse el mérito
de haber abordado materias controvertidas, como el derecho a cambiar de religión o el
reconocimiento del derecho a la objeción de conciencia al servicio militar. Además, la
Observación General debe ser valorada por cuanto, en su elaboración, el Comité debió
servirse de la experiencia acumulada durante años en el análisis de supuestos
relacionados con la libertad religiosa con motivo de las discusiones y observaciones a
los informes de los estados y las comunicaciones presentadas por particulares. En
realidad, aunque no puede ser calificada como una interpretación auténtica del artículo
18 del Pacto , sí que se trata de una interpretación autorizadísima del mismo,
teniendo en cuenta, sobre todo, el alto nivel de consenso alcanzado en la redacción de
la misma.

Aunque no estuviera previsto en el Pacto de derechos económicos, sociales y culturales,


el Consejo Económico y Social decidió en 1985 el establecimiento de un Comité de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Desde su creación examina informes
presentados por los estados y en ocasiones se ha ocupado de materias relacionadas con
la libertad religiosa, en especial al tema de la educación religiosa, que no en vano viene
tratado ampliamente en el artículo 13.3 del Pacto . También el Comité de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales ha elaborado observaciones generales para aclarar
aspectos controvertidos o interpretar algunos derechos de los reconocidos en el pacto.
Sin embargo, ninguna de ellas se ha ocupado del artículo 13 del mismo .

2.3. La Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y


discriminación fundadas en la religión o las convicciones de 1981

Si, como puse de relieve anteriormente, la importancia de los pactos de 1966 radica en
el hecho de que constituyen un instrumento vinculante para los estados que los han
ratificado, la trascendencia de la Declaración de 1981 se explica por el hecho de
constituir el primer documento de las Naciones Unidas que contiene un catálogo de
principios, derechos y libertades relacionados con la libertad religiosa.

En la elaboración de esta Declaración fue clave la labor desarrollada por Arcot


Krishnaswami, Relator Especial de la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y
Protección a las Minorías, especialmente el estudio definitivo presentado a la
Subcomisión en 1960. Al final del mismo, el Relator formuló dieciséis reglas
fundamentales atinentes a la libertad religiosa que posteriormente se convertirían en el
germen de la Declaración en materia de intolerancia religiosa.

Pero fue en 1962 cuando tuvo lugar el inicio de los trabajos en el seno de los órganos
de Naciones Unidas para la elaboración de la declaración. Fue en diciembre de ese año
cuando la Asamblea General adoptó sendas resoluciones pidiendo al Consejo Económico
y Social que encomendase a la Comisión de Derechos Humanos la preparación de un
proyecto de declaración y otro de convención sobre la eliminación de todas las formas
de discriminación racial y un proyecto de declaración y otro de convención sobre la
eliminación de la intolerancia religiosa.

El proceso no concluyó hasta 1981 con la proclamación de la Declaración. Nueve años


antes, en 1972, la Asamblea General había decidido acelerar la elaboración del proyecto
de declaración aplazando indefinidamente la preparación de la convención, consciente
de las dificultades que planteaba lograr el consenso en esta materia en torno a un
instrumento de carácter vinculante. Muchas menos dificultades había planteado la
aprobación de la declaración y la convención en materia de discriminación racial, en
1963 y 1965, respectivamente.
La Declaración consta de un preámbulo y ocho artículos. Como corresponde a su título,
en la misma, no faltan las referencias al principio de no discriminación por motivos
religiosos. Hasta cuatro artículos se refieren a la cuestión. Entre ellos cabe destacar el 4
en relación con el 2.1 porque, a diferencia de lo que ocurría en los pactos de 1966, en el
mismo se impone a los estados la obligación positiva de crear las condiciones necesarias
para que la discriminación religiosa no tenga lugar. Esto quiere decir que el Estado no
sólo no debe interferir en las creencias religiosas de los ciudadanos, ni tomarlas en
consideración a los efectos de establecer tratamientos discriminatorios, sino que,
además, está obligado a crear las condiciones necesarias para evitar la discriminación
por motivos religiosos.

El artículo 1 de la Declaración apenas difiere de los preceptos en que se reconoce el


derecho de libertad religiosa en otros documentos internacionales de protección de los
derechos humanos. Una vez más aparecen juntos los derechos de pensamiento,
conciencia y religión.

Como en las ocasiones precedentes, los dos grandes debates que surgieron en torno al
contenido de la Declaración fueron planteados por los países del Este, en relación a la
necesidad de poner de relieve que el objeto de protección de la misma se extendía
también a las creencias no religiosas, y por los países islámicos, respecto a la supresión
del derecho a cambiar de religión.

Ambos debates se resolvieron mediante el consenso. Se aceptó incluir en el articulado


de la Declaración el derecho a tener “cualesquiera convicciones”, a instancias de los
países comunistas, pero se rechazó incluir un artículo en que se definieran los términos
“religión” y “convicciones” reconociendo expresamente que las mismas incluían tanto las
creencias religiosas, como las no religiosas y las ateas.

En cuanto al derecho a cambiar de religión, el mismo no viene expresamente reconocido


en la Declaración. En su lugar, el consenso llevó al reconocimiento de “la libertad de
tener una religión o cualesquiera convicciones de su elección”. Además, para paliar
dicha carencia, durante las deliberaciones en el seno del tercer Comité se decidió añadir
el actual artículo 8 de la Declaración, que establece que nada de lo dispuesto en la
misma habrá de entenderse en el sentido de que restrinja o derogue ninguno de los
derechos definidos en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en los Pactos
internacionales de derechos humanos. Esta disposición, frecuentemente referida por la
doctrina como cláusula de salvaguarda, suele ser interpretada en el sentido de reafirmar
que el derecho de la libertad religiosa incluye el de cambiar de religión, a pesar de no
figurar expresamente recogido en la Declaración.

A pesar de todo, algunos países del Este e islámicos formularon reservas al contenido
de la Declaración, en relación a la aplicación de las disposiciones de esta que pudieran
resultar contrarias a las respectivas legislaciones nacionales y a la Ley islámica en cada
caso.

Por otra parte, el citado artículo 6 de la Declaración constituye un hito en la historia del
reconocimiento de la libertad religiosa en el ámbito de las Naciones Unidas, al tratarse
del primer intento de delimitar el contenido de aquel derecho. En todo caso, hay que
poner de relieve que el elenco de libertades que contiene no es, en modo alguno,
exhaustivo, sino meramente ejemplificativo. La importancia de dicho precepto radica
también en el hecho de que la mayor parte las manifestaciones que recoge son
manifestaciones colectivas de la libertad religiosa, lo que constituye toda una novedad,
habida cuenta que la vertiente colectiva del derecho de libertad religiosa ha sido
frecuentemente ignorada en los textos de las organizaciones internacionales en general
y de las Naciones Unidas en particular.

Por su parte, el artículo 5 de la Declaración está dedicado íntegramente a la cuestión de


la educación religiosa de los niños. Este precepto fue adoptado tras largos e intensos
debates y su redacción final es el resultado de la solución de compromiso a la que
llegaron los representantes de los distintos estados. Probablemente, ello explica que el
mencionado precepto, a pesar de su extensión, no aclare nada.

Por lo que importa al valor jurídico de la Declaración de 1981, las consideraciones no


pueden ser muy distintas de las realizadas a propósito de la Declaración de 1948. En
general, al tratarse de una declaración, cabe negar que la misma tenga carácter
vinculante. Sin perjuicio de ello, al igual que ocurría con la Declaración Universal, le
debe ser reconocido un importante valor interpretativo, en este caso con relación a los
pactos de 1966. Sea como fuere, como dije anteriormente, lo cierto es que la
Declaración de 1981 tiene una gran significación en la medida en que constituye el
primer documento específicamente destinado a la regulación de la libertad religiosa.

A pesar de que, efectivamente, la Declaración carezca de mecanismos de control, con


posterioridad a su proclamación, en el seno de las Naciones Unidas se han seguido una
serie de iniciativas destinadas, por una parte, a comprobar el grado de cumplimiento de
las disposiciones en ella contenidas y, por otra, a tratar de avanzar en el proceso de
implementación de la misma.

Los resultados de tales iniciativas han sido tres hasta el momento. La primera de ellas
fue la celebración de un Seminario sobre el fomento de la comprensión, la tolerancia y
el respeto en materia de libertad religiosa o de convicciones, que tuvo lugar en Ginebra,
en diciembre de 1984. Resultado del mismo fue un informe que incorporaba una serie
de recomendaciones, elaborado sobre la base del consenso.

La segunda dio origen a la elaboración de un estudio sobre las dimensiones actuales de


los problemas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o en las creencias.
Dicho estudio fue elaborado por el Relator Especial designado a tal efecto por la
Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías: Elisabeth
Odio Benito.

Sin embargo, ha sido la última de las iniciativas la que ha dado frutos más duraderos, al
haber dado lugar a una suerte de procedimiento estable: el procedimiento público
especial por materias dedicado al fenómeno de la intolerancia religiosa y la
discriminación fundadas en la religión o las convicciones. El procedimiento se articula
fundamentalmente sobre la figura del Relator Especial de la Comisión de Derechos
Humanos, que desde 1987 viene presentando informes anuales dando cuenta de la
labor realizada. Hasta 1993, ejerció las funciones de Relator Especial el portugués
Angelo d'Almeida Ribeiro. Tras su dimisión fue nombrado Abdelfattah Amor, de Túnez.

En su primer informe, el de 1987, el Relator Especial abordó la cuestión desde una


perspectiva más general, pero a partir de 1988 los informes son mucho más específicos
y concretos, al mencionar abiertamente los estados en que se producen violaciones e
iniciándose una suerte de diálogo con los gobiernos, de acuerdo con lo previsto en el
mandato de la Comisión. Además, a algunos de estos informes se incorporan adiciones
con informes del Relator Especial de sus visitas a algunos estados.

Una buena parte de la doctrina sostiene la necesidad de elaborar una convención


internacional en materia de intolerancia y discriminación religiosa. Las dificultades no
escapan a nadie: se necesitaron casi veinte años para lograr el consenso en torno a la
declaración, y aún así no son pocas las reservas formuladas al contenido de la misma.
Por otra parte, en el camino tortuoso hacia esa declaración tuvo que abandonarse la
idea de la convención. Sin embargo, dicha aspiración sigue estando presente en el seno
de los distintos órganos de Naciones Unidas, que una y otra vez han insistido en la
necesidad de acometerla.

Para concluir con las Naciones Unidas, conviene poner de relieve que aunque se haya
hecho referencia únicamente a los textos fundamentales, existen muchos otros
documentos de Naciones Unidas –desde tratados internacionales o declaraciones hasta
resoluciones emanadas por sus propios órganos– en que, de uno u otro modo, el
elemento religioso está presente. Así, en los tratados y declaraciones es frecuente la
inclusión de una cláusula de prohibición de discriminación por motivos religiosos.
También cabe destacar otros textos en los que se reconoce el derecho de libertad
religiosa o su manifestación a determinados grupos de personas.

3. El Derecho supranacional europeo

3.1. El Consejo de Europa

En el Estatuto del Consejo de Europa se dispone que la finalidad de dicha organización


es “realizar una unión más estrecha entre sus miembros para salvaguardar y promover
los ideales y los principios que constituyen su patrimonio común y favorecer su progreso
económico y social”, añadiéndose que dicha finalidad se perseguirá a través de “la
salvaguardia y la mayor efectividad de los derechos humanos y las libertades
fundamentales”. Quizás por ello, la primera obra de esta organización, que después
resultó ser también la más importante, fue la aprobación en noviembre de 1950 del
Convenio Europeo de derechos humanos.

3.1.1. El Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950

A diferencia de lo que ocurre con el llamado International Bill of Human Rights, el


Convenio Europeo como sistema de protección de derechos fundamentales no contiene
referencias a libertades sociales y económicas, sino que se limita a reconocer las
libertades políticas tradicionales. En el mismo existe una referencia explícita al principio
de no discriminación por motivos religiosos.

La disposición fundamental en materia de libertad religiosa es, sin embargo, el artículo


9 . Ante todo, cabe destacar que en su formulación se plantearon muchas menos
dificultades de las que existieron en la redacción de sus preceptos homólogos en los
textos fundamentales de Naciones Unidas. Ello se explica por el carácter claramente
más homogéneo de los miembros del Consejo de Europa entre los que, por lo demás,
no se encontraban los países del Este en el momento de la redacción del Convenio.

Su apartado 1 se refiere al derecho a la “libertad de pensamiento de conciencia y de


religión”, expresión que toma del artículo 18.1 de la Declaración Universal , que se
dice incluye “la libertad de manifestar su religión o sus convicciones individual o
colectivamente, en público o en privado, por medio del culto, la enseñanza, las prácticas
y la observancia de los ritos”, siguiendo también muy de cerca el tenor literal del
referido artículo 18.1 de la Declaración de 1948 . Por las razones antes apuntadas, no
se plantearon problemas respecto a las cuestiones relacionadas con el derecho de
libertad religiosa que han aparecido más conflictivas en la redacción de los textos
fundamentales en materia de libertad religiosa de las Naciones Unidas: la del ateísmo y
la del derecho a cambiar de religión. La primera de ellas, ante la ausencia de los
estados del denominado bloque comunista, pasó desapercibida a lo largo de los debates
preparatorios. Sin embargo, al adoptar una fórmula idéntica a la de la Declaración
Universal, parece claro que tanto ateos como agnósticos deben entenderse
comprendidos dentro del ámbito de protección del artículo 18.1 , tanto desde el punto
de vista del fuero interno como del externo, lo que resulta claramente de la utilización
del término “convicciones”.

Tampoco planteó mayores problemas el expreso reconocimiento en el articulado del


derecho a cambiar de religión, si bien Suecia se vio obligada a modificar su Derecho
interno en ese sentido antes de ratificar la Convención.

Por lo que se refiere a la objeción de conciencia, hay que decir que, a pesar de que el
artículo 4.3 b) del Convenio admita explícitamente la posibilidad de que los estados
miembros no reconozcan tal derecho, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa
ha afirmado, al menos en dos ocasiones, que el derecho a la objeción de conciencia al
servicio militar se deriva del derecho a la libertad de conciencia reconocido en el artículo
9.1 del mismo Convenio .

En cuanto a los límites al derecho de libertad religiosa, a diferencia de lo que se


establece en el Pacto de derechos civiles y políticos, no se incluye el derecho de libertad
religiosa entre las excepciones a la aplicación de la disposición que permite derogar las
obligaciones del Convenio, en caso de guerra u otro peligro público que amenace la vida
de la nación. Aparte de esto, se establece que la vertiente interna del derecho de
libertad religiosa no puede ser objeto de limitaciones. No se entiende muy bien en qué
medida pueda limitarse el fuero interno de una persona, aún en los casos de conflicto
bélico. En todo caso, parece que debe recaer en el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos la responsabilidad de juzgar sobre la procedencia de las medidas adoptadas
por los Estados.

Respecto a las posibles manifestaciones del derecho de libertad religiosa, el artículo 9.1
alude al “culto, la enseñanza y la observancia de los ritos”, en expresión similar a la
empleada en los textos de Naciones Unidas a los que se ha hecho referencia. Como en
los casos precedentes, no debe considerarse tal enumeración como exhaustiva, sino
como meramente ejemplificativa.

Según el artículo 9.2 la libertad de manifestar la religión o las convicciones “no puede
ser objeto de más restricciones que las que, previstas por la Ley, constituyan medidas
necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del
orden, de la salud o de la moral pública, o de los derechos o las libertades de los
demás”. El elenco no difiere sustancialmente de los contenidos en los artículos 18.3 del
Pacto de derechos civiles y políticos y 1.3 de la Declaración contra la intolerancia y la
discriminación religiosa. Debe observarse que, en realidad, no se trata de un elenco de
limitaciones concretas, sino de los requisitos o condiciones necesarias para que puedan
establecerse límites al ejercicio del referido derecho. Sea como fuere, parece claro que,
tanto por la amplitud de los conceptos enumerados como por el tenor literal de los
distintos preceptos, tales límites son taxativos.

Al igual que en la Declaración Universal y en los pactos, en el Convenio no existe una


referencia explícita a los derechos de los grupos religiosos institucionalizados. En todo
caso, parece que la libertad religiosa de las confesiones religiosas como tales puede
deducirse del artículo 11 del Convenio , que reconoce el derecho de reunión y de
asociación, así como del propio artículo 9.1 en que se reconoce la libertad de
manifestar la religión o convicciones “individual o colectivamente”.

La regulación del derecho a la educación y la libertad de enseñanza quedó relegada al


artículo 2 del Protocolo adicional al Convenio , aprobado en marzo de 1952, debido a
que las discusiones en relación a tales cuestiones se prolongaron excesivamente
durante la preparación del mismo.

Aunque formulado de manera negativa, en la primera parte del referido artículo se


reconoce el derecho a la educación en términos, eso sí, mucho más limitados que en la
Declaración Universal o el Pacto de derechos económicos, sociales y culturales, pues en
el Convenio no se garantiza la obligatoriedad y gratuidad de la educación en los niveles
primarios.

La segunda parte del precepto está dedicada a la regulación de la libertad de


enseñanza. La vaguedad de sus términos es patente: puede sólo convenirse que el
contenido mínimo del derecho reconocido en el mismo es el de garantizar contra una
enseñanza dogmática y totalitaria por parte de los estados. Y poco más. No se puede
deducir, ciertamente, la existencia de una verdadera obligación por parte del Estado de
proveer la enseñanza religiosa en la escuela pública, ni mucho menos la obligación del
Estado de financiar los centros docentes privados. El derecho de los padres de enviar a
sus hijos a centros docentes distintos de los públicos figuraba en los borradores
iniciales, pero no así en el texto definitivo, por lo que cabe deducir que no forma parte
del contenido del derecho reconocido en este artículo.

La regulación de los derechos educativos en el Convenio es pues claramente más


restrictiva y limitada que en los documentos de Naciones Unidas. Las dificultades para
lograr el consenso en esta materia se demuestran por el hecho de que su regulación
hubiera de aplazarse al Protocolo, pero se infieren también del elevado número de
reservas y declaraciones interpretativas que formularon los estados a la hora de firmar
o ratificar el mismo.

A diferencia de lo que ocurre con los textos de derechos humanos de las Naciones
Unidas, el Convenio de Roma prevé un procedimiento para el cumplimiento de las
disposiciones en él contenidas, que cabe ser calificado como estrictamente judicial.
Dicho procedimiento ha cambiado recientemente con el Protocolo número 11, aprobado
en mayo de 1994, relativo a la reestructuración de los mecanismos de control
establecidos en el Convenio, que introdujo modificaciones importantes.

El nuevo procedimiento ha entrado en vigor en noviembre de 1998. Hasta entonces los


órganos del Consejo de Europa han producido una jurisprudencia vastísima en materia
de libertad religiosa, especialmente la Comisión, cuyas funciones han sido
frecuentemente calificadas por la doctrina como de quasi judiciales.

El procedimiento introducido por el Protocolo 11 es sensiblemente más sencillo que el


anterior, lo que se explica si se tiene en cuenta que uno de los principales motivos que
llevaron a la revisión del mismo fue la necesidad de aligerar el procedimiento, habida
cuenta el aumento del número de demandas.

No es el caso de explicar en esta sede el procedimiento con todo detalle, pero sí, quizás,
de hacer referencia a las principales novedades que introduce el mismo. Las más
importantes son las siguientes: el reconocimiento incondicional de la competencia a los
particulares para plantear demandas ante el Tribunal; la desaparición de la Comisión
Europea de Derechos Humanos; la limitación de las competencias del Comité de
ministros que quedan reducidas a la ejecución de las sentencias dictadas por el
Tribunal; la posibilidad de revisión de sentencias, y el hecho de que el Tribunal tenga
jurisdicción obligatoria, es decir, que no sea ya necesario que los estados partes
formulen su aceptación expresa a la jurisdicción del mismo. Por todo ello, parece que el
nuevo procedimiento permitirá una agilización en la resolución de los conflictos
planteados, lo que redundará en una más real eficacia.

La introducción de un procedimiento judicial en el Convenio constituyó en su día todo un


hito en el sistema de protección internacional de los derechos fundamentales, habida
cuenta la tradicional escasa operatividad en este sentido de los demás organismos
internacionales.

Por lo que al derecho de libertad religiosa ataña, el Tribunal ha tenido ocasión de


pronunciarse en diversas oportunidades. La importancia de estos pronunciamientos, que
han abordado algunos de los aspectos más relevantes del derecho de libertad religiosa,
unido al carácter judicial de los mismos, en la medida en que las sentencias por él
dictadas son vinculantes para los estados parte en el Convenio, independientemente de
los inevitables condicionamientos políticos a que se encuentre sometido, aconsejan
hacer una referencia a las orientaciones de este Tribunal en materia de libertad
religiosa.

3.1.2. La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos

Históricamente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no se ha ocupado de


demandas relacionadas con el derecho de libertad religiosa. De hecho, hasta 1993 –año
de la ya celebre sentencia dictada en el caso Kokkinakis– el Tribunal no había resuelto
demanda alguna en que se alegara la vulneración del mencionado derecho. Ello
contrastaba con el hecho de que la Comisión de Derechos Humanos –a cuyas decisiones
se a conferido frecuentemente el carácter de quasi judiciales– hubiera tenido la
oportunidad de pronunciarse con cierta frecuencia y, sobre todo, con inusitada
profundidad de casos relacionados con el artículo 9 del Convenio . En los últimos
años, coincidiendo sobre todo con la desaparición de la Comisión del procedimiento de
protección de los derechos fundamentales reconocidos en el Convenio, el número de
pronunciamientos del Tribunal en relación con el derecho de libertad religiosa ha
aumentado considerablemente.

Como vimos anteriormente el Convenio Europeo, al igual que el resto de los tratados y
declaraciones internacionales referidas, ha insistido más en la dimensión individual del
derecho de libertad religiosa que en su vertiente colectiva, lo que se comprende si se
tiene en cuenta el carácter derivado de la protección del derecho de los grupos
religiosos en relación con la protección de la libertad religiosa de los individuos, que
constituye el fundamento de aquella.

Sin embargo, paradójicamente, el análisis de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de


Derechos Humanos revela que éste se ha ocupado primordialmente de la vertiente
colectiva del derecho de libertad religiosa frente a la individual.

Por lo que se refiere a esta última, siguiendo de cerca la letra del artículo 9 , el
Tribunal ha insistido en distinguir entre la vertiente interna del derecho de libertad
religiosa, que es absoluta y, consecuentemente, no permite restricción alguna, y la
externa, que está sujeta a las restricciones que recoge el apartado 2 del mencionado
artículo (vid. sentencia Kokkinakis contra Grecia de 25 de mayo de 1993). Se trataría,
por tanto, de determinar el alcance de dichas limitaciones.

En este sentido, el Tribunal ha venido distinguiendo, de modo implícito, entre los


ataques directos e indirectos a la libertad religiosa, sosteniendo que el Convenio
únicamente extiende su protección contra los ataques directos, siempre que las
restricciones no tuvieran su origen en medidas necesarias en una sociedad democrática,
una de las condiciones que el artículo 9.2 impone a las restricciones del derecho de
libertad religiosa. Este fue el razonamiento que llevó al Tribunal a decidir a favor del
demandante en el caso Kokkinakis, en que se resuelve en relación con la condena de un
testigo de Jehová por proselitismo: según el Tribunal, la aplicación indiscriminada de la
legislación contra el proselitismo, al no existir evidencias que demostraran que el
inculpado había utilizado medios ilegítimos, suponía un ataque injustificado contra el
derecho a manifestar la propia religión o creencias en la enseñanza.

El mismo razonamiento llevó al Tribunal a la solución contraria en su reciente


pronunciamiento en relación a la admisibilidad de la demanda en el caso Dahlab contra
Suiza, de 15 de febrero de 2001, que fue rechazada. Es el caso de una profesora suiza
de enseñanza primaria a quien se había prohibido impartir enseñanzas con el velo
islámico, en aplicación de la legislación cantonal de Ginebra, con el fin de proteger el
carácter secular de la escuela pública. En esta oportunidad, el Tribunal comparte la
opinión del Tribunal Federal Suizo en el sentido que el principio de neutralidad conlleva
determinadas restricciones al derecho a manifestar la propia religión o creencias,
especialmente en el ámbito educativo. A diferencia del caso anterior, se entiende, por
tanto, que existe una justificación suficiente para restringir el derecho de libertad
religiosa al amparo del artículo 9.2 del Convenio .

De especial interés resultan dos sentencias dictadas por el Tribunal el 18 de diciembre


de 1996 que resuelven respectivamente los casos Efstratiou contra Grecia y Valsamis
contra Grecia. Los demandantes, dos alumnos griegos de secundaria, miembros de los
testigos de Jehová, habían sido sancionados por negarse a participar en los desfiles
escolares organizados para conmemorar el día de la fiesta nacional la declaración de
guerra entre Grecia e Italia en 1940, alegando motivos de conciencia. El Tribunal no
aceptó sus argumentos alegando que tales desfiles eran meros actos cívicos sin
connotación política o ideológica alguna y que, por tanto, no podían atentar las
convicciones pacifistas de los demandantes. Este razonamiento del Tribunal resulta,
cuanto menos, discutible porque al sostener que, por sus características, tales desfiles
no pueden atentar la conciencia de tales individuos, está decidiendo respecto a la
razonabilidad o no de las convicciones de los individuos, sustituyendo, de este modo, el
juicio individual de conciencia (Martínez-Torrón). En relación con el principio de
igualdad, reconocido en el artículo 14 del Convenio, en su pronunciamiento en el caso
Thlimmenos contra Grecia, de 6 de abril de 2000, el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos ha afirmado recientemente, en la línea de la doctrina de nuestro Tribunal
Constitucional, que dicho precepto resulta también vulnerado cuando, no existiendo
justificación objetiva y razonable, no se dispensa un tratamiento diverso a personas que
se encuentran en situaciones diferentes. En el caso concreto se sostiene que no pueden
ser sometidos a las mismas inhabilitaciones para el ejercicio de la función pública a
personas que hayan sido condenadas por delitos como consecuencia del ejercicio de la
objeción de conciencia al servicio militar, que a quienes hayan sido condenados por
delitos cometidos por otros motivos.

Pero, como puse de relieve con anterioridad, la jurisprudencia de Estrasburgo ha


prestado más atención a la vertiente colectiva del derecho de libertad religiosa que a la
individual. Así, en el caso Kokkinakis, el Tribunal ha reconocido el derecho de las
confesiones religiosas a difundir sus propias doctrinas, siempre que para ello no
empleen métodos abusivos, fraudulentos o violentos. En la sentencia dictada en el caso
Larissis contra Grecia, de 24 de febrero de 1998, el Tribunal aclara también que
determinadas restricciones a tal derecho pueden ser legítimas cuando el proselitismo se
realiza en lo que se denominan ambientes especiales, como las fuerzas armadas y,
como en el caso, en el ámbito de las relaciones entre oficiales y sus subordinados.

Por otra parte, cabe destacar aquellos pronunciamientos en que el Tribunal ha


reconocido, directa o indirectamente, la especial posición de que gozan determinadas
confesiones religiosas en ciertos países. Así, por ejemplo, en la sentencia Kokkinakis, no
se pone en entredicho el hecho de que en Grecia exista una relación tan estrecha entre
el Estado y la Iglesia Ortodoxa.

En otras sentencias, como las dictadas en los casos Otto Preminger Institut contra
Austria, de 13 de julio de 1995, y Wingrove contra el Reino Unido, de 25 de noviembre
de 1996, se sostiene que determinadas manifestaciones del derecho a la libertad de
expresión pueden ser restringidas por el respeto a los sentimientos religiosos. En ambos
casos, el Tribunal entiende que es legítimo prohibir la distribución comercial de ciertas
películas por incluir contenidos atentatorios contra la libertad de conciencia. Los
tribunales austriacos y británicos habían considerado que tales películas resultaban
ofensivas para los sentimientos de la población cristiana, que es mayoritaria en ambos
estados.

Por lo que se refiere al principio de igualdad y no discriminación por motivos religiosos,


resulta de especial trascendencia la sentencia Hoffmann contra Austria, de 23 de junio
de 1993, en que el Tribunal sostiene que las creencias religiosas de uno de los cónyuges
no pueden resultar decisivas en el momento de decidir sobre la atribución de la custodia
de los hijos en un caso de divorcio. En el supuesto concreto, la recurrente era testigo de
Jehová.

En cuanto a la aplicación del principio de igualdad a los grupos religiosos en sí, cabe
referirse especialmente a dos pronunciamientos del Tribunal que cabe calificar en cierta
medida como contradictorios. El primero de ellos en el caso Iglesia católica de Canea
contra Grecia, de 16 de diciembre de 1997, en que se sostiene que toda confesión
religiosa tiene derecho, no ya a que se le reconozca su existencia jurídica, sino también
a obtener una personalidad jurídica equiparable a la que gozan otras confesiones
religiosas. En cambio, en la sentencia Asociación litúrgica Cha’are Shalom Ve Tsedek
contra Francia, de 27 de junio de 2000, el Tribunal reconoce a las autoridades
nacionales un margen de apreciación discrecional para conceder beneficios legales a
determinados grupos religiosos siempre que se demuestre que esa diferencia de trato
no supone una dificultad para que las personas singulares puedan practicar su religión.
En el supuesto concreto se entiende que el hecho de que las autoridades francesas
hubieran autorizado en exclusiva a la Asociación Consistorial Israelita de París, que
aglutina a la mayoría de las comunidades israelitas en Francia, la práctica del sacrificio
ritual, denegándola a la recurrente, no vulnera los derechos de libertad e igualdad
religiosa.

Finalmente, también en relación con la aplicación del principio de igualdad a los grupos
religiosos cabe aludir a las sentencias dictadas en los casos Manoussakis y otros contra
Grecia, de 26 de septiembre de 1996, y Pentidis y otros contra Grecia, de 9 de junio de
1997, en que se reconoce el derecho de los grupos a tener y administrar sus lugares de
culto y se sostiene que la legislación griega se había aplicado de modo discriminatorio a
los testigos de Jehová.

Antes de concluir este epígrafe, debe ponerse de relieve que, al igual que sucede en el
seno de las Naciones Unidas, aparte del Convenio Europeo de Derechos Humanos, el
Consejo de Europa ha producido otros documentos que, de una u otra forma, hacen
referencia al factor religioso. En este caso, al margen de los convenios en que se
prohíbe la discriminación por motivos religiosos o que reconocen el derecho de libertad
religiosa e ideológica a determinados grupos de personas, debe hacerse especial
mención de la actividad de los órganos del Consejo de Europa como el Comité de
Ministros y la Asamblea Parlamentaria. Singularmente esta última ha dictado una serie
de resoluciones y recomendaciones sobre materias directamente relacionadas con el
Derecho eclesiástico como la libertad religiosa, la objeción de conciencia al servicio
militar o los nuevos movimientos religiosos.

3.2. La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (O.S.C.E.)

La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, que nació como


Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa, es una organización cuyo fin
principal es la cooperación en materia de seguridad cuyo origen se sitúa en la firma del
Acta Final de Helsinki en agosto de 1975. En la actualidad, forman parte de la misma 55
estados, todos ellos europeos, salvo Estados Unidos y Canadá. Inicialmente fue
concebida como un modo de normalizar las relaciones entre los dos bloques
antagónicos, pero la distensión de las relaciones entre ambos ha significado que esta
organización adquiera una particular significación en materia de protección de derechos
humanos y de protección de las minorías, si bien hay que significar que siempre se
ocupó de tales cuestiones.

Así las cosas, la O.S.C.E. no ha dejado de lado la protección de la libertad religiosa, que
aparece claramente reconocida en varios de los documentos aprobados en el seno de la
misma como resultado de las reuniones a distintos niveles celebradas al amparo de esta
organización. Ante todo, debe quedar claro que tales documentos no tienen valor
jurídico alguno: no son tratados internacionales, sino documentos en que se realizan
declaraciones o se hacen presentes decisiones adoptadas en las distintas reuniones que
se han ido celebrando durante estos años. El valor de tales documentos será pues
fundamentalmente político y, en este sentido, tampoco puede ignorarse que
dependiendo del nivel de la reunión en que se aprueban los mismos –que puede ser una
cumbre, en la que participan los jefes de Estado o de Gobierno de los estados
miembros, una reunión a nivel ministerial o una reunión en la que participan
representantes de los distintos estados miembros que no ostentan la condición de
ministros–, el valor del documento será mayor o menor. Este dato ha sido
frecuentemente ignorado por la doctrina que se ha ocupado de esta cuestión, pues
suele aludirse a los mismos sin hacer referencia alguna al nivel en que han sido
adoptados los respectivos documentos.

El reconocimiento del derecho de libertad religiosa en el marco de la O.S.C.E. se


remonta a los orígenes de dicha organización –entonces Conferencia–. En efecto, ya en
el Acta Final de Helsinki se reconocen el derecho de libertad religiosa y su
manifestación, así como el principio de no discriminación por motivos religiosos, lo que
da una idea del interés que desde sus orígenes la O.S.C.E. ha mostrado por los
derechos humanos en general y de la libertad religiosa en particular.

Para el seguimiento de lo dispuesto en el Acta Final de Helsinki se celebraron tres


reuniones: en Belgrado, en 1978, en Madrid, en 1983, y en Viena, en 1989. Referencias
a la libertad religiosa se encuentran en los documentos finales de los dos últimos,
fundamentalmente en el de Viena. El aspecto más relevante de este es la especial
preocupación que el mismo demuestra por la dimensión colectiva de la libertad
religiosa, no siempre tenida presente en los textos internacionales, como he tenido ya
oportunidad de señalar anteriormente. El hecho de que este documento carezca de
valor jurídico no obsta su importancia, tanto por el hecho de contener un amplio
catálogo de derechos y libertades específicos relacionados con él, más genérico,
derecho de libertad religiosa, como por incluir entre ellos un buen número de derechos
atribuibles a los grupos religiosos.

Referencias más o menos concisas al derecho de libertad religiosa se encuentran


también en los documentos conclusivos de las reuniones de Copenhague y Moscú, de
1990 y 1991, respectivamente, así como en la Carta de París para una nueva Europa de
1990 y en el Documento de Helsinki, de 1992, que tienen una mayor significación
política al ser el resultado de cumbres celebradas entre jefes de Estado y de Gobierno.
Sin ir más lejos, en la Carta de París se reconoce el derecho de toda persona a la
libertad de pensamiento, de conciencia y de religión o creencia.

De particular interés resulta también el Documento de la cumbre de jefes de Estado y


de Gobierno celebrada en Budapest, en 1994, en que, al igual que en el Documento
Final de Viena, se adquiere el compromiso de favorecer un clima de tolerancia y respeto
mutuo entre los creyentes de diferentes comunidades, así como entre creyentes y no
creyentes.

La cumbre de Estambul, que tuvo lugar los días 18 y 19 de noviembre de 1999, dio
origen a sendos documentos: la Carta para la seguridad europea y la Declaración de la
mencionada cumbre. En el primero de ellos también se alude a los derechos de libertad
de conciencia, religión y creencias, así como a la prevención de la discriminación
religiosa.

Aparte de las referencias que en los documentos conclusivos de las reuniones aludidas
se hacen a los derechos humanos en general y al derecho de libertad religiosa en
particular, debe resaltarse que, desde 1993, vienen celebrándose una serie de
reuniones en Varsovia al objeto de supervisar los compromisos adquiridos por la
organización en materia de dimensión humana. En la última de ellas, que tuvo lugar en
1998, se decidió la celebración en Viena de una reunión suplementaria que tuviera por
objeto el estudio de la libertad religiosa. Dicha reunión se desarrolló en marzo de 1999.
En la misma fueron dos las cuestiones principalmente debatidas: la reconciliación en
materia religiosa y la prevención de conflictos, y el pluralismo religioso y las limitaciones
a la libertad religiosa.

La O.S.C.E. fue la primera organización a nivel europeo que rompió el viejo bipolarismo
Este-Oeste, al incluir en su seno la práctica totalidad de los países europeos. Por otra
parte, sobre todo en el ámbito internacional, sucede con frecuencia que son más
eficaces los actos por su significación política que por su valor jurídico.

3.3. La Unión Europea

Antes de nada conviene dejar claro el carácter peculiar de la Unión Europea, que la
distingue de las organizaciones internacionales a que se ha hecho referencia
anteriormente y que sustancialmente puede resumirse en el hecho de que los miembros
de la Unión Europea forman parte de un proyecto de unificación política. No se trata ya
de una organización a nivel internacional en cuyo seno los estados se fijan objetivos
comunes y tratan de lograr acuerdos en relación a materias específicas, sino que los
estados miembros tienen como fin el lograr una suerte de integración europea. De otro
modo no podría comprenderse la existencia de un parlamento elegido por sufragio
directo y universal, por muy escasas y limitadas que sean sus funciones, o el hecho de
que normas adoptadas en su seno, como es el caso de las directivas del Consejo,
resulten directamente vinculantes para los estados miembros, que deben adaptar a
ellas su legislación interna, sin necesidad de ratificación alguna por parte de aquellos.

De otra parte, hay que significar que el fundamento constitucional español de este tipo
de vinculación supranacional habrá que buscarlo, no ya en los artículos 10.2 o 96.1
, sino en el artículo 93 que prevé dicha posibilidad al establecer que “mediante ley
orgánica se podrá autorizar la celebración de tratados por los que se atribuya a una
organización o institución internacional el ejercicio de competencias derivadas de la
Constitución”.

El origen de la Unión Europea se encuentra en el Tratado de París, de 18 de abril de


1951 , por el que se crea la Comunidad Europea del Carbón y del Acero.
Posteriormente, en marzo de 1957, se firmó en Roma el Tratado constitutivo de la
Comunidad Europea . Según el Tribunal de Luxemburgo, dicho tratado, aún habiendo
adoptado la forma de un tratado internacional, constituye la Constitución de una
comunidad de Derecho. El mismo ha sido recientemente modificado por el Tratado de la
Unión Europea, firmado en Maastricht en febrero de 1992 y por el Tratado de
Ámsterdam, de 2 de octubre de 1997 , que también modifica el Tratado de la Unión
Europea.

No puede desconocerse que la Comunidad Europea nació con una finalidad


esencialmente económica: el mercado común. Por ello no debe sorprender escasa
atención que históricamente la misma ha prestado a la regulación y protección de los
derechos humanos, y consecuentemente a la libertad religiosa, sobre todo si compara
con la dedicada en el seno de las organizaciones a que previamente se ha hecho
alusión.

Con el tiempo, sin embargo, el interés de la Comunidad Europea por los derechos
fundamentales ha ido aumentando considerablemente, coincidiendo con la creciente
jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo sobre la materia. Sin embargo, los esfuerzos
comunitarios han ido más dirigidos a reclamar el carácter vinculante de instrumentos ya
vigentes, como el Convenio Europeo de derechos humanos o las constituciones de sus
estados miembros, que a la elaboración de un catálogo de derechos fundamentales
propio.

La definitiva asunción de los derechos reconocidos en el Convenio Europeo se produjo


por virtud del Tratado de Maastricht, cuyo artículo 6 dispone que “la Unión respetará los
derechos fundamentales tal y como se garantizan en el Convenio Europeo para la
Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales firmado en
Roma el 4 de noviembre de 1950 , y tal y como resultan de las tradiciones
constitucionales comunes a los Estados miembros como principios generales del
Derecho comunitario”. Se producía así una suerte de reenvío al referido convenio.

En tanto la Unión Europea no promulgara su propia carta de derechos humanos, lo


cierto es que dicho reenvío tenía una gran importancia puesto que, al asumir el
Convenio Europeo, permite que el Tribunal del Luxemburgo actúe al objeto de
garantizar los derechos fundamentales reconocidos en el mismo. Pero con fecha de 18
de diciembre de 2000 se aprobó la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión
Europea, cuyo artículo 10.1 reconoce que “toda persona tiene derecho a la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión. Este derecho implica la libertad de cambiar de
religión o de convicciones, así como la libertad de manifestar su religión o sus
convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, a través del culto, la
enseñanza, las prácticas y la enseñanza de los ritos”. El tenor literal de este precepto
coincide casi literalmente con el del artículo 9.1 del Convenio de Roma en el que
inevitablemente se inspira. Además, en el apartado segundo del referido artículo 10
“se reconoce el derecho a la objeción de conciencia de acuerdo con las leyes nacionales
que regulen su ejercicio”.

También en la Carta de 18 de diciembre de 2000 se alude al derecho a la educación y a


la libertad de enseñanza. En concreto, el artículo 14 reconoce en sus dos primeros
apartados el derecho a la educación y al acceso a la formación profesional y
permanente, aclarando que tal derecho incluye la facultad de recibir gratuitamente la
enseñanza obligatoria. Por lo que se refiere a la libertad de enseñanza, el apartado 3 del
mismo artículo establece que “se respetan, de acuerdo con las leyes nacionales que
regulen su ejercicio, la libertad de creación de centros docentes dentro del respeto a los
principios democráticos, así como el derecho de los padres a garantizar la educación y
la enseñanza de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas, filosóficas y
pedagógicas”.

Habida cuenta el carácter marcadamente integrador de la Unión Europea, cabe


preguntarse en relación a la posibilidad de un futuro Derecho eclesiástico comunitario.
En este sentido, entiendo que debemos ser pesimistas. Por una parte, en la Unión
Europea conviven sistemas de Derecho eclesiástico que cabría calificar de incompatibles
entre sí, que van desde el más marcado separatismo hasta los sistemas de Iglesia de
Estado o confesionalismo, pasando por los modelos cooperacionistas. Por otra parte,
debe llamarse la atención sobre el escaso número de normas comunitarias que hacen
referencia al fenómeno religioso.

En el ámbito de los tratados las referencias a la religión son mínimas. Dejando a salvo
la cláusula contra la discriminación religiosa contenida en el Tratado de Roma, sólo en el
Tratado de Ámsterdam puede encontrarse una referencia específica a la cuestión, que
por lo demás queda fuera del articulado. Se trata de la declaración número 11, sobre el
estatuto de las iglesias y de las organizaciones no confesionales, que figura como anexo
al Acta Final, en que se dice que “la Unión Europea respeta y no prejuzga el estatuto
reconocido, en virtud del derecho nacional, a las iglesias y las asociaciones o
comunidades religiosas en los Estados miembros”, añadiéndose que la Unión Europea
respeta asimismo el estatuto de las organizaciones filosóficas y no confesionales”.

Dentro del llamado Derecho comunitario secundario, sólo la Directiva sobre televisión
contiene una norma que cabría calificar propiamente de Derecho eclesiástico. En
realidad, sólo en el ámbito de las resoluciones del Parlamento Europeo, que carecen de
eficacia vinculante, encontramos referencias específicas a cuestiones de Derecho
eclesiástico. Así, algunas de éstas se dedican a cuestiones como la objeción de
conciencia al servicio militar, los nuevos movimientos religiosos, la libertad de
enseñanza o el descanso dominical.

4. Consideraciones conclusivas

Al inicio de estas líneas puse de manifiesto que la intención de este trabajo era de la
comprobar en qué medida habían incidido los distintos textos internacionales en la
protección del derecho de libertad religiosa. Como he puesto relieve en varias ocasiones
a lo largo del mismo, debe concluirse que la protección de la libertad religiosa y de los
derechos fundamentales en general a nivel internacional es limitada. Y lo es, entre otros
motivos que no viene al caso referir aquí, porque en el Derecho internacional concurren
culturas y tradiciones radicalmente diversas que dificultan notablemente el acuerdo
entre los distintos estados de la comunidad internacional.

Ello ha dificultado en muchos casos la articulación de mecanismos propiamente


judiciales de protección de los derechos fundamentales. En el ámbito de la libertad
religiosa ha impedido sin más la conclusión de una convención internacional en la
materia en el seno de Naciones Unidas.
Debe resaltarse, además, la escasa atención que en general han dedicado los textos
internacionales a la vertiente colectiva de la libertad religiosa.

Sin embargo, a pesar de las limitaciones y carencias apuntadas, no puede dejar de


reconocerse que a lo largo de las últimas décadas se han verificado importantes
avances en la protección internacional de los derechos fundamentales en general y de la
libertad religiosa en particular. En este sentido, por su especial significación, deben
destacarse principalmente dos acontecimientos: la instauración de un mecanismo
judicial para la protección de tales derechos en el ámbito del Consejo de Europa y la
elaboración de un texto dedicado íntegramente a la libertad religiosa en el seno de las
Naciones Unidas, aunque este no tenga más valor que el meramente declarativo.

VISIÓN DE CONJUNTO. FUENTES NORMATIVAS UNILATERALES

Ciáurriz Labiano, María José. Profesora Titular de Derecho Eclesiástico


del Estado de la Universidad Nacional de
Educación a Distancia

Fecha de actualización

07/02/2011

1. El concepto de fuente del derecho

La doctrina jurídica ha reconocido siempre que el término Fuente posee una


significación plural y ha dado lugar a numerosos equívocos, por lo que conviene aclarar
desde un primer momento su significado o, más exactamente, precisar cuál es el
sentido con el que vamos a utilizar en este tema la expresión Fuente del Derecho.

Tomamos como punto de referencia la distinción -que es una entre las varias posibles-
entre el sentido instrumental y el técnico de la voz fuente referida al Derecho. Se
denomina fuente instrumental a “todo el material utilizable para conocer el contenido de
las normas” (fuentes materiales, mediatas o de conocimiento); en sentido técnico
(fuentes formales, inmediatas o de existencia), tanto es fuente del Derecho la fuerza
social productora del mismo (la comunidad social, el legislador) como lo son los diversos
modos de manifestarse aquel (ley, costumbre, jurisprudencia...).

En adelante, entenderemos por Fuentes del Derecho las Fuentes de existencia, y éstas
en su segundo significado, es decir, las fuentes enumeradas en el art. 1.1 del Código
civil: : la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho. Y es que el Derecho
Eclesiástico, siendo parte del ordenamiento jurídico del Estado, no puede tener otras
fuentes que las que son propias del mismo, y así lo han entendido tanto la doctrina
eclesiasticista como la canonista cuando se han referido al Derecho estatal sobre
materias religiosas (Lombardía-Fornés).

Tal elección obedece a causas lógicas; no se trata aquí de llevar a cabo un análisis de
las estructuras de gobierno estatales, en cuyo marco podría estudiarse al legislador y a
su acción legislativa, ni tampoco de presentar las fuentes de conocimiento -documentos
jurídicos de todo tipo, en los que se contienen las normas jurídicas-, sino de exponer
cuáles son las fuentes de manifestación del Derecho, aquéllas que surgen de los
órganos de los que emana el ordenamiento y que constituyen la normativa que regula la
vida de los ciudadanos en su dimensión jurídica.

1.1. Las fuentes del Derecho Eclesiástico español


El Código civil, en su art.1, 1 , señala como hemos visto tres fuentes formales, ley,
costumbre y principios generales del Derecho. La costumbre, aunque puede llegar a ser
en su día una fuente importante del Derecho Eclesiástico español, no lo es actualmente,
pues el tiempo transcurrido desde la entrada en vigor de la Constitución es demasiado
breve para que, por vía consuetudinaria, hayan podido surgir usos sociales capaces de
integrarse en el ordenamiento jurídico. Por lo que hace a los principios generales del
Derecho, la doctrina eclesiasticista ha elaborado una muy completa construcción
científica y técnica sobre los principios informadores del Derecho Eclesiástico español
(Viladrich), y a los mismos se dedicará aquí un apartado especial distinto del presente.
Queda, pues, la ley, en todas sus formas y variantes, y junto a ella el resto de la
normativa derivada, como la principal fuente del Derecho Eclesiástico del Estado a la
que hemos de hacer referencia en esta exposición.

Debe hacerse también aquí mención de la jurisprudencia. En general, la doctrina -no sin
discusión- acepta que la misma no tiene valor de fuente en el ordenamiento jurídico
español. Pero el art. 1.6 del Código civil establece que la jurisprudencia
“complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado,
establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los
principios generales del derecho”. Y no habiendo dejado de pronunciarse sobre materias
religiosas el resto de los Tribunales, debe considerarse que interesa también al
estudioso, cuando menos, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y de la Audiencia
Nacional, así como la proveniente de Tribunales internacionales y particularmente de la
Corte Europea de Estrasburgo, todos los cuáles han ido creando una interesante
doctrina jurisprudencial en torno al tratamiento jurídico de los fenómenos religiosos.

2. Visión de conjunto de las fuentes del Derecho Eclesiástico español

A efectos de ofrecer una clasificación de las fuentes del Derecho Eclesiástico español
puede resultar útil el siguiente Esquema (Ibán):

I. La Constitución.

II. El Derecho Eclesiástico Internacional.

a) La Organización de las Naciones Unidas.

b) El Consejo de Europa.

c) La Unión Europea.

III. Los Acuerdos con la Santa Sede.

IV. La legislación ordinaria.

a) La Ley Orgánica de Libertad Religiosa.

b) Los Acuerdos con Confesiones distintas de la Iglesia Católica.

c) Las Comunidades Autónomas como productoras de normas de Derecho Eclesiástico.

V. Normas de origen confesional.

VI. Fuentes jurisprudenciales.

VII. La Administración pública.


a) Órganos administrativos con competencias en materia de Derecho Eclesiástico.

b) Actuaciones administrativas con relevancia en el ámbito del Derecho Eclesiástico.

Estamos ante un Esquema que ofrece una panorámica general de las fuentes de
acuerdo con un determinado modelo de clasificación -no por supuesto el único posible-,
modelo que resulta suficientemente clarificador a los efectos de obtener una visión de
conjunto del complejo grupo de normas que constituyen el ordenamiento jurídico
eclesiástico estatal vigente de uno u otro modo en España. Conviene indicar la
naturaleza, función y cometido de cada una de tales fuentes, tal como las hemos dejado
reseñadas.

2.1. La Constitución

La Constitución es la norma suprema de nuestro ordenamiento, de la que deriva la


validez de todas las demás; en ella se establecen no solamente los valores superiores
del ordenamiento (art. 1.1 ), la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político
-cuya sola enumeración testifica ya su evidente relación con el Derecho Eclesiástico, que
tradicionalmente se define como un Derecho de Libertad (Ruffini)-, sino también el
significado que tienen en nuestro ordenamiento los documentos internacionales sobre
derechos fundamentales y libertades (art. 10.2 ), así como los derechos que en el
terreno de la libertad religiosa y de su ejercicio corresponden en España tanto a los
españoles como a los extranjeros (arts. 16 y otros ).

2.2. El Derecho Eclesiástico Internacional y Supranacional

Por lo que hace al Derecho Eclesiástico internacional, lo integran aquellas normas


reguladoras en tal ámbito del fenómeno religioso a las que el art. 10.2 constitucional
reconoce como criterios de interpretación de las normas internas relativas a los
derechos fundamentales y a las libertades. Se trata tanto de Declaraciones como de
Tratados, y señalaremos, entre aquéllas, las que son más dignas de atención,
mencionando a los Tratados sin detenernos en ellos, ya que poseen un apartado propio
en el desarrollo de este Programa. De acuerdo con la clasificación que hemos
presentado, nos ocuparemos en primer lugar de:

A) Los documentos procedentes de las Naciones Unidas, entre los que señalamos:

- La “Carta de las Naciones Unidas”, de 1945, cuyo art. 1 señala como propósito de
las mismas “el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las
libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de... de religión”,
en lo que insisten más detalladamente los arts. 13 y 55 .

- La “Declaración Universal de Derechos Humanos”, de 1948 , que es el único


documento mencionado expresamente en el art. 10.2 de nuestra Constitución (“Las
normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución
reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos
Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias
ratificados por España”). La Declaración ofrece varios artículos que suponen una
defensa de diferentes derechos relacionados con la libertad religiosa (Souto Galván),
siendo de señalar en especial el art. 18 : “Toda persona tiene derecho a la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de
religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia,
individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la
práctica, el culto y la observancia”. Se trata de un texto que ha inspirado prácticamente
a todo el resto de la normativa internacional al respecto, la cual repite casi con iguales
palabras su contenido, o lo sigue muy de cerca.
- El “Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos”, de 1966 , también de las
Naciones Unidas, que asimismo incluye varios textos que garantizan la libertad religiosa
(Mantecón, Souto Galván), siendo de destacar el art. 18.1 , directamente ligado al
correspondiente artículo ya citado de la Declaración Universal: “Toda persona tiene
derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye
la libertad de tener o de adoptar la religión o las creencias de su elección, así como la
libertad de manifestar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en
público como en privado, mediante el culto, la celebración de los ritos, las prácticas y la
enseñanza”.

- Aún debe señalarse otro texto de las Naciones Unidas, la “Declaración sobre la
eliminación de todas las formas de intolerancia y no discriminación fundadas en la
religión o las convicciones”, de 1981. Su fuerza vinculante es inferior a la de los otros
textos citados, para los que sirve como criterio de interpretación (Ibán), pero su texto
es muy rico a los efectos de la tutela de la libertad de religión y ofrece un articulado que
interesa en su práctica totalidad a los efectos del desarrollo de las normas contenidas en
los tres grandes documentos precedentemente citados (Mantecón).

B) Los documentos procedentes del Consejo de Europa, entre los que señalamos:

- La “Convención Europea para la salvaguardia de los Derechos del Hombre y las


Libertades Fundamentales”, muchas veces citada como Tratado de Roma, de 1950,
cuyo artículo 9 repite prácticamente sin variaciones el texto del art. 18 de la
Declaración Universal que arriba hemos recogido . No es necesario detenerse aquí en
el análisis de este Tratado, pero para que sea completa la visión de conjunto de las
fuentes que presentamos, conviene indicar como la doctrina ha hecho notar que, en
relación a los documentos de las Naciones Unidas, “no introduce grandes novedades”
pero “su eficacia práctica es potencialmente muy superior”, puesto que “la Convención
Europea surge en el ámbito del Consejo de Europa, formado por una serie de Estados
europeos en los que el grado de protección de los derechos fundamentales es muy
superior al que se encuentra en la práctica totalidad del resto del mundo y que, sin
embargo, optan por añadir a los mecanismos internos de protección de las libertades
esta garantía supranacional” (Ibán); a tal consideración debe añadirse que la creación
de un Tribunal Europeo de Derechos Humanos en Estrasburgo ha añadido al Tratado de
Roma un notorio y eficaz instrumento de protección de las libertades, cuya
jurisprudencia es hoy la más rica del mundo en este terreno.

C) Los documentos de la Unión Europea

El documento más relevante en el ámbito del Derecho de la Unión Europea es la “Carta


de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea”, que fue proclamada en el
Consejo Europeo de Niza en Diciembre de 2000. Como es conocido, la falta de consenso
de algunos Estados miembros (principalmente, Reino Unido) impidió la entrada en vigor
de la Carta en aquél momento y ha sido preciso esperar nueve años para que adquiriera
plenos efectos jurídicos. En este dilatado periodo de tiempo, hubo un segundo intento
de dotar a la Carta de valor jurídico vinculante cuando fue incluida como Parte II de la
Constitución Europea, pero también este proyecto fracasó arrasado por los resultados
negativos de los referendos celebrados en Francia y Holanda. Finalmente y tras un
periodo de reflexión, las instituciones europeas retomaron el proceso de reforma que
terminó plasmándose en el Tratado de Lisboa, el modificó, entre otros muchos, el
artículo 6.1 del Tratado de la Unión Europea (Tratado de Maastricht) dándole una nueva
redacción con el siguiente contenido: “La Unión reconoce los derechos, libertades y
principios enunciados en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea
de 7 de diciembre de 2000, tal como fue adaptada el 12 de diciembre de 2007 en
Estrasburgo, la cual tendrá el mismo valor jurídico que los Tratados”. Así, pues, con la
entrada en vigor del Tratado de Lisboa el 1 de diciembre de 2009, la Carta de Derechos
Fundamentales de la Unión Europea ha adquirido pleno valor jurídico y es vinculante
para las instituciones de la Unión y para los Estados miembros cuando apliquen el
Derecho de la Unión Europea.
Este logro no se obtuvo, sin embargo, sin concesiones ya que fue necesario aceptar las
demandas del Reino Unido y de Polonia en relación con la vigencia de la Carta en sus
respectivos países, demandas que se plasmaron en el Protocolo nº 30 sobre la
aplicación de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea a Polonia y al
Reino Unido que, en su artículo 1, dispone que la Carta no amplía la competencia del
Tribunal de Justicia de la Unión Europea ni de ningún otro órgano jurisdiccional de
Polonia o del Reino Unido para apreciar que las disposiciones legales o reglamentarias o
las disposiciones, prácticas o acciones administrativas de Polonia o del Reino Unido sean
incompatibles con los derechos, libertades y principios fundamentales que reafirma y,
añade este mismo artículo “a fin de no dejar lugar a dudas”, que nada de lo dispuesto
en el título IV de la Carta crea derechos que se puedan defender ante los órganos
jurisdiccionales de Polonia o del Reino Unido, salvo en la medida en que Polonia o el
Reino Unido hayan contemplado dichos derechos en su legislación nacional. El artículo 2
y último de este Protocolo establece que, cuando una disposición de la Carta se refiera a
legislaciones y prácticas nacionales, sólo se aplicará en Polonia o en el Reino Unido en la
medida en que los derechos y principios que contiene se reconozcan en la legislación o
prácticas de Polonia o del Reino Unido.

En la materia que nos concierne, el art. 10.1 de la Carta, siguiendo de modo


prácticamente literal a los documentos anteriores que ya hemos citado, declara que
“Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.
Este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la
libertad de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en
público o en privado, a través del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de
los ritos”, siendo otros varios los artículos de la misma Carta que constituyen asimismo
fuentes del Derecho Eclesiástico supranacional (Ciáurriz).

Aparte del dato de la referencia constitucional a todo este conjunto de normas y


directrices internacionales, debe tenerse en cuenta que los derechos humanos en
general, y muy en particular la libertad religiosa y de creencias -objeto inmediato del
Derecho Eclesiástico-, están adquiriendo hoy una dimensión supranacional cada vez
más fuerte y más patente. Ello va ya dando lugar a la exigencia de una política nacional
cada vez más concertada entre los diferentes países de todo el globo; acabará por
hacerse imposible que cada uno de ellos posea al respecto una política diferente, pues
la exigencia generalizada de respeto a tales derechos se presentará como un requisito
ineludible de inserción de cada país en el contexto de las naciones libres y en el ámbito
de los organismos internacionales. Como anuncio de esta deseable futura realidad, los
países democráticos son ya cada vez más sensibles a las normas internacionales -
legislativas y jurisprudenciales- sobre la materia; y, por lo que hace a España, ha de
observarse que la influencia en su ordenamiento del Derecho Eclesiástico internacional
aparece cada día más marcada.

2.3. Los Acuerdos con la Santa Sede

Por lo que hace a los Acuerdos con la Santa Sede, España ha seguido durante siglos la
tradición -primeramente europea y luego ampliada a otros continentes, en particular a
América- de pactar sus relaciones con la Iglesia Católica a través de tratados
internacionales que reciben la denominación de Concordatos, y cuyas partes son la
Santa Sede y el Estado firmante en cada caso. Aparte de algún otro intento histórico no
cuajado, tres Concordatos han regulado desde el siglo XVIII las relaciones Estado
Español-Santa Sede: el de Fernando VI y Benedicto XIV de 1753, el de Isabel II y Pío IX
de 1851, y el del General Franco y Pío XII de 1953. Tales concordatos han constituido la
principal fuente histórica del Derecho Eclesiástico español durante los tres últimos
siglos.

Una vez instaurado como Rey de España Don Juan Carlos I tras la muerte de Franco -
noviembre de 1975- en julio de 1976 se firmó ya un primer Acuerdo del nuevo régimen
político con la Santa Sede, que modificaba en parte el Concordato de 1953 entonces
vigente. E, inmediatamente tras la aprobación de la nueva Constitución -6 de diciembre
de 1978- el 3 de enero de 1979 se firmaron entre el Gobierno de España y la Santa
Sede otros cuatro nuevos Acuerdos, que junto con el de 1976 sustituyeron en su
totalidad al Concordato y constituyen desde entonces una parte fundamental del
presente sistema pacticio de fuentes -fuentes bilaterales- del Derecho Eclesiástico
español.

Como tales fuentes bilaterales, los Acuerdos con la Santa Sede serán objeto particular
de atención en otro apartado de este programa.

2.4. La legislación ordinaria

A) La Ley Orgánica de Libertad Religiosa, promulgada en 1980 , es la fuente


fundamental de carácter unilateral del Derecho Eclesiástico español, y será objeto de
atención particular en la segunda parte del presente tema.

B) Los Acuerdos con confesiones distintas de la Iglesia Católica proceden de 1992, y son
tres, firmados respectivamente entre el Estado y la FEREDE (Federación de Entidades
Religiosas Evangélicas de España, ), la FCI (Federación de Comunidades Israelitas de
España ), y la CIE (Comisión Islámica de España ). En tanto que fuentes bilaterales,
serán expuestas en el apartado correspondiente a las mismas. Debe recordarse que,
para poder establecer acuerdos con el Estado, y a tenor del art. 7 de la Ley Orgánica de
Libertad Religiosa , las Confesiones habrán de tener reconocido su notorio arraigo en
España, reconocimiento que se otorgará en base a “su ámbito y número de creyentes”.
Sin embargo, a la hora de determinar qué Confesiones habrían de beneficiarse de tal
concesión, no se tuvo en cuenta la citada norma, sino que se les reconoció notorio
arraigo a las tres religiones que, además de la Iglesia Católica, poseen en España una
presencia histórica y cultural fuera de toda duda, el Cristianismo, el Judaísmo y el
Islam; tal proceder puede ser, sin duda, lógico, en cuanto que responde a una realidad
patente, pero resulta más que dudosa su conformidad con la Ley de Libertad Religiosa
(González del Valle).

Obviamente, este reconocimiento de notorio arraigo a tales confesiones concretas tuvo


en su momento como objeto inmediato el establecer por parte del Estado acuerdos con
las mismas; deseándose ampliar el sistema de relaciones bilaterales pactadas a otras
confesiones distintas de la católica -algo de hecho imprescindible si se quería establecer
la imagen de un Estado aconfesional y pluralista-, la elección del Cristianismo, el
Islamismo y el Judaísmo se imponía en España -dada la configuración religiosa y
cultural del país- por motivos realmente objetivos.

Sin embargo, quedaba el problema de determinar con qué entidades o personas


concretas habían de negociarse y, en su caso, firmarse los acuerdos, habida cuenta de
que ninguna de esas tres Confesiones posee una estructura central similar, ni aún
aproximativamente, a lo que supone la Santa Sede en relación con la Iglesia Católica. El
Cristianismo está constituido por un conjunto de iglesias diferentes, de origen luterano,
anglicano, calvinista, postluterano, ortodoxo oriental…, que ni pueden denominarse
todas ellas protestantes, ni poseen un origen, un credo ni una estructura común. En
consecuencia, se prefirió y adoptó por ellas mismas el calificativo común de
“evangélicas”, y el Estado las invitó a federarse entre sí a los efectos de su
representación oficial. Se constituyó así un organismo administrativo, la FEREDE -
Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España-, que negoció y firmó el
Acuerdo de 1992, y continúa siendo el instrumento oficial de relaciones entre los
Poderes públicos y las iglesias miembros de la Federación.

En cambio, y por lo que hace al Islam -y en igual caso se encuentra el Judaísmo-, no se


trata un conjunto de confesiones, sino de una única confesión divida en Comunidades
locales en buena medida autónomas, que carecen de una estructura central de poder. A
los efectos de ser representadas ante el Estado, las Comunidades islámicas y judías
distribuidas por toda España fueron igualmente invitadas a federarse, y nacieron así la
CIE (Confederación Islámica Española) y la FCIE (Federación de Comunidades Israelitas
de España), organismos administrativos que representan a las Comunidades inscritas en
ellos, en cuyo nombre firmaron los Acuerdos de 1992 y continúan constituyendo la vía
de relaciones entre el Estado y las dos Confesiones o, mejor, los dos grupos de
Comunidades confesionales.

Un problema -posiblemente no previsto en un primer momento, ni afrontado con


posterioridad- ha resultado como consecuencia de este sistema federacional. A partir de
la constitución de las tres Federaciones, quedó en manos de las mismas aceptar o
rechazar las nuevas solicitudes de iglesias evangélicas o de comunidades islámicas o
judías que solicitasen el ingreso en la FEREDE, la CIE o la FCIE. Y la entidad que era
admitida en su seno pasaba de modo automático, sin intervención y aún sin
conocimiento del Estado -siempre que hubiese cumplido el requisito previo, del que
habláremos, de estar inscrita en el Registro de Entidades Religiosas-, a tener notorio
arraigo y a entrar en el ámbito de aplicación del Acuerdo correspondiente. Y del mismo
modo quedaba fuera de estos beneficios la entidad cuyo ingreso en una Federación
fuese denegado por la misma. Lo cual constituye un problema al que no se ha prestado
la menor atención y que continúa siendo un medio de facto, al margen de la normativa
y el control estatales, de que determinadas iglesias y comunidades queden amparadas o
no por Acuerdos firmados en su día con Federaciones de las que en aquel momento no
formaban parte.

Por otro lado, debe advertirse que, en fechas más recientes, el Ministerio de Justicia ha
reconocido notorio arraigo en España a los Mormones (la Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días es su denominación oficial), los Budistas y los Testigos de
Jehová, sin que ello se haya traducido por el momento en el establecimiento de
Acuerdos entre tales entidades y el Estado.

C) Las Comunidades autónomas como productoras de normas de Derecho Eclesiástico


suponen en nuestro ordenamiento una novedad en trance de nacimiento o de
desarrollo. Se trata de una actividad que empiezan a llevar a cabo estas Comunidades,
bien en el ejercicio de competencias que efectivamente poseen en materias propias del
Derecho Eclesiástico, bien en el ejercicio de competencias que no poseen pero que con
mayor o menor fortuna se auto-atribuyen y, muy frecuentemente, ambas cosas al
mismo tiempo. Ya la misma singularidad de esta afirmación viene a demostrar que
estamos ante una situación emergente e imprecisa, en la que, en ciertos casos, algunas
Comunidades sobrepasan los límites de su capacidad normativa sin que la
Administración Central reaccione, bien por falta de información -lo que en este terreno
no es nada infrecuente-, bien por preferir una tolerancia de hecho ante posibles
conflictos de competencias jurisdicción que no resulta conveniente despertar en una
situación política determinada. Y, en otros casos, no se trata tanto de sobrepasar
consciente y buscadamente sus competencias, sino de ignorancia por parte de las
Comunidades de la legislación general, que incumplen con mayor o menor -muchas
veces con menor y hasta con nulo- grado de conocimiento de aquello a que la
normativa vigente les obliga.

Se trata de normas tanto unilaterales, que las Comunidades Autónomas emanan, como
bilaterales, que las mismas pactan con las representaciones regionales y locales de las
Confesiones, muy en particular de aquéllas cuatro que tienen Acuerdos con el Estado,
es decir, la Iglesia Católica, la FEREDE, la FCI y la CIE. Muchas de tales normas son
convenios en materia de patrimonio histórico-artístico; las hay también relativas a la
enseñanza, los días festivos, la asistencia religiosa, las asociaciones, etc.; singular
resulta la firma de convenios de más amplio espectro, como los establecidos con
algunas de dichas entidades por las Comunidades Autónomas de Madrid y Cataluña.

2.5. Las normas de origen confesional

Las normas de origen confesional son las que cada Confesión se da a sí misma para
regular su propia vida interna en el campo jurídico. El ejemplo por antonomasia es el
Derecho Canónico, o Derecho propio de la Iglesia Católica, que existe desde los
primeros siglos de su historia y que ha alcanzado a lo largo de los siglos un desarrollo
tal que lo ha convertido en uno de los principales ordenamientos jurídicos jamás
existentes. Su presencia en la vida jurídico-social de la Europa medieval fue tan
importante, que junto con el Derecho Romano llegó a constituir el Derecho Común, base
del Derecho posterior en todo el ámbito europeo o de influencia europea, tanto latina
como anglosajona. Muchas de las instituciones jurídicas más importantes -
singularmente p.e. el matrimonio, el proceso, la estructura administrativa del Estado
moderno... - nacieron de modelos canónicos, de donde arrancan asimismo figuras tan
transcendentales como la de la persona jurídica o corrientes doctrinales tan
significativas como el personalismo frente al formalismo o el juego de la norma singular
frente al dogmatismo exclusivista de la norma con generalidad.

Sin poseer un ordenamiento comparable en absoluto al Derecho Canónico, otras


confesiones poseen sus propios ordenamientos jurídicos. Y el Derecho español, en todo
caso, “concede una cierta vigencia a los ordenamientos confesionales” e incluso “se
remite con claridad a algún ordenamiento confesional, es decir, le considera a este
competente para regular una determinada relación jurídica” (Ibán). Tal es el caso del
art. 6 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa , en cuya virtud “las Iglesias,
Confesiones y Comunidades religiosas inscritas... podrán establecer sus propias normas
de organización”, o el del reconocimiento en todos los Acuerdos -así con la Iglesia
católica como con las otras tres Confesiones- de la validez civil de los matrimonios
celebrados según las normas internas de los respectivos Derechos confesionales; y se
trata tan sólo de algunos ejemplos entre los varios posibles.

2.6. Las fuentes jurisprudenciales

Las fuentes jurisprudenciales suponen la incidencia de la doctrina de los tribunales en la


regulación jurídica de los fenómenos religiosos. Son pues fuentes unilaterales, que si
bien pueden ver discutido su carácter de tales -ya se hizo alusión más arriba a esta
polémica doctrinal- no dejan lugar a duda sobre su valor en orden a la interpretación de
las normas y a la efectiva aplicación de las mismas.

La jurisprudencia de todos los tribunales que de una u otra manera se han pronunciado
sobre temas de Derecho Eclesiástico -de hecho, tribunales situados en todos los grados
de la escala judicial- es amplísima y resulta imposible sistematizarla en este lugar. En
todo caso, al tratarse de una fuente unilateral, le concederemos más adelante mayor
atención, dejándola mencionada en este momento a los efectos de completar el cuadro
de conjunto de las fuentes de nuestro ordenamiento jurídico eclesiástico estatal.

2.7. Administración Pública

Ha de concederse en fin atención, para cerrar la visión de conjunto de las fuentes, a la


Administración pública, auténtica fuente emanante de Derecho, en cuanto que las
normas de origen administrativo son las que resultan objeto de inmediata aplicación de
modo constante en la vida jurídica de la comunidad social.

A) Acerca de los órganos administrativos con competencias en materia de Derecho


Eclesiástico, y que constituyen por tanto fuentes de producción de este Derecho, son
varios los que las poseen. Fundamentalmente dos: el Ministerio de Asuntos Exteriores,
del que dependen las relaciones con la Santa Sede, en cuanto que la misma es un
organismo internacional y la Iglesia Católica tiene universalmente reconocida la
condición de persona jurídica internacional -conviene olvidar por completo en este punto
las relaciones con la Ciudad del Vaticano, que no es una entidad religiosa sino un Estado
al que nunca hay que confundir con la Iglesia y que carece de competencias sobre la
misma y tampoco la representa en ninguna esfera-; y el Ministerio de Justicia, del que
dependen las relaciones con la Conferencia Episcopal española y con los organismos
representativos de todas las demás confesiones religiosas existentes en España.
El Ministerio de Justicia es el coordinador de la política religiosa del Gobierno, bajo la
lógica dependencia de la Presidencia de éste y del Consejo de Ministros. A tal efecto,
radica en el mismo una Dirección General que se denominó, hasta el año 2008,
Dirección General de Asuntos Religiosos; en esa fecha, mediante el Real Decreto
438/2008 de 14 de abril pasó a denominarse Dirección General de Relaciones con las
Confesiones; y en la actualidad, en virtud del Real Decreto 869/2010 de 2 de julio, la
misma ha quedado fusionada con la preexistente Dirección General de Cooperación
Jurídica Internacional, que ha pasado a denominarse Dirección General de Cooperación
Jurídica Internacional y Relaciones con las Confesiones. Existe al par en la Dirección
General otro organismo, la Comisión Asesora de Libertad Religiosa -que integran
representantes de las Confesiones y de la Administración pública junto con expertos de
reconocida competencia en este campo-; a tenor del art. 8 de la Ley Orgánica de
Libertad Religiosa , la Comisión debe o puede ser consultada, según los tipos de
temas de que se trate; sus informes y dictámenes no resultan vinculantes para la
Dirección General. Y existe asimismo otra entidad relacionada con la Dirección General,
la Fundación Pluralismo y Convivencia, cuya finalidad es la promoción de la libertad
religiosa mediante la cooperación con las Confesiones minoritarias, en particular con las
que tienen reconocido el notorio arraigo.

El Ministerio de Justicia posee en este campo competencias tanto propias como


compartidas; éstas últimas recaen fundamentalmente sobre las relaciones con las
Confesiones en cuanto toca a la correcta aplicación de los Acuerdos con las mismas, ya
que, regulándose en éstos materias dependientes de muy diferentes Ministerios, resulta
fundamental una constante coordinación que toca ejercer al de Justicia. Funcionan a tal
efecto Comisiones mixtas, no estables sino puestas en marcha a tenor de las
ocasionales necesidades en cada caso, a través de las cuáles el Ministerio de Justicia
lleva a cabo tal labor de coordinación entre todos los Organismos con competencias en
este terreno; igualmente actúa el Ministerio como habitual cauce de contacto inmediato
entre las Confesiones y la Administración central.

Por lo que hace a los temas que son exclusivamente propios del Ministerio de Justicia,
debe citarse fundamentalmente el Registro de Entidades Religiosas -a través de la
inscripción en el cuál las Confesiones y demás entidades de carácter religioso adquieren
la personalidad jurídica civil-, y el reconocimiento de notorio arraigo, requisito
indispensable para que las Confesiones puedan llegar a Acuerdos con el Estado;
asimismo, la elaboración de éstos Acuerdos, con la excepción del caso de la Iglesia
Católica, cuyo carácter internacional obliga a la intervención también del Ministerio de
Asuntos Exteriores. Le corresponde, en fin, la responsabilidad del exacto cumplimiento
de los restantes artículos de la Ley de Libertad Religiosa, así como la promoción de ésta,
en los planos individual y colectivo y en todos los campos, lo que realiza tanto a nivel
interno como también en el plano internacional, llevando la representación de España a
múltiples foros en que aquellas libertad es objeto de análisis, defensa y desarrollo.

Como se ha indicado al referirnos a las competencias compartidas, son varios los


Ministerios que poseen también competencias en temas eclesiasticistas: los Ministerios
de Educación -enseñanza-, Cultura -patrimonio histórico-artístico, asuntos culturales-,
Defensa, Sanidad e Interior -asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas, a los Centros
hospitalarios y a los Centros penitenciales-, Trabajo -seguridad social de los ministros
de culto, subvenciones y ayudas para obras asistenciales y benéficas-, y Hacienda -
impuestos, exenciones fiscales, asignaciones tributarias y presupuestarias-. Una
relación que no agota el campo del Derecho Eclesiástico estatal de producción
administrativa, pero que lo cubre en su inmensa mayor parte dentro del actual
organigrama de las competencias de la Administración central.

B) Por lo que hace a las actuaciones administrativas con relevancia en el ámbito del
Derecho Eclesiástico, que pueden generar normas integrantes del mismo, el campo de
exposición sería inacabable si se pretendiera abarcarlas y sistematizarlas todas. Existen
diferentes publicaciones que contienen interesantes estudios sobre la normativa
concreta relativa a muy diferentes temas -la enseñanza, la expresión e información, la
financiación, la protección penal de la libertad religiosa, el proselitismo, el patrimonio
artístico, la condición jurídica de las confesiones y de los religiosos, las sectas, la
objeción de conciencia, son simples ejemplos de una posible relación extensísima, pues
la bibliografía eclesiasticista ha alcanzado en los últimos años un gran desarrollo-.
Intentar, siquiera someramente, abarcar aquí y sistematizar tales publicaciones
supondría descender a un grado de especialización que desborda el cometido general
que debe ser propio de la presente exposición.

3. Las fuentes unilaterales

La división de las fuentes normativas del Derecho Eclesiástico español en fuentes


unilaterales y fuentes bilaterales, si bien es habitual en la doctrina y responde además a
una realidad innegable, no deja de tener algo de artificiosa. Es evidente que existen
fuentes que el poder público emana unilateralmente, y otras que son el producto de
acuerdos con los destinatarios de la norma, en este caso con las entidades religiosas;
éstas emanan asimismo de la Administración, pero poseen un carácter pacticio que ha
servido siempre para distinguir una y otra clase de normas en todo ordenamiento.

Sin embargo, no puede dejar de señalarse lo singular de la división en ambos tipos de


fuentes en el Derecho Eclesiástico del Estado. Normalmente, se consideran en el
ordenamiento jurídico fuentes bilaterales aquéllas que nacen de un pacto entre el
Estado y otros organismos internacionales de similar rango: otros Estados, o bien
Organismos internacionales de carácter supranacional; son los acuerdos o tratados de
todo tipo, que encuentran en el Derecho Internacional su más habitual tratamiento. En
este sentido, solamente los Acuerdos con la Santa Sede poseen en el Derecho
Eclesiástico la consideración de fuentes bilaterales stricto sensu, nacidas del pacto entre
dos voluntades soberanas. Pero existen además acuerdos con otras Confesiones que no
tienen reconocido -ni aspiran a tenerlo- un status internacional, y con las que el Estado
acepta pactar en condiciones de igualdad; basta revisar la forma en que aquéllos y
éstos acuerdos han sido promulgados, para observar la evidente diferencia técnica entre
ambos: los Acuerdos con la Santa Sede se promulgan directamente, con expresa
indicación de que “La Santa Sede y el Gobierno español... concluyen el siguiente
Acuerdo”, mientras que los restantes Acuerdos se promulgan mediante una Ley, en
cuya Exposición de Motivos se señala que “El Ministro de Justicia, habilitado al efecto
por el Consejo de Ministros, suscribió el Acuerdo de Cooperación con la Federación de
Entidades religiosas Evangélicas de España, que ha de regir las relaciones del Estado
con las Iglesias de confesión evangélica establecidas en España” y dado que “Las
expresadas relaciones deben regularse por Ley aprobada por las Cortes Generales”, el
art. 1 de la Ley pasa a establecer que “Las relaciones de cooperación con la
Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, se regirán por lo dispuesto
en el Acuerdo de Cooperación que se incorpora como anexo a la presente Ley”.

No estamos, pues, ante una norma propia y precisamente bilateral, sino ante un tipo
aparente de ley paccionada; el vigor del Acuerdo no nace de modo inmediato de la
voluntad de las Partes que lo firmaron, sino de una Ley unilateral dictada por el Estado.
Sin embargo, si se tratase puramente de una Ley unilateral, el Acuerdo podría ser
derogado simplemente mediante la derogación de la Ley por parte del Estado que la
dictó; y no es tal el caso, pues la Disposición adicional segunda del Acuerdo establece
que el mismo “podrá ser denunciado por cualquiera de las partes que lo suscriben,
notificándolo a la otra, con seis meses de antelación”. Todo lo cual dota a estos
Acuerdos de una tipología propia y singular, típica del Derecho Eclesiástico, que se
repite en otros países que han firmado pactos similares con Entidades religiosas (Italia,
Alemania...), que permite encuadrarlos sin duda como normas de carácter bilateral.

Lo que no empece para que el Estado, en la labor de desarrollo de estos Acuerdos -y la


observación puede valer también para los celebrados con la Santa Sede-, dicte nuevas
normas de rango inferior, a las que puede llegarse tanto por vía unilateral -
normalmente pactada- como bilateral -mediante nuevos convenios de aplicación,
desarrollo o interpretación de los Acuerdos-.
En consecuencia, se produce un entrelazarse de normas de Derecho Eclesiástico de uno
u otro origen, que han dado vida a un ordenamiento complejo; complejidad de la que
son conscientes tanto el propio Estado como las Confesiones, y que no sería ocioso
clarificar en el futuro, una vez que las circunstancias políticas permitan un estudio y
revisión de una normativa que procede ya de diez y veinte años atrás, y que tanto en su
forma como en su contenido ha demostrado poseer notables aciertos pero también
importantes lagunas o incluso errores, que será necesario llegar a corregir a la vista de
la experiencia hasta hoy acumulada al respecto.

Visto todo lo cual, deberemos pasar a ocuparnos de las principales fuentes unilaterales
del Derecho Eclesiástico del Estado, es decir, la Constitución y la Ley Orgánica de
Libertad Religiosa; todo lo expuesto hasta ahora indica que no son las únicas, pero
también que las restantes -procedentes de diferentes Ministerios y otros Organismos
administrativos, de las Comunidades autónomas y de los Tribunales- forman un cuerpo
normativo que resulta imposible e innecesario intentar aquí exponer en sus detalles y
variado contenido.

3.1. La Constitución

Constituye la Ley suprema de nuestro Ordenamiento. Ya se ha indicado que en su art. 1


proclama los valores superiores del mismo: libertad, justicia, igualdad y pluralismo
político, valores que presiden toda la vida jurídica española y evidentemente pueden ser
considerados como inspiradores específicos -particularmente la libertad y la igualdad-
de la normativa eclesiasticista.

Los arts. de la Constitución que de modo directo constituyen normas superiores de


nuestro Derecho Eclesiástico son éstos:

- En primer lugar y sobre todos, el art. 16, que es la principal norma al frente del
ordenamiento jurídico español sobre materias religiosas. Está situado, en el Capítulo II,
“Derechos y Libertades”, en su Sección Primera , “De los derechos fundamentales y
de las libertades públicas”, lo cual es clave para determinar el carácter de derecho
fundamental que a la libertad religiosa se le reconoce en España, con todas las
consecuencias que la Constitución y el resto del Ordenamiento marcan en orden a la
protección de ese tipo de derechos. Su tenor es el siguiente:

“1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las


comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el
mantenimiento del orden público protegido por la ley.”

“2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”.

“3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta
las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes
relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.

La lectura del texto constitucional es de por sí suficientemente expresiva. Las únicas


observaciones que resulta imprescindible hacer son las siguientes:

A) La doctrina está dividida en torno al carácter del Estado en relación con los
fenómenos religiosos, que de la Constitución se desprenda. Una parte de la misma
entiende que el art. 16 crea en España un Estado laicista, pero esta afirmación parece
-con el mayor respeto a todas las opiniones científicas- insostenible. Lo que el art. 16
establece es un Estado aconfesional neutral, que reconoce y garantiza la libertad
religiosa y la libertad ideológica -no cubriendo pues solamente la esfera de la primera-,
y no reconoce como oficial a creencia ni confesión alguna -de ahí su condición de
aconfesional y neutral-.
Es cierto que en este punto se ha producido recientemente una reordenación del sentido
de los términos: hace no tanto tiempo, los términos que se contraponían, en el terreno
en que nos estamos moviendo, eran “laico” -el modelo francés-, “aconfesional” -el
modelo español, italiano, alemán, portugués- y “confesional” -el modelo inglés o
escandinavo-. Hoy, la palabra laicidad ha cobrado un significado nuevo, y se habla de
una “laicidad positiva” -en la que los fenómenos religiosos poseen un reconocimiento
jurídico y cabe la cooperación entre el Estado y las Confesiones-, frente al laicismo que
desconoce aquellos fenómenos y no coopera con ellos. Así, quedan confrontados los
términos Estado laicista y Estado laico o aconfesional -los modelos francés de un lado y
español, italiano, etc., de otro-, amén de la subsistencia del modelo confesional
mencionado. En tales parámetros, es como no cabe denominar hoy laicista, pero sí
laico, al Estado español nacido de la Constitución vigente; laicista es una calificación
que supone aceptar el sentido tradicional que la doctrina, sobre todo la francesa,
concedió siempre al término “laico”, y que supone una absoluta indiferencia -y muy
frecuentemente una animosidad- del Estado frente al fenómeno religioso. Antes bien, el
fenómeno religioso merece en el art. 16 constitucional una valoración positiva, pues se
obliga a los poderes públicos -expresión más amplia que la de “Estado”, pues incluye
también a los ámbitos Autonómico y Local- a tomar en cuenta las creencias religiosas
de la sociedad, y ello de un modo netamente positivo, al considerar el texto legal que de
ahí se sigue de modo necesario -“consiguientemente”- una relación de cooperación con
las Confesiones, lo que no podría establecerse si la actividad religiosa con la que el
Estado ha de cooperar no se considerase un bien social positivo.

B) De las relaciones de cooperación del Estado con las Confesiones nace toda la trama
normativa bilateral, más arriba aludida, por lo que en este artículo encuentra su
fundamento la actividad pacticia del Estado con las Entidades religiosas.

C) La mención especial de la Iglesia Católica en el párrafo 3 del art. 16 hace innecesario


que la misma, como sí que deben hacerlo las demás Confesiones, acredite su existencia
en España y adquiera a través de un procedimiento registral su personalidad jurídica.
Evidentes razones históricas y sociológicas movieron al legislador a una decisión
coherente con el lugar que desde todos los puntos de vista ocupa esta Iglesia en
particular en el contexto social español; además, tal mención determina un modelo de
qué se entiende en la normativa española por Confesión religiosa, facilitándose
notablemente con ello la aplicación de esta denominación a las Entidades minoritarias
(Viladrich).

Además del art. 16 constitucional, , deben mencionarse, por su contenido que los
constituye también en fuentes unilaterales del Derecho Eclesiástico español, el art. 9 ,
que atribuye “a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la
igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas”; el 10
, según el cual “la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son
inherentes... son fundamento del orden político y de la paz social”, y del que ya
recordábamos más arriba que establece también que la interpretación de las normas
relativas a los derechos fundamentales y a las libertades públicas se hará en
conformidad con los Documentos internacionales ya señalados aquí con anterioridad; el
14 , según el cuál “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer
discriminación alguna por razón de... religión, opinión...”; el 15 , regulador del
derecho a la vida y a la integridad moral, sometido a graves tensiones por parte de
determinada legislación estatal; el 20 , que reconoce el derecho a expresar
libremente las ideas, opiniones y pensamientos mediante la palabra, los escritos, etc.;
el 21 , sobre el derecho de reunión; el 22 , que reconoce el derecho de asociación;
el 24 , sobre la tutela judicial a que todas las personas tienen derecho; el importante
art. 27 , sobre el derecho a la educación, cuyo capital párrafo 3 establece que “los
poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para que sus hijos
reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias
convicciones”, precepto que constituye la base de la enseñanza religiosa en los diversos
niveles educativos, y cuya inobservancia en varios de sus aspectos por parte del Estado
está originando en España no pocos conflictos sociales y jurídicos; el 32 , que regula
el matrimonio y abre la puerta al reconocimiento civil de los matrimonios religiosos, y el
39 , que asegura la protección social, económica y jurídica de la familia, temas ambos
sometidos hoy a importantes tensiones; y el 46 , sobre la conservación del patrimonio
histórico, cultural y artístico, cualquiera que sea su titularidad.

3.2. La Ley Orgánica de Libertad Religiosa

Promulgada la Constitución y firmados los Acuerdos con la Santa Sede, que fueron
ratificados en diciembre de 1979 y publicados en el BOE del 15 de dicho mes, a
finales de ese año quedaba fijada al más alto nivel la normativa integrante del Derecho
Eclesiástico español, precisada sólo, para completar ese nivel, de una norma que
desarrollase para los casos necesarios el ejercicio de la libertad religiosa tal y como la
Constitución la había establecido. La Iglesia Católica, en efecto, a partir de 1979 tiene
reguladas en el marco constitucional sus relaciones con el Estado y el ejercicio para sus
miembros de la libertad religiosa individual y colectiva, en continuidad con una larga
tradición concordataria, a la que ya hemos hecho referencia. Pero no era la misma la
situación de las restantes confesiones, en favor de las cuáles se hacía necesario
desarrollar la normativa contenida en la Constitución, abriendo además el camino a la
cooperación Estado-Confesiones prevista en el art. 16 .

Las Confesiones distintas de la Católica se regían desde 1967 por la Ley de Libertad
Religiosa que entonces se promulgó, y que supuso en su momento una innovación
radical en el panorama eclesiasticista español, ya que fue la primera vez que el Estado
concedía a dichas confesiones un estatuto jurídico de reconocimiento y libertad; por
limitada que ésta resultase, la ley representaba un paso gigantesco hacia adelante en el
ordenamiento eclesiasticista español, como sus propios destinatarios repetidas veces
han reconocido.

Pero, del mismo modo que el Concordato con la Santa Sede de 1953 era incompatible
con la Constitución y debió ser sustituido por los Acuerdos de 1979, , otro tanto le
sucedía a la Ley de Libertad Religiosa de 1967, lo que llevó a la promulgación, el 5 de
julio de 1980, de la Ley Orgánica 7/1980 de Libertad Religiosa.

Se trata de una ley absolutamente novedosa en el panorama del Derecho Eclesiástico


universal. No poseían nada similar los países de nuestro entorno cultural e histórico;
desde entonces, y pese a largos años de tramitación parlamentaria, aún no ha llegado
Italia a dictar una Ley similar; sí lo ha logrado Portugal en 2001; y lo mismo algún país
de Iberoamérica de un lado, y Rusia de otro; poco más es lo que ofrece el panorama del
Derecho Eclesiástico, por lo que España está considerada una nación pionera en este
campo, y su legislación, particularmente la Ley que mencionamos, ha despertado y
atraído una atención generalizada y está siendo estudiada en diversos países, que
buscan un modelo válido para el desarrollo de la libertad de religión, y por muy diversos
sectores doctrinales que le vienen prestando una atención científica particular.

La Ley consta de ocho artículos, dos disposiciones transitorias, una derogatoria y otra
final. Es, pues, una ley muy breve, una ley marco. Portugal, después de estudiarla, ha
optado por un modelo diferente: una Ley muy extensa, que prevé todos los supuestos
normativos que pueden ser comunes a las diferentes Confesiones, dejando para
posibles Acuerdos tan solo las peculiaridades que distinguen a cada una de ellas. Un
modelo similar es el que está pasando por un inacabable trámite parlamentario en
Italia. España optó por limitar la Ley a pocas y esenciales normas básicas, dejando todo
el resto de la normativa para los Acuerdos que, en consecuencia, los tres firmados hasta
ahora, han resultado prácticamente idénticos entre sí, ya que no contemplan tanto las
peculiaridades de cada Confesión cuanto lo que debe ser normativa común a todas
ellas.

El primer artículo de la Ley garantiza la libertad religiosa y de culto, en los mismos


términos de la Constitución, al par que establece la no discriminación por motivos
religiosos y confirma que ninguna confesión tendrá carácter estatal. El art. 2 fija el
contenido de la libertad religiosa y de culto garantizada por la Constitución; a tal efecto,
parte de la definición de libertad como inmunidad de coacción, que fue el criterio
adoptado por el Concilio Vaticano II en su Declaración Dignitatis Humanae sobre la
libertad religiosa, y que es común a la doctrina y la legislación universales (Stahnke,
Martin), si bien como indicaremos sobrepasa ese criterio para avanzar más en la tutela
y garantía de esa misma libertad; desde este punto de partida, la Ley fija la serie de
derechos individuales que toda persona posee en este terreno. El art. 3 establece los
límites al ejercicio de los derechos dimanantes de la libertad religiosa, y señala las
actividades que quedan fuera del ámbito de protección de la misma. El art. 4 regula la
tutela judicial de los derechos reconocidos en la Ley. El art. 5 crea un Registro público
en el Ministerio de Justicia para la inscripción -y consiguiente adquisición de
personalidad jurídica- de las Iglesias, Confesiones, Comunidades y sus Federaciones, y
regula la forma de inscripción y cancelación de asientos en el mismo. El art. 6 reconoce
la autonomía de las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas para crear sus
propias normas de régimen interno, y su derecho a crear Asociaciones, Fundaciones e
Instituciones. El art. 7 establece las condiciones que deberán cumplir las Entidades
Religiosas inscritas para llegar a Acuerdos con el Estado, especialmente la exigencia del
notorio arraigo, y señala algunas posibilidades de aplicación a las Confesiones, Iglesias
y Comunidades, a través de tales acuerdos, de determinados beneficios fiscales. El art.
8 crea en el Ministerio de Justicia una Comisión Asesora de Libertad Religiosa, y regula
su composición y competencias. En dos disposiciones transitorias se regula el régimen
de las Entidades religiosas que ya poseían personalidad jurídica al entrar en vigor la
Ley, mientras que la Disposición derogatoria deroga la Ley de Libertad Religiosa de
1967 y la Final faculta al Ministro de Justicia para dictar las normas necesarias para la
organización y funcionamiento del Registro y de la Comisión Asesora mencionados.

Es evidente que la Ley Orgánica de Libertad Religiosa representa el principal texto


normativo dedicado al desarrollo de la Constitución en materia de libertad religiosa, y
en particular de su art. 16 ; la misma posee el carácter de norma marco, en cuanto
que proporciona al legislador un criterio ordenador del subsiguiente material normativo
(Ciáurriz).

Al realizar una breve exposición de su articulado, han quedado señalados los derechos
formalizados en la Ley, tanto individuales como colectivos. Es de notar que, según se
evidencia en el texto constitucional, el Estado ya no adopta una actitud pasiva ante la
libertad religiosa; va mas allá de la inmunidad de coacción y asimismo sobrepasa el
antiguo límite del principio de confesionalidad, prohibiéndose a sí mismo cualquier
concurrencia con los ciudadanos en calidad de sujetos de actos o actitudes de fe
(Viladrich).

Los derechos individuales que la Ley formaliza son, pues, la libertad religiosa personal,
libertad de profesión, negación y cambio de creencias y prácticas; la libertad de culto y
asistencia, tanto en sentido positivo -recibir asistencia religiosa de la propia religión,
conmemorar las festividades religiosas, celebrar los ritos matrimoniales, recibir
sepultura religiosa-, como negativo -no se obligado a practicar actos de culto o recibir
asistencia religiosa contraria a las propias convicciones-; Derecho a la información y
enseñanza religiosa; derecho de reunión, manifestación y asociación.

Así como no resulta necesario determinar quien es el sujeto de los derechos individuales
de libertad -toda persona humana-, sí que hay que precisarlo al ocuparnos de los
derechos colectivos. En la Ley Orgánica de Libertad religiosa hay a este propósito que
distinguir dos aspectos (Ciáurriz): a) la titularidad constitucional de los derechos
colectivos enumerados en el art. 2.2 , que aparecen reconocidos con independencia
de la inscripción en el Registro de sus titulares, y b) el problema concreto de las
situaciones jurídicas que específicamente atribuye la Ley a los entes que han adquirido
la personalidad jurídica cumpliendo el trámite de la inscripción registral previsto en el
art. 5 .
En España los grupos o asociaciones religiosos no están obligados por la Ley a
registrarse. Nadie puede ser impedido en el ejercicio de su derecho personal a practicar
el culto, manifestar su fe, etc., solo o en unión de otros, por el hecho de no haber
realizado la inscripción registral. La confesión o comunidad que no desee registrase no
verá por ello prohibido su derecho a abrir lugares de culto o a practicar cualquier otra
actividad religiosa; simplemente, carecerá -tal es el parecer mayoritario de la doctrina-
de personalidad jurídica reconocida, lo que le impedirá acogerse a los mecanismos de
protección que el ordenamiento jurídico deduce de esta calificación. El auténtico
reconocimiento de un derecho supone garantizar su pacífico ejercicio; hay que concluir
con la doctrina más común que los grupos confesionales no inscritos, no pudiendo ser
directamente titulares de derechos y obligaciones, lo son a través de sus miembros,
algunos o todos, que asumen a estos efectos la representación de la colectividad. Todo
ello sin perjuicio de la posibilidad de inscripción, no como entidades religiosas sino como
asociaciones de otro tipo -culturales, deportivas, benéficas, asistenciales, docentes-
inscritas en los diferentes registros que a tales efectos existen en otros Ministerios.

Las entidades religiosas que a través del registro del Ministerio de Justicia adquieren
personalidad jurídica, se transforman por ello en titulares colectivos de la
correspondiente libertad y pueden ejercer los derechos reconocidos en la Ley. El que
firmen Acuerdos, si es el caso, no supone un plus de libertad -la libertad religiosa que la
Ley establece es total y completa para todos- sino una forma de cooperación con el
Estado, que abre la puerta a la realización de actividades y derechos que van más allá
del ejercicio de la libertad religiosa: enseñanza de la religión en la escuela,
reconocimiento civil del matrimonio, exenciones fiscales, reconocimiento de días
festivos... -tal como se verá al tratar de los Acuerdos-; derechos todos que no están
reconocidos a las entidades religiosas en muchos países, en lo que no por eso se
considera que no existe o está limitada y disminuida la libertad religiosa.

3.3. Normativa de aplicación de la ley orgánica

El desarrollo y aplicación de la libertad religiosa en España ha d ado lugar a una


abundante legislación, tanto unilateral como bilateral. Ésta última, radicada en los
Acuerdos de 1992 con las Confesiones distintas de la católica, será objeto de particular
análisis, y ha sido muy tratada por la doctrina, tanto en manuales como en estudios
específicos. Aquélla ofrece una enorme variedad, como se refleja en los numerosos
repertorios de legislación y jurisprudencia eclesiasticista publicados en España en los
diez últimos años. Por lo que hace a la legislación unilateral, ya hemos dicho que de
ella, tanto como de la jurisprudencia, se hace imposible hacer un resumen ni ofrecer
una visión de conjunto, habiendo salido a la luz numerosas monografías y artículos
científicos que estudian aspectos determinados de las mismas.

Aquí bastará referirse a los dos puntos en los que la Ley Orgánica expresamente
compromete al Gobierno a emanar una normativa específica: nos referimos al Registro
de Entidades Religiosas y a la Comisión Asesora de Libertad Religiosa, que por la
Disposición final quedan encomendados a que el Ministro de Justicia dicte las
disposiciones reglamentarias correspondientes para su organización y funcionamiento.

3.4. El Registro de Entidades Religiosas

El Real Decreto 142/1981, de 9 de enero regula en efecto la organización y


funcionamiento del Registro de Entidades Religiosas. Como es normal, la doctrina ha
estudiado desde entonces algunos posibles cambios en esta normativa (Mantecón), que
sin embargo no se han producido. Solamente por vía jurisprudencial han surgido
novedades a las que enseguida haremos referencia.

Consta aquel Decreto de ocho artículos, que atribuyen al Registro un carácter general y
público (art. 1 ); se determina que en él se inscribirán las Iglesias, Confesiones y
Comunidades religiosas, las Órdenes, Congregaciones e Institutos religiosos, las
Entidades asociativas religiosas constituidas como tales en el ordenamiento de las
Iglesias y Confesiones, y sus respectivas Federaciones (art. 2 ); se establecen los
requisitos para la inscripción (art. 3 ); se faculta al Ministro de Justicia para resolver
sobre las solicitudes de inscripción, pudiendo solicitar previamente un informe de la
Comisión Asesora de Libertad Religiosa (art. 4 ); se prevé la modificación de las
circunstancias exigidas para la inscripción y la nueva anotación de las mismas (art. 5
; se establece que las decisiones del Ministro agotan la vía administrativa, y se fijan las
acciones que en consecuencia poseen al respecto los interesados (art. 6 ); se
establecen las modalidades técnicas de organización del registro (art. 7 ); y se
señalan los requisitos para la cancelación de las inscripciones (art. 8 ). Dos
Disposiciones transitorias regulan la situación de las Entidades que gocen de
personalidad jurídica sin inscripción registral al entrar en vigor el Real Decreto. Se trata,
pues, de una norma notoriamente técnica, sobre la que se ha escrito mucho acerca de
problemas que en la misma directamente no se abordan, tales como la naturaleza de la
inscripción registral, sus efectos, y otros varios problemas que la concisión y limitado
contenido del Decreto no dejan de plantear.

Entre estos problemas discutidos, el más notable es el de los criterios a que debe
recurrirse para aceptar o denegar la inscripción solicitada. Hasta el año 2001, el
Ministerio de Justicia actuaba discrecionalmente, comprobando la existencia de los
diversos requisitos exigidos por la Ley Orgánica de Libertad Religiosa en su art. 5 para
que una Entidad religiosa pueda obtener la inscripción registral: “solicitud acompañada
de documento fehaciente en el que consten su fundación o establecimiento en España,
expresión de sus fines religiosos, denominación y demás datos de identificación,
régimen de funcionamiento y órganos representativos, con expresión de sus facultades
y de los requisitos para su válida designación”. Este conjunto de requisitos pueden
dividirse en dos grupos: los que constituyen meras exigencias administrativas -todos
menos uno-, y el que es un requisito de fondo -la posesión de fines religiosos-. Aquéllos
son sustancialmente comunes a los exigibles a cualquier otro tipo de entidades que
busquen su inscripción en cualquier otro registro; la posesión de fines religiosos es lo
único que realmente identifica como religiosa a una entidad y la distingue de cualquier
otra que, siendo también una entidad jurídica, posea otro tipo de fines. En
consecuencia, el Ministerio de Justicia, a través de la correspondiente Dirección General,
examina los requisitos administrativos y puede rechazar la inscripción con base en ellos
por motivos de esa misma naturaleza: p.e, porque no consta la presencia en España de
la entidad de que se trate, o porque su denominación puede crear confusión bien sea
sobre su naturaleza bien sea por su similitud con otras entidades ya registradas, o
porque sus régimen de funcionamiento incumpla alguna ley española, etc. Pero todo ello
viene a ser una mera comprobación de datos objetivos. Distinto es el caso de los fines
religiosos, dada la dificultad de determinar en muchos casos en qué consisten los
mismos. Utilizando su mencionada discrecionalidad en la apreciación de los datos, el
Ministerio de Justicia vino durante años dictaminando sobre cuándo existían fines
religiosos o sobre en qué puedan consistir éstos, viéndose normalmente apoyado en sus
decisiones por la jurisprudencia. El panorama cambió con la sentencia del Tribunal
Constitucional 46/2001, de 15 de febrero, según la cual el Ministerio no ha de
pronunciarse sobre la religiosidad de los fines alegados, sino estar a lo alegado por la
Entidad solicitante. Aunque tal fallo se considera doctrinalmente muy discutible, y la
referida sentencia contó con un número excepcional de votos particulares de
magistrados contrarios a la misma, ha sido seguida con una cierta habitualidad por los
tribunales inferiores.

3.5. La Comisión Asesora de Libertad Religiosa

Por Real Decreto 1890/1981, de 19 de junio se creó y reguló la Comisión Asesora de


Libertad Religiosa, prevista por la Ley Orgánica y constituida en el seno del Ministerio de
Justicia. Una Orden Ministerial de 31 de octubre de 1983, completó la regulación de la
organización y competencias de la Comisión. Actualmente, ambos textos legales se
encuentran derogados, habiendo sido sustituidos por otros dos paralelos, el Real
Decreto 1159/2001, de 26 de octubre , y la Orden Ministerial 1375/2002, de 31 de
mayo.
En sustancia, esta normativa establece que a la Comisión le corresponden las funciones
de estudio, informe y propuesta de todas las cuestiones relativas a la aplicación de la
Ley Orgánica de Libertad Religiosa, y particularmente y con carácter preceptivo la
preparación y dictamen de los acuerdos o convenios a que se refiere el art. 7 de la Ley
. En consecuencia, debe señalarse que: a) se trata de una Comisión Asesora, cuyas
decisiones o informes no resultan vinculantes; b) que puede ser consultada sobre todos
los temas relativos a la aplicación de la ley Orgánica; c) pero que solo es preceptivo
consultarla cuando se trate de la preparación y dictamen de los posibles Acuerdos que
hayan de firmarse con las diferentes Confesiones o Entidades religiosas. De hecho, a lo
largo de los veinte años de su existencia, la Comisión ha sido consultada y ha emitido
informes sobre la gran mayoría de los problemas de aplicación de la Ley que con el
tiempo ha ido teniendo que resolver la Dirección general de Asuntos Religiosos.

Preside la Comisión el Director General de Asuntos Religiosos, y es su Secretario un


funcionario del Ministerio de Justicia designado por el Presidente. Se compone de tres
sectores: uno de representantes de los Ministerios con competencia en temas religiosos,
que son designados por los respectivos Ministros; otro de representantes de las
Confesiones, que son designados por el Ministro de Justicia después de oír a las
confesiones inscritas (precepto de imposible cumplimiento dado el número de las
mismas, que en la última modificación de la norma ha sido sustituido por la consulta a
las entidades con notorio arraigo, que han de estar además en todo caso representadas
en este tercio de miembros de la Comisión); y un tercero de personas acreditadas por
su reconocida competencia en la materia, designadas por el Consejo de Ministros a
propuesta del Ministro de Justicia. Cada sector se componía de siete miembros, número
que ha sido ampliado a nueve en la citada reforma normativa, habiéndose también
fijado en la misma un período de cuatro años renovables para la duración del mandato
de los vocales, ya que antes no existía plazo al respecto -norma que fue incumplida ya
en la primera renovación de vocales posterior a su entrada en vigor-; y pueden ser
llamadas a las reuniones otras personas que el Presidente considere competentes o
interesadas en los temas a tratar, con voz pero sin voto, lo que ha sido establecido por
la reforma, puesto que en la redacción original de la normativa sólo se podía convocar,
por este motivo, a las reuniones de la Comisión Permanente, a los vocales del Pleno que
no formasen parte de la misma.

La mención de la Comisión Permanente llama a indicar que la Comisión Asesora puede


funcionar en Pleno o en Permanente, constituida ésta por el Presidente y dos vocales de
cada uno de los sectores de expertos y de confesiones (regulación primitiva), y ahora
por tres vocales de cada uno de los sectores de miembros, si bien el Presidente ocupa
automáticamente uno de los tres puestos asignados al sector de la Administración
pública.

FUENTES NORMATIVAS BILATERALES: TRATADOS


INTERNACIONALES

Souto Galván, Esther. Profesora Titular de Derecho Eclesiástico del


Estado de la UNED

Introducción

El objeto de esta disciplina, Derecho Eclesiástico del Estado, es la libertad de creencias y


por ello el derecho comparado tiene mucha importancia para la interpretación común de
la misma. La técnica comparatista nos permitirá comprobar el déficit o la desviación que
puede producirse entre el concepto derivado de los textos internacionales y la
regulación española, con la finalidad de adecuar por vía de interpretación dicha
regulación a la <B>“concepción común de la libertad” que propone la propia
Declaración Universal de Derechos Humanos, en el Preámbulo cuando dispone que:
“los Estados Miembros se han comprometido a asegurar, en cooperación con la
organización de Naciones Unidas, el respeto universal y efectivo a los derechos y
libertades fundamentales del hombre y que una concepción común de estos derechos y
libertades es de la mayor importancia para el cumplimiento de dicho compromiso”.

En derecho español, la libertad de creencias se encuadra en el conjunto de derechos


fundamentales y libertades públicas que en virtud del artículo 10,2 de la Constitución
Española , deben ser interpretados de acuerdo con la Declaración Universal de
Derechos Humanos y demás textos internacionales sobre la materia ratificados en
España. En consecuencia cualquier norma que afecte a la libertad Religiosa en derecho
español debe adecuarse a esta propuesta de los textos internacionales. Lo cual exige,
en primer lugar, conocer esos textos internacionales y determinar el concepto o los
conceptos que se deducen de esos textos y las manifestaciones consiguientes, relativas
a la libertad de creencias. Así mismo, establecer mediante las técnicas de derecho
comparado la adecuación entre la norma española y los textos internacionales, esto
constituye el primer nivel de la exigencia comparatista que exige el propio derecho
español para interpretar las normas sobre esta materia.

La segunda área del derecho comparado que nos interesa, desde este punto de vista, es
la interpretación a nivel europeo teniendo en cuenta, que forma parte de una
comunidad supranacional como es la Unión Europea, que también asegura como
fundamento de la misma el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales y
las libertades públicas. Como es sabido, aunque no existe un catálogo formal de
derechos y libertades vigente en la actualidad es oportuno recordar las siguientes
cuestiones:

- El tratado de la Unión Europea otorga al Convenio de Roma , el valor de principio


general a efectos de interpretación de los derechos humanos en la Unión Europea. Lo
cual significa tener en cuenta la regulación y la interpretación de la libertad de creencias
en el Convenio europeo, el Tribunal europeo y en el tribunal de justicia de la Unión
europea.

- La Declaración sobre el Estatuto de las Confesiones aprobada en el Tratado de


Ámsterdam establece que “se respeta las tradiciones constitucionales de los distintos
estados de la Unión en relación con las confesiones religiosas”.

Hay por lo tanto, a la hora de conciliar estos dos principios una evidente necesidad de
establecer, utilizando las técnicas comparatistas, la compatibilidad entre el concepto
e interpretación de la libertad de creencias, tal como se invocan en los
instrumentos jurídicos y las tradiciones constitucionales de cada estado. Al respecto se
ha pronunciado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en relación con el
problema que plantea en Grecia, la prohibición del proselitismo religioso de
confesiones distinta de la ortodoxa y el concepto de la libertad religiosa que incluye
entre las manifestaciones de esta libertad la del proselitismo.

En relación con el ordenamiento español es importante por la modificación que ha


introducido la Constitución de 1978, la cual declara que ninguna confesión tendrá
carácter estatal. Esto sin embargo, no impide que la presencia histórica del
catolicismo, no sólo tenga una influencia sociológica que puede afectar al principio de
igualdad, sino que también, a través del apartado 3 del artículo 16 de la
Constitución , con la mención de la Iglesia Católica y de la obligación de los poderes
públicos de cooperar con ella y con las demás confesiones, ha permitido el desarrollo de
una normativa de acuerdos y la Ley Orgánica de Libertad Religiosa , que pueden
cuestionar el principio de igualdad de las confesiones, al menos en relación con las
prestaciones del Estado y el tratamiento no discriminatorio que exige la propia
Constitución.
Con este planteamiento, vamos a estudiar en primer lugar, el reconocimiento de la
libertad de creencias en los textos internacionales de Naciones Unidas y a continuación
el sistema de protección Europeo.

1. La Carta de Naciones Unidas (1945)

Las Naciones Unidas, desde su creación en 1945 , han prestado una atención especial
al problema de la discriminación fundada en la religión o las convicciones. Las acciones
de la Organización encaminadas a eliminar la intolerancia religiosa han consistido,
principalmente, en la inclusión, en diversos documentos internacionales, relativos a
Derechos Humanos, de disposiciones que prohíben la discriminación fundada en la
religión o convicciones, y en la elaboración de instrumentos que tratan específicamente
de la intolerancia religiosa (E/CN.4/Sub.2/1983/29 de 19 de mayo de 1983. CDH.ONU).

La Carta de Naciones Unidas, Tratado Constitutivo de la Organización, es el primer


Documento que considera la religión como principio de no discriminación (fue
aprobada el 25 de junio de 1945 por unanimidad, en una sesión de clausura de la
conferencia en el Opera House de San Francisco, y firmada al día siguiente en el
Veterans Memorial Hall). La Carta, que consta de un preámbulo y ciento once artículos
divididos en diecisiete capítulos, proclama solemnemente los principios de respeto
universal a los Derechos Humanos y a las libertades fundamentales, a la igualdad y no
discriminación.

En el Preámbulo declara:

“Que los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a reafirmar su fe en los derechos
fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la
igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, han
decidido aunar sus esfuerzos para realizar sus designios” (Preámbulo de la Carta de
Naciones Unidas, 1945).

Sin embargo, la Carta no contiene una referencia expresa a la libertad religiosa y de


conciencia, su texto se limita a declarar que uno de los propósitos de la nueva
Organización es realizar la cooperación internacional en el desarrollo y estímulo del
respeto a los derechos humanos y a las libertades de todos, sin hacer distinción por
motivos, entre otros, de religión (Art. 1 de la Carta de las Naciones Unidas, 1945).

El artículo 13 incluye de nuevo la religión entre los motivos de no discriminación al


establecer que:

“La Asamblea General podrá en el ejercicio de sus funciones, promover estudios y hacer
recomendaciones para ayudar a hacer efectivos los derechos humanos y las libertades
fundamentales de todos sin hacer distinción de raza, sexo, idioma o religión.”

Finalmente, el artículo 55 declara el propósito de Naciones Unidas de promover el


respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos sin
hacer distinción de raza, sexo, idioma o religión y la efectividad de tales derechos y
libertades.

Las disposiciones que se acaban de mencionar muestran con claridad cómo, entre los
principios fundamentales de la Carta, se ha incluido el principio de no discriminación,
principio que se incluye en el ámbito de salvaguardia de los derechos humanos y las
libertades fundamentales de todos los individuos (Capotorti, F. “Estudio sobre los
derechos de las personas pertenecientes a minorías étnicas, religiosas o lingüísticas”,
Naciones Unidas, 1991). La Carta aporta, de este modo, una novedad importantísima, y
responde, como escribe el Prof. John Humprey, a la necesidad de defender esta libertad
como consecuencia de las gravísimas violaciones de esos derechos que se perpetuaron
en el curso de la Segunda Guerra Mundial. La nueva actitud de las Naciones Unidas
supone un giro profundo en el tratamiento de esta cuestión: “la promoción de los
derechos humanos era un asunto que competía a toda la comunidad internacional,
contrariamente a la opinión que había prevalecido hasta el momento, en el sentido de
que tales derechos incumbían exclusivamente a la esfera de la jurisdicción interna de
cada Estado”, (Castán Tobeñas).

2. La Declaración Universal de Derechos Humanos (1948)

Los regímenes fascistas, que precipitaron a Europa en la Segunda Guerra Mundial,


demostraron durante años un desprecio tal para el ser humano que las Naciones Unidas
consideraron imperativa la necesidad de recordar al mundo entero el valor del individuo
y adoptaron por la resolución 217 (III) de la Asamblea General, la Declaración
Universal de Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 1948 .

Las referencias al derecho de libertad religiosa en la Declaración Universal de Derechos


Humanos están recogidas en varios artículos. El Preámbulo recuerda que :

“El desconocimiento y menosprecio de los derechos humanos han originado actos de


barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se han proclamado,
como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los
seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y
de la libertad de creencias”.

El artículo 2 establece que ,

“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta declaración sin
distinción alguna de religión”;

Este precepto parte del supuesto de que todos los hombres son iguales y, en
consecuencia, poseen los derechos y libertades que dicho estatuto establece. Implica,
también, la idea de la universalidad de la Declaración al hacer énfasis en que nadie
puede ser excluido del beneficio de esos derechos por razón de raza, color, sexo o
religión.

Este artículo cobra especial relevancia -en opinión de la Profesora Picado Sotela de
Unamuno- si se tiene en cuenta que su promulgación es el resultado de un esfuerzo
común por evitar los horrores que vivió la humanidad como consecuencia de la II
Guerra Mundial. El nacional-socialismo, a través de Hitlher, erigía en ley suprema el
derecho de una raza para gobernar sobre los demás hombres, así lo declara en Mi
Lucha:

“Alemania es el país elegido por Dios para regir los destinos del mundo, porque los
alemanes son de raza aria pura, es decir, la raza perfecta de la especie. Todos los
demás pueblos son inferiores y deben trabajar para los alemanes. Hay que acabar, en
primer término, con los judíos que son culpables de las desdichas que sufre el país y
después terminar con los comunistas, los pacifistas y las creencias religiosas, para un
alemán no debe haber más Dios que Alemania”.

Evidentemente este tipo de pensamiento resulta irreconciliable con cualquier creencia


en los derechos del hombre. La Historia se ha encargado de demostrar que, desde el
momento en que se afirma con Caliclés que “el fuerte debe gobernar sobre el débil y el
capaz sobre el incapaz”, la violencia se erige en ley y los principios desaparecen.

El artículo 16.1 reconoce el derecho de los hombres y las mujeres a casarse y fundar
una familia sin restricción alguna por motivos de religión. La experiencia de la II
Guerra Mundial había mostrado al mundo los riesgos de una planificación estatal de la
vida familiar, con criterios discriminatorios raciales, de nacionalidad o de religión. Los
ordenamientos totalitarios produjeron relevantes incidencias sobre la vida familiar: el
control estatal de la temprana infancia, la política de incremento de población mediante
subsidios, la legislación sobre eugenesia en 1933, en la práctica, una política de
esterilización y exterminación, y la legislación antijudía de 1935 y 1938. Los teóricos del
movimiento nazi llegaron a afirmar que “la pérdida de la pureza de la sangre destruye la
felicidad interior y rebaja el hombre para siempre”.

El artículo 26.2 dispone que:

“la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el


fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales,
favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y grupos
étnicos o religiosos y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas
para el mantenimiento de la Paz”.

Estos artículos se limitan a establecer el principio de no discriminación por motivos


religiosos en los diferentes derechos y libertades proclamados en la declaración.

Sin embargo, el art. 18 va a reconocer expresamente el derecho de libertad religiosa


en unos términos que constituyen la base de su tratamiento en los posteriores
documentos, al declarar que:

“Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.


Este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la
libertad de manifestar su religión o creencia, individual o colectivamente, tanto en
público como en privado, por la enseñanza la práctica, el culto o la observancia”.

El texto fue resultado de un laborioso trabajo que, partiendo de los proyectos y


proposiciones aportados por el Instituto Americano de Derecho, Panamá, Cuba, la
Federación Americana de Trabajo, los EE.UU....etc., llevó a la División de Derechos del
Hombre a la redacción de un anteproyecto en estos términos, “la libertad de
conciencia, creencia y religión será garantizada”.

La Subcomisión de la libertad de información y de prensa, en su 2ª sesión, recomendó a


la Comisión de Derechos del Hombre que suprimiera la expresión “pensamiento”, ya
que tal libertad de pensamiento correspondía al contenido del que iba a ser el art. 19 de
la Declaración , sugiriendo que, si tal cambio no era posible, se sustituyese
pensamiento por opinión, como finalmente se hizo.

En cuanto al término religión, pese a figurar en varios proyectos y enmiendas, sólo se


incorporó definitivamente cuando así fue solicitado por la Organización Judía “Agudas
Israel” en la 3ª Comisión de Derechos del Hombre. Se objetaba contra esta iniciativa
que la expresión libertad de pensamiento y de conciencia implicaba la libertad de
religión, pero acabó imponiéndose el criterio de incluir la religión por la especial
dedicación de este precepto a su protección, a la defensa de la libertad del hombre en
materia religiosa.

En una enmienda del Sr. Malik (Líbano) se pretendió excluir de este artículo el derecho
de libertad de pensamiento y hablar en él tan sólo de libertad de religión, de
conciencia y de creencia; proposición que no llegó a prosperar por la consideración
formulada por R. Cassin, de que el derecho de libertad de pensamiento es el
fundamento de todos los demás derechos con él relacionados. Verdot en una exposición
del contenido del artículo comenta que el segundo período gramatical de su texto, “este
derecho implica la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de
manifestar su religión”.

Se refiere, por lo que a la libertad de pensamiento toca, al pensamiento en materia


religiosa a la vez que a todas las formas de pensamiento.
Atendiendo a la situación de numerosos refugiados del Líbano, que habían sufrido
persecución en razón de la fe profesada o de haber cambiado de creencia, el delegado
de este país pidió que se incorporara la libertad de cambiar de religión o de
creencia. Esta petición se encontró con la oposición de los países de creencia islámica,
puesto que el Islam no acepta el derecho a abjurar de la religión de Mahoma, o al
menos, el creyente que tal cosa hace sufre una muerte civil. Así lo alegaron Arabia
Saudí, Irak y Pakistán; finalmente Arabia Saudí se abstuvo de votar la Declaración en
su conjunto y Pakistán e Irak la votaron formulando reserva de esta cláusula.

Por lo que se refiere al contenido del derecho de libertad de pensamiento, conciencia y


religión, tal como viene configurado en la DUDH, Philip Halpern escribe que el derecho
de libertad de religión comprende no solamente el derecho de practicar el culto y de que
sean respetadas sus prácticas, sino también, el de participar en manifestaciones
públicas de la creencia religiosa y el de enseñar la ciencia a otros. Este derecho es
además de un derecho individual, también colectivo, es decir, que todas las personas
que pertenecen a una misma creencia tienen el derecho de asociarse para la práctica y
propagación de su convicción religiosa. Este derecho comprende la libertad de cambiar
de religión o creencia; esta libertad, si se relaciona con otras disposiciones, autoriza
además el mantenimiento de misiones religiosas y el empleo de la persuasión para
intentar convertir a los demás a la propia creencia religiosa.

Se trata no sólo de un derecho a la libertad de religión, sino también a la libertad de


pensamiento y de conciencia y comprende, por tanto, el de tener una creencia, que es
más convicción filosófica que una convicción religiosa propiamente dicha, y comprende
el derecho del individuo a adoptar el ateísmo.

El reconocimiento de la libertad religiosa en la DUDH, ha servido de pilar fundamental


para combatir la discriminación y la intolerancia religiosa fundadas en la religión o las
convicciones. Sin embargo, el Prof. Martínez Torrón opina que la DUDH carecía de
efectiva fuerza vinculante, su valor era sólo programático y, aunque sin duda
importante, se trataba sólo de una mera afirmación de principios cuya aplicación
práctica quedaba en manos de los Estados Nacionales, sin control real por parte de la
ONU. Por eso, la mayor parte del esfuerzo de la Comisión de Derechos Humanos se
centró durante años en la elaboración de convenios que, al tiempo que desarrollaban el
contenido de la Declaración, implicaban un compromiso convencionalmente asumido por
parte de los Estados firmantes.

El hecho de que el resultado de una de las tareas más importantes de las Naciones
Unidas, desde su creación, fuera una Declaración y no un Convenio representó un
compromiso. Así como toda su redacción final, pues su contenido tuvo que conciliar las
consideraciones teóricas más diversas. Una de las razones para el compromiso,
respecto a la forma que adoptara el documento, fue el temor a que la mayoría de los
Estados no aceptasen verse obligados inmediatamente por un Convenio, o por cualquier
documento que significara la obligación directa de hacer efectivos estos derechos
humanos en sus respectivos sistemas legales nacionales, temor que no carecía de
fundamento.

Sin embargo, la Declaración se ha convertido en una forma legal reconocida en las


Naciones Unidas y constituye en último término un documento cuya fuerza vinculante es
ligeramente mayor que la de una recomendación. Puede considerarse un documento
cuyo cumplimiento carece de obligatoriedad y que no tiene carácter vinculante sino un
simple valor moral. René Cassin señala que “sobre todo a la vista del artículo 56 de la
Carta, por el cual los Estados se comprometían a trabajar en cooperación para
conseguir el respeto a los derechos humanos el valor legal de la Declaración supera al
de una simple recomendación”.

El hecho de que algunos Estados se abstuvieran de votar la Declaración en la Asamblea


General no ha impedido que ésta haya ido aumentando gradualmente su autoridad en
todo el mundo.
En la actualidad cabe considerarla como una de las bases fundamentales de la
estructura de Naciones Unidas. Aunque algunos autores consideren que la fuerza
jurídica que se desprende del texto es insuficiente para garantizar la salvaguarda de los
derechos fundamentales del hombre, muchas de sus disposiciones se encuentran
integradas hoy en el texto de constituciones nacionales, y han servido de guía para la
interpretación de la ley en jurisdicciones diversas. Este reconocimiento internacional se
ha visto confirmado por la decisión unánime de la AG. de Naciones Unidas de vincular la
celebración de su vigésimo aniversario con la proclamación del “Año Internacional de
Derecho Humanos” y en su cincuenta aniversario con la declaración de 1995 como “Año
de la Tolerancia”. Así como la preparación del cincuenta aniversario de la DUDH, que
consiste por sí misma en un acto positivo de confirmación de sus disposiciones.

De hecho, cada vez se extiende con más fuerza, entre los especialistas del derecho
internacional, la idea de que algunas de sus disposiciones concretas, cuyo
incumplimiento da lugar a una acción judicial, forman parte del derecho internacional
consuetudinario.

La DUDH representa hoy la expresión escrita de las bases en que se fundamenta el


Derecho de las Naciones, las leyes de la humanidad y las dictadas por la conciencia
pública adaptadas al espíritu del S.XX. Pese a todas las criticas y juicios de valor, puede
afirmarse que la Declaración ha tenido un éxito difícil de encontrar en la historia del
derecho internacional.

3. Los Pactos Internacionales de 1966

Las Naciones Unidas intentaron dar fuerza jurídica a la protección internacional de los
derechos humanos con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y
Culturales y con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos , mediante la
obligación propia de los tratados internacionales. Las dificultades fueron muchas por dos
razones fundamentales: la disparidad de criterios sobre la extensión y contenido de
cada derecho, y la resistencia de los Estados a asumir obligaciones que no siempre
estaban en disposición de cumplir, bien por razones políticas, bien por razones sociales.

Los dos Pactos tenían por objeto consagrar específicamente las aplicaciones particulares
más importantes de los principios de la DUDH, en los dos grandes sectores paralelos de
los derechos civiles y políticos y los derechos económicos, sociales y culturales. Estos
Pactos fueron adoptados por las Naciones Unidas, después de un trabajo preparatorio
de más de dieciocho años, el 16 de diciembre de 1966.

Un examen de los antecedentes históricos de los debates de Naciones Unidas indica -


según el Prof. Vasak- que al principio existía el reconocimiento generalizado de que los
derechos económicos, sociales y culturales estaban íntimamente relacionados con los
derechos civiles y políticos y, por ello, debían quedar establecidos en el mismo
documento, es decir, un sólo convenio. Este principio fue adoptado oficial y
efectivamente por la AG., en su primera sesión, y establecía que:

“el disfrute de las libertades civiles y políticas y el de los derechos económicos, sociales
y culturales son interdependientes”, en los casos en que el individuo es privado de sus
derechos económicos, sociales y culturales, éste no representa a la persona humana
que es considerada por la declaración como el ideal del hombre libre”.

Sin embargo, en 1951, el Consejo Económico y Social sometió a la AG. una propuesta
para la revisión de la decisión tomada en 1950. Y ésta decidió redactar dos convenios
que serían adoptados conjuntamente por los Estados en la misma fecha. Según decisión
de la AG., debería guiar a ambos convenios el mismo espíritu, y ambos deberían
contener el mayor número de disposiciones idénticas posible.
Las razones expuestas para la adopción de dos convenios separados no eran
substanciales. Se estableció que el sistema para llevarlos a cabo debía ser distinto. El
artículo 2 del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales dispone que la
plena entrada en vigor de los derechos reconocidos debería conseguirse
progresivamente. Sin embargo, los derechos civiles y políticos debían asegurarse en
el acto. En ambos casos es indispensable que los derechos sean garantizados por los
Estados de manera conjunta.

En opinión del Prof. Vasak, esta distinción falsa y artificial se ha realizado con vistas a
delimitar una frontera entre las dos categorías de derechos. En lugar de incluir los
derechos económicos, sociales y culturales en la estructura global de los derechos
humanos quedan separados de ésta, evidentemente a causa de su novedad. La otra
razón ofrecida, que además está en contradicción con el espíritu que impulsó la decisión
de la Asamblea General, no es más convincente: decir que los Estados podían tener así
una mayor opción para adherirse a uno u otro convenio, o a ambos a la vez, no tiene
sentido, ya que la Asamblea General considera que constituyen un par de documentos
interdependientes, y así se demostraría cuando llegó el momento de su ratificación.

Esas razones se vinculan con la idea de que una y otra categoría de derechos tienen
diversas formas de realización y exigibilidad y, por tanto, de control. La vigencia de los
derechos civiles y políticos depende, según esto, estrictamente de un orden jurídico que
los reconozca y garantice, el cual puede ser instaurado con la sola decisión política de
los órganos del poder público competentes; mientras que los derechos económicos,
sociales y culturales dependen de la existencia de un orden social dominado por la justa
distribución de los bienes, lo cual no puede alcanzarse sino progresivamente. Los
primeros serían derechos inmediatamente exigibles, frente a los cuales los Estados
asumen obligaciones de resultado; los segundos no son exigibles sino en la medida en
que el Estado disponga de los recursos para satisfacerlos, puesto que las obligaciones
contraídas esta vez son de medio o de comportamiento. En opinión del Prof. Nikken,
unos serían verdaderos derechos legales, susceptibles de un control de naturaleza
jurisdiccional- o cuasi jurisdiccional-, mientras que los otros serían derechos-programa,
cuyo progreso no puede ser controlado sino por órganos político-técnicos que verifiquen
periódicamente la situación socio-económica de cada país.

3.1. El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales

El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales no reconoce


expresamente el derecho de libertad religiosa. La primera referencia al principio de no
discriminación por motivos de religión o creencias lo encontramos en el párrafo 1º del
artículo 13 que declara:

“Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a la


educación. Convienen en que la educación debe orientarse hacia el pleno desarrollo de
la personalidad humana y del sentido de su dignidad, y debe fortalecer el respeto por
los derechos humanos y las libertades fundamentales. Convienen, asimismo, en que la
educación debe capacitar a todas las personas para participar efectivamente en una
sociedad libre, favorecer la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las
naciones y entre todos los grupos raciales, étnicos o religiosos, y promover las
actividades de las Naciones Unidas en pro del mantenimiento de la paz”.

El párrafo tercero de este artículo es el más explícito y detallado en el tratamiento


del derecho a la educación e instrucción y del derecho de padres o tutores en orden a la
educación de sus hijos o pupilos. La inserción de estos preceptos en el Pacto de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales -escribe el Prof. Corriente Córdoba -es un
acierto sistemático ya que, al regular el derecho a la educación e instrucción, donde
cabe, como contenido normal del derecho a la libertad de enseñanza, establecer que los
particulares y entidades -incluidas, por tanto, y no exclusivamente, las entidades
confesionales o de creencia- tendrían derecho a establecer y dirigir instituciones de
enseñanzas no religiosas, con sometimiento a dos condiciones:
a) El respeto a las finalidades de la educación: pleno desarrollo de la personalidad
humana y del sentido de su dignidad, fortalecimiento del respeto de los derechos
humanos y libertades fundamentales, capacidad de las personas para participar
efectivamente en una sociedad libre, favorecer la comprensión, la tolerancia y la
amistad entre todos los grupos religiosos.

b) Sometimiento de esa enseñanza privada a las normas mínimas que el Estado


prescriba, o sea, programación, inspección, etc., modos de ejercicio ordinario de la
función de policía de la enseñanza en un Estado moderno.

El párrafo cuarto contiene una cláusula final donde establece el límite de este
derecho al declarar que:

“Nada de lo dispuesto en este artículo se interpretará como una restricción de la libertad


de los particulares y entidades para restablecer y dirigir instituciones de enseñanza, a
condición de que se respeten los principios enunciados en el párrafo 1, y que la
educación dada en esas instituciones se ajuste a las normas que prescriba el Estado”.

3.2. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos

El artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos reconoce que


toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión;
este derecho incluye:

1) La libertad de tener o adoptar la religión o las creencias de su elección, así como la


libertad de manifestar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en
público como en privado, mediante el culto, la celebración de los ritos, las prácticas y la
enseñanza.

2) Nadie será objeto de medidas coercitivas que puedan menoscabar su libertad de


tener o adoptar la religión o las creencias de su elección.

3) La libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará sujeta


únicamente a las limitaciones prescritas por la ley que sean necesarias para proteger la
seguridad, el orden, la salud o la moral públicas, o los derechos y libertades
fundamentales de los demás.

4) Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los


padres y, en su caso, de los tutores legales, para garantizar que los hijos reciban la
educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.

El proyecto de este artículo fue aprobado por la Asamblea General en 1960. La Comisión
de Derechos Humanos presentó el Proyecto, después de haber realizado un estudio del
trabajo de Arcot Krisnaswasmi; este trabajo le había sido encomendado por la
Subcomisión de la lucha contra las medidas de discriminación y protección de minorías,
para realizar un proyecto sobre los principios de la libertad y no discriminación en
materia de religión y prácticas religiosas. El problema que se planteó con este artículo
fue el mismo que años anteriores se había suscitado ante la Asamblea General al
oponerse los países de creencia islámica al derecho de cambiar de religión. Las
enmiendas presentadas a la Asamblea General, en la 15ª sesión, se referían a este
tema, excepto la propuesta de Grecia de incorporar un nuevo párrafo inspirado en el
artículo 14, párrafo 3 del proyecto del Pacto de Derechos Civiles, Políticos y Culturales
, que establece el derecho de los padres a escoger la educación religiosa o moral que
reciban sus hijos. Las propuestas de Arabia Saudí, Brasil y Filipinas se referían a la
modificación de la frase mantener o cambiar de religión. Brasil y Filipinas alegaron
que podía sustituirse por el derecho de tener la religión o convicción que elijan. El
Reino Unido propuso que se introdujeran las palabras tener o adoptar en las
enmiendas de Brasil y Filipinas.
La Comisión consagró gran parte del debate a la cuestión planteada de si era necesario
mencionar explícitamente el derecho a cambiar de religión en el artículo 18 .

Algunos Estados estimaban que este derecho se encontraba implícito en el primer


párrafo del artículo, al declarar que toda persona tiene derecho a la libertad de
pensamiento, de conciencia y religión. Estos países opinaban que una mención
expresa podía ser interpretada de tal manera que favoreciese las actividades de
propagación de convicciones antirreligiosas. En realidad, el problema que se planteaba
es que los países islámicos no aceptaban el cambio de religión y, por tanto, no iban a
votar favorablemente la aprobación del artículo. Sin embargo, había miembros de la
Comisión que defendían la protección del derecho de elegir, de mantener y de cambiar
de religión o convicción, ya que era necesario este reconocimiento para dar un
contenido jurídico a la libertad de religión.

La interpretación de las palabras religión y convicción, se discutió en esta sesión, ya


que se cuestionaba si la palabra religión debía utilizarse únicamente como creencias
que tenían livres sacrés ou des prophétes y si la palabra convicción se refería tan
sólo a convicciones no religiosas.

Ciertos representantes estimaron que la palabra religión debía entenderse como toda
creencia divina que tuviera libros sagrados; otros miembros alegaban que la Comisión
no debía definir el término religión.

Respecto al término convicción, ciertos miembros sostenían que el artículo 18


trataba exclusivamente de las convicciones religiosas; sin embargo, otros declararon
que el artículo debería asegurar una completa libertad de pensamiento, conciencia y
religión y, por tanto, el término convicciones englobaría necesariamente las no
religiosas. Una delegación preguntó si el término convicción, tenía, por tanto, un
sentido religioso. El Secretario General contestó, basándose en el texto del “Estudio
de las medidas discriminatorias en materia de libertad de religión y de
prácticas religiosas”, que decía:

“La palabra religión es difícil de definir, la expresión religión o convicción empleada


en este estudio comprende las diversas creencias religiosas, y otras convicciones como
el agnosticismo, la libertad de pensamiento, el ateísmo y el racionalismo”.

La fórmula nul ne subira de contrante pouvant porter attente a sa liberté,


contenida en el proyecto del párrafo 2 del artículo 18 , provocó presiones indirectas y
hubo miembros que opinaban que era preferible utilizar nul ne subira de contrante
pouvant le priver de son droit, ya que la palabra contrainte recogía a la vez las
contrainte physiques y las formas más indirectas de contraer.

El párrafo 3º del artículo 18 establece como única limitación de estas libertades las
que estén prescritas por la ley, necesarias para proteger el orden público y las
libertades y derechos de los demás. Algunas delegaciones opinaron que sería preferible
que esta cláusula limitativa se remitiera a la de los otros artículos del Pacto, “mutatis
mutandis”, en términos idénticos.

Acerca de la Proposición de Grecia de incluir un párrafo basado en el artículo 14,3 del


Proyecto del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales para proteger los
derechos del individuo y no de los tutores, ciertos miembros se negaron porque
opinaban que estaba suficientemente regulado en el Pacto de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales y que no era necesario incluirlo en este Pacto. Sin embargo, la
mayoría de los miembros estaban a favor de que se incluyera este párrafo en el
artículo, ya que debía reconocerse el derecho de la educación moral y religiosa de los
niños que no tenían padres y eran educados por tutores haciendo referencia a la
Disposición de la Declaración de los Derechos del niño , en la que se establece, como
condición determinante, el interés superior del niño.
Las votaciones de la Comisión para aprobar el artículo 18 fueron las siguientes:

Párrafo 1:

Respecto a la propuesta presentada por Afganistán de incluir el término adoptar las


votaciones fueron 54 votos contra 0 y 15 abstenciones. La propuesta de Brasil y
Filipinas fue aprobada por 67 votos contra 0 y 4 abstenciones.

Por tanto el párrafo 1 fue modificado y aprobado por 70 votos contra 0 y 2


abstenciones.

Párrafo 2:

Se aprobaron las modificaciones que habían propuesto Brasil y Filipinas y el texto se


aprobó por 72 votos contra 0 y 2 abstenciones.

Párrafo 3:

Fue propuesto por la Comisión de Derechos del Hombre y se aprobó por unanimidad.

Párrafo 4:

Tuvo una difícil votación ya que se aprobó con 30 votos contra 17 y 27 abstenciones.

El artículo 18 modificado se aprobó finalmente por unanimidad.

El Pacto de Derechos Civiles y Políticos hace referencia a la religión en otros artículos


como principio de no discriminación.

El artículo 2 establece que:

“Cada uno de los Estados Parte en el presente Pacto se compromete a respetar y


garantizar a todos los individuos que se encuentren en su territorio y estén sujetos a su
jurisdicción los derechos reconocidos en el presente Pacto, sin distinción alguna de raza,
color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social,
posición económica, nacimiento o cualquier condición social”.

3.3. La Declaración sobre la eliminación de todas formas de intolerancia y


discriminación fundadas en la religión o las convicciones

Las vicisitudes por las que atravesó el proceso de elaboración de la Declaración sobre
la eliminación de todas formas de intolerancia y discriminación fundadas en la
religión o las convicciones, constituyen, en nuestra opinión, un material sumamente
valioso para una interpretación adecuada de la libertad religiosa y de las medidas
adoptadas para la lucha contra la discriminación e intolerancia en el marco de las
Naciones Unidas.

Baste reseñar, en esta fase introductoria, el tiempo transcurrido para su elaboración,


veintisiete años, las dificultades para elegir el instrumento más oportuno o más viable
políticamente, es decir, la elección entre Declaración o Convenio, o la fijación del
contenido concreto de la Declaración; aspecto en el que vale la pena destacar las
dificultades habidas, en orden a precisar el significado y alcance de la libertad y de la
intolerancia religiosa, en clara confrontación con la tesis expansiva que abogaba por la
inclusión del ateísmo científico en el ámbito de la protección de este derecho. La propia
ampliación del título, significa que, además de ocuparse de las formas de intolerancia y
discriminación fundadas en la religión, la Declaración pretende abarcar también, el
ámbito de las convicciones, lo puede explicar suficientemente el tenor del debate y de la
confrontación ideológica.

El 25 de noviembre de 1981 la AG. de las Naciones Unidas aprobó la Resolución 36/55,


bajo el título “Declaración sobre la eliminación de todas formas de intolerancia y
discriminación fundadas en la religión o las convicciones”. La voluntad decidida de
garantizar eficazmente el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión,
informó la actividad de la Subcomisión de Lucha contra las Medidas Discriminatorias y
Protección de Minorías que, a lo largo de veintisiete años, elaboró diversos informes
relativos a la situación de iure y de facto del derecho de libertad religiosa en los
distintos países del mundo.

El instrumento que aprobó Naciones Unidas para aplicar la Declaración fue el


Procedimiento Público Especial sobre intolerancia religiosa, por el que se nombró un
Relator Especial encargado de recoger en un Informe Anual todas las situaciones de
intolerancia y discriminación religiosa que se produjeran en el mundo.

3.4. Interpretación del artículo 18 realizada por el Comité de Derechos


Humanos

En 1993, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, aprobó un comentario


general en el que se realizaba la siguiente interpretación del artículo 18 :

“1. El derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión (que incluye la


libertad de tener creencias) en el párrafo 1 del artículo 18 es profundo y de largo
alcance; abarca la libertad de pensamiento sobre todas las cuestiones, las convicciones
personales y el compromiso con la religión o las creencias, ya se manifiestan a título
individual o en comunidad con otras personas. El Comité señala la atención de los
Estados Partes el hecho de que la libertad de pensamiento y la libertad de conciencia se
protegen de igual modo que la libertad de religión y de creencias y el carácter
fundamental de estas libertades se refleja también en el hecho de que, como se
proclama en el párrafo 2 del artículo 4 del Pacto , esta disposición no puede ser
objeto de suspensión en situaciones excepcionales.

2. El artículo 18 protege las creencias teístas, no teístas y ateas, así como el derecho
a no profesar ninguna religión o creencia en los términos creencias y religión deben
entenderse en sentido amplio. El artículo 18 no se limita en su aplicación a las
religiones tradicionales o a las religiones y creencias con características o prácticas
institucionales análogas a las de las religiones tradicionales. Por eso, el Comité ve con
preocupación cualquier tendencia a discriminar contra cualquier religión o creencia, en
particular a las más recientemente establecidas, o a las que representan a minorías
religiosas que puedan ser objeto de la hostilidad de una comunidad religiosa
predominante.

3. El artículo 18 distingue entre la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión


o de creencias y la libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias. No
permite ningún tipo de discriminación de la libertad de pensamiento y de conciencia o
de la libertad de tener la religión o las creencias de la propia elección. Estas libertades
están protegidas incondicionalmente, lo mismo que lo está, en virtud del párrafo 1 del
art.19 , el derecho de cada uno a tener opiniones sin sufrir injerencia. De conformidad
con el art. 17 y el parr. 2 del art. 18 , no se puede obligar a nadie a revelar sus
pensamientos o su adhesión a una religión o a una creencia.

4. La libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias puede ejercerse


“individual o colectivamente, tanto en público como en privado”. La libertad de
manifestar la religión o las creencias mediante el culto, la celebración de los ritos, las
prácticas y la enseñanza abarca una amplia gama de actividades. El concepto de culto
se extiende a los actos rituales, la exhibición de símbolos y la observancia de las fiestas
religiosas y los días de asueto. La observancia y la práctica de la religión o de las
creencias puede incluir no sólo actos ceremoniales sino también costumbres tales como
la observancia de normas dietéticas, el uso de prendas de vestir o tocados distintivos, la
participación en ritos asociados con determinadas etapas de la vida, y el empleo de un
lenguaje especial que habitualmente sólo hablan los miembros del grupo. Además, la
práctica y la enseñanza de la religión o de las creencias incluyen actos que son parte
integrante de la forma en que los grupos religiosos llevan a cabo las libertades
fundamentales, como ocurre, entre otras cosas, con la libertad de escoger a sus
dirigentes religiosos, sacerdotes y maestros, la libertad de establecer seminarios o
escuelas religiosas y la libertad de preparar y distribuir textos o publicaciones religiosos.

5. EL Comité hace notar que la libertad de “tener o adoptar” una religión o unas
creencias comporta forzosamente la libertad de elegir la religión o las creencias,
comprendido, entre otras cosas, el derecho a cambiar las creencias actuales por otras o
adoptar opiniones ateas, así como el derecho a mantener la religión o las creencias
propias. El párrafo 2 del art. 18 prohíbe las medidas coercitivas que puedan
menoscabar el derecho a tener o a adoptar una religión o unas creencias, comprendidos
el empleo o la amenaza de empleo de la fuerza o de sanciones penales para obligar a
creyentes o no creyentes a aceptar las creencias religiosas de quienes aplican tales
medidas o a incorporarse a sus congregaciones, a renunciar a sus propias creencias o a
incorporarse a sus congregaciones, a renunciar a sus propias creencias o a convertirse.
Las políticas o prácticas que tengan los mismos propósitos o efectos, como por ejemplo,
las que limitan el acceso a la educación, a la asistencia médica, al empleo o a los
derechos garantizados por el artículo 25 y otras disposiciones del Pacto son
igualmente incompatibles con el párrafo 2 del artículo 18 . La misma protección se
aplica a los que tienen cualquier clase de creencias de carácter no religiosos.

6. El Comité opina que el párrafo 4 del artículo 18 permite que en la escuela pública
se imparta enseñanza en materias tales como la historia general de las religiones y la
ética siempre que ello se haga de manera neutral y objetiva. La libertad de los padres o
de los tutores legales de garantizar que los hijos reciban una educación religiosa y
moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones proclamada en el párrafo 4 del
artículo 18 relacionada con la garantía de la libertad de enseñar una religión o unas
creencias que se recoge en el parr.1 del mismo artículo 18 . El Comité señala que la
educación obligatoria que incluya el adoctrinamiento en una religión o unas creencias
particulares sea incompatible con el parr. 4 del art. 18 , a menos que se hayan
previsto exenciones y posibilidades que estén de acuerdo con los deseos de los padres o
tutores.

7. Según el art. 20 , ninguna manifestación de carácter religioso o de creencias puede


equivaler a la propaganda a favor de la guerra o la apología del odio nacional, racial o
religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia. Tal
como dice el Comité en su comentario general, los Estados Partes tienen la obligación
de promulgar leyes que prohíban tales actos.

8. El parr. 3 del art. 18 permite restringir la libertad de manifestar la religión o las


creencias con el fin de proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicas, o los
derechos y libertades fundamentales de los demás, a condición de que tales limitaciones
estén prescritas por la ley y sean estrictamente necesarias. No se puede restringir la
libertad de no ser obligado a tener o adoptar una religión o unas creencias y la libertad
de los padres o tutores a garantizar la educación religiosa y moral.

Al interpretar el alcance de las cláusulas de limitación permisibles, los Estados Partes


deberían partir de la necesidad de proteger los derechos garantizados por el Pacto,
incluido el derecho a la igualdad y la no discriminación en todos los terrenos
especificados por en los artículos 2, 3 y 26 . Las limitaciones impuestas deben estar
prescritas por la ley y no deben aplicarse de manera que vicie los derechos garantizados
en el art. 18 . El Comité señala que el parr. 3 del art. 18 ha de interpretarse de
manera estricta: no se permiten limitaciones por motivos que no estén especificados en
él, aun cuando se permitan como limitaciones de otros derechos protegidos por el
Pacto, tales como la seguridad nacional. Las limitaciones solamente se podrán aplicar
para los fines con que fueron prescritas y deberán estar relacionadas directamente y
guardar la debida proporción específica de la que dependen. No se podrán imponer
limitaciones por propósitos discriminatorios ni se podrán aplicar de muchas tradiciones
sociales, filosóficas y religiosas; por consiguiente, las limitaciones impuestas a la
libertad de manifestar la religión o las creencias con el fin de proteger la moral deben
basarse en principios que no se deriven exclusivamente de una sola tradición. Las
personas que están sometidas a algunas limitaciones legítimas, tales como los presos,
siguen disfrutando de sus derechos a manifestar sur religión o creencias en la mayor
medida que sea compatible con el carácter específico de la limitación. Los informes de
los Estados Partes deberían facilitar información sobre el pleno alcance y los efectos de
las limitaciones impuestas en virtud del parr. 3 del art. 18 , tanto como cuestión de
derecho como de su aplicación en circunstancias específicas.

9. El hecho de que una religión se reconozca como religión de Estado o de que se


establezca como religión oficial o tradicional, o de que sus adeptos respeten la mayoría
de la población no tendrá como consecuencia ningún menoscabo del disfrute de
cualquiera de los derechos reconocidos en el Pacto, incluyendo los art. 18 y 27 , ni
ninguna discriminación contra los adeptos de otras religiones o los no creyentes. En
particular, determinadas mediadas que discriminan en contra de estos últimos, como las
mediadas que sólo permiten el acceso a la función pública de los miembros de la
religión predominante o que les conceden privilegios económicos o imponen limitaciones
especiales a la práctica de otras creencias, no están en consonancia con la prohibición
de discriminación por motivos de religión o de creencias y con la garantía de igual
protección en virtud del art. 26 . Las medidas previstas en el parr. 2 del art. 20 del
Pacto constituyen importantes garantías frente a las violaciones de los derechos de
las minorías religiosas y de otros grupos religiosos a ejercer los derechos garantizados
por los arts. 18 y 27 y frente a los actos de violencia o persecución dirigidos contra
esos grupos. El Comité desea que se le informe de las medidas adoptadas por los
Estados Partes interesados en proteger la práctica de todas las religiones o creencias de
abusos inadmisibles y proteger a sus seguidores de la discriminación. De igual modo, es
necesario disponer de información sobre el respeto de los derechos que se reconocen a
las minorías religiosas en el art. 27 para que el Comité pueda evaluar la medida en
que la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión y de creencias sigue siendo
aplicada por los Estados Partes. Los Estados Partes interesados deben incluir también en
sus informes datos relativos a las prácticas que según sus leyes y su jurisprudencia se
consideran punibles por blasfemas.

10. Cuando un conjunto de creencias sea considerado como la ideología oficial en las
constituciones, en las leyes, en los programas de los partidos gobernantes, etc., o en
práctica efectiva, esto no tendrá como consecuencia ningún menoscabo de las
libertades consignadas en el art. 18 ni de ningún otro de los derechos reconocidos en
el Paco, ni ningún tipo de discriminación contra las personas que no suscriban la
ideología oficial o se opongan a ella.

11. Muchas personas han reivindicado el derecho anegarse a cumplir el servicio militar
(objeción de conciencia) sobre la base de que ese derecho se deriva de sus libertades
en virtud del art. 18 . En respuesta a estas reivindicaciones un creciente número de
Estados, en sus leyes internas, han eximido del servicio militar obligatorio a los
ciudadanos que auténticamente profesan creencias religiosas y otras creencias que les
prohíben realizar el servicio militar y lo han sustituido por un servicio nacional
alternativo. En el Pacto no se menciona explícitamente el derecho a la objeción de
conciencia pero el Comité cree que ese derecho puede derivarse del art. 18 , en la
medida en que la obligación de utilizar armas quede entrar en serio conflicto con la
libertad de conciencia y el derecho a manifestar y expresar creencias religiosas u otras
creencias. Cuando este derecho se reconozca en la ley o en la práctica no habrá
diferenciación entre los objetores de conciencia sobre la base del carácter de sus
creencias particulares; del mismo modo, no habrá discriminación contra los objetores de
conciencia porque no hayan realizado el servicio militar. El Comité invita a los Estados
Partes a que informen sobre las condiciones en que se puede eximir a las personas de la
realización del servicio militar sobre la base de sus derechos en virtud del art. 18 y
sobre la naturaleza del servicio nacional sustitutorio”.

El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos también hace referencia a la


libertad religiosa los siguientes artículos:

El artículo 4 cita el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y de religión,


entre aquellos que, ni siquiera pueden ser suspendidos temporalmente, en caso de
situaciones excepcionales de peligro para la nación.

El artículo 20 establece que toda apología del odio nacional, racial o religioso que
constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por
la ley.

De nuevo en el artículo 24 al reconocer los derechos del niño a las medidas de


protección que su condición de menor requiere, tanto por parte de su familia como de la
sociedad y del Estado, se vuelve a citar la religión como principio de no discriminación.
Del mismo modo el artículo 26 establece que todas las personas son iguales ante la
ley y tienen derecho sin discriminación a igual protección de la ley y ésta prohibirá toda
discriminación y garantizará la protección igual y efectiva a todas las personas contra
cualquier discriminación entre ellas la religiosa.

El artículo 27 reconoce el derecho de existir de las minorías, entre ellas las


religiosas, protegiendo su vida en común con los demás miembros de su grupo, su vida
cultural y profesar su propia religión.

El Profesor Martínez-Torrón -opina- que tal prescripción, por lo demás, no es de gran


relevancia, ya que, en la práctica, la interpretación de Seguridad y Orden Público
vendría a legitimar casi cualquier restricción a la libertad religiosa en esas circunstancias
excepcionales. A su juicio es sobre todo testimonial, en tanto que viene a subrayar la
importancia que se reconoce a ese derecho.

La aportación de estos dos pactos fue importante respecto a la Declaración Universal,


ya que reconoce no sólo el derecho de libertad religiosa, sino también todos aquellos
derechos que pueden verse violados por considerar la religión como un motivo de
discriminación; también implicaban un refuerzo para garantizar la protección de los
derechos reconocidos, ya que tenían un carácter de compromisos asumidos formal y
singularmente por cada uno de los Estados Partes, y permitía un control ulterior de las
Naciones Unidas respecto al grado de cumplimiento en los diversos territorios
nacionales. El control que se realiza es a través del envío de informes periódicos al
Secretario General de las Naciones Unidas realizados por los Estados sobre las medidas
que hayan adoptado para dar efecto a los derechos reconocidos.

4. El sistema de protección Europeo

4.1. En el ámbito del Consejo de Europa

El Consejo de Europa es una organización internacional de Europa Occidental, creada en


1949, que constituye una comunidad ideológica basada en el triple pilar de:

- Democracia parlamentaria.

- Estado de Derecho.

- Respeto a los Derechos del Hombre.


Es en el ámbito de esta organización donde más lejos se ha llegado en el campo de la
protección internacional de los derechos del hombre. Podemos dividir la obra del
Consejo de Europa en este campo en dos grandes categorías:

- Por un lado, los derechos civiles y políticos, protegidos por la Convención de


salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales de Roma de
1950 .

- Por otro, los derechos económicos, sociales y culturales protegidos por la Carta Social
Europea de Turín de 1961 . En cuanto a los mecanismos de protección y garantía de
los derechos puestos a disposición de los particulares, la Convención ha llegado más
lejos que la Carta Social.

4.1.1. El Convenio Europeo de Derechos del Hombre

Fue firmado en Roma en 1950 y no entra en vigor hasta 1953. Los derechos
garantizados están recogidos en los art. 2 a 14 y en los Protocolos adicionales al
Convenio . Tanto en la Convención como en sus protocolos existen limitaciones a los
derechos garantizados.

En cuanto a los mecanismos de protección podemos mencionar: al Secretario General


del Consejo, al Comité de Ministros y a la Comisión y al Tribunal europeos de derechos
del hombre, ambos creados por la Convención.

El Secretario General tiene competencias de control atribuidas, en el sentido de que


todo Estado parte está obligado a suministrar informaciones y explicaciones sobre la
manera en que su Derecho interno asegura la aplicación efectiva de cualquier
disposición de la Convención, cuando éste se lo requiera.

La Comisión de los derechos del hombre está formada por tantos miembros como
Estados partes en la Convención. Desempeña funciones de encuesta y conciliación,
teniendo también la facultad de llevar un asunto al Tribunal. Así pues podemos
distinguir dos supuestos dentro del ámbito de la Comisión:

- Denuncias de los Estados partes sobre cualquier infracción de las disposiciones de la


Convención por otro Estado parte en la misma. Esta competencia es automática a partir
de la ratificación o adhesión a la Convención.

- Demandas presentadas por cualquier persona física, ONG o grupo de particulares que
se considere víctima de violación por algún Estado parte de alguno de los derechos
reconocidos en la Convención. Para que este supuesto sea posible es necesario que el
Estado violador haya reconocido la competencia de la Comisión en este sentido por acto
expreso independientemente de la ratificación o adhesión.

Tanto en uno como en otro supuesto es necesario el previo agotamiento de los recursos
internos.

El procedimiento ante la Comisión consta de los siguientes pasos:

1. Decisión sobre la admisibilidad del caso, según los requisitos establecidos en la


Convención.

2. Una vez admitido, establecimiento de los hechos mediante un examen contradictorio


con los representantes de las partes.

3. Intento de arreglo amistoso (Conciliación) inspirándose “en el respeto a los derechos


del hombre tal como los reconoce la Convención”. Si este arreglo amistoso llega a buen
fin se realiza un informe en el que se recogen una breve exposición de los hechos y la
solución adoptada.

4. Si no se llega a un arreglo amistoso, la Comisión redacta un informe en el que se


hacen constar los hechos y en el que se emite un dictamen sobre si existe o no violación
de la Convención. Este informe es trasladado al Comité de Ministros.

El Comité de Ministros. Una vez enviado al Comité el informe realizado por la


Comisión, hay un plazo de tres meses para elevar el asunto al Tribunal europeo de
derechos humanos. Si en ese plazo no es elevado dicho asunto, el Comité determina
por voto mayoritario de 2/3 si ha habido o no violación de la Convención. En caso
afirmativo, el Comité decide las medidas que han de ser adoptadas por el Estado parte
interesado. Tal decisión es obligatoria y vincula al Estado parte (arts. 31 y 32 de la
Convención ).

Este órgano tiene además otra función en el campo de los derechos humanos ya que,
en el caso de que se eleve el problema al Tribunal, el Comité de Ministros es el
encargado de garantizar el cumplimiento de la sentencia que del Tribunal emane por
parte del Estado infractor.

El Tribunal Europeo de los derechos del hombre. Este Tribunal está compuesto por
un número de jueces igual al de miembros del Consejo de Europa.

Como hemos visto, tras el informe que la Comisión ha realizado y enviado al Comité de
Ministros hay un plazo de tres meses para elevar el caso ante el Tribunal. Para que esto
sea posible es necesario que el o los Estados partes hayan aceptado la competencia del
mismo. Si así ha sido tienen legitimación activa, según el art. 48 de la Convención los
siguientes sujetos u órganos:

1. La Comisión.

2. El Estado parte de nacionalidad de la víctima.

3. El Estado parte que haya presentado el caso ante la Comisión.

4. El Estado parte demandado.

Como podemos observar, no cabe el acceso directo del individuo particular, de ONGS o
de cualquier grupo de particulares al Tribunal.

Una vez presentada ante el Tribunal, éste dicta sentencia motivada que será definitiva y
obligatoria.

Esta que hemos visto es la situación actual que cambiará a partir del 1 de Noviembre de
1998 cuando entre en vigor el Protocolo 1 II a la Convención Europea. Este protocolo
modifica la Convención en el sentido de eliminar la dualidad de órganos, Comisión y
Tribunal, estableciendo una única Corte permanente. Con esta reforma se da un paso
más en la evolución de la situación del individuo en el Derecho Internacional ya que a la
luz de los nuevos arts 33 y 34 de la Convención podrán elevar asuntos a la Corte:

1. Los Estados parte en la Convención.

2. Toda persona física.

3. Toda ONG.

4. Todo grupo de particulares.


Otra de las importantes novedades de la reforma es que en el nuevo sistema no se
necesita el reconocimiento expreso de la competencia del Tribunal por los Estados parte
diferente a la ratificación o adhesión al Convenio. Es decir el Tribunal tiene competencia
sobre todos los Estados parte en la Convención, tanto en las demandas individuales
como en las interestatales, desde que estos hayan ratificado o se hayan adherido a la
misma.

Tanto en el sistema actual como en el establecido por el Protocolo 11, el Tribunal tiene
una competencia contenciosa y una competencia consultiva. La competencia
contenciosa es la que acabamos de ver. Mediante la competencia consultiva el Tribunal
se pronuncia sobre cuestiones jurídicas concernientes a la interpretación de la
Convención y de sus Protocolos, el único sujeto legitimado en estos casos es el Comité
de Ministros.

4.1.2. La Carta Social Europea

En ella se reconocen derechos económicos y sociales, complementando al Convenio que


sólo garantiza derechos civiles y políticos. Fue abierta a la firma el 18 de Octubre de
1961 y entró en vigor el 26 de Febrero de 1965 . En 1988 se concluyó un Protocolo
Adicional a la Carta que ampliaba el catálogo de derechos; este Protocolo entró en vigor
en 1992. Por otro lado, en 1991 se firma otro Protocolo que modifica la Carta Social; lo
que hace este Protocolo es modificar los mecanismos de protección establecidos en la
Carta, pero todavía no ha entrado en vigor.

En la Parte Primera de la Carta se proclaman en términos generales una serie de


Derechos y principios, que serán definidos en la Parte 11 de la misma.

El art. 20 de la Carta establece un sistema opcional por el cual se posibilita a los


Estados a ratificar sin necesidad de aceptar todos los derechos proclamados.

En cuanto a los mecanismos de protección, ésta sólo establece una protección


intergubernamental por vía de informes que deben presentar los Estados partes. Hay
dos tipos de informes:

1. Un informe sobre la aplicación interna de los derechos aceptados debe ser


presentado por los Estados partes cada dos años.(art. 21 ).

2. Un informe sobre los derechos no aceptados también deberá ser presentado.(art. 22


).

4.2. En el ámbito de la OSCE

La OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) es una


organización que nace en 1975 con el Acta de Helsinki firmada por treinta y cinco países
de Europa del Este y del Oeste, excepto Albania, más EE.UU. y Canadá. Con el final de
la Guerra Fría el número de miembros se ha ampliado hasta más cincuenta países
incluyendo a Albania y a los nuevos países independientes que eran parte de la Unión
Soviética.

El Acta de Helsinki, no establece obligaciones jurídicas, sino que es más bien una
declaración de intenciones. En este sentido, en el campo de los derechos humanos no
se establecen mecanismos de protección como los que hemos visto, aunque sí hay, en
el seno de esta organización, a partir de 1988, un derecho de vigilancia sobre el respeto
de los derechos humanos por los demás Estados partes.

Lo que distingue el catálogo de derechos de la OSCE de los tratados tradicionales de


derechos humanos es que además de proclamar los derechos individuales básicos,
también se ocupa de los derechos de las minorías, de la regla de derecho, de los valores
democráticos, de las elecciones, etc. En suma, cuando se echa una ojeada al cuerpo
entero de los propósitos que han encontrado expresión, a través de los anos, en varios
documentos concluidos y en el Acta Final de Helsinki, lo que surge es un proyecto de
Europa libre y democrática donde los derechos humanos y la regla de derecho sean
observados.

La OSCE ha sido la pionera en establecer esta concepción de los derechos humanos, que
consiste en la asunción de la idea de que los derechos individuales son más fácilmente
protegibles en los Estados que se adhieren a la regla de derecho y a los valores
democráticos. En este sentido cabe hablar de los documentos concluidos en Madrid
en 1983, en Viena en 1989 y en Copenhague en 1990 que amplían el catálogo de
derechos humanos de la OSCE. El Documento de Copenhague, además de una sección
sobre derechos humanos y libertades fundamentales, contiene capítulos que tratan de
la regla de derecho, de las elecciones libres y de valores democráticos que dan una
nueva dimensión a ese catálogo de derechos de la OSCE. La evolución en este ámbito
de los derechos humanos continúa en la Carta de París para una nueva Europa, de
1990, el Documento de Moscú, de 1991, el Documento de Helsinki de 1992, y el
Documento de Budapest de 1994 que ha redefinido, reforzado y ampliado sus
cometidos, incluyendo actualmente propósitos relacionados con el Derecho
Internacional Humanitario, y los derechos de los refugiados, de los trabajadores
inmigrantes y de las poblaciones indígenas entre otros.

Quizá en el ámbito que han tenido lugar más avances, en el seno de esta organización,
sea en el de los derechos de las minorías. En la cumbre de Helsinki de 1992 se crea el
Alto Comisionado para Minorías Nacionales, si bien las funciones de que se le ha
dotado lo sitúan más en el ámbito de la seguridad que en el propiamente humanitario.
La principal función de este Alto Comisionado es identificar y tratar de poner remedio a
los problemas de las minorías antes de que estos degeneren en conflictos serios.

De forma breve, podemos decir, que dentro de la OSCE los mecanismos son
intergubernamentales basados en controles de tipo político y moral.

4.3. Reconocimiento del derecho de libertad religiosa en el Convenio Europeo


de Derechos Humanos

El Convenio y sus protocolos, basándose en la DUDH, recogen en su texto diversos


derechos de la persona, con la pretensión de “expresar un sistema de valores de
libertad que cristaliza siglos de evolución política. Principalmente, pertenecen a la
categoría de los usualmente denominados derechos civiles y políticos.

El derecho de libertad religiosa está presente en tres artículos; el art. 9 que reconoce
el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y de religión, indicando además los
límites que el poder público está legitimado para imponer a su ejercicio. El art. 14 que
contiene el principio de igualdad: prohíbe la discriminación por razón- entre otras- de
religión, respecto al disfrute de los derechos y libertades incluidos en el Convenio. Y
finalmente el art. 2 del Protocolo I que, junto al derecho de educación, afirma el
derecho de los padres a que el Estado asegure para sus hijos una educación conforme a
sus personales convicciones religiosas o filosóficas.

El art. 2 declara que:

“A nadie se le puede negar el derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de las


funciones que asuma en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el
derecho de los padres a asegurar esta educación y esta enseñanza conforme a sus
convicciones religiosas y filosóficas”.

Se crearon dos órganos con el fin de garantizar una eficaz protección de los derechos
humanos: la Comisión Europea de Derechos Humanos y el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, estos órganos junto con las competencias residuales otorgadas al
Comité de Ministros del Consejo de Europa, componen el triple apoyo del sistema
tutelar instaurado por el Convenio.

La existencia de este sistema de protección- escribe el Prof. Martínez -Torrón-


constituye precisamente la novedad del Convenio Europeo, y ha hecho posible su
eficacia práctica, frente a la escasa operatividad de otros instrumentos semejantes en el
plano internacional.

FUENTES NORMATIVAS BILATERALES: ACUERDOS CON LA


SANTA SEDE

Pérez-Madrid, Francisca. Profesora Titular de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de Barcelona

Fecha de actualización

23/12/2010

1. Introducción

El criterio elegido para la distribución de estas lecciones relativas a las fuentes del
Derecho eclesiástico ha sido la procedencia u origen de las normas, es decir, la
autoridad normativa que ha intervenido en su creación.

Se han estudiado ya las fuentes normativas unilaterales -las emanadas exclusivamente


del Estado-; y, dentro de las fuentes normativas bilaterales, es preciso distinguir entre
aquellas que tienen su origen en acuerdos con otros Estados (los Convenios, Acuerdos y
Tratados internacionales, en general), de las que tienen su base en acuerdos con grupos
sociales reconocidos en la Constitución como sujetos colectivos del derecho de libertad
religiosa; estos últimos son los Acuerdos en los que, entre otras posibles fórmulas, se
pueden traducir las relaciones de cooperación que los poderes públicos obligatoriamente
mantendrán las Confesiones religiosas, según lo establecido en el art. 16, 3 de la
Constitución . En el caso de los Acuerdos establecidos entre el Estado y la Iglesia
católica, estamos ante verdaderos acuerdos de cooperación que además son Tratados
internacionales.

La Santa Sede se ha considerado, prácticamente siempre, como el único interlocutor


válido para representar a la Iglesia Católica ante los Estados. Por otra parte, como es
doctrina común y, en concreto, recuerdan P. Lombardía y J. Fornés, cuya eficaz síntesis
expositiva se sigue aquí en lo fundamental, la personalidad internacional de la Santa
Sede implica que los Acuerdos que estipule con los Estados tengan naturaleza de
Tratados Internacionales. Así, el cauce tradicional de relación de la Iglesia Católica con
las supremas autoridades civiles ha sido el Concordato.

Como ha señalado la doctrina, el primero fue el Concordato de Worms en 1122, firmado


entre el Emperador Enrique V y el papa Calixto II, que puso fin a la querella de las
investiduras; posteriormente la utilización de este instrumento técnico-jurídico se
consolidó en el siglo XVI, con la aparición de los Estados Modernos. Es decir, la firma de
tratados y acuerdos internacionales por la Santa Sede viene de antiguo. Así, forma
parte de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, de 23 de mayo de
1969 , y en la actualidad, mantiene relaciones diplomáticas con 178 Estados, con la
Unión Europea y la Soberana Orden de Malta; además tiene relaciones de naturaleza
especial con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y forma parte de
diferentes Organizaciones y Organismos intergubernamentales así como de diversos
Programas internacionales*.

*(http://www.vatican.va/roman_curia/secretariat_state/documents/rc_seg-
st_20010123_holy-see-relations_sp.html).

2. Los Concordatos

Antes de estudiar los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado español, es preciso
exponer algunas nociones generales sobre este instrumento jurídico, desde el punto de
vista técnico formal.

2.1. El término Concordato

Según Wagnon, “el Concordato es un instrumento jurídico mediante el cual la Iglesia y


el Estado pretenden reglamentar sus relaciones mutuas en las múltiples materias en las
que están llamados a converger. Su finalidad es garantizar la autonomía y la libertad de
acción de cada una de las partes, así como también instaurar entre las dos autoridades
llamadas por diversos títulos a regir a los mismos individuos, un régimen de concordia y
colaboración que sea provechoso”.

Como destaca Lombardía, desde el punto de vista material, los Concordatos regulan las
cuestiones relativas al “estatuto jurídico de la Iglesia católica en el ordenamiento
jurídico del Estado, y a los derechos y deberes de los fieles católicos relacionados con el
ejercicio de los derechos civiles en materia religiosa”.

Es lógico cuestionarse hasta qué punto es necesario establecer un Acuerdo bilateral,


cuando ya se reconoce la libertad religiosa desde el texto constitucional. Como señala
Martin de Agar este planteamiento responde a una visión un tanto idealista. No es
suficiente gozar de libertad sino que importa sobre todo asegurar las correspondientes
garantías. Del mismo modo, los derechos fundamentales se garantizan en las
Constituciones mientras siguen apareciendo nuevas declaraciones a nivel internacional,
como es el caso del futuro Tratado para una Constitución Europea.

Como subrayó el prof. Lombardía, no existen textos del Magisterio eclesiástico que
consideren necesarios los Concordatos, ni tampoco, decía entonces, <<encuentro
argumentos suficientes para rechazar la solución concordataria; por el contrario (...) la
vía del acuerdo tienen enormes posibilidades para resolver determinados aspectos del
difícil problema de la regulación jurídica de las manifestaciones sociales de índole
religiosa , no sólo en el concreto campo de las relaciones de los Estados con los distintos
grupos religiosos, sino también en la tutela internacional del derecho de libertad
religiosa , y en determinados aspectos de las relaciones interconfesionales>>. Por este
motivo concluía que siempre será mejor que exista un Concordato a que no exista
ninguno.

Desde el punto de vista formal, los Concordatos son negocios jurídicos de Derecho
público externo, celebrados por vía diplomática.

Su tradicional finalidad de instrumento para garantizar la libertad de actuación de la


Iglesia y el Estado y aportar soluciones sigue siendo actual aunque los textos vigentes
establezcan un marco jurídico muy distinto respecto a tiempos pasados; lógicamente, el
sistema político de cada país en el momento de firmarse el respectivo Acuerdo
determina en buena medida la forma y el objeto de dichos textos. De ahí que bajo la
denominación genérica de Concordato quepan diversos sistemas de relaciones que
reflejan tanto la simple tolerancia como una verdadera cooperación.

Por otra parte, los acuerdos establecidos entre los Estados y la Santa Sede han
revestido diversas formas y han recibido distintas denominaciones: Concordatos,
convenios, bula de circunscripción, modus vivendi, protocolos, o intercambio de notas.
Con esta variedad de términos se ha pretendido que todos estos acuerdos no tenían la
misma fuerza obligatoria. Como se desprende de la realidad jurídica, la elección de uno
u otro nombre depende del contenido del Acuerdo, reservándose el término concordato
para aquellas reglamentaciones completas de las cuestiones de interés en las relaciones
Iglesia-Estado. En cambio, los términos Acuerdo o protocolo suelen referirse a los
tratados relativos a cuestiones especiales; modus vivendi se ha utilizado para acuerdos
provisionales o para los pactos con países confesionales no cristianos.

En cambio, no entran en la categoría de Concordatos los acuerdos establecidos entre la


jerarquía eclesiástica de un país y las autoridades civiles, como estudiaremos en el
apartado correspondiente de esta lección.

La determinación en cada Estado de quién es la autoridad encargada de firmar este tipo


de Acuerdos, dependerá lógicamente de lo que se establezca en su correspondiente
legislación. En cuanto a la Santa Sede, la Sección para las Relaciones con los Estados o
Segunda Sección de la Secretaría de Estado es la que tiene como cometido propio
atender los asuntos que deben ser tratados con los gobiernos civiles. Son de su
competencia: las relaciones diplomáticas de la Santa Sede con los Estados, incluida la
estipulación de Concordatos o acuerdos similares; también, la representación de la
Santa Sede ante los Organismos y las Conferencias internacionales.

Por último, cabe añadir que podría darse un Concordato entre la Santa Sede y un
Organismo supranacional, como prevé de alguna manera el Tratado de la Unión Europea
en su art. 51 al hablar del diálogo abierto, transparente y regular que mantendrá con
las iglesias y organizaciones religiosas. Es lo que señalaba Robbers hace unos años:
<<a tenor del art. 228 del Tratado de Roma, la Comunidad (europea) puede celebrar
tratados con otros Estados. Atendiendo a la ratio legis de este precepto, su contenido se
aplica también a las relaciones con la Santa Sede, en cuanto sujeto de Derecho
internacional>>.

Hasta el momento no se ha firmado un Acuerdo de este tipo, y parece aún lejana su


consecución.

2.2. Naturaleza jurídica y eficacia de los Concordatos

Mientras que los Concordatos históricos anteriores al siglo XVII eran más bien
concesiones o privilegios que atribuía la Iglesia a determinados príncipes o países, en la
actualidad son el resultado bilateral de la negociación entre dos supremas autoridades,
religiosa y civil, que actúan en pie de igualdad.

Sin entrar ahora en sutiles cuestiones de carácter doctrinal, planteadas y discutidas en


el pasado, puede decirse que los Concordatos tienen naturaleza jurídica de Tratado
internacional, en razón de la personalidad jurídica internacional de la Santa Sede, a
diferencia de los Kirchenverträge concluidos por algunas Iglesias protestantes, que no
poseen dicha cualidad (Wagnon).

Sobre la eficacia de los Concordatos en los ordenamientos de las Partes, se han de


hacer algunas precisiones. En el caso de la Iglesia, la solución es clara, ya que los
Concordatos son negociados por plenipotenciarios del Romano Pontífice que goza de
plena potestad en la Iglesia católica. Por tanto, una vez promulgado, el Concordato goza
de plena eficacia dentro del ordenamiento canónico.

En cambio, en el ordenamiento estatal, se ha de tener en cuenta que los Concordatos


son negociados por el Gobierno, mientras que la función legislativa le corresponde al
Parlamento. Aunque las soluciones podrían variar según los distintos países, en la
práctica el mecanismo más utilizado, y el aplicado en España es trasladar el texto
adoptado a la Cámaras para que sea autorizado. Concretamente el art. 94, 1, e) de la
Constitución establece que para la prestación del consentimiento del Estado para
obligarse por medio de Tratados o convenios se exigirá la autorización de las Cortes
generales, cuando supongan modificación o derogación de alguna ley o exijan medidas
legislativas para su ejecución.

Una vez obtenido dicha autorización, se ratifica el Acuerdo por vía diplomática y el texto
tendrá plena eficacia una vez publicado en el Boletín Oficial del Estado. Así lo entendió
el Consejo de Estado en el Dictamen de 4 de abril de 1974, ante la duda si era
necesario recoger lo acordado en una nueva norma estatal, para tuviera eficacia jurídica
en el ámbito del Estado.

En nuestro país, según lo establecido en el art. 96,1 de la Constitución , los Acuerdos


concordatarios forman parte del ordenamiento jurídico, y tienen plena eficacia a partir
de su publicación en el Boletín Oficial del Estado. El carácter internacional de dichos
Acuerdos ha sido reconocido explícitamente por el Tribunal Constitucional en diversas
ocasiones (STC 66/1982 ) y STC 181/1991 ). Ciertamente poseen una especial
estabilidad, que se manifiesta en el procedimiento para su derogación y, sobre todo, en
el peculiar modo en que resultan afectados por el juicio de inconstitucionalidad de
nuestro más Alto Tribunal; la materia sobre la que versan queda de alguna manera
acotada a las disposiciones contenidas en dichos Acuerdos, y por tanto no pueden ser
modificados por una ley ordinaria; si se diera ese supuesto, tales modificaciones serían
inconstitucionales a tenor del art. 96 de la Constitución que excluye la posibilidad de
cualquier derogación, modificación o suspensión de las normas acordadas que no se
ajusten a lo previsto en el Derecho internacional o en las cláusulas establecidas entre
las Partes (Martínez-Torrón).

El Concordato no suele ser un pacto homogéneo. Es preciso distinguir entre las


cláusulas del Concordato que son verdaderamente normas directa e inmediatamente
aplicables y aquellas otras que contienen criterios de carácter general y precisan ser
concretadas por otras disposiciones normativas. La unión del Acuerdo y las normas
estatales dictadas para su ejecución se ha llamado “complejo concordatario”
(Maldonado).

Como señala Giménez y Carvajal, las primeras cláusulas crean una obligación jurídica
en las Partes de atenerse a lo pactado, con el consiguiente derecho a exigir su
cumplimiento. Sería el caso de las cláusulas que estipulan prestaciones o una cesión de
bienes, o bien que imponen la obligación de legislar de una manera determinada (p.ej.
en materia de enseñanza). Las segundas crean unas normas objetivas de derecho,
válidas y aplicables en los ordenamientos jurídicos de ambas partes (p.ej. una cierta
participación estatal en el procedimiento de elección de los obispos).

Pero además de establecer verdadero derecho objetivo, del Concordato se derivan los
principios generales que deben inspirar las relaciones entre las partes, así como la
obligación de mantener lo pactado (pacta sunt servanda). De ahí que la normativa de
desarrollo deba respetar no sólo lo establecido en el Concordato sino también la misma
bilateralidad; por este motivo, con frecuencia los Concordatos contienen una cláusula
donde las partes adquieren el compromiso de proceder de común acuerdo cuando
surjan dudas de interpretación.

2.3. Extinción de los Concordatos

Como dice el art. 26 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados de 23


de mayo de 1969 , todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por
ellas de buena fe, de manera que una parte no podrá invocar las disposiciones de su
derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado, según el art. 27 de
la misma Convención .
En el Código de Derecho Canónico de 1983 , para salvar cualquier duda al respecto,
se dice que “los cánones del Código no abrogan ni derogan los convenios de la Santa
Sede con las naciones o con otras sociedades políticas; por tanto, estos convenios
siguen en vigor como hasta ahora, sin que obsten en nada las prescripciones contrarias
de este Código” (canon 3 ).

La posibilidad de solicitar la terminación o la suspensión de la aplicación de los Acuerdos


Concordatarios podrá ser total o parcial y, en cualquier caso, sólo será legítima en los
supuestos previstos por el Derecho Internacional.

La terminación de un tratado o el retiro de una parte podrán tener lugar:

a) según esté previsto en las disposiciones del tratado (Convención de Viena, art. 54
); puede estar previsto que, al transcurrir un determinado plazo de tiempo, las Partes
se hayan comprometido a su revisión. Así, el Concordato colombiano de 1973 establecía
que a los diez años desde la ratificación del Concordato, se procedería a la revisión.

b) en cualquier momento, por consentimiento de las partes (Convención de Viena, art.


54); es el caso de la revisión de los Pactos Lateranenses de 1929, concluida en 1984, o
la sustitución del Concordato de 1953 en España por los Acuerdos de 1976 y 1979 .

c) la violación grave por una de las partes facultará a la otra para alegar la violación
como causa para dar por terminado el tratado o para suspender su aplicación total o
parcialmente (Convención de Viena, art. 60 ); es lo que establece el principio
frangenti fidem, fides iam non est servanda.

d) la imposibilidad subsiguiente de cumplimiento. Una parte podrá alegar la


imposibilidad de cumplir un tratado como causa para darlo por terminado o retirarse de
él si esa imposibilidad resulta de la desaparición o destrucción definitivas de un objeto
indispensable para el cumplimiento del tratado. Si la imposibilidad es temporal, podrá
alegarse únicamente como causa para suspender la aplicación del tratado. La
imposibilidad de cumplimiento no podrá alegarse por una de las partes como causa para
dar por terminado un tratado, retirarse de él o suspender su aplicación si resulta de una
violación, por la parte que la alegue, de una obligación nacida del tratado o de toda otra
obligación internacional con respecto a cualquier otra parte en el tratado (Convención
de Viena, art. 61 ).

e) La modificación de las circunstancias en las que firmó el Acuerdo (Convención de


Viena, art. 62 ), según el principio rebus sic stantibus. Sólo podrá alegarse esta causa
cuando la existencia de esas circunstancias constituya una base esencial del
consentimiento de las partes en obligarse por el tratado, y ese cambio tenga por efecto
modificar radicalmente el alcance de las obligaciones que todavía deban cumplirse en
virtud del tratado. Como señala específicamente Giménez y Martínez de Carvajal, uno
de estos supuestos sería el posible cambio de las Partes contratantes, en el caso de que
hubiera un cambio de soberanía, según la regla res inter alios acta neque iuvat neque
nocet, según la cual, las cosas hechas entre otros, no pueden perjudicar ni aprovechar a
los demás.

f) cuando aparezca una nueva norma imperativa de derecho internacional general (ius
cogens), todo tratado existente que esté en oposición con esa norma se convertirá en
nulo y terminará (Convención de Viena, art. 64 ).

2.4. Anotaciones sobre los Acuerdos recientes entre la Santa Sede y los
Estados

En los últimos años del siglo XX hemos asistido a una incesante actividad concordataria.
Por una parte, se han revisado o renovado algunos acuerdos en países tradicionalmente
concordatarios. Pero también se han concluido este tipo de acuerdos en países en los
que supone una verdadera novedad jurídica; así, en el continente africano, puede
destacarse un intercambio de notas entre el Rey de Marruecos y el Romano Pontífice
(1983-1984) en el que se establece un cierto espacio de libertad para la Iglesia en dicho
país de confesionalidad islámica; en Costa de Marfil (1992) se acuerda la constitución y
reconocimiento de una fundación internacional; en Camerún (1989, 1995) el Acuerdo
versó específicamente sobre el Instituto católico de Yaoundè; y por último, el Acuerdo
marco adoptado en Gabon (1997).

También tienen especial relieve: el Acuerdo firmado con Kazajstán en 1998, el primer
acuerdo firmado con un país asiático; los Acuerdos entre Israel y la Santa Sede (1993 y
1997), en los que se definió el estatuto jurídico de la Iglesia y de sus instituciones en
Tierra Santa y el Acuerdo básico con la Organización para la Liberación de Palestina
(2000).

En los países de Europa Oriental, tras recuperar su plena soberanía, se han estipulado
ya numerosos acuerdos. El de Polonia (1993), recibió oficialmente el nombre de
Concordato, y es un texto en el que se trata una gran variedad de cuestiones; Hungría
(1994 y 1997) y Croacia (1996 y 1998), se acogieron al sistema de los Acuerdos
temáticamente específicos; posteriormente se han firmado los respectivos Acuerdos con
Estonia (1998, 1999), Lituania (2000), Letonia (2000), Eslovaquia (2000), y Chequia
(2002). Todos ellos son precisamente países que comenzaban una nueva etapa socio-
política. Uno de los primeros pasos de ese camino fue precisamente la firma de un
Concordato con la Iglesia católica.

Posteriormente, se han firmado también los de Portugal (2006) y Brasil (2008).

2.5. Los principios concordatarios del siglo XXI

Del análisis de los Acuerdos concordatarios formalizados en las tres últimas décadas
cabe señalar que no son Concordatos teóricos, sino que se centran en cuestiones de
verdadera incidencia práctica, aunque sin pretensión de exhaustividad.

Además se detecta que estos Acuerdos parten de una concepción del Derecho canónico
como un ordenamiento jurídico primario, ante la presencia de abundantes reenvíos
formales a dicho corpus jurídico, reconociendo por tanto su competencia para regular
esas relaciones jurídicas y la eficacia en su esfera de las relaciones surgidas al amparo
del ordenamiento competente.

Pero quizás conviene no perder de vista que lo más llamativo del contenido de estos
Acuerdos, es que nos encontramos ante una visible y radical superación de las
tendencias anti-eclesiásticas y anticlericales que han estado presentes en la reciente
historia de estos países; es más, a partir de los Preámbulos de los respectivos
Acuerdos, puede decirse que la religión es considerada como parte de la vida social y
las condiciones para asegurar la satisfacción de las necesidades comunes en estas
materias; y se entiende que dichas condiciones deben ser atendidas también por el
Estado. No es intrascendente la mención reiterada del Concilio Vaticano II en estas
normas bilaterales, que aparece citado como si hubiera un cierto paralelismo entre los
documentos conciliares y las Constituciones de los respectivos Estados.

Los Acuerdos recogen de modo rotundo y categórico el derecho de la Iglesia a gobernar


y administrar sus propios asuntos, y a la vez, la plena autonomía e independencia entre
Iglesia y Estado; la personalidad de los entes eclesiásticos también se reconoce con
bastante amplitud a través de instrumentos jurídicos adecuados para que tengan
capacidad jurídica, y participen de esa libertad de actuación. Es más, se extiende tales
prerrogativas a otras estructuras no necesariamente vinculadas orgánicamente a la
autoridad eclesiástica, y que forman el amplio género de las empresas de tendencia.
Como ha puesto de relieve Martín de Agar, se puede concluir que, como tendencia
general, los nuevos Acuerdos de los Estados con la Santa Sede buscan una mayor
flexibilidad; así, se suelen articular inicialmente las reglas generales dentro de las que
se podrán desarrollar posteriormente, en Acuerdos sucesivos, las materias específicas.
También cabe destacar una mayor participación de la jerarquía local en las
negociaciones y actuaciones de estos nuevos Acuerdos.

De acuerdo con Roca, se puede decir que no hay novedades substantivas en los
principios concordatarios del siglo XXI, pero sí se da una cierta evolución de carácter
formal.

1) La neutralidad es uno de los pilares básicos sobre los que se asientan estos Tratados,
a pesar de que fueran países tradicionalmente católicos antes de la dominación
marxista.

2) Se reitera el principio de autonomía e independencia entre el Estado y las


confesiones religiosas. Lógicamente, los textos se dedican especialmente a reconocer
detalladamente los derechos de la Iglesia católica, que durante años no ha podido
ejercer, como son el derecho a comunicarse libremente con la Santa Sede y con otras
Conferencias episcopales, su derecho a intervenir en los medios de comunicación,
control e interferencia sobre las iglesias.

3) Se garantizan el principio de libertad religiosa según una acepción amplia, los ya que
pueden encontrarse grados y matices en los distintos Acuerdos europeos. En este
sentido, puede decirse que la libertad religiosa individual está garantizada de modo
igual en la Unión Europea, pero que el Derecho eclesiástico no es igual en cada Estado,
y en esa desigualdad es donde juega un papel decisivo la Historia.

4) De manera especial está presente la necesidad de regular estas materias de modo


bilateral, junto con el compromiso de resolver de común acuerdo las diferencias, o
llegar a soluciones aceptables para ambas Partes ante las cuestiones que estén
pendientes de regulación.

Siempre existirá el peligro del jurisdiccionalismo estatal en el desarrollo de los


Acuerdos, es decir, que el Estado actúe utilizando exclusivamente una interpretación
estatal; de ahí la conveniencia de seguir con un enfoque pacticio en las leyes
posteriores, que no estamos ante un bloque monolítico, sino necesitado de ampliaciones
y modificaciones. Una garantía de ese modelo pacticio, es el ropaje jurídico formal de
dichas convenciones, ya que confieren fuerza de ius cogens a los preceptos
establecidos.

5) La libertad religiosa no se reconoce exclusivamente para la Iglesia Católica, sino que


el principio de igualdad y no discriminación habrá de ser un postulado propio en la
actividad de la Iglesia, no sólo por parte de los funcionarios estatales, tanto para los
individuos como para los grupos religiosos.

En resumen la novedad de los principios concordatarios es una novedad más bien


extrínseca, a tenor de las nuevas resonancias de estos principios en los países próximos
a integrarse en la Unión europea, con un substrato ideológico e histórico radicalmente
distinto a la Vieja Europa.

3. Acuerdos concordatarios entre la Santa Sede y el Estado español

3.1. Antecedentes históricos

Como señala Lombardía, en un sentido amplio, puede decirse que en España la


legislación sobre la materia eclesiástica ha sido particularmente abundante, aunque
propiamente, no pueda decirse que todo ese conjunto de disposiciones sea Derecho
eclesiástico, según la concepción actual de este sector del ordenamiento jurídico.

En cualquier caso, conviene ofrecer aquí una breve perspectiva de los principales
Concordatos que se han estipulado entre la Santa Sede y el Estado español, que
muestran la tradición histórica en nuestro país de la normativa bilateral o pacticia sobre
las cuestiones de Derecho eclesiástico.

Como un breve apunte histórico, podemos citar el Concordato de 1753, suscrito entre
Benedicto XIV y Fernando VI, que trataba fundamentalmente sobre materia beneficial;
y el Concordato de 1851 firmado durante el pontificado de Pío IX y la Reina Isabel II
referido a las desamortizaciones, a la dotación estatal de culto y clero, y los derechos de
la Corona en la provisión de oficios eclesiásticos.

Durante el régimen anterior (1936-1975), el Concordato de 1953 reguló bilateralmente


y de manera global las diversas materias de interés común. El principio básico
informador era la confesionalidad, con un estatuto jurídico de favor para la Iglesia, y, al
mismo tiempo, con unas determinadas intervenciones del poder político en los
nombramientos de autoridades eclesiásticas (en el fondo, reminiscencias de corte
regalista). La doctrina expuesta por el Concilio Vaticano II, sobre la independencia entre
la comunidad política y la Iglesia, la necesidad de una sana colaboración entre ellas la
libertad religiosa como derecho fundamental, y la libertad de la Iglesia en las relaciones
con los poderes públicos, propició una sucesión de cambios. En primer lugar, hay que
destacar la modificación del art. 6,2 del Fuero de los Españoles y la promulgación
posterior de la Ley de Libertad religiosa de 1967, que dieron paso a un nuevo régimen
de confesionalidad más abierto que respetaba la libertad y la tutela de otras confesiones
distintas de la católica. Como subrayó Bernárdez, se establecía una “dualidad de
regímenes culturales”: uno para la Iglesia Católica y otro para las demás confesiones, a
las que, una vez inscritas en el Registro del Ministerio de Justicia como asociaciones
especiales, se les aplicaba un régimen propio, distinto del estatuto común de la Ley de
Asociaciones. También hubo numerosas negociaciones para la reforma del Concordato
de 1953 que no llegaron a término hasta la firma del Acuerdo de 23 de julio de 1976,
sobre nombramiento de Arzobispos, Obispos y Vicario General castrense y relaciones
con autoridades civiles, que, en ocasiones, se ha designado como Acuerdo base
(Giménez y Martínez de Carvajal).

3.2. Textos concordatarios vigentes en España

En el Preámbulo del Acuerdo de 1976, se reconocía expresamente el profundo proceso


de transformación que la sociedad española había experimentado, comprometiéndose
ambas partes a “emprender, de común acuerdo, el estudio de estas diversas materias
con el fin de llegar, cuanto antes, a la conclusión de Acuerdos que sustituyan
gradualmente las correspondientes disposiciones del vigente Concordato”. No obstante,
en este texto el Estado y la Iglesia renuncian, respectivamente, a la presentación de
obispos y al denominado privilegio del fuero.

Este proceso de reforma no culminó hasta los cuatro Acuerdos de 1979 , firmados
entre la Iglesia y el Estado, cuando ya había sido promulgada la Constitución española;
dichos Acuerdos son: el de asuntos jurídicos, el Acuerdo sobre asuntos económicos, el
Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, y el Acuerdo sobre la asistencia
religiosa a las Fuerzas Armadas y el Servicio militar de clérigos y religiosos. Derogaron
el Concordato de 1953 y sus convenios complementarios excepto el Convenio de 5 de
abril de 1962 sobre el reconocimiento, a efectos civiles, de estudios de ciencias no
eclesiásticas realizados en Universidades de la Iglesia.

Las materias reguladas en el conjunto de esos cinco instrumentos jurídicos pueden


esquematizarse así (Fornés):
A) Organización de la Iglesia y de los entes eclesiásticos.

B) Estatuto jurídico de los ministros sagrados.

1. Provisión de cargos eclesiásticos.

2. Estatuto jurídico personal de los ministros sagrados.

3. Servicios de asistencia religiosa en instituciones especiales:

3.1. Fuerzas Armadas.

3.2. Establecimientos penitenciarios.

3.3. Establecimientos especiales.

C) Régimen económico.

D) Regulación del matrimonio.

E) Enseñanza.

Estos Acuerdos comparten los mismos principios informadores, tienen conexiones


internas entre ellos -concretamente remisiones o referencias expresas al de 1976, y el
Preámbulo de este último Acuerdo es común e introduce a todos. En definitiva, como
señaló en su día Fornés, estamos ante un “sistema concordatario”, en el que puede
subrayarse el rasgo de la unidad en la fragmentariedad de instrumentos conectados
entre sí, aunque sean formalmente distintos y estén separados: “todos los Acuerdos -
subraya el autor- forman un único cuerpo normativo, fragmentado en distintos
instrumentos, pero unitario”.

La interpretación de los Acuerdos se llevará a cabo de común acuerdo entre el Gobierno


y la Santa Sede, tal y como se determina de modo idéntico en cada uno de los
correspondientes textos (art. 7 Asuntos Jurídicos, art. 6 Asuntos Económicos, art. 16
Enseñanza y Asuntos Culturales, art. 7 Asistencia Religiosa a las Fuerzas Armadas ).
De ahí que se hayan creado Comisiones mixtas a nivel nacional y autonómico para el
desarrollo, seguimiento y ejecución de los acuerdos o convenios, que facilitan la
solución armónica de dudas y dificultades que puedan presentarse en el desarrollo de lo
pactado.

Por último, estos Acuerdos son de aplicación en todo el territorio español, pero, dada la
generalidad de muchos de sus preceptos, exigen una normativa posterior para su
desarrollo y aplicación.

4. Convenios de desarrollo

En el texto de los Acuerdos aparecen con relativa frecuencia diversas expresiones que
remiten a una reglamentación bilateral y posterior entre la Iglesia y el Estado “de
común acuerdo”. En este sentido, se ha afirmado que el sistema concordatario actual
parece llevar en sí el germen de la convencionalización continuada (Ibán).

Realmente, a tenor del art. 81 de la Constitución española , el desarrollo del derecho


a la libertad religiosa, como derecho fundamental, únicamente se podrá regular por ley
orgánica. Sin embargo, no existe una peculiar reserva de la materia religiosa a la
competencia estatal, a tenor de los artículos 148 y 149 de la Constitución española .
Podría hablarse de una competencia indirecta de las Comunidades Autónomas respecto
al factor religioso, cuando regula otras materias. Así, en el art. 149, 3 se dice
explícitamente que “las materias no atribuidas expresamente al Estado por esta
Constitución podrán corresponder a las Comunidades Autónomas, en virtud de sus
respectivos Estatutos. La competencia sobre las materias que no se hayan asumido por
los Estatutos de Autonomía corresponderá al Estado, cuyas normas prevalecerán, en
caso de conflicto, sobre las de las Comunidades Autónomas en todo lo que no esté
atribuido a la exclusiva competencia de éstas. El derecho estatal será, en todo caso,
supletorio del derecho de las Comunidades Autónomas”. Puede decirse que existe un
límite –quizá difuso– entre el ámbito que corresponde a la reserva de ley orgánica
establecida para el desarrollo del derecho fundamental de libertad religiosa, y la
regulación de aquellas manifestaciones concretas, puntuales, del factor religioso en la
esfera social, que precisamente se presentarán de manera peculiar en cada Comunidad
Autónoma, y en conexión con otras materias de su competencia. Por ejemplo, el art.
149, 1, 30ª únicamente establece la competencia exclusiva del Estado en materia de
educación, en lo que se refiere a las “normas básicas para el desarrollo del artículo 27
de la Constitución , a fin de garantizar el cumplimiento de las obligaciones de los
poderes públicos en esta materia”. Lógicamente, surgirán cuestiones puntuales sobre la
enseñanza de la religión, sobre las que convendrá decidir a nivel autonómico,
respetando la normativa básica establecida por los Acuerdos.

En fin, como se ha puesto de relieve por la doctrina, pese a que pueda decirse
inicialmente que la competencia en materia relativa a libertad religiosa corresponde al
Estado conforme a la Constitución, “casi sin quererlo se genera una potestas indirecta
de las autonomías, vía competencias tales como patrimonio histórico, educación,
sanidad, etc., que por mucho que niegue que guarden relación con la libertad religiosa,
luego la realidad matiza esta afirmación. Lo importante es tener claros los mecanismos
de control de esa potestas indirecta, tal vez muy semejantes formalmente mutatis
mutandis al mecanismo de control de la XIV Enmienda del Bill of Rights (aunque en este
caso el movimiento descentralizador sea inverso al español), si estamos dispuestos a
admitir un control de constitucionalidad descentralizado, o bien muy en el ámbito
normal del constitucionalismo español el recurso de amparo y el recurso de
inconstitucionalidad ante el TC” (Navarro-Valls).

Pueden ser sujetos para estipular Convenios, por parte del Estado, además del
Gobierno, los distintos ministerios, así como las autoridades autonómicas, provinciales o
locales; por parte de la Iglesia, han intervenido ya en distintas ocasiones, la Conferencia
episcopal, alguna de sus Comisiones, los Obispos de una Comunidad Autónoma, los de
una Provincia eclesiástica, o simplemente el Obispo de una Diócesis.

Así, se han suscrito diversos acuerdos entre varios ministros y la Conferencia episcopal,
en materias como la asistencia religiosa en centros hospitalarios, centros penitenciarios
y el régimen económico de los profesores de religión católica.

Pero además es preciso recordar cómo en el ámbito autonómico, “la norma autonómica
es suprema y excluye a las normas de cualquier otro ordenamiento, las cuales, lejos de
poder pretender en dicho ámbito cualquier superioridad por su origen diverso, serán
nulas por invadir la esfera garantizada al principio autonómico” (E. García de Enterría-
T.R. Fernández). Las Comunidades Autónomas, en la medida en que tienen asumidas
competencias en materias relativas, o más bien, conectadas con cuestiones que afectan
al factor religioso, pueden producir normas unilaterales, pero también pueden
establecer pactos o convenios con la correspondiente autoridad religiosa, según el
denominado principio de competencia. Se pueden destacar los convenios existentes
sobre asistencia religiosa en las Comunidades en las que se han transferido las
competencias de sanidad; especialmente, es indicativo que todas las autonomías tengan
un convenio relativo a la conservación del patrimonio histórico-artístico.

Por último, también se han firmado otros convenios entre las autoridades eclesiásticas
con otras autoridades locales, como son las Diputaciones, Cabildos, Municipios,
universidades.
FUENTES NORMATIVAS BILATERALES: ACUERDOS CON OTRAS
CONFESIONES RELIGIOSAS

Satorras Fioretti, Rosa Mª. Profesora Titular de Derecho Eclesiástico


del Estado de la Universidad de Barcelona

1. Los Acuerdos con las confesiones minoritarias en general

Los Acuerdos de cooperación, como tales, constituyen la más característica fuente del
Derecho eclesiástico; por un lado resultan una fuente de gran tradición, en función de
los numerosos Concordatos firmados por la Santa Sede con los diferentes Estados y, por
el otro, se trata de un instrumento jurídico muy “moderno” y expresivo del fenómeno
contemporáneo de la normativa pactada, en el sentido de que el actual sistema de
legislar tiende, cada vez en mayor medida, a contar con la opinión y postura de los
grupos sociales organizados (sindicatos, organizaciones ecologistas, Organizaciones no
gubernamentales, profesionales) o afectados (determinados sectores económicos), y
muy en especial, cuando se trata de grupos minoritarios con características bien
diferenciadas respecto de las posturas más extendidas en la sociedad, como ocurre en
el caso de los grupos religiosos.

Aunque en nuestro entorno, la tradición pacticia más corriente proviene de los


Concordatos con la Iglesia Católica, existen numerosos ejemplos durante la historia del
derecho comparado tanto de acuerdos de los Estados con confesiones religiosas
distintas de ésta, como de las diferentes instancias administrativas, bien con las propias
confesiones, bien con las llamadas “entidades menores” de las mismas.

La Constitución Española no impone a los poderes públicos la exigencia de llegar a


Acuerdos con las confesiones (como los artículos 7 y 8 de la Constitución italiana), pero
apoya claramente esta opción a partir de la instauración del principio de cooperación en
el art. 16.3 : “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la
sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la
Iglesia Católica y las demás confesiones”. En realidad, los Acuerdos con la Santa Sede
y las otras confesiones son algunos de los ejemplos más clásicos de dichas relaciones
de cooperación, si bien las mismas no se agotan en esto, puesto que pueden existir
tantas formas de cooperación como imaginación tengan los encargados de
determinarlas.

1.1. Fundamento de los Acuerdos

El fundamento remoto de los Acuerdos se encuentra en el principio de cooperación entre


el Estado y las confesiones religiosas del art. 16.3 de la Constitución , aunque se
puede hallar un referente más próximo en el art. 7 de la LOLR , que dice: “el Estado,
teniendo en cuenta las creencias religiosas existentes en la sociedad española,
establecerá en su caso acuerdos o convenios de cooperación con las Iglesia, confesiones
y comunidades religiosas”. Además, el propio artículo señala los requisitos que para ello
se precisan (inscripción en el Registro de Entidades Religiosas -o R.E.R.- y “notorio
arraigo” en España de la confesión en cuestión), así como el procedimiento para su
formalización (aprobación del Acuerdo por las Cortes por medio de ley).

1.2. La cooperación con las entidades religiosas como actividad administrativa


de limitación

Cuando el art. 16.3 CE enuncia el principio de cooperación lo somete simplemente, a


las efectivas creencias que en ese momento tenga la sociedad española; a su vez,
sienta las bases del futuro desarrollo legal que se le tenga que dar a la eventual
cooperación; estas bases, a grandes rasgos, son: 1ª) Reconocimiento expreso de la
Iglesia Católica como sujeto de relaciones de cooperación, en tanto que las demás
confesiones necesitarán del previo reconocimiento estatal. 2ª) No es suficiente con el
reconocimiento de la confesión como tal, pues se sigue precisando “tener en cuenta” -
para que el Estado establezca las relaciones- “las creencias religiosas de la sociedad
española”. Esta ultima expresión es la que ha dado pie para que la LOLR exija, a las
confesiones que deseen firmar Acuerdos de cooperación con el Estado, el requisito del
“notorio arraigo”, aparte de la inscripción previa en el Registro de Entidades Religiosas.

Eso nos da los datos suficientes -como sostiene con mucho acierto CAMARASA- para
poder decir que la actividad de cooperación (por lo menos en su principal y más clara
manifestación, cual son los Acuerdos) se somete a dos requisitos:

A. La previa inscripción en el Registro público, creado en la Dirección General de


Asuntos Religiosos del Ministerio de Justicia: esta inscripción es constitutiva, salvo para
la Iglesia Católica-, y es el requisito que el Estado exige para reconocer a la entidad
religiosa en cuestión la personalidad jurídica civil.

B. Adquirida la personalidad jurídica, aún habrá que tomar en consideración dos nuevos
datos: 1º) Sólo pueden ser parte de los Acuerdos de cooperación las entidades
religiosas mayores (Iglesias, Confesiones y comunidades religiosas). 2º) Deben haber
alcanzado el llamado “notorio arraigo” en España, por su ámbito y número de
creyentes. El “notorio arraigo”, por supuesto, lo valorarán los poderes públicos.

La efectiva cooperación entre el Estado y una confesión religiosa determinada se


alcanzará a su máximo nivel -si seguimos al propio CAMARASA- por medio de la firma
de un Acuerdo de cooperación, pero como el Estado se halla en posición de absoluta
supremacía a la hora de decidir con quién firma sus acuerdos y con quién no, en el
fondo, estamos ante una actividad administrativa de limitación, y eso, en el caso de que
se lleguen a firmar Acuerdos, pues de otro modo, nos encontraríamos ante una mera
actividad de fomento (ayudas, subvenciones, etc.). Tenemos que hacer una salvedad,
respecto de la excepción que supone el caso de la Iglesia Católica, que -al reconocerle
la propia Constitución su capacidad cooperativa originaria- es la única que podría
actuar ante el Estado de igual a igual.

A la anterior conclusión, se puede llegar por pasos:

a) La actividad administrativa de limitación, genéricamente, supone una intervención de


la administración por medio de la cual se restringen los derechos o libertades de los
particulares.

b) La cooperación efectiva sólo se alcanza de veras (de nuevo, según CAMARASA) a


partir de la firma de Acuerdos con el Estado, cosa a la que, en principio, tendría derecho
cualquier confesión religiosa.

c) Para alcanzar Acuerdos de cooperación es preciso que la Administración considere


que una confesión determinada, previamente inscrita, posee “notorio arraigo” en
España en función de su ámbito y número de creyentes, criterios de lo más vagos y
aleatorios, que sólo puede concretar la propia Administración.

d) La inscripción, a su vez, se ve sometida a una resolución estimatoria de la solicitud


presentada por el grupo religioso ante el RER; esta actividad (de resolver las
solicitudes) está atribuida al Ministerio de Justicia -y por delegación al Director General
de Asuntos Religiosos-, lo que significa que, de nuevo, es la Administración la que
acepta -o no- considerar al sujeto colectivo como confesión religiosa, a partir de su
inscripción.
e) La conclusión de lo anterior es que -en el fondo- la Administración puede someter la
efectividad real del principio constitucional de cooperación a una simple actividad
administrativa de limitación, al necesitarse, por dos veces consecutivas, que sea ella la
que dé vía libre a los pasos previos y preceptivos para la posible cooperación.

1.3. El requisito del “notorio arraigo”

Como ya se ha dicho, el art. 7 LOLR precisa que, para la firma de acuerdos de


cooperación, la confesión esté legalmente inscrita y que, además, goce de “notorio
arraigo” en España por su ámbito y número de creyentes. La valoración del “notorio
arraigo” es una de las actuales actividades que resultan discrecionales –que no
arbitrarias- en su apreciación para la Administración

En su momento –tal como nos explica FERNÁNDEZ CORONADO- cuando se valoraba la


oportunidad de firmar los primeros Acuerdos de cooperación derivados del art. 7 LOLR
se fijaron algunos baremos (no cerrados) para determinar si una confesión
determinada gozaba o no de suficiente arraigo en España como para tomar en
consideración sus propuestas cooperacionistas; en este sentido, la Ponencia creada ad
hoc por la Comisión Asesora de Libertad Religiosa, enumeró los siguientes criterios a
constatar:

a) Suficiente número de miembros.

b) Organización jurídica adecuada, que la constituyese en único interlocutor válido con


la Administración.

c) Arraigo histórico en España, legal o clandestino.

d) Importancia de las actividades sociales llevadas a cabo.

e) Extensión de su ámbito territorial.

f) Institucionalización de sus ministros de culto.

A colación de lo anterior, hay que recordar que buena parte de la doctrina considera que
la Iglesia Católica no necesitó probar su “notorio arraigo” en España, porque ya le era
reconocido por la propia Constitución, que la consideraba directamente sujeto
susceptible de Acuerdos en su art. 16.3 . Personalmente, no creo que sea éste el
motivo de que la Iglesia no tenga que probar su notorio arraigo; es más simple que
todo eso: la necesidad de demostrar un “notorio arraigo” para la firma de acuerdos de
cooperación con el Estado es un requisito meramente legal (y no constitucional como
consideran algunos) que surge de la LOLR , que es posterior a los Acuerdos de
cooperación con la Iglesia Católica ; así, no es que la Iglesia no tenga que demostrar
su notorio arraigo, sino que la necesidad de comenzar a demostrarlo es posterior a la
firma de sus Acuerdos.

2. Los Acuerdos de cooperación vigentes

2.1. Los acuerdos firmados por el Estado Español

Aparte de los diversos Acuerdos concertados con la Iglesia Católica , en la actualidad


nos encontramos con otros tres, todos de 28 de abril de 1992 (que dieron lugar a las
Leyes 24 , 25 y 26/1992 de 10 de noviembre de 1992); son los siguientes:

1.º Acuerdo de cooperación del Estado español con la Federación de Comunidades


Israelitas de España (FCI).
2.º Acuerdo de cooperación del Estado español con la Federación de Entidades
Religiosas Evangélicas de España (FEREDE).

3.º Acuerdo de cooperación del Estado español con la Comisión Islámica de España
(CIE).

2.2. Los sujetos de los acuerdos

2.2.1. Analogía necesaria

Siguiendo a ZABALZA BAS, hay que hacer una observación previa en cuanto a los
sujetos: nos encontramos con una Administración con voluntad de firmar los nuevos
acuerdos, pero que se encuentra con serios problemas estructurales para llevarlos a
cabo; me refiero a que se desea negociar, pero no se halla el interlocutor adecuado;
acostumbrados como estamos a cooperar con la Iglesia Católica que, a estos efectos,
está cómodamente jerarquizada y con una clara atribución de funciones representativas
en cada instancia territorial, nos enfrentamos con el inicio de unas conversaciones
difusas, con unos grupos religiosos de credo muy similar, sino idéntico –a los ojos del
Estado-, pero sin estructura jurídico-jerárquica. Para solventar el tema, el Estado les
exige la creación de unos “colectivos confesionales” lo más afines posible entre sí, que
posean unos órganos representativos claramente establecidos a semejanza de su
homónima católica, con la que España ya está acostumbrada a relacionarse.

De esta manera, a partir de la creación de una auténtica ficción, sin correlato con la
realidad, se “fabrican” los interlocutores jurídicos para poder comenzar a negociar los
contenidos de los futuros Acuerdos.

2.2.2. Los sujetos de los acuerdos vigentes

Como es lógico, los sujetos son el Estado, por un lado, y la confesión o comunidad
religiosa de la que se trate, por el otro. Cuando hablamos del Estado estamos
integrando la competencia del Gobierno para negociarlo (en concreto, del Ministro de
Justicia), de las Cortes para traducir lo acordado en ley española y del Rey para
sancionar, promulgar y ordenar su publicación. Cuando hablamos de las confesiones
religiosas, y teniendo presente lo que se dijo en el anterior apartado, nos referimos a
los órganos que legítimamente las representen.

La comunidad judía está integrada por distintas Comunidades inscritas en el Registro de


Entidades Religiosas, que han constituido la “Federación de Comunidades Israelitas de
España” (FCI), como órgano representativo e interlocutor ante el Estado, para la
negociación, firma y ulterior seguimiento del Acuerdo adoptado.

Numerosas Iglesias de religión evangélica -cuya práctica totalidad también están


inscritas en el Registro de Entidades Religiosas- han constituido la “Federación de
Entidades Religiosas Evangélicas de España” (FEREDE), como órgano representativo
ante el Estado.

La comunidad islámica está representada por toda una serie de comunidades inscritas
en el Registro e integradas en alguna de las dos Federaciones también inscritas, la
“Federación Española de Entidades Religiosas islámicas” y la “Unión de Comunidades
islámicas de España” que -a su vez- han constituido la “Comisión islámica de España”
(CIE) como órgano representativo del Islam ante el Estado.

2.3. Génesis de los Acuerdos

Los Acuerdos con la FEREDE (evangélicos) y la FCI (judíos) se negociaron


conjuntamente; por su parte, se negocia el Acuerdo con la CIE (musulmanes) de forma
separada, entre otras cosas por falta de acuerdo interno entre las distintas comunidades
implicadas, lo que comportó que no hubiese, hasta el último momento, un único
interlocutor válido al frente de la negociación con el Estado. Por lo demás, hay que decir
que, con pequeñas modificaciones respecto del texto de trabajo, los tres se aprueban a
la vez, con idénticas memorias explicativas de los Proyectos de ley.

No quiero extenderme más aquí sobre este particular, para el que me remito a los
trabajos de FERNÁNDEZ CORONADO y de CASTRO JOVER citados en la bibliografía
básica.

2.4. Su naturaleza jurídica

Hay que partir de la base del art. 7 de la LOLR , que dice que los Acuerdos se
aprobarán por “ley de las Cortes Generales”, lo cual implica que hay dos fases
fundamentales: 1.º Acuerdo entre el Gobierno y los representantes de la confesión, y
2.º ley de las Cortes Generales.

Algunas de las cuestiones que nos podemos formular, entre otras, son las siguientes:

A. ¿Se trata de Tratados Internacionales como los Acuerdos del Estado con la Santa
Sede ? La respuesta que a esta pregunta tenemos que dar es, radicalmente que no;
no estamos ante tratados internacionales, aunque sólo fuese porque las confesiones
religiosas no gozan de personalidad jurídica internacional, como sí ostenta la Santa
Sede.

B. ¿Son, en cambio, leyes internas del Estado, es decir, leyes unilaterales? Unos dicen
que se trata de normas unilaterales (MARTÍNEZ TORRÓN), otros los califican como
“leyes con negociación previa” (GARCÍA-HERVÁS); otros consideran que, si bien el
acuerdo es un presupuesto previo para la formación de la voluntad política de las Cortes
(LLAMAZARES), su resultado termina siendo “de Derecho público interno”, tratándose
de “una ley unilateral ordinaria”; por fin, cierto sector doctrinal, los caracterizaron como
“leyes paccionadas o leyes-pacto” (LOMBARDÍA).

En este sentido, creo que se trata de unas leyes estatales internas (por lo menos desde
el punto de vista formal) que surgen como consecuencia de un pacto previo que las
convierten en “convenios de derecho público”, por la especial naturaleza del fenómeno
asociativo religioso y por la evidente incompetencia del Estado en estas materias. Así,
de acuerdo con MARTÍNEZ TORRÓN, creo que aunque formalmente sean leyes internas,
materialmente se trata de leyes paccionadas, esto es, en esencia bilaterales.

C. ¿Qué relevancia tiene el acuerdo previo en la génesis y mantenimiento de la ley?


¿puede el Estado derogarlas o modificarlas unilateralmente? La doctrina, a efectos
prácticos, parece conforme en concluir que “las Cortes Generales no pueden modificar
unilateralmente el contenido del acuerdo sin desvirtuar su naturaleza” (MARTÍNEZ
BLANCO). No tiene sentido, de otra forma, que los Acuerdos se molesten en prever la
creación de las “Comisiones Mixtas y Paritarias” entre la Administración y las
confesiones para la aplicación y seguimiento del acuerdo, si no se fuesen a tener en
cuenta los resultados de sus conclusiones.

2.5. Contenido

Aunque no se pretende, ni mucho menos, realizar una lista cerrada, a modo de ejemplo,
alguno de los habituales contenidos, a la vista de lo que hasta el momento se ha
aprobado, son los siguientes:

1. Personalidad jurídica de los entes asociativos (inscripción en el Registro de Entidades


Religiosas).

2. Funciones religiosas y sus prescripciones, festividades y normas alimentarias.


3. Lugares y ministros de culto, su servicio militar y su seguridad social.

4. Los efectos civiles de su matrimonio.

5. Asistencia religiosa a militares y en centros públicos.

6. Enseñanza.

7. Régimen económico y fiscal.

8. Patrimonio histórico-artístico.

El criterio general para regular estas materias ha sido el de la simplicidad de las


obligaciones y el de evitar gravosidad para el Estado. Ahí hay un punto de diferenciación
–y, por qué no decirlo, de discriminación- respecto a los Acuerdos con la Iglesia
Católica. Aunque en todos los campos posibles, existe la tendencia a equipar al máximo
a la Iglesia Católica con las demás confesiones, pues ella representa el llamado
“paradigma extensivo de trato específico”, el resultado efectivo de la equiparación en
similares –o a veces idénticas circunstancias- al que se ha llegado es, cuando menos,
discutible. Para el análisis pormenorizado de las diferencias de trato entre una y las
otras, me remito a los temas que analizan cada uno de los problemas en concreto.

LA JURISPRUDENCIA

Souto Galván, Beatriz. Profesora Titular de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de Alicante

1. Introducción

La jurisprudencia no tiene valor de fuente del derecho, en sentido estricto, en nuestro


ordenamiento jurídico; sin embargo, tiene una función relevante es un supuesto
concreto: “La jurisprudencia complementará el ordenamiento el ordenamiento jurídico
con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y
aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del derecho” (art. 1.6 del Código
Civil ).

El carácter de la jurisprudencia, por tanto, debe encuadrarse, más que en el ámbito de


las fuentes del derecho en el más concreto de la interpretación, pues como recuerda el
Profesor Federico DE CASTRO: “Los autores y magistrados formados en la doctrina
española tradicional no consideran la jurisprudencia verdadera fuente del Derecho; la
interpretación dada en una sentencia no vinculaba al Tribunal, ni a este mismo ni a los
inferiores. Pues no obliga, se dice por razón de su imperio, sino por imperio de su razón
(…) La función específica del Tribunal Supremo es la de formar jurisprudencia (art. 1782
L.E.C. ); ser guía y modelo en la difícil tarea de la interpretación, al servicio del mejor
entendimiento de la ley, costumbre y principios generales; no de amparar la obstinación
o la rutina a pretexto de mantener la uniformidad de sus decisiones (F. DE CASTRO).

El Tribunal Supremo tiene la misión de crear la “unidad de doctrina” en la interpretación


de las leyes, si bien se trata más de una tendencia que de una realidad concreta la
posibilidad de invocar dos sentencias conformes del Tribunal Supremo respecto a una
cuestión y, al mismo tiempo, dos sentencias contrarias sobre el mismo asunto, es algo
realmente frecuente, por lo que resulta difícil hacer realidad la disposición del Código
Civil respecto a la “doctrina reiterada del Tribunal Supremo”.
En el ámbito del Derecho Público, que afecta directamente a la materia que estamos
estudiando, cabe recordar que el artículo 102 de la Ley reguladora de la Jurisdicción
contenciosa-administrativa, de 30 de marzo de 1992, preveía un recurso de casación
para la unificación de la doctrina. La Sentencia, dictada al efecto, “fijará la doctrina
aplicable al supuesto, modificando, cuando proceda, en lo pertinente las declaraciones
contenidas y las situaciones creadas por la Sentencia recurrida, sin afectar en ningún
caso, sin embargo, a las situaciones jurídicas creadas por las Sentencias anteriores a
ésta que se hubieren utilizado como referencia y contraste” (GARCIA DE ENTERRIA). La
Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción contenciosa-administrativa ,
actualmente vigente, dispone al efecto: “La Sentencia que se dicte respetará, en todo
caso, la situación jurídica particular derivada de la sentencia recurrida y, cuando fuere
estimatoria, fijará en el fallo la doctrina legal. En este caso, se publicará en el “Boletín
Oficial del Estado”, y a partir de su inserción en él vinculará a todos los jueces y
tribunales inferiores en grado de este orden jurisdiccional” (art. 100.7 ).

La creación del Tribunal Constitucional y su función de legítimo intérprete de la


Constitución ha reabierto la cuestión acerca de la naturaleza de la jurisprudencia
constitucional y, en concreto, si debe ser incluida entre las fuentes del derecho. Rubio
Llorente se ha decantado de manera inequívoca sobre esta cuestión: “Las sentencias del
juez de la constitucionalidad se convierten necesariamente en fuente del derecho, que
la ley, como fuente privilegiada, comparte ese puesto con la decisión judicial y el
sistema basado en la ley se transforma en case law” (RUBIO LLORENTE).

Junto a esta afirmación que atribuye a la jurisprudencia constitucional el carácter de


fuente del derecho se plantea cuál es el puesto que le corresponde en la jerarquía
normativa de fuentes. En este sentido, se ha afirmado, al amparo de los dispuesto en la
STC 76/1983, de 5 de agosto , que: “el legislador puede interpretar la voluntad del
constituyente dictando una norma que desarrolla a través de mandatos propios un
precepto constitucional. Lo que no se puede decir es cuál es la voluntad del
constituyente contenida en tal precepto e imponer esa definición de la voluntad del
constituyente a los demás. Esto es tarea que compete en exclusiva al Tribunal
Constitucional. Y precisamente por eso su sentencia tiene que ocupar necesariamente
un lugar superior al de la ley en la jerarquía normativa” (PEREZ ROYO).

A continuación mostramos, sin ánimo de exhaustividad, algunas sentencias –del


Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo- dictadas en relación con algunas
cuestiones de Derecho Eclesiástico del Estado.

2. Libertad de creencias

2.1. Concepto

El Tribunal Constitucional en Sentencia 24/1982, de 13 de mayo declara: “El


principio de libertad religiosa reconoce el derecho de los ciudadanos a actuar en este
campo con plena inmunidad de coacción del Estado y de cualesquiera grupos sociales,
de manera que el Estado se prohíbe a sí mismo cualquier concurrencia, junto a los
ciudadanos, en calidad de sujeto de actos o de actitudes de signo religioso” (F.J. 1º).

Profundizando en esta cuestión en el Auto del mismo Tribunal, 359/1985, de 29 de


mayo, se manifiesta que el derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa
“garantiza que los ciudadanos puedan “actuar en este campo con plena inmunidad de
coacción del Estado y de cualesquiera grupos sociales” (…), inmunidad de coacción que
afecta, como establece el artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos
–que ha de tenerse en cuenta en la interpretación del contenido de este derecho
constitucional- a la libertad de toda persona de “manifestar su religión o su creencia,
individual o colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la
práctica, el culto o la observancia”. En el mismo sentido se expresa el artículo 9.1 del
Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Fundamentales y el artículo
18.1 del Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos de 19 de diciembre de
1966 , que añade que “nadie será objeto de medidas coercitivas que puedan
menoscabar su libertad de tener o de adoptar la religión o las creencias de su elección
(artículo 18.2 )” (F.J. 2º).

2.2. Contenido esencial

“La libertad de creencias garantizada en el artículo 16.1 de la CE protege frente a


cualquier clase de compulsión externa de un poder público en materia de conciencia que
impida o sancione a una persona por creer en lo que desea (dimensión interna) y hacer
manifiesta su creencia si así o quiere (dimensión externa)” (STC 141/2000, de 29 de
mayo , F.J. 2º).

“La libertad de creencia, sea cual sea su naturaleza, religiosa o secular, representa el
reconocimiento de un ámbito de actuación constitucionalmente inmune a la coacción
estatal garantizado por el artículo 16 CE , “sin más limitación, en sus manifestaciones,
que las necesarias para el mantenimiento del orden público protegidos por la Ley”.
Ampara, pues un agere licere consistente, por lo que ahora importa, en profesar las
creencias que se desee y conducirse de acuerdo con ellas, así como mantenerlas frente
a terceros y poder hacer proselitismo de las mismas. Esa facultad constitucional tiene
una particular manifestación en el derecho a no ser discriminado por razón de credo o
religión, de modo que las diferentes creencias no pueden sustentar diferencias de trato
jurídico. (….) Cuando el artículo 16.1 CE se invoca para el amparo de la propia
conducta, sin incidencia directa sobre la ajena, la libertad de creencias dispensa una
protección plena que únicamente vendrá delimitada por la coexistencia de dicha libertad
con otros derechos fundamentales y bienes jurídicos constitucionalmente protegidos.
Sin embargo, cuando esa misma protección se reclama para efectuar manifestaciones
externas de creencias, esto es, no para defenderse frente a las inmisiones de terceros
en la libertad de creer o no creer, sino para reivindicar el derecho a hacerles partícipes
de un modo u otro de las propias convicciones e incidir o condicionar el comportamiento
ajeno en función de las mismas, la cuestión es bien distinta” (F.J. 4º).

2.3. Límites: Derechos fundamentales y libertades públicas de los demás y el


orden público

2.3.1. Derechos fundamentales y libertades públicas de los demás

Sobre este primer límite de la libertad de creencias el TC ha declarado que “El derecho
que asiste al creyente de creer y conducirse personalmente conforme a sus convicciones
no está sometido a más límites que los que le imponen el respeto a los derechos
fundamentales ajenos y otros bienes jurídicos protegidos constitucionalmente; pero el
derecho a manifestar sus creencias frente a terceros mediante su profesión pública, y el
proselitismo de las mismas, suma a los primeros los límites indispensables para
mantener el orden público protegido por la ley. Los poderes públicos conculcarán dicha
libertad, por tanto, si la restringen al margen o con infracción de los límites que la
Constitución ha previsto:, aun cuando amparen sus actos en dichos límites, si
perturban o impiden de algún modo la adopción, el mantenimiento o la expresión de
determinadas creencias cuando exista un nexo causal entre la actuación de los poderes
públicos y dichas restricciones y éstas resulten de todo punto desproporcionadas. La
libertad de creencias encuentra, por otra parte, su límite más evidente en esa misma
libertad, en su manifestación negativa, esto es, en el derecho del tercero afectado a no
creer o a no compartir o a no soportar los actos de proselitismo ajenos: así como
resulta un evidente límite de esa libertad de creencias la integridad moral (art. 15 CE
) de quien sufra las manifestaciones externas de su profesión, pues bien pudiere
conllevar las mismas una cierta intimidación moral, e incluso tratos inhumanos o
degradantes” (STC 141/2000, de 29 de mayo F.J. 4º).

2.3.2. Orden Público


El TC, en Sentencia 46/2001, de 15 de febrero declara que “cuando el art. 16.1
garantiza las libertades ideológica, religiosa y de culto “sin más limitación, en sus
manifestaciones, que el orden público protegido por la ley”, está significando con su sola
redacción, no sólo la trascendencia de aquellos derechos de libertad como pieza
fundamental de todo orden de convivencia democrática (art. 1.1 ), sino también el
carácter excepcional del orden público como único límite al ejercicio de los mismos, lo
que, jurídicamente, se traduce en la imposibilidad de ser aplicado por los poderes
públicos como una cláusula abierta que pueda servir de asiento a meras sospechas
sobre posibles comportamientos de futuro y sus hipotéticas consecuencias (…) el orden
público no puede ser interpretado en el sentido de una cláusula preventiva frente a
eventuales riesgos, porque en tal caso ella misma se convierte en el mayor peligro
cierto para el ejercicio de ese derecho de libertad. Un entendimiento de la cláusula de
orden público coherente con el principio general de libertad que informa el
reconocimiento constitucional de los derechos fundamentales obliga a considerar que,
como regla general, sólo cuando se ha acreditado en sede judicial la existencia de un
peligro cierto para “la seguridad, la salud y la moralidad pública”, tal como han de ser
entendidos en una sociedad democrática, es pertinente invocar el orden público como
límite al ejercicio del derecho a la libertad religiosa y de culto” (F.J. 11º).

2.3.2.1. Salud Pública: ATC 369/1984, de 20 de junio

Hechos: A la esposa del actor se le sugirió por parte del médico que la atendía la
conveniencia de una transfusión de sangre para resolver diversos problemas
hemorrágicos derivados de un parto previo, y ante su negativa y reiterada oposición del
esposo, en razón de sus creencias religiosas, al ser Testigo de Jehová, se recabó del
Juzgado de Guardia… autorización para practicarla, que fue otorgada primeramente por
Auto y luego por Providencia de 20 de enero de 1983. Practicadas las transfusiones
sanguíneas, la paciente murió cuatro días después, el 24 de enero.

El Tribunal Constitucional declara: “que existía una autorización legítima derivada de los
arts. 3 y 5 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa 7/1980, de 5 de julio , para la
actuación judicial, ya que el derecho garantizado a la libertad religiosa por el artículo
16.1 de la Constitución tiene como límite la salud de las personas según dicho art. 3
, y en pro de ella actuó el magistrado-juez, otorgando autorización a las transfusiones
sanguíneas…” (F.J. 3º).

2.3.2.2. Seguridad Pública: STC 33/1982, de 8 de junio

El Tribunal Constitucional ha descrito el contenido de la seguridad pública como aquella


“actividad dirigida a la protección de personas y bienes (seguridad en sentido estricto) y
al mantenimiento de la tranquilidad y el orden ciudadano” (F.J. 3º ).

2.3.2.3. Moralidad Pública

El TC, en Sentencia 62/1982, de 15 de octubre , advierte de la complejidad de


imponer la moralidad pública como límite al ejercicio de los derechos fundamentales: “Si
se tiene en cuenta, además, que la moral pública –como elemento ético común de la
vida social- es susceptible de concreciones diferentes según las distintas épocas y
países, por lo que no es algo inmutable desde una perspectiva social. Lo que nos lleva a
la conclusión de que la admisión de la moral pública como límite ha de rodearse de las
garantías necesarias para evitar que bajo un concepto ético, juridificado en cuanto es
necesario un mínimum ético para la vida social, se produzca una limitación injustificada
de derechos fundamentales y libertades públicas que tienen un valor central en el
sistema jurídico” (F.J. 3º).

También se ha pronunciado el Tribunal Constitucional sobre la presencia e influencia de


la moral católica en las instituciones jurídicas: “el reconocimiento estatal del matrimonio
canónico no supone la asunción por el Estado de las características y propiedad que la
Iglesia Católica asigna al matrimonio en su fuero propio, dado que por su carácter
pluralista y aconfesional el Estado no viene obligado a trasladar a la esfera jurídico-civil
los principios o valores religiosos que gravan la conciencia de determinados fieles y se
insertan en el orden intraeclesial” (ATC 617/1984, de 31 de octubre, F.J. 5º).

3. Libertad de conciencia

“… la libertad de conciencia es una concreción de la libertad ideológica que nuestra


Constitución reconoce en el artículo 16” (STC 15/1982, de 23 de abril , F.J. 6º).

La libertad de conciencia “supone no sólo el derecho a formar libremente la propia


conciencia, sino también a obrar de modo conforme a los imperativos de la misma” (F.J.
6º).

3.1. Objeciones de conciencia

“… puede afirmarse que la objeción de conciencia es un derecho reconocido explícita e


implícitamente en el ordenamiento constitucional español… Ahora bien, a diferencia de
lo ocurre con otras manifestaciones de la libertad de conciencia, el derecho a la objeción
de conciencia consiste fundamentalmente en la garantía jurídica de la abstención de una
determinada conducta (…), pues la objeción de conciencia entraña una excepcional
exención a un deber (…). La objeción de conciencia introduce una excepción a ese deber
que ha de ser declarada efectivamente existente en cada caso, y por ello el derecho a la
objeción de conciencia no garantiza en rigor la abstención del objetor, sino su derecho a
ser declarado exento de un deber que, de no mediar tal declaración, sería exigible bajo
coacción” (STC 15/1982, de 23 de abril , F.J. 7º).

“… por lo que se refiere al derecho a la objeción de conciencia (cabe señalar) que existe
y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no tal resolución. La
objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad
ideológica y religiosa reconocido en el art. 16.1 de la Constitución , y como ha
indicado este Tribunal en diversas ocasiones, la Constitución es directamente aplicable,
especialmente en materia de derechos fundamentales” (STC 53/1985, de 11 de abril
, F.J. 4º).

3.1.1. Objeción de conciencia al servicio militar

“Técnicamente, por tanto, el derecho a la objeción de conciencia reconocido en el


artículo 30.2 de la Constitución no es el derecho a no prestar el servicio militar, sino
el derecho a ser declarado exento del deber general de prestarlo y a ser sometido, en
su caso, a una prestación social sustitutoria (…) Por todo ello, la objeción de conciencia
exige para su realización la delimitación de su contenido y la existencia de un
procedimiento regulado por el legislador en los términos que prescribe el artículo 30.2
de la Constitución , “con las debidas garantías”, ya que sólo si existe tal regulación
puede producirse la declaración en la que el derecho a la objeción de conciencia
encuentra su plenitud” (STC 15/1982, de 23 de abril , F.J. 7º).

El derecho a la objeción de conciencia es “un derecho constitucional reconocido por la


Norma suprema en su artículo 30.2 , protegido, sí, por el recurso de amparo (art.
53.2 ), pero cuya relación con el artículo 16 (libertad ideológica) no autoriza ni
permite calificarlo de fundamental. (…) Constituye, en ese sentido, una excepción al
cumplimiento de un deber general, solamente permitida por el artículo 30.2 , en
cuanto que sin ese reconocimiento constitucional no podría ejercerse el derecho, ni
siquiera al amparo de la libertad ideológica o de conciencia (art. 19 CE ) que, por sí
mismo, no sería suficiente para liberar a los ciudadanos de deberes constitucionales o
“subconstitucionales” por motivos de conciencia, con el riesgo anejo de relativizar los
mandatos jurídicos. Es justamente su naturaleza excepcional –derecho a una exención
de norma general, a un deber constitucional, como es el de la defensa de España- lo
que le caracteriza como derecho constitucional autónomo, pero no fundamental, y lo
que legitima al legislador para regularlo por Ley ordinaria “con las debidas garantías”,
que, si por un lado son debidas al objetor, vienen asimismo determinadas por las
exigencias defensivas de la Comunidad como bien constitucional” (STC 160/1987, de 27
de octubre , F.J. 3º).

El Tribunal Constitucional afirma, en Sentencia posterior, que “… el derecho a ser


declarado exento del servicio militar no deviene directamente del ejercicio de la libertad
ideológica, por más que se encuentre conectado con el mismo, sino tan sólo de que la
Constitución en su artículo 30.2 expresamente ha reconocido el derecho a la objeción
de conciencia, referido únicamente al servicio militar” (STC 321/1994, de 28 de
noviembre , F.J. 4º ).

3.1.2. Objeción de conciencia a tratamientos médicos

3.1.2.1. Los Testigos de Jehová

El Tribunal Supremo ha resuelto diversos conflictos concernientes a la objeción de


conciencia a tratamientos médicos. En Sentencia de 27 de junio de 1997 afirma:
“resulta evidente que la libertad de conciencia y de religión no se garantiza de forma
absoluta e incondicionada y, en caso de conflicto o colisión, pueden estar limitadas por
otros derechos constitucionales protegidos, especialmente cuando los que resultan
afectados son los derechos de otras personas. (…) el conflicto entre la objeción de
conciencia y determinados tratamientos médicos y en concreto las transfusiones de
sangre, adquiere especial relevancia cuando entran en colisión las convicciones
religiosas con el derecho a la vida. Este planteamiento de la cuestión requiere, por lo
tanto, una ponderación de los derechos en conflicto con la situación concreta de que se
trate. Y esa ponderación varía sustancialmente si la vida que corre peligro por la
negativa u oposición a la necesaria transfusión sanguínea es la de un menor. El adulto
capaz puede enfrentar su objeción de conciencia al tratamiento médico, debiéndose
respetar su decisión, salvo que con ello ponga en peligro derechos o intereses ajenos,
lesiones a la salud pública u otros bienes que exigen especial protección. (…) El derecho
a la vida y a la salud del menor no puede ceder ante la afirmación de la libertad de
conciencia u objeción de los padres”.

3.1.2.2. Los reclusos del Grapo

“La cuestión consiste en determinar, desde la perspectiva de los referidos derechos


fundamentales, la licitud constitucional de una resolución judicial que ordena a la
Administración Penitenciaria dar asistencia médica obligatoria y en especial alimentar,
incluso contra su voluntad, a los recurrentes cuando, como consecuencia de la huelga
de hambre que siguen, se vea en peligro su vida, aunque excluyendo en todo caso la
alimentación por vía bucal mientras se mantengan conscientes” (STC 120/1990, de 27
de junio , F.J. 6º).

“Tiene, por consiguiente, el derecho a la vida un contenido de protección positiva que


impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia
muerte. Ello no impide, sin embargo, reconocer que, siendo la vida un bien de la
persona que se integra en el círculo de su libertad, pueda aquélla fácticamente disponer
sobre su propia muerte; pero esta disposición constituye una manifestación del agere
licere, en cuanto que la privación de la vida propia o la aceptación de la propia muerte
es un acto que la ley no prohíbe y no, en ningún modo, un derecho subjetivo que
implique la posibilidad de merecer el apoyo del poder público para vencer la resistencia
que se oponga a la voluntad de morir ni, mucho menos, un derecho subjetivo de
carácter fundamental en el que esta posibilidad se extienda incluso frente a la
resistencia del legislador, que no puede reducir el contenido esencial del derecho (…) No
es posible admitir que la Constitución garantice en su art. 15 el derecho a la propia
muerte, y, por consiguiente, carece de apoyo constitucional la pretensión de que la
asistencia médica coactiva es contraria a ese derecho constitucionalmente existente”
(F.J. 7º).

3.1.3. La objeción de conciencia al juramento

“La interpretación sistemática de la Constitución (…) lleva a la conclusión de que las


manifestaciones de la libertad ideológica de los titulares de los poderes públicos –sin la
cual no sería posible ni el pluralismo ni el desarrollo del régimen democrático- ha de
armonizarse en su ejercicio con el necesario cumplimiento del deber positivo inherente
al cargo público de respetar y actuar en su ejercicio con sujeción a la Constitución
(…). En definitiva, cuando la libertad ideológica se manifiesta en el ejercicio de un cargo
público, ha de hacerse con observancia de deberes inherentes a tal titularidad, que
atribuye a una posición distinta a la correspondiente a cualquier ciudadano” (STC
101/1983, de 18 de noviembre , F.J. 5º).

“El requisito del juramento o promesa es una supervivencia de otros momentos


culturales y de otros sistemas jurídicos a los que era inherente el empleo de ritos o
fórmulas verbales ritualizadas como fuentes de creación de deberes jurídicos y de
compromisos sobrenaturales. En un Estado democrático que relativiza las creencias y
protege la libertad ideológica; que entroniza como uno de sus valores superiores el
pluralismo político; que impone el respeto a los representantes elegidos por sufragio
universal en cuanto poderes emanados de la voluntad popular, no resulta congruente
una interpretación de la obligación de prestar acatamiento a la Constitución que
antepone un formalismo rígido a toda otra consideración, porque de ese modo se
violenta la propia Constitución de cuyo acatamiento se trata, se olvida el mayor de los
derechos fundamentales (en concreto los del art. 23 ) y se hace prevalecer una
interpretación de la Constitución excluyente frente a otra integradora” (STC
119/1990, de 21 de junio , F.J. 7º).

3.1.4. La objeción de conciencia al aborto

“La demanda del recurso 7/1987 opone al Reglamento impugnado la ausencia de una
regulación de la objeción de conciencia respecto de las prácticas contempladas en las
indicaciones de abortos no punibles. Pero si ello constituye, sin duda, un indudable
derecho de los médicos, como tuvo ocasión de señalar el Tribunal Constitucional (…), su
existencia y ejercicio no resulta condicionada por el hecho de que se haya dictado o no
tal regulación, por otra parte difícilmente encuadrable en el ámbito propio de una
normativa reglamentaria, sino que, al formar parte del contenido del derecho
fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el artículo 16.1 de la
Constitución , resulta directamente aplicable” (STS de 16 de enero de 1998).

4. Libertad de expresión

4.1. Concepto

“La libertad de expresión que nuestra Constitución consagra “tiene por objeto la libre
expresión de pensamientos, ideas y opiniones, concepto amplio dentro del cual deben
también incluirse las creencias y juicios de valor”. Abarcando también la crítica de la
conducta de otro, aun cuando la misma sea desabrida y pueda molestar, inquietar o
disgustar a quien se dirige” (STC 6/2000, de 17 de enero , F.J. 5º).

La libertad de expresión se configura en nuestro ordenamiento no sólo como derecho


subjetivo sino también como garantía institucional: “el art. 20 de la Constitución , en
sus distintos apartados, garantiza el mantenimiento de una comunicación pública libre
sin la cual quedarían vaciados de contenido real otros derechos que la Constitución
consagra, reducidas a formas huecas las instituciones representativas y absolutamente
falseado el principio de legitimidad democrática que enuncia el art. 1, apartado 2, de la
Constitución , y que es la base de toda nuestra ordenación jurídico-política”; STC
105/1990, de 6 de junio : “también ha de considerarse que la formación de una
opinión pública libre aparece como una condición para el ejercicio de los derechos
inherentes a un sistema democrático, por lo que el derecho a la información no sólo
protege un interés individual, sino que entraña el reconocimiento y garantía de una
institución política fundamental, que es la opinión pública, indisolublemente ligada con
el pluralismo político” (STC 6/1981, de 16 de marzo ).

4.2. Límites

4.2.1. Límites a la libertad de expresión

“El derecho a expresar libremente opiniones, ideas y pensamientos (art. 20.1 a) CE )


dispone de un campo de acción que viene sólo delimitado por la ausencia de
expresiones indudablemente injuriosas sin relación con las ideas u opiniones que se
expongan y que resulten innecesarias para su exposición (…) la Constitución no
reconoce en modo alguno un pretendido derecho al insulto. La Constitución no veda,
en cualesquiera circunstancias, el uso de expresiones hirientes, molestas o desabridas,
pero de la protección constitucional que otorga el art. 20.1 a) están excluidas las
expresiones absolutamente vejatorias; es decir, aquéllas que, dadas las concretas
circunstancias del caso, y al margen de su veracidad o inveracidad, sean ofensivas u
oprobiosas y resulten impertinentes para expresar las opiniones o informaciones de que
se trate…No cabe duda de que la emisión de apelativos formalmente injuriosos en
cualquier contexto, e innecesarios para la labor informativa o de formación de la opinión
que se realice, supone inferir una lesión injustificada a la dignidad de las personas o al
prestigio de las instituciones. Pues, ciertamente, una cosa es efectuar una evaluación
personal, por desfavorable que sea, de una conducta, y otra cosa muy distinta emitir
expresiones, afirmaciones o calificativos claramente vejatorios desvinculados de esa
información y que resultan proferidos, gratuitamente, sin justificación alguna, en cuyo
caso cabe que nos hallemos ante una mera descalificación o incluso un insulto
proferidos sin la menor relación con el propósito de contribuir a formar una opinión
pública libre” (STC 204/2001, de 15 de octubre de 2001 , F.J. 4º).

4.2.2. Límites a la libertad de información

“La libertad de información, en cierto sentido puede considerarse como una simple
aplicación concreta de la libertad de expresión” (STC 6/1981, de 16 de marzo ).

“Nuestra Constitución ha consagrado por separado la libertad de expresión (…) y la


libertad de información. La primera tiene por objeto la libre expresión de pensamientos,
ideas y opiniones, concepto amplio dentro del cual deben también incluirse las
creencias, juicios de valor; la segunda (…) sobre hechos que pueden considerarse
noticiables (…) Esta distinción (…) tiene decisiva importancia a la hora de determinar la
legitimidad del ejercicio de esas libertades” (STC 4/1996, de 19 de febrero ).

“Al tratarse de dos libertades distintas sus límites también lo son; así el límite propio de
la libertad de expresión son las injurias (…) el límite de la libertad de información, en
cuanto consiste en la libre comunicación de hechos, se encuentra en su propia
veracidad” (STC 4/1996, de 19 de febrero ). La veracidad no es sinónimo de
verdad, y, en este sentido afirma el TC: “las afirmaciones erróneas son inevitables en
un debate libre, de tal forma que, de imponerse al verdad como condición para el
reconocimiento del derecho, la única garantía sería el silencio” (STC 6/1998, de 13 de
enero ). “Conceptualmente, por otra parte, es difícil imaginar que una
comunicación inveraz pueda llegar siquiera a calificarse como un acto de información,
pues si el emisor se desentiende del contenido de lo transmitido, de su relación con
algún dato objetivo, están realmente expresando una opinión y no transmitiendo
información alguna” (STC 204/2001, de 15 octubre , F.J. 3º).

4.2.3. Los sentimientos religiosos como límite a la libertad de expresión


“El solicitante de amparo reconoce que la resolución judicial impugnada se ha dictado
dentro de la estricta legalidad; no cuestiona, por lo tanto, que con su conducta haya
incurrido en el supuesto previsto en el art. 209 del Código Penal : “el que de palabra
o por escrito hiciere escarnio de una confesión religiosa o ultrajare públicamente sus
dogmas, ritos o ceremonias” Lo que cuestiona es la constitucionalidad del mencionado
precepto, que, a su juicio, infringe el art. 16.1 y 3 de la Constitución ; estima el
recurrente que, al sancionar tal conducta, dicho precepto vulnera el derecho a la
libertad ideológica y religiosa y protege de una forma especial los sentimientos o
creencias de una parte de la población, lo que es incompatible con el carácter
aconfesional del Estado” (F.J. 1º) “El carácter aconfesional del Estado no implica que las
creencias y sentimientos religiosos de la sociedad no puedan ser objeto de protección.
El mismo art. 16.3 de la Constitución , que afirma que ninguna confesión tendrá
carácter estatal, afirma también que los poderes públicos tendrán en cuenta las
creencias religiosas de la sociedad española. Y, por otra parte, la pretensión individual o
general de respeto a las convicciones religiosas pertenece a las bases de la convivencia
democrática que, tal como declara el preámbulo de la Norma Fundamental , debe ser
garantizada” (ATC 180/1986, de 21 de febrero, F.J. 2º).

5. Libertad de educación

5.1. La libertad elección de formación moral o religiosa

“Es cierto que la Constitución confiere a los padres el derecho, no sólo a impartir en el
seno de la familia (o unión de hecho) la religión que estimen conveniente, sino también
el de poder enviar a sus hijos al colegio religioso que deseen e incluso el no menor
derecho fundamental a exigir de los poderes públicos la formación religiosa que se
adecue a sus convicciones; pero, en mi opinión, la libertad religiosa no ampara un
supuesto derecho de los padres a la no escolarización de los hijos bajo el pretexto de
que sólo ellos han de impartir la educación que estimen conveniente” (STC 260/1994,
de 3 de octubre , Voto particular formulado por el Magistrado D. José Vicente
Gimeno Sendra).

5.2. Libertad de educación y Acuerdos con la Iglesia Católica

En los Acuerdos con la Iglesia Católica el Estado ha asumido, junto al derecho-libertad a


elección de la formación moral o religiosa, el compromiso de satisfacer la prestación
necesaria para hacer efectivo este derecho-libertad. El derecho-libertad a la elección de
la formación moral o religiosa de los hijos se convierte, en el Acuerdo entre el Estado y
la Santa Sede , en un derecho-prestación que permite exigir a los poderes públicos la
enseñanza de la religión católica en los centros públicos. El Estado se ha obligado a
incluir la enseñanza de la religión católica en los planes de estudios de los niveles
educativos de preescolar, EGB, BUP, formación profesional, así como en las escuelas
universitarias de formación del profesorado. La enseñanza de la religión católica no
tendrá carácter obligatorio para los alumnos (art. II del Acuerdo sobre enseñanza y
asuntos culturales, de 3 de enero de 1979 ). Se trata de un servicio o prestación cuya
organización se encomienda a la jerarquía eclesiástica y su coste lo financia el Estado.
La jerarquía eclesiástica propone los profesores que pueden ejercer esta enseñanza y
señala los contenidos de la misma, así como los libros de texto y el material didáctico
(arts. III y IV ) La enseñanza de la religión católica es, por tanto, de oferta obligatoria
para los centros públicos pero de carácter voluntario para los alumnos. Deberá, además,
ser impartida y evaluada como las demás disciplinas ordinarias.

5.2.1. Obligatoriedad de la asignatura de religión católica en los centros


públicos

La STC 187/1991, de 3 de octubre , se pronuncia sobre la obligatoriedad de la


asignatura de religión católica en los centros públicos. La Sentencia resuelve un recurso
de amparo interpuesto por la Universidad Autónoma de Madrid contra la Sentencia de
20 de mayo de 1988 del Tribunal Supremo, que declara la obligación de dicha
Universidad de incluir como asignatura optativa en los planes de estudios de la Escuela
Universitaria de Profesores de Educación General Básica, la de Doctrina y Moral
Católicas y su Pedagogía. Se fundamenta el recurso de amparo en la lesión de una
norma –el Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales- del derecho fundamental a la
autonomía universitaria (art. 27.10 CE ).

“La Constitución ha reconocido la autonomía de la Universidad, pero lo ha hecho “en los


términos que la Ley establezca”, lo que significa que es un derecho de estricta
configuración legal (…) La autonomía de las universidades comprende la elaboración y
aprobación de planes de estudio e investigación (…) Ello no supone que una vez
delimitado legalmente el ámbito de su autonomía, la Universidad posee, en principio,
plena capacidad de decisión en lo que a planes de estudio se refiere, lo cual no significa
que no existan limitaciones derivadas del ejercicio de otros derechos fundamentales o
de un sistema universitario nacional que exige instancias coordinadoras (…) La
existencia de un sistema universitario nacional, impuesto por el artículo 27.8 CE ,
permite, entre otras cosas, que el Estado pueda fijar en los planes de estudio un
contenido que sea el común denominador mínimo exigible para obtener los títulos
académicos y profesionales oficiales y con validez en todo el territorio nacional (…). Ha
de concluirse, por tanto, que no vulneran la autonomía de la Universidad las Sentencias
que han declarado su obligación de incluir en los planes de estudio de la Escuela
Universitaria de Profesores de EGB la asignatura Doctrina y Moral Católicas y su
Pedagogía, porque dicha obligación deriva de un Tratado Internacional celebrado por el
Estado en el ejercicio legítimo de las competencias que la Constitución le atribuye
(F.J. 3º).

El TC se pronuncia también sobre la idoneidad de esta materia para la obtención del


título de Profesor de Educación General Básica: “La justificación de incluir dicha
asignatura puede encontrar apoyo en el artículo 27.3 de la Constitución , según el
cual “los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus
hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias
convicciones”, lo que a juicio del Estado requiere que en los planes de estudio de las
Escuelas Universitarias de Formación de los Profesores de Educación General Básica se
incluya, como optativa, la asignatura de Religión” (F.J. 4º).

5.2.2. Impartición de la religión católica en condiciones equiparables a las


demás disciplinas fundamentales

El Tribunal Constitucional ha resuelto también la cuestión de la impartición de esta


asignatura en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales

La Sentencia del Tribunal Constitucional 155/1997, de 29 de septiembre , resuelve


un recurso de amparo interpuesto por la Universidad Autónoma de Madrid contra la
Sentencia del TS por la que se declara no haber lugar a recurso de casación. La
Universidad Autónoma incluyó la asignatura de Teología y Pedagogía de la Religión y
Moral Católicas como optativa dotada de cuatro créditos.

La respuesta al conflicto planteado es la siguiente: “Y, en efecto, es claro que por medio
de aquel Acuerdo (Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales) el Estado se ha
comprometido internacionalmente a que la asignatura de Religión reciba un tratamiento
equiparable al de las asignaturas fundamentales en los correspondientes Planes de
Estudios. No basta, pues, con la inclusión de esa asignatura en los Planes, sino que es,
además, obligado que la inclusión lo sea en términos de equiparación con determinadas
asignaturas. (…) El Acuerdo con la Santa Sede impone, efectivamente, un tratamiento
que en los Planes de Estudio examinados no se alcanza. La enseñanza de la Religión
Católica no se incluye en esos planes “en condiciones equiparables a las demás
disciplinas fundamentales”. Basta ahora con comprobar que asignaturas también
optativas, como la Plástica o la Música, tienen atribuidos un total de 18 y 84 créditos,
respectivamente” (F.J. 3º).
5.2.3. Alternativas a la enseñanza de la religión católica

El RD 1007/1991, de 14 de junio por los que se regula las enseñanzas mínimas


correspondientes a la educación estable como alternativa al estudio de la religión
católica un estudio asistido El Tribunal Supremo, en Sentencia de 3 de febrero de 1994
afirma que supone una vulneración del principio de igualdad: “dicha diferencia de trato
ante situaciones iguales del derecho a recibir una enseñanza secundaria obligatoria
“conformadora de su personalidad humana”, que la CE y la LO 1/1990 tratan de
garantizar, hace que se vulnere el principio de igualdad establecido en el art. 14 de la
CE ” (F.J. 8º).

5.3. Ideario educativo o carácter propio de los centros docentes y libertad de


cátedra

La libertad de cátedra en los centros docentes privados o concertados puede quedar


limitada por el “respeto al ideario propio del centro”. El TC, en Sentencia 5/1981, de 13
de febrero declara, en primer lugar, que el ideario educativo impone un “deber de
respeto” a los profesores del centro docente. En Voto Particular a esta Sentencia se
interpreta el deber de respeto en los siguientes términos: “Este deber de respeto no ha
de entenderse establecido en beneficio directo de la libertad de creación de centros
docentes, sino a favor del derecho fundamental de los padres recogido en el artículo
27.3 de la CE . Sólo cuando un profesor pusiera en peligro, en uso de su libertad de
cátedra el carácter ideológico propio del centro por medio de sus enseñanzas hostiles a
su contenido axiológico podría decirse que violaba el debido respeto al ideario al influir
en la formación religiosa y moral de sus alumnos en sentido contrario al que los padres
eligieran para sus hijos cuando escogieron aquel centro”. Y, se añaden las siguientes
precisiones: a) El deber de respeto no equivale a veneración o acatamiento, sino a
consideración, atención o discreción. Se trata de un deber de reserva que ha de
informar la conducta profesional de los profesores de un centro privado que no se
sientan identificados con el ideario del centro; b) No pueden considerarse como
vulneración al deber de respeto las simples y aisladas discrepancias a propósito de
algún aspecto del ideario siempre que las manifieste razonadamente, con oportunidad y
en la forma adecuada a la edad y grado de conocimiento y madurez de sus alumnos; c)
Tampoco se incumple el deber de respeto al ideario si el profesor se inhibe o se niega
con discreción a colaborar en prácticas religiosas o actividades ideológicas con las que
no se siente identificado. “La existencia de un ideario no obliga, sin embargo, al
profesor ni a convertirse en apologista del mismo, ni a transformar su enseñanza en
propaganda o adoctrinamiento, ni a subordinar a ese ideario las exigencias que el rigor
científico impone a su labor. El profesor es libre como profesor en el ejercicio de su
actividad específica. La libertad del profesor no le faculta, sin embargo, para dirigir
ataques abiertos o solapados contra ese ideario, sino sólo para desarrollar su actividad
en los términos que juzgue más adecuados y que, con arreglo a un criterio objetivo y
subjetivo no resulten contrarios a aquél. La virtualidad limitante del ideario será sin
duda mayor en lo que se refiere a los aspectos propiamente educativos o formativos de
la enseñanza, y menor en lo que toca a la simple transmisión de conocimientos, terreno
en el que las propias exigencias de la enseñanza dejan muy estrecho margen a las
diferencias de idearios” (F.J. 10º).

6. Libertad de asociación. Entidades Religiosas

6.1. Derecho de asociación

El derecho de asociación es reconocido y garantizado en el art. 22 de la Constitución .


El Tribunal Constitucional ha advertido, en Sentencia 67/1985, de 24 de mayo que
“el artículo 22 de la Constitución contiene una garantía que podríamos denominar
común; es decir, el derecho de asociación que regula el artículo mencionado se refiere
a un género –asociación- dentro del que caben modalidades específicas. Así, en la
propia Constitución se contienen normas especiales respecto de asociaciones de
relevancia constitucional, como los partidos políticos, los sindicatos y las asociaciones
empresariales” (F.J. 3º). Y, en el mismo sentido, declara: “las previsiones contenidas en
los apartados 2 y siguientes del artículo 22 , en tanto que garantía común del derecho
de asociación, son aplicables a todo tipo de asociaciones, incluidos los partidos políticos”
(STC 56/1995, de 6 de marzo : F.J. 3º).

Es importante también señalar que, tal como ha afirmado el TC, “el derecho de
asociación, configurado como una de las libertades públicas capitales de la persona, al
asentarse justamente como presupuesto en la libertad, viene a garantizar un ámbito de
autonomía personal, y por ello también el ejercicio con pleno poder de
autodeterminación de las facultades que suponen esa específica manifestación de la
libertad” (STC 244/1991, de 16 de diciembre : F.J. 2º).

6.2. Entidades Religiosas. La inscripción en el Registro de Entidades Religiosas

La LOLR dispone: “Las Iglesias, confesiones y comunidades religiosas y sus


federaciones gozarán de personalidad jurídica una vez inscritas en el correspondiente
Registro Público, que se crea, a tal efecto, en el Ministerio de Justicia” (art. 5 ).

El Tribunal Supremo ha mantenido tesis contradictorias en relación con la inscripción


registral. En Sentencia de 2 de noviembre de 1987 sostiene que “la función del Estado
es de simple reconocimiento formal, sin que pueda ir más lejos de la constatación de los
aspectos formales encaminados a garantizar su individualización” (F.J. 1º). En
Sentencia posterior ha declarado, no obstante, que “la inscripción en el RER debe ir
precedida de una función calificadora que garantice no sólo los requisitos formales, sino
también los concernientes al contenido real, material o de fondo de la entidad
solicitante” (STS de 14 de junio de 1996, F.J. 3º).

El Tribunal Constitucional, en Sentencia 46/2001, de 15 de febrero ha manifestado,


sin embargo, que el Registro no habilita al Estado para realizar una actividad de control
de la legitimidad de las creencias religiosas de las entidades o comunidades religiosas.
Ha de llevar a cabo, en opinión del Alto Tribunal, una actividad de mera constatación,
no de calificación. “Mediante dicha actividad de constatación –añade el TC-, la
Administración responsable de dicho instrumento no se mueve en un ámbito de
discrecionalidad sino que su actuación en este extremo no puede sino calificarse como
reglada” (F.J. 8º).

DERECHO ECLESIÁSTICO AUTONÓMICO

Olmos Ortega, María Elena. Catedrática de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de Valencia

1. Marco jurídico

A la hora de determinar el sistema de fuentes, la Constitución española de 1978 ha


supuesto una nueva concepción de las mismas, pues, en aras de la descentralización
política, ha reconocido el derecho de las nacionalidades y regiones a constituirse en
Comunidades Autónomas, con facultades de autogobierno. La configuración
constitucional del Estado autonómico ha permitido que coexistan en el seno del
ordenamiento jurídico español varios ordenamientos autonómicos del mismo nivel que
el estatal; y entre ellos, no rige el principio de jerarquía, sino el de competencia, por lo
que será necesario atender al reparto constitucional para averiguar quién es el
competente para regular una determinada materia y qué norma resulta aplicable ante
un supuesto concreto.
Además las Comunidades Autónomas han posibilitado un mayor acercamiento de la
institución al ciudadano y a la sociedad a la que representan, permitiendo una mejor
aplicación de la orientación política general del Estado a cada ente territorial particular,
un mejor nivel de gestión de servicios, mayor atención a las necesidades concretas y
reales de sus ciudadanos y una mayor participación de los mismos en las instituciones
democráticas. Pero la Constitución marca unos límites que toda Comunidad Autónoma
debe respetar y salvaguardar, tales como los principios de igualdad jurídica y
solidaridad, teniendo en cuenta que todos los españoles tienen los mismos derechos y
obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado y que es competencia exclusiva
del Estado regular las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los
españoles en el ejercicio de los derechos y en cumplimiento de los deberes
constitucionales. Igualmente las Comunidades Autónomas deben respetar los Tratados
internacionales y las leyes orgánicas.

Ello ha supuesto que en la promoción y tutela de los derechos fundamentales esté


implicado todo poder público, tanto el Estado central como las Comunidades
Autónomas. En este sentido, aún siendo la persona el titular del derecho fundamental
de libertad religiosa, ésta precisa tanto de los poderes públicos como de las Confesiones
religiosas para hacer real y efectiva su libertad religiosa; por ello, las Comunidades
Autónomas colaboran con las Iglesias, encargadas de la satisfacción de las necesidades
espirituales del individuo, para la consecución del desarrollo y promoción integral de la
persona, máxime cuando, por imperativo constitucional, teniendo en cuenta las
creencias religiosas de las personas que integran esa Comunidad Autónoma, están
obligadas a cooperar o colaborar con las Confesiones religiosas presentes en su
territorio.

En otras palabras, toda Comunidad Autónoma, en cuanto poder público, está obligada a
garantizar formal y sustancialmente la libertad religiosa de la persona y de los grupos
religiosos en que ésta se integra, en orden a la contribución y consecución del bien de
sus ciudadanos. Por ello la norma programática básica del Derecho Eclesiástico de las
Comunidades Autónomas es precisamente la recepción del artículo 9.2 de la
Constitución en todos los Estatutos de Autonomía, pues a éstas, en el ámbito de sus
competencias, en cuanto poder público, corresponde “promover las condiciones para
que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales
y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la
participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.
En efecto, uno de los objetivos prioritarios de la normativa autonómica lo constituye la
consecución de la libertad e igualdad, y, por ende, de la libertad e igualdad religiosas de
todo ciudadano y grupo en que éste se integre.

2. Concepto de Derecho Eclesiástico Autonómico

Conviene advertir desde el principio que aunque resulte más propio hablar de Derecho
Eclesiástico de las Comunidades Autónomas que de Derecho Eclesiástico autonómico,
bajo esta denominación, en paralelismo con el Derecho Eclesiástico del Estado, se alude
a aquella parcela del ordenamiento autonómico reguladora del factor religioso.

Ahora bien, ello no supone que toda norma autonómica que incluya referencias al factor
religioso constituya materia propia del Derecho Eclesiástico autonómico. Por ello, no
podemos considerar Derecho Eclesiástico autonómico a todos aquellos decretos que
efectúen declaración o calificación de bienes culturales a determinados edificios
religiosos, o aquellas resoluciones que concedan subvenciones a grupos religiosos o que
otorguen ayudas económicas para la restauración o reparación de edificios religiosos.
Estos decretos o resoluciones son propiamente actos administrativos que, en su caso,
pueden indicarnos o reflejarnos la política eclesiástica de esa Comunidad Autónoma, a
diferencia de aquellos decretos que regulan las condiciones para su concesión que sí
responden al objeto específico del Derecho Eclesiástico.
En otras palabras, por el mero hecho de que se trate de edificios religiosos o de que los
beneficiarios sean grupos religiosos, ello no implica que sea propiamente Derecho
eclesiástico autonómico; lo que realmente tiene por objeto el Derecho Eclesiástico, sea
el estatal sea el autonómico, es la relevancia civil del factor religioso presente en la
sociedad (HERVADA). En la medida en que la dimensión religiosa de las personas y de
las comunidades se exterioriza, puede tener manifestaciones sociales que inciden en el
campo de los asuntos temporales, que son competencia propia de los poderes públicos,
Estado y Comunidades Autónomas.

Por otra parte, a diferencia del Derecho Eclesiástico del Estado español, que procede de
fuentes unilaterales o de fuentes pacticias, e incluso que, pese a su dispersión, podemos
decir que es único, aplicable en todo el territorio español; el Derecho Eclesiástico
autonómico se presenta variado, múltiple y plural, en cuanto cada una de las
Comunidades Autónomas, evidentemente respetando los principios constitucionales,
puede regular de una manera o de otra dicho factor religioso. Ello implica mayor
dificultad y complejidad para su conocimiento. A este respecto resulta muy útil la
sección que el Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado, desde su primer volumen
publicado en 1985, dedica a la “Legislación de las Comunidades Autónomas del Estado
español”.

3. Materias reguladas por el Derecho Eclesiástico Autonómico

Para delimitar el contenido del Derecho Eclesiástico Autonómico, o lo que es lo mismo


las materias que inciden de alguna manera en la regulación del factor religioso o en la
ejecución y desarrollo del derecho fundamental de libertad religiosa y sus
manifestaciones, necesariamente hemos de tener presente, o al menos recordar,
aunque sea brevemente, la regulación que el Estado se reserva referida a materia
religiosa.

La primera reserva estatal la encontramos en el artículo 81 de la Constitución , que


reserva a la categoría de ley orgánica el desarrollo de derechos fundamentales, en
nuestro caso, del derecho de libertad religiosa contemplado en el artículo 16 de nuestra
Carta Magna . La segunda se contempla en el artículo 149.1 de la Constitución que
atribuye al Estado la regulación de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de
todos los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos. La tercera se recoge en el mismo
artículo 149.1.3 , que reserva al Estado el establecimiento de tratados
internacionales; aunque corresponde a las Comunidades Autónomas adoptar las
medidas necesarias para la ejecución de los tratados y convenios internacionales en
aquellas materias atribuidas a su competencia.

A todo ello hay que sumar que la regulación del factor religioso constituye competencia
exclusiva del Estado, asignándose la competencia específica al Ministerio de Justicia,
que es el órgano de la Administración Central del Estado encargado de la ordenación,
dirección y ejecución de la política del Gobierno en cuanto afecta a las relaciones con las
Iglesias, Confesiones y Comunidades Religiosas, así como las cuestiones referentes al
ejercicio en vía administrativa del derecho fundamental a la libertad religiosa y de culto.

Por tanto, las materias que pueden ser objeto de regulación por parte de la Comunidad
Autónoma, salvadas aquéllas cuya regulación ostenta el Estado, se recogen en los
artículos 147 a 150 de la Constitución española , en relación con lo establecido en los
Estatutos de Autonomía de cada una de las Comunidades Autónomas, aprobados
formalmente por su correspondiente ley orgánica y que se configuran como la norma
marco dentro de la Comunidad Autónoma, pues son su norma institucional básica.

De la lectura de los mismos podemos entresacar tres tipos de materias competencia de


las Comunidades Autónomas: materias de competencia exclusiva, por tratarse de
materias de su competencia o de competencia estatal que han sido transferidas a la
competencia de las respectivas Comunidades, materias estatales que corresponde a las
Comunidades Autónomas su desarrollo legislativo y su ejecución en el marco de la
legislación básica del Estado y aquellas que sólo corresponde la ejecución de la
legislación del Estado.

Evidentemente no vamos a enumerar todas aquellas posibles materias de regulación


por parte de las Comunidades Autónomas. Sólo indicaré, a título de ejemplo que las
cuestiones relativas al factor social religioso que más interés presentan para las
Comunidades Autónomas son las siguientes: patrimonio histórico–artístico de las
Confesiones, asistencia religiosa en centros públicos, festividades religiosas, enseñanza,
medios de comunicación social y servicios sociales, o sea actividades benéfico
asistenciales.

Todas estas cuestiones se encuentran recogidas asimismo en los Acuerdos suscritos


entre España y la Santa Sede de 3 de enero de 1979 , fundamentalmente en los
artículos IV y V del Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos y en los artículos XIV y XV del
Acuerdo sobre Educación y Asuntos Culturales. Precisamente la regulación de estas
materias, anteriormente enumeradas, se recoge de manera programática en los
Acuerdos, precisando ulterior desarrollo por parte de los poderes públicos. Al ser
materias de interés común para la Iglesia y para los poderes públicos parece evidente
que su desarrollo se realice de común acuerdo entre ambas Entidades: Iglesia y Estado
o Comunidad Autónoma.

4. Técnicas normativas utilizadas

Las Comunidades Autónomas para desarrollar la regulación de estas materias que, en


definitiva, supone hacer más efectiva la libertad religiosa de sus ciudadanos, pueden
utilizar diversas técnicas normativas, ya sea normativa unilateral, legislativa o
administrativa, ya sea normativa bilateral o convencional. Ahora bien, en la realidad
práctica se observa un predominio fundamental de la técnica pacticia, proveniente de la
firma de acuerdos de cooperación con las Confesiones religiosas. Veamos, pues, las
posibles técnicas normativas:

4.1. Normas legislativas

Al hacer referencia a normas legislativas estamos considerando aquéllas que son


aprobadas por los órganos legislativos de las Comunidades Autónomas, ya sean las
Asambleas legislativas, los Parlamentos o las Cortes de la Comunidad Autónoma
correspondiente. Estas normas reciben el nombre de leyes autonómicas.

A este respecto conviene advertir que no existe propiamente ninguna ley autonómica
reguladora en exclusiva del factor religioso, pues éste se integra dentro del interés
cultural o social, por lo que no se encuentra mención específica del factor religioso.
Incluso en las leyes autonómicas generalmente tampoco se menciona expresamente a
las Confesiones religiosas, por lo que podemos entender que se incluyen tras el término
organizaciones sociales, grupos sociales o formaciones sociales o culturales. La
excepción la constituye el caso de la Ley de Servicios Sociales de 4 de abril de 1988 de
la Comunidad Autónoma de Andalucía que reconoce la actuación de las personas y
centros eclesiales en las actividades benéfico–asistenciales.

Precisamente resulta muy significativo que las leyes autonómicas relativas a asistencia
social, actividades benéficas o servicios sociales no mencionen la actividad que en este
campo ejercen las entidades religiosas, pudiendo ocurrir incluso que estas entidades
queden excluidos del sistema de servicios sociales de la Comunidad Autónoma, por no
estar inscritos en el Registro autonómico correspondiente, pese a tener reconocida su
personalidad jurídica civil como entidad religiosa, ya sea por la inscripción en el Registro
de Entidades religiosas, ya sea por la notificación a la Dirección General de Asuntos
Religiosos en el caso de que se trate de entes o instituciones que pertenezcan a la
estructura oficial de la Iglesia.
En otras leyes autonómicas se encuentran referencias genéricas al respeto y tutela de
los principios básicos de igualdad, libertad, no discriminación y pluralismo religioso, tal
es el caso por ejemplo de la Ley de la Generalitat Valenciana 7/1984, de 4 de julio,
sobre creación de la entidad pública de Radio Televisión Valenciana y la regulación de
los servicios de radiodifusión y televisión de la Generalitat Valenciana.

Incluso en las leyes autonómicas sobre patrimonio cultural, ya sea la de Castilla–La


Mancha de 30 de mayo de 1990 , ya sea la catalana de 30 de septiembre de 1993 o
la de la Comunitat Valenciana, Ley 4/1998, de 11 de junio , encontramos referencias
expresas a las Confesiones religiosas, tanto con mención concreta de la Iglesia católica
como titular de una parte singularmente importante de los bienes que integran el
patrimonio cultural de dicha Comunidad Autónoma, imponiéndole obligaciones jurídicas
a la misma, tales como velar por la protección, conservación y divulgación de los
mismos, respetando lo dispuesto en los acuerdos del Estado español con la Santa Sede
–dice la valenciana–, como manifestando un compromiso potestativo de establecer
medios de colaboración al objeto de elaborar y desarrollar planes de intervención
conjunta que aseguren la más eficaz protección de dicho patrimonio cultural de
titularidad eclesiástica en el ámbito de la Comunidad Autónoma. Es más, dicha
colaboración se extiende a las confesiones religiosas reconocidas por la ley. Ahora bien,
conviene hacer notar que estas leyes son posteriores en el tiempo a los Acuerdos o
convenios autonómicos firmados entre la Comunidad Autónoma respectiva y las
diócesis.

Lógicamente estos compromisos de colaboración sólo resultan aplicables en el caso de


la Iglesia católica a aquellas diócesis que comprenden territorios incluidos en el ámbito
de la Comunidad Autónoma respectiva, y en el caso de las demás confesiones religiosas
a aquellas inscritas en el Registro de Entidades religiosas cuya sede sea cualquier
territorio perteneciente a la Comunidad Autónoma, independientemente de que en el
ámbito estatal tuviese o no firmados acuerdos de cooperación.

4.2. Normas administrativas

En el ejercicio de su potestad ejecutiva y reglamentaria encontramos que las


Comunidades Autónomas, a través de las Consejerías respectivas, dictan normas de
rango inferior: Decretos, Ordenes, Resoluciones, que también aluden expresamente al
factor religioso. Generalmente se limitan a la regulación para la concesión de
subvenciones a entidades eclesiásticas, a las condiciones o requisitos para las
declaraciones de bien de interés cultural de edificios de carácter religioso, o para
conservación, restauración y reparación de edificios religiosos, o a la reproducción de
las normas generales sobre enseñanza de la religión y actividades de estudio
alternativas; o a la adaptación de entidades eclesiásticas al régimen de incentivos
fiscales a la participación privada en actividades de interés general. Realmente estas
normas la mayor parte de las veces reproducen la normativa general.

Otras veces, el factor religioso se desdibuja dentro del factor social, sin mencionar la
especificidad que presenta lo religioso. Sirva de ejemplo el Decreto 139/2001, de 5 de
septiembre, del Gobierno Valenciano, por el que se aprueba el Reglamento de
Fundaciones de la Comunidad Valenciana, que desarrolla la Ley 8/1998, de 9 de
diciembre de la Generalitat Valenciana, de Fundaciones de la Comunidad Valenciana ,
en cuyo articulado no encontramos referencia expresa a las fundaciones religiosas,
aunque consideramos que también les afecta. Consecuencia de que no se contemple en
ocasiones convenientemente la peculiaridad del hecho religioso podría ser que una
fundación con fines religiosos adquiriese personalidad jurídica civil de acuerdo con lo
prescrito en este Decreto, sin inscribirse en el Registro de Entidades Religiosas.

También conviene señalar que todas estas disposiciones, cuando hablan de Confesiones
religiosas, generalmente se refieren a la Iglesia católica, siendo prácticamente
inexistente la normativa que se refiere a otras confesiones religiosas.
4.3. Normas convencionales

4.3.1. Principio básico

Las Comunidades Autónomas pueden firmar Acuerdos con las confesiones religiosas
dentro de su ámbito territorial y sobre aquellas materias o cuestiones de su
competencia, anteriormente mencionadas.

4.3.2. Sujetos con capacidad jurídica para la firma de los Acuerdos

Aquí distinguiremos dicha capacidad legal en función de si se trata de la Confesiones


religiosa o de la Comunidad Autónoma.

4.3.2.1. Las Confesiones religiosas

Serán interlocutores válidos los representantes legales de dicha Confesión en el


territorio que abarque la Comunidad Autónoma. Para ello la Confesión religiosa tendrá
que tener personalidad jurídica civil como Entidad religiosa, a través de su inscripción
correspondiente en el Registro de Entidades Religiosas, dependiendo de la organización
y estructura interna de cada Confesión la persona que ostenta la representación legal,
por lo que conviene solicitar información al Registro de Entidades Religiosas para que
por medio de certificación nos acredite fehacientemente la representación legal de la
Entidad. Por tanto, no resulta imprescindible el reconocimiento del notorio arraigo,
requisito que si es necesario, en aplicación del artículo 7 de la Ley Orgánica de libertad
religiosa de 5 de julio de 1980 , para la firma de Acuerdos con el Estado.

Incluso pudiera ocurrir que la Entidad no esté inscrita en el Registro de Entidades


religiosas, pero sí tenga personalidad jurídica civil como Asociación, hallándose inscrita
en el Registro de Asociaciones a los solos efectos de publicidad; hasta el punto que,
llegado el caso, pudiese firmar acuerdos con la Comunidad Autónoma.

Y en el caso de la Iglesia Católica si no coincide la organización territorial de la misma


con la organización autonómica se tendrá que acreditar debidamente que esa persona
actúa en su propio nombre o/y en representación de otros. En consecuencia, sólo
podrán tener capacidad jurídica los representantes de las diócesis que comprenden
territorios incluidos en el ámbito de la Comunidad respectiva.

4.3.2.2. La Comunidad Autónoma

En cuanto a los órganos encargados de la firma por parte de la Comunidad Autónoma


generalmente serán las instituciones de autogobierno que fijen sus Estatutos de
Autonomía y las leyes de gobierno respectivas.

En este sentido existen varios órganos o instituciones con capacidad jurídica para
dialogar, negociar y, en su caso, suscribir Acuerdos de cooperación. Así pueden ser
interlocutores válidos los representantes designados por las Asambleas legislativas o
Parlamentos de las Comunidades Autónomas, el Gobierno Autonómico, ya sea como
órgano colegiado o cualquier miembro del Gobierno, designado en representación del
mismo, correspondiéndole la firma de dichos Acuerdos habitualmente al Presidente
Autonómico, en cuanto éste ostenta la representación de la Comunidad y a su vez es el
Presidente del Gobierno Autonómico, o al Consejero designado al efecto.

4.3.3. Clases

En función de los sujetos de negociación, del procedimiento empleado y de las materias


que contiene, al menos desde un punto de vista teórico, podemos encontrar dos tipos
de Acuerdos:
4.3.3.1. Acuerdos legislativos o normativos

Son los aprobados o ratificados por las Asambleas o Parlamentos legislativos de las
Comunidades Autónomas, ya sean en Pleno o Comisión respectiva, por afectar a
materias susceptibles de competencia legislativa de la Comunidad. Hasta el momento
actual, salvo error, no existen Convenios que reciban esta denominación.

4.3.3.2. Acuerdos administrativos o convenios reglamentarios

Son los firmados o ratificados por los Gobiernos de las Comunidades Autónomas o sus
representantes, que no llevan ratificación parlamentaria por afectar a materias propias
de la competencia administrativa, desarrollan generalmente normas ya existentes, bien
sean unilaterales o bilaterales.

Todos los Convenios existentes hasta ahora han sido suscritos por parte de la
Comunidad Autónoma, por el Gobierno Autonómico, más concretamente por su
Presidente o representante designado al efecto, y en el caso de la Iglesia católica, por
los Obispos de la Iglesia Católica, cuyas diócesis comprenden territorios incluidos en el
ámbito de la Comunidad Autónoma correspondiente, o por el Obispo que a tal efecto ha
sido nombrado o delegado para la firma.

Novedad en el Derecho Eclesiástico de las Comunidades Autónomas ha sido la


existencia de Convenios marco de colaboración entre la Comunidad de Madrid y el
Consejo Evangélico de Madrid el 18 de octubre de 1995, entre la Comunidad de Madrid
y la Comunidad Israelita de Madrid el 25 de noviembre de 1997, entre la Comunidad de
Madrid y la Unión de Comunidades Islámicas de España de 3 de marzo de 1998, y entre
la Generalitat de Catalunya y el Consell Evangèlic de Catalunya de 21 de mayo de 1998.

4.3.4. Contenido de los Convenios

Por lo que respecta a los Acuerdos autonómicos firmados con las Entidades evangélica,
israelita y musulmana, su contenido es amplio y variado: relaciones institucionales,
cultura, obra social, educación y enseñanza, lugares de culto, servicio de información,
justicia, finanzas, etc.

Igualmente los Acuerdos autonómicos suscritos con la Iglesia católica presentan un


contenido variado, aunque fundamentalmente se refieren a patrimonio histórico,
asistencia religiosa, enseñanza religiosa y servicios sociales o bienestar social.
Precisamente en función de la materia que se regula su contenido obligacional es
distinto.

Así, encontramos que en el caso de patrimonio histórico los convenios suscritos se


limitan a crear una Comisión Mixta Iglesia–Comunidad Autónoma, atribuyéndosele a
ésta funciones de consulta, información, emisión de dictámenes, etc.

Si se refieren a asistencia religiosa, los convenios establecen normas de ejecución


detalladas sobre la gestión, prestación y financiación del servicio de asistencia religiosa
a los católicos internados en los centros hospitalarios, con el compromiso incluso de
recoger estas normas en los reglamentos de los centros; en definitiva, crean
compromisos jurídicos entre las partes, ya que a las Diócesis les corresponde la
prestación del servicio de asistencia, proponiendo los capellanes o personas idóneas y a
la Comunidad le corresponde su financiación económica y la aportación de los medios
materiales necesarios para su cumplimiento.

Igualmente en el caso de la enseñanza religiosa se establecen normas precisas para la


prestación y garantía del derecho a recibir enseñanza de la religión católica en el marco
de la educación no universitaria; incluso introducen como novedad la figura del asesor
religioso en los centros.
Por su parte, los referentes a servicios sociales establecen las bases de una
coordinación institucional y de cooperación entre la Comunidad Autónoma respectiva y
los Obispos de las Diócesis de esa Comunidad Autónoma en orden a la prestación de
servicios sociales, constituyendo una Comisión Mixta paritaria para la ejecución y
seguimiento del Convenio correspondiente.

4.3.5. Naturaleza jurídica

Los Convenios autonómicos con las Confesiones religiosas constituyen una técnica
jurídica nueva en nuestro ordenamiento jurídico, por lo que resulta difícil su encuadre
jurídico.

Independientemente de que estos Convenios hayan sido calificados de “convenios


intergubernativos” (CALVO OTERO), de “leyes paccionadas” (BAJET); o de “convenios
interadministrativos de coordinación para el Estado y Derecho particular para la Iglesia,
considerándolos pactos institucionales de Derecho público externo” (MARTÍNEZ
BLANCO), la realidad se impone.

Los denominados Acuerdos normativos que, en su caso, pudieran existir, serían


propiamente leyes autonómicas, aunque para su elaboración se haya seguido un
procedimiento especial de negociación.

Por su parte, los Convenios suscritos hasta ahora entre las Comunidades Autónomas y
los representantes de la Iglesia católica son acuerdos de gestión, o sea, normas de
aplicación de leyes o acuerdos anteriores, que incluyen compromisos y obligaciones
jurídicas para ambas partes, por lo que pueden calificarse de convenios negociales de
derecho público, incluyéndolos dentro de la figura de conciertos de Administración, lo
que se ha venido a llamar “Administración concertada”.

Precisamente la diferencia fundamental entre los Acuerdos autonómicos suscritos con la


Iglesia Católica de los firmados con las Iglesias Evangélicas, Comunidades Israelitas y
Comunidades Islámicas se debe a que los primeros generalmente constituyen convenios
de cooperación ejecutorios de Acuerdos anteriores, es decir, acuerdos de desarrollo de
los Acuerdos marco celebrados entre la Santa Sede y el Estado español de 3 de enero
de 1979 , insertándose todos ellos, por tanto, dentro del marco legal de los Acuerdos
vigentes entre el Estado español y la Santa Sede, las normas de la Constitución , la
Ley Orgánica de libertad religiosa de 5 de julio de 1980 y los Estatutos de Autonomía
de las Comunidades respectivas. Aunque ello no impide que, en ocasiones, estos
mismos acuerdos sean también convenios marco en cuanto abren la posibilidad de su
desarrollo por convenios singulares de colaboración que en el futuro se suscriban.

En cambio, en los cuatro Acuerdos firmados con las Entidades religiosas distintas de la
católica, salvo una referencia genérica en el Convenio de Catalunya, no se mencionan
los Acuerdos de 1992 firmados entre el Gobierno español y la FEREDE , FCI y CIE
; es más, no contienen referencia expresa al marco legal en el que se encuadran.

Por tanto, estos nuevos Convenios de colaboración no son propiamente acuerdos de


ejecución y desarrollo de los Acuerdos nacionales de 1992, sino nuevos Convenios
marco que, para su puesta en práctica, precisan la mayor parte de las veces desarrollo
posterior por convenios singulares. Ello se debe a que establecen un cauce de diálogo y
colaboración permanente en materias de interés común y sirven de base para la
elaboración de futuros acuerdos sectoriales en diferentes áreas entre los distintos
Organismos y Consejerías dependientes de ambas Instituciones.

Generalmente todos estos Convenios tienen carácter indefinido, pues mantendrán su


vigencia mientras las partes o una de ellas no proponga su revisión. Cabe señalar
además que estos Convenios no incluyen cláusulas de sanción por incumplimiento. En
su caso, la única garantía que pueden encontrar los entes eclesiales para el
cumplimiento de estos convenios de gestión, afirma BAENA DEL ALCAZAR, es la
jurisdicción contencioso–administrativa.

En definitiva, estos pactos, convenios o acuerdos de colaboración menores constituyen


una técnica de acción nueva en nuestro ordenamiento jurídico, que tiene su fundamento
jurídico constitucional en el principio de cooperación así como en la promoción y tutela
de los derechos fundamentales. Esta técnica ha abierto la posibilidad de la utilización de
modelos convencionales que pueden suponer tratamientos diferenciados en función de
cada Comunidad Autónoma. Ello realmente significa que la regulación o el desarrollo de
materias de interés común se adaptan a las exigencias de una Comunidad concreta, en
aras de las necesidades específicas de sus ciudadanos.

5. Acuerdos con otras Entidades Públicas

Para concluir el tema de fuentes, aunque propiamente se encuentran fuera del ámbito
autonómico, conviene dedicar unas líneas a los Acuerdos que otras Entidades públicas,
tales como Diputaciones Provinciales, Ayuntamientos o Universidades, e incluso
Radiotelevisión han suscrito con representantes diocesanos de la Iglesia católica.

Generalmente es la Diputación Provincial, a través de su Presidente, la que suscribe


convenios con el Obispado respectivo, a través del Obispo de la diócesis. Teniendo en
cuenta que las Diputaciones Provinciales históricamente han tenido atribuidas la materia
de beneficencia, los suscritos se refieren a asistencia religiosa en Hospitales provinciales
o en Hogares de Ancianos, de titularidad de la Excma. Diputación Provincial,
estableciendo una detallada reglamentación sobre las personas encargadas de prestar la
asistencia religiosa católica, el número de capellanes en función de las camas, la
retribución de los mismos, los recursos necesarios para la prestación de la asistencia,
etc.

Estos Convenios revisten, en ocasiones, la forma de contrato, especificando claramente


cuál es el objeto del contrato y las cláusulas del mismo, indicando, como dice el
Contrato de 22 de marzo de 1986, de prestación de servicios de asistencia religiosa
entre la Diputación Provincial de Pontevedra y la Diócesis de Tuy–Vigo, que las partes
declaran expresamente que el contrato tiene naturaleza administrativa de prestación de
servicios de asistencia religiosa por una persona jurídica, y por un precio, siendo, por
consiguiente, independiente de las relaciones que pudieran surgir de cualquier índole
entre el Obispado y los sacerdotes, incluso de carácter laboral, y en caso de litigio, se
someten a la jurisdicción de los Tribunales de lo Contencioso–Administrativo.

Encontramos que la vigencia de los mismos unas veces es indefinida y otras es anual o
por períodos determinados de tiempo, prorrogables por el mismo tiempo si ninguna de
las partes lo denuncia antes del cumplimiento de la fecha.

También la Universidad, a través de su Rector, caso por ejemplo, de la Universidad de


Castilla–La Mancha ha suscrito un Acuerdo de colaboración con los Obispos de Castilla–
La Mancha el 6 de abril de 1989 por considerar digno de estudio científico el hecho
religioso, acordando incorporar institucionalmente la enseñanza superior de la Teología
Católica dentro de su marco académico, reconociendo el derecho que asiste a la Iglesia
de organizar actividades de carácter religioso en los Centros universitarios, previo
acuerdo entre la jerarquía eclesiástica y los Decanos o Directores de Centros,
pudiéndose crear la Capellanía Universitaria, etc.; constituyendo asimismo una
Comisión Mixta para coordinar todas las actuaciones. Este Acuerdo debería ser ejemplo
a seguir en las distintas Universidades españolas, para que realmente la Universidad
sea un auténtico servicio público y un instrumento de transformación social al servicio
de la libertad, la igualdad y el progreso.

NATURALEZA Y FUNCIÓN. LA LIBERTAD RELIGIOSA. LA


LAICIDAD DEL ESTADO

Ferrer Ortiz, Javier. Catedrático de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de Zaragoza
Viladrich Bataller, Pedro-Juan. Catedrático de Derecho Eclesiástico del
Estado de la Universidad de Navarra

Fecha de actualización

01/10/2010

1. El factor religioso a partir de la Constitución de 1978

1.1. Las relaciones entre los ámbitos civil y religioso

Pasado el momento constituyente, en el que las realidades vitales de la sociedad se


expresaron bajo la forma y el método de la política, es la ciencia jurídica la encargada
de traducirlas a sus categorías propias. Dentro de ella, y en lo que al factor religioso se
refiere, corresponde a la ciencia eclesiasticista la tarea de determinar los principios
informadores, examinar su significado y contenido, y establecer sus recíprocas
conexiones y su lógica interna, de modo que se pueda deducir la unidad del sistema por
el que ha optado nuestro ordenamiento y también la calificación del Estado que lo
sustenta. Su interés práctico lo confirma el mismo Tribunal Constitucional:

“Los principios constitucionales y los derechos y libertades fundamentales vinculan a


todos los poderes públicos (...) y son origen inmediato de derechos y obligaciones y no
meros principios programáticos” (STC 15/1982, de 23 de abril, fundamento jurídico 8
).

El texto constitucional reconduce su concepción de las relaciones entre lo político y lo


religioso a “la soberanía nacional que reside en el pueblo español” (art. 1.2 ). Y, en
uso de ella, considera el hecho religioso en la medida y sólo en esa dimensión en que se
manifiesta y actúa como factor social sometido a un tratamiento jurídico de naturaleza
civil, en contraste con los períodos de nuestra historia en los que era valorado desde
una perspectiva confesional.

Por el mismo motivo, la Constitución contempla a los sujetos individuales de las leyes
en su condición de ciudadanos y no de creyentes, reconociendo y garantizando a todos
el mismo patrimonio jurídico constitucional, con independencia del sentido de su opción
religiosa: “sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de religión” (art.
14 ). Además prohíbe que los ciudadanos sean obligados a declarar “sobre su
ideología, religión o creencias” (art. 16.2 ), pues equivaldría a interrogarles en su
calidad de creyentes y no de ciudadanos. Y, al mismo tiempo que garantiza la libertad
religiosa que, como derecho civil, les corresponde (art. 16.1 ), declara la
incompetencia del Estado para proclamar una fe: “ninguna confesión tendrá carácter
estatal” (art. 16.3 ).

También hay que advertir que la Constitución no se limita a proscribir cualquier


represión del hecho religioso (reconocimiento negativo), sino que tutela el factor
religioso como realidad importante de la sociedad (reconocimiento positivo), y que el
ámbito de esta libertad abarca no sólo a los sujetos individuales, sino también a
aquellos grupos específicos cuya existencia se deriva de la naturaleza esencialmente
social de la religión y de la persona humana. El que la Constitución, al pasar al plano de
los sujetos colectivos, los llame “comunidades” (art. 16.1 ) y, con más acierto y
precisión, “confesiones”, e incluso haga mención expresa de la “Iglesia Católica” (art.
16.3 ), no es una contradicción con el principio de laicidad. Como veremos más
adelante, no existe residuo confesional alguno: el Estado, a la hora de valorar a los
grupos religiosos, no ha adoptado criterios de naturaleza religiosa asumidos de una
religión determinada sino de naturaleza civil, llegando a un equilibrio entre los principios
de libertad religiosa y de laicidad, y convirtiendo el concepto de confesión religiosa en
pieza clave del Derecho eclesiástico español.

A la vista de lo anterior, se entiende mejor por qué la Constitución concibe las


relaciones entre el poder civil y el religioso en términos de independencia, autonomía,
respeto y colaboración recíprocas. Como suprema representación institucional de la
comunidad política, el Estado reconoce y garantiza las manifestaciones del factor
religioso de los ciudadanos y los grupos religiosos, en cuanto expresión de la sociedad y
signo inequívoco de la soberanía nacional, fuente última de los poderes del Estado (art.
1.2 ). No tiene otros límites ese reconocimiento y garantía de la especificidad de lo
religioso que el minimum exigido por el orden público democrático (art. 16.1 ). Todo
ello de conformidad “con la Declaración universal de derechos humanos y los tratados y
acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España” (art. 10.2
).

Es indudable que entre la opción constitucional y el dualismo cristiano existen puntos de


coincidencia en el terreno de los efectos prácticos, aunque difieren en el campo de los
fundamentos. Esto confirma el grado de madurez alcanzado por el pueblo español como
sociedad civil, insertándose en la mejor tradición democrática y asumiendo, a propósito
de las imprescindibles distinciones entre política y religión propias de las sociedades
más avanzadas, una de las aportaciones más esclarecedoras de la civilización de
Occidente al patrimonio jurídico-político universal.

1.2. El fenómeno religioso como factor social, objeto del Derecho eclesiástico

Siendo el Derecho eclesiástico la rama del ordenamiento jurídico del Estado que regula
el fenómeno religioso operante en el ámbito de su soberanía, se comprende que lo
religioso no interesa en cuanto tal, sino en la medida en que es susceptible de ser
captado por el Derecho estatal. Ahora bien, limitándose el Derecho eclesiástico a la
regulación de la vertiente social y jurídica del fenómeno religioso, dentro de ella le
interesa la totalidad del factor religioso. Éste comprende aquel conjunto de actividades,
intereses y manifestaciones del ciudadano y de las confesiones, que, teniendo índole o
finalidad religiosas, crean, modifican o extinguen relaciones intersubjetivas en el seno
del ordenamiento, constituyéndose como factor social que existe y opera en la sociedad
civil y que ejerce en ella un influjo conformador importante y peculiar. En consecuencia,
el Estado trata jurídicamente el factor religioso cuando regula, mediante su Derecho, el
reconocimiento, tutela y promoción de dicho factor social en conexión con el resto del
ordenamiento jurídico, sin inmiscuirse en las peculiaridades de la génesis, vida y
extinción de lo religioso.

La complejidad de la materia plantea al Derecho un crónico dilema: el de ser concebido


por el poder político como un mero instrumento -el jurídico- para imponer a los
ciudadanos la concepción religiosa de los poderes públicos; o bien, el de ser la
expresión jurídica de la renuncia del poder político a inmiscuirse en el campo de lo
religioso, convirtiendo al Derecho en la vía de la civilización y de la libertad a la que se
someten los poderes públicos, los ciudadanos y las confesiones.

El Derecho debe limitarse a captar y regular el factor religioso desde una perspectiva
estrictamente jurídica, inspirándose en los principios constitucionales De lo contrario
acabará convirtiéndose en una reglamentación fundada en consignas políticas,
posiciones ideológicas o cesiones confesionales y sociológicas, ajenas a una
comprensión jurídica de la materia -ajuridismo-, o incurrirá en una excesiva
tecnificación de sus conceptos y de sus métodos, distanciándose de la materia social
que ha de regular -formalismo- (D’AVACK).
Y es que, tratar la materia eclesiástica según principios y métodos jurídicos es el único
camino para salvaguardar la identidad y la función del Derecho eclesiástico, como vía de
encuentro civilizado de religión y política, y como garantía de la dignidad y la libertad de
la persona humana en materia religiosa. Esta consideración del Derecho eclesiástico
como expresión jurídica del Estado democrático nos permite comprender su singular
autonomía, derivada no sólo de una materia prima específica -la eclesiástica-, sino más
en particular de unos principios informadores de su unidad y lógica interna, como
ciencia y como rama del ordenamiento jurídico. La tipicidad de estos principios explica,
además, la constante intuición de los cultivadores del Derecho eclesiástico de estar ante
un Derecho de libertad (De Luca).

1.3. Los principios informadores en general

Los principios informadores del Derecho eclesiástico español son el de libertad religiosa,
el de laicidad del Estado, el de igualdad religiosa ante la ley y el de cooperación entre el
Estado y las confesiones. Sus fundamentos legales se hallan, de manera principal, en la
Constitución de 1978 , pero también en la Ley orgánica de libertad religiosa de 1980
, en los Acuerdos con la Santa Sede de 1976 y 1979, y en los Acuerdos de 1992
con la Federación de entidades religiosas evangélicas de España , con la Federación
de Comunidades israelitas de España y con la Comisión islámica de España .

Antes de pasar al examen pormenorizado de los principios, formularemos algunas


precisiones sobre su significado para captar con mayor hondura su naturaleza: 1.ª) En
tanto contienen valores del pueblo español en los que éste manifiesta su voluntad de
solidaridad sobre el factor religioso, no son principios religiosos, sino estrictamente
civiles; 2.ª) Bajo los principios enunciados late una idea de sociedad civil y una idea de
Estado, que el pueblo español expresa, pero no pretenden reflejar una concepción
religiosa de lo religioso; 3.ª) Estos principios son jurídicos: contienen la voluntad
popular de que la cuestión religiosa se resuelva mediante el Derecho y que éste se
inspire en ellos; y 4.ª) Los principios informadores no son tales por estar contenidos en
la Constitución, sino por su naturaleza de expresar -informar- los valores superiores que
como patrimonio solidario tiene y quiere el pueblo español en materia eclesiástica, y ello
con independencia de que su formalización normativa tenga lugar en un texto legal de
rango constitucional o en una disposición de rango inferior.

2. El principio de libertad religiosa

2.1. Evolución hacia el Estado de libertad religiosa

La libertad religiosa, además de ser un derecho humano, es un principio de organización


social y de configuración cívica, porque contiene una idea o definición de Estado. Según
esta perspectiva, el principio de libertad religiosa no se confunde con el derecho
fundamental del mismo nombre, que expresa una exigencia de justicia innata a la
dignidad de la persona humana y contiene una idea o definición de persona. Esta doble
acepción de la libertad religiosa, como principio y como derecho, acogida por el
constituyente, ha sido confirmada por el Tribunal Constitucional:

“Hay dos principios básicos en nuestro sistema político que determinan la actitud del
Estado hacia los fenómenos religiosos y el conjunto de relaciones entre el Estado y las
iglesias y confesiones: el primero de ellos es la libertad religiosa, entendida como un
derecho subjetivo de carácter fundamental que se concreta en el reconocimiento de un
ámbito de libertad y de una esfera de “agere licere” del individuo; el segundo, es el de
igualdad, proclamado por los artículos 9 y 14 , del que se deduce que no es posible
establecer ningún tipo de discriminación o de trato jurídico diverso de los ciudadanos en
función de su ideologías o sus creencias y que debe existir un igual disfrute de la
libertad religiosa por todos los ciudadanos. Dicho de otro modo, el principio de libertad
religiosa reconoce el derecho de los ciudadanos a actuar en este campo con plena
inmunidad de coacción del Estado y de cualesquiera grupos sociales, de manera que el
Estado se prohíbe a sí mismo cualquier concurrencia, junto a los ciudadanos, en calidad
de sujeto de actos o de actitudes de signo religioso, y el principio de igualdad, que es
consecuencia del principio de libertad en esta materia, significa que las actitudes
religiosas de los sujetos de derecho no pueden justificar diferencias de trato jurídico”
(STC 24/1982, de 13 de mayo, fundamento jurídico 1 ).

Del proceso constituyente, presidido por la fórmula del consenso, destacan dos
propósitos en relación al factor religioso: 1.º) De cambio cualitativo: la Constitución
debía suponer una modificación sustantiva de la legislación eclesiástica del régimen
anterior; y 2.º) De superar la cuestión religiosa: que la regulación del factor religioso
nunca más fuese motivo de división entre los españoles. El primer propósito explica la
desaparición absoluta de la confesionalidad, no sólo como principio primero, sino como
principio; y el segundo aclara su sustitución por el principio de libertad religiosa. De
esta manera, la Constitución rompe con el pasado, para que el principio definidor del
Estado en materia eclesiástica no sea ni el de confesionalidad -propio de la mayor parte
de nuestra historia constitucional y del período franquista- ni el de laicidad
decimonónica -según la versión republicana de 1931 -, donde el Estado tomaba
postura sobre lo religioso en cuanto tal. Y es que la laicidad de ahora, como principio
secundario sometido al de libertad religiosa, ya no expresa una actitud de hostilidad ni
siquiera de indiferencia del Estado hacia lo religioso, sino su obligación de reconocer y
garantizar el derecho de libertad religiosa con la mayor amplitud posible.

De lo anterior podemos concluir: 1.º) Los principios de confesionalidad y laicidad son


incompatibles entre sí; 2.º) Ninguno de ellos puede compartir con el de libertad
religiosa la función de principio primario de definición del Estado en materia eclesiástica;
3.º) Aunque los principios de confesionalidad y de laicidad, como principios primeros,
son compatibles con un régimen de reconocimiento del derecho de libertad religiosa,
acaban restringiendo su ejercicio más allá de los límites comúnmente establecidos; y
4.º) El principio más idóneo para que un pueblo alcance la máxima plenitud en el
reconocimiento del derecho de libertad religiosa es el homónino, que asegura la
identidad civil del Estado, su papel en la promoción del factor religioso como parte del
bien común, la mutua independencia entre el Estado y las confesiones, y permite el
pleno desarrollo de todos los derechos relacionados con la libertad religiosa. Ésta ha
sido la opción de la Constitución de 1978 .

2.2. Presupuestos del Estado de libertad religiosa

El Estado está al servicio de la persona humana, y no al revés. El derecho de libertad


religiosa, en cuanto derecho humano, preexiste al ordenamiento del Estado, al igual que
la naturaleza y dignidad de la persona preexisten al Estado; y, en consecuencia, ese
derecho, como los demás derechos humanos, lo posee todo hombre como inherente a
su condición de persona y no por ser ciudadano. Así pues, la misión del Estado consiste
en reconocerlo y garantizarlo, mediante una adecuada regulación de su ejercicio, en el
bien entendido de que reconocerlo significa constatar su existencia, previa y anterior a
toda ley positiva.

La libertad religiosa es la primera de las libertades (JEMOLO). Esta expresión tan


rotunda permite subrayar una esfera de libertad de la persona -en cierto sentido más
importante que la vida-, que late en la libertad religiosa y también en la libertad
ideológica y en la libertad de conciencia. Y, en efecto, desde el ángulo esencial, los
derechos más importantes son los que expresan las realidades más dignas, más
exclusivas o específicas del ser humano, las que reflejan su ámbito de racionalidad y de
conciencia, donde la unicidad e irrepetibilidad de cada persona se descubre a sí misma y
se realiza a través de la inteligencia y la voluntad. Se trata de un ámbito liberado del
Estado, porque no pertenece ni a la esencia o identidad del Estado, ni a la esfera de
competencias de su poder.

Aquí encontramos la base común de tres grandes derechos humanos o libertades


fundamentales -ideológica, de conciencia y religiosa- y los elementos específicos que
permiten afirmar -siguiendo a HERVADA y a ZUMAQUERO- su respectiva autonomía:
1.º) La libertad de pensamiento o ideológica tiene por objeto el conjunto de ideas,
conceptos y juicios que el hombre tiene sobre las distintas realidades del mundo y de la
vida; más específicamente, pensamiento quiere decir aquí la concepción sobre las
cosas, el hombre y la sociedad -pensamiento filosófico, cultural, científico, político, etc.-
que cada persona posee. La Constitución alude a ella en los artículos 16 y 20 . En el
primero, con la expresión “libertad ideológica” significa el derecho de todo ciudadano a
tener su propio sistema o concepción explicativa del hombre, el mundo y la vida, una
cosmovisión o Weltanschauung; y en el artículo 20 explicita su contenido y
protección. Pero en realidad ambos contemplan un mismo derecho que se acostumbra a
denominar derecho a la libertad de pensamiento.

2.º) La libertad de conciencia tiene por objeto el juicio de moralidad y la actuación en


consonancia con ese juicio. Protege la libertad fundamental de todo hombre, en la
búsqueda del bien, de poseer su propio juicio moral y en adecuar a él su
comportamiento. Moral y ética sobre el bien y el mal componen, como actitudes
esencialmente personales, el objeto del derecho de libertad de conciencia. La
Constitución la reconoce y garantiza mediante una terminología no demasiado precisa y
clara en el artículo 16.2 .

3.º) La libertad religiosa tiene por objeto la fe como acto, y la fe como contenido de
dicho acto, así como la religión en todas sus manifestaciones, individuales, asociadas o
institucionales, públicas o privadas, con libertad para su enseñanza, práctica, culto,
observancia y cambio de religión. Tiene en común con las libertades de pensamiento y
de conciencia que las tres implican el reconocimiento de la naturaleza y dignidad del ser
personal en su dimensión más profunda y específica, aquélla donde actúa su
racionalidad mediante la búsqueda y el establecimiento de su relación con la verdad, el
bien y Dios. Esa raíz común explica la tendencia de los textos internacionales a
reconocerlas conjuntamente, incluso en un mismo precepto, y también el peligro de
confundirlas.

El objeto de la libertad religiosa, en el sentido del acto de fe y la profesión de la religión


a través de todas sus manifestaciones, es Dios; mientras que la actitud de la persona
ante la verdad y el bien, se derive o no de una postura religiosa, posee autonomía
propia y es objeto, respectivamente, de la libertad de pensamiento y de la libertad de
conciencia. Por lo tanto, la atención a los objetos específicos de cada uno de estos
derechos es el punto de donde arrancan sus diferencias y su correspondiente
autonomía.

2.3. La libertad religiosa como principio primario de definición del Estado

Todo lo anterior nos permite distinguir con mayor claridad que una cosa es el derecho y
otra el principio de libertad religiosa, y que ambos corresponden a dos pasos sucesivos
que el Estado democrático debe dar para serlo. El primero le exige reconocer y
garantizar jurídicamente una plena inmunidad de coacción en materia religiosa en favor
de los ciudadanos y las confesiones frente a los demás y frente al propio Estado. El
segundo paso le obliga a prohibirse concurrir junto a los ciudadanos en calidad de
sujeto de actos o actitudes ante la fe y la religión, sean del signo que fueren: positivo,
negativo o agnóstico.

La libertad religiosa como principio primario definidor del Estado en materia religiosa
tiene las siguientes consecuencias: 1.ª) Contiene una idea esencial del Estado, como
ente al servicio de la primacía de la dignidad de la persona y, en particular, de su
ámbito de racionalidad y conciencia; 2.ª) El Estado se considera radicalmente
incompetente como sujeto capaz de respuesta alguna ante el acto de fe y la práctica
religiosa; 3.ª) El Estado no puede obligar a ninguno de sus ciudadanos a declarar sobre
su religión o creencia; 4.ª) Como la fe es libre de Estado (principio de libertad religiosa),
el Estado no es límite del derecho de libertad de sus ciudadanos, sino garante de su
máxima extensión: la mayor libertad posible y la mínima restricción necesaria; 5.ª) No
cabe forma alguna de confesionalidad: ninguna confesión o fe religiosa podrá ser
asumida como propia por el Estado; y 6.ª) En cuanto a la regulación jurídica del factor
religioso, los demás principios informadores de la sociedad española dependen del de
libertad religiosa en aspectos esenciales de su contenido y de su operatividad.

La Constitución de 1978 al decir en su artículo 16 que se garantiza la libertad religiosa


y de culto de los individuos y comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones,
que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley (§ 1); que
nadie podrá ser obligado a declarar sobre su religión (§ 2); y que ninguna confesión
tendrá carácter estatal (§ 3), adopta la libertad religiosa, como principio primario
definidor del Estado español ante la cuestión religiosa, superando la disyuntiva entre
confesionalidad y laicidad.

Un ejemplo de esta última conclusión y de cómo se integran los principios informadores


lo encontramos en la STC 38/2007, de 15 de febrero, relativa a los profesores de
religión. Afirma que <<el derecho de libertad religiosa y el principio de neutralidad
religiosa del Estado implican que la impartición de la enseñanza religiosa asumida por el
Estado en el marco de su deber de cooperación con las confesiones religiosas se realice
por las personas que las confesiones consideren cualificadas para ello y con el contenido
dogmático por ellas decidido>> (FJ 8). Y, más adelante, el Alto Tribunal precisa que
esta facultad reconocida a las autoridades eclesiásticas <<constituye una garantía de
libertad de las Iglesias para la impartición de su doctrina sin injerencias del poder
público. Siendo ello así, y articulada la correspondiente cooperación a este respecto
(art. 16.3 CE) mediante la contratación por las Administraciones públicas de los
profesores correspondientes, habremos de concluir que la declaración de idoneidad no
constituye sino uno de los requisitos de capacidad necesarios para poder ser contratado
a tal efecto, siendo su exigencia conforme al derecho a la igualdad de trato y no
discriminación (art. 14 CE) y a los principios que rigen el acceso al empleo público (art.
103.3 CE)>> (FJ 9). Finalmente, concluye diciendo que <<esta exigencia [de la
declaración eclesiástica de idoneidad] no puede entenderse que vulnere el derecho
individual a la libertad religiosa (art. 16.1 CE) de los profesores de religión, ni la
prohibición de toda obligación de declarar sobre su religión (art. 16.2 CE), principios que
sólo se ven afectados en la estricta medida necesaria para hacerlos compatibles con el
derecho de las iglesias a la impartición de su doctrina en el marco del sistema de
educación pública (arts. 16.1 y 16.3 CE) y con el derecho de los padres a la educación
religiosa de sus hijos (art. 27.3 CE). Resultaría sencillamente irrazonable que la
enseñanza religiosa en los centros escolares se llevase a cabo sin tomar en
consideración como criterio de selección del profesorado las convicciones religiosas de
las personas que libremente deciden concurrir a los puestos de trabajo
correspondientes, y ello, precisamente, en garantía del propio derecho de libertad
religiosa en su dimensión externa y colectiva>> (FJ 10).

3. El principio de laicidad del Estado

3.1. Significado del principio de laicidad

Para captar el significado de la laicidad del Estado no basta con acudir al art. 16.3 ,
porque la Constitución no se limita a sustituir la confesionalidad por la laicidad, sino que
simultáneamente eleva la libertad religiosa al lugar que aquélla ocupaba como principio
primario, y modifica el sentido que ha tenido en el pasado. Además, como los principios
están interrelacionados, se explican en términos de reciprocidad y complementariedad,
y las formas de expresarlos contienen, con acentos diversos, un poco de cada uno de
ellos. Por ejemplo, la expresión ninguna confesión tendrá carácter estatal no es el locus
iuridicus exclusivo de la laicidad porque, aunque la implica, también hace referencia al
principio de libertad religiosa. Y mientras éste define la esencia o identidad del Estado,
como ente, ante la fe y la práctica religiosa, el principio de laicidad define la actuación
del Estado ante el factor religioso.

La fe y la religión, en sí mismas consideradas, son ajenas al Estado en cuanto tal. Esto


significa que el Estado no puede adoptar ante lo religioso ninguna actitud propia del
sujeto de fe, porque no lo es, así que no le corresponde ni profesar, ni ignorar, ni negar
lo religioso. Actúa sólo como Estado (laicamente) cuando considera lo religioso
exclusivamente como factor social específico y procede en consecuencia. Cuando esto
ocurre, la laicidad ya no es el calificativo religioso del Estado, sino la índole jurídica de
su actuación democrática ante lo religioso, como hecho social que forma parte del bien
común. Y el reconocimiento, tutela y promoción del derecho de libertad religiosa de los
ciudadanos y las confesiones se convierte en la primera manifestación de laicidad, que
tiene los siguientes reflejos constitucionales:

1.º) Por lo que se refiere a la consideración laica del factor religioso, la Constitución
señala al Estado una perspectiva formal: “los poderes públicos tendrán en cuenta las
creencias religiosas de la sociedad española” (art. 16.3 ). Es un tener en cuenta en
términos de realismo jurídico y sociológico, porque surge exclusivamente de la atención
a un factor social específico. Pero sobre su naturaleza religiosa no se pronuncia porque
es un Estado de libertad sobre lo religioso; así que, después de declararse incompetente
en la materia (art. 16.1 ), afirma que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” (art.
16.3 ).

2.º) La consideración de las creencias religiosas de la sociedad española como factor


social específico exige del Estado una actitud positiva, que se concreta en el
reconocimiento y tutela jurídicas de la libertad religiosa y de culto de los individuos y
comunidades (art. 16.1 ). Por lo demás, esta actitud es la que adopta el Estado
democrático con todos los factores sociales que integran el bien común.

3.º) Por obra del principio de libertad religiosa rige el imperativo de máxima libertad
posible y mínima restricción necesaria en relación al factor religioso y, en consecuencia,
éste sólo se halla limitado por el minimum derivado de la necesidad. Por tanto, no cabe
invocar la laicidad del Estado -y menos en versión laicista- para limitar la libertad
religiosa de las personas y las confesiones.

4.º) La actuación laica del Estado no se reduce al reconocimiento formal del factor
religioso, sino que comprende también la misión de hacer que las libertades y derechos
implicados en él se conviertan en esferas reales y efectivas de libertad. Por eso, el
artículo 9.2 constituye una muestra de la laicidad del Estado si, por encima de la
genérica fórmula de su redacción, lo referimos al factor religioso.

3.2. Consecuencias del principio de laicidad

El Estado debe ser sólo Estado, ni más ni tampoco menos. Se excedería si, bajo
pretexto de regulación del factor religioso, adoptase una actitud confesional, agnóstica o
atea; y supondría una dejación de funciones el que, con la excusa de la laicidad, se
refugiase en una falsa pasividad o indiferentismo, estableciendo una doble medida en la
aplicación de las exigencias del artículo 9 de la Consititción: una medida vergonzante en
relación al artículo 16 y otra medida muy colmada para el resto de derechos y libertades
fundamentales.

La laicidad garantiza la identidad civil del Estado perfilado por la Constitución, mientras
es contraria a ella cualquier clase de confesionalidad: material, formal o sociológica. Por
ser un Estado de libertad religiosa y de actuación laica, el Estado español no viene
obligado a asumir la fe de la mayoría sociológica de sus ciudadanos -la confesionalidad
es confesionalidad aunque se apoye en la mayoría-, sino a que forme parte de su
identidad una radical incompetencia ante la fe y que su actuación no sea otra que la de
considerarla un factor social objeto del derecho de libertad religiosa.

La laicidad del Estado español significa también una estimación positiva del factor
religioso en el contexto general del bien común: que los poderes públicos comprenden
que la presencia y el reconocimiento del complejo de valores espirituales, éticos y
culturales, ligados a la religiosidad de los ciudadanos y de las comunidades, son
beneficiosos para la sociedad.

Entendida la laicidad en estos términos, el Estado español la actúa cuando reconoce la


especificidad del factor religioso como dato de la realidad social; cuando reconoce como
titular del derecho de libertad religiosa no sólo al individuo, sino también a las
confesiones, porque esos son los sujetos reales y esa es la realidad social; cuando
contempla en el marco del Derecho eclesiástico la posibilidad de que las confesiones
participen en la elaboración de las normas jurídicas que, una vez promulgadas por el
Estado, regirán su actuación en la sociedad civil; cuando incorpora al sistema de fuentes
del Derecho eclesiástico las fuentes bilaterales, sea cual sea su naturaleza jurídica:
acuerdos de derecho público interno o internacional (concordatos). La laicidad, en
suma, se actúa cuando el Estado reconoce la decisiva y peculiar aportación del complejo
de valores espirituales, éticos y culturales que genera el factor religioso en orden al bien
común de toda la sociedad.

Como resultado de esa maduración del Estado sobre sí mismo, entiende que la laicidad
no es una definición religiosa del Estado, ni una actitud de defensa de su soberanía ante
la antigua unión entre el trono y el altar, ni el método decimonónico de obtener la
separación Iglesia-Estado. La laicidad, subordinada al principio de libertad religiosa,
representa en nuestra Constitución el estilo estatal de reconocer y garantizar, mediante
el método civilizado de un Derecho especial (el Derecho eclesiástico), las vivencias
religiosas, individuales y colectivas, de quienes integran la sociedad española. Y así lo
ha entendido el Tribunal Constitucional.

En el primero de sus pronunciamientos en sentido absoluto, la STC 1/1981, de 26 de


enero , afirma que la Constitución proclama el principio de aconfesionalidad en el
artículo 16.3 (fundamento jurídico 6) , como opuesto al de confesionalidad,
característico del derecho inmediatamente anterior (fundamento jurídico 10).

La STC 24/1982, de 13 de mayo , precisa el significado del inciso primero del


artículo 16.3 : “Impide (…) que los valores o intereses religiosos se erijan en
parámetros para medir la legitimidad o justicia de las normas y actos de los poderes
públicos. Al mismo tiempo, el citado precepto constitucional veda cualquier tipo de
confusión entre funciones religiosas y funciones estatales” (fundamento jurídico 1).
También lo hace, la STC 265/1988, de 22 de diciembre , con la particularidad que
lo pone en relación con el principio de cooperación: “Tanto el artículo VI.2 del Acuerdo
(...) como los preceptos con rango de Ley que tiene relación con dicho precepto (...),
son susceptibles de una interpretación conforme con la Constitución en tanto que
representan una manifestación de las relaciones de cooperación de los poderes públicos
con la Iglesia católica, que ha de hacerse compatible en todo caso con el libre ejercicio y
la interpretación más favorable de los derechos y libertades reconocidos a los
ciudadanos por la Constitución” (FJ 5). Fácilmente se advierte que el principio de
cooperación es compatible con la mutua independencia Iglesia-Estado (laicidad), a la
que antes ha hecho referencia, diciendo que el artículo 16.3 reconoce “el carácter
separado de ambas potestades” (fundamento jurídico 1).

De singular interés es la STC 46/2001, de 15 de febrero . Recuerda que “el


contenido del derecho a la libertad religiosa no se agota en la protección frente a
injerencias externas de una esfera de libertad individual o colectiva que permite a los
ciudadanos actuar con arreglo al credo que profesen (SSTC 19/1985, de 13 de febrero
, 120/1990, de 27 de junio , y 63/1994, de 28 de febrero , entre otras),
pues cabe apreciar una dimensión externa de la libertad religiosa que se traduce en la
posibilidad de ejercicio, inmune a toda coacción de los poderes públicos, de aquellas
actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso,
asumido en este caso por el sujeto colectivo o comunidades, tales como las que enuncia
el artículo 2 LOLR y respecto de las que se exige a los poderes públicos una actitud
positiva, desde una perspectiva que pudiéramos llamar asistencial o prestacional,
conforme a lo que dispone el apartado 3 del mencionado artículo 2 LOLR ” (FJ 4). Y a
continuación advierte: “Y como especial expresión de tal actitud positiva respecto del
ejercicio colectivo de la libertad religiosa, en sus plurales manifestaciones o conductas,
el artículo 16.3 de la Constitución , tras formular una declaración de neutralidad
(SSTC 340/1993, de 16 de noviembre , y 177/1996, de 11 de noviembre ),
considera el componente religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los
poderes públicos mantener “las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia
Católica y las demás confesiones”, introduciendo de este modo una idea de
aconfesionalidad o laicidad positiva que “veda cualquier tipo de confusión entre fines
religiosos y estatales” (STC 177/1996 )” (fundamento jurídico 4).

La STC 154/2002, de 18 de julio , contribuye a precisar el concepto de laicidad


cuando afirma: “En su dimensión objetiva, la libertad religiosa comporta una doble
exigencia, a que se refiere el artículo 16.3 CE : por un lado, la de neutralidad de los
poderes públicos, ínsita en la aconfesionalidad del Estado; por otro lado, el
mantenimiento de relaciones de cooperación de los poderes públicos con las diversas
Iglesias” (fundamento jurídico 6). De esta forma, el Tribunal Constitucional confirma la
primacía del principio de libertad religiosa, del que hace derivar los principios de
cooperación y de laicidad, y termina subrayando su significado positivo citando
expresamente la STC 46/2001, de 15 de febrero .

LA IGUALDAD RELIGIOSA. LA COOPERACIÓN DEL ESTADO CON


LAS CONFESIONES

Ferrer Ortiz, Javier. Catedrático de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de Zaragoza
Viladrich Bataller, Pedro-Juan. Catedrático de Derecho Eclesiástico del
Estado de la Universidad de Navarra

Fecha de actualización

01/10/2010

1. El principio de igualdad religiosa ante la ley

1.1. Significado del principio de igualdad religiosa

La igualdad religiosa y su correlato propio, la no discriminación por motivos religiosos,


constituyen aplicaciones específicas del principio genérico de igualdad ante la ley y no
discriminación –“por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra
condición o circunstancia personal o social” (art. 14 )-, que quiebra la condición de
ciudadano, título común a todos los españoles.

Pues bien, la igualdad religiosa significa que sólo por ser ciudadanos, con independencia
del signo de sus convicciones religiosas, todos los españoles tienen el mismo derecho
fundamental de libertad religiosa. Y, en la misma medida que el artículo 16.1 de la
Constitución reconoce a las confesiones, como sujetos colectivos del derecho de
libertad religiosa, éstas lo poseen igualmente. En esto consiste la igualdad religiosa ante
la ley: ser iguales titulares del mismo derecho de libertad religiosa.

El correlato principal de esta igualdad es la no discriminación por razón de religión, y


presenta cierta singularidad respecto a las demás causas enumeradas en el artículo 14
de la Constitución , porque la radical incompetencia del Estado en la materia
(laicidad) introduce algunos matices en el principio de igualdad y no discriminación
religiosa.
Con carácter general, el Tribunal Constitucional ha establecido que “el principio de
igualdad jurídica consagrado en el artículo 14 hace referencia, inicialmente, a la
universalidad de la Ley, pero no prohíbe que el legislador contemple la necesidad o
conveniencia de diferenciar situaciones distintas y de darles un tratamiento diverso (...).
Lo que prohíbe el principio de igualdad jurídica es la discriminación (...), que la
desigualdad de tratamiento legal sea injustificada por no ser razonable” (STC 34/1981,
de 10 de noviembre de 1981, fundamento jurídico 3.B ).

En parecidos términos, pero en una cuestión sobre igualdad religiosa, la STC 109/1988,
de 8 de junio , declara que “el presente recurso de amparo gira todo él alrededor
del artículo 14 de la Constitución y del principio y del derecho que en tal precepto se
establece en punto a la igualdad de los ciudadanos ante la ley” (fundamento jurídico 1).
A continuación, cita sentencias anteriores y recuerda “que la observancia y el
acatamiento del principio y de su concreción como derecho de igualdad no impide que el
legislador pueda valorar situaciones y regularlas distintamente mediante trato desigual,
pero siempre que ello obedezca a una causa justificada y razonable, esencialmente
apreciada desde la perspectiva del hecho o situación de las personas afectadas”
(fundamento jurídico 1).

1.2. Igualdad y uniformidad: discriminación y trato específico

La igualdad no significa uniformidad. Para esclarecer esta distinción conviene advertir


que “el tratar (...) de manera igual relaciones jurídicas desiguales es tan injusto como el
tratar de modo desigual relaciones jurídicas iguales. Todavía se podría resaltar que hay
aquí una paridad entendida falsamente, a saber, la de la igualdad absoluta, abstracta,
matemática, y otro sentido de la paridad esta vez en su acepción justa, que es aquella
consistente en la igualdad relativa concreta, jurídica; puesto que (...) el verdadero
principio no es el de a cada uno lo mismo, sino a cada cual lo suyo” (RUFFINI).

Es éste un punto capital y, de hecho, cuando el Estado las confunde no sólo desvirtúa el
sentido de la igualdad, sino que también acaba conculcando la libertad religiosa y la
laicidad. Pero ante el Estado no existen diversas categorías de titulares y de derechos
de libertad religiosa, sino una y misma calidad de titular y de derecho fundamental de
libertad religiosa, con independencia de sus rasgos diferenciales, de su tradición
histórica o de su implantación sociológica.

Ahora bien, salvaguardada la igualdad en el plano básico de la naturaleza, aparece el


orden existencial de la vida donde los sujetos de libertad religiosa despliegan su
realidad diferencial. El resultado de esta igualdad radical es la variedad y la pluralidad
en la acción de los individuos y las confesiones. Nótese, por tanto, que la igualdad no
impide, sino exige, el reconocimiento de las peculiaridades de los sujetos de la libertad
religiosa en el Derecho del Estado; y que el objeto de la no discriminación por motivos
religiosos no es prohibir la pluralidad religiosa, por lo que debe rechazarse con vigor
aquella visión simplista según la cual donde hay diversidad no existe igualdad.

Esto supuesto, podemos establecer algunas conclusiones sobre el alcance de este


principio: 1.ª) Un tratamiento jurídico específico es discriminatorio cuando las
consecuencias de ese trato diverso provocan la desaparición o el menoscabo de la única
y misma categoría de sujeto de la libertad religiosa; 2.ª) No hay discriminación cuando
de los aspectos favorables del trato específico ningún otro sujeto de libertad religiosa es
excluido por principio o condición básica, aunque de facto algunos o muchos sujetos no
los disfruten o ejerzan; y 3.ª) En un sistema presidido por el principio de libertad
religiosa, ante la duda de si un determinado supuesto supone discriminación o es
simplemente un caso de trato específico, prevalece la presunción a favor de éste.

El Tribunal Constitucional se ha ocupado en numerosas ocasiones del principio de


igualdad religiosa. Por ejemplo, en la STC 19/1985, de 13 de febrero , se pronuncia
sobre “si el descanso semanal, instituido, por lo general, en un período que comprende
el domingo, tiene o no, una conceptuación religiosa que pueda hacer cuestionable que
la Ley establezca un régimen favorable para unos creyentes y desfavorable para otros,
partiendo de que la libertad religiosa, comporta, en aplicación del principio de igualdad,
el tratamiento paritario de las distintas confesiones” (fundamento jurídico 3). Y
resuelve: “El descanso semanal es una institución secular y laboral, que si comprende el
“domingo” como regla general de descanso semanal es porque este día de la semana es
el consagrado por la tradición (...). Esta secularización -no podría ser de otro modo,
dada la aconfesionalidad que proclama el art. 16 de la Constitución - se mantiene en
el art. 37.1 del Estatuto de los Trabajadores ” (fundamento jurídico 4).

La STC 214/1992, de 1 de diciembre , declara que la resolución impugnada es


conforme al principio de igualdad: “En lo que a este caso se refiere, en el razonamiento
efectuado por el (...) Tribunal Central de Trabajo no cabe apreciar que éste hubiera
actuado de manera discriminatoria -en atención al estado religioso de la actora- ni en
una aplicación arbitraria o desigual de la ley, ni valorando de manera arbitraria o
desigual dos situaciones sustancialmente idénticas. Por el contrario, ha tenido en cuenta
factores relevantes, razonables y claramente explicados” (fundamento jurídico 2).

La STC 188/1994, de 20 de junio , mantiene una línea argumental similar: “Entre


la Iglesia Católica y la Evangélica Bautista de Valencia existen diferencias sustanciales
suficientes para estimar razonable y justificada la diferencia de trato dispensada a
ambas confesiones, lo que descarta una posible infracción del principio constitucional de
igualdad” (fundamento jurídico 2).

1.3. Igualdad y libertad religiosa: la mención de la Iglesia católica

El inciso final del artículo 16.3 de la Constitución -”los poderes públicos (...)
mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las
demás confesiones”- nos ofrece una excelente ocasión de comprobar el alcance de todo
lo visto hasta ahora y, señaladamente, del principio de igualdad.

Desde luego, el principio de laicidad -”ninguna confesión tendrá carácter estatal” (art.
16.3 )- no sólo prohíbe la confesionalidad formal o material, sino que en conexión con
el principio primario de libertad religiosa, también impide una interpretación pro
confesionalidad sociológica del Estado español. Y es que, por mucho que la mayoría del
pueblo español profese la religión católica, ese dato sociológico no cambia un ápice la
esencia del Estado que sigue siendo radicalmente incompetente para adoptar cualquier
fe religiosa, sea o no mayoritaria. Naturalmente esto es compatible con la obligación
impuesta a los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas como factor
social real del pueblo español, para captarlas y reconocerlas atendiendo a sus
circunstancias objetivas y características propias.

La referencia constitucional, explícita a la Iglesia católica y genérica a las demás


confesiones, también debe ser examinada a la luz del principio de igualdad. A nuestro
juicio, no existe atisbo de discriminación por motivos religiosos, sino un ejemplo
constitucional del trato específico que impone el principio de laicidad atendida la
situación real del factor religioso católico. En efecto, la Constitución menciona a la
Iglesia católica, con nombre y apellido, por su extensión sociológica y su tradición
histórica; pero el reconocimiento de esta realidad no esconde ninguna discriminación del
contenido de las consiguientes relaciones de cooperación que la Constitución extiende a
las demás confesiones.

Es más, la mención expresa a la Iglesia católica resulta beneficiosa para todas las
confesiones porque sienta el fundamento constitucional del paradigma extensivo de
trato específico del factor religioso: es decir, que de tanta libertad y de tanto
reconocimiento jurídico de su especificidad diferencial como goce la Iglesia católica -la
de mayor arraigo y complejidad orgánica en la sociedad española-, de otro tanto podrán
gozar el resto de las confesiones. Es importante advertir que con este concepto
queremos indicar una cantidad y calidad de trato específico, pero no la aplicación a las
demás confesiones ni del mismo contenido del status jurídico de la Iglesia católica, ni
tampoco la de un único status, tan rico como él pero unitario -para todo lo acatólico-,
porque entonces estaríamos ante un paradigma uniformador. Muy al contrario, como el
trato que recibe la Iglesia católica -modelo paradigmático- no sólo se compone de un
máximo de contenido sino también de una máxima atención a su singularidad, las
demás confesiones tienen derecho al reconocimiento de su especificidad diferencial en la
misma paridad de calidad y respeto que la Iglesia católica, Parece ocioso añadir que ha
de tratarse de confesiones presentes en la sociedad española, porque de lo contrario no
formarían parte del factor social real, el único que puede y debe ser tenido en cuenta
por los poderes públicos.

De esta manera, confirmada la igualdad básica en la única categoría de sujeto colectivo


de libertad religiosa, con un patrimonio potencial estrictamente paritario entre todas las
confesiones, podrán tener lugar hechos y normas diversas entre ellas; pero no porque
haya una desigualdad en su categoría de confesiones, sino como fiel reflejo de sus
respectivas diferencias, exigencias y peculiaridades.

1.4. Igualdad y discriminación: creyentes y no creyentes

Otra cuestión, que la doctrina suele encuadrar en las relaciones entre los principios de
igualdad y libertad religiosa, es la relativa al fundamento y al concepto jurídico <I>-
locus et nomen iuris- del reconocimiento constitucional del agnosticismo y del ateísmo.
Por una parte, toda persona humana es titular del derecho de libertad religiosa; y por
otra, es un hecho que algunos hombres no pertenecen a ninguna confesión y/o carecen
de convicciones religiosas, y otros más convierten la negación de la trascendencia en un
sistema activo de difusión de doctrinas y convicciones. Si el agnosticismo y el ateísmo
son manifestaciones religiosas deben ser amparados por el Estado de libertad religiosa
en igualdad de condiciones con las opciones propiamente religiosas, y en caso contrario
no. Ya se comprende que cualquier intento de solución exige volver sobre el objeto del
derecho de libertad religiosa. Si se circunscribe a la religión, quedarían fuera de su
ámbito el agnosticismo y el ateísmo, como actitudes arreligiosas o antirreligiosas, que
serían amparadas por el derecho de libertad ideológica. En cambio, si se entiende que la
libertad religiosa protege la libertad de creer o no creer y de actuar individual o
colectivamente en consecuencia, será irrelevante el uso que se haga de ella, porque
todas sus manifestaciones tendrán idéntico fundamento -la libertad en lo religioso-y
serán objeto del mismo derecho de libertad religiosa.

A nuestro juicio ninguna de estas hipótesis son satisfactorias, por su deficiente


comprensión de la libertad religiosa y de su relación con las libertades ideológica y de
conciencia. En efecto, recordemos que las tres libertades tienen una raíz común, pero
objetos diferentes: 1.º) La concepción global de las cosas (Weltanschauung), que
implica un sistema unitario o ideología, una filosofía, constituyen la materia de la
libertad de pensamiento; 2.º) El juicio de moralidad acerca de las acciones y la
actuación en consonancia con ella es el valor protegido en la libertad de conciencia; y
3.º) El objeto de la libertad religiosa es, en realidad, doble: la libertad del acto de fe y la
libertad de culto o práctica religiosa. El primero protege aquel bien o valor por el que
toda persona, inmune de coacción, resuelve su propia relación con Dios; mientras el
segundo ampara la libre práctica de la religión, esto es, su libre manifestación, tanto
individual como colectiva e institucional, ya pública ya privada, con libertad para su
enseñanza, predicación, observancia, culto, etc., y, también, cambio de religión.

El no creyente ha de captar que su posición está amparada en los tres grandes


derechos, pero en su exacta naturaleza. Lo que el agnosticismo y el ateísmo tiene de
ejercicio libre y propio del acto de fe está reconocido por el derecho de libertad
religiosa; pero lo que contiene de sistema ideológico y ético -vivir en consonancia con
esas opciones, enseñarlas, difundirlas, etc.- es materia de los derechos de libertad de
pensamiento y de conciencia. La conclusión es que no se puede aplicar el principio de
igualdad religiosa ante la ley y su correlato propio, la no discriminación por razón de
religión, a supuestos de naturaleza heterogénea que son objeto de derechos diversos.
La Constitución consagra la respectiva autonomía de los tres derechos: el artículo 14
distingue como motivos de discriminación la religión y la opinión; el artículo 16.1
emplea términos distintos para garantizar la libertad ideológica y la libertad religiosa y
de cultos; y lo mismo hace el artículo 16.2 cuando alude al objeto de cada uno de
ellos: ideología, religión o creencias. Por lo demás, ésta es la interpretación común de
los tres derechos, como realidades autónomas, en el contexto democrático al que nos
remite el artículo 10.2 : “la Declaración Universal de Derechos Humanos y los
tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”.

2. El principio de cooperación entre el Estado y las confesiones religiosas

2.1. Significado del principio de cooperación

La Constitución asume el postulado democrático de corresponsabilidad y participación


de los grupos sociales, junto a los poderes públicos, en la gestión del bien común. Bajo
esta luz, el principio eclesiasticista de cooperación responde al ideal democrático de que
los grupos afectados -en este caso, las confesiones religiosas- participen en la
elaboración de las normas estatales que regulan su posición y actuación en el ámbito de
la sociedad civil. De esta forma se evita la incomunicación entre los poderes públicos y
las bases sociales, con el consiguiente divorcio entre lo que esos grupos reclaman en
justicia y la configuración que el Estado pretenda imponerles.

Asimismo debemos subrayar que las confesiones son reconocidas, en cuanto tales,
como sujetos colectivos del derecho de libertad religiosa y como comunidades
específicas que expresan la dimensión institucional del factor religioso. A estos títulos
hay que añadir el genérico, por el que son reconocidas por parte del Estado democrático
junto a los demás grupos sociales reales.

Si atendemos a estos títulos nos será fácil captar el sentido del principio de cooperación.
La Constitución perfila un Estado de libertad religiosa y de consideración laica del factor
religioso y se obliga a reconocerlo según sus propias características, una de las cuales
es la existencia objetiva de grupos en los que se expresa y se vive la vertiente
institucional, no sólo asociada, de la religión. Ahora bien, va más allá, porque eleva a
rango constitucional la existencia de relaciones entre el Estado y las confesiones y su
naturaleza: de cooperación. De esta suerte, resulta un doble mandato a los poderes
públicos: que mantengan relaciones con las confesiones y que sean de cooperación.

Los principios de libertad religiosa y laicidad nos ofrecen el negativo del concepto de
cooperación, que no puede traducirse en términos de unión o confusión entre las
instituciones estatales y religiosas, o entre los fines de ambas; pero tampoco en
términos de separación absoluta entre el Estado y las confesiones y de sometimiento del
factor religioso al jurisdiccionalismo del derecho común. Equidistante de la unión y la
incomunicación, la cooperación es un punto de encuentro entre el Estado y las
confesiones, y confirma la autonomía de naturaleza y de finalidades de uno y otras. No
existe unión porque el Estado se limita a reconocer a las confesiones como instituciones
específicas del factor religioso y sujetos colectivos de la libertad religiosa; y no hay
incomunicación porque se relacionan mutuamente al servicio de la persona y del bien
común.

En su acepción positiva, el principio de cooperación significa la constitucionalización del


común entendimiento que han de tener las relaciones entre los poderes públicos y las
confesiones en orden a la elaboración de su status jurídico específico y a la regulación
de su contribución al bien común ciudadano. En cuanto a la elaboración de la posición
jurídica civil de cada confesión -como sujeto colectivo de la libertad religiosa y como
institución específica y diferencial de las demás-, la Constitución garantiza que se
realizará mediante relaciones de entendimiento. Por esta vía, los poderes públicos
atenderán las características específicas, los datos diferenciales y el arraigo real en la
sociedad española de cada confesión en orden a la determinación de su posición
jurídica. Y respecto a la regulación de sus actividades en favor del bien común, el marco
constitucional del principio de cooperación es lo suficientemente amplio para que los
poderes públicos y las confesiones materialicen su acción concertada en medios
adecuados, sin más limitación que el respeto a los principios de libertad religiosa, de
laicidad del Estado y de no discriminación.

En definitiva, el término cooperación designa el modelo constitucional de relaciones


entre el Estado y las confesiones religiosas en España.

La STC 66/1982, de 12 de noviembre , afirma positivamente que se trata de un


principio. Explica que la eficacia civil de resoluciones eclesiásticas “se sustenta de una
parte en el carácter aconfesional del Estado, de otra, en el propio texto legal que obliga
a los poderes públicos a tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española
y mantener las relaciones de cooperación consiguientes. Es este principio cooperativo el
que se expresa en el artículo VI.2 del Acuerdo sobre asuntos jurídicos” (fundamento
jurídico 2).

La STC 93/1983, de 8 de noviembre , contribuye a precisar su naturaleza cuando


rechaza que se trate de un derecho: “Como es obvio, el artículo 16.3 regula un deber
de cooperación del Estado con la Iglesia católica y las demás confesiones y no un
derecho fundamental de los ciudadanos del que sea titular el actor” (fundamento
jurídico 5).

2.2. Manifestaciones del principio de cooperación

Entre la legislación eclesiástica que contribuye a precisar el alcance del principio de


cooperación, entendido como la constitucionalización del régimen de común
entendimiento para las relaciones entre el Estado y las confesiones, ocupa un lugar
destacado la Ley orgánica de libertad religiosa de 1980 (LOLR) , con varias
manifestaciones significativas.

Una de ellas es la Comisión asesora de libertad religiosa, creada en el Ministerio de


Justicia y compuesta de forma paritaria y con carácter estable por representantes de la
Administración del Estado, de las confesiones religiosas y por personas de reconocida
competencia (art. 8.1 LOLR ). Sus funciones son de estudio, informe y propuesta de
las cuestiones relativas a la aplicación de dicha ley y, con carácter preceptivo, la
preparación y dictamen de convenios (art. 8.2 ).

Los Acuerdos o Convenios de cooperación, previstos en el artículo 7 de la Ley orgánica


de libertad religiosa , son la forma más destacada de materializar el principio del
mismo nombre. Como es sabido, los convenios vigentes más importantes entre el
Estado español y las confesiones religiosas son los Acuerdos con la Santa Sede de 1976
y 1979 , y los Acuerdos de 1992, suscritos respectivamente con la Federación de
entidades religiosas evangélicas de España , con la Federación de Comunidades
israelitas de España y con la Comisión islámica de España . Haciendo abstracción de
la tradición, naturaleza y contenido de unos y otros, su sola presencia confirma el
significado del principio, tal como lo hemos visto.

De todos modos ahora interesa preguntarse si ésta es la forma constitucional de aplicar


el principio de cooperación y si el inciso final del artículo 16.3 constitucionaliza el
sistema concordatario para la Iglesia católica y el de convenios para las demás
confesiones. De su tenor literal -”los poderes públicos (...) mantendrán las
consiguientes relaciones de cooperación..”- simplemente se deduce que se
constitucionaliza el común entendimiento como principio informador de las relaciones
entre el Estado y las confesiones, pero no la forma concreta de materializarse. Por lo
tanto, la existencia de acuerdos con las confesiones viene posibilitada pero no exigida
por la Constitución. Y, como ésta no impone ni prohíbe una forma concreta de
relacionarse el Estado y las confesiones, la cooperación puede plasmarse en acuerdos
de índole internacional o interna, según la personalidad jurídica que tenga reconocida y
actúe la confesión firmante. Así se comprende la corrección del art. 7.1 de la Ley
orgánica de libertad religiosa que, en sintonía con el texto constitucional, emplea el
tenor facultativo: “el Estado (…) establecerá, en su caso, Acuerdos o Convenios de
cooperación”.

Otra cuestión es que los acuerdos se perfilan como los instrumentos más apropiados
para materializar el principio de cooperación. Garantizan el mayor respeto a los
derechos de libertad de las confesiones y el más depurado reconocimiento de su
especificidad en la medida que formalizan los resultados del común entendimiento con
el Estado en fuentes bilaterales de Derecho eclesiástico. Por otra parte, allí donde existe
un sistema pacticio entre la Iglesia católica y el Estado, es más fácil que las demás
confesiones vean reconocida su especificidad a través de acuerdos, dejando de
constituir el conjunto de lo “acatólico” o, en expresión plástica y rotunda, “il coacervo
anonimo degli indistinti” (D'Avack). Y, por último, conviene no olvidar un hecho
incuestionable: el Estado español ha plasmado el principio de cooperación mediante
Acuerdos con la Santa Sede, con con la Federación de entidades religiosas evangélicas
de España, con la Federación de Comunidades israelitas de España y con la Comisión
islámica de España, confirmando que son la fórmula más adecuada de cumplimiento del
principio constitucional de cooperación con las confesiones de mayor presencia en
España.

La doctrina del Tribunal Constitucional también es clara en este punto. Así, por ejemplo,
la STC 265/1988, de 22 de diciembre , al interpretar el artículo 6.2 del Acuerdo
sobre asuntos jurídicos, entre la Santa Sede y el Estado español , afirma: “La indicada
norma –que responde al principio cooperativo que se hace explícito en el art. 16.3 de la
CE – ha sido desarrollada, sustantiva y procesalmente (...), siendo preciso que la
interpretación y aplicación de este conjunto normativo se haga conforme a los preceptos
constitucionales y, en especial, a los derechos y libertades fundamentales que para
todos consagran los artículos 14 y siguientes de la Constitución ” (fundamento
jurídico 4). Esta misma sentencia conecta el principio de cooperación con el de libertad
religiosa y muestra su compatibilidad con el principio de laicidad, como ya vimos.

2.3. Criterios estatales de valoración de las confesiones

El artículo 16.3 de la Constitución suscita una última cuestión de interés cuando


conecta, por medio del término consiguientes, las obligaciones de los poderes públicos
de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y de mantener
relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones. La
cooperación, subordinada a la presencia sociológica de cada confesión, plantea un doble
interrogante: uno acerca de los criterios que utilizará el Estado para valorarla y otro
sobre el alcance de la mención a la Iglesia católica.

A nuestro juicio, la clave para resolver el primero se encuentra en la distinción entre el


principio de cooperación y las formas de materializarse. Todas las confesiones son
igualmente sujetos del derecho de libertad religiosa e igualmente merecedoras del
reconocimiento de su especificidad, respecto a los grupos no religiosos, y de sus rasgos
propios, respecto de las demás confesiones. Por consiguiente, y en cuanto al principio
de cooperación, a todas las confesiones, sin distinción, les corresponden relaciones de
común entendimiento con el Estado. Ahora bien, cuando la forma elegida de plasmarlo
consista en acuerdos o convenios, los poderes públicos aplicarán los criterios señalados
en el artículo 7 de la Ley orgánica de libertad religiosa . Pero adviértase bien, lo que
está subordinado a la valoración del Estado no es el principio de cooperación -que, en
tanto que constitucional, contempla igualmente a toda confesión con sólo que pruebe su
condición de tal-, sino el supuesto concreto del establecimiento de acuerdos o
convenios. Es la posibilidad de estipularlos la que se limita a las confesiones inscritas en
el Registro de entidades religiosas, y que por su ámbito geográfico y número de
creyentes hayan alcanzado notorio arraigo en España (art. 7.1 ).
En cuanto al segundo interrogante, es el momento de interpretar la alusión a la Iglesia
católica a la luz del principio de cooperación. El artículo 16.3 de la Constitución pone a
disposición de todas las confesiones, sin excepción, el mismo principio de mutuo
entendimiento en sus relaciones con el Estado; con todas los poderes públicos
mantendrán unas relaciones de cooperación consiguientes a su implantación sociológica
en la sociedad española; y para todas evita constitucionalizar una fórmula concreta de
plasmar la cooperación. Por tanto, siendo igualmente aplicable a la Iglesia católica y a
las demás confesiones todo lo que dice el inciso final del precepto, la única diferencia es
que mientras las demás confesiones, por ser citadas genéricamente, deberán sujetarse
a los criterios de valoración del artículo 7.1 de la Ley orgánica de libertad religiosa a
la hora de establecer acuerdos con el Estado, la Iglesia católica suple por obra de su
singular mención constitucional la necesidad de probar su notorio arraigo pues -
permítasenos el juego de palabras-, con su nombre propio arraigado en la Constitución,
sería una contradicción jurídica que necesitase probarlo y que este requisito le fuera
exigido por una ley de rango inferior a ella.

Por último, adviértase que la alusión a la Iglesia católica no quiebra el principio de


igualdad religiosa y no discriminación porque ni siquiera para ella la Constitución
concreta una modalidad del principio de cooperación. Así pues, la eficacia de la mención
explícita, basada en una causa objetiva y razonable, se reduce a que la propia
Constitución se convierte en prueba normativa del arraigo de la Iglesia católica en
España. Y como el dato normativo no es preciso probarlo, tiene preconstituida en la
mención constitucional la prueba de su arraigo social en orden a la posibilidad de
concertar acuerdos de cooperación con el Estado.

LIBERTAD RELIGIOSA, DE PENSAMIENTO Y DE CONCIENCIA.


SU FORMALIZACIÓN CONSTITUCIONAL E INTERNACIONAL.
CONTENIDO FUNDAMENTAL

Mantecón Sancho, Joaquín. Catedrático de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de Cantabria

Fecha de actualización

07/02/2011

1. Presupuestos: religión, sociedad y Derecho

El concepto de libertad religiosa está necesariamente conectado con el de religión. Pues


bien, no resulta fácil proporcionar una definición tout court de religión, y menos aún una
definición a efectos jurídicos. La religión, por antonomasia, implica una dimensión
sobrenatural, y por tanto metajurídica, sin relevancia para el Derecho. Pero posee
también una vertiente social (que podría tener relevancia jurídica) con múltiples
perfiles, de tal forma que resulta imposible agotar su concepto en una sola definición.
Otra razón que justifica la dificultad de definirla estriba en el hecho de que no existe
una única religión, sino muchas, que además pueden resultar –y de hecho, resultan–
muy diferentes entre sí. Sin embargo, se puede intentar encontrar un conjunto de notas
que sea común al fenómeno religioso.

La mayor parte de los autores coincide en señalar como puntos comunes a todas las
religiones la creencia en una realidad trascendente, que implica una determinada
concepción e interpretación de todo lo existente y de la propia vida, de modo que esa
concepción, transformada en doctrina, condiciona también la conducta personal
mediante las exigencias de una moral específica. También parece un lugar común el
aceptar que la religión conlleva unas necesarias manifestaciones externas,
tradicionalmente denominadas como cultuales o litúrgicas. En este sentido, una mera
religiosidad, o sentimiento religioso personal que no transcendiera al exterior, no cabría
calificarlo como hecho religioso. Por otra parte, esa exteriorización del sentimiento
religioso suele tener también una dimensión comunitaria. La historia y la arqueología
nos confirman que esto ha sido así desde los mismos orígenes del hombre.

De cara al estudio de la relación que cabe establecer entre Religión y Derecho, nos
interesa únicamente la relevancia social del fenómeno religioso –ubi societas, ibi ius–.
Que esta relevancia sea una realidad es algo que aparece, con una evidencia que se
impone, de la experiencia de la propia naturaleza humana, que tiene la nota de la
socialidad como algo intrínseco (recordemos que ya Aristóteles definía al hombre como
animal político). Lo religioso participa también de esa dimensión social, pues el hombre
se asocia con sus semejantes para vivir su relación con Dios –con el mundo
transcendente que es objeto de su fe– de manera comunitaria. Por tanto, religión es
también el nombre que lo religioso adquiere cuando alcanza su natural dimensión social.
De hecho, buena parte de las manifestaciones externas de la religión participan de esa
dimensión: el culto, las ceremonias litúrgicas, funerarias, sacrificiales, etc. son
exteriorizaciones colectivas de la religiosidad que se han dado siempre a lo largo de la
historia humana.

Ni desde el punto de vista de la sociología, ni desde el punto de vista religioso cabe


hablar de una religión unipersonal. La religión se manifiesta necesariamente como una
realidad social. Sólo desde esta perspectiva se entiende también el derecho personal de
libertad religiosa. Si falta esta dimensión social, únicamente cabría hablar de libertad de
pensamiento, ideológica o de conciencia, pero no de libertad propiamente religiosa,
pues como se ha dicho, no existen religiones unipersonales.

2. El concepto de libertad religiosa

Para evitar posibles equívocos, hay que dejar claro desde el primer momento que
vamos a referirnos a un concepto estrictamente jurídico. Es decir, vamos a considerar la
libertad de que disfruta, en tema de religión, la persona y los grupos religiosos en los
que ésta se integra frente a terceros y frente al Estado. Prescindimos, por tanto, de la
libertad frente a Dios o la propia religión, aspectos que entran más bien dentro del
ámbito espiritual (puramente religioso( y moral. Tampoco incluimos la denominada
libertad psicológica, que se refiere a la ausencia de determinación de la voluntad
humana para realizar actos verdaderamente libres en el terreno de la fe. Vamos a
hablar, exclusivamente de la libertad religiosa como derecho.

Que la libertad religiosa pueda ser calificada como un verdadero derecho se evidencia al
comprobar que reúne los cuatro elementos esenciales que se predican de todo derecho.
En primer lugar la existencia de un titular bien determinado, que en nuestro caso
resulta ser, en primer lugar y fundamentalmente, la persona, y, secundariamente –por
derivación–, las confesiones o grupos religiosos. En segundo lugar un objeto
suficientemente concreto y posible: la profesión y práctica de las propias creencias
religiosas. En tercer lugar habrá de ser oponible frente a terceros, en quienes engendra
un deber de abstención o, en su caso, el de una prestación. Y por último, la posibilidad
de una sanción, prevista para los casos de lesión del derecho.

2.1. La libertad religiosa como derecho público subjetivo

Con la aparición en el siglo XIX de la teoría de los derechos subjetivos, la libertad


religiosa pasa a conceptuarse técnicamente con mayor precisión, como un derecho
público subjetivo; en este sentido, el derecho de libertad religiosa se podría definir
como la capacidad o facultad que corresponde al hombre, como sujeto de derecho, para
vivir y practicar su religión en la medida en que tal derecho es reconocido y tutelado por
el respectivo ordenamiento. Obviamente el derecho puede ser también reconocido a las
personas jurídicas (iglesias, confesiones, etc.), cosa que no sucedía, sin embargo, con
las libertades de las Declaraciones de Derechos del siglo XVIII y las Constituciones del
XIX, en las que su único titular era el individuo, el ciudadano.

Si partimos de un punto de vista positivista, los derechos subjetivos tendrían su único y


último fundamento en la mera disposición del Derecho positivo, que concede, y tutela el
derecho en cuestión. Ahora bien, tal derecho sólo podrá hacerse efectivo (solo se podrá
exigir( cuándo y en la medida en que haya sido expresamente reconocido en el
respectivo ordenamiento.

Si, en cambio, partimos de un punto de vista iusnaturalista, junto con los derechos
subjetivos positivos, podríamos hablar también de derechos subjetivos naturales (o
innatos); es decir, previos al ordenamiento positivo. Este es el terreno propio del
derecho de libertad religiosa. Por esta vía nos acercamos a la teoría general de los
derechos humanos. Pero antes de introducirnos en el campo de los derechos humanos,
conviene estudiar con mayor precisión las características del derecho de libertad
religiosa como derecho subjetivo.

Tradicionalmente los derechos denominados de libertad, herederos de las primigenias


libertades –entre las que se incluía la libertad religiosa– se conceptuaban como
derechos negativos, absolutos y públicos.

Cuando se define la libertad religiosa como un derecho negativo, se quiere decir que el
ámbito que constituye su objeto propio es un ámbito que excluye cualquier intervención
por parte del Estado, creando así un espacio de total autonomía (de agere licere( para
el sujeto titular del derecho. Engendra, pues, un auténtico deber de abstención por
parte del Estado y de terceros. Como se entiende fácilmente, este carácter de
negatividad no excluye que el derecho tenga un contenido jurídico positivo, que consiste
en la facultad de actuarlo en el sentido deseado por su titular.

El carácter de absoluto hace que tal derecho pueda esgrimirse erga omnes, es decir, no
sólo frente al Estado sino también frente a terceras personas, aunque, lógicamente, el
punto verdaderamente determinante para que se dé el derecho de libertad religiosa lo
constituye el hecho de que se ofrezca una suficiente protección o tutela frente a un
hipotético intervencionismo lesivo por parte del Estado o de terceros; permitiendo así su
vindicación efectiva, si, de hecho, se produce su lesión. Es decir, ha de estar
suficientemente tutelado desde el punto de vista jurídico; si no, no se puede hablar de
la existencia de un verdadero derecho.

Que este derecho sea también conceptuado como público, es a todas luces patente,
puesto que hace directa referencia a un tipo de relación que se establece,
primordialmente, entre el individuo y el Estado, y además, porque su objeto propio
puede ser considerado –al menos en la mayor parte de los Estados– como un auténtico
bien público, que interesa tutelar en sí mismo, e incluso promocionar.

2.2. La libertad religiosa como derecho humano

Por otra parte, la libertad religiosa es también, y sobre todo, un derecho fundamental
de la persona, un derecho humano. Ya hemos mencionado cómo la doctrina acerca de
los derechos públicos subjetivos, no excluía para algunos sectores la existencia de
derechos subjetivos innatos. Es decir, previos a cualquier derecho positivo. Y en esto
coincide con los derechos fundamentales, que son derechos propios de la persona y que
el Estado tiene que reconocer y salvaguardar.

La diferencia con los antiguos derechos provenientes de las libertades del siglo XVIII,
radica en que aquéllos eran, sí, unos derechos de la persona, pero con una dimensión
estrictamente individual; mientras que los derechos humanos, además de esa
dimensión personal, en muchos casos asumen también una carácter colectivo (como
sucede con la libertad religiosa) y así se reconoce en muchas constituciones y leyes
sobre este derecho, y en algunas Declaraciones de Derechos. Otra consecuencia de su
fundamentalidad radica en la protección reforzada que se le suele dispensar; además,
las Constituciones, que en el Estado moderno acostumbran a tener un carácter
normativo directo, suelen contener declaraciones que, en este punto, vinculan a todos
los poderes del Estado.

Por otra parte, los derechos humanos se constituyen también como la clave de bóveda
de todo el ordenamiento, de manera que su respeto o no, se transforma en paradigma
de la legitimidad de un Estado. Y aquí conectamos con otro aspecto: su universalidad,
proclamada por Declaraciones de Derechos universales y regionales, por lo que los
derechos humanos, entre los que figura siempre en lugar destacado el de libertad
religiosa, alcanzan un carácter de principios básicos, también a la hora de estructurar la
comunidad internacional.

En realidad, las nuevas Declaraciones de Derechos, comenzando por la Universal de las


Naciones Unidas, y los Pactos y Convenciones que la desarrollan, constituyen los
modelos formales en los que se han inspirado numerosas constituciones democráticas,
que, a veces, refuerzan ulteriormente el perfil jurídico de este derecho mediante
afirmaciones expresas de acatamiento de aquellos instrumentos internacionales, y en
los términos por ellos proclamados; lo que los constituye en punto de referencia básico
para su eventual interpretación y la determinación de su alcance.

De otro lado, la conciencia general de hallarse ante un verdadero derecho humano, y la


experiencia internacional de sus violaciones (desgraciadamente frecuentes) ha
aconsejado la creación de específicos instrumentos internacionales de control, así como
la de instancias jurisdiccionales a las que puedan elevarse los posibles conflictos o
violaciones de este derecho. De esta manera podría superarse el peligro de que las
Convenciones internacionales se convirtieran en unas meras afirmaciones de
intenciones que a nada comprometen (como de hecho ha sucedido en muchos casos
hasta hace relativamente poco tiempo).

3. Libertad religiosa, de pensamiento y de conciencia

El hecho de que en la mayor parte de las Declaraciones de Derechos, Convenciones


internacionales, y Constituciones se proclame la libertad religiosa, junto a la de
pensamiento, o de conciencia, ha llevado a la doctrina a plantearse las mutuas
relaciones entre tales tipos de libertad. ¿Se trata de libertades formal y materialmente
distintas?, o ¿se trata más bien de aspectos de una única libertad, en último término, de
pensamiento o ideológica?

El problema viene de lejos, aunque quizás en la actualidad ha adquirido contornos y


matices distintos. En un primer momento, con la ciencia del Derecho eclesiástico en
pleno período de formación existía una cierta confusión terminológica. Como observaba
Ruffini, para muchos, la libertad religiosa equivalía o se confundía con la libertad de
pensamiento. El ilustre eclesiasticista italiano no aceptaba tal planteamiento: para él, la
libertad de pensamiento es más genérica, y no puede confundirse con la libertad
religiosa, lo que es evidente por el hecho de que, según escribe, ha habido en la historia
creyentes fervorosos favorables a la libertad religiosa, y librepensadores absolutamente
contrarios.

Hasta hace relativamente poco tiempo, los eclesiasticistas parecían decantarse, en esa
línea, por un concepto de libertad religiosa con un objeto propio, preciso y
concretamente religioso; distinguiéndola por tanto, de la libertad de pensamiento,
ideológica, de conciencia, etc. Sin embargo, últimamente, algunos autores (Souto,
Llamazares) manifiestan una tendencia a ampliar la noción, y por tanto también el
contenido de la libertad religiosa, integrándola, cuando no identificándola, con la
libertad ideológica y de conciencia.
Diríase que estos autores, en su preocupación por salvaguardar al máximo la libertad
religiosa, y para evitar el peligro de dejar fuera de la misma alguna de sus
manifestaciones, prefieren ampliar su objeto a campos afines que constituyen en último
término exteriorizaciones de la libertad personal en el orden del pensamiento. Sin
embargo, tal posición, a pesar de dar origen a brillantes construcciones doctrinales, se
presta a un cierto confusionismo y a una desvirtuación de lo que es propiamente el
nervio de la libertad religiosa que, desde esta nueva perspectiva, pasaría a abarcar
campos tan diversos como puede ser el derecho a la información, a la propia orientación
sexual, o cuanto se refiere a los problemas morales en relación con la biogenética.
Martínez Torrón ha hecho notar que esta tendencia provoca en nuestra disciplina una
auténtica voracidad temática. En la mayor parte de los casos, el posicionamiento
personal ante aquéllos supuestos o problemas responde a una mera opción ideológica o
ética pero ajena a motivos religiosos estrictamente hablando.

Según la doctrina más clásica (Hervada), la libertad de pensamiento o ideológica tendría


por objeto el conjunto de ideas, conceptos y juicios que el hombre puede elaborar y
defender sobre cualquier realidad física o humana; por ejemplo, en el terreno filosófico,
político, científico, artístico, etc. Mientras que la libertad de conciencia haría referencia
al juicio o imperativo moral (no necesariamente religioso( sobre las propias acciones,
que condiciona la propia conducta. Es decir se trata, efectivamente de libertades
formalmente distintas, por tener un objeto propio distinto en cada caso.

4. La libertad religiosa en las Declaraciones y Convenciones internacionales de


Derechos

Casi todos los instrumentos internacionales que se refieren al derecho de libertad


religiosa suelen incluirla junto con la libertad de pensamiento y de conciencia. De hecho
la fórmula más utilizada y repetida suele ser la de que “toda persona tiene derecho a la
libertad de pensamiento, de conciencia y de religión” (Declaración Universal, Pacto
internacional sobre los derechos civiles y políticos, Convenio europeo para la defensa de
los derechos y libertades fundamentales, Carta de los derechos fundamentales de la UE,
etc. La razón parece que hay que buscarla en el intento de encontrar una fórmula lo
suficientemente amplia como para que pudiera ser aceptable a los numerosos países
que en la época eran oficialmente marxistas (con excepción de los firmantes del
Convenio europeo).

Según estos textos internacionales las mismas normas protegen (y con la misma
intensidad(, el derecho a profesar una religión; a cambiar de religión; a dejar de
profesarla; o a no profesar ninguna; así como a profesar convicciones y creencias no
religiosas. Esto se hace especialmente patente en la Declaración sobre la eliminación de
toda forma de intolerancia basada en la religión o las convicciones, y en el Comentario
General al artículo 18 del Pacto internacional sobre las libertades civiles y políticas,
como se verá en su momento ene el correspondiente capítulo.

Los dos primeros supuestos (profesar una religión o cambiar de religión) recogen lo que
pudiéramos llamar el contenido positivo del derecho de libertad religiosa, con todo lo
que ello implica: practicar el culto o ceremonias litúrgicas de la propia religión, vivir
conforme a sus preceptos y observancias morales, propagar la propia religión por
medios lícitos, etc.

Los últimos supuestos, en cambio (no profesar ninguna religión o profesar creencias y
convicciones no religiosas), no se refieren estrictamente hablando a la libertad religiosa.
En estos supuestos el contenido del derecho se agota en el hecho de no profesar
ninguna religión o de tener creencias no religiosas. No existe en estos casos, por
ejemplo, de una de las manifestaciones propias y típicas de la religión como es el culto
(González del Valle).

Por ello considero que los derechos, en el plano personal y colectivo, de quienes no se
consideran religiosos tendrían que tratarse normativamente –en la medida en que fuera
necesario– fuera del ámbito del derecho de libertad religiosa, y deberían ubicarse, más
bien, en el del derecho de libertad ideológica, o de la libertad de expresión y de
asociación que, en la mayor parte de las Constituciones poseen un tratamiento y
protección específico. Además, quienes no practican una religión no tienen por qué
profesar una convicción o creencia no religiosa de forma activa o militante, es decir, con
una fuerza moral vinculante equiparable a la de las creencias religiosas: la mayor parte
de los no creyentes son sencillamente agnósticos.

En efecto, no son frecuentes agrupaciones o asociaciones de ateos que se propongan


como fin el proselitismo de su ideología. Como acertadamente se ha observado, el
ateísmo puede que sea un fenómeno de masas, pero no parece que sea un fenómeno
comunitario-asociativo, como sucede, en cambio, con los grupos religiosos. Un ejemplo
indiciario de lo dicho podemos encontrarlo en el hecho de que, con frecuencia, los
documentos internacionales que hacen referencia a la protección debida a las minorías,
siempre mencionan a las minorías religiosas, pero nunca a las ideológicas, ya que éstas
no suelen tener una dimensión social institucionalizada, como suele suceder, en cambio,
con las religiosas (Vázquez García-Peñuela).

De hecho, frente a la interpretación expuesta de la Declaración de 1981 y, sobre todo,


del mencionado Comentario General, en el desarrollo legislativo ordinario de la mayor
parte de los países, suelen destinarse instrumentos normativos específicos a la libertad
religiosa, mientras las convicciones no religiosas y la libertad de pensamiento o
ideológica suelen recogerse en declaraciones constitucionales más genéricas, y su
desarrollo se suele englobar en el del derecho a la libertad de expresión y asociación.

5. Fundamento

No existe en las modernas Declaraciones o Convenciones de Derechos ninguna que


contenga una introducción de tipo teórico, justificando doctrinalmente los derechos en
ellas incluidos y proclamados; ninguna que se atreva a ofrecer un fundamento filosófico
teórico de los mismos. Y se entiende tal ausencia, ya que lo que se pretendía es que
tales documentos recibieran el mayor número posible de adhesiones; adhesiones que
debían provenir de países regidos por sistemas anclados en las ideologías más variadas
e incluso contrapuestas. Por tanto, si se lograba un consenso en lo que constituía su
finalidad más concreta, podía obviarse, prácticamente, la búsqueda de ese fundamento
filosófico común. Por ejemplo, en la Declaración Universal a lo más que se llega es a la
afirmación de “la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y sus
derechos iguales e inalienables”, absteniéndose de explicar el fundamento de dicha
dignidad y de esos derechos. Pero bastó esto para que, por ejemplo, la extinta URSS y
sus países satélites se abstuvieran en el momento de votar la Declaración.

Históricamente su fundamento hay que buscarlo (aun a riesgo de simplificar), en dos


corrientes distintas: el iusnaturalismo –cristiano o racionalista– y en las doctrinas del
pacto social de raíz roussoniana. Sin embargo, la teoría de Rousseau era criticable
desde muchos puntos de vista ya que contiene in nuce las bases para la afirmación del
Estado totalitario, al consagrar mediante el contrato social la subsunción de las
voluntades individuales en la voluntad general personificada idealmente en el Estado.
De hecho, el marxismo, el personalismo, y el positivismo han contribuido a
desacreditarla por su excesivo individualismo y su utopismo. Hoy en día, con el
advenimiento y reconocimiento de los derechos denominados de la segunda y tercera
generación hay que considerarla como totalmente obsoleta.

En la práctica todos están de acuerdo en que el verdadero fundamento de los derechos


humanos, y por tanto, también de la libertad religiosa, estriba en la dignidad de la
persona humana, fundamento que puede ser calificado pacíficamente como natural y
universal. Pero ¿cuál es la raíz de esa dignidad? A lo más que se llega por parte de los
distintos sistemas y doctrinas es a puntualizar que dicha dignidad se asienta en la
capacidad del hombre de pensar y decidir libremente –responsablemente– que es lo que
le caracteriza como persona y le distingue de los animales. Lógicamente, los cristianos
dan un paso más, y basan su dignidad en el hecho de que el hombre ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios y con un alma inmortal.

Así pues, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la


persona, sino en su misma naturaleza. Se trata pues, de una dignidad que podríamos
calificar como existencial, ya que conviene a cualquier persona por razón de su
naturaleza humana, dotada de inteligencia y voluntad, totalmente independiente de su
dignidad moral, que es algo sobrevenido en razón de su actuar más o menos recto. Por
tanto, si su fundamento es la dignidad de la naturaleza humana, titular del derecho
resulta toda persona humana, con independencia de cualesquiera otras circunstancias
adjetivas.

¿En qué se traduce su carácter de fundamentalidad? Al ser patrimonio de la persona,


estos derechos son previos a todo lo que no sea la persona misma; por tanto previos al
Estado (y a cualquier otra organización social, nacional o internacional), que deberá
hacer lo posible por reconocerlos, respetarlos, facilitar su ejercicio y tutelarlos
eficazmente. Solamente así el Estado adquiere legitimidad ante sus ciudadanos y ante
el resto de la comunidad internacional.

6. Contenido: libertad religiosa y derechos de libertad religiosa

Sin entrar en las modernas discusiones doctrinales (ya apuntadas( que tienden a
ampliar no sólo el contenido, sino el concepto mismo de libertad religiosa en cuanto
derecho subjetivo, las Declaraciones de Derechos, las Constituciones y las leyes
reguladoras de este derecho, suelen enumerar diversos aspectos concretos, que, a su
vez, pueden configurarse como otros nuevos derechos, más puntuales, que constituyen
como partes integrantes del derecho fundamental de libertad religiosa. La afirmación de
estos derechos delimita los consiguientes espacios en los que el Estado garantiza un
ámbito de total libertad, de manera que en este terreno, no sólo no puede imponer
ningún criterio o directriz, sino que debe respetar y preservar la mayor autonomía
posible de la persona y de los grupos religiosos.

Esta naturaleza multiforme del derecho de libertad religiosa ha llevado a González del
Valle a definirlo como un derecho matriz. Por ello, en el enunciado de este epígrafe se
habla de libertad religiosa y de derechos de libertad religiosa. La explicación del
fenómeno no tiene por qué ser necesariamente unívoca. Para algunos se trata de un
proceso histórico, en cuanto que el Estado ha ido reconociendo, poco a poco, nuevos
espacios de libertad en el campo religioso, espacios que han ido a engrosar el catálogo
de nuevos derechos. Para otros, Se trata de una simple técnica en orden a una mejor
protección de la libertad religiosa genérica, que engloba los diversos derechos en que se
puede desglosar. Es el sistema o técnica que Ibán ha definido como de concreciones
sucesivas.

A las más genéricas declaraciones de libertad religiosa que puedan contenerse en los
textos constitucionales, siguen las leyes –ordinarias o especiales– que suelen especificar
todos los posibles campos a que se extiende el ejercicio del derecho de libertad
religiosa, tanto en el plano individual como en el colectivo: posibilidad de creación de
escuelas propias, de editar publicaciones, de establecer fundaciones, de apostolado, de
reunión, etc.

Si por un lado esta forma de actuar parece reforzar cualquier declaración formal de
libertad religiosa, por otro, como también advierte Ibán, puede decantarse o resolverse
en una técnica de concreciones limitadoras, en cuanto que todos aquellos aspectos
específicos no contemplados expresamente en las leyes, podrían quedar desprotegidos
jurisdiccionalmente.

7. Dimensión personal y colectiva del derecho de libertad religiosa


La libertad religiosa se ha configurado siempre, primordialmente, como un derecho de la
persona. Al tratarse de un derecho reconocido casi universalmente como fundamental,
su titularidad corresponde no sólo al ciudadano del respectivo Estado, es decir, a quien
ostente su nacionalidad, sino a todo hombre, por el mero hecho de serlo (como se ha
hecho notar al hablar de su fundamento). En este sentido, toda persona es libre para
poder practicar y vivir las exigencias concretas de su fe.

Si los regímenes liberales tendían a concebir la libertad religiosa como un derecho


primordialmente individual, la superación de aquella estrecha concepción ha traído
consigo en la práctica la extensión de este derecho, con todas sus virtualidades, a los
grupos religiosos. O mejor dicho, a aquellos grupos que representan las opciones
religiosas de los ciudadanos: iglesias, confesiones, comunidades religiosas, etc.

Por lo demás, el Estado suele enumerar también los distintos aspectos que comprende
el ejercicio del derecho de libertad religiosa por parte de sus titulares colectivos.
También en este caso hay que distinguir entre un aspecto negativo del derecho, y otro
positivo. Como derecho negativo, da lugar al deber de abstención por parte del Estado,
en todo lo que se refiere a la organización interna de las confesiones. El reconocimiento
de la autonomía de las confesiones implica el reconocimiento de su carácter no estatal,
pero ello, lógicamente, no quiere decir que éstas puedan actuar al margen del
ordenamiento del Estado en cuanto que tienen una relevancia civil que puede afectar al
recto orden social del que es responsable el Estado.

Como derecho positivo habilita a sus titulares colectivos a la realización de numerosas


actividades de naturaleza religiosa. Así por ejemplo, el artículo 6 de la Declaración sobre
la eliminación de toda forma de intolerancia basada en la religión o las convicciones
entre otros aspectos –la enumeración no es exhaustiva– establece que la libertad de
religión comprende la libertad de fundar y mantener instituciones caritativas o
humanitarias; la libertad para confeccionar, adquirir y utilizar los objetos y el material
requeridos para los ritos de una religión; la libertad de escribir, publicar y difundir
escritos religiosos; la de solicitar y recibir contribuciones voluntarias, económicas y de
otros tipos, a instituciones o particulares; libertad de formar, nombrar, elegir o designar
a los dirigentes, de acuerdo con las necesidades y normas de cada religión; la
posibilidad de observar los días de descanso y celebrar las fiestas y ceremonias
correspondientes; libertad para mantener comunicaciones de tipo religioso con personas
y comunidades a nivel nacional e internacional.

8. Formalización del derecho de libertad religiosa en España. La Constitución


de 1978

La Constitución española , primer texto legal y fundamento positivo de todo nuestro


ordenamiento jurídico, proclama la libertad religiosa como un derecho fundamental en
su artículo 16 . En efecto, este artículo se sitúa en la Sección titulada De los derechos
fundamentales y de las libertades públicas, que corresponde al Capítulo II (Derechos y
libertades) del Título Primero (De los derechos y deberes fundamentales)

En el artículo 14 , se prohibe cualquier discriminación –entre otros– por motivos


religiosos. Además, el artículo 27.3 reconoce a los padres el derecho a que sus hijos
reciban la educación moral y religiosa de acuerdo con sus convicciones. Estos son los
textos de la Constitución en los que se menciona expresamente el factor religioso

En concreto, el artículo 16 constituye el texto básico y fundamental sobre el derecho


de libertad religiosa. Dividido en tres números, en el primero “se garantiza la libertad
ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación,
en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público
protegido por la ley”. La mención a la libertad ideológica parece que está inspirada en el
texto de la Carta fundamental de Bonn (la libertad de culto no deja de ser un aspecto
concreto de la libertad religiosa). Lo importante en nuestro caso, prescindiendo de las
discusiones doctrinales en torno a las relaciones entre la libertad ideológica y la
religiosa, es que declara sin lugar a dudas la libertad religiosa como derecho, no sólo de
las personas, sino de las comunidades o confesiones religiosas, con la única limitación
del orden público protegido por la ley.

En el número dos , como un corolario de lo anterior se establece que “nadie podrá ser
obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. Una consecuencia concreta
de esta exigencia constitucional ha sido –por ejemplo– el cambio del sistema
matrimonial español. En efecto, con anterioridad, para poder contraer matrimonio civil,
se exigía una declaración de no profesar la religión católica, lo que ahora no resulta
cabalmente posible, ya que nadie tiene obligación de declarar acerca de su fe (ni sobre
su ideología o creencias).

En el importante número tres , se comienza por proclamar la aconfesionalidad del


Estado, aunque sea de manera indirecta, pues la dicción utilizada afirma que “ninguna
confesión tendrá carácter estatal”. España, por tanto, ya no puede ser calificada
formalmente como un Estado católico. Sin embargo, el párrafo siguiente explica cual es
la valoración que el Estado realiza sobre el hecho religioso; y así proclama que “los
poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y
mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las
demás confesiones”. En este párrafo, se consagra lo que la doctrina ha dado en llamar
el principio de cooperación, como principio informador de las relaciones entre el Estado
y las confesiones religiosas.

Frente a las ya periclitadas posturas del Estado liberal, separatista y laicista (por
ejemplo, la II República), que pretendía recluir el hecho religioso al ámbito de la
conciencia individual, se demuestra aquí una mayor sensibilidad, abierta a la dimensión
social y colectiva del factor religioso, que, además, supone una valoración positiva del
mismo, ya que permite una cooperación activa del Estado con las confesiones, pero sin
confusión de fines.

En cuanto al artículo 27.3 , que garantiza el derecho de los padres a que sus hijos
reciban la formación religiosa más conforme a sus convicciones, aunque la Constitución
lo ubica en el artículo que proclama la libertad de enseñanza, por la materia objeto
del derecho, puede relacionarse también con el artículo 16 , es decir, con el derecho
de libertad religiosa, y así lo ha reconocido nuestro Tribunal Constitucional cuando
afirma que “la libertad de enseñanza puede ser entendida como una proyección de la
libertad ideológica y religiosa” (Sentencia 5/81 de 13 de febrero , Fundamento
Jurídico 7).

Por otra parte, estos artículos, que hacen referencia al factor religioso, deben situarse y
actuarse bajo la perspectiva de los denominados valores superiores del ordenamiento,
que proclama el artículo 1 , como son la libertad, la justicia, y la igualdad. El
pluralismo político, al que se alude también en este artículo sólo es aplicable, como el
propio adjetivo utilizado indica, al ámbito político: el Estado no puede promover el
pluralismo religioso, ya que sería una intervención abusiva de carácter jurisdiccionalista;
podrá y deberá aceptarlo y tutelarlo en el caso en que se dé, pero no promoverlo.

Igualmente, el artículo 10.1 declara que “la dignidad de la persona, los derechos
inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la
ley y a los derechos de los demás, son fundamento del orden político y de la paz social”.
En este artículo se viene a realizar una definición genérica de los derechos humanos,
fundados en la dignidad de la persona, y por tanto, universales e inviolables; derechos
humanos, que el Constituyente formaliza en los denominados, técnicamente, derechos
fundamentales.

Resulta también importante el artículo 9 , que responsabiliza a los poderes públicos


de “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los
grupos en que se integra sean reales y efectivas”, removiendo los obstáculos que
impidan o dificulten su plenitud.
Por último, es también conveniente recordar que el artículo 10.2 , establece, además,
que las normas relativas a los derechos y libertades fundamentales contemplados en la
Constitución “se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos
Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias
ratificadas por España”, y, como es sabido, algunos de estos tratados o convenios
contienen artículos que hacen referencia al derecho de libertad religiosa o a alguna de
sus manifestaciones concretas.

Como puede verse, estos artículos, aunque no hagan referencia expresa al derecho de
libertad religiosa, constituyen como el marco general en el que éste deberá
desenvolverse.

9. La Ley Orgánica de Libertad Religiosa

La Constitución establece una reserva de Ley Orgánica para el desarrollo normativo


de los derechos fundamentales en ella contemplados. Por ello, cuando el legislador
decidió desarrollar el artículo 16 de la Constitución , en el que se proclama el derecho
fundamental de libertad religiosa, ideológica y de culto, lo hizo mediante la Ley
Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa (LOLR), si bien limitadamente a
la libertad religiosa y de culto (siendo esta última un mero aspecto de aquélla).

Esta Ley viene a responder a las nuevas exigencias constitucionales que postulan la
libertad religiosa, como derecho reconocido a las personas y a los grupos religiosos; el
carácter no estatal de cualquier confesión religiosa (o vuelto el verso por pasiva, el
carácter aconfesional del Estado); la no discriminación por motivos religiosos, de
manera que todos sean realmente iguales ante la Ley con independencia de sus
opciones religiosas; y por último, un principio jurídico-político de importantes
consecuencias: los poderes públicos habrán de tener en cuenta las opiniones religiosas
de los ciudadanos, y habrán de mantener las consiguientes relaciones de cooperación
con las confesiones religiosas.

Para muchos autores, la primera parte de la LOLR en la que se desarrolla el contenido


del derecho de libertad religiosa y se establece su régimen básico formaría parte del
denominado bloque de constitucionalidad (Martínez Torrón, Martín Retortillo).

La LOLR desmenuza, por así decir, el contenido del derecho de libertad religiosa (en
ningún momento se refiere a la libertad ideológica), tanto en el plano individual como
colectivo, en su largo artículo dos, y añade en su último párrafo que “para la aplicación
real y efectiva de estos derechos, los poderes públicos adoptarán las medidas
necesarias para facilitar la asistencia religiosa en los establecimientos públicos militares,
hospitalarios, asistenciales, penitenciarios y otros bajo su dependencia, así como la
formación religiosa en centros docentes públicos”.

El artículo tercero señala los límites del derecho de libertad religiosa, que se estudiarán
en la correspondiente lección; y excluye del ámbito de aplicación de la ley una serie de
actividades, fines o entidades que no pueden ser consideradas como religiosas, pese a
tener una cierta afinidad con lo religioso, como son los fenómenos psíquicos, la
parapsicología, los valores humanísticos o espiritualistas no estrictamente religiosos (se
excluyen también, por tanto, los valores ideológicos no religiosos).

Otro tema importante contemplado por la ley es el del estatuto y régimen jurídico civil
de las Confesiones religiosas. Lógicamente el Estado reconoce la existencia de estos
grupos confesionales o religiosos, y les garantiza una serie de derechos. Pero por
exigencias de seguridad jurídica, dispone que, si quieren actuarlos plenamente, para
poder actuar en el tráfico jurídico, deban adquirir personalidad jurídica civil. Esta
personalidad se obtiene mediante la inscripción en un Registro de Entidades Religiosas,
que la propia ley creaba en el seno del Ministerio de Justicia.
9.1. Contenido y extensión del derecho de libertad religiosa en el plano
personal

Ya hemos visto como la Constitución proclama y garantiza el derecho de libertad


religiosa, sin embargo no se detiene en especificar su contenido. De alguna manera, y
en virtud de lo preceptuado en el artículo 10.2 de nuestra Carta Magna, para
conocerlo podríamos acudir a la Declaración Universal de Derechos Humanos , la
Declaración de 1981 sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y
discriminación fundadas en la religión o las convicciones y a otros convenios
internacionales de los que España es parte, como el Pacto para los Derechos Civiles y
Políticos, etc.

Sin embargo, la LOLR , al desarrollar aquel derecho constitucional, realiza un elenco –


no exhaustivo– de aquellos aspectos que constituyen partes integrantes del derecho
matriz de libertad religiosa. Así, según el largo y complejo artículo 2 la libertad
religiosa comprende “con la consiguiente inmunidad de coacción” la posibilidad de
profesar las creencias religiosas que uno elija libremente (o no profesar ninguna);
cambiar de religión o abandonar la que se profesaba; manifestar esas creencias (o su
ausencia), o abstenerse de declarar sobre las mismas. También comprende el derecho
de practicar los actos de culto, de recibir asistencia religiosa de la propia confesión;
conmemorar las festividades religiosas; celebrar los ritos matrimoniales; ser sepultado
de acuerdo con el propio rito. En todos los puntos mencionados, no cabe coacción o
interferencia alguna; ni por parte del Estado, ni por parte de terceros.

La LOLR enumera a continuación otra serie de derechos personales en materia


religiosa, pero que hacen referencia, de manera más directa que los anteriores, a su
dimensión social. Por ejemplo, el derecho a recibir e impartir enseñanza o información
religiosa, oralmente, por escrito o de cualquier otra forma; derecho a escoger para uno
mismo y para las personas que estén jurídicamente bajo su dependencia (hijos menores
no emancipados, pupilos, etc.) la enseñanza religiosa y moral que se prefiera; reunirse
o manifestarse públicamente con fines religiosos; así como formar asociaciones para
desarrollar fines de tipo religioso.

9.2. Contenido y extensión del derecho de libertad religiosa en el plano


colectivo

La Constitución garantiza el derecho de libertad religiosa no sólo a los individuos, sino


también a las comunidades, es decir, a los colectivos religiosos. Se reconoce, pues, esa
dimensión social propia del hecho religioso, a la que ya se ha aludido en la primera
parte de este capítulo. Al no especificar en sentido técnico el tipo de comunidades
religiosas a que se refiere, parece dar a entender que dicho término ha de entenderse
en sentido lato, es decir, cualquier grupo de naturaleza religiosa, que puede abarcar
desde una iglesia o confesión religiosa en el sentido tradicional, a cualquier asociación o
colectivo de naturaleza o finalidad religiosa.

La LOLR se refiere concretamente a las “Iglesias, Confesiones y Comunidades”, como


colectivos religiosos institucionales a los que se les reconoce la posibilidad de establecer
lugares de culto, o de reunión con fines religiosos; el derecho a designar y formar a sus
propios ministros; a divulgar su propio credo; a mantener relaciones con sus propias
organizaciones (de carácter institucional o asociativo) y con otras confesiones, tanto en
España como en el extranjero.

Por otra parte, a aquellas Iglesias, Confesiones o Comunidades religiosas inscritas en el


Registro de Entidades Religiosas se les garantiza el derecho a auto-organizarse, es
decir, a regirse por su propio ordenamiento, con total independencia del Estado, que en
este punto no puede establecer ni criterios u orientaciones, y, mucho menos, normas:
no podría, por ejemplo, exigir una organización democrática, por ser algo
completamente ajeno a sus competencias. Este derecho interno de las confesiones,
actuará normalmente como derecho estatutario y, en ocasiones podrá tener una
relevancia civil más plena cuando así se lo reconozca el propio ordenamiento estatal,
siempre que la correspondiente confesión tenga personalidad jurídica civil (es decir,
esté inscrita).

Además, a aquéllas que, previamente inscritas, hayan alcanzado un notorio arraigo en


España (por su ámbito y número de fieles), se les reconoce la posibilidad de optar a la
firma de acuerdos o convenios de cooperación con el Estado.

¿Qué sucede con las confesiones no inscritas? ¿No son sujeto del derecho de libertad
religiosa? Aunque se tratará con más detalle esta materia en otro capítulo, conviene
aclarar que, al ser el derecho de libertad religiosa un derecho fundamental del que
también son titulares los grupos religiosos, los aspectos más sustanciales de este
derecho en su vertiente colectiva les son también de aplicación sin necesidad de esa
inscripción previa, tal como se recuerda en la exposición de motivos de los tres
acuerdos con las confesiones acatólicas: “estos derechos, concebidos originariamente
como derechos individuales de los ciudadanos, alcanzan también, por derivación, a las
Confesiones o Comunidades en que aquellos se integran para el cumplimiento
comunitario de sus fines religiosos, sin necesidad de autorización previa, ni de su
inscripción en ningún registro público”.

Lo que sucede es que el hecho de la inscripción proporciona un valor añadido de


publicidad y seguridad jurídica con consecuencias bien precisas. Por ejemplo, a la hora
de determinar si un lugar concreto es o no lugar de culto, en el caso de una confesión
inscrita, bastará su certificación en este sentido, mientras que en el caso de confesión
no inscrita, será el juez el que haya determinarlo. En cualquier caso, al estar en juego
un derecho fundamental, habrá que estar siempre a la interpretación más favorable,
según el viejo aforismo de favorabilia amplianda, odiosa restringenda.

10. Desarrollo normativo de los distintos aspectos del derecho de libertad


religiosa

El Estado español ha firmado Acuerdos (con naturaleza de tratados internacionales) con


la Santa Sede, y otros Acuerdos, aprobados por ley de Cortes, denominados de
cooperación, con tres confesiones religiosas de notorio arraigo en España, como son la
protestante o evangélica, la judía y la islámica. En todos ellos se estipula de manera
pacticia o bilateral normas concretas que afectan al desarrollo o el ejercicio de la
libertad religiosa, y fijan el modo en que el Estado pretende definir su cooperación con
las confesiones concernidas.

Los Acuerdos con la Iglesia católica, más que regular aspectos de la libertad religiosa,
vienen a establecer el estatuto jurídico de la Iglesia ante el ordenamiento civil según los
nuevos principios constitucionales. No quiere decir esto que lo que allí se contempla no
afecte al derecho de libertad religiosa; tiene clarísimas repercusiones. Pero sobre todo
se tiende a asegurar la libertad institucional de la Iglesia frente al Estado y a fijar los
modos de cooperación entre ambas Potestades. Los Acuerdos se refieren principalmente
a Asuntos Jurídicos, Asuntos de Enseñanza y Culturales, Asuntos Económicos, y
Asistencia religiosa en las Fuerzas Armadas y servicio militar de clérigos y religiosos.

Los Acuerdos con las confesiones minoritarias solemnizan algunas manifestaciones


concretas del derecho de libertad religiosa. Por ejemplo, se garantiza la asistencia
religiosa a sus fieles en las Fuerzas Armadas, en los sistemas penitenciario y
hospitalario públicos; la enseñanza religiosa en la escuela pública y concertada, etc. Por
otro lado se fijan conceptos jurídicos importantes de cara al ejercicio de esta libertad y
de la seguridad jurídica: concepto de lugar de culto, de ministro religioso, de las
funciones propias del ministro de culto; se reconocen efectos civiles al matrimonio
celebrado en forma religiosa, etc.
Lógicamente han sido muy numerosas las disposiciones legales y reglamentarias que
desarrollan ulteriormente lo establecido en la LOLR y en los distintos Acuerdos. En
ocasiones estas normas de desarrollo pueden ser también de naturaleza pacticia. Por
ejemplo, los convenios sobre asistencia religiosa católica en centros hospitalarios
públicos y en establecimientos penitenciarios; o los Convenios sobre enseñanza religiosa
evangélica e islámica, o de asistencia religiosa penitenciaria con musulmanes. Estos
convenios, denominados menores por la doctrina, tienen como función la mejor
determinación y ejecución de los mayores.

En otros casos –la mayoría–, se trata de normas unilaterales del Estado, bien
específicamente dedicadas a regular aspectos relacionados con la libertad religiosa
como, por ejemplo, la seguridad social de los ministros de culto y la asistencia religiosa
penitenciaria de las confesiones minoritarias con Acuerdo; o bien dentro de normas que
sólo tangencialmente afectan a la libertad religiosa como, por ejemplo, la Ley Orgánica
de Educación, que dedica dos Disposiciones adicionales a la enseñanza de la religión en
el sistema educativo, o la Ley General Penitenciaria y su Reglamento o las Reales
Ordenanzas de los tres Ejércitos, cuando regulan en algunos artículos cuanto se refiere
a la asistencia religiosa de presos y militares.

LIBERTAD RELIGIOSA Y DERECHO AL PROSELITISMO

Gutiérrez del Moral, María Jesús. Profesora Asociada de Derecho


Eclesiástico del Estado de la
Universidad de Gerona

1. Introducción

Como es sabido, la existencia de creencias religiosas es un hecho indiscutible en todos


los rincones de la Tierra; esas creencias, por otra parte, son de formas muy variadas,
de manera que no existe una “religión humana”, sino muchas. A su vez esas creencias
religiosas implican la existencia de comunidades o grupos religiosos, y es posible
distinguir entre comunidades religiosas electivas formadas por la libre adhesión de sus
miembros, y otras formas más organizadas que pueden aspirar a la denominación de
Iglesia. Las primeras, de formación espontánea y con vínculos de carácter subjetivo se
localizan en el origen de las religiones de vocación ecuménica (MESLIN).

El anuncio de la fe como una evangelización o como un proselitismo implica una


institucionalización, una comunidad más organizada. Dicho anuncio en las religiones
universales tiende a pasar por alto las diferencias entre culturas y comunidades,
buscando la conformación de comunidades con tendencia universalista. La reacción
siempre ha sido de resistencia violenta o de entrega a la nueva fe; raramente se han
dado intentos integradores. En concreto, en Occidente cultura y religión presentan
generalmente una característica común: su dinámica expansiva (BUENO SALINAS).

En cualquier caso, esa transmisión de creencias implica su exteriorización y su


confrontación en el medio social. Desde ese instante, genera la posibilidad de derechos
y obligaciones (derecho a manifestarse, obligación de respetar la integridad del otro),
convirtiéndose así en objeto del Derecho, de su regulación normativa y de la ciencia que
lo estudia.

2. Propagación o anuncio religioso y proselitismo: aspectos positivos y


negativos del concepto

Es una realidad que pueden existir dos posibles formas de propagación religiosa, una
justa, respetuosa, pacífica, y otra injusta y abusiva. La libertad, en términos absolutos y
en su forma específica de libertad religiosa, se encuentra en el centro de la
controversia. El derecho a la propagación religiosa es una de las consecuencias del
derecho de libertad religiosa, del cual forma parte inseparable. No hay libertad religiosa
y de creencias sin libertad de expresión, y la religión se anuncia sobretodo por medio de
la comunicación de ideas.

Cuando hablamos de propagación o anuncio religioso podemos utilizar el concepto


idealmente neutro de proselitismo entendido como el derecho a manifestar la propia fe,
anunciarla a los demás, e intentar convencerles. Sin embargo, no puede negarse que en
el lenguaje común actual el término proselitismo comporta una acepción de tendencia
negativa, aun reconociendo que su uso positivo es posible y legítimo. En este sentido se
suele utilizar dicho término para designar el anuncio, propagación o manifestación
abusiva o ilegítima.

3. Breve referencia a la regulación interna de las Iglesias y Confesiones sobre


su propia actividad proselitista o de anuncio religioso

Respecto a las Confesiones religiosas, aunque sea brevemente, se ha de decir que


aquéllas que se encuentran más estructuradas suelen tener una organización propia con
relación a su misión anunciadora o propagación de su fe. En el mundo occidental, no
podemos dejar de mencionar el ejemplo de la Iglesia católica (la Confesión que cuenta
con una estructura y un ordenamiento jurídico más completos), y que a pesar de ello
presenta grandes limitaciones: La prohibición de un proselitismo abusivo es poco
detallada, y no cuenta con una normativa sancionadora. Además, la carencia de
coactividad física del ordenamiento canónico hace muy difícil que los grupos
extremistas, cuando los haya, puedan ser efectivamente controlados por la jerarquía
eclesiástica.

En el caso del Islam, parece ser que la carencia de una jerarquía religiosa
suficientemente estructurada propicia que los grupos disidentes queden fuera de
control. De esta forma, en su confusión con la sociedad, la fe islámica puede llegar a dar
como resultado, en ciertas circunstancias, la constitución de Estados auténticamente
extremistas y directamente proselitistas, que se impongan por la fuerza. Ello sin olvidar
que el Islam prohíbe cualquier actividad proselitista de otras religiones hacia sus
correligionarios.

¿Qué ocurre con las sectas o con los “nuevos movimientos religiosos”, como prefiere
denominarlos la doctrina, y su forma de hacer proselitismo?.

Antes de nada, es necesario hacer algunas matizaciones terminológicas al respecto. Es


sabido que la palabra secta significa simplemente escisión, por lo cual toda separación
de un grupo minoritario desde una Confesión mayoritaria es propiamente una “secta”.
En ese sentido, el cristianismo fue, en sus orígenes, una secta del judaísmo. Sin
embargo, el concepto de secta se ha concretado con el tiempo para acabar designando
aquel grupo o Confesión religiosa minoritario que surge en contraposición y
contradicción a las religiones tradicionales, y conserva en sí mismo una cierta vivencia
cerrada y separada de la sociedad. No necesariamente esas sectas son todas religiosas,
ni tampoco siempre han de constituir un peligro, aunque ese término nos haga pensar
en abusos legales o incluso en actividades delictivas.

El fenómeno de las sectas no es nuevo, “lo nuevo es el contexto social en el que se


insertan”, que les permite actualmente ser reconocidas por el derecho y sobrevivir; ya
que en los contextos totalitarios, monistas e intolerantes el desarrollo de las sectas era
inmediatamente perseguido, y el éxito de esa persecución era muy alto. Sólo una
auténtica revolución religiosa, como la planteada por el protestantismo, consiguió en
Europa que sobreviviera una interpretación cristiana alternativa a la católica originaria
(LLAMAZARES). Sin embargo, la decidida acción proselitista o expansiva de las sectas sí
es algo totalmente novedoso precisamente por las razones históricas apuntadas.
Las Iglesias y Confesiones tradicionales, aunque desarrollen fuertes actividades de
catequización entre la población, no suelen provocar que ésta las considere
proselitistas. Tanto porque el éxito de ese esfuerzo es relativamente pequeño frente a
las energías empleadas, como porque esa propaganda religiosa no es vista como el
anuncio de una novedad.

Por contra, las sectas suelen mostrarse, externamente, muy vitales, novedosas,
desinhibidas, acogedoras, altruistas, desvinculadas de antiguos esquemas sociales, etc.
Todo ello acaba dando lugar a una actividad a menudo muy proselitista, que contrasta
fuertemente con la religiosidad calmada, asentada, y a veces nada inquietante, de las
Confesiones tradicionales.

Se puede decir que el fenómeno proselitista en las sectas depende de dos factores: el
social externo, que puede suponer un reto para el desarrollo de la secta, y el propio
interno, en la forma cómo la secta plantee su anuncio y la atracción de adeptos.

Hay abundante literatura sobre los métodos del proselitismo sectario, los procesos de
captación, de retención y de abandono de una secta, datos que pueden ser
considerados como útiles, si bien más desde un punto de vista sociológico que jurídico.
Dicha utilidad consiste en ofrecer unas líneas de referencia que facilitan delimitar, en su
conjunto, las actividades proselitistas abusivas de un grupo sectario, pero esos mismos
actos, tomados individualmente, también se han dado y se dan en las manifestaciones
religiosas tradicionales, o en determinados grupos adscritos a ellas. Queremos creer que
en éstas, con todo, su intensidad es menor, y que no provocan los resultados finales
que se obtienen en las sectas.

Según nuestra opinión, el elemento externo que diferencia las actitudes proselitistas
abusivas del anuncio respetuoso de una fe religiosa es la excesiva facilidad de admisión.
El cambio de religión no es un asunto menor que se pueda resolver en unas
conversaciones o reuniones; sin embargo, los periodos de captación y adoctrinamiento
que usan las sectas son breves y rápidos, sin que al sujeto se le dé auténtica
oportunidad de valorar su decisión. La excesiva facilidad para el cambio de religión
denota superficialidad del acto de conversión, el cual exige, como cualquier acto
humano, suficiente discreción de juicio. La anulación de la discreción de juicio por
influencias externas en el proceso de conversión es un elemento jurídico valorable
objetivamente, que ha de determinar la licitud del proselitismo. Un cierto grado de
dificultad sincera y respetuosa para admitir un nuevo adepto no sólo ha de servir para
comprobar el nivel de conocimiento de la fe que se pretende abrazar, sino que
garantizará que ese acto se determine en libertad. Además ha de ayudar, desde el
punto de vista de la religión, a evitar otras motivaciones -sociales, económicas, de
prestigio- (BUENO SALINAS).

De cualquier forma si algunos grupos religiosos utilizan métodos de captación y de


retención de miembros calificables de proselitismo ilícito, no es de esperar de tales
grupos ningún grado de colaboración con la sociedad civil para autolimitarse, pues es de
esperar que busquen resquicios legales para proseguir sus actividades, aprovechándose
de las garantías de libertad ofrecidas por los Estados de derecho y de las dificultades de
éstos para legislar sobre la materia sin menoscabar el principio de libertad religiosa.

Ante ello, creemos que es conclusión necesaria la intervención de la legislación estatal.


Esa intervención estatal no puede limitarse a una aconfesionalidad que decida no
inmiscuirse en asuntos religiosos, pues es imprescindible la colaboración de los propios
agentes religiosos, dado que los valores positivos que aportan sus creencias han de
ayudar a la convivencia social (BUENO SALINAS).

En definitiva, el Derecho eclesiástico del Estado no puede limitarse a propiciar la libertad


religiosa, como el resto de las libertades, sino que debe velar también por evitar los
abusos que dañen objetivamente a los ciudadanos. Es necesaria una legislación
prudente pero detallada que objetive conceptos y actividades dentro de un marco de
legalidad, una jurisprudencia que entienda la problemática religiosa y reprima los
abusos, y una reflexión doctrinal que se adelante a los problemas y ofrezca soluciones.

4. El proselitismo religioso en el Derecho internacional

La situación jurídica del anuncio religioso en los ordenamientos de los Estados


democráticos contemporáneos está unida a la evolución de la libertad religiosa, de la
cual es una clara consecuencia. Es sabido que la historia de las libertades
fundamentales en la cultura occidental, y de la libertad religiosa en particular, es mucho
más breve y reciente que los largos siglos de rodeos y fracasos en los intentos por
obtenerlas. Además, los ordenamientos jurídicos de libertad y respeto a la conciencia
que regulan la libertad religiosa en Occidente no están exentos de tensiones y
problemas, ya que no se trata de construcciones jurídicas dogmáticamente elaboradas
al margen de la evolución social, sino compromisos históricos donde se aplican fórmulas
jurídicas obtenidas gracias a largos años de sacrificios, aprendidas en la escuela de los
errores pasados, e imaginadas para unos modelos sociales, los nuestros, que
actualmente se ven sometidos a cambios muy rápidos (BUENO SALINAS).

Nos centraremos ahora en el derecho internacional y en las declaraciones de derechos


humanos, recordando que el reconocimiento de la libertad religiosa como derecho
humano y principio fundamental para la convivencia y la paz social no fue un hecho
hasta acabada la segunda guerra mundial.

La Carta de constitución de las Naciones Unidas de 1945 contemplaba la igualdad y


libertad religiosa como un derecho fundamental para la paz (arts. 1, 55, 56), y ese
texto constitutivo tomó cuerpo con la Declaración Universal de Derechos Humanos de
1948 , y se ha ido completando con otras declaraciones y tratados, de los cuales
debemos tener en cuenta especialmente el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos de 1966 , y la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de
intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las convicciones de 1981.

La Declaración Universal de Derechos Humanos contiene una amplia formulación de la


libertad religiosa que ofrece el art. 18 . Para evitar tergiversaciones sobre el
contenido de dicho derecho fundamental, la Declaración incluye expresamente el
anuncio religioso y todo lo que ello comporta, ofreciéndonos una completa descripción
de los derechos que implica. Esa insistencia respondía además a otros objetivos
políticos: las limitaciones conceptuales sobre las manifestaciones religiosas que solían
presentar los países con doctrina oficial atea, y las graves reticencias de los países
islámicos a considerar el cambio de religión como un derecho, lo que, en particular, se
ha convertido en un problema recurrente.

La forma de plantear la libertad religiosa en la Declaración de 1948 fue


sorprendentemente dinámica y positiva, mucho más cercana a la experiencia
norteamericana que a la europea. El culto religioso (el elemento más estático del
fenómeno) se presenta sólo como un aspecto de lo religioso, no el objeto principal al
que deseaban reducirlo las legislaciones europeas decimonónicas; y la manifestación
voluntaria de la religión adquiere una importancia muy significativa (BUENO SALINAS).
Hay que decir, además, que la libertad religiosa se complementa con el derecho a la no
discriminación por motivo alguno (art. 2.1 ), y con el derecho a la libertad de
expresión (art. 19 ), este último también formulado de forma muy generosa.

El anuncio religioso, por tanto, puede aprovecharse también de esa amplitud del
derecho a la libertad de expresión, del que únicamente cabría objetar que, aun
reconociéndolo literalmente a “todo individuo”, habría resultado más completo si
hubiesen sido también mencionados los grupos.

Asimismo es interesante relacionar el derecho al proselitismo religioso con el respeto a


la intimidad y el honor recogido en el art. 12 . Algunas formas de anuncio religioso
pueden presentar puntos de contacto con la intimidad del domicilio y de la familia. La
protección del domicilio personal como un espacio propio e inviolable, donde el
ciudadano tiene derecho a vivir sin ser molestado por nadie, es un principio
particularmente presente en la tradición anglosajona, pero al mismo tiempo suelen
provenir de ese mismo ambiente las Confesiones y sectas que han practicado el
proselitismo domiciliario. ¿Podría afectar dicho artículo a esas formas de proselitismo?
Las observaciones al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos se plantearon
la cuestión. A propósito de su art. 17 , que repite literalmente el citado art. 12 de la
Declaración de Derechos Humanos , la Observación general núm. 16 del Comité de
las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (8 de abril de 1988) apuntaba
interesantes matizaciones, de las que se pueden extraer los límites entre intimidad y
proselitismo. El valor de la vida privada no es absoluto, sino que, sin desaparecer,
queda relativizado ante las relaciones sociales, que serían imposibles sin el mínimo
acceso a esa vida privada. La propaganda religiosa, como consecuencia, tiene opción (si
no derecho) a invadir la intimidad dentro de unos márgenes prudentes, pues en caso
contrario sería impracticable. El anuncio religioso confinado a los propios locales y actos
de culto no sería auténtico anuncio, sino enseñanza de creencias a los ya creyentes. La
protección debe referirse, por tanto, a los casos en que la presencia del anuncio
religioso traspase la prudencia de las relaciones humanas para convertirse en acoso o
abuso. Las leyes de cada Estado que subscriba el Pacto deben delimitar, así, con mayor
concreción cuándo se da un abuso proselitista.

El art. 18 del Pacto , por su parte, concreta el derecho de libertad religiosa más
brevemente que el apuntado en la Declaración Universal , e introduce a su vez ciertos
cambios que inciden especialmente sobre la concepción del anuncio religioso. En su
redacción se substituye “la libertad de cambiar de religión o creencia, así como la
libertad de manifestar su religión o su creencia…”, por “la libertad de tener o de adoptar
la religión o las creencias de su elección”, por consiguiente aunque por una parte recoge
tímidamente el derecho a la opción religiosa, suprime directamente la protección al
cambio de religión. Por otra parte, el art. 18.2 dispone que “nadie será objeto de
medidas coercitivas que puedan menoscabar su libertad de tener o de adoptar la
religión o las creencias de su elección”, lo cual supone situar en una posición incierta al
proselitismo dirigido hacia quienes ya profesan una religión. En esta ocasión los países
islámicos, que acusaban a los occidentales de favorecer las actividades misioneras
cristianas, pudieron ejercen una mayor y más efectiva presión. Motivo por el cual se
tuvo que llegar a una solución de compromiso, que permite que los Estados pueden
conservar legislaciones que limiten notablemente el proselitismo interreligioso.

Finalmente, el art. 18.3 introduce también ciertas limitaciones al anuncio religioso,


sometiéndolo a las limitaciones prescritas por la ley que sean necesarias para proteger
la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades
fundamentales de los demás. Una aclaración, ésta última, técnicamente innecesaria, no
obstante la referencia a la seguridad, el orden, la salud o la moral pueden presentar
más problemas, ya que las salvedades recogidas pueden ser tan amplias como para
efectivamente negar el ejercicio del anuncio religioso, pues deberá ser el ordenamiento
jurídico de cada Estado el que defina qué entender por tales conceptos. Basten algunos
ejemplos: en países totalitarios de inspiración marxista, puede resultar que cualquier
anuncio público que se desvíe de la línea política oficial atente a la seguridad o incluso a
la “salud” pública; o en otros países de confesionalidad islámica exclusiva, quizás se
considere “inmoral” la predicación de otras religiones.

En definitiva, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966 comporta un cierto


retroceso en la amplitud del derecho al anuncio religioso.

La Declaración de 1981 sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y


discriminación fundadas en la religión o las convicciones no ha aportado mucho más en
este sentido. Su art. 1º es idéntico al art. 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos . El olvido del derecho al cambio de religión hace posible, entre otras cosas,
que los juristas islámicos hayan aceptado sin problemas la Declaración. Las novedades
se limitan al art. 2º, que especifica las garantías contra la intolerancia y la
discriminación por motivos de religión o convicciones, y el art. 6º, notable por su
intento de concretar un poco más el contenido de la libertad religiosa, pero que no tiene
en cuenta realmente el anuncio religioso, pues sólo recoge dos aspectos muy parciales:
“d) escribir, publicar y difundir publicaciones pertinentes en esas esferas; e) enseñar la
religión o las convicciones en lugares aptos para esos fines”. Y es evidente que el
anuncio y el proselitismo religioso no se circunscriben a las publicaciones ni a la
enseñanza que se lleva a cabo en los propios centros religiosos. Las objeciones de
algunos Estados con doctrina oficial atea obligaron a limitar el lugar y el objeto del
anuncio religioso con la consiguiente pérdida de protección sobre la propaganda
religiosa en general. En conclusión, la Declaración presenta, pues, un concepto de lo
religioso menos dinámico y abierto que la propia Declaración Universal de Derechos
Humanos , a pesar de su concreción.

Por último, mencionar que queda pendiente de solución un problema que afecta al
orden internacional, como es el de las relaciones asimétricas entre Estados y
Confesiones religiosas, y que incide directamente sobre el derecho al proselitismo. Nos
referimos a las graves discriminaciones que imponen algunos Estados al anuncio
religioso de diferente religión a la mayoritaria (como muchos de los países islámicos),
mientras exigen, al mismo tiempo, un trato igualitario y una atención religiosa para sus
correligionarios en terceros países. La actitud intransigente de esos Estados proviene de
su tradicional rechazo al derecho a cambiar de religión, como algo atentatorio a su
propia fe. Mientras dichos países, mayoritariamente islámicos, no abandonen tales
posiciones contrarias a la libertad de predicación religiosa, no podrá afirmarse que se da
un reconocimiento internacional de la libertad religiosa, ni una auténtica reciprocidad de
relaciones internacionales. Los Estados occidentales, presionados por el pragmatismo de
las relaciones comerciales y diplomáticas, han sido hasta ahora muy tibios en la
exigencia de esa reciprocidad “religiosa” (BUENO SALINAS).

5. El proselitismo religioso en el Derecho y la jurisprudencia europea

En cuanto al ámbito europeo no podemos dejar de mencionar el Convenio para la


Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, firmado en
Roma en 1950 , que ha dado lugar a una interesante actividad jurisprudencial y
doctrinal en torno a los conceptos de testimonio religioso y proselitismo.

El ordenamiento europeo en materia de religión ha tenido que buscar formulaciones


avanzadas que satisficieran a todas las tradiciones cristianas presentes en sus Estados
(católicos, protestantes, ortodoxos) y permitieran a la vez la integración de la
inmigración africana y asiática con sus propias religiones (sobretodo, el Islam).

El art. 9 del Convenio de Roma es la norma básica sobre la materia, aunque también
deban ser tenidos en cuenta los arts. 8 , 10 y 14 . Este último recoge el principio
de igualdad y no discriminación por razón de la religión, entre otras.

La redacción del art. 9 presenta una evidente similitud con el art. 18 de la Declaración
Universal . Su párrafo 1 es idéntico, si bien los Estados europeos añadieron el párrafo
2 como cláusula de salvaguardia de las diversas circunstancias específicas de cada país.
Se establece así la posibilidad de establecer limitaciones, por ley, al ejercicio de la
libertad de manifestar la propia religión o las convicciones con la justificación de esas
medidas restrictivas sean necesarias en una sociedad democrática, para la seguridad
pública, la protección del orden, la salud o la moral públicas, o la protección de los
derechos y libertades de los demás. Al respecto es preocupante que esas restricciones
sólo se prediquen de la libertad de manifestar, y no del resto de las actividades
religiosas (culto, enseñanza…), lo que implica una cierta desconfianza de los Estados
ante el derecho de anuncio y proselitismo religioso (BUENO SALINAS).

Por su parte, la jurisprudencia ha mostrado una gran tendencia a relacionar


íntimamente la manifestación religiosa con la libertad de expresión, regulada en el art.
10 , que en su párrafo 2 contiene una cláusula de salvaguardia similar a la del art. 9.2
.

El art. 8 del Convenio reconoce el derecho al respeto de la vida privada y familiar, del
domicilio y la correspondencia, y añade: “2. No podrá haber injerencia de la autoridad
pública en el ejercicio de este derecho, sino en tanto esta injerencia esté prevista por la
Ley y constituya una medida que, en una sociedad democrática, sea necesaria para la
seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar económico del país, la defensa del
orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, o la protección
de los derechos y las libertades de los demás”; lo que está directamente relacionado
con el derecho de los padres a elegir la formación religiosa de los hijos.

En cuanto a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se ha de


reconocer que ha sido fundamental para la concepción jurídica de los límites del anuncio
religioso y la noción de proselitismo abusivo, pues ha tenido a su cargo la aplicación del
Convenio ante las reclamaciones de particulares contra sus respectivos Estados, aunque
no son muy abundantes en número los pronunciamientos sobre el particular.

La primera cuestión que se ha de tener en cuenta es que el Tribunal Europeo distingue


el derecho a la manifestación ideológica o religiosa de la actuación fundada en la propia
ideología o creencias (caso Arrowsmith contra Reino Unido, STEDH de 12 de octubre de
1978), una distinción que en la práctica se hace muy difícil, y concretamente con
relación a las actividades proselitistas de algunos grupos religiosos. De manera que sólo
la expresión directa de una fe religiosa puede ser considerada manifestación o
enseñanza según el art. 9.1 , pero otros actos motivados en la fe, como la acción
social o la beneficencia, no quedan protegidos bajo ese concepto de manifestación o
anuncio (BUENO SALINAS).

Centrándonos ahora en la jurisprudencia europea que trata directa o indirectamente


sobre proselitismo religioso, podríamos hacer una clasificación atendiendo al sujeto
activo del acto de prosetilizar, de forma que encontraríamos un proselitismo estatal, un
proselitismo familiar, y un proselitismo confesional, e incluso podemos añadir, aunque
no responda al mismo criterio, una última categoría que puede ser denominada como
proselitismo antirreligioso, dado su contenido (en el que entran en juego dos derechos
fundamentales la libertad de expresión y la libertad religiosa). Sin embargo, atendiendo
al objeto de este tema, nos detendremos con más detalle en el llamado proselitismo
confesional, en el que el anuncio religioso o proselitismo proviene de la actuación de las
Confesiones religiosas.

De cualquier forma, hay que reconocer que el Tribunal Europeo ha admitido que puede
llegar a darse un “proselitismo de Estado”, en el sentido de favorecer la expansión de
una determinada Confesión religiosa, y aunque nunca se haya considerado así probado,
algunos casos (por ejemplo: Buscarini y otros contra San Marino, STEDH de 18 de
febrero de 1996; Manoussakis contra Grecia, STEDH de 26 de septiembre de 1996; y
Tsavachidis contra Grecia, STEDH de 21 de enero de 1999) han presentado aspectos
que, en parte, podían rayar ese concepto. Por su parte, el proselitismo familiar presenta
una problemática únicamente cuando se produce la separación y la desavenencia de los
padres sobre la educación religiosa de los hijos sometidos a su patria potestad, al
cambiar de religión uno de los progenitores y pretender que sus hijos sean educados en
la nueva fe. En estos casos la jurisprudencia más reciente ha reconocido que debe
prescindirse de valorar las creencias religiosas o no de los padres como criterio
determinante para atribuir la custodia de los hijos, olvidando así la conveniencia de que
los hijos mantengan la continuidad en su educación, incluida la religiosa (caso Hoffmann
contra Austria, STEDH de 23 de junio de 1993) (MARTÍNEZ-TORRÓN).

Volviendo al proselitismo confesional, el caso Kokkinakis contra Grecia (STEDH de 25 de


mayo de 1993) marcó un momento histórico al abordar directamente la relación entre
proselitismo y libertad religiosa, considerando que ésta implica la libertad de manifestar
las creencias, por palabras o actos, de forma individual o colectiva, comportando el
derecho de intentar convencer a otros. Si bien es necesario distinguir entre testimonio
cristiano y proselitismo abusivo, el primero corresponde a la verdadera evangelización,
mientras el segundo representa su corrupción o deformación (ofrecimiento de ventajas
materiales o sociales, recurrir a la violencia o al “lavado de cerebro”...).

El recurrente, el Sr. Kokkinakis, ya anciano y miembro de los Testigos de Jehová desde


su juventud, consideró que el Estado griego había violado diversos artículos del
Convenio de Roma (arts. 9 , 10 , 14 y otros) por haber apreciado proselitismo
ilícito en su acción de presentarse en el domicilio de la Sra. Kyriakaki, esposa de un
chantre de la Iglesia Ortodoxa Griega, para anunciarle su religión mediante la
exposición de su concepción de las Sagradas Escrituras. Sólo se trató de una breve
conversación, aunque en ella el recurrente ocultó su afiliación religiosa; la jurisdicción
griega le condenó por haber intentado que la Sra. Kyriakaki cambiara de religión con tal
ocultación y abusando de la falta de preparación intelectual de la esposa del chantre; se
había dado, por tanto, un caso de proselitismo, prohibido expresamente por el art. 13.2
de la Constitución griega y tipificado como delito en el art. 4 de la Ley 1363/1938 y en
el art. 2 de la Ley 1672/1939.

La jurisprudencia griega había ido delimitando el concepto de proselitismo como


cualquier intento firme e inoportuno de desviar discípulos de la religión dominante por
medios ilícitos o inmorales, con interpretaciones muy amplias, si bien a partir de la
Constitución de 1975, que amplió la noción de proselitismo al realizado contra toda
Confesión, la interpretación se ha ido suavizando. Pero la táctica de ocultación de la
filiación todavía encuentra una interpretación negativa en la jurisprudencia griega, e
incluso la crítica directa hacia la Iglesia ortodoxa, o el intento de entregar libros o
folletos a un sacerdote.

El demandante ante el Tribunal de Estrasburgo puso de relieve la dudosa compatibilidad


de la legislación griega con el art. 9 del Convenio de Roma , subrayando la dificultad
lógica y jurídica de distinguir entre proselitismo (prohibido por el ordenamiento griego)
y “libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la libertad de manifestar
su religión o sus convicciones… por medio del culto, la enseñanza, las prácticas y la
observancia de los ritos” (art. 9.1 ). Una cuestión central en el supuesto, pero que la
mayoría del Tribunal prefirió evitar descartando la incompatibilidad, a pesar de varios e
importantes votos particulares (a destacar principalmente el del juez L.-E. Pettiti,
expresamente a favor de dicha incompatibilidad, y en contra de la actitud del Estado
griego en cuanto favorecedor de la religión mayoritaria). Por otra parte, una actitud
habitual de la jurisprudencia europea que suele evitar una confrontación directa con los
Estados en este tema (BUENO SALINAS).

Así las cosas, la sentencia consideró que la legislación penal interna puede tipificar el
delito de proselitismo (abusivo, se entiende), aunque para el caso concreto reconocía
que la interpretación de la ley había sobrepasado los límites “necesarios en un Estado
democrático” que permite el Convenio de Roma (art. 9.2 ).

En definitiva, el caso Kokkinakis sirvió para dar entrada a una cierta elaboración del
concepto de proselitismo y para empezar a poner en cuestión la jurisprudencia griega.
Pero el intento fue tímido; así lo expresa Martínez-Torrón: “para mí es una incógnita la
razón por la que el Tribunal europeo se ha limitado a una solución cosmética del
conflicto, absteniéndose de llegar a la causa que lo producía (…); me refiero a la insólita
vigencia de una norma que castiga con pena de prisión el proselitismo religioso, y que
constituye un caso único entre los países miembros del Consejo de Europa. Es posible
que el Tribunal no haya querido provocar un eventual problema interpretativo entre el
Convenio europeo y la Constitución de Grecia”.

Como en el caso Kokkinakis, la sentencia del caso Larissis y otros contra Grecia (STEDH
de 24 de febrero de 1998) también ha aportado un notable desarrollo de la
jurisprudencia sobre proselitismo, y las consiguientes consideraciones doctrinales. Se
unieron en litisconsorcio varios recurrentes con reclamaciones de características
similares. Todos los interesados pertenecían a la Iglesia Evangélica Pentecostal; dos de
ellos, oficiales del Ejército del Aire griego, habían sido condenados por inducir a sus
subordinados a recibir propaganda religiosa abusando de su superioridad jerárquica, si
bien uno de tales subordinados parecía haber consentido porque, en cierta instancia del
proceso, dijo que le agradaba mantener discusiones teológicas con esos oficiales; el
tercer recurrente, un civil, había sido condenado por dirigir su proselitismo hacia una
mujer divorciada, al parecer abusando de la situación de desorientación y crisis en que
el divorcio la había sumido. Los recurrentes alegaron violación de los arts. 7 , 9 , 10
, 14 y otros. La decisión no apreció el recurso de los militares condenados, pero sí
el del recurrente civil, renovando y perfilando los argumentos del caso Kokkinakis.

En efecto, repitió que aunque la libertad religiosa sea una cuestión de conciencia,
implica también manifestarla e incluye el derecho de intentar convencer a otros. Pero
como sea que el art. 9 no protege cualquier acto motivado o inspirado por una
religión o creencia, y en particular no protege el proselitismo no respetuoso (aquél que
ofrece ventajas materiales o sociales, o ejercido por una presión abusiva), la decisión de
la Corte debía analizar si las medidas tomadas contra los recurrentes estaban
justificadas y eran proporcionadas, poniendo en relación los derechos y libertades de
unos y otros. Por ello distinguió entre el ámbito militar de los hechos y el ámbito civil.

Entendió el Tribunal que la estructura jerárquica, característica de la condición militar, el


hecho de existir una subordinación da lugar a unas relaciones entre los miembros de las
fuerzas armadas que no se desarrollan en un plano de igualdad.

En el caso concreto que se juzgaba, dos de los soldados declararon que se sintieron
obligados a tomar parte de las discusiones religiosas por el grado superior de los
oficiales, y que les molestaban esas insistencias. La sentencia precisaba que los oficiales
no habían recurrido a amenazas o a ventajas incitadoras, pero ello no había evitado que
ambos soldados se sintieran constreñidos y sometidos a una cierta presión a causa del
diferente grado militar, incluso aunque tal presión no hubiera sido deliberada.

La sentencia también señalaba que, aunque no siempre las conversaciones sobre temas
religiosos hayan de tomar en el medio militar el aspecto de imposiciones, los Estados
tienen legitimidad para dictar medidas que protejan a los subordinados. En este caso,
por otra parte, las medidas acordadas no habían sido particularmente severas, y tenían
un carácter más preventivo que represivo, pues no serían ejecutorias si los implicados
no reincidían durante los tres años siguientes.

El mismo criterio aplicado al ámbito militar fue usado para apreciar el recurso del
interesado que había actuado en el ámbito civil. En este otro caso, no se habían dado
las circunstancias abusivas antes apreciadas; incluso en torno a la Sra. Zounara, que se
hallaba en cierta crisis provocada por su divorcio, se entendió que tal circunstancia no
era grave, como demostraba el hecho de que ella misma había podido tomar la decisión
de romper todo vínculo con la Iglesia Pentecostal. Aunque la sentencia no lo expresaba
directamente, venía a decir que la ausencia de libertad de la afectada era negada por
sus propios actos.

En conclusión, la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos no impone


una legislación a los Estados miembros para aceptar o prohibir el proselitismo, pero sí
marca unos límites bastante claros para aquellos Estados que decidan legislar sobre
límites penales o administrativos del anuncio religioso. Al respecto, la problemática
griega ha favorecido que la jurisprudencia y la doctrina hayan podido plantearse dichos
límites jurídicos, y sus conclusiones han de ser de utilidad para los proyectos legislativos
de los demás Estados europeos, incluida España.

Por otra parte, queda claro que es abusiva una noción de proselitismo tan negativa y
amplia que incluya cualquier intento deliberado de procurar un cambio de religión. El
anuncio legítimo en ese sentido se limitaría sólo al intercambio de opiniones. En cambio,
nos parece que entre esa legitimación tan limitada y el proselitismo realmente abusivo,
debe y puede darse un amplio marco de anuncio religioso respetuoso incluso en su
intención de influir en el ánimo de los demás (BUENO SALINAS).

6. Proselitismo y libertad religiosa en el ordenamiento jurídico español

6.1. El proselitismo en la Constitución y en la Ley orgánica de libertad religiosa

La Constitución de 1978 recoge en su art. 16 la libertad religiosa como un derecho


fundamental de la persona y de las comunidades. A su vez nos ofrece el principio de
libertad religiosa, un principio constitucional que informa cualquier actuación de los
poderes públicos. El fenómeno religioso es una realidad en nuestra sociedad, y de
acuerdo con los planteamientos constitucionales, el art. 16 y el art. 9.2 , la doctrina
viene interpretando que el Estado español, aun siendo aconfesional o neutral, valora
positivamente el hecho religioso y se compromete por ello a remover los obstáculos que
impidan o dificulten el ejercicio de la libertad e igualdad religiosa de los individuos y de
los grupos en que se integran. Asimismo se compromete a tener en cuenta las creencias
religiosas de la sociedad y a mantener las correspondientes relaciones de cooperación
con las Confesiones religiosas.

Si bien en el fenómeno religioso existen unos elementos estáticos y otros dinámicos, la


protección por parte del ordenamiento jurídico únicamente de los primeros contribuye a
su propia negación, limitando a la religión a una mera tradición cultural. Por ello, la
aceptación por el ordenamiento del principio de libertad religiosa debería dirigirse
preferentemente a liberar de obstáculos legales y fácticos a la dinámica intrínseca de
propagación y anuncio que comporta el fenómeno religioso, de manera que las fórmulas
de protección de los elementos estáticos –cooperación jurídica, económica, fiscal,
patrimonial– pasaran a un segundo término. Debería ser suficiente para cualquier
religión que se la dejase desarrollarse sin otra limitación que el respeto al orden legal
general, sin necesidad de otro tipo de cooperación. Pero eso es casi imposible dada la
tradición histórica europea, y más si cabe en España, por las antiguas implicaciones
sociales e ideológicas de las Iglesias y las paralelas utilizaciones de la religión por parte
de los poderes establecidos en cada momento histórico (BUENO SALINAS).

Como la mayor parte de las legislaciones de nuestro entorno, el Derecho eclesiástico


español no contempla expresamente el concepto jurídico de proselitismo con este
mismo término. Sin embargo, el anuncio de la fe religiosa ha de ser uno de los aspectos
primarios y básicos del derecho de libertad religiosa, que reconoce el art. 16 .

Pero el derecho al anuncio religioso no deriva únicamente del derecho de libertad


religiosa, sino más ampliamente de la libertad ideológica y de su correlativo, la libertad
de expresión. Por ello, el art. 20.1.a) CE proclama y protege el derecho “a expresar y
difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o
cualquier otro medio de reproducción.” Que este artículo no mencione explícitamente las
creencias religiosas no es debido a que éstas queden fuera de “los pensamientos, ideas
y opiniones”, sino a la sistemática tradicional de derechos y deberes fundamentales. Si
bien debemos recordar que la defensa de los derechos y libertades fundamentales es
orgánica, pues el menoscabo de cualquiera de sus derechos concretos comporta la
ruptura de la totalidad del sistema (BUENO SALINAS). De hecho, el Estado que
directamente impidiese el anuncio religioso, aunque respetase la religiosidad ya
establecida, debería ser considerado indudablemente como totalitario y contrario a
derecho.

Aún teniendo en cuenta esas consideraciones generales, habría sido deseable que el
texto constitucional español hubiese sido más explícito, como lo fue para mencionar en
el art. 14 la igualdad de los individuos ante la ley, descartando cualquier
discriminación por motivos religiosos entre otros.
Por otra parte, la Ley orgánica de libertad religiosa de 1980 incluye el anuncio
religioso como parte de la libertad religiosa. La redacción de la Ley no concibió el
proselitismo como un derecho específico y diferenciado, aunque contiene algunas
referencias que permiten adivinar su marco legal. Al respecto son de especial interés los
arts. 2 y 6 .

El contenido del derecho personal de libertad religiosa, que la CE no determinaba, es


fijado por el art. 2.1 LOLR que garantiza inmunidad de coacción, mientras ese mismo
contenido para las Confesiones se determina en el art. 2.2 .

Es obvio que para asegurar el anuncio religioso, es necesario previamente garantizar el


derecho a manifestar libremente las propias creencias. El art. 16 CE había recogido el
derecho de los ciudadanos a abstenerse de declarar sobre su propia ideología, religión o
creencias, pero nada se establecía sobre la manifestación libre, en público o en privado,
en contraste con las Declaraciones internacionales y el Convenio europeo. Sin embargo,
el art. 2.1.a) sí reconoce que el derecho de libertad religiosa incluye “manifestar
libremente sus propias creencias religiosas o la ausencia de las mismas, o abstenerse de
declarar sobre ellas”, lo que puede implicar un anuncio religioso que puede ejercerse
libremente, pero que no puede ser exigido por los poderes públicos. Por otra parte, el
art. 2.1.c) concreta con mayor precisión el derecho a ejercer el proselitismo, pues
incluye el “recibir e impartir enseñanza e información religiosa de toda índole, ya sea
oralmente, por escrito o por cualquier otro procedimiento...” Y al respecto nótese que
no se especifican limitaciones. La actual redacción es amplia y generosa, tendente a
aceptar el anuncio religioso como un bien jurídicamente protegible. Una amplitud que
incluye asimismo las prerrogativas de los padres y tutores respecto a los menores, ya
que el mismo art. 2.1.c) les confía elegir en todos los ámbitos, incluido el escolar, su
educación religiosa.

Además del reconocimiento del derecho al proselitismo individual, la LOLR aporta


como auténtica novedad legislativa en España el reconocimiento expreso del derecho al
anuncio religioso por parte de las Iglesias y Confesiones religiosas: “a divulgar y
propagar su propio credo, y a mantener relaciones con sus propias organizaciones o con
otras confesiones religiosas, sea en territorio nacional o en el extranjero” (art. 2.2 ).
Como en el caso del derecho individual, conviene destacar que la Ley no aporta
limitaciones en este punto, pero todavía es más interesante cómo la fórmula de
reconocimiento del proselitismo viene seguida del reconocimiento a la universalidad de
las Confesiones.

Finalmente añadir que la redacción del art. 6 LOLR legaliza ante el Estado los
ordenamientos internos de las Confesiones, también con generosidad legislativa. Una
aceptación de su normativa interna que tiene como límite inexcusable el sometimiento a
los principios constitucionales, especialmente los de libertad, e igualdad.

Como puede apreciarse, a modo de conclusión, la LOLR fue elaborada como un texto
breve, simple, abierto y generoso con la libertad religiosa. Su finalidad es concretar el
contenido de los derechos derivados de los principios de libertad religiosa, igualdad,
aconfesionalidad y de cooperación, con sus correspondientes garantías. En ella no se ha
contemplado un sistema de sanciones, que adecuadamente viene regulado en el Código
penal , que actúa como límite para el anuncio y el proselitismo religioso. De este
modo, al separar legislativamente una ley declarativa (la LOLR ) de la ley penal, se
descriminaliza, en principio, la noción de proselitismo; éste es contemplado como un
derecho individual y colectivo –valorado positivamente–, de manera que únicamente
han de ser plenamente tipificados aquellos actos de proselitismo ilícito realmente lesivos
para el bien común (BUENO SALINAS).

6.2. El proselitismo en los Acuerdos con las Confesiones religiosas


Como es sabido, los Acuerdos con las Confesiones religiosas son en definitiva un
desarrollo del principio constitucional de cooperación, previsto en el art. 16.3, que
garantizan no sólo la libertad religiosa en su dimensión colectiva, sino también en su
dimensión individual, pues la protección del grupo religioso garantiza precisamente que
el individuo pueda optar en libertad si profesa una creencia o no, si vive su fe
sintiéndose parte de un colectivo, como es lo habitual, o no.

Respecto a los Acuerdos con la Santa Sede con relación al derecho al proselitismo, sólo
podemos atender al art. I.1 del Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos de 1979 que reconoce
a la Iglesia católica el derecho a ejercer su misión apostólica y le garantiza el libre y
público ejercicio de las actividades que le son propias y en especial las de culto,
jurisdicción y magisterio, lo que supone un reconocimiento expreso del derecho a
ejercer su misión apostólica, es decir, el anuncio de la fe. Han desaparecido así las
prevenciones estatales ante el apostolado o proselitismo religioso existentes en la
Segunda República, e incluso los controles ideológicos del Estado confesional del
franquismo. La redacción del Acuerdo es más completa y avanzada, y rompe con el
carácter estático del hecho religioso que marcaba el Concordato de 1953, que no
presentaba a la Iglesia católica como una fe dinámica y evangelizadora, sino más bien
como una institución de poder (BUENO SALINAS). En el resto de los Acuerdos no existe
ninguna otra referencia al proselitismo, ni siquiera en el Acuerdo sobre enseñanza de
1979, que se dedica a otras actividades.

En cuanto a los Acuerdos de cooperación con Confesiones no católicas de 1992, se ha


de advertir que vienen precedidos de una Exposición de Motivos muy similar en la cual
encontramos una afirmación de carácter regresivo al exponer que el derecho de libertad
religiosa es originariamente un derecho individual, y que derivadamente corresponde a
las Confesiones para que los ciudadanos puedan desarrollar los aspectos religioso-
comunitarios. Esa concepción interpreta la Constitución española restrictivamente, e
ignora que el elemento comunitario es consubstancial al anuncio religioso y al fenómeno
religioso en sí. Siguiendo esa concepción limitativa, ninguno de los tres Acuerdos
contiene una mención específica de los fines religiosos que el Estado reconoce. Sin
embargo, el art. 6 de cada Acuerdo, al definir, a efectos legales, las actividades de las
respectivas Confesiones, admite ciertas expresiones que, paradójicamente, revelan
sutiles pero importantes diferencias en cada uno de ellos (BUENO SALINAS).

El Acuerdo con la FEREDE, por ejemplo, deriva la predicación del Evangelio de las
funciones de culto o asistencia religiosa. Es evidente que el anuncio religioso no es culto
y con ello parece plantear una situación estática, no dinámica, porque la asistencia
religiosa se dirige a los propios fieles de una Confesión, no a los sujetos de un posible
proselitismo. Tampoco el Acuerdo con la FCI contempla el anuncio o predicación de la
fe, si bien en este caso la enseñanza de la religión, que podría implicar un anuncio
religioso, recibe un tratamiento independiente del culto y de la asistencia religiosa.

Finalmente, el art. 6 del Acuerdo con la CIE nos remite a los conceptos de “culto,
formación y asistencia religiosa”, es decir, a actividades dirigidas a los propios adeptos,
sin mencionar actividades de expansión dinámica como el proselitismo. Sin embargo,
contiene una referencia genérica a todas aquellas actividades religiosas que se
desprendan del Corán o de la Sunna y que se hallen protegidas por la LOLR En ese
sentido, teniendo en cuenta la amplitud de lo religioso en el Islam, que abarca todo
aspecto social, dicha referencia a la tradición islámica es realmente generosa, incluso
puede interpretarse que va más allá de lo acordado con la Iglesia católica, donde no hay
remisiones tan amplias y genéricas al Derecho canónico. Con todo, la mención de la
LOLR deberá limitar la tradición islámica a lo que nuestro ordenamiento entiende por
religioso, según su art. 3 . Por tanto, podemos entender que el anuncio islámico que
pretendiera ir más allá de lo religioso quedaría fuera de la protección del Acuerdo.

A modo de conclusión se puede decir que atendiendo a los principios informadores del
Derecho eclesiástico español, atendiendo a la CE , el Estado no puede favorecer la
propagación de un credo religioso en particular, pero tampoco la opción de la no
creencia, y ello no debe ser obstáculo para considerar la actividad proselitista, llevada a
cabo por las Confesiones religiosas, un bien protegible como derecho derivado de la
libertad religiosa. El Estado es incompetente en materia de fe, carece de cualquier
interés o título jurídico en ese sentido, y debe limitarse a observar y hacer cumplir las
reglas del justo y legítimo anuncio religioso. Sin embargo, en ocasiones podemos
apreciar cómo es casi inevitable que se produzca un favorecimiento indirecto de dicha
actividad por parte de las Iglesias y Confesiones, y particularmente con relación a
aquéllas que tienen suscrito un Acuerdo con el Estado, ya que al reconocerles
expresamente un derecho a prestar asistencia religiosa y un derecho a enseñar la
religión en lugares públicos, así como al ofrecerles un sistema de colaboración
económica, se les facilitan los medios para ejercer su derecho de libre manifestación y
propagación de las propias creencias o convicciones. En cualquier caso siempre se habrá
de estar a los límites impuestos por los principios constitucionales.

(Sería sumamente interesante completar el contenido de este tema con el resto de


temas dedicados al derecho de libertad religiosa, desde la perspectiva del derecho al
proselitismo.)

LA LIBERTAD RELIGIOSA DEL MENOR DE EDAD

Rodrigo Lara, Mª Belén. Profesora de Derecho Eclesiástico del Estado


de la Universidad Complutense de Madrid

1. El concepto de menor de edad

Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la “menor edad” se


define como “La [edad] del hijo de familia o del pupilo que no ha llegado a la mayor
edad”. La entrada nos remite a la definición de mayor edad que se determina como
“aquella que, según la ley, ha de tener una persona para poder disponer de sí, gobernar
su hacienda, etc.”

El término “menor de edad” es de naturaleza jurídica y en el ordenamiento jurídico


español concluye a los 18 años, momento en el que se alcanza la mayoría de edad
según establece el artículo 12 de la Constitución española de 1978 . La edad de 18
años capacita a la persona para ejercitar y asumir por sí misma derechos y
obligaciones.

Hay que precisar que la naturaleza jurídica de la expresión “menor de edad” es de


carácter civil y se configura como un estado civil. El profesor Albaladejo entiende el
“estado civil” como situaciones de derecho en las que está una persona. Cuando una
persona está en alguna o algunas de estas situaciones adquiere una cualidad o
condición que se denomina también estado. “Menor”, como estado civil, es una persona
con menos de 18 años, la edad establecida en la ley (situación de derecho) y que como
tal tiene restringida su capacidad de obrar (consecuencia jurídica).

Como elemento aclaratorio de la naturaleza civil de la expresión “menor de edad”, nos


referimos a que en el ámbito del derecho penal, la determinación de la edad con la cual
se responde de actos delictivos, ha sido históricamente distinta a la edad de la mayoría
civil. Hasta la entrada en vigor del Código Penal de 1995 , la mayoría de edad penal
era de 16 años. Con el nuevo código la edad penal se establece en 18 años, igualándose
así la mayoría de edad penal con la civil.

Por otro lado, el ordenamiento jurídico español establece edades diferentes,


generalmente más bajas que la mayoría de edad civil, que capacitan para el ejercicio de
determinados derechos o la realización de actos jurídicos, aunque se sea aún menor
edad. Tal es el caso de los 12 años para consentir una adopción (artículo 177 del Código
Civil ), los 14 para contraer matrimonio (artículo 48 del Código Civil ) y para testar
(artículo 663 del Código Civil ) o los 16 para la emancipación (artículo 314 y
siguientes del Código Civil ).

Ante esta variedad de edades, se considera más acertado, tal y como sostiene el
profesor Rivero Hernández, utilizar la expresión plural de “menores de edad” y no
“menor de edad” ya que la ley establece diferentes edades por debajo de los 18 años en
las que se reconocen distintos grados en la capacidad de obrar del menor.

Así pues, “menor” se refiere al estado civil, a una condición jurídica de la persona, ser
menor de 18 años; y “menores” cuando dentro del estado civil de la minoría de edad, la
ley establece una pluralidad de edades para el ejercicio de determinados derechos o
actos.

Esta distinción nos permite apreciar diversos grados de capacidad del menor de edad.
Evidentemente, una persona de 5 años y otra de 16 son menores de edad, pero el
grado de madurez de uno y otro es bien distinto. Por ello, aunque sean menores de
edad, el derecho adapta paulatinamente la capacidad del menor en correspondencia a
su madurez.

2. El menor de edad: sujeto del derecho de libertad religiosa

En la actualidad podemos hablar de la existencia de un derecho de menores, a modo de


área jurídica. Efectivamente, ha sido en las últimas décadas, sobre todo a partir de la
Convención sobre los derechos del niño de 1989, de ámbito universal, cuando los
ordenamientos jurídicos, incluidos el español, han regulado prolíficamente la minoría de
edad, potenciando la figura del menor como sujeto de derechos. No obstante, un gran
número de normas relativas al menor se muestra disperso al enmarcarse en las áreas
jurídicas, civil, penal, laboral., a las que hace referencia. Ante esta dispersión, y por
motivos prácticos y didácticos, surgen recopilaciones legislativas bajo el título de
“Derecho de menores” o similar, monografías y estudios doctrinales, que
paulatinamente dibujan los trazos de una verdadera área jurídica: el Derecho de
menores.

En este apartado trataremos del menor de edad como sujeto de derechos y


concretamente, como sujeto del derecho de libertad religiosa. En el marco del menor
como sujeto de derechos, es obligado distinguir entre la titularidad del derecho y la
capacidad para ejercerlo. Así como el mayor de edad, por norma general, tiene
capacidad jurídica y capacidad de obrar, es decir, es titular de un derecho que puede
ejercer por sí mismo, el menor de edad, aunque sea titular de derechos, debido a su
minoría de edad y al grado de madurez se verá limitado a la hora de ejercerlos. En los
epígrafes siguientes analizaremos por una parte, al menor como sujeto del derecho de
libertad religiosa y por otra, el asunto, más complejo, de su capacidad para ejercerlo.

2.1. Titularidad del derecho de libertad religiosa

El derecho de libertad religiosa es un derecho humano. Los derechos humanos son un


grupo de derechos que, recogidos en las constituciones de los estados democráticos,
ocupan un espacio preferente en el ordenamiento jurídico con respecto a otros
derechos. Así pues, la libertad religiosa forma parte de ese conjunto de derechos que la
constitución española de 1978 contempla en el artículo 16 bajo el título I de derechos
y deberes fundamentales.

La titularidad de los derechos humanos se tiene por el mero hecho de ser persona.
Desde un punto de vista jurídico y según el artículo 29 del Código Civil español el
nacimiento determina la personalidad. Por lo que es el dato objetivo del nacimiento
establecido en el Código Civil el que especifica quién es persona. No vamos a tratar aquí
las posturas suscitadas en la doctrina relativas a los requisitos de la forma humana y la
supervivencia de veinticuatro horas desprendido del seno materno del artículo 30 del
Código Civil para estimar al nacido como persona a efectos civiles, ni al momento del
comienzo de la vida humana.

Indiscutiblemente, el menor es sujeto de derechos humanos, con independencia de su


edad, por el hecho de su nacimiento. Dentro del elenco de los derechos humanos
encontramos, entre otros, el derecho a la vida, el derecho a la libertad de expresión,
derecho a la intimidad, el derecho a la educación y el que ahora es centro de nuestro
interés, la libertad religiosa.

2.2. Ejercicio del derecho de libertad religiosa

Como hemos mencionado anteriormente, los menores de edad tienen una capacidad de
obrar limitada. Esta restricción de la capacidad se fundamenta por una parte, en que los
menores aún no tienen desarrollo físico y psíquico suficiente que les permitan actuar en
igualdad de condiciones en el ámbito jurídico. Esta circunstancia justifica que el derecho
estime al menor como persona de especial protección, limitando para ello su capacidad
de obrar.

El aspecto protector del derecho hacia los menores queda claramente reflejado en los
documentos internacionales sobre derechos del niño como la Declaración de Ginebra de
1924, la Declaración de derechos del niño de 1959 y la Convención sobre los derechos
del niño de 1989 , así como, en la normativa generada en el ámbito interno, en la Ley
Orgánica de protección jurídica del menor de 15 de enero de 1996 (LOPJM) y en las
distintas leyes de carácter autonómico reguladoras de la infancia.

La protección del menor es, por tanto, un elemento esencial en el Derecho de menores,
y que justifica la limitación de su capacidad de obrar, sin embargo, las limitaciones a la
capacidad del menor debe interpretarse de forma restrictiva, según establece el artículo
2 de la LOPJM .

Partimos del hecho de que los menores de edad al no tener 18 años carecen de
derechos políticos, por lo que no pueden elegir ni ser elegidos para cargos públicos. A
pesar de ello, su participación en la sociedad es un derecho reconocido tanto en
documentos internacionales (artículos 15 y 31  de la Convención sobre los derechos
del niño de 1989 ) como en los estatales (artículo 7 de la LOPJM ) y autonómicos
(artículo 22 de la Ley 1/1997 de 7 de febrero de atención integral a los menores de
Canarias , artículo 12 de la Ley catalana 8/1995 de 27 de julio de atención y
protección de los niños y adolescentes , artículo 6 de la Ley 3/1995 de 21 de marzo
de la infancia de la región de Murcia , artículo 8 de la Ley de la Comunidad Valenciana
7/1994 de 16 de diciembre de la infancia y artículo 28 de la Ley 14/2002 de 25 de
julio de promoción, atención y protección a la infancia en Castilla y León ).

Para comprender mejor la limitación a la capacidad de obrar de los menores,


distinguiremos entre el ámbito de derechos de carácter patrimonial y el ámbito de
derechos de la persona. Por una parte, es la esfera patrimonial donde los menores,
aunque titulares de derechos patrimoniales, tienen su capacidad de obrar más limitada.
Esto se observa en la regulación legal de los bienes de los hijos y de su administración
por sus padres o tutores en el Código Civil también sobre la invalidez de contratos
realizados por menores, ya que los menores no emancipados, según el artículo 1263 del
código civil , no pueden prestar válido consentimiento, requisito esencial de los
contratos. No obstante, en la práctica diaria, observamos multitud de contratos de
“pequeña entidad económica” en los que participan los menores, como por ejemplo,
adquisición de billetes de transporte público, compras de dulces…

Por otra parte, los derechos de la persona tienen como sujetos a los menores de edad,
los cuales son titulares de estos derechos desde su nacimiento, hecho que determina la
personalidad. Característica esencial de esta clase de derechos es que no pueden
ejercerse por persona distinta o en representación de su titular. Como sabemos, la
representación legal de los menores de edad la ostentan los padres o tutores, aunque el
artículo 162 del CC exceptúa de dicha representación “los actos relativos a derechos
de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las Leyes y con sus condiciones
de madurez, pueda realizar por sí mismo”. Esto significa que el derecho de libertad
religiosa, como derecho de la persona, debe ser ejercido por su titular, también por los
menores de edad.

Aunque la titularidad del derecho de libertad religiosa por los menores de edad y la
naturaleza personal del mismo no se pone en duda, el problema surge cuando nos
preguntamos si los menores tienen la suficiente capacidad para poder ejercer el derecho
del que es titular. El ordenamiento jurídico responde con que se debe atender a la
madurez del menor o cuando éste haya alcanzado suficiente juicio. La ley opta así por la
utilización de un concepto impreciso desde un punto de vista jurídico.

En ninguna parte del ordenamiento se define la madurez o suficiente juicio a efectos de


determinar la capacidad de un menor para ejercer su derecho de libertad religiosa. El
hecho de que la ley no determine una edad en la cual el menor sea capaz para ejercer
su derecho de libertad religiosa, por un lado representa un alto grado de inseguridad
jurídica pero por otro, al ser la madurez un hecho que no se alcanza en todas las
personas a una edad determinada, existe mayor justicia en su apreciación. Así pues, en
estos casos, debemos recurrir a una disciplina distinta del derecho, la psicología
evolutiva, que es la que nos va a proporcionar un patrón de cuando la persona adquiere
una desarrollo psíquico adecuado que le permita entender y ejercer responsablemente
este derecho. En líneas generales y sin ánimo de abarcar una materia que se escapa de
nuestro objeto de estudio, podemos clasificar las etapas del desarrollo psicológico en
tres: de 0 a 6 años, de 7 a 13 años y de 14 a 18. Según los manuales de esta disciplina,
se estima que en la adolescencia, a partir de los 13-14 años, el menor tiene suficiente
capacidad intelectiva y volitiva sobre el hecho religioso, por lo que un menor de edad
podría ejercer su derecho de libertad religiosa.

Pese a contar con el estudio de la psicología, debemos acudir a las reglas interpretativas
que nos marca el Derecho. Dentro de estas reglas, el artículo 4 del CC contempla la
analogía, recurso que procederá cuando las normas “no contemplen un supuesto
específico, pero regulen otro semejante entre los que se aprecie identidad de razón”. En
el caso que nos ocupa, recurriremos a supuestos en los que la norma prevea la
capacidad del menor para ejercer derechos personalísimos. Nuestro Derecho regula
supuestos en los que se establecen como más significativas las edades de 12, 14 y 16
años. De tal manera, los mayores de 12 años serán oídos previamente a la toma de
decisiones judiciales que les afecten, por ejemplo, en separación, divorcio o nulidad del
matrimonio de los padres, en cuestiones referentes a la patria potestad, tutela y
procedimientos de adopción. Llegados a la edad de 14 años, el ordenamiento jurídico
les reconoce capacidad para otorgar testamento, salvo el ológrafo (art. 663 CC ),
testificar en juicio (arts. 1245 y 1246 CC ) y contraer matrimonio (con dispensa del
impedimento de edad, art. 46 CC ). Finalmente, a la edad de 16 años, puede
producirse la emancipación por concesión de quienes ejerzan la patria potestad (art.
317 CC ), el beneficio de la mayor edad para los menores sujetos a tutela (art. 321
CC ) y el derecho a trabajar que podrá ser ejercido por los menores de dicha edad,
aunque sujetos a unas medidas especiales de protección (art. 6 ET ).

En el ámbito del derecho comparado, algunos ordenamientos jurídicos determinan con


una edad la capacidad del menor para ejercer su derecho de libertad religiosa. Por
ejemplo, en Portugal se alcanza con 16 años, al igual que en Suiza. En Austria y
Alemania la edad se establece en 14 años. En Suecia y Noruega la capacidad se alcanza
a los 15 años. Estas edades, entre 14-16 años equivalen, aproximadamente, a las
edades establecidas por la psicología en las que se alcanza la capacidad suficiente para
el ejercicio de este derecho y que se sitúan en la etapa adolescente del menor.

3. Regulación legal
La regulación de los menores de edad es abundante, dispersa y en general, reciente.
Para constatar estas características no hay más que acudir a las recopilaciones de
normas sobre menores. La técnica expositiva de estos repertorios legislativos consiste
en agrupar las normas según el ámbito territorial en el que son efectivas. En este
sentido se distingue, por una parte, el ámbito internacional, y dentro de éste, el ámbito
universal y el ámbito regional europeo y por otra parte, el ámbito estatal, aquellas
normas que surgen desde el derecho interno de aplicación en todo el Estado. También
existen normas en el ámbito de la Comunidades Autónomas que, según el reparto de
competencias por la Constitución (art. 148.20 CE ), pueden legislar en materia de
asistencia social, en la que se enmarca la protección del menor. Igualmente, la
normativa de menores se clasifica atendiendo a la modalidad jurídica a la que hace
referencia (ámbito civil, penal, laboral…).

Nosotros, para explicar la regulación jurídica de los menores de edad, hemos optado por
la primera clasificación, sin obviar, claro está, la referencia al ámbito jurídico de cada
norma, fundamentalmente porque al evitar clasificar por áreas jurídicas toda la
normativa de menores, dotamos de identidad y aunamos todo el contenido del “Derecho
de Menores”, y no fomentamos la dispersión de estas normas.

3.1. Ámbito internacional

Según el artículo 10.2 de la Constitución española , “las normas relativas a los


derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán
de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y
acuerdos internacionales sobre las materias ratificados por España”. Este artículo se
aplica a los documentos internacionales sobre menores en primer lugar porque los
menores de edad, como personas, son titulares de los derechos fundamentales y
segundo, porque la libertad religiosa pertenece a ese elenco de derechos y está
recogido en el artículo 16 de la Constitución española .

Por otra parte, los documentos internacionales de carácter jurídico, como por ejemplo la
Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 1989 , pasarán a
formar parte del Derecho interno del Estado cuando se hayan ratificado, y en el caso de
España, con la publicación en el Boletín Oficial del Estado. Además, no todos los textos
a los que nos vamos a referir tienen carácter obligatorio para los Estados firmantes, por
lo que su cumplimiento o respeto dependerá del grado de esfuerzo y el interés de cada
Estado.

A continuación recogeremos los documentos jurídicos específicos sobre el menor de


edad y aquellos que sin ser específicos sobre el menor regulen algún aspecto sobre su
derecho de libertad religiosa.

Asimismo, distinguiremos dos niveles o ámbitos en el marco internacional, de un lado,


el ámbito universal y de otro, el ámbito regional europeo.

3.1.1. Documentos específicos sobre menores de edad

La razón fundamental que movió a la comunidad internacional a realizar documentos


específicos sobre menores se debió a la situación de desprotección en el que se
encontraron muchos niños en los períodos posteriores a la Primera y la Segunda Guerra
Mundial. Fue así como surgieron las declaraciones de Derechos del Niño de 1924, hecha
por la Sociedad de Naciones y la de 1959, con el mismo nombre, esta vez en el marco
de las Naciones Unidas. A pesar de este “interés protector”, ninguna de las
declaraciones constituían obligación jurídica y en consecuencia, tampoco determinaron
medios que aseguraran el cumplimiento de los principios enunciados. Es por tanto, que
estos primeros documentos internacionales específicos sobre los menores constituyeron
un elenco de derechos de los niños de carácter programático, con una obligación moral,
y no jurídica, para los Estados que los habían firmado.
Por otra parte, en el ámbito europeo el primer texto específico que recoge los derechos
del niño apareció en el año 1992 como concreción en dicho ámbito de la Convención de
Naciones Unidas sobre los derechos del niño de 1989 . Sin embargo, el ámbito
regional europeo, previamente a esa fecha, fue pródigo en documentos que regulaban
determinados aspectos de los niños. Como por ejemplo, la recomendación 561 (1969)
relativa a la protección de los menores contra los malos tratos de 30 de septiembre
de1969, resolución (77) 33 sobre el acogimiento de los niños de 3 de noviembre de
1977 y la Carta Europea de los niños hospitalizados de 16 de junio de 1986.

Finalmente, queremos reseñar, que debido a la diversidad de textos internacionales


sobre menores y fundamentalmente, por motivos didácticos, el contenido de los
siguientes epígrafes se va a limitar a los documentos más significativos y con eficacia
jurídica para los Estados firmantes, con preferencia de aquellos que regulen la libertad
religiosa del menor.

A) Ámbito universal.

La convención de Naciones Unidas sobre derechos del niño, firmada en Nueva York, el
20 de noviembre de 1989 constituye el documento fundamental sobre los derechos
del menor. Este documento, a diferencia de sus predecesores, es un texto más
desarrollado, consta de 54 artículos frente a los 5 principios de la declaración de 1924 y
los 10 de la declaración de 1959.

Es el primer documento específico que regula los derechos del niño en el plano universal
de naturaleza convencional, no declarativa, lo que conlleva su eficacia jurídica para los
Estados firmantes.

La libertad religiosa del menor se regula en el artículo 14 : “1. Los Estados Partes
respetarán el derecho del niño a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.
2. Los Estados Partes respetarán los derechos y deberes de los padres y, en su caso, de
los representantes legales, de guiar al niño en el ejercicio de su derecho de modo
conforme a la evolución de sus facultades. 3. La libertad de profesar la propia religión o
las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley
que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la moral o la salud públicos o
los derechos y libertades fundamentales de los demás”.

Del enunciado de este artículo vamos a detenernos en el punto 2. Este apartado obliga
a los Estados a respetar el derecho y el deber de los padres de guiar al niño en lo
concerniente a este derecho y conforme a la evolución de sus facultades. Hemos
destacado en cursiva la palabra “deber” puesto que, en primer lugar, es una de las
pocas normas que recoge expresamente como deber de los padres el guiar el ejercicio
del derecho de libertad religiosa de los hijos, cuando la mayoría de los textos se refieren
al derecho de los padres en esta materia y más concretamente, al derecho de los
padres de educar a hijos conforme a sus convicciones. En segundo lugar, como nos
referimos en un epígrafe anterior, la patria potestad es una institución jurídica
caracterizada por la relación derecho-deber, es decir, los padres sustentan derechos
sobre los hijos en la medida en que cumplen con los deberes en relación a ellos. El
deber de los padres en materia religiosa, según la Convención, es guiar al niño en el
ejercicio de su derecho.

Asimismo, queremos destacar que del tenor literal del artículo se deduce que la guía de
los padres para el ejercicio del derecho del hijo supone la titularidad y la posibilidad de
ejercerlo por parte de éste, atendiendo a la evolución de sus facultades.

Por otra parte, el derecho del niño a la libertad religiosa ha tenido especial atención
dentro de la Declaración sobre los principios sociales y jurídicos relativos a la protección
y el bienestar de los niños, con particular referencia a la adopción y la colocación en
hogares de guarda, en los planos nacional e internacional, adoptada por la Asamblea
General de las Naciones Unidas en resolución 41/85, de 3 de diciembre de 1986. El
artículo 24 indica que “si la nacionalidad del niño difiere de la de los futuros padres
adoptivos, se sopesará debidamente tanto la legislación del Estado de que es nacional el
niño como la del Estado de que son nacionales los probables padres adoptivos. A este
respecto, se tendrán debidamente en cuenta la formación cultural y religiosa del niño,
así como sus intereses (la cursiva es nuestra)”.

B) Ámbito regional europeo.

Posteriormente a la Convención sobre los derechos del Niño de las Naciones Unidas, el
Parlamento Europeo dictó el 12 de julio de 1990 una resolución (D.O.C.E., Doc. B 3-
14436/90) referente a dicha Convención, en la que se instaba a los Estados a ratificarla
cuanto antes y se pedía a la Comisión la adaptación de este texto al entorno europeo a
través de una Carta europea de los derechos del niño. Posteriormente, con fecha 8 de
julio de 1992, el Parlamento Europeo emite resolución sobre una carta europea de
derechos del niño (D.O.C.E., Doc. A 3-0172/92). La resolución recoge unos principios
mínimos, de los cuales destacamos como más significativos para nuestro estudio, el
8.21: “ Todo niño tiene derecho a la objeción de conciencia, de acuerdo con las
legislaciones en vigor de los estados miembros”, el 8.25: “Todo niño tiene derecho a la
libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, sin perjuicio de las
responsabilidades que las legislaciones nacionales reserven a estos ámbitos a los padres
o personas encargadas del mismo”, el 8.26: “Con el fin de proteger a los menores,
conviene un control más estricto de las actividades de las sectas o nuevos movimientos
religiosos…” y el 8.27: “Todo niño tiene derecho a gozar de su propia cultura, a
practicar su propia religión o creencias…”.

Por otra parte, destacamos el Convenio europeo sobre el ejercicio de los derechos de los
niños, hecho en Estrasburgo el 25 de enero de 1996. Este convenio, según el artículo 1,
tiene por objeto “promover en aras del interés superior de los niños, sus derechos, de
concederles derechos procesales y facilitarles el ejercicio de esos derechos velando por
que los niños, por sí mismos, o a través de personas u órganos, sean informados y
autorizados para participar en los procedimientos que les afecten ante una autoridad
judicial”, procedimientos que según el artículo 1.3 serán los de familia y en particular
los relativos al ejercicio de responsabilidades parentales, como el derecho de visita.
Destacamos el capítulo II del Convenio que trata en una sección específica sobre los
derechos procesales del niño, en el que se recoge el derecho a recibir información
pertinente sobre el caso, ser consultado, expresar su opinión y ser informado de las
posibles consecuencias de actuar conforme a esa opinión y de las posibles
consecuencias de cualquier resolución. El Convenio, para determinar la capacidad del
menor en lo referente a su contenido, remite al derecho interno, el cual establecerá
cuando el niño tiene suficiente discernimiento.

El Convenio no trata de forma expresa de la libertad religiosa del menor, pero es


aplicable en la medida en que en procedimientos de familia puede suscitarse conflictos
en los que el factor religioso es causa del mismo o determinante en su resolución.
Ejemplo de ello es que ante una separación o divorcio, se otorga la guarda y custodia a
una parte, o se restringe el derecho de visitas, motivado en que la otra es miembro de
un grupo religioso, generalmente minoritario o distinto de los que socialmente son más
aceptados. Posteriormente, nos referiremos a casos concretos resueltos por los
Tribunales.

3.1.2. Documentos no específicos sobre menores, que regulan aspectos sobre


su derecho de libertad religiosa

A) Ámbito universal.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos , primer documento relativo a los


derechos humanos en el marco de las Naciones Unidas, ve la luz en Nueva York el día
10 de diciembre de 1948. Este texto tiene como sujeto también al niño, aunque no se le
mencione expresamente, ya que es aplicable a todo ser humano sin distinción. La
aplicación directa de la Declaración a los niños se infiere de la propia redacción de su
articulado, a través de la utilización de las palabras “todos los seres humanos”, “nadie”,
“todo individuo” y “toda persona”. La Declaración recoge el derecho a libertad religiosa
en el artículo 18: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, conciencia
y religión”.

Además, el interés de la Declaración por la infancia o la minoría de edad se refleja en


diversos artículos en los que se trata expresamente. En concreto los artículos 16
acerca de la edad mínima para contraer matrimonio, el artículo 25 , relativo a las
necesidades básicas para el desarrollo personal y el artículo 26 , son el Pacto
Internacional de derechos civiles y políticos y el Pacto Internacional de derechos
económicos, sociales u culturales . La libertad de pensamiento, conciencia y religión
se recoge en el artículo 18 de pacto de derechos civiles y políticos . Además de
desarrollar la Declaración de Derechos Humanos , se establece un sistema para
garantizar estos derechos, materializado a través del Comité de Derechos Humanos.
Aunque son documentos no específicos de menores, estos documentos recogen varios
artículos relativos al reconocimiento de derechos y protección de la infancia, en
concreto, los artículos 6.5, 10.2 y 3, 14.1 y 4 , 18.4 , 23.4, 24 del Pacto de
derechos civiles y políticos y los artículos 10 , 12.2 y 13.3 del Pacto de derechos
económicos, sociales y culturales.

Por otra parte, ya en el ámbito propio del derecho de libertad religiosa, nos referimos a
la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación
fundadas en la religión o las convicciones, proclamada por la Asamblea General de las
Naciones Unidas el 25 de noviembre de 1981 (Res.36/1955). Este documento consta de
ocho artículos de los que destacamos el artículo 5, relativo a los menores. Este artículo
regula el derecho de libertad religiosa en los ámbitos familiar y educativo, en los que los
padres tienen la decisión sobre la religiosidad del niño. Es destacable en esta redacción,
que no se menciona el grado de madurez del menor para poder ejercer su derecho a la
libertad religiosa, y se supedita las decisiones de los padres al principio del interés
superior del niño. Así se recoge en el artículo 5 “1. Los padres, o en su caso, los tutores
legales del niño tendrán el derecho a organizar la vida dentro de la familia de
conformidad con su religión o sus convicciones y habida cuenta de la educación moral
en que crean que debe educarse al niño. 2. Todo niño gozará del derecho a tener
acceso a educación en materia de religiosa o convicciones conforme a los deseos de sus
padres o, en su caso, sus tutores legales, y no se le obligará a instruirse en una religión
o convicciones contra los deseos de sus padres o tutores legales, sirviendo de principio
rector el interés superior del niño…” (la cursiva es nuestra).

Podemos decir que este artículo no trata la libertad religiosa del menor “per se”, sino
más bien la de sus padres en relación con la educación de sus hijos.

Por otra parte, un elemento importante que sí recoge este artículo es que “la práctica de
la religión o convicciones en que se educa un niño no deberá perjudicar su salud física o
mental ni su desarrollo integral…”, en clara referencia a las sectas destructivas, tema
que desarrollaremos en un posterior epígrafe.

Otro documento que aunque no es exclusivo del menor de edad, si versa sobre un
ámbito muy cercano al niño, es la Convención relativa a la lucha contra las
discriminaciones en la esfera de la enseñanza adoptada el 14 de diciembre de 1960 por
la Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la
Ciencia y la Cultura . En ella se menciona como factor no discriminatorio la religión.
Destacamos la referencia en el artículo 5 al derecho de los padres a educar a sus hijos
conforme a sus creencias, en consonancia con el artículo 5 de la Declaración sobre la
eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión
o las convicciones y el artículo 13 del Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales .
B) Ámbito regional europeo.

Al igual que en el plano universal, en el ámbito europeo se promulgaron textos relativos


a derechos humanos, que evidentemente también se aplican a la infancia. El Convenio
Europeo para la protección de los derechos humanos y libertades fundamentales, hecho
en Roma el 4 de noviembre de 1950 constituye derecho alegable en los tribunales. La
libertad religiosa se regula en el artículo 9 , del que deriva el artículo 2 del protocolo
I, referente al derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos conforme a sus
convicciones .

Recientemente, la Unión Europea ha promulgado la Carta de los Derechos


Fundamentales (D.O.C.E. Doc. C 364/01, 18 de diciembre de 2000). El artículo 21
sobre no discriminación se refiere expresamente a la no discriminación por razón de
edad. También, el artículo 24 titulado “derechos del menor”, recoge la protección y el
interés del menor, como principios rectores de todo lo relativo a los menores, así como
el derecho de audiencia en todo aquello que les afecte, en función de su edad y
madurez. En este apartado, podemos encajar la necesidad de escuchar al menor en lo
concerniente a recibir o no una educación religiosa.

Por otra parte, el Parlamento Europeo, en la Resolución sobre las sectas en Europa
(documento A4-0009/96), muestra su preocupación por las actividades de las sectas
destructivas en las que se ven implicados los niños, por lo que considera necesario
reforzar el control de estos grupos desde las instancias políticas, judiciales y
administrativas siempre desde el respeto al derecho de libertad de pensamiento,
conciencia y religión y la libertad de asociación, pero teniendo en cuanta que estos
derechos tienen límites debido a la necesidad de respetar la libertad y la intimidad de
las personas y de protegerlas frente a prácticas como la tortura, la esclavitud o el abuso
sexual. En definitiva, impedir que se vulneren los derechos fundamentales. Temática
que adquiere una dimensión más preocupante cuando las personas adscritas a las
sectas destructivas son menores de edad, y sobre lo cual trataremos en un epígrafe
posterior.

3.2. Ámbito estatal

3.2.1. Normas de ámbito estatal que regulan al derecho de libertad religiosa

La Constitución española de 1978  recoge el derecho fundamental de libertad religiosa


en el artículo 16 , del que son también titulares los menores. Asimismo, la
Constitución regula en el artículo 27.3 en el marco del derecho a la educación, el
derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos conforme a sus convicciones.

El desarrollo del derecho de libertad religiosa se realiza a través de la Ley Orgánica


7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa. Su artículo 2 , enuncia en cuatro
apartados el contenido del derecho, en el que se encuentra el derecho de los padres a
elegir la educación religiosa de sus hijos cuando éstos sean menores no emancipados y
el reunirse o manifestarse públicamente con fines religiosos y asociarse para desarrollar
actividades religiosas, también los menores.

Anteriormente, al referirnos a la capacidad del menor para el ejercicio de sus derechos,


hemos visto como ésta va ligada a la institución de la patria potestad, regulada en los
artículos 154-171 del Código Civil . Concretamente, el artículo 162 constituye el
marco sobre el que debe interpretarse el alcance del derecho a la libertad religiosa del
menor. El texto del artículo establece que se excluyen de la representación “los actos
relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo, de acuerdo con las Leyes y
con sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo”.

3.2.2. Normas estatales que regulan específicamente el derecho de libertad


religiosa del menor
En lo que respecta a la normativa específica sobre menores en el ámbito del derecho
estatal, destacamos dos normas, la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección
Jurídica del Menor (LOPJM) y la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, de
responsabilidad penal de los menores (LORPM) , modificada por las Leyes Orgánicas
7/2000 y 9/2000.

La LOPJM en el título II, menciona una serie de derechos que aunque se califican como
los “Derechos del menor” sólo recogen una parte de ellos, en los artículos del 4 al 9 ,
entre los que se encuentra el derecho a la libertad de ideología, conciencia y religión
(artículo 6 ). La doctrina ha interpretado esta regulación “parcial” de los derechos del
menor de diversas formas. Por una parte, un sector considera que se debe a una
técnica de aprovechamiento un tanto tosca de introducir los derechos del niño, en una
ley que en principio iba encaminada a reformar la adopción y medidas de protección de
menores. Además, esta parte de la doctrina no sólo considera que este título sea un
parche, sino que con el artículo 3 , referente a que “los menores gozarán de los
derechos que les reconoce la Constitución y los Tratados Internacionales de los que
España sea parte, especialmente la Convención de Derechos del Niño.” es suficiente
para referirse a los derechos del menor, por lo que la subsiguiente mención no deja de
ser repetitiva, además de incompleta.

Por otra parte, otro sector de la doctrina a considerar este enunciado de derechos como
una categoría suprema en el marco de los derechos del menor, a modo de derechos
esenciales. Por lo que, el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen, el derecho a
la información, el derecho a la libertad religiosa, el derecho de participación, reunión y
asociación, el derecho a la libertad de expresión y el derecho a ser oído gozarían de un
status superior dentro de los derechos del niño.

El derecho a la libertad de ideología, conciencia y religión, tal y como se enuncia en el


artículo 6 de la LOPJM , regula como límites al ejercicio del derecho los que estén
establecidos por la Ley y el respeto de los derechos y libertades fundamentales de los
demás (vid. § 4 de esta lección). Por lo que respecta al papel de los padres o tutores, el
artículo reconoce tanto el derecho como el deber “de cooperar para que el menor ejerza
esta libertad de modo que contribuya a su desarrollo integral”.

En el ámbito penal, la reciente Ley Orgánica 5/2000 de 12 de enero, de responsabilidad


penal de los menores contempla el derecho de libertad religiosa en el artículo 56 bajo
el enunciado de los “Derechos de los menores internados”. Este extenso artículo consta
de dos partes, una primera en la que a modo de marco general en el que se encuadran
los derechos del menor internado se dice que “1. Todos los menores tienen derecho a
que se respete su propia personalidad, su libertad ideológica y religiosa y los derechos e
intereses legítimos no afectados por el contenido de la sentencia.”, y una segunda parte
que contiene la relación de derechos del interno, entre los que vuelve a aparecer la
libertad religiosa, en el que textualmente se dice que “2. En consecuencia, se reconocen
a los menores internados los siguientes derechos: .d. Derecho al ejercicio de los
derechos civiles, políticos, sociales, religiosos, económicos y culturales que les
correspondan.” (las cursivas son nuestras).

3.3. Ámbito de las comunidades autónomas

Las Comunidades Autónomas tienen capacidad para emitir normas en el ámbito de


menores. Facultad que se recoge en el artículo 148.1.20 de la Constitución  al
establecer que las Comunidades Autónomas podrán asumir competencias en asistencia
social. Estas normas, básicamente, regulan los distintos procedimientos de protección
del menor, como la situación de desamparo, la guarda, la tutela y la adopción.

No ha lugar para detenernos en el análisis ni siquiera de realizar una explicación


meramente expositiva de cada una de estas normas, sino que, nos detendremos en
algunas de estas leyes con el objeto de destacar como contemplan el derecho de
libertad religiosa del menor dentro de estas medidas de protección.
Una de las legislaciones autonómicas más extensa la encontramos en Cataluña de la
cual, destacamos de un lado, la ley 11/85, de 13 de junio, de protección de menores.
En el artículo 10, afirma que la protección de los menores debe ejercerse con pleno
respeto a sus derechos y garantías individuales. Concretamente, el artículo 19 establece
la necesidad de “asegurar que la libertad de conciencia del menor no quede afectada
por la aplicación de las medidas que se adopten sobre su situación”.

De otro lado, la ley catalana 8/1995, de 27 de julio, de atención y protección de los


niños y adolescentes y de modificación de la ley 37/1991, de 30 de diciembre, sobre
medidas de protección de los menores desamparados y de la adopción #/(§010380)#,
fija dentro de los principios básicos que “los niños y los adolescentes tienen derecho a
ejercer los derechos civiles y políticos sin más limitaciones que las fijadas por la
legislación vigente”, entre los que se encuentra el derecho de libertad religiosa. No
obstante, el aspecto más destacable de esta ley en cuanto a la libertad religiosa del
menor es la protección frente a las sectas, regulado en el artículo 53 . El artículo, bajo
el título “prevención de los efectos nocivos de las sectas”, marca las líneas de actuación
administrativa frente a los grupos sectarios y propone que “1. El Gobierno de la
Generalidad debe emprender programas de información y prevención dirigidos a: a)
advertir de los efectos perjudiciales en los ámbitos educativo, cultural y social de la
actividad de las sectas y otros grupos que tengan finalidades de alterar el equilibrio
psíquico o utilicen medios para alterarlo. B) Educar a los niños y los adolescentes en el
consumo de bienes y servicios, y también en el uso de los medios de comunicación y
acceso a los mismos. 2. Las instituciones públicas deben promocionar y apoyar a las
iniciativas privadas en dichas tareas preventivas”. Esta previsión la hallamos también en
el artículo 24 la ley de Canarias 1/1997, de 7 de febrero, de atención integral a los
menores :“ 1. Las Administraciones públicas canarias desarrollarán y fomentarán las
acciones de información necesarias en los ámbitos educativo, cultural y social para
advertir de los efectos perjudiciales de la actividad de las sectas. 2. Asimismo,
emprenderán y promoverán las actuaciones precisas para informar de los efectos
nocivos para los menores de las actividades de grupos que tengan finalidades que
puedan alterar el equilibrio psíquico o utilicen medios para alterarlo”.

Por otra parte, aunque algunas leyes autonómicas no recojan expresamente el derecho
de libertad religiosa, en líneas generales, fijan como principios rectores de la protección
del menor, el interés superior del niño y el respeto a sus derechos, reconocidos en la
Constitución y en los documentos internacionales.

En este sentido podemos citar el artículo 3 de la ley de la Comunidad Autónoma de


Extremadura 4/1994, de 10 de noviembre, de protección y atención a menores ,
igualmente, el artículo 3 de la ley valenciana 7/1994, de 5 de diciembre, de la infancia
, el artículo 3 de la ley de la Comunidad Autónoma de Madrid 6/1995, de 28 de
marzo, de garantías de los derechos de la infancia y la adolescencia , los artículos 4 y
5 de la ley de la Comunidad Autónoma de Murcia 3/1995 de 21 de marzo, de la infancia
, el artículo 6.2. de la ley de Asturias 1/1995, de 27 de enero, de protección del
menor .

Además, la ley asturiana enuncia en la sección 2ª del capítulo II , derechos


específicos de los menores, entre los que se encuentra el “derecho de conciencia y
religión”, artículo 12 : “Se velará para que en las distintas intervenciones por parte de
la Administración del Principado de Asturias o de las instituciones colaboradoras de
integración familiar que se reconozcan, se respete el derecho a la libertad de conciencia
y de religión”. Igualmente, la ley de la Comunidad Autónoma de Aragón 12/2001, de 2
de julio, de la infancia y la adolescencia en Aragón ordena en el título II los derechos del
menor y sus garantías . El artículo 14 regula el derecho a la libertad de pensamiento,
conciencia y religión . En el texto de dicho precepto se insta a la Administración para
que vele por que la labor de los padres sea la de facilitar y guiar en el ejercicio de este
derecho y que contribuya al desarrollo integral de los menores. También se velará para
que en las intervenciones administrativas no se vulnere este derecho y se facilite el
ejercicio efectivo del mismo. Por otra parte, la ley aragonesa, cuando se refiere al
derecho de participación, asociación y reunión, prevé que “ningún niño o adolescente
puede ser obligado a ingresar en una asociación o a permanecer en ella contra su
voluntad” y que “las administraciones públicas desarrollarán y fomentarán los
programas necesarios para prevenir y proteger a los niños y adolescentes de los efectos
nocivos de grupos o asociaciones cuya ideología, métodos o finalidad atenten contra los
derechos reconocidos a aquellos.”, en una clara alusión a los grupos sectarios. Al mismo
tiempo, la ley establece un mecanismo de protección para los menores integrados en
estos grupos al instar a las personas tanto físicas como jurídicas y entidades públicas
que tuvieran conocimiento de que un menor o sus padres pertenecen a una asociación
que perjudica el desarrollo integral del menor, para que lo ponga en conocimiento del
Ministerio Fiscal y éste tome las medidas de protección necesarias.

Finalmente, la Ley 14/2002 de 25 de julio de promoción, atención y protección a la


infancia en Castilla y León establece dentro del capítulo II “Derechos específicos de
especial protección y promoción” el derecho de libertad religiosa en el artículo 22 ,
del que destacamos la mención expresa a que “Los poderes públicos de la Comunidad
Autónoma desarrollarán las actuaciones precisas para hacer efectivo el ejercicio de los
derechos a la libertad ideológica, de conciencia y de religión en un marco de respeto y
tolerancia, procurando que el mismo contribuya al desarrollo integral del menor.”
Asimismo, se refiere a la acción preventiva de información y advertencia en relación a
las actividades nocivas, ilícitas de ciertos grupos.

4. Los límites al ejercicio del derecho de libertad religiosa por el menor de edad

Como es sabido, la libertad religiosa consta de dos dimensiones, la dimensión interna y


la externa. Es la dimensión externa la que interesa al Derecho, en cuanto supone la
manifestación de unas creencias en la sociedad. Así, tenemos como ejemplo de la
dimensión externa de este derecho el proselitismo, el culto o la enseñanza religiosa. En
cambio, la dimensión interna pertenece a la intimidad de la persona, sobre la cual, el
Derecho no puede realizar ningún tipo de intromisión.

La dimensión externa es donde se materializa la realización efectiva del derecho de


libertad religiosa, es decir, el sujeto puede expresar su religiosidad, elemento
fundamental para no vaciar de contenido este derecho. Puede ocurrir, que en el
ejercicio del derecho se produzcan vulneraciones de los derechos de otras personas o se
contravengan otros intereses considerados principios rectores de una sociedad. En
efecto, el ordenamiento jurídico articula una serie de límites que van a justificar la
restricción de un derecho fundamental.

El ejercicio del derecho de libertad religiosa, como derecho fundamental, también tiene
límites. Estos límites se recogen en los artículos 16 de la Constitución : “se garantiza
la libertad ideológica, religiosa y de culto…sin más limitación en sus manifestaciones que
la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”, el artículo 3
de la Ley Orgánica de libertad religiosa de 1980 : “El ejercicio de los derechos
dimanantes de la libertad religiosa y de culto tiene como único límite la protección del
derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales,
así como la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública,
elementos constitutivos del orden público protegido por la ley en el ámbito de una
sociedad democrática”. La ley precisa que éstos son elementos del orden público, para
evitar una posible inconstitucionalidad, al establecer, como entiende un sector de la
doctrina, más límites que el único establecido por la Constitución.

Los documentos internaciones sobre derechos humanos también establecen los límites
al ejercicio de la libertad religiosa. Los enunciados de los artículos en los que se
disponen estas restricciones encajan más con la redacción de la Ley Orgánica de
libertad religiosa que con la propia Constitución. Salvo que, como hace la LOLR
interpretemos estos conceptos como integrantes del orden público.
El Pacto internacional de derechos civiles y políticos determina en el artículo 18.3 que
los límites serán los prescritos por la ley, necesarios “para proteger la seguridad, el
orden, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades fundamentales de los
demás”. Casi textualmente, el artículo 9.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos
dispone que las limitaciones serán las “necesarias en una sociedad democrática para
la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la
protección de los derechos o las libertades de los demás”.

Asimismo, las normas específicas de menores también establecen los límites al ejercicio
de este derecho, como la LOPJM en el artículo 6 : “2. El ejercicio de los derechos
dimanantes de esta libertad tiene únicamente las limitaciones prescritas por la Ley y el
respeto de los derechos y libertades fundamentales de los demás” y el artículo 14 de la
Convención sobre los derechos del niño : “3. La libertad de profesar la propia religión
o las propias creencias estará sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley
que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la moral o la salud públicos o
los derechos y libertades fundamentales de los demás”.

Observamos, como los textos específicos sobre menores, al establecer los límites en el
ejercicio del derecho por parte del menor, se corresponden textualmente a los límites
recogidos por los documentos internacionales y la Ley Orgánica de libertad religiosa.

5. La libertad religiosa del menor en el marco de las relaciones paterno filiales

Según establece el artículo 162 del CC , los padres tienen la representación legal de
sus hijos menores no emancipados, pero se exceptúan de la representación los actos
relativos a derechos de la personalidad u otros que el hijo pueda realizar por sí mismo
de acuerdo con su madurez. La libertad religiosa, al ser un derecho de la personalidad lo
tiene que ejercer el menor conforme a su grado de desarrollo, siendo la labor de los
padres guiar y facilitar al menor el ejercicio de su derecho, tal y como establece el
artículo 6.3. de la LOPJM : “Los padres o tutores tienen el derecho y el deber de
cooperar para que el menor ejerza esta libertad de modo que contribuya a su desarrollo
integral”. Generalmente, el grado de madurez será mayor conforme el hijo vaya
teniendo más edad, lo cual determinará mayor autonomía para ejercer su derecho de
libertad religiosa.

Por otra parte, el artículo 9.1 de la LOPJM recoge como derecho del menor ser oído en
todos los asuntos que le afecte, de acuerdo con su madurez, “1. El menor tiene derecho
a ser oído, tanto en el ámbito familiar como en cualquier procedimiento administrativo o
judicial en que esté directamente implicado y que conduzca a una decisión que afecte a
su esfera personal, familiar o social.” Esta disposición podemos enlazarla con el derecho
de libertad religiosa, ya que los padres y /o los hijos pueden tomar decisiones relativas
a la libertad religiosa y que, en la medida que va a afectar al hijo, se debe escuchar su
opinión.

Finalmente, en todas las situaciones en los que intervenga o se vea afectado un menor
de edad, se atenderá al interés superior del menor. El interés superior del menor es un
principio jurídico indeterminado, cuyo contenido se concreta en cada caso particular por
la administración, los tribunales y todas aquellas personas que deban decidir sobre
algún aspecto que vaya a afectar a un menor, incluidos sus padres. Sobre estos últimos,
el artículo 154 CC afirma que los padres ejercerán la patria potestad siempre en
beneficio de los hijos de acuerdo con su personalidad.

Por tanto, siempre que se suscite un asunto en el que se implique la libertad religiosa
del menor se deberá proceder en interés del menor, oyéndole previamente, e incluso, si
tiene la madurez suficiente, que sea él mismo el que ejerza su derecho.

6. La libertad religiosa del menor en la escuela


En este epígrafe no vamos a tratar el tema de la enseñanza religiosa, ya que va a ser
tratado de forma extensa en otro grupo temático “Libertad religiosa y de enseñanza”.
En cambio, nos vamos a detener en otros dos aspectos relativos al ejercicio del derecho
de libertad religiosa, la objeción de conciencia a materias educativas (que también será
explicada ampliamente en las objeciones de conciencia en el ámbito educativo
(“Objeciones de conciencia y relaciones laborales. Objeciones de conciencia en el ámbito
educativo”) y la utilización de símbolos religiosos por parte del menor.

6.1. La objeción de conciencia a determinadas materias educativas. Especial


referencia a la educación sexual

El artículo 27 CE además de contemplar el derecho de toda persona a la educación,


determina que los poderes públicos son responsables del sistema educativo, lo que
incluye los planes de estudio de los centros de enseñanza reglada. Asimismo, se
establece que la enseñanza básica es obligatoria y gratuita. Por otra parte, el artículo
27.3 CE vincula el derecho a la educación con el derecho de libertad religiosa, al
reconocer que los padres tienen derecho a elegir la educación religiosa de sus hijos
conforme a sus propias convicciones. Derecho que la Constitución garantiza con la
libertad de creación de centros docentes.

Dentro de este marco, pueden darse situaciones en las que haya confrontación entre el
derecho a la educación y el derecho de libertad religiosa. Ante dos derechos
fundamentales, se plantea la dificultad de establecer qué derecho debe primar.

El Tribunal Superior de Justicia de Cantabria resolvió en sentencia de 23 de marzo de


1998, un caso de objeción de conciencia a la educación sexual. El supuesto se centró en
la negativa de una menor y sus padres a recibir educación sexual como parte de la
materia de ciencias naturales, con fundamento en que era contrario a sus creencias
religiosas. La niña al no asistir a clase, no superó los controles de evaluación de la
asignatura. Los padres recurrieron a la Dirección provincial de Educación y Cultura de
Cantabria, que denegaron el recurso, por lo que quedaba abierta la vía judicial. La
sentencia del Tribunal confirma la resolución administrativa. El fundamento principal de
la sala es que ante el conflicto entre derechos fundamentales, derecho a la educación
(artículo 27 CE ) y el derecho a la libertad religiosa (artículo 16 CE ), se debe
aplicar unos límites que “sirvan para garantizar las relaciones recíprocas de los intereses
en juego”. Finalmente, la solución dada por el tribunal es que el derecho de los padres a
educar a los hijos de acuerdo con sus convicciones, queda suficientemente garantizado
con la posibilidad de enviar a su hija a otro centro educativo, dado el derecho
constitucional de libertad de creación de centros docentes (artículo 27. 6 CE ).

Un supuesto análogo se resolvió por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el


caso Kjeldsen, Busk Madsen y Pedersen de 7 de diciembre de 1976. Tres matrimonios
objetaron a que sus hijos recibieran educación sexual como materia obligatoria del
colegio público al que asistían. El tribunal, al igual que la sala de TSJ de Cantabria,
desestima la pretensión de los padres, con el fundamento de que la competencia en
materia educativa la tiene el Estado. Si bien establece un límite a la obligatoriedad de
recibir enseñanzas. Este límite es que los contenidos de una materia no puede
adoctrinar, ya que en este caso sí se estaría vulnerando la libertad religiosa de los que
reciben la enseñanza. Aún así el Tribunal, no consideraba que la educación sexual
recibida por los niños daneses transmitiera dogmas o doctrinas, sino que constituía
contenidos objetivos. Además da la misma solución que el TSJ de Cantabria al recordar
a los padres su derecho a elegir otro centro educativo de acuerdo a sus convicciones.

No obstante, el juez Verdross, discrepa del fallo de la sentencia, y en voto particular


afirma que la educación sexual puede transmitir ideas y prácticas, como métodos de
contracepción, que sí son susceptibles de afectar la esfera de las creencias religiosas,
por lo que el juez Verdross no está de acuerdo con la interpretación restrictiva que
realiza el Tribunal.
6.2. La utilización de símbolos religiosos por parte del menor

El menor de edad como titular del derecho de libertad religiosa, puede ejercerlo a través
de la utilización de símbolos religiosos. En determinados ámbitos, como la escuela, la
exhibición de estos símbolos, como crucifijos, turbantes o velos, puede provocar
conflictos de derechos. En España, es conocido el caso del hiyab o pañuelo islámico para
cubrir el cabello, que aunque no llegó a los tribunales, provocó un debate social que fue
más allá del ámbito propiamente jurídico.

La exhibición de símbolos religiosos puede vulnerar otros derechos, como el derecho de


libertad religiosa de los demás. Al igual que hemos visto en el epígrafe anterior, el uso
de símbolos religiosos en el ámbito escolar tiene su límite en el adoctrinamiento.
Acudimos al derecho comparado para observar como se han resuelto estos casos. En
Francia, una sentencia de 2 de noviembre de 1992, considera limitativo del derecho a la
libertad religiosa la prohibición escolar de que las alumnas musulmanas lleven chador.
Esta sentencia confirma los dictámenes del Consejo de Estado los cuales establecían
que portar símbolos religiosos no tiene por qué ser incompatible con el principio de
laicidad, salvo que sean llevados con intención manifiestamente proselitista o
provocativa. En estos casos, sí se estaría vulnerando el derecho de libertad religiosa de
otros alumnos o personal del centro, así como cuando se ponga en peligro la salud o el
orden público. No obstante, la valoración de una “intención manifiestamente proselitista
o provocativa” se adentra en el delicado terreno de la intimidad y el fuero interno de la
persona sobre la que el Derecho no debe entrar. Además, esto llevaría a valorar la
“intención” de otras personas portadoras de símbolos religiosos cristianos tales como un
hábito, un crucifijo., más aceptados o usuales en la sociedad occidental.

7. La pertenencia de menores y/o sus familias a sectas

La acepción de “secta” está cargada de un cierto componente peyorativo. A pesar de


ello, si nos atenemos a la primera acepción de secta del diccionario de la Real
Academia, se define como conjunto de seguidores de una parcialidad religiosa o
ideológica. Vocablo que proviene del latín secta, que significa principio o método de
vida, norma de conducta, modo de pensar. Por lo que en puridad, no debería tener esas
connotaciones peyorativas.

Es cierto que un número importante de grupos sectarios tienen unos procedimientos de


captación, vivencias de la “religiosidad” y técnicas de retención para impedir la salida de
los adeptos, que vulneran derechos fundamentales y que, ciertamente, pueden
constituir hechos delictivos. Son las llamadas sectas destructivas.

No existe una noción de “secta destructiva” clara y determinante, por lo que se suele
acudir a una serie de indicadores determinados por otras disciplinas, fundamentalmente
la psicología y la psiquiatría. Estos indicadores son la manipulación mental, el lavado de
cerebro, la jerarquía organizativa con un alto grado de sujeción y la dependencia física y
psíquica, que provoca desestructuración de la personalidad, alejamiento familiar y social
y vulneración de derechos fundamentales, irrenunciables e inalienables. Para un
tratamiento más amplio del tema de sectas nos remitimos a otro grupo temático “Las
sectas y los nuevos movimientos religiosos”.

En el ejercicio de la libertad religiosa un menor de edad puede entrar a formar parte de


una secta. Esta incorporación puede realizarse, por un lado, cuando el menor se une a
la secta junto con sus padres y, por otro lado, cuando la adscripción se realiza sólo por
parte del menor.

Tanto en un caso como en otro se puede producir la vulneración de los derechos del
menor, aunque los mecanismos de protección, tanto administrativos como judiciales
van a ser más efectivos en el segundo supuesto que en el primero, ya que se cuenta
con el apoyo de los padres, titulares de la patria potestad.
La incidencia de una secta destructiva en el menor de edad se constata, primeramente,
en la vulneración de sus derechos fundamentales, tales como el derecho a la vida, la
integridad física, el derecho a la salud, la libertad de expresión o el derecho a la
intimidad. Vulneración de derechos que a su vez, puede constituir un delito, como
lesiones, detención ilícita o inducción al abandono del domicilio.

a) La adscripción del menor y sus padres a la secta destructiva.

El menor perteneciente a una secta destructiva junto a sus padres provoca que surjan
dos tipos de situaciones, las delictivas y la desatención de las necesidades del menor,
que no constituyen delito, como alimentación, educación, formación integral, etc, pero
que dan lugar a la situación legal de desamparo.

El mecanismo para proteger al menor de actividades delictivas como el delito de


lesiones (artículos 147 y siguientes del CP ), tratos degradantes (artículo 173 del CP
), delitos contra la libertad sexual (artículos 178 y siguientes del CP ), inducción del
menor al abandono del domicilio (artículo 224 del CP ) y la inducción al suicidio
(artículo 143 del CP ) es la intervención del Ministerio Fiscal, con competencias en
protección de menores. Como resultado de la actuación del Fiscal, se abre la vía penal
para la persecución de dicho delito y se atribuye la tutela del menor a la Administración,
como medida de protección.

No obstante, la interpretación y la aplicación de las normas difieren si es la


Administración o los tribunales quienes lo hacen, por lo que, la decisión sobre si una
situación es perjudicial o no para el desarrollo de un menor puede variar dependiendo
de la autoridad competente para decidir.

Los Tribunales españoles han resuelto supuestos de adscripción de menores a sectas


junto con sus padres. En el año 1994 se resolvió el caso de la “Secta de los Niños de
Dios” en el Tribunal Supremo en el ámbito penal, sentencia 1669/1994 de 30 de octubre
y en el Tribunal Constitucional, sentencia 260/1994 de 3 de octubre . En el ámbito
penal, se planteaba la comisión de delitos de asociación ilícita, fundación de centros
educativos contrarios al ordenamiento jurídico y, más concretamente sobre los
menores, el delito de lesiones “psíquicas”. El Tribunal Supremo resuelve que no hubo
comisión de ninguno de los delitos alegados. En lo que respecta al delito de lesiones y
pese a contar con las pruebas admitidas de desequilibrio emocional de los niños, el
Tribunal no lo considera suficiente para determinar el delito de lesiones. Asimismo, la
sentencia desestima la existencia de un delito de asociación ilícita, ya que considera que
la secta aunque sea clandestina, no por ello debe ser un dato concluyente de su
ilegalidad penal. Finalmente, tampoco se estima el delito de fundación de centros de
enseñanza contrarios al ordenamiento jurídico ya que según el Tribunal, los miembros
de la secta decidieron no enviar a sus hijos a un centro de enseñanza reglada, optando
por una enseñanza alternativa semejante a “colegios religiosos en régimen de
internado…completándose las clases con lecturas bíblicas y textos escogidos de sus
publicaciones” lo que no puede considerarse constitutivo de delito.

Mientras se resolvía el caso en el ámbito penal, tuvo lugar la actuación de la


administración de la Generalidad catalana asumiendo la tutela de los menores, a lo que
recurrieron los padres por vulneración de su derecho a la libertad religiosa. La Audiencia
Provincial de Barcelona estimó el recurso de los padres afirmando que “Niños de Dios”
no era una secta destructiva. La Generalidad recurrió en amparo al Tribunal
Constitucional y desestimó la demanda debido a cuestiones procedimentales. En
concreto, la Audiencia Provincial fundamentó su resolución sin contar con la declaración
de hechos probados de la Primera Instancia relativa a la situación de maltrato y abuso
psicológico de los menores, por lo que el Tribunal Constitucional tuvo que entrar en el
fondo del asunto. El problema está el que la resolución del Constitucional se centra
exclusivamente en la vulneración del derecho de los padres a educar a sus hijos
conforme a sus convicciones (artículo 27.3 CE ), sin tener en cuenta la relación con el
artículo 15 CE relativo al derecho a la vida y a la integridad física y psíquica.
Así pues, el resultado de esta sentencia es la desprotección del menor, puesto que
impidió que la Generalidad continuara con la tutela, retornando los menores con sus
padres.

Otro caso suscitado en los Tribunales recientemente es el resuelto en la Audiencia


Provincial del Sevilla con fecha 23 de noviembre de 1999. Brevemente, el supuesto
debatido es la legalidad de la situación legal de desamparo de un menor. La causa
esgrimida por la Administración para proceder a la declaración de desamparo fue la
dejación de los deberes de asistencia material y moral por parte del padre al internar al
menor en la llamada “Colonia Niño Sergio”, sobre la que la Administración ponía en
entredicho el régimen de vida en el mismo y la incidencia en el desarrollo de la
personalidad del menor.

Sin entrar en un comentario pormenorizado, el Tribunal desbarata todos los argumentos


de la Administración realizando una interpretación jurídica muy flexible del derecho a la
libertad ideológica y religiosa (artículo 16 CE) y del derecho de los padres a elegir la
formación religiosa y moral de acuerdo a sus convicciones (artículo 27.3 CE ). La
sentencia estima el recurso de apelación interpuesto por el padre y resuelve anulando la
declaración de desamparo y devolviendo al menor a la situación fáctica previa al
momento de la intervención administrativa.

Un elemento que nos interesa destacar del argumento del Tribunal es que “no pueden
desconocerse los reiterados deseos manifestados por el menor de volver a la colonia, y
su desajuste psíquico apreciado en los diversos centros de internamiento y familia de
acogimiento desde que se acordó el desamparo hasta el punto de haberle conducido a
su fuga, conducta…que sirve de interpretación del estado anímico del menor desde que
salió de la colonia hacia un pretendido mundo mejor”.

b) La adscripción del menor, sin sus padres, a la secta destructiva.

En los supuestos en los que el menor forme parte de una secta con independencia de la
voluntad de sus padres o tutores, es a priori más fácil conseguir la protección del
menor. La “ventaja” con respecto a los casos del epígrafe anterior es que los padres o
tutores van a ser los primeros interesados en que se inste el procedimiento penal, en
caso de que el menor sea víctima de delitos. Así pues, las medidas adoptadas en dicho
procedimiento tendrán el apoyo de los padres.

Entre las medidas de protección del menor es retirar al menor de la secta. Un medio es
denunciar al responsable de la misma por un delito de detención ilegal. El problema se
suscita en que para que se cumpla el tipo penal de la detención ilegal es necesario que
la víctima sea retenida contra su voluntad. Y en el caso de los adscritos a sectas su
permanencia suele ser voluntaria. Sin embargo, cabría preguntarnos si el menor tiene
capacidad para consentir válidamente su permanencia en la secta, si tenemos en
cuenta, no tanto el grado de madurez de ese menor, como la situación de manipulación
mental en la que se encuentra un menor al que se le ha sometido a un “lavado de
cerebro”, y por tanto, su consentimiento estaría viciado, al no provenir de sí mismo,
sino de los dictados del dirigente sectario.

Cuando se ha conseguido retirar al menor de una secta, el objetivo primordial es


conseguir la desprogramación. La desprogramación consiste en aplicar unas técnicas
psicológicas que permitan al menor recuperar su estructura mental anterior, a través de
unos medios que incluye habitualmente el aislamiento y la utilización de terapias de
choque que, en sí mismas, pueden vulnerar los derechos de la persona. A modo de
ejemplo, el menor sustraído de la secta contra su voluntad, al rechazar la
desprogramación, puede ver conculcado su derecho a la libertad religiosa, ya que se le
impide el ejercicio del mismo. Aún así hay que recordar que el derecho a la libertad
religiosa tiene límites. Límites que, según la jurisprudencia y la doctrina, pueden ser la
prevalencia de otros derechos, tales como el derecho a la vida y a la salud del menor.
Además, este límite se complementa con que el objetivo de la desprogramación cumple
con el deber de los padres de velar por el hijo (artículo 154 CC ).

c) La objeción de conciencia a tratamientos médicos a menores.

La objeción de conciencia a tratamientos médicos por parte de menores o sus padres,


en representación, cuando no tienen suficiente juicio o están en una situación clínica
que les hace incapaces para prestar consentimiento, se ha resuelto por la doctrina y la
jurisprudencia a través de la prevalencia del derecho a la vida frente a la libertad
religiosa del menor. Para los supuestos de objetores mayores de edad vid. “Objeción a
tratamientos médicos” de este manual.

Los casos más conocidos son las negativas de los testigos de Jehová a recibir
hemotransfusiones. Esta objeción tiene su fundamento en la interpretación literal de
varios pasajes de la Biblia, entre los que citamos el Levítico, 17, 10, que dice “si un
israelita o un extranjero que habita entre vosotros como cualquier clase de sangre, yo
me volveré contra él y lo extirparé de su pueblo”.

Así como en la objeción de conciencia de mayores de edad, se respeta su decisión, no


ocurre lo mismo cuando las personas implicadas son menores, ni siquiera cuando éstos
tengan capacidad para el ejercicio de su derecho de libertad religiosa. En este sentido,
los médicos se sienten obligados por su código deontológico, además de las posibles
responsabilidades penales por denegación de auxilio o negligencia o ser interpretado
como un proceder en contra del “interés superior del menor”.

La jurisprudencia española ha resuelto casos en los que los menores, o sus padres, se
niegan a recibir transfusiones sanguíneas. La Sentencia del Tribunal Supremo de 27 de
junio de 1997 condena por homicidio a unos padres que se negaron a que su hijo
recibiese una transfusión. El hijo, de 13 años, precisaba una transfusión para salvar la
vida, a lo que se negaba tanto el menor como los padres, los cuales solicitaron el alta
médica para buscar otro centro con algún tratamiento alternativo. Los médicos
desconocían otro medio para evitar la transfusión por lo que solicitaron la autorización
del juez. Los hechos se complicaron cuando el menor, ante el tratamiento al que iba a
ser sometido, reaccionó aterrorizado, lo que a juicio de los médicos era perjudicial para
el menor continuar con el tratamiento. Tras la negativa del niño a recibir la transfusión
y la postura de los padres, los médicos dieron el alta médica. Los padres buscaron un
hospital con tratamiento alternativo pero no lo encontraron. Finalmente, el niño murió
en su domicilio, tras administrarle, finalmente, una transfusión autorizada por un juez.
Los padres fueron acusados y condenados por cometer un delito de homicidio por
omisión.

Lo destacable de esta sentencia es que la objeción realizada por el menor no es tenida


en cuenta. Y que ante los supuestos en los que se hallen implicados menores de edad,
debe prevalecer el derecho a la vida frente al de libertad religiosa. No obstante, si nos
atenemos a la teoría sobre la capacidad del menor para el ejercicio de sus derechos
fundamentales, se considera que el menor de 14-16 años tiene madurez suficiente para
tomar decisiones, entre los que podríamos encontrar casos de objeción de conciencia a
los tratamientos médicos. Si bien, ante la duda sobre la madurez del menor o en caso
de estado de inconsciencia, el médico acudirá a los padres, y si éstos son contrarios al
tratamiento, habrá que recurrir al juez, el cual resolverá teniendo en cuenta el interés
del menor. Evidentemente, esta “solución” implica una mayor responsabilidad de los
médicos que según opiniones, excede sus competencias sanitarias. Con fecha 18 de
julio de 2002, en sentencia 154/2002 , el Tribunal Constitucional anula las dos
sentencias del Tribunal Supremo relativas a este caso y declara que se ha vulnerado el
derecho de libertad religiosa de los padres. Los fundamentos jurídicos toman como
clave que los padres cumplieron su función de proteger y velar por su hijo, propia de la
patria potestad en coherencia con sus convicciones, por lo que, según cita literal de la
sentencia, dichas convicciones no fueron “obstáculo para que pusieran al menor en
disposición efectiva de que sobre él fuera ejercida la acción tutelar del poder público
para su salvaguarda, acción tutelar a cuyo ejercicio en ningún momento se opusieron”.
Con base en esto, según la sentencia no cabe condenar a los padres por su actitud
omisiva, ya que cumplieron sus deberes como padres, ni considera lícito exigirles una
conducta activa, permitir la transfusión, si ésta es contraria a sus convicciones. Otro
elemento importante de la sentencia gira en torno a la valoración de la oposición del
menor al tratamiento hemotransfusional. El Tribunal considera que la oposición por
motivos religiosos alegados también por el menor y su exteriorización con muestras de
pánico ante la transfusión deben igualmente tenerse en cuenta, ya que la reacción del
menor, de 13 años, según palabras textuales de la sentencia “pone de manifiesto que
había en aquél unas convicciones y una consciencia en la decisión por él asumida que,
sin duda, no podían ser desconocidas ni por sus padres, a la hora de dar respuesta a los
requerimientos posteriores que les fueron hechos, ni por la autoridad judicial, a la hora
de valorar la exigibilidad de la conducta de colaboración que se les pedía a éstos”. Lo
cual, en nuestra opinión, el reconocimiento del menor como titular y capaz de ejercer el
derecho de libertad religiosa no es óbice para que en caso de que la vida de un menor
se halle en peligro deba primar el derecho a la vida sobre cualquier otro derecho,
incluida la libertad religiosa.

LIBERTAD RELIGIOSA E IGUALDAD. LOS LÍMITES A SU


EJERCICIO

Combalia Solís, Zoila. Catedrática de Derecho Canónico de la


Universidad de Zaragoza

1. Introducción

En el tema de los límites a la libertad religiosa no se puede perder de vista que, lo que
el ordenamiento español persigue regulando el factor social religioso, es garantizar la
libertad de todos los ciudadanos y grupos en esta materia, garantía que se erige en el
principio informador de la actuación de los poderes públicos. Ahora bien, es una
constatación unánime la de que no existen derechos ilimitados. El problema está en
determinar en qué momento el ejercicio de un derecho comienza a ser abusivo dejando
de merecer protección jurídica y pudiendo, incluso, ser objeto de represión. Tal
determinación es posiblemente una de las más difíciles y delicadas con las que ha de
enfrentarse el jurista, máxime si se trata de un derecho fundamental de la índole del de
libertad religiosa, tan estrechamente ligado a la dignidad de la persona.

Expresamente lo ha señalado el Tribunal Constitucional imponiendo un criterio


restrictivo en la interpretación de las limitaciones a los derechos fundamentales: “la
fuerza expansiva de todo derecho fundamental restringe el alcance de las normas
limitadoras del mismo. De ahí la exigencia de que los límites de los derechos
fundamentales hayan de ser interpretados en el sentido más favorable a la eficacia y a
la esencia de tales derechos” (STC 159/1986 ).

Además, según la jurisprudencia constitucional, este criterio debe tener aún mayor
vigor cuando estemos ante las libertades del artículo 16,1 CE . La STC 20/1990 ,
refiriéndose a la libertad ideológica, argumentó que ésta es esencial para la efectividad
de los valores superiores del ordenamiento jurídico y es “fundamento, juntamente con
la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes, según se
proclama en el artículo 10,1 , de otras libertades y derechos fundamentales”. Por
tales razones concluyó el Tribunal que sus límites son más restringidos y no pueden
equiparase a los previstos para otros derechos fundamentales (concretamente se refiere
a los establecidos para la libertad de expresión e información).
Sobre la base de estas coordenadas -máxima libertad posible, mínima restricción
necesaria-, abordaremos el estudio de los límites a la libertad religiosa. Analizaremos
qué aspectos de la libertad religiosa pueden limitarse, qué factores son los que pueden
limitarla, cuándo y de qué modo. Con un marco legal necesariamente parco e
indeterminado, se trata de un tema en el que resulta esencial la atención a la
jurisprudencia, por lo que ilustraremos el capítulo con referencias a sentencias y lo
concluiremos con el análisis de algún caso que recientemente ha fallado el Tribunal
Constitucional.

2. Objeto de limitación: las manifestaciones de la libertad religiosa

En este epígrafe trataremos de acotar qué aspectos de la libertad religiosa son


susceptibles de limitación.

La Constitución reconoce la “libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y


las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el
mantenimiento del orden público protegido por la ley” (artículo 16,1 ). De este modo,
nos encontramos con que los límites a la libertad religiosa pueden recaer únicamente
sobre sus manifestaciones. La libertad interna -de tener unas u otras creencias, o de no
tener ninguna- es ilimitada. Parece obvio puesto que, mientras la religiosidad del sujeto
no se exteriorice, para nada afecta al Derecho, máxime en el caso de un Estado laico
como el español, incompetente para acometer una valoración de creencias.

No obstante, es posible dar un paso más. No sólo no puede limitarse la libertad interna
de la persona; tampoco es legítimo, bajo ningún pretexto, obligar a un sujeto a una
manifestación religiosa. La Constitución lo dispone expresamente para un aspecto
concreto de manifestación, al establecer que “nadie podrá ser obligado a declarar sobre
su ideología, religión o creencias” (artículo 16,2 ). Ahora bien, tal prohibición referida
a las declaraciones es extensiva a las otras formas de manifestación como, por ejemplo,
la participación en ceremonias religiosas.

En relación con este asunto se ha pronunciado el Tribunal Constitucional en la Sentencia


177/1996 (Sala Segunda), de 11 de noviembre . El demandante de amparo, militar
profesional, fue designado para realizar una formación de honores a la Virgen de los
Desamparados con ocasión de los actos convocados con motivo del V Centenario de esa
advocación. Por considerar que los actos tenían un inequívoco contenido religioso,
solicitó ser relevado alegando su derecho a la libertad religiosa, solicitud que le fue
denegada oralmente. Iniciados los actos de homenaje, el recurrente abandonó la
formación en el momento de rendir honores a la Virgen y de introducir la imagen en la
iglesia. A resultas de estos hechos se le impusieron una serie de sanciones
disciplinarias. Paralelamente, el actor presentó denuncia contra las autoridades militares
por la comisión de un delito contra la libertad religiosa y de conciencia. El Tribunal
Supremo declaró que los hechos no eran constitutivos de delito y ordenó el archivo de
las actuaciones. Contra ese auto del Tribunal Supremo se dirige la petición de amparo.

El Tribunal Supremo alegó que la parada militar no podía calificarse como un acto de
culto puesto que la unidad que rinde honores lo hace en representación de las Fuerzas
Armadas y al margen de las convicciones de cada uno de sus componentes a título
individual. “Esta afirmación -sostuvo el Tribunal Constitucional- debe ser rechazada. En
efecto, el art. 16,3 CE no impide a las Fuerzas Armadas la celebración de festividades
religiosas o la participación en ceremonias de esa naturaleza. Pero el derecho de
libertad religiosa, en su vertiente negativa, garantiza la libertad de cada persona para
decidir en conciencia si desea o no tomar parte en actos de esa naturaleza. Decisión
personal, a la que no se pueden oponer las Fuerzas Armadas que, como los demás
poderes públicos, sí están, en tales casos, vinculadas negativamente por el mandato de
neutralidad en materia religiosa del art. 16,3 CE. . En consecuencia, aún cuando se
considere que la participación del actor en la parada militar obedecía a razones de
representación institucional de las Fuerzas Armadas en un acto religioso, debió
respetarse el principio de voluntariedad en la asistencia y, por tanto, atenderse a la
solicitud del actor de ser relevado del servicio, en tanto que expresión legítima de su
derecho de libertad religiosa”. Así, al resolver el amparo, el Tribunal Constitucional
reconoce que los hechos denunciados por el recurrente han vulnerado su derecho a la
libertad religiosa, si bien desestima el recurso por cuanto tal vulneración no entraña la
responsabilidad penal que el demandante solicitaba en la querella.

Es decir, las limitaciones a la libertad religiosa tan sólo pueden imponerse


legítimamente sobre su dimensión externa de “agere licere” que faculta a los
ciudadanos para actuar con arreglo a sus propias convicciones y mantenerlas frente a
terceros.

3. Elementos que limitan la libertad religiosa

3.1. Marco legal

Centrándonos ya exclusivamente en esa parcela de “agere licere” susceptible de


limitación, debemos preguntarnos qué factores justifican una restricción de la actuación
positiva de las creencias del ciudadano. A ese respecto, nuestro texto constitucional
prescribe como única limitación legítima, “la necesaria para el mantenimiento del orden
público protegido por la ley” (artículo 16,1 ).

Para determinar el significado del orden público nuestro legislador, siguiendo el


mandato constitucional de que las normas relativas a los derechos fundamentales se
interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y
los tratados internacionales ratificados por España, acudió a los textos internacionales
inspirándose principalmente en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y
en el Convenio Europeo de Derechos Humanos que se expresan, respectivamente, en
los siguientes términos:

“La libertad de manifestar la propia religión o las propias creencias estará sujeta
únicamente a las limitaciones prescritas por la Ley que sean necesarias para proteger la
seguridad, el orden, la salud o la moral públicos, o los derechos y libertades
fundamentales de los demás” (artículo 18,3 PIDCP ). “La libertad de manifestar su
religión o sus convicciones no puede ser objeto de más restricciones que las que,
previstas por la ley, constituyen medidas necesarias, en una sociedad democrática, para
seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la
protección de los derechos y libertades fundamentales de los demás” (artículo 9, 2
CEDH ).

La Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa (LOLR) , reprodujo casi


literalmente la redacción de estos textos, estableciendo que “el ejercicio de los derechos
dimanantes de la libertad religiosa y de culto tiene como único límite la protección del
derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales,
así como la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública,
elementos constitutivos del orden público protegido por la Ley en el ámbito de una
sociedad democrática” (artículo 3,1 ).

De este modo, el legislador trató de determinar en qué consiste el orden público que la
Constitución acoge como única limitación y para ello se refirió a los derechos y
libertades de los demás, a la seguridad, la salud y la moralidad pública.

3.2. Crítica a los límites establecidos. Referencia al orden público en el régimen


de Franco

Algún sector de la doctrina manifestó su oposición a que se acogieran entre los límites a
la libertad religiosa conceptos como los de orden público, seguridad o moralidad pública.
Tal repulsa tiene algo que ver con la limitación arbitraria y poco democrática de los
derechos y libertades, también de la religiosa, que al amparo de esos conceptos se llevó
a cabo en épocas pasadas de nuestra historia, concretamente durante el régimen de
Franco. Así, constató Lorenzo Martín Retortillo que “en relación con el tema de derechos
y libertades, la expresión orden público es una expresión odiosa que hubiera sido muy
conveniente haber superado (...). Tal vez los hombres que vivan dentro de unos años
puedan comprender la expresión orden público sin especiales connotaciones peyorativas
(...). De ahí que piense que hubiera sido mejor que no quedara consagrada en la
Constitución”. Similares afirmaciones se hicieron respecto a la seguridad y a la
moralidad pública.

Ciertamente, el Estado franquista consideró como un valor integrante del orden público
estatal la unidad espiritual católica de España. Las otras religiones eran toleradas -
”nadie será molestado por sus creencias religiosas ni el ejercicio privado de su culto”- si
bien no se permitían “otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la
Religión Católica” (artículo 6 del Fuero de los Españoles en su redacción de 1945 ).
Desde esa asunción de lo católico como un valor estatal, cualquier conducta dirigida a
propagar otros credos religiosos se consideró ilícita por atentar al orden público. De este
modo, es jurisprudencia reiterada de la época la invocación del orden público para
perseguir actividades como celebrar reuniones en domicilios particulares para comentar
la Biblia, la posesión de literatura y visitas domiciliarias propagandísticas acatólicas, etc.

Puede resultar ilustrativo dejar constancia de una Circular del Ministerio de la


Gobernación dirigida a los Gobernadores civiles cuyo contenido es expresivo de cómo la
Administración se sirvió del orden público para reprimir la libertad religiosa.
Refiriéndose a las actividades proselitistas desarrolladas por los Testigos de Jehová
“consistentes principalmente en reuniones clandestinas, reparto de folletos e impresos
de circulación no autorizada y visitas domiciliarias”, dispone la Circular que “1º Si en la
provincia de su mando se desarrollasen las actuaciones aludidas, las personas de ellas
responsables deberán ser sancionadas por VE en base a las facultades que le otorgan
los artículos 18 y 19 en relación con el 2º, apartado a), de la vigente Ley de Orden
Público, con multas de cuantía no inferior a 2.500 pts. 2º Cuando se compruebe la
participación de extranjeros en las actividades referidas, deberá VE poner el hecho en
conocimiento de la Dirección General de Seguridad para que ésta pueda proceder a
decretar su inmediata expulsión del territorio nacional”.

A raíz de la celebración del Concilio Vaticano II, la Iglesia acoge expresamente el


derecho de toda persona a la libertad religiosa -Declaración conciliar Dignitatis
Humanae- y esto marcará el inicio de un nuevo periodo de la política eclesiástica
franquista, que se traducirá en la promulgación de la Ley de Libertad Religiosa de 1967
y en la reforma del artículo 6 del Fuero de los Españoles . A partir de este momento
se observa una apertura en las hasta entonces férreas limitaciones a la libertad
religiosa. Sin embargo, esa apertura es aún titubeante pues viene obstaculizada por el
peso de la confesionalidad sustancial del Estado.

3.3. Interpretación constitucional de los límites a la libertad religiosa

La definición del Estado español actual como democrático de Derecho supone una
actitud diametralmente opuesta hacia las libertades. Expresamente sostiene el Tribunal
Constitucional que “el concepto de orden público ha adquirido una nueva dimensión a
partir de la vigencia de la Constitución” (Sentencia de 15-IV-1986 ).

Resulta significativo que, tanto los textos internacionales como la LOLR, se refieran
expresamente a los límites previstos por ley en el ámbito de una sociedad democrática.
Con esta precisión queda claro que el orden público no es ante todo una barrera a la
actuación libre de la persona sino que, en primer lugar, tiene un significado positivo de
protección jurídica de un ámbito de derechos y libertades. En palabras de García de
Enterría “hoy, el interés público primario es, justamente, el respeto y el servicio de los
derechos fundamentales, cuyo libre y pacífico ejercicio es el fundamento mismo del
orden público (y aún del orden político entero: art. 10,1 Constitución ) y no el
objetivo a eliminar para una transpersonalización de éste”.
4. La tarea limitadora como ponderación de los bienes jurídicos afectados

4.1. Necesaria y casuística ponderación. Especial referencia al conflicto entre la


libertad religiosa y el derecho a la vida

Conforme a lo señalado, ante un conflicto de intereses encontrados hay que partir de


que el ejercicio de la libertad religiosa no es un mero interés particular que siempre
deba ceder cuando colisiona con otro bien jurídico, sino de que existe un interés público
constitucionalmente protegido en la tutela de tal libertad. Así lo ha afirmado el Tribunal
Constitucional señalando que “tanto las normas de libertad como las llamadas normas
limitadoras se integran en un único ordenamiento inspirado por los mismos principios en
el que, en último término, resulta ficticia la contraposición entre el interés particular
subyacente a las primeras y el interés público que, en ciertos supuestos, aconseja su
restricción. Antes al contrario, tanto los derechos individuales como sus limitaciones...,
son igualmente considerados por el art. 10,1 de la Constitución como fundamento del
orden político y de la paz social” (STC de 12 de diciembre de 1986).

Desde tal planteamiento, el conflicto deberá resolverse mediante una valoración de los
intereses en juego. Estamos ante un complejo proceso que es competencia del juez,
salvo que en algún caso se fije por ley la primacía de uno u otro interés. Es lo que
ocurrió durante años con la objeción de conciencia al servicio militar en la que el
legislador valoró con carácter general que, cuando la libertad de conciencia de un
ciudadano colisionara con el deber legal de prestación del servicio militar, prevalecería
la primera.

Al margen de los pocos casos en los que hay un pronunciamiento legal, no parece
apropiado proceder a una gradación entre bienes constitucionales hecha con carácter
general. Incluso en el caso de que esté afectado el derecho a la vida, su primacía no ha
sido aceptada pacíficamente.

En la jurisprudencia sobre límites a la libertad religiosa, un lugar importante lo ocupan


distintos casos en los que el ejercicio de la libertad pone en peligro la vida de la persona
o su integridad física. Es lo que ha ocurrido con los presos en huelga de hambre por
razones ideológicas, con los testigos de Jehová que rechazan las transfusiones
sanguíneas, con los adeptos a sectas que propagan tratamientos peligrosos o dañan la
salud psíquica del sujeto, etc.

Entre los derechos fundamentales ha sido frecuente afirmar la primacía del derecho a la
vida consagrado en el artículo 15 . Su importancia resulta evidente; una persona que
es privada del derecho a la vida -privación que tiene carácter irreversible- es desposeída
automáticamente de todos los demás derechos. Este criterio de primacía absoluta de la
salud y de la vida ha guiado a nuestra jurisprudencia. Expresamente lo ha afirmado el
Tribunal Supremo en una sentencia de 27 de marzo de 1990 al defender, “aunque tanto
la libertad religiosa como la vida son bienes constitucionalmente protegidos”, “la
preeminencia absoluta del derecho a la vida, por ser el centro y principio de todos los
demás derechos”.

Así, en la resolución de las querellas interpuestas contra ciertos jueces como autores de
un delito contra la libertad religiosa, al haber autorizado la realización de transfusiones
sanguíneas en testigos de Jehová que se oponían a ello por motivos religiosos, el
Tribunal Supremo ha desestimado automáticamente dichas querellas alegando que, si
bien el juez que autorizó la transfusión realizó el tipo delictivo, sin embargo concurría en
estos casos la eximente del estado de necesidad. La significación de apreciar tal
eximente supone la consideración de que la vida es un bien superior a la libertad pues
se traduce en la afirmación de que, aunque el juez lesionó un bien jurídico -el derecho
de libertad religiosa- con ello evitó un mal mayor -la posible muerte del paciente- por lo
que su conducta, aún siendo típicamente delictiva, está exenta de responsabilidad
penal.
Sin embargo, tal postura de primacía absoluta de la vida sobre la libertad religiosa no
ha sido aceptada pacíficamente por la doctrina. La primacía de la vida es, si no negada,
sí al menos matizada por algunos autores que se mueven en torno a la calificación que
Jemolo hacía de la libertad religiosa como “la primera entre las libertades”. Es cierto -
dicen- que el derecho a la vida es el más importante y radical en el orden existencial:
sin su pleno reconocimiento, de nada le sirve al hombre que se le otorguen otros
muchos derechos, pues si se le priva de la vida todos los restantes derechos
desaparecen. Ahora bien -comenta Viladrich- “¿de qué le aprovecha al hombre el que se
le respete su derecho a la vida, si no se le trata, ni se le deja vivir como persona, esto
es, según lo más específico y digno de su naturaleza esencial? ¿Se respeta a los
esclavos lo más importante y radical, en el plano esencial de la persona, cuando su amo
los mantiene escrupulosa e interesadamente vivos, explotándoles y tratándoles peor
que a los animales o las cosas inanimadas? ¿Es una sociedad de personas aquel campo
de concentración en el que los internos son sólo un guarismo para la buena marcha de
los trabajos forzados?”. Es evidente entonces que, desde el ángulo esencial, los
derechos fundamentales más importantes son los que reflejan lo más específico del ser
humano como persona: su naturaleza de ser racional. Y en ese ámbito de la
racionalidad y la conciencia personal del hombre es dónde se sitúan los tres grandes
derechos humanos o libertades fundamentales: el derecho de libertad de pensamiento,
el derecho de libertad de conciencia y el derecho de libertad religiosa. Por ello,
consideran estos autores que la afirmación del ilustre eclesiasticista italiano no es
exagerada y que, aunque el derecho a la vida es el primero en el orden existencial, la
libertad ideológica y religiosa lo es en el orden esencial.

De este modo podemos concluir que no es posible fijar a priori ni con carácter general
una jerarquía que la ley no establece. Lo que procede, cuando el ejercicio de la libertad
religiosa colisione con otros bienes jurídicos, es la ponderación de los intereses en el
caso concreto. Así lo ha señalado el Tribunal Constitucional afirmando que “la respuesta
constitucional a la situación crítica resultante de la pretendida dispensa o exención del
cumplimiento de deberes jurídicos, en el intento de adecuar y conformar la propia
conducta a la guía ética o plan de vida que resulte de sus creencias religiosas, sólo
puede resultar de un juicio ponderado que atienda a las peculiaridades de cada caso.
Tal juicio ha de establecer el alcance de un derecho -que no es ilimitado o absoluto- a la
vista de la incidencia que su ejercicio pueda tener sobre otros titulares de derechos y
bienes constitucionalmente protegidos y sobre los elementos integrantes del orden
público protegido por la Ley que, conforme a lo dispuesto en el art. 16,1 CE , limita
sus manifestaciones” (STC 154/2002, de 18 julio, f.j. nº 7 ).

4.2. Algunas pautas para la ponderación

Para enfocar un conflicto como un supuesto de límites a la libertad religiosa, lo primero


que habrá que constatar es que se trata verdaderamente de ejercicio de la libertad
religiosa; es decir, que la actuación de la persona es libre y que responde a convicciones
religiosas, ideológicas o de conciencia. En otro caso, no estaremos ante el derecho
amparado en el artículo 16,1 de nuestra Constitución .

a) En cuanto al carácter libre de la actuación, se han suscitado algunas dudas con


relación a la libertad religiosa del menor. Evidentemente el menor es titular del derecho
de libertad religiosa y así lo reconocen tanto nuestro ordenamiento interno como los
documentos internacionales, añadiendo la Ley del menor que “los padres o tutores
tienen el derecho y el deber de cooperar para que el menor ejerza esta libertad de
modo que contribuya a su desarrollo integral” (artículo 6,3). El alcance de la autonomía
del menor en materia religiosa viene determinado por la proporción entre la madurez y
la actuación que éste pretenda. Si es manifiesta su madurez para el acto, se le
reconocerá su libertad si bien deberá oírse a los padres o titulares de la patria potestad.
De tal forma, el menor suficientemente maduro estará legitimado para adoptar
decisiones en cuanto al cambio o abandono de creencias, o en relación a su educación
religiosa, incluso contra la voluntad de sus padres. No obstante, esta libertad cederá
cuando lo exija el interés superior del menor, como ocurre, por ejemplo, en el rechazo
de determinados tratamientos médicos por razones de conciencia.

En definitiva, como ha señalado el Tribunal Constitucional, aunque “los menores de


edad son titulares plenos de sus derechos fundamentales, en este caso, de sus derechos
a la libertad de creencias y a su integridad moral, sin que el ejercicio de los mismos y la
facultad de disponer sobre ellos se abandonen por entero a lo que al respecto puedan
decidir aquéllos que tengan atribuida su guarda y custodia o su patria potestad, cuya
incidencia sobre el disfrute del menor de sus derechos fundamentales se modulará en
función de la madurez del niño”, sin embargo, “sobre los poderes públicos… pesa el
deber de velar por que el ejercicio de esas potestades por sus padres o tutores…, se
haga en interés del menor, y no al servicio de otros intereses que, por muy lícitos y
respetables que puedan ser, deben postergarse ante el ‘superior’ del niño” (STC
141/2000 ).

La libertad de la actuación cuya tutela se pretende, ha sido cuestionada también en


relación con el tema de las llamadas sectas pseudorreligiosas. Como resultado del
“proceso de captación” al que son sometidos los adeptos, quedan éstos afectados por lo
que los especialistas califican “síndrome disociativo atípico” que se traduce en una
disminución notable de su capacidad de entender y querer. El interrogante que se ha
planteado es si, en esas condiciones en las que el afectado no es consciente del
deterioro operado en sus facultades ni, bajo los efectos del síndrome de persuasión,
capaz de una decisión plenamente libre, es o no legítimo imponer a estas personas un
tratamiento de desprogramación dirigido a sustraerlos de la secta contra su “voluntad”.

Si las facultades del sectario están realmente afectadas, debería incoarse un proceso de
incapacitación. El resultado de una declaración judicial de incapacidad será la imposición
del tratamiento que se estime más oportuno para su curación. Ahora bien, si el juez
estima que las facultades del sujeto no han sido afectadas hasta el punto de hacerle
perder la capacidad, ¿puede someterse al mayor de edad a un proceso de control
dirigido a hacerle abandonar la secta?.

No en mi opinión. En todo caso, lo que debería perseguirse es la actividad previa de la


secta de captación de adeptos y adoctrinamiento si se considera que no es una
propagación legítima de las propias creencias fruto de la libertad religiosa, por emplear
medios ilícitos y por no dirigirse a la realización religiosa de la persona sino a su
destrucción como tal. Pero a un individuo que se le considera capaz y es mayor de edad
nadie puede forzarle a “desprogramarse”. Sería una violación intolerable de la libertad
de autodeterminación ideológica y religiosa de la persona y podría dar pie a abusos.
¿Dónde poner el límite a la desprogramación? Esta podría convertirse, si se aprueba
indiscriminadamente, en una vía para coartar la opción religiosa del ciudadano de la que
nadie queda a salvo.

Sobre este supuesto se han pronunciado nuestros tribunales (cfr. STS de 14 de octubre
de 1999) a raíz de la querella interpuesta por varios miembros de CEIS (Centro
Esotérico de Investigaciones), mayores de edad, que, tras la desarticulación de la secta,
fueron sometidos a un proceso de desprogramación sin su voluntad. El caso llegó hasta
el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que falló en contra de España en sentencia
de 14 de octubre de 1999. El Tribunal, al estimar que concurría violación del artículo 5
del Convenio (sobre el derecho a la libertad y a la seguridad) entendió que no era
necesario examinar la demanda sobre la base del artículo 9 garante de la libertad
religiosa.

b) La libertad ideológica y religiosa merece ser definida y protegida como derecho


fundamental no sólo por su carácter de opción libre, sino por ser una opción libre en un
ámbito tan intrínseco a la dignidad e identidad personal como es el de las creencias, en
el que cualquier constricción, aún cuando fuere necesaria, es odiosa. De este modo, y a
pesar de que ambas merezcan protección, no es lo mismo vulnerar la mera libertad de
opción de un sujeto, que su libertad religiosa o ideológica.
En relación con lo anterior, es ilustrativa la casuística que ha surgido en torno a la
oposición a tratamientos médicos en la que debe distinguirse la tutela de la libertad de
conciencia, de la disponibilidad sobre la propia vida o sobre el propio cuerpo.

De igual modo, habrá de tenerse en cuenta que, cuanto más directamente atente el
tratamiento contra las creencias, más cuidadosa deberá ser la ponderación. Así se ve en
dos casos planteados ante los tribunales de conflicto entre libertad de creencias y salud:
el del testigo de Jehová que rechaza la transfusión y el del preso en huelga de hambre
que rechaza la alimentación. En el testigo de Jehová existe una oposición directa entre
el tratamiento médico y la norma de conciencia. No queda tan patente en el supuesto
del preso en huelga de hambre cuya conducta es claramente reivindicativa y dónde no
existe oposición directa entre su negativa a la alimentación y sus convicciones
ideológicas. En este sentido se expresó el abogado del Estado en un recurso de amparo
promovido ante la alimentación forzosa de miembros del GRAPO en huelga de hambre.
“No se trata en este caso -argumentaba- de que por seguir una determinada ideología y
por razón de ella se rechace un tratamiento médico. La resistencia que los actores
oponen a ser alimentados tiene la finalidad de protestar contra una medida
administrativa de traslado de reclusos, finalidad absolutamente neutral desde un punto
de vista ideológico” (STC 120/1990, de 27 de junio ). Por ello, entendió el abogado
del Estado que no podía alegarse violación del artículo 16,1 de la Constitución .

c) Una vez que se ha asegurado que la manifestación que lesiona un bien jurídico lo es
del derecho de libertad religiosa, la ponderación deberá hacerse teniendo en cuenta que
“todo acto o resolución que limite derechos fundamentales ha de asegurar que las
medidas limitadoras sean necesarias para conseguir el fin perseguido, ha de atender a
la proporcionalidad entre el sacrificio del derecho y la situación en la que se halla aquel
a quien se le impone, y, en todo caso, ha de respetar su contenido esencial” (STC
154/2002, de 18 julio, f.j. nº 8 ).

A continuación ilustraremos con algunas de las últimas sentencias del Tribunal


Constitucional el modo de efectuar esa ponderación de intereses en el caso concreto.

5. La ponderación de intereses en algunas sentencias recientes

5.1. STC núm. 154/2002 (Pleno), de 18 julio

Recientemente, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado sobre el alcance del


derecho de libertad religiosa en relación con el rechazo de una transfusión sanguínea
que originó la muerte de un menor. Los hechos que motivaron el fallo fueron los
siguientes:

El menor, de trece años de edad, sufrió unas lesiones por una caída en bicicleta a
consecuencia de las cuales fue llevado por sus padres al hospital. Los médicos, al
detectar una situación de alto riesgo hemorrágico, prescribieron una transfusión
sanguínea. Los padres se opusieron por motivos religiosos, ante lo cual el centro
hospitalario solicitó y obtuvo del Juzgado de guardia autorización para la práctica de la
transfusión. Los padres acataron la autorización judicial pero el menor -Testigo de
Jehová como sus padres- rechazó enérgicamente la transfusión, hasta el punto de que
los médicos desistieron de realizarla por temor a una hemorragia cerebral habida cuenta
de la excitación del paciente. El personal sanitario pidió a los padres que trataran de
convencer al menor, negándose éstos por motivos religiosos. No pudiendo realizar la
transfusión, los médicos accedieron a la concesión del alta voluntaria, llevándose los
padres al menor a otros hospitales en busca de un tratamiento alternativo a la
transfusión que no fue posible, por lo que regresaron con el menor a su domicilio. El
Juzgado autorizó la entrada en el domicilio a fin de que el menor recibiese la asistencia
médica necesaria e, incluso, fuera transfundido. Una vez más los padres acataron la
decisión del Juzgado y el menor fue trasladado de nuevo a un centro hospitalario donde,
en estado ya de coma profundo, se le practicó la transfusión sin la oposición de los
padres. El menor falleció, señalándose en el relato de hechos probados que “si el menor
hubiera recibido a tiempo las transfusiones que precisaba habría tenido a corto y a
medio plazo una alta posibilidad de supervivencia y, a largo plazo, tal cosa dependía ya
de la concreta enfermedad que padecía, que no pudo ser diagnosticada”.

La Audiencia Provincial de Huesca dictó sentencia absolutoria, considerando que los


hechos probados no son constitutivos de delito alguno. Sin embargo, la Sala de lo Penal
del Tribunal Supremo condenó a los recurrentes por delito de homicidio con la
circunstancia atenuante, muy cualificada, de obcecación o estado pasional. La condena
lo fue por omisión de la conducta exigible a los padres, dada la condición de garantes de
la salud del menor, conducta consistente en intentar disuadir al hijo de su negativa a
dejarse transfundir sangre y en autorizar la transfusión contra la voluntad del menor.
Ante la condena, los padres interpusieron recurso de amparo, considerando lesionada su
libertad religiosa.

En primer lugar, el Tribunal Constitucional analizó la relevancia que pudo tener la


oposición del menor al tratamiento. Tras señalar que éste actuó en ejercicio de sus
derechos, añadió que, teniendo en cuenta que los padres o, en su caso, los órganos
judiciales, han de considerar el interés prevalente del menor, así como los previsibles
efectos irreparables de pérdida de la vida que de su decisión podrían seguirse, hay que
concluir que la decisión del menor no era vinculante. Ahora bien, sin estar vinculados
por la decisión del hijo, ¿estaban obligados los padres a las conductas por cuya omisión
fueron condenados (negativa a la persuasión del hijo y a autorizar ellos la transfusión)?

Señala el Tribunal Constitucional que el mandato de hacer algo restringe la libertad en


mayor medida que las prohibiciones de actuación y que esto ha de valorarse para ver si
se ha efectuado una adecuada ponderación de los bienes jurídicos enfrentados. El
tribunal entiende que, cuando se trata de un conflicto entre derechos fundamentales, el
sacrificio del derecho llamado a ceder no debe ir más allá de las necesidades de
realización del derecho preponderante. Y en este caso la efectividad del derecho
preponderante de la vida del menor no quedaba impedida por la actitud de los padres
que se avinieron a la decisión judicial que autorizó la transfusión. ¿Cabe exigirles
además, como se hace, que ejerzan una acción de persuasión sobre el hijo y que den
una orden expresa de que se efectúe la transfusión a la que el menor se niega? La
acción persuasora supone una actuación radicalmente contraria a las convicciones
religiosas de los padres y contradictoria, desde la perspectiva del destinatario, con las
enseñanzas que le fueron transmitidas a lo largo de sus trece años de vida, sin que,
además, estuviera garantizado el éxito de tal intento de convencimiento contrario a la
educación transmitida durante dichos años. La autorización de la transfusión a la que se
oponía el menor, supone también una acción concreta radicalmente contraria a las
convicciones de los padres y supone trasladar a éstos la adopción de una decisión
desechada por los médicos e, incluso, por la autoridad judicial una vez conocida la
reacción del menor. Los padres llevaron al menor a los hospitales, lo sometieron a los
cuidados médicos y no se opusieron nunca a la actuación de los poderes públicos para
salvar su vida. Por todo ello concluye el tribunal que “hemos de estimar que la
expresada exigencia a los padres de una actuación suasoria o que fuese permisiva de la
transfusión, una vez que posibilitaron sin reservas la acción tutelar del poder público
para la protección del menor, contradice en su propio núcleo su derecho a la libertad
religiosa yendo más allá del deber que les era exigible en virtud de su especial posición
jurídica respecto del hijo menor”. Así, entiende el Tribunal Constitucional que las
sentencias condenatorias han vulnerado el derecho de libertad religiosa de los padres y
concede el amparo solicitado.

Es una sentencia paradigmática en cuanto al modo atinado de ponderar los intereses en


juego, entendiendo el Tribunal Constitucional que la elevada limitación exigida a los
recurrentes de su libertad religiosa iba más allá de lo necesario para tutelar el fin
perseguido (la vida del menor que ya quedaba salvaguardada habiendo procedido los
padres a hospitalizar al paciente y acatando las decisiones judiciales), no observando la
necesaria proporcionalidad.
5.2. STC 141/2000 (Sala Segunda), de 29 de mayo

El Tribunal Constitucional ha resuelto un recurso de amparo contra una Sentencia de la


Audiencia Provincial de Valencia que se pronunciaba sobre el régimen de visitas de los
hijos menores impuesto a raíz de la separación matrimonial entre el recurrente y su
esposa. El Juzgado de primera instancia fijó un régimen ordinario de visitas pero, en
virtud de las creencias del padre -miembro del Movimiento Gnóstico Cristiano Universal-
, le prohibió hacer partícipes a sus hijos de éstas y llevarlos a actos relacionados con su
religión. La mujer apeló la sentencia en lo relativo a las medidas adoptadas para
preservar a los menores de las creencias religiosas del padre, por considerarlas
insuficientes. La Audiencia Provincial falló imponiendo importantes restricciones al
régimen de visitas que se había fijado en primera instancia, ante lo cual el padre
interpuso recurso de amparo por considerar vulnerada su libertad religiosa.

Afirma el Tribunal Constitucional que la libertad religiosa del padre se ha limitado puesto
que parte de su contenido es “el derecho a no ser discriminado por razón de credo o
religión, de modo que las diferentes creencias no pueden sustentar diferencias de trato
jurídico”. Por ello, cumple examinar si el límite impuesto por la Audiencia Provincial es
legítimo; esto es, si está dentro del margen constitucional y, en caso afirmativo, si se
aplicó de modo proporcionado al sacrificio de la libertad.

En relación con el primer extremo, el alcance de la libertad religiosa varía “según se


proyecte sobre la propia conducta y la disposición que sobre la misma haga cada cual, o
bien lo haga sobre la repercusión que esa conducta conforme a las propias creencias
tenga en terceros (…). Cuando el artículo 16,1 CE se invoca para el amparo de la
propia conducta, sin incidencia directa sobre la ajena, la libertad de creencias dispensa
una protección plena que únicamente vendrá delimitada por la coexistencia de dicha
libertad con otros derechos fundamentales y bienes jurídicos constitucionalmente
protegidos. Sin embargo, cuando esa misma protección se reclama (…), para reivindicar
el derecho a hacerles (a terceros) partícipes de un modo u otro de las propias
convicciones e incidir o condicionar el comportamiento ajeno en función de las mismas,
la cuestión es bien distinta”. En ese caso, a los límites anteriores hay que añadir los
“indispensables para mantener el orden público protegido por la Ley”. Concretamente,
frente a la libertad de creencias de los progenitores y su derecho a hacer partícipes a
sus hijos, se alza como límite, además de la integridad moral de los menores, la propia
libertad de creencias que asiste a estos, manifestada en su derecho a no compartir las
convicciones de sus padres o a no sufrir sus actos de proselitismo y a mantener sus
propias creencias. Libertades todas ellas que, cuando entren el conflicto, deberán
ponderarse teniendo presente el interés superior de los menores. Partiendo de estos
postulados, concluye el Tribunal Constitucional que el sacrificio de la libertad de
creencias impuesto al recurrente obedece a una finalidad constitucionalmente legítima.

Ahora bien, respecto a la segunda cuestión -esto es, si, siendo legítima, es
proporcionada-, ahí el Tribunal considera que no. La desproporción de las medidas
adoptadas conduce a la conclusión de que el recurrente ha sido discriminado por sus
creencias y, por tanto, debe estimarse el amparo. La desproporción se pone de
manifiesto porque los riesgos para los menores ya habían sido previstos en la sentencia
de primera instancia, prohibiéndole al padre el proselitismo. No consta que esa
prohibición haya sido vulnerada: no se ha probado que los menores hayan sufrido
adoctrinamiento ni hayan participado en actos de la confesión. La Audiencia “no expresa
en momento alguno de su Sentencia en qué hechos funda su convicción de la necesidad
de extender las medidas limitativas acordadas en la instancia (…). La Audiencia
Provincial ha dispensado al recurrente un trato jurídico desfavorable a causa de sus
creencias personales, lesionando su libertad ideológica, por lo que no cabe sino estimar
el amparo solicitado”.

En esta sentencia, al igual que en la anterior, se refleja la tarea de ponderación judicial.


El Tribunal ha estimado legítima la limitación impuesta al padre de no hacer partícipes a
sus hijos de sus creencias, pero ha considerado ilegítima, por desproporcionada, la
restricción que le impuso la Audiencia sobre el régimen de visitas; la prohibición del
proselitismo era suficiente medida preventiva; mientras no conste que se ha vulnerado
esta prohibición (y no consta) no pueden imponerse otras particularmente gravosas.

6. Ponderación en la limitación de la libertad religiosa colectiva: la STC


46/2001, de 5 de febrero

Del derecho de libertad religiosa son titulares tanto los individuos como las
comunidades, con el mismo límite del mantenimiento del orden público protegido por la
ley, que se interpretará con iguales parámetros y criterio restrictivo. Así se establece,
por ejemplo, en la sentencia del Tribunal Supremo de 18 de junio de 1992 que resuelve
un recurso de la Iglesia evangélica Filadelfia contra las resoluciones del Ayuntamiento
de Madrid de clausura de un local destinado al culto. El ayuntamiento había declarado la
clausura del local por aplicación del Reglamento de Servicios de las Corporaciones
Locales. El Tribunal entendió que tales normas no se refieren a los lugares de culto y
expresamente afirmó que “no puede aplicarse la analogía para lograr la limitación de un
derecho de los administrados. Tal doctrina debe extremarse cuando de la libertad de
culto se trata ya que la misma ostenta el rango y la protección debidos a un derecho
fundamental”.

Aparte de las limitaciones concretas establecidas a determinadas actuaciones de las


confesiones -actividades de culto consideradas molestas o ruidosas, entorpecimiento en
la construcción de lugares de culto, etc.-, el principal problema de los límites a la
libertad religiosa en su vertiente colectiva ha sido la denegación por los poderes
públicos de la inscripción en el Registro de Entidades Religiosas alegando razones de
orden público.

Especial interés tiene la reciente sentencia del Tribunal Constitucional que se pronuncia
sobre la denegación de inscripción de la Iglesia de la Unificación (STC 46/2001, de 5 de
febrero ). “Se trata de determinar si la resolución administrativa denegatoria…
vulneró o no el derecho a la libertad religiosa en su vertiente colectiva; y, en relación
con ello, si la cláusula de orden público, límite intrínseco al ejercicio del derecho
establecido por el propio artículo 16,1 de la Constitución , fue aplicada en el caso de
forma constitucionalmente adecuada y con observancia del contenido constitucional del
mencionado derecho fundamental”. Señala el Tribunal que, puesto que la Audiencia
Nacional ya consideró acreditado que la Iglesia de la Unificación merece la calificación
de entidad religiosa, únicamente sería legítima la denegación de inscripción si, como se
argumenta, su actividad contraría el orden público constitucional. A este respecto el
Tribunal hace una interesante exposición en el fundamento jurídico 11:

“Es necesario subrayar… que, cuando el art. 16,1 CE garantiza las libertades
ideológica, religiosa y de culto “sin más limitación, en sus manifestaciones, que el orden
público protegido por la ley”, está significando con su sola redacción, no sólo la
trascendencia de aquellos derechos de libertad como pieza fundamental de todo orden
de convivencia democrática…, sino también el carácter excepcional del orden público
como único límite al ejercicio de los mismos, lo que, jurídicamente, se traduce en la
imposibilidad de ser aplicado por los poderes públicos como una cláusula abierta que
pueda servir de asiento a meras sospechas sobre posibles comportamientos de futuro y
sus hipotéticas consecuencias.

En cuanto “único límite” al ejercicio del derecho, el orden público no puede ser
interpretado en el sentido de una cláusula preventiva frente a eventuales riesgos,
porque en tal caso ella misma se convierte en el mayor peligro cierto para el ejercicio
de ese derecho de libertad. Un entendimiento de la cláusula de orden público coherente
con el principio general de libertad que informa el reconocimiento constitucional de los
derechos fundamentales obliga a considerar que, como regla general, sólo cuando se ha
acreditado en sede judicial la existencia de un peligro cierto para ‘la seguridad, la salud
y la moralidad pública’, tal como han de ser entendidos en una sociedad democrática, es
pertinente invocar el orden público como límite al ejercicio del derecho a la libertad
religiosa y de culto.

No obstante, no se puede ignorar el peligro que para las personas puede derivarse de
eventuales actuaciones concretas de determinadas sectas o grupos que, amparándose
en la libertad religiosa y de creencias, utilizan métodos de captación que pueden
menoscabar el libre desarrollo de la personalidad de sus adeptos, con vulneración del
art. 10.1 de la Constitución . Por ello mismo, en este muy singular contexto, no puede
considerarse contraria a la Constitución la excepcional utilización preventiva de la citada
cláusula de orden público, siempre que se oriente directamente a la salvaguardia de la
seguridad, de la salud y de la moralidad públicas propias de una sociedad democrática,
que queden debidamente acreditados los elementos de riesgo y que, además, la medida
adoptada sea proporcionada y adecuada a los fines perseguidos (…). Al margen de este
supuesto excepcional, en el que necesariamente han de concurrir las indicadas cautelas,
sólo mediante sentencia firme, y por referencia a las prácticas o actividades del grupo,
podrá estimarse acreditada la existencia de conductas contrarias al orden público que
faculten para limitar lícitamente el ejercicio de la libertad religiosa y de culto, en el
sentido de denegarles el acceso al Registro o, en su caso, proceder a la cancelación de
la inscripción ya existente”.

Es decir, para el Tribunal Constitucional, la regla general es que, sólo por vía judicial,
mediante sentencia firme recaída sobre las actividades del grupo, puede denegarse o
cancelarse la inscripción de una entidad religiosa. Como excepción a esa regla general,
el Tribunal considera legítima, en condiciones muy restrictivas, la utilización preventiva
de la cláusula de orden público por la Administración, de modo que pueda denegarse la
inscripción cuando conste, aunque sea en datos extrajudiciales, la actividad peligrosa
del grupo y se obre para evitar tal peligro.

En el caso concreto de la denegación de inscripción de la Iglesia de la Unificación, el


Tribunal Constitucional subrayó que no constaba la existencia de procesos judiciales
abiertos contra ella ni contra ninguno de sus miembros en España. La peligrosidad de la
Iglesia la apoyaba la Administración en una Resolución del Parlamento Europeo de 1984
sobre el tema de las sectas, así como en las conclusiones de 1989 aprobadas por el
Congreso de los Diputados de nuestro país. Pues bien, afirma el Tribunal Constitucional,
ni uno ni otro documento contienen referencia expresa a la entidad demandante de
amparo, preocupándose del tema de las sectas desde una perspectiva general; “hemos
de concluir, por todo ello, que ni la Administración responsable del Registro ni, en sede
judicial, los Tribunales del orden jurisdiccional contencioso-administrativo, dispusieron
de datos concretos y contrastados en los que apoyar una utilización cautelar o
preventiva de la cláusula de orden público impeditiva del acceso al Registro de
Entidades Religiosas y, por tanto, del ejercicio pleno y sin coacción del derecho de
libertad religiosa de los demandantes de amparo”.

En definitiva, el Tribunal Constitucional estimó que la Administración había hecho un uso


abusivo de su facultad de denegación de inscripción limitando la libertad religiosa de la
Iglesia demandante, sin que constara la condena por actividades delictivas, ni
apareciera probada de otro modo la peligrosidad del grupo. Por todo ello concedió el
amparo solicitado.

7. Conclusión

En los regímenes democráticos el problema de los derechos fundamentales no es tanto


el de su reconocimiento, como el de sus límites. Esto es especialmente claro en las
actuales sociedades caracterizadas por la creciente convivencia intercultural, donde el
consenso en materia de derechos humanos ha de hacerse compatible con el respeto
hacia la diversidad y la cultura ajena. De este modo, están proliferando nuevos
conflictos relacionados con la libertad de creencias como, por ejemplo, el del uso del
pañuelo islámico en la escuela pública, la oposición a la construcción de mezquitas en
determinadas poblaciones o la posibilidad de repartir la pensión de viudedad en caso de
poligamia.

Lo anterior hace más acuciante la necesidad de tener en cuenta que limitar las
libertades y derechos, siendo necesario para su subsistencia, es tarea delicadísima y
que compete resolver, sobre todo, en sede judicial atendiendo a las circunstancias del
caso concreto y mediante una cuidadosa ponderación de los intereses en juego.

LA PROTECCIÓN JURISDICCIONAL Y PENAL DE LA LIBERTAD


RELIGIOSA

Ferreiro Galguera, Juan. Profesor Titular de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de A Coruña

Fecha de actualización

28/02/2011

1. Introducción

Tan propio del Estado de Derecho es reconocer una serie de derechos y libertades
fundamentales como el arbitrar un sistema de garantía y protección de los mismos. De
poco serviría el mero reconocimiento programático de los derechos si no fuera
acompañado simultáneamente de un mecanismo legal que asegurase su desarrollo
normativo y un procedimiento jurisdiccional que amparase ante supuestas acciones
encaminadas a obstaculizar su ejercicio. Tanto más si se trata de los derechos
revestidos de la más alta consideración jurídica: los derechos fundamentales. Además
de un amplio elenco de convenios internacionales, todas las Constituciones de los
Estados de nuestro entorno jurídico-cultural incluyen a la libertad religiosa dentro del
listado de derechos fundamentales y prevén procedimientos de protección de los
mismos.

La libertad religiosa, como la libertad ideológica, goza en nuestro ordenamiento


constitucional de la misma protección que se dispensa para el resto de derechos
fundamentales, con la singularidad de que no puede ser suspendida ni siquiera en los
supuestos de declaración de estado de excepción o de sitio (art. 4.2 Pacto Internacional
de derechos políticos y civiles de 1966 ). Respecto al contenido de la misma, no es
ocioso matizar que lo que nuestro ordenamiento jurídico protege no es el fenómeno
religioso en sí mismo sino el ejercicio de la libertad respecto a las creencias religiosas o
ideológicas. En suma, nuestro sistema normativo protege a los individuos, aislados o en
grupo, cuando en el ejercicio de su libertad adoptan una actitud creyente, atea o
agnóstica.

Corresponde pues analizar la protección de este derecho fundamental desde una triple
perspectiva: la normativo-procedimental, la protección jurisdiccional y el derecho
material. Desde el prisma normativo-procedimental, fijaremos nuestra atención en la
garantía que la Carta Magna exige para la regulación normativa de la libertad
religiosa.

En un segundo momento, nos referiremos a la protección jurisdiccional en sentido


estricto, esto es, los mecanismos procesales que el ordenamiento arbitra en los
supuestos en que este derecho haya sido vulnerado por la acción de un tercero y se
requiera su legítima protección ante los tribunales (derecho adjetivo). Por último, nos
referiremos a las garantías incluidas en el derecho material que regula y protege la
libertad religiosa haciendo especial hincapié en las figuras delictivas que protegen la
libertad religiosa y los sentimientos religiosos en el vigente Código Penal .

2. Garantías normativo-procedimentales

Por imperativo constitucional, la libertad religiosa e ideológica disfruta de la protección


especial que la Constitución otorga a los derechos fundamentales en la fase de
gestación legislativa. De acuerdo con el artículo 53.1 CE , esta libertad está sometida
al principio de reserva de ley, esto es, sólo puede ser regulada por una norma con
rango legal. Si fuere directamente regulada por una norma de carácter inferior dicho
precepto sería nulo (salvo que esa norma o reglamento estuviese desarrollando una ley
anterior). Ahora bien, no vale cualquier tipo de ley. El artículo 81 de la Carta Magna
exige que, en tanto que derecho fundamental, la libertad religiosa sólo puede ser
regulada por leyes orgánicas, cuya aprobación parlamentaria exige contar con la
“mayoría absoluta del Congreso, en una votación final sobre el conjunto del proyecto”.
Esta mayoría cualificada requerida para su aprobación garantiza que, por la relevancia
de su contenido, las leyes orgánicas que regulen tanto la libertad religiosa como el resto
de los derechos fundamentales, estén edificadas sobre la base de un sólido consenso
parlamentario.

Siguiendo estas directrices constitucionales, la LO 7/1980 de 5 de julio de Libertad


Religiosa , norma que regula de forma sistemática la libertad religiosa, no tardaría en
ver la luz. Lo dicho se refiere a la regulación directa. Esto quiere decir que la regulación
indirecta (normas que aludan incidentalmente a la libertad religiosa o que desarrollen la
LOLR u otra norma que regule sus manifestaciones en el ámbito estatal, autonómico o
local) puede llevarse a cabo por medio de leyes ordinarias. Valgan como ejemplo las
Leyes 24 , 25 y 26 de 10 de noviembre de 1992 que aprobaron los respectivos
Acuerdos de cooperación del Estado con otras confesiones distintas a la Iglesia católica,
tal como establece el art. 7 de la LOLR , o la profusa normativa autonómica en
materia de patrimonio histórico-artístico.

La segunda exigencia que la Carta Magna impone a las leyes orgánicas reguladoras de
un derecho fundamental es el respeto que deben profesar al contenido esencial de tales
derechos -en este caso, la libertad religiosa-. Con dicha exigencia, el artículo 53 CE
introduce una cautela frente a hipotéticos abusos de las mayorías sobre las minorías
imponiendo un límite al propio consenso parlamentario, que, aunque necesario para
desarrollar legislativamente los derechos fundamentales, no está legitimado para
vulnerar ese contenido mínimo nuclear del derecho fundamental que pretende regular.
Ninguna ley orgánica -ni siquiera si fuere aprobada por unanimidad- puede vulnerar el
contenido esencial del derecho fundamental que regula. Aparecido en la Ley
Fundamental de Bonn de 1949, el contenido esencial de los derechos fundamentales es
un concepto indeterminada al que se ha referido el Tribunal Constitucional español (STC
11/1981 , F.J. 8º) que tiene una doble naturaleza: límite para el legislador y
garantía para ese derecho fundamental.

Por último, las leyes orgánicas reguladoras de la libertad religiosa en general y de sus
manifestaciones en particular han de respetar la Constitución en su conjunto. En el
supuesto de que algún artículo de las mencionadas leyes orgánicas fuesen sospechosos
de contradecir los postulados de la Carta Magna , el ordenamiento prevé dos
procedimientos a través de los cuales las personas y órganos legitimados podrían instar
la declaración de inconstitucionalidad ante el propio Tribunal Constitucional. Nos
referimos al recurso de inconstitucionalidad y la cuestión de inconstitucionalidad
promovida por Jueces o Tribunales. Mediante el primero, el Presidente del Gobierno, el
Defensor del Pueblo, 50 diputados, 50 senadores, los órganos colegiados ejecutivos y
las Asambleas de las Comunidades Autónomas, podrían formular ante el Tribunal
Constitucional demanda de declaración de inconstitucionalidad de la ley impugnada o de
preceptos de la misma, durante un plazo -en principio- de tres meses desde la
publicación oficial de la misma.
Respecto a la cuestión de inconstitucionalidad, si en el marco de un proceso un Juez o
Tribunal, de oficio o instancia de parte, considerase que una ley aplicable al caso, de
cuya validez dependiera el fallo, pudiera ser contraria a la Constitución podría plantear
la cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional (art.161 CE y arts,
31-4 y 35-37 de L.O. 2/1979 del Tribunal Constitucional).

Por último, hemos de tener en cuenta que la vulneración del derecho fundamental de
libertad religiosa e ideológica, así como el resto de los derechos fundamentales, podría
invocarse directamente ante los Tribunales de Justicia, aún en el caso de que no se
hubiese producido el correspondiente desarrollo legislativo, ya que los derechos y
libertades fundamentales vinculan a todos los poderes públicos, y se trata de derechos
que no tiene un contenido programático sino específicamente normativo, al contrario de
lo que le sucede por ejemplo a los principios rectores de la política social y económica –
capítulo III del título I de CE - que presentan un cometido meramente informador de
la “legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos”, en
virtud de lo cual “sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con
lo que dispongan las leyes que los desarrollen” (art. 53.3 CE ).

3. Protección jurisdiccional

Entre las múltiples acepciones que pueden atribuirse al término jurisdicción, la que nos
interesa aquí es la que se refiere a la función que tienen encomendada los jueces y
tribunales, en cuanto que órganos estatales, para aplicar lo justo (iuris-dictio) en cada
caso concreto que le planteen las personas físicas o jurídicas legitimadas. Pensando en
vulneraciones concretas que un individuo o grupo pueda sufrir respecto a su derecho
fundamental de libertad religiosa podemos distinguir los siguientes ámbitos
jurisdiccionales tanto en la esfera nacional como internacional.

3.1. Jurisdicción ordinaria

El artículo 24.1 de la Constitución Española atribuye expresamente a jueces y


tribunales la misión de garantizar a los ciudadanos la tutela efectiva de sus derechos e
intereses legítimos “ sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión”. Al estar la
libertad religiosa incluida dentro de los “derechos reconocidos en el artículo 14 y la
Sección primera del Capítulo II ”, en el supuesto en que un ciudadano considere que
ha sido vulnerado su derecho a la libertad religiosa en cualquiera de sus
manifestaciones puede acudir a los tribunales ordinarios competentes -Ley Orgánica
6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial - para reclamar la tutela de ese derecho
siguiendo un procedimiento común; aunque lo normal es que se acoja al procedimiento
especial, basado en los principios de preferencia y sumariedad, al que se refiere el art.
53.2 CE . Este procedimiento especial fue inicialmente regulado por la Ley 62/1978,
de 26 de diciembre, de Protección Jurisdiccional de los Derecho Fundamentales de la
persona, cuyo artículo primero menciona expresamente la libertad religiosa. Dicha
norma incluye una vía procedimental preferente y de mayor brevedad que la ordinaria.
En el ámbito penal la sección primera de la ley (arts. 2-5 ) ofrecía un procedimiento
que incluía plazos más breves que los establecidos con carácter general por la Ley de
Enjuiciamiento Criminal . No obstante esos artículos han sido derogados por la Ley
38/2002 de 24 de octubre de reforma parcial de la Ley de Enjuiciamiento Criminal,
sobre procedimiento para el enjuiciamiento rápido e inmediato de determinados delitos
y faltas, y de modificación del procedimiento abreviado (Disposición Derogatoria Única).

En el ámbito contencioso administrativo, la sección segunda de la Ley 62/1968 (arts. 6-


10) fue derogada por la Ley 29/1988, de 13 de julio, reguladora de la jurisdicción
contenciosa-administrativa. Los arts. 114 y ss., de ésta última se refieren al proceso de
protección de los derechos fundamentales, incluyen medidas que simplifican el
procedimiento con respecto al proceso ordinario, dotándolo de mayor agilidad,
suprimiendo trámites y señalando plazos más breves para evacuar determinadas
actuaciones.
En el ámbito civil, los artículos 11-15 de la Ley 62/1968 fueron derogados por la Ley
1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil . Así como en la anterior regulación se
preveía para estos supuestos el procedimiento para los incidentes, el art. 249
establece que el procedimiento aplicable cuando se pida la tutela judicial civil de un
derecho fundamental será el juicio ordinario, salvo el caso del derecho de rectificación
(juicio verbal).

La Ley 62/78 no se refiere al procedimiento de tutela de los derechos laborales. Pero,


el Real Decreto Legislativo 2/1995, de 7 de abril que aprueba el texto refundido de la
Ley de Procedimiento Laboral regula este procedimiento en el capítulo XI (“De la tutela
a los derecho de libertad sindical”), en los artículos 175 a 182 .

3.2. Recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional

Contra las resoluciones dictadas por los Tribunales ordinarios siguiendo los
procedimientos judiciales a los que nos acabamos de referir, cabe interponer recurso de
amparo ante el Tribunal Constitucional de acuerdo con el art 161.1 b) de la CE
desarrollado por la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional
(modificada por las siguientes disposiciones: L.O. 8/1984, de 26 de diciembre ; L.O.
4/1985, de 7 de junio; L.O. 6/1988, de 9 de junio; L.O. 7/1999 de 21 de abril; y L.O.
1/2000 de 7 de enero y las leyes orgánicas 6/2007, de 24 de mayo y 1/2010 de 19
de febrero). Para recurrir en amparo es menester que se cumplan los siguientes
requisitos: que la violación del derecho fundamental de libertad religiosa haya sido
producida por normas sin rango de ley o por actos de los poderes públicos; que se haya
acudido ante los tribunales de instancia y haya sido agotado la vía judicial previa; y que
el recurso de amparo haya sido interpuesto por: la persona directamente afectada, el
Ministerio Fiscal o el Defensor del Pueblo (arts. 41-47 LOTC ).

3.3. Jurisdicción internacional

A partir de la segunda mitad del siglo XX, y en el contexto del proceso de humanización
del Derecho Internacional Contemporáneo, han surgido unas normas dedicadas a la
protección internacional del individuo a las que de modo convencional la doctrina ha
agrupado bajo la categoría de “Derecho Internacional de los Derechos Humanos” (M.
DIEZ de VELASCO). La libertad religiosa viene recogida en todas los Pactos o
Declaraciones internacionales cuyo objetivo es consagrar la vigencia de los derechos
fundamentales en todo el mundo. Muchos de estos prevén mecanismos de protección de
los mismos. Pero, hoy en día, es en el marco de los espacios regionales, y más
concretamente en el ámbito europeo, donde los niveles de protección internacional de
los derechos fundamentales han alcanzado una mayor cota de eficacia jurídica. No
obstante, también resulta de suma relevancia el mecanismo de protección que han
establecido las Declaraciones de Derechos Humanos en el marco de la ONU.

3.3.1. Consejo de Europa

El Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y las libertades


fundamentales adoptado en Roma el 4 de noviembre de 1950 , ratificado por España
en 1979, (en adelante CEDH) se refiere a la libertad religiosa en los arts. 9 y 14 y
en el art. 2 del I Protocolo Adicional . Dicho Convenio ofrece un mecanismo
protector conocido como el “sistema europeo de derechos humanos”. Aunque no sea el
único mecanismo de protección internacional en el ámbito europeo (existen mecanismos
de seguimiento y control tanto en el ámbito de la Organización para la Seguridad y
Cooperación en Europa (O.S.C.E.) como en el de los países de la Comunidad de Estados
Independientes (C.E.I.)-Convención de Minsk de 1955-) se ha convertido en paradigma
de los establecidos con posterioridad, tanto en Europa como en otros ámbitos
regionales.
El mecanismo procesal previsto por el Consejo de Europa, sensiblemente reformado por
el Protocolo nº 11 (que entró en vigor el 1 de noviembre de 1998), y por el Protocolo nº
14 que entró en vigor el 13 de mayo de 2004 y fue ratificado por España el 17 de mayo
de 2010 –BOE nº 130 de 28 de mayo de 2010) se inicia siempre a instancia de parte.
Están legitimados para interponer la demanda “cualquier persona física, organización no
gubernamental o grupo de particulares” que se considere víctima de una violación de
algunos de los derechos reconocidos en el Convenio o en sus protocolos (art. 9 libertad
de pensamiento, de conciencia y de religión), imputable a un Estado parte. La demanda
se ha de presentar ante un Comité formado por tres jueces que decidirá por unanimidad
sobre la admisión de la misma. Para que sea admitida a trámite los jueces han de
comprobar que concurran los siguientes requisitos: no ser anónima, haberse presentado
una vez agotados los recursos internos que prevea el ordenamiento del Estado
demandado, no haber sido presentada 6 meses después de la última resolución que
puso fin al procedimiento interno, no haber sido sometida ya en idénticos términos ante
el T.E.D.H. ni ante otro órgano internacional de solución de controversias, no ser
incompatible con las disposiciones del Convenio o sus Protocolos y no ser
manifiestamente mal fundada o abusiva.

Admitida a trámite la demanda, se iniciará el procedimiento ante la Sala competente


formada por 7 jueces (salvo el supuesto en que se plantee una cuestión grave relativa a
la interpretación del Convenio o se pusiere en entredicho la jurisprudencia anterior,
en cuyo caso y a petición de las partes la Sala podría inhibirse a favor de la Gran Sala,
formada por 16 jueces).

En cualquier fase del procedimiento, el Tribunal podrá ponerse a disposición de las


partes interesadas para conseguir una transacción sobre el asunto inspirándose para
ello en el respeto a los derechos humanos tal como los reconocen el Convenio y sus
Protocolos. El procedimiento de transacción será en todo caso confidencial y en caso de
alcanzarse la transacción, el Tribunal eliminará el asunto del registro mediante una
resolución que se se transmitirá al Comité de Ministros para que la transacción sea
ejecutada tal como se recoja en la resolución

Excepcionalmente, y en el caso de que se plantee “una cuestión grave relativa a la


interpretación o aplicación del Convenio o de sus Protocolos o una cuestión grave de
carácter general”, en el plazo de tres meses a partir de la sentencia, cualquier parte en
el asunto podrá solicitar la remisión del asunto ante la Gran Sala. Caso de admitir el
recurso, la Gran Sala se pronunciará de nuevo sobre el fondo del asunto mediante una
sentencia que será ya definitiva.

Las sentencias, que habrán de ser motivadas, determinarán si el Estado ha cometido


una violación del derecho de libertad religiosa (o de otros derechos reconocido en el
Convenio o en sus Protocolos adicionales). Caso de ser condenado, el Estado, por el
mero hecho de ser Alta Parte Contratante del Convenio viene obligado a adoptar las
medidas necesarias en su ordenamiento interno para dar cumplimiento a la sentencia y
para proceder a la restitución del derecho violado. Respecto a la ejecución de las
sentencias, se encomienda la supervisión de su cumplimiento a un órgano distinto del
órgano judicial, el Comité de Ministros, encargado de velar por la ejecución de las
sentencias adoptando las medidas que considere adecuadas respecto de aquellos
Estados que reiterada e intencionalmente incumplan las sentencias del Tribunal.

3.3.2. Unión Europea: El Tribunal de Justicia de las Comunidades (Tribunal de


Luxemburgo)

La magnitud inicialmente económica del proceso de integración europea explica el


silencio que los Tratados constitutivos de las tres Comunidades guardaban sobre los
derechos humanos. Sin embargo, la progresiva ampliación del proceso hacia la esfera
política tuvo como una de sus lógicas consecuencias la paulatina preocupación por la
protección de los derechos fundamentales, piedra angular de los sistemas democráticos.
Quizá la primera manifestación significativa de este interés por la garantía de los
derechos humanos se produjo al establecer, el Tribunal de Justicia de las Comunidades
Europeas (Tribunal de Luxemburgo), un peculiar sistema de protección que desde 1969
se ha mantenido hasta nuestros días. No se trata de un procedimiento de protección
directa de un grupo de derechos fundamentales previamente nominados, sino, más
bien, de una protección indirecta respecto a unos derechos que el Tribunal asume
implícitamente por vía de la asunción de los principios generales del Derecho.
Efectivamente, el Tribunal sólo ejerce una función tuitiva respecto a los derechos
fundamentales cuando se produce una conexión comunitaria, esto es, cuando en el
proceso de interpretación o aplicación de una norma comunitaria se suscita una
cuestión que afecta al disfrute de aquellos derechos fundamentales que aunque no
expresamente reconocidos por el ordenamiento comunitario son identificados por estar
presente en las Constituciones de los Estados miembros, en el CEDH o en otros
Convenios internacionales en la materia.

Pasada la inicial fase comunitaria de ensimismamiento en torno a la integración


económica, se observó, como hemos apuntado más arriba, una inercia hacia la
incorporación de los derechos fundamentales. En una primera fase, se produjo de forma
paulatina una expresa proclamación de esos derechos como fundamento ideológico de
la integración comunitaria. Iniciada con el Acta Única de 1986, esta fase preliminar
culminó con el expreso reconocimiento que el Tratado de la Unión Europea de 1992
hace del respeto de los derechos humanos, tal como figuran proclamados en el CEDH
y tal como resultan de las tradiciones constitucionales de los Estados miembros, como
“principios generales del Derecho Comunitario” (art. F.2). Este panorama se ha
mantenido sustancialmente tanto en el Tratado de Amsterdam como en el Tratado de
Niza.

La fase siguiente parece debería pasar necesariamente por la elaboración de un


catálogo de derechos fundamentales propios y la elevación de los mismos a rango
constitucional. Aunque los derechos protegidos se definían en virtud del reflejo jurídico
que emiten tanto el CEDH como las Constituciones de los Estados miembros, se
fueron elaborando algunos catálogos de derechos de incuestionable valor moral pero
carentes de valor jurídico vinculante, como la Declaración de los Derechos y Libertades
Fundamentales del Parlamento Europeo el 12 de mayo de 1989 y la Carta de los
Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores , aprobada por el Consejo
Europeo de Estrasburgo en diciembre de 1989. Un paso firme en esa dirección ha sido
la adopción de la Carta de derechos fundamentales de la Unión Europea . Aunque
elaborada tras un complejo proceso y proclamada solemnemente por el Consejo, la
Comisión y el Parlamento Europeo en diciembre de 2000, dicha carta aún teniendo un
indudable sentido político, ha carecido de fuerza vinculante. El propio Tribunal había
reconocido en un Dictamen 2/94, de 28 de marzo de 1996 que la Comunidad Europea
no había recibido competencias por parte de los Estados para adoptar medidas
normativas generales en materia de derechos humanos.

El Tratado de Lisboa, que entró en vigor el 1 de diciembre de 2009, contiene una Carta
de los Derechos Fundamentales en la que conserva los derechos ya existentes
(Convenio de Niza) e introduce otros nuevos. En particular, garantiza las libertades y los
principios enunciados en la Carta de los Derechos Fundamentales, cuyas disposiciones
pasan a ser jurídicamente vinculantes. La Carta contiene derechos civiles, políticos,
económicos y sociales.

En el Tratado de Lisboa proclama la adhesión de la Unión al Convenio Europeo para la


Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales

3.3.3. Protección internacional en el marco de la ONU

En el ámbito de Naciones Unidas, el mecanismo más significativo de protección


convencional de los derechos humanos es el Comité de Derechos Humanos (en adelante
Comité). Fue creado por el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966, que en su
artículo 18 se refiere a la libertad de pensamiento, conciencia y religión. De acuerdo
con el artículo 28 de dicho Pacto , el Comité está integrado por 18 miembros de gran
integridad moral y reconocida competencia en materia de derechos humanos, que son
elegidos y desempeñan sus funciones a título personal y en calidad de expertos.
Además de una función interpretativa que plasma periódicamente en unos Comentarios
Generales –es el órgano con máxima competencia para interpretar el alcance y
significado del Pacto y de sus Protocolos facultativos-, desempeña una importante
labor de control y supervisión para la cual prevé tres tipos de procedimientos,
diferenciados por el instrumento a partir del cual se inicie el proceso: informe
gubernamental, denuncia intergubernamental o denuncia individual.

El primer procedimiento mencionado surge a partir de los informes periódicos que los
Estados parte han de presentar al Comité sobre dos temas: las disposiciones que hayan
adoptado respecto a los derechos reconocidos en el Pacto y el progreso que hayan
experimentado en cuanto al ejercicio de los mismos (art. 40.1 ). El evidente lastre de
parcialidad que lleva consigo esta vía ha sido en parte contrarrestado merced a la
intervención en las sesiones públicas de las O.N.G. que pueden contrapesar los informes
presentados por el Estado. El segundo mecanismo previsto en el Pacto se origina a
partir de las denuncias presentadas por un Estado parte contra la presunta violación por
otro Estado de los derechos reconocidos en el Pacto . La complejidad del sistema y la
reticencia de los Estados a denunciarse entre si explican el hecho de que el Comité,
hasta la fecha, no haya intervenido en aplicación del mismo.

Por último, el proceso que más ha sido utilizado hasta ahora es el de la denuncia
privada. Se inicia con una denuncia del particular afectado por la supuesta violación del
derecho reconocido en el Pacto. La denuncia –denominada comunicación- ha de ser
presentada por la víctima o su representante. No puede ser presentada por terceros. No
se exige un plazo de tiempo determinado para la presentación de la misma, pero sí
otros requisitos: que no ser anónima, no ser contraria a los principios del Pacto ni de
las Naciones Unidas, no estar manifiestamente mal fundada, no haber sido sometida
con anterioridad a otro sistema internacional de control en materia de derechos
humanos y, sobre todo, haber agotado todos los recursos internos establecidos en el
ordenamiento del Estado supuestamente infractor.

Recibida la comunicación por el Comité, éste dará traslado de la misma al Estado


interesado que podrá formular las objeciones que estime oportunas. Esas
informaciones, junto a las presentadas por el individuo, constituyen la base del
procedimiento que se desarrollará ante el Comité de forma confidencial. El proceso
concluye con una decisión del Comité en la que se pronuncia sobre la existencia o no de
la violación cometida por el Estado parte acusado. La decisión suele ir acompañada de
un exhorto al Estado para que en el futuro tome las disposiciones necesarias para que
no vuelvan a ocurrir violaciones parecidas. Su eficacia depende, por tanto, del espíritu
de colaboración de los Gobiernos.

4. Protección material: Tutela penal

Como hemos ya indicado, la libertad religiosa ha sido desarrollada con carácter general
por la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio de Libertad religiosa , que a su vez ha
tenido un desarrollo reglamentario a través del Real Decreto 142/1981, de 9 de enero,
sobre organización y funcionamiento del Registro de Entidades Religiosas , y por el
Real Decreto 1159/2001, de 26 de octubre por el que se regula la Comisión Asesora de
Libertad religiosa (Disposición que derogó al RD/198/1981, de 19 de junio).

La protección jurídica de la libertad religiosa e ideológica se realiza además de forma


tangencial a través de otras leyes, como las que regulan la protección de datos
personales (LO 5/1992, de Tratamiento automatizado de los Datos de Carácter Personal
) el derecho a la educación (LO 8/1985 del Derecho a la Educación ; LO 2/006 de
Educación; LO 6/2001 de Universidades, modificada por la LO 4/2007, de 12 de abril
...), o la protección de la intimidad personal y familiar (L0 1/1982 de Protección Civil del
Derecho al Honor, a la Intimidad Personal y Familiar y a la Propia Imagen ) entre
otras.

No obstante, el objeto de estudio de este apartado es la protección material que se


dispensa a la libertad religiosa en el Código Penal . Este texto jurídico contiene un
capítulo destinado a los delitos relativos al ejercicio de los derechos fundamentales y de
las libertades que incluye expresamente una sección dedicada a “los delitos contra la
libertad de conciencia, los sentimientos religiosos y el respeto a los difuntos”.

Según sea el bien jurídico protegido, las figuras delictivas que figuran en el Código
Penal pueden ser sistematizadas en cuatro grupos:

1. Delitos contra la Libertad Religiosa: coacción y perturbación.

2. Delitos contra los sentimientos religiosos: la profanación y el escarnio.

3. Otros delitos relacionados con el factor religioso.

4.1. Delitos contra la Libertad Religiosa

4.1.2. Coacción en el ejercicio de la Libertad Religiosa (arts. 522.1º y 2º)

Artículo 522 .

Incurrirán en la pena de multa de cuatro a diez meses:

1. Los que por medio de violencia, intimidación, fuerza o cualquier otro apremio
ilegítimo impidan a un miembro o miembros de una confesión religiosa practicar los
actos propios de las creencias que profesen, o asistir a los mismos.

2. Los que por iguales medios fuercen a otro u otros a practicar o concurrir a actos de
culto o ritos, o a realizar actos reveladores de profesar o no profesar una religión, o a
mudar la que profesen.

Este artículo contiene dos acciones punibles, impedir la práctica de actos religiosos o
la concurrencia a los mismos (lo que denominaremos coacción impediente) y obligar a
ejercitarlos (a lo que nos referiremos como coacción comisiva). Se trata de dos figuras
delictivas de resultado. Como tales, sólo se materializan en tanto en cuanto hayan sido
perpetradas, si bien, mediando “violencia, intimidación, fuerza o cualquier otro apremio
ilegítimo”. Antes de entrar en el análisis de las dos conductas punibles nos hemos de
referir al alcance conceptual de los medios comisivos a los que se refiere el primer
párrafo y que deben concurrir en las dos acciones típicas. Las dos modalidades de
coacciones a la libertad religiosa han de ser perpetradas mediando “violencia,
intimidación, fuerza o cualquier otro apremio ilegítimo”. Los vocablos violencia y fuerza
-que pueden considerarse sinónimos- no presentan mayores dificultades interpretativas.
Por lo que se refiere a la intimidación, ateniéndonos al significado que otorga el
Diccionario de la Real Academia, implica “causar o infundir miedo” a una persona con el
objeto de impedirle u obligarle a realizar actos de culto o “propios” de la confesión que
profesen. Mayor complejidad ofrece el término apremio ilegítimo. De acuerdo con su
significado literal, apremiar significa presionar, compeler u obligar a alguien a que haga
algo. Algunos autores, entiende que se puede considerar apremio ilegítimo a cualquier
especie de coacción no justificada (Vives Antón), v.gr., el abuso de funciones públicas
practicado por un jefe de policía municipal al decir que facilitaría al alcalde una lista de
los no asistentes a una Misa (ATC 551/1985). En dicho supuesto incurriría una persona,
familiar o no, que obligase a una mujer a portar símbolos religiosos (por ejemplo un
hiyab) en contra de su voluntad.
4.1.2.1. Coacción impediente

La conducta punible a la que se refiere el primer tipo -que hemos convenido denominar
coacción impediente- se refiere, como ya hemos indicado, a un delito de resultado. La
acción se perpetra concurriendo las variantes conceptuales de fuerza arriba indicadas y
se consuma cuando se logra impedir a un miembro o miembros de una confesión
religiosa practicar los actos propios de sus creencias o asistir a los mismos.

Hemos de subrayar, que se ha sustituido la expresión actos de culto (del antiguo art.
205 del C.P. ) por la más genérica actos propios de las creencias. El cambio produce
un efecto extensivo del tipo, pues dentro del concepto actos propios de las creencias
están incluidas no sólo las manifestaciones colectivas de la fe religiosa sino también las
expresiones individuales de la misma, como, por ejemplo, la oración. Podía incluirse en
este tipo la prohibición arbitraria de vestirse de acuerdo con lo preceptuado por la
religión siempre (no sería prohibición arbitraria, si la interdicción se justificase en la
vulneración de los límites establecidos en la ley, en este caso la ley orgánica de la
libertad religiosa: derechos fundamentales de los demás y el orden público). Sin
embargo, ordenar a un soldado musulmán realizar un servicio de obras de retén en el
mes de Ramadán, no ha sido considerado como una coacción para impedirle que realice
actos propios de sus creencias, pues ni los musulmanes tienen prohibido trabajar
durante el mes de Ramadán, ni sus superiores le habían prohibido en ese caso practicar
los actos propios de sus creencias. En este punto se debe tener presente el artículo 12
del Acuerdo de Cooperación entre el Estado y la Comisión Islámica , los musulmanes
pueden solicitar la conclusión de la jornada laboral una hora antes de la puesta del sol
durante ese mes (STS de 27.3.2000), aunque el propio Acuerdo requiere que exista un
previo acuerdo entre el trabajador y el empresario y que dichas horas sean
recuperadas.

Por lo que se refiere al sujeto pasivo del delito, el texto del precepto señala
expresamente como sujetos protegidos a los miembros de una confesión religiosa. Es
obvio que al no especificar más, debemos entender que el texto de la ley se refiere no
sólo a las confesiones religiosas inscritas sino también a las que no figuran el Registro
de Entidades Religiosas del Ministerio de Justicia. Entendemos que habría sido más
acertado haberse referido expresamente a “cualquier persona”. Este término, además
de ser más amplio hubiese sido más respetuoso con el principio de libertad religiosa e
ideológica pues protegería también el ejercicio de actos propios de creencias o de
ideologías que no tuviesen raigambre religiosa.

4.1.2.2. Coacción coactiva

El segundo párrafo se refiere a ese tipo de conductas -que hemos decidido denominar
“coacciones coactivas”-. Se materializan cuando con intimidación, violencia, miedo o
cualquier otro apremio se fuerce a una persona a practicar o asistir a actos de culto o
ritos, o a realizar actos reveladores de profesar o no profesar una religión, o a mudar la
que profesen.

En relación con los medios comisivos, podría interpretarse como coacciones ilegítimas
no sólo los supuestos en los que materialmente se fuerza a una persona a practicar
actos de culto o ritos mediante coacciones o amenazas, sino también cuando se
perpetra por otros medios más sutiles como las técnicas de hipnosis o el uso de
narcóticos. Más delicado sería subsumir dentro de dichas vías de actuación esa nebulosa
gama de medios de persuasión que unas veces se denominan actos de proselitismo y
otras “lavados de cerebro” o “control mental”. Aunque el propio art. 515 C.P.
considera ilícitas las asociaciones que utilicen medios de “control de la personalidad”,
tanto esta expresión como las mencionadas más arriba están revestidas de una cierta
carga de indeterminación que obliga al profesional del Derecho a actuar con cautela, y
siempre en el marco de la interpretación restrictiva no sólo porque se trata de
establecer límites a un derecho fundamental como el de libertad ideológica y religiosa,
sino por actuar respetando el contenido esencial del mismo y el propio principio de
seguridad jurídica.

Por lo que se refiere al sujeto pasivo, llama la atención que el párrafo no se constriñe a
los miembros de una religión sino que se utiliza el término más genérico “otro u otros”.
Ello coadyuva a que esta figura penal sea mucho más amplia que la descrita en el
párrafo previo del artículo y que hemos denominado coacción impediente.

En cuanto a las conductas delictivas descritas, podemos observar que de la redacción


del texto podemos extraer tres supuestos.

4.1.2.2.1. Forzar a practicar o a concurrir a actos de culto o a ritos

Respecto al párrafo previo, se puede constatar cómo el vocablo actos de culto va


acompañado de la palabra ritos. Este término hace referencia a ceremonias o
costumbres no necesariamente religiosas. Por tanto, la formulación de esta figura penal
permite que el bien jurídico protegido se extienda, aunque tímidamente, hacia la
versión amplia de la libertad de creencias que incluye no sólo las de cuño religioso sino
también aquellas creencias ideológicas no definidas por la fe en un ser superior.

4.1.2.2.2. Obligar a manifestar las creencias religiosas

El segundo inciso del art. 522.2 sanciona a los que, empleando los medios de fuerza
mencionados, obliguen a otro u otros a realizar actos reveladores de profesar o no
profesar una religión”. Este párrafo no hace sino desarrollar una de las manifestaciones
de la inmunidad de coacción: el derecho a mantener las creencias en el ámbito de al
intimidad. Este derecho está expresamente protegido por el artículo 16.2 de la C.E. –
nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias- y por el
propio art. 2.1 de la LOLR cuando garantiza el derecho de toda persona a
...manifestar libremente sus propias creencias religiosas o la ausencia de las mismas o
abstenerse a declarar sobre ellas. El legislador hubiera sido más coherente con el texto
constitucional (arts. 16.2 y 14 C.E), e incluso con la propia LOLR , si se hubiere
referido a actos reveladores de profesar o no profesar “una creencia”, sin especificar el
sesgo de ésta. De esta manera, la protección penal no solo incluiría la inmunidad de
coacción de los que profesan una confesión religiosa sino también la de aquellos que
tienen creencias ideológicas. En este sentido hemos de recordar como el art. 197 del.
C.P , relativo al descubrimiento y revelación de secretos por parte de terceros,
protege el ámbito de la intimidad en materia de creencias al incluir en el párrafo 5 la
revelación de datos que “revelen la ideología, religión o creencias...”

Loable sin embargo es haber utilizado la expresión realizar actos reveladores en vez de
los verbos declarar, empleado en la Carta Magna , o manifestar, plasmado en la LOLR
. Se trata de una enunciado que incluye no solamente las declaraciones o
manifestaciones orales, escritas o gestuales, como puede ser la imposición de un
juramento o la obligación a declarar la religión que se profese, sino cualquier
manifestación individual o colectiva, tanto en público como en privado, como por
ejemplo imponer ciertas costumbres o hábitos como el consumo de ciertos productos
dietéticos, el uso de prendas de vestir o el uso de una jerga especial propia del grupo.

4.1.2.2.3. Proselitismo ilegal

El inciso último del art. 522.2 se refiere a las conductas consistentes en obligar a
otros a “mudar la [religión] que profesa”. El derecho que tienen las confesiones, en
general, y los individuos que las profesan, en particular, a divulgar o propagar los
credos religiosos viene expresamente reconocido en el art. 2. de la LOLR y de forma
indirecta en los artículos 16 y 20 de la Constitución. La mera invitación, expresa o
implícita, a un tercero para que conozca una fe con vistas a que pudiera profesar en un
futuro esas creencias no sería un acto ilícito si se desarrolla en un contexto de respeto a
la libertad y al derecho a la intimidad del otro. En ese caso, estaríamos ante un mero
supuesto de proselitismo legal.

Sin embargo, las insistencias machaconas para vencer la renuencia inicial expresada por
la persona a la que se quiere convertir podrían llegar a ser un supuesto punible. Ahora
bien, el trazado de la línea divisoria entre el lícito ofrecimiento de una opción fideística
(proselitismo legal) y los ruegos tenaces potencialmente vulneradores de la inmunidad
de coacción de que goza todo individuo respecto a sus creencias (proselitismo ilegal) es
una cuestión que deberá decidir con suma cautela los jueces, desde la interpretación
extensiva de la libertad religiosa.

Se trata de un delito que guarda estrecha relación con el delito de coacciones, del que
puede ser considerado como una especialidad. Sin embargo, como apunta TAMARIT
SUMALLA llama poderosamente la atención que la pena aplicada –multa de cuatro a
diez meses- sea sensiblemente inferior a la prevista con carácter general en el art. 127
C.P. para las coacciones (prisión de seis meses a tres años o multa de seis a
veinticuatro meses). En nuestra opinión, el motivo por el que la libertad religiosa recibe
del Código Penal una protección inferior de la que gozan la libertad genérica o los
demás derechos fundamentales no es otro que un descuido del legislador. Por último, al
ser un delito de resultado admite el grado de tentativa.

El bien jurídico protegido por estas figuras de coacciones ilegítimas es la libertad


religiosa individual, aunque la mención del vocablo ritos (que pueden tener contenido no
religioso) al lado de actos de culto (párrafo 2º), así como otras inercias aperturistas que
hemos reseñado, nos invitan a pensar que en el legislador penal subyace la intención de
ampliar el bien jurídico protegido hacia la libertad ideológica.

4.1.3. Perturbación del ejercicio de Libertad Religiosa

Artículo 523 .

El que con violencia, amenaza, tumulto o vías de hecho, impidiere, interrumpiere o


perturbare los actos, funciones, ceremonias o manifestaciones de las confesiones
religiosas inscritas en el correspondiente registro público del Ministerio de Justicia e
Interior, será castigado con la pena de prisión de seis meses a seis años, si el hecho se
ha cometido en lugar destinado al culto, y con la de multa de cuatro a diez meses si se
realiza en cualquier otro lugar.

El texto legal utiliza tres verbos -perturbar, impedir e interrumpir- para describir las
conductas punibles. El primero –perturbar- nos indica que el delito se perpetra con la
mera actividad. Sin embargo, los verbos impedir o interrumpir son propios de delitos de
resultado, esto es, que exigen la materialización de un resultado separado de la acción.
Se trata de una ampliación innecesaria pues si hubiera tipificado solamente un delito de
acción como es la perturbación habría englobado las dos otros dos delitos de resultado
(interrumpir o impedir), que necesariamente parten de un acto de perturbación de un
acto religioso. Ahora bien, entendemos que el acto de profanación ha de ser grave para
ser tildado de antijurídico.

Por lo que se refiere a las modalidades de la acción, los conceptos de violencia y


amenaza son propios del delito genérico de coacciones y amenazas. El vocablo tumulto
se refiere a la confusión o desorden causado por un multitud de personas, aún cuando
hayan sido provocados por una sola (Vives Antón). Por último, la expresión vías de
hecho hace referencia a todas aquellas actuaciones contrarias a Derecho, ya sean
perpetradas por poderes públicos o por ciudadanos.

El objeto de la perturbación son actos, funciones, ceremonias o manifestaciones.


Expresiones lo suficientemente amplia como para abarcar a toda clase de acciones
colectivas que realicen las confesiones religiosas, ya sean reuniones litúrgicas, de culto
o cualesquiera otras que se realicen en grupo y cuyo objetivo sea la enseñanza, la
expresión artística, la comunicación de ideas etc. Respecto al sujeto pasivo del delito, el
legislador ha optado por un planteamiento restrictivo, que no saludamos, pues en vez
de utilizar el genérico “confesiones religiosas”, como preveía tanto la primera redacción
como el art. 207 del Código anterior , decidió ceñirse a las confesiones religiosas
inscritas.

La protección de la libertad religiosa en su vertiente colectiva queda, pues, limitada a


las confesiones que hayan optado por inscribirse en el correspondiente Registro. Esta
redacción satisface más a la sed fiscalizadora del ejecutivo que al principio de libertad
religiosa. En consecuencia, las confesiones no inscritas gozan de una protección penal
de menor intensidad que las inscritas. En caso de que sus ceremonias fuesen objeto de
perturbación, sólo podrían acogerse a la protección genérica que brinda la figura de la
falta contra el orden público (art. 633 y ss. C.P. ).

Por lo que respecta a la pena, hemos de subrayar que se agrava -prisión de seis meses
a seis años- si la perturbación se refiere a actividades celebradas en lugar destinado a
culto, término que se refiere no sólo a los templos sino también a cualquier lugar que de
modo habitual sea destinado a celebrar actos de culto. En caso contrario, esto es, si el
acto que se interrumpe, impide o perturba se desarrolla en un lugar sin ese sesgo
sagrado y en los que sólo de forma ocasional se celebren actos de culto la pena
aplicable sería inferior: multa de cuatro a diez meses.

4.2. Delitos contra los sentimientos religiosos

4.2.1. Profanación

Artículo 524 .

El que en templo, lugar destinado al culto o en ceremonias religiosas, ejecutare actos


de profanación en ofensa de los sentimientos religiosos legalmente tutelados, será
castigado con la pena de prisión de seis meses a un año o multa de cuatro a diez
meses.

La materialización de la conducta típica requiere que concurran tres requisitos:

a) Ejecución de una acción principal: ejecutar actos de profanación.

b) En un lugar concreto: templo, lugar destinado al culto o ceremonias religiosas.

c) Con una intención: ofender los sentimientos religiosos legalmente tutelados.

a) Respecto a la acción principal, ejecutar actos de profanación, el empleo del verbo


ejecutar nos indica que el legislador se está refiriendo a una acción positiva y externa,
susceptible de ser captada por los sentidos. En nuestra opinión, el verbo ejecutar se
refiere exclusivamente a las acciones profanatorias consistentes en vías de hecho (ej.:
destruir o mancillar objetos sagrados). En principios, las ofensas perpetradas por medio
de palabra o escrito podrían quedar fuera de este tipo penal aunque podrían ser
subsumibles dentro del delito de escarnio. La jurisprudencia ha venido atribuyendo a la
palabra profanación el mismo que le otorga el diccionario de la Real Academia: “tratar
cosa sagrada sin el debido respeto o aplicarla a usos profanos” ..” (STS 688/1993, de
25 de marzo).

Dicha definición implica dilucidar el alcance de estos dos conceptos implícitos en la


misma. Respecto al término “cosas sagradas”, la jurisprudencia del Tribunal Supremo
entiende que se refiere a aquellos objetos, muebles o inmuebles, que según los dogmas
o ritos de las distintas religiones se dediquen a Dios o al culto divino (STS 688/1993, de
25 de marzo, Fº J. 4º). A modo de ejemplo, y referido a la Iglesia Católica, la
jurisprudencia más reciente entiende que el Crucifijo, como expresión inequívoca de la
imagen del Jesús crucificado (STS 25.3.1993) o la Sagrada Forma de la Eucaristía son
objetos sagrados susceptibles de ser profanados en los términos del 524 C.P. .

En cuanto al término “debido respeto”, entendemos que la falta de respeto implícita en


un acto de profanación ha de alcanzar cierta cota de gravedad. Sería profanación, por
ejemplo, escupir al suelo la hostia durante una celebración (Sentencia de la Audiencia
Provincial de Valladolid de 19.3.2000). No sería profanación las meras y simples
irreverencias. Los supuestos que en principio genera una colisión entre el respeto a los
sentimientos religiosos y la libertad de expresión, el juez ha de sopesarr el alcance de
esta falta de respeto, utilizando criterios restrictivos.

b) Sitio donde se perpetra la profanación: templo, lugar destinado a culto o en


ceremonias religiosas.

El artículo habla de templo, lugar destinado a culto o en ceremonias religiosas. Así como
en el artículo 208 del anterior C.P. incluía un tipo agravado de profanación cuando
esta se realizase en lugares de culto o en ceremonias, el legislador entiende ahora que
sólo son punibles las faltas de respeto que hayan sido perpetrada en templo, lugar
destinado a culto o en ceremonias religiosas. Por ceremonia religiosa hemos de
entender las manifestaciones colectivas de una confesión en las que se realicen actos de
culto o actividades consideradas como sagradas, se celebren o no en espacios
destinados habitualmente al culto.

c) Animus injuriandi: intención de ofender los sentimientos religiosos legalmente


tutelados.

El tipo penal exige además la concurrencia de un requisito subjetivo: perpetrar la acción


descrita con ánimo de ofender los sentimientos religiosos legalmente tutelados. Si no
concurre el animus injuriandi (ej. desparramar sagradas formas por el suelo con el fin
de robar el cáliz) no estaríamos ante un supuesto subsumible en tipo penal del art. 524
. Por lo que se refiere al alcance de la expresión legalmente tutelados, algunos
autores entienden que ese término hace referencia a las confesiones “inscritas en el
correspondiente Registro público del Ministerio de Justicia”.

En nuestra opinión, debemos precisar dos cosas. En primer lugar, los sujetos
directamente protegidos son las personas físicas aunque indirectamente lo puedan ser
las confesiones, pues son aquellos y no éstas las que tienen capacidad de albergar
sentimientos en general y sentimientos religiosos en particular. El cristianismo o el
judaísmo sólo siente en términos metafóricos. Los sentimientos religiosos son, pues, un
bien jurídico de naturaleza individual, pues su titularidad no corresponde a las
confesiones sino a los individuos.

Por otro lado, no creemos que el legislador penal al utilizar el término legalmente
tutelados se refiera sólo a los sentimientos religiosos de aquellas personas que profesen
alguna de las confesiones inscritas en el Registro del Ministerio de Justicia. Por el
contrario, nos inclinamos a pensar que la mencionada expresión subsiste por una
mezcla de inercia (figuraba en el anterior Código ) y despiste. A la luz de la
Constitución , y desde el respeto al los principios de igualdad (art. 14 ) y libertad
religiosa (art. 16 ) es más coherente deducir que la protección se ha de extender a
los sentimientos religiosos de cualquier persona que profese una religión, se halle o no
inscrita. A nuestro juicio, el legislador hubiese estado más acertado si hubiera extendido
la protección penal contra el escarnio hacia las creencias ideológicas.

La pena que corresponde a este delito es la de prisión de 6 meses a un año o multa de


4 a 10 meses.
Un sector doctrinal considera que tanto la tutela especial de los sentimientos religiosos
(suficientemente tutelados por el Derecho común a través del delito de injuria) como el
artículo 524 C.P. son innecesarias (LLAMAZARES).

4.2.2. Escarnio

Artículo 525 .

1. Incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los
sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de
palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas,
creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o
practican.

2. En las mismas penas incurrirán los que hagan públicamente escarnio, de palabra o
por escrito, de quienes no profesan religión o creencia alguna.

Hemos de diferenciar entre el bien jurídico protegido y el objeto del escarnio. El bien
jurídico protegido no es la religión en sí misma ni las manifestaciones de sus dogmas,
ritos o ceremonias. Tampoco son las creencias (que pueden ser no religiosas ) ni los
ritos que de ellas se deriven. En todo caso, estas manifestaciones son el objeto del
escarnio, pero, el bien jurídico protegido son los sentimientos religiosos de personas que
pueden sentirse heridas en su dignidad como consecuencia de una acción que pretenda
escarnecer expresiones concretas de su credo.

El tipo penal del escarnio tal como queda configurado en el art. 525 ofrece tres
modalidades de conductas punibles: el escarnio en sentido restringido, las vejaciones de
los creyentes en cuanto tales y el escarnio de los no creyentes.

4.2.2.1. Escarnio en sentido restringido

El 521.1 castiga a aquellas personas que de forma pública, ya sea por medio de
palabra, escrito o cualquier otro documento cometan escarnio contra los dogmas,
creencias, ritos o ceremonias de una confesión religiosa con una intención expresa e
inequívoca: ofender los sentimientos religiosos de las personas que profesen la religión
escarnecida.

Respecto al alcance del término escarnio, la jurisprudencia ha venido apoyándose en el


significado que le otorga el diccionario de la Real Academia: “burla tenaz que se hace
con el propósito de afrentar”. El elemento objetivo del escarnio sería, por tanto, proferir
una “befa tenaz que se hace con el propósito de afrentar”(STS 26.11.1990 –condena a
Els Joglars por la obra Teledeum-). Ahora bien, el tipo no se refiere al escarnio en
sentido amplio sino sólo a las expresiones públicas y expresas que atenten contra
manifestaciones o símbolos relevantes de una confesión religiosa, formuladas con la
inequívoca intención de ofender los sentimientos religiosos de los creyentes. Exigencias
que, en coherencia con el principio de mínima intervención, restringen el alcance de
esta figura delictiva, cuestionada por una parte de la doctrina. Analicemos dichas
exigencias conceptuales.

- Publicidad:

Para que exista delito es menester que la befa contra los símbolos religiosos se haga
públicamente. La jurisprudencia ha interpretado el requisito de la publicidad en sentido
amplio. El tipo delictivo se materializa no sólo cuando el escarnio se perpetra en
recintos públicos de naturaleza religiosa (templos) sino también en lugares profanos en
los que concurran varias personas que puedan presenciarlo (teatro, sala de cine, etc.).
No se debe identificar el requisito de publicidad con el hecho de que esas
manifestaciones sean difundidas en los medios de comunicación. Para que se cometa
escarnio se exige que la manifestación sea pública, lo que no implica necesariamente
que se hayan hecho eco de la misma los periódicos, televisiones, radios, internet o
análogos. Si las declaraciones se vierten en un medio de comunicación adquieren el
carácter de públicas, pero si se vierten ante una concurrencia aunque no se plasmen en
ningún periódico, radio o televisión son también públicas a los efectos de este artículo.

- De palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento.

Además de la publicidad, se requiere que el escarnio se haya realizado mediante estas


vías de hecho: de palabra, por escrito o por otro documento. Respecto al concepto de
documento hemos de tener en cuento lo dispuesto en el art. 26 del C.P. (“...se
considera documento todo soporte material que exprese o incorpore datos, hechos o
narraciones con eficacia probatoria o cualquier otro tipo de relevancia jurídica”). La
jurisprudencia ha considerado que la expresión gráfica en general o los dibujos en
particular pueden ser vías para perpetrar el escarnio (STS de 25.1. 1983). Sin embargo,
sin nos adherimos al texto del artículo tendríamos que dejar fuera del tipo penal las
befas contra los símbolos religiosos perpetrados mediante la mímica o los gestos, pues
ni se articulan palabras, ni se plasman por escrito ni parecen sostenidas en más
documento que el propio cuerpo. Aunque, en algunos supuestos extremos esta
interpretación literal no guardaría coherencia lógica con el sentido de la norma.

- Animus injuriandi: intención de ofender los sentimientos de los miembros de una


confesión religiosa.

No sólo basta con que el escarnio sea perpetrado en público, por medio de la palabra, el
escrito u otro documento. Para que se de la tipicidad es menester, además, que
concurra un elemento subjetivo del injusto: que el escarnecedor se burle tenazmente de
las ceremonias, ritos, dogmas o creencias de una religión con la indudable intención de
ofender los sentimientos religiosos de los creyentes.

Por tanto, las manifestaciones verbales o escritas que entrañen una mera crítica de
unas creencias religiosas pueden resultar amparadas por la libertad de expresión. Sólo
en los casos en los que la expresión proferida tuviese una intención claramente
vejatoria (que se trate no de una crítica sino de un escarnio: acto de mofa,
menosprecio, burla o vilipendio), y concurriesen los requisitos arriba enunciados, podría
este precepto penal erigirse en un límite legítimo a la libertad de expresión. En el fondo,
el legislador entiende que el respeto a los sentimientos religiosos debe prevalecer sobre
la libertad de transmitir el lenguaje del odio.

Nos parece acertado que en este tipo delictivo el legislador, al referirse a las
confesiones, no ha utilizado la expresión restrictiva del artículo 523 (confesiones
inscritas en el Registro del Ministerio de Justicia) ni la más ambigua del art. 524
(sentimientos religiosos legalmente tutelados) sino que se refiere abiertamente a los
sentimientos religiosos de las personas que profesen una confesión religiosa, sin
especificar si debe o no estar inscrita en el Registro.

Se trata de un delito de simple actividad cuya consumación se produce con la mera


exteriorización pública de la expresión ofensiva, sin necesidad de que llegue a producir
un resultado de escándalo en los sujetos pasivos. Empero, la expresión utilizada,
además de ser ejecutada en los términos arriba descritos, ha de ser objetivamente
idónea para conseguirlo.

Reiteramos que, en nuestra opinión, el bien jurídico directamente protegido no es


propiamente la religión o las religiones sino los sentimientos religiosos de las personas
que las profesan. Desde un Estado no confesional, mancillar los símbolos de una religión
sólo puede ser delictivo en tanto en cuanto puedan resultar heridos los sentimiento
religiosos de aquellos que la profesen. Tanto en la profanación como en el escarnio el
bien jurídico directamente protegido son los sentimientos religiosos de los creyentes en
su dimensión pasiva, esto es, los sentimientos religiosos en cuanto que son
experimentados por el individuo, sin necesidad de que sean exteriorizados por el
ejercicio de la libertad religiosa. Ahora bien, el fundamento último del bien jurídico
sentimientos religiosos es el mismo que el de la libertad religiosa: proteger la dignidad
de la persona

4.2.2.2. Vejaciones de los creyentes

El Código Penal de 1995 castiga también a los que vejen públicamente a las personas
por el hecho de profesar una religión. En este caso, el objeto directo de la expresión
escarnecedora no son los símbolos de las religiones sino los propios creyentes, en tanto
que creyentes.

Entendemos que el bien jurídico protegido es el mismo para las tres figuras que
contiene el artículo: los sentimientos religiosos de la persona en tanto que vertiente de
la dignidad humana. Por tanto, aunque no lo dice expresamente el texto, se entiende
que se requiere el elemento subjetivo del injusto (el ánimo de ofender los sentimientos
religioso) para que este tipo de vejación sea punible. Esta figura delictiva castiga pues a
los que vejen -esto es, humillen, denigren o ridiculicen- públicamente a una persona por
el hecho de ser creyente.

Respecto a la exigencia de la publicidad, valga para este supuesto lo dicho más arriba,
salvo que al no hacer una mención expresa a los medios comisivos, incluye
inequívocamente a las vejaciones públicas perpetradas por medio de mímica o de
gestos.

4.2.2.3. Escarnio de los no creyentes.

El párrafo 2º del art. 525 , castiga expresamente y con las mismas penas, a los que
públicamente y a través de la palabra o el escrito hagan escarnio de quienes no
profesan religión o creencia alguna.

No parece muy afortunada la redacción pues a primera vista parece que el legislador
pretende proteger solamente a las personas que no profesen ningún tipo de creencias,
ni religiosa ni ideológica, dejando al margen del mismo a los que fuesen escarnecidos
por profesar sólo creencias ideológicas. Desde un punto de vista sistemático, la
incoherencia de esta exclusión resulta tanto más grave cuanto que se produce dentro de
un capitulo dedicado a delitos contra la libertad de conciencia.

Si entendemos que el término creencia que acompaña al vocablo religión incluye las
creencias ideológicas, el artículo estaría discriminando a los que sólo profesen una
creencia ideológica. El texto del artículo solamente protegería al nihilista puro que
rechaza cualquier credo sea del signo que sea. Por eso, entendemos que el término
creencias debe interpretarse como “creencia religiosa”, esto es, como sinónimo de
religión, y no como alternativa. De esta forma este subtipo del escarnio protegería no
sólo al vejado por ser escéptico puro y duro (esto es, por no profesar religión ni
creencia alguna) sino también a aquellos que aun no profesando religión alguna se
sienten adheridos a una creencia ideológica o a una cosmovisión que no sea de
naturaleza religiosa. Desde esta interpretación, el ámbito de protección incluiría no sólo
la libertad religiosa stricto sensu sino también la libertad ideológica.

Al no reproducir el texto de este párrafo la redacción del primero, nos plantea la


cuestión de si se exige la concurrencia de los requisitos en éste indicados. Respecto a
los medios comisivos, al utilizar la expresión cerrada de palabra o por escrito impide al
intérprete incluir el escarnio perpetrado mediante cualquier tipo de documento, esto es,
aquellos documentos que no sean escritos u orales (tal como se establece en el primer
párrafo). En nuestra opinión, se trata de un despiste del legislador que debiera ser
subsanado en una ulterior reforma legislativa.
Por lo que se refiere al elemento intencional (elemento subjetivo del injusto),
entendemos que al ser un párrafo incluido en el tipo genérico del escarnio –palabra que,
además, no tiene necesariamente una connotación religiosa- por aplicación analógica se
exige su concurrencia; aunque, bien pudo el legislador reflejarlo de forma expresa.

En nuestra opinión, el legislador, a través del artículo 525 , al proteger los


sentimientos de los no creyentes en cuanto tales, hace un tímido guiño a la libertad
ideológica. Aunque, no pasa de ser un mero gesto. Esa indecisión se observa ya en el
primer párrafo cuando aun refiriéndose inequívocamente a los que profesan una
confesión religiosa utiliza vocablos de cierto sesgo profano que pueden estar
relacionados con creencias de otra naturaleza, como la palabra escarnio, el término
genérico creencias o el vocablo ritos. Hubiera sido un paso más decidido en favor de la
ampliación hacia las creencias ideológicas si en vez de la expresión de los miembros de
una confesión religiosa, se hubiere referido expresamente a los sentimientos de los que
profesen cualquier tipo de creencias. No obstante, en el último párrafo el legislador
exhibió una mayor resolución, aunque con los matices que hemos puesto de manifiesto

Por últimos, a los tres supuestos se le aplica la misma pena: multa de 8-12 meses.

4.3. Otras figuras delictivas relacionadas con el factor religioso

No incluimos en este estudio al artículo 526 referido a la profanación de cadáveres y


violación de sepulturas por entender que el bien jurídico protegido en el mismo no es ni
los sentimientos religiosos de los familiares que pudieran sentirse ofendidos por dichos
actos ni la libertad religiosa; y mucho menos la protección de las religiones en si
mismas. Aunque algunos autores efectuaron una interpretación en clave religiosa de
éste delito al relacionar la protección de la intangibilidad de los restos mortales con la
creencia de la inmortalidad del alma (Rodríguez Devesa) entendemos que el bien
jurídico que se preserva en este delito pertenece a la sociedad en su conjunto.
Efectivamente, detrás de la figura que reprime la profanación de los cadáveres o sus
cenizas y la violación con ánimo de ultraje de sepulcros, urnas, lápidas y panteones
subyace una exigencia de la sociedad de impone un mínimo respeto al recuerdo más
tangible de los difuntos, esto es, sus restos o los sepulcros donde descansan.

Dicho esto, no debemos abandonar este capítulo sin hacer mención, aunque breve, de
aquellos artículos del Código que guardan una vinculación indirecta con la protección
de la libertad religiosa en la medida en que castigan aquellas acciones teñidas de
xenofobia religiosa o ideológica.

4.3.1. Protección indirecta de la libertad religiosa en el Código Penal

En la línea que acabamos de apuntar, podemos incluir un precepto genérico y otros más
específicos. Respecto al primero, la nueva circunstancia agravante del artículo 22.4 se
refiere a la discriminación por motivos ideológicos: “cometer delito por ...otra clase de
discriminación referente a la ideología, religión o creencia. Respecto a otros figuras
relacionadas indirectamente con el factor religioso, hemos de mencionar aquellas
ubicadas en el capítulo de los delitos relativos al ejercicio de los derechos
fundamentales y las libertades públicas. Así, el art. 510.1 C.P. criminaliza la incitación
a la discriminación y xenofobia religiosa e ideológica aplicando penas de prisión de hasta
3 años a los que por motivos religiosos o ideológicos <I>“provocaren a la
discriminación, odio y violencia contra grupos o asociaciones.

El segundo párrafo de este precepto añade un tipo autónomo: la difusión de


informaciones injuriosas sobre grupos o asociaciones en relación a su ideología, religión
o creencias, siempre que no sean veraces, esto es, que hayan sido publicadas con
conocimiento de su falsedad o en temerario desprecio de la verdad (por ejemplo: sin
haber sido previa y debidamente contrastadas). La redacción de este artículo ha estado
seguramente influida por la doctrina sentada en la STC 101/1990 en respuesta de
la demanda de protección al honor de Violeta Friedman tras la publicación en un medio
de comunicación de un artículo de un ex nazi que relativizaba la dimensión del
holocausto de los judíos, reprochaba a estos su tendencia al victimismo y hacía votos
por el advenimiento de un nuevo Fürer.

La vertiente asociativa del art. 510.1 la encontramos en el párrafo 5º del art. 515 ,
que considera ilícitas y punibles aquellas asociaciones que “promuevan a la
discriminación, el odio o la violencia contra personas grupos o asociaciones por razón de
su ideología, religión o creencias...” El párrafo 3º de dicho artículo protege
indirectamente la libertad religiosa en cuanto que considera ilícitas y punibles a las
asociaciones que aun teniendo por objeto un fin lícito (puede ser la profesión de una
confesión religiosa) “empleen medios violentos o de alteración o control de la
personalidad para su consecución”.

Por último el artículo 511 castiga a aquellos funcionarios o particulares encargados de


un servicio público que denieguen a una persona, por razón de su ideología, religión o
creencias, una prestación a la que tenga derecho. Aunque el bien jurídico directamente
protegido sea la igualdad, el precepto tutela indirectamente la libertad religiosa e
ideológica desde el momento en que castiga la discriminación por motivos religiosos o
ideológicos.

4.3.2. Protección de la libertad religiosa en el ámbito internacional

Dentro del Título XXIV “Delitos contra la comunidad internacional” aparece la figura
del genocidio y los delitos contra el personal religioso protegido en caso de conflicto
armado.

Incorporado para dar cumplimiento al Convenio de 9 de diciembre de 1948 sobre


prevención y sanción del genocidio (Ley de 15 de noviembre de 1971 ), el delito de
genocidio (art. 607 ) castiga en el primer párrafo a los que, con propósito de destruir
a un grupo religioso, perpetrare alguno de los siguientes actos: matar, lesionar o
agredir sexualmente a alguno de sus miembros, someterlos a condiciones peligrosas
para la vida o la salud, atentar contra su integridad física, forzarles a desplazamientos
forzosos o adoptar medidas que tiendan a impedir su género de vida y reproducción.
Para perpetrar dichos delitos es menester que concurra el dolo específico indicado, esto
es, la intención de destruir dicho grupo religioso.

El párrafo 2º del mencionado artículo sancionaba la apología del genocidio a través de


la difusión de ideas o doctrinas que nieguen o justifiquen los acciones arriba indicadas o
pretendan la rehabilitación de regímenes o instituciones que amparen prácticas
generadores de los mismos. La expresión nieguen ha sido declarada inconstitucional y
por tanto nula por la Sentencia 235/2007, de 7 de noviembre de 2007, del Tribunal
Constitucional. (B.O.E. nº 295 Suplemento, de 10 de diciembre de 2007). El bien
jurídico protegido es la libertad religiosa en su vertiente colectiva, ya que el titular
indirecto de la protección son los grupos religiosos. Como este tipo de delitos puede ser
cometido por gobiernos, el artículo 6º del Convenio antes citado (al que se adhirió
España el 13.10.1968) establece que la jurisdicción competente para juzgar este tipo de
delitos sea indistintamente la de los tribunales del Estado en cuyo territorio fueren
cometidos o bien la Corte penal internacional competente, respecto a las Partes
contratantes que hayan reconocido su jurisdicción.

La ley Orgánica 15/2003, de 25 de noviembre introdujo el nuevo artículo 607 bis que
contempla los delitos de lesa humanidad. Son reos de este delito los que “como parte
de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil o contra una parte de
ella” cometan alguno de los hechos a los que se refiere el artículo. Entre otros, muerte,
Violación u otra agresión sexual, lesiones, deportación o traslado por la fuerza, forzar el
embarazo de alguna mujer con intención de modificar la composición étnica de la
población, detención de una persona privándole de su libertad, torturas graves (someter
a sufrimientos físicos o psíquicos), conductas relativas a la prostitución o relacionadas
con la explotación sexual o esclavitud (comprar, vender, prestarla o dar personas en
trueque). En todo caso, se considerará delito de lesa humanidad la comisión de tales
hechos: “Por razón de la pertenencia de la víctima a un grupo o colectivo perseguido
por motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos o de género u
otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho
internacional”.

Por lo que se refiere a los delitos contra el personal religioso protegido


internacionalmente en caso de conflicto armado, el artículo 612 criminaliza diversos
actos en los que se ejerce violencia sobre dicho personal. Por otra parte, los arts. 609-
612 describen minuciosamente los supuestos delictivos contra el personal protegido
en general, dentro del cual el art. 608 menciona expresamente al personal religioso

LA TUTELA DE LA LIBERTAD RELIGIOSA POR EL DEFENSOR


DEL PUEBLO

González Moreno, Beatriz. Profesora Titular Interina de


Derecho Eclesiástico del Estado de
la Universidad de Vigo
González-Varas Ibáñez, Alejandro. Becario de Investigación de la
Xunta de Galicia

1. Consideraciones previas

La Constitución Española reconoce el carácter primario y fundamental de la libertad


ideológica, religiosa y de culto al ordenarla sistemáticamente en la Sección 1ª, Capítulo
Segundo del Título I , “De los derechos fundamentales y de las libertades públicas”,
garantizando así su virtualidad de una manera reforzada, por la vía del procedimiento
ordinario basado en los principios de preferencia y sumariedad y, sobre todo, por la
posibilidad de acudir en amparo al Tribunal Constitucional, invocando una violación de
este derecho (artículo 53.2 de la Constitución española ). El artículo 16 de la
Constitución establece que:

“1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las


comunidades, sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el
mantenimiento del orden público protegido por la ley.

2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.

3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta
las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes
relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.

En los tiempos actuales, este tipo de regulaciones son comunes en todos los
ordenamientos de los Estados democráticos, con una formulación similar a la de la
Declaración Universal de Derechos Humanos de 1.948, que proclamó en su artículo 18
el derecho de toda persona a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión,
incluyendo la libertad de cambiar de religión o de creencia, y de manifestar esa religión
o esas convicciones a través de la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia, bien
de forma pública o privada, individual o colectivamente. Sólo dos años después, en
1.950, el Convenio Europeo de Derechos Humanos reitera esta declaración en su
artículo 9.1 , estableciendo a continuación los límites del derecho de libertad religiosa.
En los Estados constitucionales occidentales rigen, con mayor o menor amplitud, las
cláusulas necesarias para proteger la libertad religiosa garantizada a través de
tribunales independientes. Nuestra Constitución ha articulado un verdadero sistema
de protección de la libertad religiosa, en el marco de las demás libertades públicas y
derechos fundamentales, a través de un entramado de garantías de diversa índole: la
aplicación directa de las normas constitucionales que consagran las libertades públicas,
el desarrollo de los derechos fundamentales sólo por Ley Orgánica, la exigencia de
respetar el contenido esencial de estos derechos al ser regulados por el legislador, la
declaración de inconstitucionalidad de las normas con rango de ley cuando se oponen a
lo que la Constitución establece, y los procedimientos de protección de los derechos
fundamentales por los órganos de la jurisdicción ordinaria y, en último término, por el
Tribunal Constitucional. El objeto de esta lección es examinar las facultades que el
Defensor del Pueblo tiene en materia de protección de los derechos recogidos en el
artículo 16 de nuestro texto constitucional .

1.1. Régimen jurídico

1.1.1. Régimen jurídico básico del Defensor del Pueblo y de los Comisionados
parlamentarios autonómicos

El artículo 54 de la Constitución española establece:

“Una ley orgánica regulará la institución del Defensor del Pueblo, como alto comisionado
de las Cortes Generales, designado por éstas para la defensa de los derechos
comprendidos en este título, a cuyo efecto podrá supervisar la actividad de la
Administración, dando cuenta a las Cortes Generales”.

Esa regulación se llevó a cabo por la Ley Orgánica 3/1981, de 6 de abril, del Defensor
del Pueblo , modificada por la Ley Orgánica 2/1992, de 5 de marzo. El Defensor del
Pueblo es elegido por las Cortes Generales para un período de cinco años y se dirige a
las mismas a través de los Presidentes de las respectivas Cámaras, relacionándose
ambas instituciones entre si por medio de una Comisión Mixta Congreso-Senado de
relaciones con el Defensor del Pueblo, que es quien informa a los Plenos
correspondientes cuando sea necesario.

El Defensor del Pueblo no está sujeto a mandato imperativo alguno ni recibe


instrucciones de ninguna autoridad. Desempeña sus funciones con autonomía y según
su criterio. Por esta razón, la ley le asigna un estatuto personal singular en sus
prerrogativas (inviolabilidad, inmunidad, fuero procesal especial) y en sus
incompatibilidades: no puede ostentar ninguna clase de mandato representativo, ni
cargos políticos, ni estar en servicio activo en cualquier Administración pública; no
puede estar afiliado o desempeñar funciones de dirección en partidos políticos,
sindicatos, asociaciones o fundaciones, ni estar empleado en ellas; no puede estar en el
ejercicio de las carreras judicial y fiscal ni puede realizar actividades profesionales,
liberales, mercantiles o laborales (arts. 6 y 7 de la Ley Orgánica del Defensor del Pueblo
). La misma Ley regula el procedimiento para la elección del Defensor del Pueblo y
las causas por las que cesa (arts. 2-5 ). En cuanto a la elección, merece destacarse
que su designación debe hacerse por mayoría de tres quintos en ambas Cámaras (art.
2.1 Ley Orgánica del Defensor del Pueblo ). Es la misma mayoría que el texto
constitucional establece, por ejemplo, para reformar la propia Constitución aunque,
en este caso, la exigencia de una mayoría tan cualificada no resulta de la Carta Magna
sino que la establece la Ley Orgánica reguladora de la Institución. La razón es
conseguir el más amplio consenso en su designación, sin un peso político determinante
por parte de los partidos con representación parlamentaria. Se trata, además, de una
Institución en la que es relevante el perfil personal de su titular por configurarse
esencialmente como una magistratura de autoridad, como veremos.
Los medios personales y materiales con los que cuenta el Defensor del Pueblo para el
ejercicio de sus funciones son establecidos en la ley reguladora de la Institución, y han
sido desarrollados por el Reglamento de Organización y Funcionamiento del Defensor
del Pueblo , aprobado por las Mesas del Congreso y del Senado a propuesta del
Defensor del Pueblo en su reunión conjunta de 6 de abril de 1983, y modificado por
Resolución de las Mesas del Congreso de los Diputados y del Senado de 21 de abril de
1992. El Defensor del Pueblo podrá designar libremente los asesores necesarios para el
ejercicio de sus funciones, de acuerdo con el Reglamento y dentro de los límites
presupuestarios. Su función, a tenor del artículo 29 del Reglamento de Organización
citado, es prestar al Defensor del Pueblo y a los Adjuntos la cooperación técnico-jurídica
necesaria para el cumplimiento de sus funciones.

En el proceso de desarrollo de nuestro modelo territorial, los respectivos Estatutos de


Autonomía o, en su caso, leyes aprobadas por las Asambleas Legislativas de las
Comunidades Autónomas, han creado figuras similares cuya finalidad básica y común es
también la defensa de los derechos y libertades comprendidos en el Título I de la
Constitución , estando facultados para supervisar la actividad de la Administración
pública en el ámbito de cada Comunidad Autónoma. Estas Instituciones han sido
desarrolladas en las siguientes leyes: Ley 9/1983, de 1 de diciembre, del Defensor de
Pueblo Andaluz, modificada por la Ley 3/1996, de 17 de julio y por la Ley 11/2001, de
11 de diciembre; Ley 14/1984, de 20 de marzo, del Síndic de Greuges, en la Comunidad
Autónoma de Cataluña, modificada por la Ley 12/1989, de 14 de diciembre; Ley
6/1984, de 5 de junio, del Valedor do Pobo, en la Comunidad Autónoma de Galicia,
modificada por la Ley 3/1994, de 18 de julio; Ley 3/1985, de 27 de febrero, por la que
se crea y regula la institución del Ararteko, en la Comunidad Autónoma del País Vasco;
Ley 4/1985, de 27 de junio, reguladora del Justicia de Aragón; Ley 11/1988, de 26 de
diciembre, del Síndico de Agravios de la Comunidad Valenciana; Ley 1/1993, de 10 de
marzo, del Síndic de Greuges de las Islas Baleares (Institución que todavía no ha
entrado en funcionamiento); Ley 2/1994, de 9 de marzo, del Procurador del Común de
Castilla y León, modificada por la Ley 11/2001, de 22 de noviembre; Ley Foral 4/2000,
de 3 de julio, del Defensor del Pueblo de la Comunidad Foral de Navarra; Ley 7/2001,
de 31 de julio, del Diputado del Común, en la Comunidad Autónoma de Canarias (que
deroga la anterior Ley 1/1985, de 12 de febrero, que reguló inicialmente la Institución);
y, finalmente, la Ley 16/2001, de 20 de diciembre, del Defensor del Pueblo de Castilla-
La Mancha.

Las relaciones del Defensor del Pueblo con los Comisionados parlamentarios
autonómicos están reguladas en la Ley 36/1985, de 6 de noviembre , bajo los
principios de coordinación y cooperación, y se desarrollan también en normas propias
de las Comunidades Autónomas. De modo casi general, se han concertado acuerdos de
colaboración sobre los ámbitos de actuación de las Administraciones públicas objeto de
supervisión, las facultades de cada una de las Instituciones, el procedimiento de
comunicación entre el Defensor del Pueblo y cada uno de los Comisionados
parlamentarios y la duración de estos acuerdos.

1.1.2. Ámbito de competencia

El Defensor del Pueblo tiene facultades para iniciar y proseguir de oficio o a petición de
parte, cualquier investigación conducente al esclarecimiento de los actos, resoluciones y
conductas concretas de la Administración pública y sus agentes que afecten a un
ciudadano o grupo de ciudadanos por dos razones fundamentales: por resultar
contrarios a los principios por los que ha de regirse la actuación de la Administración,
que está obligada a servir con objetividad los intereses generales y a actuar de acuerdo
con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y
coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho (art. 103.1 de la
Constitución ); o bien por haber vulnerado en su actividad el respeto debido a los
derechos proclamados en el Título I de la Constitución .
El Defensor del Pueblo no entrará en el examen individual de aquellas quejas sobre las
que esté pendiente resolución judicial, y suspenderá su actuación si, una vez iniciada, la
persona interesada interpusiera demanda o recurso ante los Tribunales ordinarios o
ante el Tribunal Constitucional. La Ley se refiere a este supuesto como uno de los
límites para la admisión de las quejas, pero no se trata de una limitación objetiva por
razón de la materia sino que el Defensor del Pueblo podrá investigar sobre los
problemas generales planteados en la queja presentada.

1.2. Instituciones análogas en el Derecho comparado

La institución del Defensor del Pueblo goza de un antiguo prestigio y su tradición enlaza
históricamente con el tránsito de las monarquías absolutas al Estado constitucional
democrático de nuestros días. La figura del Ombudsman sueco es reconocido de modo
unánime como precedente de esta institución, aunque reciba distintos nombres y
aunque su introducción en los diversos países se haya operado en momentos políticos
muy diferentes. Por esta razón, las instituciones análogas al Defensor del Pueblo en
otros Estados constitucionales sólo pueden ser analizadas en su propio contexto
histórico y político. Así, por ejemplo, la figura del Médiateur en Francia presenta perfiles
singulares, que obedecen a la estructura de relaciones institucionales entre el
Presidente de la República, el Gobierno y el Parlamento, y a la decisiva influencia y
prestigio del Consejo de Estado francés. En Reino Unido, el Parliamentary Commissioner
for Administration tiene también caracteres propios que se explican desde la
preeminencia, como principio político, de la soberanía del Parlamento. En Italia no
existe la figura del Ombudsman en el ámbito de la República, sino Defensores
regionales (el denominado Difensore Civico della Regione), comisionados por los
respectivos Parlamentos. Portugal, por el contrario, tiene una única Institución, el
Provedor de Justiça, con sede en Lisboa y competencia para toda la República, y dos
Oficinas dependientes de la Provedoría, en Madeira y Açores. En los países
escandinavos, la figura mantiene en gran medida los perfiles del Justitie-
Ombudsmannen, origen de la institución, cuyo cometido era fiscalizar las actuaciones de
los funcionarios regios durante los períodos de tiempo que transcurrían entre las
sesiones del Parlamento. En los países iberoamericanos existen, con distintos nombres,
figuras análogas: Procurador para la Defensa de los Derechos Humanos, Presidentes de
Comisiones Públicas de Derechos Humanos, Procurador del Ciudadano, etc.

Ciertos rasgos, sin embargo, unifican a todas estas instituciones. Son órganos cuya
función se orienta al control de la Administración (lo que incluye a las autoridades
administrativas, agentes, funcionarios y cualquier persona que actúe al servicio de las
Administraciones públicas) en defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos
y en garantía del principio de legalidad. Su titular es comisionado por el respectivo
Parlamento, aunque no está sujeto a mandato imperativo y actúa con absoluta
independencia. Otro de los rasgos comunes a estas figuras es la garantía de acceso
directo a la institución, de modo que es general en el funcionamiento del Ombudsman la
falta de formalismos y la actuación sumaria.

1.3. El Defensor del Pueblo Europeo y sus diferencias con otras instituciones
comunitarias afines

La aparición del Defensor del Pueblo Europeo en el marco del Derecho Comunitario a
raíz del Tratado de Maastricht ha supuesto la creación de un nuevo mecanismo no
jurisdiccional para la defensa de los derechos de los europeos junto a los previamente
existentes: las comisiones temporales de investigación constituidas por el Parlamento
europeo –art. 193 (ex-art. 138 C del TCE )- y el derecho a presentar peticiones
ante el mismo Parlamento –art. 21 (ex-art. 8D ) y art. 194 (ex-art. 138 D ) del
TCE-. Ello ha dado lugar a conflictos competenciales entre los mismos, por lo que
conviene intentar delimitar las competencias de cada uno de ellos.

El art. 8 D -actual 21 - y 138 D -nuevo art. 194 - del Tratado CE reconoce la


facultad de que goza todo ciudadano de la Unión, así como cualquier persona física o
jurídica que resida o tenga su sede en el territorio comunitario, de presentar a la
Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo una petición sobre un asunto propio de
los ámbitos de actuación de la Comunidad que le afecte directamente. Este derecho
supone, pues, la posibilidad del ciudadano de acceder directamente al Parlamento
europeo con el objeto de ver garantizados sus derechos. Hasta el Tratado de Maastricht
este derecho a elevar reclamaciones al Parlamento se recogía sólo en el Reglamento
Interno de esta institución.

Además de la garantía que representa para los ciudadanos ver reconocido un derecho,
la presentación de reclamaciones a la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo
siempre fue valorada por éste positivamente ya que le permitía conocer qué cuestiones
eran las que más preocupaban a los ciudadanos, además de ofrecerle la oportunidad de
contribuir a un funcionamiento más democrático de la Comunidad. En cuanto a las
peticiones presentadas por personas que no son ciudadanos de la Unión ni tampoco
tengan su domicilio social o residencia en un Estado miembro, el artículo 156.9 del
Reglamento del Parlamento Europeo establece que estas peticiones se incluirán en una
lista aparte y se clasificarán. Se enviarán mensualmente a la comisión competente, la
cual podrá decidir examinarlas o no según le parezca oportuno. La diferencia entre las
peticiones presentadas por los ciudadanos, domiciliados o residentes en la Unión
respecto de aquéllos que no se hallan en esta situación, es que los primeros tienen un
derecho a formular peticiones a esta Comisión y, correlativamente, el Parlamento tiene
la obligación de pronunciarse sobre ellas; sin embargo, a quienes no sean ciudadanos,
residentes o domiciliados nada les impide presentar reclamaciones ante la comisión de
peticiones, pero esto no crea ningún deber al Parlamento Europeo de examinarlas.

Como es fácil de apreciar, los sujetos legitimados para elevar tales peticiones así como
los términos para presentarlas, son parecidos a los correspondientes para presentar una
queja ante el Defensor del Pueblo Europeo y eso dará lugar a que los ciudadanos con
frecuencia confundan las dos instituciones a la hora de presentar una queja o petición.
No en vano la creación del Defensor del Pueblo y la incorporación al Tratado de la
Comisión de Peticiones se encuentran reguladas en artículos muy cercanos, y siempre
en el contexto del nacimiento de la ciudadanía europea.

La actuación de estas dos instituciones complementarias es muy parecida. Una actividad


de investigación e información y emanación de decisiones sin ejecutividad alguna. En
principio será el ciudadano quien elija a quién dirigirse, aunque no siempre tenga
seguridad sobre cómo hacerlo en cada situación. En general, la Comisión de Peticiones
deberá encargarse de las materias de contenido político y el Defensor del Pueblo
conocerá de las quejas que se refieren al funcionamiento puramente administrativo de
las instituciones y órganos comunitarios. De este modo, al Defensor del Pueblo se
dirigirán las “quejas” o “reclamaciones” sobre actuaciones de la Administración
comunitaria que han afectado personalmente al reclamante, frente a las “peticiones”
dirigidas a la Comisión del mismo nombre en relación con cuestiones de política general
que no afectan directamente al peticionario.

Precisamente la doble naturaleza administrativa y política de las instituciones


comunitarias –especialmente de la Comisión- provoca que sus actuaciones presenten en
unos casos un carácter más político que administrativo, y en otros prevalezca el cariz
administrativo. De este modo, ante el doble carácter de las instituciones y sus
actuaciones, es oportuno un control adecuado para cada modo de actuar, por lo que el
Defensor del Pueblo y la Comisión de Peticiones, lejos de sobreponerse o entorpecerse,
se complementan. El ámbito propio del Defensor del Pueblo es verificar el buen
funcionamiento de la Administración, su corrección, sin entrar en el campo de la
actuación jurisdiccional o legislativa. De ahí que, por no poder ubicarse dentro de lo que
puede constituir una buena o mala administración, no podrá incluirse dentro del ámbito
de sus actividades la fiscalización de la toma de decisiones discrecionales adoptadas por
los órganos comunitarios, siempre que la Administración comunitaria actúe dentro de
los límites de su autoridad legal tal como los ha ido estableciendo el Tribunal de Justicia
de las Comunidades Europeas.
La propia actuación del Defensor del Pueblo ha confirmado estas pautas de actuación
rechazando todas las reclamaciones que presentaban contenidos políticos en vez de
administrativos, como ha sucedido con las quejas relativas a la labor política del
Parlamento Europeo, o acerca del contenido político de los actos normativos de las
Comunidades.

Por otro lado, si tanto el art. 195 TCE , como el 2.1 del Estatuto del Defensor del
Pueblo circunscriben su actuación a los casos de mala administración de las
instituciones y órganos comunitarios, mientras que queda establecido que serán objeto
de conocimiento de la Comisión de Peticiones los asuntos que incidan en el ámbito de
actividades de la Unión, sin especificar más, se puede deducir que todas aquellas
cuestiones relativas al funcionamiento de la Unión pero que no sean justamente casos
de mala administración, deberán ser presentadas ante la Comisión de Peticiones. Esta
comisión tiene un campo de actuación más amplio que el del Defensor del Pueblo, ya
que, mientras éste se encuentra circunscrito a los casos de mala administración de las
instituciones y órganos comunitarios, aquélla examina los casos concernientes a la
actividad de las Comunidades Europeas en todos los niveles, desde la propiamente
comunitaria hasta la Administración local de un Estado miembro, aparte de que no es
sólo actividad administrativa lo que analiza, sino política o cuestiones de principios de
actuación de la Unión.

En la práctica será el órgano que reciba en primer lugar la queja o petición del
ciudadano quien decida si es competente para conocer ese asunto, o si considera que es
más conveniente transmitírselo al otro órgano, teniendo en cuenta que la Comisión de
Peticiones siempre tendrá una mayor facilidad para retener reclamaciones en cuanto
que, por una parte, su ámbito de competencias es más amplio que el del Defensor del
Pueblo y, por otro lado, el art. 156.9 del Reglamento interno del Parlamento Europeo
expone que la Comisión de Peticiones podrá examinar “peticiones o quejas”, mientras
que la actuación del Defensor del Pueblo queda en todo caso limitada a las quejas.

Precisamente con el objeto de evitar la existencia de conflictos de competencias, el


Defensor del Pueblo ha sostenido encuentros con miembros del Parlamento Europeo y
de la Comisión de Peticiones. La consecuencia de tales encuentros ha sido el
compromiso adquirido por el Ombudsman de no atender asuntos pendientes ante la
Comisión de Peticiones, a no ser que ésta se lo traslade con el consentimiento del
ciudadano. Tampoco conocerá de casos ya examinados anteriormente por la Comisión
de Peticiones, evitando así convertirse en un órgano de apelación de las decisiones de la
Comisión de Peticiones. Igualmente, se negará a analizar las quejas que se le presenten
alegando una mala administración de la Comisión de Peticiones en el examen de
peticiones previamente presentadas ante ella, debido a que la Comisión de Peticiones es
un órgano de carácter político que analiza peticiones de ese mismo carácter en nombre
del Parlamento. Por último, el Defensor del Pueblo Europeo está facultado para
transmitir un asunto directamente al órgano competente, siempre que medie el
consentimiento del demandante, debiendo de estar siempre motivada la resolución.

2. La actuación del Defensor del Pueblo en la tutela del derecho fundamental


de libertad religiosa

2.1. Elementos subjetivos: legitimación

Como vimos, el Defensor del Pueblo está legitimado para iniciar y proseguir de oficio o a
instancia de parte, cualquier investigación para esclarecer los actos de la Administración
pública y sus agentes que puedan afectar a los derechos de los ciudadanos. Sus
atribuciones se extienden también a la actividad de los ministros (en su caso, de los
miembros del Gobierno de la Comunidad Autónoma correspondiente) y de las
autoridades administrativas.

Podrá dirigirse al Defensor del Pueblo toda persona natural o jurídica que invoque un
interés legítimo, sin restricción alguna. No son impedimento para ello la nacionalidad, la
residencia, el sexo, la minoría de edad, la incapacidad legal del sujeto, el internamiento
en un centro penitenciario o de reclusión o, en general, cualquier relación especial de
sujeción o dependencia de una Administración o de un poder público (art. 10 de la LODP
)

Hay, al menos, tres ámbitos que cobran una especial relevancia en su actuación. Dos de
ellos vienen singularizados en la propia Ley Orgánica del Defensor del Pueblo : son las
quejas referidas al funcionamiento de la Administración de Justicia y las quejas sobre la
Administración Militar. El otro ha venido cobrando importancia en la práctica de la
actuación de la Institución. Se trata de la protección de los menores. La defensa de los
derechos del menor reconocidos en la legislación vigente respecto del Defensor del
Pueblo es atribuída en la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica
del Menor . Su artículo 10.2 establece que para la defensa y garantía de sus
derechos el menor puede, entre otras medidas, plantear sus quejas ante el Defensor del
Pueblo. A tal fin, uno de los Adjuntos de dicha institución se hará cargo de modo
permanente de los asuntos relacionados con menores.

Entre los Comisionados parlamentarios autonómicos, la Ley 11/2001, de 11 de


diciembre, del Parlamento de Andalucía, modifica la Ley de creación del Defensor del
Pueblo Andaluz, y se establece que el titular estará auxiliado por cuatro Adjuntos, entre
los que designará al que le auxilie en el ejercicio de las funciones que le corresponden
como Defensor del Menor de Andalucía; la Ley 12/1989, de 14 de diciembre, del
Parlamento de Cataluña, dispone que el Síndic de Greuges, previa conformidad de la
comisión paralamentaria correspondiente, podrá designar una persona de su confianza
para ocupar el cargo de Adjunto para la defensa de los derechos de los niños, que
asumirá las funciones de investigación para la resolución de quejas o expedientes sobre
los derechos de los niños por delegación del Síndic. En Galicia, la Ley 3/1997, de 9 de
junio, sobre protección jurídica, económica y social de la familia, la infancia y la
adolescencia, establece que los niños y adolescentes podrán, personalmente o a través
de su representante legal, presentar quejas ante el Defensor del Pueblo y el Valedor do
Pobo. A tal fin, uno de los vicevaledores se hará cargo de modo permanente de los
asuntos relacionados con los menores. Estas competencias serán asignadas por el
Valedor al vicevaledor responsable, que defenderá los derechos de la infancia y la
adolescencia a todos los niveles; velará por el respeto de la legislación vigente en
materia de protección de la infancia y la adolescencia; propondrá, a través del Valedor
do Pobo, medidas susceptibles de mejorar la protección de la infancia y la adolescencia
o perfeccionar la aplicación de las existentes, y promover ante la sociedad gallega la
información sobre los derechos de la infancia y la adolescencia y las medidas para su
atención y cuidado (art. 9.1). La Ley 16/2001, de 20 de diciembre, del Defensor del
Pueblo de Castilla-La Mancha establece en su art. 10 que, entre las Oficinas específicas
de responsabilidad, se contará con una Oficina de los derechos del menor. En Cantabria,
la previsión sobre la responsabilidad de garantizar y defender los derechos de los
menores se ha hecho incluso antes de crear y regular la figura del Defensor del Pueblo
Cántabro. La Ley 7/1999, de 28 de abril, del Parlamento de Cantabria prevé que la ley
que regule la Institución establecerá un Adjunto para la defensa de los derechos de la
infancia y la adolescencia. Finalmente, a pesar de haber sido la pionera, la Comunidad
de Madrid creó por Ley 5/1996, de 9 de marzo, la figura del Defensor del Menor.

Las quejas referidas al funcionamiento de la Administración de Justicia deberán ser


dirigidas por parte del Defensor del Pueblo al Ministerio Fiscal para que éste investigue
su realidad y adopte las medidas oportunas con arreglo a la Ley, o bien las traslade al
Consejo General del Poder Judicial, según el tipo de reclamación de que se trate. Esta
actuación no impide al Defensor del Pueblo referirse a la cuestión en su informe anual a
las Cortes Generales (art. 13 LODP ). Las quejas sobre la Administración Militar serán
tramitadas en la Oficina del Defensor del Pueblo, con la única restricción de que su
investigación no puede entrañar una interferencia en el mando de la Defensa Nacional
(art. 14 LODP ). En el ámbito de la Administración Militar se han producido varias
quejas sobre libertad religiosa, como veremos.
Finalmente, la Ley establece que no podrá presentar quejas ante el Defensor del Pueblo
ninguna autoridad administrativa en asuntos de su competencia (art. 10.3 LODP ).

2.1.1. La legitimación del Defensor del Pueblo para el ejercicio del recurso de
inconstitucionalidad de las normas con rango de Ley y para la presentación del
recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional

Como sabemos, la Constitución Española ha configurado de una manera limitada el


elenco de órganos legitimados para promover de manera directa, ante el Tribunal
Constitucional, la declaración de inconstitucionalidad de las normas con rango de ley.
De este modo, se sitúa en la misma línea restrictiva que se instauró, en este ámbito, en
Italia, Alemania o Austria. En efecto, aún partiendo de la necesidad de control de
constitucionalidad de las normas emanadas del órgano legislativo del Estado, a través
de un órgano ad hoc, como se articula en el sistema kelseniano, la significación política
de esta impugnación es evidente ya que se trata de desautorizar la manifestación de
voluntad del órgano en el que reside la soberanía popular. Por ello, como vemos, tanto
la Constitución Española como algunas otras Constituciones de nuestro entorno, han
sido muy cautas a la hora de otorgar este poder para promover la declaración de
inconstitucionalidad.

En el caso del recurso directo de inconstitucionalidad, el constituyente español ha sido


algo más permisivo en comparación con las soluciones adoptadas en otros modelos de
Derecho comparado. En el artículo 162 de la Constitución estableció la posibilidad de
acudir a esta vía por parte del Presidente del Gobierno, el Defensor del Pueblo,
cincuenta diputados, cincuenta senadores, los órganos colegiados ejecutivos de las
Comunidades Autónomas y, en su caso, las Asambleas de las mismas. De esta manera
se garantiza sobre todo el acceso al recurso de las minorías parlamentarias con una
representación suficiente, y también la posible defensa de la distribución de
competencias por parte del Estado o las Comunidades Autónomas en ambos sentidos.
La legitimación del Presidente del Gobierno tiene básicamente una función de defensa
competencial, ya que en nuestro sistema parlamentario es difícil que el Jefe del
ejecutivo tenga que recurrir una norma aprobada por las Cortes Generales.

Mención aparte merece, pues constituye el objeto de nuestro análisis, la legitimación


otorgada al Defensor del Pueblo, órgano constitucional comisionado por las Cortes
Generales para la defensa de los derechos comprendidos en el Título I , a cuyo efecto
puede supervisar la actividad de la Administración (art. 54 C.E. ). Esta potestad
parece estar relacionada con la ausencia de una legitimación individual o popular, como
sucedía en la Constitución Española de 1.931 . Mediante la posibilidad de
presentación del recurso directo por el Defensor del Pueblo, se intenta suplir en parte la
carencia de los ciudadanos en particular para contar con un instrumento de defensa de
la Constitución de manera directa, aunque con el filtro que supone el examen y
aceptación de la propuesta de que se trate por el Defensor. Esta parece ser la
explicación más coherente a la supuesta contradicción, apuntada por algunos autores,
que se produce desde el momento en que se legitima a un órgano parlamentario para la
impugnación de los actos legislativos del órgano del que depende, y al que debe
informar de su actividad de fiscalización y control de las Administraciones públicas en
defensa de los derechos y libertades fundamentales. No obstante esta supuesta
incongruencia, debe tenerse presente que la institución del Defensor del Pueblo, a pesar
de ser un órgano comisionado del Parlamento, es independiente de éste y de cualquier
otro órgano en su actividad, y no está sujeto a ningún mandato, por lo que puede
actuar de forma regular como órgano impugnador para que sea declarada la posible
inconstitucionalidad de las leyes.

En el caso de la impugnación que se ejercita por la vía de la cuestión de


inconstitucionalidad, la legitimación para acudir al Tribunal Constitucional se otorga a
los órganos del poder judicial. Cuando un órgano jurisdiccional esté conociendo un
proceso en el cual una norma aplicable al caso y de cuya validez dependa el fallo pueda
ser contraria a la Constitución, dicho órgano puede poner en manos del Alto Tribunal la
solución de esa eventual contradicción (artículo 163 C.E. ). Con ello, se prohíbe
indirectamente al poder judicial convertirse en juez de la constitucionalidad de las leyes,
como sucede en el modelo americano de control de constitucionalidad. Si bien
únicamente los jueces y tribunales pueden presentar una cuestión de
inconstitucionalidad, el artículo 35 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional
amplía en cierto modo la legitimación para el planteamiento de la cuestión, otorgando
esta posibilidad a las partes que actúen en el proceso de que se trate, que podrán
solicitar del órgano jurisdiccional su formulación, de tal manera que la cuestión puede
ser planteada de oficio o a instancia de parte.

Hasta aquí hemos examinado muy brevemente las formas de impugnación de las
normas con rango de ley. Pero otra importante competencia del Tribunal Constitucional
se concreta en el conocimiento de los recursos de amparo. Efectivamente, en el marco
del sistema de protección reforzada de ciertos derechos y libertades constitucionales, el
artículo 53.2 de la Constitución señala:

“Cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos


en el artículo 14 y la Sección primera del Capítulo II (...), en su caso, a través del
recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional”.

Este procedimiento tiene por finalidad servir de garantía, en último término, cuando se
produce una violación de las libertades y derechos constitucionales específicamente
protegidos por él. Por ello, se trata de un mecanismo extraordinario, excepcional y
subsidiario, que entra en funcionamiento tras haberse agotado la vía judicial previa,
diferenciado de los recursos constitucionales examinados hasta ahora por referirse a
una vulneración del derecho fundamental afectado y que busca la reposición del
derecho o libertad al estado anterior a la vulneración; a tenor del artículo 55 de la Ley
Orgánica del Tribunal Constitucional , la sentencia que otorgue el amparo contendrá
alguno o algunos de los pronunciamientos siguientes: la declaración de nulidad de la
decisión, acto o resolución que hayan impedido el pleno ejercicio de los derechos o
libertades protegidos, determinando en su caso la extensión de sus efectos; el
reconocimiento del derecho o libertad pública, de conformidad con su contenido
constitucionalmente declarado, y el restablecimiento del recurrente en la integridad de
su derecho o libertad, adoptando las medidas apropiadas, en su caso, para su
conservación.

De todo lo señalado hasta ahora deducimos que la legitimación para acudir al Tribunal
Constitucional promoviendo la declaración de inconstitucionalidad de una norma con
rango de ley está, en nuestro sistema constitucional, restringida a unos actores que
serán los únicos habilitados para tomar iniciativas en este sentido, sin perjuicio de la
solución final del conflicto, que corresponde al Tribunal Constitucional de un modo
exclusivo, como órgano que monopoliza la función de juzgar la constitucionalidad de las
leyes. De ello resulta que si un ciudadano particular se planteara iniciativas de
impugnación de la constitucionalidad de una ley debería contar con los órganos
legitimados, y especialmente, tener en cuenta la facultad que en este orden se atribuye
al Defensor del Pueblo. Aunque no se puede descartar que los demás órganos o sujetos
habilitados acepten una iniciativa particular en este punto, no será lo habitual,
fundamentalmente porque son otros los intereses que son objeto de defensa por el
resto de los órganos legitimados. En el caso de las minorías parlamentarias, la
habilitación para la presentación del recurso de inconstitucionalidad está relacionada
con su función de oposición y control al conjunto integrado por el Gobierno y por la
mayoría parlamentaria que lo sostiene.

No obstante, ya se apuntó que cabe también la iniciativa particular en el marco de un


proceso judicial en el que el ciudadano incurso en el mismo es quien insta al órgano
jurisdiccional a la presentación de la correspondiente cuestión de inconstitucionalidad.
Pero en este supuesto las limitaciones son importantes, ya que la iniciativa debe ceñirse
a un proceso concreto que afecte directamente al ciudadano, y la norma cuestionada
debe ser aplicable y decisiva en la determinación del fallo. Y en último término, es el
propio órgano del poder judicial el que tiene libre disposición sobre el planteamiento de
la cuestión, ya que este tipo de recurso es un instrumento de los juzgados y tribunales,
pero no de los ciudadanos individuales incursos en cada uno de los procedimientos, y se
configura como una decisión discrecional del órgano judicial, no recurrible por las
partes.

Parecida limitación existe en cuanto al hipotético planteamiento de una impugnación de


la constitucionalidad de una norma con rango de ley por la vía del recurso de amparo.
En este supuesto debe darse una violación de un concreto derecho o libertad
fundamental susceptible de amparo. Pero además, para que los efectos del recurso de
amparo trasciendan del caso concreto de que se trate, la lesión del derecho
fundamental que se reconozca debe ser consecuencia directa de la aplicación de una
ley. En este supuesto, el art. 55 de la L.O.T.C. establece que la Sala del Tribunal
Constitucional, además de otorgar el amparo y reponer al ciudadano en el ejercicio del
derecho conculcado, elevará al Pleno la cuestión de inconstitucionalidad para que se
siga el procedimiento del art. 37 de la L.O.T.C. , con el objeto de que éste se
pronuncie con los efectos propios de las sentencias que declaran la inconstitucionalidad
de las normas con rango de ley. De aquí se concluye que un recurso de amparo puede
conducir, en último término, a una auténtica declaración de inconstitucionalidad por la
vía de esta autocuestión.

Por todo ello, el principal mecanismo para el impulso individual de la impugnación de


una norma con rango de ley es el constituido por la solicitud al Defensor del Pueblo para
la presentación del recurso directo de inconstitucionalidad. La legitimación conferida a
este órgano constitucional se recoge en los artículos 162.1 a) C.E. y 32.1 b) de la
L.O.T.C. .

Por su parte, el papel que pueden desempeñar los Comisionados parlamentarios


autonómicos en este ámbito ha cobrado relieve a tenor de los acuerdos entre éstos y el
Defensor del Pueblo. En ellos se ha regulado la posibilidad de que los Defensores
autonómicos planteen motivadamente al Defensor del Pueblo la presentación de un
recurso de inconstitucionalidad o de un recurso de amparo. Esta facultad supone que
esta solicitud particular de impugnación también podrá hacerse por el ciudadano o
grupo de ciudadanos al Defensor de su Comunidad Autónoma, quien la examinará y en
su caso la trasladará al órgano estatal con la opinión que le merezca.

También puede el Defensor del Pueblo presentar el recurso de inconstitucionalidad por


su propia iniciativa, sobre la base de un examen de oficio de las dudas de
constitucionalidad que le puedan surgir en relación con una ley.

Así, tanto del examen de constitucionalidad de oficio como del recurso solicitado por un
particular, el Defensor del Pueblo va a adoptar un criterio sobre el ajuste a la Norma
Fundamental de la ley de que se trate, y va a proceder a impugnar o no dicha ley.
Esto confiere una especial relevancia a las consideraciones de esta Institución
constitucional en relación con los asuntos de los que conoce. De esta manera, el criterio
del Defensor del Pueblo reviste el mayor interés respecto de los problemas de ajuste a
la Constitución que surgen de la interpretación y aplicación de las leyes, y
especialmente en lo referente a la defensa de los derechos constitucionales, que es su
principal objeto de protección. Y desde el momento en que dentro del grupo de
derechos constitucionalmente protegidos se encuentra, como sabemos, la libertad
ideológica, religiosa y de culto, enunciada en el artículo 16 de nuestra Carta Magna ,
podemos considerar al Defensor del Pueblo como defensor también de estas libertades
ante la justicia constitucional, pudiendo ejercer su labor con carácter preventivo,
analizando simplemente la eventual inconstitucionalidad de las normas que puedan
afectar a este derecho, o con la presentación del correspondiente recurso directo de
inconstitucionalidad por su propia iniciativa o a petición aceptada de parte, o del recurso
de amparo.
De cualquier manera, en desarrollo de la legitimación constitucional para la
presentación de los recursos para la tutela constitucional, la Ley Orgánica 3/1981, de 6
de abril, del Defensor del Pueblo, en su artículo 29 , recoge esta misma facultad que
hemos venido examinando y que se ejercerá “de acuerdo con lo dispuesto en la
Constitución y en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional ”.

El procedimiento interno para la toma de decisión en este ámbito lo regula el


Reglamento de Organización y Funcionamiento del Defensor del Pueblo . Será la Junta
de Coordinación y Régimen Interior la que conozca e informe sobre la presentación del
correspondiente recurso. Este órgano realiza las funciones de asistencia al Defensor del
Pueblo para el ejercicio de sus funciones, y está compuesto por el propio Defensor del
Pueblo, los Adjuntos y el Secretario General, que asistirá a las reuniones con voz y sin
voto (artículos 5.1 y 17 del Reglamento de Organización y Funcionamiento). Con
carácter previo, el asesor o asesores de las áreas afectadas realizarán un informe sobre
la procedencia o no de acudir al Alto Tribunal, lo que se elevará a la Junta. Ésta también
puede solicitar a los responsables del área aclaración sobre algún extremo, y a la vista
de todo ello, tomará un acuerdo. No obstante, la decisión final la adoptará el Defensor
del Pueblo sin sujeción a lo acordado por la Junta de Coordinación y Régimen Interior.

Las opiniones manifestadas en la doctrina acerca de la legitimación del Defensor del


Pueblo a la que nos estamos refiriendo, reflejan los factores positivos y negativos esta
facultad comporta. Como aspecto positivo se resalta la significación que esta
habilitación atribuida al Comisionado tiene en orden a dejar patente su independencia
del Parlamento, al impugnar un acto legislativo emanado de las Cortes Generales, o
incluso de las Asambleas Legislativas Autonómicas. Como aspecto negativo, las críticas
se centran en la posible politización que supone inmiscuirse en un acto legislativo.

2.2. Elementos objetivos

2.2.1. Actuación del Defensor del Pueblo en materia de libertad religiosa

En los Informes anuales, la institución del Defensor del Pueblo y los distintos
Comisionados parlamentarios autonómicos se han referido a la materia que nos ocupa
en diferentes ocasiones. En sentido técnico, los Informes anuales son referencias
seleccionadas por la propia Institución a efectos de cumplimentar su obligación de dar
cuenta a las Cortes Generales, de las que es Alto Comisionado, de la tarea realizada en
el año correspondiente, con las conclusiones o comentarios que procedan. Pero no se
recogen materialmente y en su integridad todas las quejas que se tramitan en la
Institución. Por esta razón, el Defensor del Pueblo ha recibido quejas en materia de
libertad religiosa -de las que se tiene constancia por noticias difundidas en los medios
de comunicación por parte de los ciudadanos afectados o de determinados colectivos-
que no son recogidas en el Informe anual. Respecto de las que son seleccionadas para
su inclusión, los Informes anuales del Defensor del Pueblo vienen a constituirse en un
documento de gran utilidad para el conocimiento de la labor de la Institución en la
tramitación de las quejas y demás procedimientos y, lo que es más importante, para
conocer los criterios adoptados por el Defensor del Pueblo. Además, cada resumen
anual contiene los apartados correspondientes al ejercicio de la legitimación para
concurrir ante el Tribunal Constitucional, con las solicitudes de interposición de recursos
de inconstitucionalidad y las de interposición de recursos de amparo constitucional.. De
las quejas tramitadas por el Defensor en relación con el art. 16 de la Constitución y
de sus pronunciamientos en la materia vamos a recoger algunos ejemplos, sin ánimo de
exhaustividad.

Las cuestiones relativas a la libertad religiosa podrían agruparse, a efectos expositivos,


en los siguientes apartados:

A) La participación obligatoria de militares en la celebración de festividades religiosas en


el seno de las Fuerzas Armadas.
B) El ejercicio de la libertad religiosa en la escuela pública: la presencia de símbolos
religiosos; elección de centros por razón de las convicciones religiosas de los padres;
obligatoriedad de asistencia a las clases de religión.

C) La protección de datos automatizados de carácter personal.

D) Condiciones de internamiento de extranjeros y actitudes racistas o xenófobas.

E) Otras cuestiones sólo indirectamente relacionadas con la libertad religiosa:


actuaciones sobre bienes culturales de titularidad eclesiástica; Seguridad social de
clérigos y religiosos; régimen de los lugares de culto.

F) La objeción de conciencia y la prestación social sustitutoria.

A) Las quejas sobre participación de militares en ceremonias religiosas han sido


frecuentes ya desde los primeros años de funcionamiento de la Institución. En el
Informe anual de 1991, en relación con los actos de culto en el seno de las Fuerzas
Armadas aparece lo siguiente: “Se expone en este apartado una queja en la que se
planteaba la disconformidad del reclamante, militar profesional, con la obligatoriedad de
que los profesionales de las Fuerzas Armadas hubieran de asistir a actos religiosos, por
contradecir, a su juicio, tal obligación el contenido del derecho fundamental a la libertad
religiosa. Se alegaba, asimismo, una posible discriminación que podría llegar a
producirse entre estos militares profesionales y los de reemplazo, por estar exentos
estos militares de asistir a los citados actos religiosos. Manifestaba igualmente la
inadecuación que, a su juicio, existía entre el derecho fundamental mencionado y la
existencia de actos militares que implícitamente conllevan manifestaciones religiosas
(queja 9022323).

Si bien esta institución valoró positivamente la transformación adoptada con la Ley


17/1989, de 19 de julio y el Real Decreto 1145/1990, de 7 de septiembre, en la
medida en que evita situaciones que obliguen a manifestaciones expresas sobre la
religiosidad del personal de las Fuerzas Armadas, se consideró procedente poner de
manifiesto ante el Ministerio de Defensa la necesidad de adoptar cuantas medidas se
estimaran oportunas para profundizar en la aplicación de los derechos constitucionales
previstos en los artículos 14 y 16 de la Constitución , mediante escrito que ha sido
dirigido, recientemente, a ese Departamento”.

En el Informe anual de 1992, respecto a la misma cuestión contenida en el Informe


anterior:

“En relación a la obligatoriedad de participación de los militares profesionales en los


actos religiosos organizados en el seno de las Fuerzas Armadas y la posible vulneración
del derecho fundamental a la libertad religiosa, previsto en el artículo 16 de nuestra
Constitución , se señalaba en el informe del pasado año haberse puesto de manifiesto
ante el Ministerio de Defensa la necesidad de que se adoptasen cuantas medidas se
estimaran oportunas para profundizar en la aplicación de los derechos constitucionales
previstos en los artículos 14 y 16 de la Constitución (expte. 9022323).

En la contestación facilitada por el Ministerio de Defensa se señala a este respecto lo


siguiente:

“En las Fuerzas Armadas tienen lugar ceremonias militares que, en ocasiones, van
precedidas de actos religiosos cuya asistencia no es obligada para los militares
profesionales ni de reemplazo, en aplicación del principio constitucional de libertad
religiosa que viene recogido en el artículo 177 de las Reales Ordenanzas de las Fuerzas
Armadas y en los artículos 423, 595 y 461 de las Reales Ordenanzas de los Ejércitos
de Tierra, de la Armada y del Aire, respectivamente, conforme a los cuales en todas
aquellas ceremonias castrenses acompañadas de actos religiosos se hará, con la debida
antelación, la oportuna advertencia para que quienes no profesen la correspondiente
religión queden dispensados de asistir al acto religioso.

Por los citados preceptos no se hace distinción entre militares profesionales y de


reemplazo, por lo que a ninguno de ellos puede obligársele a la asistencia al acto
religioso cuando no profesen la correspondiente religión. De ahí, pues, que no exista
agravio comparativo entre unos y otros militares ni lesión del principio de igualdad y no
sea necesario adoptar, con carácter general, ninguna medida o disposición para hacer
efectivo el mencionado derecho constitucional, sin perjuicio que, si en algún caso
concreto, se conculcare este derecho, se tomarán las oportunas medidas que el caso
requiera.”

En el Informe anual de 1994, se menciona de nuevo el problema de la participación de


las Fuerzas Armadas en actos de contenido religioso: “En la queja 9402633 se ha
investigado la imposición de correctivos disciplinarios a un grupo de suboficiales por su
negativa a participar en los actos organizados con motivo de una festividad religiosa.

Habida cuenta que los propios interesados pusieron de relieve el hecho de que los
correctivos impuestos se encontraban recurridos en vía jurisdiccional se suspendió la
investigación en virtud de lo previsto en el artículo 17 de la Ley Orgánica 3/1981, del
Defensor del Pueblo .

Sin perjuicio de no entrar en el fondo de la imposición de los correctivos, en cuanto


afectan a la potestad disciplinaria, como es criterio habitual seguido por esta institución,
no obstante, habida cuenta que el problema ha afectado a varias personas y dado que
según la información que esta institución posee, el tratamiento que se ha dado a los
aludidos actos por parte del Gobierno Militar de Valencia ha sido el de calificarlos como
<<actos militares-religiosos celebrados por las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil, de
guarnición en Valencia>>, el Defensor del Pueblo considera que las anteriores
circunstancias podrían suponer una real y efectiva limitación al pleno ejercicio del
derecho reconocido a todos los españoles en el artículo 16 de la Constitución , artículo
que por su ubicación constitucional el Defensor está expresamente obligado en su
vigilancia atendiendo además a la relación de sujeción especial que la situación militar
conlleva con unas limitaciones directas no sólo en la carrera profesional, sino incluso en
su libertad personal, toda vez que esta misma cuestión ya ha sido tratada en anteriores
informes parlamentarios. En la información facilitada por el Ministerio de Defensa se
señalaba que los hechos habían sido investigados por la Sala Quinta del Tribunal
Supremo en diligencias previas finalizadas con auto de archivo, poniéndose de relieve
en todo caso que se habían adoptado las medidas necesarias para evitar en lo sucesivo
situaciones como la investigada, habiéndose dictado en octubre la Orden Ministerial
100/1994, sobre regulación de los actos religiosos en ceremonias solemnes militares”.

En el Informe anual de 1999 se señala lo siguiente:

“4.2. Libertad religiosa

El artículo 16 de la Constitución española garantiza en su apartado primero la libertad


ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación,
en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público
protegido por la ley. Además, el apartado tercero del precepto citado proclama que
ninguna confesión tendrá carácter estatal y exhorta a los poderes públicos a tener en
cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y a mantener las consiguientes
relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.

En el ámbito militar, el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre la


asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y servicio militar de clérigos y religiosos de 3
de enero de 1979 , ratificado por Instrumento de 4 de diciembre de 1979, se inscribe
en la línea de cooperación con las confesiones, la católica en este caso, que establece el
artículo 16.3 , antes citado, e intenta remover los obstáculos que podrían dificultar el
ejercicio real y efectivo de la libertad religiosa por las peculiaridades de la vida militar,
concretándolo en una asistencia religiosa específica, con la obligación del Estado de
sostenerla económicamente y facilitar los medios materiales necesarios para prestarla.

El artículo 177 de la Ley 85/1978, de 28 de diciembre, de Reales Ordenanzas para las


Fuerzas Armadas , dispone que todo militar tiene derecho a la libertad de
pensamiento, de conciencia y de religión, que incluye su manifestación individual o
colectiva, tanto en público como en privado, sin otras limitaciones que las legalmente
impuestas por razones de disciplina o seguridad. Por su parte, el artículo 195 de la
misma norma dispone que también se facilitará la asistencia religiosa al militar de
conformidad con lo que está legalmente establecido.

En uso de la autorización contenida en la disposición final segunda de la Ley 85/1978,


de 28 de diciembre , se dictaron el Real Decreto 2945/1983, de 9 de noviembre, de
Reales Ordenanzas del Ejército de Tierra, el Real Decreto 494/1984, de 22 de febrero,
de Reales Ordenanzas del Ejército del Aire y el Real Decreto 1024/1984, de 23 de
mayo, de Reales Ordenanzas de la Armada, todos los cuales dedican un título a la
asistencia religiosa, cuyo contenido coincide en lo esencial.

La participación de los militares en ceremonias religiosas está prevista tanto en las


normas antes examinadas como en el Real Decreto 834/1984, de 11 de abril, por el que
se aprueba el Reglamento de Honores Militares. Además, la Orden Ministerial 100/1994,
de 14 de octubre, sobre regulación de los actos religiosos en ceremonias solemnes
militares, tiene como finalidad adecuar las tradiciones castrenses de participar en
celebraciones de carácter religioso y de incluir actos religiosos en celebraciones militares
a las exigencias que se derivan del principio de neutralidad de los poderes públicos en
materia religiosa.

No se debe olvidar que el principio de libertad religiosa, en tanto que reconoce el


derecho de los ciudadanos a actuar en este campo con plena inmunidad de coacción del
Estado y de cualesquiera grupos sociales, supone la prohibición al Estado de concurrir,
junto a los ciudadanos, en calidad de sujeto de actos o de actitudes de signo religioso.
Por ello, el Tribunal Constitucional ha señalado reiteradamente que el artículo 16.3 de la
norma suprema veda cualquier tipo de confusión entre funciones religiosas y estatales
y, en relación con la participación de militares en ceremonias religiosas, ha señalado
que “el derecho de libertad religiosa, en su vertiente negativa, garantiza la libertad de
cada persona para decidir en conciencia si desea o no tomar parte en actos de esa
naturaleza. Decisión personal, a la que no se pueden oponer las Fuerzas Armadas que,
como los demás poderes públicos, si están, en tales casos, vinculadas negativamente
por el mandato de neutralidad en materia religiosa del artículo 16.3 C.E. ”.

Esta doctrina constitucional no coincide con los argumentos remitidos a esta institución
por el Arzobispado Castrense y por la Asesoría Jurídica General del Ministerio de
Defensa cuando se sometió a su consideración la queja de una asociación religiosa no
católica que planteaba la posible vulneración del principio de neutralidad religiosa por
parte de los poderes públicos en un acto de homenaje a la bandera en el que, según se
indicaba, cuando se pronunció una oración en memoria de los caídos por la patria, esta
concluyó con la frase “en nombre de nuestro señor Jesucristo, descansen en paz”. La
Orden Ministerial 100/1994, de 14 de octubre, cuando describe los actos de homenaje a
los que dieron su vida por España, indica que se pronunciará una oración en memoria y
homenaje a cuantos a lo largo de la historia entregaron su vida por la patria, pero no
prevé expresamente la intervención del capellán ni la pertenencia de la oración que se
pronuncia a una confesión religiosa determinada.

El Arzobispado Castrense indica que a quienes han ejercido y ejercen responsabilidades


dentro de las Fuerzas Armadas se les ha venido planteando, particularmente desde
1978, el reto de salvaguardar el patrimonio histórico espiritual que ha configurado la
vida castrense, conjugándolo con el urgente deber de adecuar tal herencia a la
supresión de la confesionalidad católica del Estado español y al respeto efectivo del
derecho del ciudadano al ejercicio de la libertad religiosa por parte de católicos y no
católicos.

A su entender, las Reales Ordenanzas de los tres ejércitos afirman unánimemente que:
“Se conservarán con respeto todas aquellas tradiciones, usos y costumbres que
mantengan vivo su espíritu y perpetúen el recuerdo de su historia”. Por otra parte el
Real Decreto 1145/1990, de 7 de septiembre, por el que se crea el Servicio de
Asistencia Religiosa en las Fuerzas Armadas, a la vez que enmarca el ejercicio del
ministerio de los capellanes dentro del respeto al derecho constitucional de libertad
religiosa y de culto, garantiza el que en la realización de dichos cometidos dispondrán
de plena libertad para el ejercicio de su ministerio.

Continúa manifestando el Arzobispado Castrense que en todos los actos religiosos


celebrados en ceremonias solemnes militares se procura tener en cuenta la posible
presencia de personas no católicas. En el acto concreto que se cuestionaba, indica que
la oración fue breve y, puesto que el que la hizo era un sacerdote católico, no podía
impedírsele que la hiciera como cristiano, teniendo además en cuenta que en algunos
casos el capellán católico puede hacer otro tipo de oración ecuménica cuando entre los
asistentes se dé una cierta paridad entre miembros de distintas religiones.

Por último, se afirma que resultaría muy difícil de entender el que por respetar a una
exigua minoría se impidiese el ejercicio de su libertad religiosa a la inmensa mayoría, y
se considera sorprendente que haya que justificar una tradición religiosa castrense que
responde a las convicciones de tan gran mayoría de los españoles, frente una minoría
religiosa tan exigua en número de miembros presentes en las Fuerzas Armadas, si es
que existen fuera de Melilla y Ceuta, y que se rige por unas normas tan peculiares sobre
libertad religiosa, allá donde ellos pueden imponerlas (...) (9822390).”

A la vista de estos informes, el Defensor del Pueblo formuló en el año 1999 la siguiente
recomendación sobre libertad religiosa en las Fuerzas Armadas:

“Los argumentos esgrimidos por el Arzobispado Castrense y por la Asesoría Jurídica


General del Ministerio de Defensa cuando se sometió a su consideración la queja de una
asociación religiosa no católica que planteaba la posible vulneración del principio de
neutralidad religiosa por parte de los poderes públicos en un acto de homenaje a la
bandera no coinciden, a juicio de esta institución, con la doctrina del Tribunal
Constitucional sobre el derecho a la libertad religiosa y el principio de neutralidad de los
poderes públicos en esta materia.

Tras el estudio de los argumentos, se ha visto la necesidad de resaltar que la libertad


religiosa es un derecho fundamental y su ejercicio está garantizado a todos los
ciudadanos por la Constitución y, que a juicio de esta institución, ni la supuesta falta de
libertad religiosa que pudiera darse en otros países, ni las diferencias cuantitativas en
cuanto al número de católicos en el seno de las Fuerzas Armadas pueden justificar
ninguna restricción a esta libertad. Por otra parte, esta institución no comparte el
criterio según el cual el respeto a la libertad religiosa de una minoría es incompatible
con el ejercicio de dicha libertad por la mayoría.

Todas estas consideraciones se han puesto en conocimiento de la Administración


militar, con la recomendación de que se adopten las medidas necesarias para que la
interpretación de la Orden Ministerial 100/1999, de 14 de octubre, se realice en el
sentido más favorable a la libertad religiosa de los militares y al principio de neutralidad
de los poderes públicos en materia religiosa.

En este sentido, la Administración militar respondió que la entrada en vigor de esta


norma supuso el primer intento concreto de plasmar el mandato constitucional recogido
en el artículo 16 de la Constitución en la vida diaria de las unidades militares de los
tres ejércitos, lo que ha venido llevándose a la práctica sin ningún tipo de trauma, e
indica que el principio de libertad religiosa está siendo respetado precisamente al ser
cumplida en sus estrictos términos la citada disposición ministerial.

A su juicio son dos los pilares sobre los que debe asentarse el principio de libertad
religiosa, en su aplicación dentro de las Fuerzas Armadas. Por un lado, su neutralidad
en materia religiosa, dada su incardinación en el aparato estatal, y por otro, la garantía
de que todos y cada uno de los miembros de aquéllas no se vea compelido, por mor del
deber de obediencia y del acto de servicio, a llevar a cabo conductas de claro contenido
religioso, que sean contrarias a su propia conciencia. Desde ambos puntos de vista se
han hecho esfuerzos, y se siguen haciendo diariamente, a fin de garantizar el principio
constitucional de libertad religiosa, mereciendo destacar el recordatorio de la directrices
existentes en esta materia que se lleva a cabo continuamente a los jefes de las
unidades a través de las respectivas cadenas de mando, para que la interpretación y
aplicación de la tan citada orden ministerial se realice en todo momento con exquisita
observancia de cuanto se determina al respecto en la Constitución española .”

Por otra parte, con la desaparición de los militares de reemplazo, se modifica el régimen
jurídico. Así, la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen del Personal de las Fuerzas
Armadas, recoge en el Título XII los derechos y deberes de los militares profesionales
. El artículo 150 , sobre derechos, libertades y deberes, establece:

“1. El régimen de derechos, libertades y deberes de los militares profesionales es el


establecido en la Constitución , en las disposiciones de desarrollo de la misma y,
según lo previsto en la Ley Orgánica por la que se regulan los criterios básicos de la
defensa nacional y la organización militar, en las Reales Ordenanzas para las Fuerzas
Armadas .”

B) El ejercicio de la libertad religiosa en la escuela pública

El Informe anual del Defensor del Pueblo de 1997 contiene las siguientes
consideraciones relativas a la enseñanza religiosa y actividades alternativas:

“La necesidad que se deriva de las normas vigentes de que en el ámbito de los centros
docentes se atiendan las distintas opciones que hayan realizado los padres o tutores de
los alumnos en relación con la impartición a sus hijos de enseñanzas de religión católica
o con la dedicación alternativa de los alumnos a otras enseñanzas o actividades, obliga
a aquéllos a la adopción de soluciones organizativas que, por distintas razones, son en
ocasiones cuestionadas ante esta institución por los padres de los alumnos afectados.

Así, por ejemplo, según señalaba la madre de un alumno, en el centro al que asistía su
hijo se procedió a reestructurar los grupos en que inicialmente estaban integrados los
alumnos con los mismos compañeros que el curso académico anterior, en función de la
opción realizada por sus padres en materia de enseñanza religiosa, resultando así
integrados los alumnos en uno u otro grupo según sus padres hubieran expresado su
deseo de que recibieran religión católica o enseñanzas alternativas a las de religión, lo
que en el caso del hijo de la interesada había implicado su separación del grupo al que
había pertenecido desde su ingreso en el centro.

La tramitación efectuada ante la Dirección General de Centros Educativos, de la que


procedían unas instrucciones que había dado lugar a la decisión cuestionada, ha
permitido constatar que la citada decisión dado el contexto en que se produjo no reviste
el carácter discriminatorio hacia los alumnos que no deseaban recibir enseñanza
religiosa que le atribuía la interesada. En efecto, la reagrupación de alumnos a que
aludía la reclamante se había producido al concluir los alumnos el nivel de educación
infantil e iniciar el de educación primaria, momento en el que el criterio que, en general,
se tiene en cuenta para la formación de grupos no es de mantenimiento de los grupos
iniciales sino un criterio alfabético cuya aplicación determina modificaciones en los
grupos a causa de la incorporación habitual de nuevos alumnos.

A dichas modificaciones se añadieron, según se desprende de la información, las que


por razones de los medios personales y materiales de que dispone el centro resultó
necesario establecer en función de la opción ejercitada para los alumnos en materia de
enseñanza religiosa, en términos análogos a los que se aplican a otros niveles
obligatorios que incluyen materias o enseñanzas opcionales (9623011).

La tramitación de otra queja, concluida en el presente ejercicio con la aceptación por la


Consejería de Cultura, Educación y Ciencia de la Generalidad Valenciana de una
sugerencia formulada por esta institución, ha puesto de manifiesto los
condicionamientos, que en este caso el Defensor del Pueblo no consideró aceptables,
que para una adecuada atención de las opciones ejercitadas en materia de enseñanza
religiosa se derivan de la limitación o insuficiencia de los medios de que disponen
algunos centros.

Dicha tramitación confirmó que los alumnos de un colegio público de la localidad de


Orihuela, que habían optado por la realización de actividades alternativas a las
enseñanzas de religión católica, eran atendidos en el mismo aula y por el mismo
profesor que simultáneamente impartía enseñanzas de religión católica a los alumnos
que habían ejercitado esta última opción.

Esta institución entendió que la fórmula indicada no garantizaba mínimamente las


condiciones precisas para el ejercicio efectivo de esta última opción. En consecuencia,
dirigió a la Consejería ya mencionada una sugerencia que, como ya se ha indicado, ha
sido aceptada en el sentido de que se estudiasen las modificaciones organizativas
precisas en el centro o la de dotación al mismo de los medios precisos para que el
desarrollo sucesivo de las actividades alternativas a la enseñanza de religión se
produzca en las condiciones exigibles en atención al principio de libertad religiosa
definido constitucionalmente (9510936).

Asimismo se han cuestionado ante esta institución, por considerarse contrarias al citado
principio constitucional, determinadas actuaciones producidas en el ámbito de centros
docentes públicos. La tramitación de las quejas que a continuación se reseñan ha
permitido constatar tanto la realidad de las actuaciones cuestionadas como la adopción
inmediata por las autoridades educativas de medidas dirigidas a su corrección.

La primera de las quejas mencionadas aludía a la inclusión, en el proyecto educativo de


un colegio público -documento en el que cada centro docente, en uso de su autonomía
pedagógica, define su propio modelo de gestión organizativa y pedagógica de manera
acorde con el entorno escolar y las necesidades de los alumnos- de una declaración de
confesionalidad cristiana.

Según ha podido determinarse en el curso de la tramitación efectuada, las citadas


previsiones han sido modificadas por el Consejo Escolar del centro y adecuados los
contenidos correspondientes del proyecto educativo a los imperativos que se deducen
del repetido principio constitucional.

Por su parte, el promovente de la otra queja citada señalaba en su escrito que la


profesora de un colegio público de la localidad de Torrejón de Ardoz (Madrid) que
impartía clases a su hija, incluía en las mismas enseñanzas propias de la religión
católica.

También en este caso la investigación a que ha dado lugar la intervención de esta


institución ha permitido constatar a los servicios de inspección educativa que, aún
cuando la profesora no admitía haber impartido enseñanzas religiosas en sus clases, sí
había incluido esporádicamente prácticas de religión católica, por lo que se ha advertido
a la profesora de la inadecuación de su actuación en el aspecto mencionado y de la
necesidad de obviar en lo sucesivo dichas prácticas religiosas (9622321 y 9704692).

Por último puede mencionarse la queja formulada por la Comisión Islámica de Melilla en
la que se pone de manifiesto el malestar del colectivo musulmán de dicha ciudad, ante
la falta de medidas dirigidas a la implantación de clases de religión islámica en los
correspondientes centros docentes, situación que, según se señalaba, vulneraba
previsiones contenidas en el Acuerdo de Cooperación del Estado Español con la
Comisión Islámica de España, suscrito el 28 de abril de 1992 y aprobado por Ley
26/1992, de 10 de noviembre , así como lo establecido en el Real Decreto 2438/1994,
de 26 de diciembre, por el que regula la enseñanza de la religión .

La intervención practicada ante las autoridades del Ministerio de Educación y Cultura ha


permitido conocer que una vez suscrito el Convenio de 12 de marzo de 1996 sobre
designación y régimen económico del personal encargado de la impartición de la
enseñanza islámica, por parte del citado departamento se adoptaron las medidas
precisas para que ello fuera posible en los centros docentes en el curso 1996-97,
aunque no pudieron implantarse desde el inicio del citado curso, al no haber procedido
la Comisión Islámica de España, según se preveía en el mencionado convenio, a la
designación de las personas que hubieran de hacerse cargo de dichas enseñanzas.

Con todo, una vez superadas las dificultades iniciales apuntadas, según se desprende de
los informes emitidos por la Secretaría General de Educación y Formación Profesional,
las clases de religión islámica vienen impartiéndose regularmente en los centros de
Melilla que lo han demandado desde el mes de abril de 1997 (9702248).”

Sobre las limitaciones a la libertad religiosa de los musulmanes en Melilla, la dirección


http://www.webislam.com/al_97_07.htm recoge la ponencia presentada por
Muhammad Abduljabir Abu Ibrahim Molina, Redactor del Boletín Al-Yama`a de la
Comisión Islámica de Melilla, en el Seminario <<Libertad religiosa>>, celebrado en
Córdoba los días 26 y 27 de julio de 1997. En la página web se recoge el planteamiento
de la Comisión Islámica de Melilla en lo referente a la educación islámica en los colegios
públicos, que afectaría a más de cuatro mil niños musulmanes melillenses, poniendo de
manifiesto ciertas discrepancias entre las federaciones que integran la Comisión
Islámica de España, que retrasaron la presentación de las listas de profesores.

Esta materia ha sido objeto de varias quejas ante los Comisionados autonómicos, por
tratarse de una de las competencias que primero han sido transferidas a las
Comunidades Autónomas. De entre ellas, destacamos algunas quejas relativas a los
símbolos religiosos en la escuela pública.

Una de estas quejas se presentó ante el Defensor del Pueblo Andaluz, cuya intervención
se produce tras recibir la denuncia de un padre que cuestionaba la presencia en el aula
del colegio público donde estudiaba su hijo de un crucifijo y exigía su retirada por
considerar que se estaba vulnerando su derecho a la libertad religiosa y la
aconfesionalidad del Estado. El interesado había planteado su problema al centro siendo
desestimada su pretensión por acuerdo mayoritario del Consejo Escolar. Contra esta
decisión interpuso recurso ante la Delegación Provincial de Educación y Ciencia, siendo
desestimado el mismo al entender dicha Delegación que debía prevalecer la opinión del
Consejo Escolar como máximo representante de la Comunidad Educativa del centro.
Interpuesto el oportuno escrito de queja ante esta Institución solicitando el parecer de
la misma sobre el conflicto suscitado, se emitió un informe para determinar si la
colocación de un símbolo religioso en un aula de un Colegio Público contradice la
declaración constitucional de aconfesionalidad del Estado o bien atenta contra el
derecho fundamental a la libertad religiosa, consagrados ambos en el artículo 16 del
texto constitucional . Como requisito previo a la determinación de cuál sea la solución
aplicable a la problemática planteada, el informe del Defensor del Pueblo Andaluz se
plantea responder a dos cuestiones básicas: qué consecuencias implica la
aconfesionalidad de un Estado y qué se entiende por libertad religiosa.
Como conclusiones del informe del Defensor del Pueblo Andaluz se recoge lo siguiente:

“- La existencia de símbolos religiosos en los Centros docentes públicos no implica


necesariamente una vulneración del principio de aconfesionalidad del Estado.

- La existencia de lugares especialmente destinados al culto o la enseñanza religiosa en


los Centros docentes públicos no vulnera el derecho a la libertad religiosa de las
personas, en la medida en que nadie sea obligado a asistir a los mismos en contra de
sus propias creencias.

- La existencia de lugares especialmente destinados al culto de una determinada


confesión religiosa en los Centros docentes públicos no vulnera el principio de no
discriminación por razón de religión en la medida en que no se excluya la posibilidad de
otorgar esta facultad, en la forma y proporción adecuadas, a los miembros de otras
confesiones.

- La existencia de símbolos religiosos en los centros docentes públicos no vulnera el


derecho a la libertad religiosa de las personas de distinta confesión, en la medida en
que los mismos se encuentren situados en los lugares especialmente destinados al culto
o la enseñanza religiosa, o se coloquen en lugares que individualicen a su portador:
pupitres, carteras, carpetas, prendas de vestir, etc.

- Los símbolos religiosos colocados en aulas donde se imparta enseñanza de asistencia


obligatoria, en Centros docentes públicos, puede vulnerar el derecho a la libertad
religiosa de las personas y, por tanto, deben ser retirados cuando así lo solicite alguno
de los que se consideren afectados.”

Con fecha 9 de enero de 2001, el entonces Presidente de la Asociación Pi y Margall por


la Educación Pública y Laica, a través del formulario de la página web de la Institución,
solicita información del Defensor del Pueblo Andaluz sobre la presencia de símbolos
religiosos en aulas y otros espacios -bibliotecas, despachos, pasillos, etc.- de colegios
públicos andaluces. Esta información se solicitaba para exigir el cumplimiento de la
normativa aplicable. Con el escrito de ratificación de la queja se adjuntaba copia de
otro, dirigido al director del Colegio Público Virgen de la Cabeza con fecha 5 de marzo
de 2001, en el que se solicitaba la retirada de imágenes y símbolos religiosos de las
aulas y espacios comunes. También se informaba de que a esa fecha no se había
recibido contestación de la dirección del citado colegio.

Con fecha 6 de agosto de 2001, el Defensor del Pueblo Andaluz responde que, tras un
detenido estudio de la queja, entiende que la misma tiene un contenido similar a otra,
ya atendida, deduciendo que el informe evacuado para dicha queja anterior podía servir
para satisfacer la información solicitada, por lo que adjuntaba el citado informe.
Asimismo, y en cuanto a la solicitud realizada a la Dirección del C.P. Virgen de la
Cabeza, informaba de que lo procedente sería entender que había sido desestimada por
silencio administrativo, debiendo volver a solicitarlo pidiendo una resolución expresa o
bien presentar recurso de alzada ante la Delegación Provincial de Educación.

Con fecha 14 de mayo de 2001, antes de la recepción del Informe del Defensor del
Pueblo Andaluz, la Asociación Pi y Margall por la Educación Pública y Laica había recibido
un escrito denegatorio de la Dirección del C.P. Virgen de la Cabeza, en el que se decía
que se había solicitado asesoramiento a la Delegación Provincial de Educación, de la que
había recibido la siguiente respuesta:

“... El simple hecho de que en las instalaciones de un centro público existan símbolos de
una determinada confesión religiosa no supone, por sí, un posicionamiento de la
Administración que viole su exigible neutralidad y aconfesionalidad, sin que en modo
alguno los individuos resulten afectados en su ámbito de libertad en el plano religioso,
ni se ejerza una influencia sobre los alumnos que pueda afectar al derecho de los
padres reconocido en el artículo 27.3 de la Constitución . (...) No obstante lo anterior,
será el Consejo Escolar del Centro, como máximo órgano de gobierno del mismo, quien
decida sobre el mantenimiento de las imágenes de carácter religioso en su recinto.”

A la vista de la denegación de la solicitud y el informe del Defensor del Pueblo Andaluz,


el 1 de octubre de 2001 la Asociación Pi y Margall por la Educación Pública y Laica
dirigió un nuevo escrito al C.P. Virgen de la Cabeza, en la que apoyándose en el Informe
emitido por la Institución, solicitaba la retirada inmediata de imágenes y símbolos
religiosos de los espacios de uso común en el Centro, como aulas, biblioteca, pasillos,
etc., adjuntando al escrito copia del informe citado.

En su página de Internet (http:/www.piymargall.org), la Asociación manifiesta su


valoración del informe, discrepando de la necesidad de requerimiento expreso para que
los símbolos religiosos sean retirados, por parte de los posibles afectados.

También ante el Defensor del Pueblo Andaluz se presentaron varias quejas sobre las
condiciones para la escolarización de alumnos. “En algunas de ellas, el aumento de la
ratio se solicitaba como un derecho “per se”, por estar el domicilio de los solicitantes en
la zona de influencia del colegio en cuestión, o bien por entender que tenían que
conseguir plaza en el centro elegido por tener hermanos matriculados en el centro, o
simplemente por haberlo escogido por sus convicciones religiosas, alegándose, en
algunos casos de forma vehemente, que, en caso de no accederse a sus peticiones, se
estaría conculcando el derecho a la libre elección de centro de esas familias.

Al respecto, de entre las quejas antes mencionadas parece oportuno detenernos a


comentar la queja 00/1557 [solicitud de aumento de ratio en centro concertado de
Sevilla, por convicciones religiosas], en la que un padre de alumno no admitido se
dirigía a esta Institución en representación de 20 padres más de alumnos solicitantes de
plaza en 1º de primaria de un colegio concertado de la zona de Sevilla, que a
consecuencia de la rígida aplicación de la ratio de 25 alumnos por unidad, se habían
quedado sin plaza para el curso escolar 2000-01. Manifestaban los padres afectados su
derecho a escolarizar a sus hijos en el centro de su elección y preferencia, derecho que,
a su juicio, de hecho quedaba materialmente anulado al imponérseles como solución el
aceptar plazas en colegios públicos, cuya orientación educativa se alejaba de sus
preferencias, por no ofrecer la calidad de enseñanza y educación que querían para sus
hijos, que no era otra que la religiosa. Según consideraban los reclamantes, si bien
tenían la obligación de escolarizar a sus hijos, también “debían tener el derecho a elegir
el colegio que considerasen para ello, siempre y cuando hubiese solución, como era este
caso”. A su vez, alegaban que la dirección y el Consejo Escolar del colegio en cuestión
estaban de acuerdo con la ampliación de la ratio a 29 alumnos por unidad, y luchaban
por ello, a fin de que continuasen escolarizados en ese centro los 20 alumnos excluidos.
Los interesados apuntaban como solución que se autorizase la ampliación de la ratio de
las unidades a 29 alumnos, solución que era aceptada por todos los afectados, por
cuanto que, además, era la medida que se había adoptado en otras zonas igualmente
masificadas de Sevilla. De ahí que no entendían por qué no podía aplicarse igualmente
en su zona, estimando que en ese caso podría hablarse de una clara discriminación para
estos alumnos. Por ello, solicitaban la intervención de esta Institución ante la
Administración, a fin conseguir como solución al problema de la exclusión de sus hijos,
que se aceptase por la Delegación Provincial la elevación de la ratio de las cinco
unidades de 1º de Primaria del centro.

Admitida a trámite la queja, iniciamos las actuaciones oportunas a fin de poner en


conocimiento de dicho organismo la petición de aumento de ratio que estos padres nos
habían dirigido, para que se estudiase la posibilidad de que la misma fuese atendida, al
objeto de intentar solucionar el problema de escolarización de sus hijos.”

El problema planteado se resolvió satisfactoriamente, porque, aunque la Administración


educativa no había atendido la petición de aumento de ratio, si aceptó la pretensión
planteada por otros padres afectados, dándose curso a sus denuncias sobre las
irregularidades detectadas en el proceso de escolarización del centro (posibles
falsedades en los domicilios alegados por parte de algunos de los alumnos admitidos en
el mismo), que desembocó en la realización de un nuevo proceso de baremación que
supuso la revocación de la escolarización de los alumnos indebidamente admitidos, y la
admisión de otros -los hijos de algunos de los interesados en la queja que estamos
comentando-, a los que se comprobó que les correspondía en derecho una plaza escolar
en dicho colegio.

C) La protección de datos automatizados de carácter personal.

En el Informe anual de 1993, el Defensor del Pueblo se refiere extensamente a la


posible violación del derecho a la intimidad en el ámbito del tratamiento informático de
datos de carácter personal. La preocupación inicial del Defensor del Pueblo, en función
del tipo de quejas que se presentaron, se refería a la creación y utilización de ficheros
policiales. Las posibles actuaciones irregulares aludían a una aplicación informática
denominada Personas de Interés Policial, cuya base de datos, según la contestación
facilitada por el Ministerio del Interior, incluía a los que eran o habían sido buscados por
cualquier motivo por las autoridades judiciales o policiales; haber sido detenido o
reseñado por cualquier motivo; haber sido o estar siendo objeto de una actuación o
investigación policial por participar de alguna forma en la comisión de un delito; o haber
sido condenado judicialmente por participar en un delito. En la queja 9320221, el
Defensor del Pueblo tuvo conocimiento a través de los medios de comunicación de la
existencia de los llamados Grupos de Análisis y Tratamiento de la Información (GATI),
mediante los que se procedía al cruce de datos informáticos en los que constaba
información sobre detenidos, las personas con las que éstos convivían y, en general,
aspectos que si bien no pudieran considerarse relevantes para una investigación sobre
hechos delictivos, tenían relación directa con ámbitos que podían afectar a la intimidad
de las personas. Otras quejas se referían a la falta de cancelación de antecedentes
policiales o a conservación de ficheros que habían sido elaborados por el antiguo
Servicio de Información de la Guardia Civil o por la Dirección General de Seguridad y
que contenían fichas de “peligrosos políticos”, relativas a personas que hubiesen sufrido
condena o se hubiesen distinguido por sus actividades políticas contra el régimen
anterior. Se trataba de supuestos que podían convertirse en elementos de coacción
directa y lesionar derechos fundamentales como el de asociación o el de libertad
ideológica, entre otros. En todas las contestaciones del Ministerio del Interior se alude al
esfuerzo de adecuación de los ficheros policiales a la normativa constitucional,
ordenando la inutilización y el expurgo de los antiguos ficheros policiales relativos a
actividades políticas y sindicales legales.

En 1993, el Defensor del Pueblo interpuso recurso de inconstitucionalidad contra los


arts. 19.1 y 22.1 y 2 de la Ley Orgánica 5/1992, de 29 de octubre, de Regulación
del Tratamiento Automatizado de Datos de Carácter Personal. Según el recurso
presentado “el art. 19.1 LORTAD incurre en el vicio de inconstitucionalidad por
infracción de la reserva de Ley dispuesta en el art. 53.1 CE . Dice el Defensor del
Pueblo que el art. 11 LORTAD establece la regla general del consentimiento previo del
afectado para que puedan ser cedidos sus datos de un fichero informático a otro, con
alguna excepción entre las que se cuentan especialmente las dispuestas en el apartado
1 del art. 19 LORTAD , según el cual la cesión de datos de carácter personal entre
Administraciones Públicas para ejercer competencias diferentes o sobre materias
diferentes a aquéllas que hayan motivado la recogida de esos datos solo será posible si
así lo prevé la norma de creación del fichero u otra norma de igual o superior rango. Lo
así previsto en el art. 19 LORTAD debe ponerse en conexión con lo previsto en el
apartado 1 del art. 18 de la misma Ley Orgánica , según el cual la creación,
modificación o supresión de un fichero solo podrá realizarse por medio de disposición
general que se publicará en el “Boletín Oficial del Estado” o “Diario Oficial”
correspondiente. De ello resulta, a juicio de quien impugna, en primer lugar, que las
normas de creación, modificación o supresión de un fichero podrán tener carácter
reglamentario; y, en segundo lugar, que esas normas pueden autorizar la cesión de
datos sin necesidad de recabar el consentimiento del afectado, en contra, por tanto, de
la regla general que sobre el particular establece el art. 11 LORTAD .

El Defensor del Pueblo también impugna en su recurso de constitucionalidad los


apartados 1 y 2 del art. 22 LORTAD , en sus incisos “impida o dificulte gravemente el
cumplimiento de las funciones de control y verificación de las Administraciones
Públicas”, “la persecución de infracciones ... administrativas” y “ante razones de interés
público o ante intereses de terceros más dignos de protección”, por infracción del art.
18.1 y 4 CE . El art. 22 LORTAD regula las excepciones a los derechos de acceso,
rectificación y cancelación de los datos personales que obren en los ficheros de datos
automatizados (en relación con lo dispuesto en los arts. 5 , 14 y 15 LORTAD). Estos
derechos son parte del contenido esencial del derecho al honor y a la intimidad, en
opinión del Defensor del Pueblo, en relación con el uso de la informática (art. 18.4 CE
), viniendo el precepto impugnado de la LORTAD a imponer graves excepciones a los
mismos.

Pues bien, estos incisos, aduce el Defensor del Pueblo, violan el apartado 4 del art. 18
CE en relación con su apartado 1, y también el art. 53.1 CE , al no respetar la
LORTAD el contenido esencial de los derechos al honor y a la intimidad, haciendo que
esos derechos resulten irreconocibles en relación con el uso de la informática y sin que
tales límites tengan justificación.

Pero la falta de garantías de protección de datos automatizados de carácter personal se


extendía a los datos especialmente protegidos. Por escrito registrado el 29 de enero de
1993, por parte de cincuenta y seis diputados pertenecientes todos ellos al Grupo
Parlamentario del Partido Popular, se interpuso recurso de inconstitucionalidad contra
los arts. 6.2 , 19.1, 20.3 , 22.1 y 2 LORTAD. Por lo que aquí interesa, se
impugnaba el art. 20.3 de la Ley ya que autorizaba el almacenamiento y tratamiento
de los denominados “datos sensibles” (los relativos al sexo, creencias, religión o
ideología, y salud de la persona). La propia singularidad de esos datos exige,
justamente, una más severa garantía sobre su tratamiento automatizado, dado que
afectan al núcleo de la dignidad humana, que podría ser gravemente conculcada de no
tomarse las oportunas cautelas frente al uso de la informática respecto de semejante
información relativa a la persona alguna. El art. 7 LORTAD , al albur de lo dispuesto
en el art. 6 del Convenio de Estrasburgo de 1981, establece ciertas garantías específicas
en relación con la recogida y tratamiento de ese tipo de datos. Sin embargo, aducen los
Diputados, el apartado 3 del art. 20 LORTAD , al fijar ciertas excepciones a esas
garantías, habilita a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado para la recogida y
tratamiento de esa información sin someterse a las cautelas que la propia LORTAD
estatuye como regla general para el caso.

El Tribunal Constitucional acumuló estos recursos y en la STC 290/2000, de 30 de


noviembre declaró, en cuanto a los arts. 6.2 , 19.1, 20.3 , 22.1 y 2.1 , 39.1
y 2 y Disposición final tercera de la Ley Orgánica 5/1992, de 29 de octubre, de
Regulación del Tratamiento Automatizado de los Datos de Carácter Personal, la pérdida
sobrevenida del objeto de los recursos interpuestos por los Diputados del Grupo
Parlamentario Popular y por el Defensor del Pueblo. Los aspectos recurridos habían sido
modificados por la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos
de Carácter Personal . En materia de datos sensibles, se mantenía la regulación en los
siguientes términos:

“Artículo 7 . Datos especialmente protegidos.

1. De acuerdo con lo establecido en el apartado 2 del artículo 16 de la Constitución ,


nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.
Cuando en relación con estos datos se proceda a recabar el consentimiento a que se
refiere el apartado siguiente, se advertirá al interesado acerca de su derecho a no
prestarlo.

2. Sólo con el consentimiento expreso y por escrito del afectado podrán ser objeto de
tratamiento los datos de carácter personal que revelen la ideología, afiliación sindical,
religión y creencias. Se exceptúan los ficheros mantenidos por los partidos políticos,
sindicatos, iglesias, confesiones o comunidades religiosas y asociaciones, fundaciones y
otras entidades sin ánimo de lucro, cuya finalidad sea política, filosófica, religiosa o
sindical, en cuanto a los datos relativos a sus asociados o miembros, sin perjuicio de
que la cesión de dichos datos precisará siempre el previo consentimiento del afectado.

3. Los datos de carácter personal que hagan referencia al origen racial, a la salud y a la
vida sexual sólo podrán ser recabados, tratados y cedidos cuando, por razones de
interés general, así lo disponga una ley o el afectado consienta expresamente.

4. Quedan prohibidos los ficheros creados con la finalidad exclusiva de almacenar datos
de carácter personal que revelen la ideología, afiliación sindical, religión, creencias,
origen racial o étnico, o vida sexual.

5. Los datos de carácter personal relativos a la comisión de infracciones penales o


administrativas sólo podrán ser incluidos en ficheros de las Administraciones públicas
competentes en los supuestos previstos en las respectivas normas reguladoras.

6. No obstante lo dispuesto en los apartados anteriores, podrán ser objeto de


tratamiento los datos de carácter personal a que se refieren los apartados 2 y 3 de este
artículo, cuando dicho tratamiento resulte necesario para la prevención o para el
diagnóstico médicos, la prestación de asistencia sanitaria o tratamientos médicos o la
gestión de servicios sanitarios, siempre que dicho tratamiento de datos se realice por un
profesional sanitario sujeto al secreto profesional o por otra persona sujeta asimismo a
una obligación equivalente de secreto.

También podrán ser objeto de tratamiento los datos a que se refiere el párrafo anterior
cuando el tratamiento sea necesario para salvaguardar el interés vital del afectado o de
otra persona, en el supuesto de que el afectado esté física o jurídicamente incapacitado
para dar su consentimiento.”

No obstante, esta nueva Ley Orgánica , que derogó la de 1992, incurría, en opinión
del Defensor del Pueblo, en el mismo vicio de inconstitucionalidad que la anterior.

En el recurso presentado contra la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de


Protección de Datos de Carácter Personal , se decidió la interposición contra el inciso
“o por disposición de superior rango que regule su uso” del artículo 21.1 ; contra los
incisos “funciones de control y verificación de las administraciones públicas” y
“persecución de infracciones (...) administrativas” del artículo 24.1 ; así como contra
el primer párrafo del artículo 24.2 , todos ellos de la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de
diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal , por estimar que vulneran el
artículo 18.4 en relación con el 18.1 y el artículo 53.1 de la Constitución española.

El Tribunal Constitucional, en fecha 30 de noviembre de 2000 (STC 292/2000 )


decidió estimar el recurso de inconstitucionalidad y, en consecuencia,

“1º Declarar contrario a la Constitución y nulo el inciso “cuando la comunicación


hubiere sido prevista por las disposiciones de creación del fichero o por disposición de
superior rango que regule su uso o” del apartado 1 del artículo 21 de la Ley Orgánica
15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal .
2º. Declarar contrarios a la Constitución y nulos los incisos “impida o dificulte
gravemente el cumplimiento de las funciones de control y verificación de las
Administraciones públicas” y “o administrativas” del apartado 1º del artículo 24, y todo
su apartado 2, de la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos
de Carácter Personal .”

Por otra parte, ya desde 1995 el Defensor del Pueblo mostró su preocupación frente a
una práctica que parecía generalizarse y que, a su juicio, resultaba potencialmente
atentatoria contra la intimidad de los ciudadanos en la vertiente que hace referencia a la
protección de sus datos personales frente al tratamiento automatizado de los mismos.
Se hacía referencia entonces a la fórmula utilizada por numerosos titulares de ficheros
automatizados de carácter privado, fundamentalmente entidades crediticias y
financieras, para obtener el consentimiento de los titulares de los datos personales
obrantes en dicho ficheros a fin de efectuar cesiones de esos mismos a otras empresas
o entidades. La práctica consistía en la remisión a los titulares de los datos de una
comunicación simple, sin formalidad alguna que garantizase y acreditase su recepción,
así como su contenido y la fecha correspondiente, en la que se les comunicaba la
intención de efectuar cesiones de los datos personales obrantes en los respectivos
ficheros, entendiendo otorgado implícitamente el consentimiento en caso de no recibir
notificación expresa en contrario en un plazo determinado que no solía exceder de
treinta días.

Planteada la cuestión ante la Agencia de Protección de Datos, ésta mostró su acuerdo


con la práctica cuestionada por el Defensor del Pueblo aduciendo un razonamiento
jurídico que se basaba, por un lado, en diversos preceptos de la Ley Orgánica 5/1992,
de 29 de octubre, de regulación del tratamiento automatizado de los datos de carácter
personal , entonces vigente, y en las nuevas orientaciones dadas por la Unión
Europea en la regulación de esta materia a través de la Directiva 95/46/CE. A lo largo
de estos años se han seguido recibiendo quejas en relación con este asunto, en el que
no ha habido variaciones sustanciales pese a la advertencia al respecto formulada por
esta Institución en el informe anual de 1995 y a la ocasión que supuso la sustitución de
la anterior ley por la actual norma de protección de datos. Además, constata la
Institución que la práctica cuestionada, que inicialmente era empleada por entidades
crediticias y financieras y por algunas otras grandes empresas en relación con sus
clientes casi exclusivamente, se ha extendido ahora a muchos otros ámbitos, y
particularmente al de las telecomunicaciones con la finalidad de promoción comercial de
servicios de este carácter. En este último ámbito, donde por obvias razones de relación
y comunicación social todos los ciudadanos son clientes de una o de varias compañías
operadoras, la inquietante manera de obtener el consentimiento de los titulares de los
datos no se emplea ya solamente para legitimar su cesión sino también para proceder a
su tratamiento mediante el cruce de los datos personales que obran en los archivos
informatizados de las compañías operadoras, en razón de la relación contractual que las
vincula con sus clientes, con los relativos a facturación y tráfico de cada uno de ellos.
Para llevar a cabo el tratamiento cruzado de los datos, las compañías operadoras
utilizan como fórmula de obtención del consentimiento que exige el artículo 6.1 de la
vigente Ley Orgánica 15/1999 , una simple comunicación postal de características
similares a aquélla que antes se ha mencionado al hablar de las entidades financieras y
de crédito y de la práctica en su momento cuestionada por el Defensor del Pueblo. Se
remite así a los clientes una comunicación simple, adjunta normalmente al detalle de
facturación de un determinado período, sin formalidad alguna que acredite su recepción
por parte de los interesados, su contenido y la fecha en que la misma llega a poder de
sus destinatarios, en la que se les comunica la intención de proceder al referido
tratamiento conjunto de sus datos personales y de facturación, y de considerar
otorgado su consentimiento a dicha actuación de no manifestar expresamente su
oposición en el plazo de un mes. Trasladado nuevamente este asunto a la Agencia de
Protección de Datos, ésta informó en síntesis al Defensor del Pueblo que una actuación
de este tipo venía amparada por el artículo 65.3 del Real Decreto 1736/1998 , por el
que se aprobó el reglamento del servicio universal de telecomunicaciones, el cual
autoriza en su apartado 3 a los operadores a tratar automatizadamente los datos
personales a los que se viene haciendo mención, siempre y cuando el abonado hubiera
otorgado su consentimiento previo. Y para obtenerlo dicha norma reglamentaria sólo
exige que los operadores se dirijan a los abonados, al menos con un mes de antelación
al inicio de la promoción, requiriendo su consentimiento, el cual se entiende otorgado si
en el plazo de un mes desde que el abonado reciba la solicitud éste no se hubiese
pronunciado en contra. Esta Institución entiende, en relación con el asunto planteado,
que la citada regulación administrativa podría adecuarse en mayor medida a los
principios que, en garantía de los derechos al honor y a la intimidad personal y familiar,
presiden la normativa vigente en materia de protección de datos, y muy
específicamente a la necesidad de que el tratamiento automatizado de los datos
personales cuente con el consentimiento inequívoco de los afectados. De otra parte,
entre los datos de tráfico y facturación susceptibles de ser tratados conjuntamente con
los datos personales de los abonados se encuentran los relativos a los números de los
abonados a los que se realizan llamadas que pueden, en determinados casos, revelar la
ideología, afiliación religiosa, sindical o política de los abonados para cuyo tratamiento la
legislación sobre protección de datos exige el consentimiento expreso y por escrito de
los afectados. Partiendo de la anterior consideración, podría resultar conveniente la
modificación del precepto del Reglamento del Servicio Universal de Telecomunicaciones
que ha servido de base a las actuaciones cuestionadas, en una línea tendente a exigir
de los operadores de telecomunicaciones la utilización de procedimientos que aseguren,
en mayor medida que los que actualmente utilizan, la recepción por el abonado de la
solicitud de consentimiento. Sería conveniente también excluir de los datos de
facturación susceptibles de ser tratados junto con los datos personales de los abonados,
a los efectos de promoción que se propone el apartado tercero del artículo 65 del
reglamento varias veces mencionado, los relativos a los números de los abonados que
reciben llamadas de aquél; o, alternativamente, a imponer la necesidad del
consentimiento expreso de los afectados para el tratamiento cruzado de estos últimos
datos con sus datos personales. Esta Institución, en consecuencia, ha trasladado las
consideraciones anteriores al Ministerio de Ciencia y Tecnología, interesando el estudio
de las mismas y la emisión de un informe en relación con la posible realización de la
modificación del precepto reglamentario mencionado, en la línea precisa para obtener
su mejor adecuación a los principios que rigen la normativa sobre protección de datos
vigente.

D) Condiciones de internamiento de extranjeros y actitudes racistas o xenófobas.

Una de las preocupaciones reiteradas en el Defensor del Pueblo es la de las condiciones


de internamiento de extranjeros y la situación en los centros de acogida de inmigrantes,
en particular en Ceuta, Melilla y Canarias. Desde los primeros informes, y de forma
insistente a partir de 1993, se han puesto de relieve las deficiencias detectadas en los
centros de internamiento de extranjeros. En el Informe anual de 1997 se recoge esta
consideración sobre la situación de extranjeros en Ceuta y Melilla:

“La cada vez más difícil situación de las personas de origen subsahariano en las
ciudades de Ceuta y Melilla, ha hecho necesario promover diversas recomendaciones a
los Ministerios del Interior y Trabajo y Seguridad Social, con el fin de lograr una solución
urgente a este problema.”

En el Informe anual de 1999 se incluyen dos recomendaciones (4.1.18 y 4.1.19) sobre


condiciones de los centros de internamiento de extranjeros.

El Defensor del Pueblo ha venido recogiendo en los sucesivos Informes su preocupación


por la situación de los centros de internamiento de extranjeros, reclamando en todos
ellos la adecuación de sus instalaciones y la regulación de sus normas internas de
funcionamiento. Fruto de esta insistencia fue la aprobación de la Orden Ministerial de 22
de febrero de 1999, sobre normas de funcionamiento y régimen interior de los centros
de internamiento de extranjeros, hasta ese momento carentes de una normativa
específica que desarrollara las previsiones legales. La citada orden establece en su
disposición transitoria única que “los centros de internamiento de extranjeros
actualmente existentes deberán adecuar su funcionamiento a los requisitos de
organización, régimen interno y demás disposiciones previstas en la presente orden en
el plazo de dos años a contar desde su entrada en vigor, teniendo en cuenta las
previsiones de índole presupuestaria”. Como es lógico, la falta de prestaciones
sanitarias y de servicios sociales refleja muchas otras carencias, entre las que está la
asistencia religiosa.

En el Informe anual de 2000 se concluye: “El año 2000 resultó especialmente


significativo y complejo en esta materia, dentro de un proceso cualitativa y
cuantitativamente marcado por los problemas derivados del hecho de la inmigración;
problemas que muy previsiblemente seguirán planteándose en el futuro desde diversos
ángulos. En lo que se refiere al ordenamiento desde el que se produce la actividad de la
Institución del Defensor del Pueblo, ha de partirse de una doble consideración previa:
primero, la ausencia de regulación, en la derogada Ley Orgánica 7/1985 , para los
casos de denegación de entrada en cuanto a garantías procedimentales (constancia
escrita de las declaraciones, fundamentación de las resoluciones y asistencia letrada), y
en lo relacionado con la asimilación a la situación de privación de libertad de la estancia
en dependencias policiales fronterizas, que hubiera requerido la puesta a disposición
judicial en el plazo de 72 horas desde la detención correspondiente; segundo, el
establecimiento de esas tres garantías en la Ley Orgánica 4/2000, de 7 de enero, sobre
derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social ,
condiciona, como es natural, toda la actuación del Defensor en la materia,
singularmente en lo que se refiere: a la supervisión de las instalaciones destinadas a
albergar a los extranjeros rechazados en la frontera; al recordatorio del cumplimiento
escrupuloso de las garantías procedimentales, en especial, la de asistencia letrada
desde la primera declaración; y a la normalización, mediante el allegamiento oportuno
de recursos materiales y personales, de la actividad administrativa tanto en las
dependencias exteriores, desarrollando la Ley 30/1992 , en cuanto al funcionamiento
de los consulados, como interiores, generalizando el esquema administrativo introducido
por el Real Decreto 1521/1991, modificado por el 766/1992 , estableciendo las
Oficinas Únicas de Extranjeros.”

En el Informe anual de 1999, se da cuenta de varias actuaciones de tipo racista y


xenófobo. También por los medios de comunicación tuvo conocimiento el Defensor del
Pueblo del incendio de un edificio ocupado por ciudadanos extranjeros en la localidad
catalana de Bañoles, así como del incendio provocado en un centro religioso musulmán
en Girona.

“El Departamento de Gobernación de la Generalidad de Cataluña remitió escrito


informando de ambos sucesos. En el inmueble de Bañoles habitaban veinticinco
personas, todas ellas inmigrantes de origen gambiano, de las cuales varias habían
resultado heridas de diversa consideración. En el caso de Girona se comprobó que se
había producido un incendio en un local que era usado como mezquita por la comunidad
islámica de la zona. Las evidencias recogidas por la investigación policial indicaban que,
en los dos casos descritos, los incendios fueron provocados. Se ponderó la posibilidad
de que el móvil de la acción incendiaria fuese el lugar de procedencia de los inquilinos y
su opción religiosa respectivamente, por lo que se tomaron medidas preventivas
teniendo en cuenta estas circunstancias. Asimismo, se intensificaron las reuniones y
contactos con las asociaciones y colectivos de inmigrantes para detectar cualquier
problema xenófobo que pudieran padecer. No obstante, este tipo de contactos ya se
venían produciendo con los mandos policiales, de forma habitual (F9900091)”.

“Tuvo conocimiento esta institución de las agresiones que estaban sufriendo


inmigrantes en la localidad de Níjar (Almería), fundamentalmente en la pedanía de
Campohermoso. Por esta razón, se solicitó informe a la subdelegación del gobierno en
esa provincia. De este informe se desprende que, en efecto, hubo agresiones contra
inmigrantes, que provocaron a su vez una concentración de protesta de alrededor de un
centenar de éstos, realizadas por grupos de individuos con los rostros cubiertos, que
consistieron en puntapiés, golpes con barras de hierro, cortes con arma blanca,
lanzamiento de piedras y otros actos semejantes, acompañados de gritos e insultos.
Como respuesta a estas conductas la Guardia Civil adoptó una serie de medidas entre
las que pueden destacarse la designación de un oficial para coordinar los servicios en la
zona, el reforzamiento de las patrullas, la creación de un equipo especial de
investigación, integrado por personal de policía judicial y del servicio de información, y
contactos con dirigentes del colectivo de inmigrantes. Entre las actuaciones realizadas
cabe reseñarse la detención de dos personas que habían sido señaladas por algunos
inmigrantes como autores de agresiones. No obstante, la subdelegación precisa que la
convivencia con los colectivos africanos desde hace bastantes años ha sido pacífica,
siendo escasos los incidentes o roces producidos (F9900106).”

E) Otras cuestiones sólo indirectamente relacionadas con la libertad religiosa:


actuaciones sobre bienes culturales de titularidad eclesiástica; Seguridad social de
clérigos y religiosos; régimen de los lugares de culto.

Son varias las quejas recibidas en las instituciones de Defensores del Pueblo sobre
materias de Derecho Eclesiástico del Estado que no suponen una tutela del derecho de
libertad religiosa porque en ninguno de estos casos existe una lesión del derecho
fundamental. Sin afán de exhaustividad, podemos mencionar las siguientes.

En materia de patrimonio histórico-artístico de titularidad eclesiástica, se han producido


varias intervenciones de la Institución, especialmente por parte de los Comisionados
autonómicos. Una gran parte se han producido en Andalucía, y se recogen en los
sucesivos informes del Defensor del Pueblo Andaluz en el apartado de Cultura. En esta
materia, interesa resaltar el informe que el Justicia de Aragón presentó el 14 de abril de
1997 ante las Cortes de Aragón sobre las vías de recuperación del patrimonio cultural
aragonés existente en Cataluña, en particular los bienes del Real Monasterio de Sigena
y los de las parroquias de la Franja (expte. D III-13/97 DEA. El Informe fue publicado
íntegramente en el Boletín Oficial de las Cortes de Aragón, nº 110, de 30 de abril de
1997, y se encuentra en la dirección www.cortesaragon.es). La actuación del Justicia de
Aragón se produce con ocasión de la reordenación, por parte de la Santa Sede, de los
límites diocesanos para acomodarlos al territorio de la Comunidad Autónoma. Se
produce así la transferencia de parroquias procedentes de la Diócesis de Lérida a la
Diócesis de Barbastro-Monzón, incorporación que se realiza con sus párrocos, fieles y su
patrimonio propio. Los problemas se suscitan a propósito de los bienes de dichas
parroquias depositados en el Museo Diocesano de Lérida, respecto de los cuales se
considera que se trata de un mero contrato de depósito o, en su caso, un comodato,
entre la Diócesis depositaria y las parroquias depositantes. No cabe entender que estos
objetos entregados al Obispo de Lérida hayan sido enajenados, ya que no se ha dado
ninguno de los requisitos de la legislación canónica aplicable, ni tampoco -
supletoriamente- de la civil. La institución del Justicia de Aragón se adhiere a las
acciones legales emprendidas por las parroquias ahora incorporadas a la Diócesis
aragonesa para recuperar los bienes depositados en el Museo Diocesano catalán.

En cuanto al Real Monasterio de Sigena, se trata de un Bien de Interés Cultural radicado


en territorio aragonés, cuya protección compete a la Diputación General de Aragón.
Parte de los bienes del Monasterio fueron vendidos a la Generalitat de Cataluña por las
religiosas de la Orden de San Juan de Jerusalén, propietaria del Monasterio de Sigena,
transferido también ahora a la Diócesis aragonesa. En este caso, sin embargo, no es la
vía canónica la procedente sino la vía civil de ejercicio del derecho de retracto por parte
de la Diputación General de Aragón. Se señala también la necesidad de reintegrar las
pinturas murales depositadas en el Museo Nacional de Arte de Cataluña a la Sala
Capitular del Monasterio de Sigena. El informe del Justicia de Aragón constituye un
interesante estudio de los problemas que en materia de patrimonio cultural supuso la
falta de coincidencia de los límites diocesanos con la Comunidad Autónoma y las
disfunciones de todo orden a que dió lugar.

El Informe anual del Defensor del Pueblo de 1999 recoge una recomendación sobre
aplicación de un tratamiento jurídico igual, a efectos de la pensión de jubilación, a los
períodos de actividad sacerdotal o de profesión religiosa anteriores a la inclusión de
clérigos y de religiosos en la Seguridad Social. “Los Reales Decretos 487/1998, de 27 de
marzo, y 2265/1998, de 11 de diciembre, aprobados en desarrollo de la disposición
adicional décima de la Ley 13/1996, de 30 de diciembre, regularon la situación de los
sacerdotes y religiosos secularizados, permitiendo, respectivamente, completar el
periodo de cotización exigido para acceder a la pensión de jubilación e incrementar el
periodo reconocido como cotizado para mejorar así el importe de la pensión,
computando para ello el tiempo de ejercicio sacerdotal o de profesión religiosa anterior
a la inclusión de sacerdotes y de religiosos de la Iglesia Católica en el campo de
aplicación del sistema de la Seguridad Social.

Ello significa, no obstante, una desigualdad de tratamiento entre los clérigos y religiosos
de la Iglesia Católica secularizados y los no secularizados ya que, mientras que a los
primeros se les permite computar el indicado tiempo de ejercicio sacerdotal o de
profesión religiosa, no solo a efectos de cumplir el periodo mínimo de cotización, sino
también de mejorar su pensión hasta el porcentaje máximo aplicable sobre la base
reguladora, se niega esta posibilidad a los sacerdotes y religiosos no secularizados, por
cuanto, en este caso, el tiempo indicado sólo se computa para completar el período de
cotización mínimo exigido para acceder a la pensión de jubilación.

A la vista de ello, considerando que la situación descrita vulneraba el derecho de


igualdad que garantiza el artículo 14 de la Constitución española , al no existir la
imprescindible objetividad y razonabilidad que justifique el diferente tratamiento legal,
se formuló una recomendación para que se elaborase la correspondiente norma jurídica
dirigida a dar un tratamiento jurídico igual, a efectos de la pensión de jubilación, a los
periodos de actividad sacerdotal o de profesión religiosa anteriores a la inclusión de
clérigos y de religiosos en el ámbito de aplicación del sistema de la Seguridad Social,
aplicando a quienes no se hubieran secularizado previsiones iguales que las establecidas
para quienes lo hubieran hecho. (Esta recomendación no fue aceptada por la Secretaría
de Estado de la Seguridad Social).”

En la institución del Valedor do Pobo, en Galicia, se conoció una queja relativa a los
ruidos ocasionados por un carillón instalado en la iglesia de la Barqueira, en Cerdido
(queja Q./1362/99). El elevado volumen del aparato molestaba a las personas que
vivían en las proximidades de la iglesia. El Ayuntamiento incumplía sus competencias de
policía en materia de ruidos, por lo que desde la Institución se recomendó que se
realizaran las comprobaciones técnicas precisas para determinar si se vulneraba el
Reglamento de Actividades Molestas, Insalubres, Nocivas y Peligrosas, y que, en caso
de sobrepasarse los niveles permitidos, se procediera de inmediato a corregir dicha
actividad a través de las correspondientes potestades municipales.

F) La objeción de conciencia y la prestación social sustitutoria.

La objeción de conciencia ha sido una de las cuestiones vinculadas a la libertad religiosa


e ideológica que, desde los primeros años, mereció una particularísima atención por
parte del Defensor del Pueblo. De hecho, ha sido desde el principio objeto de un capítulo
independiente en los Informes anuales excepto el del año 2000. Además, por ser una
cuestión relativa a la organización del servicio militar, el conocimiento de las quejas en
materia de objeción de conciencia ha estado siempre reservada al Defensor del Pueblo.
Sin embargo, no puede considerarse propiamente una actuación en tutela de la libertad
religiosa. En rigor, el Defensor del Pueblo no se ha pronunciado sobre las razones
ideológicas o religiosas subyacentes a los comportamientos de objeción de conciencia al
servicio militar, sino sobre las numerosas disfunciones que desde sus orígenes se
produjeron en las condiciones de la prestación, en sentido amplio, y que llevaron a una
constante modificación de la normativa aplicable. Las quejas en materia de objeción se
produjeron, principalmente, sobre demoras en la incorporación a la prestación
sustitutoria, retrasos en la tramitación de expedientes y en la resolución de recursos,
falta de adecuación de la actividad desarrollada al contenido y finalidad de la prestación
social, reconocimiento de servicios prestados como voluntario, notificaciones
defectuosas, desajustes entre organismos administrativos..., etc, pero no ha habido una
actuación del Defensor del Pueblo en defensa de una violación efectiva de la libertad
religiosa.

En el año 1995 se produjeron dos importantes reformas normativas que afectaron a la


objeción de conciencia y que, en consecuencia, incidieron en las actuaciones de la
Institución en defensa del citado derecho, reconocido en el artículo 30 de la Constitución
, así como sobre las condiciones de cumplimiento por parte de los objetores de la
prestación social sustitutoria.

En primer lugar, la promulgación de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del


Código Penal , que en su artículo 527 tipificaba los delitos contra el deber de
cumplimento de la prestación social sustitutoria para los que establecía la pena de
inhabilitación absoluta por tiempo de ocho a doce años y multa de doce a veinticuatro
meses. Esta norma venía a sustituir lo dispuesto en el artículo segundo de la Ley
Orgánica 8/1984, de 26 de diciembre , en la redacción establecida por la Ley Orgánica
14/1985, de 9 de diciembre, que preveía penas de prisión menor en sus grados medio o
máximo y de inhabilitación absoluta durante el tiempo de la condena a los objetores que
rehusaban cumplir la prestación social sustitutoria.

Por otra parte, entró en vigor el Reglamento de la Objeción de Conciencia y de la


Prestación Social Sustitutoria, aprobado por Real Decreto 266/1995, de 24 de febrero
, que fue dictado en sustitución del Reglamento del Consejo Nacional de Objeción de
Conciencia de 1985 y del Reglamento de la prestación social de los objetores de
conciencia de 1988 , y que además de realizar una adaptación de los preceptos
reglamentarios a la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común , pretendía
agilizar la gestión de la prestación social sustitutoria, conjugando una mayor eficacia
administrativa con las correspondientes garantías del interés general y del status de los
objetores.

Pero desde el Defensor del Pueblo se señalaba que ni la modificación de la normativa


reglamentaria, ni el desarrollo del Plan de Objeción de Conciencia, aprobado por el
Consejo de Ministros de 11 de marzo de 1994, permitían ser optimistas sobre la
proximidad de una solución a los numerosos problemas que se derivan de la
insuficiencia de plazas concertadas para la realización de la prestación social
sustitutoria. El objetivo primordial de dicho Plan era el aumento del número de plazas
concertadas para realizar la prestación social sustitutoria, de forma paralela al
incremento de solicitudes de reconocimiento de la condición de objetor, con la intención
de normalizar la incorporación al cumplimiento de la prestación social sustitutoria en un
plazo de dos o tres años.

Tales medidas no fueron suficientes para acortar los plazos de incorporación de los
objetores de conciencia que deseaban cumplir el periodo de actividad, ya que no existía
un número suficiente de puestos de actividad en relación con las solicitudes
presentadas, aunque se trabajaba en el objetivo de reducir dichos plazos buscando
nuevas vías de colaboración con las Comunidades Autónomas y las Corporaciones
locales.

La Ley 22/1998, de 6 de julio, reguladora de la objeción de conciencia y de la prestación


social sustitutoria , que derogó la Ley 48/1984, de 26 de diciembre , equiparó la
duración del periodo de actividad de la prestación social sustitutoria y el servicio militar,
redujo a tres meses el tiempo en que el Consejo Nacional de Objeción de Conciencia
debía resolver las solicitudes del reconocimiento de la condición de objetor y estableció
en tres años el tiempo límite de espera entre el reconocimiento de la condición de
objetor y el inicio del período de actividad, superando así la situación de
indeterminación en la que se encontraban los objetores desde el momento de su
reconocimiento hasta su incorporación a la prestación social sustitutoria..
Por otra parte, la Ley Orgánica 7/1998, de 5 de octubre, de modificación del Código
Penal, suprimió las penas de prisión y multa para los supuestos de no cumplimiento del
servicio militar obligatorio y de la prestación social sustitutoria, rebajando las penas de
inhabilitación para dichos supuestos.

Finalmente, el Informe anual de 2000 señala que “el proceso de implantación del nuevo
modelo de las Fuerzas Armadas que se inicia con la aprobación por el Pleno del
Congreso de los Diputados, el 28 de mayo de 1998, y por el Pleno del Senado, el 9 de
junio del mismo año, del Dictamen de la Comisión Mixta, no permanente, Congreso de
los Diputados-Senado, para establecer la fórmula y plazos para alcanzar la plena
profesionalización de las Fuerzas Armadas, ha supuesto importantes modificaciones
normativas e innovaciones en el plano organizativo, pero no afecta a los principios
rectores fundamentales que continúan siendo los de pleno sometimiento a la
Constitución y a los poderes por ella instituidos.

En este sentido, constituye una preocupación constante de esta Institución que en las
Fuerzas Armadas el ejercicio de la potestad disciplinaria se desarrolle sin menoscabo de
las garantías y derechos que la Constitución y la normativa reguladora del régimen
disciplinario reconocen a todos los militares, sean profesionales o de reemplazo. Por
otra parte, teniendo en cuenta que el proceso de profesionalización de las Fuerzas
Armadas supone la próxima desaparición del servicio militar obligatorio, esta Institución
ha tenido especial interés en investigar las disfunciones que pudieran producirse en las
condiciones de cumplimiento del servicio militar durante el período transitorio que
requiere la adopción definitiva del nuevo modelo de ejército profesional.”

2.3. Elementos formales

2.3.1. El procedimiento de queja

El art. 15 de la LODP establece que toda queja se presentará firmada por el


interesado, con indicación de su nombre, apellidos y domicilio, en escrito razonado, en
papel común y en el plazo máximo de un año, contado a partir del momento en que
tuviera conocimiento de los hechos objeto de queja. Todas las actuaciones del Defensor
del Pueblo son gratuitas para el interesado y no será preceptiva la asistencia de Letrado
ni de Procurador. De toda queja se acusará recibo y todas han de ser registradas.

El Defensor del Pueblo examinará la queja y podrá admitirla a trámite o rechazarla. Los
motivos de rechazo vienen establecidos por la Ley: estar pendiente el asunto de
resolución judicial; ser anónima; advertir en la queja mala fe, carencia de fundamento,
inexistencia de pretensión o aquellas cuya tramitación irrogue perjuicio al legítimo
derecho de terceras personas. Las decisiones del Defensor del Pueblo en la inadmisión
de quejas no serán recurribles, pero el rechazo deberá hacerse en escrito motivado,
pudiendo informar al interesado sobre las vías más oportunas para ejercitar su acción,
si hubiese alguna.

Admitida la queja, el Defensor del Pueblo promoverá la oportuna investigación sumaria


e informal para el esclarecimiento de los hechos que la hayan motivado.

2.3.2. Informes anuales a las Cortes Generales

Todas las leyes reguladoras de los Defensores del Pueblo contemplan la necesidad de
que las Instituciones elaboren un Informe Anual sobre su actividad para que éste sea
presentado ante el respectivo Parlamento. Esta obligación tiene una doble vertiente,
una formal y otra material. Desde la perspectiva formal, el Informe ordinario dirigido al
órgano representativo es una consecuencia de la configuración institucional de los
Defensores establecida en la Constitución y los Estatutos de Autonomía, que definen
estas Instituciones por su condición de Altos Comisionados Parlamentarios, o, lo que es
lo mismo, como Instituciones encarnadas en personas designadas por la Asamblea
Legislativa e investidas de la autoridad parlamentaria para llevar a cabo una
determinada labor con independencia, en este caso la defensa de los derechos y
libertades de las personas y la supervisión de la actividad de la Administración Pública.
Por ello, una consecuencia lógica de la caracterización del Defensor como Comisionado
parlamentario es la obligación de transmitir información periódica y exhaustiva de su
labor al órgano que le atribuyó tal función, que en ningún momento deja de ser una
labor parlamentaria sui generis, pero para cuyo desempeño se ha optado por comisionar
a una persona o institución ad hoc, fundamentalmente con el fin de garantizar su
independencia y también por razones funcionales, buscando dejar al margen la
colegialidad propia del Parlamento.

Por otra parte, en el aspecto material, la presentación parlamentaria del Informe


ordinario tiene como función hacer efectivo un principio capital en el Derecho
parlamentario, el principio de publicidad. Así, la publicación y difusión general del
Informe permite que los miembros del Parlamento, e indirectamente la sociedad en su
conjunto, tengan acceso al contenido del mismo y con ello a la labor desempeñada por
el Defensor en ese período, especialmente en lo relativo a los criterios o consideraciones
que la Institución ha venido aplicando en el tratamiento de los diferentes problemas que
ha conocido.

3. Resoluciones del Defensor del Pueblo: el ejercicio por parte de las


autoridades administrativas competentes de las potestades de inspección y
sanción; recomendaciones, sugerencias y recordatorios de deberes legales

El Defensor del Pueblo, aun no siendo competente para modificar o anular los actos y
resoluciones de la Administración pública, podrá, sin embargo, sugerir la modificación
de los criterios utilizados. Si como consecuencia de sus investigaciones llegase al
convencimiento de que el cumplimiento riguroso de la norma puede provocar
situaciones injustas o perjudiciales para los administrados, podrá sugerir al órgano
legislativo competente o a la Administración la modificación de la misma.

Si las actuaciones se hubiesen realizado con ocasión de servicios prestados por


particulares en virtud de acto administrativo habilitante, el Defensor del Pueblo podrá
instar de las autoridades administrativas competentes el ejercicio de sus potestades de
inspección y sanción.

Además, con ocasión de sus investigaciones, podrá formular a las autoridades y


funcionarios de las Administraciones públicas advertencias, recomendaciones,
recordatorios de sus deberes legales y sugerencias para la adopción de nuevas medidas.
En todos los casos, las autoridades y los funcionarios vendrán obligados a responder por
escrito en término no superior a un mes. Si sus recomendaciones hubieran sido
formuladas dentro de un plazo razonable y no se produce una medida adecuada en tal
sentido por la autoridad administrativa afectada, o ésta no informa al Defensor del
Pueblo de las razones que estime para no adoptarlas, el Defensor del Pueblo podrá
poner en conocimiento del Ministro del Departamento afectado, o de la máxima
autoridad de la Administración competente, los antecedentes del asunto y las
recomendaciones presentadas. Si tampoco obtuviera una justificación adecuada, incluirá
tal asunto en su Informe anual o especial con mención de los nombres de las
autoridades o funcionarios que hayan adoptado tal actitud, entre los casos en que,
considerando el Defensor del Pueblo que era posible una solución positiva, ésta no se ha
conseguido (arts. 28 a 30 de la LODP ).

LA LIBERTAD RELIGIOSA Y LAS DEMÁS LIBERTADES


CONSTITUCIONALES

Souto Paz, José Antonio. Catedrático de Derecho de la Universidad


Complutense de Madrid

1. El origen histórico de la libertad religiosa

La Constitución eleva la libertad a la categoría de valor superior del ordenamiento


jurídico. Identifica, así, esta dimensión inherente a la dignidad humana de una forma
unitaria: la libertad. Más tarde, al desarrollar los derechos fundamentales y las
libertades públicas, enumera diversas libertades, comenzando esta especialización por
la libertad ideológica religiosa. No existe, ciertamente, contradicción entre ambas
denominaciones: la libertad es única, pero para garantizar aspectos concretos de la
misma se hace especial hincapié en aquellos que, por vicisitudes históricas o por
exigencias actuales, han merecido una protección específica y, en consecuencia, una
mención especial.

Esta especialización de las libertades -como recuerda JELLINEK (1) comienza,


precisamente, con la libertad religiosa o de conciencia. Las circunstancias históricas
concretas que motivaron la quiebra religiosa de la Cristiandad medieval, en los albores
de la Edad Moderna, como consecuencia de las doctrinas reformadoras protestantes,
tuvieron unas consecuencias políticas concretas, que se tradujeron en la entronización
del principio de confesionalidad del Estado y la adopción de un régimen de intolerancia
religiosa, que condujo a la persecución de los súbditos que profesaban cultos disidentes
de la religión oficial.

Esta política religiosa de los Estados europeos transcendió del ámbito interno de cada
uno de ellos para convertirse en un conflicto entre Estados en guerras por motivos
religiosos, que concluirán con la Paz de Westfalia (1648). Precisamente, como reacción
a estos hechos surge la doctrina de la tolerancia, los tratados de paz con cláusulas de
tolerancia para los disidentes y, en definitiva, la defensa, dentro de la unidad religiosa
de cada reino, de un status de tolerancia para los disidentes (2).

La doctrina de la tolerancia conducirá al reconocimiento del derecho de libertad religiosa


o de conciencia. Su proclamación oficial corresponderá a la colonia americana de
Virginia que, en su Declaración de Derechos de 1776, reconoce: “que la religión, o los
deberes que tenemos para con nuestro Creador, y la manera de cumplirlos, sólo pueden
regirse por la razón y la convicción, no por la fuerza y la violencia; en consecuencia,
todos los hombres tienen igual derecho al libre ejercicio de la religión de acuerdo con el
dictamen de su conciencia” (3).

Esta declaración hay que situarla en el ámbito de las doctrinas contractualistas y en el


reconocimiento de que “todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e
independientes y tienen ciertos derechos innatos, de los que, cuando entran en
sociedad, no pueden privar o desposeer a su posterioridad por ningún pacto, a saber: el
goce de la vida y de la libertad” (4). La libertad es un derecho innato e inalienable:
pero, para evitar que se convierta en un concepto genérico y abstracto, se concreta y se
pone especial énfasis en algunas manifestaciones de la libertad: la libertad religiosa o
de conciencia: la libertad de prensa, la libertad política.

Es evidente que estas menciones obedecen a su ausencia en épocas inmediatamente


anteriores. El contexto histórico, social y político determinan la aparición de las primeras
libertades individuales especializadas. Pero, esta especialización no supone la quiebra de
la unidad de la libertad, sino simplemente la mención de aquellas manifestaciones más
significativas que, en un momento histórico determinado, han demandado una
protección jurídica especial como consecuencia de su reciente privación o la amenaza de
su agresión.

¿Qué significado tiene fuera de ese contexto histórico la libertad religiosa? Durante
siglos, habría que remontarse, dentro de nuestro contexto cultural, a Grecia y a Roma,
las creencias religiosas han constituido un elemento estructurador de la vida cultural de
un pueblo, resistiendo el carácter de institución política. El individuo -como miembro de
esa comunidad- tiene el deber cívico de profesar esas creencias; no hay esferas de
libertad individual que autoricen la profesión de creencias contradictorias con las propias
de la comunidad.

Esto significa que la concepción de la vida, la cosmovisión, es uno de los elementos


identificativos de cada comunidad, que se expresa a través de un conjunto de creencias,
costumbres, tradiciones, etc., legados por los antepasados, que constituyen la vida
tradicional de un pueblo, es decir, su propia cultura. Entre esos presupuestos culturales
se han encontrado tradicionalmente las creencias religiosas. El reconocimiento de la
libertad religiosa, como un derecho innato e inalienable, amplía el ámbito de los
titulares de estas creencias. Además de las creencias comunitarias, se reconoce al
individuo el derecho a elegir sus propias creencias.

Ello posibilitará, en principio, que el Estado, como expresión de la comunidad política,


pueda ser confesional, es decir, pueda asumir unas creencias determinadas y, al mismo
tiempo, reconozca el derecho a disentir, es decir, el derecho de cada ciudadano a tener
sus propias creencias religiosas (5). Este dualismo comunidad-individuo, en el plano
religioso, no ha desaparecido plenamente en la actualidad, pero se ha visto
manifiestamente superado por la instauración del principio del separatismo su
progresiva implantación en numerosos Estados.

Tal vez el antecedente más significativo del separatismo Iglesia-Estado lo constituya la


Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América (1791), en la que
se establece una expresa prohibición al Congreso: “El Congreso no hará ley, alguna por
la que se establezca una religión”. Se establece, así, la prohibición de que el Estado
asuma como propia una confesión o grupo religioso determinado, pero no significa que
el Estado, en cuanto expresión del sentir común de la comunidad, excluya totalmente
de su acervo ideológico las creencias religiosas. El separatismo en la Constitución
americana es compatible con la referencia al “Dios de esa naturaleza” o al “Creador”, así
como a manifestar la “absoluta confianza en la protección de la Divina Providencia” (6).

El vaciamiento de las creencias religiosas del contenido ideológico del Estado se va a


producir a través del laicismo y del ateísmo científico. El laicismo excluye del sustrato
ideológico del Estado cualquier referencia religiosa por expansión, de cualquier
manifestación religiosa de la vida pública, reduciendo el ámbito de las creencias
religiosas a la autonomía individual, a la libre conciencia de los individuos. El ateísmo
científico, no solo elimina las creencias religiosas de la ideología del Estado, sino que
asume -en sustitución de aquélla una actitud antirreligiosa, una concepción ateísta
beligerante que, en la experiencia histórica concreta, se ha traducido, frecuentemente,
en la prohibición de la libertad religiosa, y en la persecución de personas e instituciones
portadoras de creencias religiosas.

Estas actitudes -laicismo y ateísmo científico- no pueden considerarse como


manifestaciones de la neutralidad ideológica del Estado en esta materia. Lejos de una
actitud neutral han asumido y potenciado una determinada ideología -unas creencias no
religiosas- han actuado parcialmente en un intento de eliminar o suprimir las creencias
religiosas presentes en la sociedad. Esta postura es claramente contraria al derecho de
libertad religiosa, por lo que la exigencia de estas ideologías ha supuesto, en gran
medida, la limitación y, en ocasiones la supresión, del contenido propio del derecho de
libertad religiosa.

La superación de estas opciones ideológicas se ha producido con la adopción de la


libertad como contenido ideológico del Estado y su proyección, a nivel individual, a
través del reconocimiento y protección de la libertad de creencias religiosas o no
religiosas, de actitudes teístas o ateístas, en definitiva del reconocimiento y
consiguiente protección jurídica de la libre elección individual de su propia cosmovisión,
independientemente de que su origen sea religioso, filosófico, ideológico, ético,
humanitario o de cualquier otra naturaleza (7).

Este reconocimiento a nivel individual y, la adopción, por parte del Estado, de la libertad
como un valor superior que informa el ordenamiento jurídico no supone un vaciamiento
ideológico del Estado. Al contrario, la Constitución , como fórmula política, contiene
“una expresión ideológica, fundada en valores, normativa e institucionalmente
organizada, que descansa en una estructura socioeconómica” (8). La Constitución se
inspira, por tanto, en una ideología y se funda en unos valores, es decir, tiene una
dimensión ideológica y una dimensión axiológica.

Esta doble dimensión constitucional no impide la neutralidad estatal respecto a opciones


ideológicas o axiológicas individuales o partidarias, es decir, no obstaculiza la libertad
ideológica de los individuos de los grupos, favoreciendo, por tanto, la existencia de un
legítimo pluralismo social. Pero, por otra parte, constituye un límite a la propia libertad
ideológica y religiosa, en cuanto esas creencias puedan entrar abiertamente en
contradicción con los contenidos ideológicos y axiológicos constitucionales, garantizados
por la cláusula del orden público protegido por la ley y, en concreto, por la salvaguarda
de la seguridad pública, la salud pública y la moralidad pública.

La polaridad individuo-comunidad se traduce, así, en el reconocimiento del derecho a


elegir individualmente su propia opción ideológica o religiosa, es decir, su propia
cosmovisión. Por otra parte, la comunidad política, representada por el Estado, es
portadora de una ideología y de una axiología, que pueden actuar como límite de las
libertades individuales y colectivas, dando lugar a supuestos evidentes de colisión entre
individuo y comunidad política.

2. La libertad religiosa y su relación con otras libertades fundamentales

La Constitución garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y


de las comunidades (9). La Declaración Universal de Derechos Humanos y otros
Tratados Internacionales ratificados por España, que sirven de criterio de interpretación
de los derechos fundamentales y, de las libertades reconocidas en la Constitución,
según lo previsto en su art. 10 , utilizan una pluralidad de expresiones para referirse
a esta materia: libertad de pensamiento, de conciencia, de religión, de creencias, de
convicciones.

La diversidad terminológica utilizada, tanto por la Constitución (10) como por los
textos internacionales (11), no pretenden describir un haz de libertades diferenciadas,
sino referirse a una única libertad -la capacidad de autodeterminación individual en
relación con su propia cosmovisión-, cuyo origen y fundamento puede encontrarse en
un sistema filosófico, ideológico, ético, religioso, etc. Esta autonomía individual es
garantizada constitucionalmente y, de manera igual, cualesquiera que sea el origen de
ese ámbito en el que se albergan las creencias o las convicciones personales.

El significado, por tanto, de la libertad individual garantizado en el artículo 16 de la


Constitución no puede limitarse, ni identificarse, al derecho de libertad religiosa,, sino
que se refiere -en una interpretación integral de su contenido- a la libre
autodeterminación del individuo en la elección de su propio concepto de la vida o de su
propia cosmovisión, así, como de la libre adopción de decisiones existenciales (12).

Aunque las circunstancias históricas han propiciado que el primer reconocimiento


normativo de esta autonomía personal se hiciera a favor de la libertad religiosa, ello
obedece a que, en aquel periodo histórico, la concepción de la vida o cosmovisión, era
patrimonio exclusivo de las distintas religiones. El reconocimiento de la autonomía
individual y la consiguiente libertad de creencias supone la ruptura del monopolio de las
confesiones en esa materia y de la consiguiente utilización política de ese monopolio por
el poder político.
Con el racionalismo y el advenimiento de las ideologías, nacidas con vocación de
sustitución de las cosmovisiones religiosas, ese ámbito de autodeterminación personal
traspasará el campo de lo religioso para abarcar, también, el mundo del pensamiento,
de las concepciones filosóficas y, en general, de la propia concepción de la vida.

Las expresiones constitucionales libertad ideológica y libertad religiosa no son, pues,


dos libertades alternativas, sino una sola libertad sobre un mismo contenido -la propia
cosmovisión personal-, cuyo origen puede ser ideológico o religioso. Ciertamente, para
garantizar este ámbito de autonomía personal, la Constitución utiliza estas dos
expresiones -libertad ideológica y religiosa- que pretenden garantizar la propia
concepción de la vida, cualesquiera que sea su origen: filosófico, ideológico, ético o
religioso. En un intento de abarcar las diversas doctrinas, que puedan conformar las
creencias o convicciones, se utiliza una pluralidad de adjetivos sin pretensión de
exhaustividad. Así, a pesar de que con la expresión creencias se hace referencia tanto a
las creencias religiosas como no religiosas, se ha llegado a exigir la inclusión en un
texto internacional de la expresión convicciones, que, a juicio de algunos, parecía
expresar mejor 1as manifestaciones ateístas, agnósticas y antirreligiosas (13).

La elección de estas creencias o convicciones pertenece al ámbito de la autonomía


personal garantizado jurídicamente. El derecho a tener unas creencias o convicciones
implica el derecho a elegir o cambiar la propia cosmovisión y a gozar de inmunidad de
coacción en ese proceso de elección, así como respecto a la libertad de declararla o
negarse a declararla. Este conjunto de manifestaciones forman parte del contenido
esencial del derecho de libertad de creencias.

Pero, no se agota ahí el contenido de este derecho. La adopción de decisiones


existenciales de acuerdo con las propias creencias constituye una exigencia propia del
contenido de este derecho, que se manifiesta a través de la libertad de conciencia o
libertad ética. Existe, por tanto, una relación causal necesaria entre libertad ideológica,
libertad religiosa y libertad de conciencia, de tal manera que, aun no siendo citada
expresamente en el texto constitucional, la propia jurisprudencia constitucional ha
incluido en dicho texto, como una manifestación de la libertad ideológica y religiosa, a la
libertad de conciencia (14).

La dimensión ética, como dimensión específica de la autonomía personal, puede suscitar


el conflicto entre libertad individual (libertad de conciencia) y los principios axiológicos
de la comunidad política (deberes legales y cláusula de orden público), que pueden
expresarse, incluso, a través de una norma como deber legal del ciudadano.
Ciertamente, el conflicto no se produce entre una norma religiosa y una norma estatal o
entre una concepción filosófica o política y una norma estatal. El conflicto tiene lugar
entre la propia conciencia individual, el imperativo de la conciencia, que no precisa de
exigencias heterónomas, aunque pueda sentirse influida por ellas, y el imperativo legal.
La reducción del problema al campo del derecho plantea problemas de difícil solución,
por lo que es necesario continuar profundizando en el estudio de la dimensión jurídica
del ámbito irrenunciable de protección de la autonomía ética individual y, además, es
preciso determinar con la mayor nitidez posible los límites de la acción legislativa en
este campo. No cabe la menor duda de que, en la actualidad, la colisión conciencia y ley
se plantea como una de las cuestiones más apasionantes de la ciencia jurídica. Las
diferentes manifestaciones de objeción de conciencia -más allá de la objeción de
conciencia al servicio militar, reconocida constitucionalmente- revelan la variedad de
conflictos que pueden producirse, así, aun no existiendo una regulación legal previa que
ampare a los objetores, estos conflictos se plantean ante la propia jurisdicción ordinaria
(15).

El mundo de las ideas y creencias y de la ética individual se proyectan de manera


especial en el campo de la educación. La formación de los nuevos ciudadanos en las
costumbres, tradiciones y creencias de la comunidad, que fue una preocupación firme y
certera de los filósofos clásicos y, más tarde, de los dirigentes religiosos, hoy se ha
convertido en un reducto de la familia, de tal manera que la educación en los valores,
es decir, la formación moral o religiosa es un derecho de los padres que, tanto en el
ámbito doméstico como en el sistema educativo, tienen la facultad de elegir esa
formación moral o religiosa de acuerdo con las propias convicciones (16).

Este derecho presenta una doble dimensión: negativa y positiva. Por la primera está
vedado al centro educativo o a los profesores cualquier actitud proselitista o de
adoctrinamiento contrario a las convicciones previamente elegidas y que constituyen el
contenido esencial de ese derecho de elección de la formación moral o religiosa. Pero,
desde un punto de vista positivo, este derecho incluye la libertad de elección del centro
educativo, de tal manera que los padres tienen derecho a elegir, entre los centros
docentes, aquél cuyo ideario resulte más afín a sus propias creencias o convicciones
(17).

Este derecho libertad no incluye, a nivel constitucional, un derecho prestacional exigible


ante los poderes públicos. La financiación pública de la enseñanza privada, que haga
realidad la libertad de educación, o de la enseñanza moral o religiosa propia de cada
alumno, no constituye un deber prestacional para los poderes públicos, aunque, en
virtud de lo dispuesto en el artículo 9.2 de la Constitución , puede asumir ese deber,
en los términos previstos en las leyes o acuerdos, como ocurre en, el sistema educativo
español (18).

Libertad de creencias (ideológica o religiosa), libertad ética o de conciencia y libertad de


educación constituyen, así, junto con la libertad de expresión (20 bis), el núcleo
fundamental de las libertades públicas que la doctrina francesa denomina libertades del
espíritu (19). La propia jurisprudencia constitucional española califica a la libertad de
conciencia, de educación (enseñanza) y de expresión como protección de la libertad
ideológica y religiosa (20).

3. La libertad religiosa y las libertades colectivas

La comunicación entre estas manifestaciones concretas de la libertad personal se


extiende a su dimensión colectiva. El derecho de asociación por motivos ideológicos o
religiosos, aunque se rige por los principios generales del derecho asociativo, presenta
características singulares, que han motivado la creación de una categoría específica en
la doctrina alemana, que denomina a estas organizaciones empresas ideológicas o de
tendencia. Su significado más relevante está constituido por el ideario o ideología de la
organización que condiciona las relaciones de sus miembros con la organización, en aras
a la armonía y consecución de los propios fines ideológicos de la organización, que
justifican su existencia Y razón de ser. Entre estas empresas ideológicas se citan: los
partidos políticos, los sindicatos, y las confesiones religiosas, a los que se han ido
agregando, posteriormente, las empresas informativas y, los centros de enseñanza
(21).

La Constitución declara expresamente que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”


(22). Se ratifica, así, el principio del separatismo Estado-confesiones religiosas, cuyo
antecedente normativo se encuentra, como hemos dicho, en la Primera Enmienda de la
Constitución de los Estados Unidos. Se quiebra, de esta manera, en España una
tradición secular de confesionalidad católica del Estado, solo interrumpida por la
Constitución de 1931 (23). Lo que en aquella ocasión constituyó un grave quebranto
de la unidad política y social, en l978 fue aceptado y asumido con absoluta normalidad.
El consenso constitucional, al que se sumaron, además de las fuerzas políticas, las
fuerzas sociales y, en este caso, la jerarquía de la Iglesia Católica, hicieron posible la
aceptación del principio de aconfesionalidad constitucional, que, por otra parte,
convergía con lo reclamado por la doctrina del Concilio Vaticano II, al proclamar la
necesaria independencia de la Iglesia respecto de la sociedad política.

La separación Iglesia-Estado, proclamada en la norma constitucional, es una garantía de


neutralidad religiosa por parte del Estado y del eficaz funcionamiento del pluralismo
religioso y de los principios de libertad e igualdad religiosa. Finalmente, supone la
clausura de la instrumentación política de las creencias religiosas, según fórmulas
variables en el tiempo, como institución política (mundo clásico y cesaropapismo
medieval); como “instrumentum regni” (absolutismo político) o, simplemente, como
esencia de la conciencia nacional garantizada políticamente.

La separación Iglesia-Estado no debe identificarse con actitudes laicistas o


antirreligiosas por parte del Estado. El vaciamiento de creencias religiosas de los
contenidos ideológicos y axiológicos de la comunidad política no implica su sustitución
por otros de contenido opuesto. La neutralidad se garantiza mejor y más
adecuadamente cuando el Estado asume, como valor superior de un ordenamiento
jurídico, la libertad. Esta opción, elegida por el constituyente español, permite conciliar
la fórmula separatista con el mandato a los poderes públicos de que: “tendrán en
cuenta las creencias religiosas de la sociedad española mantendrán las consiguientes
relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” (24).

La fórmula constitucional permite conciliar el separatismo con la cooperación


institucional entre el Estado y las confesiones religiosas. La traducción de este mandato
constitucional se ha realizado a través de la Ley Orgánica 1980, de 5 de julio, de
Libertad Religiosa que, además de reconocer los derechos antes mencionados,
garantiza el derecho de las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas a establecer
lugares de culto o de reunión con fines religiosos, a designar y formar sus ministros, a
designar y propagar su propio credo, y a mantener relaciones con sus propias
organizaciones o con otras confesiones religiosas, sea en territorio nacional o
extranjero(25).

Ninguna novedad especial refleja este apartado respecto al contenido de los derechos
derivados del derecho de asociación. Sin embargo, con la intención, tal vez, de dar
cumplimiento al mandato constitucional, en los términos indicados, o como
consecuencia de exigencias históricas, el legislador ha considerado oportuno crear un
régimen especial para las confesiones religiosas, que se lleva a cabo a través de un
doble procedimiento: a) normativa unilateral; b) normativa bilateral.

La Ley de Libertad Religiosa ha creado un Registro Público en el Ministerio de Justicia


para la inscripción de las Iglesias, Confesiones Comunidades religiosas y sus
Federaciones. La inscripción en el Registro produce unos efectos jurídicos concretos y
más amplios que los derivados del Registro común de Asociaciones: reconocimiento de
personalidad jurídica, plena autonomía, cláusulas de salvaguarda de una identidad
religiosa y carácter propio, etc. El problema principal que plantea este Registro reside
en la propia calificación administrativa, respecto a la Asociación que solicita la
inscripción en el Registro, en relación con el requisito de los fines religiosos, exigido en
el artículo 5.2 de la ley . La interpretación administrativa de este requisito ha dado
lugar a diversos recursos ante la jurisdicción ordinaria, con pronunciamientos diversos,
que no han logrado una doctrina jurisprudencial común (26). La cuestión es compleja,
porque, al final, se trata de encontrar una respuesta adecuada a la pregunta ¿qué es
una religión?, ¿qué son las creencias religiosas? Esta pregunta, aparentemente simple,
fue planteada en el Parlamento Mundial de las Religiones y no fue posible encontrar una
respuesta unánime (27). Por otra parte, resulta difícil explicar la necesidad de crear un
régimen especial distinto del que podría ser común a las diferentes entidades o
empresas ideológicas.

Pero, junto a este régimen unilateral, la ley autoriza la posibilidad de establecer


Acuerdos o Convenios de cooperación con las Iglesias, Confesiones o Comunidades
religiosas. Esta opción legislativa pretende traducir el supuesto constitucional “teniendo
en cuenta las creencias religiosas existentes en España” y dar cumplimiento al mandato
“mantendrán relaciones de cooperación”, a través de la fórmula de los Acuerdos o
Convenios. Los requisitos legales se circunscriben a que las confesiones estén inscritas
y, que “por su ámbito y número de creyentes hayan alcanzado notorio arraigo en
España” (28). Este régimen bilateral permite la creación de un marco jurídico más
amplio y beneficioso para las propias confesiones signatarias en orden a la concreción
de sus propios fines religiosos.

Con anterioridad a la promulgación de la Ley de Libertad Religiosa , el Estado Español


había suscrito cuatro Acuerdos con la Iglesia Católica el 3 de enero de 1979 . A través
de las cláusulas derogatorias se puede observar que dichos Acuerdos tienen una doble
finalidad: a) proceder a la derogación del Concordato de 1953; b) crear un marco
jurídico, cronológicamente, constitucional. A través de estos instrumentos bilaterales,
con rango de tratados internacionales, se crea un marco jurídico para la Iglesia Católica
distinto del común para las demás confesiones. Las diferencias se centran en los
contenidos prestacionales que asume el Estado, especialmente, en el ámbito de la
educación, cultura, asistencia religiosa y sostenimiento económico de la Iglesia Católica.

Como contrapunto a estos Acuerdos, y, en cumplimiento de las previsiones contenidas


en el artículo 7 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa , en 1992 se han firmado
varios Acuerdos con las confesiones minoritarias: Entidades evangélicas, Comunidades
israelitas, Comisión Islámica (29). Estos Acuerdos pretenden ampliar el marco jurídico
de estas confesiones,, pero sin alcanzar los contenidos prestacionales del marco creado
para la Iglesia Católica, especialmente, en el ámbito económico y educativo.

Habrá que complementar esta reseña, respecto al Derecho Acordado, con la referencia
a los Acuerdos suscritos por las Comunidades Autónomas con la Iglesia Católica y otras
confesiones, dentro del ámbito de su competencia y, singularmente, en asuntos
culturales y protección del patrimonio artístico-religioso. Más singular resulta, sin
embargo, el Convenio-marco suscrito entre la Generalitat de Cataluña y el Consejo
Evangélico de Cataluña (21 de mayo de 1998), en el que, a la vista de los asuntos
concertados, su contenido podría exceder el ámbito propio de las competencias de la
Comunidad Autónoma para entrar en colisión con las competencias exclusivas del
Estado en esta materia. En cualquier caso, se abre un abanico importante de
posibilidades en este campo desde la perspectiva del Derecho Autonómico (30).

4. Desarrollo legislativo

El artículo 16 de la Constitución ha sido desarrollado parcialmente por la Ley Orgánica


de Libertad Religiosa, de 5 de julio de 1980 . Ha quedado excluido, en principio, de
este texto legal la libertad ideológica y limitada la libertad de creencias a las creencias
religiosas. En consecuencia, la Ley garantiza la libertad religiosa y de culto, ignorando la
libertad ideológica, cuya equiparación con las citadas libertades ha sido expresamente
reconocida en la Constitución , en los textos internacionales y, recientemente, en la
Declaración sobre esta materia aprobada en el Tratado de Amsterdam.

La Ley no ofrece un concepto o definición de la libertad religiosa y de culto; se limita a


enumerar una serie de manifestaciones de esta libertad, protegidas por la ley y algunas
actividades concretas excluidas del ámbito de protección de la misma. Entre estos
últimos, incluye a “las actividades, finalidades y Entidades relacionadas con el estudio y
experimentación de los fenómenos psíquicos o parapsicológicos o la difusión de valores
humanísticos o espiritualistas u otros fines análogos ajenos a los religiosos” (31).

Ciertamente, resulta una tarea difícil y compleja definir la libertad religiosa, dada la
concepción plural que existe, a nivel universal, de qué es lo religioso. Es suficiente
sobrevolar por las diferentes culturas y civilizaciones para comprender la distinta
concepción que existe de lo religioso, tanto en su dimensión histórica como universal.
Sin embargo, la delimitación operada en la Ley obliga a intentar precisar el significado
de lo religioso, pues así lo va a exigir la propia interpretación de algunas normas
contenidas en el texto legal.

La propia norma da una definición negativa al excluir determinadas actividades del


ámbito de protección de la Ley; pero, al mismo tiempo, ampara y protege la ausencia
de creencias religiosas y, por consiguiente, las creencias agnósticas, ateístas y
antirreligiosas (32), como, por otra parte, han reconocido oportunamente diversas
Declaraciones Internacionales (33). En efecto, la equiparación entre religión y
convicciones, a los efectos de protección jurídica, se extiende a la práctica del culto o de
celebrar reuniones en relación con la religión o convicciones y de fundar y mantener
lugares para estos fines; la de fundar y mantener instituciones de beneficencia o
humanitarias adecuadas; la de confeccionar, adquirir y utilizar en cantidad suficiente los
artículos y materiales necesarios para los ritos o costumbres de una religión o
convicción; la de escribir, publicar y difundir publicaciones pertinentes en estas esferas;
la de enseñar la religión o las convicciones en lugares aptos para estos fines; la de
solicitar y recibir contribuciones voluntarias financieras y de otro tipo de particulares e
instituciones; la de capacitar, nombrar, elegir y designar por sucesión los dirigentes que
correspondan según las necesidades y normas de cualquier religión o convicción; la de
observar días de descanso y de celebrar festividades y ceremonias de conformidad con
los preceptos de una religión o convicción; la de establecer y mantener comunicaciones
con individuos y comunidades acerca de cuestiones de religión o convicciones en el
ámbito nacional y en el internacional (34).

La Declaración añade que: “Los derechos y libertades enunciados en la presente


Declaración se concederán en la legislación nacional de manera tal que todos puedan
disfrutar de ellos en la práctica” (35). Aunque la fuerza vinculante de esta Declaración
(36) no es equivalente a la de un Convenio, sin embargo, la doctrina entiende que se
trata de una interpretación del artículo 18 del Pacto Internacional de derechos civiles y
políticos (37) , en cuyo caso tendría la misma fuerza vinculante que el propio Pacto
Internacional.

La fórmula utilizada en los textos internacionales: libertad de pensamiento, conciencia y


religión, creencias y convicciones se refiere, en esta misma Declaración, a la libertad de
cosmovisión –en los términos que hemos utilizado anteriormente-, pero no sólo en el
plano individual, sino también en el colectivo. Los derechos reconocidos a las entidades
religiosas deben extenderse, también, a las asociaciones ideológicas, filosóficas o éticas,
expresión utilizada en los primeros borradores de la Constitución y, actualmente, en
la Declaración adoptada por la Conferencia en el Tratado de Amsterdam, donde se dice
que “la Unión Europea respeta y no prejuzga el estatuto reconocido, en virtud del
derecho nacional, a las iglesias y las asociaciones o comunidades religiosas en los
Estados miembros”, respeto que extiende al “estatuto de las organizaciones filosóficas y
no confesionales” (38).

La equiparación de las organizaciones confesionales y de las organizaciones ideológicas


o filosóficas no existe en la ley de libertad religiosa, que excluye expresamente a
algunas organizaciones ideológicas e, indirectamente, a todas, al exigir el requisito de
fines religiosos para la inscripción en el Registro de Entidades Religiosas. Esta exclusión
ha reabierto la polémica sobre qué es lo religioso, produciéndose manifestaciones, al
respecto, en el campo doctrinal y en la praxis administrativa y judicial.

4.1. Interpretación doctrinal

Las opiniones doctrinales al respecto han sido plurales. Así se ha afirmado que una
organización tiene fines religiosos cuando existe: un conjunto de creencias, doctrinas y
preceptos que se aceptan por los miembros con vinculaciones unitivas muy profundas
de naturaleza religiosa; y una organización sobre normas propias, que requiere, en todo
caso, la preexistencia de la organización, anterior al reconocimiento; normativa propia;
suficiente número de adeptos, suficiente para que activa y pasivamente pueda
establecerse la correspondiente organización y ejercerse las respectivas funciones, etc.
(39). Otros autores requieren la existencia de unas comunidades con una finalidad
religiosa, es decir, “un fondo doctrinal, que haga referencia a la divinidad, dotada de
una praxis ritual y moral, y de una estructura permanente con normas de organización
autónoma” (40).
En fin, otros autores requieren la existencia de la creencia en un Ser superior, de una
doctrina o dogma, de una moral, una organización, etc.(41). Es evidente, en la mayoría
de estas definiciones, la influencia del estereotipo de la Iglesia Católica, cuyos
elementos integrantes parecen considerarse imprescindibles para que exista una
entidad religiosa. Estas descripciones podrían ser válidas en un Estado confesional
católico, que excluyera la presencia de otras confesiones religiosas, como ha ocurrido a
lo largo de tantos siglos en España. Pero, si, por el contrario, se reconoce y garantiza la
libertad religiosa, tal estereotipo es ciertamente inútil, porque no se corresponde con
una concepción global y universal de lo religioso.

No faltan quienes apuntan, como elemento específico de lo religioso, el culto, llegando a


afirmar que la existencia o no de culto permite distinguir el hecho religioso de las meras
creencias filosóficas con contenidos metafísicos (42). Esta diferencia tampoco es
admitida en la doctrina de Naciones Unidas, que, entre las libertades dimanantes de la
libertad religiosa reconoce: la de practicar el culto o de celebrar reuniones en relación
con la religión o las convicciones, y de fundar y mantener lugares para esos fines (43).

Existe culto en organizaciones que no merecerían, según las anteriores definiciones, el


carácter religioso, como pueden ser las sectas satánicas. Como explica G. FERRARI,
“podemos afirmar que hablamos de satanismo cuando nos referimos a personas, grupos
o movimientos que, de forma aislada o más o menos estructurada y organizada,
practican algún tipo de culto (por ejemplo: adoración, veneración, evocación) del ser
que en la Biblia se indica con los nombres de demonio, diablo o Satanás. En general, tal
entidad es considerada por los satanistas como ser o fuerza metafísica; o como
misterioso elemento innato en el ser humano; o energía natural desconocida, que se
evoca bajo diversos nombres (por ejemplo: Lucifer) a través de particulares prácticas
rituales” (44).

Otras organizaciones, que autoexcluyen cualquier carácter religioso, practican un ritual


y unas ceremonias típicamente cultuales y declaran un expreso reconocimiento de la
divinidad. Así, la Masonería recoge en sus formularios rituales la siguiente declaración:
“La Masonería admite en su seno a los hombres de todas las ideas religiosas. Reconoce
la existencia de un principio regulador, absoluto e infinito, al que se da el nombre de
GRAN ARQUITECTO DEL UNIVERSO, y comprendiendo que la Razón Humana debe ser el
único medio de investigación de la Causa Suprema, respeta el medio que cada cual
adopte para rendir culto a Dios. El hombre debe a Dios la existencia, la razón y el libre
albedrío” (45).

El culto no es, por tanto, un elemento exclusivo y diferenciador de las confesiones


religiosas. Pero, es más, ni siquiera, algunas corrientes religiosas con una gran tradición
y arraigo, incluyen, en su definición, una relación con la divinidad, ni la exigencia de un
culto. A modo de ejemplo, “el budismo no es una religión con Dios. El budismo es una
religión de la sabiduría, de la iluminación y de la compasión. Así como los creyentes en
Dios creen en la posibilidad de la salvación por la confesión de los pecados y la vida de
oración, así nosotros los budistas creemos en la posibilidad de la salvación y de la
iluminación para todos los hombres por la eliminación de la mancha y de la mentira y
por una vida de meditación” (46).

4.2. Interpretación administrativa

La Administración ha elaborado, también, su propio concepto de confesión religiosa,


manifestado, sin embargo, a través de rasgos diversos. Así, por ejemplo, en diversas
Resoluciones de la Dirección General de Asuntos Religiosos, se exigen los siguientes
requisitos:

a) Un cuerpo de doctrina propio que exprese las creencias religiosas que se profesan y
que se desean transmitir a los demás;
b) una liturgia que recoja los ritos y ceremonias que constituyen el culto, con la
existencia de lugares y ministros de culto en sus distintas denominaciones y funciones;

c) unos fines religiosos que respeten los límites al ejercicio del derecho de libertad
religiosa, establecidos en el artículo 3 de la LOLR ;

d) con carácter previo e indispensable, un número significativo de fieles, que


constituyen el sustrato de una persona jurídica, toda vez que antes de calificar la
naturaleza religiosa de la entidad peticionaria es necesario que se acredite la existencia
de una verdadera y real entidad (47).

Insistiendo en la interpretación de fines religiosos se afirma que: “la expresión común


del hecho religioso se traduce en unas prácticas cúlticas y rituales que, para el entorno,
son la muestra objetiva del hecho religioso. Las prácticas religiosas pueden ser
elaboradas o simples, aceptables desde el punto de vista moral o condenables,
jerarquizadas o no, pero deben existir, si en la aceptación común de religión, ha de
imponerse la presencia del hecho religioso” (48).

A la vista de estos requisitos, resulta sorprendente encontrar una serie de Comunidades


budistas inscritas en el Registro de Entidades Religiosas (49). Teniendo en cuenta la
anterior Declaración budista, estas comunidades no reúnen ninguno de los requisitos
exigidos por la Administración. El ejemplo podría extenderse a otras entidades religiosas
inscritas, que carecen de los requisitos tan solemnemente descritos por la
Administración. Por el contrario, cumplen esos requisitos y tendrían que ser inscritas, si
lo solicitasen, las asociaciones masónicas o las sectas satánicas.

4.3. Interpretación jurisprudencial

Tampoco los Tribunales, en los casos que ha tenido que conocer, se han recatado de
pronunciarse sobre el concepto de religión. Así, acogiéndose a la definición de la Real
Academia Española, se dice que “es un conjunto de creencias o dogmas acerca de la
divinidad, de sentimientos de veneración y temor hacia ella, de normas morales para la
conducta individual y social, y de prácticas rituales, principalmente la oración y el
sacrificio para darle culto” (50). En otro lugar, se dice que una entidad tiene fines
religiosos “cuando su objetivo es agrupar a las personas que participan en unas mismas
creencias sobre la divinidad, para considerar en común esa doctrina, orar y predicar
sobre ella, así como realizar los actos de culto su sistema de creencias establece” (51).
Recientemente, sin embargo, el Tribunal Constitucional ha tenido la oportunidad de
pronunciarse sobre estas cuestiones a propósito del recurso de amparo promovido por
la Iglesia de la Unificación impugnando la denegación de la inscripción en el Registro de
Entidades Religiosa del Ministerio de Justicia.

Cabe destacar, entre otras consideraciones del Alto tribunal, la referencia expresa al
artículo 10.2 de la Constitución : ”…por mandato del artículo 10.2 de la CE, en la
determinación del contenido y alcance del derecho fundamental a la libertad religiosa
debemos tener presente, a efectos interpretativos, lo dispuesto en la Declaración
Universal de Derechos Humanos, concretamente en su artículo 18 , así como en los
demás Tratados y Acuerdos internacionales suscritos por nuestro país sobre la materia,
mereciendo especial consideración lo dispuesto En el artículo 9 del Convenio Europeo de
Derechos Humanos y la Jurisprudencia del TEDH recaída con ocasión de la aplicación
del mismo. En este sentido, y a los fines de nuestro enjuiciamiento, resulta de interés
recordar la interpretación del artículo 18.1 de la Declaración Universal que el Comité
de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha plasmado en el Comentario General de 20
de julio de 1993, a cuyo tener dicho precepto “protege las creencias teístas, no teístas y
ateas, así como el derecho a no profesar ninguna religión o creencia; los términos
creencia o religión deben entenderse en sentido amplio”, añadiendo que.”El artículo 18
no se limita en su aplicación a las religiones tradicionales o a las religiones o creencias
con características o prácticas institucionales análogas a las de las religiones
tradicionales” (STC. 20-2-2001).. Consecuente con esta argumentación, la Sentencia
añade lo siguiente: “la articulación de un Registro ordenado a dicha finalidad no habilita
al Estado para realizar una actividad de control de la legitimidad de las creencias
religiosas, o sobre las distintas modalidades de expresión de las mismas, sino tan sólo
la de comprobar, emanando a tal efecto un acto de mera constatación que no de
calificación… (por lo que) la Administración responsable de dicho instrumento no se
mueve en un ámbito de discrecionalidad que le apodere con un cierto margen de
apreciación para acordar o no la inscripción solicitada, sino que su actuación en este
extremo no puede sino calificarse como reglada…”.

5. La libertad religiosa y el artículo 10.2 de la Constitución

Parece evidente que los intentos de definición de lo religioso se inspiran en un


parámetro tradicional y local, dominado por la presencia, durante siglos, de una única
confesión religiosa. La apelación al Diccionario de la Real Academia de la Lengua para
describir qué se entiende por religión es una muestra inequívoca de una concepción
sociológica dominante en nuestro país, pero, sin duda, alejada de un concepto más
universalista de la religión.

El método hermenéutico que toma como punto de partida la historia, la cultura, la


sociología propia para interpretar las instituciones jurídicas de un Estado puede dar
resultados positivos y permitir comprender y profundizar en las raíces, fundamentos y
eficacia de esas instituciones. Sin embargo, cuando se trata de interpretar derechos y
libertades fundamentales, que tienen un valor y un alcance universal, ese sistema
resulta inadecuado. No es casualidad que, precisamente, al abordar esta cuestión, la
Constitución española establezca, con carácter imperativo, que “las normas relativas
a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se
interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y
los Tratados y Acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por
España” (52).

Tal vez, al ser un texto normativo tan conocido y tan citado, no haya sido
correctamente interpretado. Las libertades públicas no pueden interpretarse únicamente
de acuerdo con el significado cultural y sociológico o que la tradición histórico-jurídica
española haya elaborado. La Constitución establece un mandato consistente en que
dicha interpretación se realice de acuerdo con la Declaración Universal de Derechos
Humanos y los demás tratados internacionales ratificados por España. “La
Constitución – dice el Tribunal Constitucional – se inserta en un contexto internacional
en materia de derechos fundamentales y libertades públicas, por lo que hay que
interpretar sus normas en esta materia de conformidad con la Declaración Universal de
Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales que menciona el
precepto. Y... no sólo las normas contenidas en la Constitución , sino todas las del
ordenamiento relativas a los derechos fundamentales y libertades públicas que reconoce
la norma fundamental” (53).

La interpretación de la libertad religiosa, regulada en la Ley Orgánica de libertad


religiosa , no puede hacerse descomponiendo su contenido en dos apartados (libertad
y religión) e interpretando el significado religión de acuerdo con el sentir nacional
tradicional. La libertad religiosa ha de interpretarse a la luz de la Declaración Universal
de Derechos Humanos y de otros tratados, en los términos expresados con
anterioridad, apoyándonos en los textos internacionales y en la interpretación oficial de
los mismos realizada por los organismos internacionales (54).

En consecuencia, y siguiendo el Comentario Oficial del Comité de Derechos Humanos de


las Naciones Unidas (55), es posible establecer los siguientes criterios hermenéuticos
aplicables al artículo 16 de la Constitución española y a la Ley Orgánica de Libertad
Religiosa :
1. El derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión (que incluye la libertad
de creencias) en el art. 18 , es amplio y denso; abarca la libertad de pensamiento
sobre cualquier tema, las convicciones personales y la adhesión a una religión o a unas
creencias ya sea manifestado de forma individual o colectiva.

2. La libertad de pensamiento y de conciencia se protegen en la misma medida que la


libertad de religión y de creencias.

3. El carácter fundamental de estas libertades se refleja en que no pueden ser


derogadas ni siquiera en situaciones de emergencia.

4. Las creencias deístas, no deístas y ateas, así como el derecho a no profesar ninguna
religión o creencia están protegidas por el art. 18 .

5. Los términos creencia y religión han de ser interpretados ampliamente. No puede


limitarse la aplicación del art. 18 a las religiones tradicionales, o a las religiones o
creencias con características institucionales o prácticas análogas a las de las religiones
tradicionales.

Estos criterios cuestionan la interpretación administrativa y jurisprudencial, así como de


una parte de la doctrina, que se viene haciendo de la libertad religiosa, ofreciendo una
versión restringida y limitada de esta libertad, que pone en riesgo la seguridad jurídica
de los individuos y de las comunidades. España, como Europa en general, escenario
histórico de una confesión dominante y excluyente, observa con preocupación creciente
la presencia de nuevos movimientos religiosos o ideológicos, que no encajan en los
moldes tradicionales de lo religioso, y, con carácter preventivo y cautelar, se establecen
mecanismos de control (Registro de Entidades Religiosas, Informes policiales e, incluso,
la posible creación de un observatorio parlamentario sobre las sectas) de estos nuevos
movimientos, denominados genéricamente sectas.

Esta tendencia presente en la vieja Europa, y en otros continentes, ha motivado que el


propio Comité de Derechos Humanos muestre su preocupación por la tendencia a
discriminar religiones o creencias por distintas razones, incluyendo el hecho de que se
hayan implantado recientemente, o representen a minorías religiosas que pudieran ser
objeto de hostilidad por parte de la confesión religiosa mayoritaria (56). La misma
Comisión ha condenado todas las formas de intolerancia y de discriminación fundadas
en la religión o las convicciones, incluyendo aquellas que promueven el odio, el racismo
o la xenofobia, y estima que los Estados deberían tomar las medidas adecuadas contra
aquellas que se manifiestan en los currículos escolares, en los libros de texto y los
métodos pedagógicos, así como las difundidas a través de los medios de comunicación y
las nuevas tecnologías de la información incluido Internet”.

La doctrina de Naciones Unidas en la lucha contra la discriminación, la intolerancia y la


xenofobia se inspira en la educación en los derechos humanos, a cuyo efecto ha
declarado el decenio 1995-2005 como la Década de la Educación en Derechos
Humanos. En este sentido, el Relator Especial para la libertad religiosa ha insistido en
que, entre los factores que favorecen las discriminaciones y la ignorancia, se debería
mencionar la ignorancia y la falta de conocimiento adecuado de los demás, de su
religión y costumbres, de sus ritos, de sus mitos, la falta o carencia de diálogo, los
estereotipos, los prejuicios, el papel negativo de la educación y de los medios de
comunicación y subraya la importancia de una educación que tienda a favorecer el
diálogo y el conocimiento positivo de los demás y la iniciación de los jóvenes al respeto
de los demás. En este contexto, estima que los representantes de las comunidades
etnorreligiosas deberían juntarse para favorecer la creación de una cultura del diálogo y
de tolerancia, explorando en sus religiones respectivas todo lo que puede favorecer una
mejor comprensión de los demás y el respeto de su identidad y evitar sobre todo que
las religiones sirvan a la intolerancia.
En una reciente Conferencia auspiciada por Naciones Unidas, “una conferencia de
derechos humanos encuadrada en el mandato sobre la libertad de religión y de
convicciones”, se declara “convencida de que la educación en relación con la libertad de
religión o de convicciones puede también contribuir a la realización de los objetivos de
la paz mundial, de la justicia social, el respeto mutuo y la amistad entre los pueblos, y a
la promoción de los derechos humanos y de las libertades fundamentales”. Desde esta
perspectiva y participando de la idea permanente de Naciones Unidas del carácter
indivisible e interdependiente de los derechos humanos y de las libertades
fundamentales, la Conferencia manifiesta su convencimiento de que: “La educación en
relación con la libertad de religión o de convicciones debería contribuir a la promoción
de las libertades de conciencia, de opinión, de expresión, de información, de
investigación, así como a la aceptación de la diversidad”. En definitiva, una manifiesta
proclamación de la interrelación de las libertades fundamentales y de la necesidad de su
estudio conjunto y sistemático, en el que la libertad religiosa ocupa un lugar de
privilegio, al ser cronológica y ontológicamente la primera de las libertades
especializadas.

(1)La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, trad. de A. Posada,
Madrid, 1908.

(2) Entre otros tratados internacionales, cabe citar el Tratado de Oliva, a favor de los
católicos en Livonia, tras su cesión a Suecia por Polonia l660); el Tratado de Nimega
entre Francia y España (1678); el Tratado de Rywick, a favor de los católicos en los
territorios cedidos por Francia a Holanda (1679); el Tratado de París, entre Francia,
España y Gran Bretaña, a favor de los católicos en los territorios canadienses cedidos a
Francia.

(3) art. XVI

(4) art. 1

(5) Conservan una religión oficial en Europa: Dinamarca, Finlandia, Inglaterra, Grecia,
reconociendo, al mismo tiempo, el derecho de libertad religiosa.

(6) Texto de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. v.


MORAN, G., La protección jurídica de la libertad religiosa en USA, Santiago de
Compostela, 1989.

(7) La relación de estos textos y un análisis de los términos utilizados puede verse en
SOUTO GALVAN, E., El reconocimiento de la libertad religiosa en Naciones Unidas,
Madrid, 1999.

(8) LUCAS VERDU, P., Teoría de la Constitución como ciencia cultural, Madrid, 1997, p.
50.

(9) Art. 16, 1 y 2. Sobre los antecedentes y génesis de este texto constitucional, v.
AMOROS, J.J., La libertad religiosa en la Constitución Española de 1978, o.c.

(10) La Constitución utiliza las expresiones ideología, religión, creencias y culto (art. 16,
1 y 2). La utilización por la doctrina de esta variedad de expresiones puede verse en
LLAMAZARES, D., Derecho de la libertad de conciencia. 1. Libertad de conciencia y
laicidad, Madrid, 1997; GONZALEZ DEL VALLE, J. M, Objeción de conciencia Y libertad
religiosa e ideológica en las constituciones española, americana, declaraciones de la
ONU y Convenio Europeo, con jurisprudencia, en “Revista de Derecho Privado”, 1991,
pp. 275-295; SOUTO, J.A., Derecho Eclesiástico del Estado. El Derecho de la libertad de
ideas y creencias, Madrid, 1995.
(11) La Declaración Universal de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de
Derechos Civiles Y Políticos utilizan los términos pensamiento, conciencia, religión y
creencias, mientras que la Convención Europea de Derechos Humanos y la Declaración
sobre la eliminación de la intolerancia y la discriminación fundadas en la religión o las
convicciones (1981) utilizan los mismos términos, pero sustituyendo creencias por
convicciones.

(12) ROBLES, G., Los derechos fundamentales y la ética en la sociedad actual, Madrid,
1992.

(13) La defensa del término convicciones corrió a cargo de los representantes de los
Estados socialistas, especialmente de la URSS y de la república de Bielorrusia.

(14) STC, 53/1985, de 11 de abril .

(15) Una sugestiva sistematización de estos supuestos puede verse en NAVARRO-


VALLS, R., y MARTINEZ TORRON, J., Las objeciones de conciencia en el derecho español
y comparado, Madrid, 1997. También, PALOMINO, R., Las objeciones de conciencia,
Madrid, 1994; CAMARASA CARRILLO, J., La objeción de conciencia al servicio militar,
Madrid, 1993. Acerca de la prestación social sustitutoria vid. ALENDA, M., El régimen
penal de la prestación social de los objetores de conciencia, Valencia, 1996.

(16) La vinculación entre libertad de enseñanza y libre elección de la formación moral o


religiosa ha sido expresada claramente en el Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales, cuyo art. 13, 3, dice: “Los Estados Partes en el
presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de
los tutores legales, de escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas
por las autoridades públicas, siempre que aquellas satisfagan las normas mínimas que
el Estado prescriba o apruebe en materia de enseñanza, y de hacer que sus hijos o
pupilos reciban la educación religiosa que esté de acuerdo con sus propias
convicciones”.

(17) La Ley Orgánica de 3 de julio, reguladora del derecho a la educación, reconoce el


derecho de los padres o tutores a : “escoger centro docente distinto de los creados por
los poderes públicos” y “que sus hijos reciban la formación moral o religiosa que esté de
acuerdo con sus propias convicciones”.

(18) La Constitución reconoce la libertad de enseñanza y, expresamente, la libertad de


creación de centros docentes, así como autoriza la ayuda a aquellos que reúnan los
requisitos que la ley establezca (Art. 27, 6, 7 y 9). La legislación prevé la posibilidad de
establecer conciertos con centros privados su financiación. Sobre esta cuestión, entre
las publicaciones más recientes, v. SATORRAS, R. M., La libertad de enseñanza en la
Constitución Española, Madrid, 1998; POLO SABAU, J.R., El régimen jurídico de la
Universidad privada, Madrid, 1998; GARCIA-PARDO, D., La libertad de enseñanza en la
jurisprudencia del Tribunal Supremo, Madrid, 1998.

(19) FERREIRO, J., Los límites de la libertad de expresión. La cuestión de los


sentimientos religiosos, Madrid, 1996; RODRIGUEZ GARCÍA, El control de los medios de
comunicación, Madrid, 1998.

(20) ROBERT,J., Droits de l’homme et libertes fondamentales, Paris, 1996. La doctrina


española suele utilizar la expresión libertad-participación, V. ALVAREZ CONDE, E., Curso
de Derecho Constitucional, I, 2ª ed., Madrid, 1996.

(21) STC, 20/1990, de 15 de febrero .

(22) La Unión Europea, en el Tratado de Amsterdam (1997) ha incluido la siguiente


Declaración: “La Unión Europea respeta y no prejuzga el estatuto reconocido, en virtud
del derecho nacional, a las iglesias y las asociaciones o comunidades religiosas en los
Estados miembros. La Unión Europea respeta asimismo el estatuto de las
organizaciones filosóficas y no confesionales”. Sobre esta cuestión v. ROBBERS, G.,
Estado e Iglesia en la Unión Europea, Madrid, 1996; FERRARI, S., e IBAN, I., Diritto e
religione in Europa occidentale, 1997.

(23) art.16.3.

(24) art.3.

(25) art.16.3.

(26) Además de diversas sentencias sobre esta cuestión de la Audiencia Nacional, cabe
citar las Sentencias del Tribunal Supremo de 2 de noviembre de 1987 y la de 14 de
junio de 1996.

(27) KUNG, H., y KUSCHEL, K-J., Hacia una ética mundial, Madrid, 1994.

(28) art. 7.1.

(29) Los cuatro Acuerdos han versado sobre: asuntos jurídicos; asuntos económicos;
sobre enseñanza y asuntos culturales; sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas
y sobre servicio militar de clérigos y religiosos. Entre una variada bibliografía sobre esta
materia, v. MOTILLA, A., Los Acuerdos entre el Estado español y las confesiones
religiosas en el Derecho español, Barcelona, 1985.

(30) Aprobadas por las leyes 24/1994, 25/1994 y 26/1994 respectivamente. Sobre el
contenido de estos Acuerdos, v. SOUTO, J. A., Cooperación del Estado con las
confesiones religiosas, en “Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad
Complutense de Madrid”, n. 84, pp. 365-413. MANTECÓN, J., Los Acuerdos del Estado
con las confesiones acatólicas, Jaén, 1995. Sobre la génesis de estos Acuerdos:
FERNANDEZ-CORONADO, A., Estado y Confesiones religiosas: un nuevo modelo de
relación, Madrid, 1995. Una visión de los diferentes problemas en esta materia v.
Acuerdos del Estado español con confesiones religiosas minoritarias, coord. por V.
REINA y M. A. FELIX, MADRID, 1996. Sobre la figura singular de los Convenios menores
v. ROCA, M. J., Naturaleza jurídica de los Convenios eclesiásticos menores, Pamplona,
1993.

(31) Art. 3,2. El Grupo Andalucista presentó numerosas enmiendas, que, en general,
presentaban como denominador común la ampliación del ámbito de la Ley a la libertad
ideológica. Así se afirma que: “El término religioso tal y como está utilizado resulta
equívoco, porque parece referirse sólo a los creyentes, y ya hemos mantenido que esta
Ley debe amparar también a los que no lo son” (Enmienda núm.79). En la misma línea,
propusieron la supresión del apartado 2 del artículo 3: “Resulta innecesario explicitar
todo lo que queda fuera del ámbito de esta Ley. La práctica y difusión de valores
humanísticos o espirituales no siempre es ajena al hecho religioso. Así, por ejemplo, el
espiritismo tiene para sus adeptos un contenido indudablemente religioso. En cualquier
caso son los individuos o asociaciones los que tienen que valorar si su actividad o
profesión es o no es religiosa o está relacionada con el aspecto religioso y nunca la
Administración la que determine estas cuestiones, ya que son realidades anteriores al
reconocimiento por parte del Estado” (Enmienda, núm.78).

(32) El artículo 1,a reconoce el derecho de toda persona a “profesar las creencias
religiosas que libremente elija o no profesar ninguna; cambiar de profesión o abandonar
la que tenía; manifestar libremente sus propias creencias religiosas o la ausencia de las
mismas, o abstenerse de declarar sobre ellas”. “El Derecho a la libertad de
pensamiento, conciencia y religión (que incluye la libertad de creencias) en el art.18, es
amplio y denso; abarca la libertad de pensamiento sobre cualquier tema, las
convicciones personales y la adhesión a una religión o unas creencias ya sea
manifestado de forma individual o colectiva. El Comité señala la atención de los Estados
parte sobre el hecho de que la libertad de pensamiento y la libertad de conciencia se
protegen en la misma medida que la libertad de religión o creencias... El art.18 protege
las creencias deístas, no deístas y ateas, así como el derecho a no profesar ninguna
religión o creencia. Los términos creencia y religión han de ser interpretados
ampliamente” (Comentario oficial del Comité de Derechos Humanos de las Naciones
Unidas al artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, 20 de julio
de 1993).

(33) En la Declaración de Naciones Unidas sobre la eliminación de todas las formas de


intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las convicciones, de 1981, y, por
tanto, posterior a la Ley española sobre libertad religiosa, se incluye, a continuación de
la expresión religión, la expresión “convicciones de su elección”. Esta frase se reproduce
en todos los preceptos en que se garantizan las diferentes manifestaciones de la
libertad religiosa, otorgando el mismo rango y protección a las “convicciones de su
elección”. De acuerdo con lo previsto en el artículo 10,2 de la Constitución, la Ley de
libertad religiosa debería interpretarse de acuerdo con esta Declaración de Naciones
Unidas y extender la protección reconocida a la libertad religiosa a la libertad de
convicciones. Esta equiparación debería comprender, no solo las libertades individuales,
sino también las libertades colectivas, pues los derechos reconocidos en el artículo 6 de
esta Declaración –libertades colectivas- se refiere a la libertad de pensamiento, de
conciencia, de religión o de convicciones.

(34) Este conjunto de derechos reconocidos por motivos de religión o de convicciones


están garantizados expresamente en el artículo 6 de la Declaración mencionada.

(35) Artículo 7.

(36) V. Sobre este punto, SOUTO GALVÁN, E., El reconocimiento de La Libertad


religiosa en Naciones Unidas, o.c.

(37) MARTINEZ TORRÓN, J., Normas de Derecho Eclesiástico, Granada, 1998, p.73.

(38) Declaración sobre el Estatuto de las Iglesias y de las organizaciones no


confesionales.

(39) LÓPEZ ALARCÓN, M., Dimensión orgánica de las confesiones religiosas en el


Derecho Español, en “Ius Canonicum”, 1980, p.46.

(40) GOTI ORDEÑANA, J., Sistema de Derecho Eclesiástico, Parte Especial, San
Sebastián, 1992, p.16.

(41) BUENO, S., El ámbito del amparo del Derecho de libertad religiosa y las
Asociaciones, en Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado, (1985), Madrid, pp.185-
205; FUENTES, G., Curso de Derecho Eclesiástico del Estado, Valencia, 1997, p.202.

(42) BUENO, S., o.c., p.186; también, GONZÁLEZ DEL VALLE, J.M., Derecho Eclesiástico
del Estado Español, Pamplona, 1993, p.229.

(43) Declaración sobre eliminación..., cit., art.6,a).

(44) FERRARI, G., en AA.VV., Sectas satánicas y fe cristiana, Madrid, 1998, pp. 23 y 24.

(45) Rito de iniciación en la Masonería, reproducido en LERA, A. M. de, La masonería


que vuelve, Barcelona, 1980.
(46) Declaración del Ven. Samu Sunim del Templo del Budismo Zen de Chicago,
recogido en “Hacia una Etica Mundial”. Declaración del Parlamento de las Religiones del
Mundo, ed. H. KÜNG Y K. J. KUSCHEL, Valladolid, 1994.

(47) Resoluciones de 15/9/1983; 29/1/1988; 25/6/1985; 18/4/1988; 25/5/1995.

(48) Resolución de 15 de enero de 1987.

(49) En la Guía de Entidades Religiosas de España, editada por el Ministerio de Justicia,


Dirección General de Asuntos Religiosos, (Madrid, 1998), aparecen inscritas las
siguientes comunidades budistas: Comunidad Religiosa Dag Shang Kagyu; Orden
Budista Occidental; Comunidad Budista Soto Zen; Comunidad para la Preservación de la
Tradición Mahayana; Karma Kagyu de Budismo Tibetano; Tashi Ling; Comunidad
Budista Zen del Camino Abierto; Nichiren Shoshu Myoshoji; Sokka Gakkai de España.

(50) Sentencias de la Audiencia Nacional de 23 de junio de 1988 y de 30 de septiembre


de 1993.

(51) STS de 1 de marzo de 1994.

(52) Artículo 10,2. Sobre el origen y debate de este apartado en las Cortes
Constituyentes, v. MARTÍN-RETORTILLO, L., Notas para la Historia del apartado
segundo del artículo 10 de la Constitución, en “la Europa de los derechos humanos”,
Madrid, 1998, pp.178-192.

(53) STC 78/1982, F.J. 4º .

(54) Sobre este particular, vid. SOUTO GALVÁN, E., El concepto de libertad religiosa en
Naciones Unidas, en “Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado”, 1999. “El artículo
10,2... obliga a interpretar los correspondientes preceptos de ésta (la Constitución) de
acuerdo con el contenido de dichos Tratados o Convenios, de modo que en la práctica
este contenido se convierte en cierto modo en el contenido constitucionalmente
declarado de los derechos y libertades que enuncia el capítulo segundo del Título I de
nuestra Constitución...” (STC, 36/1991, F.J. 5º ). En la misma línea se declara que:
“... es lo cierto que los textos internacionales ratificados por España pueden desplegar
ciertos efectos en relación con los derechos fundamentales, en cuanto pueden servir
para configurar el sentido y alcance de los derechos recogidos en la Constitución como
hemos mantenido, en virtud del artículo 10,2 CE, desde nuestra STC 38/1981 ,
fundamentos jurídicos 3º y 4º (STC 254/1993, F.J.6º ).

(55) Comentario oficial sobre el artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos (20 de julio de 1993).

(56) Ibídem, ap.2.

La simbología religiosa estática en el ámbito público

Cañamares Arribas, Santiago. Profesor Titular de Derecho Eclesiástico


del Estado de la Universidad
Complutense de Madrid

Fecha de actualización

23/12/2010
I. Introducción

Como tuvimos ocasión de afirmar en la introducción del tema relativo al empleo de


símbolos personales de adscripción religiosa, los conflictos relativos a la presencia de
simbología estática en el ámbito público han sido analizados, preferentemente, desde la
óptica del principio de neutralidad religiosa del estado, aunque sin prescindir de sus
resonancias en materia de libre ejercicio de la religión.

Siguiendo el esquema del tema anterior, a lo largo de las siguientes páginas trataré de
exponer, desde un punto de vista crítico, cuáles han sido las soluciones aportadas en los
conflictos relacionados con el empleo de prendas o elementos de adscripción religiosa,
tanto por la jurisdicción española como en el ámbito del Derecho comparado, a los
efectos de determinar en qué medida han asimilado las exigencias derivadas del
principio de neutralidad religiosa del Estado y, en su caso, del derecho fundamental de
libertad religiosa.

II. Simbología estática en la experiencia jurídica española

a) En el ámbito educativo

La mayor parte de la experiencia española relativa a la presencia de símbolos estáticos


en el ámbito público se ha proyectado en el entorno educativo, en particular en relación
con la presencia del crucifijo en las aulas de los centros escolares públicos.

Uno de los últimos conflictos sobre la presencia del crucifijo en los colegios públicos vino
a sustanciarse ante el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo de Valladolid, quien a
través de su sentencia de 14 de noviembre de 2008, estimó el recurso formulado por la
Asociación Cultural Escuela Laica de Valladolid, frente a la decisión del Consejo Escolar
de un colegio público de mantener los símbolos religiosos en sus dependencias.

El juzgado señala en su decisión que “la presencia de símbolos religiosos en las aulas y
dependencias comunes del centro educativo público no forma parte de la enseñanza de
la religión católica; tampoco puede considerarse un acto de proselitismo la existencia de
estos símbolos o, al menos, no puede considerarse acreditado que sea ésta la finalidad
de la presencia de los símbolos religiosos, si se parte del concepto de proselitismo como
actividad deliberada de convencer del propio credo y hacer nuevos adeptos.”

Frente a esta argumentación, la propia sentencia –justo a continuación- sostiene que “la
presencia de símbolos religiosos en las aulas y dependencias comunes del centro
educativo público en el que se imparte enseñanza a menores que se encuentran en
plena fase de formación de su personalidad vulnera los derechos fundamentales
contemplados en los artículos 14 y 16.1 y 3.”

El Juzgador entiende en su decisión que el crucifijo tiene una clara significación religiosa
–aunque pudiera tener otras- y en consecuencia su presencia resulta inconstitucional a
la luz de lo dispuesto en el artículo 16.3 de la Constitución. A su juicio, “la
aconfesionalidad implica una visión más exigente de la libertad religiosa, pues implica la
neutralidad del Estado frente a las distintas confesiones y, más en general, ante el
hecho religioso. Nadie puede sentir que, por motivos religiosos, el Estado le es más o
menos próximo que a sus conciudadanos.”

Son varias las objeciones que se pueden plantear a esta fundamentación jurídica. De un
lado, ¿puede afectar a la libertad religiosa un símbolo secularizado que carece de
carácter proselitista? Y de otro, ¿el hecho de que un símbolo comparta, junto a un
significado cultural e histórico otro de significado religioso lo convierte en una amenaza
para la neutralidad religiosa del Estado? A ellas nos referiremos, de una manera
general, en el apartado final de este tema.
En todo caso, esta decisión fue recurrida ante el Tribunal Superior de Justicia de Castilla
y León, quien a través de su sentencia de 14 de diciembre de 2009 vino a confirmar, en
parte, la sentencia del juzgado. En ella el Tribunal sigue la doctrina sentada por la Corte
Europea de Derechos Humanos en el caso Lautsi v. Italia, si bien matizando que la
eliminación del crucifijo de las aulas escolares sólo es necesaria cuando existe una
situación conflictiva en la que pueden verse afectados los derechos fundamentales tanto
de los estudiantes como de sus padres. Este tipo de situaciones sólo pueden evaluarse
cuando hay una solicitud dirigida a las autoridades de la escuela con el fin de retirar el
crucifijo. Si no hay tal presupuesto, no cabe deducir la existencia de un conflicto y, por
tanto, el crucifijo puede permanecer en las instalaciones de la escuela. En todo caso, el
Tribunal afirma que la petición de retirada debe concederse cuando esté seriamente
fundada en motivos religiosos.

b) En el ámbito administrativo

Uno de los conflictos más destacados tuvo lugar en el Ayuntamiento de Zaragoza, a raíz
de que se rechazara una solicitud -presentada por una asociación laicista- de retirada de
un crucifijo del Salón de Plenos del Consistorio así como de cualquier otro símbolo
religioso que pudiera estar presente en dependencias y centros municipales de
Zaragoza.

Desestimada su petición por el Ayuntamiento, la Asociación presentó recurso


contencioso-administrativo ante el Juzgado de Zaragoza, que vino a resolver la cuestión
a través de su sentencia de 30 de abril de 2010. En ella, lo primero que se plantea el
juzgador es si existe alguna norma jurídica vigente en nuestro ordenamiento jurídico
que prohíba a una corporación municipal tener un crucifijo con un relevante valor
histórico y artístico en el salón de plenos del Ayuntamiento. La sentencia afirma que ni
de la Constitución, ni de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa ni de los Tratados
internacionales sobre derechos humanos en los que España es parte, cabe deducir una
prohibición como la que pretende invocar la entidad recurrente en relación con la
presencia del crucifijo y de otros símbolos religiosos en dependencias públicas.

En segundo lugar, el Juzgado analiza cuáles son las características del disputado
crucifijo, basándose en un informe del Jefe de Servicio de Patrimonio Cultural del
Ayuntamiento sobre sus “consideraciones históricas, jurídicas, culturales e
inmateriales”, donde se afirma que “El crucifijo conservado en el despacho del Excmo.
Sr. Alcalde Presidente del Ayuntamiento de Zaragoza y que también preside las
Sesiones plenarias, data del siglo XVII; es por tanto una obra de arte que forma parte
de Colección artística del Ayuntamiento de la Ciudad (Inventario 14-2272).” Todo ello,
lleva a la sentencia a considerar que si bien el crucifijo tiene un valor y una simbología
de carácter religioso, no es menos cierto que aúna otros valores y otra simbología, de
orden histórico, artístico y cultural.

Por otra parte, la asociación recurrente planteaba, en su escrito de interposición del


recurso, que la presencia del crucifijo vulneraba el principio de laicidad del estado. Sin
embargo, la sentencia matiza, que este principio no impone la retirada de cualquier
símbolo religioso, sino que, antes bien, demanda que las creencias religiosas sean
respetadas tal y como exigen las bases de la convivencia democrática. Al tiempo
advierte que “el hecho de eliminar toda manifestación de tipo religioso a ultranza,
cualquiera que sea su signo, vendría a dar prioridad a una determinada consideración
del fenómeno religioso, como es el agnosticismo. De esta forma, también se puede
menoscabar la tolerancia que han de manifestar los poderes públicos ante el fenómeno
religioso.”Abundando en estas consideraciones, la sentencia afirma que el principio de
laicidad no significa que los poderes públicos hayan de desarrollar una especie de
persecución del fenómeno religioso, o de cualquier manifestación de tipo religioso. Si así
fuese alguien podrá considerar que el principio de laicidad exige la supresión de las tres
cruces del Escudo de Aragón, “pero de ser esto así habría que convenir que dicho
Escudo ya no sería el de Aragón.”
Por lo demás, el Juzgado advierte que al caso analizado no resultan aplicables las
decisiones adoptadas por otros tribunales relativas a la presencia del crucifijo en centros
escolares públicos, en especial la sentencia Lautsi v. Italia, del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, donde se dispuso la retirada de tales elementos considerando que
el Estado debe promover la neutralidad confesional en el marco de la educación pública,
con la intención de inculcar a los alumnos un pensamiento crítico. La inaplicabilidad del
contenido de esta última decisión deriva –a juicio del Juzgado zaragozano- de que las
circunstancias de ambos casos son enteramente diferentes: tratándose de un centro
escolar público entra en juego la educación de los menores de edad, interviene la
potestad de los padres sobre la educación de sus hijos y la propia libertad religiosa de
los alumnos. Tales condicionantes no concurren cuando se trata de la presencia de un
crucifijo en un salón de plenos.

En conclusión, la sentencia del Juzgado afirma que dado que no existe una norma
jurídica que prohíba a la Corporación Municipal mantener símbolos de carácter religioso,
-en especial cuando se trate de símbolos con relevante valor histórico y artístico- debe
ser ella quien decida acerca del mantenimiento del crucifijo, ya que no concurre el
presupuesto básico e imprescindible -la existencia de una Ley que efectivamente
prohíba la presencia del crucifijo en la corporación municipal- para que se pueda
estimar la pretensión de la asociación recurrente que esgrime su libertad religiosa
negativa frente a la decisión mayoritaria del Consistorio de mantener el crucifijo.

III. La simbología estática en la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos


Humanos

En lo que se refiere a la presencia de símbolos religiosos en ámbito público el Tribunal


de Estrasburgo ha tenido ocasión de pronunciarse a través de la sentencia Lautsi v.
Italia, de 3 de noviembre de 2009. En ella se estima el recurso presentado por la madre
de unos alumnos de un colegio público italiano en el que se alegaba que la presencia del
crucifijo vulneraba, de un lado, el derecho de los padres a proporcionar a sus hijos la
educación que esté conforme con sus propias convicciones y, de otro, el derecho de
libertad religiosa tanto de los alumnos como de la recurrente.

Digamos, ante todo, que el Tribunal parte de la consideración de que el crucifijo es un


símbolo religioso fuerte, esto es, que posee un indudable carácter adoctrinador, capaz
de vulnerar la dimensión negativa de la libertad religiosa que se traduce en la libertad
de no creer y de no ser obligado a participar en actividades cultuales. Al socaire de este
planteamiento entiende, aplicando los referidos criterios del artículo 9 del Convenio, que
aunque la presencia del crucifijo está prevista por la ley –en concreto por dos reales
decretos de 1924 y 1928 adoptados bajo un régimen de confesionalidad que quedó
superado con la Constitución italiana de 1947-, la restricción de la libertad religiosa no
resulta justificada en el marco de una sociedad democrática. Ello es debido –siempre a
juicio del Tribunal- a que en materia educativa el Estado debe perseguir el pluralismo
educativo, por ser esencial en el marco de una sociedad democrática, de suerte que
sólo la consecución de este objetivo podría justificar restricciones en el derecho de
libertad religiosa. A este respecto la Corte no entiende cómo dicho objetivo puede ser
alcanzado a través de una normativa italiana de principios del siglo XX que dispone la
presencia del crucifijo en las aulas de las escuelas públicas.

En lo que se refiere al derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus
propias convicciones, el Tribunal recuerda que sólo la enseñanza que no persigue un fin
de adoctrinamiento estatal es conforme al Convenio. Para ello el Estado debe velar
porque la programación de la enseñanza sea crítica, objetiva y pluralista. En este
sentido apunta que el Estado debe abstenerse de imponer creencias religiosas en
aquellos lugares donde se encuentran personas bajo su dependencia. Esta actitud
resulta especialmente exigible en el contexto de la educación pública, donde la
asistencia a clase es obligatoria y donde, además, los destinatarios de la enseñanza no
pueden sustraerse de la influencia del Estado, al menos sin recurrir a un esfuerzo y
sacrificio desproporcionados. Dado que –a juicio de la Corte- el crucifijo no propicia una
educación crítica, objetiva y pluralista, por su carácter adoctrinador, su presencia
vulnera el derecho de los padres a educar a sus hijos en sus propias convicciones.

Centrándonos ahora en un análisis crítico del contenido de la sentencia, se pueden


observar –al menos desde mi punto de vista- una serie de imprecisiones que
condicionan el sentido del fallo.

En primer lugar, el Tribunal considera que el crucifijo es capaz de vulnerar la libertad


religiosa de los alumnos desde el momento en que se le atribuye un carácter
adoctrinador. Sin embargo, tal libertad religiosa sólo resultaría vulnerada si a través del
crucifijo se vieran forzados a adherirse a la confesión religiosa representada, bien sea
abandonando las creencias que previamente tuvieran o abdicando de posicionamientos
agnósticos o ateos. En este punto conviene recordar que para proceder al
restablecimiento de la libertad religiosa cuando ésta ha sido vulnerada como
consecuencia de una actuación estatal, es necesario, ante todo, que el demandante
acredite la seriedad de sus convicciones y demuestre en qué medida su libertad resulta
afectada por la actuación del Estado. Es cierto que la dimensión interna del derecho de
libertad religiosa tiene un carácter absoluto, y por tanto, inasequible a cualquier
restricción, pero de ello no cabe deducir que se tengan que estimar, sin escrutinio
alguno, cualquier vulneración alegada por sus titulares. Desde mi punto de vista el
Tribunal de Estrasburgo no ha llevado a cabo un examen adecuado, o al menos no lo ha
fundamentado adecuadamente, dando la impresión de que se ha limitado a admitir ad
pedem litterae las alegaciones de la recurrente.

En segundo lugar se afirma que la presencia del crucifijo en las aulas de los colegios
públicos no permite una educación crítica, objetiva y pluralista. La Corte de Estrasburgo
ha venido señalando que el derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus
propias convicciones sólo se garantiza cuando la programación educativa reúne las
características apuntadas. Sin embargo -al menos desde mi punto de vista-, no se
puede equiparar el crucifijo con una asignatura como tal. Si así fuera no sería necesario
reservar un espacio específico dentro de la programación educativa a la religión
católica, ya que estando presente el crucifijo en el aula, los objetivos de esta enseñanza
quedarían cubiertos. No cabe duda que la enseñanza religiosa como tal es
adoctrinadora, en tanto trata de transmitir no sólo unos conocimientos sino también una
experiencia de fe. Sin embargo, tal virtualidad no cabe conferirla a un símbolo religioso
como el crucifijo. Por eso la argumentación de la sentencia en este punto resulta
imprecisa.

Por último, y en tercer lugar, merece la pena subrayar la afirmación del Tribunal de que
no resulta posible apreciar cómo a través del crucifijo puede alcanzarse el pluralismo
educativo que deben perseguir los estados en el ámbito de la enseñanza. La propia
sentencia señala que para la consecución de dicho objetivo, ni las creencias religiosas ni
el ateísmo pueden tener su espacio en la escuela. Resulta indudablemente singular la
concepción del pluralismo que emplea el Tribunal, entendido como ausencia de
cualquier planteamiento religioso o filosófico del ámbito público. Quizá la mejor forma
de fomentar el pluralismo se encuentre en convertir la arena pública en un espacio
común en el que todas las posiciones, cualquiera que sea su tipología, puedan tener
cabida.

IV. El tratamiento de la simbología estática en el Derecho comparado

Es oportuna, en este punto, una referencia a la experiencia comparada. Entre las


distintas referencias posibles, he optado por escoger como punto de comparación, un
país perteneciente a la tradición del common law, y otro a la tradición jurídica
continental. En el caso de la tradición jurídica anglosajona, me he decantado por el caso
norteamericano. No en vano es uno de los países que mayor experiencia presenta en
materia de símbolos religiosos, dada su larga tradición de convivencia religiosa. En el
caso de la tradición continental he optado por Italia, principalmente, por dos razones:
de un lado por la proximidad de su realidad jurídica y religiosa a la nuestra y porque su
experiencia se encuentra en la base del pronunciamiento del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos en el caso Lautsi.

1. La experiencia norteamericana

a) En el ámbito educativo

A través la sentencia Stone v. Graham (1980) el Tribunal Supremo de los Estados


Unidos vino a resolver un recurso formulado contra la constitucionalidad de unas
normas del estado de Kentucky que disponían la fijación de una copia de los Diez
Mandamientos, adquirida a título privado, en las aulas de los colegios públicos
subtitulada con una leyenda en la que se precisaba el carácter secular que presidía su
fijación, a modo de código legal de la civilización occidental y de la Common Law de los
Estados Unidos.

El Tribunal Supremo vino a declarar la inconstitucionalidad de esta norma por afectar el


principio de neutralidad religiosa del Estado, consagrado en la Establishment Clause de
la Primera Enmienda. Para tomar su decisión el Tribunal Supremo empleó un examen
tripartito de constitucionalidad conocido como el lemon test (Lemon v. Kurtzman, 1971)
que proyectado sobre este caso exigió, en primer lugar, analizar si la norma del estado
de Kentucky tenía un propósito secular, en segundo lugar, constatar que no tuviera el
efecto de impulsar o inhibir la religión y finalmente acreditar que no estableciera una
vinculación excesiva entre Estado y religión. En Stone, el Supremo entendió que la
fijación de los Diez Mandamientos no superaba el primer criterio del lemon test, a
saber, el propósito secular de la norma.

En efecto, la sentencia entendió que la fijación de los Mandamientos tenía una


naturaleza primordialmente religiosa. Más en concreto, entendió que los Diez
Mandamientos son indudablemente un texto sagrado en las religiones cristianas y
judías, carácter que no pierden por el hecho de que el legislador declarara su propósito
secular. Su carácter religioso queda acreditado por el el hecho de que no están
limitados a aspectos puramente seculares tales como honrar a los padres, o la condena
del asesinato, el adulterio, el robo, etc., sino que incluyen obligaciones puramente
religiosas: amar a Dios sobre todas las cosas, no usar su nombre en vano, santificar las
fiestas, etc.

Por otra parte, la Corte entendió que la presencia de los Diez Mandamientos en clase no
responde a fines de tipo educativo. No formaban parte de ninguna asignatura y el único
efecto que podrían tener es el de inducir a los alumnos a leer, meditar y quizá venerar y
obedecer el Decálogo. De esta manera, la norma del estado de Kentucky no tenía un
carácter secular. Por último, el hecho de que los carteles fueran adquiridos con fondos
privados no alteraba en nada la inconstitucionalidad de la norma estatal, ya que el mero
hecho de su fijación bajo los auspicios del Estado, atribuía un respaldo oficial a una
concreta religión que resultaba prohibida por la cláusula de establecimiento.

A esta sentencia acompaña un voto particular del Juez Rehnquist donde se critica que la
Corte Suprema no haya manifestado ningún respeto hacia el legislador estatal en lo que
se refiere al declarado propósito secular de la norma. Frente a la decisión de la mayoría
de que el Decálogo es un texto eminentemente sagrado, el Juez discrepante subraya
que es igualmente innegable que el citado texto ha tenido un impacto significativo en el
desarrollo del Derecho occidental. Desde este punto de vista los Estados ostentan la
facultad de decidir que un documento con tal carácter secular sea emplazado delante de
los alumnos escolares con la pertinente declaración de su propósito secular. En fin, el
voto discreparnte recuerda que el principio de neutralidad religiosa del Estado –la
establishment clause de la Primera Enmienda- no requiere que el ámbito público quede
aislado de cualquier elemento que pueda tener una significación u origen religioso.

b) En el ámbito público
Quizá uno de los pronunciamientos más importantes en relación con la
constitucionalidad de los símbolos religiosos en el espacio público haya sido la sentencia
Van Order v. Perry, (2005) del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. En esta
decisión se viene a resolver un recurso contra la presencia de un monolito con los Diez
Mandamientos en el campo del Capitolio de Texas, donado y erigido por una
organización nacional de carácter social, cívica, y patriótica: The Fraternal Order of
Eagles.

El Tribunal Supremo para valorar la constitucionalidad del monolito de Texas aplicó un


examen conocido como “historical analysis test”, que descansa principalmente en el
análisis de las connotaciones históricas de una determinada práctica. En este sentido, la
sentencia reconoció la constitucionalidad de los Diez Mandamientos en el espacio
público con base en una serie de argumentaciones sobre las que nos detendremos
brevemente.

A juicio de la Corte, el conflicto que viene a resolver esta sentencia, referido a la


exposición de los Diez Mandamientos en una propiedad estatal, bien puede asimilarse al
caso de otros monumentos que reflejan el prominente papel de la religión en la
tradición norteamericana. No en vano, es fácil reparar en la presencia de distintas
representaciones artísticas relativas a la religión en múltiples localidades. Así, por
ejemplo, destaca la escultura de Moisés sujetando las tablas de la Ley frente al
Jefferson Building de la Biblioteca del Congreso en Washington DC, en cuya Gran Sala
de Lectura se contiene, por lo demás, una representación escultórica de una mujer
junto a los Diez Mandamientos junto con una cita sobre ella del Antiguo Testamento.

Indudablemente, los Diez Mandamientos tienen carácter religioso por lo que el


monumento en que se inscriben tiene una significación religiosa. De acuerdo con la
tradición judeo-cristiana, Dios entregó a Moisés las tablas de la Ley, en el Monte Sinaí.
Sin embargo, no debe desconocerse que Moisés fue no sólo un líder religioso sino
también un legislador –a él se atribuyen los cinco primeros libros de la Biblia que
componen el Pentateuco- y que los Diez Mandamientos tienen un significado histórico
innegable, de suerte que sólo por tener un contenido religioso o por promover un
mensaje conforme a una determinada doctrina religiosa no puede considerarse que
vulnere el contenido de la cláusula de establecimiento.

Matiza el Tribunal su apreciación diciendo que eso no quiere decir que no existan límites
a la exhibición de símbolos o de mensajes religiosos, tal y como quedó constatado en la
sentencia Stone v. Graham. Sin embargo nada hace pensar a tenor del contenido de la
sentencia Stone ni de las decisiones posteriores que su criterio deba extenderse fuera
del ámbito educativo. En todo caso, reconciliando el fuerte papel jugado por la religión y
las tradiciones religiosas en Estados Unidos con el principio de neutralidad religiosa del
Estado, el Tribunal Supremo consideró que la presencia del monolito con los Diez
Mandamientos resultaba constitucional.

En todo caso la respuesta de los tribunales norteamericanos a estas cuestiones no ha


sido homogénea. De hecho, el mismo día en que se decidía el caso Van Orden, el propio
Tribunal Supremo pronunciaba la sentencia McCreary County v. ACLU (2005), en la que
se declaraba que la presencia de los Diez Mandamientos en los pasillos de los juzgados
de Kentucky resultaba inconstitucional. El porqué de la diferente valoración de estas
sentencias estriba en la aplicación de exámenes de constitucionalidad distintos. Mientras
en el caso Van Orden, el foco se puso en el carácter secular del Decálogo –historical
analysis test-, en McCreary, se aplicó el lemon test, esto es, el mismo criterio tripartito
que años antes llevó al Supremo en la sentencia Stone a declarar inconstitucional la
colocación de los Diez Mandamientos en las aulas de los colegios públicos.

Haciendo abstracción de este pronunciamiento, no parece que haya dudas de que en el


Decálogo se recoge buena parte del patrimonio histórico y jurídico de los pueblos de
civilización occidental. El hecho de que haya indicaciones que se puedan considerar
dirigidas primordialmente hacia los creyentes no hace, a mi juicio, que el conjunto del
documento pierda un carácter secular que indudablemente le corresponde. Por todo ello
es difícil deducir que a través de ese texto se esté produciendo una vulneración del
principio de separación recogido en la Primera Enmienda.

2. La experiencia italiana

En este punto la exposición se centrará en el análisis de los pronunciamientos del


Consejo de Estado sobre la presencia de los crucifijos en las aulas públicas,
prescindiendo, por tanto, de otras decisiones de distintas instancias de la jurisdicción
italiana. Esta delimitación responde a la necesidad de no alargar excesivamente la
exposición de la experiencia italiana sobre simbología estática, centrándonos, para ello,
en los pronunciamientos más recientes, que corresponden a los emitidos por el Alto
Tribunal Administrativo.

Uno de los primeros pronunciamientos en relación con la presencia de los crucifijos en


dependencias oficiales, viene constituido por la Resolución del Consejo de Estado
italiano de 27 de abril de 1988. En ella se trataba de dar respuesta a una cuestión
sometida por el Ministerio de Educación acerca de la vigencia normativa de los reales
decretos de 1924 y 1928 –anteriores a la vigente Constitución de 1947- que preveían la
presencia del crucifijo en las aulas de los colegios públicos.

Este órgano, actuando como órgano consultivo, declaró que el símbolo de la cruz,
aparte del significado religioso que indudablemente tiene para los creyentes, constituye
un símbolo de la civilización y de la cultura cristiana en su raíz histórica, que ostenta un
valor universal independiente de específicas confesiones religiosas y que, por tanto,
forma parte del patrimonio cultural del país, de suerte que la presencia de los crucifijos
en las aulas de los colegios no puede entenderse como un motivo de constricción de la
libertad de manifestar las propias creencias religiosas. Paralelamente señaló la plena
vigencia de las citadas normas administrativas de 1924 y 1928, de un lado, porque no
se vieron afectadas por los Concordatos de 1929 ni de 1984, firmados entre la Santa
Sede e Italia y, de otro, porque los principios de la Constitución no impiden la fijación
de simbología que por los valores que evoca forma parte del patrimonio histórico del
Estado. Además –concluía el Consejo de Estado- dada las características del símbolo en
cuestión, la presencia del crucifijo no puede entenderse como limitación de la libertad
religiosa a manifestar las propias creencias.

El Consejo de Estado, en el ejercicio de su función jurisdiccional, también ha analizado


la presencia de simbología estática en los centros docentes públicos. Así, en su
sentencia de 13 de febrero de 2006, afirma que no cabe duda de que en el crucifijo
convergen junto a su significado religioso otros valores de tipo cultural, histórico propios
de la civilización italiana. Como se apunta en la referida sentencia, en Italia el crucifijo
se orienta a manifestar en clave simbólica, el origen religioso de valores cívicos como la
tolerancia, el respeto recíproco, la valoración de la persona, etc, que sirven para
identificar a la sociedad italiana. El reclamo, a través del crucifijo, del origen religioso de
tales valores y de su plena conformidad con los valores cristianos, sirve para poner de
relieve su función trascendente sin que se vea afectada la laicidad del Estado.

De esta manera, estos valores serán vistos en la sociedad civil de modo autónomo
respecto a su significado religioso, de suerte que puede ser “laicamente” sancionado por
todos los ciudadanos, independientemente de su pertenencia a la religión que los ha
inspirado y propugnado.

Como a todo símbolo religioso, también al crucifijo se le pueden atribuir significados


diversos y contrastantes: como elemento religioso o como elemento vulnerador del
derecho de libertad religiosa. Ahora bien, en el marco de este último significado, el
órgano consultivo recordó que la libertad religiosa viene referida a la protección de las
conciencias individuales frente a toda forma de imposición objetivamente vejatoria, sin
extenderse a la tutela de la sensibilidad individual y a la percepción subjetiva de
mensajes considerados discriminatorios, sobre todo cuando no pueda hallarse un
fundamento objetivo en una concreta actuación discriminatoria de los podres públicos.
En fin, el Consejo de Estado, considera el crucifijo como un símbolo idóneo para
manifestar el elevado fundamento de los valores cívicos antes mencionados que, por lo
demás, sirven también para conformar el contenido del principio de laicidad del Estado.
De ahí que concluya que la presencia del crucifijo en las aulas no resulta contraria al
principio de laicidad.

V. Reglas generales para la resolución de conflictos

A la vista de los conflictos descritos a lo largo de estas páginas y de las soluciones –no
siempre adecuadas- adoptadas por los distintos órganos judiciales, resulta conveniente
identificar unas reglas generales que sirvan para solucionar los conflictos relacionados
tanto con el empleo de simbología religiosa como con su presencia en el ámbito público.

En lo que se refiere a la presencia de símbolos estáticos en espacios públicos, la


cuestión se encuentra en íntima relación con el concepto que se atribuya al principio de
neutralidad religiosa del Estado. Resulta indiscutido que este principio prohíbe cualquier
identificación entre el Estado y las confesiones religiosas. Ahora bien esta no
identificación no implica una separación radical entre ambas esferas.

Claro este aspecto, no cabe duda de que determinados símbolos religiosos han sido
emplazados o mantenidos por las autoridades públicas. En estos casos habrá que
analizar si a través de su presencia se pretende mandar un mensaje institucional de
adhesión a un determinado credo. Sólo cuando el símbolo religioso, por su propia
naturaleza, tenga un significado exclusivamente religioso podrá afirmarse que su
presencia en el ámbito público puede responder a una motivación estrictamente
religiosa, con lo que se podría estar traspasando los límites de la aconfesionalidad del
Estado. Sin embargo cuando un determinado símbolo ha experimentado un fuerte
proceso secularizador, de modo que junto a su significado original religioso confluyen
otros de carácter histórico, cultural, etc., no se puede afirmar que su emplazamiento en
un espacio público responda a una motivación exclusivamente religiosa.

Precisamente por esta concurrencia de valores –civiles y religiosos- no resulta posible


afirmar que su presencia vulnera el principio de laicidad del Estado. Como apuntó
nuestro Tribunal Constitucional en su sentencia de 6 de junio de 1991 -referida a la
remoción de la imagen de la Virgen de la Sapiencia en el escudo de la Universidad de
Valencia- la neutralidad religiosa no exige la retirada de los símbolos religiosos de
significación trascendente.

Piénsese en que hay otras instituciones de origen religioso que han experimentado un
fuerte proceso secularizador de modo que son percibidas por el conjunto de la sociedad
por su carácter cívico más que por sus connotaciones religiosas. Es el caso, por
ejemplo, del descanso dominical que, como ha manifestado el Tribunal Constitucional en
su sentencia 19/1985, de 13 de febrero, el hecho de que “corresponda en España, como
en los pueblos de civilización cristiana, al domingo, obedece a que tal día es el que por
mandato religioso y por tradición, se ha acogido en estos pueblos; esto no puede llevar
a la creencia de que se trata del mantenimiento de una institución con origen causal
único religioso, pues, aunque la cuestión se haya debatido y se haya destacado el
origen o la motivación religiosa del descanso semanal, recayente en un período que
comprenda el domingo, es inequívoco en el Estatuto de los Trabajadores, [...] que el
descanso semanal es una institución secular y laboral, que si comprende el
<<domingo>> como regla general de descanso semanal es porque este día de la
semana es el consagrado por la tradición.”

Todo ello nos avoca a considerar –como advertía el Juez Goldberg de la Corte Suprema
de los Estados Unidos en la sentencia Abington- que, en la resolución de los conflictos
relacionados con la simbología religiosa, la habilidad del juicio constitucional consiste en
distinguir entre la amenaza real y la mera sospecha.
Fecha de actualización

23/12/2010

I. Introducción

Una de las cuestiones más conflictivas a las que se enfrentan las sociedades
occidentales en relación con el factor religioso es la relacionada con los símbolos
religiosos. Los conflictos planteados pueden englobarse en dos grandes categorías: de
un lado, los relacionados con el empleo de prendas de adscripción religiosa y de otro,
los relativos a la presencia de símbolos estáticos en el ámbito público. Habitualmente, la
admisibilidad de los símbolos de la primera categoría se ha analizado desde la
perspectiva del derecho de libertad religiosa, mientras que la de los encuadrables en la
segunda lo ha sido, preferentemente, desde la óptica del principio de neutralidad
religiosa del estado, aunque sin prescindir de sus resonancias en materia de libre
ejercicio de la religión. En este tema nos centraremos en la primera categoría de
conflictos, esto es, los relacionados con el empleo de elementos personales de
significación religiosa.

No parece que haya muchas dudas acerca de que la conflictividad derivada de la


simbología religiosa es un fenómeno global y que continuamente presenta nuevos
perfiles tanto en la experiencia nacional como comparada. Piénsese en las recientes
iniciativas para prohibir el llamado velo islámico integral que han tenido lugar en Francia
y que han sido secundadas en España por algunos ayuntamientos, o en los encendidos
debates con ocasión de la utilización del velo islámico por parte de alumnas
musulmanas matriculadas en centros educativos públicos.

A lo largo de las siguientes páginas trataré de exponer, desde un punto de vista crítico,
cuáles han sido las soluciones aportadas en los conflictos relacionados con el empleo de
prendas o elementos de adscripción religiosa, tanto por la jurisdicción española como en
el ámbito del Derecho comparado, a los efectos de determinar en qué medida han
asimilado las exigencias derivadas del derecho de libertad religiosa.

II. El empleo de vestuario religioso en la experiencia española

a) En el ámbito educativo

En nuestra experiencia los problemas de más repercusión social que se han producido
en relación con la simbología dinámica han tenido lugar en el ámbito educativo. A pesar
de ello no ha llegado al ámbito jurisdiccional ningún conflicto de esta naturaleza,
habiéndose resuelto, hasta el momento, en el ámbito administrativo. Dentro de los
casos más significativos, cabe referirse al ocurrido en la Comunidad de Madrid, en abril
de 2010, cuando la administración educativa tuvo que resolver un conflicto –de amplia
repercusión mediática- suscitado a raíz de que una alumna musulmana de un instituto
público de educación secundaria, de la localidad de Pozuelo de Alarcón, decidiera acudir
a las aulas cubierta con el velo islámico.

Contra la decisión del Consejo Escolar del centro educativo de no autorizar el uso del
velo islámico en sus instalaciones, se formuló recurso ante la Comunidad de Madrid
quien decidió, con base en la autonomía de los centros, trasladar a la alumna a un
segundo instituto público. Sin embargo también su Consejo Escolar decidió –una vez
conocida la resolución de la Consejería de Educación- modificar su reglamento interno
para prohibir el uso de prendas que cubrieran la cabeza. De esta manera, las
autoridades educativas tuvieron que disponer la escolarización de la alumna en un
tercer centro público que le permitiera el empleo del velo musulmán.

No cabe duda de que al reglamento interno del primer centro educativo puede
reconocérsele un carácter neutral, esto es, no orientado a atacar una práctica religiosa
sino a conseguir otros objetivos de interés general. Sin embargo, parece evidente que
su aplicación estricta sobre el caso del velo islámico presenta repercusiones sobre el
libre ejercicio de la religión. En cambio, no parece puedan calificarse de neutrales las
precipitadas modificaciones del reglamento interno del segundo centro educativo, pues
parecen responder a un intento de evitar el empleo del pañuelo islámico dentro de sus
dependencias.

A la hora de valorar la respuesta otorgada por la Comunidad de Madrid a este conflicto,


puede apreciarse, ante todo, la ausencia de un estricto escrutinio en su resolución, tal y
como hubiera exigido una tutela adecuada del derecho de libertad religiosa. Ese estricto
escrutinio hubiera llevado a considerar si la restricción de la libertad religiosa de la
alumna resultaba necesaria para atender un interés educativo preponderante y si, en
ese caso, los medios empleados fueron los menos lesivos para el libre ejercicio de la
religión. Contrariamente a este criterio, la Comunidad de Madrid se limitó a decidir la
escolarización de la alumna en un tercer centro educativo, sin entrar a valorar si la
resolución de los otros centros resultaba respetuosa con el derecho de libertad religiosa
de la alumna.

Por último conviene advertir que los padres de la alumna manifestaron su intención de
acudir a los tribunales con objeto de conseguir la tutela del derecho de libertad religiosa
de su hija. Es posible, por tanto, que nos encontremos en los albores del primer
pronunciamiento de nuestros tribunales en materia de simbología dinámica.

b) En el ámbito laboral

Uno de los casos más conocidos viene constituido por una sentencia del Tribunal
Superior de Justicia de Palma de Mallorca de 9 de septiembre de 2002, que vino a
resolver un conflicto suscitado a raíz de que un conductor de la Empresa Municipal de
Transportes de Palma de Mallorca comenzara, por razones religiosas, a acudir al trabajo
ataviado con una gorra. Tal indumentaria no estaba contemplada en el artículo 26 del
correspondiente Convenio Colectivo. El trabajador, practicante de la religión judía y
miembro de la Comunidad Israelita de Mallorca, defendió su derecho a la utilización de
tal gorra con fines religiosos, ya que “esta creencia considera necesario llevar la cabeza
cubierta por respeto a la divinidad”.

El Tribunal Superior de Justicia entendió que la determinación de la uniformidad de los


empleados corresponde al empresario, en defecto de pacto colectivo o individual,
debiéndose desarrollar dentro del respeto a la dignidad y el honor del trabajador y a los
derechos fundamentales y libertades públicas reconocidos en la Constitución.
Consecuentemente, y dado que el poder de dirección del empresario no es absoluto,
puede padecer en aquellos casos de conflicto con el ejercicio de derechos
fundamentales.

La sentencia reconoce que esta categoría de conflictos no admiten una solución general
sino que siempre deben resolverse aplicando un criterio de proporcionalidad que exige
tener en cuenta las concretas circunstancias concurrentes, y que se traducen, en este
caso, en la ponderación de las verdaderas creencias del trabajador y de los intereses de
la empresa. Aplicando este criterio la sentencia concluye que la utilización de la gorra
por parte del conductor del autobús no entraña ningún perjuicio para la empresa, por lo
que los sentimientos religiosos del asalariado deben ser tutelados.

c) En el espacio público. La prohibición del llamado “velo integral”, el burqa y


el niqab

Siguiendo la senda iniciada por otros países europeos, se ha detectado en algunos


municipios –mayoritariamente catalanes- la tendencia a conjurar la presencia del burqa
y del niqab en el ámbito público mediante su prohibición por medio de distintas
disposiciones municipales. Es el caso, entre otros, del Ayuntamiento de Barcelona que
aprobó, el 14 de junio de 2010, un Decreto municipal donde se prohíbe el uso de estas
prendas en el marco de sus dependencias y en otros edificios de titularidad municipal.

El alcalde justificó la aprobación del Decreto indicando que era consecuencia de una
preocupación por la seguridad pública, y que no iba dirigida contra ningún grupo
religioso particular; de hecho en su texto no se hace explícita referencia a las prendas
islámicas. El citado Decreto proyecta la prohibición sobre los edificios públicos de
titularidad municipal, incluyendo escuelas, guarderías, y mercados, que tendrán que
modificar sus reglamentos de régimen interior. En todo caso no hay ninguna previsión
acerca de cuándo la nueva regulación municipal podría entrar en vigor.

Paralelamente a estas iniciativas municipales, el Senado aprobó el 23 de junio de 2010,


por un estrecho margen de 131 votos a favor y 129 en contra, una moción dirigida al
Gobierno para la prohibición del uso del burqa y del niqab en lugares públicos. En ella se
"insta al Gobierno a realizar las reformas legales y reglamentarias necesarias para
prohibir el uso en espacios o acontecimientos públicos que no tengan una finalidad
estrictamente religiosa, de vestimentas o accesorios en el atuendo que provoquen que
el rostro quede completamente cubierto y dificulten así la identificación y la
comunicación visual, al suponer esta práctica una discriminación contraria a la dignidad
de las personas y lesiona la igualdad real y efectiva de los hombres y las mujeres". El
grupo socialista, que rechazó la moción, sostuvo, en apoyo del Gobierno, que el uso de
estas prendas se puede combatir de una mejor manera a través de la educación y
sensibilización de las comunidades musulmanas, y con base en la legislación actual.

Posteriormente, el 20 de julio de 2010, el Congreso de los Diputados rechazó por 183


votos en contra, 162 a favor y 2 abstenciones una Propuesta de Resolución “para la
defensa de la dignidad y la igualdad de todas las mujeres en España, a través de la
prohibición del uso del velo integral en espacios públicos”, cuyo tenor resultó muy
próximo al de la moción del Senado: “El Congreso de los Diputados insta al Gobierno a
prohibir en espacios o acontecimientos públicos que no tengan finalidad estrictamente
religiosa el uso de velos integrales (burka o niqab), así como cualesquiera otros
atuendos que oculten el rostro y dificulten la identificación de la persona y la
comunicación visual, por tratarse de una discriminación que no está amparada por la
libertad religiosa al ser contraria a la dignidad de las personas y a la igualdad real y
efectiva de los hombres y mujeres”.

En el fondo, -como dejamos apuntado anteriormente- todas estas iniciativas discurren


por la senda iniciada en Francia, y en algún otro estado europeo, para prohibir el
llamado velo integral. Como es sabido, la Ley francesa n.° 2010-1192, de 11 de octubre
de 2010, por la que se prohíbe la ocultación del rostro en el espacio público, castiga con
penas de multa a quienes vistan tales prendas, al tiempo que contempla penas
pecuniarias y de privación de libertad para quienes fuercen a otras personas a su
utilización por razón de su sexo. En todo caso, el Consejo Constitucional francés -a
quien fue sometido el proyecto de ley de conformidad con lo previsto en el artículo 61.2
de la Constitución francesa - emitió su Dictamen el 7 de octubre de 2010, refrendando
la constitucionalidad del texto, si bien introduciendo una matización: se debe autorizar
el empleo de prendas que disimulen el rostro en lugares de culto abiertos al público.

Cabe recordar, en este punto, cómo previamente el Consejo de Estado francés, en el


ejercicio de sus funciones consultivas, emitió un Dictamen acerca de las posibilidades de
prohibición del velo integral en el marco del ordenamiento jurídico francés. En él se
advertía que una prohibición total sobre el burqa o el niqab entrañaría el riesgo de
vulnerar el contenido tanto de la Constitución francesa como del Convenio Europeo de
Derechos Humanos. En todo caso, consideró jurídicamente admisible la prohibición de
dichas prendas en aquellos casos en que resultara exigido por la protección de la
seguridad pública y por la evitación del fraude, esto es, para evitar suplantaciones de
personalidad.
Como punto de contraste frente a esta tendencia, cabe hacer referencia a que la
Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, a través de su Recomendación 1927
(2010), de 23 de junio, “sobre Islam, islamismo e islamofobia en Europa” ha dirigido un
requerimiento a los estados miembros para que no establezcan prohibiciones generales
sobre el uso del velo integral sino que protejan a las mujeres de cualquier coacción
física o psíquica y tutelen su libertad para elegir libremente su vestimenta religiosa y
asegurar la igualdad de la mujer musulmana para participar en la vida pública y la
consecución de sus actividades educacionales y profesionales. La Asamblea
Parlamentaria recuerda, además, que las restricciones legales sobre esta libertad
pueden resultar justificadas cuando sean necesarias en el marco de una sociedad
democrática por razones de seguridad o cuando el ejercicio de funciones profesionales o
públicas por parte de los ciudadanos requiera su neutralidad religiosa o que se les
pueda ver el rostro.

III. Vestuario religioso en la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos


Humanos

Vista sumariamente la experiencia española sobre simbología religiosa conviene


referirse ahora a la reciente jurisprudencia de la Corte de Estrasburgo sobre estas
cuestiones no sólo por su carácter interpretador del Convenio –y por ende de los
derechos y libertades fundamentales que nuestra Constitución reconoce- sino también
por su carácter vinculante para los estados parte.

El Tribunal de Estrasburgo se ha pronunciado en diversas ocasiones sobre la cuestión


del velo islámico en el ámbito educativo. Las primeras decisiones vinieron referidas al
ámbito universitario -señaladamente Leyla Sahín v. Turquía, (2005)- y las últimas al
ámbito escolar, Kervanci y Dogru v. Francia (2008). En estos últimos casos se trataba
de dilucidar la posible violación del derecho de libertad religiosa de unas alumnas de un
centro escolar a quienes se obligó a retirar el velo islámico en las clases de educación
física. Dada su pretensión de acudir cubiertas a las clases de educación física, y a pesar
de que admitieron la sustitución del velo por un gorro, fueron expulsadas de sus
respectivos centros educativos.

Centrándonos en el contenido de la sentencia Kervanci, el Tribunal, en primer lugar,


analiza la vulneración del derecho de libertad religiosa de la alumna a la luz de lo
dispuesto en el artículo 9 del Convenio Europeo de Derechos Humanos donde se
exige, para que una limitación del derecho de libertad religiosa sea admisible, que esté
prevista por la Ley y que sea necesaria en el marco de una sociedad democrática para
la salvaguarda de una serie de intereses de trascendencia jurídica.

El Tribunal sostiene que la prohibición de emplear el velo islámico en las clases de


educación física estaba prevista por la ley. A pesar de que en ese momento no existía
una prohibición explícita, -todavía no se había aprobado la Ley de marzo de 2004 por la
que se prohíben, de forma general, los símbolos ostensibles en escuelas y liceos- la
Corte entiende que la noción de <<Ley>> debe ser entendida en su acepción
<<material>> y no <<formal>>. En consecuencia, incluye el conjunto formado por el
derecho escrito, incluidos los textos de rango infralegislativo así como la jurisprudencia
que la interpreta. En todo caso, acudiendo a lo dispuesto en el artículo 10 de la Ley
francesa de orientación y educación, de 10 de julio de 1989, -donde se dispone que la
manifestación religiosa de los alumnos no puede vulnerar las actividades de enseñanza-
y al posterior dictamen del Consejo de Estado de 27 de noviembre del mismo año,
entendió que la restricción tenía base legal suficiente en el derecho francés.

El Tribunal pasa a valorar si la medida resultaba necesaria en el marco de una sociedad


democrática. La Corte sostiene que la injerencia en el libre ejercicio de la religión
perseguía dos finalidades legítimas, a saber, la protección de los derechos y libertades
fundamentales de los demás y la tutela del orden público. De esta forma, el Tribunal
considera que la conclusión a la que llegaron las autoridades francesas de que el uso del
velo islámico no es compatible con la práctica de deporte, tanto por razones de
seguridad como de higiene y de salud pública, es razonable.

En lo que se refiere a la protección del orden público, el Tribunal señala que en Francia,
como en Turquía o en Suiza, la laicidad es un principio constitucional, fundador de la
República, a la que el conjunto de la población se adhiere y cuya defensa parece
primordial, particularmente en el colegio. El Tribunal reitera que una actitud que no
respete este principio no será necesariamente admitida como parte de la libertad de
manifestar su religión, y no se beneficiará de la protección que garantiza el artículo 9
del Convenio. En consecuencia, teniendo en cuenta el margen de apreciación que debe
dejarse a los Estados miembros, la restricción de la libertad religiosa por los imperativos
de la laicidad parece legítima con respecto a los valores subyacentes al Convenio.

El criterio empleado por el Tribunal Europeo en esta sentencia resulta –a mi juicio-


objetable por un doble motivo. De un lado, por lo que se refiere a la laicidad como límite
al derecho de libertad religiosa y, de otro, por una discutible aplicación –al menos a
nuestro juicio- de la regla de proporcionalidad que, en términos estrictos, exige analizar
si hay otras alternativas para atender los intereses legítimos que lesionen en menor
medida el derecho de libertad religiosa de la menor. Como se deduce claramente del
contenido de la sentencia, la alumna solicitó que se le permitiera sustituir el velo
islámico por un gorro en las clases de educación física. Asegurar la lesión mínima de su
derecho de libertad religiosa hubiera llevado a las autoridades educativas francesas a
acomodar a la alumna en sus creencias, salvo que quedara acreditado que el empleo de
la prenda sugerida por la alumna no consiguiera satisfacer el objetivo de la seguridad e
integridad física en la asignatura en cuestión.

IV. El tratamiento de las prendas o elementos de significación religiosa en el


Derecho comparado

Es oportuna, en este punto, una referencia a la experiencia comparada. Entre las


distintas referencias posibles, he optado por escoger como punto de comparación, de un
lado, el caso norteamericano, pues no en vano es uno de los países que mayor
experiencia presenta en materia de símbolos religiosos, dada su larga tradición de
convivencia religiosa y, de otro, el caso canadiense debido a que la sentencia Multani,
del Tribunal Supremo canadiense constituye, al menos hasta el momento, el último
pronunciamiento sobre la materia adoptado por un alto órgano jurisdiccional. Además,
el contenido de esta sentencia sirve como punto de contraste con las decisiones
adoptadas en otras jurisdicciones sobre esta misma materia.

1. La experiencia norteamericana

a) En el ámbito laboral

En relación con el empleo de prendas de significación religiosa cabe hacer referencia a


la sentencia Goldman v. Weinberger, (1986) del Tribunal Supremo de los Estados
Unidos, en la que se involucra un capitán de la Fuerza Aérea norteamericana judío
ortodoxo y rabino que trabajaba como psicólogo militar en una base aérea en California,
que acostumbraba a vestir el yarmulke -prenda religiosa judía- bajo la gorra militar.

Los problemas comenzaron cuando tuvo que prestar declaración ante un tribunal militar
y se le ordenó desprenderse de la prenda religiosa. El militar se negó a atenerse al
requerimiento por razón de sus creencias. De esta manera, el asunto llegó hasta el
Tribunal Supremo. Goldman alegó que el requerimiento de retirada de la prenda
religiosa constituía una violación del libre ejercicio de la religión, consagrado en la
Primera Enmienda, que no resultaba justificada –siguiendo la doctrina Sherbert- con
base en un “interés preponderante” del Estado. Sin embargo, la Corte sin entrar
siquiera a realizar un juicio de ponderación, sostuvo que la apuntada doctrina no era
aplicable a los militares de la misma manera que a los miembros de la sociedad civil,
debido a las exigencias de disciplina y jerarquía propias del ámbito militar. Conviene
precisar, en este punto, que la citada doctrina Sherbert -establecida por el Tribunal
Supremo en la sentencia Sherbert v. Verner (1963)- se limitaba a establecer que para
la restricción de la libertad religiosa resulte constitucionalmente adecuada resulta
necesaria la concurrencia de un interés preponderante del estado que justifique tal
restricción y que ésta tenga la entidad mínima para la salvaguarda del citado interés.

Conviene igualmente indicar que el Juez Brennan, en su voto disidente sostuvo que el
ámbito militar no tiene por qué presentar especialidades en la tutela del libre ejercicio
de la religión, de suerte que la normativa militar en materia de vestuario religioso debe
estar igualmente justificada en orden a salvaguardar el derecho de libertad religiosa del
objetor. A su vez, la juez O´Connor puso de manifiesto, aplicando la doctrina Sherbert,
que se deberían haber respetado las creencias del militar recurrente.

En fin, tras esta decisión del Tribunal Supremo, el Congreso Federal reaccionó
estableciendo una medida general permisiva del vestuario religioso con la uniformidad
militar. Al margen de todo ello, no cabe actualmente el mantenimiento de esta doctrina
Goldman tras la aprobación de la Religious Freedom Restoration Act (1993).

b) En el ámbito educativo

En relación con el empleo de simbología religiosa en el ámbito escolar cabe hacer


referencia a la sentencia United States of America v. Board of Education of the School
District in Philadelphia (1990), de la Corte Federal de Apelación del Tercer Circuito. En
ella se viene a decidir el caso de una profesora de confesión islámica a quien se le
denegó una sustitución en un centro docente público por cubrirse el cuerpo entero con
una prenda religiosa durante el desarrollo de sus enseñanzas, incumpliendo así las leyes
del Estado de Pennsylvania. En efecto, el llamado Garb Statute disponía que ningún
profesor de un centro educativo público podía vestir en el colegio, ni cuando estuviera
implicado en el desarrollo de sus tareas, ningún vestido, marca, emblema o insignia que
indique su pertenencia a cualquier confesión religiosa, orden o secta. Como el conflicto
afectaba al ámbito laboral esta sentencia tomó en consideración –y por primera vez- la
prohibición de discriminaciones laborales contenidas en el Título VII de la Civil Rights
Act (1964) que contempla la obligación del empresario de acomodar las creencias
religiosas del trabajador hasta el límite del gravamen indebido (undue hardship)

El Tribunal, partiendo de la doctrina contenida en la sentencia Cooper, del Tribunal


Supremo de Oregón –Cooper v. Eugene School District (1986)-, entendió que la
presencia de símbolos religiosos en las escuelas públicas vulnera el principio de
neutralidad religiosa, ya que la concurrencia de una profesora ataviada con tales
prendas puede dar a entender que el colegio respalda la opción religiosa de la persona
que imparte las clases. Además sostuvo que no resultaba posible la acomodación de las
prácticas religiosas de la profesora, en el marco del citado Título VII, en la medida en
que hubiera supuesto un gravamen indebido para el Board of Education que se
concretaba en la vulneración de una norma de indiscutida vigencia -el Garb Statute-,
que, por lo demás, respondía en sí misma a un interés preponderante del Estado: la
garantía de la neutralidad religiosa en la escuela.

2. La experiencia canadiense

a) En el ámbito laboral

Uno de los casos más representativos es el que vino a resolver el Tribunal Supremo
canadiense en la sentencia Bhinder v. Canadian National Railway Co. El conflicto se
planteó en los siguientes términos: la Compañía canadiense de ferrocarriles introdujo
una normativa laboral según la cual todos los trabajadores deberían utilizar un casco
resistente en determinados sitios de trabajo. Bhinder, un empleado perteneciente a la
confesión religiosa sikh, rehusó a su cumplimiento con base en que sus creencias
religiosas no le permitían llevar en la cabeza más que un turbante. Como la Compañía
no se mostró dispuesta a admitir excepciones a esta regla de seguridad y el empleado,
aunque estuvo solícito a admitir un cambio a otro puesto de trabajo que no exigiera la
utilización del casco, no estuvo dispuesto a cambiar de actividad, su contrato laboral fue
rescindido.

El conflicto fue llevado al ámbito jurisdiccional, donde el Tribunal canadiense de


Derechos Humanos entendió que el despido había sido discriminatorio, por lo que se
debería readmitir al trabajador. Tal decisión fue recurrida ante el Tribunal Federal de
Apelación quien estimó que la citada norma de régimen interior no podía entenderse
como discriminatoria, ya que se aplicaba por igual a todos los trabajadores y sus
especiales consecuencias sobre Bhinder eran incidentales al propósito de la norma. En
fin, el asunto llegó al Tribunal Supremo quien dictaminó que la norma de la compañía
de ferrocarriles constituía un requisito inexcusable del trabajo (bona fide occupational
requirement) , ya que perseguía la mejora de las condiciones de seguridad laboral de
todos los asalariados, por lo que no podía considerarse su aplicación como
discriminatoria hacia el empleado sikh, resultando, consecuentemente, innecesario todo
intento de acomodación. Efectivamente en la sentencia se afirma que cuando una
norma laboral se establece como bona fide occupational requirement, las eventuales
discriminaciones a que pudiera dar lugar frente a trabajadores en concreto no podrán
ser consideradas contrarias al artículo 14 de la Canadian Human Rights Act, por lo que
huelga toda pretensión de acomodo.

Sin embargo esta decisión fue bastante contestada en la propia sentencia a través de
votos particulares (dissenting) que entendieron que el requisito de la bona fide incluye
el encargo de acomodar los derechos del trabajador (duty to accommodate), de suerte
que debe analizar, en el caso concreto, el impacto que presenta tal norma sobre los
individuos a los que afecta, tratando de evitar al máximo la lesión de sus derechos. Sólo
cuando los riesgos y costes de la acomodación del trabajador provoquen un gravamen
indebido en el empresario, entonces la exigencia laboral podrá ser conceptuada como
bona fide. Igualmente sostuvieron que permitir al empleado sikh obviar la norma de
seguridad no provocaba en la empresa un gravamen indebido, ya que los costes
económicos derivados de un eventual accidente por parte del obrero eran ajustados, por
lo que la acomodación se debió llevar a cabo.

b) En el ámbito educativo

El Tribunal Supremo canadiense a través de su sentencia Singh-Multani c. Marguerite-


Bourgeoys (Commission scolaire), ha venido a resolver un conflicto suscitado en Quebec
a raíz de que se prohibiera a un alumno, perteneciente a la confesión religiosa sikh,
acudir al colegio con un kirpan - un pequeño cuchillo metálico- cuyas creencias
religiosas le exigen llevarlo en todo momento.

El Tribunal Supremo de Canadá se cuestiona, en primer lugar, si la decisión de las


autoridades educativas prohibiendo al alumno llevar su kirpan al colegio infringe su
derecho de libertad religiosa, reconocido en el artículo 2 de la Carta canadiense y en el
artículo 3 de la Carta quebequesa. Si quedara acreditada la infracción, habría que
valorar si tal restricción está justificada en el marco de una sociedad libre y
democrática, tal y como exigen los artículos 1 y 9.1 de las citadas cartas.

El Tribunal sostiene que las autoridades tomaron su decisión con base en las
atribuciones que le vienen concedidas por la ley, lo que determina que la limitación del
ejercicio del derecho de libertad religiosa del alumno venga establecida en los términos
exigidos por el artículo primero de la Carta. Sin embargo hay que demostrar, por parte
de las autoridades académicas, que tal limitación resultaba justificada en una sociedad
libre y democrática. Para la determinación de este punto se deben satisfacer dos
requisitos: en primer lugar, demostrar que el objetivo perseguido es suficientemente
importante para justificar la limitación de un derecho constitucional; y en segundo
lugar, acreditar que los medios empleados han sido proporcionados al objetivo en
cuestión.

Admite el Tribunal que el objetivo perseguido por la autoridad educativa -mantener la


seguridad en los colegios- es suficientemente importante para justificar una restricción
de un derecho constitucionalmente protegido. Queda por determinar, no obstante, qué
nivel de seguridad pretendía alcanzar el órgano de gobierno prohibiendo la utilización de
armas y objetos peligrosos y qué nivel de riesgo podría ser tolerado. El rango de
posibilidades, puede oscilar entre una seguridad total y una falta absoluta de
preocupación. Desde luego, -afirma la sentencia- la aplicación de un criterio de
seguridad absoluta determinaría la instalación de detectores de metales en los colegios,
la prohibición de todos los objetos potencialmente peligrosos (tijeras, compases, bates
de béisbol, y cuchillos de mesa en el comedor) y la consiguiente expulsión permanente
del sistema educativo público de cualquier estudiante que mostrara un comportamiento
violento. De la misma manera hay que rechazar que se buscara un estándar mínimo de
seguridad, ya que las armas y la violencia no están toleradas en los colegios, y los
alumnos que muestran un comportamiento violento o peligroso son sancionados. Tales
medidas demuestran que el objetivo perseguido por las autoridades al aprobar el Código
de conducta es obtener un nivel razonable de seguridad más allá de un umbral mínimo.

El Tribunal acude a la regla de proporcionalidad: al margen del profundo significado


religioso del kirpan, no cabe duda de que tiene también las características de un arma
de filo y que, consecuentemente, puede causar lesiones. Sin embargo, las pruebas
demuestran que el alumno recurrente no tiene problemas de comportamiento ni nunca
ha recurrido a la violencia en el colegio, de suerte que el riesgo de que lo emplee para
actos violentos puede calificarse como mínimo. De la misma manera, el peligro de que
pueda ser usado por otros alumnos es también pequeño, sobre todo, si va bien sujeto
conforme a determinadas condiciones de seguridad. Cumpliendo estas condiciones
cualquier estudiante deseoso de llevar a cabo un acto violento emplearía otros medios
para obtener un arma, tal como traerla al colegio desde fuera. Es más, hay objetos en
el recinto escolar –como los anteriormente apuntados- que pueden ser obtenidos para
cometer actos violentos de una manera más sencilla.

Frente a esta afirmación los recurrentes mantienen que la libertad religiosa puede ser
limitada incluso en ausencia de prueba de un riesgo verdadero de daño significativo,
desde el momento en que no es necesario esperar que ocurra el daño para corregir una
determinada situación. El Tribunal comparte en su fundamentación este parecer aunque
matiza que la existencia de una preocupación relativa a la seguridad debe ser
inequívocamente establecida para que la restricción de un derecho fundamental pueda
resultar justificada. En el caso concreto, y en atención a las pruebas, la posición de las
autoridades académicas de establecer una prohibición general del kirpan, como
elemento inherentemente peligroso debe ser, a juicio del Tribunal, desestimada.

En fin, el Tribunal sostiene que una prohibición general del empleo del kirpan tendría
efectos negativos en el ámbito educativo, entre ellos, reprimir la promoción de valores
como el multiculturalismo, la diversidad y el desarrollo de una cultura educativa
respetuosa con los derechos de los demás. Una prohibición de tales características
socava el valor de los símbolos religiosos y envía a los estudiantes el mensaje de que
determinadas prácticas religiosas no merecen la misma protección que otras. En
definitiva, los efectos indeseables de una prohibición total de tal símbolo religioso
sobrepasan sus efectos saludables.

V. Reglas generales para la resolución de conflictos

A la vista de los conflictos descritos a lo largo de estas páginas y de las soluciones –no
siempre adecuadas- adoptadas por los distintos órganos judiciales, resulta conveniente
identificar unas reglas generales que sirvan para solucionar los conflictos relacionados
tanto con el empleo de simbología religiosa como con su presencia en el ámbito público.
En lo que se refiere a los símbolos dinámicos, la regla general se encuentra en la
aplicación de una regla de proporcionalidad entre el derecho de libertad religiosa y el
otro bien jurídico de relevancia constitucional con el que colisiona. Esta regla requiere
que una vez acreditada la seriedad tanto de las creencias religiosas del individuo como
del otro bien jurídico que se pretende proteger, se establezca un equilibrio que asegure
que el libre ejercicio de la religión sólo ceda en la medida mínima imprescindible cuando
ello resulte necesario para la salvaguarda de un interés preponderante del estado.

Sin embargo es habitual observar en las respuestas judiciales a los conflictos


relacionados con el empleo de vestuario o de otros elementos de adscripción religiosa
una concepción ciertamente temerosa del derecho de libertad religiosa, que le lleva a
considerarla dependiente de un principio de laicidad entendido en una acepción muy
estricta, que demanda el confinamiento de las creencias al ámbito meramente privado.

A esta tendencia parecía referirse Casuscelli cuando calificaba la libertad de formar la


propia conciencia como la “libertà della paura”, queriendo poner de manifiesto –en
palabras de Navarro-Valls- que está condicionada por los temores del Estado frente a
los aspectos negativos de las religiones, obviando sus aspectos positivos.

A este respecto resulta muy ilustrativa la sentencia del Tribunal de Estrasburgo Leyla
Sahin v. Turquía, donde al resolver la demanda presentada por una alumna a la que se
denegó la asistencia a la Universidad cubierta con el velo musulmán, afirmaba –
siguiendo en cierta parte los postulados expresados en la sentencia Partisi - que el
foulard ha adquirido una particular relevancia política en Turquía en los último años, y
que se aprecia la existencia de movimientos políticos extremistas que tratan de imponer
sobre el conjunto de la sociedad sus símbolos religiosos y una concepción de la sociedad
basada en preceptos religiosos.

Como se ha indicado, nada acreditaba que Sahin hubiera actuado de forma intolerante
frente a quienes no compartían su misma visión o que pretendiera imponerles sus
creencias religiosas. Tampoco se puede le puede considerar responsable de faltas contra
la disciplina del centro universitario –más allá de su deseo de vestir la prenda islámica-;
y tampoco formaba parte de ningún grupo fundamentalista turco. Parece, por tanto,
que el Tribunal considera que todo aquel que está decidido a hacer ver su condición
musulmana debe ser considerado, por definición, intolerante.

Conviene advertir que estos prejuicios llevan en sí mismos el germen de la restricción


más peligrosa del derecho fundamental de libertad religiosa: aquella que coarta el libre
ejercicio de la libertad con base en meras hipótesis. Ya lo advertía nuestro Tribunal
Constitucional en su sentencia 46/2001, de 15 de febrero , cuando afirmaba que la
cláusula del orden público, como límite al derecho de libertad religiosa, no puede ser
interpretada como cláusula de salvaguardia frente a eventuales riesgos, porque si no
ella misma se convierte en la primera amenaza para la libertad.

Precisamente por ello, y para asegurar una mayor protección del libre ejercicio de la
religión en este punto los poderes públicos deberían ser conscientes que la acomodación
de las prendas religiosas es una exigencia derivada del libre ejercicio de la religión y
que, por tanto, sólo podrá ser limitada cuando así lo exija un interés preponderante del
Estado para cuya satisfacción, además, habrá que utilizar el medio menos lesivo para la
libertad religiosa.

PLANTEAMIENTO GENERAL

Navarro Valls, Rafael. Catedrático de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad Complutense de
Madrid
Martínez-Torrón, Javier. Catedrático de Derecho Eclesiástico del
Estado de la Universidad Complutense de
Madrid

1. Conciencia individual y ordenamiento jurídico

Uno de los fenómenos más llamativos que conoce el derecho moderno es el de la


objeción de conciencia. Hace sólo unas décadas era minoritario y reconducible a pocos
supuestos. Hoy, sin embargo, es tal la multiplicación de supuestos y modalidades, de
formas de solución, de presupuestos ideológicos, filosóficos y religiosos, que ya no se
habla de objeción de conciencia en singular, sino de objeciones de conciencia, en plural
(Onida). Incluso se ha sugerido la conveniencia de confeccionar un código de
conciencia, que dilataría el reconocimiento normativo y el campo de juego de las
negativas a la ley propiciadas por la lealtad a las convicciones interiores. Un código que
coexistiría junto a las clásicas codificaciones legales, trazando una frontera de seguridad
frente a la incontinencia normativa del poder.

Varias son las causas de esta especie de eclosión de la objeción de conciencia. De un


lado la crisis del positivismo legalista, que parte del supuesto de que las
determinaciones jurídicas contenidas en las leyes agotan prácticamente el contenido
ideal de la justicia. De otro, el valor de las motivaciones que subyacen en los
comportamientos de objeción a la ley, disímiles de las que conducen a la simple y pura
transgresión de la norma fundada en el simple egoísmo. En fin, la progresiva
metamorfosis del propio instituto, que de ser originariamente un mecanismo de defensa
de la conciencia religiosa frente a la intolerancia del poder ha pasado a tutelar también
contenidos éticos de conciencia, no necesariamente vinculados a creencias religiosas.

Conviene analizar más de cerca estas causas. Como se ha dicho, en la sociedad


democrática la fuente de la ley es la llamada conciencia común de la sociedad,
manifestada fundamentalmente en la voluntad general que, a su vez, se apoya en esa
ambigua expresión política que es la opinión pública. Cuando, a través del mecanismo
parlamentario, ésta cristaliza en leyes, el positivismo legalista las refuerza
inmediatamente con la cobertura de este doble postulado: la ley es todo el derecho y la
ley es toda derecho (Lombardi Vallauri). Sin embargo, contra estos axiomas tiende hoy
a afirmarse una concepción de justicia en la que el ius no se agota en la ley, ni toda ley
es, de por sí, justa. Es decir, una visión del derecho no totalmente conforme con que
sea la conciencia común la que desempeñe para el Estado, en todo caso, esa función
ética que, en la teoría clásica de la justicia, correspondía a la conciencia singular del
individuo (Lo Castro). Y se llega incluso a sostener que la objeción de conciencia
consentida por el Estado supone para éste una forma de reconocimiento de instancias
normativas distintas y, en cierto modo, superiores a su derecho, que debe respetar
(Bertolino, McConnell).

Esto explica que, cada vez con más frecuencia, en el fondo de la conciencia humana no
sea excepcional el planteamiento de un oscuro drama: el que supone optar entre el
deber de obediencia que impone la norma legal (con base en la conciencia común) y el
deber de resistirla que sugiere la norma moral (radicada en la conciencia singular). A su
vez, cuando la persona humana en estos supuestos se decanta por el no a la ley, lo
hace, como se ha dicho, por un mecanismo axiológico -un deber para su conciencia-
diverso del planteamiento puramente psicológico de quien transgrede la ley para
satisfacer un capricho o un interés bastardo. Tal vez por ello, el primer comportamiento
provoca cierta reacción de respeto que se traduce en una suerte de perplejidad en los
mecanismos represivos de la sociedad: lo que expresivamente se ha llamado la mala
conciencia del poder. Lo cual contrasta con el frontal rechazo de los segundos
comportamientos.

2. Las diversas posiciones en materia de objeción de conciencia


Por lo demás, la antes aludida secularización de la objeción de conciencia está
produciendo su progresiva dilatación, tanto desde el punto de vista de los
comportamientos como de sus justificaciones. Y ello a pesar de que la secularización de
la objeción de conciencia no es un fenómeno general y absolutamente expansivo, sino
que está circunscrita por la clase de comportamiento que subyace en cada tipo de
objeción. Es decir: hay formas de objeción de conciencia aptas para dicha
secularización, como son las de raíz pacifista (objeción de conciencia militar y fiscal,
fundamentalmente), mientras que otras agotan su especie en confesiones religiosas y
creencias bien definidas (como, por ejemplo, la objeción a los tratamientos médicos).

En lo que respecta a los primeros, y por centrarnos tan sólo en las clásicas objeciones
de conciencia, hoy se detecta un evidente proceso de partenogénesis que ha hecho que
del viejo tronco surjan nuevas ramas. Así, por ejemplo, de la inicial negativa a un
servicio militar armado se ha pasado al rechazo de la prestación social sustitutoria. Y,
desde ésta, se ha reclamado la objeción de conciencia a la cuota impositiva dedicada a
gastos de defensa. De la objeción de conciencia del personal facultativo a la realización
de abortos se ha desgajado la negativa del personal no sanitario a colaborar formal o
materialmente a la práctica del aborto, la de algunos farmacéuticos a dispensar
medicamentos abortivos, la reticencia de la clase judicial italiana a completar con su
voluntad la de la menor que desea abortar contra el consentimiento de sus padres, o la
resistencia de algunos contribuyentes a pagar impuestos dirigidos a políticas sanitarias
que financian el aborto. Como se ve, un panorama conflictual enormemente elástico,
por la impredecible trayectoria que pueden adoptar las elecciones individuales tomadas
en conciencia.

Tanto es así, que recientemente Bertolino ha podido hablar de un concepto de objeción


de conciencia moderna distinto -aunque no contrapuesto- al de objeción de conciencia
clásica. Con ello no sólo se quiere subrayar la variedad e imprevisibilidad de fenómenos
subsumibles en esa categoría conceptual, sino también la propia metamorfosis del
concepto de conciencia, así como su encuadramiento en una nueva y más profunda
comprensión del ordenamiento jurídico: es decir, un ordenamiento -como puede
afirmarse de los ordenamientos democráticos contemporáneos- fundado sobre valores
más que sobre normas, dentro de un Estado que se ha transformado de Estado de
derecho en Estado de derechos.

Por ello, si del campo de los comportamientos pasamos al de las justificaciones, se


detecta un cierto proceso de trasvase de la conciencia religiosa a la conciencia política.
Es decir, una contestación a determinadas leyes no tanto por lesión de convicciones
religiosas cuanto por ofensa a la conciencia tout court; o si se quiere, por creencias que
desempeñan en la vida de la persona un papel de importancia semejante al que ocupa
Dios en la vida de quienes practican una religión tradicional (la expresión es utilizada
por la jurisprudencia del Tribunal Supremo norteamericano). Sin olvidar una
metamorfosis más de fondo que reivindica, con alguna frecuencia, no ya la verdad en la
contestación a la ley sino más bien un conjunto de valores subjetivos. Es decir, no tanto
una reivindicación del derecho contra la ley cuanto una reivindicación de la praxis contra
el derecho. En este sentido se ha observado que el objetor, a veces, de custodio de la
verdad, en su sentido atemporal y objetivo, pasa a creador de una verdad futura,
histórica y subjetiva (D’Agostino).

Esto explica que, junto a una generalizada exaltación social de los comportamientos de
objeción de conciencia y la consiguiente reivindicación en el plano jurídico, se alcen
también voces alertando acerca del peligro del totalitarismo de la conciencia (Guerzoni).
Una cierta denuncia de la ambivalencia del instituto, que tanto podría ser factor de
construcción de una más libre convivencia social como elemento de disgregación y
degradación de las instituciones de la vida colectiva. Incluso se ha llegado a hablar de la
objeción de conciencia como instituto irracional, que conduciría a que el mal de la
democracia no fuera hoy tanto la prepotencia del poder como su impotencia (Gemma).
No obstante, conviene recordar -como contrapeso a estas afirmaciones- aquella otra
que entiende que, al renunciar a imponer la mayoría su voluntad a las minorías
disidentes, “una sociedad democrática da prueba no de debilidad sino de fuerza”
(Passerin D’Entreves). Sin olvidar que el recurso a la objeción de conciencia confirma la
vitalidad de la democracia, al reforzar de alguna forma el consenso en cuya virtud la
objeción existe, y garantizar uno de los elementos políticos que fundamentan el sistema
democrático: el respeto de las minorías (Ollero Tassara). De manera análoga, se ha
señalado que, en su propuesta alternativa de una nueva legalidad, la objeción
constituye una muestra de aceptación implícita del ordenamiento jurídico (aunque sea
con intención de superarlo). Una aceptación, además, más madura ética y
políticamente, porque alcanza a los valores sin limitarse a la pura formalidad de la regla
objetiva; todo lo cual debería impulsar a defender un reconocimiento fisiológico, y no
traumático, de la objeción de conciencia (Bertolino).

Ante posturas tan dispares, parece conveniente, antes que nada, precisar qué se
entiende o debe entenderse por objeción de conciencia.

3. Noción de objeción de conciencia

Es ya lugar común preceder todo intento definitorio de la objeción de conciencia con una
observación acerca del carácter mutable de sus significados, el dinamismo de los fines
que persigue y su sentido no unívoco en la doctrina jurídica.

La razón de esta incertidumbre doctrinal parece radicar en la dificultad de diferenciar


noción tan flexible de otras colindantes y, a menudo, ambiguas. Es evidente que no
toda “desobediencia ética” al derecho es objeción de conciencia, pero en el fondo de
estos esfuerzos delimitadores es detectable un cierto preciosismo lingüístico, demasiado
preocupado por una tarea de delimitación conceptual tanto más fatigosa cuanto más
bienintencionada.

3.1. Objeción de conciencia y desobediencia civil

Así, suele decirse que la desobediencia civil es diversa de la objeción de conciencia,


porque la primera es una insumisión política al derecho dirigida a presionar sobre la
mayoría para que ésta adopte una cierta decisión legislativa, mientras que la segunda
es el incumplimiento de un deber jurídico motivado por la existencia de un dictamen de
conciencia, cuya finalidad se agota en la defensa de la moralidad individual,
renunciando a cualquier estrategia de cambio político o de búsqueda de adhesiones.
Pero parece olvidarse que comportamientos formalmente ilegales, públicamente
sostenidos, organizados no raramente en movimientos de masas, y evidentemente
orientados a un cambio de legislación, son conceptualizados por sus mismos
protagonistas, por la sociología jurídica, e incluso por el lenguaje jurisprudencial como
formas de objeción de conciencia. Es el caso, por ejemplo, de los movimientos en
defensa de la vida, las ligas de objetores de conciencia al servicio militar, las
coordinadoras de objetores fiscales, etc., que asumen comportamientos públicos no
violentos y claramente orientados a la modificación de las leyes.

Es verdad que, en una aproximación rigurosa, la desobediencia civil consiste en la


infracción de la ley con la finalidad de disparar el mecanismo represivo social y crear así
una reacción en cadena que lleve a la reforma del ordenamiento (Malem Seña);
mientras que, para una concepción pura y no contaminada, la objeción de conciencia
sería la pretensión de que algunos comportamientos individuales, en principio
antijurídicos, no sean objeto de sanción, ya que el objetor ha hecho una elección -a
favor de la segunda- entre la obediencia a la norma jurídica y la obediencia a la ley
moral o de conciencia. Sin embargo, pretender que la diferencia entre una y otra figura
radica en las motivaciones subjetivas, la real aplicación de sanciones, o en el carácter
colectivo o individual del comportamiento, conduce a trazar unas fronteras entre las dos
figuras que el devenir histórico y la propia realidad de los hechos puede
progresivamente difuminar. A lo más, en los campos en que la objeción de conciencia y
la desobediencia civil aparecen estrechamente vinculados -especialmente, según la
experiencia histórica, los movimientos pacifistas- podríamos diferenciar dos momentos
de una misma realidad: el momento “político”, colectivo, sería la desobediencia civil; el
momento “individual”, ético o de conciencia, instrumento del anterior, sería la objeción
individual (Peces Barba, Prieto Sanchís).

3.2. Objeciones de conciencia secundum legem y contra legem

Otra matización que cabe intentar es la que se refiere a la distinción entre objeción de
conciencia secundum legem y objeción contra legem. Efectivamente, existen
comportamientos individuales, inicialmente contrarios a la ley, cuya tenaz persistencia
han llevado al legislador a aceptarlos posteriormente como legítimos, facultando al
sujeto que objeta a elegir una alternativa a la acción contraria a su conciencia o bien,
sencillamente, dispensándole de toda actuación. Lo primero suele ocurrir en el caso de
la objeción de conciencia al servicio militar en la que, como veremos, el objetor queda
habilitado para eludir el servicio armado siempre que acepte realizar una prestación civil
sustitutoria. Lo segundo sucede en la objeción de conciencia al aborto, en la que los
facultativos llamados por la ley a realizarlo pueden acogerse a la cláusula de conciencia
prevista en la propia norma.

En ambos casos viene acuñándose la denominación de objeción de conciencia secundum


legem, para recalcar que aquí nos encontraremos, más que ante una verdadera
objeción de conciencia, frente a una modalidad de ejercicio de un derecho de opción
reconocido por el ordenamiento, que nace de la existencia de una verdadera objeción u
oposición enraizada en la conciencia individual (aunque en realidad, como indica
Bertolino, la norma que reconoce algunas objeciones de conciencia, más que tornarlas
secundum legem, viene simplemente a constatar que son ya, de por sí, secundum ius).
Añadiéndose que la genuina objeción de conciencia se integraría por actuaciones
delictuosas o, al menos, contravenciones de la norma legal forzadas por la propia
conciencia, es decir la llamada objeción de conciencia contra legem (Dalla Torre).

Junto a las objeciones secundum legem y contra legem, todavía cabría situar una
derivación de la objeción, que sería la opción de conciencia. En ella, se ofrece al
ciudadano varias posibilidades de cumplir con el deber cívico, según razones o motivos
de conveniencia, oportunidad, conciencia, etc. Originalmente, el modelo de alternativa
al deber cívico lo fue por avaladas razones de conciencia, pero la pérdida del interés del
Estado por el deber cívico objeto de la opción (o la propia devaluación del deber por
diversas razones) conduce a hacer equivalentes las formas de prestación y a no exigir
especiales requisitos para cumplir de una manera u otra. En esta categoría puede
incluirse la posibilidad de juramento o promesa en la toma de posesión de cargos
públicos.

3.3. Hacia un concepto amplio de objeción de conciencia

Ya se entiende que todos estos intentos delimitativos, a fuer de rigurosos, pueden


acabar por vaciar de contenido la propia noción de objeción de conciencia. Si excluimos
-por arriba- aquellas formas de objeción, como es la fiscal, que encajan más bien en la
desobediencia civil, y si -por abajo- eliminamos las objeciones de conciencia secundum
legem (servicio militar, aborto, juramento), a la postre, el resto (negativa a
tratamientos médicos, a trabajar en días considerados como festivos por la propia
religión, etc.) no serían fácilmente diferenciables de otras manifestaciones de ese
antiguo instituto jurídico que es el estado de necesidad.

Con ello no quiere decirse que esas distinciones no tengan su interés, pero sí que sus
resultados contrastan, por un lado, con la terminología acuñada por la sociología
jurídica y por la jurisprudencia comparada (terminología acuñada, si se quiere, de forma
poco precisa, pero inequívoca y clara); y, por otro, con la realidad mutable de nuevas
formas de objeción que se resisten al estático análisis a través de categorías fosilizadas.
Por eso, resulta probablemente más adecuado adoptar un punto de vista amplio para
definir un concepto general de objeción de conciencia. En tal sentido, puede definirse la
objeción como la negativa del individuo, por motivos de conciencia, a someterse a una
conducta que en principio sería jurídicamente exigible (ya provenga la obligación
directamente de la norma, ya de un contrato, ya de un mandato judicial o resolución
administrativa). Y, todavía más ampliamente, se podría afirmar que el concepto de
objeción de conciencia incluye toda pretensión contraria a la ley motivada por razones
axiológicas -no meramente psicológicas-, de contenido primordialmente religioso o
ideológico, ya tenga por objeto la elección menos lesiva para la propia conciencia entre
las alternativas previstas en la norma, eludir el comportamiento contenido en el
imperativo legal o la sanción prevista por su incumplimiento, o incluso, aceptando el
mecanismo represivo, lograr la alteración de la ley que es contraria al personal
imperativo ético.

4. El problema de la cobertura jurídica de las objeciones de conciencia

Tratemos ahora de examinar en qué casos y de qué manera el ordenamiento jurídico


puede -y debe- amparar la objeción de conciencia. La objeción, de por sí, tiene una
relación inmediata con el imperativo ético al que se presta obediencia, o con el juicio del
entendimiento práctico que llamamos conciencia, y una relación mediata con el
ordenamiento jurídico (Hervada). De este último obtiene a menudo una inicial respuesta
negativa, sea en forma de sanción (la mayoría de las veces) o negación de beneficios
(en los casos que se han denominado objeciones relativas), salvo que haya alcanzado
ya un status de protección bajo la forma de objeción de conciencia secundum legem.

4.1. El conflicto de intereses jurídicos existente en los casos de objeción de


conciencia

Ante el Estado, las objeciones de conciencia suponen la confrontación de dos realidades


jurídicas merecedoras de protección. De un lado, la libertad de conciencia, que se
reconoce en la Constitución o en cartas de derechos fundamentales, y cuyo claro
exponente -en muchos casos, extremo- representa la objeción. De otro, el cumplimiento
de la norma jurídica y de los intereses subyacentes en ella, y la preservación de una
comunidad basada en el orden social que supone la decisión democráticamente
adoptada por la mayoría. En el caso de que el Estado se decida absolutamente por el
primer interés protegido, peligra su propia subsistencia, al permitir que sea la
conciencia regla y norma de sí misma. Si se decide absolutamente por el segundo -el
cumplimiento a ultranza de la normativa, aun adoptada por legítimos mecanismos
democráticos- convierte en ficción uno de los pilares fundamentales de su propia
naturaleza. El Estado, a la hora de dar cobertura jurídica a la objeción de conciencia, se
mueve, por tanto, entre estos dos extremos, no sin cierta perplejidad y actitud
dubitativa.

Los ordenamientos constitucionales no suelen citar directamente la objeción de


conciencia como un derecho subjetivo alegable erga omnes en sus muy diversas
manifestaciones. A lo más, y no todos, se limitan a mencionar alguna de sus
modalidades -especialmente la objeción de conciencia al servicio militar- dejando en la
penumbra las restantes (así hace, por ejemplo, la Constitución Española en su art. 30
). Ese silencio o, al menos, esas sobrias menciones han planteado el problema de la
intensidad de su protección jurídica: es decir, si cabe hablar de un derecho fundamental
a la objeción de conciencia o, al menos, de un derecho constitucionalmente tutelado.

Es evidente que la libertad religiosa, de pensamiento y de conciencia, que constituye


uno de los pilares básicos de los derechos humanos, entra en la categoría de los
derechos fundamentales. Dejando al margen la exacta cualificación de este término, es
claro que su tutela alcanza el máximo grado de intensidad que darse pueda. El
problema es si una de las manifestaciones concretas de su ejercicio, obrar en
conciencia, alcanza idéntico grado de protección en todas y cada uno de los casos. Es
decir, si existe lo que viene llamándose un derecho general a la objeción de conciencia.
En este punto, las posiciones doctrinales suelen antes examinar la exacta cualificación
que el pretendido derecho de objeción de conciencia puede tener en el catálogo de los
derechos. Para unos, la objeción de conciencia sería tan sólo un valor informador del
ordenamiento constitucional, directivo de la actuación de los poderes públicos, muy en
especial la del legislativo. Para otros, se trataría de uno de los nuevos derechos de
libertad deducidos de la evolución de la conciencia social, en germen en los preceptos
constitucionales, pero diversos de los tradicionales derechos de libertad. Los más lo
conceptúan como un verdadero derecho constitucional. Algunos hablan de un claro
derecho fundamental, y otros de un simple derecho subjetivo, no fundamental.

No obstante lo ambiguo de alguna de esta terminología, lo interesante es la


consecuencia que se deriva de la escala en la que se incluya el derecho a la objeción de
conciencia. Para unos, cabrá calificarlo como operativo en todo caso, es decir, aun
cuando la concreta forma de objeción de conciencia de cuyo ejercicio se trate no esté
expresamente mencionada en el texto constitucional (sin perjuicio, naturalmente, de su
limitabilidad por razones de orden público). Para otros, en cambio, cabrá entenderlo tan
sólo actuante cuando el legislador lo haya aceptado expresamente, después de una
ponderación de los intereses en juego: en otras palabras, cuando haya una previa
interpositio legislatoris.

4.2. La posición del Tribunal Constitucional español

Si del marco de las posiciones doctrinales pasamos al derecho español, conviene partir
de dos datos, uno legislativo y otro jurisprudencial. El primero es la Constitución, que
sólo hace referencia expresa a la modalidad de objeción de conciencia al servicio militar,
en su artículo 30 . El segundo, la posición del Tribunal Constitucional, aparentemente
contradictoria en sus pronunciamientos sobre el tema.

Efectivamente, a la pregunta que la doctrina se hace respecto a si cabe hablar de un


derecho a la objeción de conciencia en general, la STC 161/1987, de 27 de octubre
, respondía: “la objeción de conciencia con carácter general, es decir, el derecho a ser
eximido del cumplimiento de los deberes constitucionales o legales por resultar ese
cumplimiento contrario a las propias convicciones, no está reconocido ni cabe imaginar
que lo estuviera en nuestro derecho o en derecho alguno, pues significaría la negación
misma de la idea de Estado. Lo que puede ocurrir es que se admita excepcionalmente
respecto a un deber concreto” (FJ 3). Con lo cual, parece descartar la posibilidad de que
puedan tutelarse formas de objeción de conciencia que el legislador -constitucional u
ordinario- no haya aceptado expresa o previamente. Lo cual parece confirmarse en la
STC 160/1987, también de 27 de octubre y, como la anterior, referida a la objeción
de conciencia al servicio militar: “sin ese reconocimiento constitucional [el del art. 30.2
] no podría ejercerse el derecho, ni siquiera al amparo del de la libertad ideológica o
de conciencia (art. 16 C.E. ) que, por sí mismo, no sería suficiente para liberar a los
ciudadanos de deberes constitucionales o ‘subconstitucionales’ por motivos de
conciencia” (FJ 3).

Sin embargo, esta nítida toma de postura contrasta con la igualmente firme sentada en
la STC 53/1985, de 11 de abril . En un obiter dictum de la misma, referido a la
objeción de conciencia al aborto, señalaba: “por lo que se refiere al derecho a la
objeción de conciencia, [...] existe y puede ser ejercido con independencia de que se
haya dictado o no tal regulación. La objeción de conciencia forma parte del contenido
del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el artículo
16.1 de la Constitución y, como este Tribunal ha indicado en diversas ocasiones, la
Constitución es directamente aplicable, especialmente en materia de derechos
fundamentales” (FJ 14).

Como se observa, el Tribunal Constitucional, en la STC 161/1987 , parece


desvincular la objeción de conciencia de la norma constitucional que garantiza la
libertad religiosa o ideológica, es decir, el art. 16.1 de la Constitución . Sin embargo,
en la sentencia 53/1985 as ponía claramente en conexión. Lo que se confirma
todavía con mayor claridad en la STC 15/1982, de 23 de abril , en materia de
objeción al servicio militar, en la que se lee: “puesto que la libertad de conciencia es
una concreción de la libertad ideológica que nuestra Constitución reconoce en su
artículo 16 , puede afirmarse que la objeción de conciencia es un derecho reconocido
explícita e implícitamente en la ordenación constitucional española” (FJ 6).

La contradicción intenta ser salvada por el Tribunal Constitucional calificando la objeción


de conciencia como un “derecho constitucional autónomo pero no fundamental” (STC
160/1987, FJ 3 ). Sin embargo, es sintomático de la perplejidad del Tribunal que el
propio magistrado ponente de la sentencia (de la Vega Benayas), en un voto particular,
calificara el derecho a la objeción de conciencia como “derecho fundamental”, derivado
del derecho más amplio de la libertad ideológica e incluido en la libertad de conciencia
o, al menos, “en íntima y necesaria conexión” con ella.

Los distintos pronunciamientos del Tribunal Constitucional difícilmente permiten una


integración, en un cuerpo doctrinal preciso, de la cobertura de la objeción de conciencia
en nuestro ordenamiento jurídico. Tal integración sólo es posible si partimos de la
sentencia 161/1987 como regla genérica, y atendemos después a los demás
pronunciamientos como limitados a específicas manifestaciones de objeción de
conciencia. Por tanto, debemos entender, bajo este criterio, que en el ordenamiento
jurídico español no se reconoce un derecho fundamental a la objeción de conciencia,
limitándose el reconocimiento del mismo -bajo la categoría, a lo sumo, de derecho
constitucional autónomo- a deberes legales concretos. Así, la objeción de conciencia al
servicio militar, reconocida en el texto constitucional, se ejercitaría bajo las condiciones
establecidas en la ley. La objeción de conciencia al aborto podrá ejercitarse sin
necesidad de regulación alguna. Respecto de la objeción fiscal, resulta inadmisible,
incluso bajo el amparo de la libertad ideológica o de conciencia. Esta integración,
naturalmente, plantea tantos interrogantes como los que pretendería despejar. Por
ejemplo, en materia de objeción de conciencia al aborto, no aclara el modo de ejercitar
la cláusula de conciencia y la cobertura de la misma.

A nuestro entender, la cautela del Tribunal Constitucional al enfrentarse con el problema


de la objeción de conciencia viene motivada por el temor a lo que podríamos denominar
una explosión eufórica del instituto (Navarro-Valls). Temor, por otra parte, compartido
por otros órganos decisorios y legislativos, que ven en la objeción de conciencia un
fenómeno difícil de controlar y delimitar. A este respecto, es ilustrativa la sentencia del
Tribunal Supremo norteamericano en el caso Gillette (1971), que cerraba en Estados
Unidos la posibilidad de la objeción de conciencia militar selectiva (es decir, objeción no
al servicio militar en cuanto tal, sino a participar en determinados conflictos bélicos):
“algunos han llamado la atención sobre el peligro de que se abran las puertas a una
‘teoría general de desobediencia selectiva a la ley’ y se ponga en peligro el carácter
imperativo de la decisión democráticamente adoptada, si se exime del servicio militar a
una persona que disiente de una determinada guerra, aun cuando lo haga por razones
religiosas o de conciencia”. Una actitud similar puede observarse en la actividad del
Tribunal Europeo de Derechos Humanos, quizá excesivamente proclive a dejar en
manos de la discrecionalidad de cada uno de los Estados nacionales la decisión definitiva
sobre si deben protegerse o no las diversas objeciones de conciencia. Ni siquiera la
reciente Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, cuyo artículo 10.2
incluye la objeción de conciencia entre los derechos de necesaria protección en la Unión
Europea, parece querer desvincularse de las limitaciones establecidas por cada
ordenamiento jurídico nacional, pues -según indica literalmente dicho artículo- “se
reconoce el derecho a la objeción de conciencia de acuerdo con las leyes nacionales que
regulen su ejercicio”.

Se trata, en suma, del recelo a que la sociedad civil -“la casa común de todos”, en
palabras de Jemolo- pueda ver demolidos sus cimientos ante una incontrolada
expansión de las objeciones de conciencia. A pesar de todo, el propio Tribunal
Constitucional español es consciente -de ahí sus aparentes contradicciones- de que la
tutela de la libertad de las conciencias y el consiguiente respeto a la persona humana
cuando obra de acuerdo con sus convicciones más íntimas se mueve en esa zona
fronteriza, de no fácil delimitación, que aproxima los derechos constitucionales a los
derechos fundamentales.

4.3. Objeciones de conciencia y jurisprudencia: el balancing process

Así las cosas, el problema, como siempre ocurre con los derechos humanos, parece ser
no tanto encuadrar la objeción de conciencia en principios abstractos -que simplemente
otorgan un rango de tratamiento, muchas veces también abstracto- cuanto residenciarla
en su hábitat natural, que es el campo de la prudencia jurídica. Es decir, la cuestión no
es tanto admitir o no admitir un teórico derecho general a la objeción de conciencia,
cuanto precisar sus límites. Tarea de precisión que no siempre el legislativo podrá
encontrarse en condiciones de hacer, ni a veces deberá hacer, precisamente por esa faz
inédita y cambiante que muestra el ejercicio del derecho a la libertad religiosa e
ideológica: justamente lo contrario de lo que ocurre con la jurisprudencia, en la que el
derecho ineludiblemente se realiza. El viejo problema de la tensión entre libertad
religiosa o ideológica y autoridad política, aunque admite la proposición de algunos
principios abstractos, debe resolverse sobre todo teniendo a la vista los supuestos
prácticos que pueden plantearse: de lo contrario, se corre el riesgo de crear un aparato
lógico-jurídico que sólo de manera forzada pueda ser aplicado a la experiencia
frecuentemente conflictual que ofrece el ejercicio del derecho de libertad religiosa o
ideológica.

En este sentido parecen razonables aquellas posiciones doctrinales que, incluyendo a la


objeción de conciencia en el catálogo de los derechos fundamentales, llegan a una doble
conclusión. De un lado, que el ejercicio de la objeción de conciencia no puede quedar
limitado tan sólo a las concretas modalidades amparadas y reguladas por la ley. Y de
otro lado, que, gozando de una presunción de legitimidad constitucional -en la medida
en que se trate de una verdadera objeción de conciencia, cuestión que también habría
de ventilarse en el campo de la prudencia jurídica-, el juez viene obligado a una
ponderación de los bienes jurídicos en conflicto cuando el sujeto singular elude el
cumplimiento de un deber jurídico por razones de conciencia. Conflicto que puede
describirse como dictamen ético versus norma externa, es decir, concreción ad casum
de los principios más generales de libertad de conciencia versus obediencia al derecho.

En otras palabras, la objeción de conciencia debe perder su trasfondo de ilegalidad más


o menos consentida, produciéndose una inversión de la prueba, de modo que su
legitimidad constituiría un a priori, salvo que se demuestre lo contrario caso por caso en
el ámbito jurisprudencial. O si se quiere, sólo desde una concepción totalizante del
Estado puede mirarse la objeción de conciencia con sospecha, porque -en el marco de
los ordenamientos jurídicos occidentales- la objeción es valor constitucional en sí
misma; es, por tanto, una posible regla entre otros valores-regla, y no excepción; y
ocupa un lugar central, no marginal, en el ordenamiento, por la misma razón y de la
misma manera que es central la persona humana (Bertolino).

En definitiva, la tutela de la objeción de conciencia es, sobre todo, un problema de


sensibilidad jurídica, en el que la jurisprudencia suele alcanzar -porque es su específica
misión- cotas más altas. En las sociedades democráticas más avanzadas, los problemas
de libertad y no discriminación no suelen plantearse en térmimos de agresiones directas
a la conciencia. Es en sede de agresiones indirectas donde las libertades -en especial, la
de religión y conciencia- corren peligro. Nos parece que, como ha hecho notar Palomino,
la clave del problema la ha visto muy bien el Tribunal Supremo norteamericano cuando
hace notar, en el caso Sherbert (1963), que el libre ejercicio de las libertades -en
especial la religiosa- puede verse conculcado no sólo por una legislación directamente
discriminatoria, sino también indirectamente por leyes con propósito exclusivamente
secular. La libertad religiosa -y la de conciencia- tanto puede verse amenazada por una
legislación claramente sectaria como por una política indiferente ante la conciencia.
Por eso mismo, resolver en justicia los conflictos de objeción de conciencia supone, en
última instancia, un proceso de equilibrio de intereses (lo que la jurisprudencia
americana llama un balancing process) que determine cuándo debe prevalecer la opción
asumida en conciencia y cuándo han de primar otros intereses sociales que resulten
afectados en esa concreta situación. Tal vez por ello la objeción de conciencia sea poco
susceptible de una regulación predominantemente legislativa, pues, a ese nivel, son
escasas las respuestas definitivas que pueden darse. Los principios teóricos son
fácilmente identificables en los derechos de libertad: la dificultad estriba en la resolución
de las controversias singulares que provoca su ejercicio individual. Y ahí, insistamos de
nuevo, la jurisprudencia debe desempeñar un especial protagonismo.

4.4. Algunos principios generales relativos a la protección jurídica de las


objeciones de conciencia

De todas formas, puestos a sentar unos criterios orientadores que marquen las líneas
de fuerza por las que podría transitar la tutela jurídica de la objeción de conciencia, el
primero sería el nivel potencial de peligro social de los comportamientos en que se
sustancia. En principio, la pura actitud omisiva ante una norma que obliga a hacer algo
alcanza una cota de riesgo social menor que aquella objeción de conciencia que lleva a
una actitud activa frente a la norma legal que prohíbe hacer algo (Onida). Es decir, los
comportamientos activos ofrecen un mayor nivel de peligro para la sociedad. De ahí que
su protección jurídica esté subordinada a que conductas individuales o colectivas no
resulten destructivas para el contexto social en que se incluyen.

El segundo criterio orientador sería que los comportamientos de objeción de conciencia


de trasfondo religioso parecen exigir un mayor grado de tutela que los simplemente
ideológicos. Ésta es, por lo menos, la tendencia legislativa y jurisprudencial más
extendida en el derecho comparado. La razón, como se ha hecho notar, es doble
(Consorti). De un lado, porque en esta época de cierto renacimiento de lo sacro y de
turbulencias nacidas de fermentos religiosos, el Estado parece más proclive a respetar
las pretensiones de exención a la ley cuando se solicitan para ser coherentes con
instancias de fidelidad a los imperativos religiosos que cuando reafirman tan sólo la
prevalencia de la simple y aislada conciencia personal; probablemente porque la aislada
consideración del individuo en sí y la tutela de toda exigencia singular presenta un
mayor riesgo de pulverización de las instancias sociales. De otro lado, porque la tutela
de la conciencia de la persona inserta en colectividades que le son propias presenta las
garantías que le confiere el grupo -en este caso el religioso- en su conjunto. Por lo
demás, no puede olvidarse que la objeción de conciencia ha marchado históricamente
en paralelo con la libertad religiosa, constituyendo una de sus dimensiones más
destacadas, históricamente tal vez la primera (Gascón).

De ahí que primar la conciencia religiosa sobre la puramente ideológica parezca


conforme con valores, si no de estricta justicia, sí de equidad, que el juez deberá
evaluar caso por caso. Tal vez por ello, se observa una tendencia a insertar en los
concordatos y en los convenios con las confesiones religiosas una serie de aparentes
privilegios que son, en realidad, aceptación de previas objeciones de conciencia: servicio
militar de clérigos y religiosos, reposo sabático, prescripciones en materias alimenticias
y de cementerios, etc. Así ha sucedido tanto en el sistema jurídico español como en el
italiano.

En todo caso, como aparece con claridad en la jurisprudencia de Estrasburgo, para que
una objeción de conciencia pueda estimarse digna de ser tomada en consideración, la
convicción debe proceder de un sistema de pensamiento suficientemente estructurado,
coherente y sincero (STEDH Campbell y Cosans, 25 febrero 1982, n. 36). Hasta el punto
de poder afirmarse que la noción “europea” de conciencia no religiosa está construida
en paralelo y por analogía con la noción de conciencia religiosa entendida en su sentido
tradicional (Martínez-Torrón).
Por lo demás, conviene distinguir entre dos tipos de objeción de conciencia, a tenor del
tipo de obligación objetada, porque cada uno de ellos reclama una perspectiva de
análisis diversa: en uno se rechaza una obligación que tiende a imponerse con carácter
absoluto, y en el otro una obligación que se impone solamente de modo relativo. En el
primer caso, si no se respetase la objeción, podría hablarse de una restricción directa
del derecho a la libertad de conciencia, ya que se obligaría a la persona a actuar contra
el dictamen de su propia conciencia bajo la imposición de una pena personal o
pecuniaria (por ejemplo, la penalización de la resistencia al cumplimiento del servicio
militar). En el segundo caso, se trataría únicamente de una restricción indirecta, pues el
comportamiento rechazado por la conciencia personal no se establece como una
obligación ineludible, sino como simple condición para obtener un beneficio o para evitar
un perjuicio, de manera que el objetor queda, en realidad, en libertad de
comportamiento, aunque en una situación de inferioridad, respecto de quienes no
comparten su convicción personal (por ejemplo, la negativa a trabajar un día
considerado festivo o sagrado por la propia religión, que podría llevar anejo el despido
del puesto de trabajo).

La distinción posee cierta importancia, pues, si antes hemos hablado de la conveniencia


de enfocar los conflictos ocasionados por las objeciones de conciencia desde la
perspectiva de un equilibrio de intereses contrapuestos, se entiende que no es lo mismo
enjuiciar un supuesto de coacción directa sobre la libertad de conciencia, que un
supuesto de simple presión indirecta, en el que las consideraciones de igualdad cobran
un singular protagonismo. De hecho, en este último supuesto será mayor el número de
intereses sociales que puedan impulsar a denegar la pretensión de exención de un
deber general impuesto por la norma; mientras que si la violación es absoluta,
difícilmente podrán encontrarse intereses públicos de tal relieve que puedan prevalecer
sobre una de las libertades fundamentales.

Y, en ambos casos, el ordenamiento jurídico debe siempre inclinarse por la solución que
se muestre menos lesiva para la conciencia del objetor. Éste es un criterio que procede
del ya mencionado caso Sherbert (1963) del Tribunal Supremo estadounidense. De
acuerdo con él, en los casos de conflicto entre conciencia y ley, la existencia de un
interés jurídico superior no otorga al Estado una absoluta discrecionalidad para
establecer cualquier clase de restricciones a la libertad de conciencia. Al contrario, el
Estado se encuentra obligado a adoptar aquellas medidas que supongan un menor
grado de interferencia con la libertad individual. Este criterio, sin embargo, que tendría
un importante impacto en el modo como el ordenamiento jurídico aborda las situaciones
de objeción de conciencia, no ha tenido eco de momento en el derecho europeo.

Naturalmente, las observaciones anteriores son pautas meramente orientadoras para la


jurisprudencia, que es la que ante la situación concreta deberá dictaminar la justicia o
no de una determinada pretensión de objeción de conciencia. Lo cual no significa que
hayamos de sustituir un totalitarismo normativo por otro jurisprudencial, que exima de
crítica también a las decisiones judiciales recaídas en el tema. Significa, simplemente,
que en principio el dictamen prudencial está en esta materia en condición de captar -
mejor que la inevitable rigidez de la norma- la plasticidad de las situaciones vitales.

LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA A FORMAR PARTE DEL


EJÉRCITO

Alenda Salinas, Manuel. Catedrático de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de Alicante

Fecha de actualización

23/12/2010
1. Introducción

En nuestro ordenamiento jurídico el reclutamiento obligatorio para la conformación del


ejército se impuso con carácter universal para todos los varones en el año 1912,
acabando con la posibilidad de redención mediante una considerable compensación
económica al Estado (todavía nuestro Código Civil, “hijo de su época”, mantiene el art.
1043 en su redacción originaria, estableciendo que serán colacionables las cantidades
satisfechas por el padre para redimir a sus hijos de la suerte de soldado).

Pese a un rechazo bastante generalizado en amplios sectores sociales, que dio lugar a
estratagemas de distinto tipo con tal de sustraerse a la leva obligatoria –en el ámbito
penal tuvo que llegar a darse tipicidad a la figura de la ‘inutilización o mutilación
intencional para eximirse del servicio militar’– la misma se mantuvo vigente hasta el 31
de diciembre del año 2001, virtud al Real Decreto 247/2001, de 9 de marzo, que dejó
en suspenso el servicio militar obligatorio a partir de aquella fecha, al albur de la
autorización concedida por la Ley 17/1999, de 18 de mayo, de Régimen del Personal de
las Fuerzas Armadas (Disp. Adicional 13ª y Disp. Transitoria 18ª ), hoy derogada
por la Ley 39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar . Paralelamente, por
Real Decreto 342/2001, de 4 de abril, se dispuso la suspensión de la prestación social
sustitutoria del servicio militar a partir del 31 de diciembre de 2001, acordándose el
pase a la reserva de dicha prestación de cuantos objetores estuviesen en situación de
disponibilidad o de actividad en la misma.

Una década de una acción de desobediencia civil hacia el servicio militar, no muy
homogénea en su cuantificación y estrategias, pero bastante generalizada, al menos en
la búsqueda de efectos publicitarios, cual fue la denominada “insumisión”, contribuyó
decisivamente a la abolición de la conscripción obligatoria y a la instauración de un
ejército exclusivamente de tipo profesional. Estas actuaciones contra legem fueron
consecuencia, originariamente, de una regulación insatisfactoria del problema de la
objeción de conciencia al servicio militar, al menos en el sentir de diversos sectores de
la juventud, que se fue radicalizando hasta propugnar la desaparición del ejército. En
términos generales debe estimarse, no obstante, que la regulación española de la
objeción de conciencia al servicio militar ha sido bastante adelantada y progresista para
su época, sin perjuicio de que la misma fuera susceptible de mejora, y que se llevó a
cabo con un considerable retraso temporal.

La objeción de conciencia al servicio militar viene considerándose como paradigmática


del instituto de la objeción de conciencia, por haber sido una de las primeras en
manifestarse en el tiempo y por existir testimonios irrefutables a lo largo de la Historia
que prueban la sinceridad del objetor frente al mandato de su incorporación a filas.
Hasta el punto de que, en muchos ordenamientos en que es acogida la objeción al
servicio militar, podría afirmarse que ello constituye la plasmación legal actual, con
fundamento pretérito, del reconocimiento de la existencia de conductas en algunos
sujetos que han demostrado, hasta con pérdida de su libertad personal, que su
conciencia les impedía la realización del servicio en el ejército (en nuestro País, algunos
objetores, fundamentalmente testigos de Jehová, llegaron a estar hasta doce años en
prisión durante el régimen del General Franco).

Sin embargo, son numerosas las cuestiones controvertidas que se suscitan en esta
materia, que van desde la fijación misma de su delimitación conceptual hasta la de su
naturaleza jurídica, con innegable conexión con la determinación de la fundamentación
de la figura en estudio, pues es notorio que se trata de un instituto fáctico con evidentes
pretensiones jurídicas, pero su tipicidad social no logra siempre alcanzar reconocimiento
legal más allá del de la tipificación penal.

No toda negativa a servir en filas ha de considerarse como objeción de conciencia


militar. Debe quedar claro que la objeción de conciencia consiste en la negativa a
cumplir un mandato jurídico –en este caso el que impone incorporarse al ejército, bien
por disposición directa de la ley o por consecuencia de un compromiso jurídico
libremente aceptado por el interesado– por resultar el mismo contrario a los imperativos
de la propia conciencia. Por tanto, debe de tratarse de auténticas, sinceras, exigencias
derivadas de la conciencia, con independencia de cómo se haya conformado ésta; pero
han de ser genuinas creencias, y no meros pensamientos o ideas inmaduras y carentes
de convicción. Normalmente se deberán a la formación personal de cada individuo, con
base en alguna religión o ideología, pero no necesaria o exclusivamente, ya que la
conciencia es, por definición, un fenómeno individual, en el que el acento habrá de
ponerse en el valor axiológico de la creencia que se tenga, con independencia de cómo
se haya constituido la misma.

No serán supuestos de objeción de conciencia los correspondientes a la puesta en


práctica de meras modas temporales, o a postulados no verdaderamente asentados en
la conciencia, ni, por supuesto, a criterios de conveniencia, aun cuando todos ellos
puedan encontrar eco legal merced a una regulación que, pretendiendo dar
reconocimiento jurídico a la institución de la objeción de conciencia –y, en consecuencia
puedan en ella hallar amparo auténticos objetores–, sin embargo, por la misma
configuración legal, o por la praxis que en su aplicación se desarrolle en la materia, más
bien se trate del establecimiento de una opción de conciencia; en virtud de la cual al
llamado a filas se le conceda la posibilidad alternativa de sustraerse a las mismas,
mediante la declaración en este sentido, por la realización de una prestación social
sustitutoria; situación donde puedan encontrar cobijo personas que no sean
verdaderamente objetores de conciencia. Tal es lo que aconteció con la aplicación
práctica de la regulación legal española que estuvo vigente en la materia, y que llevó a
parte de la doctrina científica a hablar de la proliferación de pseudoobjetores.

Tampoco habrá de considerarse manifestación de la objeción de conciencia la postura


que, aunque puede que tenga su germen –o más bien su “caldo de cultivo”– en aquélla,
sin embargo se ha derivado hacia consignas de desobediencia civil, al pretender la
abolición del mismo mandato legal o, incluso, la completa desaparición del ejército. Así
vino aconteciendo en España, como ya hemos dicho, con el movimiento denominado
como ‘insumisión’, que tuvo su punto álgido en la década de los años noventa del
pasado siglo. Con esta denominación se vino a englobando dos tipos de colectivos: uno,
comprensivo de todo sujeto que, sin haber obtenido el reconocimiento oficial como
objetor de conciencia (hubiera o no solicitado tal condición), rehusaba el cumplimiento
del servicio militar alegando razones de conciencia; otro, en el que se integraba a todo
el que, ostentando legalmente el referido status de objetor, rechazaba la realización de
la prestación social sustitutoria. También se dio el caso del renunciante a su condición
de objetor, previa y legalmente alcanzada, para después repeler el deber de servir en
filas (supuesto denominado como reobjeción).

2. La objeción de conciencia en el caso de incorporación voluntaria al ejército

Desde el 1 de enero de 2002, el ejército español, al margen de reservistas, se nutre


exclusivamente de componentes voluntarios –incluidos quienes hacen de la carrera
militar su profesión– que prestan servicios retribuidos en el mismo. En la actualidad,
estas posibilidades de acceso a las Fuerzas Armadas se articulan a través de la Ley
39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar y de la Ley 8/2006, de 24 de abril,
de Tropa y Marinería .

En estas circunstancias, dada la libre discrecionalidad que marca el ingreso en el


contingente armado, el surgimiento de situaciones de objeción de conciencia en su seno
no ha de considerarse de lo más habitual; ni parece que pueda tener mucho sentido, a
menos que se tratase de una objeción de conciencia del tipo de la conocida como
sobrevenida. No es de extrañar, en esta tesitura, que sobre la objeción de conciencia
planeen incertidumbres acerca de su sinceridad, dado, además, que en ocasiones se
hace un uso ilegítimo de esta institución. Por ello, es conveniente distinguir a este
respecto entre supuestos espurios y genuinos de la objeción de conciencia.

2.1. Supuestos ‘espurios’ de objeción de conciencia


Pueden en este ámbito encuadrarse aquellos casos que responden a estrategias
antimilitaristas, como el de la denominada ‘campaña de insumisión en los cuarteles’, o
bien aquellas conductas que, al cobijo aparente de la objeción de conciencia, pretenden
que hallen amparo otros intereses que el ordenamiento jurídico no tutela por encima del
compromiso adquirido para con el ejército.

2.1.1. La “insumisión en los cuarteles”

En el primero de los casos señalados –que va quedando cada vez más lejano en el
tiempo, por ser propio de los últimos momentos en que el servicio militar era
obligatorio– el Tribunal Supremo, en ocasiones, ha “desviado” esa manifestación de
“insumisión” (consistente en presentarse en el cuartel respondiendo favorablemente,
sólo en apariencia, al llamamiento militar para luego negarse al cumplimiento de las
ordenes recibidas o ausentarse sine die y antirreglamentariamente de las dependencias
castrenses) hacia cuestiones de objeción de conciencia. Aunque en términos de técnica
jurídica no pueda considerarse muy rigurosa la interpretación del alto Tribunal –ya que,
en los casos enjuiciados, la solicitud como objetor no se había cursado en los términos
legalmente establecidos–, posiblemente no haya dejado de actuar con un buen criterio
pragmático, puesto que tales conductas no traducían una verdadera voluntad de
adquirir el status de soldado, sino que se trataba más bien de estratagemas
orquestadas para obtener la publicidad que puede conllevar toda condena penal. De ahí
la razón de que hayan sido absueltos, en ocasiones, del delito de deserción o del de
negativa a cumplir el servicio militar, del que venían siendo acusados (Sentencias del
Tribunal Supremo, Sala de lo militar, de 7 de febrero de 2002 y Sala de lo penal,
de 20 de febrero de 2002 ; otra Sentencia dictada en idéntica fecha por la misma
Sala absuelve del delito de negativa a la realización de la prestación social sustitutoria).

En otros supuestos semejantes a los anteriores, sin embargo, sí que ha habido condena
(v.gr.: Sentencias del Tribunal Supremo –Sala 5ª de lo Militar– de 7 de julio de 1998
, 24 de noviembre de 1999 y 26 de febrero de 2001). En cualquier caso, la
L.O. 3/2002, de 22 de mayo, dejó sin contenido los arts. 527 y 604 del Código Penal
(por considerarlos de imposible comisión a la fecha que se contrae), despenalizando
la conducta “insumisa” con carácter retroactivo, de manera que se revisaran las
sentencias condenatorias firmes y se acordara el sobreseimiento y archivo de los
procedimientos penales incoados por dichos delitos.

En la actualidad, para cuestiones de este tipo, aunque no exclusivamente pues su


ámbito es más amplio, el art. 120 del Código Penal Militar (redactado por la citada
L.O. 3/2002, de 22 de mayo) establece que “comete deserción el militar profesional o el
reservista incorporado que, con ánimo de sustraerse permanentemente al cumplimiento
de sus obligaciones militares, se ausentare de su unidad, destino o lugar de residencia.
Será castigado con la pena de dos años y cuatro meses a seis años de prisión. En
tiempo de guerra será castigado con la pena de prisión de seis a quince años.”

2.1.2. Otros falsos motivos

La experiencia muestra también la existencia de causas distintas a la de una sincera


objeción de conciencia, en virtud de las cuales se pretende dejar de ostentar la
condición de militar, como razones de comodidad o, especialmente, debido a la
posibilidad de encontrar un trabajo mejor remunerado. Esta última circunstancia se dio,
hace unos años, respecto de militares del ejército del Aire que se decantaron hacia la
aviación civil. La Administración que, en un primer momento, vino admitiendo renuncias
voluntarias en este sentido por parte de los militares, posteriormente denegó esta
posibilidad.

La Ley 39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar , reproduciendo la


legislación anterior en la materia (art. 147 de la Ley 17/1999, de 18 de mayo , y
Orden 91/2001, de 3 de mayo, por la que se establecen los requisitos para la renuncia a
la condición de militar por los militares de carrera y militares profesionales de tropa y
marinería, que mantienen una relación de servicios de carácter permanente) contempla
en sus arts. 116 y 117 que los militares de carrera puedan proceder a la renuncia de
su condición, exigiendo al respecto que se cumpla un determinado número de años de
servicio, que no podrán ser superiores a diez; o, en caso contrario, que se resarza
económicamente al Estado –en compensación por los gastos realizados por éste para la
formación militar– y se efectúe un preaviso de seis meses. El art. 118 de la misma Ley
contempla las condiciones que han de reunirse, a estos mismos efectos, por parte de
los militares de complemento y de tropa y marinería.

En cualesquiera de estos episodios espurios de objeción de conciencia parece obvio que


los mismos carecen de fundamento jurídico atendible. Y la medida estatal es
comprensible si se trata de evitar el “retiro voluntario” del militar cuando el mismo es
interesado por razones que nada tienen que ver con una verdadera objeción de
conciencia. Sin embargo, en algún supuesto, la razón esgrimida para la solicitud de la
pérdida del estatuto castrense ha sido una sobrevenida objeción de conciencia. En el
único supuesto enjuiciado por el Tribunal Supremo no se ha manifestado por éste más
que un resquemor al respecto, tratándose con verdadero recelo la alegación de la
objeción de conciencia [Sentencia del Tribunal Supremo de 10 de junio de 1991: “La
estabilidad de las relaciones jurídicas libremente constituidas, y el respeto de sus
compromisos obligatorios, no pueden quedar enervados por una situación contraria a la
seguridad jurídica (art. 9.3 CE ), que es la que acaecería, si a pretexto de cambios
ideológicos, se consintiese a uno de sus sujetos la posibilidad de alterarla, a su
conveniencia, sin atenerse a las exigencias del régimen jurídico que define tales
relaciones” (cursiva nuestra)].

La cuestión, en términos jurídicos, pasaría por averiguar si tal tipo de objeción podría
obtener cobertura jurídica; y, caso afirmativo, habría que determinar si hay que
demostrar y en qué manera, o no, la veracidad de las razones de conciencia esgrimidas.
Sin perjuicio de que más adelante profundicemos más en esta cuestión, lo cierto es que
en nuestra normativa no se tiene en cuenta en absoluto que la renuncia a la condición
de militar pueda ser exigida por un auténtico cambio en las creencias. En conclusión,
parece que frente a la Administración militar esa posible objeción de conciencia tiene un
precio: en el mejor de los casos, temporal o meramente crematístico; en el peor, el
punitivo que representa el mencionado art. 120 del Código Penal Militar .

2.2. Supuestos ‘genuinos’ de objeción de conciencia

Una vez que alguien se ha incorporado voluntariamente al ejército, y dado que la


permanencia en el mismo puede ser bastante continuada en el tiempo, podría, sin
embargo, encontrarse en la tesitura de desarrollar una objeción de conciencia, ya sea a
seguir formando parte del contingente armado o por contrariedad a la participación en
una concreta guerra (supuesto que se ha denominado como de objeción ‘selectiva’)
aunque se pretendiese seguir ostentando la condición de militar.

2.2.1. Objeción de conciencia sobrevenida a seguir formando parte del ejército

Nuestra legislación no contempla explícitamente posibilidad alguna de objeción de


conciencia por parte de quien se ha integrado en el seno del ejército, y ni siquiera
regulaba esta contingencia cuando estuvo vigente la legislación sobre objeción de
conciencia al servicio militar, en la que, contrariamente, sí se hacía constar que el
ejercicio de tal tipo de objeción podía efectuarse antes de la incorporación efectiva a la
realización del servicio armado y, una vez finalizado éste, cuando se estaba en situación
de reserva del servicio.

En la cuestión de si puede tener o no cabida, desde el punto de vista legal, una objeción
de conciencia que no esté prevista por la ley, que no esté “juridificada”, expressis
verbis, late una distinta concepción acerca de la naturaleza y el alcance de la objeción
de conciencia; problemática que tiene dividida a la doctrina científica que se ha
pronunciado sobre el particular. Hasta en las más altas instancias internacionales la
sensibilidad es distinta a este respecto, pues mientras que el Tribunal Europeo de
derechos humanos considera que el art. 9 del Convenio Europeo de derechos humanos
no ampara tal tipo de objeción si no existe una previsión legal en este sentido por parte
del Estado miembro del Consejo de Europa de que se trate (según hemos de deducir de
la Sentencia de 27 de octubre de 2009, caso Bayatyan contra Armenia); sin embargo, el
Comité de derechos humanos de Naciones Unidas considera que, en la actualidad, el
art. 18 del Pacto internacional de derechos civiles y políticos debe interpretarse bajo la
intelección de que el derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión incluye
la objeción de conciencia al servicio militar, de modo que, frente al mandato legal que
imponga este tipo de servicio debe justificarse, también en términos legales, pero
absolutamente razonables y vigorosos, el porqué, en su caso, no se admite la objeción
de conciencia al mismo (Dictamen de 3 de noviembre de 2006 del Comité de Derechos
Humanos de Naciones Unidas, Documento CCPR/C/88/D/1321-1322/2004, de 23 de
enero de 2007, denuncias del Sr. Myung-Jin Choi y Sr. Yeo-Bum Yoon, contra Corea del
Sur).

Por lo que a nuestro ordenamiento jurídico respecta, ante la falta de reconocimiento


legal explícito de la posibilidad de una objeción de conciencia militar sobrevenida, habría
que entender, a priori, que la misma no puede tener cabida por dos tipos de razones, si
hubiera de atenderse a la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional: 1) En
cuanto que la misma parece haberse decantado finalmente –pareciendo que a ello se ha
llegado más bien de manera contradictoria que evolutiva–, por estimar que la objeción
de conciencia no cabe en más supuesto que el que la propia ley admita, pues si en la
Sentencia 15/1982, de 23 de abril se afirmó el reconocimiento de la objeción de
conciencia no sólo con base en el art. 30.2 de la Carta Magna sino también en el art. 16
del propio Texto Legal, sin embargo las Sentencias 160 y 161 , ambas de 27
de octubre de 1987 corrigen esta doctrina. 2) Particularmente, además, cuando se
suscitaron varias cuestiones de inconstitucionalidad relativas a la carencia legal
consistente en la ausencia de contemplación de la posibilidad de objetar una vez ya
incorporado a filas en el seno de la conscripción militar obligatoria, el alto Tribunal, en
su sentencia 161/1987 , consideró que la imposibilidad de objeción sobrevenida en
este contexto no era contraria a la Carta Magna, y si bien cabía otra posibilidad al
legislador, no podía considerarse excesivo o injustificado que éste optase por no
permitir la objeción una vez incorporado a filas, por exigencias de la propia organización
estructural de la Defensa y las perturbaciones que podrían derivarse de su ejercicio en
el régimen interno del servicio militar.

Aunque el supuesto no es perfectamente extrapolable al que estamos planteando,


parece que mutatis mutandi, y con el antecedente de dicha Sentencia, el Tribunal
Constitucional, en una hipotética intervención en la materia, seguramente que vendría a
mantener una postura similar, dado, además, que se consideró que se trataba de una
restricción meramente temporal de un derecho y, en las circunstancias a las que
aludimos el interesado puede ejercitar su derecho transcurrido un lapso temporal o, en
su caso, previa remuneración al Estado.

En el único caso, que conozcamos, en que una cuestión de este tipo ha alcanzado el
techo jurisdiccional del Tribunal Supremo, el mismo se ha visto rechazado con una
argumentación que resulta muy discutible. Se trata de la ya aludida Sentencia de 10 de
junio de 1991, que resuelve acerca de una denegación de la renuncia a la condición de
militar, realizada por la Administración frente a una petición de abandonar el Ejército del
Aire por parte de uno de sus componentes, el cual había alegado un cambio en sus
creencias que le impedía seguir en el Ejército. El alto Tribunal rechaza la vulneración de
la libertad ideológica o religiosa con el argumento de la limitación de tal derecho,
proveniente de la libre disponibilidad del sujeto, obligado a cumplir sus propios
compromisos personales constitutivos de la relación jurídico-profesional de militar. Sin
embargo, la motivación empleada no resulta, a nuestro juicio, en absoluto satisfactoria
cuando de lo que se trata es de la protección de un cambio sobrevenido de la religión o
ideología en cuanto derecho fundamental, así como tampoco respecto de la relación
jurídica profesional desde la perspectiva de la cláusula rebus sic stantibus, que, aunque,
excepcionalmente, permite autorizar una alteración contractual cuando sobrevienen
circunstancias imprevistas y extraordinarias, según jurisprudencia del Tribunal
Supremo.

El resultado final alcanzado nos parece excesivo, pues si bien puede considerarse
adecuado cuando el sujeto ostenta idéntica creencia que la que tenía al ingresar en el
ejército, ya que en este caso la limitación o restricción que se produce de su derecho a
la libertad de creencias proviene de la propia disponibilidad del titular del mismo; sin
embargo, cuando se trata de un sincero cambio de creencias, la imposibilidad de
ejercicio de una objeción sobrevenida se constituye en un desconocimiento del derecho
a la libertad de creencias, al punto de la desaparición o inexistencia del mismo, en una
actuación de sus facultades, ya que el derecho de libertad religiosa e ideológica, recta y
sinceramente ejercitado, ampara la posibilidad del cambio de religión o ideología, so
pena de vaciar de contenido el art. 16 de nuestra Constitución en la garantía y
reconocimiento de este derecho fundamental. Y el cambio de religión, legalmente
autorizado por el art. 2 de la Ley Orgánica de libertad religiosa , que puede producirse
en el ejército, puede conllevar convicciones pacifistas, no-militaristas o, incluso,
antimilitaristas. En este caso no se permite un cambio real de convicciones religiosas, al
menos por lo que a su llevanza a la práctica respecta; pero para ello habría de
establecerse legalmente el porqué de esa imposibilidad, y no basarla en la mera
presunción de la falta de sinceridad del objetor. En Derecho comparado, hay Estados
que permiten la posibilidad de una objeción sobrevenida incluso en el desempeño del
servicio militar obligatorio: existen medios para poder comprobar si concurre sinceridad
o no en el objetor.

2.2.2. La objeción de conciencia ‘selectiva’

En nuestro ordenamiento jurídico, tratando de evitar episodios de posible “ilegitimidad”


en el uso de la fuerza o la participación en conflictos bélicos, la L.O. 5/2005, de 17 de
noviembre, de la Defensa Nacional, en sus arts. 17 a 19 establece una serie de
Condiciones de las misiones de las tropas españolas en el exterior que no estén
directamente relacionadas con la defensa de España o del interés nacional, consistentes
en la solicitud previa por parte del Gobierno de autorización al Congreso de los
Diputados, salvo que razones de máxima urgencia no lo permitan, en cuyo caso deberá
cuanto antes someter la decisión a la posible ratificación de la Cámara. Además, es
necesario: a) Que haya una petición expresa por parte del Estado donde se desarrolle la
misión o que se autorice por Naciones Unidas, la OTAN, la Unión Europea u otras
organizaciones internacionales de las que España forme parte. b) Que cumplan con los
fines defensivos, humanitarios, de estabilización o de mantenimiento y preservación de
la paz, previstos y ordenados por las mencionadas organizaciones. c) Que sean
conformes con la Carta de las Naciones Unidas y que no contradigan los principios del
derecho internacional convencional suscrito por España.

No obstante las anteriores prevenciones, la consideración relativa a la justicia o


legitimidad de una determinada guerra puede constituir una percepción muy personal
de cada individuo, y ejemplos de ello ha habido históricamente. En ocasiones, además,
intervenciones políticas, e incluso de líderes religiosos, pueden ser determinantes en
esta materia (reciente está el supuesto de la guerra de Irak) en cuanto a la posible
conformación de una objeción a determinada guerra.

Es sabido a este respecto, por ejemplo, que la Iglesia católica mantiene su propia
postura en relación con el conflicto bélico, con una tradicional aceptación de la doctrina
de la “guerra justa”, acentuando actualmente la urgencia de la valoración, prudente y
rigurosa, de la legitimidad moral de la defensa armada; pero se advierte,
expresamente, que “la Iglesia y la razón humana declaran la validez permanente de la
ley moral durante los conflictos armados. ‘Una vez estallada desgraciadamente la
guerra, no todo es lícito entre los contendientes’ (GS 79, 4). Por ello, de forma
catequística, se afirma que “las acciones deliberadamente contrarias al derecho de
gentes y a sus principios universales, como asimismo las disposiciones que las ordenan,
son crímenes. Una obediencia ciega no basta para excusar a los que se someten a ella.
‘Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras
o de amplias regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre
mismo, que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones’ (GS 80, 4). Un riesgo de
la guerra moderna consiste en facilitar a los que poseen armas científicas,
especialmente atómicas, biológicas o químicas, la ocasión de cometer semejantes
crímenes”.

No conocemos de ningún supuesto concreto que haya acontecido en nuestro Estado, en


los últimos tiempos, en que se haya puesto de manifiesto una objeción de este tipo. Su
tratamiento jurídico no parece que pudiera discurrir por unos derroteros distintos a los
de una objeción sobrevenida.

3. La objeción de conciencia en el caso de incorporación forzosa al ejército

Este supuesto es altamente improbable que acontezca en la realidad más inmediata y,


en consecuencia, ha de tomarse como meramente hipotético, pero es nuestra propia
legislación la que prevé que pudiera darse la necesidad de tener que procederse a una
conscripción de carácter obligatorio. Nos referiremos a ello a continuación, distinguiendo
según que ese llamamiento a filas tuviera una impronta excepcional o se estableciera
con caracteres de permanencia en el tiempo.

3.1. Incorporación forzosa al ejército, con carácter de excepcionalidad en el


reclutamiento

La Ley 39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar (con una regulación muy


similar a la que ya se contenía en la que deroga Ley 17/1999, de 18 de mayo, de
Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas) contiene, en su art. 123 , la previsión
de que, en situaciones de crisis, en las que las necesidades de la defensa nacional no
puedan ser atendidas únicamente por los efectivos de militares profesionales, el
Consejo de Ministros pueda adoptar, con carácter excepcional, la incorporación a las
Fuerzas Armadas de reservistas, sean de carácter voluntario o de especial
disponibilidad. Pero cuando los mismos se consideren insuficientes a estos fines, según
previsión del propio Consejo de Ministros, por éste se solicitará del Congreso de los
Diputados autorización para la declaración general de reservistas obligatorios. En el
mismo art. 123.2 parece incluso que se autoriza al Consejo de Ministros a acordar esa
incorporación de reservistas obligatorios teniendo en cuenta la evolución de la crisis, las
necesidades de la defensa nacional y las solicitudes de acceso a la condición de
reservista voluntario.

La materia, por lo que respecta a los reservistas obligatorios, se desarrolla en los arts.
136 a 140 de la propia Ley estableciéndose que, obtenida la autorización del
Congreso de los Diputados, el Gobierno establecerá, mediante real decreto, las normas
para la declaración general de reservistas obligatorios, que podrá afectar a todos los
que en ese año cumplan desde 19 a 25 años de edad; previéndose que la incorporación
de los mismos pueda ser tanto a las Fuerzas Armadas, como a otras organizaciones con
fines de interés general para satisfacer las necesidades de la defensa nacional.

Siguiendo con las hipótesis concatenadas, se ha previsto también que, de acontecer


tales circunstancias, pueda surgir la objeción de conciencia; y, para que no pueda haber
desconocimiento del interesado en ello acerca de la posibilidad de su ejercicio, se
establece expresamente en el art. 137 que, en la comunicación de la condición de
reservista obligatorio que haya de hacerse a quien la obtenga, se le remitirá una ficha
con los datos de identificación que irá acompañada de un cuestionario, que se podrá
cumplimentar con carácter voluntario, en el que, entre otras cosas, figurará lo
siguiente: “En su caso, declaración de objeción de conciencia de conformidad con lo
dispuesto en el artículo siguiente”. Precepto, este último, que señala que “los
reservistas obligatorios podrán efectuar declaración de objeción de conciencia a prestar
servicio en las Fuerzas Armadas y en otras organizaciones con fines de interés general
en las que se requiera el empleo de armas. Dicha declaración, efectuada por el
interesado, no requerirá ningún otro trámite de reconocimiento”.

Esta Normativa, al igual que su antecesora (de las que nunca se ha tenido que hacer
uso en este sentido hasta el momento), opta decididamente por aceptar la
“autodeclaración” como objetor del propio interesado, teniendo la misma plenos efectos
legales sin necesidad de pláceme administrativo “adverador” alguno, limitándose a dejar
constancia oficial a tales menesteres. La consecuencia de ello es que “los que se hayan
declarado objetores de conciencia sólo podrán ser asignados a organizaciones con fines
de interés general en las que no se requiera el empleo de armas” (art. 138.2). El
régimen jurídico que se estableció para poder hacer valer la objeción de conciencia al
servicio militar requería, sin embargo, una solicitud del interesado, cumpliendo una
serie de requisitos legalmente establecidos y, tras las “averiguaciones” pertinentes, el
reconocimiento oficial administrativo, a estos efectos, por parte del denominado
Consejo Nacional de Objeción de Conciencia, que podía denegar el otorgamiento de
dicho status.

En la vigente regulación, a efectos de futuro, no queda nada claro, sin embargo, si sería
admisible una objeción sobrevenida. A tenor de lo regulado en el art. 120 del Código
Penal Militar, más bien parece que debe entenderse que no cabe dentro de la
concepción del legislador, si bien podría tal vez hallarse un resquicio en el núm. 6 del
art. 123 de la Ley de la carrera militar de 2007, cuando manda abrir un expediente al
reservista que, citado para su incorporación a las Fuerzas Armadas, no se presente. Si a
resultas del expediente no se aprecia la existencia de causa justificada para la no
incorporación, se privará al reservista de tal condición.

3.2. Incorporación forzosa al ejército, con carácter de generalidad y


permanencia en el tiempo en el reclutamiento (objeción de conciencia al
servicio militar obligatorio)

3.2.1. Perspectiva de futuro

Todavía con un sesgo mucho más improbable e hipotético, para el supuesto de que se
volviera a reinstaurar un servicio militar con carácter de obligatoriedad y con una
impronta de permanencia generalizada en el tiempo –supuesto distinto al excepcional
de los reservistas obligatorios, acabado de examinar–, en nuestro actual ordenamiento
jurídico, la objeción de conciencia al servicio militar constituye un instituto jurídico
latente, en cuanto que aunque se trata de un derecho vigente y plenamente reconocido
en virtud de lo dispuesto en el art. 30.2 de nuestra Constitución , su posibilidad de
ejercicio –y, por tanto, de su manifestación– carece de eficacia al haberse dejado en
suspenso esta obligación militar, como ya hemos dicho, desde el 31 de diciembre de
2001. Con lo cual, una eventual reviviscencia de este deber habría de conllevar
necesariamente la posibilidad de objetar al mismo. El citado precepto constitucional, en
efecto, establece expresamente que “la ley fijará las obligaciones militares de los
españoles y regulará, con las debidas garantías, la objeción de conciencia, así como las
demás causas de exención del servicio militar obligatorio, pudiendo imponer, en su
caso, una prestación social sustitutoria”. Por su parte, el art. 53.2 de la misma Carta
Magna extiende a este derecho la protección que otorga el recurso de amparo.

Con la perspectiva que ofrece el tiempo transcurrido y la evolución de la jurisprudencia


del Tribunal Constitucional en materia de objeción de conciencia, puede aseverarse que
el art. 30.2 de la Ley de leyes ha resultado –y lo sigue haciendo– de una importancia
trascendental en la materia:

Primero, respecto a nuestro pasado más inmediato, en tanto que mientras que no hubo
regulación legal en la materia, el mencionado precepto hizo factible una interpretación
del máximo hermeneuta constitucional en cuya virtud se puso en práctica una solución
transitoria para el ejercicio de un derecho: Hasta que se regulara legalmente la objeción
de conciencia al servicio militar, el derecho a la misma estaba reconocido y existía con
base en su afirmación constitucional, que había que identificar, en su contenido mínimo,
con la suspensión de la incorporación a filas hasta que pudiera considerarse, con la
regulación legal que en su día se dictase, si verdaderamente concurría o no, en el
supuesto concreto de que se tratara, un supuesto de objeción de conciencia (Sentencia
del Tribunal Constitucional 15/1982, de 23 de abril ).

Segundo, en definitiva, porque con posterioridad a la promulgación de la regulación


legal en la materia, el Tribunal Constitucional señaló que la objeción de conciencia al
servicio militar no podría, sin ese art. 30.2, hallar amparo en la Carta Magna, ni siquiera
al cobijo del art. 16 del propio Texto: La objeción de conciencia al servicio militar es “un
derecho constitucional reconocido por la norma suprema en su art. 30.2, protegido, sí,
por el recurso de amparo (art. 53.2), pero cuya relación con el art. 16 (libertad
ideológica) no autoriza ni permite calificarlo de fundamental. A ello obsta la
consideración de que su núcleo o contenido esencial –aquí su finalidad concreta–
consiste en constituir un derecho a ser declarado exento del deber general de prestar el
servicio militar (no simplemente a no prestarlo), sustituyéndolo, en su caso, por una
prestación social sustitutoria. Constituye, en ese sentido, una excepción al cumplimiento
de un deber general, solamente permitida por el art. 30.2, en cuanto que sin ese
reconocimiento constitucional no podría ejercerse el derecho, ni siquiera al amparo del
de libertad ideológica o de conciencia (art. 16 CE), que por sí mismo, no sería suficiente
para liberar a los ciudadanos de deberes constitucionales o “subconstitucionales” por
motivos de conciencia, con el riesgo anejo de relativizar los mandatos jurídicos. Es
justamente su naturaleza excepcional –derecho a una exención de norma general, a un
deber constitucional, como es el de la defensa de España– lo que le caracteriza como
derecho constitucional autónomo, pero no fundamental, y lo que legitima al legislador
para regularlo por ley ordinaria “con las debidas garantías”, que, si por un lado son
debidas al objetor, vienen asimismo determinadas por las exigencias defensivas de la
comunidad, como bien constitucional” (Sentencias del Tribunal Constitucional 160 y
161 , ambas de 27 de octubre de 1987).

En cualquier caso, la doctrina sobre objeción de conciencia en general, y sobre la del


servicio militar en particular, contenida en estas Sentencias 160160 y 161/1987
puede considerarse definitiva a tenor de pronunciamientos posteriores del propio
Tribunal Constitucional como la Providencia de 28 de junio de 1990, el Auto 71/1993,
de 1 de marzo (en materia de objeción de conciencia ‘fiscal’) y la Sentencia 321/1994,
de 28 de noviembre (objeción de conciencia a la prestación social sustitutoria), entre
otros.

Debe tenerse en cuenta, además, que aunque la regulación relativa al servicio militar,
así como la de la objeción de conciencia al mismo, estuvo un tiempo meramente en
suspenso, en la actualidad, la L.O. 13/1991, de 20 de diciembre, del Servicio Militar ,
está derogada expresamente por la L.O. 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa
Nacional . Y es más que probable que haya que entender derogada la legislación
reguladora de la objeción al servicio armado. Debe, en efecto, suscitarse el interrogante
de si la Ley 39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar , al disponer, en su
Disposición derogatoria única, la derogación de la Ley 48/1984, de 26 de diciembre ,
realmente lo que ha querido derogar es la Ley 22/1998, de 6 de julio, reguladora de la
objeción de conciencia y de la prestación social sustitutoria , pues lo cierto es que no
tiene ningún sentido la derogación de aquélla cuando la misma ya estaba derogada por
esta última.

3.2.2. Perspectiva de pasado

La actual situación jurídica de latencia del instituto de la objeción de conciencia al


servicio militar es el resultado de un largo y tortuoso camino en el que la mayor parte
del tiempo la objeción de conciencia no ha sido sino desconocida en nuestro
ordenamiento jurídico y, posteriormente, cuando entra a formar parte del conjunto de la
legalidad, la objeción de conciencia no ve reconocida su verdadera naturaleza jurídica
más que formalmente, pues en la llevanza a la práctica de la regulación legal –y, por
tanto, materialmente– la institución ha funcionado como si de una mera opción de
conciencia se tratara.

En efecto, si bien las dos leyes reguladoras de la objeción de conciencia al servicio


militar establecieron la necesidad de comprobar que el objetor de conciencia lo era de
verdad, a través de un procedimiento administrativo ‘adverador’ de esa autenticidad,
concediendo al respecto prerrogativas a un organismo creado al efecto, el Consejo
Nacional de objeción de conciencia, que podía recabar información de organismos
públicos y de terceros y, en su caso, denegar la condición de objetor (regulación
declarada acorde a la Carta Magna por el Tribunal Constitucional en su Sentencia
160/1987); en la práctica, sin embargo, y por decisión del citado Consejo, al varón
llamado a servir en filas le bastaba la presentación de una solicitud dirigida a este
organismo administrativo en la que hiciera constar, genéricamente, que su objeción de
conciencia se basaba en alguna de los motivos contemplados legalmente (convicción de
orden religioso, ético, moral, humanitario, filosófico u otros de la misma naturaleza)
para ver reconocido su status de objetor y, así, eximirse del servicio militar, si bien
debía de realizar una prestación social sustitutoria. El mecanismo se convertía, de facto,
en una mera alternativa entre el servicio armado y el civil sustitutorio. En esta tesitura,
a los únicos a los que se les denegó el estatuto de objetor fue a quienes, contestatarios
con esta legislación y su praxis administrativa, se manifestaron partidarios de la
denominada “declaración colectiva”, en virtud de la cual hacían constar en su solicitud
que no tenían porqué motivar su instancia como objetor. Si, pese a ser requerido por la
Administración, el sujeto se mantenía en su negativa a dar las razones por las que se
declaraba objetor, tal condición le era denegada. Esta actuación administrativa fue
declarada conforme a Derecho por los Tribunales que han conocido de estas situaciones
litigiosas.

A) Etapa de desconocimiento legal

Al igual que en otros ordenamientos de nuestro entorno jurídico-cultural, la objeción de


conciencia al servicio militar ha sido tratada en nuestro País con auténtico recelo. En
principio, la figura en cuestión era absolutamente desconocida en nuestro Derecho.
Cuando la tipificación social –allá por los años cincuenta del pasado siglo– le otorga un
nomen iuris, éste no alcanza, sin embargo, otra tipificación legislativa que la de
considerar la conducta como criminal, en cuanto que representativa del delito militar de
desobediencia. Para no remontarnos más lejos, en los tiempos del régimen franquista,
el Código de Justicia Militar de 17 de julio de 1945 convertía al objetor –en la perversión
del sistema– en un candidato a “prisión vitalicia”, ya que quien cumplía condena no por
ello quedaba exento de servir en armas, por lo que, ante una nueva negativa tras nueva
llamada a las mismas, se le volvía a sancionar penalmente, con agravante de
reincidencia, y así hasta llegar al cumplimiento de la edad reglamentaria que suponía
alcanzar la licencia absoluta del servicio militar. La reforma en dicho cuerpo legal,
llevada a cabo el 19 diciembre de 1973, acabó con este sistema de “condenas en
cadena”, al disponer que quien hubiese cumplido la condena impuesta quedaba excluido
del servicio militar. Y es que, pese a ser el franquista un Estado confesional cuya
legislación debía inspirarse en la doctrina católica, lo cierto es que la recomendación
conciliar del n. 79 de la Gaudium et Spes (“parece razonable que las leyes tengan en
cuenta, con sentido humano, el caso de los que se niegan a tomar las armas por
motivos de conciencia, siempre que acepten servir a la comunidad humana de otra
forma”) no llegó a alcanzar virtualidad alguna.

B) Etapa de reconocimiento legal

Dado que la situación jurídico-militar heredada de la dictadura no se consideraba


satisfactoria, en el incipiente régimen democrático pronto se viene a conceder un
reconocimiento al instituto, que pasa a ser jurídico-legal, de la objeción de conciencia al
servicio militar; primero, con un carácter muy limitado e insatisfactorio merced al Real
Decreto 3011/1976, de 23 de diciembre; después, merced al art. 30.2 de nuestra
Constitución .
Podemos distinguir dos subetapas:

a) La objeción de conciencia al servicio militar es un instituto jurídico-legal, pero el


concreto reconocimiento de la condición y el estatuto de objetor queda pendiente de la
regulación legal que debe dictarse en la materia

Por disposición del citado Real Decreto de 1976, pero especialmente desde la entrada
en vigor de la Carta Magna, el reconocimiento del instituto objetor tuvo como primera y
principal aplicación práctica –en interpretación avalada por el Tribunal Constitucional, en
su Sentencia 15/1982– el que los llamados a filas pudieran sustraerse a las mismas
merced a su invocación de objeción de conciencia al servicio militar; pero todo ello
quedaba supeditado –según el mismo alto Tribunal– a que legalmente se regulara dicho
instituto, pues el mismo y de acuerdo con el propio Texto Fundamental debía hacerse
con las “debidas garantías”, pero no sólo hacia el objetor sino también hacia el propio
servicio militar. Nuestro Tribunal Constitucional, en esta primera fase jurídica de
implantación de la figura jurídica de la objeción de conciencia al servicio militar,
determinó que el derecho a la misma tenía existencia jurídica desde la promulgación de
la Carta Magna y que podía ejercitarse directamente con base en la misma, sin
necesidad de que se tuviese que esperar a la regulación legal para el reconocimiento de
este derecho, conllevando la alegación del mismo el efecto de la no incorporación del
sujeto al servicio militar, pasando a estar en una situación de espera a efectos de
poderse determinar, tras la correspondiente “interpositio legislatoris”, si el concreto
ejercicio de ese derecho se ajustaba a las condiciones que se establecieran legalmente a
fin de acomodar la posición del objetor con las “debidas garantías” exigidas por la Ley
de leyes.

b) La objeción de conciencia al servicio militar se regula legalmente, pero tiene una


aplicación práctica atenuada, por la falta de puesta en marcha de la prestación social
sustitutoria

La “interpositio legislatoris” propiciada por el Tribunal Constitucional no se vería


plasmada hasta la promulgación de la Ley 48/1984, de 26 de diciembre, reguladora de
la objeción de conciencia y de la prestación social sustitutoria y de la Ley Orgánica
8/1984, de 26 de diciembre, sobre régimen de recursos en caso de objeción de
conciencia y su régimen penal ; disposiciones que constituyen la primera regulación
legal completa en la materia. Esta legislación, junto con la normativa reglamentaria de
desarrollo, sin perjuicio de sus aspectos más discutidos y criticados, ha de considerarse
una de las más avanzadas desde la perspectiva del Derecho comparado, sin perjuicio de
que tuviese aspectos criticables y respondiese a la consigna de disfavor hacia el objetor,
haciendo recaer sobre él la sospecha de falta de sinceridad, al establecer un
procedimiento para adverar su condición de tal y, al mismo tiempo, fijar una mayor
duración de la prestación social sustitutoria respecto del servicio militar. Además se
estableció un régimen penal más severo en este ámbito que en el del servicio en filas y
no se admitió la objeción de conciencia sobrevenida.

Una vez promulgada la normativa legal referida, la Administración adoptó una postura
de suma cautela ante la prevención de que aquélla pudiera ser declarada
inconstitucional, tal y como se le reprochó en una buena porción de ocasiones (recurso
de inconstitucionalidad planteado por el Defensor del Pueblo, varias cuestiones de
inconstitucionalidad suscitadas por diversos órganos judiciales). Esta actitud convirtió,
paradójicamente, a la más alta Norma Legal, y su doctrina rectamente interpretada, en
una “losa” en cuanto a la puesta en funcionamiento práctico de la prestación social
sustitutoria, y por ende, del normal desenvolvimiento del instituto de la objeción de
conciencia al servicio militar, pues si bien se reguló suficientemente el ejercicio de este
derecho en cuanto a la posibilidad del reconocimiento de la condición de objetor de
conciencia y, consecuentemente, la exención del cumplimiento del servicio militar, con
el Real Decreto 551/1985, de 24 de abril (Reglamento constitutivo del Consejo
Nacional de Objeción de Conciencia y del procedimiento para el reconocimiento de la
condición de objetor de conciencia), sin embargo no se desarrolló todo el aspecto
relativo a la puesta en funcionamiento de la prestación social sustitutoria, pues el
Reglamento normador de estos aspectos no se aprobó hasta el 15 de enero de 1988;
todo lo cual se hizo después de solventarse las dudas de inconstitucionalidad por las
Sentencias del Tribunal Constitucional 160 y 161, ambas de 27 de octubre de 1987.

Posteriormente, estas dos normas reglamentarias serían derogadas y sustituidas por el


[2º] Reglamento sobre objeción de conciencia y prestación social sustitutoria, aprobado
por Real Decreto 266/1995, de 24 de febrero .

Tras la aprobación de la norma reglamentaria que hacía factible la puesta en


funcionamiento de la prestación sustitutoria de la militar, la práctica de la misma se vio
dificultada por dos tipos de razones: 1º) Por la escasa disponibilidad de puestos de
realización de la prestación en relación con el gran número de objetores que habían
venido siendo acumulados y estaban pendientes de hacerla. El problema fue solventado
mediante el Real Decreto 1442/1989, de 1 de diciembre, por el que se dispuso el pase
directo a la reserva de los denominados objetores “históricos” (para alcanzar esta
condición se requería: solicitud como objetor presentada antes del 10 de febrero de
1988 y tener 20 o más años cumplidos durante ese año). 2º) Como consecuencia de la
“batalla judicial” planteada contra la normativa reglamentaria. Hasta tres sentencias
hubo de dictar el Tribunal Supremo en relación con la adecuación a la legalidad del Real
Decreto 20/1988, de 15 de enero (Sentencia del Tribunal Supremo –Sala 3ª, Sección
7ª– de 12 de enero de 1990, que declaró la nulidad del Reglamento por falta de
audiencia a los interesados en su proceso de elaboración; revocada por la Sentencia del
Tribunal Supremo –Sala especial del art. 61 LOPJ – de 21 de noviembre de 1990 y
Sentencia del Tribunal Supremo –Sala 3ª, Sección 7ª– de 18 de julio de 1991, que
declaró ajustada a Derecho la disposición reglamentaria). La interposición del recurso
contencioso-administrativo y la nulidad del Reglamento declarada por la primera STS
tuvo repercusiones desfavorables en la gestión del régimen de la prestación social.

Finalmente, aparte de la conducta sancionadora de la “insumisión” tipificada en los arts.


527 y 604 del Código Penal , la regulación legal en la materia vino constituida por la
Ley 22/1998, de 6 de julio, reguladora de la objeción de conciencia y prestación social
sustitutoria, y su [3º] Reglamento, aprobado por Real Decreto 700/1999, de 30 de abril
. Esta Ley trae causa de la anterior de 1984, a la que deroga, pretendiendo introducir
una serie de cambios en determinados aspectos de la normativa anterior que no habían
resultado satisfactorios. Esta legislación ya nació con carácter temporal, al establecer
que “la presente Ley extenderá sus efectos en tanto subsista el SM obligatorio” (Disp.
Adicional 4ª); y es que ya se preveía, a corto plazo, la instauración de un ejército
exclusivamente profesional.

Para finalizar, sería necesario dar respuesta a la cuestión referida al desconocimiento de


la aseveración realizada por el Tribunal Constitucional de que en la Norma Suprema se
había constitucionalizado el servicio militar obligatorio (Sentencia del Tribunal
Constitucional 160/1987, F.J. 5). Es cierto que tal afirmación no constituyó más que un
obiter dictum en el pronunciamiento del alto Tribunal, pero no lo es menos que la
misma, de considerarse atinada, conllevaría –formalmente– la necesidad de modificar
en este punto la Constitución si se pretendía la radical desaparición del ejército de leva
obligatoria. Sin embargo, la voluntad política ha sobrepasado la Carta Magna en este
concreto supuesto, sin que ningún purista legislativo se haya echado las manos a la
cabeza porque la Norma Suprema, en este punto, se convierta en puramente
semántica. Claro que también puede extraerse la conclusión de que la lectura que hizo
el Tribunal Constitucional no era la única que cabía dentro de lo que se ha denominado
la “franja de constitucionalidad”, si no quiere llegarse a la consecuencia de que la
suspensión, y posterior desaparición, del servicio militar obligatorio es inconstitucional;
o bien que, en aplicación de la regla hermenéutica del art. 3.1 del Código Civil ,
debemos entender que la evolución ha alcanzado a la Alta Norma Legal para su
adaptación a la realidad social actual.
Sin embargo, no parece que la Carta Magna haya establecido el servicio militar como
obligatorio, afirmación del Tribunal Constitucional que debe ser objeto de crítica, al igual
que la de que alguna manera concatenó el alto Tribunal, referida a que la objeción de
conciencia al servicio militar constituye una excepción al deber de defender España, y
ello porque tal tipo de objeción puede representar excepción al servicio militar pero no
al deber de defender a España. Una configuración distinta, propugnada por buena parte
de la doctrina científica, que partiese de este derecho-deber de la defensa de España y
que se tradujese, en ejercicio del mismo, en dos tipos de servicios, uno militar y otro
civil, con plena libertad del individuo para acogerse a uno u otro, hubiese evitado
muchos problemas, y entre ellos el relativo al mantenimiento de todos esos puestos de
actividad que constituyeron el entramado de la prestación social sustitutoria

LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA FISCAL

Cebriá García, María. Profesora Titular de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de Extremadura

Fecha de actualización

01/10/2010

1. Concepto de objeción de conciencia fiscal.

En términos generales la objeción de conciencia fiscal es la negativa al pago de aquella


parte de los tributos debidos al Estado o a otras organizaciones de derecho público que
va a ser destinada a financiar actividades contrarias a la conciencia de determinados
contribuyentes. De este modo, la objeción fiscal constituye un acto a través del cual el
ciudadano se intenta desvincular de la financiación de gastos públicos contrarios a su
conciencia.

Hay que distinguir dos momentos distintos en el tratamiento de la objeción de


conciencia fiscal. Un primer momento, que podría denominarse político, hace referencia
a las reivindicaciones de determinados sectores sociales que piden modificaciones
normativas en orden a una contribución al gasto público que evite la financiación de
determinados gastos, como pueden ser los gastos militares y de defensa. La objeción
fiscal así considerada se convierte en un instrumento al servicio de otros fines (un
cambio normativo), y en cierta medida constituye un acto de desobediencia civil. El
segundo momento hace referencia al choque entre la conciencia individual y la norma,
resistiéndose la primera a someterse a la segunda, en virtud de un mandato de rango
superior al que la norma jurídica representa (Palomino).

Es este segundo aspecto el que realmente interesa, planteándose si el ordenamiento


jurídico puede proteger estas conductas omisivas, e incluso antijurídicas como veremos,
en virtud de la libertad de conciencia.

Para el contribuyente objetor se produce un conflicto entre el deber de cooperar al


sostenimiento de los gastos públicos y su libertad de conciencia, habida cuenta del
destino que él entiende se da a sus ingresos tributarios o a parte de los mismos. En
realidad el choque directo se produce entre el destino de dichos ingresos y la conciencia
del individuo, no entre ésta y el deber legal de pagar tributos, si bien el contribuyente
encuentra en el incumplimiento de ese deber, tal y como viene establecido por ley, una
solución indirecta para salvaguardar las exigencias de la propia conciencia, ya que la
objeción directa al gasto público es técnicamente imposible pues las decisiones sobre el
mismo están reservadas al Estado. En el fondo late un conflicto entre el principio de
soberanía parlamentaria en la determinación del gasto público y la pretensión del
contribuyente de destinar una parte de su cuota impositiva a un fin acorde con su
conciencia.

Dado que la razón de la objeción no es en sí al acto de pagar impuestos, sino al fin a


que van dirigidos parte de los mismos, en la mayoría de los casos los objetores fiscales
lo que dejan de ingresar en las arcas públicas lo destinan a otros fines compatibles con
su conciencia, como organizaciones pacifistas, asistenciales, caritativas, etc., lo cual
ponen en conocimiento del organismo correspondiente. En teoría, por tanto, no estamos
ante un fraude fiscal del objetor en sentido estricto, éste efectúa el pago de la cantidad
a ingresar conforme a las normas tributarias, aunque parte del mismo no lo realiza a
favor del Estado, sino a favor de organizaciones distintas. En la práctica, sin embargo, si
asimilamos estos comportamientos a la posibilidad legal de deducciones por donativos a
organizaciones de interés social no se puede llegar, como veremos, a la misma
conclusión.

La mayoría de los casos de objeción de conciencia fiscal se refieren a los gastos


militares o de defensa.

Ya a finales del siglo XII el obispo de Lincoln, basándose más en motivos políticos que
en religiosos, se negó a contribuir a las arcas de guerra del rey Ricardo para financiar
guerras con el extranjero, pues consideraba que no se debía obligar a financiar una
guerra “más allá de los mares”, aunque no se negaba a financiar los gastos militares
dentro de los límites de Inglaterra.

Pero va a ser a partir del siglo XVII cuando realmente aparezca al fenómeno de la
objeción de conciencia fiscal por gastos militares promovido sobre todo desde Iglesias
pacifistas minoritarias como los mennonitas y los cuáqueros (Sociedad de Amigos), los
cuales rechazan la guerra y toda colaboración directa o indirecta con ella.

Acercándonos al presente, junto a las Iglesias históricamente pacifistas otras, como la


Iglesia de los brethren (bautistas alemanes), abogan por la objeción fiscal a gastos
militares, bien recomendando como moralmente recta la objeción fiscal, bien dejando al
juicio de la conciencia del individuo la conveniencia de pagar o no impuestos en la
medida que con ellos se sufraga una política belicista. No obstante, junto a motivos
religiosos encontramos cada vez más motivos pacifistas de base secular en los que se
basa la objeción fiscal.

En Estados Unidos quizá el período de mayor esplendor de este fenómeno fue durante la
guerra del Vietnam (unos quinientos mil objetores no pagaron los impuestos federales
telefónicos que se debía satisfacer al Departamento de Defensa y unos veinte mil
aproximadamente otras clases de impuestos).

En Europa la objeción de conciencia fiscal no va a aparecer prácticamente hasta la


segunda mitad del siglo pasado. Durante los años ochenta en la mayoría de los países
democráticos los movimientos pacifistas comienzan a organizar campañas en su favor,
proponiendo destinos más útiles para las cantidades que de la cuota del impuesto se
estimaba iban a ir destinadas a gastos de defensa.

En España va a surgir en 1983 y a ello contribuyó la oposición de algunos grupos a la


integración de nuestro país en la OTAN, así como la aprobación de la Ley de dotaciones
presupuestarias para las inversiones y el sostenimiento de las fuerzas armadas.

Generalmente el tributo sobre el que opera esta objeción de conciencia fiscal es el


Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF), y la forma más común consiste
bien en detraer de la cuota líquida a pagar por dicho impuesto el porcentaje que del
presupuesto total del Estado se va a destinar cada año a gastos de defensa o militares
(objeción fiscal porcentual), o bien deducir de la cuota líquida una cantidad fija
independientemente del resultado de su declaración (objeción fiscal fija).
Para los objetores fiscales no tiene sentido que tengan derecho a no realizar el servicio
militar por motivos de conciencia y que en cambio estén obligados a financiar los gastos
militares. De esta forma, a juicio de los objetores, si la libertad de conciencia o la
religiosa justifica el incumplimiento del deber de prestar el servicio militar, de igual
forma deberían justificar el impago de impuestos que se emplean para la preparación de
un conflicto bélico, sea real o potencial.

Sin embargo, existen diferencias de este tipo de objeción con respecto a la objeción al
servicio militar que han hecho dudar a la doctrina sobre su posible consideración como
verdadera objeción de conciencia, y que están justificando en algunos casos su falta de
protección jurídica. En primer lugar, la remota relación entre el juicio de conciencia y la
norma que se incumple, en cuanto el enfrentamiento, como se ha señalado
anteriormente, no es entre la norma impositiva y la conciencia, sino entre ésta y el
destino que se da al impuesto (Llamazares). En segundo lugar, la obligación contraria a
la conciencia no es de carácter personal como el servicio militar, sino que se trata de
una prestación real, de dar no de hacer (Prieto). En tercer lugar, la inexistencia de una
relación real entre el hecho de pagar impuestos y la actividad militar (Olmos Ortega,
Puchades Navarro), junto a la dudosa eficacia para alcanzar los objetivos pretendidos
por el objetor, pues por el impago de parte de sus impuestos no disminuirá la cantidad
que de los presupuestos generales del Estado se destinará a gastos de defensa
(Venditti). A todo ello se ha añadido que la presencia de numerosos grupos pacifistas
detrás de estas clases de actitudes parece denotar externamente una mayor proximidad
a la desobediencia civil (Prieto), siendo ésta calificación o la de “protesta o contestación
fiscal” la que suelen dar los Estados a dichos comportamientos en un intento de evitar
su equiparación a la objeción de conciencia al servicio militar.

No obstante lo anterior, lo que realmente hay que tener en cuenta en estas actuaciones
es si efectivamente se originan por un conflicto con la libertad de conciencia del objetor,
ya que en esta materia no puede prescindirse del juicio de conciencia del objetor
(Navarro Valls, Martínez Torrón). La objeción de conciencia puede basarse en principios
políticos, pero las connotaciones políticas que puedan darse en estas manifestaciones no
tienen porqué desvirtuar la integridad moral del objetor. Tampoco tiene porqué hacerlo
la remota relación que se da entre la conciencia y la norma que se incumple, el objetor
no puede actuar de otra forma para no contrariar su conciencia, aunque este tipo de
relación nos deba llevar a hablar más bien de una objeción de conciencia indirecta.

Por otra parte, aunque no estemos ante una prestación personal como el servicio
militar, en la gran mayoría de los casos el juicio de conciencia establece un paralelismo
entre la cooperación directa y la cooperación indirecta a la defensa armada, que lleva a
identificar también a esta última como auténtico mal moral (Navarro Valls, Martínez
Torrón). Desde el punto de vista moral no existe diferencia alguna entre ir directamente
a la guerra y pagar para hacer posible que otros vayan. Para el objetor, en orden a la
cooperación con la guerra, es prácticamente lo mismo prepararse para ella y llevar las
armas (colaboración directa) que contribuir financieramente a que otros se preparen y
las lleven (colaboración indirecta).

Una vez comprobada la sinceridad de los imperativos de conciencia del individuo, la


protección jurídica de estos comportamientos dependerá de la existencia o no de otros
bienes jurídicos en conflicto que deban recibir un tratamiento preferente (Martínez
Torrón), es decir, si se dan o no razones de orden público que limiten el concreto
ejercicio de la libertad de conciencia.

Aunque la mayoría de los casos de objeción fiscal se refieren a los gastos militares,
también otro tipo de gastos públicos están motivando esta modalidad de objeción en
distintos países. Tal es el caso de los gastos destinados a sufragar los costes de las
prácticas abortivas en los centros públicos o la pena de muerte. La oposición a estos
actos da lugar a que el contribuyente se niegue al pago de la cuota del impuesto que
según sus cálculos se destina a financiar su práctica.
Ya se ha dicho que normalmente el objetor opera sobre el IRPF, pero también pudiera
hacerlo sobre otro impuesto. Por otra parte, se podría considerar como objeción fiscal la
negativa por motivos de conciencia al pago de tributos que en países con sistema de
iglesias de Estado se exigen para atender la financiación de la iglesia oficial. Esta
contribución puede dar lugar a un conflicto de conciencia en los individuos que no
perteneciendo a dichas iglesias están obligadas al pago del tributo, como ocurre en
algunos municipios suecos.

Aunque no totalmente equiparables a la objeción fiscal guardan con ella cierta similitud
los supuestos de objeción a la aseguración obligatoria o al pago de cuotas sindicales. La
primera de estas objeciones la suelen ejercer los miembros de determinas confesiones
religiosas (Dutch Reformed Church en Holanda; Chistian Sciencie y Amish en EEUU),
pues entienden que ciertos textos bíblicos prohíben esas prácticas al establecer que los
cristianos deben atender por sí mismos a las necesidades de ancianos y necesitados y
no un organismo estatal. Por lo que se refiere a la objeción al pago de cuotas sindicales,
procede principalmente de la Iglesia Adventistas del Séptimo Día que prohíbe la
afiliación o contribución de sus miembros a organizaciones sindicales al considerarlas
contrarias al mandato evangélico del amor al prójimo ya que promueven huelgas,
piquetes, etc.

2. La objeción de conciencia fiscal en el Derecho comparado

2.1. Objeción de conciencia fiscal relativa a gastos militares

En ninguno de los países donde se viene planteando la objeción fiscal a gastos militares
o de defensa, -siendo EEUU e Italia donde quizás ha alcanzado mayor amplitud-, se
admite este tipo de objeción en el ámbito legislativo.

Además de los países mencionados, en otros como Alemania, Bélgica, Holanda, el Reino
Unido, Australia y Canadá, en los cuales se reconoce la objeción al servicio militar, se ha
intentado legalizar la objeción fiscal a través de la presentación de proyectos de ley por
parte de representantes parlamentarios, sin que ninguno de ellos haya prosperado.

Por lo general en todas estas propuestas se ataca la obsesión de los dirigentes políticos
por mantener el modelo de defensa vigente, el cual tiene un alto porcentaje de
participación en los presupuestos generales de cada Estado, presentándose la objeción
fiscal como un paso más hacia el ejercicio del derecho del individuo a la no colaboración
con la defensa armada. Los cauces legales que prevén, a través de los cuales el
contribuyente objetor ejercería su opción, conllevan además de las correspondientes
leyes de objeción, una reforma de la normativa de los impuesto a través de los cuales
se plasma su ejercicio, así como de las leyes presupuestarias y tributarias. Por último,
en todos los proyectos es común la mención del destino de los recursos monetarios
procedentes del ejercicio de la objeción fiscal.

Por lo que se refiere a la jurisprudencia, ésta ha sido prácticamente unánime en el


sentido de no admitir las pretensiones de los objetores fiscales.

En el ámbito jurisprudencial estadounidense se han dado dos formas de objeción fiscal:


una se refiere al método de recaudación, oponiéndose los objetores a la forma de
retención en el salario por parte de sus empresarios, por entender que impide la
manifestación abierta de sus convicciones antibelicistas; en la segunda modalidad la
oposición se refiere directamente a los tributos en la medida que parte de los mismos se
dirige a financiar gastos militares, solicitándose la deducción proporcional a la cantidad
que en los presupuestos federales se destina a tales gastos.

Los tribunales estadounidenses en ningún caso han admitido la objeción fiscal. En


ciertas ocasiones han negado la legitimación de los recurrentes para presentar las
demandas y al entrar en el fondo de la cuestión han concluido que la ley impositiva no
vulneran la libertad religiosa del contribuyente, pues en materia religiosa es una ley
neutral (“Corte de Apelación Federal”, caso Everson v. Board of Education 1947;“Corte
de Apelación Federal”, caso First v. Commissionner of Internal Revenue 1976, en el que
se solicita una deducción de los impuestos satisfechos, en virtud de la oposición moral,
ética y religiosa del demandante a la participación indirecta en cualquier guerra y, en
concreto, en la financiación del conflicto de Vietnam). En otros casos se ha señalado que
el mantenimiento y la viabilidad del sistema fiscal son de tal importancia para el Estado
que justifica un incidental gravamen en la libertad individual (“Corte de Apelación
Federal”, caso Collett v. United State 1985, en el que un matrimonio pretende que se le
reconozca su derecho a la objeción fiscal y se declare la inconstitucionalidad de la
norma conforme a la cual se le impuso una multa por disminuir en su declaración de
impuestos el equivalente a los gastos militares previstos en el presupuesto federal).
También se han denegado las pretensiones de los objetores ratificando el principio de
que corresponde al Congreso la determinación de los gastos e ingresos federales y no al
contribuyente (“Corte de Apelación Federal”, caso Lull v. Commissionner of Internal
Revenue 1979, en el que se pretende el reconocimiento del derecho a deducción en el
pago del impuesto de la renta, ofreciendo la posibilidad de pagar un impuesto
alternativo a alguna entidad de beneficencia; caso Susan Jo Russell, 60 T.C. 942,
1973).

Más recientemente (caso Unitate State v. McKee 2007) varios miembros de la secta
religiosa pacifista Reformed Israel of Yaweh fueron condenados por dejar de pagar las
tasas correspondientes a ellos y a sus empleados por estar en contra de que parte de lo
que pagan se destine a financiar la guerra.

La Corte Constitucional italiana, en sentencia nº 65 de 16 de febrero de 1993, no


reconoció el derecho a la objeción de conciencia fiscal a los gastos de defensa solicitado.
Para el Alto Tribunal el principal obstáculo se encuentra en los principios generales
presupuestarios, que determinan que corresponde al Parlamento y no a los ciudadanos
decidir los criterios de repartición del gasto público. En otras ocasiones la Corte
Constitucional ha declarado manifiestamente inadmisibles los recursos en que se le
pedía pronunciarse sobre la legitimidad constitucional de diversas normas tributarias en
cuanto no contemplan la objeción fiscal a la cuota de gasto público destinada a la
defensa armada (sentencia nº 389 de 31 de julio de 1990, sentencia nº 447 de 9 de
diciembre de 1990). Sin embargo, ante la publicación de documentos en los que se
invitaba a los ciudadanos a practicar la objeción fiscal a gastos militares la
jurisprudencia no ha exigido responsabilidad penal por causa de instigación a la
desobediencia a las leyes de orden público prevista en el artículo 415 del Código penal
italiano (sentencia del Tribunal de Sondrio de 11 de febrero de 1983, confirmada por el
Tribunal de apelación de Milán en sentencia de 8 de noviembre de 1983).

Tampoco los casos de objeción fiscal a gastos militares que han conocido los órganos
supranacionales han sido reconocidos. En 1991, el Comité de Derechos Humanos de la
ONU, ante la pretensión de una ciudadana canadiense miembro de la Sociedad de
Amigos (cuáquero) de obtener declaración de violación de su derecho a la libertad de
conciencia por el hecho de que la legislación fiscal de su país establece que un
porcentaje de impuestos se dedique a los gastos de defensa, -pues sus convicciones
religiosas no le permite participar en modo alguno en el sistema de defensa de un país-,
determinó que el rechazo a pagar impuestos por objeción de conciencia a gastos
militares no es un derecho comprendido en el artículo 18 del Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos (derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de
religión) (Caso J.P.v. Canadá, 7-11-1991).

En el marco de las decisiones de la Comisión Europea de Derechos Humanos también se


ha negado la objeción fiscal a gastos militares. En 1983 juzgó el caso de un cuáquero
que motivaba en razones de conciencia su negativa al pago del 40% del IRPF, al ser el
porcentaje que estimaba que el gobierno británico destinaba a gastos de defensa,
manifestando que estaba dispuesto a entregar dicha cantidad si se le aseguraba que
sería invertida en fines pacifistas. La Comisión falló en contra del demandante sentando
como doctrina que la obligación de pagar impuestos es una obligación de orden general
estrictamente neutral que no tiene incidencia alguna en el plano de la conciencia,
puesto que el contribuyente no puede influir o determinar el destino de su aportación
una vez que ésta ha sido realizada (Decisión sobre admisibilidad de recurso
10358/1983, de 15 de diciembre).

2.2. Objeción de conciencia fiscal relativa a la financiación de abortos

Tampoco la objeción fiscal a la financiación de abortos está admitida ni en el ámbito


legislativo ni en el jurisprudencial. Se conoce alguna admisión a nivel administrativo,
pero cuando estos casos llegan a la vía judicial son rechazados.

Los tribunales estadounidenses por lo general no han admitido estos supuestos sobre la
base de la prevalencia de la norma tributaria frente a la libertad religiosa ya que no se
produce una restricción directa de dicha libertad que pudiera plantear un problema de
constitucionalidad de la norma. En el “caso Erzniger v. Regents of the University of
California, 1980” ante el TS de California, en el que un grupo de estudiantes de la
Universidad se negaron a pagar una parte de las tasas de ingreso aduciendo que tales
fondos se destinaban a sufragar los gastos de abortos de sus compañeras, el TS estimó
que tales cuotas no contradecían la libertad religiosa y que la Universidad tenía un
interés legítimo en la salud de los estudiantes, lo cual la legitimaba para exigir dichas
tasas. En el “caso McKee v. Country of Ramsey, 1982” ante el TS de Minnesota, en el
que una familia de contribuyentes sostenía que se vulneraba su libertad religiosa por
obligarles al pagar la totalidad del Impuesto sobre el Patrimonio al dedicarse parte de su
recaudación a actividades, tales como la esterilización o el aborto, contrarias a su
conciencia, el Tribunal se remitió a los precedentes relativos a la neutralidad estatal y a
la constitucionalidad de la norma tributaria frente a la libertad religiosa. Y en el “caso Di
Carlo v. Commissioner of Internal Revenue, 1992, ente la US Tax Court, en el que un
contribuyente se declara “religious objetor” ya que sus creencias religiosas le excusan
del pago de impuestos que se dedican por el Estado a actividades inmorales contrarias a
su conciencia como el aborto, la Corte afirmó que sólo la restricción directa de la
libertad religiosa plantea un problema de constitucionalidad de la norma jurídica, que no
existe distinción entre el objetor fiscal y el que protesta contra los impuestos por
motivos políticos o de conveniencia, añadiendo que si se permitiera que cada confesión
religiosa rechazara una partida del sistema fiscal, tal sistema no podría subsistir.

En Canadá, en 2010, un católico fue condenado con pena de prisión por el impago de
multas impuestas por dejar de pagar tasas al estar en contra de que el destino de las
mismas fuera la financiación de abortos.

También la jurisprudencia italiana ha rechazado la demanda de contribuyentes que


omitieron el pago de la parte del IRPF que según sus cálculos se destinaba a la
financiación pública de abortos, destinándola a una asociación pro-vida.

En Francia, en cambio, algunos contribuyentes han visto aceptadas en vía


administrativa sus pretensiones de deducción de las cantidades destinadas a financiar
abortos. En este sentido, la Jefatura de Servicios Fiscales de Aix-Provence concedió, en
mayo de 1990, una desgravación simbólica a una contribuyente que objetaba
fiscalmente a los gastos destinados a financiar prácticas abortivas. No obstante, cuando
estas objeciones se han planteado en vía judicial han sido rechazadas. En la sentencia
de 13 de diciembre de la Sala de lo Social de la Corte de Casación, (caso Collet v. Ulsaft
du Bas-Rhin), en la que el demandante reclama el reembolso de sus cotizaciones a la
Seguridad Social, toda vez que ésta financia el aborto, lo cual va en contra de sus
convicciones, la Corte estableció que los asegurados deben cumplir con el pago de sus
cuotas, cualquiera que sea su afectación, y que no es posible que la recaudación pueda
atentar contra las convicciones personales, la libertad de pensamiento o la libertad de
conciencia.
La Comisión Europea de Derechos Humanos tampoco ha reconocido el derecho a la
objeción de conciencia fiscal a la financiación de abortos. En 1989 juzgó el caso de un
ciudadano francés que exigía una reducción en su cuota del IRPF en la proporción de los
gastos estatales dirigidos a subvencionar la realización de abortos considerados legales,
cubiertos por la Seguridad Social desde 1982. La Comisión, al igual que en el caso
comentado de objeción fiscal a gastos militares, señaló que la obligación de pagar
impuestos es obligación de orden general estrictamente neutral que no tiene ninguna
incidencia precisa en el plano de la conciencia (Decisión sobre admisibilidad de recurso
14049/88, de 4 de septiembre de 1989).

El argumento anterior, utilizado tanto por la Comisión en varias ocasiones como por
algunos tribunales nacionales, no se puede calificar de exacto, pues una cosa es que no
se deba admitir, por razones de orden público, una disminución de impuestos o un
cambio de afectación, decidiendo el ciudadano el destino de los impuestos que paga, y
otra bien distinta es que la judicatura decida qué es lo que tiene, o no tiene, incidencia
precisa en la conciencia. Esto sólo puede decidirlo la persona individual, sin que el poder
judicial o administrativo tenga competencia alguna al respecto, puesto que se estaría
produciendo una recusable suplantación y una evidente confusión de planos (Navarro
Valls, Martínez Torrón).

2.3. Objeción de conciencia a impuestos destinados a iglesias oficiales

Ya se ha señalado que la obligación de pagar impuestos destinados a financiar los


gastos de iglesias oficiales puede originar la objeción al mismo, por motivos de
conciencia, de personas que no pertenecen a estas iglesias. Sólo se conoce un caso que
ha llegado al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, si bien en él el demandante no
alega estrictamente motivos de conciencia, simplemente su no pertenencia a la iglesia a
la que iba destinado el impuesto. Aún así es conveniente su comentario por guardar
cierta conexión con la objeción fiscal. Se trata del caso Darby en el que demandante se
niega a pagar un impuesto municipal específicamente destinado a la Iglesia oficial
sueca. Darby era un ciudadano finlandés que trabajaba en una ciudad de Suecia
(Gävle), pero no era residente. A partir de una reforma legislativa de 1978 era
considerado, a efectos fiscales, como domiciliado en Suecia aunque no tuviese la
condición de residente, por lo que estaba obligado al pago de todos los impuestos
municipales, incluido el impuesto eclesiástico. La ley sueca preveía una reducción de
este tributo al 30 % cuando el contribuyente no perteneciera a la Iglesia sueca, siempre
que fuera residente. Éste era el porcentaje que se estimaba equivalente al de los
presupuestos parroquiales que la Iglesia sueca debía destinar a fines estrictamente
civiles de los que se beneficiaban todos los ciudadanos y no solamente sus fieles, sin
que a su pago se opusiese Darby. Sin embargo de esta reducción no podía beneficiarse
el demandante, pues aunque no pertenecía a la iglesia oficial no era residente.

La Comisión Europea de Derechos Humanos dictaminó que existía una interferencia en


la libertad religiosa (artículo 9 del Convenio europeo), ya que se obligaba a una persona
a colaborar con una iglesia a la que no pertenecía, además de una infracción del
principio de igualdad del artículo 14 en relación con el 9, ya que la distinción entre
residente y no residente no constituía una justificación suficientemente razonable para
legitimar la diferencia de trato jurídico respecto a la reducción del impuesto eclesiástico
municipal (Decisión sobre admisibilidad de recurso 11581/85, de 11 de abril de 1988).

El Tribunal, en cambio, admitió la pretensión del demandante en base al derecho al


respeto de la propiedad privada (artículo 1 del protocolo I del Convenio) en conexión
con el principio de igualdad (artículo 14), al entender que la obligación de residencia
para beneficiarse de la reducción en el impuesto eclesiástico no perseguía un fin
legítimo, eludiendo su enjuiciamiento desde la perspectiva de la libertad religiosa
(artículo 9). Estimó que al haberse producido una violación del derecho a la propiedad
privada resultaba ya innecesario abordar las cuestiones relativas a la libertad y
discriminación en materia religiosa (Sentencia de 23 de octubre de 1990).
Este caso revela una cierta proclividad del Tribunal a elegir la vía más fácil para resolver
los conflictos, y a evitar espinosos problemas de interpretación del Convenio europeo en
materia de libertad religiosa, tal vez por un deseo de extremar el respeto a los diversos
modos en que los países miembros del Consejo enfocan el tratamiento jurídico de la
cuestión religiosa (Martínez Torrón).

2.4. Objeción de conciencia a los sistemas de aseguración obligatoria

Por lo que se refiere a la objeción a los sistemas de aseguración obligatoria, como es la


Seguridad Social, en algunos países como EEUU dicho sistema forma parte del sistema
tributario, a diferencia de lo que ocurre en España donde sólo se asemeja al mismo
formalmente (Palomino). Por ello en aquellos casos la objeción a dicho sistema se
podría equiparar a la objeción de conciencia fiscal.

En EEUU se contempla la exención de la ley al impuesto de la seguridad social para los


objetores fiscales por motivos religiosos que sean trabajadores autónomos, pero no
para los trabajadores por cuenta ajena, siendo en estos casos donde surge el problema.
La jurisprudencia norteamericana ha admitido que el sistema de Seguridad Social puede
vulnerar la libertad religiosa de los miembros de determinadas comunidades religiosas,
como la Christian Science y Amish, pero ha rechazado el reconocimiento de estas
manifestaciones sobre la base de la vitalidad del sistema fiscal el cual no podría
funcionar si cualquier confesión pudiese desafiarlo porque las tasas fueran dedicadas a
un fin que quebranta sus creencias religiosas y que el pago de estas cuotas se considera
necesario para cumplir un prevalente interés estatal, negando que el tratamiento
favorable que se otorga a los trabajadores autónomos en relación al rechazo en
conciencia a la aseguración pública o privada, pueda libremente extenderse a los
trabajadores por cuenta ajena sobre la única base de la libertad religiosa y sin una
intervención del legislador (caso USA v. Lee, 1982, en el que un empresario miembro de
la comunidad de los Amish se niega a practicar las retenciones fiscales sobre el salario
de sus empleados -pertenecientes a la misma confesión- establecidas en la ley de la
Seguridad Social, así como a cumplir él mismo con las obligaciones que de este tipo se
imponen a los empresarios; caso Hansen v. Department of Treasury, 2007, en el que un
miembro de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días pretendía hacer
extensiva a su situación particular la exención prevista por la norma para determinados
colectivos religiosos).

En Holanda, en el ámbito legislativo, se ha previsto la posibilidad de objeción de


conciencia a determinados tipos de aseguración obligatoria como la seguridad social y la
aseguración de los automóviles por daños a terceros, exigiéndose a cambio, de manera
inflexible, el pago de una cantidad sustitutoria de la misma cuantía. De esta forma se
intenta hacer compatible la libertad religiosa con el principio de igualdad, al tiempo que
se evitan alegaciones de conciencia fraudulentas. La exención está condicionada a que
se pruebe la objeción de conciencia a todas las formas de aseguración obligatoria, sin
que se admita la objeción selectiva o parcial (Navarro Valls, Martínez Torrón).

Aún así se han dado casos en los que los objetores se han negado al pago de la cuota
sustitutoria, algunos de los cuales han sido juzgados por la Comisión Europea de
Derechos Humanos.

En uno de ellos (Decisión de admisibilidad de recurso 1497/62, de 14 de diciembre de


1962) un pastor de la Durch Reformed Church se negó a pagar la contribución al
sistema de pensiones para la vejez por ir en contra de sus convicciones religiosas, así
como al pago del impuesto sustitutorio de la misma cuantía por estimar el demandante
que equivalía a una confiscación de la propiedad privada puesto que se veía obligado a
satisfacer una tasa alternativa sin percibir beneficio alguno. La Comisión estableció que
el tributo alternativo estaba legitimado por el interés público, en cuanto pretendía evitar
la evasión fiscal y tratar a todos los ciudadanos de acuerdo con el principio de igualdad.
Otra resolución (Decisión de admisibilidad de recurso 2988/66, de 31 de mayo de 1967)
se refiere a un granjero holandés que por motivos religiosos se declaraba contrario al
pago de cualquier tipo de aseguración y por tanto al seguro de automóviles por
responsabilidad frente a terceros, pero también a la prestación sustitutoria por estimar
que cubría los mismos riesgos que el seguro obligatorio. La Comisión estimó que la
finalidad del seguro era salvaguardar los derechos de terceras personas que pudieran
ser víctimas de un accidente, por lo que la obligatoriedad del sistema quedaba
legitimada por la protección de los derechos y libertades de los demás.

2.5 Objeción de conciencia al pago de cuotas sindicales

Ya se ha indicado que la negativa por motivos de conciencia al abono de cuotas


sindicales es un comportamiento propio de los Adventistas del Séptimo Día, que en
cierta forma está conectado con manifestaciones de objeción de conciencia fiscal, en la
medida en que trata de la oposición a un pago obligatorio porque el destino que al
mismo se le va a dar es contrario a la conciencia de quien lo tiene que realizar.

La jurisprudencia norteamericana ha sido bastante favorable a los mismos, y se ha


llegado a dar cobertura primero a nivel jurisprudencial y posteriormente en la
legislación. Así, se ha llevado a cabo una reforma en la ley laboral tanto en EEUU como
en Canadá, permitiendo a los objetores abonar una cuota sustitutoria.

En la primera sentencia favorable a estas manifestaciones (“Corte Federal de


Apelación”, caso Cooper v. General Dynamics, 1976) miembros de la Iglesia Adventistas
del Séptimo Día demandaron al sindicato y a su empresario por exigirles el pago de la
cuota sindical como condición de permanencia en el puesto de trabajo. Los objetores
ofrecieron la posibilidad de contribuir con el pago de una cantidad igual a la exigida por
el sindicato a una organización de beneficencia aconfesional, para así evitar la posible
discriminación que podría causar la exención. La Corte Federal de Apelación decidió que
debía intentarse una acomodación razonable a las creencias religiosas o morales de los
objetores, en la línea de entregar el dinero a una institución benéfica. En este sentido
resolvió la jurisprudencia posterior (casos Burns v. Southern Pacific Transportation,
1978 y Mc. Daniel v. Essex Internacional, 1978), lo cual llevó a una reforma legislativa,
adoptando el pago de una cuota sustitutoria como una solución estándar en aplicación
de la llamada doctrina de la reasonable accommodation.

En el Estado de Ohio (caso Katter v. Ohio Employment Relations Board, 2007) se


planteó un problema con una profesora que llevaba contratada desde 1986 en una
escuela y que por sus convicciones religiosas se negaba a pagar la cuota sindical puesto
que parte de la contribución se destinaba a financiar abortos. En 2005, tras la
negociación de un nuevo convenio colectivo se le exige la afiliación sindical y el pago de
los gastos de negociación colectiva. En el Estado de Ohio se permite el pago de una
cuota sustitutoria a entidades no confesionales y no lucrativas para objetores
pertenecientes a grupos religiosos que históricamente han rechazado el pago de cuotas
sindicales. Katter pretendió el pago de esa cuota alternativa, sin embargo la agencia
estatal de relaciones laborales rechazó su petición por no poder demostrar que su
Iglesia históricamente ha mantenido esa oposición. Esta decisión es recurrida por
entenderla discriminatoria y el tribunal conocedor del caso entendió que es inadmisible
una diferenciación de confesiones religiosas frente a un beneficio legal, salvo que exista
un interés estatal superior que lo justifique (Palomino).

En Europa, en concreto en el Reino Unido donde la sindicación es obligatoria como


condición de empleo, se ha adoptado una solución similar. Así la “Industrial Relations
Act” de 1971 reconoce el derecho a no sindicarse pero cumpliendo con el deber de
contribuir al sindicato de forma alternativa mediante un pago a instituciones benéficas.
Posteriormente, en 1974, se restringió dicha exención a favor exclusivamente de los
objetores de conciencia por motivos religiosos, lo cual trasladó el problema a definir el
concepto de religión que debía emplearse en la aplicación de la ley.
La Comisión Europea de Derechos Humanos se ha mostrado en estos casos favorable a
los objetores. En el caso Chauhan (Decisión de admisión 11518/85 de 12 de julio de
1988) el demandante, hindú ortodoxo miembro de la comunidad Radhaswami, fue
despedido de la Ford Motor Company porque al llegar al “tercer nivel” de su religión
(que le exigía un completo rechazo de la violencia y un compromiso con la verdad y con
la libertad respecto de toda clase de coacción extra-jurídica), se negó a pagar la cuota
sindical aunque el convenio colectivo de la empresa imponía como condición del
contrato laboral la afiliación a un sindicato británico, sin que la empresa admitiese la
propuesta del trabajador de dedicar esa cantidad a actividades benéficas. Aunque la ley
británica prevé la ilegitimidad del despido en estas circunstancias cuando la actitud del
trabajador está fundada en razones de conciencia, los tribunales declararon el despido
procedente al estimar que el demandante no había probado suficientemente la
existencia de una verdadera objeción de conciencia. A consecuencia de los esfuerzos de
la Comisión como órgano de mediación y conciliación, se consiguió que el Gobierno
británico otorgara una indemnización al trabajador por los perjuicios que le había
ocasionado el despido (Dictamen de la Comisión 11518/85, de 16 de mayo de 1990).

3. La objeción de conciencia fiscal en España

Como se dijo, los primeros casos de objeción de conciencia fiscal en España surgieron
en 1983. Se trataron de objeciones a gastos militares y desde entonces han ido en
aumento, sobre todo en el marco de asociaciones pacifistas de ámbito autonómico. Y es
la modalidad que más se ha planteado en nuestro país, aunque también se vienen
promoviendo desde distintas asociaciones la objeción de conciencia fiscal a gastos
destinados al aborto, y recientemente lo que denominan la objeción fiscal a los gastos
religiosos, como veremos seguidamente.

Por lo que se refiere al reconocimiento de la objeción de conciencia fiscal en España, en


el ámbito legislativo no se recoge cláusula de conciencia en materia tributaria. No se
reconocen exenciones en el pago de tributos por motivos de conciencia, y entre las
posibles deducciones a realizar en la cuota de un impuesto y en concreto en la cuota del
IRPF, no se recogen deducciones por razones de conciencia que permitan deducir una
cantidad fija o el porcentaje que el Estado destina a gastos de defensa nacional o a
otras actividades que puedan estar en conflicto con la conciencia del contribuyente.
Tampoco la normativa reguladora del sistema de la Seguridad Social prevé excepción
alguna a dicho sistema por motivos de conciencia. Tan sólo está regulada la posibilidad
de que el contribuyente destine un porcentaje (el 0,7%) de su cuota íntegra del IRPF a
la Iglesia Católica o a otros fines de interés social, o a ambos.

Es precisamente esta posibilidad que se le brinda al contribuyente de poder realizar una


aportación económica a la Iglesia Católica a través del IRPF, la que ha llevado a que
desde alguna asociación contraria a este sistema, pues entienden que es dinero que
deja de ingresar el Estado para destinarlo a educación o sanidad, se promueva la
“objeción fiscal a los gastos religiosos”. En este sentido proponen que el resultado de
aplicar el 0,7% a la cuota íntegra del contribuyente se detraiga del total a ingresar a
Hacienda y se done a una asociación que defienda la libertad de conciencia y la
separación del Estado y la Iglesia, comunicándolo a la Administración tributaria. No
obstante, esta modalidad de objeción fiscal tampoco está prevista legalmente.

Por otra parte, no se ha presentado ninguna propuesta de ley de objeción fiscal en


general.

Esta falta de regulación ha llevado a que algunos casos de objeción de conciencia fiscal
en derecho español se hayan planteado en el ámbito judicial, y todos ellos son por
objeción de conciencia a gastos militares. Varios han sido resueltos por tribunales
inferiores, solamente uno ha llegado al Tribunal Supremo y dos casos ha conocido el
Tribunal Constitucional. Todos han sido rechazados, siguiéndose básicamente la doctrina
establecida por el Tribunal Constitucional en su sentencia 160/1987, de 27 de octubre.
La situación es muy similar en todos ellos: se trata de contribuyentes que disconformes
con su contribución a los gastos de defensa deducen de la cuota líquida del IRPF el
porcentaje correspondiente a dichos gastos, ingresando esa cantidad a favor de
instituciones de interés social. Normalmente los objetores alegan motivos de conciencia
y/o de libertad ideológica y religiosa, amparándose en los artículos 30.2 y 16.1 de la
Constitución española.

La sentencia de la Audiencia Territorial de Bilbao de 29 de agosto de 1987 determinó


que “las convicciones morales y religiosas personales... deben ceder ante las normas
correspondientes de aceptación general”, e inadmitió la pretensión del objetor.

También la sentencia de la Audiencia Territorial de Zaragoza de 9 de enero de 1988


resolvió en contra del demandante, señalando en primer lugar que en las deducciones
en la cuota que están reguladas en la Ley y en el Reglamento del IRPF no se encuentra
mención alguna a razones de objeción de conciencia a la realización de gastos
destinados a Defensa; en segundo lugar se remite a la doctrina del Constitucional según
la cual la objeción de conciencia constituye una excepción al cumplimiento de un deber
general, no siendo suficiente los motivos de conciencia para liberar a los ciudadanos de
deberes constitucionales o subconstitucionales, aunque se pueda admitir
excepcionalmente respecto a un deber concreto, que es lo que hace la Constitución
española en el artículo 30 respecto al deber de prestar el servicio militar; añadiendo,
por último, que se trata de un problema estrictamente político, cuya resolución
corresponde a las Cortes Generales.

Por su parte el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, en sentencia


de 29 de mayo de 1989, señaló que la objeción de conciencia exige para su realización
la eficaz declaración en cada caso, la delimitación de su contenido y la existencia de un
procedimiento regulado por el legislador, sin que sin dicha interpositio legislatoria sea
posible el reconocimiento del derecho de la recurrente por vía interpretativa de los
preceptos constitucionales. Añade que la alegación de una convicción personal no
autoriza a deducir el quantum de la contribución a la vista de la asignación
presupuestaria a las diferentes partidas del gasto público, elaborada por el Gobierno y
aprobada por las Cortes como representantes del pueblo español, siendo éstas las
titulares de la potestad legislativa del Estado, únicas competentes, por ende, para
eximir, excepcionalmente y mediante el adecuado procedimiento, de la obligación
constitucional establecida en el artículo 31.

En el caso que ha llegado al Tribunal Supremo, (sentencia de 11 de mayo de 1988), se


procedió a desestimar el recurso de apelación considerando acertados los
razonamientos de la sentencia apelada. Dicha sentencia se fundamenta en primer lugar
en que la convicción subjetiva de no contribuir a la financiación de gastos militares no
es subsumible en el ámbito de la objeción de conciencia al servicio militar que la
Constitución ampara; en segundo lugar señala que, como se ha venido declarando
jurisprudencialmente, todo derecho, y entre ellos los de carácter fundamental, no son
absolutos, viniendo cada uno limitado o afectado por su aplicación al resto de los
ciudadanos y por la concurrencia, en su caso, del resto de la normativa aplicable.

También los dos únicos asuntos que ha conocido el Tribunal Constitucional han sido
desestimados. En la providencia de 28 de junio de 1990, siguiendo la doctrina ya
establecida en otras sentencias, el Tribunal determinó que sin un reconocimiento legal
de la objeción fiscal, la libertad ideológica o de conciencia no son suficientes para eximir
del cumplimiento de un deber general como el de contribuir al sostenimiento del gasto
público (art. 31 C.E ), ni para adoptar fórmulas alternativas a este deber que, en
definitiva, comportarían no sólo la atribución al recurrente de la facultad de
autodisponer de una parte de la cuota tributaria, sino también la vulneración de la
competencia de las Cortes Generales para la aprobación de los Presupuestos Generales
del Estado (art. 134.1 C.E ); y en fin, la quiebra del principio de no afectación
proclamado en diferentes preceptos de nuestro vigente Ordenamiento jurídico. En el
auto del TC de 1 de marzo de 1993 se inadmitía igualmente el recurso en base a tres
argumentos: en primer lugar que la objeción de conciencia no es un derecho
fundamental sino una excepción al cumplimiento de un deber general; en segundo lugar
que en cuanto excepción particular, no cabe extender su contenido a cualquier
modalidad de objeción de conciencia o reparo ideológico; y en tercer lugar que la
libertad ideológica no cubre la posibilidad de excepcionar el deber general de contribuir
porque, de lo contrario, se atribuiría a cada contribuyente la facultad de diseñar o
autodisponer de parte de la deuda tributaria según su ideología , lo cual va contra la
configuración constitucional del artículo 134.1 de la Constitución.

Los argumentos anteriores también fueron los esgrimidos por el Tribunal Superior de
Justicia de Cantabria en sentencia de 2 de abril de 2007 para desestimar el recurso
planeado.

Tal vez la inadmisión por los tribunales españoles de la objeción fiscal a gastos militares
se trate de una actitud preventiva ante el temor de que se termine planteando objeción
a todas las partidas presupuestarias, con el consiguiente derrumbamiento de nuestros
sistemas presupuestario y tributario. Sea como fuere no se puede dejar de hacer
algunos cometarios a los anteriores argumentos jurisprudenciales.

En primer lugar, aunque los tribunales españoles no hayan admitido estos


comportamientos, no han negado, como sí lo hizo la Comisión Europea de Derechos
Humanos, que la obligación de pagar tributos pueda tener incidencia en el plano de la
conciencia, es más, no parece que hayan puesto en duda la existencia de un conflicto de
conciencia en los casos que han conocido. Cuestión distinta es que es que se produzca
una colisión con otros bienes o intereses públicos que impida la protección de las
actuaciones del contribuyente conforme a su conciencia.

En segundo lugar, respecto a la afirmación jurisprudencial según la cual sin un


reconocimiento legal de la objeción fiscal el derecho a la libertad de conciencia no sería
suficiente para eximir del deber de contribuir al sostenimiento del gasto público, ésta
parece contradecir lo manifestado en la STC 53/1985 en relación con la objeción de
conciencia al aborto, en la cual se hace referencia a la objeción de conciencia en general
como algo invocable al amparo del artículo 16.1 de la Constitución con independencia
de que se haya dictado regulación, lo cual ha permitido y está permitiendo salvaguardar
la objeción de conciencia a prácticas abortivas que puedan invocar los facultativos, sin
que esté reconocida expresamente en el ordenamiento jurídico español (Navarro Valls,
Martínez Torrón).

Ciertamente hay una aparente contradicción, pero también hay que tener en cuenta que
no todas las objeciones de conciencia permiten el mismo tratamiento jurídico. Con el
ejercicio de la objeción fiscal ante el sistema actual se están vulnerando determinadas
normas, lo cual no ocurre en el ejercicio de otros tipos de objeción de conciencia, y ello
puede impedir su directa protección judicial. En el caso que nos ocupa se contravienen
principios presupuestarios, como el de no afectación impositiva, correspondiendo
exclusivamente a las Cortes Generales la disposición sobre los ingresos tributarios, e
igualmente se contravienen normas tributarias. Por ejemplo, si se hubiera admitido en
vía judicial la objeción fiscal a modo de exención por motivos de conciencia se estaría
incumpliendo la reserva de ley en materia de exenciones (artículo 8, d) de la Ley
58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria ), y no está permitido extender el
ámbito de las exenciones más allá de sus términos estricto (artículo 14 LGT ); o si se
admitiese a modo de deducción por donativos, el objetor estaría deduciendo el 100%
del valor del donativo en la cuota a ingresar, cuando el porcentaje que está permitido
deducir a las personas físicas por donaciones a entidades sin fines de lucro es solamente
una parte del valor de la donación, por tanto en la práctica se estaría produciendo una
defraudación fiscal, aunque en la teoría no se pueda conceptuar sin más como tal
porque el objetor no se niega a pagar y no obtiene lucro personal.

Por otra parte, se ha señalado que no es suficiente con hacer referencia al principio de
no afectación impositiva, sino que la cuestión fundamental en orden a la procedencia de
protección jurídica de estas actuaciones está en determinar si el pago de los impuestos
puede verse como una cooperación necesaria para la guerra o la preparación de la
misma, es decir, si existe relación real entre el hecho de pagar impuestos y las
actividades militares. En tal caso, si cabe la exención al deber de prestar el servicio
militar, con igual razón cabe la excepción al deber de contribuir. Si no se puede
encontrar una relación directa entre el hecho de pagar impuestos y las actividades
militares, entonces la protección de la objeción fiscal no tendrá justificación (Olmos
Ortega, Puchades Navarro).

Lo cierto es que en el marco de las modernas haciendas estatales no parece que se


pueda encontrar esa relación directa: 1º. No existen impuestos finalistas, establecidos
para financiar ciertos gastos. 2º. No se pagan impuestos a cambio de unos servicios
públicos. Los impuestos son tributos sin contraprestación. Se pagan en virtud del
principio de capacidad de pago, -porque se tiene capacidad económica-,
independientemente de los bienes públicos que pueda suministrar el Estado, y no en
virtud del principio del beneficio, -del beneficio que se perciba de la actuación pública-
3º. Se ha abandonado la regla del equilibrio presupuestario, los gastos no se financian
exclusivamente con impuestos, los gastos se financian con tributos, deuda e incremento
de la masa monetaria, y el recurso en mayor o en menor medida a cada uno de estos
medios de financiación del gasto estará en función de la consecución de los objetivos de
política económica general (asignación de recursos, redistribución de la renta,
estabilidad económica y fomento del crecimiento y desarrollo económico). 4º. El
volumen de tributos recaudados no va a determinar los bienes y servicios públicos que
va a suministrar el Estado. Los gastos militares se deciden con absoluta independencia
de la recaudación tributaria. 5º. A todo ello hay que añadir que el IRPF, que es el que
generalmente se elige para objetar, es el menos indicado para hacerlo, pues al tratarse
de un impuesto progresivo es el que en mayor medida contribuye al objetivo de
redistribución de la renta.

Teniendo en cuenta estas nociones generales no es posible encontrar claramente una


relación directa entre el pago del IRPF, en cuanto figura tributaria más utilizada para el
ejercicio de la llamada objeción fiscal, y los gastos militares.

Con todo ello se llega a que con los sistemas presupuestario y tributario vigentes y ante
el funcionamiento de la hacienda estatal no parece que sea posible reconocer la
objeción de conciencia fiscal; se produce una conflicto entre dos intereses públicos, la
protección por parte del Estado de la libertad de conciencia de sus ciudadanos y la
protección del mantenimiento y viabilidad de los sistemas mencionados, primando este
segundo en aras a la seguridad pública entendida en sentido amplio.

No obstante lo anterior, no debe llegarse a la conclusión de que la obligación de pagar


impuestos no puede tener incidencia alguna en el plano de la conciencia, pues el
contribuyente en términos generales encuentra una relación entre ese deber y las
actividades que financia el Estado que son contrarias a su conciencia, siendo aquél el
único que puede decidir qué incide o no sobre su conciencia.

Tampoco nos puede llevar a concluir que no exista ninguna solución al problema de la
objeción fiscal, ésta está en manos del legislativo. Probablemente si el fenómeno de la
objeción fiscal se extiende, los Estados reaccionarán y buscarán una medida
conciliadora (Olmos Ortega, Puchades Navarro).

Hay que destacar que caben excepciones a los principios involucrados como lo
representa la asignación tributaria a favor de la Iglesia Católica o a favor de otros fines
sociales que desde 1988 se viene aplicando en España. En virtud de esta posibilidad de
excepción se podría llegar a albergar fórmulas alternativas que permitan compatibilizar
el respeto a la libre conciencia individual y el otro interés del Estado representado por el
deber jurídico que la conciencia rechaza.
Tanto dentro como fuera de España la doctrina tributaria se está cuestionando no sólo
la aplicación inflexible, en la mayoría de los casos, del principio de no afectación
impositiva, -pudiéndose encontrar en la práctica de distintos países algunas
afectaciones-, sino también la aplicación exclusiva del principio de capacidad económica
en la exacción de impuestos, replanteándose un acercamiento al principio del beneficio,
pagando el ciudadano en virtud del beneficio que recibe de la actuación pública y no
sólo en razón de la capacidad de pago, de tal modo que las preferencias individuales
alcancen un mayor protagonismo en el proceso de toma de decisiones colectivas
(Dalmau). Sobre este tipo de consideraciones técnico-fiscales, que toman en cuenta las
opciones de conciencia más como un dato sociológico que como opciones de libertad a
respetar necesariamente en virtud del artículo 16 de la Constitución, se ha defendido la
conveniencia de reconocer legalmente una afectación parcial del IRPF en materia de
gastos de defensa (Navarro Valls, Martínez Torrón).

Finalmente hay que señalar otro problema que se viene planteando en España y que
guarda cierta similitud con la objeción de conciencia fiscal a la aseguración obligatoria.
Se trata de la petición de reembolso por la sanidad pública de los gastos ocasionados en
la sanidad privada por intervenciones médicas realizadas en la forma requerida por
determinados grupos religiosos y que no están cubiertas por la sanidad pública. Tal es
el caso de los Testigos de Jehová que demandan intervenciones sin empleo de
tratamientos hemotransfusionales y para ello acuden a la medicina privada (Cebriá). La
Sentencia del Tribunal Supremo de 14 de abril de 1993, en recurso de casación para la
unificación de la doctrina, adujo al respecto que “el Estado debe respetar las creencias
religiosas; pero no tiene el deber de financiar aquellos aspectos de las mismas que no
sean acreedores de protección o fomento desde el punto de vista del interés general...,
máxime en “un sistema caracterizado por la limitación de medios y por su proyección
hacia una cobertura de vocación universal” (F.J.2º). Años después también el Tribunal
Constitucional en Sentencia de 28 de octubre de 1996 se pronunció al respecto,
señalando que “de las obligaciones del Estado tendentes a facilitar el ejercicio de la
libertad religiosa, no puede seguirse, porque es cosa distinta, que esté obligado a
otorgar prestaciones de otra índole para que los creyentes de una determinada religión
pueden cumplir los mandatos que les impone sus creencias” (F.J.4º).

Por tanto, no se ha venido reconociendo el derecho de los Testigos de Jehová al


reintegro por la Seguridad Social de los gastos ocasionados en operaciones quirúrgicas
sin empleo de transfusiones de sangre realizadas en centros sanitarios privados, y en
este sentido se han venido manifestado las resoluciones posteriores a las ya
mencionadas, entre otras la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y
León de 16 de mayo de 2007.

LA OBJECIÓN AL ABORTO

Navarro Valls, Rafael. Catedrático de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad Complutense de
Madrid
Martínez-Torrón, Javier. Catedrático de Derecho Eclesiástico del
Estado de la Universidad Complutense de
Madrid

1. Concepto de objeción de conciencia al aborto

La objeción de conciencia al aborto consiste en la negativa a ejecutar prácticas


abortivas o a cooperar, directa o indirectamente, en su realización; negativa motivada
por la convicción de que tal proceder constituye una grave infracción de la ley moral, de
los usos deontológicos o, en el caso del creyente, de la norma religiosa. Normalmente la
actitud abstencionista, suelen plantearla miembros del personal médico o paramédico
cuando, por razón de su oficio, vienen requeridos para participar, como ejecutor o
colaborador, en la práctica de abortos legales. No es infrecuente, sin embargo, que sea
planteada también por otros ciudadanos respecto a actividades tan sólo indirectamente
conexas con la realización de abortos.

La fundamentación de este tipo de objeción suele plantearse por una triple vía. Desde
una perspectiva deontológica, los facultativos conocen mejor que nadie la singularidad
del patrimonio genético del embrión, la continuidad de su crecimiento somático, los
mecanismos de lo que se ha llamado el “coloquio bioquímico con la madre” y, en
definitiva, el grado de independencia ontológica de ella; de ahí que numerosos códigos
deontológicos reconozcan el derecho del personal sanitario a objetar a la cooperación o
realización de abortos. Desde el punto de vista de la ética o moral natural, no ha dejado
de observarse que en el problema del aborto la cronología no modifica la ontología, es
decir, que el derecho a la existencia de todo ser humano, abstracción hecha del
momento en que se plantea, es un derecho fundamental, precisamente porque funda
todos los otros derechos en cuanto a su misma posibilidad de ejercicio (Tetamanzi,
Herranz). Y desde la perspectiva de la moral religiosa, la gran mayoría de iglesias y
confesiones han visto en el aborto, o al menos en alguna de sus formas, un acto de
supresión de la vida humana inocente, un grave ilícito moral.

Por su parte, desde el punto de vista filosófico conviene hacer notar -como se ha dicho
incisivamente- que en una sociedad secularizada la vida humana adquiere una terrible
seriedad, precisamente porque es la única vida de la cual muchas personas creen
disponer, al haberse oscurecido el recuerdo de otra vida ultraterrena. De ahí la paradoja
del avance de las legislaciones permisivas del aborto inducido, que no sólo contradice la
secular concepción cristiana de respeto a la vida del no nacido, sino que niega también
en profundidad la imagen de sí mismo que el hombre moderno ha construido durante
estos dos últimos siglos (D’Agostino).

2. La objeción al aborto en el derecho comparado

La objeción de conciencia al aborto viene reconocida en la práctica totalidad de las


legislaciones que han despenalizado la llamada interrupción del embarazo.

2.1. El derecho estadounidense

Así, por ejemplo, en Estados Unidos, después de que, en 1973, la decisión Roe v. Wade
del Tribunal Supremo norteamericano viniera prácticamente a liberalizar el aborto en los
seis primeros meses del embarazo, todos los estados de la Unión han establecido
cláusulas de conciencia en sus legislaciones sobre el aborto. En ellas se prohíbe con
sanciones civiles, e incluso penales, discriminar a cualquier facultativo que se niegue
por motivos de conciencia a participar en procedimientos abortivos. La mayoría de las
leyes están redactadas de modo bastante amplio desde el punto de vista del derecho de
un empleado o facultativo de un hospital o de otra persona que se niega a colaborar en
prácticas abortivas, proporcionando también protección contra maniobras
discriminatorias contra el objetor. Así, por ejemplo, la legislación del estado de Kansas
dispone: “Ninguna persona será requerida para ejecutar o participar en procedimientos
médicos que tengan por objeto la finalización de la vida intrauterina, y el rechazo de
cualquier persona a ejecutarlos o participar en ellos no dará lugar a responsabilidad civil
de éstas. Ningún hospital, administrador del mismo, o Junta administrativa de ellos
cesará en su empleo, impedirá o perjudicará la práctica o trabajo o impondrá ninguna
otra sanción a persona alguna por el hecho de que ésta se niegue a ejecutar o participar
en la interrupción de un embarazo”.

A su vez, las leyes estatales reconocen que los hospitales privados pueden establecer
cláusulas institucionales prohibiendo la realización de abortos dentro de sus
instalaciones. También los hospitales públicos pueden establecer en sus estatutos
idéntica excepción, pues el Tribunal Supremo, en 1977, concluyó que los hospitales
municipales no vienen obligados a destinar fondos públicos para contratar médicos que
acepten practicar abortos (sentencias Beal v. Doe, Maher v. Doe, Poelker v. Doe).

Respecto a la participación indirecta en el mismo, la jurisprudencia estadounidense se


muestra ampliamente tuitiva (Durham). Por ejemplo, en el caso Haring (1979), el
Tribunal Federal del Distrito de Columbia ha sentado la doctrina de que no son
justificables las represalias laborales contra un inspector de hacienda que se niega a
calificar peticiones de exención de impuestos presentadas por organizaciones abortistas.
Y en el caso Swanson (1979), la Corte Suprema de Montana admitió la objeción de
conciencia sobrevenida al fallar que “dada la propensión de la conciencia humana a
definir sus propios límites, parece lógico que el concepto que una persona tenga sobre
la conveniencia o la moralidad de una acción pueda cambiar: el derecho de objeción de
conciencia protegido por la ley es incondicional, independientemente de lo acontecido
anteriormente”.

2.2. Derecho europeo

2.2.1. Objeción a la colaboración directa en la práctica del aborto

Respecto al derecho europeo, casi todas las legislaciones tienen una normativa definida
sobre esta modalidad de objeción de conciencia, con la excepción de Suecia -que remite
a los directores de los hospitales la posibilidad (no la obligación) de tener en cuenta las
convicciones morales y religiosas del personal a su cargo- y de España, que la reconoce,
pero no la regula.

Así, la ley francesa de 17 enero de 1975 establece que “ningún médico o auxiliar
sanitario está obligado a cooperar o ejecutar un aborto”. La ley holandesa de 1 de
noviembre de 1984 indica que “ningún personal del servicio sanitario puede ser
discriminado por su negativa a la realización de prácticas abortivas”. En el Reino Unido,
la Abortion Act de 1967 establece, en su art. 4, que el personal médico goza del
derecho de rehusar la participación en operaciones abortivas, salvo en los casos en los
que la intervención médica sea necesaria para salvar la vida de la madre. La legislación
alemana de reforma del código penal, de 18 mayo 1976, dispone taxativamente que
“nadie puede ser obligado a cooperar en una interrupción de embarazo”; aunque,
análogamente a la ley británica, establece como límite a la objeción de conciencia que el
aborto sea necesario para salvar a la mujer de un peligro de muerte, no evitable de otro
modo. La ley danesa de junio de 1973 incluso habilita al director del hospital para
plantear objeción de conciencia en nombre de todos los médicos de él dependientes. Por
lo demás, las legislaciones europeas no obligan a indicar los motivos que llevan a la
actitud omisiva de la realización de abortos.

Un caso un tanto particular es el de la ley italiana de 22 mayo 1978, cuyo art. 9 dispone
que “el personal sanitario y el que ejerce actividades auxiliares no vendrá obligado a las
intervenciones para la interrupción del embarazo cuando planteen objeción de
conciencia con declaración preventiva”. Dicha declaración preventiva es, por
consiguiente, necesaria para hacer operativa legalmente la propia objeción de
conciencia al aborto, y consiste en una simple comunicación dirigida a la autoridad
sanitaria competente. En principio, tal comunicación, que surte efectos inmediatos, ha
de realizarse en el plazo de un mes desde la habilitación profesional o desde la
incorporación a un centro en el cual se exija al personal médico o sanitario la práctica
del aborto. No obstante, puede ser propuesta fuera de ese plazo -o, en su caso,
revocada- en cualquier momento, pero entonces sus efectos sólo comienzan un mes
después de su presentación; dicho plazo ha recibido algunas críticas por parte de la
doctrina italiana, en tanto que lesivo de la libertad de conciencia (Bertolino). La objeción
exime del cumplimiento “de los procedimientos y de las actividades específica y
necesariamente dirigidas a determinar la interrupción del embarazo, y no de la
asistencia antecedente y consiguiente a la intervención”. Como en algunas legislaciones
europeas, la objeción de conciencia no puede ser invocada cuando la intervención
personal del objetor resulte indispensable para salvar la vida de la mujer en caso de
peligro inminente.

2.2.2. Objeción a la participación indirecta en la realización de abortos

Por lo que se refiere a la negativa a la participación indirecta en el aborto, cuatro


supuestos de interés se han planteado también en el ámbito del derecho europeo.

El primero lo fue por algunos jueces italianos en relación con la posible


inconstitucionalidad de la ley de aborto italiana, al no prever la posibilidad de que los
jueces se abstengan de decidir, por motivos de conciencia, en los supuestos en que
vienen llamados por la ley a suplir con su consentimiento la petición de interrupción del
embarazo solicitada por las menores de edad. La Corte Constitucional italiana, en
sentencia de 25 de mayo de 1987, concluyó que la cuestión de inconstitucionalidad no
estaba suficientemente fundamentada, ya que la autorización que el juez tutelar de
menores puede emitir “no es decisoria sino solamente atributiva de la facultad de
decidir de la menor”, y como tal “entra únicamente en el ámbito de los esquemas
autorizadores adversus volentem”. Tal decisión ha causado cierta perplejidad en los
medios jurídicos italianos, ya que la Corte Constitucional centró su fallo no tanto en el
problema de objeción de conciencia planteado cuanto en la obligación de los jueces de
juzgar de oficio en todo caso (Lolito, Rossi, Mangiamelli). Por otro lado, se ha hecho
notar que, si bien la Corte Constitucional no ha reconocido al juez tutelar la titularidad
formal del derecho a la objeción, una interpretación extensiva de la ley procesal italiana
-en concreto, el art. 51 del Código de procedimiento civil- permitiría al juez abstenerse,
aduciendo “graves razones de conveniencia”, haciendo posible así trasladar a otro juez
la concesión de la autorización prevista en el art. 12 de la ley de aborto italiana
(Guarino).

El segundo supuesto a que nos referíamos planteó complejos problemas de orden


constitucional, cuando el rey Balduino de Bélgica se negó a sancionar con su firma la ley
de aborto aprobada por el Parlamento belga, aduciendo razones de conciencia. El 5 de
abril de 1990, el rey Balduino remitía una carta al Parlamento en la que se negaba a
sancionar la ley del aborto aprobada el día anterior: “No puedo asociarme a esta ley,
pues firmándola asumiría una cierta corresponsabilidad... Sé que corro el peligro de no
ser comprendido por una parte de mi pueblo, pero éste es el único camino que puedo
seguir según mi conciencia. ¿Sería lógico que yo fuera el único ciudadano belga que se
ve obligado a actuar contra su conciencia en una materia esencial?”. Ante esa actitud, el
gobierno belga, acogiéndose al artículo 82 de la Constitución, anunció que el monarca
se encontraba en incapacidad temporal para gobernar. Una vez promulgada la ley con la
sola autoridad del gobierno, el Parlamento, en sesión conjunta de las dos cámaras,
devolvió a Balduino sus atribuciones constitucionales. Ciertamente, la fórmula adoptada
-que permitió a los partidarios del aborto salvar su ley y a Balduino su corona- fue una
ficción jurídica. Pero se entendió que, si una madre puede interrumpir su función
genuina y natural, no resultaba tan artificial que un rey se sintiera imposibilitado por
razones de conciencia para reinar durante dos días. A pesar de lo apasionado del
debate, en el que se replanteó la función y deberes del rey en la monarquía belga,
ningún miembro de la Cámara de representantes ni del Senado se opuso a que Balduino
recuperara la Corona. Sólo se produjo la abstención de algunos diputados.

El tercer caso tuvo lugar en Francia cuando algunos farmacéuticos alegaron objeción de
conciencia para no dispensar la píldora abortiva R. U. 486 (al igual que ha sucedido más
recientemente en España: vid. tema 09.09). El problema se planteaba en el
ordenamiento francés por el juego conjunto de los arts. 645 y 62 del Code de la santé
publique. El primero establece que son los farmacéuticos las únicas personas que bajo
prescripción facultativa pueden dispensar sustancias abortivas; el segundo cita a los
médicos, enfermeras y personal auxiliar como habilitados para beneficiarse de la
cláusula de conciencia a la hora de realizar abortos. Al no citar expresamente a los
farmacéuticos, éstos no quedan protegidos por la clause de conscience. La doctrina
entiende factible que puedan proponerla. La jurisprudencia, sin embargo, parece excluir
el supuesto al fallar contra la objeción de conciencia que hace años plantearon algunos
farmacéuticos respecto a la venta de anticonceptivos.

En fin, en Inglaterra la jurisprudencia estableció, en 1989, que la cláusula de conciencia


no puede extenderse al personal administrativo de una clínica. Más en concreto, se
deniega la posibilidad de que una secretaria de la clínica sea amparada por la cláusula
de conciencia para negarse a realizar tareas de mecanografía relacionadas con casos de
aborto (Sentencia Janaway v. Salford Health Authority).

A estos supuestos, por otro lado, habría que añadir los examinados en relación con la
objeción fiscal y los gastos estatales destinados a la realización de abortos (vid. tema
09.03).

3. La objeción de conciencia al aborto en el derecho español

3.1. La doctrina del Tribunal Constitucional

La primera ley de aborto aprobada en España se circunscribió a los límites territoriales


de la Generalitat de Cataluña. Lleva fecha de 26 de diciembre de 1936, y no incluía
cláusula de conciencia que protegiera a los médicos o personal paramédico objetores a
prácticas abortivas.

Tampoco la vigente legislación despenalizadora de ciertos supuestos de aborto contiene


cláusula de conciencia, aunque antes y durante el proceso parlamentario de su
aprobación fueron presentados dos proyectos de ley orientados a tutelar la objeción de
conciencia en este ámbito (presentados, respectivamente, por el Grupo parlamentario
comunista y por el Grupo popular). Esa legislación data de 1985: se trata en concreto
de la Ley orgánica 5/1985, de 5 de julio. Como se sabe, esta ley orgánica modificaba el
art. 417 bis del antiguo Código penal , que continúa vigente, pues ha sido incluido
entre las pocas excepciones a la disposición derogatoria general que contiene el nuevo
Código penal promulgado en noviembre de 1995 .

La primera redacción de dicha ley fue aprobada el 30 de noviembre de 1983. Contra


aquel texto se presentó recurso previo de inconstitucionalidad ante el Tribunal
Constitucional, que fue acogido en parte en la sentencia 53/1985, de 11 de abril .
Prescindiendo de otras cuestiones que obligaron al gobierno a modificar el texto inicial,
el Tribunal Constitucional, en el fundamento jurídico 14 de esta sentencia, hizo notar:
“Finalmente los recurrentes alegan que el proyecto no contiene previsión alguna sobre
las consecuencias que la norma penal origina en otros ámbitos jurídicos, aludiendo en
concreto a la objeción de conciencia. Al Tribunal no se le oculta la especial relevancia de
estas cuestiones..., pero las mismas son ajenas a la inconstitucionalidad del proyecto...
No obstante, cabe señalar, por lo que se refiere a la objeción de conciencia, que existe y
puede ser ejercida con independencia de que se haya dictado o no tal regulación. La
objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad
ideológica y religiosa reconocida por el art. 16.1 de la Constitución y, como ha
indicado este Tribunal en diversas ocasiones, la Constitución es directamente aplicable,
especialmente en materia de derechos fundamentales”.

Esa doctrina del TC ha sido reiterada más recientemente por el Tribunal Supremo en sus
sentencias de 16 de enero de 1998 y 23 de enero de 1998 , al resolver los
recursos interpuestos por varias asociaciones y corporaciones -entre ellas el Consejo
General de Colegios oficiales de Médicos y el Consejo General de Ayudantes Técnicos
Sanitarios y Diplomados de Enfermería - contra el Real Decreto 2409/1986, sobre
centros sanitarios acreditados y dictámenes preceptivos para la práctica ilegal de la
interrupción del embarazo. El TS estimaba improcedente el reproche que se efectuaba
al Real Decreto de no respetar expresamente la cláusula de conciencia del personal
médico y sanitario. Para el TS, una ilegalidad omisiva sólo resultaría controlable en sede
jurisdiccional cuando el silencio reglamentario determinara la implícita creación de una
situación jurídica contraria a la Constitución o supusiera el incumplimiento de una
obligación legal. Pero en este caso -añadía el TS- debe aplicarse la doctrina de la STC
53/1985 , que señala que la objeción de conciencia de médicos y personal sanitario
es “directamente aplicable”, al formar parte ex se del contenido de la libertad ideológica
y religiosa reconocida en el art. 16.1 de la Constitución .

3.2. Las ideas que fundamentan la jurisprudencia constitucional

Del pronunciamiento del Tribunal Constitucional se deducen algunas características de la


modalidad de objeción de conciencia que ahora estudiamos. La primera es su doble
engarce constitucional. Es decir, por un lado la sentencia 53/1985 claramente alude
a este tipo de objeción como derecho fundamental; por otro, el mismo objeto que crea
los escrúpulos de conciencia, es decir, la finalización de la vida intrauterina, es también
protegida por el ordenamiento constitucional español. Por decirlo con palabras del
propio Tribunal Constitucional: “la vida del nasciturus es un bien, no sólo
constitucionalmente protegido, sino que encarna un valor central del ordenamiento
constitucional” (FJ 9). Este doble engarce constitucional -en sí misma y en el objeto que
regula- ya apunta a que su grado de protección alcanza la máxima intensidad en el
derecho español. Si así no fuera, el espacio de autonomía reconocida a la gestante que
solicita abortar se traduciría en una recusable restricción de autonomía del personal
sanitario, es decir, de sujetos cuya libertad de conciencia aparece reconocida por una
doble vía en el derecho constitucional español. Por lo demás, la objeción de conciencia
al aborto supone, en definitiva, “ir a favor de la Constitución”, en la medida en que la
tutela de la vida humana es un derecho constitucionalmente protegido. O, como
también se ha dicho, el aborto representa un “disvalor” respecto al dictado
constitucional, mientras que la negativa a practicarlo revela una posición de
conformidad con los valores constitucionales (Dalla Torre, Moneta).

No debe olvidarse que, en principio, una ley despenalizadora del aborto implica una
excepción al principio general que califica como delictuosa una acción abortiva: es decir,
lo que hace, en rigor, es despenalizar el aborto en unos determinados supuestos,
continuando penalizado en otros. Por eso mismo, el médico o personal sanitario que
objeta a la realización de abortos no es contemplado como un ser asocial que pretende
privilegiarse en un contexto social impositivo. Al contrario, en el fondo de las
declaraciones legislativas protectoras de los objetores al aborto se detecta una
conceptuación de tales actuaciones como testimoniales de valores que están en la base
de la propia Constitución. De ahí que, en estos supuestos, suela hablarse de objeción de
legalidad más que de estricta objeción de conciencia, en la medida en que el médico
que se niega a practicar abortos opta por la regla general prohibitiva del aborto; no
quiere rozar el ámbito de lo delictivo, es decir, no quiere verse implicado en actuaciones
que puedan ser constitutivas de delito. De lo cual se deduce que el médico o personal
sanitario -tanto de hospitales privados como públicos- puede negarse a ejecutar un
aborto sin técnicamente proclamarse objetor y aunque no se le reconociera
expresamente ese derecho: le basta hacer notar que la muerte directa de una vida
humana (que es lo que la ley le solicita en algunos supuestos) no entra dentro de la
praxis específicamente médica -es decir, terapéutica- de su profesión. Algo así como las
negativas que se han producido en algún estado americano por médicos titulares de
prisiones en relación con la ejecución de la pena de muerte a través de inyección letal:
su argumentación ha sido que ellos “son médicos, no verdugos”.

Por lo demás, las propias características de la objeción de conciencia al aborto hacen


razonable que no se exija prestación sustitutoria alguna. No conviene olvidar que la
obligación de organizar los servicios médicos abortivos recae sobre los entes
hospitalarios y no sobre los objetores considerados como personas singulares. Lo cual
no quiere decir que la lógica interna de la objeción de conciencia al aborto choque
siempre con la posibilidad de una especial prestación social sustitutoria, pero siempre
que ésta se inserte en la misma línea de los intereses del objetor que, en este punto,
coinciden con los de la propia sociedad en su conjunto. Efectivamente, no es infrecuente
que las propias leyes de aborto hagan notar en su articulado o en sus exposiciones de
motivos que una de las finalidades de la ley es la propia prevención del aborto (así
sucede, por ejemplo, con la ley italiana de 1978). Cabría, pues, la colaboración de los
médicos objetores -voluntaria y gratuita- en consultorios familiares para ayudar a la
prevención del aborto, e incluso su intervención en el concreto procedimiento
administrativo previo al aborto, con la finalidad de disuadir del aborto proyectado
planteando alternativas al mismo.

Por otro lado, en caso de colisión entre el derecho de la madre gestante a la utilización
de los mecanismos que le confiere la ley y el derecho del objetor a no ser discriminado
o gravado por el hecho de su objeción, prevalece este último, precisamente porque -
como acaba de indicarse- goza de una protección constitucional con especial cobertura
y, en principio, diversa de la protección constitucional de la que disfruta el objetor de
conciencia al servicio militar. Razones análogas mueven a aceptar la posibilidad de que
la objeción de conciencia al aborto se plantee como sobrevenida, es decir, incluso en el
supuesto en que el médico firmase su contrato o aceptase la relación funcionarial
asumiendo la obligación específica de practicar abortos legales (Ruiz Miguel).

3.3. La conveniencia de una legislación sobre objeción al aborto que regule las
cuestiones abordadas por la jurisprudencia

Lo anterior lleva a concluir que, si a pesar de la protección constitucionalmente otorgada


a esta modalidad de objeción de conciencia se viera necesaria su protección también
por ley ordinaria, ésta vendría obligada a proporcionar la más amplia cobertura posible
a las pretensiones en ese sentido tanto del personal sanitario de hospitales privados
como públicos.

Una tal legislación, por otra parte, parece cada vez más necesaria, dada la
incertidumbre y contradicciones que vienen observándose últimamente en la
jurisprudencia española. Efectivamente, supuestos prácticamente idénticos han
obtenido respuestas jurisprudenciales diversas.

Veamos, ante todo, el criterio adoptado por el Tribunal Supremo español en su


sentencia de 20 de enero de 1987. Los antecedentes de hecho son los siguientes. Se
realizaron en un hospital de la Seguridad Social dos abortos legales. Antes de su
realización, ocho enfermeras pertenecientes al servicio de toco-ginecología manifestaron
a la dirección del centro su deseo de no intervenir en tales actuaciones, amparándose
en razones de conciencia. Fueron amenazadas con el traslado de planta, a lo que
arguyeron que con su negativa no sufría especial disminución la intensidad y dedicación
a su trabajo en el servicio mencionado, ya que efectuarían todas las restantes
actividades correspondientes al servicio de ginecología, que constituían un porcentaje
abrumadoramente superior al que podían suponer algunos supuestos de interrupción
legal del embarazo. No obstante estas alegaciones, la dirección del centro comunicó a
las enfermeras objetoras lo que denominó un “cambio de servicio”, es decir, un cambio
a planta distinta a la que habitualmente atendían. Ante este traslado, cuatro de las
enfermeras afectadas plantearon recurso contencioso-administrativo contra los
mencionados actos de la administración pública, invocando los artículos 14 y 16 de
la Constitución. El recurso llegó hasta el Supremo, que en la sentencia mencionada -
después de reconocer la legitimidad de la actuación de las enfermeras objetoras-
concluye que “tal actitud negativa implica la imposibilidad de colaborar en tareas
normales del departamento en el cual se hallaban adscritas, con perturbación previsible
del servicio cuando se presentaren tales casos. No cabe hablar, pues, de represalia si el
cambio de destino se hace sin afectar al lugar de residencia, al hospital, a las categorías
profesionales y a los salarios o sueldos, que en ningún momento han sido degradados o
disminuidos”. Concluyendo que el traslado, en estos términos, no menoscaba el derecho
proclamado en el art. 16 de la Constitución .

Contrasta esta doctrina con la sentada en casos similares por la jurisprudencia


norteamericana. En el caso Kenny, fallado en 1981 por la Corte de Apelación de Florida,
una enfermera fue trasladada a otro servicio del ambulatorio en donde trabajaba de
auxiliar de quirófano, por negarse a realizar abortos. La corte concluyó que “un jefe
[médico] debe razonablemente adaptarse a las creencias religiosas de sus empleados, a
menos que esto cause graves perjuicios”. De los hechos se deduce que la enfermera era
apta para colaborar aproximadamente en el 84 por 100 de las operaciones realizadas en
el servicio de quirófano, mientras que solamente el 16 por 100 eran operaciones
dedicadas a abortos, con lo que no cabría hablar de grave perjuicio para el ambulatorio.
Por lo demás, el caso Kenny no es en modo alguno un aislado reconocimiento de la
máxima operatividad de la cláusula de conciencia protectora del personal sanitario y
administrativo en relación con el aborto. Con posterioridad a 1981, otros casos, como
Tramm y Barnett, han incidido en la misma dirección.

Tal vez teniendo en cuenta esta argumentación, con posterioridad a la aludida sentencia
del Tribunal Supremo español, el Tribunal Superior de Justicia de Aragón, en sentencia
de 18 de diciembre de 1991, ha sentado doctrina contraria a la del Supremo en 1987, al
revocar una resolución de un Juzgado de lo Social de Zaragoza que entendió conforme a
derecho el traslado de un anestesista del servicio de medicina maternal al de
traumatología por haber planteado objeción de conciencia a los abortos que en el
primero se realizaban. El Tribunal Superior de Aragón entiende que ese traslado supone
“la existencia de una vulneración del derecho fundamental a la no discriminación por
razones ideológicas o religiosas” del objetor. Y ello, aunque el traslado de servicio no
implique cambio de categoría profesional ni disminución de sueldo. La sentencia hace
notar, en fin, que el traslado “respondió a una encubierta represalia llevada a cabo con
patente vulneración del derecho fundamental a la no discriminación por razones
ideológicas o religiosas que reconocen los artículos 14 y 16 de la Constitución”.
Concluyendo que, “por hallarnos ante una materia que constituye una verdadera piedra
de toque para contrastar y columbrar la efectividad de un estado de derecho basado en
el auténtico respeto al pluralismo ideológico que ampara la Constitución, las conductas
sospechosas de encubrir un comportamiento antijurídico deben ser analizadas con
especial rigor y cuidado para evitar, por todos los medios, que al socaire de actuaciones
formalmente ajustadas al ordenamiento jurídico puedan filtrarse modos de proceder que
reduzcan a papel mojado aquellas garantías destinadas a la protección de los derechos
fundamentales”. En todo caso, sorprende que, un año más tarde, con los mismos
ponentes y en un supuesto de hecho similar, el Tribunal de Justicia de Aragón (en
sentencia de 23 de septiembre de 1992) llegara a una solución distinta.

Otra cuestión interesante abordada por la jurisprudencia se refiere a la posibilidad de


objeción de conciencia en los actos médicos relacionados con el aborto, incluyendo en
concreto la participación en dictámenes exigidos legalmente al efecto (téngase en
cuenta que la legislación despenalizadora del aborto requería la emisión de dictámenes
médicos en los casos de aborto por grave riesgo para la salud de la embarazada o
porque resultara previsible que el feto naciera con graves taras físicas o psíquicas). Éste
era el caso contemplado por una sentencia de la Audiencia Territorial de Oviedo de 29
de junio de 1988. Los hechos eran los siguientes. La Dirección Médica del Hospital
“Nuestra Señora de Covadonga” de Oviedo dictó una orden interna en la que, en su
punto 4º, se leía: “Una vez la IVE en curso y durante el tiempo de guardia, cualquier
facultativo que sea requerido para una actuación puntual, tiene la obligación de prestar
la asistencia que proceda, independientemente de que sea objetor o no”. A su vez, la
Dirección Provincial del INSALUD cursó instrucciones a la dirección del centro materno-
infantil del hospital, sentando ciertos criterios interpretativos; entre ellos el criterio de
que “es clara la obligación del facultativo de guardia de atender... a la mujer a quien se
haya realizado o vaya a realizar una interrupción del embarazo”, apercibiendo con
medidas disciplinarias en caso de no cumplirse la citada orden. El Colegio Oficial de
Médicos de Asturias, en representación del Hospital Materno-Infantil de Oviedo, planteó
contra las mencionadas normas un recurso que fue estimado parcialmente. La
conclusión de la Audiencia era que “los facultativos de guardia objetores de conciencia
no pueden ser obligados a la realización de actos médicos, cualesquiera que sea su
naturaleza, que directa o indirectamente estén encaminados a la producción del aborto,
tanto cuanto éste vaya a realizarse como cuando se esté realizando la interrupción del
embarazo, debiendo, por el contrario, prestar la asistencia para la que sean requeridos
a las pacientes internadas con aquel objeto, en todas las otras incidencias o estados
patológicos que se produzcan, aunque tengan su origen en las prácticas abortivas
realizadas”. Del tenor del fallo resulta claro que se ampara el derecho del objetor a no
intervenir en los dictámenes preceptivos que sean necesarios para la realización del
aborto (Sieira, Mejica).

No conviene olvidar, en fin, que la mayoría de los códigos deontológicos hacen una
directa referencia al derecho que asiste a los facultativos y otro personal paramédico a
plantear objeción de conciencia a las prácticas abortivas. En este sentido, el Código de
ética y deontología médica de la Organización médica colegial de España establece, en
su art. 27: “Es conforme a la deontología que el médico, por razón de sus convicciones
éticas o científicas, se abstenga de intervenir en la práctica del aborto... El médico no
debe estar condicionado por acciones u omisiones ajenas a su propia libertad de
declararse objetor de conciencia”. Por su parte, el nuevo Código deontológico de la
enfermería española dispone: “La enfermera/ o tiene, en el ejercicio de su profesión, el
derecho a la objeción de conciencia, que deberá ser debidamente explicitado ante cada
caso concreto. Los Colegios velarán para que ninguna enfermera/ o pueda sufrir
discriminación o perjuicio a causa del uso de este derecho”.

En otro orden de cosas, por lo que concierne a la posible objeción de conciencia de los
jueces que se oponen a autorizar el aborto solicitado por menores de edad, ya vimos la
confusa solución adoptada por la jurisprudencia italiana. En España no existe una
disposición legal en la que se regule la forma en que la menor ha de prestar su
consentimiento en caso de pretensión de aborto. Parte de la doctrina ha afirmado que
es necesario completar el consentimiento de la menor para considerarlo válido a efectos
de la despenalización del delito de aborto (Sieira). En caso de discrepancia entre la
menor y sus representantes legales, no parece existir otra solución que el
nombramiento de un defensor judicial con la consiguiente intervención del juez. Y, en
este supuesto, el juez podría aducir las causas de abstención enumeradas en el art. 219
de la Ley Orgánica del Poder Judicial . En concreto, “tener interés directo o indirecto
en el pleito o causa”, pues las razones de conciencia le impedirían ser imparcial (De Asis
Roig, Sieira). De manera que, para hacer valer su objeción de conciencia, el juez deberá
comunicar a las partes su condición de objetor, y abstenerse, por interés directo en la
cuestión, de nombrar defensor judicial o de entender del procedimiento contencioso en
que se enfrentan los intereses de la menor y sus representantes legales en torno al
aborto de la misma

OBJECIÓN DE CONCIENCIA Y BIODERECHO

Vega Gutiérrez, Ana Mª. Profesora Titular de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad de La Rioja

1. Las repercusiones del progreso biotecnológico en la ética y el derecho

La objeción de conciencia (odc), como cuestión jurídica, presenta, hoy por hoy, una
plasticidad dinámica que se resiste a ser encuadrada de modo unitario. Teoría y ley
vienen siempre después del problema real, y aun así no pocas veces han sido
desbordadas por la evolución del fenómeno. Los avances de la biotecnología son quizás
el ejemplo más paradigmático. Nos encontramos ante uno de los focos de expansión
más importantes de este derecho fundamental, tanto desde el punto de vista
cuantitativo como cualitativo. Esto se debe, en unos casos, a la notoria –y lógica–
descompensación o asincronismo entre el acelerado ritmo de la ciencia y la pausada
respuesta legislativa, lo cual origina un vacío jurídico con la consiguiente indefensión
jurídica de los agentes biomédicos. En otros casos, se llega al mismo resultado, pero
por la vía contraria: se les insta a tomar parte activa en actos ahora “liberalizados”
mediante leyes permisivas que los han despenalizado (el aborto o la esterilización
voluntaria, por ejemplo) o legalizado (véase, las técnicas de reproducción asistida o la
investigación con embriones). En ambas situaciones, cuando se trata de intervenciones
que a su conciencia, el único recurso es acogerse a la objeción, no siempre
suficientemente garantizada.

Por otra parte, la conflictividad entre conciencia y ley en este ámbito es especialmente
compleja debido principalmente a tres factores (López Guzmán): por un lado, el
farmacéutico, médico, enfermero o biólogo se enfrenta a menudo a decisiones que
afectan al inicio o al final de la vida; por otro, con frecuencia, en la resolución de estos
casos confluyen distintos puntos de vista entre los profesionales de la sanidad, los
pacientes y los familiares. Por lo que la odc puede plantearse no sólo por los facultativos
sino también por el paciente, sus familiares o representantes legales; y, por último, la
complejidad del moderno cuidado de la salud requiere, a menudo, acuerdo y
cooperación en un único curso de acción, implicándose en esta tarea distintos
profesionales en diversos grados.

2. Causas de la expansión de las objeciones de conciencia en Bioética

En síntesis, las causas de la proliferación de la odc en el ámbito biojurídico son las


mismas que han generado la aparición de la bioética: a) la ingente potencialidad del
progreso biotecnológico y b) el pluralismo ético que caracteriza a la sociedad
democrática occidental, con la consiguiente necesidad de lograr un consenso, como
condición de convivencia pacífica. A continuación analizamos cada una de ellas, pues
son las claves de lectura para interpretar las situaciones que generan la invocación del
derecho de odc.

2.1. Un poder científico de nuevas dimensiones

El vertiginoso desarrollo del progreso biotecnológico ha abierto al hombre nuevas


posibilidades de intervención sobre la vida humana. Sus implicaciones son inmensas y
no todas aún previsibles y compensadas, puesto que el poder científico-tecnológico ha
alcanzado lo que algunos llaman “un nivel de ruptura”. Esa ruptura se materializa en la
potencialidad técnica para introducir mutaciones genéticas en el hombre o para destruir
a la humanidad entera mediante las armas atómicas o la contaminación y explotación
abusiva del medio ambiente.

La violencia política ha dado paso a una nueva forma de violencia, la económica, que, a
su vez, viene acompañada por una forma de tecnología, que ya no se basa en la
materia inerte, sino sobre la materia viva, mucho más peligrosa y devastadora. Por eso,
hoy el problema ético-jurídico se plantea de manera más aguda que en ninguna otra
época de la historia, porque o bien afecta a sujetos sin voz (embriones) o repercute no
sólo en determinados individuos o colectividades sino en toda la humanidad (especie
humana). Ésta es una de las características más específicas de los derechos humanos
de la tercera generación, que nacen precisamente de la reflexión de la bioética y de la
ecología (vgr. el derecho a un patrimonio genético no manipulado, los derechos
derivados de los procesos artificiales de procreación humana, los derechos
medioambientales, etc.): la trama de los intereses en conflicto es particularmente
compleja y ninguna regulación jurídica ofrece el mismo grado de razonabilidad respecto
a cada uno de ellos. Así, por ejemplo, podría argumentarse que la regulación de la
inseminación en una mujer sin relación afectiva alguna, es una manifestación de su libre
desarrollo de la personalidad (art. 10 CE ) y satisface su pretensión de fundar una
familia (art. 39.1 CE ); pero esa misma opción menoscaba el derecho del hijo a la
investigación de su paternidad (art. 39.2 CE ) y, desde luego, condiciona ab initio un
aspecto de su libre desarrollo de la personalidad.

Consciente de estos riesgos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las


Generaciones Futuras, promulgada por la UNESCO, el 26 de febrero de 1994, reconoce
explícitamente: el derecho a una tierra indemne y no contaminada (art. 1); el derecho a
la libertad de opción de las generaciones futuras (art. 2); el derecho a la vida y a la
preservación de la especie humana (art. 3); el derecho a conocer sus orígenes y su
identidad (art. 4); la exención de toda responsabilidad individual por las acciones
cometidas por las generaciones precedentes (art. 5); el derecho a la conservación y
transmisión de los bienes culturales (art. 7); el derecho al desarrollo individual y
colectivo sobre la tierra (art. 8); el derecho a un medio ambiente ecológicamente
equilibrado (art. 9); el derecho de uso respecto del patrimonio común de la humanidad
(art. 10); el derecho a la paz y a ser resguardados de las consecuencias de las guerras
pasadas (art. 11); la prohibición de futuras discriminaciones (art. 12); la intangibilidad
de los derechos humanos de las personas pertenecientes a las generaciones futuras
(art. 13); el deber de velar para que los derechos humanos de las generaciones futuras
no se sacrifiquen a los imperativos de la facilidad inmediata y del interés actual (art.
14).

La eticidad de este progreso dependerá, pues, no sólo de los fines que se quieren
conquistar, sino también de los modos y de los medios para alcanzarlos; y sobre todo,
del proyecto de hombre y de humanidad al que sirvan, que sea capaz de integrar esas
conquistas en valores humanos perennes y universales. En definitiva, esos avances
biotecnológicos plantean una cuestión fundamental: ¿es ética y jurídicamente admisible
todo lo que es técnicamente factible?.

2.2.1. La respuesta Bioética

2.2. La búsqueda del consenso ante el pluralismo ético

Las religiones, la bioética y el derecho –la biojurídica– afrontan la respuesta desde


perspectivas diferentes aunque en muchos casos están interrelacionadas. Todas ellas
obligan a descender la reflexión ética al terreno de una problemática a la que debe
darse una respuesta concreta, con mayor medida, si cabe, cuando nos referimos a
casos clínicos que precisan una toma de decisiones en las que están en juego valores y
principios morales. Pero, obviamente, sus premisas son diversas, lo cual tiene
repercusiones importantes en los conflictos entre la ley y la conciencia.

Las tres –religión, bioética y derecho– procuran identificar un mínimo de consenso,


aportando el marco ético y jurídico en el que se dilucidan las odc en el ámbito de las
ciencias de la salud. Pero, como veremos, la primera –la religión– defiende a ultranza
un núcleo de convicciones, irreductible, infranqueable y resistente frente a la ley que lo
vulnera, porque no es negociable por el consenso democrático. Mientras que las otras
dos buscan conciliar la pluralidad ética apelando a la neutralidad estatal y al consenso
aunque esta vía esconda a veces un sofisma.

En realidad, la convergencia entre ellas sería posible si se aceptaran de forma radical los
derechos humanos reconocidos en la Declaración Universal de 1948 (de hecho,
ningún valor como la vida es, al mismo tiempo, más laico y más sagrado). Pero esa
esperanza se pierde cuando se comprueba que sus interpretaciones pueden incluso ser
contradictorias. Precisamente por esta razón, la odc en bioética “supone admitir la
existencia de amenazas contra valores importantes de la Humanidad, así como la
insuficiencia actual del derecho positivo para poner remedio a esta situación. El
ciudadano necesita, por tanto, mantener a distancia ese derecho para proteger dichos
valores” (Mémeteau).

2.2.1.1. Sus precedentes

Desde una vertiente laica, las primeras aportaciones a la formulación de principios y


criterios de conducta en el campo biomédico se producen como consecuencia del
proceso de Nuremberg (1945-1946), en el que se ajusticiaron a los nazis por delitos
cometidos contra prisioneros y civiles con la colaboración de los médicos. Desde
entonces se han desarrollado dos líneas de normas que constituyen el nacimiento
implícito de la Bioética: la formulación de Declaraciones y Convenios internacionales
sobre los derechos humanos y la aprobación de los Códigos de Deontología Médica,
elaborados por la Asociación Médica Mundial (Ginebra, 1948; Helsinki, 1964) y la
Federación de los Colegios de Médicos, que se han ido actualizando paulatinamente.
Ahora sólo mencionamos los primeros, los otros irán apareciendo a lo largo de la
exposición.

Los textos internacionales sobre derechos humanos más relevantes son: la Declaración
Universal de Derechos Humanos (DUDH, 1948); el Convenio Europeo de Derechos del
Hombre y Libertades Fundamentales (CEDH, 1950); el Pacto Internacional sobre
Derechos Civiles y Políticos (PICP, 1966); la Carta de los Derechos Fundamentales de
la Unión Europea (CDFUE, 2000); el Convenio del Consejo de Europa para la
Protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del ser humano con respecto a las
aplicaciones de la Biología y la Medicina (CDHB, 1997; en vigor en España desde
1.1.2000) y su Protocolo Adicional sobre prohibición de clonar seres humanos (1998); la
Declaración Universal de la UNESCO, sobre Genoma Humano y los Derechos Humanos
(DUGH, 1997).

En el ámbito regional, el Consejo de Europa ha actuado a través de un Comité de


expertos (denominado al comienzo, en 1983, CAHGE, posteriormente CAHBI y
actualmente CDBI) y de la Asamblea Parlamentaria, y ha adoptado varias
recomendaciones: la Recomendación 28 (1978) sobre la obtención de órganos y tejidos;
la Recomendación 934 (1982) sobre ingeniería genética; la Recomendación 1046
(1986) relativa a la utilización de embriones y fetos humanos para fines diagnósticos,
terapéuticos, científicos, industriales y comerciales y la Recomendación 1100 (1989)
sobre investigación científica relativa a embriones y fetos humanos y la Recomendación
1418 sobre protección de los derechos humanos y la dignidad de los enfermos
terminales y los moribundos.

Por su parte, el Parlamento Europeo adoptó en 1989 la Resolución sobre la fecundación


artificial in vivo e in vitro (FIV) y la Resolución sobre los problemas éticos y jurídicos de
la manipulación genética. En 1998 aprobó la Directiva 98/44/CE sobre protección
jurídica de las invenciones biotecnológicas , que ha modificado parcialmente la Ley
11/1986, de 20.3, de Patentes . Por último, el 7.9.2000, el Parlamento aprobó una
Resolución solicitando la prohibición de la clonación terapéutica de embriones humanos
por considerarla contraria a la dignidad humana.

2.2.1.2. Definición y objeto de la bioética

La Bioética surge en los años 70 en Norteamérica ligada a diversos eventos científicos


que suscitan un fuerte debate ético. Es una disciplina que, valiéndose de una
metodología interdisciplinar, se dedica “al estudio sistemático de la conducta humana en
el campo de las ciencias de la vida y de la salud, analizadas a la luz de los valores y de
los principios morales” (Reich).

Su objeto material está delimitado por cuatro ámbitos: a) los problemas éticos de las
profesiones sanitarias; b) los problemas éticos que plantean las investigaciones sobre el
hombre, aunque no sean directamente terapéuticas; c) los problemas sociales
inherentes a las políticas sanitarias (nacionales e internacionales), a la medicina del
trabajo y a las políticas de planificación familiar y de control de la natalidad; d) los
problemas relacionados con la intervención sobre la vida de los demás seres vivos
(plantas, microorganismos y animales) y, en general, lo que se refiere al equilibrio del
ecosistema. Todos ellos plantean nuevos retos a la ciencia y a la normatividad jurídica,
aunque no todos tengan las mismas implicaciones respecto a la odc, como veremos.

El objeto formal de la Bioética, según la definición apuntada, es el análisis racional de


los problemas morales ligados a las Ciencias Biomédicas (Medicina, Biología,
Bioquímica, Biofísica, Farmacia, Enfermería, etc.) y su vinculación con el Derecho y las
Ciencias Humanas. En definitiva, esta disciplina se ocupa de la elaboración de pautas o
principios éticos fundados en los valores de la persona y en los derechos humanos,
respetando todas las creencias religiosas, con una fundamentación racional y
metodológica científicamente apropiada. Esas pautas han de poder ser aplicadas tanto a
la conducta personal como al Derecho que hay que formular, como, finalmente, a los
Códigos deontológicos profesionales. Se trata, pues, de lograr un equilibrio entre el
código único y el múltiple, intentando respetar las conciencias individuales y a la vez
establecer algunos principios o criterios objetivos respetables en una sociedad plural.

2.2.1.3. Principios de la bioética

La bioética propone cuatro principios básicos para resolver las decisiones inherentes a
las profesiones de la salud (Gafo). Casi todos aparecen recogidos en el Juramento
Hipocrático y en sus actualizaciones posteriores: la Declaración de Ginebra (1948) y
el Código Internacional de Ética Médica (1949) redactados, respectivamente, por la 1ª y
2ª Asamblea de la Asociación Médica Mundial. En realidad, los principios de la bioética y
del bioderecho son comunes y constituyen el núcleo de la nueva generación de derechos
humanos. La mayoría de los ordenamientos estatales los han ido incorporando por la vía
legal o jurisprudencial y son una pauta interpretativa en la solución de los conflictos
generados en los casos de odc.

2.2.1.3.1. El principio de no maleficencia

Impone la exigencia ética primaria de que el profesional no utilice sus conocimientos o


su situación privilegiada en relación con el paciente para infligirle daño. De él se derivan
los deberes de no matar, no causar dolor, no incapacitar física o mentalmente, no
impedir placer, etc. Es un principio absoluto pues sólo depende del que ejecuta la acción
e implica el reconocimiento de la libertad de conciencia de los profesionales de la salud.
Éstos pueden negarse a proporcionar al enfermo una medida cuando consideren que es
éticamente reprobable, perjudicial o dañina para él, aunque sea él mismo quien la
solicita, desde su autonomía y comprendiendo sus consecuencias, aunque no sea
contrario a la ley, o incluso aunque la sociedad lo considere acorde con el principio de
justicia, que examinaremos después. Es más general y obligatorio que el de
beneficencia, pues pueden darse situaciones en las que el profesional no esté obligado a
tratar a un paciente, pero sí lo está a no causarle positivamente ningún daño.

Este principio está amparado por las normas deontológicas internacionales y nacionales
(arts. 4.1, 4.4 CEM; arts. 5, 14, 16 CEE; CEF: 10) y protege la odc del agente
biomédico.

2.2.1.3.2. El principio de beneficencia

Exige al profesional que ponga sus conocimientos, sus valores éticos y su dedicación al
servicio del enfermo. Para algunos es un “ideal de perfección”, pues no es lo mismo
defender que hacer el bien es moralmente correcto que sostener que es obligatorio.
Figura en la mayoría de los Códigos Deontológicos (arts. 4.1, 4.3, 5, 18 CEM; art. 18
CEE; 1, 7, 12 CEF) y en el art. 1 del CDHB.

Tradicionalmente se entendía que, puesto que el médico actúa siempre para el bien del
enfermo, porque éste es su ethos, lo que él prescribe no necesita de otra confirmación
ni siquiera por parte del enfermo. Sin embargo, hoy pesa sobre él cierta sospecha de
paternalismo, pues no se acepta que se aplique sin consentimiento del paciente e
incluso en contra de su voluntad. Para quienes defienden esta postura, la relación
profesional de la salud-paciente se presenta como una relación de igual a igual, en la
que dos seres humanos, dos conciencias autónomas, han de buscar un acuerdo.

Sea cual sea su interpretación, la relación médico-paciente ha de estar presidida por el


recíproco respeto a la integridad de la persona: ambos poseen la misma dignidad, por lo
que si prohíbe al agente biomédico imponer al enfermo algo en contra de su conciencia,
también obliga al paciente a no violar las convicciones científicas y morales de aquél.
Las diferencias de opinión, no solventadas mediante acuerdo, conducirían a la
suspensión de la relación profesional (Herranz).

2.2.1.3.3. El principio de autonomía

Supone el respeto a la persona del enfermo, a sus convicciones, opciones y elecciones,


que deben ser especialmente protegidas dada su delicada situación, a menos que éstas
produzcan un claro perjuicio a otros. Por consiguiente, toda intervención sobre el
paciente debe pasar siempre por el trámite del consentimiento informado.

Su aparición coincide con la afirmación del pensamiento moderno y del liberalismo ético
de Hume y Smith, materializado después en la formulación de los derechos del
ciudadano y del hombre. A diferencia de los anteriores, no aparece recogido en el
Juramento Hipocrático ni en la Declaración de Ginebra , aunque sí figura en la
mayoría de los Códigos Deontológicos (arts. 7, 8, 9.2, 9.4, 10 CEM; 6-8 CEE; 16 CEF).
Las tendencias bioéticas actuales, e incluso algunas jurídicas, le otorgan preferencia
sobre el de beneficencia cuando se plantean conflictos entre sí, resolviendo por esta vía,
por ejemplo, la legalización de la eutanasia o el respeto de la voluntad de los Testigos
de Jehová en relación a las transfusiones sanguíneas.

El CDHB le dedica el Capítulo II (arts. 5-9). Está implícitamente reconocido en los arts.
1.1 y 10.2 CE, como principio constitucional pero no como un derecho fundamental.
Tampoco puede acogerse, según la doctrina del TC (SSTC 89/1987, de 3.6 ;
22/1988, de 18.2 ), que exista un derecho fundamental de libertad –tomado en
este sentido de libertad-autonomía– en el art. 17.1 CE . En general, los
constitucionalistas han tratado este precepto desde el punto de vista de prohibición de
interferencias en el ámbito de actuación de la persona, en el sentido físico de privación
de libertad. Algunos, partiendo del pronunciamiento del TC acerca de la esterilización de
incapaces que adolecen de graves deficiencias psíquicas (STC 215/1994 , FJ. 2),
afirman que existe un derecho de autonomía personal referido a la disposición del
propio cuerpo. Otros, desde posturas más extremas, defienden que el derecho general
de libertad-autonomía, protegido por el art. 17 CE , constituye un derecho a hacer
todo lo que está permitido. Sin embargo, en nuestro ordenamiento, otorgar naturaleza
de derecho fundamental al principio de que todo lo que no está prohibido está permitido
es discutible. Así lo confirman las SSTC 120/1990, de 27.6 y 137/1990, de 19.7
, sobre alimentación forzada de los huelguistas de hambre. Allí se defendió que
puede haber un ámbito de actuación –de facere– (en tanto que la acción no está
prohibida por la ley), que no suponga tener derecho a realizar esa acción no prohibida.

Su mejor plasmación normativa la encontramos en el art. 10 de la Ley 14/1986, de 25


de abril, General de Sanidad . Con todo, suscribimos con Sieira Mucientes, que
“aunque se acepte que existe un derecho de autonomía en relación con la integridad
personal, no podemos compartir que éste exista, hoy por hoy, en relación con la vida,
como lo prueban varios pronunciamientos constitucionales (ad. ex. 53/85 , 120/90
) y por supuesto la actual regulación de la eutanasia, que continúa siendo delito a
tenor del art. 143.4 del Código Penal de 1995 ”.

En este mismo sentido se ha pronunciado recientemente el TEDH en el caso Pretty c.


Reino Unido (STEDH nº 2346/02, de 29.4.2002), en el que la recurrente exigía a los
tribunales británicos el derecho a procurarse la muerte alegando los arts. 2, 3 , 8, 9
y 14 del CEDH (1950). El Tribunal rechazó la argumentación de la recurrente de
acogerse al derecho a la intimidad y a la vida familiar (art. 8 ) para defender el
principio de autodeterminación, en virtud del cual uno puede hacer lo que uno quiera
con su cuerpo, y evitar toda intromisión en el deseo de terminar con la propia vida. En
opinión del TEDH, el art. 8.2 permite que la ley limite la libertad individual si es
necesario para una sociedad democrática. El juicio de proporcionalidad debe ponderar la
importancia del ámbito de intimidad afectado por la intervención estatal y el bien
protegido por la ley. Y en este caso, concluyen los jueces, pesa más la tutela de la vida,
en especial cuando se trata de personas vulnerables en situación de dependencia. Por
ello, “la Corte no considera que la prohibición absoluta del suicidio asistido sea
desproporcionada”, ya que “existen peligros evidentes de abuso”.

Obviamente, este principio implica ya una elección de valores en el modo de concebir la


relación entre el agente de salud y el paciente, en el sentido de que tal relación aparece
fundada más sobre los derechos de éste que sobre los deberes de aquél. Con todo, la
protección de los intereses del enfermo tiene sus límites: el de lo ilegal, lo abusivo o lo
indecoroso, si atentan contra la salvaguardia de la vida, la salud, la integridad física y la
dignidad humana. “Por ello, se puede establecer que la preservación de la integridad
deontológica de las profesiones sanitarias es uno de los límites que priman sobre la
autonomía del paciente. Éste será un factor a tener en cuenta a la hora de la
ponderación en un caso de objeción de conciencia” (López Guzmán). Habrá que valorar
la acción omitida, su repercusión y la proporción de profesionales que secunden esa
omisión. En tales casos, será conveniente, por el bien del sujeto, pero también por el de
la integridad de la profesión, dar un margen a la odc en los códigos deontológicos
profesionales, que les dispense de actuar (cfr. arts. 9.3 CEM; 47 CEE; 28 CEF). Los
pacientes y los agentes de salud no tiene porqué coincidir en sus puntos de vista. El
sanitario proporciona información y el paciente toma la última decisión. Pero eso no
quiere decir que si estima que debe oponerse, por ciencia o por conciencia, a una acción
que el paciente considere oportuna, tenga que realizarla.

2.2.1.3.4. El principio de justicia

Materializa el “dar a cada uno lo suyo” en dar tratamientos iguales a casos iguales,
rechazando las discriminaciones, en el ámbito de la asistencia sanitaria, basadas en
criterios ideológicos, religiosos, raciales, económicos, políticos, sexuales, etc. Está
implícitamente recogido en el Juramento Hipocrático y de forma expresa en la
Declaración de Ginebra y en los Códigos deontológicos (art. 4.2, 6 CEM; 4, 15, 34
CEE; 8, 17, 26 CEF). Nuestra Constitución reconoce la igualdad y la justicia como un
valor superior del ordenamiento jurídico (art. 1.1 CE ), un principio y un derecho
fundamental (art. 14 CE ). Consta en el art. 2 y en el Capítulo IV (arts. 11-14) del
CDHB.

Su aplicación suele ser complicada porque no se comparte una misma idea de justicia
(ley natural, liberalismo, socialismo, utilitarismo). Ha llevado a la gratuidad de la
asistencia sanitaria para todos; pero la progresiva necesidad de medios humanos y
técnicos supone un encarecimiento tan importante de la sanidad pública que, en la
actualidad, vivimos un conflicto entre las necesidades y la limitación de los recursos
disponibles. Estas circunstancias pueden repercutir, por ejemplo, en la atención médica
de enfermos terminales, “no rentables económicamente”.

La aceptación común de estos principios no significa que las respuestas ante la


problemática bioética sean coincidentes (Gafo). En ocasiones entran en conflicto y su
jerarquización no siempre es unánime. He aquí la causa principal de los profundos
debates suscitados tanto entre los científicos como entre los políticos, legisladores y
juristas, puesto que la definición de la Bioética no precisa esa jerarquía, dada la
pluralidad de enfoques filosóficos y antropológicos. Ésta es la paradoja que padece
actualmente el bioderecho: por un lado, se reclama su intervención sin dilaciones para
regular las cuestiones bioéticas y elaborar un ethos socio-político pero, por otro, se
constata una evidente reticencia a ofrecer respuestas normativas.

Esa situación no es sino la lógica consecuencia de una sociedad como la postmoderna


que se autodefine como una sociedad compleja y multiética. Como es obvio, el
pluralismo ideológico y religioso y la neutralidad estatal, propios de los sistemas
democráticos, dificultan todavía más la tarea de definir un mínimo ético consensuado
sobre el que construir las respuestas jurídicas requeridas por los problemas planteados
por la biotecnología. Nikolas Luhmann lo expresa afirmando que en las sociedades de
alta complejidad como la nuestra la ética es peligrosa porque activa conflictos
axiológicos que no es capaz de desactivar y recomponer. Basta pensar, por ejemplo, en
las reinterpretaciones de algunos derechos humanos, como el derecho a la vida, a la
salud, a la privacidad o a la autodeterminación personal, etc. Así pues, la bioética
actualmente es una señal de contradicción y laceración mucho más fuerte que las
ideologías políticas. Su dificultad, pero también su encanto, nace de la necesidad de
avanzar en un territorio sin mapa.

2.2.2. La respuesta biojurídica

Según acabamos de comprobar, la Bioética no ofrece una respuesta clara y unívoca al


dilema que nos cuestionábamos al principio acerca de la licitud ética de todas las
posibilidades reales que ofrece la biotecnología actual. No sólo eso, sino que además
traslada al Derecho el problema de formular leyes que asuman los valores éticos
elaborados por ella. Se habla, así, de “la perversión del derecho por la bioética”
(Mémeteau), porque invierte un razonamiento según el cual se presentan las
consagraciones de la bioética por la ley como protecciones de la persona, cuando, en
realidad, se trata de la aprobación de nuevas dispensas a favor de la bio-investigación,
con inversiones del lenguaje que esconden vulneraciones de la dignidad humana y sus
derechos; tal y como puede apreciarse con la “interrupción voluntaria del embarazo”, el
aborto “terapéutico”, la muerte “por compasión”, el preembrión, etc.

Las cuestiones bioéticas son pues, en principio, un terreno poco fértil para la
elaboración de normas jurídicas mínimamente satisfactorias. En primer lugar, porque,
como hemos indicado, no existe ya un consenso ético en las democracias pluralistas. En
segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, porque tampoco existe siempre y
necesariamente un nexo entre legalidad y moralidad: no todo lo legitimado por los
poderes públicos o por la voluntad de la mayoría es aceptable desde un punto de vista
ético. Basta pensar, por ejemplo, en algunas políticas demográficas implantadas por las
autoridades estatales que imponen el aborto, la esterilización e incluso el infanticidio
femenino. Han sido, pues, esas medidas legislativas despenalizadoras o legalizadoras
las que han introducido una suerte de ruptura entre deontología y legalidad (Herranz,
Sieira Mucientes).

2.2.2.1. Neutralidad estatal y objeción de conciencia

Los legisladores tratan de salvar este escollo invocando una ética civil –como hace el
preámbulo de la Ley española 35/1988, de 22 de noviembre, sobre Técnicas
reproductivas – “cuya validez radique en una aceptación de la realidad una vez que
ha sido confrontada con criterios de racionalidad y procedencia al servicio del interés
general; una ética, en definitiva, que responda al sentir de la mayoría y a los contenidos
constitucionales, pueda ser asumida sin tensiones sociales y sea útil al legislador para
adoptar posiciones o una normativa”.

Sin embargo, esta posición es, en verdad, ambigua y no soluciona de fondo el


problema, pues se muestra como neutral cuando realmente no lo es. Asumir la
tolerancia y la neutralidad como principio rector de la producción legislativa significa
afirmar la primacía de una visión del hombre y del mundo sobre otras posibles y, por
consiguiente, la de una praxis determinada sobre otras. De tal modo, que un
ordenamiento jurídico que tolera el aborto, la eutanasia, la fecundación in vitro
heteróloga o el transplante de órganos del recién nacido anencefálico, toma una postura
que le impide mantener su neutralidad respecto a otras posibles soluciones legislativas.
Y esta situación se reproduce en todos los casos en los que los dilemas bioéticos no son
reconducibles a opciones diversas pero recíprocamente intercambiables (y…, y…), sino a
opciones recíprocamente excluyentes (o…, o…,) (Dalla Torre). Las primeras entrarían
dentro de la diversidad legítima de la práctica o estilos profesionales: el desacuerdo
versaría sobre cuestiones de preferencia o conveniencia. Las segundas, por el contrario,
interpelan directamente a la conciencia del profesional, que se ve obligado a renunciar a
convicciones éticas intangibles o a traicionar razones científicas sólidamente fundadas.
Se trata, pues, de “opciones de principio adoptadas por el poder, que al presentarse
como neutrales pretenden una irrenunciable prevalencia, más o menos absoluta, ante
los conflictos de conciencia de los ciudadanos” (Martín de Agar). Cabe preguntarse
entonces si realmente esa neutralidad sirve a la libertad efectiva de todos, o si no se
habrá convertido en un instrumento de instrumentalización de sus manifestaciones, en
pro de un uniformismo pretendidamente aséptico. Por esta vía, la ley tendería a
convertirse en el sustitutivo de la moral, y las convicciones éticas y religiosas de los
individuos tenderían cada vez más, en nombre del pluralismo y de la privacy, a ser
consideradas socialmente irrelevantes. Por consiguiente, el objetor en estas materias es
en muchas ocasiones víctima de la incoherencia de un ordenamiento que legitima dos
conductas radicalmente opuestas: al reconocimiento del derecho de “todos” a la vida se
contraponen el derecho a la salud de la madre en los supuestos de aborto o la libertad
de investigación científica que conlleva la manipulación o destrucción de embriones.

Para evitar caer en una instrumentalización ideológica de la neutralidad el legislador


debería respetar al menos dos condiciones, una material y otra formal:

a) Condición material: el Estado ha de asumir que no puede imponer sus propios


valores éticos; no puede convertirse en religión y ética, si no quiere negar su propia
naturaleza laica. Necesita de valores heterofundantes, trascendentes al orden político
que puedan orientar su actuación y que ha de buscar fuera de sí. La solución estaría
entonces en recuperar y promover la especificidad propia del Derecho, como respuesta
a las exigencias de la coexistencia. El Derecho no es un vehículo autoritario para
imponer valores no compartidos, sino un sistema relacional de carácter público y
objetivo, de defensa y promoción de los sujetos en relación. Desde este punto de vista,
el Derecho es laico en su principio porque reconoce al hombre las expectativas que le
deben ser reconocidas en modo absoluto; no en virtud de su raza o religión, sino
exclusivamente en virtud de su dignidad de ser humano. Por todo ello, la superación del
actual eclipse del concepto de bien común, como fin primordial de toda actividad política
y legislativa, se logra a través de la teoría de los derechos humanos, que representan la
nueva cara de la laicidad en la sociedad postmoderna (Dalla Torre).

b) Condición formal: cualquier legislación bioética, en la medida en que afecta a la


dignidad humana y a los derechos humanos fundamentales, debería contar con el
máximo refrendo popular, que permita la mayor aceptación social posible (Romeo
Casabona). En el Derecho español esto se traduce en la exigencia de su aprobación por
el Congreso mediante ley orgánica, que requiere mayoría absoluta (art. 81.1 CE ).

Las interpretaciones exclusivamente formalistas no serían deseables en este delicado


ámbito, por sus impredecibles consecuencias. No son de recibo, pues, argumentaciones
como las empleadas por el TC en su sentencia 116/1999, de 17.6 , por la que
resuelve el recurso de inconstitucionalidad interpuesto contra la Ley 35/1988 sobre las
técnicas de reproducción asistida , donde llega a estimar que deben ser leyes
orgánicas las que desarrollen los derechos y libertades públicas regulados en la sección
1ª del Capítulo 2º del Título I , pero no los que afecten directa y esencialmente a la
dignidad de la persona (10.1 CE ) –como es el caso de dichas técnicas– puesto que
ese precepto no se encuentra entre los allí recogidos (FJ. 4º). Como advirtiera el voto
discrepante, “cuando la dignidad de la persona se configura, por expresa declaración
constitucional, con derechos inviolables inherentes a ella, no resulta aceptable (…) que
la ley orgánica sea necesaria para desarrollar los derechos fundamentales y no para
desarrollar lo que, materialmente, es el tronco del gran árbol. Dar un tratamiento
constitucional distinto al tronco y a las ramas no es propio de la visión no
exclusivamente formal de la reserva que este Tribunal ha consagrado”.

La democracia, en su sentido más pleno, no es una arquitectura de mecanismos


formales sino una tarea por hacer, vinculada a la incansable aspiración de garantizar y
llevar a cumplimiento los derechos fundamentales.

2.2.2.2. La conciencia ante las leyes intrínsecamente injustas


Estas consideraciones conectan con otra faceta de los conflictos entre ley y conciencia
derivados de la legislación bioética: los relativos a la ley intrínsecamente injusta, en los
que se cuestiona cuándo se debe o se puede resistir a ella. Esto ha llevado a la doctrina
a distinguir entre objeciones de conciencia obligatorias y facultativas, aunque es opinión
común considerar verdadero objetor sólo a quien objeta por deber. Lo cual exige una
precisión más: quien objeta contra una ley que regula cuestiones bioéticas, lo hace en
cuanto que la considera inmoral y, por consiguiente, injusta. Pero no al revés. Una
norma puede parecer injusta y, sin embargo, no imponer ninguna conducta éticamente
reprobable, en tal caso no cabe apelar a la conciencia para dejar de cumplirla.

El tema ha cobrado actualidad con motivo de la publicación de la Encíclica Evangelium


Vitae, de Juan Pablo II (25.3.1995). Allí se indica que “las leyes que autorizan y
favorecen el aborto y la eutanasia se oponen no sólo al bien del individuo sino también
al bien común y, por consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez
jurídica. (…) Por ello mismo, dejan de ser una verdadera ley civil moralmente
vinculante. (…) Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia,
sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas
mediante la objeción de conciencia” (nn. 72-73).

¿Cómo se puede desobedecer una ley que lo único que hace es permitir, autorizar sin
obligar?. Esa paradójica situación sólo se explica por las frecuentes interconexiones
entre las normas de los sistemas legales, que acaban por convertir la permisión legal
del aborto o de la eutanasia en imposición de un deber legal de colaborar e incluso, en
algunos casos, conceden a quienes los practican el derecho legal de no ser
obstaculizados en tales prácticas. Bien es verdad que, aunque –en teoría– la
despenalización de una conducta, o el reconocimiento de su no exigibilidad bajo sanción
penal en determinado supuestos, no convierte lo que era delito en derecho, la
experiencia demuestra que así puede –en la práctica– acabar ocurriendo. Nos
encontramos ante una gráfica consecuencia más de la función pedagógica y
promocional de las normas.

Estamos, en definitiva, en presencia de un conflicto clásico entre positivismo y Derecho


natural. Para el positivismo el Derecho está encerrado en la ley, entendida como todo
acto formalmente regular de la autoridad del Estado. Existen sin duda muchas
corrientes dentro del positivismo, pero el positivismo legalista y normativista insiste en
el carácter completo de la ley, conformándose con leyes injustas con tal de que sean
adoptadas regularmente. Sin embargo, la ley no es todo el Derecho. La ley no presenta
más que la fracción que expresa la voluntad del Estado en un tiempo y en un lugar
determinados, en función de las contingencias de las mayorías parlamentarias en las
sociedades democráticas (Mémeteau).

La injusticia de las leyes positivas inmorales va más allá de una serie de permisiones u
autorizaciones, que serían su efecto inmediato. Elaborar una ley positiva es siempre una
responsabilidad moral, es esencialmente una tarea humana movida por una razón
práctica: la de promover bienes humanos y razones prácticas para actuar. Por eso,
incluso las leyes perversas retienen algo de su carácter normativo, lo cual hace que la
corrupción de la ley sea más nefasta todavía: en primer término, porque la injusticia se
extenderá a través de la analogía y de las interconexiones antes citadas; y, en segundo
lugar, porque la promulgación de una ley es siempre un acto de enseñanza: supone dar
cuenta de lo que la naturaleza y dignidad humana requieren. De ahí que las leyes
intrínsecamente injustas pasen a convertirse en falsos profesores, en una academia de
violaciones aún más amplias y fuertes de los derechos humanos.

Es cierto que amplios sectores positivistas invitan a que el acatamiento jurídico a la ley
vaya acompañado de la libre crítica moral a sus contenidos. El problema se plantea
cuando el rechazo moral a la ley es masivo, privándola en la práctica de toda validez.
Esto es lo que ocurre, por ejemplo, en nuestro país ante la masiva acogida de los
profesionales de la sanidad pública a la objeción de conciencia al aborto, lo que explica
los intentos de ampliar su actual regulación legal así como que menudeen propuestas de
regulación de los supuestos de objeción destinadas a modificar esta situación. Por lo
demás, si se cerrara la vía de la objeción de conciencia, no le quedaría a quien quisiera
ser fiel a ella sino el recurso de la desobediencia civil, que implica la asunción de las
sanciones correspondientes a la infracción de la ley y su conversión en pública denuncia
ante la sociedad de los aspectos del sistema en vigor que se consideran irracionales.

La presentación del marco en el que emergen y se desenvuelven las odc en el ámbito


bioético, nos permite apuntar algunas de sus aspectos más particulares.

3. Definición de la objeción de conciencia biosanitaria y delimitación con otras


figuras afines

En el ámbito bioético cobra especial importancia delimitar con precisión los casos reales
de objeción, ya que, en ocasiones, se invoca errónea o innecesariamente este derecho
fundamental. Recordemos que la odc se define como la resistencia que la conciencia
personal opone a una prescripción jurídica por ser contraria a una prescripción moral
(religiosa o deontológica) que se considera prevalente. Y se traduce en la negativa,
motivada en conciencia, de los agentes de salud, a prestar su colaboración directa o
indirectamente o a realizar una intervención a la que está obligado jurídicamente. Se
trata, pues, de un conflicto subjetivo irreductible entre un deber jurídico y un deber
moral, entendido en sentido amplio.

Se señalan a continuación los elementos que componen la definición de odc.

3.1. Imposición de una conducta por una norma jurídica

La conducta exigida debe estar impuesta por una norma, pues una conducta
jurídicamente libre no puede considerarse objetable en conciencia, basta con negarse a
realizar la acción. Por lo general, se recurre a la odc frente a imperativos legales que
imponen “un hacer”. La mayoría de las odc biomédicas son, pues, negativas: omisiones
pasivas frente a un deber jurídico. Obviamente, para el derecho no es lo mismo
garantizar que nadie será obligado a actuar en contra de su conciencia que asegurar
que todos y en todo caso podrán actuar conforme a ella. Sin embargo, a veces, puede
ser complicado distinguir cuándo la norma civil está imponiendo una conducta inmoral y
cuándo está solamente restringiendo la posibilidad de cumplir, aquí y ahora, un deber
de conciencia (Martín de Agar).

Los ordenamientos jurídicos democráticos procuran garantizar la libertad de conciencia,


adaptándose a sus diversas exigencias, lo que conduce a la distinción de tres
situaciones diferentes (Dalla Torre):

a) Opción de conciencia: acontece cuando la norma contiene una obligación a la cual,


por razones de conciencia, es posible sustraerse del todo, mediante ciertas formalidades
y procedimientos.

b) Odc relativa: a diferencia de la anterior, impone una actividad alternativa a quien


elude, por motivos de conciencia, la obligación exigida, que se presenta como requisito
previo para disfrutar de ciertos beneficios. De forma que quien se acoge a ella debe
soportar algún gravamen indirecto al ejercicio de su libertad: cambio de turnos, de
sede, etc.

c) Odc absoluta: la norma impone una obligación de carácter absolutamente ineludible y


no contempla alternativa alguna.

Como veremos en los supuestos concretos, la mayoría de las intervenciones antes


descritas no están impuestas de forma ineludible por el ordenamiento español. Así, por
ejemplo, si la venta de preservativos en una Farmacia no es obligatoria, pues sólo hay
obligación legal de tener en todo momento en la farmacia una relación de productos
muy concretos que podría calificarse de urgencia, carece de sentido invocar la odc para
negarse a su suministro. Con mayor motivo, cuando se niega a practicar la eutanasia o
a participar en experimentos de clonación reproductiva, ambas prohibidas por el
Derecho español.

Por otra parte, en muchos casos existe la posibilidad de acogerse a otros argumentos
legales más favorables que la odc. La praxis norteamericana propone tres vías
trasladables al Derecho español (López Guzmán):

a) El recurso al propio derecho, sin necesidad de apelar a la conciencia. De hecho,


muchas de las odc biomédicas son objeciones de legalidad, es decir, negativas a
colaborar en un fraude de ley. Más que contravenir una norma o lesionar un derecho
ajeno, el objetor actúa conforme a la ley que protege la vida y la integridad física o
psíquica (art. 15 CE ), la salud (art. 43 CE ); con mayor motivo si el supuesto no
encaja en ninguna de las tres indicaciones del art. 417 bis (CP-73, reformado por LO
9/1985, de 5.7). En este sentido, la STS, Sala 2ª, de 3 de abril de 1997 , condenó
a un médico por delito de aborto del art. 145 CP-95 , por haber expedido una receta y
recomendado haber la ingestión de una dosis alta de un microabortivo, lo que produjo
el aborto de una mujer que efectivamente lo deseaba, pero al margen de los supuestos
permitidos por la ley.

b) La interposición de cláusulas de conciencia, reflejo del principio general de derecho


de la libertad contractual, faculta a uno de los contratantes a apartarse de la fuerza de
ley inherente al contrato y seguir la ley de la conciencia. Lo cierto es que su
interpretación suele provocar problemas y se excluye de su amparo a ciertos
profesionales, como ocurre con los farmacéuticos que se ven obligados a dispensar
especialidades microabortivas o con quienes se niegan a prestar una colaboración
indirecta al aborto (matronas, personal administrativo, etc). Por añadidura, estas
cláusulas comportan serios riesgos laborales para quienes se encuentran en situaciones
precarias o de inseguridad laboral (vrg. becarios o trabajadores en prácticas).

c) Las leyes de discriminación religiosa: ofrecen mayores dificultades de aplicación que


las cláusulas de conciencia y originan más problemas por introducir una variada gama
de factores distintos a los estrictamente profesionales. De hecho, no es lo mismo
participar en un aborto que no trabajar en sábado descentrando los turnos de guardia.

En conclusión, la invocación a la odc debe ser el último recurso, tras asegurarse de que
existe la obligación legal de realizar el acto y comprobar que no existe ninguna otra
alternativa para eludirla.

3.2. Prevalencia de una prescripción “moral”: motivaciones éticas y científicas


de la odc

La motivación en conciencia que lleva a rechazar la participación en estas


intervenciones no obedece sólo a razones religiosas, sino principalmente a razones
éticas o deontológicas (objeciones de conciencia) y científicas (objeciones de ciencia).

a) Motivaciones éticas. En muchas ocasiones, la invocación de la odc nace de un


planteamiento ético profesional, por eso mismo, son también objeciones debidas: una
forma de preservación de los deberes deontológicos de las respectivas profesiones.
Exteriorizan contenidos ético-profesionales emblemáticos, como el respeto máximo a la
vida (arts. 4.1, 23 CEM; 14, 16 CEE) o a la salud del ser humano embriofetal (art. 24.1
CEM), el área de la legítima libertad de prescripción (arts. 20.1 CEM; ad. 1ª CEE), la
independencia y responsabilidad del acto profesional (arts. 37.2 CEM; 57-60 CEE; 8
CEV), la resistencia al consumismo médico (art. 6.1 CEM), el secreto profesional (arts.
14-17 CEM; 19-21 CEF; 8 CEV), etc.
“La odc es, pues, algo más que un mecanismo para sobrevivir en una sociedad
éticamente fracturada, pues pone de relieve muchos valores éticos positivos (…). Es una
manifestación privilegiada de la virtud médica y humana de la integridad, fundamento
tanto de la confianza como de la autonomía de la relación médico-paciente y del crédito
público de la profesión médica” (Herranz). Ha de tener un fundamento sólido y no
puede ser una táctica oportunista y cambiante. No cabe objetar para eludir las
obligaciones ante la sanidad pública y realizar esas mismas intervenciones en consultas
privadas con el beneficio económico resultante. Esa conducta está tipificada como una
falta grave, sancionada con un severo expediente disciplinario (cfr. art. 44.1 de los
Estatutos Generales de la Organización Médica Colegial de España).

b) Motivaciones científicas. El objetor, basándose en la lex artis del momento, también


puede servirse de argumentos científico-profesionales para rechazar ciertas
intervenciones, por entender que puede ofrecer otras alternativas válidas de
tratamiento que respetan también la vida o suponen menos riesgos para la salud. Tal
sería el caso, por ejemplo, del médico que invoca la objeción de ciencia por cuestionar
la conveniencia de la prescripción médica de los fármacos microabortivos por los efectos
secundarios que producen, o que se niega a aplicar el aborto terapéutico, porque no lo
considera un tratamiento tan ventajoso y superior –en comparación con otras
alternativas terapéuticas– que no practicarlo significaría infligir un daño deliberado a la
madre, o del que rechaza el aborto eugenésico, porque antes de eliminar al feto
afectado por infecciones o por malformaciones graves, prefiere aplicar alguna técnica
terapéutica (Herranz).

4. Reconocimiento jurídico de la objeción de conciencia biosanitaria

4.1. La objeción de conciencia en el Derecho español y en el Derecho


comparado

El derecho a la odc no está expresamente reconocido en ninguno de los clásicos textos


internacionales de derechos humanos. No deja de ser una interesante coincidencia el
que figure explícitamente, por primera vez, en el art. 10.2 de la CDUE , documento
que también dedica una regulación detallada y novedosa a la dignidad humana, al
derecho a la vida (art. 2 ) y, en especial, a la integridad física y psíquica de la persona
(art. 3 ).

Como ya se apuntó en el tema (I), la odc tampoco está regulada específicamente por el
Derecho español; es un derecho fundamental que “forma parte del contenido esencial
de las libertades del art. 16.1 CE ” –se trata de una de las manifestaciones de las
propias creencias– y como tal, “la CE es directamente aplicable”. Por tanto, “el derecho
de odc (…) existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no
tal regulación” (STC 53/1985 ). En consecuencia, “quien objeta esgrime ya un
derecho; no apela sólo a su conciencia, sino además al derecho fundamental que la
tutela. (…) En las libertades de pensamiento, religión y conciencia están ya
potencialmente planteadas todas las posibles objeciones, llamadas a delinear la frontera
del espacio de autonomía personal y de incompetencia del Estado en que consisten
primariamente estas libertades. Una frontera sinuosa y cambiante, difícil de establecer
de modo definitivo desde postulados teóricos, o sobre la rígida base de la ley, y que
más conviene a la jurisprudencia” (Martín de Agar).

La única regulación española sobre la odc biosanitaria es de carácter reglamentario. Se


trata del RD de 21.11.1985, sobre Centros Sanitarios acreditados para la práctica de
abortos legales. En él se dispone: “la no realización de la práctica del aborto habrá de
ser comunicada a la interesada con carácter inmediato al objeto de que pueda con
tiempo suficiente acudir a otro facultativo”. Recientemente se ha presentado ante el
Ministerio de Justicia una proposición de ley reguladora de la odc en materia científica,
especialmente en la Biotecnología e Ingeniería Genética. Y en esta misma línea, la
Asociación para la Defensa de los Derechos del Animal (ADDA) considera que existe una
gran cantidad de ciudadanos que pueden ser presionados o coaccionados en su lugar de
trabajo, estudio o investigación, y por el contrario, hay un gran vacío legal al respecto.

A pesar de todo, esta ausencia normativa española sobre la odc –a tenor de la doctrina
del TC antes expuesta– no puede suponer una limitación de su alcance sólo a los
supuestos contemplados por la norma positiva, pues se correría el riesgo de
desvincularla de las libertades que la originan. Y desde luego, el ejercicio de la odc no
puede originar discriminaciones, provocando despidos o sometiendo a un trato diferente
respecto al que reciben otros profesionales de su misma categoría.

La situación es ligeramente diversa en el Derecho comparado (Navarro Valls/Martínez-


Torrón). En Italia, la odc de los investigadores está contemplada en algunas leyes
regionales, como el art. 2.3 de la Ley de Lombardía 20.6.1975, n. 97 y el art. 4.3 de la
Ley del Piamonte 9.1.1987, n. 3, que prevén que los profesionales de la salud por
“motivos fundados”, en el primer caso, por “declarados motivos”, en el segundo,
puedan negarse a participar en los programas de investigación designados por los
órganos competentes. A su vez, la Ley del 12.10.1993, n. 413, sobre Normas acerca de
la odc a la experimentación animal, reconoce el derecho de odc a los ciudadanos que se
oponen a la violencia sobre todos los seres vivientes (art. 1); en concreto, los médicos,
investigadores, el personal sanitario y los estudiantes universitarios pueden declarar la
odc respecto a las actividades específica y necesariamente encaminadas a la
experimentación animal (art. 2).

En el Reino Unido, la section 34 de la Human Fertilisation and Embriology Act (1990)


reconoce la odc de los investigadores científicos en el sector de la biología y de la
genética; y en Austria, la Ley de Reforma Universitaria garantiza una tutela similar a los
investigadores en el caso de experimentaciones cuyos métodos o contenidos puedan
crear problemas de conciencia.

En todo caso, al margen de los tipos de odc codificados legislativamente, la doctrina


nacional y extranjera viene aplicando una extensión analógica de las normas sobre odc
del personal sanitario al aborto a todos los casos en los que las investigaciones,
experimentaciones o manipulaciones genéticas afectan a la vida y dignidad del embrión,
en cualquiera de sus fases de desarrollo.

4.2. La objeción de conciencia en el Derecho profesional biosanitario: Estatutos


de los Colegios profesionales y Códigos de Deontología

Como ya vimos, el interés prevalente del enfermo y la libertad de conciencia del


profesional son principios hipocráticos que inspiran la mayor parte de los Códigos de
Ética y Deontología del mundo occidental, y se revelan, hoy más que nunca,
imprescindibles para salvaguardar la auténtica finalidad de las ciencias de la salud:
preservar el bien de la vida. Por este motivo, casi todos establecen el derecho a objetar
la realización y cooperación en determinadas intervenciones, detallando la conducta que
ha de seguir el objetor. Su regulación varía de unos países a otros dependiendo de su
reconocimiento o no como un derecho, de la despenalización o legalización de esas
prácticas por los respectivos ordenamientos nacionales y de la relevancia que se
otorgue a los Colegios Profesionales (Herranz, Sieira Mucientes).

Esta reglas de conducta profesional son pautas que han de tener en cuenta los
tribunales a la hora de juzgar el comportamiento de los profesionales biosanitarios. Su
observancia viene impuesta por la Ley sobre Colegios Profesionales de 13.2.1974 y
por sus respectivos Estatutos Generales. En cuanto al grado de vinculatoriedad de las
normas deontológicas y la función disciplinaria de los Colegios Profesionales, la STC
219/1989, de 21 de diciembre , aclara que “no constituyen simples tratados de
deberes morales sin consecuencia en el orden disciplinario. Muy al contrario, tales
normas determinan obligaciones de necesario cumplimiento por los colegiados (…). Las
transgresiones de las normas de deontología profesional constituyen, desde tiempo
inmemorial y de manera regular, el presupuesto de ejercicio de las facultades
disciplinarias de los Colegios Profesionales” (FJ. 5). Asimismo, el art. 4 del CDHB
impone que toda intervención en el ámbito de la sanidad, comprendida la
experimentación, deberá efectuarse dentro del respeto a las normas y obligaciones
profesionales, asi como a las normas de conducta aplicables a cada caso. Son, por
tanto, normas de obligado cumplimiento para los colegiados; su vulneración supone
incurrir en una falta disciplinaria tipificada en los respectivos Estatutos Generales de
cada profesión.

En el ámbito nacional la odc está reconocida expresamente en los siguientes Códigos:

- Código Deontológico de la Enfermería Española, Madrid, 1989 (última modificación: 1-


3-2002): “De conformidad con lo dispuesto en el art. 16 de la CE, la Enfermera/o tiene,
en el ejercicio de su profesión, el derecho a la odc que deberá ser debidamente
explicitado ante cada caso concreto. El Consejo General y los Colegios velarán para que
ninguna/o Enfermera/o pueda sufrir discriminación o perjuicio a causa del uso de este
derecho” (art. 22).

- Código para el ejercicio de la Profesión Veterinaria, Madrid, 1990: “los veterinarios (…)
deben cumplir en conciencia sus deberes profesionales (…)” (art. 5); “El veterinario está
obligado a no renunciar nunca a su libertad e independencia profesional” (art. 8).

- Código Deontológico de la Profesión Farmacéutica, Madrid, 2000: No tiene fuerza legal


mientras no figure en el futuro Estatuto de la Profesión Farmacéutica, pendiente de
aprobación por el Ministerio de Sanidad. Dedica tres artículos a la odc: “El farmacéutico
respetará las actuaciones de sus colegas y de otros profesionales sanitarios aceptando
la abstención de actuar cuando alguno de los profesionales de su equipo de trabajo
muestre una objeción razonada de ciencia o de conciencia” (art. 23); “la responsabilidad
y libertad personal del farmacéutico le faculta para ejercer su derecho a la odc
respetando el derecho a la vida y a la salud del paciente” (art. 28); “El farmacéutico
podrá comunicar al Colegio de Farmacéuticos su condición de objetor de conciencia a los
efectos que considere procedentes. El Colegio le prestará el asesoramiento y la ayuda
necesaria” (art. 33).

- Código de Ética y Deontología Médica, Madrid, 1999: “(1) El médico tiene el derecho a
negarse por razones de conciencia a aconsejar alguno de los métodos de regulación y
asistencia a la reproducción, a practicar la esterilización o a interrumpir un embarazo.
Informará sin demora de su abstención y ofrecerá, en su caso, el tratamiento oportuno
al problema para el que se le consultó. Respetará siempre la libertad de las personas
interesadas de buscar la opinión de otro médicos. Y debe considerar que el personal que
con él colabora tiene sus propios derechos y deberes.

(2) El médico podrá comunicar al Colegio de Médicos su condición de objetor de


conciencia a los efectos que considere procedentes, especialmente si dicha condición le
produce conflictos de tipo administrativo o en su ejercicio profesional. El colegio le
prestará el asesoramiento y la ayuda necesaria” (art. 26).

“(…) Quien ostente la dirección del grupo cuidará de que exista un ambiente de
exigencia ética y de tolerancia para la diversidad de opciones profesionales. Y aceptará
la abstención de actuar cuando alguno de sus componentes oponga una objeción
razonada de ciencia o de conciencia” (art. 33.3).

Por su trascendencia y por tratarse de una regulación más pormenorizada, nos


detendremos en analizar la odc de la profesión médica. Nos aporta, además, el armazón
sobre el que se articulan casi todas las odc biosanitarias. Ha sufrido algunas
modificaciones respecto a lo previsto en el Código anterior, de 1990, que iremos
comentando.
El art. 26 CEM aborda, básicamente, dos cuestiones: la deontología de la odc y la
conducta que ha de seguir el objetor.

4.2.1. Deontología de la odc de los médicos

a) Motivación de la odc: el CEM de 1999 sólo alude a “razones de conciencia”, a


diferencia del CEM (1990), que mencionaba razones basadas en “las convicciones éticas
o científicas”. Sin embargo, en el espíritu de la norma están incluidas ambas, como se
deduce del tenor más explícito del art. 33.3. Por otra parte, la nueva redacción es más
clara en cuanto a la naturaleza de la odc: reconoce que es un “derecho del médico”,
mientras que antes se limitaba a decir que “es conforme a la Deontología”.

b) Actividad rechazada: también en este punto hay notables cambios. El CEM (1990)
describía la conducta del objetor como “abstención de la práctica” del aborto,
reproducción humana o de trasplantes de órganos. En la actualidad, curiosamente, se
distinguen las conductas atendiendo a su diverso objeto: recurre a la expresión negarse
a “aconsejar”, cuando se trata de los métodos de regulación y de asistencia a la
reproducción; mientras que en los supuestos de esterilización y aborto se mantiene el
término “practicar”.

La explicación puede obedecer a un doble motivo: en primer lugar, a que la mayoría de


los métodos de planificación familiar son de directa y personal aplicación, aunque no
todos, como ocurre con el dispositivo intrauterino (DIU) y, analógicamente, podría
decirse lo mismo de los anticonceptivos orales que requieren prescripción médica. Por el
contrario, las técnicas reproducción asistida son auténticas intervenciones clínicas a las
que bien se les podía extender el término “aplicar”. Solventaría estas ambigüedades, el
entender que reconocida la negativa a actividades que exigen menor grado de
implicación directa del profesional, como es la de aconsejar, con más razón lo estarían
las que conllevan mayor responsabilidad. Quien reconoce “lo menos” implícitamente
está reconociendo “lo más”.

Finalmente, por cuanto se refiere a la descripción de las intervenciones “objetables”, el


CEM (1999) es más oportuno: por un lado, matiza más las relativas a la reproducción
humana, al incluir los métodos de regulación y de asistencia y, por otro lado, incorpora
la esterilización y elimina los trasplantes de órganos, que figuraban en el CEM (1990), a
pesar de que su art. 29.1 animaba a la donación de órganos. Por el contrario, el CEE
opta por no mencionar los supuestos y recurre a una fórmula más amplia: la de
explicitar debidamente la odc ante cada caso concreto.

4.2.2. Pautas de conducta del profesional biosanitario objetor

El art. 26.1 señala el camino deontológico que debe seguir el médico objetor, extensible
analógicamente al resto de los profesionales de la salud. Está marcado por tres etapas
(Herranz):

a) Como primera medida, el médico no puede limitarse a denegar su participación sino


que ha de dar al paciente las razones de su decisión, al tiempo que se brinda a tratarle
conforme a los criterios científicos y profesionales que estima oportunos, mostrando las
ventajas y posibles riesgos de este planteamiento.

b) Si esa oferta suya fuera rechazada y el paciente decide buscar otro médico que
responda a sus deseos, el médico objetor dará por terminada su relación profesional con
el paciente. Son varias las normas deontológicas que entran en juego en estos casos y
se contraponen entre sí: por un lado, concurren dos deberes éticos del médico hacia su
paciente: el de lealtad (art. 4.3 CEM) y el de respetar sus convicciones y abstenerse de
imponer las propias (art. 8.1 CEM), sin que puedan influir negativamente en la calidad
de la atención médica, porque se trataría de una discriminación prohibida (art. 4.2
CEM). Pero, por otro lado, el médico puede invocar su derecho a suspender la relación
con el paciente si “llega al convencimiento de que no existe hacia él la necesaria
confianza” (art. 9.1 CEM) o si le exige “un procedimiento que éste, por razones
científicas o éticas, juzga inadecuado o inaceptable” (art. 9.3 CEM).

Como puede apreciarse, se trata de un conflicto de intereses y libertades. Pero


recordemos que en la relación médico-enfermo, el respeto por la integridad de persona
es recíproco: la libertad de conciencia de uno acaba donde comienza la del otro. Por esa
misma razón, la lealtad al paciente no obliga al médico a someterse a sus peticiones
abusivas. Ciertamente, el médico está obligado a abstenerse, en la medida de lo
humanamente posible, de aplicar o aconsejar tratamientos que contradigan las
convicciones de sus pacientes; de modo que le ofrecerá las alternativas de tratamiento
que, aunque no ideales, no repugnen a su conciencia profesional. Pero si las exigencias
del paciente sobrepasaran los límites de lo que, en conciencia, el médico considera
racional, la solución más ética y justa es la de suspender la relación. Bien es verdad que
estas situaciones admiten modulaciones diversas atendiendo al hecho de si el facultativo
ha aceptado o no libremente al paciente, puesto que en ocasiones es preferible
renunciar a un paciente que acogerse a la odc.

Se plantea además una segunda cuestión: ¿el médico está obligado a buscar un colega
que acceda a las pretensiones del paciente? El CEM (1999) distingue los supuestos de
desacuerdo, atendiendo a la diferente naturaleza de la ruptura de la relación
profesional: por un lado estarían los motivados por la pérdida de confianza (art. 9.1);
por otro, los que son consecuencia de la colisión de las libertades de cada uno de ellos
(art. 9.2). En el primero, establece que antes de suspender la relación, “advertirá (…)
con la debida antelación al paciente o a sus familiares y facilitará que otro médico, el
cual transmitirá toda la información necesaria, se haga cargo del paciente”. Mientras
que en el segundo sólo se afirma que “tras informarle debidamente, queda dispensado
de actuar”. En opinión de López Guzmán y Herranz, no está obligado a hacerlo. Ni podrá
moralmente hacerlo pues éste no puede vivir una doble moral y juzgar que lo que se
prohibe moralmente a sí mismo por considerarlo una grave infracción deontológica,
puede ser lícitamente practicado por otros colegas de moral más relajada.

Por el contrario, algunas normas deontológicas internacionales establecen esa obligación


en todos los casos. Así, por ejemplo, la Declaración de Oslo de la AMM sobre el aborto
terapéutico (1983), en su punto 5º señala: “si el médico estima que sus convicciones no
le permiten aconsejar o practicar un aborto, puede retirarse del caso siempre que se
asegure que un colega competente sigue prestando asistencia médica”. Y en el mismo
sentido se pronuncia el art. 18 de los Principios Europeos de Ética Médica (1987): “para
un médico es conforme a la ética –sobre la base de sus propias convicciones– negarse a
intervenir en el proceso de reproducción o en el caso de interrupción del embarazo o
aborto, invitando a los interesados a solicitar el consejo de otros compañeros”.

c) Por último, el respeto a la libertad de conciencia del profesional se plantea no sólo en


su relación con los pacientes sino también con los colegas de trabajo y los directivos de
las instituciones sanitarias. Éste contexto suele ser el más problemático para el objetor,
dada la organización jerárquica de la sanidad, bien porque dirige un grupo o un servicio
o bien porque es miembro del mismo. El art. 31.2 CEM sienta un principio claro de
actuación: “los médicos deben tratarse entre sí con la debida deferencia, respeto y
lealtad, sea cual fuere la relación jerárquica entre ellos”. Lo cual se materializa en
respetar los derechos y deberes del personal que colabora con él (anestesistas,
enfermeras, matronas, auxiliares, etc.), al distribuir responsabilidades y funciones,
velando porque exista un ambiente de exigencia ética y tolerancia para la diversidad de
opciones profesionales. Y tiene el deber ético de aceptar la abstención de actuar cuando
alguno de los componentes oponga una objeción de ciencia o de conciencia (cfr. arts.
26.1 in fine; 33.3). Por ello nadie debería ser excluido del derecho a objetar. Se trata,
en definitiva, de respetar su autonomía moral, su libertad y competencia profesional
(cfr. arts. 20.1, 37.2).
En la práctica, desgraciadamente, no siempre es así: la odc no es un derecho que se
ejerza pacíficamente. Y ya son varios los casos planteados ante los Tribunales españoles
por enfermeras y matronas que han sufrido discriminaciones injustas por negarse a
participar en abortos. En este sentido se manifiesta la Sentencia del TSJ de las Islas
Baleares de 13.2.1998, resolviendo el caso del Hospital de Son Dureta de Palma de
Mallorca. La Dirección del Hospital elaboró un proyecto de protocolo en virtud del cual
se obligaba a las matronas del centro a participar en los abortos instaurando por vía
venosa el tratamiento analgésico, controlando las dosis de oxitocina (dilatador del
útero), la dilatación y las constantes vitales. La Asesoría Jurídica del Hospital no aceptó
la odc de las matronas al argumentar que su participación no es directa en el aborto. La
sentencia sostiene la ilegitimidad de la propuesta de protocolo, aseverando
textualmente que “no cabe exigir del profesional sanitario que por razones de conciencia
objeta al aborto que en el proceso de interrupción del embarazo tenga la intervención
que corresponde a la esfera de sus competencias propias; intervención que, por
hipótesis, se endereza causalmente a conseguir, sea con actos de eficacia directa, sea
de colaboración finalista, el resultado que la conciencia del objetor rechaza”.

La trascendencia deontológica de la odc tiene, un claro reflejo en la protección


corporativa que los colegios profesionales garantizan al objetor, asegurándole su
legítima libertad e independencia profesional (Herranz). No en vano, uno de los fines de
las respectivas Organizaciones Colegiales es la promoción, salvaguarda y observancia
de los principios deontológicos y ético-sociales de las respectivas profesiones, y de su
dignidad y servicio (cfr. art. 4.2 de los Estatutos del Colegio Oficial de Biólogos,
aprobado por RD 693/1996, de 26.4; art. 3.2 de los Estatutos Generales de la
Organización Colegial Veterinaria Española, aprobados por RD 1840/2000, de 10.11;
art. 32.1 de los Estatutos Generales de la Organización Médica Colegial, aprobados por
RD 1018/1980, de 19.5.1980; art. 3 h) de los Estatutos Generales de la Organización
Colegial de Enfermería, aprobados por RD 1856/1988, de 29.6). Consecuentemente, se
comprometen a prestar apoyo moral y asesoramiento a los colegiados que ven atacadas
su libertad profesional (cfr. arts. 26.2 CEM; 22 CEE; 33 CEF; 8 CEV), no sólo en nombre
de los derechos de libertad ideológica, religiosa y de conciencia y a no ser discriminado
(arts. 14 y 16 CE ), sino también para cumplir con el deber estatutario de “defender
los derechos… de los colegiados… si fueran objeto de vejación, menoscabo,
desconsideración o desconocimiento en cuestiones profesionales” (art. 34.b de los
Estatutos Generales de la Organización Médica Colegial).

5. Sujetos y límites del derecho de objeción de conciencia

Potencialmente cualquier agente biomédico puede verse implicado directa o


indirectamente en una intervención que conlleve la invocación de la odc: médicos,
enfermeras, veterinarios, farmacéuticos, biólogos, químicos, matronas, etc. A ellos se
añaden en la actualidad aquellos que trabajan en el ejercicio de determinadas
profesiones científicas, especialmente en la Biotecnología e Ingeniería Genética.

Casi todas ellas pueden encuadrarse dentro de las odc relativas al cumplimiento de
obligaciones contractuales y profesionales: se persigue el incumplimiento de normas
que aplican por haber mediado previamente la aceptación por el sujeto en cuestión de
un determinado status que condiciona y limita su actuación en determinadas
circunstancias. Con todo, como advierte López Guzmán, este planteamiento adolece de
una excesiva simplificación, pues las condiciones asumidas por los agentes de la salud,
desde su misma profesión, no son idénticas en todo momento y otras son incorporadas
obligatoriamente desde el exterior.

Desde un punto de vista estrictamente jurídico la odc es un problema de límites, de


colisión de intereses y derechos. Entran en juego, de una parte, la libertad de
conciencia conciencia y el derecho a no ser discriminado por razones ideológicas; de
otra, el derecho a la libertad de empresa en su vertiente de ejercicio del poder de
dirección empresarial, si se trata de una relación privada de trabajo, y el principio de
jerarquía y el buen funcionamiento del servicio público, si el profesional se encuentra en
una relación estatutaria o funcionarial al servicio de la Administración Sanitaria.

Según Sieria mucientes, cuya exposición seguimos en este tema, la concordancia de


estos intereses constitucionales exige recurrir al método de la ponderación de bienes,
por el que se llega a la conclusión general de que el empleador, en el ámbito sanitario
privado o público, tiene la obligación de intentar adaptar la tarea a las convicciones de
conciencia del objetor, ofreciéndole alternativas ocupacionales y, en su caso, en él recae
la carga de la prueba de que esta adaptación es imposible.

La adaptación es imposible en la relación privada de trabajo cuando la alternativa


ocupacional perjudica ostensiblemente el ritmo productivo, esto es, cuando conculca el
régimen normativo de provisión de vacantes, atenta contra derechos de otros
trabajadores o resulta económicamente excesivo, lo que deberá ser objetivamente
demostrado.

Cuando el objetor se encuentra en una relación profesional estatutaria o funcionarial,


hay que tener en cuenta que el principio de jerarquía se atenúa en la estructura
profesional sanitaria por la entrada en escena de consideraciones deontológicas y que la
normativa española únicamente despenaliza el aborto indicado, pero no concede un
derecho al mismo.

Por ello el principio de jerarquía y el buen funcionamiento del servicio público sólo
pueden erigirse en límites al derecho de odc para el personal no sanitario al servicio de
instituciones sanitarias públicas y para el personal directivo de las mismas. Por tanto, si
el objetor pertenece a estas dos categorías de personal, deberá demostrarse que no es
posible la sustitución del mismo mediante los mecanismos administrativos pertinentes
de transferencia de competencias y en particular del instituto de la abstención, si no es
a costa de desnaturalizar su propia función.

El director sanitario de instituciones públicas puede, por tanto, objetar como persona
física, pero no puede operar una objeción institucional, facultad que sí cabe a la
dirección de los centros privados o concertados mediante el establecimiento de
cláusulas de salvaguarda de la propia identidad religiosa (cfr. art. 6 LOLR ). No
obstante, si todo el personal de un hospital público objeta en bloque, no existe en
nuestro ordenamiento norma alguna que obligue a la contratación de personal no
objetor. De hecho, una convocatoria de empleo público entre cuyos requisitos figurase
la condición de practicar abortos podría tacharse de inconstitucional por atentar contra
el derecho fundamental de acceso a las funciones y cargos públicos en condiciones de
igualdad. Más problemático sería el caso de los centros específicamente capacitados
para practicar la reproducción asistida, en los que se exige expresamente la presencia
de un médico especialista y con experiencia en estas técnicas. La contratación en estos
supuestos está condicionada ab initio a la ejecución de un determinado tipo de
prestaciones que ambas partes –se sobreentiende– han pactado libre y
conscientemente, sin perjuicio de que quepa una posterior rescisión contractual si el
profesional considera después que atentan a su conciencia.

6. Manifestaciones de las objeciones de conciencia en el ámbito bioético

Hasta hoy, las acciones a las que los profesionales de la salud han opuesto odc y que
han sido reconocidas, en mayor o menor medida, como legítimas por la legislación, la
regulación profesional o la simple costumbre están presentes en los cuatro ámbitos que
definen el objeto material de la bioética: el aborto provocado, la contracepción, en
especial la pos-coital y la esterilización voluntaria, la reproducción asistida, la
investigación destructiva de embriones, las manipulaciones genéticas y la clonación, la
eutanasia, la ayuda médica al suicidio y la suspensión de tratamientos médicos, el
trasplante de órganos en determinadas circunstancias, la alimentación forzada a
huelguistas de hambre, el rechazo de algunos tratamientos médicos (transfusión de
sangre, productos biológicos de animales proscritos por determinados grupos religiosos)
o farmacológicos por considerar la oración como el único remedio válido, la cooperación
con la policía en la obtención de información, la participación en torturas, en tratos
degradantes o en la ejecución de la pena capital, algunas intervenciones de psicocirugía
y determinados experimentos sobre hombres o ciertos animales (Herranz).

Algunas serán analizadas con detalle en otros capítulos (aborto, tratamientos médicos,
eutanasia, píldoras abortivas). Ahora sólo nos ocuparemos de algunas en especial.

7. Objeciones de conciencia en intervenciones sobre reproducción humana

7.1. Los derechos reproductivos en el Derecho español

No es una casualidad que el CEM (1999) incluya la regulación de la odc precisamente en


su capítulo VI dedicado a la reproducción humana, pues es una de las materias bioéticas
a las que el Derecho español ha dedicado más atención, suscitando gran debate ético y
jurídico. Las normas más importantes son las siguientes:

a) La Ley 35/1988, de 22.11, sobre técnicas de reproducción asistida (LRA):


declarada inconstitucional y nula parcialmente en el inciso “con las adaptaciones
requeridas por la peculiaridad de la materia regulada en esta Ley” del art. 20.1 , por
la STC 116/1999, de 17.6 . Ha sido desarrollada por el RD 412/1996, de 1.3, por el
que se establecen los protocolos obligatorios de estudio de los donantes y usuarios
relacionados con las técnicas de reproducción humana asistida y se regula la creación y
organización del Registro Nacional de Donantes de Gametos y Preembriones con fines
de reproducción humana , por la Orden de 25.3.1996, por la que se establecen las
Normas de funcionamiento del Registro Nacional de Donantes de Gametos y
Preembriones y por el RD 413/1996, de 1.3, por el que se establecen los requisitos
técnicos y funcionales precisos para la autorización y homologación de los centros y
servicios sanitarios relacionados con las técnicas de reproducción humana asistida .

b) la Ley 42/1988, de 28.12, sobre donación y utilización de embriones y fetos humanos


o de sus células, tejidos, u órganos (LDUEF): declarada inconstitucional y nula
parcialmente en su inciso “con las adaptaciones que requiera la materia” del art. 9.1 ,
por STC 212/1996, de 19.12 ;

c) La Ley Orgánica 10/1995, de 23.11, del Código Penal (arts. 144-162 );

d) El RD 415/1997, de 21.3, por el que se crea la Comisión Nacional de Reproducción


Humana Asistida.

Todas ellas aluden al inicio de la vida y son manifestaciones diversas de los hoy
llamados derechos reproductivos. Conforme a su definición en las Conferencias
internacionales sobre Población y Desarrollo (El Cairo, 1994) y sobre la Mujer (Pekín,
1995), estos derechos “se basan en el reconocimiento del derecho básico de todas las
parejas e individuos a decidir libre y responsablemente el número de hijos, el
espaciamiento de los nacimientos y el intervalo entre éstos, y a disponer de la
información y de los medios para ello y el derecho a alcanzar el nivel más elevado de
salud sexual y reproductiva. También incluye el derecho a adoptar decisiones relativas a
la reproducción sin sufrir discriminación, coacciones ni violencia, de conformidad con lo
establecido en los documentos de derechos humanos. En el ejercicio de este derecho,
las parejas y los individuos deben tener en cuenta las necesidades de sus hijos nacidos
y futuros y sus obligaciones con la comunidad. La promoción del ejercicio responsable
de esos derechos de todos debe ser la base primordial de las políticas y programas
estatales y comunitarios en la esfera de la salud reproductiva, incluida la planificación
de la familia” (Pars. 7.3 y 94, respectivamente).

Pese a la insistencia de ambas Conferencias, no existe ningún texto internacional que


aluda de forma expresa a los derechos reproductivos con esa terminología.
Ciertamente, muchas de las facultades que la procreación humana comporta están
reconocidas por los ordenamientos jurídicos estatales y las Declaraciones
internacionales como derechos humanos, como, por ejemplo: el derecho a la vida, a la
libertad y a la seguridad, el derecho a la dignidad y al libre desarrollo de la
personalidad, el derecho a la integridad física, a la libertad religiosa, ideológica y de
conciencia, el derecho a la intimidad personal y familiar, el derecho a un nivel de vida
adecuado que le asegure tanto al titular como a su familia la salud y el bienestar, el
derecho al matrimonio y a fundar una familia, el derecho de la maternidad y la infancia
a cuidados y asistencia especiales, el derecho a la educación, etc. (cfr. arts. 3 , 16, 18
, 25, 26 DUDH (1948); arts. 2, 3 , 8, 9 , 12 CEDH (1950). Todavía con
mayor precisión el art. 16 de la Proclamación de Derechos Humanos de Teherán (1968)
y el art. 4 de la Declaración sobre Progreso Social y Desarrollo (1969) reconocen
explícitamente el “derecho de los padres a determinar libremente y con responsabilidad
el número y el espaciamiento de sus hijos”. Sin embargo, la nueva formulación esconde
ambigüedades que pueden llegar a suponer la conculcación de otros muchos derechos,
en especial, el de la vida. Además, su alcance trasciende la mera relación médico-
paciente, para convertirse en un principio rector de las políticas demográficas nacionales
e internacionales.

La actual conceptualización de la procreación como un riesgo –el riesgo del embarazo–


explica su ultra-control mediante una acentuada medicalización, consolidándose cada
vez más las intervenciones de la medicina reproductiva. Éstas, pese a ser presentadas
como una simple acción técnica de ayuda, están planteando al personal sanitario y
farmacéutico serios problemas de odc. No en vano, el reconocimiento de este derecho
fue uno de los puntos debatidos en la IV Conferencia Mundial de la Mujer, por
considerarlo un atentado contra la libertad sexual y reproductiva de las mujeres (Vega
Gutiérrez). No obstante, al final se consensuó una fórmula más equilibrada, que
pondera ambos intereses, el del personal sanitario y el de la mujer, e insta a los
gobiernos a que tomen medidas para “asegurarse de que todos los servicios y
trabajadores relacionados con la atención a la salud respetan los derechos humanos y
siguen normas éticas, profesionales y no sexistas a la hora de prestar servicios a la
mujer, para lo cual se debe contar con el consentimiento responsable, voluntario y bien
fundado de ésta. Y han de alentar la preparación, aplicación y divulgación de códigos de
ética orientados por los códigos internacionales de ética médica al igual que por los
principios éticos que rigen a otros profesionales de la salud” (par. 106 g).

Atendiendo a la definición apuntada, forman parte del contenido de los derechos


reproductivos tanto las conductas encaminadas a evitar la procreación (la contracepción
de cualquier tipo, incluida la post-coital, la esterilización voluntaria y el aborto), como
las que se dirigen a facilitarla mediante reproducción asistida, ya sea a una pareja –
casada o no– ya sea a una mujer sola.

El Derecho español reconoce todas estas posibilidades –en mayor o menor medida– al
amparo de la libertad, en cuanto valor superior del ordenamiento (art. 1 CE ) y
manifestación del libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE ), proyectada en
estos casos en la capacidad generandi de la mujer (cfr. STC 215/1994, de 14.7 ). Y
todas ellas se reclaman como parte integrante del derecho a la protección de la salud,
del que se deriva el deber de los poderes públicos de organizar y tutelar la salud pública
(art. 43 CE ). Esa previsión constitucional implica, ciertamente, un derecho subjetivo
del ciudadano a las prestaciones establecidas en el marco de la Administración sanitaria.
Y comporta, a su vez, la obligación de colaborar del personal sanitario en función de sus
deberes profesionales. Pero conviene no olvidar que no se trata de un derecho
fundamental, exigible por derivar directamente de la CE . Esta distinción es capital en
caso de eventuales conflictos entre derechos. Y aquí reaparece la odc, porque imponer
una obligación general de este tipo al personal sanitario atenta a su dignidad personal,
al libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE ) y a su libertad de conciencia (art.
16.1 CE ), pues están comprometidos profesionalmente con la defensa del derecho
fundamental a la vida y a la integridad física y moral de la persona (art. 15 CE ). Su
único y verdadero deber es el de informar al paciente, como indica el art. 25 CEM: “el
médico deberá dar información pertinente en materia de reproducción humana a fin de
que las personas que la han solicitado puedan decidir con suficiente conocimiento y
responsabilidad”. Pero la libertad de conciencia del paciente –insistimos de nuevo–
termina donde comienza la del médico.

7.2. Objeción de conciencia y métodos de planificación familiar

Su aplicación ha aumentado progresivamente en las últimas décadas, llegando a


constituir uno de los servicios sanitarios más comunes de la medicina asistencial
primaria española. Las motivaciones de potenciales odc en este ámbito pueden
reconducirse a tres causas: a) atentados contra la vida y la dignidad del embrión en
cualquiera de sus fases; b) separabilidad de los aspectos unitivo y procreativo del acto
conyugal y c) ausencia de finalidad terapéutica y/o consecución de un fin ilícito, como
ocurre cuando se aplican con un fin eugenésico o como métodos de control de la
población, sin respetar el consentimiento informado o abusando del mismo, por
difundirlos entre adolescentes –amparándose en el derecho a su libertad sexual–,
asegurándoles la confidencialidad de estos servicios frente al derecho de los padres a
educar a sus hijos conforme a sus convicciones (arts. 27.3 CEDH ; 26.3 DUDH ;
18.5 PICP ).

Con todo, las situaciones más conflictivas las plantean la legalización de la llamada
“píldora del día después” (RU-486) y la despenalización de la esterilización voluntaria y
de los incapaces. La primera será analizada con detalle en otro lugar, al igual que el
aborto.

En principio, cualquier actuación que elimine o restrinja la capacidad genésica de la


mujer hay que reputarla como un ataque a la indemnidad femenina e infractora de lo
que dispone el art. 15 CE . Por ello el Código Penal tipifica como delito grave causar la
esterilidad de una persona (art. 149 ). Ahora bien, aunque el art. 155 CP sienta
inicialmente el principio de que el consentimiento del lesionado no provocará la
impunibilidad de las lesiones, a continuación el art. 156 CP consagra una excepción
para los casos de trasplantes, esterilización y cirugía transexual, en los que el
consentimiento del lesionado, siendo libre y expresamente emitido, exime de
responsabilidad penal. Existen, pues, supuestos concretos en los que la lesión, en su
acepción jurídico-penal, deja de constituir delito. Esto es, se permiten lo que se puede
llamar autoatentados contra la integridad física de una persona que no son ilícitos
penales. El legislador ha considerado que, en estos concretos casos, existe
disponibilidad de la persona sobre su indemnidad física, aunque para llevar a efecto esta
disposición sobre la propia persona se adoptan una serie de garantías: consentimiento
libre y expreso de las personas que disfruten de plena capacidad e intervención de un
facultativo, llegando a excluir en todo caso que nadie –ni siquiera su representante
legal– pueda emitir el consentimiento por el menor o el incapaz.

Con todo, el inciso 2º del art. 156 contempla una excepción cuando se trata de
persona incapacitada que adolezca de grave deficiencia psíquica. En tales situaciones, la
esterilización no está penada cuando, “tomándose como criterio rector el del mayor
interés del incapaz, haya sido autorizada por el Juez, bien en el mismo procedimiento
de incapacitación, bien en un expediente de jurisdicción voluntaria, tramitado con
posterioridad al mismo, a petición del representante legal del incapaz, oído el dictamen
de dos especialistas, el Ministerio Fiscal y previa exploración del incapaz”.

Su despenalización fue objeto de un recurso de inconstitucionalidad en contra del


régimen de autorización previsto, por tratarse de una medida objetivamente vejatoria y
contraria a su integridad física constitucionalmente protegida y desproporcionada, pues
no aparece inspirada por ningún noble propósito ni encaminada al beneficio del incapaz.
La STC 215/1994, de 14.7 no lo entendió así, aunque los 5 votos particulares
reflejan la disparidad de pareceres en la votación. En su opinión, “el problema de la
sustitución del consentimiento en los casos de inidoneidad del sujeto para emitirlo,
atendida su situación de grave deficiencia psíquica, se convierte (…) en el de la
justificación y proporcionalidad de la acción interventora sobre su integridad corporal;
una justificación que únicamente ha de residir, siempre en interés del incapaz, en la
concurrencia de derechos y valores constitucionalmente reconocidos cuya protección
legitime la limitación del derecho fundamental a la integridad física que la intervención
entraña” (FJ. 4). El TC sostuvo que esos parámetros de legitimidad concurren en el
caso: “el deber constitucional de los padres de prestar asistencia de todo orden a los
hijos (art. 39.3 CE ), el reconocimiento, entre otros, del derecho de éstos a la
protección de la salud (art. 43.1 CE  ), y su derecho también a disfrutar de todos
los que la Constitución establece en su Título I (art. 49 CE ), aunque no impelen
al legislador a adoptar una norma como la que estudiamos, la hacen plenamente
legítima desde la vertiente teleológica, toda vez que la finalidad de esa norma, tendente
siempre en interés del incapaz a mejorar sus condiciones de vida y su bienestar,
equiparándola en todo lo posible al de las personas capaces y al desarrollo de su
personalidad sin otras trabas que las imprescindibles que deriven necesariamente de la
grave deficiencia psíquica que padece, permite afirmar su justificación y la
proporcionalidad del medio previsto para la consecución de esos fines” (ibid.).

En estos casos la responsabilidad se traslada al juez que ha de otorgar la autorización,


completando con su consentimiento la incapacidad del deficiente. Su intervención se
convierte en la principal garantía a la que están subordinadas las demás. Así pues,
como sostiene uno de los votos particulares, “el Juez podrá verse constreñido a
autorizar la mutilación de un ser humano sólo con que se pida por su representante
legal y dos médicos dictaminen favorablemente la existencia de una deficiencia psíquica
grave, incluso sin determinar si su naturaleza se relaciona con la medida pretendida y si
es necesaria para los fines que se aducen en su justificación. Ni siquiera existe una
garantía de que la ejecución médica de la medida se ajustará a la decisión del Juez, ni
que éste pueda imponer algún tipo de condicionamiento”.

Aparece, de este modo, un nuevo sujeto titular de la odc, los jueces. Su intervención es
también insoslayable para considerar válido el consentimiento del menor al aborto o
cuando existe discrepancia entre su voluntad y la de sus representantes legales. Y
analógicamente podría extenderse también a estos supuestos. La cuestión ha planteado
problemas en Italia. En España, la doctrina entiende que el juez que, por seguir el
dictamen de su conciencia respecto al aborto, falla en contra de los intereses del menor
que pretende abortar, no está actuando con imparcialidad.

En verdad, no puede hablarse propiamente de un derecho a la odc en el caso de los


jueces, aunque sí de cierta cobertura legal mediante el mecanismo judicial de la
abstención, por el que un juez puede apartarse de un proceso cuando entiende que
concurre en él alguna de las causas previstas en el art. 219 LOPJ que le convierte en
sujeto parcial y deberá comunicarlo de forma motivada a la Sala de Gobierno del
Tribunal respectivo.

7.3. Técnicas de reproducción asistida y experimentación embrionaria

La Ley 35/1988 regula diversas modalidades de reproducción humana asistida: la


inseminación artificial (IA), la fecundación in vitro (FIV), con trasferencia de embriones
(TE) y la transferencia intraubárica de gametos (TIG), cuando estén científica y
clínicamente indicadas para facilitar la procreación cuando otras terapéuticas se hayan
descartado por inadecuadas o ineficaces, o para prevenir y tratar enfermedades de
origen genético o hereditario (cfr. art. 1 ). Obviamente requieren el consentimiento de
la mujer; su omisión es constitutiva de un delito tipificado en el art. 162 CP 95 .

Es una de las leyes más progresistas de Europa, junto con la inglesa. Su promulgación
generó cierta insatisfacción porque no define con precisión el estatuto jurídico del
embrión; y éste continúa siendo el eje fundamental de las discusiones. El legislador
español ha optado, al igual que el inglés, por una gradación en la protección de la vida
humana, condicionada por unos límites temporales. La exposición de motivos de la LRA
considera que las distintas fases del desarrollo embrionario son diferenciables, por lo
que su “valoración desde la ética y su protección jurídica también deberían serlo”. Y
define al preembrión como aquella fase del desarrollo embrionario que va desde la
fecundación hasta los 14 días, señalando la implantación como un momento de
“necesaria valoración biológica, pues anterior a él el desarrollo embriológico se mueve
en la incertidumbre”. El embrión, sería la siguiente fase: los dos meses y medio tras la
implantación; y el feto se identifica con “el embrión con apariencia humana y órganos
formados, que maduran paulatinamente para asegurar su viabilidad y autonomía
después del parto”. De esta forma se diferencia el estatuto biológico del preembrión del
estatuto del embrión, y por lo tanto, también se atribuye al primero un estatuto moral y
legal diferente.

Por el contrario, un amplio sector científico niega que la Biología entienda el desarrollo
embrionario en dos fases. Y defienden que el término preembrión es ambiguo y
arbitrario, no designa nada nuevo. Se trata de una cuestión terminológica que pretende
suplantar la clasificación tradicional de cigoto, mórula y blastocito, quitándoles toda
connotación humana. La expresión preembrión no sería, por tanto, sino un neologismo
con una significación ética manipulada deliberadamente. Sostienen que la vida humana
debe protegerse desde que el óvulo ha sido fecundado, porque desde ese momento
debe ser considerado como una realidad personal. En consecuencia, los agentes
biosanitarios que comparten esta concepción de la dignidad de vida embrionaria
rechazan cualquier intervención que no tenga una finalidad terapéutica, con
independencia de la fase en que se encuentre. Su postura se vería amparada tanto por
la odc como por la “objeción de ciencia”.

No obstante, el TC (SSTC 212/1996 y 116/1999 , FJ. 5) ha confirmado la


solución del legislador al aceptar y consolidar esa triple categoría de la vida
embrionaria, cuya impugnación rechazó argumentando que “las exposiciones de
motivos carecen de valor normativo”. Y distingue tres estadios jurídicos diversos: a) el
de los nacidos, titulares del derecho a la vida (art. 15 CE ); b) el de los nascituri –es
decir, los embriones postimplantatorios–, carentes de esa titularidad, como ya señaló la
STC 53/1985 . Ahora bien, no están desprotegidos jurídicamente, pues el Estado
viene obligado doblemente a “abstenerse de interrumpir o de obstaculizar el proceso
natural de gestación, y a establecer un sistema legal de defensa de la vida que suponga
una protección efectiva de la misma y que, dado el carácter fundamental de la vida,
incluya también, como garantía última, las normas penales” (STC 212/1996 , FJ.
13). Constituyen, pues, un bien jurídico constitucional protegido por el Derecho
español: por la ley de 1988 y por los arts. 157-158 CP 95 . Y, finalmente, c) el
status de los preembriones o embriones pleimplantatorios vivos in vitro: éstos no
constituyen un bien jurídico protegido por el Derecho mientras no se implanten en el
útero, pues –según la STC 116/1999 , FJ. 9– no son persona humana y, por
consiguiente, las actuaciones en ellos no se consideran atentados contra la dignidad
humana, como veremos.

Una última clasificación se superpone a la descrita: la de preembriones y embriones


viables y no viables. Las leyes no definen la viabilidad, omisión que suple el TC,
considerando a estos últimos como aquellos que son “incapaces para desarrollarse hasta
dar lugar a un ser humano, a una “persona” en el fundamental sentido del art. 10.1 CE
. Son así, por definición, embriones o fetos humanos abortados en el sentido más
profundo de la expresión, es decir, frustrados ya en lo que concierne a aquella
dimensión que hace de los mismos un “bien jurídico cuya protección encuentra en dicho
precepto constitucional (art. 15 CE ) fundamento constitucional” (STC 53/1985 ,
FJ. 5), por más que la dignidad de la persona pueda tener una determinada proyección
en determinados aspectos de la regulación de los mismos...” (SSTC 212/1996 , FJ.
5 y 116/1999 , FJ. 9).

Como es lógico, esta estratificación jurídica condiciona la diversa respuesta normativa a


los cuestiones suscitadas por las intervenciones en la vida humana embriofetal. Por el
contrario, la ley alemana (1990) y la Constitución suiza (2000) son más rigurosas y
coherentes en la tutela del embrión. Esta última, por ejemplo, establece la protección
del ser humano de los abusos de la medicina reproductiva y de la ingeniería genética
(art. 119.1).

En esta misma línea, la ética médica sienta un principio bien definido: “al ser humano
embriofetal enfermo se le debe tratar de acuerdo con las mismas directrices éticas,
incluido el consentimiento informado de los progenitores, que se aplican a los demás
pacientes” (art. 24 CEM). El deber de no discriminar entre los pacientes (art. 4.2 CEM)
no excluye a ningún ser humano: todos los períodos de la vida humana, de cada vida
humana, son deontológicamente equivalentes en dignidad y reclaman del médico
idéntico respeto (Herranz). Ciertamente, su redacción anterior –art. 25.2 CEM (1990)–
era algo más precisa, pues matizaba cada una de las posibles intervenciones que han de
estar inspiradas por la ética: “el diagnóstico, la prevención, la terapéutica y la
investigación”. En cualquier caso, ambas redacciones conducen a una misma
conclusión: la medicina embriofetal obedece a las reglas éticas comunes a toda la
medicina y sus intervenciones se guían por los mismos criterios de eficiencia y riesgo
tolerable. Por consiguiente, en esta especialidad “no es tolerable el cribado genético o la
destrucción sistemática de embriones o fetos enfermos o simplemente excesivos en
número. El ser humano, antes de nacer, si está enfermo ha de beneficiarse del progreso
médico: son ya muchas las enfermedades que pueden diagnosticarse y tratarse”
(Herranz). En cambio, el aborto o la destrucción selectiva nunca son un tratamiento a
una enfermedad embriofetal. Bajo este prisma han de interpretarse la mayoría de las
odc y de ciencia invocadas por los profesionales de la salud en este ámbito.

A pesar de todo, la clave del problema radica en definir cuándo comienza la vida
humana. La Declaración de Ginebra (1948) instaba al médico a respetar la vida
humana “desde el momento de la concepción”. El texto fue cambiado en la Asamblea de
Venecia (1983), que desde entonces, dice “desde su comienzo”. Este cambio, sutil, casi
tautológico en apariencia, autoriza a cada médico a fijar a su arbitrio el momento en
que, para él, comienza a vida humana, con la consiguiente relativización deontológica
de las intervenciones en esas fases. Los criterios barajados son diversos: cuando el
espermio penetra la membrana plasmática del ovocito, cuando se produce la replicación
del DNA, cuando el embrión pasa por el estadio de blastómeros, cuando termina la
anidación, etc. Junto a estos criterios biológicos, se han propuestos otros
convencionales o legales: el día 14 postfecundación –fue introducido por primera vez
por el Informe Warnock y seguido por la LRA española–, el final del tercer mes de
desarrollo, etc.

La mayoría de esas redefiniciones han venido motivadas por la legalización del aborto. Y
así, aunque todo aborto sigue descalificado éticamente, al margen de su
despenalización, los abortos legales no son perseguidos ni castigados
deontológicamente, porque esa pena sería anulada en el recurso ante la jurisdicción
contencioso-administrativa. Por eso el art. 23 CEM, tras declarar que “el médico es un
servidor de la vida humana”, precisa: “no obstante, cuando la conducta del médico
respecto al aborto se lleve a cabo en los supuestos legalmente despenalizados, no será
sancionada estatutariamente”.

Los principales problemas éticos y jurídicos suscitados por estas técnicas y que pueden
motivar la odc de los profesionales sanitarios que intervienen en ellas son: la
inseminación y FIVET heteróloga en parejas o en mujer sola; la maternidad
postmortem; la hiperestimulación ovárica y consiguiente reducción embrionaria; la
destrucción o experimentación con los embriones sobrantes de programas de FIV; la
intervención y selección embriones encaminadas a valorar su viabilidad o no, y a
detectar enfermedades hereditarias, a fin de tratarlas o de desaconsejar su
transferencia para procrear; la selección de sexo en embriones; la manipulación
genética embrionaria; la investigación y experimentación en preembriones; la clonación
reproductiva y terapéutica.

LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA A TRATAMIENTOS MÉDICOS


Navarro Valls, Rafael. Catedrático de Derecho Eclesiástico del
Estado de la Universidad Complutense de
Madrid
Martínez-Torrón, Javier. Catedrático de Derecho Eclesiástico del
Estado de la Universidad Complutense de
Madrid

Fecha de actualización

01/10/2010

1. Noción

A diferencia de la objeción de conciencia al aborto, en la que los escrúpulos de


conciencia requieren de los médicos o personal sanitario la abstención de
comportamientos para eliminar una vida humana, en la objeción a tratamientos médicos
el problema se torna más complejo: plantea a los mismos facultativos la renuncia al
comportamiento activo exigido por su profesión en aquellos supuestos en que
determinados pacientes, por convicciones religiosas, se oponen a la recepción de un
tratamiento médico necesario o conveniente para el mantenimiento de su vida o de su
salud corporal. Se produce, por tanto, el choque entre dos conciencias: la deontológica,
que fuerza al facultativo a intervenir para preservar la vida o la salud del paciente, y la
religiosa, que lleva al propio paciente a rechazar un tratamiento que en muchos casos
resulta imprescindible para mantenerlo en vida.

Sin ser las únicas, hay dos principales confesiones religiosas que en el mundo occidental
han dado origen a estos conflictos, gráficamente denominados como “deontología del
desacuerdo”.

Por un lado, los testigos de Jehová, una religión de carácter milenarista, que tiene sus
raíces en la Norteamérica de fines del siglo XIX (Pittsburg, 1870), y que se encuentra
actualmente extendidos por amplias zonas de Europa y otros países de matriz cultural
anglosajona; en años recientes, se ha incrementado su presencia en Latinoamérica,
especialmente en México. Los miembros de este grupo religioso consideran la ingestión
de sangre vetada por una prohibición divina, a través de una peculiar interpretación de
ciertos pasajes de la Biblia. En concreto, Levítico 17, 10: “Si un israelita o un extranjero
que habita entre vosotros come cualquier clase de sangre, yo me volveré contra él y lo
extirparé de su pueblo”.

La segunda es la religión conocida con el nombre de Christian Science. Fue fundada en


Boston, en 1879, por Mary Baker Eddy, y hoy tiene adeptos en más de cincuenta
países, sobre todo de América y Europa Occidental. El alcance de su objeción es más
extenso: creen que cualquier dolencia puede sanar exclusivamente mediante la oración,
y consideran ilícito el recurso a los tratamientos médicos de manera generalizada.
Únicamente algunos aceptan recibir analgésicos para mitigar el dolor.

Junto a esos dos grupos religiosos cabría citar también adeptos a determinadas
confesiones que se niegan a recibir productos biológicos derivados de animales
proscritos por las convicciones religiosas (por ejemplo, administración de insulina o
implantación de válvulas cardíacas de origen porcino, como sucede en algunas
interpretaciones del judaísmo); o aquellas mujeres que se niegan, por pudor, a
cualquier tipo de exploración física por parte de médicos varones no pertenecientes a la
propia confesión religiosa.
Esta concurrencia de aspectos jurídicos y deontológicos ya apunta a una peculiaridad de
esta objeción de conciencia: la de que su análisis no puede ceñirse a la sola perspectiva
de la libertad religiosa y de conciencia. Entran en juego otros derechos de la persona
como el derecho sobre el propio cuerpo, el derecho a la intimidad personal y familiar, y
el derecho-deber que corresponde a los padres en relación con la vida, salud y
educación de sus hijos. Derechos que, al producirse una objeción de conciencia en ese
ámbito, entran en colisión con dos intereses públicos de primer orden. Uno es el interés
del Estado en preservar la vida y la salud de sus ciudadanos (no sólo la vida y salud de
los directamente afectados, sino la de toda la comunidad, lo cual resulta especialmente
patente en los casos de objeción de conciencia a las vacunaciones o tratamiento médico
de enfermedades infecciosas). El otro, el interés en mantener la integridad ética de la
profesión médica, cuyo objeto es procurar la salud de quienes se confían a su cuidado.

Por lo demás, esta modalidad de objeción de conciencia ha sido a veces denominada


“objeción de conciencia impropia”, en la medida en que es excepcional en los distintos
ordenamientos la existencia de un mandato de la ley que imponga como obligatorios los
tratamientos médicos aludidos. Consecuentemente, no cabría hablar propiamente de un
conflicto entre un mandato que proviene de la propia religión y otro que emana de la ley
estatal (Vitale). Sin embargo, no puede olvidarse que la jurisprudencia ha configurado
supuestos en que el conflicto efectivamente se produce, precisamente porque el deber
de solidaridad in abstracto se traduce en un deber in concreto de imponer el
tratamiento médico en determinados casos.

2. Derecho comparado

El análisis del derecho comparado en torno a la objeción de conciencia a tratamientos


médicos muestra una casuística muy variada y, consecuentemente, la dificultad de una
identidad de trato a supuestos tan distintos. No obstante, se advierten algunas líneas de
actuación comunes, fundamentalmente jurisprudenciales.

2.1. La objeción de personas adultas

2.1.1. Los límites a la libre voluntad del objetor adulto

La primera de ellas es el respeto a la objeción de conciencia del adulto capaz basada en


motivaciones religiosas, aunque se tenga la certeza de que su negativa a la medicación
pueda ocasionarle la muerte. Un caso emblemático, a este propósito, es Matter of
Melideo, decidido por la Corte Suprema de Nueva York en 1976. Kathleen Melideo,
casada, de 23 años, sufría una hemorragia uterina a consecuencia de una operación. El
descenso del nivel de hemoglobina hacía previsible que fuera necesario, en un futuro
próximo, realizar una transfusión de sangre. Esta posibilidad había sido rechazada, por
escrito, tanto por la paciente como por su marido, ambos testigos de Jehová. Por esta
razón, el centro hospitalario recurrió a los tribunales solicitando autorización para
efectuar la transfusión, si ésta se estimaba indispensable para salvar la vida de la
paciente. La corte correspondiente denegó la solicitud, afirmando que no podían
ordenarse judicialmente transfusiones de sangre contra la voluntad de un adulto que las
rechaza por creencias religiosas, a no ser que se pruebe la existencia de un compelling
state interest que justifique la intromisión. Ese “interés predominante del Estado” -
prosigue la sentencia- puede encontrarse cuando el tribunal asume la responsabilidad
de la tutela de un paciente que no es compos mentis; o bien cuando se halla en peligro
el interés de los hijos. En el presente caso -concluye el tribunal- la enferma es
plenamente capaz, no está encinta, y no tiene hijos. Por tanto, su decisión de no
someterse a una transfusión por razones de conciencia debe ser respetada, incluso en la
certeza de que sin ella morirá.

Aclaremos, en todo caso, que este principio genérico, en el derecho estadounidense,


atiende más al respeto de la intimidad y a un pretendido derecho sobre el propio
cuerpo, que a la fuerza jurídica del derecho de libertad religiosa y de conciencia.
No obstante, el respeto a la decisión del individuo como principio general tiene
excepciones importantes, cuando concurren circunstancias exteriores a la persona de
suficiente cualificación jurídica como para considerar legítima la imposición de un
tratamiento contra el ejercicio de su libertad de conciencia. Así, adquieren in abstracto
una importancia primordial la prevención del suicidio (aunque, como veremos, se suele
descartar su posibilidad en la objeción de conciencia a tratamientos médicos, dada la
particular intencionalidad del objetor) y la preservación de la deontología médica,
especialmente preponderante en los tratamientos médicos suministrados en
circunstancias de grave urgencia.

Pero, sobre todo, las circunstancias más reseñables se refieren a la existencia de una
familia -especialmente hijos menores, incluso no nacidos- que dependan económica,
educativa y afectivamente de la supervivencia del adulto. En tales casos, es posible
obligar al adulto a someterse a una intervención debido a la presencia de una
responsabilidad hacia hijos menores o en gestación. Así lo declaran varias sentencias de
tribunales norteamericanos y otra interesante decisión de la House or Lords británica,
de 1991, en la que se justifica la imposición de una operación de cesárea a una
gestante de 30 años, contra su voluntad, en un caso de urgencia debido a un parto
retardado y complejo: en ese caso, la intervención era necesaria no sólo para salvar la
vida de la madre sino también la del niño.

Esa regla, sin embargo, no se aplica con un absoluto automatismo, y a veces los
tribunales han acatado los deseos del objetor adulto cuando su vida no se demostraba
completamente necesaria para el mantenimiento de los hijos. Es el caso, también en
Estados Unidos, de las decisiones In re Osborne (1972) y Ramsey (1985). En ambos
supuestos se trataba de padres con familia a su cargo cuya voluntad contraria al
tratamiento -transfusión sanguínea- fue respetada por los jueces. En el primero, la
razón de ese respeto era que la familia apoyaba unánimemente la decisión del enfermo
y que disponía de recursos económicos suficientes para el mantenimiento de los hijos
(Osborne, no es superfluo hacerlo notar, terminaría por recuperarse plenamente sin
necesidad de hemoterapia). En el segundo caso, la hemotransfusión no llegaría a ser
impuesta porque el menor de edad no dependía del objetor -que estaba separado de su
esposa- y su futuro económico quedaba garantizado a pesar de la probable muerte de
su padre; el tribunal, no obstante, hizo hincapié en que la doctrina establecida en esa
circunstancia no era extensible a hipótesis futuras, cuyas circunstancias singulares -
como habitualmente sucede en los Estados Unidos- habrían de ser atentamente
examinadas.

La jurisprudencia norteamericana también ha contemplado directamente razones de


salud pública como límites a la libre voluntad de quien rechaza un tratamiento médico.
Por ejemplo, declarando la obligatoriedad de una vacunación cuando había peligro de
epidemia. Como señalaba el Tribunal Supremo en 1943, los padres “no pueden reclamar
quedar liberados de una vacunación obligatoria, ni ellos mismos ni sus hijos, ni siquiera
basándose en motivos religiosos; el derecho de practicar libremente una religión no
incluye la libertad para exponer a la comunidad a los propios hijos a una enfermedad
infecciosa” (obiter dictum en la sentencia Prince v. Massachusetts. El caso de las
vacunas había sido ya contemplado directamente por el Tribunal Supremo en 1905, en
la sentencia Jacobson v. Massachusetts).

Más allá de situaciones de peligro vital, o de riesgo para la salud de otros, la objeción de
conciencia de un adulto a someterse a un tratamiento determinado puede implicar
algunas consecuencias desde la perspectiva de igualdad, por ejemplo en el ámbito
laboral. Esta era la situación en el caso Montgomery, decidido por una corte de
apelación californiana en 1973. La Sra. Montgomery había quedado incapacitada para el
trabajo a causa de un tumor uterino, que era, en opinión de los médicos, seguramente
benigno y fácil de extirpar quirúrgicamente; de no realizarse la operación, eran altas las
probabilidades de que la vida de la enferma se acortase. Esta, no obstante, rehusaba
tajantemente la intervención, por razones de conciencia. Cuando la Sra. Montgomery
solicitó una pensión de jubilación por invalidez, ésta le fue denegada, pues se
consideraba que su incapacidad, al ser rectificable quirúrgicamente, no era permanente
según el significado de las leyes de California. Los tribunales darían la razón a la
demandante, afirmando que el trato discriminatorio a una persona por razón de sus
creencias constituye una injerencia en su libertad religiosa, que sólo puede ser
justificada la presencia de un “interés prevalente del Estado”. El tribunal californiano
entendía que en este caso tal interés no había sido probado; de hecho, resultaba
bastante predecible que serían muy escasas las personas con una actitud y
circunstancias como las de la Sra. Montgomery, de manera que el impacto sobre el
sistema de previsión social sería insignificante.

2.1.2. La doctrina del “juicio de sustitución”

Es también la jurisprudencia norteamericana la que con mayor rigor ha afrontado un


tipo de supuestos de objeción de adultos que presenta características particulares: el
del adulto que ha sido declarado incapaz -non compos sui-, y que no puede tomar por sí
mismo una decisión con valor jurídico. Fuera de las situaciones de peligro de muerte, en
las que suele autorizarse la imposición del tratamiento médico, las cortes
estadounidenses han elaborado una interesante doctrina, denominada del “juicio de
sustitución” (substituted judgement). Según esa doctrina, se trata, en síntesis, no de
reemplazar la decisión del incapaz por la de una persona “normal”, sino de intentar
precisar cuál hubiera sido la decisión del paciente de haberse encontrado en condiciones
de decidir por sí mismo. El caso más significativo decidido conforme a este criterio es In
re Boyd (1979), en el que se denegó al hospital permiso para administrar a una
paciente esquizofrénica de edad avanzada, perteneciente a la Christian Science, drogas
psicotrópicas cuyo objeto era, no curarla, sino sólo aliviar sus síntomas: tranquilizarla y
reducir su nivel de alucinaciones.

Naturalmente, la búsqueda de esa voluntad ficticia del incapaz no es cosa fácil, pero los
tribunales han enunciado algunos criterios para facilitar la tarea. Por un lado, se afirma,
existen casos “claros”: aquellos en los que la persona, antes de su incapacidad, ha
rehusado absolutamente los cuidados médicos por motivos religiosos, sobre todo
cuando, además, los hechos muestran una fuerte adhesión a los principios de su fe y no
hay pruebas de vacilación en el sujeto. En los casos menos claros, habrán de
considerarse diversos elementos, en especial los siguientes: la naturaleza, intensidad y
duración de la objeción de conciencia del paciente (por ejemplo, si sus creencias
responden a las de una confesión religiosa fácilmente identificable, o si proceden de una
conversión más o menos reciente, lo cual podría hacer presumir que sus creencias son
más intensas y sólidas que cuando se han heredado por mera tradición familiar, etc.);
la previsión de efectos secundarios negativos que puedan provocar una oposición al
tratamiento independientemente de las convicciones religiosas; y la posibilidad real de
curación o mejora.

Por nuestra parte, hemos de añadir que la doctrina del “juicio de sustitución”, para ser
operativa, necesita salvar, entre otras, una dificultad importante: el hecho de que no
siempre es fácil determinar cuándo comienza la incapacidad mental del enfermo y, por
tanto, hasta qué momento de la vida de esa persona pueden recabarse los datos que
permitan reconstruir su voluntad presunta ante la medicación.

2.1.3. La responsabilidad criminal de quienes colaboran con el objetor

Estrechamente conectado con los supuestos de objeción de adultos a tratamientos


médicos, aparece el problema de las consecuencias que el resultado de la decisión del
adulto objetor pueda acarrear a terceros relacionados con él. En primer término, la
posible responsabilidad criminal de quien permite el fallecimiento de su cónyuge por no
buscarle ayuda médica contra las convicciones de conciencia del enfermo. La
jurisprudencia alemana y estadounidense coinciden en afirmar que no existe
responsabilidad penal, siempre que el cónyuge objetor -permaneciendo en sus
facultades- haya tomado y mantenido por sí mismo la resolución de rechazar el
tratamiento que podría haberle sanado.
Tampoco se han entendido como delictuosas las conductas dirigidas a colaborar con la
firmeza de la decisión negativa del objetor, con tal que sólo pueda imputarse a éste la
responsabilidad última del rechazo: la falta de intención suicida en el objetor impide
considerar esa clase de conductas como cooperación o inducción al suicidio.
Significativas sentencias a este propósito son Robbins (1981) y Konz (1982), en Estados
Unidos; y, en Alemania, una sentencia del Tribunal Constitucional federal de 19 de
octubre de 1971, que contempló el caso de un adepto a un pequeño grupo religioso
alemán (Evangelisches Brüderverein) que no quiso interferir en la negativa de su esposa
-perteneciente al mismo grupo- a recibir una transfusión de sangre necesaria para
sobrevivir a un parto complicado. El Tribunal declaró exento de responsabilidad penal al
esposo con este razonamiento: “No se puede exigir penalmente que dos personas de
idénticas creencias influyan una sobre la otra para desistir de una decisión arriesgada
basada en la misma fe. En este caso, la sanción penal -que le calificaría como
delincuente- sería una reacción social demasiado dura y que vulneraría la dignidad
humana de quien ha obrado movido por su conciencia”.

2.2. Los tratamientos médicos a menores

2.2.1. La imposición del tratamiento en caso de peligro

Si en el caso de adultos capaces la norma general es el respeto de la voluntad del


enfermo -y la consiguiente inhibición del juez-, la regla se invierte cuando se trata de
menores que, ellos mismos o sus padres, se oponen a un determinado tratamiento por
motivos de conciencia, si ese tratamiento resulta imprescindible para salvar su vida o
evitar un grave daño a su salud física o mental. El análisis del derecho comparado
muestra la opinión unánime de que un juez puede y debe, en caso de peligro, ordenar
que se realicen las oportunas actuaciones sanitarias, subrogándose en el derecho que
naturalmente corresponde a los padres sobre los hijos menores.

En algunos países, como Australia, la propia ley atribuye ese poder de subrogación
directamente a los médicos involucrados. Actualmente todas las jurisdicciones de los
estados o territorios australianos poseen disposiciones legislativas en ese sentido,
siempre que se trate de situaciones de verdadera emergencia que pueden poner en
peligro la vida del menor o causar una incapacidad permanente. Algunas de esas leyes
entienden suficiente el parecer del médico responsable -aunque a veces se exige que el
médico tenga experiencia previa en el tratamiento a efectuar- mientras que otras
requieren que un segundo médico confirme el diagnóstico de que el tratamiento en
cuestión es razonable y esencial para salvar la vida del enfermo. A pesar de la claridad
y precisión de esas normas legislativas no ha desaparecido por completo la litigación
judicial por casos de transfusiones de sangre a hijos menores de Testigos de Jehová

Naturalmente, los supuestos mencionados son distintos de aquellos otros en los cuales
sea posible recurrir, con ciertas probabilidades de éxito, a tratamientos alternativos que
puedan servir para salvaguardar la vida o salud del menor. En tal sentido, puede
mencionarse una decisión de la judicatura francesa -en concreto de la Corte de
Apelación de Nancy, de 1982- en la que se afirmaba que la intervención del juez en
materia de tratamientos médicos a los menores es legítima solamente en caso de
“inercia” de los padres, pero no cuando éstos se hayan inclinado por terapias
alternativas sobre la base de opiniones pronunciadas por expertos en el sector médico o
sanitario.

2.2.2. La cuestión de la responsabilidad criminal de los padres objetores

En relación con las situaciones de urgencia vital, se ha planteado el problema de la


responsabilidad criminal de los padres cuando su negativa, por razones de conciencia,
ha producido efectivamente la muerte del hijo necesitado de tratamiento médico.
La jurisprudencia italiana ha contestado afirmativamente al interrogante, condenando a
los padres de una menor (Isabella Oneda), ambos testigos de Jehová, como
responsables del homicidio culposo de la hija, que padecía la enfermedad llamada
talasemia homocigótica, por haber desobedecido el mandato del Tribunal Tutelar de
Menores según el cual la hija enferma debía ser sometida periódicamente a
tratamientos hemotransfusionales necesarios para salvaguardar su vida. En nuestra
opinión, la posición de los tribunales italianos parece demasiado rígida. En estas
situaciones nos encontramos ante una imposibilidad moral de prestación de auxilio por
motivos de conciencia, de manera que la conducta de los padres no debía ser castigada
como delito de omisión del deber de socorro. La existencia, tanto de dolo como de
culpa, vendría excluida por la circunstancia de la objeción de conciencia, que actuaría no
como eximente o atenuante, sino propiamente como factor constitutivo de imposibilidad
moral para llevar a cabo el socorro que en otro caso sería debido. Si es cierto que puede
y debe imponerse un tratamiento médico a un menor contra la voluntad de sus padres,
no resulta nada claro que deba declararse penalmente responsables a los padres que se
oponen a ello, con independencia de que su comportamiento pasivo -motivado por
escrúpulos de conciencia- haya provocado o no el fallecimiento del hijo sujeto a
custodia.

Por su parte, la jurisprudencia norteamericana adopta una posición ambigua ante estos
supuestos. En general, los tribunales consideran plenamente aplicable el principio de
que las creencias religiosas no generan causas de exculpación criminal en los padres
que no ponen los medios adecuados para que se den tratamientos médicos a sus hijos
enfermos. Sin embargo, en la práctica los jueces se manifiestan renuentes a condenar a
los padres objetores que, aun infringiendo las leyes penales por motivos de convicción
moral, facilitan a sus hijos todos los medios de curación que su conciencia les permite.
De este modo, suelen acudir los jueces al expediente de la existencia de errores
procedimentales, o a valoraciones muy particulares que llevan a absolver al reo, tales
como no encontrar una clara relación causa-efecto entre la conducta de los padres y la
muerte del hijo (aunque no siempre los padres resultan absueltos en caso de muerte
del hijo).

Consideraciones jurídicas aparte, esta actitud jurisprudencial contraria a la imposición


de condenas criminales parece razonable por su pragmatismo y su sensibilidad hacia el
drama moral que los padres experimentan en esos casos. Es normalmente irreal pensar
que una condena judicial tenga mayor capacidad de coerción para unos padres que el
riesgo de perder a su hijo: si esto último no basta para flexibilizar sus convicciones
religiosas, es muy dudoso que pueda hacerlo la mera amenaza de una sanción penal.
Por ello, aplicar la ley criminal en todo su rigor, sin tener en cuenta la circunstancia
eximente derivada de la fe religiosa de los padres, sólo contribuiría a castigar
innecesaria e inútilmente a personas que -se compartan o no sus creencias- suelen
tener un alto sentido moral de la vida.

2.2.3. Las situaciones que no implican riesgo grave para la vida o la salud

Fuera de las circunstancias de urgencia vital, es decir, cuando el tratamiento médico


que se pretende imponer al menor de edad contra la voluntad de sus padres no reviste
carácter esencial para la vida o la salud, la jurisprudencia norteamericana no muestra
una línea de precedentes uniforme. La intervención de los jueces dependerá de muy
diversos factores. Entre ellos, el normal desarrollo físico y psíquico del menor, el grado
de madurez psíquica (que permitiría al juez o al tribunal “consultar” al menor sobre su
voluntad acerca del tratamiento médico), e incluso el grado de dependencia efectiva del
menor respecto de los padres.

Un ejemplo del primer supuesto es el caso In re Sampson, de 1971, en el que la Corte


Suprema de Nueva York permitió la imposición de una operación quirúrgica a un menor
de 15 años aquejado de la enfermedad de Von Recklinghausen (neurofibromatosis en
cara y cuello), para evitar su retraso psicológico -había dejado de asistir a la escuela
desde los nueve años a causa de su deformación física. Y ello a pesar de la oposición de
la madre, testigo de Jehová -la intervención requería hemoterapia. El segundo de los
factores mencionados resultó decisivo en el caso In re Seiferth, de 1955, ante la Corte
de Apelación de Nueva York, en el que la cuestión planteada consistía en si debía
imponerse judicialmente una operación de cirugía plástica, contra la voluntad de su
padre, a un menor de 14 años de edad que tenía desde su nacimiento el paladar
partido, así como una deformidad en los labios, lo cual le impedía hablar con
normalidad. A pesar de que a juicio de los médicos y psicólogos esa deformación habría
de tener serias consecuencias en el desarrollo y en la madurez del joven, y puesto que
éste prefería que esos defectos físicos fueran corregidos por “las fuerzas naturales”, de
acuerdo con las ideas que le había transmitido su padre, el tribunal decidió no autorizar
la operación, ya que no existía ni un caso de emergencia ni tampoco un inminente
peligro de muerte. Por lo que se refiere al tercer factor, puede citarse el caso In re
Karwarth, de 1972, en el que la Corte Suprema de Iowa autorizó una operación de
amígdalas para tres menores, sometidos a la custodia legal del Estado por la situación
económica y emocional difícil que atravesaban sus padres. El padre se oponía a que se
realizara esa operación, por motivos religiosos no identificados con una determinada
confesión, solicitando que se emplearan -antes que cualquier operación- medios como la
quiropráctica. El Tribunal insistía en que, en este caso, la objeción de los padres se
encontraba muy debilitada, primero por la transferencia de la custodia al Estado, y
también por el hecho de que la objeción era más al tipo de tratamiento que a su
necesidad.

2.2.4. La objeción a los tratamientos médicos y la atribución de la custodia de


los hijos

Por otro lado, y en lo que se refiere a los efectos secundarios de la objeción de


conciencia a tratamientos médicos, en los Estados Unidos la condición de objetor puede
constituir un factor de cierto relieve para que los tribunales decidan atribuir a uno u otro
de los progenitores la custodia legal. Por ejemplo, hay decisiones antiguas en que la
custodia de los hijos de una madre perteneciente a la Ciencia Cristiana ha sido
entregada a los abuelos paternos, ya que el propio padre tampoco parecía adecuado -
por otras razones- para hacerse cargo de los hijos; o bien, en caso de ruptura
matrimonial, al cónyuge que no era testigo de Jehová.

Otras veces, los tribunales han tratado de hacer compatible la atribución de la custodia
de los hijos a uno de los progenitores -frecuentemente la madre- con los posibles
riesgos para la salud derivados de sus creencias religiosas, sobre todo cuando el otro
cónyuge aparecía menos capacitado para ello. Así en Gluckstern (1956), la madre,
seguidora de la Christian Science, no fue descalificada para la custodia del menor, ya
que sus convicciones respecto a tratamientos médicos eran el único factor que suscitaba
dudas en el tribunal, pero la permanencia de su derecho a la custodia se condicionaba al
cumplimiento judicial de algunas restricciones cifradas en revisiones médicas periódicas.
Igualmente, en Levitsky (1963), la Corte de Apelación de Maryland concedió la custodia
a la madre, testigo de Jehová, a pesar de que su firme objeción a las transfusiones
había estado a punto de provocar la muerte de uno de los tres hijos, cuando entró en
estado grave como consecuencia de una hemorragia intestinal. Entendía la corte que la
madre era más apropiada para la custodia, excepción hecha de sus creencias en
materia de hemotransfusiones; y que el riesgo derivado de esto último podía superarse
modificando el decreto de divorcio de manera que, en caso de necesidad, los médicos
pudieran efectuar una transfusión sin necesidad de requerir previamente el
consentimiento de la madre. En cambio, en un caso análogo, Battaglia (1958), la
objeción de la madre fue considerada por la Corte Suprema de Nueva York
suficientemente importante como para otorgar la custodia al padre, a pesar de que en
esta ocasión el riesgo para la vida de los hijos era meramente hipotético y la necesidad
de una transfusión nunca había surgido en la práctica.

Esta es, justamente, la solución contraria a la que parece dominar la orientación del
Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la sentencia Hoffmann, de 1993, en relación
con una situación de divorcio entre un varón católico y una mujer conversa a los
Testigos de Jehová. Sobre la base de que ambos cónyuges reunían las características
apropiadas para hacerse cargo de los hijos, la Corte Suprema de Austria había confiado
la custodia de los mismos al padre, considerando -entre otras cosas- que las creencias
religiosas de la madre implicaban un hipotético riesgo futuro para la vida de los hijos
debido al inflexible rechazo de la hemoterapia por parte de los seguidores de esa
religión. El Tribunal Europeo consideró que la actuación de las cortes austríacas había
sido discriminatoria contra la madre: en concreto, estableciendo una diferencia fundada
en la religión que afectaba a su derecho a la vida privada y familiar. El Tribunal admitía
que la Corte Suprema de Austria podía haber adoptado legítimamente la misma posición
respecto a cuál era el progenitor más adecuado para la custodia si su resolución se
hubiera apoyado exclusivamente en el bienestar de los hijos. Pero la jurisdicción
austríaca había introducido un criterio de valoración referido a las creencias de los
padres, y “una distinción basada esencialmente en una diferencia de religión no es
aceptable”.

En nuestra opinión, este principio general es correcto pero fue aplicado incorrectamente
en el presente caso. En efecto, el TEDH no apreciaba que la Corte Suprema de Austria
no pretendía hacer un juicio de valor sobre las creencias religiosas de la madre en sí
mismas, sino solamente ponderar su impacto potencial en la vida de los hijos, sin
perder de vista que ambos esposos eran adecuados para asumir la custodia. Lo que la
corte austríaca hizo, en definitiva, fue sopesar este hecho frente a las posibles
consecuencias negativas de la religión de la madre para el bienestar de los hijos,
incluyendo su radical oposición a las transfusiones sanguíneas. En cambio, el Tribunal
de Estrasburgo parece en este caso más atento a la consideración igualitaria de las
opciones religiosas de los padres que a su potencial impacto en la vida de los hijos, a
pesar de reconocer que “en los casos de esta naturaleza el interés de los menores es lo
más importante”. Esto explica que la sentencia Hoffmann fuera adoptada por la exigua
mayoría de cinco votos contra cuatro, y que los cuatro jueces discrepantes escribieran
opiniones particulares fuertemente críticas con el razonamiento seguido por la mayoría.

Desde nuestra perspectiva, que coincide con la de uno de los jueces discrepantes, es del
todo irreal no advertir que la objeción de la madre suponía una situación de riesgo,
aunque fuera hipotético, para la salud de los hijos. Esto era un dato objetivo en sí
mismo, y podía ser evaluado discrecionalmente por los tribunales austríacos sin incurrir
en discriminación, ya que la existencia del riesgo era independiente de su origen
religioso. No queremos con esto afirmar que la cuestión religiosa, ni siquiera en los
supuestos de objeción a tratamientos médicos, haya de ser el único o el principal
criterio para atribuir la custodia en casos de divorcio, pero sí que puede -y
probablemente debe- ser utilizado junto con otros elementos para inclinar la balanza en
favor de uno u otro de los padres.

3. Derecho español

En España no existe expresa norma legal sobre objeción de conciencia a los


tratamientos médicos, pero la jurisprudencia se ha ocupado de la cuestión, si bien
desde una perspectiva un tanto limitada, ya que sólo ha abordado supuestos de
negativa a recepción de tratamiento hemotransfusional, normalmente planteados por
testigos de Jehová.

3.1. La cuestión del poder del juez para autorizar una transfusión forzosa

Algunos de esos casos se refieren al poder de los jueces para ordenar, ante la negativa
de un adulto capaz o de los padres de un menor, la aplicación de un tratamiento
hemotransfusional, arrogándose una autoridad similar a la que en derecho
angloamericano se denomina parens patriae. En íntima conexión con lo cual se
encuentra la cuestión de la posible responsabilidad penal del juez en esas situaciones.

A este propósito, el auto del Tribunal Supremo de 26 de septiembre de 1978 afrontaba


la posible colisión entre el derecho de libertad religiosa, cuyo atentado se castigaba en
el art. 205 del Código Penal entonces vigente, y el derecho a la vida, cuya eliminación
se sancionaba en el art. 407 del mismo cuerpo legal. El caso surgía a causa de la firme
negativa de un matrimonio, ambos testigos de Jehová, a que se impusiera una
transfusión de sangre a su hija menor de edad, cuya vida peligraba si no se procedía
urgentemente a la aplicación de dicho tratamiento. El juez en servicio de guardia,
requerido por el equipo médico, ordenó que se practicara el tratamiento
hemotransfusional, desoyendo las argumentaciones de índole religiosa planteadas por
los padres. Interpuesta por ambos querella criminal contra el juez, el Tribunal Supremo
repelió dicha querella aduciendo que “el derecho de patria potestad no puede
extenderse a la menor que se encuentra en situación de peligro de muerte”. Decisión
que, como se ve, coincide con la unánime posición de la jurisprudencia comparada.
Cuando una transfusión resulta imprescindible para evitar un grave peligro para la vida
o la salud de un menor, el juez no sólo puede sino que en principio debe autorizar la
imposición forzosa de dicho tratamiento.

Más problemas ha creado en la doctrina española otro supuesto, contemplado por el


Tribunal Supremo en auto de 22 de diciembre de 1983. Una mujer, también testigo de
Jehová, ingresó en una residencia sanitaria, dictaminando los médicos la urgente
necesidad de proceder a una operación. La intervención quirúrgica tuvo lugar con
conocimiento y aceptación por parte de los componentes del equipo médico de la
negativa de la paciente a recibir transfusiones de sangre. Pese a todo, y a causa de la
necesidad médicamente percibida de una transfusión para salvar la vida de la paciente,
el médico jefe de los servicios de guardia requirió, y obtuvo, mandamiento judicial para
imponer la transfusión contra el expreso deseo de la mujer. Posteriormente se formuló
querella para exigir responsabilidad al titular del juzgado. El Tribunal Supremo eximió
de responsabilidad al juez, argumentando que, ante el conflicto entre la libertad
religiosa y la vida del paciente, este último es el interés preponderante. Por amparo, el
caso llegó al Tribunal Constitucional, que sentó la siguiente doctrina en su auto de 20
junio 1984: “Existe una autorización legítima derivada de los artículos 3 y 5 de la Ley de
libertad religiosa para la actuación judicial, ya que el derecho de libertad religiosa
garantizado por el art.16.1 de la Constitución tiene como límite la salud de las personas,
y en uso de ella actuó el magistrado juez”.

La doctrina española ha criticado esta posición jurisprudencial, fundamentalmente por


estimar que parece como si el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional
entendieran que la intervención del juez en el supuesto de adulto consciente fuera
obligada, si no quiere incurrir el propio juez en el delito de auxilio omisivo al suicidio,
tipificado en el art. 409 del Código penal vigente en el momento de los hechos. Este
último planteamiento es desde luego discutible. La objeción de conciencia de un adulto
capaz a un tratamiento médico contrario a su conciencia es una situación distinta de la
hipótesis configuradora de la conducta suicida. En el horizonte intencional del suicida
existe el contravalor de quitarse la vida. No hay en dicha conducta un valor que
merezca la estima y tutela de la sociedad, por más que el suicidio en sí no sea
legalmente punible. Pero en el objetor a un tratamiento médico por razones religiosas
existen unos valores que merecen el respeto de la sociedad, aunque ésta no las asuma
mayoritariamente. Su negativa al tratamiento médico no significa en modo alguno que
busque conscientemente la muerte. Tan sólo considera que no vale la pena conservar la
vida a costa de perder -a su juicio- la salvación eterna, o bien juzga los medios
sobrenaturales como los más adecuados -y los únicos lícitos- para obtener la curación.
De ahí lo desenfocado de enjuiciar estos supuestos desde la perspectiva de remediar un
intento de suicidio. Cuestión distinta es si, en estos supuestos, resulta jurídicamente
punible la conducta del juez que emite el mandato imperativo del tratamiento médico al
apreciar peligro para la vida del objetor. En nuestra opinión, la reacción penal -la más
grave de las respuestas posibles de un ordenamiento jurídico- no parece justificarse
aquí, y aún menos si la normativa penal no establece claramente un tipo de delito
directa e inequívocamente referible al caso.

En todo caso, la radical posición del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional ha
sido contrarrestada por la jurisprudencia posterior del propio Constitucional, que ha
mostrado una mayor cautela a la hora de afrontar los problemas de conflicto entre
actuación en conciencia y protección del derecho a la vida. Nos referimos, en particular,
a dos sentencias de 1990 relativas a casos de huelga de hambre emprendidas por
miembros del grupo terrorista GRAPO internados en prisión. En ellas, el Tribunal
Constitucional, sin circunscribirse sólo a casos de objeción por razones religiosas, ha
afirmado que en circunstancias ordinarias -y fuera, por tanto, de la especial relación
penitenciaria- la imposición obligatoria de una terapia podría ser considerada como una
violación de los derechos constitucionales del paciente, cuando éste ha rehusado
voluntariamente la terapia y aceptado el consiguiente riesgo de muerte, suponiendo que
el paciente sea la única persona perjudicada por su decisión. Conviene hacer notar que
las sentencias mencionadas resuelven supuestos conceptualmente diversos a la
objeción de conciencia por razones religiosas, entre otras razones porque para los
reclusos la huelga de hambre no era el único medio posible de oponerse a la disposición
que protestaban, mientras que para el testigo de Jehová la negativa a la transfusión de
sangre es la única actividad omisiva posible para no traicionar sus creencias. Aun así, su
doctrina resulta sin duda aplicable a los problemas que aquí contemplamos.

De hecho, decisiones posteriores de diversos tribunales españoles se han hecho eco esa
doctrina del Tribunal Constitucional y han negado que, en los casos de adultos en pleno
uso de sus facultades, el juez tenga no ya el deber, sino la mera posibilidad de autorizar
una transfusión contra el deseo expreso del paciente. Así, por ejemplo, un auto del
Tribunal Superior de Justicia de Madrid, de 23 de diciembre de 1992, rechazaba la idea
de que el juez tuviera que autorizar forzosamente la transfusión para no incurrir en el
delito de omisión del deber de socorro, si la decisión del paciente es libre, salvo que se
trate de un menor o de un incapacitado, máxime teniendo en cuenta que una
transfusión entraña riesgos y admite soluciones alternativas. Indicaba el Tribunal
Superior: “Desde luego no concurre un estado de necesidad, ni se trata de un auxilio
omisivo al suicidio, ya que los testigos de Jehová no quieren la muerte sino vivir,
aunque no a toda costa y a cualquier precio, ni conculcando sus creencias, por lo que su
actitud no puede ser calificada de suicida, ni desde la perspectiva sicológica ni desde
una perspectiva jurídica”.

3.2. Objeción de conciencia a hemotransfusiones y custodia de los hijos

La cuestión de la relevancia de la religión de los padres a la hora de decidir sobre cuál


de los esposos debe hacerse cargo de la custodia de los hijos es asunto frecuente en la
jurisprudencia comparada, y también, en menor pero creciente medida, lo ha sido en
España. Siguiendo las mismas pautas del caso Hoffmann, decidido por el Tribunal de
Estrasburgo, y aunque no siempre ese precedente haya sido tomado explícitamente en
consideración, la clara tendencia de los tribunales españoles es rechazar que, en casos
de divorcio, la opción religiosa de uno de los progenitores por la doctrina de los Testigos
de Jehová sea un factor relevante para determinar si es o no apropiado para que se le
confíe la custodia. Otra cosa -se afirma- implicaría un trato desigual e injustificado por
razón de la religión, en contra de la libertad reconocida en el art. 16 CE. A lo más que
llegan algunas decisiones es a indicar que la custodia atribuida al cónyuge testigo de
Jehová -frecuentemente la madre en los casos examinados- ha de supeditarse a ciertas
medidas de prudencia tendentes a minimizar los riesgos para los hijos en la hipótesis de
que necesiten en el futuro una transfusión sanguínea: por ejemplo, dejar constancia de
que tiene la obligación de poner en conocimiento del otro cónyuge cualquier
circunstancia que pueda afectar a la vida o salud de los hijos.

No obstante, hay un antiguo -y al parecer no reiterado- pronunciamiento del Tribunal


Supremo, en 1980, que no descarta la posibilidad de que las creencias de los Testigos
de Jehová puedan tener efectos respecto a la atribución de custodia. En el caso en
cuestión, la esposa pretendía que se le concediera la patria potestad sobre de la única
hija del matrimonio, de dos años de edad. Ambos cónyuges eran testigos de Jehová en
el momento de su matrimonio -civil- pero, tras la conversión del marido a la religión
católica, la mujer pidió la separación matrimonial por malos tratos. El juez de primera
instancia concedió la separación solicitada y declaró a la esposa cónyuge inocente, pese
a lo cual no le transfirió la patria potestad sobre la hija. El Supremo desestimó el
recurso de casación afirmando que su función se reducía a preguntarse si los tribunales
inferiores habían incurrido en infracción de ley al estimar que había motivos suficientes
para decretar la separación, y en tal sentido su respuesta había de ser negativa. No se
trataba, por tanto, de una cuestión referente a las creencias religiosas de la actora, sino
a la determinación de los motivos legales de separación matrimonial. Añadía la
sentencia que la cuestión de la patria potestad quedaba a la entera discrecionalidad del
juez de instancia, el cual, por otro lado, no había actuado de manera arbitraria, ya que
era lógico incluir las creencias religiosas de la madre entre los factores a tener en
cuenta, en la medida en que implicaban un hipotético riesgo para la salud o incluso la
vida de la menor, por su objeción a las transfusiones.

3.3. La responsabilidad criminal de los padres objetores en caso de muerte del


hijo menor de edad

Al igual que en el derecho comparado, en los supuestos de fallecimiento de menores por


no autorizar sus progenitores transfusiones de sangre se plantea la importante cuestión
de si los padres objetores son criminalmente responsables por la muerte de su hijo. El
caso más conocido en la jurisprudencia española se originó en Huesca, en 1994, y ha
sido decidido por el Tribunal Constitucional en su STC 154/2002, de 18 de julio.

Para apreciar en todo su alcance el significado de la mencionada STC, conviene conocer


con algún detalle los hechos del caso. Marcos Alegre, niño de trece años residente en
Ballobar (Huesca), hijo de un matrimonio de testigos de Jehová, y creyente él mismo en
los dogmas de dicha religión, sufrió en septiembre de 1994 una caída de bicicleta,
aparentemente sin importancia. No obstante, a los tres días comenzó a sangrar
abundantemente por la nariz. Examinado en un centro hospitalario público de Lérida,
los médicos explicaron a los padres que su hijo se hallaba en situación de alto riesgo
hemorrágico, por lo que era necesaria una transfusión de sangre. Sin ella no podrían,
además, practicar las pruebas necesarias para diagnosticar la patología que había
producido la hemorragia (patología que en todo caso se intuía grave). Rechazada la
transfusión por los padres en virtud de sus creencias, los médicos solicitaron y
obtuvieron autorización judicial para proceder a la misma; los padres acataron la
decisión judicial y en ningún momento la obstaculizaron. La transfusión, sin embargo,
no pudo ser llevada a cabo, pues el menor reaccionó con auténtico terror y los médicos
estimaron que su violenta excitación podía desencadenar una hemorragia cerebral. Los
médicos pidieron a los padres que intentaran persuadir a su hijo de que aceptara la
transfusión, pero ellos rehusaron, por considerar que iba contra sus convicciones
religiosas y contra las creencias en las que habían educado a su hijo. La búsqueda de
tratamientos alternativos en otros centros médicos fue infructuosa. Marcos entró en
coma profundo y, aunque le fue entonces practicada la transfusión, no pudo evitarse su
fallecimiento, apenas doce días después de su caída de la bicicleta.

Con sentencia de 20 de noviembre de 1996, la Audiencia Provincial de Huesca absolvió


a los padres de toda responsabilidad penal, en contra de la opinión de la Fiscalía, quien
pedía para los padres una condena por homicidio por omisión. Posteriormente, la Sala
de lo Penal del Tribunal Supremo, en dos sentencias de 27 de junio de 1997, anuló la
decisión de la Audiencia Provincial, y condenó a los padres como responsables de delito
de homicidio, “con la concurrencia, con el carácter de muy cualificada, de la atenuante
de obcecación o estado pasional”. El Tribunal Supremo entendió que la motivación
religiosa de la conducta enjuiciada no conducía a su exculpación, sino a la mera
atenuación de la responsabilidad penal de los padres.

Recurrida a su vez en amparo la sentencia condenatoria del Supremo, el Tribunal


Constitucional declaró a los padres exentos de responsabilidad criminal. Dos razones
principales vertebran la STC 154/2002. En primer lugar, el Tribunal subraya el hecho de
que el menor, al que sus trece años permiten atribuir una capacidad de raciocinio de
cierta madurez, rechazó personalmente el tratamiento médico prescrito mediante el
ejercicio de dos derechos fundamentales: el derecho a la libertad religiosa y el derecho
a la integridad física. La fuerte reacción del menor frente a la transfusión es un dato que
no puede ser ignorado, ni por los padres mismos, ni por la autoridad judicial a la hora
de valorar la colaboración que se pedía a éstos. Sobre esta base -continúa el TC- se
trata de examinar hasta qué punto el derecho de libertad religiosa de los padres afecta
a su condición de garantes de la vida de su hijo menor de edad. Y concluye que, en las
concretas circunstancias del caso presente, no era posible exigir a los padres una
conducta activa, contraria a sus propias y profundas convicciones religiosas, dirigida a
convencer al hijo -en contra de las enseñanzas que le habían transmitido durante toda
su vida- de que aceptara la transfusión sanguínea. Sus deberes de tutela no les privan
de su libertad religiosa, ya que la efectividad del derecho a la vida del menor -que es
derecho preponderante aquí- no resultaba impedida por la actitud de los padres. Éstos,
como queda probado, nunca obstaculizaron las actuaciones ordenadas judicialmente, y
en todo momento buscaron diligentemente para su hijo aquellos cuidados médicos
compatibles con sus creencias. Además, el resultado que podría haberse seguido de la
conducta reclamada a los padres pertenece al ámbito de la mera hipótesis.

En definitiva, El TC español busca conciliar dos aspectos centrales en el enjuiciamiento


de esta clase de supuestos: proteger el derecho del menor a la vida -incluso frente a él
mismo-, y garantizar ese espacio jurídico de actuación legítima -agere licere- inherente
al derecho de libertad religiosa. Así, por un lado, el Tribunal proclama que la
preponderancia de la efectividad del derecho a la vida del menor exige de los padres no
obstaculizarlo por su actitud. Pero, por otro lado, declara que, en el caso examinado,
reclamar de los padres, además, una actuación suasoria sobre el menor o permisiva de
la transfusión contradice su derecho a la libertad religiosa yendo más de lo que les era
exigible como garantes de la vida del menor.

3.4. La responsabilidad económica por los gastos derivados de tratamientos


alternativos a las hemotransfusiones

Por lo que se refiere a las consecuencias económicas de esta clase de objeción de


conciencia, la principal cuestión es si el servicio público de salud está obligado a correr
con los gastos de un tratamiento médico alternativo a las transfusiones de sangre
cuando el paciente ha debido acudir a un centro privado. Hay algunas sentencias de
tribunales superiores de justicia que han considerado que el paciente objetor tenía
derecho al reembolso de gastos cuando la operación demandada con arreglo a sus
creencias se ha practicado con éxito en una clínica privada, y han vinculado ese derecho
expresamente a las consecuencias derivadas del ejercicio de su libertad religiosa. La
mayor parte de la jurisprudencia, sin embargo, y la de más alto rango, se ha
pronunciado desafortunadamente en dirección opuesta. Lo cual ha recibido fundadas
críticas en sede doctrinal, haciendo constar el formalismo extremo de esa actitud
jurisprudencial, y también el hecho de que se produce una discriminación de las
personas por razón de sus convicciones religiosas, que no puede justificarse, en
términos realistas, por la carga económica -insignificante- que las opciones religiosas
del paciente comportan en esos casos para el sistema público de salud.

Entre las sentencias favorables al reintegro encontramos una de 1991 del Tribunal
Superior de Justicia de Castilla-La Mancha, y otras dos de los órganos jurisdiccionales
equivalentes de Navarra (1993) y de Canarias (2004). Todas ellas se referían a testigos
de Jehová a los que se denegaba en hospitales públicos, por razones pretendidamente
médicas, la realización de terapias que no llevaran consigo transfusiones sanguíneas, al
menos como posibilidad que debía aceptar el paciente -de otro modo, el equipo médico
no aceptaba la responsabilidad de la intervención. Los pacientes acudieron, sin
embargo, a clínicas privadas donde pudo efectuarse el tratamiento correspondiente sin
necesidad alguna de hemotransfusión. En el caso contemplado por la sentencia del
Tribunal de Navarra, además, el enfermo ya había sido forzado previamente a recibir
una transfusión contra su voluntad. Las tres sentencias insistían en que, si era posible
practicar la intervención quirúrgica con respeto a las convicciones de conciencia del
paciente, la negativa del hospital público era injustificada y violaba su derecho
fundamental de libertad religiosa. Lo cual, a su vez, legitimaba al objetor para acudir a
un centro privado donde pudiera recibir una terapia adecuada conforme a sus creencias.
Pese al acierto que nos parece representan esas sentencias de tribunales superiores de
justicia, el hecho es que todas ellas han sido desautorizadas por posteriores
pronunciamientos del Tribunal Supremo y, en algún caso, también del Tribunal
Constitucional. Así, en 1993 el Supremo resolvía, en recurso de casación por unificación
de doctrina, la contradicción entre la citada sentencia del TSJ de Castilla-La Mancha y
otra sentencia del TSJ de Extremadura de 1992, que había dado la respuesta contraria a
un problema análogo. En su decisión, el Tribunal Supremo se inclinaría por la posición,
más restrictiva para la libertad de conciencia, del Tribunal de Extremadura, afirmando
que el derecho de libertad religiosa incluye naturalmente la posibilidad de rechazar el
tratamiento médico propuesto por el facultativo, pero no un derecho a que la asistencia
médica sea proporcionada de acuerdo con los preceptos de una determinada religión.
Idéntica postura ha sido mantenida por el Supremo en 2009, al resolver otro recurso de
casación por unificación de doctrina, en relación con la aparente contradicción entre la
mencionada sentencia del TSJ de Canarias de 2005 y otra del TSJ de Cataluña de 2008.
Un número relativamente elevado de sentencias de diversos tribunales superiores de
justicia han seguido esta línea jurisprudencial en los últimos años.

El propio Tribunal Supremo había reafirmado en 1994 su doctrina de 1993, al casar la


antes citada sentencia del Tribunal de Navarra de 1993. Recurrida la sentencia del
Supremo en amparo, el Tribunal Constitucional rechazaría en su STC 166/1996 la
pretensión del objetor, en contra de la opinión del Ministerio Fiscal, según el cual “la
intervención quirúrgica sin transfusiones sanguíneas no parece que suponga grave
excepcionalidad en los planes de previsión presupuestaria asistencial de la Sanidad
Pública”. Dos argumentos principales justificaban la decisión del Constitucional.

Por una parte, se hacía notar que la obligación de la Seguridad Social de proporcionar
determinadas prestaciones sanitarias depende de la lex artis de los médicos a quienes
compete esa responsabilidad en el caso concreto. A ellos corresponde decidir el tipo de
tratamiento aplicable de acuerdo con las normas de la medicina. De tal manera que “las
causas ajenas a la medicina, por respetables que sean -como lo son en este caso-, no
pueden interferir o condicionar las exigencias técnicas de la actuación médica”.

Por otra parte, y en conexión con lo anterior, afirmaba el TC que ciertamente la


Constitución, y la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980, imponen al Estado
deberes positivos en relación con la libertad religiosa de los ciudadanos, como facilitar la
asistencia religiosa en determinados centros de internamiento o la formación religiosa
en los centros docentes públicos. “Pero de estas obligaciones del Estado y de otras
tendentes a facilitar el ejercicio de la libertad religiosa, no puede seguirse, porque es
cosa distinta, que esté también obligado a otorgar prestaciones de otra índole para que
los creyentes de una determinada religión puedan cumplir los mandatos que les
imponen sus creencias. La prestación de una asistencia médica en los términos exigidos
por el recurrente supondría, como hemos señalado en otra ocasión, <<una
excepcionalidad, que, aunque pudiera estimarse como razonable, comportaría la
legitimidad del otorgamiento de esta dispensa del régimen general, pero no la
imperatividad de su imposición>>”. Añadiendo que “el art. 14 de la Constitución
reconoce el derecho a no sufrir discriminaciones, pero no el hipotético derecho a
imponer o exigir diferencias de trato”.

Como puede observarse, la noción de discriminación indirecta como parte del derecho
de libertad religiosa no forma parte del horizonte argumental de esta sentencia. Por ello
nos parece más acertado el voto particular discrepante que formulaba un magistrado
(González Campos), en el que se subrayaba que las prestaciones de la Seguridad Social
-cuya garantía última incumbe a los poderes públicos, y no sólo a los profesionales
médicos que forman parte de los centros sanitarios públicos- no pueden llevarse a cabo
al margen de los derechos fundamentales protegidos por la Constitución, entre ellos la
libertad religiosa. De otro modo, se ignoraría el mandato constitucional de promover las
condiciones para hacer real y efectiva la libertad del individuo y de los grupos en que se
integra (art. 9.2 CE). Lo cual resulta particularmente aplicable cuando las exigencias
derivadas del ejercicio de la libertad religiosa no contradicen la lex artis de la medicina,
como lo prueba el hecho de que un centro privado pudiera garantizar al mismo tiempo
la salud del paciente y el respeto de sus convicciones de conciencia.

3.5. La Ley 41/2002, de 14 de noviembre, reguladora de la autonomía del


paciente

La Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y


de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, puede
incidir de manera significativa en toda esta materia. Dicha ley otorga a los médicos
mismos el poder de intervenir a un paciente sin su consentimiento, en determinadas
circunstancias, y sin necesidad de intervención judicial previa. Conviene precisar que la
ley no contempla un tratamiento específico para la objeción de conciencia, sino que
trata toda esta materia desde la perspectiva de la autonomía del paciente y su derecho
a recibir un tratamiento médico solamente después de haber dado su consentimiento
informado (a veces por escrito: cfr. art. 8 de la ley).

Así, el artículo 9.2 autoriza a los facultativos a realizar “las intervenciones clínicas
indispensables en favor de la salud del paciente, sin necesidad de contar con su
consentimiento”, en dos hipótesis.

El primero es un caso conocido en el derecho comparado: cuando existe “riesgo para la


salud pública a causa de razones sanitarias establecidas por la Ley”. El supuesto más
claro es el de peligro de epidemia, que puede mover a las autoridades, por ejemplo, a
decretar vacunaciones obligatorias o a recluir a algunas personas en cuarentena. Es
natural que las convicciones de conciencia del paciente deban entonces ceder por causa
de dos intereses superiores expresamente reconocidos por la Ley Orgánica de Libertad
Religiosa (art. 3.1) y por el Convenio Europeo de Derechos Humanos (art. 9.2): la
protección de la salud pública, y la garantía de los derechos de los demás. La
obligatoriedad de esos tratamientos, precisa el art. 9.2, de la Ley de autonomía del
paciente debe ser impuesta por una norma legislativa. Además, cuando las medidas
adoptadas impliquen el internamiento de personas, habrán de ponerse en conocimiento
de la autoridad judicial competente en un plazo de 24 horas.

El segundo caso puede suscitar más perplejidades, dependiendo de cómo se interprete


la norma, que no termina de resultar clara. Se trata de las situaciones en que “existe
riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del enfermo y no es posible
conseguir su autorización”. En efecto, no queda claro si la imposibilidad de obtener la
autorización del paciente se refiere solamente a circunstancias de inconsciencia -que
sería lo razonable- o incluye también aquellos otros casos en los que el paciente,
deliberadamente y en pleno uso de sus facultades, rechaza de plano el tratamiento que
le salvaría, como sucede con los testigos de Jehová que objetan a las transfusiones
sanguíneas. Esta segunda interpretación, a nuestro juicio, concedería un excesivo poder
de decisión al médico responsable, quien no sólo podría ignorar la falta del
consentimiento del paciente -en contra de lo dispuesto en el propio art. 8.1 de la Ley-,
sino que ni siquiera necesitaría obtener autorización judicial o, al menos, el parecer
conforme de otro facultativo, como en ocasiones establece la legislación de otros países.
Únicamente se le impone el vago deber de consultar, “cuando las circunstancias lo
permitan”, a los familiares o a las personas vinculadas de hecho al paciente, sin
establecer prelación alguna entre parientes y sin la menor obligación de contar con su
anuencia.

Junto a lo anterior, el artículo 9.3 contempla las situaciones en que puede darse el
consentimiento por representación, en términos que tampoco son suficientemente
precisos. Para el tema que aquí tratamos, los párrafos más relevantes son el a) y el c).
Según el primero, pueden emitir el consentimiento en representación del paciente las
“personas vinculadas a él por razones familiares o de hecho” cuando “no sea capaz de
tomar decisiones, a criterio del médico responsable de la asistencia, o su estado físico o
psíquico no le permita hacerse cargo de su situación”. Se abre así de nuevo la
posibilidad de interpretaciones que otorguen demasiada discrecionalidad al personal
médico y poco compatibles con la legítima libertad de conciencia de los ciudadanos. El
párrafo c) se refiere específicamente al menor de edad, cuando, según indica la ley, “no
sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención”.
En tal caso -cuya apreciación, implícitamente, se deja otra vez en las solas manos del
médico responsable-, y siempre que el menor no tenga dieciséis años o esté
emancipado, el consentimiento lo otorgará su representante legal (después de haberle
escuchado, si ha cumplido los doce años). No obstante, “en caso de actuación de grave
riesgo, según el criterio del facultativo”, se aplicaría la norma del art. 9.2. relativa a
intervenciones sin el consentimiento del paciente, y sólo existiría la obligación de
informar a los padres del mismo.

La Ley 41/2002 resulta tal vez demasiado simplista para afrontar la diversidad de los
problemas que se derivan de la objeción de conciencia a tratamientos médicos. Hay,
como se ve, demasiados cabos sueltos, y un excesivo poder de decisión en manos de
una persona que, en el mejor de los casos, contempla el problema desde el exclusivo
prisma de su pericia médica, y que probablemente no está en condiciones de examinar
la complejidad de los perfiles jurídicos de cada situación. Habrá que ver cómo
responden los tribunales, y la sociedad misma, a la aplicación de esta nueva norma que
podría contribuir a sembrar dudas en un panorama que comenzaba a ser clarificado por
la jurisprudencia.

LA OBJECIÓN AL JURADO Y A OTROS DEBERES CÍVICOS

López-Sidro López, Ángel. Profesor Contratado Doctor de Derecho


Eclesiástico del Estado de la Universidad
de Jaén

Fecha de actualización

01/10/2010

1. La objeción de conciencia al Jurado

1.2. La Ley Orgánica que regula el Tribunal del Jurado

1.2.1. Disposiciones generales

La Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo , que entró en vigor el 23 de noviembre del


mismo año, volvió a traer a España una institución, la del Jurado, que, desde su
suspensión en 1936, no se había utilizado en nuestra vida judicial. El deseo de
demostrar que la justicia emana del pueblo hizo que la Constitución de 1978 recogiera,
en su artículo 125 , la previsión de un Jurado mediante el cual los ciudadanos
pudieran participar en la Administración de Justicia. En 1985, el artículo 83 de la Ley
Orgánica del Poder Judicial se hacía eco de este mandato constitucional. Y,
finalmente, tras la entrada en vigor del nuevo Código Penal –el 24 de mayo de 1996–
empezaron a funcionar los Tribunales Jurados.

El Jurado quiere acercar la Justicia a los ciudadanos para dar a entender que aquella
brota de una semilla popular, con la consiguiente satisfacción del pueblo, que deja de
contemplar la función de impartir Justicia como algo ajeno a sí mismo. Por esta razón se
ha optado en España por la forma del Jurado puro –también conocido como anglosajón
o histórico–, mediante el cual un determinado número de ciudadanos legos, no
pertenecientes a la carrera judicial, interviene transitoriamente en un proceso para
determinar si el procesado ha cometido o no los actos enjuiciados. En concreto, la Ley
Orgánica que lo establece (en adelante LOTJ) dispone que el Tribunal del Jurado estará
integrado por nueve jurados y un Magistrado Presidente (art. 2.1 LOTJ ). Aunque,
curiosamente, a la hora de decidir este Jurado tiene unas amplias funciones que lo
acercan, en apariencia, a las competencias del escabinado, pues no se limita a emitir
veredicto de culpabilidad o inocencia, sino que entra a valorar la prueba y motiva su
decisión.

Respecto a la participación de los ciudadanos como jurados, la Exposición de Motivos de


la LOTJ afirma que <<nos encontramos ante un derecho-deber (del ciudadano), lo que
tiene reflejo en el texto legal al adoptar unas medidas coercitivas que aseguren el
cumplimiento de la obligación>>. Sin embargo, el carácter obligatorio de esta función
no nace de la Constitución –que claramente habla de un derecho a participar en el
Jurado–, sino que es un deber legalmente establecido. En concreto, es el artículo
83.2.a) de la LOPJ, ya mencionado, el que dispone: <<La función de jurado será
obligatoria y deberá estar remunerada durante su desempeño. La ley regulará los
supuestos de incompatibilidad, recusación y abstención>>. Esta última disposición nos
advierte de que la virtualidad de esta obligación puede ser limitada, como veremos más
adelante.

La participación en el Tribunal del Jurado establecida como un derecho-deber se recoge


en la propia LOTJ, cuando establece en su artículo 6 que <<la función de jurado es un
derecho ejercitable por aquellos ciudadanos en los que no concurra motivo que lo
impida, y su desempeño un deber para quienes no estén incursos en causa de
incompatibilidad o prohibición ni puedan excusarse conforme a esta Ley>>.

Así pues, el común de los ciudadanos que reúna los requisitos establecidos por la LOTJ
(art. 8 ), que no esté incapacitado para ser jurado o tenga alguna incompatibilidad
para esta función (arts. 9 y 10 , respectivamente) y no incurra en una de las causas
de prohibición que señala el artículo 11, podrá ser designado por sorteo para ser jurado
(art. 13 ). Ante esta obligación, y fuera de los casos señalados, por ser un deber
meramente legal y no de categoría constitucional, caben excusas, que vienen señaladas
en el art. 12 de la LOTJ : ser mayor de sesenta y cinco años; haber sido jurado en los
cuatro años anteriores; sufrir un grave transtorno por causas familiares; desempeñar
un trabajo de relevante interés general; tener la residencia en el extranjero; ser militar
en activo en determinadas circunstancias de servicio. Y también podrán excusarse para
actuar como jurado <<los que aleguen y acrediten suficientemente cualquier otra causa
que les dificulte de forma grave el desempeño de la función de jurado>> (excusa 7ª).

Estas circunstancias no son de alegación imperativa por parte de los ciudadanos y


suavizan en cierta medida el deber de actuar como jurado, impidiendo así que alguien
pudiera calificarlo como inconstitucional. La excusa 7ª del artículo 12, que hemos
recogido literalmente, es una cláusula abierta que, en su indefinición, permite excusar
para la función de jurado a quien alegue y acredite de modo suficiente una causa que se
lo impida gravemente. La excusa puede ser alegada en tres momentos diferentes:
cuando conozca su inclusión en la lista de candidatos a jurados (art. 14 ), y resolverá
el Juez Decano; también cuando haya sido seleccionado en el segundo sorteo (art. 20
); o incluso en el momento señalado para el juicio y antes del tercer y definitivo
sorteo (art. 38.2 ). En estos dos últimos casos decidirá acerca de la admisión o no de
la excusa el Magistrado que vaya a presidir el Tribunal Jurado.

1.2.2. La excusa al Jurado en los debates parlamentarios

A este respecto, resulta interesante volver atrás en el tiempo y contemplar algo de lo


sucedido en los debates parlamentarios en torno a la LOTJ, cuando se trataba
precisamente el contenido de su artículo 12 . Este artículo dio lugar a discusiones en
el Parlamento que vamos a reseñar brevemente.

En el Congreso de los Diputados, el Grupo Parlamentario Popular quiso, mediante una


enmienda, introducir en la lista de los que podrían excusarse a <<los eclesiásticos y
ministros de culto de cualquier religión inscrita en el registro correspondiente y, claro
está, por razón de su ministerio>>. Esta enmienda no prosperó.

Por otra parte, en el Senado se planteó un propósito más ambicioso. El Grupo


Parlamentario Catalán, en una nueva enmienda al artículo 12, pretendió que no sólo
fueran excusados los ministros de culto, sino cualesquiera de <<los miembros de una
asociación u orden religiosa que, por motivo de su ideología o creencia aleguen que no
pueden desempeñar la función de jurado>>. La amplitud de los términos empleados fue
puesta de relieve por el Grupo Parlamentario Socialista, que se opuso a la enmienda por
el temor a que pudiera constituirse un derecho a la objeción de conciencia de tal alcance
que la institución deviniera inútil; así, el senador socialista Iglesias Marcelo adujo lo
siguiente: <<El apartado séptimo de este mismo artículo está redactado con tal
generosidad y ambigüedad, que existe siempre la posibilidad, ante el magistrado
correspondiente, de alegar esa excusa como elemento fundamental para no participar;
es decir, que el campo está abierto y, naturalmente, siempre tendrá que ser estimada la
excusa por el magistrado correspondiente>>.

La solución dada en el Parlamento remite el problema a los tribunales, y esto no parece


desorbitado vista la extensión del planteamiento y la diversidad de las posibles posturas
<<en conciencia>>, que no facilitan una disposición general al respecto. Se puede
entender que el artículo 12.7 LOTJ da cabida en la Ley, de forma implícita, a la objeción
de conciencia (Castro Jover). Extraña, sin embargo, que, huyendo de términos
indefinidos y actitudes subjetivas, no se tuviera a bien otorgar categoría de excusa a la
situación de los ministros de culto y eclesiásticos que la alegaran, lo cual es mucho más
objetivo y fácil de demostrar. Pero, como señala Ferrer, el legislador lo hizo
conscientemente, pues <<admitió que la objeción de conciencia se plantearía; y
renunció a regularla de un modo claro y eficaz>>.

1.3. La negativa a formar parte de un Jurado por motivos de conciencia

1.3.1. Breve referencia a la cuestión en Derecho comparado

La experiencia del Derecho comparado en la materia estudiada resulta de interés como


suministradora de soluciones que pueden acabar por admitirse en nuestro país. A
continuación se exponen, de forma panorámica y concisa, las respuestas que las
instancias legales o judiciales de otros países han dado a la oposición a formar parte de
un Jurado por motivos de conciencia. Se toman en consideración para ello,
principalmente, los estudios de Derecho comparado de Navarro-Valls, Martínez-Torrón y
Palomino.

En los Estados Unidos, campo de pruebas de los más diversos tipos de objeción de
conciencia, se halla la cuna del balancing test, entendido como <<identificación,
evaluación y comparación de intereses en conflicto o en concurrencia, dando un
determinado valor o rango a esos intereses>>. Su aplicación en el case law ha llevado a
que la objeción religiosa sea una de las circunstancias que eximen del deber legal de
participar en el Jurado. Paradigma de esta línea jurisprudencial es el caso In re Jenison,
en el cual la Corte Suprema de Minnesota afirmó en 1963 lo siguiente:
<<Consecuentemente, sostenemos que mientras no se demuestre que la invocación de
la Primera Enmienda (que es la que reconoce el derecho a la libertad religiosa individual
en los Estados Unidos) suponga una seria amenaza al funcionamiento del sistema de
Jurado, cualquier persona a quien sus convicciones religiosas le prohíban prestar
servicio en él, quedará desde ahora exenta>>. De este modo, la restricción a la libertad
religiosa en el caso concreto sólo podría darse porque existiera un interés estatal
superior.

Sin abandonar el derecho anglosajón, tradicionalmente juradista, en Inglaterra la


legislación considera inelegibles como jurados, por su propia condición, a los ministros
de culto y a los miembros de un instituto religioso. Además, permite la exención de
formar parte de un Jurado a quien alegue objeción de conciencia. Así se recoge en la
Juries Act de 1974 y en la Practice Direction de la High Court de 1988, disposición que
establece que <<la objeción de conciencia puede ser legítima causa de excusa del
servicio al Jurado, y cada solicitud debe ser estudiada con sensibilidad y simpatía>>.

En Irlanda, la Juries Act, de 1976, permite que clérigos y religiosos se excusen de este
deber, además de incluir una cláusula abierta para excusarse de la función de jurado
cuando exista <<una buena razón para ello>>. También en Escocia, en la Law Reform
Act, de 1980, se exime del Jurado a ministros religiosos e individuos que pertenezcan a
órdenes o congregaciones de clausura.

Hay que decir que la razón de la incompatibilidad o la excusa para ser jurados de los
clérigos y religiosos, según Martínez-Torrón, sería doble: por una parte, la posible
deformación que pudieran provocar en la interpretación legal al proyectar sobre ella sus
dogmas religiosos; y, por otra, el excesivo protagonismo que podrían asumir en la
decisión final del Jurado, por una posición de preeminencia respecto a los demás
miembros derivada de su condición. A estas razones habría que sumar <<la aparente
contradicción entre la función del ministro de culto y la de jurado, y la salvaguarda del
secreto ministerial>> (Ferrer).

Respecto al derecho continental europeo, pese a que en la legislación procesal no está


reconocida la objeción de conciencia como causa eximente para participar en un jurado,
sí se recoge que los ministros de culto y los religiosos no pueden desempeñar la función
de jurado. Así se establece en Bélgica (art. 224.6º del Code Judiciaire), en Italia (art.
12.c. de la ley de 10 de abril 1951 n. 287), en Portugal (art. 2.j. del Decreto-ley n.
679/75, de 9 de diciembre), en Alemania (art. 34 de la Gerichtsverfassungsgesetz de
1975) y en Austria (art. 3º de la Geschworenen und Schöffengesetz de 1990). No es así
en Francia, aunque en todos estos países se establecen cláusulas genéricas para
excusarse.

En Italia, además, a nivel jurisprudencial encontramos una importante Sentencia de la


Pretura de Turín, de 1981, que considera la objeción de conciencia por motivos
religiosos <<legítimo impedimento>> para obtener la dispensa del cargo de juez
popular, pues estima que prevalece el derecho constitucional de libertad religiosa sobre
el deber de cumplimiento de la obligatoria función pública de jurado. Además, se valora
para llegar a esta decisión que dicho deber legal tenga un carácter fungible, es decir,
que la Ley no tenga especial interés en que sea desarrollado por un ciudadano
determinado, sino que pueda ser igualmente asumido por otro en su lugar.

Procedemos ahora al análisis de la cuestión en nuestro país, a raíz de dictarse la LOTJ,


distinguiendo los dos aspectos que se han destacado: la postura de los ministros de
culto y religiosos ante el Jurado, y los supuestos de objeción conciencia.

1.3.2. La oposición de clérigos y religiosos a ser miembros de un Jurado

Una vez aprobada, promulgada y publicada en España la LOTJ, sin hacer referencia
expresa ni a los ministros de culto ni a la objeción de conciencia, se pusieron en marcha
los mecanismos para elaborar la primera lista de candidatos a jurados. Resulta de
interés, una vez examinada la decisión de los legisladores, dar una visión de la postura
de la Iglesia Católica en este punto, al considerarse afectada por las disposiciones de la
LOTJ.

En efecto, la Conferencia Episcopal Española estudió la cuestión a través de su Junta de


Estudios Jurídicos, que subrayó la inconveniencia de la participación de sacerdotes,
religiosos y religiosas como jurados. Así lo comunicó el Secretario de la Conferencia
Episcopal en carta a los obispos de fecha 8-11-1995. De acuerdo con esta carta, <<el
Comité Ejecutivo (de la Conferencia Episcopal) estima que existen serias razones
pastorales y sólidos argumentos jurídico-canónicos para rehusar esta prestación>> de
los sacerdotes y religiosos al Jurado. Como complemento de la carta se enviaron dos
formularios, uno para sacerdotes y otro para religiosos no clérigos y religiosas
designados candidatos, a fin de que fueran presentados ante el Juez Decano
correspondiente, como forma de excusar su participación como jurados.

Con anterioridad a la adopción de esta medida, la Conferencia Episcopal valoró los


argumentos de su Junta de Asuntos Jurídicos, que aparecieron recogidos en sendos
informes de dos de sus miembros. De estos dictámenes, el primero en presentarse fue
el del Prof. De Diego Lora. En él se aconsejaba a los sacerdotes llamados a ser jurados
que se acogieran a la excusa amplia que establece el artículo 12.7 LOTJ. Las razones en
que se apoyaba para pedir esta exclusión de los sacerdotes eran las siguientes:

- La prohibición establecida en el canon 285.3 del Código de Derecho Canónico (CDC)


respecto al ejercicio de este tipo de actividad por parte de los clérigos; en concreto no
permite <<aceptar aquellos cargos públicos que llevan consigo una participación en el
ejercicio de la potestad civil>>.

- Otro argumento sería que <<la función de juzgar a otro fiel cristiano en las incidencias
de su vida de ciudadano de una sociedad civil no resulta conforme con el juicio que está
reservado al sacerdote en la Iglesia, de perdón y misericordia>>.

- Por último, el Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos de 3 de enero de 1979, entre la Santa
Sede y el Estado español, que reconoce en su artículo I, números 1 al 3, que el Estado
implícitamente garantiza el derecho de sus servidores a no ser interferidos en su misión
específica ni obligados a contraer obligaciones y compromisos jurídicos que pudieran
entrar en contradicción con los deberes canónicos de su condición de clérigos.

Esta reclamación, como explica De Diego Lora, podría presentarse, junto con
certificación de la condición clerical, tanto ante el Juez Decano como ante el Magistrado
que presida el Tribunal, dentro de los términos y plazos que determina la LOTJ (arts.
14.1 y 20 ). Pero añadía este dictamen que, en caso de que estos recursos tuvieran
una respuesta negativa, se podría plantear la objeción de conciencia por motivos
religiosos; más concretamente, habría que alegar <<incompatibilidad de deberes civiles
y canónicos en relación al estado religioso del sacerdote reconocido por el Estado
español, con apelación a la Constitución y a la Ley Orgánica de Libertad Religiosa>>.

Entrando en los argumentos del segundo dictamen de la Junta de Asuntos Jurídicos,


firmado éste por el Prof. Giménez y Martínez de Carvajal, se postulaba en él, en primer
lugar, el respeto al derecho de libertad religiosa correspondiente a la Iglesia Católica
como sujeto colectivo del mismo, con referencias al artículo 16 de la Constitución y al
18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, entre otros preceptos que
reconocen este derecho fundamental, y desde aquí se defendía el derecho de la Iglesia
a organizarse libremente y establecer el estatuto de sus ministros de culto. Al final de
esta argumentación añadía: <<es evidente que la exclusión de los clérigos y religiosos
de actuar en el Jurado [...] no constituye ninguna violación de la seguridad, de la salud
y de la moralidad pública, ni de los derechos y libertades fundamentales de los
demás>>. El dictamen invocaba otras dos razones, que calificaba como de carácter
personal: por un lado, la objeción de conciencia; por otro, las excusas aplicables al
caso, que determina el artículo 12 LOTJ. Respecto a éstas últimas, parece que
difícilmente un sacerdote, por el hecho de serlo –dejando a un lado, por tanto, la excusa
de ser mayor de sesenta y cinco años–, podría invocar una distinta a la del apartado 7
del artículo 12 .

Sobre la base de estos dictámenes, se redactaron los formularios remitidos por la


Conferencia Episcopal a los obispos contra el posible resultado del sorteo para el Jurado.
En ellos se alegaban como causas que deben excusar a los sacerdotes, religiosos y
religiosas de participar en el Tribunal del jurado las siguientes:
- El canon 285.3 CDC , ya visto, que prohíbe al sacerdote su participación en el
ejercicio de la potestad civil, como ocurriría en el caso de ejercer la función de Jurado,
en virtud de los artículos 117 y 125 de la Constitución Española. Esta prohibición no
afectaría a los diáconos permanentes (c. 288 CDC ), pero sí a los religiosos (c. 672
CDC ).

- El canon 984 CDC, que prohíbe terminantemente al sacerdote romper el secreto de


confesión, situación que podría plantearse si formara parte de un Tribunal Jurado, pues
el sacerdote podría haber oído en confesión a la persona que se juzga o a cualquier otro
implicado. No hay que olvidar que nuestro ordenamiento civil respeta esta norma
eclesiástica y salvaguarda el secreto de confesión en la Ley de Enjuiciamiento Criminal
(arts. 263 , 417 y 707 ).

- La propia idiosincrasia del sacerdote o religioso, cuya misión consiste en <<ser signo e
instrumento de paz, de reconciliación y perdón, y no ser nunca juzgador de sus
hermanos>>.

- Apoyaba además estos argumentos en los preceptos que reconocen y garantizan la


libertad religiosa en su aspecto concreto de organización de las confesiones y estatuto
de sus ministros: artículo I del Acuerdo de Asuntos Jurídicos de 3 de enero de 1979,
artículo 6.1 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, y artículo V.3 del Acuerdo sobre
Asistencia Religiosa a las Fuerzas Armadas y el Servicio Militar de Clérigos y Religiosos,
entre otros.

- Finalmente, consideraba posible el recurso a la objeción de conciencia, apoyándose


jurídicamente en el artículo 16.1 de la Constitución y en la Sentencia del Tribunal
Constitucional 53/1985, de 11 de abril , que incluyó la objeción dentro del
contenido del derecho de libertad religiosa, siendo la Constitución norma directamente
aplicable.

Está claro que la falta de previsión legislativa ha creado este problema. El formulario de
recurso enviado por la Conferencia Episcopal a los obispos, decía, justo antes del
suplico, lo siguiente: <<El hecho, en alguna manera sorprendente, de no estar los
sacerdotes católicos y los ministros de otras religiones entre las personas que la Ley del
Tribunal del Jurado, en sus artículos 10-12 declara tener incompatibilidad, prohibición o
excusa para formar parte del Jurado, quizás se deba a que el mismo legislador no lo
estimó necesario al existir legislación de rango superior, tal como hemos expuesto, de
la que se deduce que no puede ejercer esa función>>. Esta imprevisión es más grave
aún porque, como ya vimos, la cuestión se planteó al discutirse el texto de la ley en el
Parlamento, donde probablemente la decisión final estuvo marcada por la mala
experiencia de la objeción de conciencia al Servicio Militar. A la vista de todo esto,
parece que el legislador podría, si no solucionado, al menos haber reducido el problema,
contemplando la exención de aquellas personas que, por su especial compromiso
religioso, presumiblemente rehusarían ejercer el cargo de jurado. Y, aunque ha sido
examinada únicamente la postura de la Iglesia Católica, estimamos que igual posibilidad
de excusa debiera haberse reconocido, en virtud del principio de igualdad, a los
ministros de culto de cualquier confesión inscrita en el Registro de Entidades Religiosas.

Ferrer apunta que la incompatibilidad de los ministros de culto con el Jurado debería
incluirse en una futura reforma de la Ley, aunque <<puede considerarse una cuestión
relativamente menor, si se la compara con la objeción de conciencia a formar parte de
ese tribunal>>. A continuación pasamos a estudiar la posibilidad de alegar la objeción
de conciencia al Jurado.

1.3.3. Objeción de conciencia y Jurado

1.3.3.1. Aplicación de los rasgos de la objeción de conciencia al caso del Jurado


La participación en un Jurado resulta ser una actividad que en no pocas ocasiones entra
en conflicto con la conciencia. Hemos podido apreciarlo en la posición adoptada por los
clérigos y religiosos católicos, e igualmente se puede señalar respecto de personas o
confesiones distintas en la experiencia de otros países, en los que el mandato
evangélico de <<no juzguéis y no seréis juzgados>> (Mt 7, 1), interpretado en forma
rigurosa, ha fundado actitudes en conciencia opuestas a formar parte de un Jurado.

De acuerdo con la definición empleada por Palomino, objeción de conciencia sería <<el
comportamiento individual, basado en los motivos de conciencia y contrario a la norma
jurídica estatal>>. A continuación este autor pasa a explicar esta definición, delimitando
lo que considero cuatro rasgos básicos de la objeción de conciencia y en los que
intentaré incardinar las características propias de la objeción a formar parte de un
Jurado:

a) La objeción de conciencia es, ante todo, un comportamiento. Estamos ante un


comportamiento individual de la persona designada para integrar un Tribunal Jurado,
que quiere personalmente atenerse al dictado de su conciencia, y que se convierte en
objetor sin necesidad de una disposición que lo reconozca. Como dice Martínez-Torrón,
es <<una actitud estrictamente individual>> y <<su finalidad es resolver un problema
moral individual>>.

b) El objetor cumple con lo que su conciencia le dicta. No se trata de que la persona


designada tenga el deseo o la intención última de incumplir la norma que le impone ser
jurado, sino que quiere cumplir con lo que su religión le exige en conciencia. Por tanto,
el fin perseguido no es sabotear la norma, sino ser coherente con la propia conciencia,
lo cual le conduce, en última instancia, a rechazar su participación en un Jurado, como
legalmente se le está exigiendo. Sin duda, en este punto la dificultad radicará en la
prueba, que resultará más fácil si el objetor es fiel de una confesión religiosa que
proscribe en sus dogmas dicha actividad.

c) Se trata de un comportamiento omisivo. La objeción de conciencia es <<una


abstención, un comportamiento calificable como omisión>> (Martínez-Torrón). Los
objetores no quieren participar en el Tribunal del Jurado por ser contrario a su
conciencia. Se trata de una toma de postura personal de carácter negativo: consiste en
no participar como tribunal en el enjuiciamiento de otra persona. No anima a estas
personas un planteamiento combativo en contra del Jurado que se manifieste en
actitudes de rechazo a la institución, con miras a cambios legislativos o políticos, como
ocurriría en la desobediencia civil. Si no se les presentara el deber de ser jurados, no se
daría ocasión a la objeción de conciencia, pues esta se agota en la confrontación de dos
mandatos, uno de carácter civil y otro de índole moral; el optar por uno lleva a no poder
cumplir con el otro.

d) La inicial respuesta del ordenamiento es la sanción. El artículo 41.4 LOTJ dispone


que aquellos jurados designados que se nieguen a prestar juramento para ejercer sus
funciones serán sancionados con multa de 50.000 pesetas. Además, la misma negativa
se califica como infracción penal en la Disposición Adicional 2ª de la ley, y será
castigada con multa de 100.000 a 500.000 pesetas. Pero estas sanciones pueden no
llegar a aplicarse si se estima que la objeción de conciencia es digna de protección, que
existe ciertamente ese conflicto, en el que debe salir ganando la libertad religiosa, que
está protegida constitucionalmente de forma especial.

Esta es precisamente la virtualidad de la objeción de conciencia: evitar el cumplimiento


de la norma sin merecer una sanción por ello. Pero, para conseguir el respeto a la
objeción de conciencia en de los tribunales, el Juez debería sopesar dos posturas
enfrentadas: la del Estado, expresada a través de la norma, y la de la persona que se
opone a su cumplimiento por medio de la objeción de conciencia.

1.3.3.2. La objeción de conciencia al jurado ante los Tribunales de Justicia


La Sentencia del Tribunal Constitucional 216/1999, de 29 de noviembre, resolvió con
relación a un recurso de amparo, presentado contra el Acuerdo del Juzgado Decano de
Barcelona, que denegó la exclusión de la lista de candidatos al Jurado a quien alegó
para pedirla razones de conciencia. Por desgracia, el Tribunal Constitucional no llegó a
entrar en el fondo del asunto, al inadmitir el amparo por considerar que se había
interpuesto la demanda prematuramente, cuando todavía no se había nombrado al
demandante miembro de un Tribunal Jurado que hubiera de juzgar una causa penal
determinada. Ello nos privó de una doctrina que hubiese aportado luz decisiva sobre la
cuestión que estudiamos. En cualquier caso, no dejaremos de reseñar las posturas del
Letrado del Estado y del Ministerio Fiscal, recogidas en los antecedentes de la sentencia,
y que no carecen de interés.

Para empezar, el Acuerdo del Juzgado Decano de Barcelona, de 21 de noviembre de


1995, denegó la exclusión solicitada por entender que la LOTJ <<no establece en modo
alguno cláusula de objeción de conciencia de ningún tipo, por lo que la mera alegación
de esa objeción de conciencia en sus diversas manifestaciones, bien sea pura e
incondicional, bien indirecta, por la alegación de escrúpulos al acto de enjuiciar hechos
cometidos por otros, no puede excusar del cumplimiento del deber legal impuesto por el
[...] art. 6 de la LOTJ>>. Contra esta decisión se interpone recurso de amparo,
solicitando su nulidad, entre otras cuestiones, por vulneración de la libertad ideológica
garantizada en el artículo 16.1 de la Constitución.

Dejando al margen los aspectos que finalmente determinaron la inadmisión del amparo,
nos centraremos en lo que la Sentencia recoge respecto a este punto en concreto de la
libertad ideológica. El Abogado del Estado sostuvo que la objeción de conciencia no está
amparada por la Constitución, y que, en cualquier caso, las manifestaciones de la
libertad ideológica conocen como límite el orden público. Consideró ajustado a Derecho
que la Ley convierta en deber la participación en el Jurado, y afirmó que tendría que ser
la propia Ley la que expresamente contemplase la exención de ese deber por motivos
de conciencia. Estimó, por tanto, que mientras la Ley no lo contemple, no cabe
entender que el artículo 16.1 de la Constitución obligue a interpretar el artículo 12.7 de
la LOTJ en el sentido de que los motivos de conciencia han de bastar para excusarse
como Jurado.

El Ministerio Fiscal, por su parte, recordó que el contenido del artículo 16 de la


Constitución, como ha establecido la doctrina el Tribunal Constitucional, no ampara la
obtención de ciertos derechos ni puede servir de base a la exención de determinadas
responsabilidades. Señala –con razón– que el legislador, a la hora de regular el deber
de participación en el Jurado, ha establecido una última excusa de forma amplia, que
exige no mera alegación, sino acreditación suficiente de la causa que dificulte de forma
grave el desempeño de esa función; pero añade que la libertad religiosa, que no
excusa, por regla general, del cumplimiento de deberes legales, no es fundamento
suficiente para configurar una objeción de conciencia no prevista expresamente, y el
órgano judicial encargado deberá ser quién valore su entidad como excusa en cada
caso. Si bien es cierto, entendemos, que los motivos de conciencia han de ser
acreditados, el mero hecho de alegar razones apoyadas en un derecho fundamental
debería merecer mayor consideración que la manifestada aquí por el Ministerio Fiscal.

Ante la ausencia de resoluciones de mayor rango, creemos ilustrativo detenernos


sucintamente en una Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Málaga, dictada el
19 de julio de 1999, en la que sí se resuelve en el fondo acerca de la alegación de la
objeción de conciencia como excusa para no formar parte de un Jurado. En dicha
excusa, que fue desestimada por la Juez Decana de Málaga, el objetor alegaba razones
de conciencia por las que se sentía incapaz de asumir la función a la que se le instaba,
considerando que esos motivos podrían mediatizar su opinión en el ejercicio de sus
funciones. El Tribunal se remitió abundantemente a la doctrina constitucional en otros
casos de objeción para resolver en contra del recurrente, y conforme a ella argumentó
que el derecho a la libertad ideológica reconocido en el artículo 16 de la Constitución no
basta para eximir del cumplimiento de deberes constitucionales y legales, afirmando
que la objeción de conciencia requiere de una previa regulación legal para poder ser
alegada y reconocida.

1.3.3.3. Conclusiones

En la objeción de conciencia al Jurado nos encontramos ante la confrontación entre un


deber legal –el deber de formar parte de un Jurado de aquellos que sean designados
para tal función– y un derecho de rango constitucional –el derecho a la libertad
religiosa, reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución –. El objetor, normalmente,
planteará su postura a través del capítulo genérico de excusas que le ofrece el artículo
12.7 LOTJ . Otra vía para evitar su participación en el Jurado podría ser la de actuar
de forma que le lleve a ser recusado (Moreno Antón), pero no parece que el fraude que
supone esta opción sea digno de quien defiende una cuestión de conciencia.

El juez, ante esta situación que se le va a plantear en el caso concreto, tiene una misión
importante que desempeñar, en la que no basta considerar el dato del fundamento
constitucional en el que se quiere sustentar la alegación. La labor judicial, en estos
casos, debe dirigirse a sopesar los intereses en conflicto. Para ello, se pueden discernir
dos objetivos fundamentales en la LOTJ:

- Por un lado, cumplir los mandatos constitucionales. Ya conocemos el tenor del artículo
125 de la Constitución , pero también el Jurado es legitimado por otro interés
constitucional, como es el de garantizar el derecho de todos al juez ordinario
predeterminado por la ley, reconocido en el artículo 24.1.

- Por otro lado, como he dicho más arriba y repito ahora utilizando las palabras de la
Exposición de Motivos de la propia LOTJ, <<nos encontramos ante una modalidad del
ejercicio del derecho subjetivo a participar en los asuntos públicos (art. 23.1 de la
Constitución ), perteneciente a la esfera del status activae civitatis, cuyo ejercicio no
se lleva a cabo a través de representantes, sino que se ejercita directamente al acceder
el ciudadano personalmente a la condición de jurado. De ahí que deba descartarse el
carácter representativo de la Institución y deba reconocerse exclusivamente su carácter
participativo y directo>>. Por tanto, no tiene el Jurado un afán representativo de la
sociedad, sólo se busca una participación de la misma no necesariamente proporcionada
ni estamentada.

Teniendo en consideración estas finalidades de la LOTJ, hay que preguntarse si las


mismas se logran integrando, en el Tribunal que tiene que juzgar a un encausado, a una
persona que en conciencia no desea juzgar la conducta de nadie, a alguien que, en su
fuero interno, no cree que su misión sea el emitir juicios con repercusiones jurídico-
penales. De otro lado, cabe plantearse si la ley sufre un grave atentado permitiendo que
personas con objeciones de conciencia queden fuera de la composición de los jurados:
ya hemos dicho cuáles eran los principales objetivos de la ley, y el fundamental, desde
luego, pasa por aplicar Justicia; consideramos que este fin debe primar sobre cualquier
otro. No parece que mantener objetores confesos en el Jurado, personas que están
incómodas en conciencia, disconformes con la función que les toca realizar, no por mero
capricho, sino porque ese cargo contradice una opción personal –radical– anterior, sea
un camino para alcanzar los objetivos de la ley.

Como ha dicho Martínez-Torrón, <<sólo podrá desestimarse legítimamente la exención


de deberes jurídicos por objeción de conciencia cuando esa exención impediría la
realización de los fines a los que se dirige la norma o el contrato del que procede la
obligación rechazada por el objetor>>. Colocando en la balanza los intereses en
conflicto, parece más beneficioso para ambas partes excluir a las que aleguen y
fundamenten razonablemente una objeción de conciencia al Jurado.

Difícilmente se puede hablar aquí del límite del orden público que, con carácter muy
general, menciona el artículo 16.1 de la Constitución y cuyo contenido proporciona el
artículo 3.1 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa : los derechos y libertades de los
demás, seguridad, salud y moralidad pública. Parece que la vía más razonable y
respetuosa es la de la ponderación. Esta es la labor que se debería realizar ante casos
de objeción de conciencia. La objeción es un aspecto o faceta de un derecho
fundamental no lo suficientemente asumido, precisamente por lo que tiene de contraste
con una norma positiva del ordenamiento, por el esfuerzo que supone su integración en
el mismo. Desde luego, esta integración no siempre será posible, pero es deseable que
el esfuerzo se realice.

2. Objeción de conciencia a otros deberes cívicos

2.1. Objeción de conciencia a formar parte de una Mesa electoral

La Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General , establece en


su artículo 27.1 la obligatoriedad de los cargos de Presidente y Vocal de una Mesa
electoral. Las personas designadas para estos puestos deben recibir la correspondiente
notificación en los tres días posteriores a la misma, y desde entonces dispondrán de un
plazo de siete días para alegar, ante la Junta Electoral de Zona, <<causa justificada y
documentada que les impida la aceptación del cargo>>. Si la persona designada no se
integrara en la Mesa sin estar amparada por una excusa legítima, incurriría en un delito
electoral, delito sancionado en el artículo 143 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral
General con penas de arresto mayor y multa de 30.000 a 300.000 pesetas, además
de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo (art. 137 ). Nos
encontramos, por tanto, ante un deber cívico, no absoluto, porque admite excusas, pero
con serio aparato sancionador para garantizar su cumplimiento, y que provoca, como
vamos a ver, situaciones de objeción de conciencia en la práctica.

Los posibles conflictos de conciencia ocasionados por el cumplimiento de la tarea de


Presidente o Vocal de Mesa electoral pueden plantearse por motivos diferentes, entre
los que se podrían destacar dos: por un lado, el problema para aquellos cristianos que,
considerando el domingo –día en el que habitualmente se fijan las citas electorales–
como día dedicado a Dios a través de los actos de culto, la oración y el descanso,
encuentran este tiempo invadido por una tarea incompatible con dichos fines; por otro
lado, los miembros de la confesión religiosa de los Testigos de Jehová se han mostrado
contrarios a todo lo que represente una participación en el ámbito electoral, incluyendo
la que supone formar parte de una Mesa electoral. Además, se podría señalar que los
ministros religiosos que tienen en el domingo el día central de su labor normalmente
alegarán la incompatibilidad de ambas tareas, aunque aquí, más que de objeción de
conciencia habría que hablar de que las exigencias del cumplimiento de un trabajo de
relevancia social impiden asumir simultáneamente otro.

El caso de los Testigos de Jehová es el que se ha planteado en numerosas ocasiones


ante los Tribunales, lo que nos ha deparado un abanico de sentencias que, sin embargo,
no presentan una línea jurisprudencial muy definida. No obstante, en la mayoría de los
casos la respuesta judicial ha sido la de condenar a los objetores por delito electoral,
desestimando, por tanto, sus motivos de conciencia, al entender de relevante
importancia el deber cívico incumplido; y si se ha absuelto en alguna ocasión a los
recurrentes ha sido por no apreciar el dolo en su actuación (Sentencia del Tribunal
Supremo 2174/1993, de 29 septiembre), y no por admitir el contenido de su excusa.
Los argumentos que se han vertido en dichas decisiones nos permiten establecer una
serie de criterios que sirven no sólo para conocer las razones de las negativas, sino las
posibilidades que se ofrecen a la objeción de conciencia en este ámbito. Los argumentos
serían los siguientes:

- Ni la Constitución ni la Ley reconocen la objeción de conciencia electoral (Sentencia


del Tribunal Supremo 2265/1994, de 27 de diciembre): Nos encontramos nuevamente
con el argumento que inspira la última línea jurisprudencial del Tribunal Constitucional
en relación con la objeción de conciencia, que no ha sido, sin embargo, la única –no hay
que olvidar la Sentencia del Tribunal Constitucional 53/1985, de 11 de abril –, ya
que si la objeción de conciencia es fruto del ejercicio del derecho de libertad religiosa
(art. 16 de la Constitución), la Constitución es norma directamente aplicable. No
creemos, de cualquier modo, que la objeción se pueda recoger siempre en una norma
legal, pero cabe su reconocimiento implícito como, por ejemplo, al establecerse la
posibilidad de alegar excusas.

- La integración en una Mesa electoral no conculca el derecho de libertad religiosa


(Sentencia del Tribunal Supremo 2212/1994, de 14 de diciembre): Aquí los Tribunales
se han arrogado la competencia para interpretar la doctrina de una confesión religiosa o
la capacidad para leer la conciencia ajena. No parece que entre las atribuciones de los
jueces pueda estar la de decidir que la neutralidad política que supone ser miembro de
una Mesa electoral –neutralidad que no se da en otro aspecto de la vida política, como
es depositar el voto–, baste para concluir que la conciencia no se ve violentada en este
caso: no corresponde al Tribunal juzgar el acierto objetivo de la conciencia individual ni
la verdad de las creencias (Martínez-Torrón).

- La conducta podría ir contra el orden público (Sentencia del Tribunal Supremo


2317/1993, de 15 de octubre): El contenido del orden público que se establece como
límite al ejercicio del derecho de libertad religiosa lo desarrolla la Ley Orgánica de
Libertad Religiosa (art. 3.1º), y su violación debe quedar acreditada, aunque en este
caso, en que estamos ante un deber fungible, para el que la propia Ley prevé la
existencia de suplentes, no parece que el orden público sufra un deterioro por admitir la
objeción de conciencia.

- No queda acreditada y documentada la causa justificada que debe servir de título para
ser exento de esta obligación (Sentencias del Tribunal Supremo 2814/1992, de 23 de
diciembre, o 2265/1994, de 27 de diciembre): En este sentido, el Tribunal Supremo ha
reiterado que los recurrentes no han cumplido este requisito para que sea aceptada su
excusa, requisito exigible, como hemos visto, y argumento al que no se pueden poner
reparos. Sin embargo, queda por establecer cuándo se entiende acreditada la causa
documentada y justificada para que se admita la excusa. Y ello, según el Tribunal
Supremo, se conseguiría cuando la persona designada para integrar una Mesa electoral
acreditase su pertenencia a la confesión religiosa –los Testigos de Jehová– que le
impone el comportamiento causante de su objeción, y demostrara que esa confesión le
prohíbe efectivamente, a través de sus dogmas, participar de esa forma en el ámbito
electoral. Esta ha sido la exigencia hecha los miembros de la confesión Testigos de
Jehová que han alegado objeción, pero ya se deduce que, en el caso de ser admitida
algún día la objeción de conciencia en este ámbito, va a estar restringida a personas
que puedan probar estos datos, y que la Ley no va a ceder ante argumentos menos
sólidos que los de la pertenencia a una confesión religiosa determinada, como medio de
impedir el abuso de las razones de conciencia.

2.2. Objeción de conciencia en la prestación de juramentos

Se ha entendido por objeción en el juramento la laicidad de una conciencia que impide


jurar con una fórmula que obligue ante Dios (Navarro-Valls). El Derecho español ha sido
sensible a esto y actualmente, en el Real Decreto 707/1979, de 8 de abril, regula la
fórmula que ha de observarse en la toma de posesión de los cargos públicos,
estableciendo la opción entre el juramento y la promesa de fiel cumplimiento del cargo,
con lealtad al Rey y asumiendo el deber de guardar y hacer guardar la Constitución.
Similar previsión hace la Ley de 24 de julio de 1980, que permite realizar el juramento a
la bandera por Dios y por el honor. También tendrán la opción de jurar o prometer los
diputados y senadores en el momento de asumir sus cargos (Reglamentos del Congreso
y el Senado).

Por otro lado, se encontraría la objeción al juramento, que sería una oposición total por
motivos ideológicos o de conciencia a prestar cualquier juramento o promesa, situación
ésta que no se contempla en nuestro ordenamiento.
Al margen de estos casos, los supuestos en los que se ha planteado esta objeción en
España han tenido un marcado carácter político. En realidad no se ha objetado el hecho
de tener que prometer o jurar, sino la obligación de acatar la Constitución, como ha
ocurrido con los parlamentarios electos de Herri Batasuna –que ha dado ocasión a
varias Sentencias del Tribunal Constitucional, la última de 8 de abril de 1991– o con
diputados del Parlamento gallego –Sentencia de 16 de diciembre de 1983–, casos donde
resultaba difícil reconocer una auténtica objeción de conciencia –que no fue alegada– y
sí, más bien, un deseo de publicidad ideológica o de poner de relieve un desacuerdo con
la Constitución (Prieto-Sanchís).

Hay que volver la vista al ámbito europeo para ver que el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos ha dictado Sentencia el 18 de febrero de 1999 resolviendo que, en el caso
Buscarini y otros contra San Marino, en el que se plantea una objeción en el juramento,
ha existido violación del artículo 9 del Convenio Europeo para la Protección de los
Derechos Humanos. Los recurrentes se habían opuesto a pronunciar la fórmula de
juramento establecida para ocupar sus escaños como miembros electos del Parlamento
de la República de San Marino, si no se les permitía hacerlo sin hacer mención a ningún
texto religioso, como era el caso, en que se juraba sobre los Evangelios. Al no
habérseles admitido jurar omitiendo esta referencia, y bajo la amenaza de perder su
lugar en el Parlamento, prestaron juramento en la forma establecida, no sin denunciar
que se violaba así su derecho a la libertad religiosa y de conciencia.

En su pronunciamiento sobre este asunto, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos


sostiene que la libertad religiosa y de conciencia supone, entre otras, la libertad de
mantener o no creencias religiosas y practicar o no una religión: <<En el presente caso,
exigir que el Sr. Buscarini y el Sr. Della Balda prestaran juramento sobre los Evangelios
constituyó, en efecto, una limitación del sentido del segundo párrafo del artículo 9,
desde que se les exigió jurar lealtad a una religión en concreto bajo pena de perder sus
escaños parlamentarios. Tal intromisión sería contraria al artículo 9, a no ser que esté
“establecida por la Ley”, persiga uno o más de los objetivos legítimos expuestos en el
párrafo 2º y sea “necesaria en una sociedad democrática”>>.

Añade el Tribunal que es contradictorio someter el ejercicio de un mandato que


pretende representar diferentes visiones de la sociedad a la condición de adherirse a
una de ellas, y que <<exigir a los solicitantes prestar juramento sobre los Evangelios
fue equivalente a exigir a dos representantes electos del pueblo jurar lealtad a una
concreta religión, una exigencia que no es compatible con el artículo 9 del Convenio>>.

Volviendo sobre los límites que el Convenio Europeo de Derechos Humanos reconoce a
la libertad religiosa, el Tribunal estima que la limitación que se ha argüido en el caso no
tiene la condición de ser <<necesaria en una sociedad democrática>>, y declara por
ello que ha existido una violación del artículo 9 del Convenio.

Distinto es lo ocurrido en el caso Alexandridis contra Grecia, que el Tribunal Europeo de


Derechos Humanos resolvió en Sentencia de 21 de febrero de 2008, donde estimó la
demanda de un abogado que denunciaba una violación de su libertad religiosa por estar
obligado a prestar juramento religioso para comenzar el ejercicio de su profesión, pese
a su no pertenencia a la Iglesia cristiana ortodoxa, y que al elegir la opción no religiosa
–una declaración solemne– se vio compelido a revelar sus verdaderas convicciones. Por
otra parte, en el caso Dimitras y otros contra Grecia, resuelto por el Tribunal Europeo
de Derechos Humanos en Sentencia de 3 de junio de 2010, los demandantes
denunciaban una violación de su libertad religiosa porque, en distintos procesos penales
en los que habían tenido que intervenir, se les obligaba a prestar juramento sobre los
Evangelios, lo que sólo podían evitar aclarando que no eran cristianos ortodoxos, y a
veces incluso confesando sus creencias o ausencia de ellas. En estos casos, la
alternativa al juramento religioso –una afirmación solemne– estaba prevista en la ley
procesal; pero aun así, se estimó que se había violado el artículo 9 del Convenio por la
obligación de revelar sus convicciones en relación con la divinidad al objeto de hacer
una afirmación solemne, ya que la norma establecía la presunción de que los
demandantes eran cristianos ortodoxos, lo que se hacía necesario refutar. No se trata
en estos supuestos de una auténtica objeción, porque el ordenamiento griego ofrecía
una opción de conciencia a los demandantes; pero las condiciones para acceder a ésta
eran tan onerosas que resultaban constitutivas de una violación de su libertad religiosa.

2.3. Objeción de conciencia de los jueces al matrimonio entre personas del


mismo sexo

En España, el matrimonio entre personas del mismo sexo fue admitido por el
ordenamiento jurídico a través de la reforma del Código Civil practicada por la Ley
13/2005, de 1 de julio, que añadió un segundo párrafo a su artículo 44 con el siguiente
tenor:

<<El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes
sean del mismo o diferente sexo>>.

A lo que habría que unir la Disposición Adicional Primera de la Ley, que establece con
carácter general:

<<Las disposiciones legales y reglamentarias que contengan alguna referencia al


matrimonio se entenderán aplicables con independencia del sexo de sus integrantes>>.

Los problemas de conciencia que plantea esta Ley no se van a manifestar en forma de
oposición a las uniones homosexuales, sino a su equiparación con el matrimonio, y a la
consiguiente desfiguración de esta institución. Atendiendo precisamente a las previsibles
dificultades que esta reconfiguración de la institución matrimonial puede provocar en la
conciencia de las personas, por su vinculación con mayoritarias tradiciones y creencias
religiosas, las regulaciones en Derecho comparado han incorporado cláusulas que
salvaguarden a quienes se ven confrontados con estas normas. En Canadá, por
ejemplo, la Ley del Matrimonio Civil (Civil Marriage Act) ha reconocido la objeción de
conciencia. Y en Dinamarca, la Ley que regula las parejas de hecho, en el caso de las
uniones homosexuales, ha excluido la posibilidad de celebración religiosa para evitar la
intervención –que allí es obligatoria– de los pastores luteranos.

La dificultad de la situación es España estriba en que la ley que modificó el Código Civil
para ampliar el concepto de matrimonio a las uniones formalizadas entre personas del
mismo sexo, no previó la eventualidad de excepciones u objeciones para los
funcionarios obligados a intervenir en dichos actos. La objeción de conciencia en el caso
de los jueces debió regularse, pues no gozan de un espacio de exención de
responsabilidad en el caso de dejar de resolver. La configuración de una <<opción de
conciencia>> tutelada legalmente es la decisión más aconsejable en situaciones como
la estudiada, donde una ley aprobada después de una destacada polémica social
permitía presagiar un rechazo por amplios sectores y previsibles objeciones de
conciencia.

Además, todavía planean sobre esta norma dudas sobre su inconstucionalidad. Se


pueden recordar las expresadas por el Consejo de Estado, el Consejo General del Poder
Judicial y la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. También se plantearon
cuestiones de inconstitucionalidad por jueces encargados de Registros Civiles, resueltas
por el Tribunal Constitucional en sus Autos 505/2005 y 508/2005, de 13 de diciembre,
cuya doctrina se reitera en el Auto 12/2008, de 16 de enero, y el 59/2006, de 15 de
febrero, con el resultado de no admitir las cuestiones planteadas, sin entrar en el fondo,
al considerar que el Juez encargado del Registro Civil no está facultado para plantear
una cuestión de inconstitucionalidad con ocasión de la tramitación de un expediente
matrimonial. Por último, el Grupo Parlamentario Popular presentó un recurso de
inconstitucionalidad con fecha de 30 de septiembre de 2005, que todavía no se ha
resuelto.
Sin embargo, sí contamos ya con una resolución en torno a la objeción de conciencia de
los jueces encargados de celebrar matrimonios entre personas del mismo sexo. Se trata
de la Sentencia del Tribunal Supremo de 11 mayo 2009 (rec. 69/2007). En ella, la Sala
Tercera del Tribunal Supremo resuelve el recurso contencioso-administrativo,
interpuesto por el titular de un Juzgado de Primera Instancia e Instrucción, contra el
acuerdo adoptado por el Pleno del Consejo General del Poder Judicial que había
desestimado el recurso de alzada presentado a su vez contra la resolución de la
Comisión Permanente del mismo Consejo General, que anteriormente le había
denegado el ejercicio del derecho de objeción de conciencia –y también la posibilidad de
abstención– en relación con los expedientes matrimoniales entre personas del mismo
sexo, cuya tramitación debía seguirse en el Registro Civil a su cargo.

El juez en cuestión, a fin de facilitar el ejercicio de esta objeción de conciencia, que


planteaba por sus convicciones religiosas, sugería nombrar para esos efectos a su
sustituto ordinario o a un Juez Sustituto <<cuyas conciencias no se vean afectadas por
este tipo de celebraciones, ya que no supone ningún perjuicio para los interesados ni
para el buen funcionamiento de la Administración de Justicia>>.

Sin embargo, al Abogado del Estado le pareció inoperante la ponderación de intereses


que postulaba el recurrente si conducía a que el interés propio de la sociedad en su
conjunto –disponer de un ordenamiento jurídico con garantías de cumplimiento
generalizado–, se contrapusiera al del individuo que defiende los dictados de su
conciencia frente a cualquier norma que colisione con ella, porque los argumentos de la
proporcionalidad, la no afectación del orden público y el mecanismo de sustitución la
harían siempre posible.

El núcleo de su argumentación lo encuentra el Tribunal Supremo en su propia


jurisprudencia, concretamente en las sentencias de 11 de febrero de 2009 (recursos de
casación 905, 948, 949 y 1013/2008) del Pleno de la Sala Tercera, que resolvieron los
recursos presentados contra las resoluciones de la Administración que negaban a varios
padres el derecho a objetar por razones de conciencia la enseñanza de la asignatura de
Educación para la Ciudadanía a sus hijos. Con el apoyo de esas sentencias, el Tribunal
reitera que no tiene cabida en nuestro ordenamiento jurídico constitucional un derecho
general a la objeción de conciencia que pueda hacerse valer sin que venga reconocido
formalmente en la propia Constitución o en la Ley.

Cierto es que el Tribunal Constitucional, en su sentencia 53/1985, de 11 de abril ,


al reconocer el derecho del personal sanitario a objetar por motivos de conciencia
respecto de su intervención en la práctica de un aborto, lo hizo sin que existiera una
previsión legal al respecto, con la siguiente argumentación: <<Cabe señalar, por lo que
se refiere al derecho a la objeción de conciencia, que existe y puede ser ejercido con
independencia de que se haya dictado o no tal regulación. La objeción de conciencia
forma parte del contenido del derecho fundamental de libertad ideológica y religiosa
reconocido en el artículo 16.1 CE y, como ha indicado este Tribunal en diversas
ocasiones, la Constitución es directamente aplicable, especialmente en materia de
derechos fundamentales>> (FJ 14).

Pero en el Tribunal Supremo en esta ocasión, con apoyo en la doctrina sentada respecto
de la objeción a la Educación para la Ciudadanía, sostiene que lo procedente es negar el
derecho a la objeción de conciencia si no está previsto en la Ley, aunque a continuación
afirme que se podría admitir bajo circunstancias excepcionales. Estas circunstancias
serían las del servicio militar o las del aborto; y como en el presente caso no se estaría
ni ante la una ni ante el otro, no cabría la objeción. Se procede de tal modo que la
Sentencia dedica amplio espacio a argumentar su negativa a la objeción extra-legal,
mientras que no se molesta en examinar si en los hechos del caso planteado se da esa
excepcionalidad requerida para admitir la objeción; simplemente queda formulada la
posibilidad como un gesto de flexibilidad hipotética, sin visos de reconocimiento real.
Se puede observar asimismo que el enfoque adoptado por el Tribunal enfrenta
artificialmente un supuesto interés privado –identificado con la conciencia personal–
frente al público, que estaría representado por la integridad del ordenamiento jurídico y
la absoluta sumisión al mismo por los funcionarios del Estado. No obstante, hay que
recordar que la protección de los derechos fundamentales no es un asunto particular,
sino de interés público, y para corroborarlo basta percatarse de que su reconocimiento y
garantía constituyen un elemento esencial de ese mismo ordenamiento.

Si el Tribunal hubiera realizado una ponderación de las circunstancias del caso que
permitiese acreditar la existencia de un verdadero conflicto, y habiendo comprobado la
seriedad de las convicciones del objetor, podría haber reconocido la objeción de
conciencia, como ya ha ocurrido otras veces. O haberla rechazado, pero con la
justificación más sólida de haber realizado la necesaria ponderación.

Sin embargo, la objeción de conciencia, pese a contar con manifestaciones reconocidas


en el Derecho español, se topa en esta Sentencia con argumentos que la hacen inviable.
Porque sólo se admite como posible la objeción de conciencia efectuada frente a
deberes jurídicos válidos; pero, una vez constatada la validez de estos, se niega
directamente el derecho a la objeción, porque no cabe que la conciencia individual se
oponga a la Ley. De nada sirve al recurrente, por tanto, asegurar que no se perjudicaría
el orden público, cuya función como límite de las manifestaciones de la libertad religiosa
es recordada por el mismo Tribunal Supremo; y por ello el propio Abogado del Estado se
permite rechazar la objeción porque <<siempre sería posible>> una vez que se
comprobase que no se vulnera el orden público y no se perjudica a terceros, mediante
el recurso a sustituciones. La cuestión es que el ejercicio sin trabas de una libertad
fundamental que no suponga amenaza para el orden público no es algo a lo que
debieran oponerse los encargados de aplicar el Derecho.

LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA EN EL ÁMBITO DE LAS


RELACIONES LABORALES

Moreno Botella, Gloria. Profesora Titular de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad Autónoma de Madrid

Fecha de actualización

01/10/2010

1. La objeción de conciencia en el ámbito de las relaciones laborales

1.1. Concepto

La objeción de conciencia es la forma más débil de desobediencia al derecho, y esta


desobediencia al derecho puede darse también en el ámbito laboral, cuando exista una
efectiva colisión en la conciencia del individuo entre la norma laboral que le impone la
realización de un trabajo y la ley moral o religiosa que se lo impide.

En este sentido, podemos definir la objeción de conciencia laboral como un derecho


reconocido a la persona para negarse a realizar un trabajo determinado o en un día
determinado, por motivos de conciencia, en su mayoría religiosos. Esto obliga a
determinar en qué medida y en qué supuestos, es posible la libertad del trabajador en
esta materia, es decir cuando la objeción de conciencia laboral puede imponerse sobre
el empresario o más ampliamente sobre la libertad y organización empresarial.
Podemos decir que las soluciones en torno a la dispensa laboral u objeción de conciencia
laboral, no han sido iguales en los distintos Ordenamientos Jurídicos. En Europa, no se
ha considerado como algo que pertenezca a la esencia misma de la conciencia y que
haya que salvaguardar siempre y por encima de todo la conciencia del trabajador frente
a la actividad laboral, aunque hay que decir en honor a la verdad, que cada vez son
más los casos resueltos positivamente a favor de este tipo de objeción de conciencia,
tanto por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como por las diferentes instancias
judiciales de los distintos Estados. Frente al tratamiento restrictivo en la resolución de
estos supuestos propios del derecho europeo, se alza el derecho norteamericano mucho
más proteccionista, probablemente a causa del pluralismo religioso y multicultural
existentes en el país y que ha dado lugar a una importante doctrina judicial y legislativa
en esta materia. En España, cada vez son más numerosos los casos planteados al
respecto y aunque la protección no es la misma que en el caso norteamericano, lo cierto
es que dependiendo del ámbito en el que se ha plateando tal supuesto de objeción, la
protección ha sido distinta. En este sentido, podemos señalar entre otros, los siguientes
campos, en los que se ha planteado este “conflicto de conciencia”:

1º. En el ámbito de la empresa periodística por cambio en la línea ideológica del editor
mediante la denominada “cláusula de conciencia” del artículo 20,1,d de la Constitución
española .

2º. En el ámbito médico-hospitalario mediante la objeción de conciencia por parte del


personal facultativo a determinados tratamiento médicos, especialmente a la práctica
del aborto, supuesto de objeción de conciencia reconocido en la STC de 11 de abril de
1985 y en la reciente LO 2/ 2010 de salud sexual y reproductiva y de interrupción
voluntaria del embarazo .

3º. En el ámbito educativo, el conflicto ideológico se ha planteado también en relación a


la compatibilidad o incompatibilidad entre las actitudes (derechos fundamentales) de los
profesores y su colisión con el ideario o carácter propio de los centros docentes.

4º. En materia de festividades religiosas y descanso semanal.

5º. En relación a la realización de determinadas tareas en el seno de la empresa


incompatibles con la conciencia del trabajador. (Vg, pacifista trabajador de una industria
dedicada a la fabricación de armamentos.

1.2. Derecho Español

Al abordar este tema es preciso tener en cuenta que mientras que en otras
constituciones y documentos internacionales existe un expreso reconocimiento de la
libertad de conciencia, en la Constitución española no se habla de esta libertad
cuando se recoge la libertad religiosa ideológica y de culto en el art. 16,1 .

Sin embargo, ello no significa que no exista un reconocimiento del derecho a la objeción
de conciencia en nuestro derecho y ello tanto a nivel constitucional expreso, como en el
caso de la objeción de conciencia al servicio militar (artículo 30 de la CE ) como a
través de la doctrina del Tribunal Constitucional, máximo intérprete de las normas
constitucionales, que se ha referido en diversas ocasiones a la objeción de conciencia
como una derivación de la libertad de conciencia que integra el contenido de la libertad
ideológica y religiosa. (Véanse las STC 15/1982 ; STC 53/1985 entre otras) sin
olvidar el reconocimiento específico que a la cláusula de conciencia se hace
expresamente en el artículo 20,1,d de la CE o el reconocimiento que a nivel legislativo
se ha efectuado en relación al descanso semanal en sábado, o, la necesidad de
compatibilizar el trabajo con las fiestas que han de guardar los fieles de otras
confesiones religiosas distintas de la Católica (la oración de los viernes o el Ramadan
por parte de musulmanes) y que se ha regulado por primera vez en los Acuerdos de
1992 con las confesiones religiosas de mayor arraigo en España (evangélicos , judíos
y musulmanes ).
Así pues y en relación al primer supuesto al que nos hemos referido, esto es, a la
objeción de conciencia por parte de los profesionales de la información, ésta ha sido
objeto de regulación por la ley orgánica 2/1997 de 19 de junio que en el artículo 1
establece que “la cláusula de conciencia es un derecho constitucional de los
profesionales de la información que tiene por objeto garantizar la independencia en el
desempeño de su función profesional”, en cuya virtud, “los profesionales de la
información tienen derecho a solicitar la rescisión de su relación jurídica con la empresa
de comunicación en la que trabajen” (artículo 2,1 ):

a. Cuando en el medio en el que trabajen se produzca un cambio de orientación


informativa o línea ideológica.

b. Cuando la empresa les traslade a otro medio del mismo grupo que por su género o
línea suponga una ruptura patente con la orientación profesional del informador.

Por otro lado, “los profesionales de la información podrán negarse, motivadamente a


participar en la elaboración de informaciones contrarias a los principios éticos de la
comunicación, sin que ello puede suponer sanción o perjuicio”.

En materia laboral, es interesante el Auto del TS, sala de lo social de 8 de diciembre de


2001 por el que se inadmite un despido que se pretende nulo por violación de del
derecho fundamental de libertad religiosa. El actor alegó que su despido se debió a sus
creencias religiosas, sin embargo los únicos datos probados son que el actor conocía
desde hacía casi quince meses antes de ser despedido que el Administrador único de la
empresa era miembro de la Iglesia de la Cienciología, que otros dos trabajadores
despedidos posteriormente alegaron también la vulneración de derechos fundamentales
y que existen en la empresa otros trabajadores que no profesan la ideología o son
miembros de otras iglesias y no han sido despedidos. La Sala tras afirmar que” lo único
que puede inducirse de los hechos probados es la tendencia religiosa de la dirección
empresarial de la que no participa el actor”, sin embargo de ello no puede deducirse la
existencia de indicios de una presión o intento de acercamiento del demandante a los
postulados religiosos de la empresa, ni que esta excluya a quienes no pertenecen a su
ideología.

Otro supuesto que se puede plantear en el ámbito de las relaciones laborales, es el


relativo al aborto o a la práctica de determinados tratamientos médicos, y la negativa
del personal médico o paramédico a la realización de los mismos por motivos de
conciencia. En relación al aborto, la sentencia 53/1985 de 11 de abril del Tribunal
Constitucional en el fundamento jurídico 14 establece que por lo que se refiere a la
objeción de conciencia “existe y puede ser ejercida con independencia de que se haya
dictado o no tal regulación. La objeción de conciencia forma parte del contenido del
derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocida en el artículo 16,1 de
la Constitución , y como ha indicado este Tribunal en diversas ocasiones, la
Constitución es directamente aplicable especialmente en materia de derechos
fundamentales”.

No obstante y a pesar de la protección constitucional dispensada a este supuesto de


objeción de conciencia, lo cierto es que a nivel de jurisdicción ordinaria, las soluciones
son contradictorias.

Así por ejemplo, en la Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de enero de 1987 el


criterio es bastante restrictivo. El supuesto de hecho se refiere a la realización de dos
abortos legales en un hospital de la Seguridad Social y al aviso previo de ocho
enfermeras del servicio de Toco-Ginecología a la dirección del centro, de su deseo de no
intervenir en dichas prácticas por motivos de conciencia. Se les amenaza con un cambio
de planta sino deponían su actitud, pese a que según las trabajadoras, su negativa no
repercutía en la calidad del servicio, sin embargo, la dirección del centro comunicó a las
ATS objetoras lo que denominó un “cambio de servicio”, es decir un cambio a una
planta distinta. Las trabajadoras recurrieron contra la Administración por violación de
los artículos 14 y 16 de la Constitución . El recurso llegó hasta el TS que concluye
que: “tal actitud negativa implica la imposibilidad de colaborar en las tareas normales
del departamento en el cual se hallaban adscritas, con perturbación previsible del
servicio cuando se presentaran tales casos. No cabe hablar, pues, de “represalia” si el
cambio de destino se hace sin afectar al lugar de residencia, al hospital, a las categorías
profesionales y a los salarios o sueldos que en ningún momento han sido degradados o
disminuidos” y por tanto ese traslado no viola según esta doctrina el derecho
proclamado en el artículo 16 .

Contrariamente a esta doctrina, el Tribunal Superior de Justicia de Aragón mediante


sentencia de 18 de diciembre de 1991, revoca una resolución de un Juzgado de lo Social
de Zaragoza que entendió conforme a derecho el traslado de un anestesista del servicio
de medicina maternal al de traumatología por haber planteado objeción de conciencia a
la práctica del aborto. El Tribunal Superior entiende que el traslado supone: “la
existencia de una vulneración del derecho fundamental a la no discriminación por
razones ideológicas o religiosas del objetor”, añadiendo que el traslado: “respondió a
una encubierta represalia llevada a cabo con patente vulneración del derecho
fundamental a la no discriminación por razones ideológicas o religiosas que reconocen
los artículos 14 y 16 de la Constitución ”.

Esta diversidad jurisprudencial ha sido debida entre otras razones al hecho de que a
pesar de que el aborto en España está despenalizado desde 1985, lo cierto es que hasta
el año 2010 no ha habido una norma que reconociera de forma expresa un derecho a
objetar en conciencia a la práctica del aborto por parte del personal sanitario.

En la actualidad, la LO 2/2010 de 3 de marzo sobre salud sexual y reproductiva y de la


interrupción voluntaria del embarazo, frente a la normativa anterior recoge de manera
expresa en el artículo 19,2 el derecho de los profesionales sanitarios a objetar en
conciencia al disponer que:” los profesionales sanitarios directamente implicados en la
interrupción voluntaria del embarazo tendrán derecho de ejercer la objeción de
conciencia sin que el acceso ni la calidad asistencial de la prestación pueda resultar
menoscabada por el ejercicio de la objeción de conciencia. El rechazo o la negativa a
realizar dicha intervención de interrupción del embarazo por razones de conciencia es
siempre una decisión individual del personal sanitario directamente implicado en la
realización de la interrupción voluntaria del embarazo que debe realizarse siempre
anticipadamente y por escrito. En todo caso, los profesionales sanitarios dispensarán
tratamiento sanitario y atención médica adecuados a las mujeres que lo precisen antes
y después de haberse sometido a una intervención de interrupción voluntaria del
embarazo”.

Directamente relacionada con la objeción de conciencia al aborto se encuentra el


supuesto de la objeción de conciencia de los farmacéuticos a dispensar preservativos y
otros métodos anticonceptivos.

Este supuesto de objeción de conciencia, aparte de estar reconocido en los códigos


deontológicos, ha sido reconocido en dos sentencias. La más cercana en el tiempo es la
sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, Sección de Granada, nº 1, de 8
de enero de 2007, que reconoce de manera expresa el derecho de objeción de
conciencia del farmacéutico.

La otra es del Tribunal Supremo, de 23 de abril de 2005, por medio de la cual se anula
la Orden de la Consejería de Salud de la Junta de Andalucía que incluía los preservativos
y los progestágenos como productos sanitarios que debían encontrarse en las oficinas
de farmacia y almacenes farmacéuticos de distribución.

Con esta sentencia se reconoce de manera efectiva el derecho a la objeción de


conciencia que la Sentencia 53/1985 del TC había reconocido a los profesionales
sanitarios en relación a la práctica del aborto.
En cuanto al ámbito de la enseñanza y a los posibles conflictos ideológicos que pueden
ocasionarse entre el profesor y el centro docente en el que desempeña su labor,
remitimos su estudio al epígrafe siguiente, dedicado por entero al tema de la objeción
de conciencia en el sector educativo, no obstante adelantar que es de enorme interés en
este tema, la Sentencia del Tribunal Constitucional 5/1981 de 13 de febrero que al
resolver un recurso de inconstitucionalidad contra la LOECE y al tratar del tema del
ideario o carácter propio de los centros docentes y la libertad de cátedra ha señalado
que el profesor ha de respetar el ideario, pero que este respeto no significa que tenga
que “convertirse en apologista del ideario, ni a transformar su enseñanza en
propaganda o adoctrinamiento, ni a subordinar a ese ideario las exigencias que el rigor
científico impone a su labor”. Pero la libertad de cátedra “no le faculta para dirigir
ataques abiertos o solapados contra ese ideario”, y, refiriéndose al supuesto de la
posible disconformidad del docente con el ideario, el Tribunal Constitucional señala que:
la simple disconformidad de un profesor respecto del ideario del centro no puede ser
causa de despido, si no se ha exteriorizado o puesto de manifiesto en alguna de las
actividades del centro, ahora bien, una actividad docente hostil o contraria al ideario de
un centro docente puede ser causa licita de despido no sólo dentro de su actividad
docente, sino incluso fuera de la docencia en su vida privada, y al respecto, señala el
Tribunal Constitucional que: “las actividades o conducta licita de los profesores al
margen de su función docente en un centro dotado de ideario propio pueden ser
eventualmente considerados por éste como una violación de respetar el ideario y por
tanto como un motivo suficiente de despido” pues “la posible notoriedad y la naturaleza
de estas actividades (extradocentes) e incluso su intencionalidad pueden hacer de ella
parte importante e incluso decisiva de la labor educativa que le está encomendada”
(STC 5/81 , FJ, 11, cfr., también STC 77/1985 de 27 de junio ).

Relacionado con el supuesto anterior se encuentra el caso de los despidos


numerosísimos de los profesores de religión católica. El supuesto no es igual ya que se
trata de profesores que son pagados por la Administración Pública y son nombrados y
cesados por el Obispo de la Diócesis correspondiente. El problema es que para su
nombramiento necesitan de una habilitación especial o certificado de idoneidad
eclesiástica, e igualmente si dejan de ser competentes o idóneos a juicio de la autoridad
eclesiástica, pueden ser cesados.

Son numerosos los casos que se han planteado ante los tribunales tanto ante la
jurisdicción ordinaria como ante el Tribunal Constitucional. A título de ejemplo valga la
STC 38/2007, de 15 de febrero de 2007, que resuelve un recurso sobre la
constitucionalidad del Acuerdo sobre Enseñanza de 3 de enero de 1979 entre España y
la Santa Sede, que interpone el Tribunal Superior de Justicia de las Palmas de Gran
Canaria, trayendo su causa del conflicto originado por el despido de un profesor de
religión, sacerdote secularizado, casado y padre de cinco hijos, perteneciente al
Movimiento “pro celibato opcional”, de lo que viene haciendo alarde y declaraciones a la
prensa local, motivo por el cual, la autoridad eclesiástica considera que ha dejado de ser
idóneo para impartir las clases de religión.

Planteado el recurso ante el TC, este órgano va a declarar que el sistema de


nombramiento y cese de los profesores de religión es algo que pertenece a la esfera de
autonomía de las propias confesiones, que el principio de laicidad veda cualquier tipo de
intervención de los poderes públicos en los dogmas de las confesiones y que el artículo
III del Acuerdo sobre Enseñanza es perfectamente constitucional.

Por lo que se refiere al conflicto de conciencia a la prestación de servicios en días de


descanso religioso, a nivel legislativo es preciso tener en cuenta el artículo 37,1 del
Estatuto de los trabajadores que establece el descanso semanal en día y medio
ininterrumpido, de acuerdo con la regla general de que el domingo se incluye en ese
periodo, aunque esta regla no es de carácter imperativo sino dispositivo y variable por
convenio colectivo o acuerdo entre las partes. Por otro lado, el artículo 17,1 del Estatuto
prohíbe la discriminación favorable o adversa en el empleo por diversos motivos,
entre ellos, los religiosos, y el artículo 2,1 de la Ley Orgánica de libertad religiosa
incluye como un derecho de libertad religiosa el derecho a “practicar actos de culto” y a
“conmemorar sus festividades”.

No obstante, en un sentido concreto y específico tal supuesto de objeción de conciencia


se ha recogido en el artículo 12 de los Acuerdos con la Federación de entidades
religiosas evangélicas de España (FEREDE), la Federación de comunidades israelitas
(F.C.I.) y la Comisión islámica de España (C.I.E.) de 10 de noviembre de 1992.

En este sentido se dispone que “el descanso laboral semanal (para las iglesias
evangélicas integradas en la FEREDE cuyo día de precepto sea el sábado, como para los
fieles de las comunidades israelitas pertenecientes a la FCI) podrá comprender, siempre
que medie acuerdo entre las partes, la tarde del viernes, y el día completo del sábado,
en sustitución de lo que establece el artículo 37,1 del Estatuto de los trabajadores .
Análogamente, “los miembros de las Comunidades Islámicas pertenecientes a la C.I.E,
que lo deseen, podrán solicitar la interrupción de su trabajo los viernes de cada
semana(...) desde las trece treinta hasta las dieciséis treinta horas, así como la
conclusión de la jornada laboral una hora antes de la puesta de sol durante el mes de
ayuno (Ramadan), (véase el artículo 12,2 de los acuerdos con la F.C.I. y la CIE
incluyen una relación de fiestas religiosas).

En cualquier caso, la referencia al “previo acuerdo de las partes” a que aluden los
acuerdos deja en manos del empresario la efectividad de estas objeciones de
conciencia.

Así y en cuanto a la jurisprudencia, el Tribunal Constitucional se tuvo que pronunciar


sobre un supuesto fáctico muy semejante a los “sabbatarian cases” del derecho
norteamericano. El supuesto era el siguiente: una trabajadora, se adscribe a la Iglesia
Adventista del Séptimo Día, por tal motivo solicita a la empresa que se le eximiera de
trabajar desde la puesta del sol del viernes a la del sábado por imponerle su confesión
la inactividad laboral en ese periodo. A pesar de intentar varias soluciones con la
empresa para poder compatibilizar creencias religiosas y prestación laboral, la empresa
no las acepta y la trabajadora es despedida por abandono del puesto de trabajo al
ausentarse en los días de descanso establecidos por su religión.

El Tribunal central de trabajo estima procedente el despido. Sin embargo, recurrida en


amparo la sentencia el Tribunal Constitucional desestima el recurso de la trabajadora
pues, “aunque es evidente que el respeto a los derechos fundamentales y libertades
públicas garantizadas por la Constitución es un componente esencial del orden público,
y que en consecuencia, han de tenerse por nulas las estipulaciones contrarias con este
respeto, no se sigue de ahí, de modo alguno, que la invocación de estos derechos o
libertades pueda ser utilizada por una de las partes contractuales para imponer a la otra
las modificaciones de la relación contractual que considere oportunas”. Por otro lado,
“partiendo del régimen de jornada establecida con carácter general para una empresa,
el otorgamiento de un descanso semanal distinto supondría una excepcionalidad que,
aunque pudiera estimarse como razonable, comportaría la legitimidad del otorgamiento
de esta dispensa del régimen general, pero no la imperatividad de su imposición al
empresario”, y añade que: “el descanso semanal corresponde en España, como en los
pueblos de civilización cristiana, al domingo lo que obedece a que tal día es el que por
mandato religioso y por tradición se ha acogido en estos pueblos, esto no puede llevar a
la creencia de que se trata del mantenimiento de una institución con origen causal único
religioso, pues es evidente, de la legislación, que el descanso semanal es una institución
secular y laboral, que si comprende el domingo como regla general de descanso es
porque este día de la semana es el consagrado por la tradición”. De acuerdo con tales
criterios, la STC 19/1985 deja un amplio margen de discrecionalidad al empresario
en la resolución de tales supuestos, aunque tampoco hay que olvidar que los hechos se
desarrollan con anterioridad a la firma de los Acuerdos de 1992 y que probablemente
hoy, se exigiera un mayor esfuerzo de adaptabilidad al empresario llegándose a una
solución diversa.
Un supuesto a caballo entre lo social y militar es el que resuelve la Sentencia del
Tribunal Supremo de 27 de marzo de 2000 que deniega el amparo a un soldado de
religión islámica, que siendo requerido por su superior para que se dirigiese a la sección
de obras de reten, se negó a cumplimentar la orden alegando que “estaba en el mes del
Ramadán y que como su religión le prohíbe comer en ese periodo, a lo mejor le iba a
dar un mareo”, motivo por el cual fue condenado como autor de un delito de
“desobediencia” del art. 102,1 del Código Penal Militar . Frente a la pretendida
vulneración del artículo 16 de la CE (libertad religiosa y objeción de conciencia), el
Tribunal Constitucional acertadamente creemos en este caso deniega el amparo pues no
parece que exista ninguna incompatibilidad entre conciencia y norma, sino entre algo
colateral a lo que impone su religión (posible mareo por ayunar) y cumplimiento de una
orden.

Frente a la jurisprudencia constitucional, la jurisdicción ordinaria ha demostrado ser


más sensible a las convicciones religiosas de los trabajadores. En este sentido la
sentencia del Tribunal Supremo 577/1988 de 20 de abril ha considerado improcedente
el despido de un trabajador por faltas de asistencia todos los sábados a causa de su
religión. Los hechos son los siguientes: un trabajador convertido a la Iglesia Adventista
del Séptimo Día que desempeñaba su actividad en la empresa de alquiler de coches
AVIS, en un principio, fue autorizado a un cambio de turno de trabajo al domingo, sin
embargo, pasado un tiempo, un nuevo director revoca dicha autorización devolviéndole
a su antiguo turno del sábado. El trabajador se ausenta del trabajo y en consecuencia,
es despedido. En su argumentación, el Tribunal Supremo señala que con anterioridad al
despido el empresario autorizó al trabajador a las ausencias del sábado, de tal modo
que si después revoca esa autorización está cometiendo una ilegítima modificación
sustancial de las condiciones de trabajo que no pueden ser cambiadas de forma
unilateral, además es decisivo en el presente caso otros argumentos como el hecho de
que la empresa presentara actividad durante los siete días de la semana, existiendo
otros trabajadores con descansos distintos al sábado, y la buena fe del trabajador que
se ausenta del trabajo por “motivaciones religiosas”.

En el Tribunal Central de trabajo, la Sentencia de 29 de septiembre de 1986 llegó en un


supuesto muy parecido a una solución totalmente diversa. Se trataba de un trabajador
de RENFE al que le autorizan el descanso en sábado por acuerdo entre los demás
compañeros y la jefatura correspondiente. Al poco tiempo esta situación se modifica a
instancias de esos mismos compañeros. El Tribunal considera que dicha modificación es
legítima y forma parte del poder de dirección del empresario desestimando el recurso
por no haber lesión del derecho de libertad religiosa, pues este derecho “en modo
alguno otorga un derecho absoluto e incondicional susceptible de superponerse a los
normales deberes que el trabajador asume en virtud del contrato laboral (...) y añade
(...) sin que pueda erigirse en elemento preponderante del vinculo laboral concertado,
la profesión religiosa del trabajador contratado” (FJ 6 y 7).

En otras ocasiones, la objeción de conciencia laboral se manifiesta frente al uso del


uniforme de trabajo. Así, en España se ha planteado el supuesto por una empleada
musulmana, que ante su pretensión manifestada por escrito, contratada apenas un mes
antes, de que en atención a su confesión se le permita utilizar un uniforme que no
atentase contra unas creencias religiosas que la impedían el uso de falda corta, se le
adecuara el horario de trabajo de forma que los viernes de 13.30 a 16.30 no se viese
obligada a trabajar, por ser el día de la oración colectiva de los musulmanes y que la
finalización del trabajo tuviese lugar una hora antes de la puesta del sol durante el mes
del Ramadán, así como el que se le asegure el derecho a no ser trasladada a ningún
establecimiento en el que se hubiesen de manipular productos derivados del cerdo o del
alcohol, la sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid
de 27 de octubre de 1997 ha amparado la negativa de la empresa, por estimar en la
trabajadora una actitud contraria a la lealtad y buena fe contractual al no hacer
indicación alguna de su confesión religiosa y de las consecuencias que de ello derivan
para la buena organización empresarial.
Igualmente, en relación al descanso semanal y sobre la base de la buena fe contractual
y a las exigencias de seguridad jurídica, la Sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal
Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana de 24 de junio de 1997 (AAS
1997/2078) invocando la doctrina laboral de que la tolerancia sin voluntad contractual
no fundamenta un derecho adquirido, niega que el recurrente (miembro de la Iglesia
Adventista del Séptimo Día) pudiera ver consolidado su pretendido derecho a no
trabajar como músico percusionista en la Banda Municipal de Castellón, desde la puesta
del sol del viernes a la del sábado.

A su vez, la Sentencia del TSJ de Valencia de 11 de septiembre de 2000, que contempla


el supuesto de un trabajador de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, que desarrollaba
el trabajo de músico en la Banda Municipal de Castellón y que con posterioridad a su
contratación comunicó al Director que con arreglo a su credo no podía trabajar desde la
puesta de sol del viernes hasta la puesta de sol del sábado. A partir de ese momento,
como el Director no le podía dar permiso, transigió a que faltará a los ensayos.

Más tarde solicitó al Ayuntamiento se le sustituyera el día de descanso laboral


establecido en el artículo 37,1 del ET, por el sábado, lo que se le denegó por Decreto de
la Alcaldía. El actor interpuso demanda ante el juzgado de lo social nº1 de Castellón,
que fue desestimada.

Sin embargo el actor, continuó sin asistir a todos los actos de la banda de música que
tuvieran lugar en los días que tuvieran lugar desde la puesta del sol del viernes hasta la
caída del sol del sábado. El demandante fue despedido.

La sentencia desestima la demanda al señalar que los trabajadores tienen derecho a un


descanso mínimo semanal de día y medio que como regla general comprenderá el día
completo del domingo y la tarde del sábado o la mañana del lunes pero esta regla se
podrá modificar por convenio colectivo o acuerdo de las partes, el Estatuto otorga
carácter dispositivo a esta regla y de igual forma se recoge en la ley 24/1992, en su
artículo 12,1 (Acuerdo de Cooperación con la FEREDE),acuerdo que legitimaría la
sustitución de la regla general del descanso semanal que aquí no existe, debiendo
añadir que:”lo que acontece en este supuesto es que el demandante quiere imponer a
todos y sobre todo su tesis religiosa y obligar contra preceptos constitucionales
suficientemente interpretados y preceptos legales en vigor, a que se configure su
descanso semanal en sábado, como institución religiosa que él asume por su propia
condición religiosa y entiende debe respetarse por el empleador, condición religiosa que
nunca expresó con anterioridad a se contratado, cuando lo pudo hacer, para que la
manifestación de voluntad de las partes en la firma de éste se hubiera configurado con
plena libertad, realizando tal manifestación al mes de ser contratado, añadiendo a lo
dicho que los derechos deberán ejercerse conforme a las exigencias de la buena fe”.

En otro ámbito, la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal


Superior de Justicia de La Rioja, de 18 de marzo de 1999 declara inexistente la
pretendida vulneración del derecho de libertad religiosa que los recurrentes, miembros
de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, imputaban a la denegación de su solicitud de
apertura de establecimiento mercantil, los domingos sustituyendo el cierre por los
sábados, pues como señala la propia sentencia: “ las actitudes religiosas no pueden
justificar diferencias de trato jurídico... como reiteradamente ha señalado el Tribunal
Constitucional, con referencia específica al derecho de libertad ideológica... el derecho a
la libertad ideológica reconocido en el artículo 16 CE no resulta suficiente para eximir
a los ciudadanos por motivos de conciencia del cumplimiento de deberes legalmente
establecidos, con el riesgo aparejado de relativizar los mandatos legales”.

En el mismo sentido, se pronuncia la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de las


Baleares de 18 de marzo de 1999 que no autoriza el cambio que la demandante, insta
de la Administración para el ejercicio de su actividad comercial en domingo en lugar del
sábado, día éste de descanso semanal para los fieles de la Iglesia Adventista. El tribunal
entre otras cosas señala que “denegar la apertura comercial los domingos no impide a
los socios administradores de la entidad conmemorar la festividad del sábado, ni
practicar en tal día de la semana los propios actos de culto o recibir la asistencia
religiosa de su propia confesión (artículo 2,1 b) de la Ley Orgánica de libertad religiosa
). Ni tampoco se contiene entre los ámbitos reconocidos en el artículo 12 de la Ley
24/1992 nada referente a respetar los sábados en la actividad comercial, autorizando
el cambio que se propugna, pues tales ámbitos quedan claramente circunscritos a
asistencias a clases y exámenes en centros públicos y concertados, a oposiciones y
pruebas selectivas en las Administraciones Públicas y al descanso laboral semanal que
prescribe el art. 37,1 del Estatuto de los Trabajadores , siempre que, en esta última
materia, exista acuerdo previo entre las partes de la relación laboral”, y añade que: “la
diferencia de trato jurídico que en el caso de autos pretende la demandante, en cuanto
fundada en el credo religioso de sus socios mercantiles, no es conforme a los preceptos
constitucionales (...). Si la diferenciación de trato pretendida no lo es para los
ciudadanos de otra religión, sino para comerciante con establecimiento abierto al
público frente a otros de igual condición, significa ello, por añadidura, que de admitirse,
la Administración... vendría a discriminar al solicitante precisamente por razón de la
profesión religiosa profesada por sus propietarios...”.

En resumidas cuentas, la jurisprudencia española se ha mostrado más bien reacia al


reconocimiento y respeto de este supuesto de objeción de conciencia pues en el
conflicto entre los intereses entre el trabajador y el empresario, la jurisprudencia se
inclina casi siempre a favor de este último por ejemplo en la STSJ de Valencia, Sala de
lo Social de 24 de junio de 1997, en la STSJ de la Rioja, Sala de lo Contencioso-
Administrativo de 18 de marzo de 1998, o en la STS de 27 de marzo de 200, Sala de lo
Militar (Penal), y es que,en todo caso la dispensa de trabajo necesita el previo acuerdo
de las partes, de tal manera que aún en el caso de que se flexibilice éste, lo cierto es
que en último término se está contractualizado un derecho fundamental, cuando lo
razonable hubiese sido que en las normas pacticias o en la legislación unilateral del
Estado, se hiciera prevalecer la libertad de conciencia del trabajador con carácter
imperativo y no meramente dispositivo, en el sentido no de prevalencia absoluta del
derecho del trabajador en detrimento del empresario, sino en el sentido de sacrificar el
derecho de libertad religiosa, jerárquicamente superior al de libertad de empresa,
únicamente, cuando se pruebe razonablemente que exista una imposibilidad real de que
aquél se haga efectivo. Este es el criterio que se sigue en la STSJ de Baleares de 9 de
septiembre de 2003 a favor de realizar un juicio de ponderación en orden a flexibilizar
los intereses en conflicto y tratar de compatibilizar ambos derechos. El supuesto en
cuestión trata de compatibilizar la exhibición de una prenda religiosa por parte de un
chofer de un autobús de una empresa con el uniforme de la empresa en la que el
objetor prestaba sus servicios como tal.

1.3. Derecho Comparado

1.3.1. Derecho Europeo

Siguiendo a los profesores Navarro-Valls y Martínez Torrón, en el ámbito europeo, la


objeción de conciencia laboral va teniendo cada vez más amplia protección jurídica,
aunque no puede compararse aún con el reconocimiento que la misma tiene en el
derecho norteamericano como tendremos ocasión de ver.

El ejemplo más característico en este ámbito es el del conocido caso Prais, del Tribunal
de Justicia de las Comunidades Europeas de 27 de octubre de 1976. El caso era el
siguiente: Prais, judía, no pudo presentarse a un concurso de jurista traductor de
Inglés, al coincidir la fecha de examen con la fiesta judía de Pentecostés. La interesada
solicitó que se le concediera una fecha alternativa a la realización del examen, pero le
fue denegada. Prais presentó una demanda ante el Tribunal de Justicia, alegando entre
otros, los artículos 9 y 14 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (libertad de
pensamiento, conciencia y religión), sin embargo, el Tribunal rechaza su pretensión
sobre la base del principio de igualdad de las pruebas para todos los concursantes y por
no haber sido informado el organismo convocante en tiempo y forma.
Igualmente restrictiva es la decisión de la Comisión Europea de Derechos Humanos
sobre el caso de un ciudadano británico de religión musulmana contratado como
profesor a tiempo completo, cuya religión le imponía trasladarse a una mezquita todos
los viernes si la distancia a la misma no lo impedía. Durante un tiempo no surgieron
problemas pues los colegios a los que se le destinaba como docente, estaban muy lejos
de la mezquita más cercana, pero en 1974 le trasladan a un centro cercano a una
mezquita; habiendo solicitado la dispensa laboral y habiéndosele negado, tuvo que
aceptar un contrato a tiempo parcial. Tanto los Tribunales británicos como la Comisión
Europea rechazan sus pretensiones sobre la base de que no existe discriminación con
respecto a los otros docentes de otras religiones en igual situación laboral, pero no
tienen en cuenta que la enseñanza en el Reino Unido se extiende de Lunes a Viernes y
que casi todas las religiones imponen como días preceptivos el sábado o el domingo.

En Francia, una sentencia de 16 de diciembre 1981 de la Corte de Casación consideró


que el poder del empresario se había extralimitado al despedir a una trabajadora que
faltó un día al trabajo con ocasión de una fiesta islámica de Aid-El-Kebir para poder
cumplir con sus obligaciones religiosas. En la sentencia, se señala que el empresario
debía haber respetado la práctica religiosa de la trabajadora. En el mismo sentido, la
jurisprudencia belga ha resuelto a favor de la libertad de conciencia del trabajador en el
caso Tymerman, israelita al cual se le denegó la indemnización por paro forzoso, al no
acudir el sábado a la oficina de empleo. El Tribunal de apelación falló a favor del
trabajador, en virtud del artículo 14 de la Constitución Belga que garantiza la libertad
religiosa y de culto. En Alemania, en el Land de Hesse, una trabajadora fue despedida
por acudir después de incorporarse tras una baja maternal, a su puesto de trabajo
cubierta con el velo islámico. Sus superiores le indicaron ue dicha vestimenta iba en
contra del código de la empresa y podía ser ofensivo para los clientes, de modo que fue
despedida después de 10 años de relación laboral en el Departamento de perfumería,
dedicado esencialmente a la venta de productos dedicados a la imagen personal.

La empresa no consideró la posibilidad de un cambio o traslado de la trabajadora a otro


puesto de trabajo menos relacionado con la moda. La trabajadora recurre ante el
Tribunal Federal Laboral, que por sentencia de 10 de octubre de 2001, afirma que el
único código de vestimenta que puede establecer el empresario es aquél que respeta los
derechos básicos de los trabajadores, entre ellos el de libertad religiosa, por lo que tal
despido debe declararse improcedente. El Tribunal aplica la regla de la proporcionalidad,
según la cual, el empresario en este caso debía de haber esperado a que se confirmarán
sus sospechas sobre los efectos perniciosos que para el negocio se hubieran derivado de
una dependienta ataviada con el velo musulmán.

En Europa, es Italia uno de los Estados más sensibilizados al reconocimiento y


protección de la objeción de conciencia laboral.

Desde el punto de vista de la legislación Italiana, los acuerdos celebrados entre Italia y
las Iglesias Cristianas Adventistas del Séptimo Día, y, las Comunidades Israelitas,
(aprobadas por Ley de 22 de noviembre de 1998 y de 8 de marzo de 1989
respectivamente)incorporan el deber de respeto del descanso sabático, de tal manera
que los judíos y adventistas que dependen del Estado, o de entes públicos o privados o
que ejerzan una actividad autónoma o comercial, tienen derecho a que se les respete,
previa petición, el descanso sabático como descanso laboral semanal, aunque este
derecho será ejercitado en el marco de la flexibilidad de la organización de trabajo y
dejando a salvo”las imprescindibles exigencias de los servicios esenciales previstos por
el ordenamiento jurídico”. En este sentido, la jurisprudencia se ha mostrado bastante
receptiva y ha resuelto a favor del objetor reduciendo la libertad organizativa y el poder
del empresario hasta el punto de considerar justificada la ausencia de una parte en un
proceso judicial por entender que la observancia de una festividad judaica constituía
impedimento legitimo. (cfr. Trib. Milano, 7 de abril de 1993).

La objeción de conciencia se ha reconocido también, no sólo en el caso del descanso


sabático o festividades religiosas en general, sino también en relación al tipo de
actividad realizada. Así, por ejemplo, con respecto al trabajador que se niega a
determinadas prestaciones laborales porque iban dirigidas a la producción de
armamento, y pese a considerar legítimo el despido tanto por los tribunales de primera
instancia como de apelación, éste último pone de relieve que cuando se está en
presencia de una empresa diversificada, “el empresario debe utilizar al empleado
objetor de manera que se le haga posible el desarrollo de la actividad laboral sin
acarrear un perjuicio para su dignidad y para su patrimonio de convicciones morales”
(Cfr. Trib. Milano 12 de enero de 1983). Recientemente, no obstante, la jurisprudencia
italiana se ha pronunciado a favor de la empresa y en contra de un trabajador
musulmán despedido por negarse a manipular carne por ir en contra de su fe, pues
como se señala en la decisión no es sancionable el empresario que pretende la actividad
de un trabajador que ha sido contratado como carnicero a desarrollar actividades
conexas a un negocio de alimentación, pues no existe cláusula contractual ni normativa
local que prevea que el trabajador de religión musulmana que desarrolla actividades de
carnicero pueda ser exonerado de manipular carne de cerdo por motivos religiosos. (Cfr.
Cour De Cass. Ch. Soc. 24 de marzo de 1998).

En el ámbito del TEDH, y más que un supuesto de objeción de conciencia de un


supuesto de violación de libertad religiosa y de discriminación por motivos religiosos es
el supuesto planteado en la Sentencia del TEDH de 12 de abril de 2007, Ivanova contra
Bulgaria, profesora que es despedida por pertenecer a una confesión religiosa no
inscrita, denominada “ Palabra de Vida “ y supuestamente hacer proselitismo entre sus
alumnos. El TEDH, da la razón a la demandante por vulneración del derecho a
manifestar su religión en comunidad con otros y en público, considerando que el
gobierno búlgaro ha violado el artículo 9 del CEDH.

Por último y con carácter específico para la realización de determinadas actividades


laborales, la ley italiana de 12 de diciembre de 1993 contiene una serie de normas para
la objeción de conciencia a la experimentación animal que referida al personal médico,
sanitario e investigador, establece el derecho a la objeción de conciencia a la
experimentación animal siempre que lo hayan declarado al presentar la solicitud de
trabajo o participar en un curso.

1.3.2. Derecho Americano

Al contrario que en el derecho continental europeo, el derecho norteamericano ha


otorgado y otorga una amplia protección al tema de la objeción de conciencia en las
relaciones de trabajo, que básicamente gira en torno a lo que la doctrina llama
“sabbatarian cases”, es decir a la objeción de conciencia a trabajar en los días de
descanso religioso y se concretan en tres situaciones fundamentalmente: a) la demanda
del trabajador para que, respecto a determinada actividad el empresario la acomode a
sus necesidades religiosas, b) el despido y su impugnación por no cumplir con los
deberes laborales a causa de las creencias religiosas del trabajador, y c) los casos sobre
subsidio de desempleo, en los que el trabajador solicita el subsidio y se le deniega por
haber rechazado un empleo incompatible con sus creencias religiosas (Lousada). La
sentencia más importante es la pronunciada por el Tribunal Supremo Norteamericano
en el caso Sherbert. En ella se calificaba como objeción de conciencia tutelable el
comportamiento de una trabajadora de la Iglesia Adventista del Séptimo Día que fue
despedida por negarse a trabajar en sábado y que no pudo acceder a otro trabajo por la
misma razón. La trabajadora solicita subsidio de desempleo que le fue denegado por no
existir causa razonable, sin embargo, el Tribunal Supremo entendió que ello era un
atentado al libre ejercicio de la religión y que por tanto debía concederse el subsidio a la
trabajadora, decisión que ha tenido un gran impacto tanto en la jurisprudencia como en
la legislación.

En este sentido, a nivel legislativo destaca la primera ley federal norteamericana sobre
libertad religiosa (Religions Freedom Restoratión Act. de 1993) que se remite al caso
Sherbert para decidir los casos de conflicto, estableciendo que la libertad religiosa se ha
de respetar siempre salvo que en el caso concreto se pueda demostrar un interés
público superior (compelling gobernmental interest).

Con la llamada enmienda Randolph de 1972, se reelabora el concepto de discriminación


al establecer dos tipos:

a. El disparate treatment o tratamiento dispar por motivos religiosos.

b. La failure to accomodate, o falta de adaptación, que se produce cuando el empresario


no acomoda las condiciones de trabajo a las necesidades religiosas del trabajador,
siempre que la acomodación sea razonable, sin producirle un gravamen excesivo (undue
hordship) a la empresa.

En cuanto a la jurisprudencia, la doctrina Sherbert ha permitido al Tribunal Supremo


decidir supuestos de objeción de conciencia contra el contenido de la actividad laboral,
concretamente, en el caso Thomas, un testigo de jehová rehusó un puesto de trabajo
contrario a sus ideas pacifistas porque en una reorganización de su empresa le habían
destinado a la fabricación de armas de combate. Los Tribunales de Indiana negaron a
Thomas el derecho al subsidio. El Tribunal Supremo, dió la razón al objetor afirmando
expresamente que “sólo intereses del más alto orden” pueden prevalecer sobre la
libertad de religión. Igualmente en el caso Frazee, 1989, del Tribunal Supremo, el
subsidio de desempleo se otorga a pesar de haber rechazado un empleo por motivos
religiosos, y negarse a un trabajo en domingo por el hecho de ser cristiano. La decisión
fue favorable al objetor, desvinculando en este caso objeción de conciencia y confesión
religiosa concreta.

En cuanto a las oposiciones y concursos públicos en sábado, la jurisprudencia


estadounidense ha insistido en la obligación de adaptarse razonablemente a las
necesidades religiosas de los aspirantes a dichas pruebas para acceder a un empleo.
Así, en el caso Minkus, judío ortodoxo, solicitó el cambio de fecha del examen (se había
convocado en sábado) en tres ocasiones. Al no obtener ese cambio, demandó al
organismo convocante. En 1979, el Tribunal de Apelación considera que el cambio de
día solicitado no constituye un gravamen excesivo para el Estado pues “éste debería
realizar las adaptaciones necesarias en sus concursos y oposiciones para que las
personas con motivaciones religiosas razonables pudieran efectuar las pruebas en el día
de la convocatoria sin problemas de conciencia”.

LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA EN EL ÁMBITO EDUCATIVO

Moreno Botella, Gloria. Profesora Titular de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad Autónoma de Madrid

Fecha de actualización

01/10/2010

1. Objeción de conciencia en el campo educativo

1. Introducción

El conflicto entre conciencia y norma también se puede y de hecho se da en el ámbito


de la enseñanza. Son numerosos los supuestos en los que se ha planteado objeción de
conciencia en esta materia, tanto en el ámbito público como privado, pues el conflicto
de conciencia se puede producir no sólo por la existencia de una norma estatal o
mandato de obligado cumplimiento, como puede ser el caso de la obligación de cursar la
enseñanza secundaria, sino también de una norma procedente de una relación jurídica
privada, como puede ser el supuesto de los centros docentes privados dotados de
ideario o carácter propio, en los que el choque ideológico se va a producir entre la
libertad de cátedra del profesor y el ideario docente en la mayoría de los casos, aunque
no se descartan otros conflictos como el que se da entre el derecho a contraer
matrimonio civil y el ideario de un colegio confesional, o el divorcio, o la convivencia
more uxorio... etc.

En general, los supuestos que se han planteado se han referido a aspectos relativos al
estudio de determinadas materias incluidas en los planes de estudio, a la práctica de
determinadas actividades en la escuela, como la oración o saludo a la bandera, a la
solicitud de dispensa de las clases de gimnasia por motivos religiosos, a la utilización
por parte de profesores y alumnos de algún tipo de vestimenta o símbolo religioso, al
propio sistema educativo... etc.

2. Derecho Español

En España, los supuestos de objeción de conciencia en el ámbito educativo se han


planteado sobre todo en relación al conflicto ideológico entre el profesor y el centro
docente dotado de ideario siendo la mayoría de los casos planteado en sede judicial en
relación a los profesores de religión a los que se les exige por parte de la autoridad
eclesiástica una actitud y estilo de vida conforme a la doctrina cristiana; sin embargo,
también se han planteado otros supuestos de objeción de conciencia referidos al
contenido específico de la enseñanza o a una materia determinada: sistema educativo,
estudio del Derecho Canónico, educación sexual... etc.

A nivel legislativo, el deber de respetar la objeción de conciencia en esta materia,


cuando las fechas de exámenes, oposiciones y concursos coincidan con el día de
descanso religioso ha sido incorporado en los Acuerdos de 10 de noviembre de 1992 con
la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (art. 12,2 y 3 ), con la
Federación de Comunidades Israelitas de España (artículo 12,2 y 3 ) y con la
Comisión Islámica de España (artículo 12,2,3 y 4 ). En todos ellos se señala la
necesidad de fijar una fecha alternativa a los exámenes cuando éstos coincidan con una
de las fiestas señaladas por la confesión respectiva, a solicitud del interesado y siempre
y cuando no exista una causa motivada que lo impida, cláusula ésta última que parece
puede convertirse en un criterio muy elástico y que deja un amplio margen de
discrecionalidad a los organismos implicados, para decidir sobre si se otorga o deniega
al afectado el cambio de fecha.

En la jurisprudencia constitucional, es fundamental en esta materia la Sentencia de 13


de febrero de 1981 que resuelve un recurso de inconstitucionalidad contra la
LOECE. En relación al posible conflicto entre la libertad de cátedra del profesor y el
ideario del centro docente, el TC ha manifestado que: “la existencia de un ideario,
conocida por el profesor al incorporarse libremente al centro o libremente aceptada
cuando el centro se dota de tal ideario después de ésta incorporación, no le obliga como
es evidente, ni a convertirse en apologista del mismo ni a transformar su enseñanza en
propaganda o adoctrinamiento, ni a subordinar a ese ideario las exigencia que el rigor
científico impone a su labor. El profesor es libre como profesor, en el ejercicio de su
actividad específica. Su libertad es, sin embargo, libertad en el puesto docente que
ocupa, es decir en un determinado centro, del que forma parte el ideario. La libertad del
profesor no le faculta por tanto para dirigir ataques abiertos o solapados contra ese
ideario, sin sólo para desarrollar su actividad en los términos que juzgue más adecuados
y que con arreglo a un criterio serio y objetivo, no resulten contrarios a aquel”; “en
suma, la existencia del carácter propio del centro obliga al profesor a una actitud de
respeto y no ataque a dicho carácter” (Cfr. También, STC 77/85 de 27 de junio ,
dictada en el recurso de inconstitucionalidad contra el Proyecto de Ley Orgánica
reguladora del derecho a la educación).
En relación a este supuesto, la STC 47/85 de 27 de marzo ha resuelto un recurso
de amparo por el despido de una profesora que prestaba sus servicios en un centro
católico. La profesora de EGB había manifestado en privado su condición de no
creyente. La empresa despide a la profesora por disconformidad con el ideario del
centro, creando con ello fricciones por desarrollar su labor de forma no ajustada a dicho
ideario. El asunto llegó hasta el Tribunal Constitucional que declara el despido nulo con
nulidad radical pues “es lo cierto que si la prueba de los hechos imputados por el titular
del centro a la profesora demandante justificaría desde una perspectiva constitucional el
despido y produciría el efecto de sustraerla del campo de la discriminación por ideas
religiosas (art.17,1 ET y artículo 16 CE ), también lo es que, no probados aquellos
hechos subsiste el motivo ideológico del despido, terreno en el que lo situó “ab initio” el
requerimiento o carta de despido, pero con la decisiva consecuencia de que tal despido
causalmente ideológico se convierte en injustificado por discriminatorio y contrario tanto
a la libertad ideológica reconocida por el artículo 16,1 de la CE , como a la expresa y
específica prohibición contenida en el artículo 17,1 de la LET ”. En definitiva, se
requiere para que el despido fuese licito, que la profesora hubiera manifestado alguna
conducta externa contraria al ideario y que ello hubiese sido probado, no bastando el
hecho de la vaga disconformidad al ideario que se lee en la carta de despido por la
“acatolidad” de la actora.

En otro ámbito, la STC 195/89 de 27 de noviembre y la STC 19/90 de 12 de


febrero , por las que unos padres solicitan el reintegro de los gastos de transporte
y comedor precisos para que sus hijos acudieran al único centro oficial que impartía
enseñanzas en valenciano, y sobre la base de un pretendido derecho constitucional a la
elección de la enseñanza en valenciano, han señalado que “ninguno de los múltiples
apartados del artículo 27 de la Constitución , incluye como parte o elemento del
derecho constitucionalmente garantizado, el derecho de los padres a que sus hijos
reciban educación en la lengua de preferencia de sus progenitores en el centro docente
público de su elección (...). La oferta de centros públicos en los que, en los niveles
obligatorios se asegure la enseñanza en valenciano, esta condicionada en la ley
valenciana (...) “a las posibilidades existentes” sin que pueda pretender el actor estar
asistido del derecho a hacer valer en cualquier centro docente público su preferencia por
el valenciano como legua educativa para su hijo, con la correlativa carga para los
poderes públicos de crear o habilitar cuantos centros sean necesarios para que la
proximidad en la que el centro docente debe encontrarse respecto del domicilio del
alumno no experimente alteración alguna respecto de las preferencias lingüísticas de los
padres...”. De tal forma, que en este supuesto semejante a los supuestos de objeción
de conciencia a los planes educativos a los que más tarde nos referimos, el
incumplimiento por parte de la Administración de creación de centros públicos en los
que libremente se pueda optar por la enseñanza en valenciano (o en cualquier otra
lengua cooficial vehicular de la enseñanza) no viola el derecho fundamental a la
educación del artículo 27 de la CE (Cfr. STC 337/1994 sobre un pretendido
derecho a recibir la enseñanza en la “lengua habitual ya sea ésta el catalán o el
castellano” más allá de la “primera enseñanza”).

También en materia de objeción de conciencia a los contenidos de la enseñanza o al


estudio de una asignatura determinada es el supuesto contemplado por el auto del
Tribunal Constitucional de 29 de mayo de 1985 que rechazó un recurso de amparo de
una alumna que alegando motivos de conciencia quería eximirse de la enseñanza
obligatoria del Derecho canónico en la Facultad de Derecho. El Tribunal Constitucional
argumentó que: “El Derecho Canónico, en cuanto asignatura basada en la explicación e
interpretación del corpus iuris, como es el Código de Derecho Canónico , no es por su
misma naturaleza una disciplina de contenido ideológico, con independencia de que se
base en un sustrato dogmático o confesional, cual es la doctrina de la Iglesia Católica.
De hecho, muchas disciplinas jurídicas se centran en el estudio de textos legales y
técnicas jurídicas cuyo sustrato ideológico es identificable”. Un supuesto parecido es el
que se ha planteado, y resuelto por la Sala de lo Contencioso Administrativo del
Tribunal Superior de Justicia de Cantabria de 23 de marzo de 1998 que contempla un
pretendido derecho a la objeción de conciencia a la educación sexual en base al derecho
reconocido a los padres en el articulo 27,3 de la CE . El supuesto es el siguiente: una
niña de octavo de EGB en un colegio público se niega a recibir las clases de educación
sexual, materia perteneciente al área de “ciencias naturales”, por ser ello contrario a las
convicciones religiosas y filosóficas de sus padres. La inasistencia a clases de sexualidad
provocó la no superación de tal asignatura por parte de la niña, en consecuencia, el
padre de la menor solicitó ante el órgano correspondiente, la modificación de la
calificación lo que le fue denegado por la Administración. La resolución administrativa
dio paso al recurso contencioso administrativo ante el Tribunal Superior de Justicia de
Cantabria que con fecha de 23 de marzo de 1998 ratifica dicha resolución negando la
exención de estas clases. Se trata de una decisión un tanto restrictiva a nuestro juicio,
al desconocer las motivaciones religiosas de los padres de la menor y al hacer
prevalecer a ultranza los planes educativos y la obligatoriedad de determinadas
materias de estudio.

El conflicto entre el derecho a la educación del artículo 27,1 CE y el derecho de los


padres a decidir sobre la educación de sus hijos de acuerdo con sus convicciones
filosóficas o religiosas del artículo 27,3 de la CE ha sido enjuiciado en la STC
260/1994 de 3 de octubre . En este caso el conflicto que subyace en el fondo es el
de la objeción de conciencia al sistema educativo por motivos religiosos de los padres
frente a la escolarización obligatoria de unos menores que son educados en el interior
de una secta que se tiene por destructiva “Niños de Dios”, y contra cuyas actividades se
estaba siguiendo en ese momento un proceso penal. La Administración dicta resolución,
declarando a los menores en situación de desamparo y asume la tutela automática de
éstos por el riesgo que para la salud física y mental de esos menores podía entrañar la
permanencia en la secta. Los padres de los menores se oponen a dicha resolución y
recurren en amparo al TC que centra los términos del debate en torno a la procedencia
o improcedencia de la medida adoptada por la Administración, pero no entra a resolver
el fondo de la cuestión sobre la prevalencia o no del derecho de todos a la educación
(art. 27,1 ) frente al derecho educativo paterno (artículo 27,3 ) o entre el derecho a
la educación integral del niño y el derecho de libertad religiosa de los padres o tutores.

Se trata de una decisión muy poco afortunada a nuestro juicio en la que indirectamente
se hace prevalecer la libertad religiosa de los padres, vulnerando el derecho
fundamental a la educación de estos menores que no estaban escolarizados en centros
homologados y además y aunque existiera la escolarización libre, muy discutible en
España, lo cierto es que el límite a la libertad religiosa de los padres está en el interés
superior del menor (cfr. L.O. de protección jurídica del menor de 15 de enero de 1996
) y en el presente caso se había probado que existía por parte de los padres una
manipulación mental ejercida sobre los menores que provocaba problemas de
integración social y atentaba al libre desarrollo de su personalidad.

Las convicciones filosóficas o religiosas de los padres si han sido claramente tenidas en
cuenta en instancias judiciales inferiores. Al respecto es de destacar la Sentencia de la
Audiencia Provincial de Sevilla de 23 de noviembre de 1999 en la que se plantea el
supuesto del posible conflicto entre el derecho de los padres a decidir la educación de
sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones y la Administración que declara la
situación legal de desamparo de un menor por no estar escolarizado en un centro
homologado sino internado en una colonia denominada “Niño Sergio”, cuya manera y
estilo de vida, comida, principios... etc., no se ajustaban al estilo tradicional de vida
imperantes en nuestra sociedad. En este supuesto, la Audiencia siguiendo el criterio
prevalente del interés superior del menor, resuelve a favor del derecho educativo
paterno, pues las divergencias que puedan producirse en torno a una determinada
concepción ideológica, religiosa o filosófica en general, vividas por una persona o una
comunidad y no coincidentes con los de la mayoría no pueden justificar el que se
produzca “una intervención de la administración que no puede ni debe producirse
porque los parámetros educativos o ideológicos entendidos como “modus vivendi”, no
coincidan con los nuestros...”, por otro lado, no existe en este caso un conflicto de
intereses padre-hijo, al contrario el hijo tiene cubiertas todas las necesidades materiales
y morales, por eso el Tribunal afirma que “no pueden desconocerse los reiterados
deseos manifestados por el menor de volver a la colonia y su desajuste psíquico...
desde que se acordó el desamparo hasta el punto de haberle conducido a su fuga... lo
que sirve de interpretación del estado anímico del menor desde que salió de la colonia
hacia un pretendido mundo mejor”.

En relación a la objeción de conciencia al sistema educativo, en España las leyes


establecen la enseñanza obligatoria y escolarización forzosa en centros homologados
hasta los 16 años; no obstante, desde hace pocos años se está produciendo en nuestro
país un supuesto parecido al que se ha manifestado ya en otros países de Europa y
América que han reaccionado a través de ciertos grupos o movimientos constituidos por
padres que desoyen la escolarización obligatoria y se decantan por la educación en casa
“Home Schooling”. También se han producido conflictos de conciencia en relación a
determinadas prácticas externas de la religión en el ámbito de la enseñanza, como las
relativas a la oración en la escuela, el uso del hiyab o velo islámico, la negativa por
parte de algunos padres de que a sus hijas musulmanes se les impartiera la asignatura
de gimnasia por ir en contra de sus convicciones religiosas o de utilización de un
uniforme de falda corta por los mismo motivos, supuestos que no han llegado a los
Tribunales y que se han resuelto por los órganos competentes de la Administración
educativa que han intentado conciliar los derechos de libertad religiosa de los alumnos o
sus padres, con el principio de laicidad o neutralidad ideológica de la enseñanza. A nivel
institucional también se han producido problemas en relación a la utilización del crucifijo
en las paredes de algunos centros docentes públicos frente a lo que han reaccionado
diversas asociaciones de padres por ser contrario a los principios constitucionales sobre
todo de neutralidad o laicidad (art.16,3 CE ).

Un problema relacionado parcialmente con este de la objeción de conciencia es el que


se refiere al estudio de la asignatura de religión y ello a pesar de que ésta no es
obligatoria sino optativa para el alumno. El problema se complica sobre todo en relación
al estudio de la religión católica pues en los Acuerdos con la Santa Sede , se diseña
como una asignatura que forma parte del currículo y sujeta a los mismos criterios que
las demás disciplinas pero optativa, y al mismo tiempo, y para evitar que el hecho de
cursar o no la asignatura de religión constituya un motivo de discriminación para los
alumnos, se establece como obligatorio para los que no opten por aquella, unas
actividades complementarias como alternativa al estudio de la religión. Sobre tal
extremo, el Tribunal Supremo se ha pronunciado ente otras, en la Sentencia de 31 de
enero de 1997 afirmando que: “nadie que vea satisfecha la pretensión de que sus hijos
reciban enseñanza de una determinada religión o convicción moral está legitimado por
la constitución a imponer a los demás la enseñanza de cualesquiera otras religiones o
sistemas morales... Ni, desde luego nadie es titular de un derecho fundamental que
imponga a terceros una obligación de tal naturaleza” (...).“No es razonable aceptar que
quien desee valerse de una garantía constitucional de formación religiosa, no obligada
para quien no se acoja voluntariamente a ella, tenga un derecho constitucional a
imponer que las condiciones pactadas para su prestación en orden a la evaluación, se
extiendan a actividades no cubiertas con dicha garantía” (Cfr. Sentencia de la Corte
Constitucional Italiana de 12 de abril de 1989 que en relación a Italia se pronuncia
sobre la inexistencia de una asignatura alternativa a la religión con el fin de no
condicionar la libertad de conciencia de los alumnos que no optaron por el estudio de
aquella).

Un supuesto de enorme complejidad es el de la posible objeción de conciencia al estudio


de la asignatura de la denominada Educación para la Ciudadanía, introducida por la Ley
Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación y que con diferentes denominaciones, se
imparte con carácter obligatorio en algunos cursos de Educación Primaria, Secundaria y
Bachillerato.

La introducción de esta asignatura ha provocado una intensa polémica en diversos


sectores sociales, siendo miles los padres que han presentado objeciones de conciencia
para que sus hijos sean declarados exentos de cursar esta asignatura.
Desde el punto de vista jurisprudencial, son numerosas las resoluciones recaídas sobre
los recursos presentados, siendo dispares sus decisiones y sus criterios.

Una serie de resoluciones versan sobre la petición de la suspensión cautelar de la


obligación de asistir a las clases de esta materia, en tanto no recaiga el recurso
planteado.

Alguna resolución ha rechazado esta petición (Auto del TSJ del País Vasco de 14 de
febrero de 2008). Sin embargo, otras la han admitido argumentando la inexistencia de
un perjuicio para terceros, ( Auto del TSJ de Asturias de 3 de diciembre de 2007 y de
Andalucía de 3 de marzo de 2008).

Un segundo bloque de resoluciones ha denegado las peticiones de los recurrentes por


entender que no cabe la objeción de conciencia a la Educación para la Ciudadanía y que
esta materia no lesiona ningún derecho fundamental (STSJ de Cataluña de 28 de
noviembre de 2007; STSJ de Asturias de 11 de febrero de 2008 y de 22 de febrero de
2008).

Finalmente, hay un conjunto de resoluciones que reconocen el derecho a la objeción de


conciencia y declaran la exención a cursar la Educación para la Ciudadanía( STSJ de
Andalucía de 4 de marzo de 2008; STSJ de Andalucía de 30 de abril de 2008; STSJ de
Andalucía de 24 de julio de 2008).

Por su parte, el Tribunal Supremo se ha manifestado sobre la cuestión en cinco


sentencias, considerando que la Educación para la Ciudadanía es ajustada a Derecho y
no cabe oponer objeción de conciencia. No obstante, aunque en dichas sentencias se
excluya la existencia de un derecho general a la objeción de conciencia, el Tribunal
entiende que “ el artículo 27,3 de la CE, permite pedir que se anulen las normas
reguladoras de una asignatura obligatoria en tanto en cuanto invaden el derecho de los
padres a decidir la enseñanza que deben recibir sus hijos en materia religiosa o moral;
pero no permite pedir dispensas o exenciones” ( Sentencias de 11 de febrero de 2009,
fj noveno).

Además, el Tribunal Supremo en estas sentencias advierte que cuando los textos o
explicaciones de la Educación para la Ciudadanía excedan del objeto señalado a la
educación por el artículo 27,2 de la Constitución, los padres tienen derecho, en virtud
del artículo 27,3 de la misma norma, a la tutela judicial efectiva preferente y sumaria de
la jurisdicción contencioso-administrativa. Además, insiste en que, aunque la Educación
para la Ciudadanía sea ajustada a Derecho y el deber jurídico de cursarla sea válido,
ello” no autoriza a la Administración educativa, ni tampoco a los centros docentes, ni a
los concretos profesores, a imponer o inculcar, ni siquiera de manera indirecta, puntos
de vista determinados sobre cuestiones morales que en la sociedad española resultan
controvertidos”( Sentencia de 11 de febrero de 2009, Recurso nº 905/2008,fj décimo).

Las sentencias han sido objeto de numerosos votos particulares, la mayoría de los
cuales defienden el derecho a la objeción de conciencia frente a dicha materia y la
posibilidad de una exención parcial respecto de los contenidos de la misma que versan
sobre cuestiones morales controvertidas.

En nuestra opinión debe reconocerse la posibilidad de un derecho general a la objeción


de conciencia basado en el artículo 16,1 de la CE.

Por último un supuesto específico y muy problemático es el que se refiere al despido de


los profesores de religión por llevar una vida o actitud contraria a los principios y
dogmas de la religión católica.

Así, el Tribunal Central de Trabajo tuvo ocasión de conocer un supuesto de estas


características mediante la sentencia de 30 de mayo de 1979. Los hechos son los
siguientes: un sacerdote, profesor de religión en un centro privado, publicó un libro por
título “Prostitución y sociedad” del cual se hizo eco una revista de gran difusión nacional
que tuvo una gran repercusión social. Los padres acudieron a la dirección del centro
para quejarse y pedir que no continuara impartiendo la asignatura, y como
consecuencia de estos hechos, es despedido. En sus argumentos el Tribunal señala:
“que si toda función docente tiene como nota inseparable la educadora, esta verdad
aparece como más evidente cuando se trata de un profesor de religión, y si bien es
cierto que la constitución consagra como derechos fundamentales de la persona la
libertad de expresión y la libertad de cátedra no lo es menos que tales libertades tienen
su límite en el respeto a los derechos reconocidos a los demás en el mismo título (art.
20,4 de la CE ) y en él también está consagrada la libertad de enseñanza (artículo
27,1 ) y la libertad de creación de centros docentes (art. 27,6 ) de donde se sigue
que si no puede negarse el derecho del recurrente a expresar y difundir libremente sus
pensamientos, ideas y opiniones... no lo es menos que podrá hacerlo utilizando las
tribunas y medios de difusión que le sean propicios, pero no proyectando tal conducta
en su función educadora por cuenta y dependencia ajena en un centro que quiere
imprimir en su función un matiz distinto sea cual sea ya que lo contrario iría en contra
del principio de igualdad ante la ley..., y por tanto, el profesor como asalariado del
centro ha de respetar el poder de dirección y prestarle lealtad y la colaboración a la que
se refiere el artículo 60 de la LCT”. (Cfr. También Sentencia de la Magistratura de
trabajo de las Palmas de Gran Canaria de 11 de mayo de 1982).

Mayores problemas se han planteado en relación a los profesores de religión en los


centros docentes públicos, en los que debe presidir el principio de neutralidad
ideológica. Son muchos los casos que recientemente se han presentado ante nuestros
tribunales, sin embargo valga como ejemplo el supuesto planteado en la Sentencia del
Juzgado de lo Social n.º 3 de Murcia de 28 de septiembre y que se refiere al problema
que se origina entre un profesor de religión católica, sacerdote secularizado que contrae
matrimonio civil y que además pertenece a una asociación que promueve el celibato
opcional para los sacerdotes, derechos constitucionalmente garantizados, y, el derecho
de la Iglesia a la salvaguarda de la identidad religiosa y carácter propio, así como el de
nombrar a las personas encargadas de impartir la asignatura de religión, derechos que
se reconocen en el artículo 6,1 de la LOLR y en el artículo I y III del Acuerdo Jurídico
y Acuerdo sobre enseñanza con la Iglesia Católica . El sacerdote apareció en el diario
“La Verdad de Murcia” fotografiado con su esposa, hijos y junto con un artículo cobre el
“Movimiento Pro-Celibato opcional”; por estos acontecimientos fue despedido, despido
que el Tribunal considera nulo, en una sentencia un tanto incongruente en lo que a
fundamentos jurídicos y fallo se refiere y vulnerando a nuestro juicio lo dispuesto en el
Acuerdo sobre Enseñanza de 3 de enero de 1979 sobre la competencia de la Iglesia
para el nombramiento y cese de los profesores de religión. Más recientemente, el
Tribunal Superior de Justicia de Canarias en una sentencia de 23 de mayo de 2002,
condena a Educación a indemnizar y readmitir a un docente despedido sin motivo,
según la citada sentencia. Aunque no es la única sentencia en tal sentido, es de gran
importancia porque avanza un paso más al cuestionar la propia legitimidad
constitucional de la asignatura de religión al afirmar que: “El empleador es la
Administración, que da cumplimiento a la obligación asumida por el Estado frente a la
Santa Sede de adoctrinar en la religión católica a los alumnos de los centros públicos,
sometiéndose a los dictados de ésta en cuanto a la idoneidad de los profesores
contratados para llevar a cabo esa misión pastoral, para los cuales se configura un
régimen de temporalidad por cursos que excluye la estabilidad en el empleo al
condicionar permanentemente la renovación a la voluntad de la jerarquía eclesiástica a
quien se confiere el derecho de imponer a la Administración que de por finalizado el
contrato al llegar a su término proponiendo a otra persona”, la sentencia se refiere a la
normativa acordada en 1979 entre España y la Santa Sede y a la dudosa
constitucionalidad del principio de cooperación con la Iglesia Católica y las demás
confesiones religiosas del artículo 16,3 . ).

El caso ha llegado ante el Tribunal Constitucional que resolvió por Sentencia 38/2007 de
15 de febrero, al plantearse un recurso de inconstitucionalidad del artículo III del
Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales de 3 de enero de 1979, entre España y
la Santa Sede y la normativa sobre el sistema de nombramiento y despido del
profesorado de religión católica. El TC, declaró constitucional el Acuerdo, así como el
sistema de designación de los profesores de religión y su remoción, mediante la
declaración eclesiástica de idoneidad, por ser algo de competencia exclusiva de las
confesiones el nombramiento de su personal y por tanto, perteneciente a su autonomía
interna.

Supuestos análogos al anterior se han producido muchos en España, al respecto y a


título de ejemplo en los tribunales inferiores puede citarse el caso contemplado por la
Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Canarias de, Sala de lo Social de 17 de
junio de 2007, que contempla la no renovación como profesora de religión, a una
profesora por mantener relaciones afectivas con un hombre que no era su esposo.

3. Derecho Comparado

3.1. Convenio Europeo de Derechos Humanos

En el ámbito del Consejo de Europa, se han presentado algunos conflictos de conciencia


entre lo dispuesto por el Ordenamiento Jurídico de los Estados, y las convicciones
personales en materia de enseñanza, que han llegado a la Comisión y Tribunal europeo
de derechos humanos a través de demandas formuladas por supuesta violación de lo
dispuesto en el artículo 2 del primer protocolo adicional al Convenio Europeo de
Derechos Humanos que establece la obligación de los Estados de respetar “las
convicciones religiosas y filosóficas de los padres en la educación de los hijos”.

Así, uno de los casos se refiere a la demanda que dos miembros de la Iglesia
evangélico-luterana presentaron ante la Comisión Europea de Derechos Humanos contra
el gobierno sueco al haber denegado la autoridad competente, la exención de las clases
de religión que se impartían en la escuela pública sobre cristianismo (caso Karnell y
Hardlt), con el argumento de que la exención aquí no tenia ningún sentido pues los
demandantes eran cristianos, y sólo tendría sentido esta dispensa para las personas que
profesasen otra religión. La Comisión, si admite la demanda pero sobre la base del
principio de igualdad del artículo 14 del Convenio Europeo ya que la exención se había
concedido a las personas de otras religiones.

Un segundo supuesto es el de la sentencia del TEDH de 7 de diciembre de 1976 sobre el


caso Kjeldesen, Busk, Madsen y Pedersen.

El supuesto era el siguiente: tres matrimonios que impugnaban la educación sexual


integrada, como disciplina incluida en otra asignatura obligatoria en los planes de
estudio de Dinamarca y sin posibilidad de exención de ninguna clase por causa de las
convicciones religiosas y morales de los padres, recurrieron a la Comisión que admitió la
demanda. El asunto fue resuelto por el Tribunal que en su decisión pone de relieve el
hecho de que la determinación de los planes de estudio es competencia del Estado y
que comporta un amplio margen de discrecionalidad, pues aunque el contenido de
alguna materia puede afectar directa o indirectamente a cuestiones religiosas, ello no
está prohibido a los poderes públicos, siempre que se haga de “una manera objetiva,
critica y pluralista”, lo que se prohíbe es que el Estado con la educación persiga un fin
de adoctrinamiento, pero en este caso el Tribunal consideraba que la enseñanza sexual
integrada en Dinamarca va dirigida únicamente a la transmisión de conocimientos de
modo aséptico.

Este planteamiento fue criticado por el juez “Verdross” que distingue entre la
información sobre los hechos de la sexualidad humana y la información sobre las
prácticas sexuales, siendo este segundo aspecto lo que puede afectar al ámbito de la
conciencia.
Otros supuestos en relación a la enseñanza, son los que se refiere al caso lingüístico
belga, resuelto por la Sentencia del TEDH de 23 de julio de 1968 y la Sentencia de 25
de febrero de 1982, casos Campbell y Cassans, sobre el régimen disciplinario de
sistema educativo Inglés. En el primer caso, sobre el pretendido derecho de los padres
a enviar a sus hijos a escuelas cuya lengua de enseñanza fuera distinta de la del país de
que se tratara, la Comisión Europea de Derechos Humanos en su informe al Tribunal
entendió que el inciso segundo del artículo 2 no consagra “el derecho de los padres a
hacer educar a sus hijos en la lengua de su elección, en el sentido de que el Estado
cuando asume funciones de enseñanza mediante la creación de escuelas, esté obligado
a tener en cuenta las preferencias de los padres por una lengua determinada”
(Sentencia del T.E.D.H. de 23 de julio de 1968). En el segundo supuesto, los hechos se
refieren a Jeffrey Cossans, estudiante de un colegio de Escocia que debía presentarse
ante la Dirección del Colegio para sufrir un castigo corporal al cual se negó, hecho por el
cual fue expulsado del colegio, pudiendo retornar al mismo si aceptaban sus padres el
castigo corporal como medida disciplinaria. En su decisión, el Tribunal considera que se
ha violado el “derecho educativo paterno” pues “no se puede considerar razonable una
condición así (castigo corporal) para asistir al centro docente, ya que se opone a otro
derecho protegido por el Protocolo nº 1 , y que, en cualquier caso, excede de la
facultad de reglamentación que el artículo 2 concede al Estado”(Sentencia de TEDH
de 25 de febrero de 1982). En su argumentación, el Tribunal distingue entre el derecho
educativo paterno y el derecho fundamental del niño a la educación, entendiendo que
en este caso, han sido conculcados ambos derechos.

Más recientes y de mayor actualidad son las Sentencias del TEDH en el caso Folgero
contra Noruega de 20 de junio de 2007 y en el caso Zengin contra Turquia, de 9 de
octubre de 2007. En ellas, este Tribunal consideró que la enseñanza de la religión con
carácter obligatorio, sin posibilidad de dispensa, vulneraba el artículo 9 del CEDH.

En relación al primer caso, el supuesto es el siguiente: la Sra Folguero y otras tres


parejas con hijos escolarizados en primaria y pertenecientes a una Asociación
Humanista interponen recurso ante el TEDH por violación del artículo 2 del Protocolo
Adicional al CEDH, solicitando a su vez la exención total de cursar la asignatura sobre
Cristianismo, religión y filosofía.

En Noruega existe religión de Estado y una Iglesia establecida, la evangélica-luterana.


La enseñanza cristiana en la educación primaria es obligatoria, no obstante cabe la
exención total o parcial de la asignatura, para los miembros de otras confesiones.

Los demandantes alegan no estar de acuerdo con la exención parcial y entienden que la
enseñanza que rechazan carece de la necesaria objetividad, pues su fin es reforzar la
identidad religiosa de los alumnos con una clara vocación cristiana y un prisma religioso
que alaba la fe con unos manuales llenos de sermones cristianos que conculcan las
convicciones de los padres.

Al margen de otras consideraciones y a la vista de las argumentaciones de los padres y


de que en Noruega está prevista la exención de las clases de religión cristiana para los
que son miembros de otras Iglesias, el TEDH otorga la razón a los demandantes
concediendo la exención total.

En cuanto al segundo caso, el supuesto es el siguiente. El Sr. Zengin y su hija, alevitas,


pertenecientes a una rama del Islam, de origen chiita y que se caracterizan por sus
ideas de carácter humanista, racionalista y universalista, diferenciándose de los
musulmanes en muchos de sus preceptos y ritos, interponen demanda ante el TEDH
sobre la base de la no exención a su hija de las clases de “ cultura y moral religiosa” de
carácter obligatorio en la escuela turca.

El demandante alegaba que la obligatoriedad de dichas clases era contrario y violaba el


principio de laicidad del Estado y que además y en todo caso, tenía derecho a la misma
dispensa de la enseñanza religiosa que tenían los alumnos cristianos o judíos, ya que su
hija estaba recibiendo un adoctrinamiento religioso contrario a sus convicciones y en
unas creencias que no eran las suyas.

El TEDH, sobre la base del artículo 2 del Protocolo Adicional al CEDH que recoge el
derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones y prohíbe al
Estado que en la enseñanza persiga un fin de adoctrinamiento, dará la razón a los
demandantes.

Por último y en relación al conflicto entre el ideario de un centro docente


ideológicamente caracterizado y la libertad de expresión de sus docentes, se ha
manifestado recientemente el TEDH, en la Sentencia de 20 de octubre de 2009.

El supuesto es el siguiente: El profesor Lombardi Vallauri, venía desempeñando su


actividad como profesor en la cátedra de filosofía del derecho de la Facultad de Derecho
de la Universidad Católica del Sagrado Corazón. El actor, publicado el concurso escolar
1998-1999, se presenta como candidato. El 23 de octubre de 1998, tiene lugar una
entrevista privada con un interlocutor de la Congregación para la Educación Católica.

Mediante carta de 26 de octubre de 1998, dirigida al presidente de la Universidad, la


Congregación, le comunica que “ ciertas posiciones del actor se oponen abiertamente a
la doctrina católica y que por respeto a la verdad, al bien de los estudiantes y de la
propia Universidad, el actor no debía enseñar más en esa Universidad”.

Posteriormente, el Decano de la Facultad es informado de la posición de la


Congregación y a su vez informa al Consejo de Facultad, que decide no tomar en
consideración la candidatura del profesor.

El profesor Vallauri, tras un complicado y largo iter procesal que termina con la decisión
del Consejo de Estado de 18 de abril de 2005 que argumenta que la valoración de la
cuestión religiosa para no renovar el contrato al actor, es algo interno a la libertad de la
iglesia, y como en el presente caso, de la libertad de las Universidades ideológicamente
caracterizadas, cuyos docentes son nombrados y revocado con el beneplácito de la
autoridad eclesiástica o nulla osta en virtud del artículo 38 del Acuerdo entre Italia y la
Santa Sede,, rechazando sus pretensiones, el actor acude al TEDH.

Planteada la controversia ante el TEDH, el 20 de octubre de 2009 se dicta sentencia


favorable al actor, condenándose al Estado Italiano por violación, entre otros de los
derechos a la libertad de expresión del artículo 9 del CEDH y del derecho a un proceso
justo y equitativo del artículo 6,1 del mismo.

En definitiva, como se desprende del análisis de la jurisprudencia de la Comisión y


Tribunal Europeo de Derechos Humanos, y de conformidad con el artículo 2 del
Protocolo Adicional al Convenio Europeo de Derechos Humanos , según el cual “A
nadie se le puede negar el derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de las
funciones que asumirá en el campo de la educación y la enseñanza, respetará el
derecho de los padres a asegurar esa educación y enseñanza conforme a sus
convicciones religiosas y filosóficas”, lo que se pretende es garantizar la libertad
ideológica (objeción de conciencia) de los educandos (o sus padres) y evitar la posible
manipulación ideológica por parte de los Estados a través de centros de enseñanza que
persiguieran un fin de adoctrinamiento, lo que no significa que cualesquiera ideas o
convicciones de los padres tengan que ser amparadas siempre y en todo caso, sino sólo
aquellas merecedoras de respeto “en el marco de una sociedad democrática”, tal y
como señala el propio Convenio .

3.2. Estados Europeos

La dialéctica laicidad-libertad religiosa en la escuela pública, se ha manifestado en


relación a la utilización de determinados símbolos confesionales tanto por parte del
personal docente y alumnos como por la presencia de los mismos en el interior de las
aulas.

Así, en Italia el tema del crucifijo en las escuelas se ha planteado en relación a la


derogación o subsistencia de la legislación relativa al establecimiento del crucifijo en las
aulas.

El consejo de Estado, al respecto, puso de relieve en una Decisión de 27 de abril de


1988, que “la cruz aparte del significado que tiene para los creyentes, representa el
símbolo de la civilización y la cultura cristiana en su raíz histórica como valor
independiente de una confesión religiosa... y en este sentido la presencia de la cruz en
las aulas no constituye un motivo de constricción de la libertad individual de manifestar
las propias convicciones religiosas”.

Sin embargo, se ha planteado el tema de la retirada de los crucifijos de las aulas de los
centros docentes públicos en +época reciente por una ciudadana italiana de origen
finlandés por ir en contra de sus convicciones religiosas. El supuesto es el siguiente: la
señora Lautsi, solicitó la retirada de los crucifijos del colegio donde estudiaban sus hijos
ante el Consejo Escolar, ante la denegación de dicho órgano acude al Tribunal
Administrativo y tras un complicado iter procesal, que pasa por el propio Tribunal
Constitucional, para llegar de nuevo ante el Tribunal Administrativo, se deniega la
retirada del crucifijo, alegando que es un símbolo que forma parte de la identidad y el
patrimonio del Estado Italiano.

Ante tal situación, la señora Lautsi acude al TEDH, resolviendo mediante sentencia de 3
de octubre de 2009, por la que se le da la razón a la demandante y se condena al
Estado Italiano por violación del derecho a educar a los hijos de acuerdo con las
convicciones de los padres del artículo 2 del Protocolo al CEDH y del derecho a la
libertad religiosa de los menores del artículo 9 del Convenio.

En Suiza, la sentencia del Tribunal Federal de 26 de septiembre de 1990, ha rechazado


el recurso que se había interpuesto contra una sentencia de un Tribunal Administrativo
que había anulado la orden de exponer el crucifijo en la escuela por violar la libertad de
conciencia y la neutralidad escolar, Entre sus argumentaciones, la Corte Suiza ha
señalado que el deber de abstención por parte de los poderes públicos en materia de
libertad religiosa del individuo es compatible con diversos actos solemnes previstos por
el derecho federal que tienen un marcado carácter confesional como la invocación a
Dios, la formula del juramento, el descanso dominical y otros días festivos... de carácter
religioso, sin embargo, tales actos así como las ventajas que los cantones establezcan a
favor de una determinada confesión, no violan el principio de laicidad, constituyen una
excepción al principio general de neutralidad de los poderes públicos necesario para
mantener la paz religiosa. Sin embargo, esta excepción no se puede extender a la
escuela pública, en la cual el principio de laicidad ha de ser aplicado de manera
absoluta, pues como añade la Corte Federal “es, por tanto concebible que quien asiste a
la escuela pública vea en la exposición de tal símbolo (crucifijo) la voluntad de adherirse
a concepciones propias de la religión cristiana en materia de educación y enseñanza o
poner la enseñanza bajo la influencia de tal religión”.

En Alemania, la sentencia del Tribunal Constitucional Federal Alemán de 16 de mayo de


1995 ha declarado inconstitucional la exposición obligatoria de los crucifijos en las
escuelas públicas de enseñanza elemental que establecía un reglamento del Land de
Baviera. El supuesto es el siguiente: los padres de tres niños pertenecientes a la
ideología antropológica inspirada en Rudolf Steiner, y de acuerdo con el derecho
educativo paterno conforme a esa ideología, se oponen a que sus hijos asistan a
aquellas escuelas en las que exista un crucifijo, pues a través de él pueden recibir
influencias del cristianismo contrario a sus convicciones. El Tribunal Constitucional,
considera evidente el contenido religioso de la cruz que puede suscitar un rechazo por
parte de los que no comparten esa visión cristiana del mundo y en este sentido el
Tribunal afirma que no se puede defender el presunto derecho a la expresión colectiva
de la libertad religiosa de la mayoría en detrimento de la legítima protección de las
minorías a su derecho de libertad negativa, No obstante, el Tribunal Constitucional hace
algunas precisiones en el sentido de afirmar que la presencia del crucifijo no es
absolutamente contraria a la constitución y que puede ser admisible su presencia en los
centros docentes cuando existe unanimidad por parte de los profesores, padres y
alumnos en la conservación de tal símbolo.

En España se ha planteado el tema de la presencia de símbolos religiosos en


instituciones públicas y también en algún centro docente y ante el Congreso de los
Diputados. En este sentido a la pregunta formulada sobre la cuestión e los crucifijos y el
principio de laicidad, el SR. Rajoy, Ministro de Educación contestó que “los principios de
libertad religiosa y no confesionalidad del Estado no implican la ausencia de cualquier
símbolo religioso en los centros públicos. En este sentido es el Consejo Escolar del
centro quien tiene que tomar la decisión. Por tanto, si el Consejo Escolar decide que
haya estos símbolos tendremos que respetar por mandato de la ley lo que dice dicho
Consejo. En caso contrario, también lo haríamos por lo que se procedería a la retirada
de los símbolos...”.(Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados de 24 de marzo
de 1999).

En relación a la jurisprudencia, destaca la Sentencia del tribunal contencioso-


administrativo de Valladolid de 14 de noviembre de 2008 al resolver sobre la
constitucionalidad del crucifijo en las aulas, señaló que” a pesar de que no consta
probado que la presencia del crucifijo tenga un carácter proselitista o adoctrinador de la
fe que representa dicho símbolo, su presencia en las referidas dependencias, las aulas,
constituye una violación del derecho de libertad religiosa”.

Esta sentencia fue objeto de recurso por la Asociación E-Cristians, resolviéndose por el
TSJ de Castilla- León, el 14 de diciembre de 2009.En la sentencia se estima
parcialmente el recurso al sostener que la exposición obligatoria de los crucifijos en las
aulas de los centros docentes públicos es inconstitucional, siempre que exista un
conflicto, sin embargo en los casos en que no existe el conflicto, no hay lugar a la
inconstitucionalidad al no haber un conflicto de derechos en juego. En el FJ séptimo
establece que:”la presencia de símbolos religiosos puede hacer sentir a los alumnos
(especialmente vulnerables por estar en proceso de formación) que son educados en un
ambiente escolar caracterizado por una religión en particular, suponiendo al Estado más
próximo de una confesión religiosa que de otra o simplemente más próximo al hecho
religioso. Y como esta circunstancia es contraria al derecho de los padres a educar a sus
hijos de acuerdo con sus convicciones, hay que declarar nula la decisión del Consejo
escolar que imponga la exposición obligatoria de los citados símbolos, sin embargo esta
nulidad no puede declararse indiscriminadamente de forma generalizada. Resulta
palmario que en aquellos casos en los que no existe petición de retirada de símbolos
religiosos, el conflicto no existe y la vulneración de derechos fundamentales tampoco”.

Igualmente el tema de los símbolos religiosos y la neutralidad en la escuela pública se


ha planteado desde otra perspectiva. Se trata de aquellos casos en los que el símbolo
religioso es sustentado por la persona individual que de esa forma ejerce el derecho a
manifestar sus creencias religiosas.

El caso más llamativo y de mayor construcción doctrinal es el que se produjo en Francia


en 1989 a propósito de la utilización del velo islámico. En efecto, en 1989, tres alumnas
musulmanas son expulsadas del liceo donde estudiaban por negarse a acudir a clase sin
el velo islámico. El Consejo de Estado emitió un dictamen el 27 de noviembre de 1989
en el cual, tras invocar numerosos principios, remite la resolución del asunto a los
directores de los colegios y afirma que: “el hecho de que los alumnos lleven signos por
los que se manifiesta su pertenencia a una religión no es en si mismo incompatible con
el principio de laicidad, en la medida en que manifiesta el ejercicio de la libertad de
expresión y de creencias religiosas; pero esta libertad no podría permitir a los alumnos
enarbolar signos que, por su carácter ostentoso o reivindicativo, constituyeran un acto
de presión, provocación, proselitismo o propaganda que atentará contra otros miembros
de la comunidad educativa, comprometiera su seguridad o su salud o perturbase el
orden en el establecimiento o el funcionamiento normal del servicio público”. El
resultado no se hizo esperar, en el año 2004 se promulga la llamada ley del velo o ley
francesa sobre la laicidad. La ley sobre símbolos religiosos de 15 de marzo de 2004, es
una ley que en aplicación del principio de laicidad, prohíbe llevar símbolos religiosos de
carácter ostensible en las escuelas públicas.

En otros países, la cuestión del velo islámico se ha planteado aunque con menor fuerza.
Así, en Italia la utilización de vestimentas o signos religiosos está permitida siempre que
no constituyan una provocación o comprometan el normal desenvolvimiento de la clase.
En Alemania, las manifestaciones externas de pertenencia a una confesión religiosa está
garantizada también por la libertad de conciencia, ahora bien, el uso de símbolos
religiosos es permitido siempre dentro del respeto a la tolerancia y los derechos de los
demás. Igual sucede en Grecia, en donde el uso de símbolos religioso entra dentro de
los márgenes normales de tolerancia.

Por parte del profesorado un caso que merece mencionarse, es el que se ha planteado
en Suiza a propósito de la utilización del velo islámico en la escuela. La sentencia de la
Corte de Derecho Público del Tribunal Federal Suizo de 12 de noviembre de 1997,
prohíbe a una profesora el uso del velo islámico durante el desarrollo de sus lecciones
sobre la base del principio de neutralidad y la necesidad de garantizar la paz confesional
en la escuela pública y el principio de proporcionalidad. Entre sus argumentos, afirma el
tribunal que “el artículo 27,3 de la Constitución Suiza prohíbe pues, los programas,
formas y métodos de enseñanza o de orientación escolar que tengan una orientación
confesional o que al contrario sean hostiles a las convicciones religiosas... incluso la
escuela no debe identificarse con ciertas concepciones religiosas mayoritarias o
minoritarias en detrimento de los que participan de otras confesiones religiosas... la
libertad de religión de los alumnos debe ser siempre respetada y en este sentido juega
un papel fundamental la actitud de los profesores que han de mantener una actitud de
respeto o un deber de reserva en el cumplimiento de su actividad docente”.

En Alemania, la Sentencia del Tribunal Regional de Luneburg de 16 de octubre de 2000,


resuelve el conflicto de una profesora de confesión musulmana que decidió impartir sus
clases con el velo islámico de acuerdo con su religión. El Tribunal, partiendo de que el
empleo de vestimentas religiosas se integra en el derecho fundamental de libertad
religiosa, entendió que éste no podía ser limitado por el principio de neutralidad del
Estado. Sin embargo, la sentencia fue revisada en apelación, considerando el Tribunal
en Segunda Instancia ,que una profesora ataviada con el velo, no podía cumplir
adecuadamente sus funciones como funcionario, en particular durante su presencia en
las aulas, pues una de ellas es la neutralidad religiosa y si el uso del velo forma parte de
u derecho de libertad religiosa, también es cierto que puede perturbar el derecho de
libertad religiosa de los alumnos, por tanto es necesario en este caso restringir la
libertad religiosa de la profesora con base en que en la escuela pública debe presidir el
principio de la paz religiosa.

El mismo argumento se utiliza en la sentencia de 4 de julio de 2002 para prohibir el uso


del velo islámico a una docente. No obstante, esta decisión fue recurrida ante el
Tribunal Constitucional Federal Alemán, que en Sentencia de 24 de septiembre de 2003,
ha dispuesto que las profesoras musulmanas podrán durante el ejercicio de su docencia
emplear el velo islámico, mientras los Estados federados no lo prohíban por ley, ya que
el uso de prendas religiosas no es potencialmente peligroso para la laicidad del Estado.
Que debe interpretarse en términos positivos que fomenten la libertad religiosa en
condiciones de igualdad.

3.3. Derecho Americano

Particularmente sensible a la objeción de conciencia en este campo, el derecho


estadounidense refiere sin lugar a dudas un número importante de decisiones
jurisprudenciales en este tipo de conflictos.
Uno de los conflictos más característicos que se han originado es el que se refiere a la
negativa de algunos alumnos de escuelas estatales, pertenecientes a los testigos de
jehová, a participar activamente en la ceremonia de saludo a la bandera. Tras una
primera decisión contraria a los testigos de jehová, el Tribunal Supremo después,
estimó que seria inconstitucional obligar a los alumnos a participar en dichas
ceremonias en contra de sus creencias religiosas, pues lo contrario iría en contra no sólo
de la libertad religiosa sino de la libertad de expresión.

Un segundo supuesto de objeción de conciencia en este campo es el que se refiere a la


escolarización obligatoria por motivos religiosos. El caso más representativo es el que se
resolvió por el Tribunal Supremo en el caso Yoder [Wisconsin v Yoder, 406, U.S. 205
(1972)]. Varios miembros de la Old Order Amisch habían sido sancionados por negarse
a mandar a sus hijos a la escuela a partir de los 14 y 15 años, contraviniendo las leyes
del Estado que impone la enseñanza obligatoria hasta los 16 años. Este grupo religioso
considera que la adolescencia es una etapa crucial en el desarrollo de la persona y que
la educación obligatoria debía ceder ante el derecho de los padres, El Tribunal Supremo
decidió a favor de los Amish, haciendo prevalecer el derecho que por naturaleza tienen
los padres sobre la orientación y educación religiosa de sus hijos, orientación que
después ha sido adoptada por otros estados norteamericanos tanto a nivel legislativo
como jurisprudencial. [cfr. Sentencia del Tribunal Supremo estatal State of Iowa v.
Rivera, 497 N.W. 2d 878 (1993)].

Los tribunales de USA han tenido que pronunciarse también en multitud de ocasiones en
relación a supuestos de objeción de conciencia a determinadas asignaturas o planes de
estudio: evolucionismo, educación sexual... etc. con resultados contradictorios; así, por
ejemplo, la decisión Frederick de un Tribunal de Kentucky de 1983 fue favorable a unos
padres que se oponían a la educación sexual de sus hijos en la escuela, mientras que la
sentencia federal Mozert de 1987 rechazó la objeción de conciencia de unos padres
(cristianos renovados) que se oponían por motivos religiosos a la lectura obligatoria en
la escuela pública acerca del humanismo secular, telepatía y ateismo. A nivel legislativo,
y sobre el contenido de la enseñanza cabe destacar la decisión del Tribunal Supremo en
la sentencia Epperson V. Arkansas en donde se plantea la constitucionalidad del “anti-
evolutión Statute”, ley por la que se prohíbe la enseñanza, en los centros docentes
públicos de dicho Estado, de que el hombre es ascendente o descendiente de animales,
así como los libros de texto que se refieran a dicha teoría. El principio de neutralidad
impide que el Estado suprima de los planes de estudio aquellas enseñanzas que sean
contrarias a ciertas convicciones religiosas y en consecuencia el Tribunal declaró
inconstitucional la citada ley del Estado de Arkansas.

También se ha planteado objeción de conciencia a la presencia de símbolos o vestuario


religioso en centros docentes públicos. En este sentido, destacan algunas decisiones
sobre el vestuario religioso por parte de los profesores. A tal efecto, a una profesora de
religión islámica en un colegio de Filadelfia y cuya vestimenta cubría todo su cuerpo
(Chador) se le denegó, al solicitar unas sustituciones fuera del colegio en el que
habitualmente impartía clases, el que lo hiciera mientras llevara prendas que
expresasen sus creencias religiosas; la profesora se niega a dejar esa vestimenta y por
ello se le deniega dicha solicitud. El asunto llegó hasta los Tribunales ordinarios que dan
la razón a la profesora, sin embargo en apelación la Corte Federal de Apelación falla en
contra de la misma. Otro supuesto es el caso Mississippi Employment Secunrity
Comisión V. Haglotin, en este caso Haglotin es despedida de su empleo en la escuela
pública por negarse a utilizar un turbante mientras trabaja en el colegio por motivos
religiosos. La trabajadora solicitó subsidio de desempleo al Estado y en principio se
rechazó. La Corte Suprema más tarde otorgó fallo favorable a la trabajadora.

En materia de simbología religiosa, destaca también la decisión sobre el caso Cheema v.


Thompson de 1994,donde los demandantes son dos alumnos sikhs que reivindican con
base en su derecho de libertad religiosa, el derecho a llevar al colegio unos cuchillos
ceremoniales ( kirpans) exigidos por sus creencias religiosas, frente a la prohibición del
colegio de portar cualquier tipo de armas dentro del recinto escolar.
El asunto llegó hasta la Corte de apelación que otorgó la razón a los demandantes,
argumentando que el colegio debería haber probado que la prohibición de llevar esos
cuchillos constituía el medio menos lesivo, frente al ejercicio del derecho de libertad
religiosa de los menores, para promover el interés preponderante del mantenimiento de
la seguridad en las aulas y de un clima favorable para el estudio.

En definitiva y a modo de conclusión hay que afirmar que en esta materia, el derecho
europeo en general y español en particular, es aún bastante restrictivo en el
reconocimiento de la objeción de conciencia en estos supuestos y se halla aún bastante
lejos de más tuitivo derecho norteamericano que de acuerdo con el criterio
jurisprudencial de una necesaria “adaptación razonable” y del “menor gravamen
posible”, está mucho más abierto y es más respetuoso con el reconocimiento y
protección de este derecho y no sólo en estos supuestos sino en las más variadas
situaciones en las que pueda existir un mínimo resquicio de incompatibilidad entre
conciencia y norma.

OTROS SUPUESTOS DE OBJECIÓN DE CONCIENCIA

Rojo Álvarez-Manzaneda, Mª Leticia. Profesora Asociada de Derecho


Eclesiástico del Estado de la
Universidad de Granada

1. Objeción de conciencia farmacéutica

1.1. Introducción

La objeción de conciencia farmacéutica ha sido encuadrada por algunos autores (Sieira


Mucientes, S.) dentro de la objeción de conciencia sanitaria. Esto se debe a que
estamos ante una materia que tiene como principal característica el servir como
complemento al sistema de sanidad, porque si no existe un buen sistema de distribución
y venta de medicamentos estaríamos ante un sistema sanitario incompleto.

Esta objeción de conciencia surge de una obligación contractual y profesional, es decir,


este tipo de objeciones se producen porque el sujeto ha aceptado previamente un
determinado estatus que condiciona y limita su libertad en una serie de circunstancias.

En esta materia que vamos a analizar hay que partir de la base de que se hace
necesario antes de alegar objeción de conciencia, por un lado que exista un supuesto
con el cual no se está de acuerdo bien por convicciones morales, religiosas, etc.; y por
otro lado que exista una norma que obligue a realizar ese acto. Si se trata de una
norma voluntaria, no podríamos hablar de objeción de conciencia, ni tampoco
podríamos hablar de objeción de conciencia si no existe esa norma, o bien si podemos
someternos a otra norma más favorable.

Es interesante en este sentido lo expuesto en la Sentencia del Tribunal Superior de


Justicia de Baleares de 13 de febrero de 1998 donde se determina que: “El efecto
jurídico específico que produce la objeción de conciencia reside en exonerar al sujeto de
realizar un determinado acto o conducta que, de otra suerte, tendría la obligación de
efectuar”.

Centrándonos en la objeción de conciencia farmacéutica, se puede definir como la


negativa -por parte del farmacéutico- a dispensar o vender, ya sea con receta o sin ella,
un determinado medicamento o producto sanitario, por ir en contra de sus convicciones
morales o religiosas.
Esta objeción de conciencia, como veremos, se plantea sobre todo en cuestiones
referentes a la vida de las personas, y por lo tanto en la venta de medicamentos o
productos sanitarios que vayan en contra de la vida, como son el aborto, la
anticoncepción y cuestiones relacionadas con el embrión. Pero quizás esta cuestión
puede ir más allá, en el supuesto, por ejemplo de la venta de unas simples aspirinas, ya
que estas pueden ser empleadas por una persona para suicidarse, y lo mismo puede
suceder con otra serie de medicamentos o productos sanitarios.

Aunque en un principio esta objeción de conciencia pueda parecer limitada, tiene mucha
más trascendencia de lo que se pudiera pensar, ya que existen otra serie de personas a
las que les afecta también la objeción de conciencia farmacéutica pero no desde el
punto de vista del farmacéutico titular de una farmacia, que es quizás la figura que
podría plantear menos problemas, nos referimos aquí a personas como el mancebo, o
incluso el farmacéutico asalariado, el que está en un hospital, el investigador, el que
trabaja en una industria, etc.

Este tipo de personas tienen en común que el trabajo que realizan no lo hacen por
cuenta propia y por lo tanto en el supuesto de que exista una objeción de conciencia, se
puede ver en los siguientes supuestos: que el farmacéutico esté de acuerdo en su
objeción de conciencia y la comparta, en cuyo caso no supondría ningún problema; que
el farmacéutico no esté de acuerdo con la objeción pero que respete su opción; y el
último supuesto que el farmacéutico no esté de acuerdo con la objeción y el mancebo
sea despedido de su trabajo. Similares problemas se plantearían en el caso de las
personas que anteriormente hemos mencionado, y en la mayoría de los casos tendría
que ser el tribunal competente el que resolviera estas controversias que se pudieran
plantean.

1.2. Análisis legislativo

Por lo que se refiere al ámbito legislativo, se hace necesario pasar a enumerar las
distintas disposiciones que se encuentran tanto directa como indirectamente
relacionadas con la objeción de conciencia farmacéutica.

a) La Constitución en su artículo 43 “reconoce el derecho a la protección de la salud”,


y determina que es competencia de los poderes públicos organizar y tutelar la salud
pública por medio de las medidas preventivas y de las prestaciones y servicios
necesarios.

b) Con carácter más específico, el Código de Ética y Deontología de la Profesión


Farmacéutica, aprobado después de diversos intentos y modificaciones, por la Asamblea
de Colegios, el 14 de diciembre de 2000, hace alusión expresa a la objeción de
conciencia en su artículo 28 donde se dice: “La responsabilidad y libertad personal del
farmacéutico le faculta para ejercer su derecho a la objeción de conciencia respetando
la libertad y el derecho a la vida y a la salud del paciente”. En su artículo 33, se
establece un compromiso por parte del Colegio profesional en relación con la objeción
de conciencia: “El farmacéutico podrá comunicar al Colegio de Farmacéuticos su
condición de objetor de conciencia a los efectos que considere procedentes. El Colegio le
prestará el asesoramiento y la ayuda necesaria”.

c) Ley 14/1986, de 25 de abril, general de sanidad , (BOE de 29 de abril), hace


alusión a “las oficinas de farmacia legalmente autorizadas y a los servicios de farmacia
de los hospitales, de los centros de salud y de las estructuras de atención primaria del
Sistema Nacional de Salud para su aplicación dentro de dichas instituciones o para los
que exijan una particular vigilancia, supervisión y control del equipo multidisciplinario de
atención a la salud”, determinando a quienes les corresponde su custodia, conservación
y dispensación de medicamentos. “Las oficinas de farmacia estarán sujetas a la
planificación sanitaria en los términos que establezca la legislación especial de
medicamentos y farmacias”(artículo 103.1 ).
d) Otra norma que también es de aplicación a este caso, es la Ley 25/1990, de 20 de
diciembre, del medicamento (BOE de 22 de diciembre). En esta ley, en su artículo 1
dedicado a su ámbito de aplicación, se regula todo lo referente a los medicamentos,
su fabricación, elaboración, control de calidad, dispensación, prescripción, etc...

El farmacéutico que presta sus servicios en una oficina de farmacia, se encuentra


sometido a una serie de normas entre las que se encuentra esta disposición. En este
sentido, en la exposición de motivos de la ley se dice que: “la regulación jurídica de los
medicamentos no puede entenderse sin la correlativa regulación de aquellas personas
físicas o jurídicas que intervienen en una parte importante del proceso, en virtud del
cual los medicamentos producen su eficacia”.

En el caso de la objeción de conciencia farmacéutica tendríamos que delimitar los


supuestos en los cuales se puede llegar a alegar dicha objeción, y para ello debemos
partir de la distinción existente entre medicamento y producto sanitario, que lleva a
cabo la ley del medicamento, ya que la legislación impone unas obligaciones diferentes
para cada uno de ellos.

La ley en su artículo 8.1 dice qué se entiende por medicamento: “Toda sustancia
medicinal y sus asociaciones o combinaciones destinadas a su utilización en las
personas o en los animales que se presente dotada de propiedades para prevenir,
diagnosticar, tratar, aliviar o curar enfermedades o dolencias o para afectar a funciones
corporales o al estado mental. También se consideran medicamentos las sustancias
medicinales o sus combinaciones que pueden ser administrados a personas o animales
con cualquiera de estos fines, aunque se ofrezcan sin explícita referencia a ellos”.

Por otro lado el artículo 8.12 nos da una definición de producto sanitario: “Cualquier
instrumento, dispositivo, equipo, material u otro artículo, incluidos los accesorios y
programas lógicos que intervengan en su buen funcionamiento, destinados por el
fabricante a ser utilizados en seres humanos, sólo o en combinación con otros, con fines
de: diagnóstico, prevención, control, tratamiento o alivio de una enfermedad o lesión;
investigación, sustitución o modificación de la anatomía o de un proceso fisiológico; y
regulación de una concepción. Cuya acción principal no se alcance por medios
farmacológicos, químicos o inmunológicos, ni por el metabolismo, pero a cuya función
puedan concurrir tales medios”.

Esta distinción alcanza singular importancia debido a que en la ley que estamos
analizando se determina que las oficinas de farmacia están obligadas a dispensar o
suministrar los medicamentos que se les soliciten en las condiciones legales y
reglamentarias establecidas. En concreto en su artículo 3 se determina que: “Los
laboratorios, importadores, mayoristas, oficinas de farmacia de hospitales, centros de
salud y demás estructuras de atención a la salud están obligados a suministrar o a
dispensar los medicamentos que se les soliciten en las condiciones legal o
reglamentariamente establecidas”.

También se establece en la ley que “las oficinas de farmacia vienen obligadas a


dispensar los medicamentos que se les demanden tanto por los particulares como por el
Sistema Nacional de Salud en las condiciones reglamentariamente establecidas”(artículo
88.1d) 15) . En los supuestos que estamos analizando en la ley del medicamento, se
considera como una infracción grave “la negativa a dispensar medicamentos sin causa
justificada y la dispensación sin receta de medicamentos sometidos a esta modalidad de
prescripción” (artículo 108.2 b) 15) .

e) También existen determinadas disposiciones, de carácter autonómico, en las que se


reconoce la objeción de conciencia del farmacéutico. La Ley 4/1996, de 26 de
diciembre, de Ordenación del servicio farmacéutico de Castilla-La Mancha (BOE de 24
de febrero de 1997) en su artículo 17; Ley 8/1998, de 16 de junio, de ordenación
farmacéutica de la Comunidad Autónoma de La Rioja (BOE de 1 de julio de 1998), en su
artículo 5.10; Ley 5/1999, de 1 de mayo, de ordenación farmacéutica de Galicia (BOE
de 17 de junio), en su artículo 6; y la Ley de Cantabria 7/2001, de 19 de diciembre, de
ordenación farmacéutica de Cantabria (BOC de 27 de diciembre), en su artículo 3.2.

Después de esta exposición legislativa, podemos llegar a la conclusión de que los


farmacéuticos, no estarían obligados a dispensar productos sanitarios como por
ejemplo, preservativos, sondas, mascaras de oxigeno, etc..., y que por lo tanto en estos
supuestos, en principio, no existe obligación legal, y por consiguiente no cabría alegar
objeción de conciencia en base a lo dispuesto en el artículo 3.1 del Código Civil , en el
que se determina cómo se debe llevar acabo la interpretación de las normas. Sólo
cabría la posibilidad de alegar objeción de conciencia en el supuesto de que existiera
desacuerdo a la hora de vender un determinado medicamento, en cuyo caso cabría la
posibilidad de alegar objeción de conciencia.

1.2.1. Las competencias en materia sanitaria

Habida cuenta que uno de los primeros casos de objeción de conciencia farmacéutica,
que se ha planteado a nivel colectivo, ha sido en la Comunidad Autónoma Andaluza, es
por lo que analizamos de forma pormenorizada el caso andaluz. Para ello se hace
necesario partir de la organización del sistema sanitario español, para poder determinar
cuales son las competencias de las comunidades autónomas y con ello precisar el origen
y el por qué de lo acaecido en Andalucía.

La Constitución española de 1978, como ya hemos visto, en su artículo 43 , reconoce


el derecho de protección de la salud, y determina también que “compete a los Poderes
públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las
prestaciones y servicios necesarios”. Se puede decir que en materia sanitaria la
Constitución ha optado por una profunda descentralización.

“De acuerdo con otro de los elementos del “bloque de constitucionalidad” que son los
Estatutos de Autonomía, los títulos sobre los que las Comunidades Autónomas tienen
competencias pueden agruparse en los siguientes aspectos: 1º.- La sanidad interior e
higiene (normalmente como competencia de desarrollo legislativo y ejecución de la
legislación básica del Estado). 2º.- La ordenación y establecimientos farmacéuticos
(también con el alcance del título anterior). 3º.- Los productos farmacéuticos
(solamente en cuanto a la ejecución de la legislación del Estado). 4º.- Las instituciones,
servicios sanitarios y coordinación hospitalaria”. (Sanz Larruga, F. J., “Las competencias
del Estado, comunidades autónomas y corporaciones locales en materia sanitaria”, en
AAVV, Lecciones de derecho sanitario, Servicio de publicaciones de la Universidad da
Coruña, Coruña, 1999, p. 123).

Con independencia de esta consideración, que nos sirve de punto de partida, en lo


referente a las comunidades autónomas y sus competencias sanitarias existen dos
categorías:

- Comunidades constituidas al amparo del artículo 151 de la Constitución y


asimiladas: País Vasco, Cataluña, Galicia, Andalucía, Navarra, Valencia y Canarias.

“Estas Comunidades Autónomas, de conformidad con lo previsto en sus Estatutos de


Autonomía, así como en la Ley Orgánica 11/1982, de 10 de agosto, de transferencias a
Canarias, tienen competencias en las siguientes materias: desarrollo legislativo y
ejecución de la legislación del Estado sobre productos farmacéuticos, así como el
desarrollo legislativo y la ejecución de la legislación básica del Estado en materia de
Seguridad Social, salvo las normas que configuran el régimen económico de la misma”
(García González-Posada, J., “La organización del sistema sanitario español”, en AAVV,
Lecciones de derecho sanitario, Servicio de publicaciones de la Universidad da Coruña,
Coruña, 1999, p. 42).
- Comunidades autónomas constituidas al amparo del artículo 143 de la Constitución :
Asturias, Cantabria, La Rioja, Murcia, Aragón, Castilla-La Mancha, Extremadura, Islas
Baleares, Castilla-León y Madrid.

Estas comunidades tienen competencia de desarrollo legislativo, así como de ejecución


de la legislación básica del Estado en materia de Sanidad e Higiene. De conformidad con
la Ley Orgánica 9/1992, de 23 de diciembre , que sería de aplicación a estas
comunidades autónomas, tienen transferida la competencia de ejecución en materia de
productos farmacéuticos (artículo 4 g) de la Ley Orgánica ).

“Por ello, la diferencia fundamental con las otras Comunidades Autónomas es que las
mismas carecen de competencias en materia de Seguridad Social, por lo que no pueden
asumir las funciones y servicios del Instituto Nacional de la Salud” (García González-
Posada, J., “La organización del sistema sanitario español”, en AAVV, Lecciones de
derecho sanitario, Servicio de publicaciones de la Universidad da Coruña, Coruña, 1999,
p. 43).

1.3. La objeción de conciencia farmacéutica en Andalucía

Una vez hechos estos planteamientos generales, y para poder explicar lo acaecido en
Andalucía, debemos partir del Real Decreto 2259/1994, de 25 de noviembre, por el que
se regulan los almacenes farmacéuticos y la distribución al por mayor de medicamentos
de uso humano y productos farmacéuticos , determina que corresponde a las
comunidades autónomas la elaboración de una lista de medicamentos que, teniendo en
cuenta las peculiaridades sanitarias de su territorio, se consideren necesarias para la
adecuada asistencia.

Actualmente esta materia se encuentra regulada en Andalucía por el Decreto 104/2001,


de 30 de abril, por el que se regulan las existencias mínimas de medicamentos y
productos sanitarios en las oficinas de farmacia y almacenes farmacéuticos de
distribución (BOJA de 31 de mayo). En este Decreto se determina que “las oficinas de
farmacia establecidas en Andalucía deberán contar con las existencias mínimas de
medicamentos y productos sanitarios que figuran en el Anexo al presente Decreto”
(artículo 2).

Posteriormente, la Consejería de Salud de la Comunidad Autónoma Andaluza promulgó


la Orden de 1 de junio de 2001, por la que se actualiza el contenido del Anexo del
Decreto 104/2001, de 30 de abril, por el que se regulan las existencias mínimas de
medicamentos y productos sanitarios en las oficinas de farmacia y almacenes
farmacéuticos de distribución (BOJA de 2 de junio de 2001), para actualizar el contenido
del anexo antes mencionado. Esta Orden es la que ha ocasionado todo el problema y la
polémica que vamos a analizar, en tanto que añade los siguientes productos,
Levonorgestrel y preservativos.

En el único artículo de esta orden se dice: “... se actualiza mediante la incorporación de


los medicamentos productos siguientes: Grupo terapéutico GO3A3 Progestágenos solos.
Principio activo Levonorgestrel 0,750 mg. Vía de administración: Oral. Núm. envases: 3.
Producto sanitario: Preservativos. Descripción: Látex. Núm. envases: 4 envases.

La objeción de conciencia que se plantea, es la referente a la tenencia y venta en


farmacias de Levonorgestrel, conocido con el nombre de píldora del día después, en
base a que se cumplen las premisas necesarias para que se dé dicha objeción de
conciencia, a saber, de un lado personas que la pueden considerar como una píldora
abortiva, y por lo tanto va en contra de la vida, y de otra la existencia de una norma
que obliga a su cumplimiento.

Al tratarse de un fármaco, que tiene que ser dispensado bajo receta médica, el
farmacéutico no puede, en principio, negarse a venderlo al paciente, puesto que
intervendría en un acto médico y podría perjudicar al enfermo, y por lo tanto la cuestión
a dilucidar es si existe en el caso de la píldora del día después causa justificada o no
(artículo 108.2 b) 15 ).

Ante esta situación, ya se han comenzado a llevar a cabo llamamientos en contra de


este medicamento, como el de la Asociación Provida de Andalucía que recomienda a los
farmacéuticos españoles la objeción de conciencia para no dispensar la píldora
postcoital o píldora del día después, puesto que la consideran como inmoral, y va en
contra del derecho a la vida; o el caso de la Asamblea Plenaria de la Conferencia
Episcopal Española que también ha invitado a los médicos y farmacéuticos a hacer
objeción de conciencia ante la aprobación de la comercialización de la citada píldora,
puesto que va en contra de la defensa de la vida, y se trata de un fármaco que no sirve
para curar ninguna enfermedad, sino para acabar con la vida incipiente de un ser
humano, e incluso el Vaticano ha pedido a los farmacéuticos que no distribuyan el
citado fármaco.

La Agencia Española del Medicamento creada por la Ley 66/1997, de 30 de diciembre


, es un organismo autónomo, con personalidad jurídica diferenciada y plena capacidad
de obrar, y adscrito al Ministerio de Sanidad y Consumo. Este organismo que es el que
garantiza que los medicamentos autorizados en España respondan a criterios de
calidad, seguridad y eficacia, autorizó la comercialización en España de este fármaco en
marzo de 2001.

Por lo que se refiere a la objeción de conciencia el Consejo General de Colegios de


Farmacéuticos determina que no se puede obligar a los farmacéuticos a dispensar la
píldora del día después, si esgrimen para ello problemas de conciencia.

Problemas entre los que se encuentra el supuesto de que en un determinado lugar


exista un único farmacéutico, y éste se niegue a dispensar la píldora del día después. En
este caso, si una mujer necesita obtener un medicamento específico, primaría su
derecho al acceso al sistema del cuidado de la salud, sobre el derecho que tiene el
farmacéutico a rehusar, puesto que pertenece a una profesión dedicada a la salud. Este
supuesto nos hace plantearnos que a la hora de hablar de objeción de conciencia, se
tienen que ponderar una serie de valores, derechos y obligaciones, y que sería muy
difícil buscar una norma común.

Frente a esta casuística están las actuaciones judiciales, que ya se han comenzado a
llevar a cabo, y que pasaremos a narrar a continuación. Un farmacéutico granadino, por
razones de conciencia, mostró su disconformidad ante la Orden de la Junta de Andalucía
-a la que antes hemos hecho alusión- en virtud de la cual en su farmacia tiene que
tener y vender, en su caso, el medicamento conocido con el nombre de píldora del día
después. Dicho farmacéutico interpuso un recurso contencioso-administrativo ante el
Tribuna Superior de Justicia de Andalucía.

Posteriormente, una serie de farmacéuticos granadinos, a los que se han ido uniendo
farmacéuticos y médicos tanto andaluces como de otros puntos de España, han creado
la Asociación Nacional de Ética Sanitaria. Esta Asociación pretende fijar criterios que
permitan clarificar y definir su situación jurídica, sus derechos y obligaciones, y también
defender su derecho a no vender o dispensar la píldora del día después.

Por lo que se refiere al recurso planteado por el farmacéutico granadino, hay que decir
que en una primera fase de este procedimiento, se procedió a dictar un Auto de fecha
12 de noviembre de 2001, en el que se acuerda suspender el acto administrativo, que
obligaba a dispensar el citado medicamento, por lo tanto no afecta a aquellos
farmacéuticos que quieran de forma voluntaria dispensar el citado fármaco.

Esta medida cautelar no afecta a los hospitales y centros de salud en los que se
continuará dispensando de forma gratuita el citado medicamento; pero es que además,
mediante este recurso, no se pretende prohibir que se dispense la píldora del día
después sino salvaguardar el derecho a la objeción de conciencia y con ello la libertad
de dispensar o no dependiendo de las convicciones de cada farmacéutico.

Posteriormente, la Sala de lo Contencioso-Administrativo, del Tribunal Superior de


Justicia con sede en Granada, en Sentencia de 30 de julio de 2002, decide en su fallo,
“inadmitir el recurso contencioso-administrativo”, basándose en que “el recurrente no
tiene condición de titular o cotitular de oficina de farmacia alguna en el territorio
autonómico andaluz; ni ejerce cargo de responsabilidad alguna en almacén
farmacéutico de distribución (según certificados acreditativos expedidos por las
correspondientes Delegaciones Provinciales, de cada una de las provincias andaluzas);
no ha presentado facturación alguna por las recetas oficiales dispensadas, según
certificado expedido por el Subdirector de prestaciones del SAS; y se encuentra
colegiado en el Colegio Oficial de Farmacéuticos de la provincia de Jaén en la modalidad
de no ejerciente” (Fundamento de Derecho 4º).

2. Objeción de conciencia a la eutanasia

2.1. Introducción

La eutanasia, que en la antigüedad significaba una muerte dulce sin sufrimientos


atroces, la podríamos definir como el hecho de provocar una muerte, de forma fácil y
sin dolores a un paciente que está próximo a morir por causa de una enfermedad
terminal, o bien a un paciente que por sus circunstancias no soporta seguir viviendo
ante una enfermedad incurable, ya sea avanzada o no, o en situaciones de agonía.

Existen distintas formas de eutanasia, aunque todas tienen el mismo denominador


común, el terminar con la vida del sujeto paciente:

- Eutanasia directa, cuando se produce la muerte por medio de una intervención


adecuada, por ejemplo, mediante la administración de un determinado medicamento, y
previa petición del enfermo. Lo que pretende el paciente es su propia muerte, pero
administrada por tercera persona, por lo tanto estaríamos ante un suicidio por parte del
enfermo que lo solicita y un homicidio por parte del médico o personal sanitario que lo
lleva a cabo.

- Eutanasia indirecta consistente en disminuir los sufrimientos del paciente, y por lo


tanto un acortamiento en su vida.

- Distanasia que supondría no aplicar medios desproporcionados para prolongar de


forma artificial la vida del enfermo en supuestos de enfermedades consideradas como
irreversibles. Aquí estaríamos hablando de no llevar a cabo operaciones quirúrgicas,
amputaciones de órganos vitales, o incluso la aplicación de oxigeno. La distanasia se
puede considerar como un asunto éticamente resuelto, en tanto que el paciente tiene el
derecho de prescindir de medidas o medios desproporcionados para alargar su vida, y
por lo tanto no se podría hablar de una conducta omisiva.

Centrándonos en la cuestión objeto de nuestro estudio la objeción de conciencia a la


eutanasia, tendría un planteamiento muy similar al de la objeción de conciencia al
aborto, ya que nos encontraríamos, de un lado con el sujeto paciente, que reclama la
eutanasia, y de otro el personal sanitario que se niega a practicar dicho acto. Sólo se
diferencia del aborto, en tanto que éste está permitido en determinados supuestos, y la
eutanasia no.

Por este motivo como posible solución a este problema, en España se ha regulado la
figura del testamento vital, que supone –como veremos más adelante- poder decidir
sobre los tratamientos que se quieren o no recibir, y en algunos países como es el caso
de Holanda y Bélgica, se opta por despenalizar la eutanasia en determinados supuestos,
en base al derecho que tiene el paciente de una muerte digna.

2.2. Análisis legislativo de su tratamiento en el derecho español

En el derecho español, como norma general, debemos partir de la base de que se trata
de un derecho que no se reconoce ya que en las principales normas lo que se pretende
hasta el momento es proteger el derecho a la vida y a la salud, con lo que en cierto
modo se iría en contra de la eutanasia.

El primer texto al que tenemos que hacer referencia es la Constitución que por un lado
en su artículo 15 , reconoce como derecho fundamental el derecho a la vida, y por lo
tanto no es disponible ni renunciable, y por otro en su artículo 43 reconoce el derecho
a la protección de la salud.

Otro texto en el que se protege la vida es en la Declaración Universal de Derechos


Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre
de 1948, en su artículo 3 , donde se determina que el individuo tiene -entre otros
derechos- derecho a la vida.

Desde un punto de vista más específico se hace necesario destacar lo dispuesto en las
siguientes disposiciones que vuelven a tener como denominador común la protección de
la salud y de la vida:

- Ley Orgánica 10/1995, del Código Penal, de 23 de noviembre (BOE de 24 de


noviembre). En esta disposición en su artículo 143.4 se regula la figura de la
eutanasia, en los supuestos de “causar” y “cooperar activamente con actos necesarios y
directos a la muerte de otro”, con la particularidad de que aunque se produce una
atenuación de la pena, se continúa regulando este tipo de conducta.

- La Ley 14/1986, General de Sanidad, de 25 de abril (BOE de 29 de abril) , que tiene


por objeto la regulación general de todas las actuaciones que permitan hacer efectivo el
derecho a la protección de la salud reconocido en la Constitución.

- En el Código de Ética y Deontología Médica española de 1990 (aprobado por el


Consejo General de Colegios de Médicos de la OMC), en su artículo 28.2 se determina
que: “En caso de enfermedad incurable y terminal, el médico debe limitarse a aliviar los
dolores físicos y morales del paciente, manteniendo en todo lo posible la calidad de una
vida que se agota y evitando emprender o continuar acciones terapéuticas sin
esperanza, inútiles u obstinadas”.

Dentro de los principios generales que consagra, establece el respeto a la vida y la


dignidad de la persona y el cuidado de la salud de individuo y de la comunidad como
deberes primordiales del médico (artículo 4).

- Código Internacional de ética médica, que fue adoptado en Londres en 1949, y en el


que se establecen cuales son las obligaciones de los médicos; así como sus deberes
hacia los enfermos, entre los que se encuentra el deber de preservar la vida humana; y
los deberes de los médicos entre sí.

Por lo que se refiere a la eutanasia en sí, se trata de una cuestión que en todas sus
formas, y como norma general, no se reconoce en España. Si han existido iniciativas -
en un primer momento por parte de determinadas comunidades autónomas, y
posteriormente por parte del Estado- para permitir que una persona pueda decidir si se
le practica o no una determinada operación, o si quiere seguir o no un determinado
tratamiento, o incluso dejarlo morir dignamente, es lo que se conoce con el nombre de
testamento vital. Lo indicado, anteriormente, podría suponer, de un lado una iniciativa
encaminada al reconocimiento de la eutanasia, aunque con ciertas limitaciones, y de
otro el que comiencen a plantearse supuestos de objeción de conciencia.

El testamento vital, documento de voluntades anticipadas o consentimiento previo lo


podemos definir como un documento en el que el interesado expresa su voluntad sobre
los tratamientos que desea, o no, recibir en caso de padecer una enfermedad
irreversible o terminal, nos estaríamos refiriendo aquí a no alargar la vida
innecesariamente, no utilizar medidas desproporcionadas, etc.

Antes de comenzar a analizar las distintas comunidades autónomas que han


desarrollado esta figura conviene hacer alguna referencia a la Ley 41/2002, de 14 de
noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones
en materia de información y documentación clínica (BOE de 15 de noviembre). En
virtud de esta ley, el Estado entre otras cuestiones regula la figura del testamento vital
(artículo 1 , 8, 9, 10 y 11 ), con la particularidad de que no suponen una novedad,
ya que algunas comunidades autónomas con anterioridad ya han regulado esta ley de
forma muy similar a como lo hace el Estado. Quizás un aspecto interesante que
debemos tener en cuenta es lo dispuesto en el artículo 11.5 , donde se prevé “de
acuerdo con lo dispuesto en la legislación de las respectivas Comunidades Autónomas”,
la creación de un Registro nacional de instrucciones previas, que se “regirá por las
normas que reglamentariamente se determinen”. También debemos de tener en cuenta
lo dispuesto en su Disposición adicional primera en la que se determina que “Esta ley
tiene la condición de básica, de conformidad con lo establecido en el artículo 149.1.1ª y
16ª de la Constitución ” y continua diciendo “El Estado y las Comunidades Autónomas
adoptarán en el ámbito de sus respectivas competencias, las medidas necesarias para la
efectividad de esta ley”.

Las comunidades autónomas que, por ahora, han creado esta figura del testamento
vital son Cataluña, Galicia, Extremadura, Madrid, Aragón, La Rioja, Navarra, País Vasco,
Cantabria, Valencia, Islas Baleares, Castilla-León y Andalucía. Estas leyes, que vamos a
estudiar de forma pormenorizada, tienen una gran similitud en cuanto a su contenido, y
apenas existen diferencias.

A. Cataluña

La Comunidad Autónoma Catalana, puede ser considerada como la pionera en esta


materia, incluso en el Código Deontológico Médico Catalán de 1997, ya se hacía alusión
a esta cuestión con carácter general en su artículo 57 donde se dice: “... el enfermo
tiene derecho a rechazar el tratamiento para prolongar la vida...”.

En Cataluña, se ha dado un primer paso, que algunos lo han considerado como muy
importante, a la hora de legalizar la eutanasia, es la Ley 21/2000, de 29 de diciembre,
sobre los derechos de información concernientes a la salud y la autonomía del paciente,
y la documentación clínica (DOGC de 11 de enero de 2001), por la que se crea la
figura del testamento vital.

El objeto de la Ley Catalana es determinar el derecho del paciente a la información


concerniente a la propia salud, a su autonomía de decisión, así como la regulación de la
historia clínica de los pacientes y de los servicios sanitarios (artículo 1 ). También se
desarrollan los distintos derechos que tienen los ciudadanos en el ámbito sanitario,
entre estos derechos se encuentra el derecho a la información asistencial (capítulo II
), derecho a la intimidad (capítulo III ), derecho a la autonomía del paciente (capítulo
IV ) y derecho en relación con la historia clínica (capítulo V y VI ).

Pero quizás lo más novedoso de esta ley es que establece la posibilidad de llevar a cabo
lo que se conoce con el nombre de testamento vital, y que la ley denomina como
documento de voluntades anticipadas. Es el documento, dirigido al médico responsable,
en el cual una persona mayor de edad, con capacidad suficiente y libremente, expresa
las instrucciones a tener en cuenta cuando se encuentre en una situación en que las
circunstancias que concurran no le permitan expresar personalmente su voluntad, es
decir supondría el poder elegir los tratamientos que se desea recibir, o no, en supuestos
de incapacidad para prestar su consentimiento. En este documento, la persona puede
también designar un representante, que es el interlocutor válido y necesario con el
médico o el equipo sanitario, para que la sustituya en el caso de que no pueda expresar
su voluntad por sí misma.

Se establece como requisito para poder someterse a lo preceptuado por esta ley, el
tener constancia fehaciente de que este documento ha sido otorgado en las condiciones
que la propia ley determina.

La ley establece dos formas para poder llevarlo a cabo: una ante notario en cuyo caso
no es necesaria la existencia de testigos, u otra ante tres testigos mayores de edad y
con plena capacidad de obrar, de los cuales dos, como mínimo, no deben tener relación
de parentesco hasta el segundo grado ni estar vinculados por relación patrimonial con el
otorgante.

En lo referente a su contenido, no se pueden tener en cuenta voluntades anticipadas


que incorporen previsiones contrarias al ordenamiento jurídico o a la buena práctica
clínica, o que no se correspondan exactamente con el supuesto de hecho que el sujeto
ha previsto en el momento de emitirlas.

Las voluntades anticipadas, deben ser entregadas por la persona que las ha otorgado,
sus familiares o su representante, en el centro sanitario donde la persona sea atendida
para ser incorporadas a la historia clínica del paciente (artículo 8 ). Los testamentos
vitales son de obligado cumplimiento para los médicos, si se han cumplido todas las
exigencias señaladas por la ley.

Al objeto de completar lo expuesto en esta disposición que ya hemos comentado, se


crea el registro de voluntades anticipadas (Decreto 175/2002, de 25 de junio, por el que
se regula el registro de voluntades anticipadas) (DOGC de 27 de julio), “que tiene que
cumplir dos finalidades: una, de recopilación y custodia de los documentos emitidos, así
como de sus modificaciones y revocación, en su caso; y, otra, de publicidad restringida
a las personas profesionales, de forma que facilite la consulta ágil y rápida de la
voluntad de la persona otorgante en aquellos supuestos que prevé la ley” (Preámbulo
del Decreto).

Este registro se encuentra “adscrito a la Dirección General de Recursos Sanitarios del


Departamento de Sanidad y Seguridad Social, en el que, a solicitud de la persona
otorgante, se inscriben los documentos de voluntades anticipadas, independientemente
de que se hayan emitido ante notario o notaria o de testigos” (artículo 1).

Por lo que se refiere al procedimiento de inscripción, hay que decir que éste se inicia
mediante solicitud del otorgante (artículo 3) y concluye con la inscripción en el citado
registro, siempre y cuando se cumplan todas las formalidades legalmente establecidas
para poder otorgar este documento (artículo 4). La ley también prevé la posibilidad de
que se pueda revocar este documento ya sea de forma parcial o total (artículo 7).

Otros aspectos interesantes que también son tratados en esta disposición son: la
creación de un fichero automatizado y la determinación de quien puede tener acceso al
registro (artículo 6).

B. Galicia

Mediante la Ley 3/2001, de 28 de mayo, reguladora del consentimiento informado y de


la historia clínica de los pacientes (BOE de 3 julio), y como dice su exposición de
motivos “se pretende hacer efectivo un derecho ya existente del paciente a ser dueño
de su destino”.

A lo largo de los artículos de esta ley, se establece y regula el consentimiento


informado, su concepto, su ámbito, quien tiene que dar esa información, a quien la da,
cómo, el contenido del documento, excepciones, límites, con lo que estamos ante una
materia que no deja nada al azar y que se encuentra regulada con precisión, aspectos
todos estos referentes a lo que la ley denomina consentimiento informado, y también se
regula todo lo referente a la historia clínica de los pacientes.

La ley define qué se entiende por documento de voluntades anticipadas, y dice que: “es
el documento en el cual una persona mayor de edad, con capacidad suficiente y
libremente, expone las instrucciones que se deben tener en cuenta cuando se encuentre
en una situación en la que las circunstancias que concurran no le permitan expresar
personalmente su voluntad” (artículo 5.1). Esta definición que da la ley es muy similar a
la dada por la ley catalana, y pone de manifiesto los requisitos necesarios para poder
realizar este documento el ser mayor de edad, y el tener capacidad suficiente y libre.

Al igual que sucedía en el caso catalán el procedimiento para poderlo llevar a cabo es o
bien ante notario, en cuyo caso no son necesarios testigos, o bien ante tres testigos que
tienen que ser mayores de edad, con plena capacidad de obrar y de los cuales dos -
como mínimo- no podrán tener relación de parentesco hasta el segundo grado ni estar
vinculados por relación patrimonial con el otorgante (artículo 5.2).

Como límite se establece que no se trate de voluntades anticipadas que incorporen


previsiones contrarias al ordenamiento jurídico, o a la buena práctica clínica, o que no
corresponda exactamente con lo expresado en el momento de emitir la voluntad
anticipada (artículo 5.3). Esto supondría que el individuo puede elegir libremente los
medios terapéuticos que desee, pero no puede incluir en su demanda la eutanasia,
puesto que por un lado se trataría de algo ilegal, y por otro contrario -como ya hemos
visto- a los principios de la buena práctica médica.

La persona que lo otorga, sus familiares o su representante, harán llegar este


documento al centro sanitario donde la persona esté hospitalizada, y se incorporará a la
historia clínica del paciente (artículo 5.4).

La ley establece también la posibilidad de que se pueda otorgar este documento de


voluntades anticipadas por sustitución en dos supuestos: de un lado cuando el paciente
esté circunstancialmente incapacitado para tomar decisiones, en cuyo caso
corresponderá a sus familiares y en su defecto a las personas a él allegadas; y de otro
cuando el paciente sea un menor de edad o incapacitado legal, en cuyo caso el derecho
corresponde a su padre, madre o representante legal, que deberá acreditar que está
legalmente habilitado para tomar decisiones que afecten a la persona del menor o
incapaz (artículo 6).

C. Extremadura

En la Comunidad Autónoma Extremeña también se ha regulado la posibilidad de llevar a


cabo un testamento vital. La principal diferencia con las otras dos comunidades
autónomas es que la regulación no se hace mediante una ley específica, sino en un
único artículo de la Ley 10/2001, de 28 de junio, de salud de Extremadura (BOE de
25 de julio).

Esta ley -como veremos a continuación- se podría calificar como una fiel copia del
documento de voluntades anticipadas llevado a cabo tanto por Cataluña y Galicia, no
solo desde el punto de vista de su estructura, sino también desde el punto de vista de
su contenido. La única diferencia existente entre estos textos es que en el caso de
Extremadura la regulación de todo lo concerniente al testamento vital o documento de
voluntades anticipadas -como lo denomina la ley- se lleva a cabo sólo y exclusivamente
en un único artículo, en el que se contiene su definición, requisitos, límites, y forma de
llevarlo a cabo.

En el artículo 11.5 de la Ley de Salud de Extremadura se reconoce el derecho a la


expresión de anticipada de voluntades. Al igual que en las leyes anteriores se nos da
una “definición de la expresión anticipada de voluntades el documento dirigido al
médico responsable en el que una persona mayor de edad, con capacidad legal
suficiente y libremente, manifiesta las instrucciones a tener en cuenta cuando se
encuentre en una situación en que las circunstancias que concurran no le permitan
expresar personalmente su voluntad. Este documento podrá incluir la designación de un
representante que será interlocutor válido del equipo sanitario” (artículo 11.5 a) ).

También en este documento se determina los requisitos necesarios para que se pueda
llevar a cabo dicho documento, siendo estos los mismos que se exigen tanto en el caso
catalán como en el gallego, el ser mayor de edad, el tener capacidad, y actuar de forma
libre.

En lo referente a la forma de llevarlo a cabo, esta ley no añade nada nuevo y establece
al igual que sucede en los dos casos que hemos comentado anteriormente, la
posibilidad de realizarlo ante notario o bien ante tres testigos mayores de edad, con
plena capacidad de obrar y sin relación de parentesco hasta el segundo grado ni
vinculados por relación patrimonial con el otorgante (artículo 5.11 c) ).

Por lo que se refiere a los límites, también vuelve a establecer los mismos, que no se
trate de voluntades anticipadas “que incorporen previsiones contrarias al ordenamiento
jurídico, o que no se correspondan con el supuesto de hecho que se hubiera previsto en
el momento de emitirlas” (artículo 5.11 d) ).

Este documento deberá ser entregado, bien por su otorgante, bien por sus familiares o
representantes, en el centro sanitario donde el paciente sea atendido o incorporado a su
historia clínica (artículo 5.11 e) ).

D. Madrid

En la Ley 12/2001, de 21 de diciembre, de Ordenación Sanitaria de la Comunidad de


Madrid (BOE de 5 de marzo de 2002), que tiene por objeto la ordenación sanitaria en
la comunidad (artículo 1 ), se procede a regular entre los derechos y deberes de los
ciudadanos (Título IV ) la figura del testamento vital.

Al desarrollo de la figura del documento de instrucciones previas, que así es como lo


denomina la ley, sólo se dedica el artículo 28 (instrucciones previas). En él se establece
la posibilidad de que los pacientes mayores de edad, con capacidad y de forma libre,
tienen derecho a que se tenga en cuenta sus deseos o bien a que otra persona los
represente ante el médico responsable.

Al igual que en el resto de leyes que estamos comentando se establece como límite que
no vayan en contra del ordenamiento jurídico y se añade además la ética profesional. Y
en lo referente a la forma de llevarlo a cabo esta ley sólo se limita a decir que se debe
realizar por escrito de forma que quede constancia fehaciente, con lo que -desde mi
punto de vista- podría ser de aplicación lo dispuesto en las leyes que ya hemos
comentado, es decir la posibilidad de llevarlo a cabo ante notario o ante testigos.

Este documento debe ser entregado por los pacientes, familiares o representantes en el
centro asistencial en el que la persona sea atendida, y “el médico responsable deberá
dejar constancia en la histórica clínica de cuantas circunstancias se produzcan en el
curso de la asistencia en relación con el documento de instrucciones previas” (artículo
28 ).
E. Aragón

La Ley 6/2002, de 15 de abril, de Salud de Aragón (BOE de 21 de mayo), incluye


entre sus novedades el denominado testamento vital y regula las actuaciones que
permiten a la comunidad hacer efectivo el derecho a la protección de la salud.

En su Título III (De los derechos de información sobre la salud y la autonomía del
paciente), y más concretamente en su Capítulo III (Del respeto al derecho a la
autonomía del paciente) se regula esta figura. El documento de voluntades anticipadas,
que es como lo denomina la ley, se define como: “el documento dirigido al Médico
responsable en el que una persona mayor de edad, con capacidad legal suficiente y
libremente, manifiesta las instrucciones a tener en cuenta cuando se encuentre en una
situación en que las circunstancias que concurran no le permitan expresar
personalmente su voluntad” (artículo 15.1 ). Otra vez se vuelven a reiterar los
requisitos y circunstancias exigidas en todas las leyes que estamos estudiando.

También se establece la posibilidad de llevarlo a cabo ante notario, o bien ante tres
testigos que tienen que ser mayores de edad y de los cuales dos, como mínimo, “no
pueden tener relación de parentesco hasta el segundo grado ni estar vinculados por
relación patrimonial con el otorgante” (artículo 15.2 b) ).

En lo que se refiere a los límites se establece que en los documentos no se “incorporen


previsiones contrarias al ordenamiento jurídico o a la buena práctica clínica, o que no se
correspondan exactamente con el supuesto de hecho que se hubiera previsto en el
momento de emitirlas” (artículo 15.3 ).

Este documento debe ser entregado, bien por el paciente, bien por sus familiares o
representantes, en el centro sanitario donde sea atendida esa persona (artículo 15.4
).

Además, como novedad, los centros hospitalarios contarán con una comisión encargada
de valorar el contenido de las voluntades y se creará un registro de voluntades
anticipadas, que dependerá del Servicio Aragonés de Salud (artículo 15.5 y 6 ).

Posteriormente, por medio del Decreto 100/2003, de 6 de mayo (BOA de 28 de


mayo), se aprueba de forma pormenorizada -mediante un anexo- el Reglamento por el
que se regula la organización y funcionamiento del Registro de Voluntades Anticipadas,
y por lo tanto se desarrolla lo establecido en el artículo 15 de la Ley que acabamos de
comentar.

En el Capítulo I de este anexo, denominado “Voluntades Anticipadas”, se regulan de


un lado, el concepto, capacidad de otorgamiento, formalización, lugar de presentación,
que ya han sido tratados en la ley de salud de Aragón a la que antes hemos hecho
referencia, y de otros aspectos como las comisiones de valoración y la revocación del
documento de voluntades anticipadas, que constituyen una novedad.

Por lo que se refiere a las comisiones de valoración se determina que “en los centros
sanitarios asistenciales de Aragón se constituirá una Comisión encargada de valorar los
Documentos de Voluntades Anticipadas de que tuvieran conocimiento”. Esta comisión
estará formada por tres miembros -nombrados por el director del centro sanitario- de
los cuales al menos uno poseerá formación en bioética clínica y otro licenciado en
derecho o titulado superior con conocimientos acreditados de legislación sanitaria. “La
función de estas comisiones será la valoración de los Documentos de Voluntades
Anticipadas que se presenten en los Centros Sanitarios o que les sean remitidos por le
Registro de Voluntades Anticipadas”. La comisión valorará el contenido del documento,
si vulnera la legislación vigente, la ética médica, la buena práctica clínica, si se
corresponde con el supuesto de hecho previsto en el momento de emitirlo, en caso
contrario no será tenido en cuenta (artículo 5 del anexo ).
También se regula la revocación del documento de voluntades anticipadas (artículo 6
del anexo ). Para ello se establece que “podrá revocarse con los mismos requisitos
exigidos para su otorgamiento, en cualquier momento, pudiendo ser la revocación pura
y simple o bien total por sustitución por otro o parcial”. Si se otorga con posterioridad a
otro, se establece, que revoca el anterior. Esta revocación se comunicará al Registro de
voluntades anticipadas para su anotación.

En el Capítulo II se regula el “Registro de Voluntades Anticipadas”. Se trata de un


órgano administrativo dependiente del Servicio Aragonés de Salud, en el que se
inscriben los documentos de voluntades anticipadas al objeto de garantizar su
conocimiento por los centros asistenciales, y cuya regulación se lleva a cabo en este
reglamento (artículo 7 ).

Las funciones de este registro son las siguientes: inscribir los documentos de voluntades
anticipadas; facilitar a los centros asistenciales los documentos de voluntades
anticipadas que hayan sido inscritos para su estudio por la comisión de valoración y su
posterior incorporación a la historia clínica, así como facilitar el acceso y la consulta a
los profesionales sanitarios; la coordinación de este registro con el registro nacional de
voluntades anticipadas.

El procedimiento de inscripción se llevará a cabo por parte del otorgante, sus familiares,
sus allegados o su representante legal, cumplimentando la solicitud de instancia que
figura en el anexo I de este reglamento , en el supuesto de que el citado documento
hubiera sido otorgado en documento privado ante tres testigos, deberá acompañarse el
documento original y fotocopia del documento nacional de identidad o pasaporte del
otorgante y de cada una de las personas que interviene como testigo debidamente
compulsado, así como la declaración de éstos de estar incurso en ninguna de las
prohibiciones legales establecidas para ser testigos (artículo 9 ).

En el caso de que el documento de voluntades anticipadas se hubiese realizado ante


notario, bastará con que cualquier persona presente una copia autorizada del mismo. Si
en el documento no se establece la solicitud de inscripción, deberá ser el propio
otorgante quien presente el mismo para su inscripción en el registro, mediante una
copia autorizada, y la solicitud que figura en el anexo I de este reglamento .

Una vez presentada la inscripción en el registro, el responsable del registro deberá


comprobar que cumple los requisitos establecidos, tanto de legalidad para su
otorgamiento como para su inscripción, y podrá llevar a cabo todas las comprobaciones
que estime pertinentes. Si no reúnen los requisitos, se dará al interesado un plazo de
10 días para que los subsane, si no lo hace se procederá a su archivo sin más tramites.
Si en el plazo de tres meses desde la fecha de la recepción, no se ha dictado resolución
denegatoria, se considera acordada la inscripción en el registro. La denegación de
inscripción podrá ser objeto de recurso de alzada, ante el Director Gerente del Servicio
Aragonés de Salud.

También “se crea el fichero automatizado de datos de carácter personal del registro de
voluntades anticipadas. En el anexo II del presente Reglamento figura la descripción
de las principales características del mismo” (artículo 11 ). Entre estas podemos
destacar: facilitar el acceso de los profesionales sanitarios, el procedimiento de recogida
de datos, la estructura del fichero y la descripción de los datos de carácter personal,
cesión de datos, el órgano responsable.

Y por último, se regula quien puede tener acceso al registro de voluntades anticipadas.
En este sentido, se dice que puede tener acceso a este registro en cualquier momento
la persona otorgante o su representante legal para revisar el contenido del documento;
y en las situaciones en las que el paciente no pueda manifestar su voluntad, el médico
que le preste asistencia, deberá solicitar información al registro para conocer si el
paciente ha suscrito o no el documento de voluntades anticipadas. También se
determina que las personas que por razones laborales tengan acceso al registro, deben
guardar secreto.

F. La Rioja

La Comunidad Autónoma de La Rioja, también se ha unido a las comunidades


autónomas que han permitido y regulado la figura del testamento vital. Esta comunidad
ha seguido la modalidad de incluirla dentro de la Ley 2/2002, de 17 de abril, de Salud
(BOE de 3 de mayo).

Esta figura se encuadra en su Título II (Derechos y deberes de los ciudadanos), y en


concreto en su Capítulo I (Derechos de los ciudadanos en relación con la salud y la
atención sanitaria). En su artículo 6.5 es donde regula la figura del testamento vital,
aunque al igual que sucede en el resto de las comunidades autónomas recibe el nombre
de declaración de voluntades anticipadas.

La ley determina que el Sistema Público de Salud de La Rioja tiene la obligación de


respetar la voluntad de los mayores de edad y con plena capacidad de obrar, en “los
casos en que las circunstancias del momento le impidan expresarla de manera personal,
actual y consciente” (artículo 6.5 a) ).

“La voluntad anticipada debe formalizarse mediante documento notarial, en presencia


de tres testigos mayores de edad y con plena capacidad de obrar, de los cuales dos
como mínimo no deben tener con la persona que expresa la voluntad relación de
parentesco hasta el segundo grado ni relación laboral, patrimonial o de servicio, ni
relación de afectividad análoga a la conyugal” (artículo 6.5 b) ). En este sentido
tenemos que destacar que esta es una de las principales diferencias que se establecen
en relación con el resto de las leyes, puesto que como hemos visto aquí se exige a la
vez la presencia de un notario y tres testigos, aunando las dos formas previstas por las
distintas comunidades autónomas que estamos analizando.

A diferencia de lo que sucede en el resto de leyes que hemos visto hasta el momento,
se exige que para que este documento tenga eficacia deberá ser inscrito en el “registro
de voluntades adscrito a la consejería competente en materia de salud” (artículo 6.5 c)
), y que se regulará mediante reglamento.

G. Navarra

En esta Comunidad Autónoma también se ha regulado esta figura mediante una ley
específica, la Ley Foral 11/2002, de 6 de mayo, sobre los derechos del paciente a las
voluntades anticipadas, a la información y a la documentación clínica (BOE de 30 de
mayo; Corrección de errores BOE de 27 de junio).

En su Capítulo IV (Respeto al derecho a la autonomía del paciente y a su voluntad


expresada) se regula la figura del documento de voluntades anticipadas. Este
documento dirigido al médico responsable, puede ser llevado a cabo por personas
mayores de edad o por menores siempre y cuando se les reconozca capacidad, y será
de aplicación cuando los sujetos que lo han llevado a cabo se encuentren en una
situación que no les permita expresar personalmente su voluntad (artículo 9.1 ).

También se establece la posibilidad de designar representante para cuando el paciente


no pueda expresar su voluntad por si mismo, poner de manifiesto la voluntad de donar
ya sea de forma parcial o total los órganos para fines terapéuticos, docentes o de
investigación, en cuyo caso no será necesaria ninguna autorización (artículo 9.1 ).

El documento de voluntades anticipadas que debe ser respetado por los servicios
sanitarios puede realizarse ante notario, en cuyo caso no se necesitan testigos, o bien
ante tres testigos mayores de edad y con plena capacidad de obrar, y de los cuales dos
como mínimo no deben tener relación de parentesco hasta el segundo grado ni estar
vinculados por relación patrimonial con el otorgante (artículo 9.2 ).

Como límite se establece que “no se tendrán en cuenta las instrucciones que sean
contrarias al ordenamiento jurídico, a la buena práctica clínica, a la mejor evidencia
científica disponible o las que no se correspondan con el supuesto de hecho que el
sujeto ha previsto en el momento de emitirlas” (artículo 9.3 ).

Este documento deberá ser entregado por el paciente, por sus familiares o por su
representante en el centro sanitario donde la persona sea atendida, e incorporado a la
historia clínica del paciente (artículo 9.4 ).

Mediante el Decreto Foral 140/2003, se regula el registro de voluntades anticipadas


(BON de 30 de junio). El citado registro se encuentra adscrito a la Dirección General del
Departamento de Salud, y en el se procederá a inscribir los documentos de voluntades
anticipadas, independientemente de que hayan sido emitidos ante notario o ante
testigos.

Entre los objetivos de este registro se encuentra el recopilar y custodiar los documentos
que voluntariamente sean inscritos; y posibilitar el acceso y consulta de manera ágil y
rápida de los documentos inscritos.

Por lo que se refiere a su inscripción, esta se inicia mediante la solicitud de la persona


otorgante, presentando un escrito dirigido al Departamento de Salud. Si este
documento fue otorgado delante de testigos, junto con el escrito de solicitud deberá
presentar el documento original, y copia compulsada del documento nacional de
identidad o pasaporte del otorgante y de cada uno de los testigos. Si fue otorgado ante
notario, tiene que presentarse una copia autentica, acompañada de un escrito de
solicitud de inscripción.

El documento que se pretende inscribir tiene que tener necesariamente los siguientes
datos: nombre, apellidos, DNI, domicilio y teléfono del otorgante, de los testigos, y de
los representantes, en la declaración de voluntades anticipadas, también se podrá
indicar la condición de donante tanto de tejidos como de órganos.

El Departamento de Salud podrá autorizar o denegar la inscripción en el registro. En el


caso de denegación, esta tiene que ser motivada, en caso de que no se hayan
observado las formalidades legalmente establecidas para su otorgamiento.

Si el documento se ha otorgado ante notario, su inscripción se llevará a cabo de forma


automática, y si se ha realizado ante testigos, el responsable del registro comprobará la
edad del otorgante y de los testigos, que esté firmado por todos ellos, y el documento
que acredite la emancipación del otorgante, en su caso.

Una vez que se ha inscrito, el documento será incorporado al fichero automatizado


(anexo I). En este fichero se registrarán y archivarán todos los documentos de
voluntades anticipadas. Este fichero será utilizado por los profesionales o equipos
sanitarios responsables de la atención sanitaria de las personas.

Por lo que se refiere al acceso al registro de voluntades anticipadas, se determina que


podrá tener acceso la persona otorgante, los representantes que consten en el
documento registrado, el representante legal, el médico responsable o un miembro del
equipo médico que se encuentre prestando asistencia al otorgante (artículo 6). Las
personas que por motivos de trabajo tengan acceso al registro están obligadas a
guardar secreto.

El documento de voluntades anticipadas puede ser objeto de revocación, ya sea total o


parcial, por parte de la persona otorgante, en todo momento, y se deberá seguir el
mismo procedimiento que para su primera inscripción. En el caso de que se trate de una
modificación parcial, deberá especificarse de forma clara la modificación que se
pretende llevar a cabo (artículo 7).

H. País Vasco

Mediante la Ley 7/2002, de 12 de diciembre, de las voluntades anticipadas en el ámbito


de la sanidad (BOPV de 30 de diciembre) se regula en esta comunidad lo que se conoce
con el nombre de testamento vital.

El objeto de esta ley, es hacer efectivo en esta comunidad “el derecho de las personas a
la expresión anticipadas de sus deseos con respecto a ciertas intervenciones médicas,
mediante la regulación del documento de voluntades anticipadas en el ámbito de la
sanidad” (artículo 1).

Este documento puede ser llevado a cabo por “cualquier persona mayor de edad que no
haya sido judicialmente incapacitada para ello y actúe libremente”, y en el se detallarán
las instrucciones sobre el tratamiento que el médico o el equipo sanitario que lo atiende
tienen que aplicarle cuando se encuentre en una situación que le impida expresar su
voluntad (artículo 2.1). En lo referente al tratamiento en la ley se especifica que se
puede referir, tanto a una enfermedad como a una lesión que el otorgante ya padece o
podría padecer en un futuro, o incluso podría contener previsiones relativas a
intervenciones que desea recibir o no, o incluso cuestiones relativas al final de la vida
(artículo 2.4).

La ley faculta para que se pueda nombrar uno o varios representantes que actúen como
interlocutores válidos del médico o del equipo sanitario. Estos tienen que tener como
requisitos: ser mayores de edad; personas que no hayan sido incapacitados legalmente;
y además no ser notario, funcionario o empleado público encargado del registro vasco
de voluntades anticipadas, testigos ante los que se formalice el documento, personal
sanitario que debe aplicar las voluntades anticipadas, o personal de las instituciones que
financien la atención sanitaria de la persona otorgante (artículo 2.3).

El documento se formalizará por escrito, ya sea ante un notario; ante el funcionario o


empleado público encargado del Registro Vasco de Voluntades Anticipadas; o ante tres
testigos que “sean mayores de edad, con plena capacidad de obrar y no vinculados con
el otorgante por matrimonio, unión libre o pareja de hecho, parentesco hasta el
segundo grado de consanguinidad o afinidad o relación patrimonial alguna” (artículo 3).

Se establece la posibilidad de modificar, sustituir o revocar el documento de voluntades


anticipadas, siempre y cuando se continúen manteniendo los requisitos necesarios para
su realización (artículo 4), y no se tendrán en cuenta las instrucciones que en el
momento de ser aplicadas resulten contrarias al ordenamiento jurídico o no
correspondan con los tipos de supuestos previstos por el otorgante, tampoco se tendrán
en cuenta las intervenciones médicas que la persona otorgante desee recibir cuando
estas resulten contraindicadas para su patología (artículo 5).

En esta misma disposición se crea el Registro Vasco de Voluntades Anticipadas, adscrito


al Departamento de Sanidad del Gobierno Vasco, y en el que se podrán inscribir el
otorgamiento, modificación, sustitución y la revocación del documento de voluntades
anticipadas. Este registro funcionará con arreglo a los principios de confidencialidad de
los documentos registrados, y de interconexión con otros registros de voluntades
anticipadas (artículo 6).

También se establece en esta disposición, que el documento de voluntades anticipadas,


que no haya sido inscrito deberá ser entregado en el centro sanitario donde el otorgante
sea atendido, y en el caso de que se trate de un documento inscrito en el registro, se
puede entregar de forma voluntaria. Dicha entrega la puede realizar el interesado, o en
el supuesto de que este no pueda llevarla a cabo sus familiares o representantes legales
(artículo 7).

Para dar cumplimiento a lo establecido en la Disposición Final primera de esta ley, en el


que se dice: “El Gobierno Vasco creará, en el plazo de diez meses, el Registro Vasco de
Voluntades Anticipadas, así como para desarrollar el artículo 3.2, el Decreto 270/2003,
de 4 de noviembre, (BOPV de 28 de noviembre), crea y regula este registro de forma
pormenorizada.

I. Cantabria

En esta Comunidad Autónoma con la promulgación de la Ley de Cantabria 7/2002, de


10 de diciembre, de Ordenación Sanitaria de Cantabria (BOCA de 18 de diciembre),
se procede a regular entre otros aspectos relacionados con la sanidad, “los derechos
relacionados con el respeto a la autonomía del paciente” (artículo 29 ) de forma
pormenorizada. En esta disposición, este principio de autonomía se puede llevar a cabo
de dos formas, de un lado mediante el consentimiento informado, y de otro mediante la
expresión de la voluntad con carácter previo.

Por lo que se refiere al “Derecho al consentimiento informado” (artículo 30 ), que es


así como lo denomina la ley que estamos comentando, estamos ante un supuesto en el
que una persona mayor de edad con información precisa, clara y completa por parte del
equipo médico debe expresar su consentimiento para que se le practique la terapia
necesaria. En los supuestos de “intervención quirúrgica, procedimientos diagnósticos o
prácticas médicas que impliquen riesgos o inconvenientes notorios y previsibles para la
salud del usuario” (artículo 30.3 ), y de rechazo a tratamientos (artículo 30.4), este
consentimiento debe prestarse por escrito. En cualquier momento la persona afectada
podrá revocar libremente su consentimiento.

Con carácter más específico, la ley prevé que este consentimiento informado se pueda
llevar a cabo en régimen de representación (artículo 31 ), que podrá darse en una
serie de supuestos -que la misma ley determina- entre los que se encuentra: el haber
sido declarado judicialmente incapacitado, o que el médico responsable entienda que el
paciente no puede entender de manera clara, precisa y completa la información dada
por el equipo médico.

En esta ley también se regula el consentimiento informado en los menores (artículo 32


), y se determina que “serán consultados cuando así lo aconseje su edad y grado de
madurez, y siempre valorando las posibles consecuencias negativas de la información
suministrada”, y los supuestos en los que no es necesario el consentimiento del usuario,
en caso de riesgo para la salud pública y en los supuestos de riesgo inmediato (artículo
33 ).

Otro aspecto interesante que regula esta ley es el de “la expresión de la voluntad con
carácter previo”. Esta figura es el equivalente al testamento vital que hemos estado
analizando en las distintas comunidades autónomas que la han creado, y supondría el
que “una persona mayor de edad y con plena capacidad de obrar, tiene derecho al
respeto absoluto de su voluntad expresada con carácter previo, para aquellos casos en
que las circunstancias del momento le impidan expresarla de manera personal, actual y
consciente” (artículo 34 ). Al igual que sucede en los demás supuestos que hemos
analizado, se debe otorgar por escrito ante notario -no es necesaria la presencia de
testigos-, o bien ante “tres testigos mayores de edad y con plena capacidad de obrar,
de los cuales dos como mínimo, no deben tener relación de parentesco hasta el segundo
grado, ni relación laboral, patrimonial o de servicio, ni relación matrimonial ni de
análoga efectividad a la conyugal con el otorgante” (artículo 34.2 ).

La Consejería competente establecerá un documento tipo que estará a disposición de


los usuarios, y que será incorporado a la historia clínica del paciente, tendrá carácter
vinculante y será inscrito en el registro de voluntades adscrito a la Consejería
competente en materia de sanidad. En lo referente a los límites, al igual que sucede con
el resto de las comunidades autónomas, no podrá incorporar previsiones contrarias al
ordenamiento jurídico o a la buena práctica clínica, o que no correspondan exactamente
con el supuesto de hecho que el sujeto haya previsto a la hora de emitirlo.

J. Valencia

La Ley 1/2003, de 28 de enero, de derechos e información al paciente de la Comunidad


Valenciana (BOE de 25 de febrero de 2003), regula la figura del testamento vital
mediante una ley específica.

Por medio de esta ley se reconocen y garantizan a los pacientes de la comunidad


autónoma una serie de derechos y obligaciones en materia sanitaria (artículo 1 ).
Entre éstos se encuentra el derecho “a que se respete y considere el testamento vital o
las voluntades anticipadas de acuerdo con la legislación vigente” (artículo 3.16 ).

En el Capítulo II de esta disposición se regulan de forma específica las “Voluntades


anticipadas”. Esta ley tiene como particularidad que aun cuando destina un solo artículo
a regular de forma específica esta materia, con independencia de hacer mención a
aspectos que ya han sido regulados en disposiciones que ya hemos estudiado algunos
los amplia, y establece una serie de novedades que analizaremos a continuación.

Comienza por dar una definición de que se entiende por voluntades anticipadas, que no
añade nada nuevo a lo visto hasta el momento, ya que establece como directrices el ser
una persona mayor de edad o menor emancipado, con capacidad legal suficiente y
libremente, que manifiesta qué tratamientos quiere que se le apliquen en caso de no
poderse expresar por sí mismo, estableciéndose también la posibilidad de designar un
representante como interlocutor válido y necesario con el médico o equipo sanitario
(artículo 17.1 ).

También se regulan en estos artículos otros aspectos habituales del testamento vital,
entre los que se encuentran: la posibilidad de designar a un representante; el
procedimiento para poder llevar a cabo el testamento vital (ante notario, ante tres
testigos o mediante cualquier otro procedimiento que sea establecido legalmente); la
posibilidad de modificar, ampliar, concretar o dejar sin efecto, por la sola voluntad de la
persona otorgante el citado documento; no podrán tenerse en cuenta previsiones
contrarias al ordenamiento jurídico o a la buena práctica clínica; la entrega del citado
documento en el centro sanitario donde esté hospitalizado el paciente; la creación de un
registro centralizado de voluntades anticipadas que se desarrollará reglamentariamente
(artículo 17 ).

En esta ley se establece además la posibilidad de “hacer constar la decisión respecto a


la donación de sus órganos con finalidad terapéutica docente o de investigación”, y el
poder alegar objeción de conciencia por parte de los facultativos, en este supuesto la
ley establece que “la administración pondrá los recursos suficientes para atender la
voluntad anticipada de los pacientes en los supuestos recogidos en el actual
ordenamiento jurídico” (artículo 17.2 ).

La ley crea el “Consejo Asesor de Bioética y Comités de Bioética Asistencial”, con la


finalidad de “dilucidar aspectos de carácter ético relacionados con la práctica asistencial,
poder establecer criterios generales ante determinados supuestos que pueden aparecer
con la incorporación de nuevas modalidades asistenciales y nuevas tecnologías,
fomentar el sentido de la ética en todos los estamentos sanitarios y organizaciones
sociales o desarrollar cualquier otro tipo de actividades relacionada con la bioética”
(artículo 30 ).
Como desarrollo de la mencionada ley, se promulga el Decreto 168/2004, de 10 de
septiembre, por el que se regula el Documento de Voluntades Anticipadas y se crea el
Registro Centralizado de Voluntades Anticipadas de la Comunidad Valenciana (DOGV de
21 de septiembre de 2004).

K. Islas Baleares

En el caso de las Islas Baleares, es la Ley 5/2003, de 4 de abril, de Salud (BOCAIB de


22 de abril de 2003), la que se encarga de regular la figura del testamento vital. El
artículo 18 de esta disposición es el único que se dedica a esta materia.

Se trata, afirma la ley, de un documento en el que una persona mayor de edad, con
capacidad suficiente y libremente, “expresa las instrucciones que se han de tener en
cuenta por el médico o equipo sanitario responsable cuando se encuentren en una
situación que no les permita expresar personalmente la voluntad” (artículo 18.1 ).

Al igual que sucede con alguna de las comunidades que hemos comentado, se establece
la posibilidad de nombrar a un representante, que actuará como “interlocutor válido y
necesario con el médico o el equipo sanitario responsable, para que le sustituya”
(artículo 18.2 ).

Por lo que se refiere al procedimiento, se establece la posibilidad de llevarlo a cabo bien


“ante tres testigos, mayores de edad y con plena capacidad de obrar, dos de los cuales,
como mínimo, no han de tener relación de parentesco hasta el segundo grado, ni estar
vinculados por relación patrimonial con el declarante”; o bien ante notario, en cuyo caso
no son necesarios los testigos (artículo 18.3 ).

En cuanto a las limitaciones, se establece que no se tendrán en cuenta “previsiones


contrarias al ordenamiento jurídico o que no se correspondan con lo que el sujeto ha
previsto a la hora de emitirlas” (artículo 18.4 ).

Otras cuestiones que se regulan en esta disposición son: la entrega del documento, que
se deberá realizar por la persona que las otorgó, su representante o familiares, para
que se incorpore a la historia clínica del paciente; la información y modelos de estos
documentos serán facilitados por parte de los centros; la recreación por parte de la
administración sanitaria de un registro oficial.

L. Castilla-León

La Ley 8/2003, de 8 de abril, sobre derechos y deberes de las personas en relación con
la salud (BOE de 30 de abril), es la que regula en esta Comunidad Autónoma la figura
del testamento vital.

En su artículo 30 , ubicado dentro del Título IV “Protección de los derechos relativos


a la autonomía de la decisión”, se regulan las instrucciones previas. Estas se consideran
como “el respeto a las decisiones sobre la propia salud” mediante instrucciones dejadas
por el paciente en previsión de una situación en la que no pueda expresarse por sí
mismo (artículo 30.1 ).

Este documento -que sólo lo podrán realizar las personas mayores de edad capaces y
libres-, deberá formalizarse documentalmente, ante notario -en cuyo caso no es
necesaria la presencia de testigos-; ante el personal al servicio de la administración; o
bien ante tres testigos, “mayores de edad y con plena capacidad de obrar, de los cuales
dos, como mínimo, no deberán tener relación de parentesco hasta el segundo grado ni
estar vinculados por relación patrimonial u otro vínculo obligacional con el otorgante”
(artículo 30.2 ).
También se establece que la Junta de Castilla y León será la que regule las fórmulas de
registro, así como el procedimiento necesario para que se garantice el cumplimiento de
estas instrucciones previas. Este documento se Incorporará a la historia clínica.

M. Andalucía

En Andalucía la regulación de esta materia se lleva a cabo en virtud de la Ley 5/2003,


de 9 de octubre, de declaración de voluntad vital anticipada (BOJA de 31 de octubre).
Después de exponer en su exposición de motivos las razones que llevan a la
promulgación de esta disposición, a lo largo de su articulado regula distintos aspectos
referentes al testamento vital.

En esta disposición se denomina al testamento vital, declaración de voluntad vital


anticipada, y en su artículo 2 la define como: “...la manifestación escrita hecha para ser
incorporada al Registro que esta Ley crea, por una persona capaz que, consciente y
libremente, expresa las opciones e instrucciones que deben respetarse en la asistencia
sanitaria que reciba en el caso de que concurran circunstancias clínicas en las cuales no
pueda expresar personalmente su voluntad”.

Por lo que se refiere a su contenido, se determina en su artículo 3, que el autor de la


declaración, podrá manifestar, las opciones e instrucciones, expresas y previas que
deberán aplicarse por el personal sanitario responsable de su asistencia sanitaria,
cuando no pueda decidir por si mismo; la designación de representante, que tiene que
ser mayor de edad, tener capacidad, estar plenamente identificado y expresar su
aceptación para serlo (artículo 5.2); así como su decisión respecto a la donación de
todos sus órganos, o de alguno de ellos en concreto.

La capacidad exigida por esta ley para poder otorgar el documento es la de mayor de
edad o un menor emancipado (artículo 4), estableciéndose que en el caso de los
incapacitados judicialmente también se podrá emitir, salvo que mediante una resolución
judicial de incapacitación se determine otra cosa. Para que se considere validamente
emitida, se exige como requisito, además de la capacidad que se exige al autor, que
conste por escrito, con la identificación del autor, su firma, la fecha y el lugar del
otorgamiento, y que se inscriba en el registro (artículo 5).

El cumplimiento de los requisitos exigidos en el articulado de esta ley, será comprobado


por los funcionarios responsables del registro (artículo 6). Y una vez inscrita será eficaz,
de acuerdo con lo establecido en el ordenamiento jurídico, prevaleciendo la opinión
expresada por el autor del documento, por encima de las opiniones o manifestaciones
que puedan hacer tanto sus familiares como sus allegado, o incluso el representante o
el personal sanitario (artículo 7).

“La declaración de voluntad anticipada podrá ser modificada por su autor en cualquier
momento, y cumpliendo los requisitos exigidos para su otorgamiento. El otorgamiento
de una nueva declaración de voluntad vital anticipada revocará las anteriores, salvo que
la nueva tenga por objeto la mera modificación de extremos contenidos en las mismas,
circunstancias que habrá de manifestarse expresamente” (artículo 8.1).

En el artículo 9 de esta disposición se hace alusión a la creación del registro de


voluntades vitales anticipadas de Andalucía adscrito a la Consejería de Salud, para la
custodia, conservación y accesibilidad de las declaraciones emitidas en la Comunidad
Autónoma Andaluza, y que será posteriormente objeto de desarrollo por medio de un
reglamento. También se establece en este mismo artículo, que los profesionales
sanitarios deberán consultar este registro cuando atiendan a un paciente que no pueda
tomar decisiones.

Este registro de voluntades anticipadas, se regula mediante el Decreto 238/2004, de 18


de mayo (BOJA de 28 de mayo). En este Decreto, se desarrollan una serie de aspectos
entre los que se encuentran el referente a su organización y funcionamiento, las
funciones del encargado del citado registro, la forma de presentación, los requisitos
formales del documento, la forma de inscripción, el sistema de acceso al mismo,
incluyendo la posibilidad de que este acceso se pueda llevar a cabo por medios
telemáticos (Preámbulo del Decreto).

2.3. Derecho comparado

Como ya hemos dicho se trata de una materia que se está comenzando a tratar a nivel
legislativo, lo cual no quiere decir que no se hayan planteado supuestos que han tenido
que ser resueltos en la vía judicial. En este sentido, uno de los casos que más ha
llamado la atención, por el supuesto en sí y por tratarse de un hecho muy reciente es el
de la ciudadana británica Diane Pretty que padecía una enfermedad que le paralizaba
del cuello a los pies y que le obligaba a alimentarse a través de sonda. Diane agotó
todas las instancias en el Reino Unido para que su marido pudiera ayudarla a morir y
acudió al Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, quien desestimó por
unanimidad el 29 de abril de 2002, todas sus pretensiones, al considerar que incluir en
una ley una excepción para personas que no pueden suicidarse por si mismas
resquebrajaría seriamente la protección de la vida, consagrada por las leyes, y
supondría un aumento del riesgo de abuso, determinado también que frente a las
normas prohibitivas no cabe la objeción de conciencia. Después de todo este proceso
judicial -sin éxito- está ciudadana falleció en mayo de 2002, después de una larga
agonía.

Otro caso reciente es el del tetrapléjico francés de 22 años, Vicent Humbert, que murió
en el Hospital de Beck-sur-Mer, dos días después de que su madre llevara a cabo su
voluntad de interrumpir su vida mediante un compuesto de barbitúricos. Este hecho ha
reavivado el debate sobre la eutanasia en Francia, y con ello la necesidad de una
legislación específica.

Con independencia de la casuística, que en cierto modo hace que se comiencen a


regular estas situaciones, se hace necesario explicar lo que sucede en países como
Holanda y Bélgica, en los que se ha legalizado la eutanasia, aunque como veremos con
ciertas limitaciones.

A. La eutanasia en Holanda

Por medio de la Ley de terminación de la vida a petición propia y del auxilio al suicidio
que entró en vigor el 1 de abril de 2002, Holanda se convierte en el primero y único
país donde actualmente se reconoce la eutanasia (el texto de esta ley en castellano ha
sido obtenido por medio de la página de internet de la Embajada de los Países Bajos
http://www.embajadapaisesbajos.es).

Antes de entrar a analizar esta ley, hay que tener en cuenta que no supone una
despenalización total de la eutanasia, sino que esta se puede llevar a cabo siempre y
cuando se cumplan una serie de requisitos, y que va a suponer la modificación del
código penal, de la ley reguladora de los funerales y la ley general de derecho
administrativo.

Esta ley comienza dándonos una serie de definiciones, entre las que se encuentra la de
auxilio al suicidio, médico, asesor, asistente social, etc. encaminadas quizás a que la
materia que estamos tratando quede perfectamente regulada dada la importancia y
trascendencia del tema que se trata (artículo 1).

El tratamiento que la ley hace de la eutanasia se puede decir que se realiza desde el
punto de vista del médico que es el encargado de llevarla a cabo sin que suponga
persecuciones ni cargas legales, pero no es el que está obligado a ejecutarla, puesto
que la ley no le obliga. No existe un derecho del paciente a la eutanasia ni la obligación
del médico de practicarla. Estaríamos ante una ley en la que se produce la
despenalización limitada de la eutanasia y en la que se determina el modo en que ésta
debe realizarse.

Para que el médico atienda una petición de este tipo en el caso de mayores de edad,
tiene que llegar al convencimiento de que la petición del paciente es voluntaria y bien
meditada; que se trate de un padecimiento insoportable y sin esperanzas de mejora;
tiene que haber informado al paciente de la situación; ambos han llegado al
convencimiento de que no existe solución; se ha consultado con un médico
independiente; se lleve a cabo mediante el máximo cuidado y esmero.

Otros aspectos que también se regulan son los relativos a pacientes que cuenten al
menos con dieciséis años de edad, que aunque no se encuentran capacitados en ese
momento sí lo estuvieron anteriormente, y en cuyo caso se aplicará lo preceptuado para
los mayores de edad. Y en el caso de los menores de edad (entre los doce y los dieciséis
años), el médico podrá atender su petición si los padres, tutores o representantes están
de acuerdo.

En virtud de esta ley se crean “comisiones regionales de comprobación de la


terminación de la vida a petición propia y del auxilio al suicidio” (capítulo 3). Y es a lo
largo de este capítulo, donde se determina su creación, composición, nombramiento,
método de trabajo, etc... Estas comisiones regionales de verificación son las que
comprueban que se hayan observado todos los requisitos de la debida diligencia cuando
se ha practicado la eutanasia. Estará compuesta por un número impar de miembros
entre los que se encuentra un jurista, que es el presidente, un médico y un experto en
ética (artículo 3), de forma que se produce el control de todos los aspectos que pueden
afectar a la eutanasia el aspecto jurídico, el médico y el ético.

B. La eutanasia en Bélgica

También se ha despenalizado la practica de la eutanasia en Bélgica, pero sólo en


determinados casos y bajo estrictas condiciones. En la ley belga se establece que el
paciente que se quiera someter a estas prácticas debe ser mayor de edad (en Holanda
se permitía a partir de los 16 años), y la petición, que se debe de realizar de forma
escrita debe ser voluntaria, reflexionada, reiterada y no, fruto de presiones externas.
Por lo que se refiere al médico se establece que éste debe verificar que la enfermedad
sea incurable y que provoque un sufrimiento físico o psíquico constante e insoportable.

La ley establece que debe intervenir otro médico independiente para valorar la gravedad
de la patología. En el caso de que la evolución de la enfermedad no haga prever la
muerte del paciente en un breve plazo, deberá ser escuchado un tercer especialista.

Cada uno de los casos de eutanasia que se plantee deberá ser notificado a una comisión
federal compuesta por dieciséis miembros (profesores de derecho, abogados, expertos)
que será la encargada de verificar si se han respetado todas las condiciones que la ley
determina. Si esta circunstancia no se ha cumplido, los expedientes serán enviados a la
autoridad judicial.

NOCIÓN DE CONFESION RELIGIOSA. LOS ÓRGANOS DE


CONTROL DEL ESTADO: EL REGISTRO Y LA COMISION
ASESORA

Aldanondo Salaverría, Isabel. Profesora Titular de Derecho


Eclesiástico del Estado de la
Universidad Autónoma de Madrid
Fecha de actualización

23/12/2010

1. Noción de Confesión Religiosa

El art. 16 de la Constitución , tras garantizar la libertad religiosa de los individuos y


de las comunidades utiliza el término “confesiones religiosas” como sujetos susceptibles
de mantener relaciones de cooperación con los poderes públicos. La Ley Orgánica de
Libertad Religiosa (en adelante L.O.L.R.) emplea las expresiones de “Iglesias,
Confesiones y Comunidades” para referirse a estos sujetos. No obstante, ni la
Constitución , ni la L.O.L.R. ni ninguna otra norma de desarrollo definen qué debe
entenderse por confesión religiosa. La cuestión queda confiada al intérprete. La doctrina
ha debatido ampliamente sobre el particular. Las principales orientaciones doctrinales,
pueden agruparse como ha propuesto Motilla, en cuatro grupos: i) la concepción
sociológica, que propugna su definición a través del arraigo en la sociedad medido en la
opinión pública; ii) la orientación teleológica, que determina el concepto por referencia
ala creencia en un ser trascendente (la divinidad); iii) la tesis institucional: subraya la
estabilidad y permanencia del grupo deducido de su base social, de su estructura
interna y de su capacidad de establecer normas propias de obligado cumplimiento; y,
finalmente iv) los planteamientos que sostienen el criterio de autorreferencia o
suficiencia de la declaración de constituir una confesión, según los requisitos legales,
por parte de los grupos religiosos, o los que someten el reconocimiento a la plena
discrecionalidad de los poderes públicos.

En nuestra opinión, ninguno de estos planteamientos es exacto. La tesis sociológica


resulta inadmisible porque conduce a excluir del ámbito de protección de la libertad
religiosa a aquellos grupos que carecen de tradición y de arraigo, lo cual supone una
discriminación constitucionalmente intolerable de las asociaciones religiosas de nueva
planta; la tesis teológica tampoco puede compartirse sin algunas reservas, pues lleva a
excluir del círculo de protección constitucional de la libertad religiosa a aquellas
confesiones que no son deístas, como por ejemplo, el budismo o confucionismo; la tesis
institucional no resulta tampoco enteramente aceptable, porque acaba fijándose en
exigencias cuantitativas ( por ejemplo, número de fieles), a las que no resulta posible
condicionar la tutela constitucional; las tesis de autorreferencia, tampoco son
convincentes, porque, de un lado, no puede supeditarse la calificación como confesión
religiosa a la discrecionalidad administrativa (ello equivaldría a dejar un derecho
fundamental en manos de la administración, que es justamente frente a quien se hacen
valer este tipo de derechos) y, de otro, tampoco puede confiarse a los propios grupos la
definición de lo que ellos entienden por religioso. Equivaldría a dejar a su arbitrio su
incardinación dentro del régimen de las asociaciones religiosas, que es un régimen
especial respecto del régimen común de las asociaciones (art. 22 CE ).

A nuestro juicio, el concepto de confesión religiosa ha de extraerse de los requisitos


legales previstos para su inscripción (arts. 5.2 L.O.L.R y 3.2. RD 142/1981 ), que –
como acertadamente ha expuesto Souto Paz- son básicamente dos: organización y fines
religiosos. Teniéndolos en cuenta, enseguida apercibimos que todas las tesis anteriores,
aun cuando son rechazables en su formulación general, contienen un punto de vista o
una aproximación, que pueden resultar muy provechosos para establecer en vía
interpretativa la noción jurídica de confesión religiosa. Bajo esta perspectiva podemos
afirmar que (i) la tesis institucional acierta al requerir en el grupo un mínimo de
organización y estabilidad, que están en la base de ciertas exigencias legales para la
inscripción (como son la denominación, régimen de funcionamiento y representación);
(ii) que la tesis teológica tiene también algo que decir, pues nuestra legislación no
incluye dentro del ámbito de la libertad religiosa las que podríamos llamar comunidades
que incorporan una visión del mundo (por ejemplo, que patrocinan el ateismo o el
agnosticismo u otras maneras de entender la vida espiritual), pues los fines religiosos
están asociados a la existencia de una realidad trascendente; de ahí que el art. 3.2
L.O.L.R. deje fuera las entidades relacionadas con el estudio y experimentación de los
fenómenos psíquicos y parapsicológicos o la difusión de valores humanísticos o
espiritualistas; (iii) la tesis sociológica contiene también una aproximación válida, pues
en última instancia, nos conduce a pensar que la definición de lo religioso tiene una
base histórica y social, de manera que no puede expulsarse del ámbito religioso a
aquello que socialmente se considera tal (como por ejemplo, el budismo, que no afirma
la existencia de Dios); y (iv) las tesis de autorreferencia ofrecen también un punto de
interés, pues en última instancia –si se cumplen los requisitos mínimos anteriores-
resulta claro que lo importante es lo que afirmen los propios miembros de la confesión,
no el control externo que se haga de ello (sobre este tema volveremos al hablar de la
calificación registral).

La inscripción en el Registro de Entidades Religiosas exige que se cumplan esos


requisitos anteriores, encomendándose al Ministro de Justicia la correspondiente
verificación. La Administración resolverá en primera instancia las demandas de
reconocimiento de los grupos. Contra la resolución que agote la vía administrativa, los
interesados podrán ejercitar las acciones judiciales previstas en el ordenamiento. La
importancia que posee la inscripción como acto de reconocimiento del Estado de la
tipicidad religiosa del ente en aras a permitir el acceso a un “status” especial, nos
conduce a examinar las condiciones exigidas en la L.O.L.R. y disposiciones
complementarias, que se habrán de acreditar a fin de integrarse en la categoría jurídica
de confesión.

2. El registro de Entidades Religiosas

2.1. Introducción

El artículo 5 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa prescribe la creación en el


Ministerio de Justicia de un Registro de Entidades Religiosas. La disposición final de la
misma Ley autoriza al Gobierno a dictar, a propuesta del Ministerio de Justicia, las
disposiciones que sean precisas para la organización y funcionamiento de dicho
Registro. Con base en tal habilitación, se promulga el Real Decreto 142/1981, de 9 de
enero , que constituye la pieza normativa donde se contiene la regulación básica del
Registro de Entidades Religiosas.

Han de tenerse en cuenta también las disposiciones especiales que se refieren a la


Iglesia Católica, que básicamente son el Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos de 3 de enero
de 1979 (B.O.E. 15-XII-79) (A.J.), la Resolución de la Dirección General de Asuntos
Religiosos de 11 de marzo de 1982 (B.O.E. 30-III-82) y el Real Decreto 589/1984, de 8
de febrero, sobre fundaciones religiosas de la Iglesia Católica.

En las páginas que siguen nos proponemos trazar una breve síntesis del régimen
jurídico de este Registro, subrayando básicamente los problemas de índole
estrictamente registral. A tal efecto, analizaremos en primer lugar el ámbito -subjetivo y
objetivo- de la inscripción; más tarde examinaremos los presupuestos de la inscripción;
y, finalmente, trataremos de sistematizar los efectos de la inscripción.

2.2. Ámbito de la inscripción

2.2.1. Sujetos inscribibles

La catalogación precisa de los sujetos inscribibles en el Registro de Entidades Religiosas


constituye un problema de enorme complejidad debido a la falta de coordinación entre
las normas generales y especiales, anteriores y posteriores y superiores e inferiores. A
continuación trataremos de trazar un cuadro que, respetando la legalidad vigente, sea
congruente con la finalidad que inspira toda la normativa.

A. En primer lugar hay que señalar que las entidades religiosas específicamente
inscribibles, según la previsión legal, son aquellas que han dado en llamarse entidades
religiosas mayores, es decir, las Iglesias, Confesiones, Comunidades y sus respectivas
Federaciones [así se desprende, en efecto, del inequívoco tenor literal del art. 5, 1 de la
L.O.L.R. y del art. 2, a) y R.D. 142/1981 ]. El problema, no obstante, estriba en
definir cada uno de esos conceptos legales. No es nuestra intención abordar en este
estudio tan ardua tarea. Sin embargo, si partimos de que la Ley está contemplando sólo
las entidades mayores (id est: las organizaciones de cabeza -los “entes eclesiales”-, con
independencia de cuál sea su grado de articulación, por fuerza hemos de concluir que
los conceptos de Iglesia, Confesión y Comunidad son, en gran medida, equivalentes.
Esa equivalencia está clara en relación a las nociones de Iglesia y Confesión (arg. ex
art. 16, 3, de la CE : “... Iglesia Católica y demás confesiones”). Menos clara es la
equivalencia Iglesia o Confesión y Comunidad. No obstante, parece que el empleo por
parte del legislador del término confesión obedece a la necesidad de introducir una
fórmula elástica, en la que quepa cualquier modo de concebirse a sí misma y de
organizarse una confesión religiosa. Hay confesiones que se estructuran de manera
centralizada (v. gr.: la católica) y otras que se organizan de una manera
descentralizada (v. gr.: la musulmana), sin una organización unitaria. Para estos
supuestos tal vez convenga mejor la expresión de comunidades religiosas, cada una de
las cuales, aun compartiendo la misma fe que otras, tiene su propia identidad. En
cualquier caso lo que parece claro es que el concepto de comunidad se refiere a una
entidad religiosa mayor, no cabiendo dentro de él entidades menores creadas por las
mayores [arg. ex art. 2 del R.D. 141/1981 , que al incluir a las comunidades en la
letra a) al lado de las Iglesias y Confesiones está postulando que entre las comunidades
no se incluyen las entidades menores, que se referencian en las letras b) y c)].

La Iglesia Católica es inscribible en el Registro de Entidades Religiosas. Cosa distinta es


que tenga sentido esa inscripción, puesto que, como tendremos oportunidad de
comprobar, con ella no obtiene una situación jurídica distinta de la que posee ea ipso.
Más dudas ofrece la inscribilidad de la Conferencia Episcopal Española, que también
goza de personalidad jurídica ipso iure (v. art. I, 3 A.J. ). No creemos que, pese a su
envergadura, pueda reputarse entidad mayor.

También se incluyen entre las entidades inscribibles las federaciones de Iglesias,


Confesiones y Comunidades que puedan constituirse entre ellas. A efectos de
inscripción, hay que reconducir este supuesto no sólo al régimen federativo o sinodal,
que agrupa a numerosas confesiones religiosas organizadas bajo dicho patrón, sino
también a cualquier reunión de confesiones afines lograda mediante convenios
federativos, que suelen establecer órganos de coordinación.

B. Lo verdaderamente problemático es la inscribilidad de las entidades menores (o


“entes intraeclesiales”). A1 respecto han de tenerse en cuenta las siguientes
observaciones:

a) De entrada hay que reconocer que, contemplada aisladamente, la L.O.L.R. no


preveía ni, en rigor, prevé la inscripción de entidades menores en el Registro de
Entidades Religiosas. El artículo 5, 1 de la L.O.L.R. sólo se refiere, según hemos visto,
a las entidades mayores. Por otra parte, si por entidades menores entendemos -como
creo que debemos entender- todas las demás entidades religiosas creadas o
fomentadas por las entidades mayores para la realización de sus fines (no se olvide que
las confesiones son -como decía Lombardía “promotoras de personas jurídicas”), resulta
obvio que tal definición encaja perfectamente con la previsión del artículo 6, 2 de la
L.O.L.R. ; y éste es un precepto que al remitir el tratamiento de las entidades
menores y, por tanto, también el régimen de su inscripción al derecho común, está
excluyendo su acceso al Registro de Entidades Religiosas.

b) Semejante interpretación de la Ley orgánica, incontrovertible, me parece, desde el


punto de vista formal, venía a crear graves dificultades y contradicciones
intrasistemáticas dentro del derecho eclesiástico español. En concreto, no se avenía con
el párrafo 2° del artículo I, 4 del A.J. con la Iglesia Católica , que había previsto la
inscripción en un Registro especial -se supone que el de entidades religiosas- de las
órdenes, congregaciones religiosas y otros institutos de vida consagrada y sus
provincias y sus casas. Tampoco se avenía bien aquella interpretación con la previsión
del párrafo 3° del citado artículo del A.J. , en que se contemplaba la inscripción de las
asociaciones y otras entidades y fundaciones de la Iglesia Católica. La falta de
coordinación entre la Ley Orgánica y el A.J. era, pues, clara y manifiesta. A ello
vendría a poner remedio, siquiera sea parcial, el Real Decreto 142/1981 .

c) Los problemas originados por la incongruencia entre las dos piezas normativas
señaladas tratan de ser paliados por el autor del texto reglamentario, el cual, ampliando
el ámbito de los sujetos inscribibles acotado por la Ley, establece decididamente la
inscribilidad de ciertas entidades religiosas menores. En concreto, las siguientes:

a') Por un lado, de las órdenes, congregaciones e institutos religiosos [art. 2, b) del R.D.
142/1981 ]. Se trata éste de un grupo de entidades religiosas muy cualificado, que se
caracteriza por la vinculación de los asociados a compromisos ascéticos y el
sometimiento a sus superiores dentro de una rígida estructura jerárquica y con sujeción
a unas reglas o estatutos que garantizan el cumplimiento de fines religiosos peculiares y
concretos. Las órdenes y congregaciones están muy generalizadas dentro de la Iglesia
Católica (v. art. I, 4, 2° A. J.), pero también tienen vida en otras Iglesias y Confesiones.
Los institutos religiosos constituyen una especie más difícil de aprehender.
Probablemente, se refiere a los institutos de vida consagrada de la Iglesia Católica (v.
de nuevo el art. I, 4,2° A.J.), aunque, como es natural, incluye institutos semejantes de
vida religiosa de otras confesiones. Tras la aprobación del Código de Derecho Canónico
de 1983 desparece la distinción entre órdenes y congregaciones religiosas que tendrán
en adelante una denominación común: institutos religiosos. Se regulan dos clases de
institutos de vida consagrada: los institutos religiosos y los institutos seculares.

Lo que no prevé el Reglamento es la inscripción separada de las “provincias” y “casas”


de tales instituciones, tal y como, en cambio, hace el Acuerdo Jurídico con la Iglesia
Católica. Naturalmente, la omisión hay que suplirla con la previsión del A.J. El problema
que queda abierto es el relativo al régimen de tales “provincias” y “casas” o conceptos
similares en el ámbito de otras confesiones.

b') Por otro lado, prevé el Reglamento la inscripción de las entidades asociativas
religiosas constituidas como tales en el ordenamiento de las Iglesias y Confesiones [art.
2, c) del R.D. 142/1981 ]. Se trata de todas aquellas entidades que el ordenamiento
de la iglesia correspondiente configura con carácter asociativo (en esta remisión al
ordenamiento confesional está el elemento de la sujeción o dependencia de una
confesión religiosa) y con finalidades propiamente religiosas [que se acreditan, -según
el art. 3, 2 c) del citado R.D.- por certificación de la entidad mayor]. Es, pues, claro que
la identificación concreta habrá de hacerse sobre la base del derecho de cada confesión.
Este es el criterio que se emplea para aislar del artículo 6, 2 de la L.O.L.R. a las
asociaciones religiosas creadas por las Iglesias. En dicho precepto, con la restricción de
su ámbito operada por el texto reglamentario, sólo se albergarán las asociaciones
creadas por las Iglesias con fines no estrictamente religiosos o con organización jurídica
no intraeclesial, por lo que tendrán que atenerse a las disposiciones del derecho común.

También así se cubre en parte la previsión del artículo I, 4, 3° del A.J. , el cual -según
se recordará- contemplaba la inscripción de las asociaciones erigidas canónicamente. No
se subsana el problema de las fundaciones, a las que también se refiere el A.J. Para ello
habría que esperar -según veremos- a una nueva intervención del Gobierno.

c') En tercer lugar, acceden al Registro de Entidades Religiosas las fundaciones


religiosas de la Iglesia Católica (art. 1 del R.D. 589/1984). De esta manera se cubre la
otra previsión del A.J. con la Santa Sede, que carecía de previsión reglamentaria
(recuérdese que el art. 1, 4, 3° del A.J. preveía también la inscripción de las
fundaciones).
d) La exégesis conjunta de las normas anteriormente citadas nos lleva a la conclusión,
finalmente, de que no son inscribibles en el Registro de Entidades Religiosas:

a') Por un lado, las llamadas entidades orgánicas, es decir, los entes, tanto
institucionales como territoriales, de las que se vale la confesión religiosa para
estructurarse y organizarse dentro de la autonomía que les corresponde con arreglo a lo
previsto por el artículo 6, 1 de la L.O.L.R. . El cierre del Registro a estas entidades se
justifica -según la doctrina mayoritaria- porque la inscripción de la entidad mayor a la
que pertenecen estas entidades orgánicas ya las personifica.

Esto parece claro en relación con la Iglesia Católica (v. art. I, 2 del A.J. ). Las dudas
las despeja definitivamente el punto 1 de la Resolución de 11 de marzo de 1982 de la
Dirección General de Asuntos Religiosos, a tenor de cuya letra a) “las circunscripciones
territoriales de la Iglesia Católica no están sujetas al trámite de inscripción en el
Registro de Entidades Religiosas, regulado por Real Decreto 142/1981, de 9 de enero
”. Menos claro parece en relación con las entidades de esta naturaleza de otras
confesiones, puesto que, al fin y al cabo, ninguna norma existe que les reconozca
personalidad sin la inscripción y que prevea la inscripción. El artículo 6, 1 de la L.O.L.R.
parece suficiente. Tampoco está claro, ni siquiera en relación con la Iglesia Católica, si
el régimen de las entidades territoriales específicamente previsto en el A.J. se aplica
también a las entidades institucionales. Ni el Acuerdo ni la citada Resolución excluyen
expresamente del trámite registral los órganos a través de los cuales se articula la
administración institucional de la Iglesia. Pero tal vez quepa pensar que, al estar
excluido del Registro el órgano superior del que dependen, también están excluidas las
entidades institucionales dependientes.

b') Tampoco pueden inscribirse el resto de entidades menores de tipo funcional


(distintas de las que hemos visto son inscribibles), creadas o fomentadas por las
entidades mayores para la realización de sus fines (las llamadas “entidades atípicas” ).
La razón que justifica esta vez su no acceso al Registro se encuentra en que estas
entidades, para obtener su personalidad jurídica y para dotarse de un régimen jurídico
de organización, habrán de ajustarse a las disposiciones del régimen jurídico general
(fundamentalmente, la Ley de Asociaciones de 2002 ). Este es el ámbito de
operatividad que le queda reservado al artículo 6, 2 de la L.O.L.R. .

C. Una vez examinados cuáles son los sujetos inscribibles previstos por el
ordenamiento, cabe plantearse si en esta materia rige el principio de tipicidad (numerus
clausus de sujetos inscribibles) o si, por el contrario, puede postularse -por vía
analógica- la apertura del Registro a toda suerte de entidades de naturaleza religiosa,
con independencia de que no quepa encuadrarlas en alguna de las previsiones legales
(numerus apertus de sujetos inscribibles). A nuestro juicio, la respuesta debe optar
claramente por la primera alternativa [v. esp. Resoluciones de la Dirección General de
Asuntos Religiosos de 11 enero 2002; 30 marzo 2003 (en la actualidad, Dirección
General de Cooperación Jurídica Internacional y Relaciones con las Confesiones)]. En
principio, hay un indicio que nos induce a pensar que rige el principio de tipicidad. Se
trata de la forma de catálogo en que se expresan las normas examinadas. Si claramente
se quisiera establecer el principio contrario bastaría con declarar inscribibles las
entidades religiosas en general. Pero el argumento definitivo en favor de la tipicidad nos
lo ofrece otra consideración, que se funda en la naturaleza del Registro de Entidades
Religiosas. Como es sabido, la doctrina suele distinguir entre dos clases de registros: los
registros jurídicos y los registros administrativos. Los primeros “no sólo despliegan
amplios efectos constitutivos y habilitan a los responsables de su llevanza para ejercer
una amplia y delicada función calificadora previa, sino que la Ley les coloca en
permanente situación de disponibilidad frente al público”. Los segundos “se caracterizan
por el uso limitado o nulo que de su contenido informativo puede hacerse por terceros
interesados o por el público en general” (De la Morena). El Registro de Entidades
Religiosas tiende a configurarse cada vez más -según veremos- como un registro de la
primera clase. Pues bien, dentro de esta clase de registros, en los que es fundamental
la función de publicidad, el principio rector es el de tipicidad.
2.2.2. Materia inscribible

En relación con cada uno de los sujetos inscribibles, establece la normativa reguladora
la materia sujeta a inscripción (“actos y circunstancias inscribibles”). Los preceptos
básicos se hallan en el artículo 5, 2 de la L.O.L.R. y en el artículo 3, 2 del Real
Decreto 142/1981 , del que indirectamente -pues regula el contenido del título
inscribible- se desprende que en la hoja abierta a cada entidad han de figurar las
siguientes circunstancias:

A. En primer lugar, los datos de identificación. Dentro de este enunciado han de


incluirse:

a) La denominación de la entidad que se inscribe. Señala a tal efecto la letra a) del


artículo 3, 2 del Real Decreto 142/1981 que la denominación ha de ser idónea para
distinguir a la entidad de cualquier otra. Este requisito de la idoneidad para distinguir
nos lleva a plantearnos el problema de si es preciso exigir que la denominación de la
entidad que pretende inscribirse no sea “semejante” a otra preexistente o si, por el
contrario, basta con que no sea “idéntica”. Estos son los términos en que suele
producirse la polémica en el ámbito de la inscripción de otras personas jurídicas (así,
por ejemplo, el art. 5, 3 de la Ley valenciana de cooperativas o el art. 4, 2 del R.D.
1.885/ 1978, de 26 de julio, sobre Sociedades de garantía recíproca, establecen la
prohibición de semejanza, mientras que el art. 7 de la Ley de Sociedades Anónimas
de la Ley de Sociedades de Capital , consagra la simple prohibición de identidad para
la Sociedad Anónima y la Sociedad Limitada. A nuestro juicio, teniendo en cuenta que la
finalidad del control registral de la denominación es permitir la diferenciación entre
diversas entidades y no la de evitar el riesgo de confundibilidad directo e indirecto que
entre ellas pueda producirse, creemos que ha de optarse por el criterio de la prohibición
de identidad, debidamente matizado al objeto de incluir en él los llamados supuestos de
“identidad sustancial”, es decir, aquellos supuestos en que se utilizan las mismas
palabras en diferente orden, o con la inclusión o supresión de términos genéricos o
accesorios, etc. Sin duda alguna, éste es el criterio que ha cristalizado también en la
importante sentencia del Tribunal Supremo de 2 de noviembre de 1987.

En relación con las entidades de la Iglesia Católica, es cierto que el A.J. no exige la
denominación, aunque es obvio que ha de consignarse por ser el primero de los “datos
de identificación” a que se refiere la norma. Las dudas se han planteado en relación con
la necesidad de aplicar también a las denominaciones de entidades de la Iglesia Católica
el criterio de la “idoneidad para distinguirla de otras”, puesto que esta precisión
reglamentaria no se halla en el A.J. Algún autor ha sostenido que no es aplicable; y, en
aval de sus tesis, ha recordado que las entidades católicas suelen tener denominaciones
muy similares y frecuentemente idénticas (Prada). A nuestro juicio, es indiscutible que
las entidades católicas también han de sujetarse a la prohibición de identidad. Lo único
que puede admitirse es que, en la medida en que forman parte de la misma entidad
mayor, no se exija más que la identidad en sentido estricto y no la identidad sustancial
[en favor de este planteamiento quizá se pueda invocar, por razones analógicas, el art.
373, 2 del Reglamento del Registro Mercantil , a tenor del cual las normas de la
identidad sustancial (no las de identidad formal) no se aplicarán a las sociedades que
cuenten con la autorización de la afectada].

b) El segundo dato de identificación exigido por la normativa es el domicilio de la


entidad [art. 3, 2 b) del R.D. 142/ 1981 )]. El tema no plantea ningún problema. No
obstante, ha de precisarse, por un lado, que el domicilio que se elija y consigne en la
inscripción ha de estar situado dentro del territorio nacional, puesto que sólo las
entidades domiciliadas en España son españolas y están sujetas a la legislación
española (arg. ex art. 28 del C.C. ). Por otro lado, ha de tenerse presente que si los
estatutos o reglas de 1a fundación no han fijado el domicilio, cosa muy probable
tratándose de entidades religiosas, éste será -y así se inscribirá- el del lugar donde se
halle establecida su representación legal o donde se ejerzan sus principales funciones
(v. art. 41 del C.C. ).
c) Dentro del estudio de los datos de identificación, es menester realizar un par de
observaciones críticas:

a') En primer lugar, hay que señalar que no se comprende cómo no se han incluido
entre los datos sujetos a inscripción las menciones relativas a la identidad de los
fundadores o de los otorgantes del documento. Si se está inscribiendo una persona
jurídica -rectius: una entidad que mediante la inscripción obtiene personalidad jurídica-,
en realidad lo que se está haciendo es practicando su asiento de inmatriculación y,
desde tal perspectiva, por razones de certidumbre (y eventualmente de
responsabilidad), parece que debieran consignarse las personas físicas que la fundan o
representan (Garcimartín 260).

b') En segundo término, ha de señalarse que tampoco se entiende por qué no se


inscribe cómo se ha verificado la fundación o constitución de la entidad o su
establecimiento en España. El Real Decreto 142/1981 parece haber prescindido -en
relación con la inscripción- de este dato, que recoge con meridiana claridad el artículo 5,
2 de la L.O.L.R. . Las razones que han inducido al autor del texto reglamentario a
prescindir de esas menciones probablemente residen en que sería muy difícil acreditar
con la correspondiente prueba documental la realidad de dichas circunstancias. ¿Cómo
dejar constancia -se pregunta, por ejemplo, Prada- de la fundación de la religión judía,
como no sea reproduciendo la promesa de Yaveh a Abraham?. Ello, sin embargo, no
disculpa la omisión delRegla mento. En cualquier caso, el requisito habrá de exigirse por
imperativo de la Ley. Por lo demás, no planteará problemas, puesto que la exigencia es
alternativa: o bien el documento fundacional o bien el documento de su establecimiento
en España; y esta última circunstancia no será difícil de probar normalmente. Por lo
demás, es una circunstancia que conviene acreditar al objeto de constatar el arraigo y
estabilidad de la entidad. En cualquier caso, repetimos, debe exigirse por imperativo
legal, con lo cual podrá impedirse que accedan al Registro de Entidades Religiosas
entidades establecidas en el extranjero, sin arraigo en España.

B. En segundo término, deben inscribirse los fines religiosos propios de la entidad


requirente [v. letra c) del art. 3, 2, del R.D. 142/1981]. El examen de este punto
conduce al análisis de cuestiones sustantivas de muy hondo alcance, que en el marco de
este trabajo sólo pueden quedar bosquejadas. Aquí hemos de limitarnos a precisar los
siguientes extremos:

a) La determinación de los “fines religiosos” se exige en congruencia con lo establecido


en el artículo 3 de la L.O.L.R. (v. también art. 16, 1, de la C.E. ), que impone
límites a la libertad religiosa, en función del orden público, y excluye de su ámbito las
entidades no estrictamente religiosas. Podríamos decir que aquí nos hallamos ante el
problema de efectuar la delimitación extrínseca del concepto de fines religiosos. La
noción de orden público a que apela el artículo 3,1 de la L.O.L.R. comprendía los
valores fundamentales del ordenamiento constitucional (no únicamente los
expresamente citados por el precepto). La delimitación del artículo 3, 2, de la LO.L.R.
deja fuera “las entidades relacionadas con el estudio y experimentación de los
fenómenos psíquicos o parapsicológicos o la difusión de valores humanísticos o
espiritualistas u otros fines análogos ajenos a los religiosos”. La claridad del texto legal
hace innecesario ulteriores comentarios.

b) Pero el problema más importante que se plantea en este contexto es, sin duda
alguna, el relativo a la definición intrínseca de lo que son fines religiosos. Las tesis
doctrinales, como es sabido, forman un amplio arco. En un extremo se hallan los
planteamientos más generosos -significativamente tildados de “nominalistas”-, a tenor
de los cuales todas las entidades erigidas por las autoridades confesionales, por el mero
hecho de serlo, tienen fines religiosos. Naturalmente, esta suerte de posturas apenas se
sostienen (sería inútil -como se ha dicho- la presencia de la palabra religioso al lado de
entidad religiosa o eclesiástica). En cambio, se hallan muy próximas a ella las que
postulan que se halla comprendido dentro de los fines religiosos todo lo que se halla
comprendido dentro de la misión de la Iglesia y que, por consiguiente, junto a fines
estrictamente espirituales, caben otros como la preocupación por el mundo, el
desarrollo de los pueblos, la lucha contra la marginación social, la injusticia y la
pobreza, la educación, la asistencia, etc. Tales fines, se asevera, son tan religiosos
como los culturales o catequéticos. Al otro lado del acto doctrinal se encuentran las tesis
más restrictivas -las tesis “realistas”-, aquellas que hacen coincidir lo religioso con lo
“cultual” y, a lo sumo, con lo “espiritual”, limitando, en general, lo religioso a lo que
tenga que ver con la salvación del alma. No es nuestra intención mediar en esta difícil
polémica. Pero seguramente, ninguna de estas dos opciones extremas resulta
completamente satisfactoria. <<De un lado -señala certeramente Prieto-, no parece que
el control de religiosidad pueda quedar totalmente en manos de las propias confesiones,
pero, de otro, resulta difícil proponer un criterio lo suficientemente riguroso como para
evitar el fraude de ley y lo bastante flexible como para amparar las múltiples
manifestaciones societarias estimuladas por el factor religioso. Nos hallamos, en efecto,
ante la necesidad de ponderar la importancia relativa de actividades e intereses que con
frecuencia aparecen de modo conjunto; algunos de esos intereses o actividades serán
estrictamente religiosos, otros podrán definirse como subsidiarios, y otros, en fin, como
claramente mercantiles o alejados de lo religioso, y quizá lo más prudente sea que cada
uno se ajuste a su propio régimen. El ordenamiento jurídico español presta tutela
específica a las actividades benéficas, educativas o mercantiles, por lo que no existe
motivo para extender el ámbito de tutela de lo religioso más allá de lo razonable; es
más, de hacerlo, se estaría propiciando, tal vez, una discriminación por motivos
religiosos”. Esta observación, por ahora, es suficiente. Más tarde habremos de encarar
el tema (v. infra 2.3.3.).

C. Finalmente, hay que inscribir la estructura de la entidad que pretende acceder al


Registro. Así se infiere, en efecto, del artículo 3, 2 d) del Real Decreto 142/1981 , que
exige la registración del “régimen de funcionamiento y organismos representativos, con
expresión de sus facultades y de los requisitos para su válida designación”. No es
posible comentar las concretas menciones que en cada caso habrán de establecerse,
pues serán diferentes en función del tipo de entidad. Al fin y al cabo, lo que se está
pidiendo es que se registren los estatutos de las entidades, es decir, las normas de
configuración orgánica de la entidad y las normas de su actuación funcional. Esta
materia constituye el grueso de la inscripción.

D. La materia inscribible relativa a las fundaciones de la Iglesia Católica se halla mejor


regulada en el artículo 1, II, del Real Decreto 589/1984 . La norma se refiere,
ciertamente, al contenido de la escritura fundacional, pero de ahí se deduce con toda
facilidad las circunstancias inscribibles, que serán todas las relacionadas, a excepción de
la relativa a la “voluntad de fundar”. En concreto, se trata de las siguientes: identidad
de los fundadores, fondo de dotación y estatutos, las cuales incluyen las siguientes
menciones: denominación de la fundación, sus fines, domicilio y ámbito territorial en
que principalmente haya de ejercer sus actividades, patrimonio inicial de la fundación,
reglas para la aplicación de los recursos al cumplimiento del fin fundacional, patronato y
otros órganos que ejerzan el gobierno y la representación del ente, reglas para la
designación de sus miembros y para la cobertura de vacantes, normas sobre
deliberación y adopción de acuerdos, así como atribuciones de los mismos, normas
sobre modificaciones estatutarias, transformación y extinción de la fundación y
cualesquiera otras disposiciones y condiciones especiales lícitas que los fundadores
juzguen conveniente establecer. Asimismo, habrá de consignarse la identidad de las
personas que inicialmente integran el órgano u órganos de la fundación.

E. Hasta el momento hemos examinado las menciones que han de consignarse en el


asiento de “inmatriculación” de la entidad. Pero, como es natural, también constituyen
materia inscribible, en asientos posteriores, los actos modificativos ( arts. 5 y 7, 1 del
Real Decreto 142/1981 ) y los actos extintivos (arts. 5, 3, L.O.L.R. , y 8 del Real
Decreto 142/1981 ) de los sujetos y de sus circunstancias previamente inscritas.
Sobre algunos problemas de naturaleza registral que suscitan estos asiento habremos
de volver en el curso del trabajo.
2.2.3. Secciones del Registro

Los distintos sujetos inscribibles en el Registro de Entidades Religiosas se incardinan en


distintas secciones dentro de él. A este respecto ha de tenerse en cuenta la división del
registro en tres secciones:

A. Hay una sección general donde se registran todas las entidades religiosas
inscribibles, exceptuada la correspondiente a aquellas Iglesias, Confesiones y
Comunidades con las que no se hayan establecido acuerdos o convenios de colaboración
(art. 7,2 del Real Decreto 142/1981 a contrario sensu ).

B. Hay, además, una sección especial donde se inscriben las Iglesias, Confesiones o
Comunidades que hayan celebrado acuerdo o convenio de cooperación con el Estado
español (art. 7, 2 del Real Decreto 142/1981 ). La contemplación por parte del
Reglamento de la existencia de esta sección especial resulta, cuando menos,
sorprendente, puesto que, una de dos: o bien no acceden a ella ninguna de las
indicadas entidades religiosas mayores, ya que para poder celebrar un convenio de
cooperación con el Estado es menester hallarse previamente inscritas (arg. ex art. 7.1,
L.O.L.R. ), en cuyo caso la inscripción, en la medida en que antecede al convenio, se
aloja en la sección general; o bien no se trata, en rigor, de una sección registral en la
que se inscriban entidades, sino de una sección que registra los convenios que se vayan
celebrando con las entidades inscritas en la sección general. La tercera alternativa que
cabría -la sección especial es una sección que se nutre de traslados de la sección
general- es poco razonable.

C. Finalmente, hay una segunda sección especial que tiene por objeto la inscripción de
las fundaciones religiosas de la Iglesia Católica (artículo 5 del Real Decreto 589/1984
). Con respecto a esta sección ha de señalarse que tampoco se le ve justificación
registral como sección independiente. El artículo I, 4, 3° A.J., trata conjuntamente la
inscripción de las entidades asociativas y de las entidades fundacionales. Por ello, no se
comprende bien por qué, desde la perspectiva del archivo, han de llevarse unas a una
sección (a la sección general, o, tal vez, a la especial de entidades dotadas de acuerdos
de cooperación) y otras a otra sección distinta (a la sección de fundaciones). La
formación progresiva del derecho reglamentario que disciplina esta materia no parece
explicación suficiente para esta ordenación disgregada del Registro.

El sistema de llevanza de cada una de las mencionadas secciones es el que se conoce


en la terminología registral como sistema de folio personal. Aunque del artículo 7, 1 del
Real Decreto 142/1981 , no se deduce con toda claridad -sólo se refiere el precepto a
que se llevará el Registro por medio de hojas normalizadas- la propia naturaleza del
Registro -es un Registro de personas, no de bienes- impone la técnica del folio personal.
Ello no quiere decir que toda la documentación pase a folios registrales. El artículo 7, 3
del Real Decreto 142/1981 prevé un sistema de carpetas, en cada una de las cuales
se archivará el expediente o protocolo relativo a cada una de las entidades inscritas, en
el que se recogerán -por orden cronológico y numeración correlativa- los documentos
correspondientes a cada entidad.

2.3. Presupuesto de la inscripción

2.3.1. Rogación y potestatividad de la inscripción

En el tratamiento de esta materia han de distinguirse los dos aspectos mencionados:

A. El principio de rogación queda claro en los artículos 5,2 de la L.O.L.R., y 3,1 del Real
Decreto 142/1981 , ab initio, a tenor de los cuales la inscripción se practicará en
virtud de solicitud o a petición de la propia entidad. Se trata, pues, de un procedimiento
dispositivo que se inicia a instancia de parte (y esto vale tanto para la inscripción
principal cuanto para las inscripciones de modificación: v. art. 5, 1 del Real Decreto
142/1981 ). Los asientos no pueden practicarse de oficio (ni siquiera los de
cancelación: v. art. 8 del Real Decreto 142/1981 ).

La inscripción constituye una declaración de voluntad dirigida al encargado del Registro


en súplica de que ejercite sus funciones y practique la inscripción. A diferencia de lo que
sucede en otros Registros que admiten la solicitud verbal e incluso la tácita (implícita en
la presentación de los documentos inscribibles), la declaración de solicitud en el Registro
de Entidades Religiosas ha de hacerse mediante escrito (arg. ex arts. 3, 1 del Real
Decreto 142/ 1981 ).

En relación con las entidades de la Iglesia Católica se ha sostenido, con un excesivo


formalismo literalista, que no es preciso el escrito de solicitud (Lacruz-Sancho). No
obstante, ha de mantenerse que en esta materia rigen las normas reglamentarias, que
son las encargadas de precisar el régimen registral. Esta opinión, por lo demás, se
corrobora leyendo el punto 2 de la Resolución de la Dirección General de Asuntos
Religiosos de 11 de marzo de 1982, que en relación con ciertos entes de la Iglesia
católica exige un escrito de solicitud de inscripción. La norma se refiere a las Órdenes,
Congregaciones religiosas y otros Institutos de vida consagrada. Y respecto de ellas
establece que la inscripción la podrán pedir o bien “individualizadamente para cada una
de las provincias o casas, siempre que esté acreditada la personalidad jurídica civil de la
Orden, Congregación o Instituto a que pertenezcan”, o bien globalmente por la propia
Orden o Congregación en escrito “que se refiera conjuntamente a sus provincias y
casas, remitiendo a tal efecto, junto con la petición, la documentación individualizada
referente a todas y cada una de las entidades menores de la Orden, Congregación o
Instituto que pretendan adquirir personalidad jurídica civil propia”.

B. También debe afirmarse la naturaleza potestativa de la inscripción, a pesar de que no


se haya establecido de modo expreso en ningún precepto. La inscripción no constituye
una obligación, sino una facultad que discrecionalmente pueden ejercer las entidades
que lo juzguen oportuno para el desenvolvimiento de sus fines. En ningún caso cabe,
por tanto, la inscripción de oficio. Esto es algo que nadie duda. Otra cosa muy distinta
es que indirectamente exista una presión para que se produzca una corriente
inscribitoria, que viene dada por las “sanciones positivas” de que se hacen beneficiarias
las entidades que acceden al Registro [reconocimiento de personalidad civil y otras
ventajas jurídicas a los que se alude, infra, 2.4.1 D)].

2.3.2. Titulación auténtica

La inscripción en el Registro de Entidades Religiosas otorga, por así decirlo, estado legal
a las entidades inscritas. Los asientos del Registro, por otra parte, gozan de eficacia
probatoria suficiente -principio de legitimación- [v., por ejemplo, art. 3, 2, e), in fine,
del Real Decreto 142/1981 ]. En atención a tales circunstancias es preciso asegurar el
tracto de autenticidad. Esto se logra estableciendo como presupuesto de la inscripción,
al igual que acontece en otros sectores del derecho registral, el principio de titulación
auténtica.

A. En el ámbito de la inmatriculación resulta significativo al respecto el propio artículo 5,


2 de la L.O.L.R. , a tenor del cual es menester que el documento en virtud del cual se
practica la inscripción sea “fehaciente”. Pero ¿qué es documento fehaciente? Las normas
reglamentarias sólo despejan en parte esta duda. En relación con la inscripción de
fundaciones de la Iglesia Católica es claro el artículo 1 del Real Decreto 589/1984, que
exige escritura notarial. En relación con la inscripción del resto de entidades, el artículo
3, 1, del Real Decreto 142/1981 habla de “testimonio literal del documento de
creación debidamente autenticado o el correspondiente documento notarial de
fundación o establecimiento en España”. A decir verdad, la fórmula reglamentaria es de
difícil inteligencia. Entendemos que en cualquier caso ha de tratarse de un documento
intervenido por notario, pues sólo los notarios pueden autorizar un documento notarial
(acta o escritura) o autenticar -legitimar- un documento privado (testimonio). Los
notarios monopolizan la fe pública extrajudicial (art. 1 de la L.N. ). Tradicionalmente
se había aceptado como documento fehaciente el expedido por las autoridades
eclesiásticas con competencias notariales internas (v. cánones 482 y sigs. del Código de
Derecho Canónico), sin necesidad de ulterior intervención de funcionario público
español. Esta práctica, como es natural, ya no puede admitirse en la actualidad. La
aconfesionalidad del Estado (artículo 16 de la C.E. ) determina que no puedan
aceptarse otros mecanismos de autenticación que los regulados por sus propias leyes.

El problema no es marginal, puesto que apelando a que el A.J. también es Ley del
Estado (lo cual es indiscutible a la vista de los arts. 96, 1 de la CE , y 1, 5 del CC. ),
y a que prevé reglas de titulación especiales en relación con la Iglesia Católica (lo cual
ya es discutible), ha podido afirmarse que basta la documentación interna de la Iglesia.
Veamos el razonamiento. El A.J. -se dice- exige “documento auténtico” y no
“autenticado” (v. art. I 4, 3, del A.J.). Y por ello -prosigue Prada-, tratándose de un acto
emanado de la autoridad eclesiástica, será la legislación canónica y no la civil la que
será llamada a decidir qué se entiende por “documento auténtico”. En principio, parece
que será “documento auténtico” el propio decreto de erección, pero siendo presumible
que en ocasiones éste no exista (por razones de antigüedad, etcétera), o que las
instituciones no quieran desprenderse de tan preciado documento, podrá sustituirse por
certificación del organismo que erige o ha erigido, en que consten la erección y los
demás requisitos que debe contener el Registro. A nuestro juicio, sin embargo, esta
tesis no es correcta. Parte de la idea de que el Real Decreto 142/1981 no es aplicable a
la Iglesia Católica, cuando lo cierto es que, según señala su artículo 3, 3 sólo en lo no
previsto en este Reglamento son de aplicación las normas convenidas. Este precepto,
que al menos en cuestiones de técnica registral, nos parece perfectamente aplicable
exige, pues, que se someta a la Iglesia Católica a la normativa general.

B. Hasta aquí hemos hecho referencia a la titulación precisa para practicar el asiento de
inmatriculación. Nada se ha dicho, sin embargo, en relación con la documentación
necesaria para practicar inscripciones modificativas o cancelaciones. La Ley Orgánica no
contempla el problema (v. artículo 5, 3, de la L.O.L.R. ). El Reglamento lo hace en los
siguientes términos: <<La modificación de las circunstancias [inscritas] será
comunicada al Ministerio de Justicia en la forma prevista... en el artículo [3] para las
peticiones de inscripción>> (art. 5, 1 del Real Decreto 142/1981 ). Las peticiones de
inscripción constituyen un mero documento privado. Por tanto, en principio, habría que
concluir que basta tal título privado. Esta conclusión se revela, sin embargo,
contradictoria con el sistema de la disciplina y con las necesarias garantías de
autenticidad que deben tener los documentos que acceden a un Registro Público. Por
ello, nos inclinamos a interpretar el artículo 5, 1 del Real Decreto 142/1981 , en el
sentido de que exige también documento notarial (o, en su caso, judicial: v. art. 8 del
Real Decreto 142/1981 ) para los asientos posteriores al de inmatriculación. La
referencia a la petición de inscripción puede entenderse, sin grave violencia, hecha no a
la solicitud misma de inscripción, sino a la documentación que es precisa a tal fin.

2.3.3 Calificación

La inscripción no se practica de manera automática a la vista de la presentación de la


solicitud y del título inscribible. Tampoco se practica de manera discrecional en función
de una decisión política. El Registro de Entidades Religiosas es, como ya hemos tenido
ocasión de anticipar, un registro jurídico, que, consiguientemente, ha de velar por la
legalidad de lo que a él accede. Esto determina la necesidad de que, con anterioridad a
la práctica del asiento o de su denegación, se lleve a cabo una actividad previa de
calificación, a través de la cual se verifica si se han cumplimentado los requisitos
establecidos por el ordenamiento para la inscripción y para la consiguiente producción
de sus efectos jurídicos. En este sentido ha de recordarse que la modalidad de
reconocimiento prevista en la disciplina que examinamos -y, en general, en los demás
registros de personas jurídicas- se ajusta al llamado “sistema normativo”, es decir, de
reconocimiento por el cumplimiento de determinadas condiciones legales atestiguado
por un acto de la autoridad que consiste justamente en la calificación. De ello se deriva
que la inscripción registral quede configurada como un verdadero derecho subjetivo,
pues sólo puede denegarse cuando no se acrediten las condiciones del Normativsystem.

A. El primer punto que debemos examinar es el relativo a la titularidad de la potestad


califcadora. En principio, dicha potestad resulta atribuida por el artículo 4, 1 del Real
Decreto 142/1981 , al propio Ministro de Justicia (“Examinada la petición de
inscripción -dice el precepto-, el Ministro de Justicia acordará lo procedente. . . “). No
obstante, por medio de la Orden Ministerial de 13 de diciembre de 1982, se delega al
Director General de Asuntos Religiosos de la resolución de todos los expedientes
relativos a la inscripción de entidades religiosas en el Registro de Entidades Religiosas.
En cambio, en relación con las inscripciones modificativas, la competencia para calificar
se atribuye directamente al Director General de Asuntos Religiosos (v. art. 5, 2 del Real
Decreto 142/1981 ) (en la actualidad, Director General de Cooperación Jurídica
Internacional y Relaciones con las Confesiones).

La Comisión Asesora de Libertad Religiosa carece, en cambio, de todo tipo de potestad


calificadora. A instancia del Ministro -y, en su caso, del Director General- puede evacuar
determinados dictámenes, pero tales dictámenes ni son preceptivos (v. art. 4, 1 del
Real Decreto 142/1981 , y art. 3, 2 de la Orden Ministerial de 31 de octubre de 1982)
ni son, como señala la doctrina, vinculantes.

B. Pero los problemas más interesantes se plantean en relación con la determinación del
ámbito de la potestad calificadora. En este punto, consideramos preciso efectuar varias
observaciones.

a) La primera es para salir al paso de ciertas interpretaciones que no nos parecen


ajustadas y concretamente para rebatir la idea de que la calificación tiene por objeto
controlar la correspondencia con la realidad de lo que se ha consignado en la
documentación presentada. Esta opinión-paradigmáticamente expresada en la
Resolución de la Dirección General de Asuntos Religiosos de 21 defebrero de 2002- se
funda en una interpretación errónea del artículo 5, 2 de la L.O.L.R. (y del art. 4 del
Real Decreto 142/1981 ), a tenor del cual la inscripción exigiría, además de la
solicitud de inscripción y del documento fehaciente, de “la constancia de la exactitud de
todos los datos cuya exigencia establece la ley”. Pero esto no puede admitirse sin
violentar el sentido de las instituciones. Es cierto que se exige que consten una serie de
datos o requisitos. Pero tal constancia no ha de verificarse siempre por el encargado del
Registro, sino que justamente a tal efecto se pide que consten en documento
fehaciente. No se entendería la exigencia de este requisito si después el encargado del
Registro hubiese de volver a verificar su exactitud. Además, se privaría de la eficacia
que nuestro ordenamiento otorga al documento público (v. art. 1.218 del C.C. ). Por
ello -y como nos enseña la doctrina registral-, la calificación sólo se extiende a los
documentos -fehacientes- presentados (y, en caso de inscripciones modificativas,
también a los antecedentes del propio Registro). No puede ir el control más allá,
máxime cuando el expediente de inscripción no es un expediente contradictorio que
tenga una fase de alegaciones y pruebas. Lleva por ello razón el Tribunal Supremo
cuando afirma “la función [calificadora] del Estado en la materia es de simple
reconocimiento formal a través de una inscripción [. . .], pero sin que pueda, en modo
alguno, ir más lejos de la constatación de los aspectos formales encaminados a
garantizar su [de la entidad religiosa cuya inscripción se pretende] individualización por
su denominación, domicilio, fines y régimen de funcionamiento; únicamente, cuando tal
individualización no resulte debidamente perfilada [en el título inscribible], podrá
denegarse la inscripción registral... “(STS de 2 de noviembre de 1987). Como se ha
señalado recientemente, un Registro de Entidades Religiosas, en las coordenadas
axiológicas del actual sistema político, debe limitarse a establecer los requisitos
formales necesarios en función del régimen de cooperación con el grupo religioso
solicitante, estando obligado en la configuración de éstos a no coartar el derecho
subjetivo de tales grupos al tratamiento específico mediante condiciones restrictivas o
injustificadas respecto al fin mencionado” (Motilla). El Tribunal Constitucional en la
sentencia 46/2001, de 15 de febrero, en la cual se declara la procedencia de la
inscripción de la Iglesia de la Unificación, sostiene que la articulación del Registro de
Entidades Religiosas “no habilita al Estado para realizar una actividad de control de la
legitimidad de las creencias religiosas de las entidades o comunidades religiosas, o
sobre las distintas modalidades de expresión de las mismas, sino tan sólo la de
comprobar, emanando a tal efecto un acto de mera constatación que no de calificación,
que la entidad solicitante no es alguna de las excluidas por el art. 3.2 L.O.L.R. , y que
las actividades o conductas que se desarrollan para su práctica no atentan al derecho de
los demás al ejercicio de sus libertades y derechos fundamentales, ni son contrarias a la
seguridad, salud, o moralidad públicas, como elementos en que se concreta el orden
público protegido por la ley en una sociedad democrática, al que se refiere el art. 16.1
CE …La Administración…no se mueve en un ámbito de discrecionalidad que le apodere
con un cierto margen de apreciación para acordar o no la inscripción solicitada, sino que
su actuación en este extremo no puede sino calificarse como reglada” (F.J. 8). La
indebida denegación de la inscripción –añade el F.J. 9- priva de la especial protección
jurídica que el ordenamiento prevé para las confesiones inscritas y supone la
vulneración del derecho de libertad religiosa.

El otro argumento invocado por quienes patrocinan la tesis que aquí contradecimos
tampoco parece decisivo: “Si la operación de calificación registral debiera limitarse a
una mera comprobación de que se ha aportado la documentación exigida sin añadirse
también la comprobación de que se corresponde con la realidad -se dice-, no tendría
sentido la petición de informe por parte del Ministerio de Justicia a la Comisión Asesora
de Libertad Religiosa” (Llamazares). Al respecto ha de observarse que el Informe de la
Comisión Asesora no versa sobre la realidad o autenticidad de los datos consignados en
el título inscribible, sino que tiene por objeto enjuiciar, desde el punto de vista de la
legalidad, los hechos consignados en dicho título. Esto nos da pie para entrar en la
segunda observación que queríamos efectuar en relación con el ámbito de la
calificación.

b) Establecido lo anterior, en seguida nos apresuramos a precisar que ello no significa


que la calificación quede reducida a una mera comprobación de la concurrencia del título
inscribible. La calificación entraña un verdadero juicio de legalidad acerca de su
contenido y muy especialmente acerca de si los fines consignados en el documento
pueden reputarse o no “fines religiosos” en el sentido del artículo 3 de la L.O.L.R. No
podemos entrar ahora a examinar las difíciles cuestiones que se plantean en este
contexto. Pero como ya insinuamos páginas atrás, el juicio de religiosidad corresponde
efectuarlo a la autoridad estatal (ella es quien administra el Derecho Eclesiástico del
Estado), con arreglo al ordenamiento -y a sus valores-estatales (son claras las
Resoluciones de la Dirección General de Asuntos Religiosos de 21 febrero 2002; 12
mayo 2003; 10 noviembre 2003; marzo 2004). Confiar dicho juicio, del que depende la
aplicación de un grupo normativo especial, a las organizaciones confesionales
constituiría una enajenación de competencias. Quedan a salvo los supuestos previstos
por la propia Ley del Estado, en que la religiosidad del fin se atribuye a las Iglesias. Se
trata de los supuestos de inscripción de ciertas entidades menores -las entidades
asociativas- [v. art. 3, 2, c) II del Real Decreto 142/1981 ], que pueden justificarse
porque sus entidades mayores ya han pasado el control registral. No obstante, en la
práctica se comprueba que la Dirección General de Asuntos Religiosas deniega la
inscripción cuando considera que no se acredita el cumplimiento de los fines religiosos,
lo cuales –como afirma la sentencia del Tribunal Supremo de 1 de marzo de 1994-
deben ser objeto de apreciación por la autoridad administrativa, sin tener que sujetarse
a la certificación del órgano superior en España de la correspondiente Iglesia o
Confesión (la progresiva insistencia de la jurisprudencia en el carácter formal de la
calificación no lo impide: v. STS 21 mayo 2004 ; Sentencias de la Audiencia
Nacional de 28 septiembre 2004; 21 abril 2005; 2 noviembre 2005; 4 octubre 2007; 11
octubre 2007).

La constatación de los fines religiosos con respecto a los límites establecidos en el art. 3
de la L.O.L.R. plantea el problema del control del orden público en la calificación
registral. El control de licitud corresponde a los Tribunales de Justicia y no a la
Administración: “El orden público –expresa la citada sentencia del Tribunal
Constitucional- no puede ser interpretado en el sentido de una cláusula preventiva
frente a eventuales riesgos…sólo mediante Sentencia firme, y por referencia a las
prácticas o actividades del grupo, podrá estimarse acreditada la existencia de conductas
contrarias al orden público que faculten para limitar lícitamente el ejercicio de la libertad
religiosa y de culto, en el sentido de denegarles el acceso al Registro o, en su caso,
proceder a la cancelación de la inscripcíon ya existente” (F.J. 11).

C. Contra las resoluciones que denieguen o suspendan la inscripción caben los


siguientes recursos: dado que las resoluciones del Ministro de Justicia o del Director
General agotan la vía administrativa (no se olvide que en las inmatriculaciones el
Director General actúa por delegación del titular del Departamento) (v. art. 6 del Real
Decreto 142/1981), los interesados únicamente podrán entablar un recurso de
reposición que se resolverá -de acuerdo con lo previsto en el art. 116 de la L.P.A.- por
el mismo órgano que dictó el acto recurrido. En los supuestos en que la inscripción
denegada tenga por objeto la modificación de un asiento previamente practicado, contra
la resolución del Director General de Asuntos Religiosos(en la actualidad, Director
General de Cooperación JurídicaInternacional y Relaciones con las Confesiones) cabrá el
correspondiente recurso de alzada ante el Ministro (v. art. 5, 3 del Real Decreto
142/1981 ), cuya resolución agotará la vía administrativa (art. 6 del Real Decreto
142/1981 ).

Cerrada la vía administrativa, los interesados podrán solicitar -así se infiere de la


remisión realizada por el art. 6 del Real Decreto 142/1981 al art. 4 de la L.O.L.R .-
“amparo judicial ante los Tribunales ordinarios y amparo constitucional ante el Tribunal
Constitucional”. Concretamente, podrán entablar recurso contencioso-administrativo,
cuyo conocimiento corresponde a la Sala de lo Contencioso de la Audiencia Nacional (v.
art. 6, 1, del Decreto-Ley de 4 de enero de 1977) y, una vez cerrada por sentencia del
Tribunal Supremo, la vía judicial ordinaria podrá interponer recurso de amparo ante el
Tribunal Constitucional de conformidad con lo previsto en los artículos 41 y sigs. de la
L.O.T.C. .

2.4. Efectos de la inscripción

2.4.1. Declaratividad o constitutividad de la inscripción

A la hora de afrontar el estudio de los efectos de la inscripción, la primera cuestión que


se suscita es la relativa al carácter constitutivo o declarativo de la inscripción. En el
estrecho marco de este estudio no podemos abordar el tema sustantivo en toda su
extensión y profundidad. No obstante, nos parece necesario puntualizar algunos
extremos registrales en la materia. Varias son las observaciones que hemos de hacer en
este sentido:

A. La primera tiene por objeto aclarar que a la vista del derecho positivo no se puede
concluir sino afirmando el carácter netamente constitutivo de la inscripción en el
Registro de Entidades Religiosas. Así se infiere, en efecto, del clarísimo tenor literal del
artículo 5, 1, de la L.O.L.R. , según el cual las entidades religiosas “gozarán de
personalidad jurídica una vez inscritas en el correspondiente registro...”. La indicada
conclusión no sólo es correcta desde el indeclinable punto de vista de la legalidad
positiva, sino que también es la congruente desde el punto de vista general de la razón
jurídica. En efecto, la personalidad jurídica de un ente complejo y la adquisición del
nuevo estatuto jurídico que le es propio puede hacerse depender de la inscripción sin
que ello pueda objetarse desde el punto de vista constitucional (arts. 22.3 y 16 CE
). No se desconoce, sin embargo, la existencia de opiniones doctrinales que se han
pronunciado en sentido contrario o, al menos, disconforme con la tesis aquí mantenida.
Tratando de simplificar la viscosa polémica que se ha generado al respecto cabría
discernir dos grandes orientaciones críticas, que se fundan, respectivamente, en la
normativa constitucional y en la consideración institucional. Obviamente, desde la
perspectiva registral con que hemos enfocado este trabajo, aquí sólo nos interesa la
crítica constitucional, pues la crítica institucional se funda en razones metajurídicas o en
concepciones filosóficas acerca de cuál debe ser el sistema de reconocimiento de los
grupos sociales o religiosos.

La crítica constitucional puede compendiarse en la siguiente ecuación: teniendo en


cuenta que las entidades religiosas gozan de naturaleza asociativa y que el artículo 22,
3 del texto constitucional establece que la inscripción no es constitutiva (la inscripción
se prevé “ . . . a los solos efectos de publicidad”), ha de entenderse que no es conforme
a la Constitución la exigencia establecida por el artículo 5, 1 de la L.O.L.R., y que, por
consiguiente, no cabe concluir más que en el carácter declarativo de la inscripción en el
Registro de Entidades Religiosas (Prada y otros). El razonamiento descrito, formalmente
impecable, no nos parece consistente desde el punto de vista sustantivo, puesto que las
dos premisas en que se funda son de muy dudosa calidad. La primera premisa es que
las Iglesias y sus entidades son entes de naturaleza asociativa. No vamos a entrar en el
análisis crítico de esta premisa que nos llevaría muy lejos. En cualquier caso, lo que no
puede discutirse es que, aun aceptando este planteamiento, por fuerza ha de admitirse
que las Iglesias son asociaciones adornadas de innumerables especialidades, que
podrían justificar un tratamiento diferenciado. En cualquier caso, es la segunda premisa
la que especialmente nos interesa desactivar. No ocultamos ciertamente que a primera
vista la dicción del artículo 22, 3 de la CE inclina a concluir en la naturaleza no
constitutiva de la inscripción. No obstante, este obstáculo puede superarse. Cuando la
Constitución establece que la inscripción sólo se exige a fines de publicidad, en realidad
lo que está diciendo es que la inscripción sólo se exige a fines de personalidad plena,
conformadora del nuevo estatuto jurídico de la entidad de naturaleza religiosa. Como ha
puesto de manifiesto Santamaría en su comentario al precepto constitucional, “la
personalidad jurídica en el mundo privado es una consecuencia de la publicidad registral
y no se concibe sin ella”. Y es que no puede escindirse el binomio
personalidad/publicidad. “Sin inscripción -se ha dicho certeramente- no hay publicidad,
y sin publicidad el derecho no deberá otorgar nunca la personalidad, sino, a lo más, un
reconocimiento fáctico de un fenómeno asociativo en ciernes” (De la Morena). Por lo
demás, debe tenerse en cuenta la existencia de múltiples asociaciones -de interés
particular (art. 35, 2° del CC ), pero también protegidas por el artículo 22 de la CE
-, cuyas leyes específicas establecen el carácter constitutivo de la inscripción.
Particularmente ilustrativo es el caso de las sociedades anónimas y de las sociedades de
responsabilidad limitada (v. art. 33 de la Ley de Sociedades de Capital ), cuya
inconstitucionalidad a nadie se le ha ocurrido plantear. Parece, pues, que se puede
afirmar con cierta seguridad que el carácter constitutivo de la inscripción en el Registro
de Entidades Religiosas no puede ser objeto de censura constitucional.

B. El caso de las sociedades anónimas y las de responsabilidad limitada puede servirnos


de orientación para esclarecer nuestro caso. La doctrina estima allí y nosotros
postulamos aquí que la personalidad jurídica que surge con la inscripción es la
personalidad jurídica compleja y completa de la entidad y la adquisición de su estatuto
jurídico pleno como sociedad anónima, sociedad de responsabilidad limitada o entidad
religiosa. Ello no obsta, sin embargo, para que antes de la inscripción se le reconozca un
cierto grado de personificación -lo que se ha llamado la “personalidad básica”- cuyo
contenido mínimo es le de poder actuar en el tráfico como grupo unificado. Esto es
justamente lo que se establece en el ámbito societario (Pa-Ares). Me parece que esta
interpretación es la que subyace al ambiguo planteamiento de la STC 46/2001 y a
la doctrina más actual (v., como muestra, Alenda Salinas).

Este mismo argumento es el que permite conciliar el art. 5.1 L.O.L.R. con el art. 16 CE.
La razón es clara: el reconocimiento jurídico de los grupos religiosos que garantiza este
precepto no exige la personalidad jurídica plena que surge de la inscripción, sino la
personalidad jurídica básica, que les permite actuar unificadamente en el tráfico.

C. El carácter constitutivo de la inscripción ha de matizarse muy sustancialmente en


relación con las entidades de la Iglesia Católica, cuyo régimen de personificación se
halla notablemente especializado en el Acuerdo Jurídico. Dicha especialidad consiste en
que gran parte de las entidades eclesiásticas tienen atribuida ex lege personalidad civil
sin necesidad de registración alguna. Así sucede con la propia entidad mayor de la
Iglesia Católica, cuya personalidad jurídica, si bien no se otorga expressis verbis en el
texto, se halla presupuesta; con la Conferencia Episcopal (art. I, 3 del A. J.) y, por
extensión, con todas las entidades institucionales; con las entidades territoriales
-diócesis, parroquias, etc.- (art. I, 2, 1° del A. J.), cuya creación canónica basta con
comunicar a la Dirección General de Asuntos Religiosos; con las Ordenes,
Congregaciones, Institutos de vida consagrada y sus casas y provincias que se hallasen
erigidas en la fecha de suscripción del Acuerdo Jurídico (art. I, 4, 2° del A. J. ), y con las
asociaciones y fundaciones que asimismo se encontrasen en esa fecha constituidas (art.
I, 4, 3 ° del A. J.) . No obstante, estos dos últimos grupos de entidades requerirán en el
futuro de la inscripción para adquirir la personalidad jurídica (art. I, 4 del A. J.).

D. La inscripción personifica a las entidades religiosas, pero además produce otros


efectos jurídicos especiales que por la índole de este trabajo hemos de limitarnos a
enumerar: capacidad interpotestativa (art. 7, 1 de la L.O.L.R.) y la consiguiente
posibilidad que por vía de acuerdo se obtengan beneficios fiscales (art. 7, 2 de la
L.O.L.R. ); autonomía interna y la consiguiente posibilidad de establecer cláusulas de
salvaguarda de su identidad religiosa (art. 6. 1 de la L.O.L.R. ); derecho a exigir que
se facilite asistencia religiosa en establecimientos públicos y formación en los centros
docentes (art. 2, 3 de la L.O.L.R .); etc.

E. Hemos dejado para el final el examen del artículo 5, 2 del Real Decreto 142/1981 ,
que regula las inscripciones modificativas, es decir, las que tienen por objeto alterar
alguno de los datos que constan en la hoja registral de la entidad. El indicado precepto
señala que “tales alteraciones serán inscritas o anotadas, en su caso, en el Registro por
acuerdo del Director General de Asuntos Religiosos y producirán los oportunos efectos
legales desde el momento de la anotación”. Del tenor literal de su último inciso se
deduce, sin margen alguno para la duda, que estos asientos de modificación tienen
todos ellos naturaleza constitutiva, puesto que la eficacia jurídica de los actos en que se
fundan está condicionada a su inscripción. A decir verdad, la norma no tiene fácil
justificación e incluso puede ser ilegal. Nos explicamos: no tiene fácil justificación por la
sencilla razón de que carece de sentido hacer constitutivas las inscripciones
modificativas al menos en las relaciones internas; y en relación con terceros y en
aquello que pueda serles relevante- lo oportuno no es hacer constitutiva la inscripción,
sino dotar de inoponibilidad al acto entretanto no se inscriba (el tema conecta con la
“publicidad material” del Registro a la que nos referimos, infra 2.4.3). Pero la norma -y
esto es más grave- seguramente es ilegal, desde el momento en que vulnera el
principio de autonomía que el artículo 6, 1, de la L.O.L.R. concede a todas las entidades
inscritas. En efecto, dicho principio significa que las entidades religiosas “podrán
establecer sus propias normas de organización, régimen interno y régimen de su
personal”. Por tanto, pueden modificar, de acuerdo con sus propias normas, sus reglas
de funcionamiento, sus órganos representativos, revocar a sus representantes, etc. Es
claro, por tanto, que condicionar la validez de estos actos de autonomía a la inscripción
registral constituye una constricción al derecho de autonomía que no puede admitirse
sin expresa habilitación legal. Entendemos, pues, que el alcance del artículo 7, 2 del
Real Decreto 142/1981 debe ser reducido a los efectos propios del principio de
legitimación [v. 2.4.2.B)], y, en el reducido ámbito de la revocación de representantes,
al principio de publicidad material (v. infra 2.4.3).

2.4.2. Legitimación y salvaguardia de los Tribunales

La inscripción en el Registro de Entidades Religiosas genera, a nuestro modo de ver,


una presunción de exactitud y validez de los hechos inscritos.

A. El mencionado efecto es el que la doctrina registral acostumbra a denominar principio


de legitimación. No hay, ciertamente, un precepto específico destinado a consagrar este
principio, aunque su reconocimiento se halla implícito en varias normas que lo
presuponen (específicamente, en las que, según veremos un poco más adelante,
establecen el principio de salvaguardia judicial de los asientos regístrales). La
presunción de exactitud y validez se justifica y se funda en los propios presupuestos de
la inscripción. Los principios de titulación auténtica y de calificación permiten y
demandan, en efecto, atribuirle esa especial eficacia probatoria a los asientos del
registro. Los terceros han de pasar por las declaraciones que contengan los
pronunciamientos registrales. Dicho de otra manera, los pronunciamientos del registro
obligan, en relación al sujeto inscrito, a que todos -entes públicos y privados- tengan
por ciertos los hechos y circunstancias publicados. Así, por ejemplo, la Administración
no puede negarse a reconocer a las entidades inscritas los derechos que le reconoce la
legislación (v. gr., la autonomía, los beneficios fiscales, etc.). La presunción puede
operar también en contra del sujeto inscrito: así, por ejemplo, si el domicilio que
aparece consignado en el registro no se corresponde con el real, la entidad inscrita
demandada no puede oponer una excepción de incompetencia territorial del Juez. Ha de
advertirse, no obstante, que la presunción de exactitud y validez que genera la
inscripción es una presunción simple o iuris tantum, de suerte que los terceros -en el
caso anterior, la Administración o el demandante- pueden destruir con prueba suficiente
la presunción legal. Esto es algo que no puede discutirse (v. art. 1.251 del C.C. ).
Como es natural, la presunción dura mientras dure -esté vigente- el asiento; es decir,
sólo desaparece cuando se practica una nueva inscripción que modifique o cancele el
asiento anterior.

B. Esta última observación nos lleva directamente a examinar otro principio


estrechamente vinculado con el de legitimación: el principio de salvaguardia judicial. Su
establecimiento se halla claramente consagrado en el artículo 5, 3, de la L.O.L.R. , a
tenor del cual “la cancelación de los asientos relativos a una determinada entidad
religiosa no podrá llevarse a cabo si no es a petición de sus representantes legales
debidamente facultados o en cumplimiento de sentencia judicial firme”. Del precepto
transcrito se deriva que los asientos del registro, una vez practicados, devienen
intangibles, de modo que sustancialmente no pueden modificarse ni cancelarse si no es
por voluntad del titular o por sentencia de los Tribunales. En definitiva, pues, los
asientos no pueden ser alterados por el propio encargado del registro en vía
administrativa. Una vez practicados, por así decirlo, escapan de su jurisdicción. La
salvaguardia de los Tribunales, así entendida, constituye una garantía de primer orden
para la estabilidad institucional de las entidades religiosas.

Marginalmente, hay que observar que el principio de salvaguardia de los tribunales, en


el tenor literal de las normas citadas, sólo se extiende a la cancelación de los asientos,
pero no a su modificación o alteración, cuya previsión se halla contemplada en el
artículo 5 del Real Decreto 142/1981 . No obstante, resulta claro que también se
extiende a las modificaciones, pues la ratio del artículo 5, 3 de la L.O.L.R. y la propia
inspiración garantista de la Ley se encaminan en esa dirección. Constituiría un “agujero
negro” por el que podría vaciarse de sentido la protección otorgada. Con cierta
generosidad, cabe incluso afirmar que las modificaciones se hallan contenidas en el
artículo 5, 2 de la L.O.L.R., puesto que el precepto no se refiere a la cancelación de la
entidad (de la inmatriculación), sino que abarca la cancelación de todos y cada uno de
los asientos, de modo que la modificación, en la medida en que supone la cancelación
parcial de un asiento y sus sustitución por otro se halla incluida.

2.4.3. Publicidad material

El examen de la eficacia sustantiva frente a terceros del Registro de Entidades


Religiosas plantea graves dificultades. Algún autor ha afirmado que este Registro se
halla dotado de los efectos típicos de la “publicidad material”. A nuestro juicio, sin
embargo, ha de llegarse a una conclusión negativa en este punto, aunque quepa
establecer alguna pequeña excepción, reconociendo en un ámbito muy recortado los
efectos propios de la publicidad material. Como es sabido, en la doctrina registral, por
publicidad material se entiende ese efecto característico que consiste en que el tercero
de buena fe puede invocar el contenido del registro aunque no se corresponda con el
contenido de la realidad, no pudiendo el titular excepcionar, mediante la
correspondiente prueba, la inexactitud o falsedad de los pronunciamientos registrales.
Este efecto, como a simple vista se advierte, tiene sentido en los registros que, como el
mercantil o el hipotecario, tienen por objeto proteger la seguridad del tráfico. En
cambio, en registros como el de entidades religiosas, cuya finalidad formativo-típica es
muy distinta, carece de sentido reconocer esos efectos de protección de la apariencia.
Tal vez, y lo decimos con graves dudas, pueda admitirse ese efecto de publicidad
material única y exclusivamente en relación a los representantes de la entidad religiosa
inscrita que hayan accedido al Registro. Según hemos tenido ya ocasión de señalar, el
artículo 3, 2, e) del Real Decreto 142/1981 prevé la inscripción, con carácter
potestativo dentro de la inmatriculación de “las personas que ostentan la representación
legal de la entidad”. Imaginemos que se inscribe como tal a Ticio y que más tarde
resulta revocado, sin que dicha revocación acceda al registro; e imaginemos también
que un tercero, confiando en el pronunciamiento registral, desconociendo que ha sido
revocado, contrata con Ticio. ¿Queda en ese caso vinculada la entidad religiosa? Parece
que en principio ha de darse una respuesta afirmativa, y no tanto porque el citado
precepto, in fine, señale que la “correspondiente certificación registral será prueba
suficiente para acreditar dicha cualidad” de representante, sino más bien por el hecho
de que el artículo 10 de la Orden Ministerial de 11 de mayo de 1984 , al regular esta
certificación, establece que en ella “se indicará expresamente que con posterioridad a
esa fecha (se refiere a la fecha de su expedición) no se ha recibido en el Registro
ninguna comunicación ulterior que modifique la representación de la entidad”, precisión
ésta que pone de manifiesto que el solicitante de la certificación puede confiar
plenamente en lo que dice. En realidad, el hecho de que en este estrecho ámbito
admitamos la publicidad material del Registro de Entidades Religiosas no contradice su
finalidad, puesto que la consignación registral de las relaciones de representación sólo
puede explicarse en función de la protección del tráfico (¿qué otro sentido puede
tener?). Por lo demás, el resultado al que llegamos encaja perfectamente con los
principios generales que gobiernan nuestro sistema de derecho privado en esta materia,
a tenor de los cuales quien crea o permite que permanezca una apariencia que no se
corresponde con la realidad ha de pechar con sus consecuencias.

2.4.4. Publicidad formal

Los artículos 5, 1 de la L.O.L.R. y 1 del R.D. 142/1981 establecen que el Registro


de Entidades Religiosas es un registro público, de modo que puede ser consultado por
terceros que “tengan interés en conocer su contenido” (art. 1 de la O.M. de 11 de mayo
de 1984 , sobre publicidad del Registro de Entidades Religiosas). El régimen de la
publicidad formal, relativamente sencillo, puede asumirse en los siguientes puntos:

A. En cuanto a la legitimación para solicitar la publicidad formal, el artículo 1 de la O.M.


de 11 de mayo de 1984 parece subordinar la legitimación a la acreditación de un
interés legítimo (en este sentido cabría equiparar la norma al art. 221 de la L.H. ). No
obstante, a poco que se examine el indicado precepto, pronto se despejan las dudas, en
el sentido de que no es necesaria la concurrencia de un interés externamente conocido.
El interés -dice el art. 1 de la O.M. de 11 de mayo de 1984 in fine- “se presume por el
solo hecho de la presentación de la solicitud”. El argumento definitivo nos lo proporciona
el artículo 3 de la citada Orden Ministerial , que al establecer una excepción a la
norma general -“Como excepción a lo dispuesto en los artículos anteriores, para dar
publicidad a asientos cancelados en cumplimiento de sentencia judicial firme, es preciso
que el peticionario alegue un interés cualificado, que habrá de justificar
suficientemente”- está confirmando la regla general de libre acceso a la información
registral. Contra la denegación de publicidad, como es natural, cabe el correspondiente
recurso administrativo y luego el contencioso ante los Tribunales (v. art. 4 de la O.M. de
8 de mayo de 1984).

B. En lo que hace al ámbito de la publicidad formal ha de señalarse que ésta se refiere,


obviamente, al contenido del Registro. A tenor de lo establecido en el artículo 7, II de la
Orden Ministerial de 11 de mayo de 1984 , ésta se extiende también a su protocolo
anejo, de modo que, en principio, éste también está a libre disposición del público. No
obstante, la indicada norma establece una restricción, en el sentido de que cierra la
posibilidad de informar acerca de los “informes reservados unidos al expediente”.

C. Por lo que atañe a los medios de hacer efectiva la publicidad formal, la normativa
vigente sólo contempla tanto la certificación como la nota informativa (art. 5 de la O.M.
de 11 de mayo de 1984 ). La certificación es un traslado, bajo la fe del encargado de
la publicidad formal del contenido del Registro. Son, pues, documentos públicos (art.
1.220 del C.C. ); pero, además son el único medio que acredita fehacientemente el
contenido registral. La nota informativa o nota simple, cuya eficacia jurídica no es
definida por la normativa del derecho eclesiástico y que, por consiguiente, ha de
inferirse de las reglas generales del derecho registral, constituye un traslado sin
garantía, sin fe del que la expide, del contenido del Registro. Tiene, pues, un simple
valor informativo, pero no acreditativo. No es documento público.

3. La Comisión Asesora de Libertad Religiosa

3.1. Introducción

La L.O.L.R. dispone en su art. 8 la creación en el Ministerio de Justicia, de una


Comisión Asesora de Libertad Religiosa, a quien atribuye las funciones de estudio,
informe y propuesta de todas las cuestiones relativas a la aplicación de dicha Ley , y
particularmente, y con carácter preceptivo, la preparación y dictamen de los Acuerdos o
Convenios de cooperación con las confesionesreligiosas. Las principales normas que
regulan este organismo son: el art. 8 de la L.O.L.R. , el R.D. 1159/2001, de 26 de
octubre que ha sustituido, derogando en lo que se oponga a su texto al RD
1980/1981, de 19 de junio, sobre constitución de dicha Comisión en el Ministerio de
Justicia; la OM de 31 de mayo de 2002, sobre organización y competencias de la
misma,que ha sustituido, derogando en su totalidad a la Orden Ministerial de 31 de
octubre de 1983 sobre organización y competencias de la Comisión Asesora de Libertad
religiosa. Como normativa general y para todo lo no dispuesto por la legislación especial
citada anteriormente, le serán de aplicación con carácter subsidiario las normas de la
Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas
y del Procedimiento Administrativo Común sobre órganos colegiados (Disposición final
primera del RD 1159/2001, de 26 de octubre).

La Comisión Asesora de Libertad Religiosa puede definirse como un órgano


administrativo colegiado, estable, de composición paritaria, dependiente de la
Administración Central del Estado, adscrito orgánica y funcionalmente al Ministerio de
Justicia y enmarcado en la Dirección General de Cooperación Jurídica Internacional y
Relaciones con las Confesiones. Su finalidad es informar con carácter facultativo o
preceptivo sobre cuestiones relativas a la aplicación de la L.O.L.R., proponiendo las
medidas que estime necesarias para ello. El Real Decreto 869/2010, de 2 de julio por el
que se modifica el RD 495/2010, de 30 de abril, que aprobaba la estructura orgánica
básica de los departamentos ministeriales modifica la estructura del Ministerio de
Justicia. La Dirección General de Cooperación Jurídica Internacional pasa a denominarse
Dirección General de Cooperación Jurídica Internacional y Relaciones con las
Confesiones, asumiendo así las funciones que antes correspondían a la Dirección
General de Relaciones con las Confesiones.

La opción por un órgano como la Comisión Asesora no es nueva, ya que la Ley 44/1967,
de 24 de junio, reguladora del Derecho Civil de Libertad Religiosa establecía la creación
de una comisión administrativa con el fin de vigilar la aplicación de dicha ley, aunque
con significativas diferencias respecto a la actual Comisión sobre todo en cuanto a su
composición y competencias.

3.2. Composición
La CALR estará compuesta de forma paritaria por representantes de la Administración,
de las confesiones religiosas y por expertos; en particular –según el art. 2 del RD
1159/2201, de 26 de octubre - está constituida por el Director General de
Cooperación Jurídica Internacinal y relaciones con las Confesiones, que actuará como
Presidente, un representante de la Presidencia de Gobierno y de cada uno de los
Ministerios de Hacienda, Interior, Defensa, Educación, Cultura y Deporte, Trabajo y
Asuntos Sociales, Sanidad y Consumo, y Presidencia; nueve representantes de las
Iglesias, Confesiones y Comunidades Religiosas o Federaciones de las mismas entre las
que, en todo caso, estarán las que tengan notorio arraigo en España, nombradas por el
Ministro de Justicia, después de oídas al menos estas últimas; nueve personas de
reconocida competencia en el campo de la libertad religiosa, designadas por acuerdo del
Consejo de Ministros a propuesta del Ministro de Justicia; y, por último,por un
funcionario del Ministerio de Justicia designado por el Presidente de la Comisión , que
actuará como Secretario y que asistirá a las reuniones con voz pero sin voto.

Las notas esenciales que presenta su estructura son su carácter tripartito, su


composición paritaria y su estabilidad, con un número de miembros que asciende a
veintiocho. El mandato los vocales es de cuatro años, pudiendo ser nombrados para
nuevos mandatos, sin perjuicio de las sustituciones por cese, renuncia o fallecimiento
(art. 1.3 RD 1159/2001, de 26 de octubre ). El carácter tripartito elimina la
posibilidad de calificar a la Comisión como mixta Estado-Confesiones. Se trata de un
organismo estatal cuyos miembros son nombrados por órganos del Estado, integrada
por representantes de las principales confesiones, representantes de las distintas áreas
de la Administración cuyas competencias tengan relación con diversos aspectos de esta
materia y personas de reconocida competencia en el campo de la libertad religiosa.

3.3. Competencias

La CALR se configura como órgano asesor del Ministro de Justicia en todas aquellas
materias relacionadas con la aplicación de la Ley Orgánica. Su intervención es tan solo
preceptiva en la preparación y dictámenes de los acuerdos o convenios de cooperación
del Estado con las confesionesa que se refiere el art. 7 de la L.O.L.R, así como en
informar, en su caso, acerca de los acuerdos entre las confesiones religiosas y los
distintos órganos de la Administración(arts. 8 L.O.L.R., 2 RD 1159/2001, de 26 de
octubre y art. 3.2 Orden 1375/2002. de 21 de mayo). Las demás funciones las
ejercerá la Comisión a través de consultas que tendrán carácter facultativo o
potestativo. Entre ellas destaca el asesoramiento en relación al estudio e informe de los
expedientes de inscripción y de cancelación en el Registro de Entidades Religiosas que
sean sometidos a su estudio por el Ministro de Justicia o el Director General de
Cooperación Jurídica Internacional y Relaciones con las Confesiones.

Aunque el art. 8 de la L.O.L.R. asigna a la Comisión el estudio, informe y propuesta de


todas las cuestiones relativas a la aplicación de dicha Ley, sin excepción alguna, lo
cierto es que el Derecho pactado entre la Santa Sede y el Estado español queda fuera
del ámbito de competencia de la Comisión asesora, como consecuencia del carácter de
sujeto internacional de las partes. No obstante, nada se opone –como dicen Llamazares
y Fernández Coronado- a una actuación de consulta e informe de la citada Comisión
sobre los Acuerdos y normas de desarrollo y ejecución de los mismos.

Al ser un órgano asesor sólo podrá actuar a instancia de parte legitimada (poder
legislativo, ejecutivo y judicial). Los individuos y las confesiones religiosas carecen de
una facultad de petición directa a la Comisión por lo que deberán canalizar sus
demandas a través del Ministerio de Justicia.

3.4. Organización y funcionamiento

El art. 3 del RD 1159/2001, de 26 de octubre, especifica que la Comisión funcionará en


Pleno y en Comisión Permanente. El Pleno se reunirá preceptivamente una vez al año y
en todos aquellos casos en que se considere oportuno por iniciativa del Presidente o a
solicitud de la mayoría de los vocales. La Orden 1375/2002, de 31 de mayo ,
contempla de forma pormenorizada los órganos de la Comisión y las funciones que
corresponden al Presidente de la Comisión, a la Comisión en Pleno, a la Comisión
Permanente, a los Vocales y a las personas que sean convocadas a las reuniones de la
citada Comisión para aportar información relevante o que reciban el encargo de realizar
estudios técnicos en apoyo de sus funciones, y por último, al Secretario de la Comisión.
Las funciones de la Comisión se ejercen normalmente en el Pleno, en tanto que la
Comisión Permanente actuará, en casos de urgencia, para el estudio y redacción de
informes que le sean solicitados. También le competen el estudio, informe y propuesta
de los asuntos que se le encomienden por delegación de la Comisión en Pleno.

AUTONOMÍA DE LAS CONFESIONES RELIGIOSAS. LAS


CLÁUSULAS DE SALVAGUARDA DE LA IDENTIDAD DE LAS
CONFESIONES

Otaduy Guerin, Jorge. Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado de


la Universidad de Navarra

1. La noción de autonomía en el derecho público

La noción de autonomía ocupa un lugar destacado en de la teoría general del derecho y


reclama de manera constante la atención de los juristas. No ha de olvidarse, además,
que las conclusiones sostenidas en el ámbito de la teoría general encuentran una
proyección inmediata en la esfera de la organización política, en la medida en que la
autonomía es un concepto clave para la solución del problema de la estructuración del
Estado.

Durante la primera mitad del siglo XX, el estudio de esta noción cobró nuevo vigor como
consecuencia del éxito de la teoría de la pluralidad de ordenamientos jurídicos, cuyo
patrocinador principal fue Santi Romano. La doctrina jurídica española no permaneció
ajena a esa orientación, aunque el tema de la autonomía logró entre nosotros el primer
plano de la actualidad jurídico-política “en relación con los problemas que plantea el
alcance del grado de libertad y autogobierno de las comunidades autónomas, la
naturaleza jurídica de los Estatutos de autonomía y la propia noción de Estado de
autonomías, utilizada para la calificación de los rasgos fundamentales del Derecho
público que delinea la Constitución ” (ciáurriz).

Si dejamos de lado la noción de autonomía privada, que no es fuente de normas


jurídicas y reduce su eficacia a la determinación de las relaciones entre particulares,
advertiremos que el concepto en cuestión es patrimonio, principalmente, de la ciencia
del derecho administrativo.

No es infrecuente que los autores inicien el estudio de la noción de autonomía aludiendo


a la dificultad que presenta la determinación de su alcance “si no se enmarca en
coordenadas concretas de tiempo y lugar y se atiende al contexto normativo en que se
emplea porque, ciertamente, es polisémico, relativo, históricamente variable y
comprendido de forma diferente en los diversos lugares en que se utiliza (muñoz
machado). Giannini, por su parte, advierte que autonomía es vocablo “que encierra no
ya varias acepciones de un mismo concepto, sino varios conceptos o, si se prefiere,
varias nociones”. No se ha llegado a fijar una noción general de autonomía y, por eso,
puede decirse que hay nociones diversas de autonomía en relación con los diversos
ámbitos donde se aplica.

El concepto de autonomía que maneja la ciencia administrativista es el propio de los


entes públicos menores, no soberanos, a quienes la norma -legal o constitucional,
según los casos- reserva una esfera de intervención. Dos notas distinguen
principalmente a estos sujetos: el carácter público y la sujeción a la entidad superior
que ostenta la soberanía. El ente autónomo recibe, por tanto, “una aptitud para ser
titular de posiciones y relaciones jurídicas propias (que) se traduce, por fuerza, en una
mayor o menor capacidad de autodeterminación y de autogestión del ente en la esfera
de sus intereses” (garcía de enterría y fernández). Desde esta perspectiva, autonomía
es, ante todo, separación: ente autónomo es equivalente de ente separado.

Etimológicamente, el vocablo remite a otra acepción que no es, desde luego, extraña a
la anteriormente descrita. La voz autonomía alude a un cierto poder de darse normas
propias; el concepto se refiere a la potestad reconocida a ciertos entes de dotarse a sí
mismos de un ordenamiento jurídico. Sin embargo, este elemento no es consustancial
en todos los casos a su personalidad y para evitar el equívoco se habla también de
autarquía, como un simple grado de autonomía ejecutiva.

Puede decirse, en resumen, que para el derecho administrativo autonomía es,


esencialmente, principio ordenador de las técnicas de distribución de competencias, que
tanta importancia adquieren en el moderno Estado hipergestor y descentralizado. Tiene
un significado, como agudamente ha señalado La Pergola, análogo al de separación de
poderes: la separación de poderes es garantía del individuo, mientras que la
distribución de competencias es garantía de la autonomía territorial.

2. La distinción entre el orden político y el orden religioso en la Constitución


Española

La noción administrativista de autonomía -que explica en términos de subordinación las


relaciones entre los entes autónomos y el ordenamiento superior- no puede aplicarse
sin importantes salvedades a la posición que, ante el Estado, ocupan las confesiones
religiosas. Desde una perspectiva estatalista esa concepción simplificaría su régimen
jurídico, pero no quedaría garantizada la libertad religiosa ni la correspondiente laicidad
del Estado.

La autonomía propia del fenómeno religioso merece un tratamiento específico, mediante


la utilización de la técnica propia del derecho eclesiástico, que reclama tomar en cuenta
determinados factores que proporcionan un grado suplementario de complejidad al
problema. En primer lugar, la incuestionable realidad de que los ordenamientos del
Estado y de las confesiones pertenecen a dos órdenes diversos -el político y el religioso-
y tanto el Estado como las confesiones -este es el caso, al menos, de la Iglesia católica-
se declaran soberanos en el propio e incompetentes en el ajeno. Ambos órdenes, sin
embargo, no se encuentran incomunicados, porque arraigan en la persona humana, que
es a la vez sujeto y fundamento del orden político y del orden religioso.

La distinción entre el orden político y el orden religioso se reconoce en el artículo 16.3


CE , como presupuesto de la no estatalidad de las confesiones y del mandato
impuesto a los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la
sociedad española y mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia
católica y las demás confesiones.

El reconocimiento de esa dualidad no responde a razones históricas o sociológicas, sino


que deriva en última instancia de la afirmación de que la persona humana es el
fundamento del orden político (art. 10.1 CE ). En efecto, “es patrimonio de la
tradición cultural en que se asienta la Constitución española entender a la persona
humana como un sujeto dotado de conciencia y de libertad, y, por tanto, de una esfera
jurídica de autonomía -donde se asienta el orden moral y religioso-” (molano). El
reconocimiento de esa dimensión -moral y religiosa- de la personalidad humana, que
encuentra oportuno reflejo en la vida social, produce como uno de sus efectos propios la
limitación del poder del Estado. La persona no queda sometida de modo absoluto a su
jurisdicción, sino que existen radicales manifestaciones de voluntad vedadas a la
interferencia del Estado.
El orden político y el orden religioso son, por naturaleza, independientes y delimitan
competencias de instituciones distintas: la comunidad política y las confesiones
religiosas. Una y otras actúan en su propio ámbito en régimen de independencia y
soberanía. Este dualismo -que se encuentra en la base de nuestro derecho eclesiástico-
da razón de los principios que inspiran tanto la actuación del Estado en lo religioso como
de las confesiones en lo temporal. Por parte estatal, tiene un carácter primario el
principio de libertad religiosa, mediante el cual el Estado se prohibe a sí mismo no sólo
cualquier coacción o sustitución de los ciudadanos en lo religioso sino también la
concurrencia junto a ellos en calidad de sujeto de actos o actitudes ante la fe y la
religión, sean del signo que fueren. En íntima conexión con el primero se encuentra el
principio de laicidad, en virtud del cual el Estado se declara radicalmente incompetente
en lo religioso (viladrich). Las confesiones religiosas, por su parte, declaran su
incompetencia en materias políticas y reconocen la libertad de sus fieles para la
actuación en el ámbito temporal (pero sin renunciar a intervenir cuando las decisiones
políticas tienen una relevancia moral).

Desde la perspectiva aquí adoptada, en conclusión, no cabe interpretar la autonomía de


las confesiones en términos de ordenamiento secundario o derivado respecto del
Estado. Con arreglo a la distinción de órdenes, tal como ha sido descrita, esa derivación
no existe. Cada institución en su propio ámbito puede generar un ordenamiento
independiente y soberano. La independencia de una y otra se sigue de la naturaleza
misma de la sociedad política y de la sociedad religiosa .

3. Distinción de competencias, libertad religiosa y laicidad del Estado

La noción de autonomía de las confesiones religiosas adquiere su más pleno sentido


cuando se construye a partir del principio de laicidad del Estado y no se concibe como
una simple derivación del derecho de libertad religiosa. Este último planteamiento no es
infrecuente entre quienes no se encuentran familiarizados con la peculiar técnica del
derecho eclesiástico -aunque también algunos cultivadores del derecho eclesiástico lo
asumen- y tienden a adoptar en el tratamiento del tema posiciones marcadamente
estatalistas. En una cultura jurídica en la que el positivismo suele ser principio de
rigurosa observancia, los contornos de la autonomía vienen delimitados por el alcance
de un derecho de libertad religiosa de concesión -o, en todo caso, de interpretación-
estatal. El tema requiere un tratamiento más elaborado y debe ser puesto en relación
con la idea de que no todas las manifestaciones del fenómeno religioso con relevancia
jurídica en el ordenamiento del Estado son reducibles a la libertad religiosa.

El dualismo constitucional entre el orden político y el orden religioso fundamenta,


además del principio de libertad religiosa, el de laicidad, que, radicalmente, se configura
como el principio de la mutua no injerencia. La laicidad presenta dos vertientes
diferentes: la primera es la independencia del Estado respecto de las iglesias (que
impide cualquier género de confesionalismo); y la segunda es la independencia de las
confesiones respecto del Estado (que descalifica toda suerte de jurisdiccionalismo). El
principio de laicidad del Estado contemplado desde la perspectiva de los grupos
religiosos configura el principio de autonomía. Laicidad y autonomía son dos caras de
una misma realidad; valores subordinados al bien jurídico protegido en una instancia
superior, que no es sino la distinción y preservación del orden político y del orden
religioso en su integridad y plenitud.

El Estado, por tanto, actuaría en contra de la laicidad no sólo si asumiera elementos


religiosos en su configuración u organización como Estado, sino también si interviniera
sobre la libre actividad de las confesiones religiosas cuando éstas gestionan sus asuntos
propios.

La autonomía de las confesiones religiosas no pretende primariamente justificar la


relevancia positiva de las normas jurídicas confesionales en el ordenamiento del Estado
-que en algunos casos tendrá lugar- sino, más bien, proteger a las confesiones frente a
normas estatales que tuvieran la pretensión de proyectarse sobre su vida interna o los
elementos constitutivos de su organización.

El tema que tratamos resultaría extremadamente simple si existiera una clara y pacífica
delimitación de los ámbitos de la jurisdicción confesional y estatal, cosa que no sucede.
El orden político y el orden religioso no permanecen incomunicados entre sí, sino que
arraigan en un único sujeto que presenta a un tiempo esa doble dimensión, temporal y
trascendente. De manera correlativa, las instituciones que ostentan las competencias
propias en uno y otro plano no pueden mantener una completa separación, porque se
encuentran al servicio de la misma persona humana, sujeto y fundamento de ambos
órdenes. Esta es la razón por la que existen unas legítimas incursiones del
ordenamiento del Estado hacia la esfera de lo religioso y del de la Iglesia hacia las
cuestiones temporales.

En efecto, el Estado no puede ser ajeno al fenómeno religioso cuando éste da lugar a
relaciones jurídicas que, o son propias de la comunidad política o civil -como las
relaciones de propiedad o de trabajo subordinado-, o tienen relevancia en ella. Se
entiende sin dificultad que no se trata de una competencia religiosa sino política o civil.
Al Estado interesa en exclusiva la proyección civil -la politicidad, en expresión de
Hervada- del fenómeno religioso, un fenómeno que de suyo no es político ni civil, sino
de una categoría distinta y autónoma.

Las confesiones religiosas, por su parte, se consideran plenamente soberanas para la


regulación de todas aquellas materias que afectan al fin que se proponen realizar. Como
quiera que se trata de un fin de naturaleza sobrenatural, excluyen de su propio
ordenamiento, en principio, las cuestiones temporales. Algunas de ellas, sin embargo,
no renuncian al establecimiento de su propio régimen jurídico en materias que tienen
una dimensión trascendente, aunque presenten también una proyección social que
justifique el interés del Estado. Es el caso del matrimonio, de la personalidad jurídica de
las entidades religiosas o de la enseñanza, por ejemplo.

La frontera que separa el orden político y el orden religioso no presenta unos perfiles
totalmente definidos. Como escribió Jemolo, siempre permanecerán las divergencias
“entre el Estado, que considerará actividades políticas ciertas actividades que para la
Iglesia son, por el contrario, religiosas y la Iglesia, que considerará pertenecientes al
campo de la religión ciertas actividades benéficas y culturales que, para el Estado,
entran en su ámbito”. Pienso que las situaciones de conflicto deben encontrar arreglo en
el terreno prudencial, porque existen de ordinario diversas soluciones técnicas, en
conformidad con el principio fundamental de la distinción entre el orden político y el
religioso, para un mismo asunto. No cabe, a mi juicio, diseñar apriorísticamente un
sistema que resuelva con criterios técnicos todos los conflictos posibles entre los
ámbitos jurisdiccionales del Estado y de las confesiones religiosas, sino que, con una
mayor dosis de modestia y de realismo, se trata de lograr un satisfactorio régimen de
convivencia, renunciando a posiciones maximalistas de uno u otro signo.

4. Autonomía de las confesiones religiosas: los términos legales

La reflexión teórica sobre la autonomía de los grupos religiosos, que ha ocupado las
primeras páginas de esta lección, ayuda a comprender la importancia del fundamento
de distinción entre el orden político y el religioso, y pone claramente de relieve los
puntos de contacto que guarda ese principio -el dualismo- con la laicidad del Estado.
Con todo, sería ilusorio, como he apuntado, pretender resolver en sede teórica la
totalidad de los problemas prácticos que en se presentan en esta materia que no
admiten posiciones maximalistas. Este es el motivo por el cual la segunda parte de la
lección se dedica al estudio de los términos legales: las formulaciones del derecho
positivo para adelantar la solución de los supuestos que presentan una cierta
potencialidad conflictiva.
Vaya por delante la advertencia de que no considero reconocimiento de autonomía de
las confesiones cualquier manifestación colectiva del derecho de libertad religiosa, como
el derecho de reunión, de asociación o de establecer lugares de culto, por ejemplo.
Aunque es evidente que tales derechos contribuyen al libre desarrollo de la vida de la
confesión, en su ejercicio no se encuentra implicada, estrictamente hablando, su
autonomía. Se produce el reconocimiento de la autonomía de una confesión religiosa
cuando la norma estatal reconoce de algún modo -no siempre de manera explícita- la
eficacia de determinadas normas confesionales para regular sus asuntos internos.
Aunque pretendo establecer un criterio restrictivo en la interpretación del alcance de la
autonomía, las referencias legales serán bastante numerosas. El carácter básico de este
estudio aconseja hacer una exposición breve y ordenada de la materia, que es lo que
trataré de llevar a cabo.

4.1. El reconocimiento de la autonomía de las confesiones religiosas en las


normas unilaterales (Artículo 6.1 LOLR)

El artículo 6.1 LOLR se refiere explícitamente a la autonomía de las confesiones


religiosas. Lo hace con amplitud y notable precisión:

“Las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas inscritas tendrán plena autonomía y


podrán establecer sus propias normas de organización, régimen interno y régimen de su
personal. En dichas normas, así como en las que regulen las instituciones creadas por
aquéllas para la realización de sus fines, podrán incluir cláusulas de salvaguarda de su
identidad religiosa y carácter propio, así como del debido respeto a sus creencias, sin
perjuicio del respeto de los derechos y libertades reconocidos por la Constitución , y
en especial de los de libertad, igualdad y no discriminación.

La autonomía de las confesiones inscritas recibe el calificativo de plena; la


manifestación de esa autonomía en el ámbito normativo se extiende a la organización,
al régimen interno y al régimen de su personal; las cláusulas de salvaguarda, por
último, se conciben como medidas de protección de la identidad de las entidades
religiosas. Tres afirmaciones del artículo 6.1 LOLR que trataré separadamente a
continuación..

4.1.1. La plenitud de autonomía

¿En qué consiste la plenitud de autonomía que reconoce la ley? Resulta significativo que
no aparezca una mención semejante cuando se alude a la autonomía en otros contextos
normativos (la legislación universitaria o de los entes locales, por ejemplo). La
referencia debe entenderse como una velada alusión al carácter originario del
ordenamiento de las confesiones y a la singularidad con que se emplea en el marco
religioso el concepto de autonomía. La referencia a la plenitud es una manera de
reconocer -de manera sutil pero elocuente en el lenguaje jurídico- que, como he tenido
oportunidad de explicar más arriba, no nos encontramos ante un régimen de autonomía
estatutaria y juridicidad derivada.

4.2.2. La autonomía normativa

Expresión de la plenitud de autonomía de las confesiones es la facultad de regirse por


sus propias normas en los ámbitos que la ley indica. El primero es la propia
organización. Las confesiones religiosas pueden establecerse con entera libertad, con
arreglo a los requisitos exigidos por su naturaleza o, simplemente, conforme a su
particular conveniencia.

Aunque la jurisdicción del Estado se encuentre circunscrita por el ámbito de su


territorio, la ley de reconocimiento de las confesiones religiosas no pretende obviamente
constreñir el fenómeno organizativo religioso a los propios contornos nacionales. Hay
confesiones de carácter universal, como la Iglesia católica. Cuando el derecho interno
alude a ella, no se refiere a una entidad nacional -a una inexistente Iglesia española-
sino a la Iglesia tal cual es -universal por tanto-, en la medida en que radica en el
territorio español, es decir, a la Iglesia en España.

El alcance del reconocimiento de otras confesiones será distinto, pero igualmente


acomodado a su naturaleza, necesidades o preferencias (dentro de las posibilidades que
ofrece el ordenamiento estatal). Pueden ser reconocidas como instituciones nacionales,
es decir, como iglesias coincidentes con el ámbito geográfico de una nación; como
secciones regionales de confesiones de ámbito territorial más amplio; o como entidades
locales, reconducibles, incluso, a unos determinados lugares de culto.

Dentro del espacio geográfico estatal, las confesiones son libres, asimismo, para
establecer las oportunas divisiones administrativas, de acuerdo con los criterios que
estimen más apropiados, sean de naturaleza territorial o personal. Pueden también
proceder a la creación de las correspondientes entidades orgánicas, constitutivas de la
estructura de gobierno y administración de la confesión religiosa.

En definitiva, no se pone ningún límite a la capacidad de las confesiones religiosas para


auto-organizarse como tengan por conveniente. No se les obliga, como sucede con las
asociaciones y fundaciones privadas, a adoptar determinadas estructuras organizativas
(gonzález del valle).

Como la misma denominación sugiere, el régimen interno alude a la normas


reguladoras de la vida dentro de los límites de la propia iglesia o confesión. Podríamos
decir que nos encontramos en el terreno del ejercicio de la “potestad reglamentaria” de
los órganos de gobierno, mediante la que se procede, por ejemplo, a la delimitación de
competencias entre los diferentes oficios o se precisan sus normas de funcionamiento.

Estrechamente relacionado con el aspecto anterior se encuentra el relativo al régimen


del personal. Hace referencia al estatuto de los miembros de la confesión dedicados a
las tareas ministeriales y de gobierno mediante una relación estable de servicio. El
régimen del personal se extiende a las normas que rigen la selección, el nombramiento,
el destino, la determinación de los derechos y deberes propios el la relación de servicio,
el cese etc. En un sentido amplio, las normas relativas al régimen del personal puede
extenderse -con las precisiones que haré más adelante- a los empleados de la confesión
religiosa, es decir, al personal contratado que realiza su trabajo en calidad de servicio
profesional y no en cuanto miembro de la confesión (aunque personalmente profese esa
misma fe y pertenezca a esa iglesia).

4.2.3. Las cláusulas de salvaguarda

En el marco general de la protección de la autonomía de las instituciones religiosas se


encuentra la referencia a estas singulares “cláusulas de salvaguarda de la identidad
religiosa y carácter propio” de las confesiones y de sus entidades. Para comprender su
naturaleza, resulta necesario atender a la estructura redaccional del precepto en el que
se contiene.

El artículo 6. 1 de la LOLR consta de dos párrafos. El primero -al que me he referido


hasta ahora para tratar acerca de la autonomía- se dedica enteramente a las iglesias y
confesiones en cuanto tales, incluidas las estructuras orgánicas o entidades
jurisdiccionales en que se constituyen: la Conferencia episcopal o las diócesis, por
ejemplo, en el caso de la Iglesia católica. La autonomía normativa -es decir, la facultad
de regirse por su propio derecho en materia de organización, régimen interno y de su
personal- se predica de estas entidades.

En el siguiente párrafo, en cambio, la posición dominante corresponde a las


instituciones creadas por las confesiones para la realización de sus fines, quedando
estas últimas -las confesiones- en un segundo plano. Nótese que es precisamente al
tiempo de introducirse la ley en el terreno de las entidades derivadas cuando aparece la
mención de las cláusulas de salvaguarda.

El texto al que ahora me refiero tiene en cuenta preferentemente la proyección exterior


de las confesiones religiosas y no tanto su vida interna. El punto focal de la norma se
centra, en efecto, en las instituciones derivadas a través de las que los grupos religiosos
se hacen presentes en la vida social: asociaciones, fundaciones, universidades, centros
educativos o asistenciales de variada índole. Se trata de entidades que actúan con
sujeción al derecho del Estado en todas las dimensiones del ordenamiento jurídico con
las que pueden relacionarse: fiscal, educativo, laboral, mercantil etc.

En este contexto aparece la mención de las cláusulas de salvaguarda de la identidad


religiosa. Precisamente porque se trata, si se permite la expresión, de una figura civil -
creada y regulada por el derecho del Estado- y porque se encuentra destinada a adquirir
una eficacia civil, o sea, en el ámbito estatal. Las cláusulas de salvaguarda pretenden
sobre todo garantizar la identidad religiosa de aquellas entidades y actividades que se
rigen por el derecho del Estado y no por un ordenamiento jurídico confesional.

Llegados a este punto, hay dos aspectos pendientes de clarificación. El primero de ellos
es el sentido, en términos jurídicos, de las expresiones identidad religiosa o carácter
propio (que son sinónimas).

Para entender el concepto conviene tener en cuenta que el objeto de protección del
artículo 6.1 LOLR no es una identidad sin adjetivos sino precisamente de índole
religiosa. Las cláusulas de salvaguarda no han sido concebidas para garantizar la
identificación personal de la confesión sino su identidad institucional, en la que el
elemento religioso -tal como se practica en el seno de cada particular tradición- es
esencial. Si una nueva iglesia, secta o grupo religioso de cualquier índole se sirviera de
la denominación o de los símbolos exclusivos de una confesión ya reconocida, ésta
podría invocar su derecho al nombre para obstruir la pretensión del plagiario. Pero se
trata de un problema distinto al que pretende dar solución el artículo 6.1 LOLR , que
versa sobre la identificación institucional de las iglesias o confesiones. En este contexto,
la identidad religiosa o carácter propio consiste en la expresión sintética de los
principios que orientan la actividad institucional de la entidad y que deben encontrar un
reflejo adecuado en las tareas de quienes trabajan en ella.

El otro punto que reclama una respuesta clarificadora es el siguiente: ¿quiénes son los
destinatarios de esas cláusulas? O, dicho de otra forma, ¿frente a quiénes pueden ser
invocadas? Si la argumentación hasta aquí llevada se estima plausible, se convendrá en
que la ley, en este pasaje, quiere referirse principalmente a los empleados de la propia
organización. No a los miembros de la confesión religiosa que hayan establecido con ella
una relación de servicio en la esfera del derecho confesional, sino al personal contratado
en el ámbito del derecho del Estado.

La previsión legal no resulta intempestiva si se considera que, en efecto, la manera más


eficaz de provocar la transformación de una determinada organización es precisamente
desde su interior. No es infrecuente que los intentos en ese sentido llevados a cabo
desde fuera, aun los de naturaleza agresiva u hostil, produzcan el efecto contrario,
contribuyendo precisamente a reforzar la identidad del grupo.

La interpretación que sostengo encuentra apoyo en el tenor literal del artículo 6.1 LOLR
. La referencia a la garantía, en todo caso, “de los derechos y libertades reconocidos
por la Constitución y, en especial de los de libertad, igualdad y no discriminación”
resulta sumamente elocuente. El contrapeso de las cláusulas de salvaguarda reside en
los derechos personales. En la mente del legislador son precisamente esos derechos
personales los que entran en liza -y deben armonizarse- con la protección institucional
de la organización. Estas cláusulas de salvaguarda no están llamadas a entrar en juego
ante las intervenciones de los poderes públicos o de otras organizaciones sociales sino,
cabalmente, frente a determinadas actuaciones de las personas.
Cualquier duda acerca de esta interpretación desaparece a la vista del contenido de los
trabajos parlamentarios sobre el particular. El debate sobre las cláusulas de salvaguarda
giró exclusivamente en torno al tema de la garantía de los derecho de los trabajadores
al servicio de entidades religiosas; versó, concretamente, sobre la aplicación del
derecho laboral en el seno de estas organizaciones.

Con todo, los problemas interpretativos que suscita la figura de las cláusulas de
salvaguarda no se reducen a la determinación de su naturaleza y a la identificación de
las entidades que pueden emplearlas. La aplicación de esta figura no admite posiciones
indiscriminadas o generalizadoras. En el seno de las organizaciones que pueden recurrir
a ellas -las confesiones y las instituciones creadas por ellas para la realización de sus
fines que dispongan de personal contratado con arreglo al derecho del Estado-, no todos
los trabajadores realizan tareas igualmente relevantes. En unos casos, la relación con el
fin institucional será inmediata y en otros remota. Las cláusulas de salvaguarda podrían
ser invocadas en el primer caso, si se trata de actividades capaces de generar conflicto
con el carácter propio del grupo.

Estas precisiones pretenden contribuir a señalar el alcance efectivo de las cláusulas y


salir al paso de una apriorística calificación religiosa de toda actividad profesional
desempeñada al servicio de estas entidades. La doctrina laboralista -desarrollada en el
contexto de las llamadas “empresas ideológicas”- utiliza el término “funciones neutras”
para referirse a aquéllas en las que el elemento ideológico que impregna la actividad de
la organización en su conjunto no toca a la que desempeña un trabajador concreto. La
aplicación analógica de esta doctrina a las confesiones religiosas e instituciones creadas
por ellas para la realización de sus fines no resulta en absoluto forzada. En estas
empresas también podrían encontrarse puestos de trabajo en los que las convicciones
religiosas tuvieran escasa relevancia en relación con el fin institucional.

Es razonable suponer que las dificultades surgirán cuando se aprecie un contacto


efectivo entre la tarea del trabajador y la identidad religiosa de la organización. Este es
el motivo por el propongo limitar en principio la aplicación de las cláusulas de
salvaguarda al ámbito de lo que denominaría las relaciones laborales de contenido
religioso, en lugar de referirse indiscriminadamente a la organización religiosa, como si
se tratara de una realidad absolutamente homogénea. Las mencionadas relaciones
laborales específicas son las que, en ese tipo de organizaciones, desempeñan los altos
cargos, los trabajadores cualificados, quienes ostentan una cierta representación de la
entidad o mantienen una relación intensa con el público etc.

Con todo, no es posible establecer criterios excesivamente rígidos, de manera que se


excluya a priori del ámbito de aplicación de las cláusulas de salvaguarda a determinadas
categorías profesionales. Se trata de una cuestión delicada que habrá que resolver, si
llega el caso, ante la jurisdicción competente. Cabe imaginar hipótesis en las que
trabajadores que objetivamente desempeñan tareas neutras comprometan la dimensión
religiosa de la organización. Sería el supuesto de quien se ocupara de cometidos
puramente mecánicos, de mantenimiento técnico o de limpieza, por ejemplo, y actuara
más allá del ámbito de su tarea propia, perjudicando la finalidad institucional de la
empresa. El trabajo en sí mantiene, obviamente, su naturaleza neutra. Con todo, la
cláusula de salvaguarda podría entrar en juego, porque el trabajador habría invadido
ámbitos -protegidos por aquélla- que no le correspondían.

4.2. Reconocimiento de la autonomía de las confesiones religiosas en las


normas bilaterales

Se comprende que en una materia tan sensible para las confesiones como el alcance de
su propia autonomía resulte particularmente ilustrativo el contenido de la legislación
bilateral, fruto del acuerdo entre el Estado y la confesión religiosa. Tras analizar el
artículo 6 LOLR , corresponde hacer el estudio de la mencionada legislación pacticia.
Permítase una advertencia preliminar. Más allá de los términos precisos en que la
autonomía de las confesiones aparezca recogida, me parece indudable que la naturaleza
de la fuente normativa empleada -bilateral, en este caso- resulta sumamente
significativa a los efectos del tema que es objeto de este estudio. El hecho de que el
Gobierno, en representación del Estado, inicie un proceso de negociación y comprometa
su poder en un pacto de derecho público significa -de suyo- que reconoce a su
interlocutor un considerable grado de autonomía. La máxima expresión de este
fenómeno se produce cuando el Estado entra en relación con la Iglesia católica y
establece un Acuerdo al más alto nivel, es decir, con la Santa Sede . Estos Acuerdos o
Concordatos, cuyo fundamento reposa en la condición de sujeto de derecho
internacional de la Iglesia católica, se equiparan a los tratados internacionales.

Aunque otros Acuerdos confesionales no alcancen ese superior rango jurídico, la


bilateralidad supone un cambio cualitativo en la garantía de los derechos y del eventual
estatuto autonómico que en el Acuerdo se pueda contener.

Antes aún de iniciar el rastreo del ordenamiento jurídico positivo, conviene recordar que
no han de confundirse las manifestaciones de la autonomía con las del derecho de
libertad religiosa en su dimensión colectiva. Sólo calificaré como facultades autonómicas
las que supongan reconocimiento de una cierta eficacia de las normas de las
confesiones en asuntos propios con el fin de garantizar su independencia del Estado, o
aquéllas otras que permitan alguna especie de relevancia estatal a las normas
confesionales.

En la enumeración de las normas distinguiré entre las que hacen un reconocimiento


genérico de la autonomía -es decir, aquéllas en las que la autonomía es el objeto propio
de la norma- y otras que recogen manifestaciones de autonomía en un ámbito
particular. Las primeras suelen presentar un mayor interés desde el punto de vista del
análisis jurídico.

4.2.1. Reconocimiento genérico de la autonomía de la Iglesia católica

En los Acuerdos con la Santa Sede no se recoge literalmente la expresión “autonomía


de la Iglesia católica”. Sin embargo, puede encontrarse, en el artículo I del Acuerdo
sobre asuntos jurídicos , una interesante fórmula de reconocimiento de su libertad de
acción en la sociedad: “El Estado español reconoce a la Iglesia católica el derecho a
ejercer su misión apostólica y le garantiza el libre y público ejercicio de las actividades
que le son propias y en especial las de culto, jurisdicción y magisterio”.

El Estado español considera que se encuentra ante una entidad de fines espirituales y
que sus actividades -concretadas en el desarrollo de lo que significativamente se califica
su misión apostólica- tienen ese carácter. Con vistas a la efectiva ejecución de esa
tarea, se reconoce el derecho de la Iglesia al desarrollo de sus actividades propias. La
expresión “actividades propias” no ha de interpretarse en el sentido de que sean
“exclusivas”. También puede desempeñar otras, que -aun no siendo “propias”, en el
sentido del artículo I del Acuerdo sobre asuntos jurídicos - resulten congruentes con
su misión.

Las actividades propias de la Iglesia se concretan, especialmente, en las de culto,


jurisdicción y magisterio. No es casual que la especificación se ajuste a la triple función
que corresponde a la potestad sagrada tal como se concibe en el ordenamiento
canónico: de santificar, de enseñar y de regir. La determinación de los contenidos de los
llamados tria munera, por consiguiente, servirá para determinar la actividad que el
Estado garantiza a la Iglesia católica.

De una manera escueta, cabe decir que la función de santificar consiste, sobre todo, en
la celebración y administración de los sacramentos. Corresponde exclusivamente a la
Iglesia cuanto se refiere a la organización de las actividades de culto. Difícilmente cabe
imaginar hipótesis de intervención estatal en tales asuntos, fuera del legítimo ejercicio
de sus competencias en lo relativo, pongamos por caso, a la seguridad de las
manifestaciones públicas de los actos religiosas. La función de magisterio, por su parte,
alcanza a un extenso conjunto de cuestiones. Entre ellas cabe señalar, por ejemplo, la
predicación de la doctrina católica, la emisión del juicio moral, incluso en materias
temporales, la enseñanza religiosa o la formación de los ministros de culto. Por último,
la función de regir consiste en el ejercicio de la potestad de gobierno en el ámbito
material y subjetivo propio de la Iglesia.

Una derivación del ejercicio de la potestad jurisdiccional reconocida a la Iglesia católica


es su libertad de organización, aspecto de particular importancia para desempeñar su
misión propia. Este aspecto merece un tratamiento más extenso en el número dos del
mismo artículo I del Acuerdo . “La Iglesia puede organizarse libremente. En particular,
puede crear, modificar o suprimir diócesis, parroquias y otras circunscripciones
territoriales, que gozarán de personalidad jurídica civil en cuanto la tengan canónica y
ésta sea notificada a los órganos competentes del Estado”. La norma concordataria se
completa con la referencia a la libertad para erigir, aprobar y suprimir institutos de vida
consagrada y otras instituciones y entidades eclesiásticas y con una mención específica,
en el número 3 del mismo artículo , a la Conferencia episcopal, cuya personalidad
jurídica reconoce ya, sin ulteriores trámites, en ese lugar. No es cuestión de detenerse
más en este punto. Recuérdese lo ya dicho sobre la libertad de organización de las
confesiones a propósito del comentario del artículo 6.1 LOLR . Se puede reproducir,
asimismo, la conclusión que se avanzó entonces: no se pone ningún límite a la
capacidad de las confesiones religiosas para auto-organizarse como tengan por
conveniente.

La libertad de organización, sin embargo, no se agota en la pura creación, modificación


o supresión de circunscripciones territoriales u otras entidades eclesiásticas de gobierno
o de acción apostólica. También se refiere a la determinación de la estructura orgánica
de la Iglesia, de las relaciones entre los diversos oficios así como de las relaciones entre
los oficios eclesiásticos y las personas que los desempeñan. A tenor del artículo I del
Acuerdo sobre asuntos jurídicos , la Iglesia católica en España no sólo se configura de
acuerdo con el derecho canónico, sino que se gobierna con arreglo a él.

Este último punto merece una consideración más atenta. No es infrecuente que los
actos eclesiales de gobierno produzcan efectos más allá de la esfera estrictamente
espiritual, incidiendo sobre determinados aspectos externos de la vida de sus miembros,
como, por ejemplo, las actividades de servicio que desempeñan en el seno de la propia
Iglesia. Aun así, deben considerarse materias sujetas a la jurisdicción eclesiástica por su
pertenencia a la vida confesional interna (me estoy refiriendo, principalmente, a la
dependencia de los clérigos y religiosos, en el ejercicio de su misión propia, de la
jurisdicción canónica). Esos actos de gobierno no pretende adquirir ninguna especie de
relevancia civil, porque las normas canónicas operan en otra esfera. La Iglesia reclama,
sencillamente, la no injerencia en un ámbito ajeno a la potestad normativa del Estado.

No quedan incluidas en el ámbito de la libertad organizativa de la Iglesia -en el sentido


en el que empleo ahora este concepto- las relaciones con el personal civil que trabaja a
su servicio. Las formas de contratación, entonces, serán las admitidas por el derecho
del Estado.

4.2.2. Manifestaciones específicas de autonomía de la Iglesia católica

Dentro del mismo Acuerdo sobre asuntos jurídicos hay una significativa consideración
a la autonomía de la Iglesia en la esfera de la acción benéfica o asistencial, que no
puede pasarse por alto en este estudio. Me refiero al artículo V , que literalmente se
expresa así:

“1. La Iglesia puede llevar a cabo por sí misma actividades de carácter benéfico o
asistencial.
Las instituciones o entidades de carácter benéfico o asistencial de la Iglesia o
dependientes de ella se regirán por sus normas estatutarias y gozarán de los mismos
derechos y beneficios que los entes clasificados como de beneficencia privada.

2. La Iglesia y el Estado podrán, de común acuerdo, establecer las bases para una
adecuada cooperación entre las actividades de beneficencia o de asistencia, realizadas
por sus respectivas instituciones”.

La primera deducción que cabe hacer de la norma transcrita es que las actividades de
carácter benéfico o asistencial se integran en el cuadro de las finalidades propias de la
Iglesia, que ejerce por sí misma o por medio de instituciones o entidades dependientes.
Se comprueba lo que tuve oportunidad de señalar anteriormente: la Iglesia puede
desempeñar actividades que -aun no siendo “propias”, en el sentido del artículo I del
Acuerdo sobre asuntos jurídicos - resulten congruentes con su misión. Es el caso de
las de tipo asistencial.

En segundo lugar, el artículo V declara que estas entidades se equiparan -a


determinados efectos favorables- a los entes de beneficencia privada. La equiparación
responde al propósito de evitar que las entidades eclesiásticas, aun desarrollando
funciones sociales semejante a las de carácter civil, queden encerradas en el marco de
las asociaciones y fundaciones comunes, sin posibilidad de acceso al tratamiento
promocional característico de las asociaciones de utilidad pública y de las fundaciones
benéficas (hoy denominadas de interés general). Para evitar ese riesgo se introdujo la
equiparación entre unas y otras. Obviamente, la materia fiscal es una de aquellas en las
que el tratamiento favorable es digno de consideración.

Los beneficios que el ordenamiento jurídico reserva a las entidades eclesiásticas de


asistencia social no imponen, sin embargo, ninguna especie de contrapartida laicizante.
La equiparación a los entes de beneficencia privada no entraña ninguna especie de
limitación o rebaja del carácter religioso. La significativa referencia a los estatutos como
norma de gobierno de la entidad -se regirán por su normas estatutarias, dice
literalmente el artículo V - supone el reconocimiento de un régimen especial de
autonomía. Esta disposición concordataria debe interpretarse como una cautela
establecida por la Iglesia en previsión del intenso intervencionismo administrativo
característico del sector de los servicios sociales. Es fácil comprobar esa fuerte presión
pública si se realiza un simple cotejo de las leyes autonómicas de servicios sociales
(vázquez garcía-peñuela).

La autonomía reconocida a las instituciones o entidades de carácter benéfico o


asistencial de la Iglesia o dependientes de ella alcanza, concretamente, a los aspectos
siguientes:

1º. Libre determinación de las normas de organización y de régimen interno.

2º. Sujeción a la autoridad eclesiástica en materia de rendición de cuentas y de


protectorado (sin perjuicio de la justificación oportuna de los fondos públicos a los que
la entidad religiosa acceda).

3º. Garantía de la identidad específica de la entidad religiosa así como de sus


actividades.

Pueden señalarse otros aspectos del régimen jurídico de la Iglesia católica que, con
arreglo a los Acuerdos celebrados entre el Estado español y la Santa Sede , quedan
encomendados, en parte, a sus propias normas. Como los aspectos sustantivos serán
tratados en el lugar oportuno de este manual, me limitaré a la mención escueta de esos
supuestos, remitiendo el análisis del contenido a la sección que se ocupe de esa
materia.
El artículo VI del Acuerdo sobre asuntos jurídicos se ocupa del conjunto de cuestiones
relacionadas con la eficacia civil del matrimonio canónico y de las resoluciones de los
tribunales eclesiásticos. Es evidente que constituye un caso muy destacable de la
facultad reconocida a la Iglesia de regirse por su derecho en el que la legislación del
Estado tiene importantes facultades.

En el Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales la autonomía de la Iglesia


encuentra un amplio reflejo en el tratamiento de la asignatura de religión. La propuesta
de los profesores así como la determinación del contenido del currículo y de los libros de
texto son competencia de la jurisdicción canónica.

El establecimiento de centros de estudios civiles, por otra parte, se rige por las normas
canónicas, si bien se acomodarán a la legislación general en el modo de ejercer sus
actividades. Especialmente significativo es ese reconocimiento en el caso de los centros
universitarios, que no necesitan ley estatal o autonómica para su establecimiento. Los
seminarios menores diocesanos y religiosos pueden ser homologados a los centros
educativos civiles, pero el Estado respeta su carácter específico y admite excepciones en
la aplicación de la legislación general.

El Acuerdo sobre asistencia religiosa a las fuerzas armadas se abre con una rotunda
afirmación en el sentido de que esa “asistencia religioso-pastoral a los miembros
católicos de las fuerzas armadas se seguirá ejerciendo por medio del Vicariato
castrense”. El Acuerdo en su conjunto tiene un carácter marcadamente institucional.
Reconoce con notable amplitud la actividad, en el seno de las fuerzas armadas, de esa
determinada estructura jurisdiccional canónica que, conforme a su propio ordenamiento,
establece el régimen de la actividad pastoral e interviene de manera relevante en la
relación de servicio que el personal prestador de la asistencia religiosa establece con la
Administración pública.

4.2.3. Reconocimiento de la autonomía de las confesiones con Acuerdo

El peculiar sistema de fuentes del derecho eclesiástico español obliga a exponer


separadamente lo relativo al estatuto jurídico de la Iglesia católica y de las otras
confesiones con Acuerdo. Ese tratamiento separado no refleja, sin embargo, un régimen
de desigualdad jurídica, que resultaría contrario a los principios informadores del
sistema.

Téngase en cuenta, en primer término, que la mayor parte de lo afirmado en estas


páginas vale para todas las confesiones. Es el caso, desde luego, de lo relativo a los
fundamentos de la distinción entre el orden político y el religioso y la correspondiente
justificación teórica del régimen de autonomía. El artículo 6 LOLR es igualmente de
alcance general. El carácter pacticio de los Acuerdos proporciona también a las
confesiones minoritarias una mayor firmeza a la manifestaciones de autonomía
institucional allí contenidas, si bien la solución técnica para la vigencia del Acuerdo en el
ordenamiento estatal difiera -por razones insalvables- de la que corresponde a la Iglesia
católica.

Las advertencias anteriores me liberan de la obligación de detenerme en un tratamiento


pormenorizado del tema objeto de este epígrafe. Como en el caso de la Iglesia católica,
el tratamiento sustantivo de la materia se realiza en la parte correspondiente del
manual y, en obsequio de la brevedad, me limitaré a una sintética enumeración de los
supuestos reconocidos.

En los Acuerdos con las confesiones minoritarias hay dos materias en las que las
referencias al derecho confesional propio son más relevantes: las entidades religiosas y
los ministros de culto.
En relación con las entidades, es destacable el artículo I de los Acuerdos. Me refiero,
sobre todo, a las facultades de certificación reconocidas a la Comisión Permanente de
cada una de las Federaciones religiosas, admitidas en dos importantes supuestos: la
acreditación de la incorporación de nuevas iglesias o comunidades al ente general; y del
carácter religioso de los fines de las entidades asociativas constituidas de acuerdo con el
ordenamiento de esta iglesias o comunidades.

Se asume, por otra parte, que el concepto de ministro de culto responde a las notas del
propio derecho religioso. También en este aspecto se admite una facultad de
certificación de la Iglesia respectiva acerca del cumplimiento de los requisitos exigibles.

En los Acuerdos se contiene el reconocimiento de los efectos civiles de los matrimonios


celebrados ante los ministros de culto de las iglesias o comunidades amparadas por los
Acuerdos. Con todo, tanto por los términos que emplea la ley -que no alude
propiamente a las normas del derecho confesional- como por la exigencia del
expediente civil previo, cabe concluir que la autonomía normativa en este aspecto se
encuentra severamente recortada.

El régimen de la enseñanza religiosa, por último, presenta algunos elementos que


reconocen una cierta eficacia de normas religiosas: me refiero a la facultad de
designación de profesores, así como de establecer libremente los contenidos educativos
de los programas de estudio y los materiales didácticos

LA POSICIÓN JURÍDICA DE LA IGLESIA CATÓLICA

López Alarcón, Mariano. Catedrático Emérito de Derecho Eclesiástico


del Estado de la Universidad de Murcia

1. Introducción

La Iglesia católica ha procurado siempre situarse jurídicamente en las diversas


comunidades políticas, en las sociedades y en los regímenes jurídicos con los que ha
tenido que convivir. Por su parte las Comunidades políticas no han respondido siempre
de la misma manera y la historia ofrece variadas etapas en las que se han sucedido el
rechazo sin que faltara la cruenta persecución, la tolerancia, la indiferencia o la
cooperación. Pero, en todo caso, el factor religioso ha tenido y sigue teniendo una
innegable incidencia política, social y jurídica (P. Lombardía) y la Iglesia católica, en
particular, sigue ejerciendo esa influencia en numerosos países, sobre todo, en los que
se integran en la cultura fraguada en el occidente europeo y extendida ya por todo el
mundo. Otro tanto podría decirse de Confesiones religiosas diferentes, pero en este
capítulo hemos de ceñirnos al estudio limitado de la posición jurídica de la Iglesia
católica, particularmente en España.

Tratar, por lo tanto, de la posición jurídica de la Iglesia católica obliga a considerar


previamente las posiciones que alcanzó y tiene hoy en los órdenes político y social, es
decir, en el juego de la autoridad y del poder en las relaciones entre la Iglesia y la
Comunidad política, por una parte, y en la influencia del poder social de aquélla como
factor determinante de su posición jurídica, por la otra. En los países del occidente
europeo, en donde se configuró por los Papas el modelo dualista gelasiano (Papa
Gelasio I) de relaciones entre la Iglesia y la Comunidad política sobre la distinción
evangélica entre las cosas que son del César y las que son de Dios, jugó un papel
importante en la formación del Estado la participación activa de los poderes político,
social y jurídico de la Iglesia católica. En la actualidad es éste el que destaca sobre los
otros y se concreta en influencias normativas, en instituciones y en actos jurídicos de
las relaciones entre la Iglesia y el Estado; pero, siguen latiendo en el fondo los factores
político y social como instigadores y en buena parte configuradores de la especial
posición jurídica de la Iglesia ante el Estado y en el Estado.

2. La posición de la Iglesia en el orden político

Las relaciones entre la Iglesia y el Estado se han caracterizado históricamente por la


presencia del factor político, es decir, el que se refiere a la polis, a la ciudad y al
ciudadano sociable y social, pues la vida de la polis incluyó históricamente toda especie
de relaciones sociales, hoy reducidas por las restricciones introducidas en el poder
político del Estado, tanto en el orden religioso como en el orden de autonomía particular
de los individuos y asociaciones (N. Bobbio), factor político que se manifiesta en
aquellas relaciones tanto en situaciones de confrontación de poderes como de
cooperación entre ellos sobre patrones jurídicos de tipo concordatario y/o sobre la ley
unilateral del Estado.

Partiendo de la separación entre poder de la Iglesia sobre los asuntos espirituales y del
Estado sobre los temporales, no siempre han coincidido las actitudes de la Iglesia y de
la Comunidad política en orden a sus competencias y relaciones, lo que ha ocasionado
graves conflictos entre la Autoridad pontifica y el Poder político por diversas causas,
sobre todo por razones teológicas e ideológicas de supremacía de una potestad sobre la
otra o, simplemente, por diferencias puntuales sobre ámbitos de competencia. Cuando
las relaciones han venido a establecerse sobre criterios jurídicos la posición de la Iglesia
ha sido distinta según el sistema adoptado de común acuerdo o impuesto por el Estado
o por el orden internacional, posición de supremacía de la Iglesia, de subordinación al
poder del Estado, régimen de separación de la Iglesia en posición de igualdad con el
Estado, ya bajo régimen de Derecho civil común, ya bajo la posición de un derecho
especial en régimen de libertad e igualdad en el que la Iglesia católica tiene una
posición jurídica marcada por los principios establecidos por el Estado para los grupos y
confesiones religiosas. Pero, lo común es que la posición política de la Iglesia en relación
con cada Estado y en cada época histórica no siga un modelo puro, sino que la realidad
ha ofrecido figuras complejas, con una combinación simultánea de políticas respecto de
confesiones diferentes, tratadas a veces hoy y frecuentemente en otro tiempo de
manera desigual, que podía llegar a la discriminación, como consecuencia de un
pluralismo religioso fundado en elementos variables en el grado de poder político y
social de algunos grupos religiosos (J. Foyer).

3. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado en España

La posición política de la Iglesia en España se caracterizó por su activa presencia en la


vida política, tanto en la Monarquía visigoda, como durante la formación de los Reinos
cristianos y en las luchas de reconquista hasta la formación del Estado unitario con los
Reyes Católicos, configurándose un típico régimen de confesionalidad católica regalista,
trasplantado a los territorios colonizados en ultramar, que ha dejado huella en el ser y
en la cultura hispánica (A. Martínez Blanco; A. De la Hera). En la actualidad ese poder
político de la Iglesia se ejerce mediante los instrumentos propios de toda democracia, o
sea, en el ejercicio por la Jerarquía eclesiástica del derecho a “emitir un juicio moral
también sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exigen los derechos
fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos
medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la diversidad de
tiempo y condiciones” (Vaticano II, Gaudium et spes, núm. 76), contando también la
participación de los individuos, de las asociaciones e instituciones en la ordenación de
los asuntos públicos en los términos establecidos por el Derecho. Su peso político
guarda correspondencia con la tradición, que marca nuestra historia, pero sujeta ahora
a nuevos principios que rechazan la confesionalidad e imponen la libertad religiosa,
igual y laica, con una positiva cooperación. Bajo estos principios, la intervención de los
católicos y de sus asociaciones en la vida pública es promovida desde la Iglesia-
institución de manera que “para animar cristianamente el orden temporal (...) los fieles
laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”, es decir, de la
multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural
destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común que impulsa a los
fieles a “animar cristianamente el orden temporal” (Juan Pablo II. Exhortación
apostólica Sinodal “Christifideles laici”, de 30 de diciembre de 1988, núm. 42). Desde la
Constitución española la participación política de los ciudadanos se ejerce a través del
ejercicio de derechos fundamentales, como son los de expresión, reunión, manifestación
y otros, principalmente la creación de los partidos políticos y el libre ejercicio de sus
actividades.

3.1. La posición social de la Iglesia en su relación con el Estado

.La Iglesia nació y se desenvuelve actualmente en la sociedad civil, sobre la que sigue
ejerciendo una manifiesta influencia en correspondencia con su arraigo histórico e
institucional en la vida social y en la cultura de cada país, así como con su participación
en la formación de un buen número de Estados, que reconocen una posición jurídica
especial al fenómeno social religioso y a sus entes exponenciales, cuales son las
Confesiones religiosas. Algunos Estados no tienen reparo en reconocer una cualificada
situación especial a alguna Iglesia determinada, como la católica, la ortodoxa, la
evangélica o la anglicana o a otras religiones como el islamismo, el judaísmo,
hinduismo, etc. En estos casos es muy difícil que tal afirmación de la sociedad religiosa,
que da su impronta a la sociedad civil, se desenvuelva sin que el mundo del Derecho se
interese por ella (A. C. Jemolo).

Es indudable que el hecho social religioso cae dentro de los que configuran el actual
Estado social y democrático, lo que se confirma por la doctrina coincidente sobre este
punto concreto. Es impensable que dicho fenómeno (el fenómeno social religioso), del
que no se puede desconocer su importancia en la vida del hombre y de la sociedad,
quede confinado en una especie de isla de neutralidad, de territorio franco que no se ve
afectado de algún modo por las transformaciones que intervienen en tantos aspectos de
aquel sujeto (el Estado) que debe proveer a dar una valoración en el plano jurídico y a
predisponer una disciplina normativa” (P. Moneta); y también se destaca que, mientras
es inconcebible que los poderes públicos otorguen un trato preferencial a uno de los
diversos partidos políticos o a un sindicato respecto de los otros, se puede concebir en
el ámbito del Derecho lo que es una realidad de hecho en el campo religioso, es decir,
que se conceda una “posición particular en el ámbito de la legalidad constitucional”, lo
que puede aplicarse a la Iglesia católica, como sucede en Italia y en España, países en
los que ha llegado en el curso de los siglos a tener una gran autoridad moral y religiosa
(A. Pistillo). Desde otro punto de vista, se observa que el Derecho eclesiástico como
Derecho especial responde mejor que el derecho común al dato sociológico del
pluralismo de las diversas Confesiones religiosas, captando los innumerables matices
del ejercicio concreto del derecho de libertad religiosa, sobre todo cuando ese ejercicio
se traduce en la variedad de entes colectivos, confesiones, grupos y sectas. Es un dato
sociológico que el Derecho ha de tener en cuenta para evitar una artificiosa y arbitraria
uniformación de la disciplina jurídica que ha de regir la vida de las diversas confesiones
(R. Navarro-Valls).

Desde la sociología se nos enseña: “No cabe duda, pues, que la religión, sus creencias y
sus ritos, tienen efecto sobre otros campos laicos del comportamiento humano, crean y
modifican las costumbres familiares, los sistemas económicos, el poder político, los
contenidos y la manera de educar a los ciudadanos. Cristianismo e islamismo han
dirigido el curso histórico de muchas naciones durante siglos enteros, han transformado
el horizonte cultural, han creado en numerosos pueblos peculiares sistemas de
parentesco y de estratificación social, de reparto económico y explotación de tierras” (G.
Pastor Ramos). Y también desde la Ciencia Política y del Derecho Constitucional se
insiste en que el Estado social no puede construirse separadamente del Estado
democrático o participativo, de tal manera que hay que configurarlo como un sistema
en el que la sociedad no sólo participa pasivamente como recipiendaria de bienes y
servicios, sino que, a través de sus organizaciones, toma parte activa tanto en la
formación de la voluntad general del Estado, como en la formulación de las políticas
distributivas y de otras prestaciones estatales (M. García Pelayo).
3.2. La posición social de la Iglesia católica en el ordenamiento español

En España, la instauración de la nueva democracia, que se concretó en la Constitución


de 1978, no se hizo por vía de ruptura sino mediante un proceso de transición pactada
entre todas las fuerzas políticas que, sin romper con el ser y los comportamientos
sociales del pueblo español, permitiera establecer un nuevo régimen de convivencia que
siguiera los principios, valores y derechos propios del Estado social y democrático de
Derecho con pleno respeto a la identidad social de nuestra Patria. Por ello, la
participación del fenómeno social religioso en la construcción del Estado democrático
español se hizo a nivel constitucional, estableciéndose en el art. 16.3 de la Ley
fundamental que: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos
tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las
consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y demás Confesiones
religiosas”. Hay que destacar en este texto tres incisos:

1. Ninguna Confesión tendrá carácter estatal.

2. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad


española.

3. (Los poderes públicos) mantendrán relaciones de cooperación con la Iglesia Católica


y las demás Confesiones religiosas.

El inciso medio es el principal y tiene un significado propio al que se subordinan los


otros dos. El contenido de aquel inciso constituye una disposición básica del
ordenamiento jurídico español, con rango de principio constitucional, que proclama la
relevancia específica del fenómeno social religioso en virtud del cual el Estado asume
una posición interesada y favorable a dicho fenómeno que los poderes públicos están
obligados a respetar y promover (M. López Alarcón). El inciso primero pone un límite
radical y absoluto al desarrollo de dicho principio: Que la actitud interesada del Estado
por el fenómeno social religioso nunca podrá llegar hasta el extremo de atribuir carácter
estatal a ninguna Confesión religiosa, ni podrá aceptar ni tolerar que alguna Confesión
se arrogue carácter estatal. Y el inciso tercero fija una importante línea operativa de la
relevancia específica del factor social religioso con categoría de principio menor:
mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica y con las demás Confesiones.

Hallamos en el texto constitucional una afirmación de principio que califica básicamente


al Estado y es su interés positivo por el fenómeno social religioso, que lo distingue de
aquellos otros Estados que mantienen posiciones de indiferentismo o de hostilidad. El
Estado español nacido de la Constitución de 1978 adopta una decidida actitud favorable
al hecho social religioso por lo que no deberá desconocer, ni hostigar ni perseguir a la
Iglesia católica ni a las demás Confesiones religiosas. Hay un mandato constitucional
dirigido a los poderes públicos, tanto al legislativo como al judicial y al ejecutivo, los
cuales habrán de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española,
precepto que marca con rango de principio constitucional la actitud del Estado español
ante el fenómeno social religioso. Tener en cuenta significa que los poderes públicos
han de tomar en consideración el hecho religioso, han de estar atentos al dato socio-
religioso. Por otro lado, ese tener en cuenta hace referencia objetiva a las “creencias
religiosas de la sociedad española”, entendiéndose por creencias religiosas en el mundo
occidental las que hacen relación a experiencias de fe en un Ser trascendente al que se
le tributa culto y reverencia (C.. Magni). La Constitución española, por lo tanto, valora
de modo positivo el hecho social religioso, pero de modo especialmente positivo el que
vive pluralmente la sociedad española, es decir, que los poderes públicos han de ajustar
sus actuaciones al pluralismo religioso asimétrico propio del pueblo español y, por ello,
tendrán que otorgar un tratamiento especial a las creencias religiosas que profesa la
sociedad española, y a la Iglesia católica, en particular, un tratamiento especial
cualificado (M. López Alarcón).
El pluralismo no es un principio, sino que deriva de los planteamientos jurídicos y
desarrollos sociales de la libertad religiosa; pero ese pluralismo, sin discriminar a
ninguna Confesión religiosa, se configura por el que denominamos principio de
relevancia jurídica del factor social religioso que concede un trato específicamente
positivo a las creencias religiosas arraigadas en la sociedad española, entre las que
destaca la religión católica, cuyo exponente institucional es la Iglesia católica,
mencionada expresamente por el art. 16.3 de la Constitución y que debe recibir un
trato especial cualificado amparado en esta cobertura constitucional, que se desarrolla
normativamente por la vía de los Acuerdos celebrados con la Santa Sede, que tienen
categoría de Tratados internacionales (sentencias del Tribunal Constitucional de 12 de
noviembre de 1982 y de 3 de octubre de 1991 ) y mediante normas
unilaterales del Estado reguladoras de cuestiones que atañen exclusivamente a la
Iglesia católica. La posición social de la Iglesia católica merece esta atención especial de
los poderes públicos no solamente por razón de dicha mención constitucional, sino
también porque entre las creencias religiosas de la sociedad española no existe igualdad
fáctica entre otras Confesiones religiosas y la Iglesia católica, que cuenta con un amplio
contenido convenido con el Estado español y mayor número de fieles que la profesan,
así como un extenso patrimonio histórico y cultural a su cargo (sentencia del Tribunal
Constitucional de 20 de octubre de 1997).

3.3. La mención de la Iglesia católica

Esta mención, que consta en el art. 16.3 de la Constitución española , no cabe


interpretarla como índice de confesionalidad ni de oficialidad católica del Estado español,
pues, si así se entendiera, se incidiría en actitudes muy comprometidas que tendrían
que haberse consignado de manera expresa e indubitada, que no podría hacerse en
cuanto lo impide la prevalencia del principio de libertad religiosa y el abierto rechazo de
la confesionalidad por el principio de laicidad del Estado; por otro lado, no es
discriminatoria la mención de la Iglesia católica, que responde a la realidad histórica y
social de la presencia mayoritaria de la Religión católica en España y que obliga, en sus
asimétricas diferencias con otras confesiones religiosas, a aplicar el principio de igualdad
con tratamiento de proporcionalidad objetiva y razonable, tal como ha declarado el
Tribunal constitucional en numerosas sentencias (sentencias del Tribunal Constitucional
de 13 de mayo de 1982 , 8 de junio de 1988 y 22 de marzo de 1999). Las
razones que se han esgrimido en favor de esta mención reflejan preferentemente
connotaciones históricas y sociológicas que son, en síntesis, la importancia de la Iglesia
católica en los más diversos aspectos de la evolución histórica de la nación y el notable
peso específico del catolicismo en la conformación social del pueblo español. También la
“cuestión religiosa” arrastrada al menos desde la IIª República hace actos de presencia
en los debates parlamentarios de la Constitución de 1978 (A. Bernárdez Cantón).

Estas diferencias consisten, fundamentalmente, en que en virtud de la mención la


Iglesia católica queda reconocida civilmente como persona jurídica sin necesidad de
inscripción en el Registro de Entidades Religiosas y legitimada ipso iure, sin que esté
sujeta a los requisitos exigidos por la Ley Orgánica de Libertad Religiosa para tener la
legal consideración jurídica del notorio arraigo, de lo que nadie duda. Por otro lado, esta
mención apunta a la legitimación de un Derecho eclesiástico especial para la Iglesia
católica con diferencias cualitativas y cuantitativas respecto de las otras Confesiones
religiosas que justifican la igualdad y no discriminación de este tratamiento jurídico
especial para la Iglesia católica. No obstante, el contenido de los Acuerdos con la Iglesia
católica y las normas del Estado específicamente dirigidas a aquélla serían transferibles
a otras Confesiones religiosas en cuanto gozaran de idoneidad por arraigo y siempre
que fueran ejercitables por ellas, lo solicitaran y se concretara convencionalmente
mediante Acuerdos de cooperación o normas estatales unilaterales; así, pues, el
contenido de los Acuerdos con la Iglesia católica constituyen el paradigma del contenido
de los que pudieran convenirse con las Confesiones minoritarias, de manera
proporcionada a la importancia sociológicamente real de la creencia en cuestión
(arraigo, número de miembros, extensión, etc.) y a las particularidades y caracteres
diferenciales de la Confesión que demanda la extensión a ellas mismas de ámbitos de
cooperación otorgados a la Iglesia católica, tal como el art. 16.3 de la Constitución
viene a significar con la expresión “consiguientes relaciones de cooperación” (P.J.
Viladrich).

4. La posición jurídica de la Iglesia católica en relación con otras confesiones

Por posición jurídica entendemos la posibilidad jurídica de ser sujeto de derechos


subjetivos fundamentales, en cuanto son comunes e inderogables para todas ellas, de
modo que cuando son negados el sujeto deja de ser persona La posición jurídica más
cualificada para otorgar derechos y poderes es la titularidad o cualidad jurídica que
confiere a una persona el estar en una relación jurídica en cuanto determinante de las
facultades que a ella se le atribuyen. Sin titularidad no se puede integrar la persona en
relaciones jurídicas ni, por consiguiente, puede ejercitar los derechos y poderes propios
de esa titularidad (F. De Castro).

Las Confesiones religiosas tienen en el Derecho eclesiástico una posición ante el Estado
igual respecto de todas y cada una de ellas que responde a lo que de común y radical
tienen como titulares de derechos fundamentales propios de las asociaciones e
indirectamente como instrumentos de realización de los derechos humanos de los
sujetos individuales que se integran en las mismas al servicio del desarrollo personal de
todos ellos en lo religioso, que es uno de los fundamentos del orden político y de la paz
social, según declara el art. 10.1 de la Constitución española . La posición jurídica en
el Estado constituye un elemento básico, configurador de las Confesiones religiosas en
su sistema de Derecho eclesiástico, y de ahí que no pueda aquél, sin incurrir en
discriminación, establecer diferencias sustanciales en la posición de las Confesiones
religiosas dentro de un espacio constitucional que es único e igual para todas y que
corre el riesgo de ser violado si se introducen por el Estado distanciamiento
discriminatorios en la posición básica de igualdad entre unas y otras en lo que concierne
a la libertad religiosa y al contenido esencial de la misma (M. López Alarcón). La
discriminación posicional habrá que valorarla también atendiendo a la instrumentalidad
de las Confesiones en su función de servicio a la persona humana y en cuanto se
obstaculice desde los poderes públicos el libre ejercicio de esa función o no se remuevan
esos obstáculos. La cuestión alcanza especial relieve por la delictividad que introducen
el Código penal en materia de discriminación contra grupos y asociaciones por motivos
religiosos (art. 510 ).

Hay que distinguir entre posición jurídica y tratamiento jurídico de las Confesiones
religiosas y de sus entidades, pues mientras las diferencias de posición jurídica serán
siempre discriminatorias por cuanto afectan a derechos constitucionales, no sucede lo
mismo con el tratamiento jurídico, que afecta a cuestiones de legalidad ordinaria y que
solamente será discriminatorio cuando restrinja u obstaculice el espacio de
constitucionalidad a que antes se hizo referencia. Tampoco habrá discriminación en el
trato jurídico cuando éste se realice conforme a los principios constitucionales en
materia religiosa, dentro del pluralismo de las creencias religiosas de la sociedad
española y de las consecuentes relaciones de cooperación, es decir, que éstas han de
ajustarse a la naturaleza, caracteres y exigencias propias de cada Confesión religiosa. El
Tribunal Constitucional ha sentado la doctrina de que “no toda desigualdad de trato
legislativo en la regulación de una materia entraña una vulneración del derecho
fundamenta a la igualdad ante la ley del art. 1º de la CE , sino únicamente aquéllas
que introducen una diferencia de trato entre situaciones que puedan considerarse
sustancialmente iguales y sin que posean una justificación objetiva razonable. (....) El
principio de igualdad exige, por tanto, no solo que la diferencia de trato resulte
objetivamente justificada, sino también que supere un juicio de proporcionalidad en
sede constitucional sobre la relación existente entre la medida adoptada, el resultado
producido y la finalidad pretendida por el legislador” (sentencia de 16 de noviembre de
1993 ).

La posición jurídica básica e igual de todas las Confesiones religiosas, incluida la Iglesia
católica, se caracteriza por las siguientes notas:
1. Es una posición jurídica de relevancia especifica dentro del Ordenamiento jurídico
civil. La valoración positiva por el Estado del hecho social religioso se concreta
particularmente en la realidad asociativa confesional, como lo demuestra que el art.
16.3 de la Constitución obligue a los poderes públicos a tener en cuenta las creencias
religiosas de la sociedad española, frase que en un texto jurídico tiene una lectura que
relaciona las creencias con su organización social, con sus concreciones exponenciales y
con otras realidades jurídicas. La especialidad del régimen jurídico de las Confesiones
deriva de la relevancia específica del hecho social religioso en correspondencia con la
naturaleza y caracteres de cada una de las Confesiones que demandan un adecuado
régimen jurídico en el orden civil.

2. Es una posición de interés público. Bajo el anterior régimen de confesionalidad la


Iglesia católica ocupó una preeminente posición de Derecho público, que no debe
reconocérsele hoy, ni estructural ni funcionalmente, como corresponde a las
limitaciones competenciales en materia confesional impuestas por los principios
constitucionales de Derecho Eclesiástico. No es éste lugar adecuado para tratar de la
polémica cuestión acerca de los conceptos de Derecho público y de Derecho privado los
cuales, aunque no ofrecen perfiles nítidos de separación entre uno y otro, están muy
presentes como categorías diferenciadas en el acervo jurídico occidental que toma como
centro de lo público la organización y la actividad del Estado. Más simple es la
contraposición entre interés público e interés privado que va alcanzando un mayor
auge, sobre todo ante la irrupción de las entidades del sector terciario o entidades no
lucrativas (non profit) siendo muy numerosas entre ellas las que se denominan
organizaciones no gubernamentales (ONGs) o de voluntariado (M.C. Garcimartín
Montero; C. Vattier Fuenzalida “coord.”).

También bajo el actual régimen constitucional la doctrina se muestra proclive a


defender la posición de Derecho público de la Iglesia católica en el Ordenamiento
jurídico español (C. De Diego Lora; G. Suárez Pertierra). El argumento preferido por
estos autores para defender la orientación publicística es el interés social propio de las
actividades de la Iglesia católica. Esta afirmación debe matizarse si se tiene en cuenta
que no se identifican interés social e interés público, pues no siempre coinciden uno y
otro. Aquél tiene por objeto extender a toda la sociedad civil servicios y prestaciones
que antes favorecían a un limitado número de ciudadanos, como la educación, la
sanidad y la asistencia a disminuidos psíquicos y físicos y a otros colectivos con
carencias y minusvalías, o implantar generalizadamente nuevos servicios y prestaciones
de esta naturaleza con el fin de acercarse a la meta de una vigencia real y efectiva del
principio de igualdad social. El interés público se desenvuelve en ámbitos más amplios,
pues no solamente comprende intereses sociales sino que alcanza además a la
promoción de valores y realidades individuales y colectivas con objeto de fomentar una
mayor presencia de valores y principios superiores en la sociedad, como la libertad, la
igualdad, la justicia, la participación, la solidaridad, el perfeccionamiento personal, etc.,
fomentar un mayor desarrollo y bienestar de la sociedad, como el apoyo a la
investigación científica y técnica, las políticas ecológicas defensoras del medio ambiente,
etc., o, por último, fomentar la mejor organización y funcionamiento de instituciones
fundamentales para el mantenimiento del buen orden social en favor de los ciudadanos
y de su desarrollo personal, como las políticas familiares o la eficaz actuación de los
órganos judiciales, de la administración pública, etc.

Otros autores distinguen entre entidades de la organización jerárquica de la Iglesia (con


categoría de Derecho público) y las que no pertenecen a dicha organización (de Derecho
privado) (J. M. González del Valle), bien entendido que la remisión que hace el art. I del
Acuerdo Jurídico a adquisición de la personalidad jurídica civil “con sujeción a lo
dispuesto en el Ordenamiento del Estado” comprende, sobre todo, la amplia legislación
específica sobre esta materia. En otro orden de cosas debe advertirse que este
tratamiento dualista aparece, efectivamente, en la regulación que establece el Acuerdo
Jurídico de unas y otras entidades; pero esta diferencia de régimen se refiere más bien
a la realización por entidades eclesiásticas de actividades de derecho público y de
actividades de Derecho privado en el ordenamiento civil o, simplemente, la producción
de efectos civiles de naturaleza pública y privada en la sociedad civil, que guarda
relación con la actitud del Estado, que se comprometer a cooperar con la Iglesia católica
y con las demás confesiones religiosas mediante instrumentos de relación de fuentes
jurídicas, como la remisión o reenvío, presupuesto y el reconocimiento de eficacia civil.
Ahora bien, la naturaleza pública o privada de estas actuaciones en el ordenamiento del
Estado no se trasladan a los respectivos actos canónicos, que conservan su propia
naturaleza, aunque sí influyen en la calificación del interés público o privado de los
mismos.

Por todo ello debe entenderse que bajo el imperio de los principios constitucionales del
Derecho eclesiástico español no se debe atribuir ni a la Iglesia universal ni a las
entidades eclesiásticas la naturaleza propia del Derecho público, que las equipara a
instituciones estatales, ni de Derecho privado que las relega al Derecho común. Pueden
tener, por su aproximación orgánica o funcional, cierta analogía con los institutos de
Derecho público o de Derecho privado, pero lo que prevalece en el ámbito de la
sociedad civil son sus fines y actividades en los que prima el interés general,
directamente, como en la constitución y funcionamiento de instituciones benéficas, o
indirectamente, como cuando se aportan los medios necesarios para el buen
funcionamiento de las instituciones eclesiásticas.

La noción actual de interés general o público responde al concepto tradicional de bien


común, que modernamente nace de la separación teórica entre Estado y Sociedad, base
del constitucionalismo liberal, así como de la magna divisio de Derecho en público y en
privado. En el moderno Estado social y democrático el interés general no es, en
sustancia, sino aquel conjunto de intereses que, o bien el poder público ha asumido
como propios al servicio del interés común, o bien que entidades privadas ponen como
fin y objeto de sus actividades, debiendo tenerse en cuenta que la prevalencia del
interés general no es absoluta, ni puede implicar desconocimiento, relajación o
subordinación total de los derechos e intereses privados legítimos que entren en
conflicto con los intereses generales y menos aún si se trata de derechos fundamentales
y libertades públicas (M. Sánchez Morón).

También en Alemania se introdujo el concepto de “cometido público de las Iglesias”


para definir la posición de las Confesiones religiosas frente al poder absorbente del
nacionalsocialismo, reductor al ámbito público de instituciones religiosas, sociales,
culturales, deportivas, cívicas, económicas y otras constituidas fuera del sistema del
Estado. Tal expresión aparece por vez primera en el convenio eclesiástico de la Baja
Sajonia de 19 de marzo de 1953 y se repite en los ulteriores convenios eclesiásticos y
en diversos documentos del Derecho público alemán. Mediante esta expresión se da a
entender que las Iglesias poseen un cometido de carácter público en la vida de los
pueblos, cometido de carácter público que no consiste en la antigua confesionalidad,
pero que tampoco permite relegar la relevancia jurídica de las confesiones religiosas al
plano de la conciencia individual (...) Que el Estado sea aconfesional no significa que
pueda partir del presupuesto de que los ciudadanos carecen de religión o que la
sociedad en cuanto tal es arreligiosa. A la hora, por ejemplo, de fijar un calendario de
festividades, el Estado reconoce la posición pública de las confesiones religiosas al tener
en cuenta cuales son las festividades religiosas que el pueblo celebra” (J.M. González
del Valle).

Que ninguna Confesión religiosa tenga carácter estatal, como proclama el art. 16.3 de
la Constitución significa, entre otras cosas, que no pueden tener la condición de
Derecho público, posición que, por otra parte, no es apetecida por la Iglesia, interesada
en preservar, por encima de todo, la libertad religiosa, la cual podría verse disminuida
por su inserción en el Derecho público, tal como declara el Concilio Vaticano II:
“Ciertamente las realidades temporales y las que en la condición humana trascienden
este mundo están estrechamente unidas entre sí, y la misma Iglesia se sirve de medios
temporales cuando su propia misión lo exige. No pone, sin embargo, su esperanza en
privilegios otorgados por la autoridad civil; más bien renunciará al ejercicio de algunos
derechos legítimamente adquiridos cuando conste que con su uso se pone en tela de
juicio la sinceridad de su testimonio o que las nuevas condiciones de vida exigen otra
ordenación” (Constitución Gaudium et spes, núm. 76). Lo que la Iglesia católica
defiende es su vocación a la realización de fines y actividades que son de interés
general o público en el ámbito de la sociedad civil, que afectan o interesan a la
generalidad, es decir, al común de los ciudadanos que componen una comunidad
política, vocación de la Iglesia que se corresponde con el modelo personalista de
relación Iglesia-Estado instituido por el art. 10.1 de la Constitución de 1978 .

Ha de tenerse en cuenta que el interés general prima cada vez más intensamente en la
realización de los intereses de la sociedad, pues el Estado se ve en la necesidad de
coordinarse con el sector privado para atender numerosas actividades de interés
general que desbordan sus posibilidades, y lo hace principalmente mediante
fundaciones y asociaciones que integran el sector terciario, extremándose su
colaboración con las denominadas asociaciones y fundaciones de utilidad pública. La ley
30/1994, de 24 de noviembre, de fundaciones y de incentivos fiscales a la participación
privada en actividades de interés general las define como “organizaciones constituidas
sin ánimo de lucro que, por voluntad de sus creadores, tienen afectado de modo
duradero su patrimonio a la realización de fines de interés general” (art. 1º ).
Recientemente se ha regulado por la Ley 1/2002, de 22 de marzo , el régimen de las
asociaciones sin ánimo de lucro, que también regula las asociaciones de utilidad pública
disponiendo al efecto que las asociaciones son de utilidad pública cuando tienden a
promover el interés general y gozarán de los beneficios que en la misma ley se
establecen. Esta ley preceptúa que las Iglesias y Confesiones religiosas se rijan, como
estructuras orgánicas supremas, por su propia legislación, lo que confirma la posición
jurídica de igualdad que antes apuntábamos, pero también habrán de tenerse en cuenta
las diferencias de trato que deriven de la pluralidad de regímenes jurídicos internos de
cada Confesión. En cambio, las entidades creadas por dichas Iglesias y Confesiones
para el cumplimiento de sus fines se regirán en el ámbito civil, según dicha Ley, por los
Tratados (se refiere a los Acuerdos celebrados con la Iglesia católica) y por los Acuerdos
celebrados con el Estado (apunta a las otras Confesiones), actuando como supletorias
las normas del Estado sobre la misma materia (art. 1.3 ). Se añade que “podrán ser
declaradas de utilidad pública las asociaciones regidas por leyes especiales” (Disposición
adicional primera, 2 ), entre las que figuran las religiosas, calificación de “utilidad
pública” que no podrá aplicarse ministerio legis a las asociaciones y fundaciones de la
Iglesia católica, ni a las de ninguna otra Confesión religiosa, sino que tanto éstas como
aquélla habrán de solicitarlo caso por caso de las autoridades civiles competentes, pues
no coinciden las nociones de interés público y de utilidad pública.

En general, podríamos concluir que, tanto las Iglesias y Confesiones religiosas como las
entidades creadas por ellas para el cumplimiento de sus fines, no se adscriben en los
Estados democráticos al régimen propio del Derecho público ni al del Derecho privado,
sino que constituyen un tertium genus que persiguen fines de interés público por lo que,
entre otras razones, se han hecho merecedoras de su relevante posición en el
Ordenamiento civil (F. Finocchiaro; D. Tirapu). Tan arriesgado por su peligro de
discriminación es atribuir a la Iglesia católica naturaleza privilegiada de Derecho público,
propia más bien de regímenes confesionales católicos, como asignarle la inadecuada
condición propia del Derecho privado, que se corresponde con el separatismo radical
relegador al Derecho privado del régimen civil de la Iglesia católica. En todo caso el
tratamiento ventajoso que se conceda a entidades de la Iglesia católica en el ámbito del
principio de libertad religiosa positiva no deriva de su catalogación como de Derecho
público ni es suficiente para adscribirlas a esta categoría, sino que emana del principio
de cooperación entre la Iglesia y el Estado.

3. Es una posición de autonomía originaria, propia de ordenamientos jurídicos


primarios, reconocida –no concedida- por el Estado, con importantes consecuencias que
regula el art. 6 de la LOLR , a saber: organización propia; régimen interno autónomo;
régimen de su personal; autoridad para establecer cláusulas de salvaguarda de la
propia identidad y cláusulas de salvaguarda del carácter propio y del debido respeto a
sus creencias.
4. Es una posición de libertad religiosa positiva, que reconduce las confesiones con
acuerdo a un régimen enriquecido de contenido, superador del que establece la LOLR
para las confesiones sin acuerdo de cooperación con el Estado, de tal manera que se
viene haciendo común en la doctrina la idea de que las Confesiones con acuerdo gozan
de una posición jurídica básica igual que las carentes de acuerdo, pero con un
tratamiento jurídico mejor que éstas, tanto por su contenido como por el
reconocimiento de su mayor influencia en la política religiosa del Estado y por la mayor
densidad jurídica de las repercusiones de esta posición en la formación y desarrollo
personal de los miembros de estas confesiones (J.M. Vázquez García-Peñuela). La
posición jurídica básica e igual de las Confesiones religiosas se mantiene también
cuando se consideran exclusivamente las que han celebrado convenios de cooperación
con el Estado, pero al gozar de nuevas concesiones en el cuadro de prestaciones y
derechos específicos otorgados por el Estado a dichas Confesiones en los respectivos
Acuerdos y por normas del Estado, de las que no gozan las Confesiones meramente
inscritas en el Registro de Entidades Religiosas, hay que establecer unas diferencias de
trato más beneficiosas para la Iglesia católica y que no entrañarán discriminación o, al
menos, se presumirá que no la hay al amparo del principio constitucional de
cooperación. La Iglesia católica se distingue en este régimen de cooperación porque,
manteniendo la misma posición jurídica que las demás Confesiones religiosas, goza de
un tratamiento más beneficioso aun que las otras Confesiones que han celebrado
acuerdos con el Estado, tal como consta en los Acuerdos con la Iglesia católica y en
otras normas unilaterales del Estado. Hay un dualismo de tratamiento, que no es
discriminatorio en sus principios, pero que tiene una difícil realización jurídica que exige
una cuidadosa atención de los poderes públicos para que no se rompa el frágil equilibrio
del sistema, pues se corre el riesgo de que no siempre actúen aquéllos con la adecuada
medida para no invadir la posición básica de igualdad de todas ellas. En todo caso, la
posición relevante de la Iglesia católica de manera continuada y uniforme en sus
relaciones con el Estado constituye un importante factor histórico, político, social y
cultural que ha de valorarse debidamente a la hora de determinar legislativa o
aplicativamente la posición y el tratamiento jurídico de la Iglesia, sin fáciles concesiones
a rigurosos criterios discriminatorios allí donde solamente hay un persistente y
cualificado tratamiento especial por los poderes públicos, ajustado a aquel factor
religioso en sus diversas manifestaciones, que ha contribuido a la configuración de una
sociedad profundamente influida por el hecho religioso católico.

5. Las Confesiones meramente inscritas guardan una posición de expectativa jurídica


para poder celebrar acuerdos de cooperación con el Estado español. Las confesiones no
tienen reconocidos derechos pacticios frente al Estado, sino que éste puede atender la
posibilidad que se otorga a las que reúnan determinados requisitos de celebrar acuerdos
de cooperación con él, a saber, inscripción en el Registro de Entidades Religiosas y
notorio arraigo en España.

4.1. La posición jurídica de la Iglesia católica en España bajo el Concordato de


1953

Bajo el régimen de confesionalidad católica del Estado español se calificaba por la


doctrina la posición de la Iglesia católica como propia del Derecho público teniendo en
cuenta los criterios iuspublicistas que inspiraron el concordato de 27 de agosto de 1953
cuyo art. I enlazaba con la continuidad confesional de siglos pasados en estos términos:
“La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la Nación española y
gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con
la Ley divina y el Derecho canónico”, añadiendo el art. II que: “1. El Estado español
reconoce a la Iglesia católica el carácter de sociedad perfecta y le garantiza el libre y
público ejercicio de su poder espiritual y de su jurisdicción, así como el libre y público
ejercicio del culto (A. García Valdecasas; A. Prieto). También se disponía en el art. III
que “1. El Estado español reconoce la personalidad jurídica internacional de la Santa
Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano”. La personalidad jurídica de Derecho
privado se reconocía por el art. IV solamente a las instituciones y asociaciones
eclesiásticas, es decir, a las de la Iglesia católica. Aunque hay que seguir distinguiendo
entre la posición de la Iglesia católica en el Derecho interno español y la posición en el
Derecho internacional de la Santa Sede, varían los principios en los que se apoya esa
posición.

4.2. La posición jurídica de la Iglesia católica en el Derecho interno español

La personalidad jurídica de derecho privado viene reconocida por el Acuerdo jurídico con
la Santa Sede de 3 de enero de 1979 a la Conferencia episcopal española, a las
Órdenes, Congregaciones religiosas y otros Institutos de vida consagrada, sus
Provincias y sus Casas y a las asociaciones y otras entidades y fundaciones religiosas
(art. I, 2 ). Ni el Concordato ni el Acuerdo mencionan a la Iglesia universal,
exponenciada por la Santa Sede, como titular de personalidad privada civil y
consiguiente capacidad de obrar.

Desde la legislación de la Iglesia se declara por el can. 113 del CIC que “la Iglesia
católica y la Sede Apostólica son personas morales por la misma institución divina”, es
decir, constituyen una entidad organizadamente constituida desde su fundación que
lleva en sí la propia personalidad jurídica, sin necesidad de reconocimiento explícito del
Estado. Esto es lo que viene a significar en clave civil la remisión que hace el
Concordato a la noción de sociedad perfecta y el Acuerdo jurídico a través de la mención
especifica de la Iglesia católica. Esta última expresión, aunque no coincide con el
concepto de sociedad perfecta, sí ha de estimarse como reconocimiento por el Estado
de una capacidad plena en el orden jurídico civil para realizar actos jurídicos de
naturaleza privada, tal como establece el can. 1254: “Por derecho nativo e
independientemente de la potestad civil, la Iglesia católica puede adquirir, administrar y
enajenar bienes temporales para alcanzar sus propios fines” y precisa en el canon
siguiente que “la Iglesia universal, la Santa Sede y también las Iglesias particulares y
cualquier otra persona jurídica, tanto pública como privada, son sujetos capaces de
adquirir, retener, administrar y enajenar bienes temporales, según la norma jurídica”.
Sería discriminatorio que, conforme dispone el art. 5.1 de la LOLR “las Iglesias,
Confesiones y Comunidades religiosas y sus Federaciones gozarán de personalidad
jurídica una vez inscritas en el correspondiente Registro público” y que la Iglesia
católica, que no tiene acceso a dicho Registro, careciera de personalidad civil, pese a ser
mencionada expresamente por el art. 16.3 de la Constitución .

Por lo que se refiere a la personalidad de Derecho público, se sostuvo en el pasado que


la Iglesia católica gozaba de esta consideración en el Ordenamiento civil, equiparada a
las instituciones del Estado y otras corporaciones de Derecho público, lo que se ajustaba
a la idea de sociedad perfecta aceptada por el Concordato de 1953 y a la que
respondían algunas leyes preconstitucionales que equiparaban Estado e Iglesia, como la
Ley de arrendamientos urbanos de 11 de junio de 1964, texto refundido por Decreto de
24 de diciembre de 1964 que disponía en su art. 4.2 , que “los locales ocupados por
la Iglesia católica, Estado, Provincia, Municipio se regirán por las normas del contrato de
inquilinato”, que es la modalidad más beneficiosa para el arrendatario; en el art. 64 de
la misma Ley se equiparaba el clero secular al funcionario público, que ocupaba el
privilegiado último lugar en el orden de prelación de inquilinos sobre los cuales tenía
que elegir el arrendador aquél de los arrendatarios que tendría que desalojar la vivienda
en caso de necesitarla aquél y el art. 76 añadía que cuando el Estado, la Provincia, el
Municipio, la Iglesia católica y las Corporaciones de Derecho público tuvieran que ocupar
sus propias fincas para establecer sus oficinas o servicios no vendrían obligados a
justificar la necesidad de ocupación. La nueva Ley de arrendamientos urbanos de 24 de
Noviembre de 1994 ha suprimido estas referencias a la Iglesia católica siguiendo la
pauta marcada por la sentencia del Tribunal Constitucional de 16 de noviembre de 1993
, que declaró la inconstitucionalidad sobrevenida y consiguiente nulidad del art.
76.1 del texto refundido de la Ley de Arrendamientos Urbanos , rechazando los
argumentos del Abogado del Estado favorables al mantenimiento de la
constitucionalidad del texto impugnado para evitar la discriminación, pero extendiendo
el beneficio a las demás Confesiones, es decir, igualando por arriba para guardar
fidelidad al principio de relevancia específica del hecho social religioso proclamado por el
art. 16.3 de la Constitución . (M. López Alarcón). También el art. 206 de la Ley
hipotecaria equipara la Iglesia católica al Estado cuando carezcan de título escrito de
dominio y autoriza para que puedan inscribir el de los bienes inmuebles que les
pertenezca mediante la oportuna certificación de dominio; en el caso de la Iglesia
católica precisa el art. 304 del Reglamento Hipotecario que las certificaciones serán
expedidas por los Diocesanos respectivos. Estos textos continúan vigentes, pero una
sentencia del Tribunal Supremo (civil) de 18 de noviembre de 1996 advierte que “el
precepto registral 206 (de la Ley Hipotecaria ) se presenta poco conciliable con la
igualdad proclamada por el art. 14 de la Constitución , ya que puede representar un
privilegio para la Iglesia católica, en cuanto no se aplica a las demás Confesiones
religiosas reconocidas en España”.

En estos casos y en otros semejantes se pone de manifiesto que la formulación de la


naturaleza pública de la Iglesia católica y de sus entidades mediante equiparación al
Estado constituye una ficción que no tiene cabida en los regímenes democráticos de
separación y de libertad religiosa; pero, en el proceso de transición a la democracia se
deberían buscar, en lo posible, fórmulas de adaptación que no lleven consigo
derogaciones normativas que rompen la continuidad de la relevancia de las creencias
religiosas de la sociedad española, sino más bien modelos de acomodación al nuevo
Orden constitucional que reajusten las situaciones al principio de igualdad, como sería
desentenderse de la naturaleza pública de la Iglesia católica y de su consiguiente
equiparación al Estado, lo que permitiría la extensión a las otras Confesiones religiosas
del tratamiento más favorable otorgado a la Iglesia católica para eliminar de esta
manera situaciones discriminatorias imputables a normas preconstitucionales.

Comentario aparte merece el art. 1º del Acuerdo jurídico con la Santa Sede , que no
introduce ninguna desigualdad respecto de otras Confesiones cuando “reconoce a la
Iglesia católica el derecho de ejercer su misión apostólica y le garantiza el libre y
público ejercicio de las actividades que le son propias y en especial las de culto,
jurisdicción y magisterio”. Son derechos de los que también gozan las otras Confesiones
religiosas bajo el amparo del derecho fundamental de libertad religiosa, como incluidas
en el ámbito propio del licere agere, protegido por aquél derecho fundamental en un
régimen de separación de competencias entre la Iglesia y el Estado. No obstante, el
texto citado se incluyó en el Acuerdo Jurídico siguiendo una constante concordataria
para garantizar la libertas Ecclesiae y que actualmente no tiene otro alcance que
ratificar singularmente para la Iglesia católica una posición jurídica de libertad de la que
gozan todas las Confesiones religiosas.

Buena parte de las actividades garantizadas por el art. 1º del Acuerdo Jurídico afectan
al Derecho público interno de la Iglesia católica, sobre todo las que conciernen al orden
jurisdiccional, que no se transfieren al orden civil como tal Derecho público, sino que su
régimen jurídico y sus efectos se mantienen dentro del orden confesional, salvo cuando
los efectos se reconocen por el ordenamiento civil para que puedan operar
jurídicamente también en el mismo. Así el reconocimiento de eficacia civil al matrimonio
canónico y a las resoluciones canónicas de nulidad del matrimonio y de dispensa del
matrimonio rato y no consumado, por un lado respeta el libre ejercicio de la jurisdicción
como actividad de Derecho público canónico y, por otro, una vez homologada
judicialmente la celebración del matrimonio a través de la inscripción en el Registro civil
u homologada alguna de aquellas resoluciones mediante la intervención de un Juez civil,
que actúa en el ámbito del Derecho público del Estado en los términos regulados por el
art. 80 del Código civil y art. 778 de la Ley de Enjuiciamiento civil , hace posible
que los efectos del matrimonio, de la sentencia o del rescripto, respectivamente, operen
en el ámbito civil con la misma naturaleza, pública o privada, que corresponda conforme
al Derecho del Estado. Por último, otro tanto hay que decir respecto del poder de
certificación, eficaz en el ordenamiento civil, que se concede al sacerdote autorizante
del matrimonio y al párroco competente por el art. VI, 1 del Acuerdo Jurídico ,
Protocolo Final en relación con dicho artículo.

4.3. Posición jurídica de la Iglesia en el ámbito del Derecho internacional


La Iglesia católica es la institución más antigua en la sociedad internacional; más aún,
ella misma contribuyó decisivamente a la constitución de la sociedad internacional en su
forma actual. El Derecho Internacional moderno, escribe Verdross, surgió cuando se
produjo la descentralización del Sacrum Imperium: la nueva comunidad de Estados
seguía dominada por la idea de unidad cristiana y se la designó respublica christiana o
respublica sub Deo. El Emperador y el Pontífice habían ejercido durante la Edad Media
una autoridad eficaz sobre toda la Cristiandad y el Renacimiento y la Reforma, en su
acción debilitadora de ambas potestades, trajeron como consecuencia la ruina de una
efectiva organización internacional, seguida de un periodo de anarquía que dura hasta
que en 1648 los tratados de Westfalia sientan las bases de un nuevo orden (A.
Verdross).

Dispone el can. 113,1 que “La Iglesia católica y la Sede Apostólica son personas
morales por la misma ordenación divina” y el Derecho Público Eclesiástico ha preferido
asignar directamente a la Santa Sede la personalidad de Derecho Internacional como
representante de la Iglesia católica. La doctrina internacionalista acepta esta posición de
la Santa Sede, considerándola como un sujeto anómalo y especial a fin de evitar la
confusión y los conflictos que llevaría consigo admitir como sujeto del Derecho
internacional a una organización universal, como es la Iglesia católica, que se extiende
sobre los súbditos y territorios de los Estados. Se prefiere reconocer que hay dos
titulares de la soberanía simultáneamente: el sujeto in abstracto que es la Iglesia y el
sujeto in concreto que es la Santa Sede. Por ello es usual referirse indistintamente a la
Iglesia o a la Santa Sede como sujeto de Derecho Internacional (M. Díez de Velasco; G.
Barberini).

Desde el Derecho Público Eclesiástico la Iglesia es considerada un verdadero y propio


sujeto de Derecho en las relaciones con los Estados. Dicha personalidad jurídica
internacional le corresponde ex iure en cuanto es miembro de la comunidad
internacional como organismo autónomo y primario. La personalidad de la Iglesia, por lo
tanto, deriva únicamente de su perfección como sociedad jurídica y es anterior e
independiente de toda concesión o reconocimiento por parte del Estado. En el art. 2º
del Tratado de Letrán entre Italia y la Santa Sede, reconoce el Estado italiano “la
soberanía de la Santa Sede en el campo internacional como atributo inherente a su
naturaleza, de acuerdo con su tradición y con las exigencias de su misión en el mundo”.

La doctrina internacionalista entiende también que la posición jurídica internacional de


la Santa Sede debe ser considerada a la vez como la de un ente soberano con capacidad
limitada en esta faceta al ámbito espiritual y a los negocios temporales y políticos
conexos, mientras que en materia temporal y política carecería de todo derecho o deber
y sería incapaz por ello de asumir una verdadera y propia personalidad internacional. La
potestad indirecta de la Iglesia en el orden temporal, defendida por el Derecho Público
Eclesiástico ha sido moderada desde que el Concilio Vaticano II proclamó la separación
de competencias entre la Iglesia y el Estado y el régimen de libertad religiosa y de
cooperación. Se afirma también por la doctrina, siguiendo las orientaciones del Vaticano
II, que en el campo de las relaciones internacionales la Santa Sede constituye un sujeto
especial que goza de independencia y autonomía respecto del Estado, con el que tiene
de iure una particular posición jurídica de absoluta supremacía en el campo moral y
religioso, reconociendo la autonomía del orden temporal aunque, por su inserción en el
mundo no renuncia a obrar en el mismo en sana colaboración con el Estado según su
recta conciencia, poniéndose como fin el bien común social y prestando toda la ayuda
de su magisterio religioso y moral (P.A. D’Avack; H.E. Cardinale; C. Soler).

La titularidad de la Santa Sede como sujeto de Derecho internacional con el mismo


rango que un Estado se manifiesta en la circunstancia de que, sin ninguna oposición de
los Estados reunidos en Viena, la Santa Sede participó en la Conferencia, firmó la
Convención de 23 de mayo de 1969 sobre el Derecho de los Tratados y se apresuró a
ratificar la Convención aún antes de que entrara en vigor (S. Ferlito), manteniéndose
relaciones diplomáticas conforme al Derecho internacional y siguiendo la norma
consuetudinaria de que el Nuncio Apostólico de Su Santidad el Papa lleva anejo el cargo
de Decano del Cuerpo Diplomático. Además, la Santa Sede está presente en numerosos
organismos de la comunidad internacional y ha manifestado reiteradamente, por boca
de varios Pontífices, su deseo de colaborar con las naciones y sus organismos
internacionales en la instauración de una convivencia pacífica. Así, Pablo VI expresó
ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en 4 de octubre de 1965 que la Iglesia
católica no aspiraba a mantener con respecto al sistema internacional institucional otra
política que la de poder servirle en aquello que es de su competencia con desinterés,
humildad y amor. Los hechos confirman su presencia en organizaciones internacionales.
Cuenta con un observador permanente de la Santa Sede ante la Oficina de las Naciones
Unidas en Ginebra y está presente en numerosos Órganos e instituciones especializadas
de las Naciones Unidas, como la Organización Internacional del Trabajo (OIT),
Organización Internacional para la alimentación y la agricultura (FAO). Organización de
las Naciones Unidas para educación, la ciencia y la cultura (UNESCO), Organización
mundial de la salud (OMDS), Asociación internacional para el desarrollo (AID), Fondo de
las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), etc. Las Asociaciones Internacionales
Católicas presentes en la ONU son muy numerosas y destacan Caritas Internationalis
(CI), Oficina Católica Internacional del Cine (OCIC), Unión Católica Internacional de
Prensa (UCIP), Unión Mundial de enseñantes católicos (UMEC) y Pax Romana. (Anuario
Pontificio para el año 2002; S. Ferlito).

El Concordato español de 1953 reconoció expresamente la personalidad internacional de


la Santa Sede en estos términos: “1. El Estado español reconoce la personalidad jurídica
internacional de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano. 2. Para
mantener, en la forma tradicional, las amistosas relaciones entre la Santa Sede y el
Estado español, continuarán permanentemente acreditados un Embajador de España
cerca de la Santa Sede y un Nuncio Apostólico en Madrid. Este será el Decano del
Cuerpo Diplomático”. Los Acuerdos vigentes no hacen este reconocimiento explícito,
pero no cabe duda que la mención de la Iglesia católica por el art. 16.3 de la
Constitución como parte de las relaciones de cooperación con el Estado español está
reconocimiento la personalidad internacional de la Santa Sede, confirmada por la
realidad presente del régimen de Acuerdos que tienen la naturaleza de tratados de
Derecho Internacional, así como por la continuidad de relaciones diplomáticas.

4.4. La posición jurídica del Estado de la Ciudad del Vaticano

Roma fue ocupada el 20 de Septiembre de 1870 por el ejército italiano y un Real


Decreto de 9 de Octubre del mismo año dispuso que Roma y las provincias Romanas
entraban a formar parte integrante del Reino de Italia, conservando el Sumo Pontífice la
dignidad, la inviolabilidad y las prerrogativas personales de Soberano, añadiéndose que
mediante las oportunas leyes se establecerían las condiciones aptas para garantizar,
incluso con franquicias territoriales, la independencia del Sumo Pontífice y el libre
ejercicio de la autoridad espiritual.

Ni la ocupación de Roma, ni el sistema de garantías, fueron aceptadas por Pío IX,


quedando así planteado, con la denominada “cuestión romana”, un permanente estado
de tensión entre la Santa Sede y el Estado italiano, con trascendencia en el ámbito
internacional. La cuestión encontró solución mediante los Pactos de Letrán de 11 de
Febrero de 1929, entre el Estado italiano y la Santa Sede, que contienen un Tratado, un
Concordato y una Convención financiera. En el art. 3º del Tratado se reconoció por
Italia a la Santa Sede la plena propiedad y la exclusiva y absoluta potestad y
jurisdicción soberana sobre el Vaticano, con todas sus pertenencias y dotaciones,
creándose de tal modo el Estado de la Ciudad del Vaticano para los especiales fines y
con las modalidades expresadas en dicho Tratado, concretamente para asegurar la
libertad y la absoluta y visible independencia de la Santa Sede. Comprende un territorio
de 44 Ha. y la población está formada por los ciudadanos que tengan su residencia
estable en la Ciudad (H.E. Cardinale; P. A. D’Avack). La soberanía pertenece
constitucionalmente a la Santa Sede, órgano supremo de la Iglesia, es decir, al Sumo
Pontífice, en el que se encuentran unidas de modo estable dos supremas potestades:
Jefe visible de la Iglesia católica y Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano. La
Santa Sede y el Estado de la Ciudad del Vaticano tienen personalidad distinta, aunque
enlazada por una relación orgánica, que para unos es de naturaleza personal, confluyen
en la persona del Papa, y para otros es real, porque la relación es institucional y en
virtud de la cual la Santa Sede agrega soberanía territorial a su anterior soberanía
puramente personal (M. Petroncelli). De todos modos la personalidad jurídica de la
Santa Sede no viene condicionada por la agregación de territorialidad que se realiza con
la creación del Estado de la Ciudad del Vaticano, de tal manera que si este territorio
desapareciese, ni la Iglesia católica ni la Santa Sede dejarían de ser sujetos de Derecho
internacional (M. Tedeschi

LA POSICIÓN JURÍDICA DE LAS DEMÁS CONFESIONES


RELIGIOSAS

Ibán Pérez, Iván Carlos. Catedrático de Derecho Eclesiástico del


Estado de la Universidad Complutense de
Madrid

Fecha de actualización

01/10/2010

1. La descripción del modelo

La Constitución española parece apuntar la existencia de dos tipos de confesiones


religiosas, cuando concluye su artículo 16 con la expresión “Iglesia católica y demás
confesiones”. Cuál sea la posición jurídica de la Iglesia católica es algo que se ha
analizado en el anterior epígrafe, correspondería ahora, por lo tanto, tratar de precisar
cuál sería la de las segundas.

No creo, sin embargo, que quepa acometer tal tarea inmediatamente, sino que es
necesario realizar un esfuerzo clasificatorio previo. Del mismo modo que el
ordenamiento confiere un tratamiento específico a la Iglesia católica y distinto al que
reciben las restantes confesiones religiosas, la misma solución utiliza en relación a estas
últimas. No se produce un tratamiento unitario de todas las confesiones en el Derecho
español, y no sólo porque la Iglesia católica reciba una consideración diferenciadora,
sino, además, porque las restantes tampoco reciben un tratamiento unitario entre si.

Del análisis del ordenamiento español cabe deducir la existencia de cinco tipos de
confesiones religiosas: la Iglesia católica, las confesiones con acuerdo, las confesiones
con declaración de notorio arraigo, las confesiones únicamente inscritas, y las
confesiones no inscritas. Tal vez habría que añadir un último grupo, que vendría
formado por aquellos grupos religiosos que se tienden a caracterizar como “sectas”,
pero será objeto de análisis en un epígrafe posterior (3.18), aunque necesariamente
habrá que aludir a ello brevemente en el presente.

Debe quedar claro que tal propuesta clasificatoria no se encuentra de modo expreso en
un texto normativo. En ninguna norma jurídica española se establece tal clasificación
con claridad. Se deduce de la globalidad de disposiciones de Derecho eclesiástico –sin
olvidar la práctica de la Administración Pública-, que establecen un modelo piramidal en
virtud del cual algunas confesiones reciben un tratamiento más favorable que otras. La
Iglesia católica sería la que se situaría en la cúspide de tal pirámide, siendo ella la que
recibiría un tratamiento más favorable. En un segundo nivel se situarían aquellas
confesiones que han suscrito un acuerdo de cooperación con el Estado, de los que prevé
la Ley Orgánica de Libertad Religiosa [LOLR] en su artículo 7 . Las confesiones que
han obtenido la declaración de “notorio arraigo” constituirían el siguiente escalón El
cuarto nivel vendría formado por aquellas confesiones que han sido inscritas en el
Registro al que hace referencia el artículo 5 de la propia Ley . El último nivel sería en
el que se agruparían las confesiones que no han logrado su inscripción en el referido
Registro. Como ya indiqué, en el caso de que el ordenamiento español haya configurado
una categoría de “secta”, lo que creo que no ha hecho, estas vendrían a situarse algo
así como en el subsuelo de esa pirámide, ya que el ordenamiento no las protegería, sino
que las perseguiría Antes de adentrarse en la definición de tales niveles, parece
conveniente realizar algunas reflexiones de carácter general.

En primer lugar es necesario poner de relieve como tal estructura piramidal no es


exclusiva del ordenamiento español. Si se realiza una lectura reposada de los Derechos
eclesiásticos de los países miembros de la Comunidad Europea, se comprobará que tal
estructura se encuentra prácticamente sin excepción en todos ellos. En algunos estados
encontramos como constitucionalmente y, desde luego, en la legislación ordinaria, se
proclama abiertamente que una determinada iglesia es la oficial del Estado, tales serían
los casos de Gran Bretaña, Dinamarca y Grecia, a los que habría que añadir el peculiar
caso de Finlandia en el que son dos las iglesias que obtienen tal calificación (ortodoxa y
reformada). En otros países tal posición la ocupa la Iglesia católica, lo cual queda
reflejado en su mención nominal en las respectivas constituciones (Italia y España), o
en la existencia de un régimen concordatario (Italia, España, Portugal, Austria y
¿Luxemburgo?), o en la existencia de un trato favorable por parte del legislador (a los
anteriores habría que sumar el caso de Bélgica e incluso el de Francia, que aun a pesar
de sus proclamada laicidad, concluye por conceder un trato específico a la Iglesia
católica). Probablemente la única excepción sea la de la República Federal de Alemania,
que sin proclamar ninguna iglesia como estatal, sitúa en la cúspide a dos confesiones
(Iglesia católica e iglesias reformadas). También encontramos en esos países un
segundo nivel, en algunos casos se accede a él mediante la suscripción de un acuerdo
(Italia, Alemania), o bien recibiendo la calificación por vía legislativa o administrativa de
“culto reconocido” (Bélgica, Luxemburgo, Grecia) o creándose una estructura específica
para ellas, “asociaciones culturales” (Francia), o, en general, confiriendo ciertas
ventajas a algunas confesiones, inferiores a las que recibe la confesión que se sitúa en
la cúspide, pero superiores a las que reciben las restantes.

Volviendo al caso español, creo importante señalar que tal estructura piramidal no es
estática, sino que constituye una fotografía de un proceso dinámico. Dinámico en varios
sentidos.

En primer término hay una tendencia a lo largo del tiempo a equiparar las restantes
confesiones a la Iglesia católica. Las diferencias de trato son muy superiores a medida
que se retroceda en el tiempo, con lo que de mantenerse esa tendencia, en el límite,
probablemente inalcanzable, serán varias las confesiones que recibirán un trato idéntico
al de la Iglesia católica.

También es dinámico el proceso en el sentido de que bien puede ocurrir que una
determinada confesión acceda a un nivel superior o, y eso por el momento me parece
puramente hipotético, caiga a uno inferior.

Por último, creo detectar un cambio de posición del legislador y, fundamentalmente, de


la Administración, un cambio de política eclesiástica, en las últimas décadas. En la
década de los ochenta del pasado siglo, parecería que el mecanismo ideado por el
ordenamiento para que una confesión religiosa accediese a alguna de las ventajas de
las que disfrutaba la Iglesia católica era el que se inscribiera en el Registro de Entidades
Religiosas. Sin embargo, en la siguiente década parece que para ello no basta con la
inscripción, sino que es necesario suscribir un acuerdo. Con lo que, como se verá, del
hecho de la inscripción se derivan unas muy cortas ventajas. Por último, parece que en
el tercer milenio se ha optado por conceder algunas ventajas a las confesiones que,
estando inscritas y no habiendo suscrito un acuerdo, sin embargo han obtenido la
declaración de poseer “notorio arraigo”.
Pero estos planteamientos que he llamado dinámicos, no los encontramos sólo en el
ámbito del Derecho eclesiástico, sino que éste parece inmerso en un proceso evolutivo
que le desborda. Pienso que cada día es más clara la tendencia, especialmente visible
en el campo del Derecho fiscal, de que las confesiones religiosas tienden a equipararse
con las llamadas “organizaciones no gubernamentales”. El proceso es relativamente
reciente y, por lo tanto, resulta arriesgado el extraer conclusiones, pero de confirmarse
mis sospechas (tendencia a equiparar a las confesiones religiosas con la Iglesia católica,
apoyándose estrictamente en textos normativos y mecanismos propios del Derecho
eclesiástico), vendría acompañada por otra tendencia en virtud de la cual las
confesiones religiosas no serían sino “ONGs”. Pero, fuera como fuese, eso todavía no ha
ocurrido y, por lo tanto, describiremos seguidamente la realidad actual. Comenzaremos
por las confesiones con acuerdo.

2. Confesiones con acuerdo

Desde cuatro perspectivas deben ser analizados los acuerdos de cooperación con las
confesiones religiosas a las que hace referencia el artículo 7 de la LOLR . De una parte
es un tema típico de fuentes del Derecho eclesiástico, desde esa perspectiva habría que
referirse a su naturaleza jurídica, a su fuerza normativa, a la posibilidad de reforma
unilateral de las mismas, a su jerarquía normativa, etc.; no corresponde ahora aludir a
ello pues ya se hizo en un epígrafe anterior (3.6.4). Otro punto de vista sería el de su
contenido. Los acuerdos contienen un conjunto de normas jurídicas que se integran en
el ordenamiento, y ellas deberán ser analizadas en la sede correspondiente de este
manual en razón de la materia. Tampoco corresponde referirse aquí a un tercer aspecto,
la consideración de los acuerdos como técnica de relación del Estado y las confesiones
religiosas. Habría, desde ese punto de vista, que situar tales acuerdos en su contexto
histórico, en la tendencia, cada día más marcada, a negociar el contenido de las normas
con su destinatario, etc. Sin embargo, sólo corresponde ahora atender a un cuarto
aspecto: los acuerdos como mecanismo de configurar un tipo de confesión religiosa.

Como es sabido, mediante tres leyes sucesivas de la misma fecha (10 de noviembre de
1992), se aprobaron sendos acuerdos de cooperación con tres grupos de confesiones:
Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España [FEREDE] , Federación de
Comunidades Israelitas de España y Comisión Islámica de España .

El artículo único de las respectivas Leyes aprobatorias de los tres acuerdos en vigor
establece que “las relaciones de cooperación del Estado con [las federaciones o
comisiones correspondientes] se regirán por lo dispuesto en el Acuerdo de Cooperación
que se incorpora como anexo a la presente Ley”. La expresión “relaciones de
cooperación” se toma del artículo 16 de la Constitución , pero no parece que sea la
más adecuada, pues en realidad los acuerdos no regulan “una cooperación”, sino que
delinean un marco normativo específico, por lo que me parece que se puede afirmar
que existe un tipo de confesión concreto.

Tal idea, la configuración de una categoría tipo de “confesión con acuerdo”, aparece
reforzada al observar que el contenido de los acuerdos es prácticamente idéntico. Al
margen de que ello permita sospechar que no estamos propiamente ante un acuerdo
que se derive de una negociación, sino más bien ante un texto presentado por la
Administración, ante el cual las confesiones afectadas sólo podían adoptar dos
posiciones, o rechazarlo o aceptarlo en su práctica integridad, ello permite, también,
suponer una vocación de crear un marco normativo específico para unas específicas
confesiones. El legislador -previamente la Administración- ha establecido un sistema
normativo al que se pueden adherir ciertas confesiones. No se trata de negociar el
sistema normativo aplicable a las confesiones negociadoras, el marco normativo viene
fijado por el Estado, y se sitúa en un nivel inferior al de la Iglesia católica, pero superior
al ofrecido por la LOLR y la legislación general, y lo único que se negocia es cuáles
son las confesiones que disfrutarán de dicho marco: las confesiones con acuerdo.
Pero, a los efectos que ahora interesa, más significativo aún resulta el que ya antes de
la entrada en vigor de los acuerdos, algunas normas se remitieran a esos entonces
inexistentes acuerdos para conceder determinados derechos a las confesiones que los
suscriben: así determinadas ventajas fiscales, (“En los Acuerdos o Convenios... se
podrán extender a dichas Iglesias, confesiones y comunidades los beneficios fiscales
previstos en el ordenamiento jurídico general para las entidades sin fin de lucro y
demás de carácter benéfico”. Artículo 7-2, LOLR. ), o la posibilidad de que los ritos
matrimoniales tuvieran eficacia civil, (“El consentimiento matrimonial podrá prestarse
en la forma prevista por una confesión religiosa inscrita en los términos acordados con
el Estado”. Artículo 59, Código Civil [CC]), o de que se prestase asistencia religiosa en
el ámbito de las Fuerzas Armadas (“Cuando haya capellanes de otras religiones
desempeñarán funciones análogas en las mismas condiciones que los católicos en
consonancia con los acuerdos que el Estado haya establecido con la Iglesia, confesión o
comunidad religiosa correspondiente”. Artículo 244, Real Decreto 2945/1983, de 9 de
noviembre, por el que se aprueban las Reales Ordenanzas del Ejército de Tierra
[ROET]), o de la presencia de la enseñanza de la religión en los centros docentes (“La
enseñanza de la religión se ajustará... a lo dispuesto... [en los acuerdos] que pudiera
suscribirse con otras confesiones religiosas”. DA Segunda, Ley Orgánica 1/1990, de 3 de
octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo ), etc. Si ya antes de la
existencia de los acuerdos el legislador y la Administración habían optado por reconducir
a los mismos la regulación de algunas materias, se comprenderá que con posterioridad
a su aprobación el proceso ha continuado: la regulación de la asistencia religiosa en
establecimientos penitenciarios (“En todo lo relativo a la asistencia religiosa de los
internos se estará a lo establecido en los acuerdos firmados con el Estado español con
las diferentes confesiones religiosas”. Artículo 230-4, Real Decreto 190/1996 de 9 de
febrero ), la aplicación a las mismas de los beneficios previstos para las fundaciones
(son mencionadas específicamente las confesiones que han suscrito acuerdos a los
efectos de esos beneficios en el Real Decreto 765/1995, de 5 de mayo , por el que se
regulan determinadas cuestiones del Régimen de Incentivos Fiscales a la Participación
Privada en Actividades de Interés General. En el mismo sentido la DA Novena de la Ley
49/2002 de 23 de diciembre de Régimen Fiscal de las Entidades sin Fines Lucrativos y
de los Incentivos Fiscales al Mecenazgo), o la no aplicabilidad de algún aspecto de la
normativa reguladora de las fundaciones e competencia estatal (Vid. DA Tercera, Real
Decreto 316/1996, de 23 de febrero por el que se aprueba el Reglamento de
Fundaciones de Competencia Estatal ), o el establecimiento de enseñanzas religiosas
e centros docentes (Vid. Orden de 11 de enero de 1996 por la que se dispone la
publicación de los Currículos de Enseñanza Religiosa Islámica correspondientes a
Educación Primaria, Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato), etc.

No se trata sólo de que en alguna de esas normas se produzca una remisión a los
acuerdos a efectos de su regulación, sino que la norma en cuestión reconoce
directamente las ventajas en ella previstas a las confesiones que han suscrito un
acuerdo. Tal es el caso del ya mencionado RD de 5 de mayo de 1995 en el que se
reconocen ciertos beneficios fiscales a la Iglesia católica y a las tres agrupaciones de
confesiones que han suscrito acuerdos de los previstos en la LOLR . También
encontramos previsiones en los acuerdos que han exigido un ulterior desarrollo
normativo, como sería la del artículo 5 de los tres acuerdos mediante el cual
deberían incluirse en el Régimen General de la Seguridad Social a los ministros de culto
de las correspondientes confesiones, lo cual se ha realizado, por el momento, para los
pertenecientes a la FEREDE (Real Decreto 369/1999, de 5 de marzo) y para los
integrantes de la Comisión Islámica (Real Decreto 176/2006, de 10 de febrero), aunque
nada impide el que tal régimen se aplique a otros ministros de culto,
independientemente del hecho de que la correspondiente confesión haya suscrito un
acuerdo.

Por lo tanto, conviene insistir en ello, no se trata únicamente de que los acuerdos
regulen un marco específico de derechos para aquellas confesiones que los han suscrito.
Se trata también de que los acuerdos realizan determinadas previsiones sin contenido
normativo en si mismas y que exigen de un posterior desarrollo normativo, peso esas
disposiciones que son de desarrollo son las que en realidad conceden los derechos, nada
impediría que esos derechos, por esa misma norma u otro de análoga naturaleza,
fueran concedidos a otras confesiones sin acuerdo, sin embargo, sólo se conceden a las
que han suscrito uno de ellos. Pero es que, además, incluso en ausencia de previsión
(normativa o no) en el acuerdo, encontramos la concesión de derechos en normas de
carácter general que afectan exclusivamente a las confesiones con acuerdo.

Para concluir bastará con insistir en una idea ya expuesta: aunque los Acuerdos crean el
marco de actuación de una serie de confesiones religiosas, en realidad no son suscritos
por las mismas, sino por las federaciones de ellas y, en el caso de los musulmanes, por
una comisión integrada por dos federaciones que a su vez incluyen varias confesiones.
Es decir, la expresión “confesiones con acuerdo” no es correcta. Eso sí, una confesión
puede unilateralmente salir de la federación y, por lo tanto, dejará de estar sometida a
ese marco normativo, del mismo modo que otras confesiones pueden incorporarse a la
federación y por ese simple hecho serles de aplicación el marco normativo de
referencia. En todo caso, tanto las confesiones como su federación gozan de
personalidad jurídica (Artículo 5-1, LOLR ).

En definitiva, los acuerdos no son únicamente un modo de delinear un marco normativo


específico, sino que constituyen un elemento, una especie de filtro, para acceder a un
marco normativo más amplio que el diseñado por el propio acuerdo. Las confesiones
con acuerdo son, por lo tanto, un tipo específico de confesiones.

El artículo 7 de la LOLR establece dos requisitos para que las confesiones


puedan acceder a suscribir un acuerdo con el Estado. El primero de ellos, la
inscripción registral, no ofrece dificultad alguna en cuanto a la determinación
de si se posee o no, es un dato objetivo. No ocurre así con el segundo, el que la
confesión haya “alcanzado notorio arraigo en España”. No procede en este
apartado extenderse en la cuestión, pues es tratada en otro lugar, sin embargo
se hace necesario dedicar unas pocas líneas a la misma.

Ni en la LOLR ni en ningún otro texto legislativo se ha establecido ni quien es


competente para determinar la existencia de tal cualidad, ni el procedimiento para
alcanzarla. La Administración Pública, sin apoyo legislativo alguno, ha establecido
ambas cosas. En la práctica, la tal declaración se alcanza de obtenerse mayor número
de votos favorables que contarios en el seno de la Comisión Asesora de Libertad
Religiosa (que viene creada en el artículo 8 de la propia LOLR). El sistema parece muy
discutible, pero no es el caso de hacerlo aquí.

Fijado el modo de acceder a la declaración, no parece que la Administración se detenga


en ello, sino que, al igual que ocurriera con las confesiones que han suscrito un
acuerdo, ha comenzado a construir la categoría. Es decir, del simple hecho de obtener
tal declaración se siguen algunos derechos. Podría aducirse como ejemplo de ello el que
los Testigos de Jehová, que han obtenido la declaración de “notorio arraigo” pero no
han suscrito un acuerdo con el Estado, sin embargo ven regulada su situación en
materia de Seguridad Social (Real Decreto 1614/2007 de 7 de diciembre, por el que se
regulan los términos y las condiciones de inclusión en el Régimen general de la
Seguridad Social de los miembros de la Orden religiosa de los Testigos de Jehová en
España), pero, como ya vimos, en principio, cabe tal tratamiento en relación a los
ministros de culto de cualquier confesión inscrita.

Un ejemplo más evidente es el de la Fundación pública Pluralismo y Convivencia, que a


tenor del artículo 8 de sus Estatutos (de 16 de diciembre de 2009), se constituye en
beneficio de las confesiones no católicas que, o bien hayan suscrito un acuerdo, o bien,
hayan obtenido la declaración de “notorio arraigo”.

Visto los precedentes señalados en referencia al modo en que se han ido conformando
otros tipos de confesiones, me parece probable que la Administración, y, tal vez, el
legislador, continúe en la línea de conferir ventajas a este tipo de confesiones.
4. Confesiones únicamente inscritas

“Las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas y sus Federaciones gozarán de


personalidad jurídica una vez inscritas en el correspondiente Registro público, que se
crea, a tal efecto, en el Ministerio de Justicia” (art. 5-1 , “tendrán plena autonomía y
podrán establecer sus propias normas de organización régimen interno y régimen de su
personal” (art. 6-1 ). Con estas proclamaciones de la LOLR bien pudiera haber
ocurrido que la inscripción hubiera sido el dato determinante para que las confesiones
accediesen a un plano de derechos concretos, a un trato específico. Pienso, como ya he
dicho, que la realidad ha ido por otros derroteros y que lo que realmente garantiza un
trato específico es la consecución de un acuerdo y no la inscripción registral. En todo
caso, algo añade a una confesión el hecho de la inscripción y, consecuentemente, puede
hablarse de la existencia de tal tipo de confesiones.

Parece que lo más evidente que añade la inscripción es la personalidad jurídica, pues así
se dice de modo expreso e la LOLR. No se puede olvidar, sin embargo, que cabría una
interpretación en virtud de la cual la personalidad jurídica no es conferida por la
inscripción, sino que es previa. Para sostener tal tesis bastaría con entender que las
confesiones son una expresión del derecho de asociación reconocido
constitucionalmente, y habida cuenta que al regular dicho derecho la Constitución
establece que “las asociaciones constituidas al amparo de este artículo deberán
inscribirse en un registro a los solos efectos de publicidad” (art. 22-3 ), se está
asumiendo indirectamente que la personalidad no puede derivar de la inscripción.

En los preceptos de la LOLR transcritos se añaden otros eventuales efectos de la


inscripción: autonomía, libertad de organización y de establecer normas de régimen
interno. No creo que quepa extraer consecuencias excesivas de tales afirmaciones. Me
parece que son una consecuencia lógica de la asunción por parte del Estado de que no
le corresponde a él establecer un modelo de cuál debe ser la organización de una
confesión, pero no es esa una peculiaridad de las confesiones, sino que es algo común a
otras muchas asociaciones. En modo alguno cabe interpretar dicho precepto en el
sentido de un cierto no sometimiento al Derecho estatal por parte de las mismas. Es
claro que las confesiones están sometidas al ordenamiento estatal, eso sí, en lo que no
contradiga al mismo podrán adoptar el sistema organizativo que tenga por oportuno.
También establece la LOLR que en sus normas “podrán incluir cláusulas de salvaguardia
de su identidad religiosa y carácter propio, así como del debido respeto a sus creencias”
(art. 6-1 ). Tampoco creo que quepa realizar una interpretación exorbitante de esta
norma, sus creencias deberán ser respetadas en los mismos términos que cualesquiera
otras, y esas cláusulas de salvaguardia es probable que no impliquen otra cosa que la
posibilidad de que el nombre y las señas de identificación que adopte una confesión no
puedan ser utilizados por otras.

Al margen de la LOLR, encontramos también algunas referencias a las confesiones


inscritas en otras normas. Así, a los efectos de designar una parte de los componentes
de la Comisión Asesora de Libertad Religiosa, a la que se aludió anteriormente (3.10.1)
y que serán nombrados por el Ministerio de Justicia, se establece que deberán ser oídas
las confesiones inscritas (Vid. artículo 1-a, Real Decreto 1890/1981, de 19 de junio,
sobre Constitución de la Comisión Asesora de Libertad Religiosa), aunque parece poco
probable que esta exigencia sea efectivamente cumplida habida cuenta el elevado
número de confesiones inscritas. Los ministros de culto de tales confesiones podrán
acceder al Régimen general de Seguridad Social (vid. art. 1,1, del Real Decreto
2398/1997, de 27 de agosto, por el que se regula la Seguridad Social del clero). El CC
establece que “el consentimiento matrimonial podrá prestarse en la forma prevista por
una confesión religiosa inscrita, en los términos... autorizados por la legislación [del
Estado]” (art. 59 ), precepto que carece de contenido normativo ya que es necesaria
una actividad legislativa para lograr el efecto cuya posibilidad se apunta. El Código
Penal [CP] utiliza en una ocasión la categoría para definir un tipo penal relativo a la
perturbación de actos de culto (“El que con violencia, amenaza, tumulto o vías de
hecho, impidiese o interrumpiese o perturbase los actos, funciones, ceremonias o
manifestaciones de las confesiones religiosas inscritas en el correspondiente registro
público del Ministerio de Justicia e Interior, será castigado...”, Artículo 523 ). En otras
ocasiones se utilizan expresiones que parece que se refieren a las confesiones inscritas,
así cuando se establece que “los altos dignatarios de las confesiones religiosas
oficialmente reconocidas” pueden optar por realizar sus declaraciones por escrito en el
ámbito de un proceso militar (Artículo 172-13, Ley Orgánica 2/1989, de 13 de abril,
Procesal Militar ). En términos generales para que los extranjeros puedan residir
legalmente en España es necesario que cuenten con un permiso de trabajo, de tal
exigencia quedan exceptuados los ministros de culto siempre que “las iglesias y
confesiones a las que pertenezca... [estén] debidamente inscritos en el Registro de
Entidades Religiosas del Ministerio de Justicia” (Artículo 8-1-b, Orden de 8 de mayo de
1997. Normas generales y de procedimiento para reconocimiento de situaciones de
excepción a la obligación de obtener permiso de trabajo).

Ya señalé anteriormente cómo, desde mi punto de vista, inmediatamente después de la


promulgación de la LOLR, parecía que el mecanismo para obtener ventajas por parte de
las confesiones era el de la inscripción y que, sin embargo, a partir de la puesta e
marcha del sistema de acuerdos parece que lo decisivo es la existencia de un acuerdo.

Sin embargo ello no significa que de la inscripción no se derive ventaja alguna.


Cualquiera de las dos soluciones hubiera sido posible, como se prueba si volvemos a la
realidad normativa de otros países comunitarios.

E Portugal al igual que en España, encontramos un Registro, una ley reguladora de la


libertad religiosa y la posibilidad de establecer acuerdos. En el sistema portugués, de la
inscripción de una confesión se derivan un amplio número de derechos para la
correspondiente confesión, derechos que vienen establecidos en su ley de libertad
religiosa. Los acuerdos, en aquel sistema, no son otra cosa que el instrumento para
adaptar esos derechos a cada peculiar caso. El sistema español es distinto, en realidad
los derechos más significativos los confieren los acuerdos. Probablemente se haya
optado por esa solución por una razón estrictamente práctica y política: el número de
confesiones religiosas inscritas es muy elevado, y en los primeros tiempos de
funcionamiento del Registro en época preconstitucional se realizó una política de
inscripciones muy generosa y con escasos controles. El Registro no actuó como filtro
suficiente, y esa función la está ejerciendo en la actualidad la posibilidad de acceder a
un acuerdo.

Sea como fuere, lo que me parece claro es que las confesiones inscritas reciben un
tratamiento menos favorable que aquéllas que además han suscrito un acuerdo, pero,
sin embargo, de la simple inscripción se derivan algunas ventajas, que permiten
configurar a tales confesiones como un grupo específico, como un tipo de confesión.

5. Confesiones no inscritas

La primera cuestión que debe ser planteada es si esta categoría existe, o de otro modo
dicho, si de la inscripción registral se deriva la calificación del carácter de confesión. Me
parece que sólo cabe una respuesta: el Registro no confiere tal calificación, las
confesiones son previas a su inscripción, lo cual, sin acudir a más complejos
razonamientos, se demuestra por la simple lectura del artículo 5-1 de la LOLR :
“Las... confesiones... gozarán de personalidad jurídica una vez inscritas”, es decir, son
confesiones antes de su inscripción.

En todo caso, me parece irrelevante, desde un punto de vista práctico, cualquier


disquisición al respecto, y ello porque del hecho de ser confesión se derivan
contadísimas consecuencias. Una de ellas sería la previsión de la Ley de Enjuiciamiento
Criminal en el sentido de que “no podrán ser obligados a declarar como testigos: los...
ministros de culto disidentes, sobre los hechos que les fuesen revelados en el ejercicio
de la función de su ministerio” (art. 417-1 ), o las referencias del CP, en sus artículos
522 y 525 , a las confesiones en general. Por lo demás, en mi conocimiento, no se
ha planteado el caso de pretender aplicar esos preceptos a confesiones no inscritas,
pero no me sorprendería que en el caso de que se plantease los tribunales optasen por
considerar que no les sería de aplicación, y ello por el sencillo motivo de que resultaría
siempre posible una interpretación abusiva de tales normas. Es decir, por ejemplo,
cualquiera podría negarse a prestar una declaración testifical aduciendo que es ministro
de culto de una confesión, y el Estado no tendría procedimiento para impedir tal actitud,
pues por definición carece de constancia de cuáles sean las confesiones no inscritas.

Desde mi punto de vista, las confesiones religiosas existen independientemente del


hecho de la inscripción; sin embargo no se sigue ninguna consecuencia de ostentar tal
naturaleza, y les resulta aplicable el Derecho común en materia de asociaciones,
derecho de reunión, de expresión, etc.

Si la decisión de no inscribirse es consecuencia de una opción de la propia confesión me


parece que nada más habrá que decir al respecto; sin embargo sí debemos aludir a la
otra hipótesis, a que la no inscripción sea consecuencia de una decisión de la
Administración.

En ocasiones la Administración ha denegado la inscripción argumentando que no se


trataba de confesiones religiosas. La pretensión de definir qué sea una confesión por
parte de la Administración me parece sencillamente ilegítima, pero es que, además, los
criterios empleados para ello no son ni sociológicamente admisibles. Exigir, como se ha
hecho (Resolución del Director General de Asuntos Religiosos de 22 de abril de 1985,
denegatoria de la inscripción de la Iglesia Cienciológica de España), que un grupo para
ser una confesión tiene que estar dotado de “una liturgia”, “lugares... de culto”, “fines
religiosos” y “un número significativo de fieles”, es literalmente absurdo; de aplicarse
esos criterios a la Iglesia católica en el momento de su fundación habría que haber
llegado a la conclusión de que no se trataba de una confesión religiosa. De hecho el
Tribunal Constitucional mediante su Sentencia 46/2001 de 15 de febrero de 2001 ,
que resuelve un recurso de amparo promovido por la Iglesia de la Unificación, parece
dar razón a mi tesis. También la Dirección General de Asuntos Religiosos había
denegado su inscripción (22 de diciembre de 1992) con, entre otros, argumentos muy
parecidos. La negativa a la inscripción se mantuvo en las distintas instancias judiciales,
sin embargo, finalmente el Tribunal Constitucional, acogiendo los argumentos de los
recurrentes, concede el amparo y concluye por forzar la inscripción. No es el caso de
analizar en esta sede esta Sentencia con detenimiento, pero parece que quiebra una
línea de actuación en virtud de la cual el Estado se había arrogado el derecho de definir
en qué consista una religión.

La negativa a la inscripción de una confesión está íntimamente relacionada con dos


cuestiones a las que se hace necesario aludir: de una parte la exclusión expresa del
ámbito de protección de la LOLR de determinadas entidades; de otra, el fenómeno que
algunos han dado en llamar sectas; aludiremos a estas cuestiones para concluir.

La LOLR establece que “queda fuera del ámbito de protección de la presente Ley las
actividades, finalidades y Entidades relacionadas con el estudio y experimentación de
los fenómenos psíquicos o parapsicológicos o la difusión de valores humanísticos o
espiritualistas u otros fines análogos ajenos a los religiosos” (art. 3-2 ). Tal vez
parezca excesiva la siguiente afirmación, pero estimo que esa previsión en lo que no es
innecesaria, es falsa. Indicar que aquello que no sea ejercicio del derecho de libertad
religiosa no es protegido a través de los mecanismos previstos para garantizar dicho
derecho es una obviedad innecesaria; tampoco una sociedad anónima o un club
deportivo puede inscribirse en el Registro de Entidades Religiosas o suscribir un acuerdo
de los previstos en el artículo 7 de la LOLR ; si es eso lo que se pretendía decir, en
ese sentido es innecesaria. De otra parte, la LOLR, en lo que se refiere a la protección
de la libertad religiosa resulta de aplicación en el ámbito de una sociedad mercantil o de
un club deportivo, y en los mismos términos resultará de aplicación en el ámbito de una
entidad dedicada al estudio de los fenómenos parapsicológicos. Lo que pretende decir
ese precepto es que no pueden gozar del status de confesión aquellos grupos que no lo
son, lo cual es una obviedad.

Es probable que tras ese precepto se encuentre la voluntad del legislador de impedir
que actividades no religiosas disfruten del marco de cobertura previsto para las
confesiones religiosas. Como quiera que me parece que el real marco específico lo
constituyen unos eventuales acuerdos y no el ofrecido por la LOLR, pues ésta poco
añade al Derecho común, no parece que el alcance de dicha norma tenga especial
trascendencia. Pero cabe también que lo que pretendiese impedir el legislador fuera la
utilización de la categoría de confesión por parte de las llamadas sectas, aunque, como
ya se dijo, esta cuestión se tratará en un epígrafe posterior, tal vez resulte conveniente
que fije mi posición al respecto.

Creo que en un manual de Derecho hay poco que decir a propósito de las sectas,
sencillamente porque se trata de un concepto inexistente para nuestro ordenamiento. Si
un grupo, religioso o no, realiza actividades fraudulentas o criminales, el ordenamiento
tiene suficientes instrumentos para reprimir tales actuaciones sin necesidad de tipificar
dicha categoría con la finalidad de perseguirla. Es evidente que en determinados
ámbitos de la sociedad, de los medios de comunicación y de la vida política, hay una
actitud contraria a los que prefiero llamar nuevos movimientos religiosos. Me parece
que se juzgan muy negativamente determinadas prácticas en el seno de los mismos
que, sin embargo, son toleradas, e incluso ensalzadas, si se realizan en otros ámbitos.
Las prolongadas jornadas de trabajo, o el control de la vida sexual, o el mantenimiento
de una determinada dieta alimenticia, o el alejar a sus componentes de su familia, si
tienen lugar en el ámbito de un nuevo movimiento religioso son considerados como
instrumentos ilegítimos de control de la voluntad de sus miembros, pero no son
juzgados de la misma manera si se producen en el ámbito de una confesión tradicional.
Lo que, en el fondo, se rechaza de tales grupos es su carácter de heterodoxia con
respecto a la moral social vigente, pero no creo que la heterodoxia en sí misma quepa
ser rechazada por el ordenamiento. Pero insistamos, esas actitudes negativas no han
tenido su reflejo en el ámbito legislativo; si algún día así ocurriese, me parece que se
estaría incidiendo de un modo muy negativo en la libertad religiosa.

En definitiva, creo que se puede concluir afirmando que el legislador español, al igual
que han hecho otros legisladores del entorno europeo, ha optado por un sistema de
Derecho eclesiástico en virtud del cual hay una confesión que obtiene un elevado
número de ventajas, por razones sociológicas e históricas, que en el caso español sería
la Iglesia católica. Un segundo bloque de confesiones que se aproximan, sin llegar a él,
a ese nivel, en el caso español aquéllas que han suscrito un acuerdo de cooperación. Un
tercer nivel vendría constituido por aquéllas que han logrado su inscripción. Aunque
parece que se va configurando una nueva categoría por encima de ellas: las confesiones
con “notorio arraigo”. Y un último, que sería aquéllas que, al no estar inscritas, ven su
posición regulada a partir de las normas del Derecho común, y no de ese Derecho
especial que resulta ser el Derecho eclesiástico. Voces:

Minorías religiosas

Acuerdos

Registro de Entidades Religiosas

Confesiones acatólicas

Islam

Evangélicos

Judíos
LAS ENTIDADES DE LAS CONFESIONES RELIGIOSAS Y SU
PERSONALIDAD JURÍDICA CIVIL. LAS FUNDACIONES
RELIGIOSAS

Martín García, María del Mar. Profesora Titular de Derecho


Eclesiástico del Estado de la Universidad
de Almería

Fecha de actualización

01/10/2010

1. Introducción y noción de entidades religiosas menores

Para llegar a un concepto válido que abarque a las distintas entidades de las
confesiones religiosas serán oportunas dos observaciones previas. La primera se refiere
a que las normas estatales no dan la existencia a las cosas, ni siquiera la existencia
jurídica. En ese sentido es en el se puede decir que las confesiones religiosas son
anteriores a su reconocimiento por el Estado, al margen de la necesidad de que el
ordenamiento estatal emplee una noción cierta de confesión religiosa, con las
dificultades que eso entraña para el ordenamiento de un Estado no confesional y la
consiguiente variedad de enfoques por parte de los distintos autores. Por lo que se
refiere a las entidades de estas confesiones, se les puede aplicar lo anterior en términos
generales: no es el ordenamiento estatal el que les da existencia, sino que suelen
tenerla ya en el ámbito interno del propio ordenamiento confesional. Es importante
tenerlo en cuenta porque, en caso contrario, se puede producir una visión dual un tanto
artificiosa: de una parte, la imagen de las confesiones religiosas y sus entidades con la
que el ordenamiento jurídico estatal funciona y, de otra, su verdadera realidad. No es
preciso señalar que, en todo caso, habrá instituciones jurídicas que sí que son creadas
ex novo por el legislador, a las que por tanto no les será aplicable lo que se acaba de
señalar, de tal modo que, para adquirir certeza sobre su naturaleza jurídica, bastará
atenerse a su propia configuración por parte del derecho positivo, pero no es el
supuesto que nos ocupa.

La segunda observación versa sobre la estrecha relación existente entre el


reconocimiento de las entidades religiosas y la postura estatal ante el fenómeno
religioso. Esta postura no sólo influye en el tipo de reconocimiento que se realice, sino
que se puede afirmar que la predetermina. Ciertamente, poco tiene que ver el
reconocimiento de las entidades de las confesiones que pueda darse, por ejemplo, en
un Estado confesional, en un Estado aconfesional cooperacionista o en un Estado de
rígida separación: en el Estado confesional se aceptará un amplio reconocimiento y
autonomía para las entidades de la confesión privilegiada, que seguramente faltará en
el supuesto de las entidades de las demás confesiones; en un Estado de
aconfesionalidad cooperacionista probablemente se arbitre un régimen especial que
favorezca a las entidades religiosas de las distintas confesiones reconocidas y,
finalmente, en un Estado de rígida separación, las entidades religiosas se verán
abocadas a ajustar su vida jurídica en el orden estatal al régimen común de la
generalidad de entidades colectivas al que se ajusten las entidades que no sean de tipo
religioso. Este hecho obedece a que el tratamiento de las entidades religiosas responde
a una opción política previa o, dicho de una forma más exacta, a una determinada
configuración constitucional del Estado del que se trate. No obstante, es importante
señalar que esta opción política previa no escapa a una crítica desde una perspectiva
estrictamente jurídica, precisamente la que ofrece la consideración de cómo se respeta
en cada sistema u opción la libertad religiosa de los individuos -fundamentada en la
dignidad del ser humano, no en la norma positiva-.
Tras las anteriores reflexiones se puede proponer ya una definición de entidades de las
confesiones religiosas: son aquellas instituciones que, bien formando parte de su
estructura oficial o bien tratándose de instituciones de base personal -asociaciones- o de
base patrimonial -fundaciones-, son creadas o promovidas por las confesiones para el
logro de unas finalidades específicas que coadyuvan a la consecución del fin global de la
confesión religiosa a la que están vinculadas.

Es preciso añadir que estas entidades funcionarán habitualmente como centros de


atribución de derechos y deberes -sujetos de derecho- en el tráfico jurídico, tanto
dentro del ordenamiento confesional del que se trate como en el ordenamiento estatal
del territorio donde operen. Como la perspectiva que aquí nos interesa es muy concreta
-la de estudiar el hecho religioso desde el punto de vista del derecho estatal-, se puede
añadir que estas entidades cobran relieve para el derecho eclesiástico en la medida en
que son identificadas y tratadas como entidades religiosas, no, por tanto, como una
entidad indiferenciada de otra que no sea religiosa, sin que obste el que esa
identificación y trato se realice de una forma u otra -fuentes normativas de carácter
especial, existencia de una jurisprudencia que realice la distinción, etc-.

El reconocimiento de las entidades de las confesiones es, por otra parte, una cuestión
nuclear dentro de cualquier sistema de derecho eclesiástico; el motivo es que, en buena
medida, las confesiones religiosas llevan a cabo sus fines a través de estas entidades
religiosas -con las que no se pueden identificar pero cuya concreta existencia no se
concibe cabalmente al margen de las confesiones-. De ahí que la autonomía de que
gocen las entidades de las confesiones religiosas por parte del ordenamiento estatal
repercutirá muy directamente en la consideración y respeto hacia las confesiones de las
que se trate, en cuanto son, para el Estado, sujetos colectivos del derecho de libertad
religiosa, que posibilitan el real ejercicio de la libertad religiosa a los ciudadanos.

Conviene seguidamente hacer unas precisiones terminológicas para evitar posibles


equívocos. En primer lugar, que a veces se utiliza indistintamente el término ‘entidades
eclesiásticas’ y el de ‘entidades religiosas’. Sin perjuicio de que el contexto facilite una
explicación, parece más correcto utilizar el término ‘entidades religiosas’, ya que
abarcará no sólo a las entidades de las confesiones que se comprenden a sí mismas
como ‘iglesias’ sino que también abarcará a las de aquellas confesiones que no se
autoentienden como tales. Y, en segundo lugar, que tanto a las confesiones religiosas
como a las entidades creadas o promovidas por ellas se les puede llamar, con
corrección, entidades religiosas; hay para ello motivos sustanciales -subjetividad
jurídica, finalidad religiosa, por ejemplo- y motivos formales -el hecho de que, en el
Ordenamiento español, está prevista su inscripción en un mismo registro público, el
RER-. De ahí que se precise una ulterior clasificación que las distinga de modo genérico:
las confesiones religiosas recibirán la denominación de entidades religiosas mayores y
las entidades por ellas creadas recibirán la denominación de entidades religiosas
menores.

Las entidades religiosas menores están caracterizadas por dos notas que permiten al
ordenamiento estatal identificarlas como tales. Estas dos notas son su finalidad religiosa
y su eclesiasticidad. A dichas notas se dedican los siguientes dos subepígrafes.

1.1. Finalidad religiosa

Se refiere, obviamente, a la finalidad institucional de la entidad, que es aquel objetivo u


objetivos que pretenden cubrir y que dan sentido a su actividad y a su misma
existencia, en cuanto son entidades religiosas y quieran ser consideradas así por el
Estado. Para entender la importancia de esta nota conviene recordar que la finalidad de
cualquier institución es una cuestión crucial para la fijación de su naturaleza jurídica,
porque es precisamente la finalidad la que justifica su existencia y determina no sólo su
propia estructura organizativa en orden a asegurar su consecución, sino que determina
también el régimen jurídico al que debe someterse. Por ejemplo, si una asociación es
calificada de religiosa por el ordenamiento jurídico español, su régimen jurídico se
sustraerá del régimen común de asociaciones -LO 1/2002, de 22 de marzo, reguladora
del Derecho de Asociación - y pasará a regirse por un derecho especial -LO 7/1980,
de 5 de julio, de Libertad Religiosa (LOLR) , Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos entre el
Estado Español y la Santa Sede (AJ) si se trata de una asociación de la Iglesia católica,
etc-. Igual puede decirse de la fundación que sea calificada de religiosa, que se
sustraerá del régimen común -Ley 50/2002, de fundaciones o la ley autonómica que
corresponda- y se regirá por un régimen especial -AJ, etc-.

Las dificultades en este ámbito surgen cuando el ordenamiento estatal mantiene un


concepto estricto de finalidad religiosa, que excluye aquellas finalidades que conllevan
una actividad distinta a la cultual y, a la vez, el ordenamiento confesional a la que la
entidad pertenezca mantiene un concepto no tan restringido de finalidad religiosa.
Como se sostiene por parte de la doctrina, se debe distinguir entre la finalidad de las
entidades y las actividades a las que éstas se dediquen: algunas actividades de las
entidades religiosas serán llevadas a cabo exclusivamente por ellas -las directamente
dirigidas al culto, que no tienen sentido en entidades no religiosas-. Pero otras
actividades de las entidades religiosas no van a ser exclusivas de éstas, sin que ello
merme su finalidad religiosa. En este caso, otras entidades que buscan finalidades no
religiosas, van a llevar a cabo esas mismas actividades -benéficas, asistenciales,
hospitalarias, educativas, etc-; precisamente lo que tengan en común ambos tipos de
entidades no será su finalidad religiosa, sino su orientación al bien común, buscado bien
con una intencionalidad religiosa o bien con una intencionalidad no religiosa, sea ésta
altruista o no. La consecuencia es que el hecho de no ser llevadas a cabo en exclusiva
por entidades religiosas no es razón suficiente para señalar que el ejercicio de una
determinada actividad es incompatible con la calificación de una entidad como religiosa
por parte del ordenamiento estatal.

El problema se ha suscitado en ocasiones en el momento de inscripción de algunas


entidades religiosas en el Registro de Entidades Religiosas (RER), especialmente en el
caso de entidades tipo fundación. El motivo de denegación de la inscripción a estas
entidades ha sido el de calificar su fin institucional como fin no religioso, por mantener
un concepto estricto o riguroso de fin religioso. Más adelante se volverá sobre el tema.

1.2. Grado de eclesiasticidad

La característica de la eclesiasticidad de una entidad religiosa hace referencia al grado


de vinculación y de control de dicha entidad por parte de las autoridades eclesiásticas
de la confesión de la que depende. Como se percibe fácilmente, el término
‘eclesiasticidad’ ha sido acuñado teniendo como referencia a las entidades religiosas
cristianas -católicas o no-, pero no existe ningún inconveniente que impida aplicar su
sentido a otro tipo de entidades religiosas no cristianas.

Esta característica tiene una importancia fundamental a la hora de la calificación de una


entidad como religiosa por el ordenamiento estatal. La causa se debe a que el carácter
religioso de la finalidad de la entidad en cuestión contará con la garantía de los
representantes reconocidos de su confesión. De esa forma, parte de la doctrina critica,
con acierto, las denegaciones de inscripción en el RER de entidades que pertenecen a
una confesión religiosa y que por ésta vienen avaladas, por el hecho de que sus
actividades no se ciñan a lo que es puramente cultual o a criterios organizativos de la
propia estructura confesional. La crítica se debe a un doble motivo:

a) Aunque es cierto que la Administración Pública se encuentra obligada a llevar a cabo


una tarea calificadora de ‘lo religioso’ en el momento de inscripción en el Registro, al
hacerlo debe tener presente que el hecho religioso no cae dentro de su ámbito propio
de actuación -en sí mismo considerado el hecho religioso le es ajeno-, por lo que no se
pueden trasladar sin más los esquemas que se utilizan para permitir la inscripción de
una entidad religiosa mayor -a quien ninguna autoridad religiosa reconocida por el
Estado avala y que necesitará, por tanto, un mayor control a la hora de la inscripción
para evitar posibles fraudes- a la inscripción de una entidad religiosa menor. Además,
en el supuesto de que, por facilitar la inscripción a una supuesta entidad religiosa
menor, se cometa fraude de ley, el ordenamiento tiene medios correctores para hacer
cumplir la justicia, que no son necesariamente de control ni de merma apriorística de
libertad.

b) Si la entidad religiosa mayor -confesión a la que pertenezca la entidad- alcanza sus


fines globales a través de las actividades y fines parciales de sus entidades menores,
aunque no sean directamente cultuales, parece justo que se le reconozca la vinculación
jurídica que existe entre ellas, siempre que, lógicamente, no vaya en contra del orden
público estatal. Es más, lo que más propiamente se reconoce a una entidad religiosa
menor cuando se le permite su inscripción en el RER -y, por tanto, puede ser
denominada entidad religiosa por el ordenamiento estatal- es su pertenencia a una
confesión religiosa; de modo que, sin restar importancia a la prueba de su finalidad
religiosa, ésta queda en cierto modo amparada y asumida por su eclesiasticidad.

2. Antecedentes del actual tratamiento civil de las entidades religiosas


menores en España

Como es sabido, en el régimen político anterior a la Constitución de 1978, el Estado


español pasó de un régimen de tolerancia estricta a un régimen de incipiente libertad
religiosa, ciertamente reducida, en lo que se refiere al tratamiento de las confesiones y
entidades religiosas distintas a la Iglesia católica. Los hitos normativos fundamentales
fueron el Concordato de 1953 y la Ley de Libertad Religiosa de 1967, el segundo de
ellos motivado por la nueva formulación de la postura de la Iglesia católica sobre las
relaciones Iglesia-Estado y sobre el reconocimiento del derecho civil de libertad
religiosa. En todo caso, incluso después de 1967, el tratamiento de las entidades
religiosas se plasmaba en un régimen para la Iglesia católica -claramente privilegiario- y
otro diverso para las confesiones no católicas -que no facilitaba su autonomía ni
libertad, y de las que no se contemplaba la posibilidad de crear entidades menores de
tipo asociativo o fundacional-.

Con respecto a las entidades católicas, su regulación fundamental se contenía en el art.


IV del Concordato de 1953, cuyo tenor literal era el siguiente: “1. El Estado español
reconoce la personalidad jurídica y la plena capacidad de adquirir, poseer y administrar
toda clase de bienes a todas las instituciones y asociaciones religiosas, existentes en
España a la entrada en vigor del presente Concordato, constituidas según el derecho
canónico; en particular, a las Diócesis con sus instituciones anejas, a las Parroquias, a
las Órdenes y Congregaciones religiosas, las Sociedades de vida común y los Institutos
seculares de perfección cristiana canónicamente reconocidos, sean de derecho pontificio
o de derecho diocesano, a sus provincias y a sus casas. 2. Gozarán del mismo
reconocimiento las entidades de la misma naturaleza que sean ulteriormente erigidas o
aprobadas en España por las Autoridades eclesiásticas competentes, con la sola
condición de que el decreto de erección o aprobación sea comunicado oficialmente por
escrito a las Autoridades competentes del Estado. 3. La gestión ordinaria y
extraordinaria de los bienes pertenecientes a entidades eclesiásticas o asociaciones
religiosas y la vigilancia e inspección de dicha gestión de bienes corresponderán a las
Autoridades competentes de la Iglesia”.

La amplitud del reconocimiento tanto de la personalidad jurídica como de la capacidad


negocial de las entidades católicas conforme al régimen anterior queda patente en este
art. IV. Se puede decir, incluso, que el reconocimiento que se obraba era más amplio
que el reconocimiento que algunas de las entidades tenían en el ordenamiento
canónico, en la medida en que el Estado les reconocía a todas ellas personalidad jurídica
civil, mientras que algunas no tenían personalidad jurídica en el ordenamiento canónico,
aunque existiesen y tuviesen cierta subjetividad en tal ámbito.

Por otra parte, la clasificación que se hacía entre las distintas entidades católicas en
orden a su reconocimiento y capacidad civil respondía únicamente a un criterio
cronológico: las entidades presentes en España que existiesen en el ordenamiento
canónico en el momento de entrada en vigor del Concordato eran reconocidas sin
ninguna condición, mientras que a las entidades que fuesen erigidas o aprobadas por
las autoridades religiosas con posterioridad se les exigía la condición de que
comunicasen oficialmente su erección o aprobación a las autoridades españolas.

3. Reconocimiento civil de las entidades religiosas menores católicas en el


ordenamiento estatal español

Nos vamos a ocupar ahora de cómo se prevé, por la legislación estatal española, la
adquisición de personalidad jurídica civil por parte de las entidades religiosas menores,
y qué normas deberán aplicarse a tales entidades cuando intervienen en el tráfico civil.

La forma habitual de reconocimiento estatal de las entidades de las confesiones


religiosas será la de dotarlas de personalidad jurídica civil, al igual que ocurre con el
reconocimiento de las propias confesiones. La figura de la persona jurídica, como es
sabido, constituye una categoría clave en el derecho. Basta aquí recordar que la
persona jurídica es aquella entidad con capacidad de ser sujeto de relaciones en el
tráfico jurídico con fines que sobrepasan las posibilidades del hombre considerado
individualmente y, por otro lado, que sus principales ventajas se pueden sintetizar en
dos: la posibilidad de estas entidades de actuar por sí mismas en el tráfico jurídico y el
hecho de que su patrimonio se diferencia del de sus miembros y representantes, de
modo que no se ve afectado por las responsabilidades de éstos. De ahí que las dos
cuestiones fundamentales en la regulación de las entidades de las confesiones religiosas
por parte del derecho estatal giren en torno a su adquisición de personalidad jurídica
civil y, consecuentemente, al régimen jurídico por el que se rija su capacidad de obrar
en el tráfico civil.

Se ha elegido estudiar separadamente las entidades religiosas católicas y las entidades


religiosas de confesiones minoritarias por un motivo de índole práctica: acogiéndose a la
posibilidad abierta por el principio de cooperación -art. 16.3 de la Constitución (CE) -,
que permite a las confesiones religiosas notoriamente implantadas en España que
puedan pactar su estatuto jurídico ante el ordenamiento estatal, la Santa Sede y el
Estado Español firmaron en 1979 el AJ, y en este tratado internacional se regula
minuciosamente la adquisición de personalidad civil por parte de los distintos tipos de
entidades de la Iglesia católica. Esta regulación es mucho más detallada que la que se
prevé para las entidades de las confesiones minoritarias. Además -y esta razón explica
en buena medida el porqué de fondo de la diferente regulación- hay que tener presente
la complejidad y raigambre de la estructura orgánica de la Iglesia católica, así como la
peculiar y numerosa presencia de entidades de carácter asociativo y fundacional que
nacen y operan en el ámbito canónico en España, la mayor parte de las cuales opera
también en el tráfico jurídico civil. La actividad de estas entidades supone, por otro
lado, la principal actuación institucional de la Iglesia católica en España. No obedece,
pues, esta elección a un olvido de los principios constitucionales de aconfesionalidad y
de igualdad y no discriminación por motivos religiosos.

Ya se señaló que el criterio que seguía el Concordato de 1953 para el reconocimiento de


las entidades religiosas católicas era meramente cronológico y, además, de la máxima
amplitud posible, como permitía la confesionalidad sustancial propiciada por el régimen
político entonces vigente. El sistema cambia de manera muy importante con el régimen
actual. El criterio fundamental va a girar en torno a la eclesiasticidad de las distintas
entidades, en el sentido de que esta eclesiasticidad -o grado de vinculación con las
autoridades eclesiásticas- va a estar en función inversa a los requisitos que se exijan
para el reconocimiento de la personalidad jurídica y de la capacidad de obrar en el
tráfico civil: a mayor eclesiasticidad de una entidad, mayores serán las facilidades que
el ordenamiento español le ofrezca para su actuación en el tráfico civil. Por otra parte,
seguirá operando también el criterio cronológico, aunque será en menor medida: se
prevén diferentes condiciones de reconocimiento y de prueba de la personalidad civil en
función de que la entidad en cuestión tuviese reconocida o no personalidad civil en el
momento de entrada en vigor del AJ.
La clasificación que se acoge de las distintas entidades religiosas católicas sigue a la
contenida en el propio AJ, aunque con un orden no idéntico: en primer lugar, la
Conferencia Episcopal Española (CEE); en segundo lugar, las entidades que forman
parte de la estructura jurisdiccional u orgánica de la Iglesia; en tercer lugar, los
Institutos de Vida Consagrada (IVC) y, finalmente, las asociaciones religiosas.

En los dos siguientes subepígrafes nos referiremos a la manera en que adquieren


personalidad jurídica civil y a las normas jurídicas por las que rigen su actividad estos
cuatro tipos de entidades. Es preciso señalar, no obstante, que en esta clasificación se
ha preferido omitir a las fundaciones religiosas católicas, a las que correspondería tratar
-según el texto del AJ- junto con las asociaciones. Se las estudiará separadamente en el
último epígrafe, junto a las fundaciones religiosas de confesiones distintas a la católica;
la razón se debe a las peculiaridades de su tratamiento en el ordenamiento español.

La normativa fundamental en la que se contiene esta regulación es el AJ; el RD


142/1981, de 9 de enero, sobre organización y funcionamiento del RER ; y la
Resolución de 11 de marzo de 1982, de la Dirección General de Asuntos Religiosos
(DGAR), sobre inscripción de entidades de la Iglesia católica en el RER. Sin que tenga
carácter propiamente normativo en el ámbito civil, se debe mencionar también a la
Instrucción de al Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal, de 5 de febrero de
1999, sobre la inscripción de Asociaciones y Fundaciones de la Iglesia católica en el
RER.

3.1. Reconocimiento civil de su personalidad jurídica

3.1.1. La Conferencia Episcopal Española

En virtud del art. I.3 del AJ, el Estado español reconoce la personalidad jurídica civil de
la CEE, ‘de conformidad con los estatutos aprobados por la Santa Sede’. Se trata, pues,
de un reconocimiento ‘ope legis’ de la personalidad jurídica civil de este órgano de la
Iglesia católica, que es una institución de carácter permanente constituida por la
asamblea de los obispos de España. Para tener personalidad civil, la CEE no está sujeta,
por tanto, ni a inscripción en el RER ni a previa notificación. Hay que tener en cuenta
que en el Código de Derecho Canónico (CIC) se prevé que las conferencias episcopales
gocen de personalidad jurídica canónica desde el momento que sean legítimamente
erigidas -c. 449, §2 CIC-, de modo que, en el caso de la regulación del AJ, aunque no se
expliciten más requisitos, se cumple el criterio según el cual para que una entidad de la
Iglesia goce de personalidad civil debe tener previamente personalidad canónica.

Este reconocimiento ‘ope legis’ de la personalidad civil puede encontrar justificación en


el hecho de que, de forma natural, la CEE se presenta como el organismo interlocutor
por excelencia en las relaciones Iglesia católica-Estado, si se exceptúan, por una parte,
las que se tienen en un ámbito de derecho internacional, para las que el interlocutor por
parte eclesiástica será el Nuncio del Romano Pontífice en España, y, por otra parte, las
relaciones a nivel autonómico y local, para las que los interlocutores naturales serán los
obispos de las diócesis de tales territorios.

La CEE fue constituida en 1966. Sus primeros estatutos fueron aprobados por la
Asamblea Constituyente y ratificados por Pablo VI en el mismo año 1966; en 1977
recibieron el reconocimiento definitivo y, posteriormente, en 1989, la Asamblea Plenaria
de la CEE aprobó la modificación de algunos artículos que. Tras ser confirmados por la
Santa Sede en 1991. Finalmente, los estatutos fueron renovados en la LXXXII Asamblea
Plenaria en mayo de 2004 y confirmados por Decreto de la Congregación de Obispos de
21 de junio de 2005; esos mismos estatutos son los actualmente vigentes.

3.1.2. Entidades orgánicas o jurisdiccionales de la Iglesia


La denominación de entidades orgánicas o jurisdiccionales de la Iglesia hace referencia
a aquellas instituciones canónicas a través de las que la Iglesia se organiza o se
vertebra oficialmente para llevar a cabo su misión religiosa, tanto ‘ad intra’ -entre sus
propios fieles- como ‘ad extra’ -respecto a toda la humanidad-. Estas entidades gozan,
por lo tanto, de una máxima eclesiasticidad o vinculación con las autoridades
eclesiásticas, que justifica el mínimo de requisitos que se le exigen a la hora de ser
reconocidas por el Estado. En realidad, las conferencias episcopales también pertenecen
al género de entidades orgánicas o jurisdiccionales, pero se le ha dedicado un apartado
distinto por serle reconocida su personalidad jurídica directamente en el propio
articulado del AJ.

La única condición para que las entidades jurisdiccionales de la Iglesia tengan


personalidad jurídica civil es que la tengan canónica y que ésta sea notificada a las
autoridades estatales competentes. Ello se deduce del texto del AJ cuando, al reconocer
el derecho de la Iglesia a organizarse libremente, concreta en su art. I.2 que puede
crear, modificar o suprimir diócesis, parroquias y otras circunscripciones territoriales,
‘que gozarán de personalidad jurídica civil en cuanto la tengan canónica y ésta sea
notificada a los órganos competentes del Estado’.

Conviene observar, no obstante, que el texto del AJ hace referencia únicamente a las
circunscripciones territoriales. Tras el CIC de 1983 será más correcto entender toda
circunscripción o entidad jurisdiccional de la Iglesia, también las que no respondan al
principio de la territorialidad, sino al de la personalidad. No abundamos en la temática
ya que es propia del derecho canónico y, en concreto, de la visión eclesiológica
propiciada en el Concilio Vaticano II, que ha incidido de forma importante en el ámbito
de la organización eclesiástica.

3.1.3. Institutos de Vida Consagrada

También en este apartado es necesario realizar algunas precisiones terminológicas. En


primer lugar, que al hablar de ‘Institutos de Vida Consagrada’ (IVC) se está haciendo
referencia a una serie de instituciones canónicas de naturaleza asociativa que reúne a
entidades tan diversas entre sí que sólo con una interpretación amplia pueden ser
incluidas dentro de tal denominación de una forma correcta. Ocurre, sin embargo, que
el problema doctrinal que subyace tras la denominación -que es el de delinear la esencia
de la vida religiosa como especificación de un modo de estar dentro de la vida y del
derecho de la Iglesia- ha de resolverse en el ámbito de unas ciencias ajenas al derecho
eclesiástico del Estado -principalmente son la teología y el derecho canónico-. De ahí
que se utilice este término genérico a pesar de que, en sentido estricto, puede ofrecer
algunos inconvenientes.

En segundo lugar, son instituciones que cuentan con una raigambre de cerca de mil
quinientos años en la vida de la Iglesia, y no muchos menos en su derecho positivo. Por
ello, y debido también a que son entidades que únicamente existen dentro de las
confesiones religiosas -no sólo dentro de la Iglesia católica-, es difícil que se planteen
dudas sobre su finalidad religiosa. Esto justifica una menor exigencia a la hora de
adquirir personalidad jurídica civil que en el supuesto de otras entidades de naturaleza
asociativa.

Una última precisión que es conveniente hacer en este momento para un adecuado
análisis de la legislación, es que allí donde el AJ se refiere al ‘correspondiente Registro
del Estado’ hay que entender la mención del RER, que, como es sabido, fue creado
posteriormente, en concreto por la LOLR en su art. 5 .

Del análisis del art. I.2 y 4 del AJ y de su Disposición Transitoria 1ª se muestra la


distinción, en orden a la adquisición de personalidad jurídica civil, entre las entidades
que engloban los IVC:
a) Los IVC que a la fecha de entrada en vigor del AJ tenían reconocida personalidad
civil, la siguen teniendo, pero quedaban obligados a inscribirse en el RER en el plazo de
tres años. El incumplimiento de esta obligación no conlleva como consecuencia jurídica,
sin embargo, la pérdida de la personalidad civil, sino únicamente la restricción en los
medios de prueba.

b) Los IVC que no tenían reconocida la personalidad jurídica civil o que se erigiesen en
el futuro la adquieren mediante la correspondiente inscripción en el RER. Para proceder
a la inscripción habrán de presentar la solicitud de los Superiores del IVC, acompañada
por documento auténtico, visado por la CEE, en el que consten los siguientes datos:
erección, fines, datos identificativos y órganos representativos, régimen de
funcionamiento y facultades de dichos órganos. Del tiempo verbal utilizado en el art. I.4
del AJ ‘adquirirán la personalidad jurídica civil’, ha de entenderse, por otra parte, que no
cabe discrecionalidad por parte de la Administración para rechazar la inscripción de la
entidad que presente correctamente la documentación que la norma le exige.

3.1.4. Asociaciones religiosas católicas

Aunque el AJ se refiere a las ‘asociaciones y otras entidades y fundaciones religiosas’,


en la medida que esas ‘otras entidades’ son, en principio, reconducibles a entidades
asociativas -grupo de personas unidas por la búsqueda de una finalidad común que les
trasciende- o fundacionales -conjunto de bienes desgajados del patrimonio personal del
fundador y afectos por éste a un fin de interés general-, es correcto prescindir en el
presente apartado de esas ‘otras entidades’. También, como se sabe, se ha prescindido
de las fundaciones, para analizarlas en el epígrafe 5º.

En este tipo de entidades religiosas menores vuelve a realizarse, en el art. I.4. del AJ y
su Disposición Transitoria 1.ª, la anterior división en orden a la adquisición de
personalidad civil:

a) Las asociaciones que tuviesen reconocida personalidad jurídica civil a la entrada en


vigor del AJ, siguen teniéndola reconocida e, igualmente, les sigue pesando la obligación
de inscripción en el RER a los meros efectos de prueba de dicha personalidad civil.

b) Las asociaciones que no gozasen de personalidad civil en el momento de entrada en


vigor del AJ o las que se creasen con posterioridad a esa fecha “… podrán adquirir la
personalidad jurídica civil con sujeción a lo dispuesto en el ordenamiento del Estado
mediante la inscripción en el correspondiente Registro, en virtud de documento
auténtico en el que consten la erección, fines, datos de identificación, órganos
representativos, régimen de funcionamiento y facultades de dichos órganos” (art. I.4
del AJ).

Al contrario de lo que sucede con las facultades de la Administración Pública respecto a


la inscripción en el RER de los IVC, el AJ permite una cierta discrecionalidad a las
autoridades estatales en el momento de proceder a la inscripción en el RER de la
asociación que así lo solicite. Esto se advierte por el tiempo verbal utilizado por el AJ -
‘podrán adquirir’ la personalidad jurídica civil-. Ya se señaló que el problema lo origina,
fundamentalmente, la calificación de los fines religiosos de tales entidades.

Precisamente para evitar las denegaciones de inscripción -y, por tanto, su


reconocimiento como entidades religiosas menores-, la Comisión Permanente de la CEE
aprobó una Instrucción con fecha de 5 de febrero de 1999. Su objetivo era únicamente
ofrecer una pauta para evitar esas denegaciones; por otra parte se señalaba
expresamente que no suponía ni renuncia ni modificación alguna de lo establecido en
los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado Español. El interés que nos ofrece la
Instrucción es, principalmente, la exposición de actividades que, según la CEE, pueden
entenderse incluidas dentro de los fines religiosos; sirve, pues, como criterio que
permita disminuir los problemas de entendimiento entre los representantes del Estado
aconfesional y las autoridades religiosas a la hora de llegar a un concepto de fin
religioso. Las actividades señaladas en la Instrucción -no transcritas textualmente- son
las siguientes:

a) El ejercicio e incremento del culto, así como la construcción, conservación y mejora


de los lugares y bienes sagrados.

b) La predicación de la doctrina católica.

c) Las labores apostólicas y evangelizadoras, que incluyen las misioneras.

d) La formación de seminarios, centros de espiritualidad y de ciencias eclesiásticas, así


como la sustentación de los ministros de culto y auxiliares de los oficios eclesiásticos.

e) La formación religiosa y moral de los fieles, por medio de instrumentos aptos para la
formación integral de la persona según los principios de la Iglesia católica.

f) La enseñanza confesional, mediante la creación y dirección de centros docentes.

g) La asistencia religiosa personal e institucionalizada a los fieles, según sus personales


circunstancias.

h) Las labores de caridad evangélica, tanto espiritual como temporal, en la que hay que
entender incluidas las actividades benéfico-asistenciales institucionalizadas en servicio
especialmente de los más necesitados, siempre que los servicios se ofrezcan sin
contraprestación económica obligatoria.

3.2. Reconocimiento civil de su capacidad de obrar

En este epígrafe se trata de analizar cuáles son las normas aplicables a las entidades de
la Iglesia católica en su actuación en el tráfico jurídico civil. La disyuntiva está en si se
les aplican las normas de derecho canónico o las normas estatales.

El tema de la capacidad de obrar de las entidades religiosas está en relación con la


relevancia civil de las normas confesionales en el ordenamiento estatal, y su
importancia cobra especial relieve en los negocios jurídicos de tipo patrimonial. En
efecto, para la seguridad jurídica en tales negocios es básico saber qué normas regulan
la capacidad jurídica y, por tanto, la formación válida de la voluntad negocial, de las
partes contratantes, pues de ello dependerá la validez del negocio de que se trate.

Así pues -y para percibir el interés de conocer la norma que rija la capacidad de obrar
de la entidad religiosa- es preciso considerar la problemática que los controles
canónicos de enajenación de bienes eclesiásticos pueden suscitar en el ámbito civil. La
cuestión se plantea porque las personas jurídicas de la Iglesia católica tienen prohibido,
como principio general, enajenar sus bienes sin la debida licencia de la autoridad
eclesiástica correspondiente, salvo que se trate de los bienes que es preciso consumir o
vender para que no se pierdan. De ese modo, si se lleva a cabo la enajenación -
entendiendo por tal todo negocio jurídico del que la entidad pueda quedar en peor
condición económica- sin la prescrita autorización, la consecuencia jurídica en el
derecho canónico es la nulidad del negocio. La normativa canónica básica por la que se
rige, dentro del derecho patrimonial canónico, la licencia para enajenar -por ejemplo,
quién es la autoridad competente en cada caso, que dependerá del tipo de institución y
del valor económico del bien que se pretende enajenar- se encuentra en los cc. 1291 a
1298 y 639 y 640 del CIC.

Es preciso señalar que el AJ regula con bastante menos detalle la capacidad de obrar en
el ordenamiento estatal de las entidades católicas que la forma en que éstas adquieren
personalidad civil. De aquí que, en ocasiones, el tema suscite algún problema de
interpretación jurídica.

a) A las entidades orgánicas o jurisdiccionales de la Iglesia se les aplicará la legislación


canónica como derecho propio, es decir, con prevalencia respecto de la legislación
estatal, salvo que la normativa canónica sea contraria al orden público o que se trate de
fraude de ley.

Es posible este régimen por el hecho de que el CIC es suficientemente conocido en


nuestro ámbito jurídico, puesto que se puede decir que goza de notoriedad. Por otra
parte, se deduce de la comparación con el régimen previsto para los IVC: ciertamente,
en el caso de las entidades jurisdiccionales, el AJ no se pronuncia sobre la normativa
aplicable a su capacidad de obrar, mientras que en el caso de los IVC se dispone que ‘a
los efectos de determinar la extensión y límites de su capacidad de obrar, y por tanto de
disponer de sus bienes, se estará a lo que disponga la legislación canónica, que actuará
en este caso como derecho estatutario’ (art. I.2): de ahí que no sea concebible que a
unas entidades que gozan de un reconocimiento no sujeto a inscripción en el RER, como
son las entidades orgánicas, su régimen se rija con criterios más restrictivos que en el
caso de las IVC, a las que sí se les exige la inscripción en el RER. Y serían criterios más
restrictivos porque, si no se entendiese que el AJ prevé la aplicación del derecho
canónico como derecho propio, habría que entender aplicable el derecho estatal, pues
no se podría entender de aplicación el derecho canónico como derecho estatutario ya
que el silencio, en este caso, no cabe interpretarlo como olvido o como implícito
asentimiento.

Por otra parte, no se hace mención especial de la capacidad de obrar de la CEE dado
que es una entidad orgánica de la Iglesia y que no recibe, con respecto a esta cuestión,
un tratamiento especial por parte de la normativa bilateral.

b) Los IVC, en su actuación en el tráfico jurídico civil -como se acaba de señalar- se


regirán por la legislación canónica considerada únicamente como derecho estatutario,
en virtud de lo dispuesto por el art. I.2 del AJ.

En este supuesto, por tanto, el derecho canónico goza de menor relevancia ante el
ordenamiento estatal que en el caso anterior. El motivo es que este régimen permite la
aplicación de la normativa canónica sólo cuando no resulte contraria a la normativa civil
que tenga carácter imperativo.

c) A las asociaciones religiosas de la Iglesia católica inscritas en el RER se les aplicará,


en su actuación en el tráfico jurídico civil, el derecho estatal, conforme al silencio que
guarda, al respecto, el AJ.

No significa este régimen, en cualquier caso, que el derecho canónico tenga una
absoluta irrelevancia ante el derecho estatal: las asociaciones religiosas, así
consideradas por el ordenamiento civil, pueden regirse por sus propios estatutos en lo
que éstos no se opongan a la legislación y en la medida en que gocen de publicidad por
estar incorporados al RER. Así pues, si los estatutos -como es de imaginar- recogen la
normativa canónica procedente, se puede decir que el derecho canónico cobra
relevancia y aplicación en la vida jurídica civil de estas entidades, si bien de modo
indirecto.

4. Entidades de las confesiones religiosas minoritarias

El art. 6 de la LOLR señala que “1. Las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas
inscritas tendrán plena autonomía y podrán establecer sus propias normas de
organización, régimen interno y régimen de su personal. En dichas normas, así como en
las que regulen las instituciones creadas por aquéllas para la realización de sus fines,
podrán incluir cláusulas de salvaguardia de su identidad religiosa y carácter propio, así
como del debido respeto a sus creencias, sin perjuicio del respeto de los derechos y
libertades reconocidos por la Constitución y en especial de los de libertad, igualdad y no
discriminación. 2. Las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas podrán crear y
fomentar, para la realización de sus fines, Asociaciones, Fundaciones e instituciones con
arreglo a las disposiciones del Ordenamiento jurídico general”.

No obstante, el art. 5.1 de esta misma Ley Orgánica prevé sólo la inscripción de las
entidades religiosas mayores en el RER: “Las Iglesias, Confesiones y Comunidades
religiosas y sus Federaciones gozarán de personalidad jurídica una vez inscritas en el
correspondiente Registro público, que se crea, a tal efecto, en el Ministerio de Justicia”.

Del análisis de estos dos preceptos de la LOLR se deduce que la inscripción de las
entidades religiosas menores en el RER no estaba prevista en su articulado. Parece
desprenderse, por el contrario, que la intención era la de que el reconocimiento y
régimen de esas entidades religiosas menores se reconduciese al derecho común, bien
de asociaciones o bien de fundaciones.

Sin embargo, el RD 142/1981 de 9 de enero abrió la posibilidad de inscripción en el


RER a dos tipos de entidades religiosas menores: las Órdenes, Congregaciones e
Institutos religiosos -que se pueden incluir, como ya se vio, en el término de IVC- y las
entidades asociativas religiosas constituidas como tales en el ordenamiento de las
Iglesias y Confesiones (art. 2 del RD 142/1981 ). De esa forma, se resolvía el
problema respecto las entidades tipo asociación, que podrían ser inscritas en el RER,
hubiesen pactado o no, las confesiones minoritarias que las promoviesen o a las que
perteneciesen, acuerdos con el Estado.

El extenso art. 3 de dicho Real Decreto de 1981 es el que se encarga de señalar cómo
se practicará la inscripción y los datos que es necesario aportar por parte de las
entidades solicitantes. Esta norma actúa -según dispone el nº 3 de ese artículo y según,
en cualquier caso, se hubiera podido deducir- como derecho supletorio de los acuerdos
o convenios de cooperación que se firmen. Por su parte, en los Acuerdos entre el Estado
español y la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE), la
Federación de Comunidades Israelitas (FCI) y la Comisión Islámica de España (CIE),
sólo se contiene una mención acerca de la certificación de los fines religiosos que deben
presentar las asociaciones religiosas de dichas confesiones para su inscripción en el
RER. Esta certificación, según los respectivos arts. I.3 de los tres Acuerdos, debe ser
expedida, respectivamente, por la Comisión Permanente de la FEREDE, por la Secretaría
General de la FCI y por la Federación de la Comunidad Islámica a la que pertenezca, de
conformidad con la CIE, o por la propia CIE si la Comunidad Islámica de la que se trate
no formase parte de ninguna Federación.

Respecto a su capacidad de obrar, se les aplicará el derecho del Estado, al igual que a
las asociaciones religiosas de la Iglesia católica. Asimismo, al regirse por sus propios
estatutos -y en la medida en que éstos no se opongan a la legislación estatal de
carácter imperativo, y que gocen de publicidad registral- el propio derecho confesional
podrá tener, indirectamente, una aplicación en el tráfico jurídico civil de estas
entidades.

5. Las fundaciones religiosas en el derecho español

La Constitución de 1978, en el innovador art. 34, reconoce el derecho de fundación para


fines de interés general con arreglo a la ley. Esta sanción constitucional incide en el
derecho eclesiástico, pues los titulares de este derecho de fundación serán, aparte de
las personas naturales, las personas jurídicas, entre las que se encuentran las
confesiones religiosas que tengan reconocida personalidad jurídica civil. Desde esa
perspectiva, tendrá particular interés determinar si las fundaciones religiosas creadas y
gestionadas por las respectivas entidades religiosas mayores deben inscribirse en
alguno de los registros -estatales o autonómicos- donde se inscribe el resto de
fundaciones privadas o en el RER, lo que supone el reconocimiento de la vinculación
entre la fundación de que se trate y la confesión religiosa que la haya promovido.

En la LOLR, por su parte, se mencionan las fundaciones al reconocer el derecho de las


entidades religiosas mayores ‘a crear y fomentar asociaciones, fundaciones y otras
instituciones para la realización de sus fines, con arreglo a las disposiciones del
ordenamiento jurídico general’ (art. 6.2). Este artículo va dirigido a las fundaciones que
pueden ser creadas o fomentadas por confesiones religiosas distintas a la católica; el
motivo es que el derecho de la Iglesia católica a crear y fomentar fundaciones canónicas
ya estaba reconocido en el AJ.

Sin embargo, la LOLR, al crear el RER y señalar las entidades que pueden ser allí
inscritas (art. 5) no menciona a las fundaciones. Esta laguna ocasionaba dos problemas:
en primer lugar, es una normativa contradictoria con lo establecido en el AJ para las
fundaciones canónicas -en donde se prevé igual tratamiento que para las asociaciones
canónicas: reconducción a un régimen especial, posibilitado por la inscripción en el RER
y no reconducción al derecho común-. En segundo lugar, no queda claro lo que haya de
hacerse en el caso de las fundaciones religiosas de confesiones distintas a la católica.

Tras la promulgación del RD 142/1981, de 9 de enero, que regula la organización y


funcionamiento del RER no se solucionó ninguno de los dos problemas señalados: el
que existía respecto a las fundaciones canónicas y el de las fundaciones religiosas de
confesiones minoritarias. En esta norma se resolvía, no obstante, el problema de la
inscripción en el RER de las asociaciones religiosas -no prevista por la LOLR-.

Se solventó parte de la problemática mediante el RD 589/1984, de 8 de febrero, sobre


fundaciones religiosas de la Iglesia católica , pero únicamente respecto a las
fundaciones religiosas de la confesión mayoritaria en España. Efectivamente, desde
1984 se permite a estas entidades religiosas menores de tipo fundacional actuar según
el régimen previsto en 1979 en el AJ: inscripción en el RER -conforme a la posibilidad y
a los requisitos previstos en el RD 589/1984- y rigiéndose su capacidad de obrar por el
derecho estatal -aunque, como en el caso de las asociaciones inscritas en el RER, sus
estatutos pueden incorporar normas confesionales-. Lo dicho en el epígrafe
correspondiente respecto a las denegaciones de inscripción en el RER por las
dificultades de interpretación de los fines religiosos a propósito de las asociaciones es
perfectamente aplicable, y si cabe en mayor medida, a las fundaciones.

La cuestión no resuelta por el RD de 1984 se refiere al distinto tratamiento normativo


ofrecido a las fundaciones católicas y a las no católicas, precisamente en una norma
unilateral estatal, como es este Real Decreto. En 1992, a la hora de firmar los Acuerdos
con la FEREDE, la FCI y la CIE, pudo haberse corregido esta desigualdad, para estas
confesiones, pero no llegó a hacerse. Quizá el motivo de este trato desigual se pueda
encontrar en la importancia -también sociológica-, que las fundaciones católicas tienen,
en contraposición con la menor relevancia de tales instituciones en el ámbito de otras
confesiones religiosas. No obstante, sigue siendo criticable la regulación estatal en este
punto.

En conclusión, aunque previsto en la LOLR el derecho fundación a toda confesión


religiosa inscrita, el reconocimiento de la personalidad jurídica y de la capacidad de
obrar de las fundaciones religiosas creadas o fomentadas por confesiones se reconduce
al derecho común de fundaciones, a excepción de las fundaciones católicas, para las que
será aplicable el AJ y el RD 589/1984 y, supletoriamente, el derecho común de
fundaciones
TEMA 12 Y SIGUIENTES

1. La capacidad jurídica de las confesiones religiosas en el orden patrimonial y


su capacidad de obrar

Hasta la Constitución de 1978 y la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de libertad


religiosa , en nuestro ordenamiento no ha estado plenamente reconocido el derecho
de las confesiones religiosas a ser titulares de bienes. En el actual contexto normativo,
la plena capacidad patrimonial de las confesiones religiosas se considera un atributo
básico y consustancial a tales entidades, por lo que apenas recibe una plasmación legal
expresa.

El derecho de la Iglesia católica a adquirir y poseer todo tipo de bienes estuvo


pacíficamente reconocido en la época romana a partir del Edicto de Milán del 313. La
paz constantiniana supuso la restitución de bienes a la Iglesia y el reconocimiento de la
facultad de testar en su favor. En esta misma línea, en los siglos medievales se admite
la capacidad patrimonial de la Iglesia, aunque existieron algunas excepciones recogidas
en Fueros municipales. Es en esta época cuando se configura el ingente patrimonio
eclesiástico por medio, sobre todo, de los bienes adscritos a las iglesias rurales, tal
como ha puesto de manifiesto García Gallo.

A partir del siglo XVII, y especialmente del XVIII, la capacidad de la Iglesia para ser
titular de bienes comienza a ser cuestionada. A ello contribuyen factores de diverso
signo (políticos, teológicos, jurídicos), que tendrán una significación y un alcance
diferentes en cada Estado europeo. En los países que tras la Reforma protestante
permanecen fieles a Roma, la titularidad dominical de la Iglesia es atacada tanto por los
postulados regalistas como, más tarde, por las tesis liberales. Por lo que respecta a los
primeros, uno de los iura circa sacra que se van a atribuir los monarcas regalistas es el
ius dominii eminentis, en virtud del cual el soberano se consideraba propietario
eminente de todo el territorio bajo su soberanía, incluídos los bienes de la Iglesia, que
quedaban de esta forma sometidos a las necesidades de la Corona. En cuanto a las
corrientes liberales, baste recordar que la Revolución Francesa trajo consigo la
nacionalización del patrimonio eclesiástico y su posterior venta para atender las
necesidades del Estado, y que dicha práctica se extendería durante el siglo XIX a varios
países europeos.

En nuestro ordenamiento las teorías regalistas se tradujeron en un habitual recurso al


patrimonio eclesiástico por parte del monarca para auxiliar las maltrechas arcas reales,
continuamente castigadas por la política internacional de los sucesivos monarcas. La
ideología liberal, por su parte, promovió y justificó la desamortización del patrimonio
eclesiástico, llevada a cabo fundamentalmente en la primera mitad del siglo XIX.

En este contexto una de las finalidades principales del Concordato de 1851 será poner
fin a las prácticas desamortizadoras y garantizar la capacidad patrimonial de la Iglesia.
Así lo recogerá su artículo 41, en el que se afirmaba que “la Iglesia tendrá el derecho de
adquirir por cualquier título legítimo, y su propiedad en todo lo que posee ahora o
adquiriere en adelante será solemnemente respetada...”. Este derecho de la Iglesia
sería reiterado en el artículo 1 del convenio adicional al Concordato celebrado en 1859
como reacción a las prácticas desamortizadores impulsadas por Madoz durante el bienio
progresista.

La Segunda República supuso un nuevo embate a la titularidad patrimonial de la Iglesia


y, en general, de las confesiones religiosas. La Ley de confesiones y congregaciones
religiosas de 2 de junio de 1933 nacionalizó la mayor parte del patrimonio eclesiástico,
a la vez que establecía importantes limitaciones a la capacidad jurídica de las
confesiones en la esfera patrimonial: “... Se reconoce a la Iglesia católica, a sus
institutos y entidades, así como a las demás confesiones religiosas, la facultad de
adquirir y poseer bienes muebles de toda clase. También podrán adquirir por cualquier
título bienes inmuebles y derechos reales, pero sólo podrán conservarlos en la cuantía
necesaria para el servicio religioso. Los que excedan de ella serán enajenados,
invirtiéndose su producto en títulos de la Deuda emitida por el Estado español.
Asimismo deberán ser enajenados, e invertido su producto de la misma manera, los
bienes muebles que sean origen de interés, renta o participación en beneficios de
empresas industriales o mercantiles. El Estado podrá, por medio de una ley, limitar la
adquisición de cualquier clase de bienes a las confesiones religiosas cuando aquellos
excedan de las necesidades normales de los servicios religiosos” (artículo 19).

Antes de terminar la etapa republicana esta Ley sería derogada por la de 2 de febrero
de 1939, que restableció la situación jurídica anterior a la Constitución de 9 de
diciembre de 1931 . Posteriormente, el artículo 4 del Concordato de 1953 recogió, en
la misma línea que el anterior de 1851, la plena capacidad de las entidades eclesiásticas
de adquirir, poseer y administrar toda clase de bienes.

Por lo que respecta a las confesiones acatólicas, la tradicional confesionalidad católica


del Estado español las situó prácticamente al margen del ordenamiento hasta la Ley
44/1967, de 28 de junio, de libertad religiosa . En el ámbito patrimonial, en
consonancia con el resto del articulado, la Ley adoptará una posición restrictiva:
conforme a su artículo 18 , los bienes que recibían las confesiones religiosas a título
gratuito quedaban afectos a sus fines estatutarios, y el Ministerio de Justicia estaba
autorizado para suspender las actividades de la asociación confesional si consideraba
que el destino dado a los bienes no se ajustaba a lo establecido en la Ley.

Las negaciones y limitaciones descritas de la capacidad patrimonial de las confesiones


religiosas favorecían, una vez superado el período de restricción, la aparición de normas
tendentes a facilitar la regularización de la situación patrimonial de los bienes inscritos
en el Registro de la Propiedad a través de personas interpuestas (Ley de 11 de julio de
1941, Decreto de 15 de junio de 1942, Decreto-Ley de 28 de junio de 1962, disposición
transitoria de la Ley de Libertad Religiosa de 1967 , etc.). La última manifestación de
este tipo de normas es la disposición transitoria segunda de la Ley Orgánica de libertad
religiosa , aplicable a las confesiones acatólicas.

En la actualidad, como se ha señalado al principio, está reconocida la plena capacidad


jurídica de las confesiones religiosas en el ámbito patrimonial. Una consecuencia lógica
de este reconocimiento, puesto que estamos ante personas jurídicas, es la plena
capacidad de obrar de las entidades religiosas. No obstante, como en general ocurre
con las personas jurídicas, se trata de una capacidad, al margen de la protección de
terceros, limitada por los fines que persigue la entidad.

La aplicación de estas reglas generales a las confesiones religiosas exige ciertas


matizaciones, pues en ocasiones su capacidad de obrar se rige por unos parámetros
similares a los propios de las personas jurídicas de Derecho público.

El artículo 6 de la Ley Orgánica de libertad religiosa recoge la autonomía de las


confesiones religiosas, y el consiguiente derecho de éstas a establecer sus propias
normas de organización y su régimen de funcionamiento. Este artículo permite a las
confesiones contar con una estructura propia que vendrá determinada por el Derecho
interno de cada una de ellas, y que en el caso de aquellas entidades que accedan al
Registro de Entidades Religiosas deberá ser puesta de manifiesto en el momento de la
inscripción (artículo 3.2 del Real Decreto 142/1981, de 9 de enero, sobre organización y
funcionamiento del Registro de Entidades Religiosas ).

La estructura propia de las confesiones suele concretarse, adopte o no una


configuración jerárquica, en una subordinación de las distintas personas jurídicas al ente
matriz del que dependen. A su vez, el patrimonio de las entidades religiosas se
encuentra adscrito, de forma directa o indirecta, a los fines confesionales. Por ello, con
independencia de las distintas personificaciones, y de la consiguiente existencia de
titularidades patrimoniales autónomas, se da una unidad patrimonial funcional, que se
manifiesta en el control de determinadas autoridades confesionales sobre la gestión de
las entidades a ellas subordinadas. Un ejemplo concreto son los controles canónicos
para la enajenación de bienes: la validez del acto patrimonial se supedita a la obtención
de una licencia previa de la autoridad canónica competente.

Estas peculiaridades son relevantes en el Derecho estatal porque la capacidad de obrar


de las confesiones religiosas se establece conforme a su propia normativa confesional,
que se incorpora a la esfera jurídica del Estado por diferentes vías. Como regla general,
esa normativa formará parte de los estatutos de la confesión, que de acuerdo con el
artículo 37 del Código Civil serán los que precisen su capacidad de obrar. En el caso
de la Iglesia católica, el artículo 38 del Código Civil remite a lo concordado entre el
Estado y la Iglesia, por lo que debe acudirse al Acuerdo entre el Estado Español y la
Santa Sede, de 3 de enero de 1979, sobre Asuntos Jurídicos . Conforme al artículo I,
apartados 2 a 4, del Acuerdo , la capacidad de obrar de las entidades eclesiásticas se
rige por el Derecho canónico, pero éste adopta una diferente significación jurídica en
función de la persona canónica de que se trate: A las entidades que forman parte de la
Iglesia-institución (Santa Sede, Conferencia Episcopal, diócesis, parroquias, seminarios,
catedrales...) se les aplica directamente el Derecho canónico, que tiene vigencia y
efectividad inmediata en el ámbito estatal; en el caso de los institutos de vida
consagrada se dispone que la normativa canónica será considerada Derecho estatutario;
y las asociaciones y fundaciones actuarán de conformidad a lo establecido en sus
estatutos en los que puede incorporarse el Derecho canónico.

2. Negocios jurídicos de las confesiones religiosas

Cuando las confesiones religiosas operan en el tráfico jurídico los actos patrimoniales
que realizan (compraventas, arrendamientos, renuncias de bienes, etc.) se someten a la
normativa del Estado. En el caso de la Iglesia católica, el propio Código de Derecho
canónico, en su canon 1290 , remite al Derecho estatal en materia de contratos.

Esta regla general admite excepciones, o cuando menos matizaciones, en aquellos


negocios contemplados por el Derecho canónico que no son regulados expresamente en
el Derecho patrimonial estatal. Así ocurre con las causas pías, negocios de configuración
típicamente canónica, que carecen de un régimen propio y específico en la legislación
civil.

Por causa pía se entiende toda disposición de bienes motivada por un fin piadoso o
caritativo para que se destinen al cumplimiento de los fines propios de la Iglesia. El
actual Código de Derecho canónico regula las causas pías en los cánones 1299 a 1310
. Una división básica de las mismas es la que distingue entre las eclesiásticas y las
laicales. En las primeras la disposición de bienes se realiza a favor de una persona
jurídica pública eclesiástica, mientras que las segundas son aquellas en que el
patrimonio adscrito al fin piadoso queda en manos de una persona física o de una
persona jurídica privada. Sin perjuicio de la distinción, tanto unas como otras se
encuentran bajo el poder de vigilancia del Ordinario del lugar, que es el encargado de
supervisar el cumplimiento del fin piadoso.

La disposición de bienes, como indica el canon 1299 , puede hacerse, tanto por actos
inter vivos como por actos mortis causa. En el primer caso se aplicará el régimen civil
de las donaciones, mientras que en el segundo caso se deberá acudir a las normas
testamentarias. La disposición puede adoptar diversas formas: fundación pía, fiducia,
donación modal, legado, y atribución indeterminada para sufragios y obras piadosas
(artículo 747 del Código Civil ). La más típica de ellas es la fundación pía, que se
encuentra regulada en el canon 1303 . Las fundaciones pías se dividen en autónomas,
que son un patrimonio con personalidad jurídica propia adscrito a un fin piadoso, y no
autónomas, que son un conjunto de bienes dados a una persona jurídica pública
eclesiástica para ser destinados a fines piadosos. Las fundaciones pías autónomas
podrán acceder al Registro de Entidades Religiosas del Ministerio de Justicia, conforme a
lo dispuesto en el Real Decreto 589/1984, de 8 de febrero, sobre fundaciones religiosas
de la Iglesia católica. En cambio, las no autónomas, al carecer de personalidad jurídica
propia en el ámbito canónico, no pueden ser inscritas en dicho Registro.

Dentro del género de las fundaciones pías se encuentran las capellanías, que son
fundaciones perpetuas hechas con la obligación aneja de cierto número de misas u otras
cargas espirituales en iglesia determinada, que debe cumplir el clérigo obtentor o
capellán en la forma prescrita por el instituyente (Mostaza). La mayor parte de la
normativa aplicable a estas entidades procede del siglo XIX y es de dudosa operatividad
en el momento actual a pesar de que no ha sido derogada expresamente. Ello da lugar
a una gran inseguridad jurídica que afecta principalmente a la titularidad de sus bienes.

En los negocios descritos no se da propiamente una recepción de la normativa canónica,


sino que se trata de actos jurídicos realizados conforme a las disposiciones del Derecho
canónico a los que es necesario otorgar efectos en el ámbito civil. Para su efectividad
tales negocios deben adoptar y respetar formalidades civiles, pero el negocio en sí, en
especial su objeto y su configuración, es ajeno a la regulación civil.

Por el hecho de que los negocios jurídicos de las confesiones religiosas se regulen por la
normativa estatal salvo en los supuestos mencionados de las causas pías, no se debe
excluir la aplicabilidad de las normas confesionales en el tráfico jurídico. Se ha visto en
el epígrafe anterior que la capacidad de obrar de ciertas entidades eclesiásticas se
determina conforme a su propio Derecho. De ahí se sigue, como se advirtió, la
operatividad de los controles y restricciones a la capacidad de obrar existentes en el
Derecho canónico en la actividad patrimonial llevada a cabo por los entes de la Iglesia
católica.

Una manifestación concreta de esos controles es la licencia canónica de enajenación.


Conforme al canon 1291 del Código de Derecho canónico , para enajenar válidamente
determinados bienes eclesiásticos se requiere licencia de la autoridad competente
conforme a Derecho. Por enajenación, en el ámbito canónico, no se entiende sólo la
transferencia del dominio, sino que comprende todo acto jurídico en virtud del cual la
situación patrimonial de una entidad eclesiástica pueda resultar perjudicada. Las
autoridades competentes para emitir la licencia se especifican en el canon 1292 .
Tales autoridades varían en función de la persona jurídica pública propietaria del bien,
de la naturaleza del bien y de su valor. Por debajo de un determinado valor no es
necesario obtener licencia, mientras que si se trata de cosas cuyo valor supera cierta
cantidad, la licencia corresponde a la Santa Sede. Estas cantidades son fijadas por las
Conferencias Episcopales. A este respecto, la Conferencia Episcopal Española ha
establecido las siguientes cuantías: si el valor del bien supera un millón quinientos mil
euros, la licencia ha de ser emitida por la Sede Apostólica; si no alcanza los ciento
cincuenta mil euros, no es necesario solicitar autorización para enajenar al Ordinario.

Si una entidad eclesiástica enajena un bien sin obtener la preceptiva licencia, el acto
jurídico será nulo para el Derecho estatal. Así se declara en la sentencia del Tribunal
Supremo de 27 de febrero de 1997 , en la que se aplica el régimen de capacidad de
obrar de los entes eclesiásticos diseñado en el Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos con la
Santa Sede .

3. Clases de bienes de las confesiones religiosas

Bajo este enunciado se comprenden una serie de cosas de naturaleza religiosa: lugares
de culto, cementerios, archivos y bienes preciosos. Se habla, sin embargo, de bienes de
las confesiones religiosas porque el régimen jurídico de las cosas mencionadas se
configura, principalmente, en función del sujeto titular de las mismas. Un ejemplo muy
claro es el del cementerio; entre los cementerios públicos municipales y los cementerios
privados parroquiales existen significativas diferencias de régimen jurídico.
La disparidad de tratamiento no depende sólo de si la cosa pertenece a una entidad
religiosa o a una persona, física o jurídica, no religiosa. Las propias confesiones
religiosas son tratadas, respecto a sus cosas, de forma desigual: el régimen del templo
católico no coincide plenamente con el de los lugares de culto de las demás confesiones
religiosas con acuerdo. Y estas diferencias se acentúan mucho más en el caso de las
confesiones que carecen de acuerdo con el Estado. Aunque no es posible, ni
recomendable, una regulación unitaria para todos los lugares de culto, cementerios,
archivos y bienes preciosos de las distintas confesiones, en nuestro ordenamiento se
echa de menos una disciplina básica de las cosas religiosas de carácter objetivo, que
atienda a su destino y a su naturaleza, al margen del sujeto titular y de su signo
confesional.

3.1. Lugares de culto

En el ordenamiento español la expresión lugar de culto es un término jurídico con el que


se identifican aquellos inmuebles destinados a la práctica del culto. Su significado se
circunscribe a edificios o locales afectos a esta concreta actividad religiosa; por tanto, el
término lugar de culto equivale a templo, y sirve para agrupar diferentes
denominaciones confesionales: iglesias, basílicas, capillas, oratorios, sinagogas,
mezquitas, etc.

Dicha expresión, con el significado jurídico preciso que se ha indicado, se ha


consolidado en nuestro ordenamiento a raíz de la Ley de libertad religiosa de 1967 .
En la actualidad se utiliza, entre otras disposiciones, en el artículo 2.2 de la Ley
Orgánica de libertad religiosa , en el artículo I.5 del Acuerdo entre el Estado Español y
la Santa Sede, de 3 de enero de 1979, sobre Asuntos Jurídicos , y en el artículo 2 de
los Acuerdos de 1992 con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España
(FEREDE), con la Federación de Comunidades Israelitas de España (FCI) y con la
Comisión Islámica de España (CIE).

El derecho a establecer lugares de culto es una manifestación básica de la dimensión


colectiva de la libertad religiosa. La Ley Orgánica de libertad religiosa lo reconoce
expresamente en su artículo 2.2 , y así ha sido también reconocido por el Tribunal
Europeo de Derechos Humanos (Manoussakis y otros c. Grecia; sentencia de 26 de
septiembre de 1996). Asimismo, dicho derecho se incluye entre los contenidos de la
libertad religiosa en el artículo 6 de la Declaración sobre la eliminación de todas la
formas de intolerancia y discriminación fundadas en la religión o las convicciones,
proclamada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 25 de noviembre de 1981
(Resolución 36/55).

En atención a la autonomía de las confesiones religiosas, el establecimiento de lugares


de culto y la determinación de qué inmuebles ostentan esa condición corresponde a las
confesiones religiosas. La calificación de un inmueble como lugar de culto debe hacerse
conforme al Derecho de las propias confesiones, que actuará en este caso como
presupuesto de hecho de la normativa estatal. Ello no quiere decir que las autoridades
estatales no estén facultadas para fiscalizar las calificaciones realizadas por las
confesiones; puesto que se trata de inmuebles con un régimen concreto y específico en
el ámbito jurídico del Estado, los poderes públicos están legitimados para controlar que
efectivamente se da el supuesto de hecho contemplado en la norma estatal.

En el caso de la Iglesia católica no suelen plantearse dificultades al existir una


normativa canónica muy precisa sobre el establecimiento de lugares de culto. Se trata
de los cánones 1205 y siguientes del Código de Derecho canónico, conforme a los
cuales un lugar puede destinarse al culto de tres formas: mediante dedicación,
bendición o licencia del Ordinario. Por su parte, la pérdida de la condición de lugar de
culto se encuentra determinada en los cánones 1212 y 1222; en ellos se hace referencia
a tres supuestos distintos: destrucción en gran parte; utilización de hecho para usos
profanos; reducción permanente para usos profanos por decreto del Ordinario.
Sin embargo, en otras ocasiones esa labor de control es de difícil articulación, bien
porque no se conoce la normativa confesional, o bien porque ésta es inexistente. Para
evitar estos problemas en los Acuerdos de 1992 con la FEREDE , la FCI y la CIE
se ha optado por ofrecer una definición genérica de lugar de culto: “a todos los efectos,
son lugares de culto de las Iglesias pertenecientes a la FEREDE los edificios o locales
que estén destinados de forma permanente y exclusiva a las funciones de culto o
asistencia religiosa, cuando así se certifique por la Iglesia respectiva con la conformidad
de la Comisión Permanente de la FEREDE” (artículo 2 del Acuerdo con la FEREDE ; el
artículo 2 de los Acuerdos con la FCI y la CIE es prácticamente idéntico).

3.2. Cementerios

Los cementerios se caracterizan por estar destinados a conservar restos humanos.


Mientras que el establecimiento de lugares de culto es una función confesional ajena al
Estado, en el sentido de que los poderes públicos no pueden crear sus propios lugares
de culto, los cementerios constituyen un servicio público (artículos 25.2.j), 26.1.a) y
86 de la Ley 7/1985, de 2 de abril, de Bases de Régimen Local, y artículo 47 del
Decreto 2263/1974, de 20 de julio, por el que se aprueba el Reglamento de Policía
Sanitaria Mortuoria ). La Administración ofrece a sus ciudadanos el servicio de
cementerio, que se configura como una necesidad básica del administrado que debe ser
atendida por motivos de salud pública.

Esta concepción del cementerio como un servicio público apenas tiene dos siglos de
tradición. Hasta el siglo XIX, con alguna excepción, los enterramientos se practicaban
en las propias iglesias o en sus alrededores, y los cementerios pertenecían a la Iglesia,
que ejercía en ellos su jurisdicción. Progresivamente, en un proceso que se inicia en el
siglo XVIII a raíz de distintas epidemias, las autoridades civiles asumen competencias
sobre los cementerios hasta llegar a su configuración pública actual.

Conforme a la legislación vigente, tanto estatal como autonómica, los cementerios


pueden ser públicos o privados. Sobre todos ellos el Estado ejerce sus competencias.
Obviamente, tales competencias son menores en los privados: su gestión corresponde
al titular y éste está facultado para decidir qué personas pueden recibir sepultura y
cuáles no (sentencia del Tribunal Supremo de 5 de diciembre de 1979), qué requisitos
deben cumplirse, cómo ha de practicarse la inhumación, etc. No obstante, en ellos, al
igual que en los públicos, han de adoptarse las medidas necesarias para garantizar la
salud pública.

Junto a esta cualidad pública de los cementerios, concurre en ellos un sentido religioso.
Para algunas confesiones el denominado culto a los muertos ocupa un lugar central en
sus doctrinas, y la gran mayoría de ellas otorgan una importante significación religiosa a
la inhumación de las personas fallecidas. La Iglesia católica considera los cementerios
lugares sagrados (canon 1205 del Código de Derecho canónico ), y acostumbra a
poseer sus propios recintos mortuorios. Otras confesiones, es el caso de los judíos y de
los musulmanes, también optan por tener sus propios cementerios; y si ello no fuera
posible, se les pueden reservar parcelas en los cementerios municipales (artículo 2.6 del
Acuerdo con la FCI y artículo 2.5 del Acuerdo con la CIE ). En todo caso, en los
cementerios públicos se respetarán y se podrán practicar los ritos religiosos de las
distintas confesiones (Ley 49/1978, de 3 de noviembre, de enterramientos en los
cementerios municipales, y artículo 2.1.b) de la Ley Orgánica de libertad religiosa ).

En todo cementerio, por tanto, confluyen una competencia pública, fundada en razones
de orden público, y una competencia religiosa, derivada del derecho fundamental de
libertad religiosa, cuyos ámbitos de actuación deben ser respetados (artículos 3 y 58
del Reglamento de Policía Sanitaria Mortuoria).

La gestión y explotación de los cementerios se rige por normas distintas en los públicos
y en los privados. Por lo que respecta a los cementerios parroquiales, debe destacarse
que los negocios jurídicos patrimoniales sobre las sepulturas se regulan por el Derecho
canónico particular de cada diócesis (sentencia de la Audiencia Provincial de Asturias de
28 de noviembre de 1997 y sentencia de la Audiencia Provincial de Cantabria de 6 de
noviembre de 2000).

3.3. Archivos

Los archivos constituyen conjuntos de documentos formados por las confesiones


religiosas en el ejercicio de su actividad. Los datos de carácter religioso, en virtud del
artículo 16.2 de la Constitución , que recoge el derecho de toda persona a no declarar
sobre su ideología, religión o creencias, tienen la consideración de datos especialmente
protegidos. En consecuencia, sólo con el consentimiento del afectado, que deberá ser
informado de que tiene derecho a no prestarlo, podrá procederse al tratamiento de
datos de carácter personal que revelen la ideología, religión o creencias profesadas.
Estas exigencias, sin embargo, no se aplican a los ficheros formados por las confesiones
religiosas que afecten únicamente a sus miembros (artículo 8 de la Directiva 95/46/CE,
de 26 de octubre, y artículo 7 de la Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de
protección de datos de carácter personal ). No obstante, lo anterior, debe tenerse en
cuenta que no todos los archivos eclesiásticos entran bajo el ámbito de aplicación de la
normativa de protección de datos. Así, la sentencia del Tribunal Supremo de 19 de
septiembre de 2008 sostiene que los libros parroquiales de bautismo no tienen la
consideración de fichero a efectos de la normativa de protección de datos.

En nuestro Derecho histórico los archivos de la Iglesia católica han tenido una
importancia primordial hasta la creación del Registro Civil. Como se señala en la
sentencia del Tribunal Supremo de 4 de diciembre de 1998 ,

“antes de que se crearan en España los Registros Civiles por Ley 17 junio 1870, eran los
archivos parroquiales y los libros registrales que en ellos se contenían, los únicos que
ofrecían prueba documental sobre el estado civil de las personas a través de toda su
vida, determinativos de su bautismo, en donde se expresaba, no ya sólo el nombre y
fecha de nacimiento del bautizado, sino también el de los padres y padrinos, de su
matrimonio, si éste se había producido, con indicación de los datos de los contrayentes
y de las personas asistentes y, finalmente, del fallecimiento por medio de la
correspondiente licencia o “venia” para que fueran enterrados en lugar “santo”. Por eso,
esos libros parroquiales y, por ende, las correspondientes certificaciones de ellas
obtenidas, daban fe de algo tan importante como es el estado civil de las personas”.

En la actualidad los archivos de la Iglesia, y las consiguientes certificaciones de ellos


emanadas, ya no son documentos públicos, por lo que han dejado de constituir prueba
privilegiada para acreditar el estado civil de las personas. Su mayor relevancia radica en
su valor histórico-artístico, que es tenido en cuenta en la normativa general sobre
patrimonio cultural y en las disposiciones autonómicas sobre archivos (artículo 49.3 de
la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español , artículo 15.2 de la
Ley de la Generalidad de Cataluña 10/2001, de 13 de julio , sobre normas
reguladoras de archivos y documentos, artículo 6 de la Ley de la Comunidad de Madrid
4/1993, de 21 de abril, sobre normas reguladoras de archivos y patrimonio documental
, etc.).

3.4. Bienes preciosos

Se consideran bienes preciosos, de acuerdo con el antiguo canon 1497 § 2 del Código
de Derecho canónico de 1917, “aquellos que tienen un valor notable por razón del arte
o de la historia o de la materia”. La calificación del bien como precioso no depende sólo
de su interés histórico-artístico, sino que también puede fundamentarse en su valor
religioso (veneración, devoción popular, etc.). La expresión valor notable es un
concepto jurídico indeterminado que ha carecido de una concreción precisa en el ámbito
canónico. Un tipo específico de bienes preciosos son las imágenes, que cuentan con un
régimen propio en los cánones 1188, 1189 y 1190 § 3 del Código de Derecho canónico
. También tienen singularidad propia las reliquias (canon 1190 ). La venta de
reliquias sagradas está prohibida; para la enajenación del resto de bienes preciosos es
necesario obtener licencia de la Santa Sede.

A este tipo de bienes, siempre que hayan sido declarados de interés cultural, se les
aplica el artículo 28.1 de la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico
Español : “Los bienes muebles declarados de interés cultural y los incluidos en el
Inventario General que estén en posesión de instituciones eclesiásticas, en cualquiera
de sus establecimientos o dependencias, no podrán transmitirse por título oneroso o
gratuito ni cederse a particulares ni a entidades mercantiles. Dichos bienes sólo podrán
ser enajenados o cedidos al Estado, a entidades de Derecho público o a otras
instituciones eclesiásticas”. Los bienes preciosos, si están destinados al culto mediante
dedicación o bendición, serán cosas sagradas (canon 1171 ).

Asimismo, el Derecho estatal maneja una categoría de bienes de carácter religioso que
no coincide plenamente con la de bienes preciosos ni con la de cosas sagradas. Se trata
de los llamados objetos de culto, cuya adquisición se declara no sujeta a tributo alguno
en el artículo III.c) del Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede, de 3 de enero
de 1979, sobre Asuntos Económicos . La concreción de qué bienes merecen la
calificación de objetos de culto se presta a la casuística. La interpretación más estricta
es aquella que otorga esa consideración a los bienes muebles que sólo pueden tener un
destino cultual. Así, en la Resolución de la Dirección General de Tributos de 14 de marzo
de 1988 (BOE de 23 de marzo de 1988), en contestación a una consulta vinculante, se
hace la siguiente enumeración: altares, sagrarios, cálices, copones, custodias, crucifijos,
imágenes, retablos, lámparas del Santísimo, candeleros, candelabros, bandejas de
comunión, incensarios, apagavelas, tecas, trípticos y otros análogos. También se ha
llegado a admitir (Instrucciones de la Dirección General de Tributos de 15 de marzo de
1989) que merecen esa calificación aquellos bienes destinados de hecho exclusivamente
al culto, aunque sean susceptibles de ser utilizados para otras actividades (campanas,
bancos de las iglesias, etc.). Por último, en sede doctrinal se ha sostenido que la noción
de objeto de culto no se limita a bienes muebles y ha de aplicarse también a bienes
inmuebles (Mier Menes, González del Valle).

4. Relevancia pública de algunos elementos del patrimonio de las confesiones


religiosas

Hasta la primera mitad del siglo XX una parte considerable de la doctrina jurídica, y lo
mismo hacían algunos textos legales, incluía los bienes de las confesiones religiosas, y
particularmente los lugares de culto, en el elenco de bienes demaniales. Los autores
actuales no acostumbran a plantearse la cuestión, y si lo hacen es para rechazar de
plano esa posibilidad. El principio de no confesionalidad (artículo 16.3 de la Constitución
) prohíbe cualquier tipo de confusión entre funciones públicas (estatales) y funciones
religiosas. Por ello las confesiones religiosas no forman parte de la Administración
estatal, no son personas jurídicas de Derecho público.

No obstante lo anterior, determinados bienes de las confesiones religiosas cuentan con


un régimen jurídico especial, que en ocasiones se aproxima al de los bienes demaniales.
Desaparecidos antiguos privilegios, como la inmunidad local y real de los bienes
eclesiásticos, el fundamento de esta singular consideración se encuentra en el destino
de tales bienes y en la valoración positiva que se otorga a ese destino en el
ordenamiento. Se trata de bienes muy ligados al ejercicio del derecho fundamental de
libertad religiosa y utilizados por un número significativo de personas al estar abiertos al
público. Ello se traduce en su calificación como bienes de utilidad pública o de interés
social, consideración que se manifiesta en el ámbito penal, administrativo, tributario y
patrimonial.

4.1. Inviolabilidad
En los acuerdos con las confesiones religiosas se recoge la inviolabilidad de los lugares
de culto (artículo I.5 del Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede, de 3 de
enero de 1979, sobre Asuntos Jurídicos ; artículo 2.2 del Acuerdo con la FEREDE ;
artículo 2.2 del Acuerdo con la FCI ; y artículo 2.2 del Acuerdo con la CIE ).

La tutela de la inviolabilidad de los templos ha sido tradicional en el Derecho español.


En su versión más radical, la inviolabilidad se entendía como una ausencia de
competencias del Estado y de los particulares sobre los recintos sagrados. Implicaba
una auténtica inmunidad jurisdiccional frente al Derecho estatal que se traducía en
todos los órdenes jurídicos: administrativo, tributario, patrimonial, etc. Esa concepción
fue abandonada en la mayor parte de los ordenamientos a lo largo del siglo XIX y hoy
día está totalmente superada. Los lugares de culto se someten plenamente a la
legislación estatal y la inviolabilidad del lugar de culto no tiene ningún tipo de relevancia
en el orden patrimonial.

El bien jurídico que se protege con la inviolabilidad es triple: la intimidad de las


confesiones religiosas y de los fieles, los sentimientos religiosos, y el normal desarrollo
de los actos de culto. En cuanto a su contenido se equipara a la inviolabilidad del
domicilio tutelada en el artículo 18.2 de la Constitución (Rodríguez Blanco). Desde el
punto de vista penal esta protección se manifiesta en el artículo 203 del Código Penal
, relativo al allanamiento de locales abiertos al público, y en el tipo agravado del delito
de robo cometido en edificios o locales abiertos al público contemplado en el artículo
241 .

En el caso de la Iglesia católica la inviolabilidad se extiende también a los archivos,


registros y demás documentos pertenecientes a la Conferencia Episcopal española, a las
Curias Episcopales, a las Curias de los Superiores Mayores de las Órdenes y
Congregaciones religiosas, a las parroquias y a otras instituciones y entidades
eclesiásticas (artículo I.6 del Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos ).

4.2. Urbanismo

En el ámbito urbanístico el uso religioso es concebido como un destino específico del


suelo que debe ser tenido en cuenta en la elaboración del planeamiento. Así, en el
artículo 2.1.a) de la Ley 38/1999, de 5 de noviembre, de ordenación de la edificación
, se mencionan los siguientes usos: administrativo, sanitario, religioso, residencial en
todas sus formas, docente y cultural.

La Ley de la Comunidad Autónoma de Cataluña 16/2009, de 22 de julio, de los centros


de culto , se ocupa de esta cuestión en su artículo 4, que trata de la fijación de usos
religiosos en los planes de ordenación urbanística municipal: “1. Los planes de
ordenación urbanística municipal deben prever suelos con la calificación de sistema de
equipamiento comunitario donde se admitan los usos de carácter religioso de nueva
implantación, de acuerdo con las necesidades y disponibilidades de los municipios. A tal
efecto, deben tenerse en cuenta la información y los datos contenidos en estos planes.
2. Las necesidades y disponibilidades municipales no pueden determinarse en ningún
caso en función de criterios que puedan comportar algún tipo de discriminación por
motivos religiosos o de convicción”.

El uso religioso se encuadra generalmente en las parcelas reservadas para suelo de


interés público y social. Esta consideración no se predica de todo uso religioso; las
reservas de terrenos que se incluyen en el planeamiento se destinan a un fin concreto:
la construcción de lugares de culto, en razón de la utilidad pública de este tipo de
bienes. En este sentido, en el artículo 25.1.d) del Real Decreto 2159/1978, de 23 de
junio, por el que se aprueba el Reglamento de Planeamiento , se incluyen los usos
religiosos en el equipamiento general comunitario, y en los artículos 29.1e) y 45.e)
se recogen las reservas de terreno para emplazamiento de lugares de culto. La
relevancia pública de los lugares de culto se manifiesta también en enajenaciones
directas, en cesiones gratuitas o por debajo del valor real de bienes que formen parte
de los Patrimonios Públicos de Suelo, o en la constitución de derechos reales de
superficie.

4.3. Licencias

En las actuaciones sobre su patrimonio las confesiones religiosas, al igual que la


generalidad de los administrados, tienen que obtener las correspondientes licencias,
tanto las estrictamente urbanísticas como las de apertura de inmuebles. Aunque esta
exigencia ha llegado a cuestionarse con apoyo en la autonomía de las confesiones
religiosas, la exoneración no estaría justificada. La necesidad de obtener una
autorización administrativa que controle la legalidad de la actuación de las confesiones
religiosas en la gestión y utilización de sus bienes no vulnera la libertad religiosa ni la
autonomía confesional.

En relación con las licencias urbanísticas así lo ha declarado el Tribunal Supremo en su


sentencia de 29 de enero de 1980:

“Cuando el Ayuntamiento se pronuncia sobre el otorgamiento de las licencias para


construir el Templo y las demás dependencias parroquiales para las que se había
entregado el solar, su actuación no era consecuencia de interpretar el contenido de
aquel acto de cesión, sino aplicando el Plan y las Normas en el ejercicio, se repite, de
unas potestades otorgadas precisamente para que las construcciones de toda especie se
ajusten al interés público expresado en dicha ordenación, poderes que, en contra de lo
alegado, no se oponen ni interfieren los reconocidos a la Iglesia en su esfera propia de
actuación a la que se refiere el Concordato, puesto que las limitaciones genéricas para
edificar no afectan a la libertad para erigir nuevas parroquias”.

Distinta es la postura del Tribunal Supremo en el caso de las licencias de apertura. En


concreto, en sus sentencias de 24 de junio de 1988 y de 18 de junio de 1992 ha
rechazado la aplicación de este tipo de licencias a los lugares de culto. El Tribunal
Supremo considera que la exigencia de la licencia no se ajusta al destino del inmueble y
constituye una restricción injustificada del derecho fundamental de libertad religiosa.
Este planteamiento es difícilmente admisible. La necesidad de obtener licencias no debe
enfocarse como una cuestión de límites a la libertad religiosa, pues es un requisito que
no afecta al contenido del derecho fundamental. La apertura de lugares de culto, si se
tiene en cuenta que son edificios o locales abiertos al público y que en ellos se produce
una importante concentración de personas, deberá hacerse previa obtención de la
licencia de apertura. Ello garantiza la presencia de unas mínimas medidas de seguridad
en unos inmuebles que con independencia de su destino religioso no dejan de ser
locales de reunión.

En este sentido, el artículo 8 de la Ley de la Comunidad Autónoma de Cataluña


16/2009, de 22 de julio, de los centros de culto , que versa sobre condiciones
materiales y técnicas de obligado cumplimiento para los centros de culto, dispone: “1.
Los centros de culto de concurrencia pública deben tener las condiciones materiales y
técnicas necesarias para garantizar la seguridad de los usuarios y la higiene de las
instalaciones, y evitar molestias a terceras personas. Estas condiciones deben ser
adecuadas y proporcionadas, para no impedir ni dificultar la actividad que se lleva a
cabo en dichos centros. 2. El Gobierno debe establecer por reglamento las condiciones
técnicas y materiales mínimas de seguridad, salubridad, accesibilidad, protección
acústica, aforo, evacuación y para evitar molestias a terceros que deben cumplir los
lugares de culto de concurrencia pública. 3. Las condiciones establecidas por reglamento
no pueden ser en ningún caso más estrictas que las ya establecidas para los locales de
concurrencia pública”. A efectos de controlar estas exigencias, el artículo 9.1 prescribe
que “[p]ara iniciar las actividades de un nuevo centro de culto de concurrencia pública
debe obtenerse previamente una licencia municipal de apertura y de uso de centros de
culto de naturaleza reglada”.

4.4. Expropiación
La expropiación de determinados bienes de las confesiones religiosas cuenta con un
régimen especial que se fundamenta en su destino y en la utilidad que prestan a los
ciudadanos. Tanto en el Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos con la Santa Sede (artículo
I.5) como los Acuerdos de 1992 con la FEREDE , la FCI y la CIE (artículo 2.3 en
los dos primeros y artículo 2.2 en el pacto con los musulmanes) se establece el derecho
de las confesiones a una audiencia previa en el caso de expropiación de lugares de
culto. No basta, pues, con cumplir el ordinario trámite de información pública previsto
en la Ley de Expropiación Forzosa (Ley de 16 de diciembre de 1954), seguido en su
caso de las alegaciones del administrado, sino que la Administración ha de realizar un
acto de audiencia expreso para la entidad religiosa correspondiente.

En el Acuerdo con la FEREDE se exceptúa la audiencia previa cuando concurran


razones de urgencia, seguridad y defensa nacionales o graves de orden o seguridad
públicos. Dado el tenor de la excepción, aunque no se incluye en los demás Acuerdos
puede considerarse aplicable a todas las confesiones, pues simplemente supone una
abreviación justificada del procedimiento expropiatorio.

Aparte de la audiencia previa, a los lugares de culto de la Iglesia católica se les aplica lo
previsto en el artículo 23 del Reglamento de la Ley de Expropiación Forzosa (Decreto
de 26 de abril de 1957), a cuyo tenor el Jurado de Expropiación, antes de resolver
definitivamente sobre el justiprecio, dará audiencia por plazo de ocho días a la autoridad
eclesiástica manifestando la cuantía de la indemnización que se propone fijar. El origen
de esta disposición, que no aparece recogida en los Acuerdos vigentes, se encuentra en
el artículo XXII del antiguo Concordato de 1953.

4.5. Demolición

Los lugares de culto de las confesiones con acuerdo no pueden ser demolidos sin ser
previamente privados de su carácter sagrado (artículo I.5 del Acuerdo sobre Asuntos
Jurídicos con la Santa Sede ; artículo 2.4 de los Acuerdos con la FEREDE y con la
FCI , y artículo 2.2 del Acuerdo con la CIE ). No es necesario cumplir tal requisito si
concurren razones de urgencia o peligro.

Tomada literalmente, la disposición carece de excesivo sentido. Para el Derecho


canónico uno de los efectos de la demolición de los lugares de culto es precisamente la
pérdida de su carácter sagrado. Por su parte, las demás confesiones carecen de un
concepto de lo sagrado equivalente al de la Iglesia católica. Por ello, este requisito
previo a la demolición debe interpretarse como una exigencia de que los lugares de
culto sean desafectados de su destino.

4.6. Inalienabilidad

Con apoyo en los postulados del Derecho romano, ha sido tradicional en nuestro
ordenamiento la consideración de las cosas sagradas como res extra commercium. En
Roma las res sacrae se atribuían a los dioses y gozaban del estatuto de las res nullius.
Como derivación de este planteamiento se entendió que la sacralidad de un bien lo
colocaba bajo la jurisdicción de la Iglesia, por lo que el particular perdía toda potestad
sobre la cosa sagrada, que no podía ser objeto de negocios jurídicos mientras no fuera
privada de su carácter sacro. Sin embargo, en este punto el Derecho canónico no acogió
las tesis romanistas y adoptó la posición del Derecho germánico, que pone el acento
sobre la vinculación del bien a un destino concreto.

Para un correcto enfoque de la negociabilidad de los bienes sagrados debe partirse de


su afectación a un determinado fin y analizar la necesidad o no de respetar ese destino.
La afectación de un bien a un fin coarta su disponibilidad, pero no lo convierte en una
cosa fuera del comercio. El propio Derecho canónico admite la alienabilidad de los
bienes sagrados y la posibilidad de que sean propiedad de particulares. Como se ha
señalado con claridad, el carácter sagrado comprime, pero no destruye el derecho de
propiedad (Del Giudice). Por lo tanto, debe rechazarse la equiparación absoluta entre
bienes extra commercium y bienes inalienables porque se trata de conceptos jurídicos
distintos.

En el bien destinado al culto tiene lugar una concurrencia de potestades eclesiásticas y


privadas, y a efectos de su consideración como objeto de negocios jurídicos ha de
dilucidarse el alcance de cada una de ellas. Este planteamiento ha sido acogido por el
Tribunal Supremo en una sentencia de 28 de diciembre de 1959. Para el Tribunal.

“una cosa es que semejantes Ermitas o Capillas por razón del culto que en ellas se
practique estén sujetas a la jurisdicción eclesiástica y otra muy distinta, en absoluto, la
propiedad territorial de aquéllas, es decir el dominio sobre el suelo en que se edificaron
y sobre el vuelo de las construcciones que las integran”.

Incluso, junto a las potestades confesionales y privadas puede concurrir una potestad
pública que afecte a la alienabilidad del bien; sería el caso de aquellos bienes declarados
de interés cultural.

4.7. Inembargabilidad

El artículo 606 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil declara


inembargables los bienes sacros y los dedicados al culto de las religiones legalmente
registradas. Esta disposición no trae causa en los Acuerdos con las confesiones, de
hecho se aplica a todas aquellas inscritas en el Registro de Entidades Religiosas, y
constituye una novedad respecto a la anterior Ley de Enjuiciamiento Civil .

Las excepciones a la regla general de embargabilidad se fundamentan en razones de


utilidad pública o de interés social. Por tanto, está perfectamente justificada la no
embargabilidad de determinados bienes sacros, por ejemplo por razones de devoción
popular, y de aquellos lugares de culto abiertos al público o que tienen una especial
significación para los fieles. Debe rechazarse, en cambio, una genérica inembargabilidad
de todo bien por el simple hecho de estar destinado al culto.

5. Los bienes de las confesiones religiosas y el Registro de la Propiedad

Los bienes de las confesiones religiosas pueden ser inmatriculados o inscritos en el


Registro de la Propiedad, al igual los bienes de cualquier otra persona jurídica. Así se
recoge en el artículo 2.6 de la Ley Hipotecaria (Decreto de 8 de febrero de 1946) y en
el artículo 4 del Reglamento Hipotecario (Decreto de 14 de febrero de 1947). En este
último se establece que “serán inscribibles los bienes inmuebles y los derechos reales
sobre los mismos, sin distinción de la persona física o jurídica a que pertenezcan y, por
tanto, los de las Administraciones públicas y los de las entidades civiles o eclesiásticas”.

La inscribibilidad de los bienes de las confesiones religiosas no admite excepciones. Si


bien hasta 1998 el artículo 5.4 del Reglamento Hipotecario establecía que los templos
destinados al culto no eran inscribibles en el Registro de la Propiedad, dicha prohibición
fue calificada de inconstitucional en la exposición de motivos del Real Decreto
1867/1998, de 4 de septiembre, que suprimió toda referencia a la no inscripción de los
templos en el Registro. Según ha manifestado la Dirección General de los Registros y
del Notariado en su Resolución de 12 de enero de 2001, la citada inconstitucionalidad se
producía porque el especial estatuto registral de los templos vulneraba el principio de no
confesionalidad y daba lugar a una discriminación de la Iglesia católica respecto a las
demás confesiones religiosas, cuyos lugares de culto sí podían acceder al Registro y
gozar de la protección registral.

La titularidad registral del bien debe corresponder a una entidad religiosa concreta. Por
lo que respecta a la Iglesia católica, así ha sido señalado por la Dirección General de los
Registros y del Notariado en su resolución de 14 de diciembre de 1999 :
“Por lo que se refiere a la capacidad de la Iglesia Católica para adquirir bienes de todas
clases, ha de regir lo concordado entre aquélla y el Estado (artículo 38, párrafo
segundo, del Código Civil ). Esta norma presupone la personalidad jurídica de la
Iglesia, como una realidad previa (cfr., también, el artículo 16.3 de la Constitución ).
Ahora bien, ello no significa que puedan inscribirse en el Registro de la Propiedad bienes
a nombre de la “Iglesia Católica”, sin más especificaciones, pues se trata ésta de una
expresión que se emplea para referirse compendiosamente a todas las diferentes
entidades eclesiásticas (tanto a la Santa Sede, diócesis, parroquias, Conferencia
Episcopal Española y circunscripciones territoriales propias de la organización jerárquica
de la Iglesia, como a las órdenes, congregaciones, fundaciones, asociaciones y otras
entidades nacidas en el seno de la Iglesia Católica, pero que no forman parte de la
organización territorial de ésta)... Por otra parte, y con independencia de las previsiones
que, a efectos internos, se contienen en la normativa canónica respecto a la
personalidad jurídica y capacidad de adquirir bienes que se atribuye a la “Iglesia
Católica” no es menos cierto que, en el orden civil, no resulta indiferente cuál sea la
concreta persona jurídica eclesiástica que haya adquirido el bien de que se trate, lo que
tendrá relevancia, también a efectos civiles, a la hora de cumplir los requisitos que para
disponer del mismo establece la legislación canónica”.

Por tanto, aunque en el canon 113 del Código de Derecho canónico se dice que la
Iglesia católica es una persona moral por la misma ordenación divina, y en el canon
1254 se hace referencia a su capacidad de adquirir, retener, administrar y enajenar
bienes temporales, no pueden inscribirse bienes en el Registro a nombre de la Iglesia
católica sin especificar a qué concreta entidad eclesiástica pertenecen.

En relación a la inmatriculación de bienes en el Registro, la Iglesia católica cuenta con


un régimen especial recogido en el artículo 206 de la Ley Hipotecaria y en los
artículos 304 a 307 del Reglamento . Cuando carezca de título de dominio inscribible,
la Iglesia podrá inmatricular el dominio de los bienes inmuebles que le pertenezcan
mediante certificación expedida por el Ordinario diocesano. En dicha certificación, que
podrá ser librada tanto por el obispo como por aquellos que legítimamente le
representan o sustituyen (vicario, administrador diocesano), se hará constar el título de
adquisición de los bienes o el modo en que fueron adquiridos. Este procedimiento
especial de inmatriculación se aplica a los entes que pertenecen a la organización
institucional de la Iglesia, a las órdenes y congregaciones religiosas y a las
corporaciones y asociaciones públicas de la Iglesia; en cambio, las personas jurídicas
eclesiásticas de carácter privado deberán acudir al expediente de dominio.

Por último, está contemplado expresamente el cambio de titularidad de bienes


eclesiásticos en el Registro de la Propiedad debido a modificación de demarcaciones
diocesanas. En la Orden de 19 de junio de 1957 se especifica que los cambios de
titularidad se harán constar por nota al margen del respectivo asiento mediante la
presentación de un certificado suscrito por los dos prelados interesados.

1. Referencias históricas

Durante toda la Edad Media y, sobre todo, la Edad Moderna nada se legisló sobre los
bienes de la Iglesia ni sobre los donativos que recibía. En pleno periodo absolutista, el 2
de enero de 1753 se firmó el Concordato entre el Estado español y la Santa Sede. Hasta
este momento histórico la Iglesia católica no tenía estrictamente hablando problemas
financieros. De un lado, su abundante patrimonio inmobiliario que recibía a través de
donaciones, y de otro, su propio sistema tributario basado en los diezmos y las
primicias, le permitían mantenerse por sí misma, sin necesidad de solicitar ayuda
financiera del Estado.

Con la Revolución Francesa, se inicia una nueva etapa de las relaciones Iglesia-Estado.
España no será una excepción. A lo largo del siglo XVIII y, sobre todo del siglo XIX, se
dictan una serie de leyes desamortizadoras con las que la Iglesia perderá buena parte
de su patrimonio.

La desamortización de los bienes de las llamadas “manos muertas” trataba de superar


la grave crisis económica estatal y serán las Leyes de 19 de febrero de 1836 y de 29 de
julio de 1837, las que intentaron este objetivo. Al mismo tiempo, para compensar la
falta de recursos económicos, el artículo 11 de la Constitución de 1837 recoge, por
primera vez, el sistema de dotación como consecuencia de las desamortizaciones
practicadas. A su vez, el Estado promulga la “Ley del Culto y Clero” del mismo año. A
partir de este momento las desamortizaciones de los bienes eclesiásticos y la
confesionalidad del Estado español aparecerán ligadas con la dotación anual a la Iglesia
católica.

En 1843, las relaciones Iglesia-Estado mejoran notablemente. Así, el artículo 11 de la


Constitución de 1845 , repite la declaración de mantenimiento del culto y el clero
católico y se restablecen las relaciones entre el Estado y la Santa Sede que producirán
como resultado el Concordato de 16 de marzo de 1851, en el que se soluciona, al
menos aparentemente, la situación de la Iglesia católica. Respecto de la colaboración
económica, se establece un sistema mixto. De un lado, se asegura una dotación fija,
segura e independiente a cambio de renunciar a la devolución de los bienes perdidos
con las desamortizaciones, a la vez que se garantiza que el Estado no emprenderá
nuevos procesos desamortizadores y se le reconoce la plena capacidad para adquirir y
administrar toda clase de bienes. De otro lado, el Concordato de 1851 vuelve a contener
un “impuesto religioso” para financiar las atenciones del culto y del clero, consistente en
una imposición sobre la propiedad rústica, urbana y pecuaria, girado sobre los
ciudadanos y directamente administrado por la Iglesia, aunque con auxilio estatal para
su cobro forzoso.

La inestabilidad de las relaciones Iglesia-Estado se manifestó con la Ley de 1 de mayo


de 1855, que vulneró el Concordato de 1851, con una nueva desamortización.
Posteriormente, los 22 artículos del Convenio Adicional de 1859 intentan restablecer la
situación para llevar definitivamente a efecto, de un modo seguro, estable e
independiente, el plan de dotación del culto y del clero. Se pasa del sistema del
“impuesto religioso” sobre la propiedad urbana, rústica y pecuaria al sistema de
inscripciones intransferibles de la Deuda pública consolidada. A partir de este cambio se
inicia el cauce para que la dotación de la Iglesia pase a depender directamente de los
Presupuestos Generales como un capítulo específico más de los gastos del Estado. El
artículo 21 de la Constitución de 1869, a pesar de la oposición republicana, reitera la
intención de sufragar las necesidades del culto y el clero. Finalmente, el artículo 11 de
la Constitución monárquica de 1876 proclama la confesionalidad del Estado español,
la necesidad de mantener al clero por las pasadas desamortizaciones y determina que la
dotación se hará definitivamente a través de los Presupuestos Generales del Estado.
Este sistema se mantuvo hasta la Constitución Republicana de 1931 , a partir de la
cual se vulneró de forma sistemática, el Concordato de 1851.

Con la llegada de la Segunda República se rompen las relaciones Iglesia-Estado llevando


consigo la supresión de la dotación estatal. Las aportaciones al clero se redujeron en un
20% y desaparecieron las dotaciones para el culto. Sin embargo, se mantuvieron las
dotaciones para el clero rural. El 4 de abril de 1934 se aprueba la denominada “Ley de
Haberes Pasivos” cuyo objetivo era resolver la situación económica del clero. Durante
este mismo período, bienio 1934-1935, una misión española fue destacada en Roma
para entablar negociaciones que condujeran a un nuevo Concordato.

Iniciada la guerra civil española, toda esperanza de arreglo queda disipada y habrá que
esperar a la Ley de 9 de noviembre de 1939 donde se restablece el presupuesto de
obligaciones eclesiásticas con las mismas dotaciones que las fijadas en la Constitución
de 1876 . Indudablemente estas dotaciones estaban desfasadas por lo que se hace
necesaria, ya desde la confesionalidad del Estado, la negociación de un nuevo
Concordato.
Con este fin, se firman dos convenios el 16 de julio y el 8 de diciembre de 1946 entre la
Santa Sede y el Gobierno español para la provisión de beneficios no consistoriales y
sobre Seminarios y Universidades de estudios eclesiásticos, respectivamente. El 5 de
agosto de 1950 se firma el Convenio sobre la Jurisdicción Castrense y la Asistencia
Religiosa a las Fuerzas Armadas. El 6 de abril de 1951 se hizo la presentación del
“anteproyecto oficial” de Concordato. Dos años después, el 27 de agosto de 1953, se
firma el Concordato y se restablecen las relaciones Iglesia-Estado.

En materia de colaboración económica se dispone que la Iglesia y el Estado estudiarán,


de común acuerdo, la creación de un adecuado patrimonio eclesiástico que asegure una
congrua dotación del culto y del clero y, mientras tanto, el Estado, a título de
indemnización por las pasadas desamortizaciones de bienes eclesiásticos y como
contribución a la obra de la Iglesia en favor de la Nación, le asignará anualmente una
adecuada dotación. Junto a esta dotación, se admite que la Iglesia pueda recabar de
sus fieles las prestaciones autorizadas por el Derecho canónico y que le sirvan para el
cumplimiento de sus fines. La financiación directa aparece completada por una serie de
beneficios fiscales que, articulados a través de las exenciones, pretenden que la Iglesia
católica, en casos concretos y respecto de determinados bienes, resulte
“indirectamente” beneficiada al no tener que pagar los tributos ordinarios que le
correspondería a cualquier sujeto pasivo dentro del sistema impositivo español. Por
último, se mencionan los entes benéficos; su regulación fue insuficiente y
discriminatoria como ocurrió en todos los campos de la beneficencia o acción social.

El 28 de julio de 1976 se promulga, en Roma, el Acuerdo Básico entre la Santa Sede y


el Estado español. Paralelamente, los Acuerdos de la Comisión Permanente en la LXI del
31 de enero, 1 y 2 de febrero de 1977 consiguen negociar dos puntos fundamentales: la
dotación global a favor de la Iglesia católica en los Presupuestos Generales del Estado
para 1978 y la inclusión del clero diocesano en la Seguridad Social del Estado. Como
fruto de laboriosos trabajos se convirtió en los cuatro Acuerdos actuales firmados el 3
de enero de 1979 entre la Santa Sede y el Estado español y, que tras una larga
elaboración, y una vez aprobada la Constitución de 6 de diciembre de 1978 ,
sustituyeron al Concordato de 1953 vigente hasta ese momento. Entre estos Acuerdos,
que entraron en vigor el 3 de enero de 1979, tiene especial relevancia para este
estudio, el Acuerdo sobre Asuntos Económicos.

Por último, el 22 de diciembre de 2006, la Nunciatura Apostólica en España y el


Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, comunicaron el Intercambio de Notas
referidas a los acuerdos alcanzados en relación a la asignación tributaria a favor de la
Iglesia católica y a la renuncia, por parte de la Iglesia, a la exención del IVA y su
correspondiente compensación, en el marco de lo previsto en el Acuerdo sobre Asuntos
Económicos, de 3 de enero de 1979.

2. Fundamentación de la cooperación económica

2.1. Antiguos títulos

Los títulos en los que se fundamentaba el sistema de dotación presupuestaria y de las


exenciones fiscales establecido en el Concordato de 1953 eran los mencionados en el
propio Concordato, a saber: la compensación por las desamortizaciones llevadas a cabo
durante el siglo XIX y la contribución de la Iglesia a la obra social en beneficio de toda
la sociedad española. Todo para que la Iglesia católica obtuviese un “adecuado
patrimonio eclesiástico” con el fin de asegurar una congrua dotación del culto y del
clero. Ahora bien, estos fundamentos partían de la premisa básica de la confesionalidad
estatal.

Desaparecida la confesionalidad estatal y proclamada la laicidad, no sólo la doctrina,


sino el Estado y la propia Iglesia concluyeron -y así se reflejo en los Acuerdos del 79-,
que las circunstancias políticas, económicas, sociales y culturales habían cambiado, por
lo que se consideró excesivo seguir invocando las desamortizaciones como causa y se
obligaron a buscar nuevos títulos en los que fundamentar el apoyo y la colaboración
económica estatal a las confesiones religiosas, en general, y a la Iglesia católica, en
particular.

2.2. Nuevos títulos

Los nuevos títulos no llegaron a expresarse de forma clara en el Preámbulo del Acuerdo
Económico, lo que provocó cierta discrepancia doctrinal sobre el fundamento de las
relaciones actuales de cooperación entre la Iglesia y el Estado. El artículo II, apartado 1
del Acuerdo Económico estableció que “el Estado se compromete a colaborar con la
Iglesia Católica en la consecución de su adecuado sostenimiento económico, con respeto
absoluto del principio de libertad religiosa”. De esta forma, se replanteó si lo que
realmente había cambiado era el fundamento de la cooperación; si era el sistema de
colaboración o, si por el contrario, lo único que debía alterarse era la cuantía de la
colaboración.

Por otra parte, las relaciones de cooperación que deben mantener Iglesia y Estado
aparecen en la Constitución como un concepto genérico, indeterminado, sin marcar
claramente cuáles son los límites que se deben establecer. Y el problema surgirá al
tratar de determinar el alcance del concepto de cooperación. La doctrina se plantea
hasta dónde puede extenderse la colaboración entre el Estado y la Iglesia dentro de un
Estado aconfesional, que debe respetar los principios de libertad e igualdad religiosa.

Así las cosas, para unos autores la cooperación puede revestir multitud de formas,
siendo la económica una más entre ellas. Para otros, dentro de las posibilidades
ofrecidas, el Estado se compromete a cooperar económicamente con el “adecuado”
sostenimiento de la Iglesia. En fin, otros sin desconocer el fundamento constitucional
del principio de libertad religiosa, entienden que es la obra social y benéfica que lleva a
cabo la Iglesia lo que la hace acreedora de la colaboración estatal. En cualquier caso,
estos argumentos combinables entre sí, demuestran la necesidad de colaboración
económica del Estado, no sólo respecto de los fines propiamente religiosos, sino
también respecto de los fines asistenciales, benéficos y docentes de la Iglesia.

En cualquier caso, las necesidades religiosas que la sociedad española demanda no han
desaparecido y de igual forma, la labor social que la Iglesia realiza necesita de la
cooperación entre el Estado y la Iglesia que, en sentido amplio, quedó
constitucionalizada en el artículo 16, apartado 3 de la Constitución española, según el
cual “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad
española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia
católica y las demás confesiones”. Y en el mismo sentido, en el artículo 9.2 de la
Constitución , se dispone que “corresponde a los poderes públicos promover las
condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se
integran sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su
plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política,
económica, cultural y social”.

Por lo que no se puede entender, y así aparece claramente configurado en el Acuerdo,


que sólo dentro del marco de la confesionalidad puede ser la Iglesia acreedora de esa
cooperación. Lo demuestran la casi totalidad de los Estados actuales en los que, a pesar
de su carácter laico, se establecen relaciones de cooperación con la Iglesia católica y
demás confesiones religiosas, si bien revistiendo distintas modalidades.

Se ha planteado si la aconfesionalidad es un obstáculo para la valoración positiva del


fenómeno religioso. En este sentido, el principio de aconfesionalidad obliga al Estado a
adoptar una postura neutral, indiferente ante las creencias religiosas de sus ciudadanos
o el número de éstos que practiquen la religión y cuál sea ésta, pero es compatible con
una actitud positiva que garantice la protección de las manifestaciones religiosas y que
fomente unas relaciones de cooperación estables y beneficiosas para todo el conjunto
de la sociedad.
Por su parte, el Tribunal Constitucional ha entendido que no se conculca el principio de
igualdad por la financiación directa que se otorga a la Iglesia católica y que, en el
mismo supuesto, no se concede a otras confesiones religiosas que tienen firmados
Acuerdos con el Estado español porque en ellas no se dan las circunstancias que
concurren en las relaciones históricas entre el Estado español y la Iglesia Católica (ATC
480/1989, de 2 de octubre, FJ3). Y si en estos Acuerdos sólo se estableció una
financiación indirecta se debió a diversas razones que más adelante estudiaremos. En
cualquier caso, el Acuerdo no sólo no se opone a que el Estado colabore con las demás
confesiones sino que, además, establece expresamente que se compromete a respetar
el principio de libertad religiosa. No obstante, tras el carácter permanente y estable que
se le ha otorgado a la asignación tributaria, lo más acorde con el principio de igualdad
es hacer extensivo el sistema a otras confesiones religiosas; al menos, a aquellas que
tienen firmados acuerdos de cooperación con el Estado español.

En definitiva, el fundamento de la colaboración económica entre la Iglesia y el Estado se


encuentra en la formulación expresa del artículo 16.3 y en la declaración, general y
amplia, del artículo 9.2 de la Constitución española que pretende facilitar la
participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, social y cultural,
removiendo los obstáculos que para ello sea necesario. Esta interconexión entre ambos
artículos fundamenta tanto la colaboración económica con la Iglesia católica como la
posible cooperación con las demás confesiones religiosas que firmen acuerdos con el
Estado español.

3. Financiación Directa

3.1. La financiación directa de la Iglesia Católica

3.1.1. Planteamiento

Analizada ya la fundamentación de las relaciones de cooperación económica entre el


Estado y la Iglesia católica, es el momento de estudiar cómo se ha llevado a cabo ésta
cooperación en el Acuerdo Económico de 3 de enero de 1979 . El objetivo es el
estudio del camino recorrido entre el Estado español y la Iglesia católica en sus
relaciones de cooperación económica; el paso del sistema de dotación al de financiación
a través de las fases contempladas en el Acuerdo Económico, presidido por los
principios constitucionales de libertad religiosa, igualdad y neutralidad estatal. La
cooperación económica se ha plasmado en distintas fases, de más a menos, revistiendo
diversas formas, con períodos de tiempo determinados y con un objetivo final: el
propósito de la Iglesia católica de obtener recursos por sí misma.

Ahora bien, antes de entrar en el estudio de las etapas previstas, es necesario precisar
dos conceptos fundamentales -dotación y financiación- para una mejor comprensión del
sistema establecido. Por dotación debe entenderse la transferencia de una determinada
cantidad de dinero por el Estado a la Iglesia para así dar cobertura a los gastos de la
misma. En cambio, la financiación es un concepto más amplio y susceptible de distintas
interpretaciones, es el sistema que articula la ordenación económica de toda actividad
eterna de la Iglesia, con independencia de la actividad de que se trate y de la forma
jurídica en que se articule.

3.1.2. Primera fase: Dotación presupuestaria

La primera fase prolonga el sistema del Concordato de 1953; esto es, la dotación
presupuestaria. Consiste en la entrega de una cantidad de dinero, global, anual y única
que se distribuye entre las diócesis para el mantenimiento de obispos, sacerdotes y
religiosos así como para el pago de sus cuotas de la Seguridad Social. Las cantidades
que se entregan por este concepto se aplican a los fines de culto de la Iglesia, no a los
meramente benéficos o asistenciales.
De esta forma, el Estado entrega a la Conferencia Episcopal una cantidad anual que
distribuye entre las diócesis, según las necesidades de cada una y que se actualizan
todos los años.

En esta fase, la Iglesia estaba obligada a presentar anualmente una Memoria en la que
justificará en qué se gastó la dotación entregada y se especificarán cuáles serían las
previsiones de gastos para el año siguiente con la finalidad de ayudar a la actualización
de la dotación

3.1.3. Segunda fase: Dotación presupuestaria y asignación tributaria


simultáneas

La segunda fase -iniciada en 1988- combina una dotación global y única que el Estado
entrega a la Iglesia con cargo a los Presupuestos Generales del Estado y una cantidad
que la Iglesia recibe como “asignación” de los contribuyentes -católicos o no- a través
de la afectación del 0,5239 de la cuota tributaria del Impuesto sobre la Renta de las
Personas Físicas. Este sistema que se estableció en la disposición adicional 5ª de la Ley
33/1987, de 23 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado, atribuye las
cantidades no asignadas a la Iglesia a otros fines. Y, el artículo 2 del Real Decreto
825/1988, de 15 de julio , precisó que se trataban de “otros fines de interés social”,
lo que provocó críticas al contraponer los fines religiosos de la Iglesia católica y otros
fines sociales. En concreto se considera como fines de interés social, a los efectos de la
asignación tributaria, “los programas de cooperación y voluntariado sociales
desarrollados por la Cruz Roja Española y otras Organizaciones no gubernamentales y
entidades sociales, siempre que tengan ámbito estatal y carezcan de fin de lucro,
dirigidos a ancianos, disminuidos físicos, psíquicos o sensoriales, personas incapacitadas
para el trabajo o incursos en toxicomanía o drogodependencia, marginados sociales y,
en general, a actividades de solidaridad social ante situaciones de necesidad. Asimismo,
tendrán la consideración de fines de interés social los programas y proyectos que las
mencionadas organizaciones realicen en el campo de la cooperación internacional al
desarrollo en favor de las poblaciones más necesitadas de los países subdesarrollados”.

El sistema mixto debería haber terminado tres años después de su implantación. En la


práctica, los plazos no se cumplieron. La disposición adicional 5ª de la Ley 31/1990, de
27 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para el año 1991, modificó el
sistema de entrega de las cantidades debidas a la Iglesia. De esta forma, la Iglesia
católica recibiría, mensualmente, en concepto de entrega a cuenta de la asignación
tributaria, una dozava parte de la dotación presupuestaria del año anterior. Y
posteriormente, cuando se conocieran los datos definitivos del Impuesto sobre la Renta
de las Personas Físicas del ejercicio anterior, se procedería a la regularización definitiva
abonándose las diferencias a la Iglesia, o en caso de que las entregas a cuenta hubieran
superado el importe de la asignación tributaria, se compensaría el exceso con el importe
de las entregas a cuenta posteriores.

Esta situación se prorrogará en las Leyes de Presupuestos de los años sucesivos hasta
la Ley 21/1993, de 29 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1994,
que eleva a definitivas las cantidades entregadas a cuenta en los ejercicios de 1991,
1992 y 1993. En la práctica supuso la regularización de la situación económica de los
años anteriores, condonando las cantidades debidas por la Iglesia católica, ya que lo
que habían recibido por la asignación tributaria de los contribuyentes era inferior a las
cantidades entregadas mensualmente por el Estado.

Así las cosas, la disposición adicional vigésimo segunda de la Ley 54/1999, de 29 de


diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para el año 2000, termina con la
contraposición entre “fines de la Iglesia católica” y “otros fines sociales”, habilitando al
contribuyente para que pudiera destinar el 0,5239 por 100 de la cuota íntegra del
Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas a subvencionar actividades de interés
social. Por tanto, el contribuyente podía asignar el 0,5 de la cuota íntegra a la Iglesia
católica, a otros fines sociales o a ambos acumulativamente. E, incluso, no optar por
ninguna de las dos casillas.

Y además, se estableció que la aplicación del sistema no podría dar lugar a la entrega
de una cantidad superior a 24.000.000.000 de pesetas ni a una cantidad inferior a la
resultante de la actualización de las entregas mensuales que, en concepto de pagos a
cuenta de la asignación tributaria, se hubieran determinado en la Ley de Presupuestos
del ejercicio precedente. Y se estableció un sistema similar, con un máximo de
19.000.000.000 de pesetas, para otros fines sociales.

La Ley 52/2002, de 30 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 2003,


prorrogó el sistema para los ejercicios sucesivos, y lo mismo ocurrió con la Ley
30/2005, de 29 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para el año 2006,
en la que manifiestó la intención de buscar una solución para terminar con el sistema
mixto de dotación presupuestaria y asignación tributaria.

Así se mantuvo hasta que se completaron las cantidades que la Iglesia católica tenía
garantizadas para el ejercicio de 2007, última prórroga del sistema vigente.

3.1.4. Tercera fase: Asignación tributaria exclusiva

La tercera fase -de asignación tributaria- supone la supresión de la consignación


presupuestaria por parte del Estado, transfiriendo a la Iglesia exclusivamente lo que le
atribuyen los ciudadanos en el libre ejercicio de su voluntad a través del Impuesto sobre
la Renta de las Personas Físicas. Se trata de una afectación parcial de un pequeño
porcentaje de la cuota tributaria que no incrementa la presión fiscal de los
contribuyentes.

Pues bien, el proceso se ha completado y ha sido necesario -siguiendo el espíritu y la


letra del Acuerdo- ajustar debidamente el porcentaje de la asignación tributaria para
suprimir definitivamente la dotación presupuestaria. Así, a través de la disposición
adicional decimoctava de la Ley 42/2006, de 28 de diciembre, de Presupuestos
Generales del Estado para el año 2007, se ha producido un cambio significativo en el
modelo de financiación directa de la Iglesia Católica en España. El cambio operado ha
consistido, fundamentalmente, en la sustitución progresiva del sistema de dotación
directa con cargo a los Presupuestos Generales del Estado, por un sistema exclusivo de
asignación tributaria del IRPF, elevando el porcentaje al 0’7 por ciento, en lugar del
0’5239 por ciento anterior. Por otra parte, la Iglesia Católica renuncia a la exención del
IVA en la adquisición de bienes inmuebles y a la no sujeción en la adquisición de objetos
destinados al culto, y se compromete a presentar una Memoria anual especificando el
destino de las cantidades recibidas del Estado a través de la asignación tributaria.
Además se ha elevado al 0,7 el porcentaje que se destina a otros fines sociales, con la
posibilidad de asignar ambas casillas, sólo una o ninguna de ellas.

En consecuencia, se pasa de un modelo en el que la cantidad destinada al sostenimiento


de la Iglesia era una cantidad fija, independiente de la manifestación expresa de los
contribuyentes, a un sistema en el que el total de las cantidades destinadas al
sostenimiento económico, a través del IRPF, dependerá de la voluntad de los
contribuyentes, sean o no católicos.

Por otra parte, esta modificación en el sistema de asignación tributaria es sólo una parte
del cambio que debe seguir el sistema de financiación de la Iglesia Católica en su
conjunto. El objetivo último es la autofinanciación de la Iglesia y, para ello, es
imprescindible desarrollar acciones encaminadas a concienciar a los católicos de que las
necesidades económicas son superiores a los fondos obtenidos a través del IRPF, por lo
que es fundamental conseguir el compromiso de los fieles en el sostenimiento
económico de la actividad pastoral, evangelizadora y benéfica de la Iglesia.
3.1.5. Autofinanciación

La cuarta y definitiva fase -las diversas etapas estudiadas se entienden transitorias- es


la autofinanciación de la Iglesia, en la que obtendrá recursos económicos suficientes de
sus fieles, a través de donativos, independientemente de entablar otras formas de
cooperación económica con el Estado. Entre ellas, podemos destacar las deducciones en
la cuota u otras técnicas de desgravación. El artículo II, apartado 5, del Acuerdo
Económico contempla la autofinanciación, en los siguientes términos: “la Iglesia
Católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos suficientes para la
atención de sus necesidades. Cuando fuera conseguido este propósito, ambas partes se
pondrán de acuerdo para sustituir los sistemas de colaboración financiera expresada en
los párrafos anteriores de este artículo, por otros campos y formas de colaboración
económica entre la Iglesia Católica y el Estado”. Además, hay que tener en cuenta el
artículo I del citado Acuerdo que reconoce el derecho que tiene la Iglesia Católica
para: “recabar de sus fieles prestaciones, organizar colectas públicas y recibir limosnas
y oblaciones”.

Se ha discutido si la autofinanciación es una mera declaración de intenciones o si, por el


contrario, se ha de entender que es la última etapa en el sistema establecido en el
Acuerdo Económico. La doctrina se halla dividida al respecto. Sin embargo, se añade
que cuando ésta etapa se consiga se buscarán nuevas formas de colaboración con la
Iglesia católica para que pueda seguir atendiendo a la labor asistencial, benéfica,
docente y de conservación, mantenimiento y rehabilitación del patrimonio cultural y que
supone un importante ahorro de costes para el Estado.

3.2. La financiación directa de otras confesiones

En las Leyes 24, 25 y 26/1992, de 10 de noviembre, por las que se aprueba el Acuerdo
de Cooperación del Estado con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de
España (FEREDE), con la Federación de Comunidades Israelitas (FCI) y con la Comisión
Islámica de España (CIE) no se contempla la financiación directa. Se argumenta que
ésta situación estuvo motivada, por un lado, porque las confesiones religiosas no
quisieron ya que la cantidad que recibirían por éste concepto era pequeña teniendo en
cuenta el número de miembros existentes en estas confesiones a cambio de un fuerte
control estatal y, por otro lado, porque se entendía que el régimen de financiación
directa para la Iglesia católica era transitorio; tenía como fin la mentalización de los
católicos en la financiación de la Iglesia, mentalización que no era necesaria en el caso
de los judíos, protestantes y musulmanes.

No obstante, la disposición adicional decimotercera de la Ley 2/2004, de 27 de


diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para el año 2005, estableció con
carácter temporal en tanto no se alcance la autofinanciación de las confesiones
religiosas en España, la dotación de hasta 3.000.000 de euros para la financiación de
proyectos que contribuyan a una mejor integración social y cultural de las minorías
religiosas en España, presentados por las confesiones no católicas con Acuerdo de
cooperación con el Estado o con “notorio arraigo”. Además, se determinó que la gestión
de la dotación la realizará una fundación del sector público estatal creada para tal
finalidad, la Fundación Pluralismo y Convivencia, dependiente del Ministerio de Justicia.

En el mismo sentido, y también con carácter temporal, la Ley 30/2005, de 29 de


diciembre, de Presupuestos Generales para el año 2006, adjudicó 4.000.000 de euros. Y
en la Ley 42/2006, de 28 de diciembre, de Presupuestos para el 2007, la cantidad se
elevó a 4.500.000 de euros. En la actualidad, la cantidad total asciende a 5.000.000 de
euros. Estas cantidades que de hecho reciben sólo las confesiones religiosas que tienen
firmados Acuerdos con el Estado español, se destinan a la colaboración en proyectos
sociales y culturales de estas minorías religiosas.

Además, las confesiones religiosas –con Acuerdos firmados con el Estado- pueden
recabar libremente de sus fieles prestaciones, organizar colectas públicas y recibir
ofrendas y liberalidades de uso. Y los donativos recibidos por las confesiones religiosas
serán objeto –como estudiaremos más adelante- de un tratamiento tributario favorable.

4. La financiación indirecta

4.1. Introducción

Siendo la autofinanciación de la Iglesia católica el objetivo último del Acuerdo


Económico, es evidente que una de las formas de acercarse a ella es a través de la
financiación indirecta o negativa consistente en la no exigibilidad del cumplimiento de
las obligaciones tributarias, a través de supuestos de no sujeción, de exención o de
asimilación al régimen tributario de las entidades sin ánimo de lucro.

Por otro lado, el principio general sobre financiación indirecta –establecido en el artículo
7.2 de la LOLR y desarrollado en los Acuerdos de 1992- es el mismo que para la Iglesia
católica, es decir, las confesiones religiosas disfrutarán de una serie de beneficios
fiscales. En todos los casos, estos beneficios aparecen mencionados en los Acuerdos, y
después se desarrollan en la ley del impuesto a qué hace referencia.

Y en el estudio hay que tener en cuenta que tanto en el Acuerdo Económico con la
Iglesia católica, como en los Acuerdos con las confesiones religiosas, se establecen dos
niveles de exenciones: el primero, que corresponde a las entidades que forman parte de
la estructura propia de la iglesia, confesión o comunidad religiosa; y otro nivel, el de las
entidades por aquellas constituidas que tienen fines asistenciales, benéficos o docentes,
a las que se conceden las exenciones propias de los entes sin fin de lucro contemplados
en la Ley 49/2002, de 23 de diciembre, de Régimen Fiscal de las Entidades sin Fines
Lucrativos y de los Incentivos Fiscales al Mecenazgo.

Entendida la financiación indirecta como el conjunto de beneficios fiscales de que


disfrutan las confesiones religiosas, en los puntos siguientes, se enumera el catálogo de
ventajas tributarias, sin explicar exhaustivamente los problemas que se plantean en su
aplicación.

4.2. Supuestos de no sujeción

Los supuestos de no sujeción -regulados en el artículo III del Acuerdo Económico -


declaran los actos o hechos que están fuera del ámbito tributario, por lo que no es
necesario que se cumpla ninguna formalidad posterior. Conforme al mismo, la Santa
Sede, la Conferencia Episcopal, las Diócesis, las Parroquias y otras Circunscripciones
territoriales, las Órdenes y Congregaciones religiosas y los Institutos de vida consagrada
y sus Provincias y sus Casas no estarán sujetos a tributación en el Impuesto sobre
Sociedades por las cantidades que obtengan en concepto de donativos, oblaciones y
limosnas de sus fieles.

Tampoco estarán sujetas al Impuesto sobre el Valor Añadido por la publicación de


documentos eclesiásticos y su fijación en los sitios de costumbre, ni por la realización de
actividades docentes en Seminarios destinados a la formación del clero diocesano y
religiosos ni por las actividades docentes sobre disciplinas eclesiásticas impartidas en
Universidades de la Iglesia, ni las adquisiciones de los objetos destinados al culto. Sin
embargo, la enseñanza de disciplinas no eclesiásticas estará sujeta, pero exenta del
Impuesto sobre el Valor Añadido.

Además, la Iglesia no estaba sujeta a IVA en la adquisición de objetos destinados al


culto. Esta no sujeción ha provocado, sin duda, una gran polémica ya que no estaba
contemplada en la normativa comunitaria y se animó a la Iglesia, desde diversas
instituciones, a que se terminará con esta ventaja fiscal. Tal y como se ha señalado, con
el Canje de Notas entre la Nunciatura Apostólica y el Estado español, se instrumentalizó
para que desapareciera está no sujeción.
En el 11 artículo de las Leyes 24 , 25 y 26/1992 , de 10 de noviembre, se
establece el mismo régimen de no sujeción. La única diferencia es que no se incluye la
no sujeción tributaria de la adquisición de objetos destinados al culto.

4.3. Supuestos de exención

Los supuestos de exención, atendiendo a determinadas circunstancias, hechos o


personas, exoneran del cumplimiento de una obligación tributaria, a pesar de la
realización del hecho imponible previsto en la norma de imposición. Se trata de
exenciones de carácter predominantemente subjetivo que se conceden en
contemplación a la persona obligada al pago: las confesiones religiosas. En otros casos,
son exenciones objetivas, que se producen por la afectación de ciertos bienes al
cumplimiento de fines determinados. Son exenciones de carácter permanente -en las
que el periodo de vigencia no se fija de antemano- y totales -la cuantía de la deuda
tributaria se reduce en su totalidad-.

En el artículo IV.1.A) del Acuerdo Económico se declara la exención total y


permanente de la Contribución Territorial Urbana de los bienes que enumera.
Actualmente, la exención se concede respecto del Impuesto sobre Bienes Inmuebles y
es aplicable tanto a los inmuebles de naturaleza urbana como rústica, así como a los
huertos, jardines y dependencias de los inmuebles citados, siempre y cuando no estén
destinados a industrias o a cualquier otro uso lucrativo.

En el artículo IV.1. B) del Acuerdo Económico se articula la exención del Impuesto sobre
Actividades Económicas y del Impuesto sobre el Valor Añadido. Respecto del primero,
todas las actividades económicas realizadas por las entidades eclesiásticas estarán
sujetas a tributación, salvo las actividades religiosas propias del apostolado que estarán
no sujetas en virtud del artículo III del Acuerdo o las actividades benéficas o
asistenciales que estarán exentas en virtud de la asimilación que el artículo V del
Acuerdo realiza con las entidades sin fines de lucro de la Ley 49/2002, de 23 de
diciembre, de Régimen Fiscal de las Entidades sin Fines Lucrativos y de los Incentivos
Fiscales al Mecenazgo.

Respecto del segundo, las entidades eclesiásticas serán sujetos pasivos del Impuesto
sobre el Valor Añadido, siempre que realicen actividades empresariales, con carácter
habitual u ocasional. Por el contrario, estarán exentas del citado Impuesto cuando
realicen actividades a título gratuito, produciéndose una situación paradójica derivada
de la propia mecánica del Impuesto, es decir, las entidades eclesiásticas soportarán el
IVA de las adquisiciones de bienes o prestaciones de servicios que realicen pero no
podrán, en un momento posterior, repercutir en los verdaderos destinatarios de los
bienes y servicios, por lo que se convertirán en consumidores finales y, quedarán
perjudicadas, ya que no podrán obtener la devolución del IVA soportado.

Pero, sin duda, el principal problema se planteaba respecto de la exención del Impuesto
sobre el Valor Añadido en la entrega de bienes inmuebles a la Iglesia católica, ya que
está exención no está contemplada en la VI Directiva Comunitaria, lo que provocó
reiteradas quejas de la Comisión de las Comunidades Europeas hacia la delegación
española considerando que, a pesar del carácter de Tratado internacional del Acuerdo
Económico, no se podía mantener la vigencia de la Orden Ministerial de 29 de febrero
de 1988 que aclara el alcance de la exención. Por este motivo, en el Canje de Notas
entre el Estado español y la Nunciatura Apostólica, se comunicó que la Iglesia católica
quedaba sujeta y no exenta del IVA en las entregas de bienes inmuebles.

Por otra parte, en virtud del citado artículo, las entidades eclesiásticas resultan exentas
del Impuesto sobre Sociedades, siempre y cuando los rendimientos no procedan del
ejercicio de explotaciones económicas, de rendimientos derivados de su patrimonio,
cuando su uso se halle cedido a terceros, de ganancias de capital o de rendimientos
sometidos a retención en la fuente por impuestos sobre la renta. Es decir, la exención
se extiende exclusivamente a los rendimientos que procedan directa o indirectamente
de las actividades que constituyen el objeto social o finalidad específica de la entidad
eclesiástica de que se trate.

Y, por último, en virtud del citado artículo las entidades eclesiásticas se encuentran
exentas del Impuesto sobre Construcciones, Instalaciones y Obras, tal y como dispone
la Orden de 5 de junio de 2001.

El artículo IV.1.C) del Acuerdo Económico establece a favor de las entidades


eclesiásticas, las exenciones de los Impuestos sobre Sucesiones y Donaciones y de
Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados para las adquisiciones que
realicen de bienes destinados al culto, a la sustentación del clero, al sagrado apostolado
y al ejercicio de la caridad. La exención es extensible a las ventas de bienes inmuebles.

El artículo IV.1.D) del Acuerdo Económico declara que la Iglesia católica está exenta
del pago de contribuciones especiales tanto de los bienes inmuebles como de las
dependencias anejas a dichos inmuebles cuando estén destinadas a las mismas
actividades pastorales, y de la Tasa de Equivalencia. La Tasa se ha convertido en el
Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana del que
resulta igualmente exenta. Así lo confirma la sentencia del Tribunal Supremo de 16 de
junio de 2000 .

En los artículos 11 de los Acuerdos con la FEREDE , FCI y CIE se contemplan


expresamente las exenciones del Impuesto sobre Bienes Inmuebles y de las
contribuciones especiales de determinados bienes inmuebles que les correspondan de
su propiedad, lugares de culto y sus dependencias anejas destinadas al culto, asistencia
religiosa o residencia de los ministros; locales destinados a oficinas de las iglesias
pertenecientes a las federaciones y seminarios destinados a la formación de sus
ministros de culto, cuando imparten únicamente enseñanzas propias de las disciplinas
religiosas. Asimismo, se contemplan exenciones del Impuesto sobre Sociedades con la
excepción de los rendimientos obtenidos por el ejercicio de explotaciones económicas,
por los rendimientos derivados de su patrimonio cuando su uso se halle cedido, y de los
incrementos de patrimonio a no ser que se hayan obtenido a título gratuito. Y
finalmente se establecen exenciones del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y
Actos Jurídicos y Documentados, siempre que los respectivos bienes o derechos
adquiridos se destinen a actividades religiosas o asistenciales.

4.4. Supuestos de tributación

Entre los supuestos de tributación, las entidades eclesiásticas están sujetas al pago de
las tasas por los servicios prestados por el Estado, las Comunidades Autónomas y los
Ayuntamientos; y por los supuestos que se excluyen del Impuesto sobre Sociedades,
esto es, por los rendimientos derivados del ejercicio de su objeto social, por los
rendimientos procedentes de la cesión de elementos patrimoniales (mobiliarios e
inmobiliarios) y por los incrementos de patrimonio a título oneroso derivados tanto de
adquisiciones como de transmisiones.

Asimismo, las cantidades que reciben los sacerdotes por el desempeño de sus funciones
se consideran rendimientos del trabajo sujetos a tributación en el Impuesto sobre la
Renta de las Personas Físicas.

4.5. Deducción de los donativos realizados a las entidades eclesiásticas

El artículo IV.2 del Acuerdo Económico declara la deducción de una cantidad de la cuota
tributaria de las cantidades donadas a las entidades eclesiásticas que se destinen al
culto, a la sustentación del clero, al sagrado apostolado y al ejercicio de la caridad. Y en
el mismo sentido, los artículos 11 de las Leyes 24, 25 y 26/1992, de 10 de noviembre
se refieren a la posibilidad de deducciones por donaciones a las confesiones. En ambos
casos, el beneficio afecta a la persona física que realiza el donativo al suponerle una
deducción del IRPF, o a la persona jurídica en el Impuesto de Sociedades.

La deducción establecida en la Ley 30/1994, de 24 de noviembre, de Fundaciones y de


Incentivos Fiscales a la Participación Privada en Actividades de Interés General,
consistía en un 20% de la cantidad donada. La Ley 49/2002, de 23 de diciembre, de
Régimen Fiscal de las Entidades sin Fines Lucrativos y de los Incentivos Fiscales al
Mecenazgo eleva al 25% la deducción del importe de los donativos, donaciones y
aportaciones realizadas en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas,
ampliándose al 35% en el Impuesto sobre Sociedades.

4.6. Otros Incentivos fiscales

Por último, entre los beneficios fiscales concedidos, el artículo V del Acuerdo Económico,
destaca la equiparación que se hace de las entidades benéficas y asistenciales de la
Iglesia católica con las entidades sin fines de lucro y las entidades benéficas privadas
reguladas en la Ley 49/2002, de 23 de diciembre, de Régimen Fiscal de las Entidades
sin Fines Lucrativos y de los Incentivos Fiscales al Mecenazgo. Los artículos 11 de los
Acuerdos de 1992 destacan que las asociaciones y entidades creadas y gestionadas por
las Iglesias pertenecientes a la FEREDE, FCI y la CIE y que se dediquen a actividades
religiosas, benéfico-docentes, médicas y hospitalarias o de asistencia social, tendrán
derecho a los beneficios fiscales que el ordenamiento jurídico-tributario del Estado
prevea en cada momento para las entidades sin fin de lucro y, en todo caso, a los que
se concedan a las entidades benéficas privadas. Y las disposiciones adicionales 8ª y 9ª
de la Ley 49/2002, de 23 de diciembre, establecen la misma equiparación.

De la conjunción de las disposiciones adicionales 8ª y 9ª de la Ley y de la disposición


adicional única del Reglamento, se deduce que se continúa con la clásica distinción
entre las entidades propiamente religiosas del artículo IV y las entidades asistenciales
del artículo V, de la misma forma que se establecía en la Orden de 29 de julio de 1983.
Así, las entidades religiosas están exentas de acreditar tanto su condición de entidades
no lucrativas como la titularidad de participaciones en entidades mercantiles, y de
solicitar la exención de los rendimientos de las explotaciones económicas que coinciden
con su objeto o finalidad. Se presume que sus fines son la realización de actividades de
interés general, entre los que se incluyen el culto, la sustentación del clero, el sagrado
apostolado y el ejercicio de la caridad.

Por el contrario, a las entidades religiosas benéficas o asistenciales del artículo V no se


las exime de la obligación de acreditar su condición, ni de demostrar la posesión de
participaciones en sociedades mercantiles y, por supuesto, tienen que solicitar la
exención de los rendimientos de explotaciones económicas.

Acreditados los extremos señalados, las entidades benéficas estarán exentas del
Impuesto sobre Sociedades, con las mismas limitaciones que las señaladas para las
entidades religiosas; del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones y sobre
Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados.

A nivel local, las entidades benéficas estarán exentas del Impuesto sobre Bienes
Inmuebles y del Impuesto sobre Actividades Económicas para los que se establecen un
procedimiento común de solicitud de la exención. Asimismo resultarán exentas respecto
del Impuesto Municipal sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza
Urbana. Sin embargo, a diferencia de las entidades del artículo IV, no estarán exentas
del pago de contribuciones especiales.

Igualmente, los donativos realizados por las personas físicas o jurídicas a las
mencionadas entidades serán objeto de deducción, en los mismos porcentajes
señalados, en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas o en el Impuesto sobre
Sociedades, respectivamente.
1. A modo de introducción: patrimonio cultural y confesiones religiosas

1.1. Interpretaciones sobre el concepto de bien cultural

En la actualidad tiende a utilizarse la expresión “bien cultural” en lugar de otras, más o


menos semejantes – “patrimonio histórico”, “patrimonio artístico”, “patrimonio
histórico- artístico”-, que, sin haber perdido vigencia, tienden a considerarse más
propias de un tiempo anterior.

Al aludirse a “bien cultural” se está realmente asumiendo la concienciación social, propia


de nuestros días, por un tipo de aportaciones, generadas a lo largo de la Historia, que
se entiendes que deben de ser debidamente conservadas hacia el futuro (MONTERROSO
MONTERO, J. M.: Protección y conservación del Patrimonio. Principios teóricos. Tórculo
Edicións. Santiago de Compostela, 2001, pág. 37) sin olvidar que este concepto es
aplicable, así mismo, a exponentes culturales de hoy (MORALES, A. J.: Patrimonio
Histórico- Artístico. Historia 16. Madrid, 1996, pág. 9).

El concepto de bien cultural se ha utilizado por primera vez, con carácter internacional,
en la Convención de La Haya de 1954.

1.2. Confesiones religiosas y patrimonio cultural

Los bienes culturales han estado, y siguen estándolo hoy, muchas veces vinculados a
las diferentes confesiones religiosas, tanto en lo que supone, originariamente, su
creación como, en la actualidad, su posesión y su posible uso.

La Iglesia católica tiene, en este sentido una importancia muy relevante tanto en la
concreción como en la posesión y el uso de bienes culturales en España. Ello es, en
definitiva, significativa expresión del papel que esta confesión religiosa ha tenido tanto
en la historia, con la consiguiente incidencia en el orden patrimonial (MARTÍNEZ
BLANCO, A.: Derecho Eclesiástico del Estado, vol. II. Tecnos. Madrid, 1993. Págs. 155-
164), como en la realidad actual hispana (PRESAS, Págs.. 67-73).

Por otra parte cabe vincular un buen número de bienes culturales de España con otras
confesiones, en lo que se refiere a su origen; así, el islamismo y el judaísmo cuentan
con una historia propia, en el conjunto de la española, que se ha concretado en bienes
culturales de indudable valor. Pero, aún siendo así, no sucede lo mismo en lo que se
refiere a su posesión y uso, situación que ha de vincularse directamente con los muchos
años en los que el catolicismo fue religión única del Estado español.

2. El patrimonio histórico, cultural y artístico en el Derecho Español. Normativa


general

La valoración que, en la actualidad, se hace, desde el Estado español de los llamados


bienes culturales cuenta tanto con unos precedentes a tener en cuenta desde el ámbito
propio del Derecho Español (ROJO, Págs.. 5-28) como, también, desde el del Derecho
Comparado (VIDAL, Págs.. 29-47).

2.1. La Constitución de 1978 como dinamizadora de la legislación sobre el


patrimonio cultural

El reconocimiento del derecho a conservar, promover y enriquecer el Patrimonio


histórico, cultural y artístico que corresponde a los pueblos de España se considera, en
la actual Constitución, tanto en su título Preliminar como en el Título I , que trata
“De los derechos y deberes fundamentales” y el VIII, relativo a la organización
territorial del Estado.

En el artículo 9.2 , que pertenece al título preliminar, se dice:

“Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la
igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas;
remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de
todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.

De este modo el Estado contrae una obligación en orden a procurar que los ciudadanos,
de forma individual o en grupo, se encuentren en las condiciones idóneas para participar
plenamente en la vida cultural.

Al considerarse, en el marco del Título I, en el capítulo II del texto constitucional los


“Derechos y Libertades” , se entienden, al hacer cuestión “De los derechos
fundamentales y de las libertades públicas” (Sección 1ª), tanto la garantía de la libertad
religiosa como la protección de derecho a la creación artística. Se expresan tales
reconocimientos en los artículos 16.1 y 20,1. b) de la Constitución:

Art. 16.1 : “Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y
las comunidades sin mas limitaciones en sus manifestaciones que la necesaria para el
mantenimiento del orden público protegido por la ley”.

Art. 20.1. “Se reconocen y protegen los derechos:

b) A la producción y creación, literaria, artística, científica y técnica”.

La libertad religiosa y la protección de la creación artística suponen, conjuntamente


tratados, el reconocimiento del derecho, en el marco de las libertades públicas, a la
concreción de unos bienes culturales vinculables a un panorama plural en lo religioso.

Concretamente se hace referencia a la promoción de los valores culturales en el capítulo


3 , que trata “de los principios rectores de la política social y económica” siendo los
artículos 44 y, sobre todo, el 46 los que, de una manera prioritaria, atienden esta
cuestión. Si el artículo 44 se preocupa del acceso a la cultura, es el 46 , el dedicado,
específicamente, a la conservación del Patrimonio histórico cultural y artístico.

En el artículo 44,1 se dice:

“Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos


tienen derecho”.

Ese acceso a la cultura, del que aquí se trata, no excluye a nadie. Con independencia de
quien sea la propiedad de un determinado bien cultural, o su posible función o uso, con
respecto quien quiera debe poder acceder a ese bien, teniendo en cuenta su
reconocimiento cultural. Este entendimiento de la cultura como algo a lo que todos
podemos acceder, tanto si se valora, por parte de cada cual, desde su posible sentido
religioso como no, es justificación principal a la hora de que el Estado se obligue a
proteger y promover dicho tipo de bienes.

El artículo 46 de la Constitución dispone que “Los poderes públicos garantizarán la


conservación y promoverán el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y
artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su
régimen jurídico y su titularidad. La ley penal sancionará los atentados contra este
patrimonio”.
La garantía constitucional de la conservación implica un respeto a los bienes culturales
en los contextos en los que éstos tienen su ubicación originaria. Es decir el argumento
de la adecuada conservación conlleva el respeto a los fines para los que fue concebido
el bien al que se haga referencia. Y dado que se trata, en este caso, de un patrimonio
vinculado a las confesiones religiosas es en ese contexto en el que, precisamente, el
Estado entiende que debe de conservarse, con independencia de que, tal como se
señala en el artículo 16.3 de la propia Constitución , “Ninguna confesión tendrá
carácter estatal”. Es más, en ese mismo apartado de principio constitucional ahora
citado se dice “... Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la
sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la
Iglesia Católica y las demás confesiones”.

En el título VIII de la Constitución , que trata sobre la organización territorial del


Estado, en su capítulo 3, relativo a las Comunidades Autónomas, se alude las
competencias que les son propias señalando que pueden asumir las relativas a
“museos, bibliotecas y conservatorios de música de interés para la Comunidad
Autónoma “ (art. 148,1,15º ), así como las referentes al “Patrimonio monumental de
interés de la Comunidad Autónoma” (art. 148, 1, 16º ). En tanto, se entiende como
competencia exclusiva del Estado la “defensa del Patrimonio cultural, artístico y
monumental español contra la exportación y la expoliación; museos y archivos de
titularidad estatal, sin perjuicio de su gestión por parte de las Comunidades Autónomas”
(art. 149,2 ).

2.2. La Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa

En su artículo 2.2. se reconoce “el derecho de las Iglesias, Confesiones y


Comunidades religiosas a establecer lugares de culto o de reunión con fines
religiosos...”, lo que significa la protección de los bienes culturales que la práctica de
dicho derecho conlleva.

2.3. La Ley 16/1985, de 25 de junio, de Patrimonio Histórico Español. Otra


normativa estatal

El objetivo final que se plantea la Ley de Patrimonio Histórico se expresa en el último


párrafo de su Preámbulo: “...la Ley no busca sino el acceso a los bienes que constituyen
nuestro Patrimonio histórico. Todas las medidas de protección y fomento que la Ley
establece sólo cobran sentido si, al final, conducen a que un número de personas cada
vez mayor de ciudadanos pueda contemplar y disfrutar las obras que son herencia
colectiva de un pueblo...”.

La concreción de los bienes culturales considerados, las cuestiones relativas a su


protección, su fomento, así como las sanciones que se contemplan, en el caso de que se
cometan infracciones en relación con tal patrimonio, son los contenidos de una ley
aplicable en su integridad a aquello que sea, al respecto, vinculable con las confesiones
religiosas.

En su título preliminar, que se ocupa de las disposiciones generales, se dispone, en el


artículo 1.1. “ Son objeto de la presente Ley la protección, acrecentamiento y
transmisión a las generaciones futuras del Patrimonio Histórico Español”.

Se hace, de este modo, referencia no solo a la protección de lo ya existente sino al


posible acrecentamiento patrimonial, sin restricción de ningún tipo, integrando todo tipo
de bienes culturales, sean de la naturaleza que sean y, también, con independencia de
quien sea su propietario que bien puede ser, por qué no, una determinada confesión
religiosa.

El hecho de que en el art. 2.1 de esta ley se disponga que el “Estado protegerá dichos
bienes frente a la exportación ilícita y la expoliación” ha de entenderse como una
medida básica a la hora de plantearse la conservación del patrimonio. Se limitan, a nivel
general, de este modo, los límites de una posible propiedad, en base al valor social de lo
que se pretende amparar.

Tiene una especial importancia, entre lo contenido en esta Ley, la consideración de una
determinada categoría especial para una parte del Patrimonio Histórico que es el
reconocimiento, mediante declaración expresa, de “bienes de interés cultural”; se
concreta su caracterización en el título I, que trata, precisamente, “De la Declaración de
bienes de interés cultural”.

El título II se ocupa “de los bienes inmuebles”; el III , “de los bienes muebles”; el
IV , “sobre la protección de los bienes muebles e inmuebles”; el V , “del patrimonio
arqueológico”; el VI , “del patrimonio etnográfico”; el VII , “del patrimonio
documental y bibliográfico y de los archivos, bibliotecas y museos”; el VIII , “de las
medidas de fomento”; y el IX , “de las infracciones administrativas y sus sanciones”.
Una serie de disposiciones – unas adicionales, otras transitorias y una, última,
derogatoria- completan.

los contenidos de esta Ley.

Cuando se trata de las medidas de fomento cabe tipificar las ayudas correspondientes:
unas como directas y otras, como indirectas. Han de valorarse entre las directas tanto el
acceso preferente al crédito oficial como las subvenciones. En tanto se comprenden
como indirectas, las exenciones fiscales y las desgravaciones de las inversiones.

Existen, también, en esta Ley referencias específicas a los bienes culturales de


instituciones eclesiásticas. Así, en el artículo 28.1 , integrado en el Titulo III, se dice:
“ Los bienes muebles declarados de interés cultural y los incluidos en el Inventario
General que estén en posesión de instituciones eclesiásticas, en cualquiera de sus
establecimientos o dependencias, no podrán transmitirse por título oneroso o gratuito ni
cederse a particulares ni a entidades mercantiles. Dichos bienes sólo podrán ser
enajenados o cedidos al Estado, a entidades de Derecho público o a otras instituciones
eclesiásticas”.

Y en al artículo 49,3 se señala: “Forman igualmente parte del Patrimonio Documental


los documentos con una antigüedad superior a los cuarenta años generados,
conservados o reunidos en el ejercicio de sus actividades por las entidades y
asociaciones de carácter político, sindical o religioso y por las entidades, fundaciones y
asociaciones culturales y educativas de carácter privado”.

La disposición transitoria quinta dispone: “En los diez años siguientes a la entrada en
vigor de esta Ley, lo dispuesto en el artículo 28.1 de la misma se entenderá referido a
los bienes muebles integrantes del Patrimonio Histórico Español en posesión de las
instituciones eclesiásticas”.

Tal como señala el profesor Llamazares esta disposición “plantea el problema de qué
pasa con los bienes muebles que todavía no están inventariados cuando ya han pasado
los diez años previstos, ¿no les afecta la prohibición aunque formen parte del Patrimonio
Histórico Español?; de hecho, no se ha prorrogado el tiempo previsto en la transitoria,
de modo que, con arreglo al Derecho vigente, nada se opone a su libre enajenación”
(LLAMAZARES FERNÁNDEZ, D.: Derecho de la Libertad de Conciencia II. Libertad de
conciencia, identidad personal y derecho de asociación. Civitas. Madrid, 1999, pág.
167).

Entre la normativa estatal posterior a la Ley 16/1985 vinculable a esta temática cabe
tener en cuenta tanto el Real Decreto de 10 de enero de 1986 – desde el que se
desarrolla parcialmente la citada ley- como el también Real Decreto de 21 de enero de
1994, modificando el anterior teniendo en cuenta distintos recursos de
inconstitucionalidad interpuestos desde distintas Comunidades Autónomas.

Dada la posible relación entre los bienes culturales de las confesiones religiosas y las
fundaciones ha de tenerse en cuenta lo promulgado en la Ley 30/1994, de 24 de
noviembre de fundaciones y de incentivos fiscales a la participación privada en
actividades de interés general (ROJO, Págs.. 81-83), así como lo contenido en la Ley
Orgánica 1/2002, de 22 de Marzo, reguladora del Derecho de Asociación .

2.4. La legislación autonómica relativa a los bienes culturales

La estructuración territorial del Estado en diecisiete Comunidades Autónomas ha


supuesto que éstas, a través de sus respectivos Estatutos – cuyos contenidos se
recogen en otras tantas leyes orgánicas -, asuman competencias en materia de bienes
culturales que, a su vez, son desarrolladas en leyes; a modo de ejemplo cabe citar la
Ley 4/1990, de 20 de mayo, sobre el “Patrimonio Histórico de Castilla - La Mancha” ,
la Ley 7/1990 de 3 de julio de Patrimonio Cultural Vasco , la Ley 3 de Julio de
Patrimonio Histórico de Andalucía , la Ley 9/1993 de 30 de septiembre de Patrimonio
Cultural Catalán , y la Ley 8/1995 de 30 de octubre del Patrimonio Cultural de Galicia
.

Tal como se ha indicado, “en estas leyes los bienes eclesiásticos quedan sometidos a la
disciplina común del Patrimonio de titularidad privada pero en algunas de ellas se
reconoce expresamente la peculiaridad de los fines religiosos inherentes a los bienes
culturales destinados al culto religioso (arts. 12.1d y 29.1 Ley País Vasco) y, en
otras se prevé la colaboración entre la Iglesia y la Administración (Disposición Adicional
de la Ley de Castilla-La Mancha ), asignando a una Comisión Mixta la tarea de
establecer el marco de coordinación y colaboración entre ambas instituciones para
elaborar planos de intervención conjunta (en este sentido el art. 4 de la Ley Catalana
y el 5 de la Ley de Galicia ” (ALDANONDO, Págs. 278-279).

2.5. Los bienes culturales, una cuestión de Estado

Ya sea a nivel de Administración Central, ya lo sea en el plano autonómico, o, incluso,


en el ámbito provincial o local, el Estado, en su conjunto, puede llegar a promover,
desde sus propios intereses, bienes culturales que tienen un indudable valor religioso,
incidiendo en la conservación y promoción de los mismos. El llamado Consejo Jacobeo,
que vincula al gobierno del Estado con el de varias Comunidades Autónomas del norte
de España, es un testimonio aleccionador al respecto (CORRIENTE CÓRDOBA, J. A.:
Protección jurídica del Camino de Santiago: Normativa internacional e interna española.
Ministerio de Educación y Cultura. Madrid, 1998; BERMEJO LÓPEZ, M. B.: El Camino de
Santiago como bien de interés cultural. Análisis en torno al Estatuto Jurídico de un
Itinerario Cultural. Xunta de Galicia. Santiago de Compostela, 2001).

3. El patrimonio cultural de la Iglesia Católica. Marco legal específico

3.1. Los bienes culturales eclesiásticos en el Código de Derecho Canónico

Tanto en el Código de Derecho Canónico de 1917 (vigente cuando se promulga la


Constitución Española de 1978) como el actual, de 1983 , tratan de manera un tanto
dispersa las cuestiones relativas a los bienes culturales.

Se valoran así, en el Libro II- que trata “Del pueblo de Dios”-, concretamente en su
título III -”De la ordenación interna de las iglesias particulares”, las cuestiones relativas
a los archivos. Y, de manera específica, se dispone:

491.1 “Cuide el Obispo diocesano de que se conserven diligentemente las actas y


documentos contenidos en los archivos de las iglesias catedralicias, de las colegiatas, de
las parroquias y de las demás iglesias de su territorio, y de que se hagan inventarios o
índices en doble ejemplar, uno de los cuales se guardará en el archivo propio, y el otro
en el archivo diocesano” haya en la diócesis un archivo histórico, y de que en él se
guarden con cuidado y se ordenen de modo sistemático los documentos que tengan
valor histórico”.

491.2. “Cuide también el Obispo diocesano de que haya en la diócesis un archivo


histórico, y de que en él se guarden con cuidado y se ordenen de modo sistemático los
documentos que tengan valor histórico”.

No obstante, lo fundamental sobre la ordenación de los bienes culturales de la Iglesia


Católica cabe localizarlo en el libro V del Código de Derecho Canónico , titulado “De
bonis Ecclesia temporalibus”. Es, concretamente, en el c. 1254.1 en donde la Iglesia
Católica se reconoce, por derecho propio e independiente de la potestad civil, poder
para poseer, administrar y enajenar bienes temporales para alcanzar sus propios fines,
entre los que se cita, en primer término, “sostener el culto divino”, teniendo en cuenta
cual este cometido la tutela jurídica de tales bienes ha de otorgar primacía a los
intereses de carácter religioso y cultural sobre aquellos que tengan que ver,
estrictamente, con el derecho de propiedad (JORDAN, Págs. 338-340).

Ha de tenerse en cuenta, también, que el Código de Derecho Canónico, en su c. 1283


, se hace referencia expresa a “bienes culturales”, lo que supone un reconocimiento
de unos determinados exponentes patrimoniales en el ámbito de lo cultural, con la
valoración de índole social que ello conlleva, mas allá, por lo tanto de ese primer valor,
en el sostenimiento del culto que está no solo en el origen del mismo sino también en
su posible uso (en ese sentido se justifica la utilización del verbo “sostener” refiriéndose
al culto divino).

La enajenación se valora en el Código de Derecho Canónico en los cánones 1291-1294


. Tal como señala el profesor Vera “para enajenar válidamente bienes constitutivos
del patrimonio estable de una persona jurídica pública, se requiere licencia de la
autoridad eclesiástica competente. Esta vendrá determinada en base al valor
cuantitativo o cualitativo de los bienes enajenables” (VERA URBANO, F. de P.: Derecho
Eclesiástico I. Cuestiones fundamentales de Derecho Canónico, Relaciones Estado -
Iglesias y Derecho Eclesiástico del Estado. Tecnos. Madrid, 1990, pág. 176).

El valor cuantitativo lo marca, en cada caso, la Conferencia Episcopal correspondiente.


En lo que afecta a España se parte actualmente de lo dispuesto en Acuerdo de 19-24 de
Noviembre de 1990, confirmado por SS. Juan Pablo II en audiencia del 11 de abril de
1992. Por dicho acuerdo se fija como límite mínimo la cantidad de 10 millones de
pesetas (60.101 euros), y como límite máximo, 100.000.000 de pesetas (601.010
euros).

En el supuesto de que los bienes de que se trate tengan un valor inferior al mínimo
citado “se procederá, a tenor de los estatutos de la persona jurídica, sin necesidad de
intervención de superior autoridad eclesiástica” (VERA, ibídem).

Si el valor del bien se encuentra comprendido entre el mínimo y el máximo dispuestos


por la Conferencia Episcopal pueden darse tres tipos de casos:

“a) Si se trata de persona jurídica no sujeta al obispo diocesano, será éste autoridad
competente para otorgar la licencia la que establezcan los estatutos.

b) Si se trata de persona jurídica sujeta al obispo diocesano, será éste la autoridad


competente, pero contando simultáneamente con el consentimiento del Consejo de
asuntos económicos y del Colegio de consultores, así como el de los propios
interesados.
c) El mismo consentimiento de b) necesita el obispo diocesano, cuando desea enajenar
bienes pertenecientes a la diócesis” (VERA, ibídem).

Cuando se valoren bienes que tienen un valor superior al máximo fijado desde la
Conferencia Episcopal se requiere, para hacer una enajenación válida, “la licencia de la
Santa Sede, además de la del obispo diocesano con el consentimiento del Consejo de
asuntos económicos, del Colegio de consultores y de los interesados” (VERA, ibídem).

Tal como se dice en el c. 1292 , refiriéndose al valor cualitativo, se trata, en estos


casos, de ex votos o bienes preciosos. En este caso se requieren, para su válida
enajenación, los mismos supuestos que si el bien en cuestión superase el máximo fijado
por la Conferencia Episcopal.

3.2. Los “asuntos culturales”, una cuestión considerada en las relaciones


Iglesia- Estado en los Acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede de
1979. Sus particularidades legislativas

A la hora de considerar los asuntos culturales, desde el plano de los Acuerdos entre el
Estado Español y la Santa Sede de 1970, debe de tenerse en cuenta, en principio, que
si bien existe un texto específico dedicado a “Enseñanza y Asuntos Culturales” se cuenta
con otros documentos acordados – todos ellos fechados el 3 de enero de 1979 - que
encuadran, ya en el marco jurídico ya en el económico, lo recogido en aquel.

El Acuerdo de Asuntos Jurídicos, refiriéndose a los bienes de las “Órdenes,


congregaciones religiosas y otros institutos de vida consagrada”, dispone, en el art. I.4.
“... A los efectos de determinar la extensión y límites de su capacidad de obrar, y por
tanto de disponer de sus bienes, se estará a lo que disponga la legislación canónica, que
actuará en este caso como derecho estatutario”. De este modo se reconoce,
formalmente, por parte del Estado, el ordenamiento canónico, otorgándole eficacia
jurídica civil, afectando esto, de una manera concreta, a la posible enajenación de
bienes eclesiásticos de los Institutos de vida consagrada.

En este mismo sentido debe de tenerse en cuenta que, aún cuando este Acuerdo no
vincula a los bienes pertenecientes a la estructura orgánica y jurisdiccional de la Iglesia
católica a la aplicación de la legislación canónica la doctrina tiende a reconocer “la
eficacia de las normas canónicas enajenatorias en relación a estas entidades”
(ALDANONDO, pág. 259).

Así mismo tienen una relación muy directa con la conservación del Patrimonio artístico
lo que se dice, dentro de este mismo art. I en sus apartados 5 y 6 , que tratan,
respectivamente, de los lugares de culto y de los archivos:

Art. 1.5 “Los lugares de culto tienen garantizada su inviolabilidad con arreglo a las
Leyes. No podrán ser demolidos sin ser previamente privados de su carácter sagrado.
En caso de su expropiación forzosa, será antes oída la autoridad eclesiástica
competente”.

Art. 1.6. “El Estado respeta y protege la inviolabilidad de los archivos, registros y demás
documentos pertenecientes a la Conferencia Episcopal Española, a las Curias
episcopales, a las Curias de los superiores mayores de las Órdenes y Congregaciones
religiosas, a las parroquias y otras instituciones y entidades eclesiásticas”.

Existe, así mismo, una relación muy directa entre la protección del Patrimonio cultural
de la Iglesia católica y lo que se asume en el acuerdo de Asuntos Económicos. El propio
hecho de que “La Iglesia Católica puede libremente recabar de sus fieles prestaciones,
organizar colectas públicas y recibir limosnas y oblaciones” (Art. I ) le otorga a ésta la
vía más adecuada de que pueda, desde su propia recaudación, ocuparse de su
patrimonio.
El Estado colabora, además, económicamente con la Iglesia católica, no solo por medio
de una determinada asignación anual (Art. II ), que aún se mantiene, sino también,
acordando con la Santa Sede (Art. III ), que “no estarán sujetas a los impuestos
sobre la renta o sobre el gasto o consumo, según proceda” c) La adquisición de objetos
destinados al culto”, algo que, indirectamente contribuye a que pueda enriquecerse más
fácilmente el patrimonio cultural de la Iglesia católica.

Son, también, evidentes aportaciones del Estado a la Iglesia católica, en materia de


patrimonio artístico, tanto las exenciones totales y permanentes de Impuestos con que
cuentan la generalidad del patrimonio inmueble de la Iglesia Católica -una buena parte
de él con valor cultural- (Art. III ), como, la que se comprende en el mismo artículo:
la “C) Exención total de los Impuestos sobre Sucesiones y Donaciones y Transmisiones
patrimoniales, siempre que los bienes o derechos adquiridos se destinen al culto, a la
sustentación del clero, al sagrado apostolado y al ejercicio de la caridad”.

En el artículo XV del “Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre


enseñanza y asuntos culturales” se dice que:

“La Iglesia reitera su voluntad de continuar poniendo al servicio de la sociedad su


patrimonio histórico, artístico y documental y concertará con el Estado las bases para
hacer efectivos el interés común y la colaboración de ambas partes, con el fin de
preservar dar a conocer y catalogar este patrimonio cultural en posesión de la Iglesia,
de facilitar su contemplación y estudio, de lograr su mejor conservación e impedir
cualquier clase de pérdidas en el marco del artículo 46 de la Constitución .

A estos efectos, y a cualesquiera otros relacionados con dicho patrimonio, se creará una
Comisión Mixta en el plazo máximo de un año a partir de la fecha de entrada en vigor
en España el presente Acuerdo”.

Existen en este artículo dos aspectos que merecen ser subrayados. Por una parte el
hecho de que la Iglesia católica se compromete a facilitar el disfrute social de unos
bienes que están en su posesión. Por otra, tiene una singular importancia, como única
disposición jurídicamente vinculante que encierra este artículo, la previsión de una
Comisión Mixta (MOTILLA, Págs. 109-110).

Será la Comisión Mixta, creada mediante este Acuerdo, la que apruebe en 1980 el
“Documento relativo al marco jurídico de actuación mixta Iglesia - Estado sobre
Patrimonio Histórico- Artístico”; se ha señalado que, “en cuanto a su naturaleza jurídica
no guarda ni las normas de los Acuerdos con la Santa Sede, ni lo determinado por el
artículo 7 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa , por lo que podría asimilarse a los
Reglamentos. Además hay otro inconveniente en este supuesto para calificarlo, y es que
no tuvo una publicación en los medios oficiales (GOTI ORDEÑANA, J.: Sistema de
Derecho Eclesiástico del Estado. Zarauz, 1994, pág. 728).

De este texto resultan especialmente destacados los siguientes aspectos:

“Expreso reconocimiento por parte del Estado de los derechos de que son titulares las
personas jurídicas sobre los bienes que integran el Patrimonio Cultural”.

“Compromiso que adquiere el Estado de compensar las referidas limitaciones a través


de una eficaz cooperación “. Se refiere a las derivadas de los contenidos de le la Ley
16/1985, art. 28.1 . Lo dispuesto sobre el Patrimonio Documental en el artículo 49.3
, relativo a asociaciones de carácter... religioso...,cabe valorarlo mejor como un
apunte descriptivo en relación a cuales son los fondos propios de esa área patrimonial
que como una limitación propiamente dicha.

“Reconocimiento del carácter prioritario del uso y funciones estrictamente litúrgicos de


los bienes culturales respecto de los usos meramente “culturales”.
“La Iglesia se compromete a poner los bienes culturales al servicio de la sociedad en
que se inserta y a cuidarlos con arreglo a su valor histórico y artístico”.

Previsión de acuerdos futuros en relación archivos y bibliotecas, bienes muebles y


museos y bienes inmuebles y arqueología. En relación con esta proyección de futuro
cabe citar las “Normas con arreglo a las cuales deberá regirse la realización del
inventario de todos los bienes muebles e inmuebles de carácter histórico - artístico de la
Iglesia Española” -30 de marzo de 1982- y el “Acuerdo de colaboración entre el
Ministerio de Educación y Cultura y la Iglesia Católica para el Plan Nacional de
Catedrales” -25 de febrero de 1997- (ALDANONDO, Págs., 271-272).

3.3. Normativa especial registral

Concretamente, deben de tenerse en cuenta, por su especial interés, los artículos 19


y 304 del Reglamento hipotecario (actualizado tras las últimas sentencias del Tribunal
Supremo, en los años 2000 .y 2001):

Art. 19 : “En la misma forma se inscribirán los bienes que pertenezcan a la Iglesia o a
las Entidades eclesiásticas, o se les devuelvan, y deban quedar amortizadas en su
poder”. Se refiere a “la misma forma dispuesta en los artículos anteriores para los
bienes del Estado”. (GONZALEZ DEL VALLE, J. M.: Derecho Eclesiástico Español.
Universidad de Oviedo. Servicio de Publicaciones. Oviedo, 1995, Págs. 294-295).

Art. 206 : “En el caso de que el funcionario a cuyo cargo estuviere la administración o
custodia de los bienes no ejerza autoridad pública ni tenga facultad para certificar, se
expedirá la certificación a que se refiere el artículo anterior por el inmediato superior
jerárquico que pueda hacerlo, tomando para ello los datos y noticias oficiales que sean
indispensables. Tratándose de bienes de la Iglesia, las certificaciones serán expedidas
por los Diocesanos respectivos”.

De este modo las entidades eclesiásticas, “cuando carecen de título inscrito no


necesitan recurrir al expediente de dominio, sino que basta que el ordinario diocesano,
como señala el art. 304 del Reglamento hipotecario , en concordancia con el art. 206
de la Ley , libre un certificado de dominio” (GONZALEZ DEL VALLE, J. M.: ibídem).

3.4. Los acuerdos autonómicos, en materia de patrimonio cultural, entre la


Iglesia y los poderes públicos

El grado de transferencias asumidas por las Comunidades Autónomas, en materia de


bienes culturales, hizo preciso un entendimiento entre sus administraciones particulares
y las diócesis con territorialidad en su ámbito de competencias. De este modo iba a ser
la vía del Acuerdo entre cada Comunidad Autónoma y la representación episcopal de
cada territorio el modo usual de asumir principios de colaboración y gestión en este tipo
de asunto. El primero de estos acuerdos de naturaleza autonómica se fecha en 1981 y
corresponde a Cataluña. El último de los diecisiete textos que se corresponden con las
Comunidades Autónomas es el relativo a Valencia y se publica en 1989.

La estructuración de estos acuerdos responde a un planteamiento semejante en las


diecisiete Comunidades Autónomas. Cuentan éstos con un preámbulo en el que se
consideran, con distintas matizaciones, el tratamiento jurídico en que se desarrollan
haciéndose las consiguientes citas a la Constitución Española, los respectivos Estatutos
de Autonomía, los Acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede y, en algún caso, a
la normativa canónica. Se considera así mismo, en esta primera parte, un determinado
grado de reconocimiento, por parte de la Comunidad Autónoma., de la propiedad
eclesiástica referente al Patrimonio Histórico.
También, en el mismo preámbulo, resulta cuestión común el reconocimiento, por ambas
partes, de la valoración del Patrimonio Histórico Eclesiástico y la asunción de la finalidad
religiosa del mismo, así como el compromiso de colaboración en esta materia.

Una segunda cuestión que siempre figura en estos Acuerdos de carácter autonómico es
la constitución de comisiones mixtas. Se trata, en este sentido, sobre la Presidencia y
secretariado de las mismas, sus vocales, las comisiones permanentes, la periodicidad de
las convocatorias de las comisiones, las subcomisiones o grupos de trabajo.

En tercer término se alude, comúnmente, a las funciones de la Comisión. Por otra parte,
en cinco de las Autonomías hispanas – Galicia, Extremadura, Murcia, Andalucía y
Madrid- se insertan en el documento del Convenio una serie de obligaciones que tienden
a ampliar el horizonte de lo acordado, en casos, y, en otras ocasiones, a hacer más
operativa la búsqueda de colaboración entre las partes. Resulta, en cambio, común que
se considere, al final, el grado de vinculación de los acuerdos suscritos.

De este modo, cabe señalar que, a nivel autonómico, se desarrolla una vía de acuerdo
que tiene un precedente histórico a tener en cuenta en los “Acuerdos entre el Estado
Español y la Santa Sede en relación a la Enseñanza y Asuntos Culturales”. Puede
subrayarse, además, cómo, en el orden autonómico, cabe vislumbrar un grado de
operatividad y de facilidad en concretar acuerdos que no tiene posible parangón con los
desarrollados a nivel estatal. Se puede decir, en este sentido, que la gestión autonómica
es la llamada a responsabilizarse de la práctica generalidad de este importante
patrimonio.

No se circunscriben únicamente a los acuerdos bilaterales entre las Comunidades


Autónomas y los responsables de las iglesias diocesanas de su territorio la relación en
materia de bienes culturales. Resulta común que, con posterioridad a esos primeros
acuerdos, que han tenido como principal cometido la puesta en marcha de comisiones
mixtas, que se firmen otros, por parte de la Comunidad Autónoma, ya con la
generalidad de la Iglesia Católica en su representación en esa Autonomía, ya con una
parte de la misma.

Además, tal como señala Aldanondo, “todos los acuerdos prevén actuaciones muy
concretas de colaboración de las Comisiones Mixtas, entre las que cabe destacar: la
preparación conjunta de programas y presupuestos destinados a las distintas áreas de
cultura que afectan a la Iglesia; la emisión de dictámenes técnicos referentes a las
peticiones de ayuda económica y técnica por parte de la Iglesia así como la adjudicación
de las mismas; el establecimiento de un orden de prioridades en las peticiones
recibidas; la confección de módulos de catalogación y de inventario de los bienes
culturales de la Iglesia y, en general, conocer cualquier otra actuación que pueda
afectar al Patrimonio Cultural de la Iglesia” (ALDANONDO, pág. 273).

A la hora de valorar los acuerdos anteriormente citados cabe señalar en los mismos una
evidente pluralidad formal. Los hay que, por su naturaleza jurídica, cabe asimilar a la
categoría de los contratos propios de Derecho privado. En este sentido cabe indicar que
el Reglamento General de Contratación del Estado enumera como tales los de
compraventa, permuta, arrendamiento, donación, así como los propios del Derecho civil
y mercantil cuando su objeto directo no es la ejecución de obras, gestión de servicios
públicos o prestación de servicios del Estado (MOTILLA, Págs. 161-162).

También cabe la posibilidad de que nos encontremos, en este tipo de convenios, con
otros relacionables con el Derecho administrativo, cuando tienen por inmediato objeto
una finalidad de servicio público aún cuando, en este caso, la supuesta igualdad entre
las partes los distancia de la tipología propia del contrato administrativo para
aproximarse a la del convenio de cooperación que la Administración firma con entes de
Derecho público incidiendo en su naturaleza contractual (MOTILLA, pág. 164).
3.5. Las relaciones relativas a cuestiones de patrimonio cultural entre la
Iglesia católica y otras administraciones territoriales: las Diputaciones y los
Ayuntamientos

El hecho de que la administración provincial cuente con la Diputación Provincial como


entidad de la administración local propia y de que ésta tenga competencias en materia
cultural hace conveniente una relación de las mismas con los representantes de la
Iglesia católica en materia de bienes culturales. Tales competencias le son atribuidas a
la Diputación provincial por el art. 36,d de la Ley 7/1985, de 2 de abril , de Bases del
Régimen Local, por el que se considera el “fomento y la administración de los intereses
peculiares de la Provincia” (MOTILLA, Págs. 164-165).

En líneas generales cabe apuntar que los convenios firmados entre las Diputaciones y,
en este caso, las diócesis cuentan con una finalidad prioritaria y que no es otra que
prestar, por parte de las Diputaciones, su colaboración en la conservación y posible
restauración de los bienes culturales de su territorio. El modo habitual de establecer,
jurídicamente, la relación formal entre la Diputación y una determinada diócesis es la
fórmula del convenio que, en bastantes ocasiones, aproxima su carácter, de índole
administrativa, a los propios de concesión de subvenciones a actividades de interés
social. (MOTILLA, pág. 168).

Tal como dispone la Ley de Bases del Régimen Local los Ayuntamientos, como órganos
de gobierno de los Municipios, son entidades básicas de la organización territorial que
cuentan con la atribución de gestionar sus intereses propios. Concretamente el art. 25,2
de esta Ley otorga a los Ayuntamientos competencias en actividades e instalaciones
culturales.

También la Ley del Patrimonio Histórico Español, en su artículo 7 , otorga a los


Ayuntamientos la función de cooperar con los organismos competentes en la
conservación y custodia del patrimonio.

Desde este marco legal los Ayuntamientos pueden desarrollar una labor en relación con
los bienes culturales de la Iglesia católica de sus respectivos municipios que,
jurídicamente, se expresa habitualmente a través de convenios.

3.6. Otras entidades que apoyan la conservación y promoción del patrimonio


cultural de la Iglesia católica

Las entidades financieras y, entre éstas, de una forma especial, las cajas de ahorros,
suelen colaborar con la iglesia católica en materia de bienes culturales. Tal como señala
la profesora Rojo, “las cajas de ahorros, ya sea por medio de su fundación, y más
comúnmente por medio de su obra social o cultural, o por medio de su departamento de
marketing, dependiendo de los casos, destinan un porcentaje de sus ganancias a
asuntos relacionados con la cultura” (ROJO, pág. 165). La importancia patrimonial de la
Iglesia católica con valor cultural justifica sobradamente este tipo de acciones teniendo
precisamente en cuenta ese valor social que, en la actualidad, se le reconoce a los
llamados bienes culturales.

Ordinariamente la colaboración que se presta, por parte de estas entidades financieras,


atiende, siguiendo lo señalado por la profesora Rojo, a dos modelos: “las medidas
directas son las más comunes dentro del ámbito de la conservación y consisten en la
aportación de determinadas cantidades y objetivos concretos... Las medidas indirectas
son menos utilizadas como forma de contribuir a paliar el estado de deterioro en el que
se encuentra nuestro patrimonio... van encaminadas, de un lado a concienciar a la
ciudadanía del problema existente, y de otro a dar a conocer el estado en el que se
encuentra nuestro patrimonio...” (ROJO, Págs. 165-167).
Aún cuando de una forma menos común también cabe citar el papel – en fase de
crecimiento- que otras fundaciones, vinculadas con sectores distintos del propiamente
financiero – el mundo industrial, el del turismo...-, están asumiendo en materia de
apoyo a los bienes culturales en manos de la Iglesia católica en España. Se formulan
dichas colaboraciones, generalmente, de manera parecida a la planteada desde las
instituciones financieras. En este sentido cabe, por otra parte, tener en cuenta los
beneficios que, en el régimen tributario, suponen, en la ley de fundaciones, las
donaciones que se hagan en beneficio de los bienes culturales (ROJO, Págs. 85-89).

4. Las confesiones no católicas y los bienes culturales

Los Acuerdos de cooperación del Estado Español con la Federación de Comunidades


Israelitas de España – que se recoge en la Ley 25/1992 de 10 de noviembre por la
que se aprueba el Acuerdo en cuestión - y con la Comisión Islámica de España - Ley
26/1992, de 10 de noviembre por la que se aprueba el pertinente Acuerdo-
presentan, en el artículo 13 de cada una de ellos, la referencia expresa a la materia que
nos ocupa dado que, ambas partes – Estado y confesiones religiosas -,“... colaborarán
en la conservación y fomento del patrimonio histórico, artístico y cultural judío, que
continuará al servicio de la sociedad, para su contemplación y estudio”.

“Dicha colaboración se extenderá a la realización del catálogo e inventario del referido


patrimonio, así como a la creación de Patronatos. Fundaciones u otro tipo de
instituciones de carácter cultural”.

En lo que respecta al Acuerdo con la Comisión Islámica de España se concluye el


segundo párrafo del artículo en cuestión con la siguiente especificación “..., del que
formarán parte representantes de la “Comisión Islámica de España”.

Tal como señala el profesor Souto “...parece interesante el mecanismo de colaboración


previsto en los Acuerdos (Fundaciones, Patronatos, etc.) que permite la representación
en los mismos, además de los representantes de las confesiones y de los poderes
públicos, de asociaciones privadas y de vecinos sensibilizados con la conservación y
protección del patrimonio histórico de cada comunidad... Esta fórmula parece,
asimismo, más realista que la aplicada en el Acuerdo con la Iglesia Católica, en esta
materia, que para hacer efectiva la colaboración prevé la creación de una Comisión
mista Estado- Iglesia. La inoperancia de esta Comisión a lo largo de estos años confirma
la ineficacia de esta fórmula” (SOUTO PAZ, J. A.: Comunidad política y libertad de
creencias. Introducción a las libertades públicas en el Derecho comparado. Marcial Pons,
Madrid, Págs. 633-634”).

No se contempla, en ninguno de los dos casos anteriormente reseñados la concreción de


una Comisión Mixta que desarrolle ambos Acuerdos en esta materia diferenciándose, de
este modo, en este aspecto, tales textos del relativo a la Iglesia católica. La amplitud y
complejidad del patrimonio cultural católico en España justifica dicha diferencia.

En el Acuerdo suscrito, en la misma fecha, por el Estado con la Federación de Entidades


Religiosas Evangélicas de España (Ley 24/1992 ) no se recoge, en cambio, ninguna
mención relativa a este tipo de patrimonio. Es evidente que, aún cuando este tipo de
Entidades no ha mostrado, a lo largo de la historia, un interés particularizado por las
cuestiones relativas a los bienes culturales, resulta, desde un punto de vista legal,
empobrecedor que no se haya contemplado una potencial existencia de este tipo de
patrimonio en sus manos que fuese susceptible, mediante lo acordado, de una línea de
colaboración siempre positiva para ambas partes.

La exclusión de este tipo de artículo en el Acuerdo define, en cualquier caso, la voluntad


de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España que, de este modo,
testimonia su voluntad de mantenerse al margen de cuestiones de este orden
vinculables con el hecho religioso sin que ello suponga, por parte del Estado, una
despreocupación sobre los supuestos bienes culturales a relacionar, en el futuro, con
esta Federación dado que, en cualquier caso, estarían éstos protegidos por la Ley
16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español .

1. La noción de ministro de culto en Derecho español

El vocablo ministro hace referencia a la persona que ejerce un oficio, empleo o


ministerio, siendo de uso común en el ámbito político. También en el religioso se
emplea este término, y así es frecuente el empleo de expresiones como ministro
sagrado, ministro de Dios o ministro de culto, entre otras. Estas expresiones designan a
un conjunto de personas específico dentro de una religión. La cuestión está en
determinar con precisión a qué tipo de personas se refieren, pues aunque la mayoría de
los ciudadanos intuyen a qué sector de individuos se alude con ellas, esto no resulta
suficiente, pues en muchos casos se producen errores de importancia. Debemos, por
tanto, ser precisos en este sentido y establecer con claridad y precisión qué tipo de
personas se incluyen dentro de estos conceptos, y en particular, en lo que a este tema
se refiere, debemos determinar quienes pueden ser ministros de culto, o dicho de otro
modo, qué características debe reunir una persona para poder ser considerada
propiamente como tal.

El término ministro de culto pertenece a la esfera estatal, y con él trata de hacerse


referencia a un conjunto de sujetos específico dentro de las distintas confesiones, lo
cual plantea no pocas dificultades, dada la diversa concepción que cada una de ellas
tiene sobre sus ministros.

La cuestión no ha suscitado grandes problemas en España hasta época reciente. El


pasado religioso de nuestro país, caracterizado por la fuerte presencia e influencia de la
Iglesia católica y la adopción, por la mayoría de los regímenes políticos, de una
confesionalidad del mismo corte, facilitó durante años el empleo por parte de los
poderes públicos de terminología confesional católica, que formaba parte del común
acerbo de los ciudadanos.

La instauración del nuevo sistema jurídico y político, y de los nuevos principios que lo
vertebran, ocasionó un cambio de naturaleza en el Estado -pasando de confesional a no
confesional- y el establecimiento de una auténtica libertad religiosa, lo que posibilitó la
proliferación y desarrollo de nuevas confesiones. Ello supuso, de una parte, la
incompetencia estatal para determinar quien es o no ministro de una confesión, y de
otra, la necesidad de contemplar el supuesto de otros ministros de culto ajenos a la
religión católica.

Esta incompetencia estatal justifica el recurso a la técnica del presupuesto en esta


materia, que, según Bernárdez, “tiene lugar cuando al disciplinar jurídicamente una
materia determinada, se parte de conceptos o datos que no tienen su origen en el
propio ordenamiento, sino que los toma de un campo fenomenológico que no es el
propio ordenamiento”. Y eso es lo que ha sucedido en este campo, de una manera más
acusada en cuanto se refiere a la Iglesia católica, pues el Estado no ha elaborado noción
alguna sobre lo que debe entenderse por ministro de culto católico, y sin embargo se
utilizan con frecuencia términos como sacerdote, obispo, clérigo o párroco, entre otros.
De ello se deduce que el Estado ha asumido los conceptos católicos y acepta como
ministros de culto a los sujetos considerados ministros sagrados por esta confesión, es
decir, aquellas personas que han recibido las órdenes sagradas en cualquiera de sus
grados: los diáconos, los presbíteros y los obispos.

Al mismo tiempo, el reconocimiento de la libertad religiosa, apoyado por el desarrollo de


confesiones distintas de la hasta entonces predominante, exigió la elaboración de
normas que contemplaran el supuesto de otros ministros de culto distintos de los
católicos. Sin embargo, en este caso, sí que se intentó establecer un concepto que
actuara de marco para su consideración como tales, quizá motivado por un sentido de
cautela de los poderes públicos ante confesiones aún no suficientemente arraigadas en
nuestro país y sobre las que no existía un conocimiento tan profundo y dilatado como
sobre la Iglesia católica.

Efectivamente, en los respectivos artículos 3 de los Acuerdos de cooperación firmados


en 1992 entre el Estado español y la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de
España [FEREDE], la Federación de Comunidades Israelitas de España [FCI] y la
Comisión Islámica de España [CIE] (Leyes 24/1992, 25/1992 y 26/1992), se recoge
una noción de ministro de culto que trata de actuar como límite a la atribución de este
carácter.

Así, por ejemplo, según el Acuerdo firmado con la FEREDE , son ministros de culto de
estas Iglesias, “las personas físicas que estén dedicadas, con carácter estable, a las
funciones de culto o asistencia religiosa y acrediten el cumplimiento de estos requisitos
mediante certificación expedida por la Iglesia respectiva, con la conformidad de la
Comisión Permanente de la FEREDE”. Parece, por tanto, que el Estado trata de
establecer, si bien de modo sucinto, un concepto de ministro de culto, o por mejor
decir, indica qué requisitos debe reunir una persona física para reconocerla como
ministro de culto y aplicarle el régimen previsto para ellos en las distintas materias. Con
este concepto, el Estado no intenta entrometerse en asuntos propios de las confesiones,
estableciendo lo que éstas deben considerar como ministros de Dios, sino simplemente
señalar los mínimos exigidos a esas personas para la atribución del carácter de ministro
de culto.

¿Cuáles son esos mínimos, esos requisitos exigidos estatalmente? En el caso de la


FEREDE, como hemos visto, se exige, en primer lugar, una dedicación estable a las
funciones religiosas. Esto significa que no es suficiente con la intervención puntual en
alguno de los cultos o con un encargo esporádico de atención espiritual. Además, deben
estar dedicados a las funciones religiosas que, según el Acuerdo (arts. 3 y6 ), son
las “dirigidas directamente al ejercicio del culto, administración de Sacramentos, cura
de almas, predicación del Evangelio y magisterio religioso”, es decir, las actividades de
culto, asistencia religiosa y enseñanza. En segundo lugar, se exige una certificación de
la propia confesión acreditando el cumplimiento de estas actividades de modo estable,
certificación que habrá de ir acompañada por la conformidad de la Federación en que se
integra la concreta confesión de que se trate, en este caso la FEREDE. Pues bien, si una
persona física reúne estos requisitos, el Estado le reconocerá como ministro de culto y
le someterá al régimen establecido estatalmente para ellos.

Aunque este esquema se repite en lo sustancial en los Acuerdos de cooperación con las
otras confesiones, se observan en ellos una serie de matizaciones que conviene resaltar.
En efecto, para la consideración como ministro de culto de la Federación de
Comunidades Israelitas de España se exige además la titulación de Rabino, que habrá
de ser otorgada, lógicamente, por la respectiva confesión, al tiempo que se requiere que
las funciones religiosas -las derivadas de la función rabínica, el ejercicio del culto y
servicios rituales, la formación de rabinos, la enseñanza de la religión judía y la
asistencia religiosa- se desempeñen no sólo de manera estable sino también
permanente, lo que, en opinión de algún autor (Ramírez Navalón), añade inmutabilidad
a la función. A este respecto, debe señalarse que los rabinos no son propiamente
ministros de culto, si bien les corresponden algunas de las funciones indicadas por la
ley.

En lo que se refiere a las Comunidades Islámicas, destaca la ausencia del término


ministro de culto, empleándose en su lugar el más correcto de dirigente islámico e
Imam. Más correcto en cuanto que en el seno de la religión islámica tampoco puede
hablarse propiamente de ministros sagrados al estilo de las religiones cristianas, pues
no existen personas intermedias entre el fiel y su Dios, no existen sacerdotes
propiamente dichos. Únicamente cabe mencionar a los imames, fieles normales
encargados de la dirección de la oración, algunos cargos como consejero jurídico (mufti)
o juez coránico (qadi), los ulemas, dedicados al estudio de la religión, y otros cargos
similares. Sea como fuere, el Estado ha decidido aplicar a los imames y dirigentes
religiosos, el mismo régimen previsto para los ministros de culto de otras confesiones,
estableciendo un paralelismo entre estas figuras, al menos desde el punto de vista
estatal, por cuanto desde el religioso parece que tal equiparación no resultaría del todo
ortodoxa. En cuanto a las funciones religiosas estimadas como propias para la
atribución del carácter de Imam y dirigente islámico, el Acuerdo con la Comisión
Islámica de España precisa que éstas son “la dirección de la oración, formación y
asistencia religiosa islámica” (art. 3 ), que así se consideren “de acuerdo con la Ley y
la tradición islámica, emanadas del Corán o de la Sunna y protegidas por la Ley
Orgánica de Libertad Religiosa ” (art. 6 ).

En definitiva, el Estado español, en los Acuerdos con confesiones no católicas, ha optado


por establecer unos requisitos mínimos para la atribución de la categoría de ministro de
culto y la consecuente aplicación del régimen jurídico previsto para los mismos en la
normativa estatal. Requisitos que se condensan en la realización estable de las
funciones religiosas (culto, asistencia y enseñanza religiosas) certificada tanto por la
confesión como por la Federación correspondientes (STC 128/2001 ).

De esta forma parece vislumbrarse una similitud entre estos ministros de culto y los de
la Iglesia católica, pues observamos cómo la realización estable de las funciones de
culto, enseñanza y asistencia religiosas son las propias -aunque no exclusivas- de los
ministros sagrados católicos. Ello permite obtener unos elementos comunes que
conducen a una posible noción de ministro de culto, como es la realización estable de
funciones religiosas. Ahora bien, ello no debe llevarnos a engaño y a pensar que por fin
aparece recogido legislativamente un concepto nítido y genérico del mismo, pues la
noción contenida en los artículos 3 de los Acuerdos de 1992 no alcanza de suyo a
la Iglesia católica.

Además, si se analiza detenidamente lo preceptuado en estas normas, se concluye que,


aun cuando el Estado establece unos requisitos mínimos para poder atribuir el carácter
de ministros de culto a determinadas personas, fuera de esos mínimos corresponde a
cada confesión la determinación de quién puede ser tal y establecer sus funciones y el
concreto régimen interno que les obliga. Y es que, como ha puesto de manifiesto
Ramírez Navalón, la exigencia de las dos mencionadas certificaciones, que habilitarán a
esas personas para ser consideradas ministros de culto, y el reconocimiento en los
artículos 2 y 6 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de la capacidad de las
confesiones para designar y formar a sus propios ministros y de la autonomía de las
mismas para establecer sus propias normas de organización, régimen interno y régimen
de su personal, parecen indicar que el Estado se remite, aunque siempre con los límites
que establece el propio Estado en los artículos 3 de los Acuerdos , a las
confesiones y a su ordenamiento interno para la determinación de quienes son los
ministros de culto y su concreto régimen.

2. Servicio militar

Como es de todos conocido, el servicio militar obligatorio ha sido suspendido, siendo


sustituido por un nuevo modelo de Fuerzas Armadas conformadas, en su integridad, por
profesionales. Este hecho, lógicamente, supone un paréntesis en este servicio que,
aunque no signifique necesariamente su desaparición definitiva, sí tiene visos de
permanencia.

Como consecuencia de todo ello, podría concluirse lo innecesario que resulta analizar la
normativa que regula el servicio militar y, en concreto, el régimen previsto para los
ministros de culto en esta materia. No obstante, como hemos señalado, no se ha
producido una supresión de la obligación militar, solamente su suspensión, y esa
normativa, que no ha sido derogada de forma expresa, debe considerarse en vigor, aun
cuando no aplicable por falta de objeto. Todo ello justifica el análisis del régimen por el
que se rigen los ministros de culto en el cumplimiento de este servicio.

2.1. Principio general

La Ley Orgánica 13/1991, de 20 de diciembre, reguladora del servicio militar, establece


en su Disposición Adicional Tercera el principio genérico que rige en esta materia, cual
es el pleno sometimiento de los ministros de culto a la normativa general referente al
servicio militar. Esta premisa ya se encontraba recogida en el artículo V del Acuerdo de
1979 entre el Estado español y la Santa Sede sobre asistencia religiosa a las Fuerzas
Armadas y servicio militar de clérigos y religiosos , y en el artículo 1 de la Orden
38/1985, de 24 de junio, y ha sido reiterado tanto por el Reglamento que desarrolla la
citada Ley (Real Decreto 1410/1994, de 25 de junio ) como por los Acuerdos del
Estado español con la FEREDE , FCI y CIE (respectivos arts. 4.1).

2.2 Los ministros de culto de la Iglesia católica

No obstante, tanto la Ley Orgánica como el Real Decreto reguladores del servicio
militar reconocen que será igualmente de aplicación lo establecido en los Acuerdos de
cooperación con las confesiones. De este modo, y ante la falta de preceptos específicos
en las citadas normas unilaterales, debemos volver nuestra vista hacia estos Acuerdos,
y en concreto hacia el Acuerdo con la Santa Sede y la mencionada Orden 38/1985,
que desarrolla lo establecido bilateralmente. Si se analizan estos textos legales se
puede concluir lo inexacto de la afirmación contenida en la Ley Orgánica .

En efecto, en estas normas se observa un tratamiento preferencial hacia los ministros


de culto católicos, pudiendo distinguirse tres regímenes diferentes. En primer lugar, el
previsto para los obispos y asimilados en derecho, que según el Acuerdo de 1979 ,
quedan exentos “del cumplimiento de las obligaciones militares, en toda circunstancia”
(art. VI). Ello es una clara manifestación de la aludida contradicción entre esta norma y
lo afirmado en la Ley Orgánica del Servicio Militar . En cualquier caso, aunque esta
afirmación constituye un verdadero privilegio en favor de estos miembros de la
jerarquía eclesiástica, es necesario restarle importancia dado que, salvo casos
excepcionales, el acceso al episcopado es muy posterior a la edad de incorporación a
filas (Ibán).

En segundo lugar, los presbíteros, que aunque habrán de cumplir con el servicio militar,
cuentan, en su ejercicio, con notables ventajas. Por un lado, la asignación de destinos
corresponderá al Arzobispo Castrense que incluso, en determinadas circunstancias,
podrá modificar la demarcación, el Ejército o el llamamiento que les haya correspondido
por sorteo. Por otro, en la mayoría de los supuestos, podrán desempeñar tareas
específicas de su ministerio, si bien no es éste un derecho exigible por los interesados,
sino tan solo un objetivo hacia el que el ejército debe tender, y cuya aplicación
dependerá de las posibilidades, necesidades y conveniencias del mismo (Souto). La
normativa sí requiere, en cambio, que no se les encomienden funciones incompatibles
con su estado, es decir, con su condición de sacerdote, derecho que le ampara y que
será de obligado cumplimiento para los mandos militares. En la determinación de las
misiones incompatibles con el estado clerical, el Acuerdo de 1979 se remite al
ordenamiento canónico, lo cual faculta a la Iglesia católica para delimitar la participación
de los presbíteros en el servicio militar (Ibán). Al menos, entre las misiones
incompatibles debe incluirse el manejo de armas de fuego (realización de ejercicios de
tiro y servicios y guardias de armas con empleo de ellas), del que los presbíteros se
hayan eximidos en virtud del artículo 4.c) de la Orden 38/1985.

Además, los presbíteros se encuentran en una situación privilegiada respecto al régimen


de la Reserva, pues su movilización tendrá lugar o no en función de las necesidades de
la población. En otras palabras, se verán obligados a responder a la movilización,
siempre que no implique un grave descuido de sus deberes hacia la población civil.
En tercer lugar, el régimen previsto para los diáconos, que no dista mucho del
establecido para los demás reclutas. Se someterán a las mismas normas de
reclutamiento que el resto de los mozos, no gozando de ninguna especialidad en esta
fase ni tampoco en la asignación de destinos. No obstante, sí se les reconoce ciertas
prerrogativas pues, como señala la Orden de 1985, “desempeñarán cometidos de
carácter asistencial (religioso, sanitario, cultural, acción social, etc.) que no sean
incompatibles con su estado y serán eximidos, incluso en el período de instrucción, del
manejo directo de armas” (art. 5). La asignación de estos cometidos de carácter
asistencial podría estar privilegiando a este tipo de personal religioso frente al resto de
ciudadanos, pues estas tareas asistenciales tienen unos contenidos específicos muy
diferentes de las labores usuales dentro del servicio militar.

En definitiva, puede concluirse la existencia de regímenes específicos para los ministros


de culto católicos: el obispo goza de una exención total de realización del servicio
militar, y los presbíteros y diáconos, aun sometiéndose al régimen general, se les da un
tratamiento preferencial, cuando no exclusivo, en determinados aspectos como la
asignación de destinos y funciones, período de instrucción, etc.

2.3 Los ministros de culto de otras confesiones

Por lo que se refiere a los ministros de culto no católicos, los artículos 4 de los Acuerdos
de 1992 , como ya hemos señalado, no vienen sino a reiterar el sometimiento de
estos a la normativa genérica relativa al servicio militar. No obstante, se prevé, al igual
que sucedía con los ministros católicos, la asignación de destinos compatibles con su
ministerio, en caso de que así lo soliciten, si bien en el caso de la FCI y la CIE esta
prerrogativa se contempla, al menos literalmente, como una posibilidad, mientras que
para la FEREDE parece que se trata de un derecho exigible (Ramírez Navalón). Sea
como fuere, se observa una diferencia de trato entre estos ministros de culto y los de la
Iglesia católica, de manera especial en lo que se refiere a la exención de los obispos
católicos y la asignación de destinos de los presbíteros por parte del Arzobispo
Castrense.

3. Régimen laboral y de Seguridad Social

Las cuestiones que suscita el particular carácter del ministro de culto en el ámbito
laboral, se centran fundamentalmente en dos puntos: la determinación de la naturaleza
de la vinculación que pueden mantener en el ejercicio de sus actividades, y la
protección que reciben del sistema de la Seguridad Social que presta el Estado a todos
sus ciudadanos.

Aun cuando estos dos aspectos están interrelacionados, conviene realizar un análisis
separado de los mismos a fin de abordar con mayor claridad las distintas cuestiones que
surgen a este respecto.

3.1. Régimen laboral

Los ministros de culto son ciudadanos como los demás, pero poseen unas
características peculiares que los distinguen del resto, y que hacen referencia
fundamentalmente a tres aspectos: la naturaleza y finalidad de la función que
desempeñan, de índole religioso, benéfico o asistencial; el fuerte elemento altruista
presente en su trabajo; y la especial vinculación que les une a sus superiores
jerárquicos. Estos caracteres influyen de una manera fundamental en su actividad, y
obligan a preguntarse sobre la naturaleza de la relación que estos sujetos mantienen en
el ejercicio de sus distintas funciones.

La calificación jurídica del trabajo que realizan los ministros de culto y la relación que
éstos mantienen con sus superiores, precisa distinguir las distintas actividades que
aquéllos pueden desempeñar dentro de la sociedad. Estas actividades pueden realizarse
bien en el seno de la propia Comunidad, Iglesia o Confesión, bien en el ámbito civil.

3.1.1. El trabajo realizado en el seno de la propia Iglesia o Comunidad

La naturaleza espiritual del trabajo de los ministros de culto en el seno de la propia


Iglesia o Comunidad y la peculiar vinculación que preside esta relación de carácter
religioso, condiciona esta relación y dificulta su encaje pacífico en las modalidades de
relación presentes en el ordenamiento estatal.

3.1.1.1. Los ministros de la Iglesia católica

En el supuesto católico, deben distinguirse dos situaciones claramente diferenciadas: la


del clero diocesano (aquellos clérigos incardinados en una diócesis o cualquier otra
circunscripción territorial que, respecto del ministerio ejercido, dependen del Ordinario
al que deben obediencia) y la de los religiosos (clérigos o no, mujeres u hombres, que
se consagran a Dios de una manera particular mediante la realización de los votos de
pobreza, obediencia y castidad). Las características, las obligaciones y la vinculación
que unos y otros poseen respecto de la autoridad eclesiástica superior es diferente, lo
cual matiza de manera importante la relación que surja de ellas.

3.1.1.1.1. El clero diocesano

No existe una norma específica que determine cuál es la naturaleza de la vinculación


que surge del trabajo realizado por los clérigos diocesanos a favor de su propia Iglesia.
Únicamente una norma en materia de Seguridad Social, el Real Decreto 2398/1977,
sobre inclusión del clero diocesano en el ámbito de aplicación del Régimen General de la
Seguridad Social, que asimila a estos ministros de culto a los trabajadores por cuenta
ajena. Sin embargo, tanto doctrina como jurisprudencia (STS de 14 de mayo de 2001
) han restado importancia a este hecho, pues, como indica la propia norma, esta
equiparación se realiza a los efectos de la aplicación del Régimen General de la
Seguridad Social.

La jurisprudencia, aunque escasa, parece haber sido más clara en este sentido,
rechazando esta posible laboralización, como puede observarse en la sentencia del
Tribunal Supremo de 10 de marzo de 1965 o en la de 14 de mayo de 2001 , que,
aunque referida a los ministros de culto de una confesión distinta de la católica, puede
aplicarse también al clero diocesano católico. Según el Alto Tribunal, “la relación jurídica
establecida entre los ministros de culto y las distintas Iglesias y confesiones religiosas
no puede ser configurada, mientras se limite a la labor de asistencia religiosa y de culto
y otras inherentes a sus compromisos religiosos, como relación laboral”.

La doctrina parece caminar en este mismo sentido, pues, aun cuando algunas voces
defienden su consideración laboral, la generalidad de la doctrina sostiene que la relación
que une a los diocesanos con sus superiores eclesiásticos no puede ser calificada como
tal, no puede equipararse a la relación existente entre un trabajador y su empleador,
principalmente por la falta de onerosidad de la actividad realizada: el clérigo realiza su
trabajo por la vinculación canónica y el compromiso de obediencia que libremente ha
asumido al aceptar su ordenación sacerdotal, con un cierto grado de altruismo, y no
para la obtención de una determinada remuneración.

De este modo, podría señalarse que la actividad del clero diocesano cuando realiza
funciones en el seno de la propia Iglesia permanece ajena al ámbito laboral y a la
regulación estatal, quedando sometida de modo exclusivo a la normativa confesional, en
este caso, el Derecho canónico.

3.1.1.1.2. Los religiosos


El caso de los religiosos parte de premisas diferentes, por cuanto el régimen al que se
someten y la forma de vida por la que optan los religiosos, determinan de forma
particular la vinculación que estos asumen ante la autoridad eclesiástica superior. Su
trabajo en el seno de la comunidad a la que pertenecen ofrece menos problemas de
calificación que los producidos en el caso de los diocesanos. La jurisprudencia se
decanta muy claramente a favor de la consideración de este trabajo como de naturaleza
exclusivamente canónica, permaneciendo ajena al ordenamiento estatal. Son
numerosas las sentencias surgidas en este sentido, como las del Tribunal Central de
Trabajo de 23 de marzo, 19 de mayo y 24 de noviembre de 1983, y las del Tribunal
Supremo de 25 de octubre, 18 de octubre y 19 de septiembre de 1985, entre otras. No
obstante, cabe destacar la sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de febrero de
1994 (63/1994 ) en la que, aunque referida a una religiosa, maestra en su propia
congregación, manifiesta de manera nítida que “la relación entre religioso y comunidad
no puede ser en modo alguno calificada como laboral”, y en este caso concreto, porque
“su relación con la actividad del centro estaba imbuida, por encima de todo, de una
espiritualidad y de un impulso de gratuidad, en virtud de la profesión religiosa y de los
votos de obediencia y pobreza contraídos, que impiden dotar de naturaleza contractual
la actividad educativa desempeñada por la recurrente dentro de su propia comunidad
religiosa”.

La doctrina apoya esta posición, remarcando la ausencia de onerosidad de la actividad


espiritual desempeñada por los religiosos y el reforzado compromiso de obediencia -que
afecta a la totalidad de los ámbitos de la vida- asumido en los votos eclesiásticos. En
efecto, esa falta de afán de lucro propia del trabajo de los religiosos, fundamentada
sobre el voto de pobreza al que se han comprometido, impide de plano la consideración
del mismo como objeto de un contrato laboral y justifica la exclusión de dicho carácter
de la relación entre aquéllos y la institución a la que pertenecen. Especialmente cuando
se trata de actividades de naturaleza espiritual.

La cuestión se torna más compleja cuando se trata de actividades comerciales o


industriales que generan beneficios económicos directos para la congregación. En este
sentido, la Resolución de 29 de abril de 1988 admite la posibilidad de que una
congregación suscriba contratos de trabajo con sus miembros para la realización de
actividades propias de centros sanitarios o de enseñanza, siempre que aquélla aparezca
como titular y gestora de dichos centros. Motilla coincide con esta decisión y defiende la
consideración laboral de la relación entre religioso y congregación cuando se trata de
este tipo de actividades. No obstante, Otaduy rechaza el carácter laboral de esta
relación siempre que exista conexión causal entre la actividad desempeñada y los votos
profesados.

3.1.1.2. Los ministros de otras confesiones

La situación de los ministros de culto de confesiones distintas de la católica es similar a


la del clero diocesano católico, por lo que su trabajo debe entenderse sometido
igualmente a las normas confesionales, como ha confirmado el Tribunal Supremo en la
ya citada sentencia de 14 de mayo de 2001 , rechazando que pueda existir una
relación laboral entre los ministros de culto y sus Iglesias o confesiones cuando estos
realizan labores de asistencia religiosa, culto y otras inherentes a sus compromisos
religiosos. De esta forma, el Derecho estatal permanece ajeno también a estas
relaciones internas.

3.1.2. El trabajo realizado en el ámbito civil

En cuanto a las actividades desempeñadas fuera del ámbito de su propia Iglesia o


Comunidad, deben diferenciarse igualmente la situación de los ministros de culto no
religiosos -tanto los pertenecientes a la Iglesia católica como los de otras confesiones-,
de la de los religiosos.
3.1.2.1. El trabajo de los clérigos diocesanos católicos y de los ministros de
otras confesiones

Los ministros de culto que no son religiosos, pueden realizar actividades cuyo
componente principal lo constituye una tarea de orden espiritual como la asistencia o la
enseñanza religiosas, u otras que nada tienen que ver con lo religioso.

En el primer caso, el carácter espiritual de la actividad no impide que la relación que


mantienen con sus superiores encaje en algunas de las formas contractuales
contempladas por la legislación estatal y pueda ser calificada como laboral y sometida,
consecuentemente, a las normas estatales que rigen ese ámbito (STS de 16 de
septiembre de 1985, de 4 de abril de 1984; STCT de 26 de marzo de 1988, de 8 de
marzo de 1983, de 21 de abril de 1980, de 30 de mayo de 1979, de 28 de febrero de
1979).

Para la determinación de la específica calificación de esa relación, habría que acudir a


cada caso concreto. Así, por ejemplo, la normativa reguladora de la asistencia religiosa
establece diferentes regímenes de relación según se trate de un establecimiento u otro
o si esta asistencia se desempeña por ministros católicos o de otras confesiones.
Incluso, dentro de cada centro se articulan distintos tipos de relaciones para los
ministros de culto de una misma confesión. Estas relaciones pueden ser directas, entre
el ministro de culto y el establecimiento en el que se va a prestar la asistencia, en cuyo
caso podríamos estar ante relaciones de naturaleza laboral (STS de 25 de noviembre de
1994; STCT de 26 de marzo de 1988, de 8 de marzo de 1983, de 30 de mayo de 1979,
de 28 de febrero de 1979) o administrativa, o indirectas, a través del oportuno convenio
entre la entidad titular del establecimiento y la propia confesión, en cuyo caso podría no
existir ningún tipo de relación entre ministro de culto y centro, siendo sustituida por una
doble relación entre titular del centro y confesión y entre ésta y ministro de culto. En
este último supuesto estaríamos ante un supuesto más de trabajo del ministro sagrado
a favor de su propia Iglesia, Comunidad o Confesión, y se regiría por el régimen
anteriormente expuesto.

En el ámbito educativo, los ministros de culto que se dedican a la enseñanza de la


religión pueden ejercitar su actividad bien en virtud de una relación de carácter
funcionarial, en el caso de poseer ya esa naturaleza como docente de otras materias,
bien en virtud de una relación laboral.

Una peculiaridad de los ministros de culto en estas circunstancias es que se encuentran


sometidos, por un lado, a la vinculación que les une con la entidad empleadora, y por
otro, a la autoridad eclesiástica superior. Esta doble dependencia permite a la autoridad
religiosa intervenir en distintos momentos de la relación y, particularmente, tanto en el
de constitución como en el de cese de la relación, pues es a esta autoridad a la que
corresponde otorgar o retirar la missio que les faculta para desempeñar su trabajo en el
concreto ámbito de que se trate (Otaduy).

En los casos en que el ministro de culto desempeña una actividad en el ámbito civil que,
en principio, nada tiene que ver con las funciones religiosas, el régimen al que se
acogería sería el mismo que el previsto para los demás ciudadanos que desempeñan
esa actividad con las mismas condiciones. Así, las peculiares características de los
ministros de culto nada añadirán ni modificarán a la relación que les une a su
empleador ni se diferenciarán, en este sentido, al resto de los trabajadores,
sometiéndose, por tanto, a la normativa estatal prevista para la concreta relación –
administrativa o laboral- que mantengan. Así lo reconoció el Tribunal Supremo en su
sentencia de 12 de marzo de 1985, en la que vino a confirmar la naturaleza laboral de
la relación que mantenía un sacerdote católico con la emisora de radio en la que venía
prestando servicios retribuidos, abordando temas no específicamente religiosos.
También en la sentencia de 14 de mayo de 2001 reconoce la posibilidad de que los
ministros de culto reciban la calificación de trabajador por cuenta ajena por “el
desempeño de funciones ajenas a las propias del culto y asistencia religiosa y otras
inherentes a su status”. Y la misma intención se observa en la sentencia del Tribunal
Constitucional de 4 de junio de 2001 (128/2001 ), en la que se justificó la
aplicación del Régimen ordinario de Seguridad Social de los trabajadores por cuenta
ajena a una persona, ministro de culto de una confesión, que trabajaba como ayudante
de cocina en un seminario de dicha entidad religiosa.

3.1.2.2. El trabajo de los religiosos

La situación de los religiosos es diferente por cuanto se encuentran vinculados de una


manera más intensa a la Comunidad a la que pertenecen, en virtud de la emisión de
votos de pobreza y obediencia, que vienen a modificar la relación que pudieran
mantener con entidades ajenas en el desarrollo de su trabajo. Esta relación con terceros
puede tener su origen en un acuerdo individual del religioso con el empleador, en cuyo
caso mantendría una vinculación de naturaleza administrativa o laboral con la entidad
empleadora (STC 63/1994 ).O bien puede surgir -como es lo más habitual- por la
firma de un convenio entre la congregación a la que pertenece y un determinado ente
público o privado, en actividades de enseñanza, asistencia religiosa o atención sanitaria,
entre otros. En la mayoría de estos casos, no se produce una vinculación directa entre
centros empleadores y religiosos, sino que existe una doble relación: la que nace entre
el titular del centro y el superior religioso de la congregación, de naturaleza civil o
administrativa, y la que une a los religiosos con dicha congregación, de Derecho interno
y por tanto ajena al ordenamiento laboral (STC 214/1992 ; STS de 12 de mayo de
1986, de 8 de noviembre de 1985, de 25 de octubre de 1985, de 18 de octubre de
1985, de 19 de septiembre de 1985; STCT de 23 de marzo de 1983). De esta forma, los
religiosos realizan su trabajo por mandato de sus superiores religiosos, precisamente
por ser miembros de la comunidad, sujetos exclusivamente a la disciplina canónica,
dependiendo su presencia o ausencia o su mayor o menor permanencia en este trabajo,
sólo de lo que decida la comunidad religiosa, que frente a ellos no constituye una
empresa, pudiendo cesar a unos y nombrar a otros libremente, porque de ellos se vale
la comunidad para el cumplimiento de sus fines altruistas.

3.2. Seguridad Social

3.2.1. Extensión del ámbito de aplicación de la Seguridad Social a los ministros


de culto

El sistema de Seguridad Social consagrado en el artículo 41 de la Constitución española


garantiza, para todos los ciudadanos españoles, la asistencia y prestaciones sociales
suficientes para hacer frente a situaciones de necesidad. ¿Se extiende también este
sistema a los ministros de culto?

El Texto Refundido de la Ley General de Seguridad Social de 1974 no estableció


ningún Régimen Especial para los ministros de culto. Sin embargo, incluyó dentro del
Régimen General de Seguridad Social a los trabajadores por cuenta ajena y asimilados
(art. 7.1.a ), extendiendo este Régimen a cualquiera otras personas que en lo
sucesivo, y por razón de su actividad, fueran objeto, por Decreto a propuesta del
Ministro de Trabajo, de esta asimilación (art. 61.h ). Esta posibilidad de ampliación
del ámbito de la Seguridad Social a otras personas permitió la extensión de la
protección social a los ministros de culto. En efecto, haciendo uso de esta facultad, el
legislador elaboró el Real Decreto 2398/1977, de 27 de agosto, por el que se incluyó a
los clérigos diocesanos de la Iglesia católica y a los ministros de las demás confesiones
inscritas, en el ámbito de aplicación del Régimen General de la Seguridad Social. La
concreción de esta aplicación se remitió al posterior desarrollo reglamentario que, en el
caso de la Iglesia católica se realizó fundamentalmente mediante la Orden de 19 de
diciembre de 1977 y las Circulares de 11 de enero y 1 de febrero de 1978.
Posteriormente se elaboraron el Real Decreto 3325/1981, de 29 de diciembre, y la
Orden de 19 de abril de 1983, que extendieron el ámbito de la Seguridad Social a los
religiosos católicos, incluyéndolos dentro del Régimen Especial de los Trabajadores por
Cuenta Propia o Autónomos.
Por lo que respecta a las demás confesiones, la aplicación del Régimen General de la
Seguridad Social a los ministros de culto, se realizó mediante los Acuerdos de 1992
, y normas más específicas como la Orden de 2 de marzo de 1987, sobre inclusión en
el Régimen General de la Seguridad Social de los ministros de culto de la Unión de
Iglesias Cristianas Adventistas del 7º Día, derogada posteriormente por el Real Decreto
369/1999, de 5 de marzo, sobre términos y condiciones de inclusión en el Régimen
General de la Seguridad Social de los ministros de culto de la FEREDE, modificada, a su
vez, por el Real Decreto 1138/2007, de 31 de agosto.

La derogación del Texto Refundido de 1974 por la Ley General de la Seguridad Social,
aprobada mediante Real Decreto Legislativo 1/1994, de 20 de junio , no supuso
modificación sustancial alguna en el régimen social que afecta a los ministros de culto
(vid. actuales arts. 97.2.e y 97.2.l ), permaneciendo en vigor las citadas normas.

3.2.2. Los clérigos diocesanos católicos y los ministros de otras confesiones

De todo ello cabe concluir que los clérigos diocesanos de la Iglesia católica y los
ministros de las demás confesiones se someterán y beneficiarán del Régimen General
de la Seguridad Social, como si de empleados de las mismas se trataran. A los ministros
de culto les corresponde la satisfacción de las cuotas debidas al trabajador -siendo la
base mensual de cotización única y mínima-, y la confesión es la encargada de asumir
las obligaciones propias del empresario, entre ellas las de la inscripción y contribución
de las cuotas.

No obstante, las peculiares características de los sujetos afectados obligaron al citado


Real Decreto, y a la normativa de desarrollo, a establecer una serie de especialidades
en la aplicación de dicho Régimen. Así, para los clérigos diocesanos católicos se
excluyen de la acción protectora, entre otras, la incapacidad laboral transitoria, la
invalidez provisional, el subsidio por recuperación profesional y el desempleo, al tiempo
que las contingencias de enfermedad y accidente serán consideradas, en todo caso,
como enfermedad común y accidente no laboral. Además, en caso de fallecimiento del
mismo sus familiares sólo recibirán el auxilio por defunción y las prestaciones en favor
de familiares, quedando fuera de su alcance las pensiones de viudedad y orfandad.
Tendrán, sin embargo, derecho a una pensión de jubilación cuya cuantía estará en
función de la base reguladora y el período de cotización.

Los ministros de la FEREDE y la CIE también son objeto de una serie de limitaciones, si
bien el ámbito de protección es mayor, atendiendo a sus particulares circunstancias. Su
situación fue precisada por los Reales Decretos 369/1999, de 5 de marzo, y 176/2006,
de 10 de febrero, respectivamente, que vinieron a desarrollar lo dispuesto tanto en el
mencionado Real Decreto 2398/1977, como en los artículos 5 de los Acuerdos firmados
con el Estado español en 1992 . Aunque según estos Reales Decretos, están
asimilados a trabajadores por cuenta ajena a efectos de su inclusión en el Régimen
General de Seguridad Social y se les reconoce la mayoría de las prestaciones previstas
en este Régimen, quedan excluidos únicamente de la protección por desempleo y el
Fondo de Garantía Salarial. Además, las contingencias de enfermedad profesional y
accidente laboral, al igual que sucede con los católicos, se considerarán, en todo caso,
como común y no laboral, respectivamente. Por último, la base de cotización ha sido
modificada mediante el Real Decreto 1138/2007, de 31 de agosto, adecuándola a la
asignación real percibida por el ministro de culto, lo que ha favorecido un aumento más
justo de los niveles de protección.

Los ministros de culto de la FCI no cuentan, por ahora, con un desarrollo reglamentario
específico, por lo que se regirán mientras tanto por lo establecido en el artículo 5 del
Acuerdo firmado con el Estado español . Se les reconoce, de modo expreso, la
aplicación del mismo régimen previsto para los diocesanos católicos, con sus distintas
especialidades, aunque incluyendo la protección familiar.
Otros ministros de culto, como los pertenecientes a la Orden religiosa de los Testigos de
Jehová en España y los clérigos de la Iglesia Ortodoxa Rusa del Patriarcado de Moscú en
España, cuentan igualmente con el reconocimiento expreso de su inclusión en el
Régimen General de la Seguridad Social, quedando establecidos los términos y
condiciones de la misma en los Reales Decretos 1614/2007, de 7 de diciembre, y
822/2005, de 8 de julio, respectivamente.

3.2.3. Los religiosos

Por lo que se refiere a los religiosos de la Iglesia católica, estos se incluirán dentro del
Régimen Especial de los Trabajadores Autónomos, siendo asimilados a los trabajadores
por cuenta propia. Así, los religiosos serán los únicos sujetos cotizantes, al menos en
teoría, ya que el voto de pobreza que les caracteriza obliga a que sea la misma
comunidad la encargada de responder a su obligación de cotizar. Los únicos
beneficiados de las prestaciones establecidas en el régimen autónomo son los propios
religiosos, sin que quepa extender su ámbito de cobertura a los familiares de los
mismos. Y, en cuanto a las prestaciones previstas para estos clérigos, la normativa
específica no establece ninguna particularidad al respecto, por lo que habrá que acudir a
lo establecido en el Decreto que regula el Régimen Especial para la Seguridad de los
Trabajadores por Cuenta Propia o Autónomos (D. 2530/1970, de 20 de agosto).
Particular interés tiene el reconocimiento de la pensión de jubilación, contabilizándose el
tiempo de trabajo para la comunidad a efectos de obtener la correspondiente prestación
(STC 63/1994 ).

1. Introducción

Un modo posible, entre otros muchos, de abordar el estudio del Derecho eclesiástico del
Estado podría consistir en el análisis de aquellas situaciones jurídicas en las que se
produce una superposición o un encuentro entre las exigencias normativas estatales y
las demandas (jurídicas, morales, disciplinares, etc.) de los grupos religiosos y de los
individuos singulares en el orden de la satisfacción de sus necesidades de carácter
religioso y espiritual. El secreto ministerial es un ejemplo típico de este enfoque.

Sirva como definición provisional de secreto ministerial aquella reserva o secreto que
debe guardar el ministro de culto respecto de los hechos conocidos por razón de su
ministerio espiritual.

El secreto ministerial no carece de actualidad. En efecto, con relativa frecuencia saltan a


las páginas de los medios de comunicación casos-límite en los que el secreto ministerial
aparece como cuestión central. Veamos algunos ejemplos cercanos en el tiempo.

Sin ir muy lejos, hace unos meses la prensa se hacía eco del “caso Towle”: un hombre
condenado por asesinato en 1987 solicita en el 2001 revisión de su condena,
fundamentando dicha solicitud en el testimonio de un sacerdote -de la Iglesia de San
Atanasio, en el conocido barrio del Bronx- quien está dispuesto a declarar que el
verdadero culpable (ya fallecido) acudió a él tras el crimen para contarle la verdad de lo
ocurrido. El fiscal del Estado alega que no puede admitirse el testimonio del sacerdote,
al versar dicho testimonio sobre una conversación confidencial, protegida por la ley
estatal. El caso no está exento de discusión, tanto desde el punto de vista de la ley
estatal como desde la perspectiva del Derecho canónico.

El mismo año 2001 una sentencia del Tribunal de Alta Instancia de Caen, en Francia,
condena al Obispo de Bayeux, Mons. Pican, por encubrimiento de delito. Ante el
polémico “affaire”, algunos observadores han manifestado que con este fallo judicial se
produce una restricción indebida del secreto profesional de los Obispos y una ruptura
del nexo de confianza entre éstos y sus sacerdotes.
En su momento, no dejó de causar también cierto revuelo (incluso con intervención del
Vaticano) el caso del reverendo Mockaitis, cuya conversación privada con un recluso de
una prisión de Oregón, fue grabada por las autoridades y pretendía ser utilizada en el
juicio penal contra dicho recluso. El Tribunal federal de apelación entendió que, en
efecto, los derechos de libertad religiosa del Reverendo Mockaitis fueron infringidos,
pero no concedió la destrucción de la cinta, tal como había solicitado el sacerdote.

Por último, en el debate sobre las Reglas de Procedimiento y Prueba del Tribunal Penal
Internacional, sostenido en 1999, se desestimó la propuesta encabezada por Canadá y
Francia que pretendía no reconocer el derecho de los ministros de culto de abstenerse
de declarar en juicio sobre cuestiones conocidas a través del secreto de confesión o de
confidencias de sus fieles.

Como puede comprobarse, la protección jurídica del secreto no es una simple hipótesis,
sino una cuestión de amplios reflejos en la realidad jurídica. Nuevos supuestos y
matices ponen al Derecho en la difícil situación de dar cumplida respuesta a problemas
complejos donde diversos intereses se dan cita en conflictivo encuentro.

Para lograr un análisis que resuma del modo más sintético posible los distintos aspectos
del secreto ministerial, se expone a continuación un concepto base del mismo, para dar
cuenta después de su significación en algunos ordenamientos y normativas
confesionales. Tras esto, se comentará su naturaleza jurídica, los intereses jurídicos
presentes en su regulación y sus dimensiones procesal, penal y civil. Por último, se
describe la situación del secreto ministerial en España.

2. Concepto de secreto ministerial

2.1. Precisiones terminológicas

Por secreto ministerial se entiende tanto el referido al sigilo de confesión, como al


secreto que rodea las comunicaciones entre fiel y ministro en otros grupos religiosos.

Algunos autores adoptan el término “secreto profesional del ministro de culto”, con
cierta falta de propiedad terminológica; otros emplean la expresión “secreto de oficio”,
que puede resultar algo equívoca, al evocar en ocasiones una normativa procesal
concreta (la italiana), diversa de la que es aplicada propiamente al ministro de culto;
otros adoptan el término “secreto confesional”, reduciendo por tanto la cuestión al
secreto que deriva del sacramento de la confesión en la Iglesia católica y en algunas
otras Iglesias cristianas. De ahí que sea tal vez más adecuado adoptar el término
“secreto por razones religiosas”, “secreto ministerial” o sencillamente “secreto
religioso”.

La cuestión del secreto ministerial se limita aquí al secreto oral y sus vicisitudes. No
obstante, el secreto ministerial en general abarca también el secreto documental que,
como tendremos ocasión de ver en episodios judiciales franceses e italianos, puede ser
asimilado o distanciado del secreto oral. De todas formas, el secreto documental ofrece
una complejidad y formas de protección singulares, que tal vez aconsejan un
tratamiento específico.

2.2. Rasgos determinantes

Los rasgos determinantes del secreto ministerial podrían describirse del siguiente modo.

El sujeto que revela lo hace en la medida en que es miembro, fiel o seguidor de un


grupo religioso, y procede a comunicar a otro unos hechos o acciones como medio de
carácter cultual, de consejo o alivio espiritual.
El depositario de la revelación lo hace en razón de una calificación particular de la que le
dota el grupo religioso al que pertenece.

El elemento objetivo (hechos, acciones, etc.) queda impregnado de confidencialidad;


ésta aparece como elemento esencial de la relación entablada, y socialmente puede
identificarse dicha relación como caracterizada por el secreto.

2.3. Distinción con los “secretos profesionales”

No es infrecuente que el secreto religioso -en los ámbitos penal y procesal,


principalmente- venga regulado en conjunto con diversos secretos profesionales. Ante
este dato de Derecho positivo cabría suponer que los rasgos jurídicos son exactamente
iguales. Sin embargo, se aprecian distinciones importantes que afectan especialmente al
fundamento y límites.

En cuanto al fundamento, el esquema de intereses protegidos se ve alterado “in


abstracto” por la presencia de la libertad religiosa. Si los intereses de búsqueda de la
verdad en los procesos, derecho a la intimidad y razones de utilidad social son comunes
a todos los secretos, sin embargo la libertad religiosa es rasgo específico del secreto
ministerial. La presencia de la libertad religiosa supone, además, que el ámbito
subjetivo de protección no es sólo el fiel de una confesión, sino que también -y de forma
muy destacada- el propio ministro de culto. Éste puede entender que se encuentra
moralmente obligado a mantener el secreto de la comunicación, a pesar del deseo del
penitente a que lo revele o preste testimonio en un proceso. Por otra parte, la categoría
subjetiva del ministro religioso es distinta a la de otros profesionales: la doctrina en
lugar de referirse a una profesión, se refiere a un estado, que alejaría el secreto
religioso -en el orden subjetivo- de lo profesional-contractual.

En cuanto a los límites, es importante señalar que el secreto ministerial tiene carácter
absoluto en muchos casos. Con ello se quiere decir que, cumplidas unas condiciones
establecidas por el ordenamiento jurídico para estimar la existencia del secreto
ministerial (con el fin de asegurar su reconocimiento externo) no hay límites intrínsecos
que puedan prevalecer sobre el mismo. Los límites extrínsecos que aparecen en algunos
ordenamientos jurídicos son: el derecho del penitente eximir al ministro de culto de su
deber de sigilo, la obligación de suspender los efectos protectores del secreto religioso
en casos que conlleven el abuso de menores y la comisión de delitos futuros. Por
contraste, en otras profesiones o “status” existen excepciones intrínsecas y extrínsecas
más o menos ampliamente reconocidas, al deber de sigilo. Así, para el funcionario
público, es excepción el conocimiento notorio y público, y el hecho en vías de
notoriedad. Para las profesiones liberales, es límite del secreto -por ejemplo- el
ocultamiento consciente o inconsciente de piezas de convicción u objetos ilegales, los
hechos en los que cliente y profesional tienen interés común (como socios, coautores,
etc.), los hechos futuros ilícitos y las disputas sobre honorarios. Para los médicos,
particularmente: el estado de salud como objeto del proceso civil o penal y los procesos
penales (en numerosos países).

3. El secreto ministerial y los ordenamientos jurídicos confesionales

El secreto ministerial se origina en el ámbito de la Iglesia católica y de su Derecho.


Incluso para algunos autores, el secreto religioso en los ordenamientos civiles surgió por
analogía con el “sigillum confessionis” católico. Junto con la descripción de esta figura
en el Derecho canónico, resulta también de interés un breve resumen sobre el papel del
secreto ministerial en los derechos y las normas disciplinares de otras confesiones
religiosas que se han ocupado de la calificación jurídica y moral del secreto ministerial.

3.1. El secreto ministerial y el Derecho canónico: “sigilo de confesión” y


obligación de secreto
El secreto aparece como una exigencia que acompaña al sacramento de la Penitencia.
Este sacramento es así descrito en el Código de Derecho Canónico de 1983, canon 840
: “En el sacramento de la penitencia, los fieles que confiesan sus pecados a un
ministro legítimo, arrepentidos de ellos y con propósito de la enmienda, obtienen de
Dios el perdón de los pecados cometidos después del bautismo, mediante la absolución
dada por el ministro y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron
al pecar”.

Ya en el siglo IX, en el ámbito regional, se recoge una referencia clara al secreto de


confesión, en el Concilio de Douzy (874). Los “Capitula Rodolphi” establecen que cuando
la confesión es espontánea y el crimen oculto, la penitencia que se imponga no ha de
ser pública, para que los demás fieles no abriguen sospechas, al ver que se ejecuta una
penitencia grave por algo que desconocen. Una medida similar prevén las
Constituciones de Ricardo Poore (Sínodo de Salisbury, 1217-1219), prescribiendo que
no se imponga a la mujer una penitencia tal que la haga sospechosa a los ojos de su
marido. Por otra parte, la “Concordia Discordantium Canonum” recoge un “capitulum”,
atribuido al Papa Gregorio I, en el que se establecen severas penas para el sacerdote
que revele el secreto de la confesión.

La regulación canónica del sigilo, ya con una cierta extensión territorial y fiabilidad, data
del siglo XIII. En concreto, fija la misma el Concilio Lateranense IV, estableciendo lo
siguiente: “El sacerdote, por su parte, [...] evite de todo punto traicionar de alguna
manera al pecador, de palabra, o por señas, o de otro modo cualquiera; pero si
necesitare de más prudente consejo, pídalo cautamente sin expresión alguna de la
persona. Porque el que osare revelar el pecado que le ha sido descubierto en el juicio de
la penitencia, decretamos que ha de ser no sólo depuesto de su oficio sacerdotal, sino
también relegado a un estrecho monasterio para hacer perpetua penitencia”. Este
principio fue posteriormente proclamado de forma reiterada por otros Concilios y
Sínodos.

La tardía codificación canónica permitió, en parte, una mayor clarificación del sigilo de
confesión. En efecto, el Código Pío-benedictino recoge la inviolabilidad del sigilo o
secreto sacramental, extendiendo el ámbito subjetivo de obligatoriedad al intérprete y a
los que hubieran adquirido conocimiento del contenido de la confesión de cualquier
forma. En el ámbito objetivo, el sigilo alcanza también la ciencia adquirida
(conocimientos obtenidos en la confesión que no son propiamente los pecados
confesados o la identidad del penitente).

Finalmente, el Código de Derecho Canónico vigente para la Iglesia latina reitera la


protección jurídica del sigilo de la confesión. Es preciso destacar que en el nuevo
precepto (c. 983 ) se distingue entre obligación de secreto (que afecta a otras
personas distintas del sacerdote que puedan tener noticia del contenido de la confesión)
y sigilo sacramental propiamente dicho (que sólo afecta al sacerdote). La doctrina
teológico-canónica distingue, por un lado, la materia esencial del sigilo, y, por otro lado,
la materia impropia-accidental, que es aquella que no guarda relación directa ni
indirecta con los pecados confesados. Todo lo que es materia impropia-accidental no
cae dentro del sigilo estricto, sino en la prohibición del canon 984 , relativo a la
ciencia adquirida.

Las garantías penales del mandato relativo a sigilo y secreto vienen establecidas en el
Código de 1983 por el canon 1388 . Este canon distingue entre violación directa del
sigilo (sancionada penalmente con la excomunión “latae sententiae” reservada a la Sede
Apostólica); violación indirecta del sigilo (sancionada con excomunión “ferendae
sententiae” indeterminada preceptiva); y violación de la obligación de secreto
(sancionada con pena “ferendae sententiae” indeterminada preceptiva, pudiéndose
llegar a la máxima censura). Finalmente, se establece pena “latae sententiae” de
excomunión para todo el que capta -mediante algún instrumento técnico- o divulga en
un medio de comunicación social las palabras del confesor o el penitente, sea la
confesión verdadera o fingida, propia o de un tercero.
La discusión doctrinal sobre el sigilo sacramental se ha centrado durante mucho tiempo
sobre un punto controvertido: la licitud de la deposición testifical del sacerdote ante
tribunales seculares, a petición del penitente. La codificación canónica no ha clarificado
mucho esta cuestión concreta, al no tratarla de modo expreso. A pesar de la prohibición
del Código, se han formulado diversos argumentos, tanto a favor como en contra, del
testimonio en juicio. Bajo el código vigente, para algunos, las palabras del canon 983 §
1 (“nefas est”) entroncan la obligación de secreto con el Derecho divino, sin que
quepa autorización o liberación posible por parte del penitente. Para otros, aunque el
canon 983 no contenga previsión alguna para la liberación del sigilo, las palabras del
canon 1550 § 2 (“etsi poenitens eorum manifestationem petierit”), ponen de
manifiesto que el legislador admitiría la liberación del sigilo en ámbitos distintos del
proceso canónico. Algunos sectores estiman que la protección del sigilo en un ámbito
institucional-religioso más amplio que el de la confesión excluye la licitud de la
revelación autorizada. Por último, otros autores entienden que el sigilo sacramental -
inviolable por sí mismo- puede cesar únicamente por autorización o licencia explícita del
penitente al ministro para que pueda revelarlo.

Sea como fuere, incluso si se considerara lícita la posibilidad de que el sacerdote


testifique en juicio civil a petición expresa del penitente, sin embargo, esa esfera de
licitud deja intacta -en mi opinión- la facultad moral del ministro religioso de abstenerse
de declarar, en caso de que considere en conciencia que no puede proceder a testificar
por seguirse un daño para la institución del sacramento, o por estimar que se sigue un
perjuicio para terceros. Cesaría, por tanto, en caso de autorización del penitente, la
obligación jurídica estricta establecida por el Derecho, pero podría subsistir la obligación
moral de conciencia.

3.2. El secreto ministerial en otras confesiones cristianas

La Iglesia de Inglaterra, en el canon 113 del Código de 1603, impone al ministro de


culto la obligación de no quebrantar el “sello de la confesión”, bajo la pena de
irregularidad. La única excepción prevista a este deber de sigilo es que verse sobre
delitos tipificados en el Derecho de Inglaterra, de forma que pudiera condenarse al
ministro de culto por ocultamiento. Desde luego, esta excepción no parece clarificar su
contenido, pero es opinión fundada que se refiere al ocultamiento de acciones
constitutivas del delito de traición. Debe tenerse en cuenta, como dato de interés
histórico, que la profunda conexión entre el Derecho canónico de la Iglesia de Inglaterra
y el Derecho secular llevaba a que la obligación jurídica de secreto impuesta por el
“Common Book of Prayer” se considerase una parte más del Derecho del Estado. No
obstante, a partir de la Reforma anglicana, el common law no recoge un absolute
privilege a favor del secreto ministerial. En el siglo pasado, el “Informe de los
Arzobispos Anglicanos de la Comisión de Derecho Canónico” de 1947 mantendrá la
particular protección de sigilo que rodea la confesión. En 1959, las Asambleas de
Canterbury y York sostendrán de nuevo el sigilo de confesión, si bien los acuerdos de
esas asambleas gozan solo de valor moral, no estrictamente jurídico. En opinión de los
expertos en el Derecho canónico de la Iglesia de Inglaterra, los tribunales eclesiásticos
(especialmente a tenor del canon 113 del Código de 1603 y de las directrices de las
Asambleas de Canterbury y York) gozan de un margen de discrecionalidad para excluir
el testimonio de un ministro de culto anglicano respecto de hechos conocidos a través
de la confesión.

La Iglesia episcopaliana, siguiendo los mismos esquemas de la Iglesia de Inglaterra,


mantiene igualmente la validez, a pesar de la antigüedad y tal vez obsolescencia, del
canon 113 del Código de 1603.

La Iglesia de Irlanda, perteneciente también a la comunión anglicana, recoge en los


cánones de 1634 una reglamentación semejante a la recogida en 1603 para la Iglesia
de Inglaterra.
La Iglesia reformada en Francia, aun cuando rechazó la confesión sacramental,
mantendrá la necesidad del secreto en las conversaciones de los fieles con los ministros
religiosos. En 1579 el Sínodo de Figeac establece el principio del secreto religioso, y el
artículo XXI de la Disciplina de la Iglesia Reformada establece igualmente el deber de
silencio, tanto en relación con el estricto secreto de confesión como en relación con el
secreto de dirección espiritual (o, así denominado, secreto “profesional”). Dicho
principio parece seguir vigente.

3.3. El secreto ministerial en el Derecho judío

El judaísmo carece de una autoridad central que unifique su doctrina de forma


universal. No obstante, en relación con el tema de las conversaciones confidenciales de
índole religiosa, el Instituto de Asuntos Públicos de la Unión Ortodoxa de América y el
“Beth Din” (Tribunal rabínico) de América han emitido, a la luz de los diversos
problemas prácticos que se le han ido planteando, un “memorándum de orientación”
sobre la materia. Este escrito debe valorarse como una orientación del Derecho judío
ante un problema jurídico actual, no como una regla halájica uniforme.

El dictamen pretende estudiar cuál ha de ser el comportamiento de un rabino que,


obligado por la legislación estatal a guardar silencio sobre lo que conoce por razón de su
oficio, adquiere conocimiento -por vía confidencial- de posibles peligros o daños para
otro judío (o a toda la comunidad local), peligros o daños a los que incluso podría
contribuir su silencio.

La regla básica de la que se parte es el deber de prevenir el daño y, a partir de esta


regla, se construiría la posible exigencia legal de revelar el contenido de las
conversaciones privadas, aunque esto pueda exigir el quebrantamiento de la
confidencialidad. Formula el “memorándum” tres posibles modos de aplicación de esa
exigencia legal, que son el resultado de un balance de los bienes jurídicos en juego. La
primera, aquella en la que a través de una conversación confidencial el rabino toma
conciencia de una acción de la que se sigue -o podría seguirse- daño físico para otro. En
este caso, se entiende que debe quebrantar la confidencialidad, evitando el daño a un
tercero, aun a costa del perjuicio propio. La segunda situación que se propone es
aquella en la que a través de una conversación confidencial el rabino llega a saber que
se puede producir un daño patrimonial para un tercero; en este caso, estará exento del
deber jurídico-religioso de denunciar si el daño que él mismo sufriría por quebrantar la
confidencialidad es mayor del 20% del perjuicio patrimonial que se pretende combatir,
incluyendo, en la estimación, futuros ingresos. No obstante, incluso en ese caso, la
conducta más adecuada y meritoria podría ser prevenir el daño patrimonial a un tercero
aun a costa de la propia hacienda, también para evitar escándalo en la comunidad local,
si bien esto no puede exigirse en rigor por el Derecho judío. La tercera y última
situación propuesta por el dictamen es aquella en la que, a través de una conversación
confidencial, el rabino toma conciencia de que se puede provocar un daño espiritual a
un tercero. En este caso, la “halajá” prescribiría la revelación del secreto para prevenir
el daño, salvo que la pérdida patrimonial que pueda sufrir el ministro religioso judío sea
muy probable y grave. El “memorándum”, además, mantiene que la regla halájica “Dina
De’ Maljuta Dina” (la ley del país es ley para el judío) no se aplica necesariamente en
los casos en los que las leyes seculares se encuentran en abierta contradicción con el
ejercicio de una obligación jurídico-religiosa. En todo caso, remarca el dictamen que en
aquellas situaciones en las que la regla halájica deducida obliga a desvelar la
comunicación confidencial, el comportamiento del rabino conforme al Derecho judío es
obligatorio, aun cuando se infrinja el Derecho secular, sin perjuicio de que se haga valer
la libertad religiosa ante los tribunales de un Estado y que, al mismo tiempo, se advierta
previamente a los miembros de la comunidad de que las conversaciones privadas
carecen de la confidencialidad que normalmente llevan aparejadas.

3.4. El secreto ministerial en el Derecho islámico


La ausencia de instancias jerárquicas uniformes en el Islam (excepción hecha de las
comunidades chiítas), hace difícil establecer reglas uniformes sobre el secreto
ministerial en el Derecho islámico.

Como regla general, se exige del musulmán que trate las conversaciones privadas de
otros con el máximo respeto. El Profeta Mahoma denomina a dichas confidencias
“confianzas”. Y este deber de respeto se exige con mayor rigor, si cabe, a los imanes,
pues poseen un conocimiento más profundo de la religión. Muchos juristas islámicos han
defendido que no es deseable que un musulmán divulgue las malas acciones de otros; si
un musulmán -por ejemplo- bebe alcohol en privado, en su hogar, evitando la
publicidad de su comportamiento, y otro musulmán por casualidad toma conocimiento
de esta conducta, se recomienda a este último que no divulgue dicho comportamiento.

Ahora bien: cuando un musulmán protagoniza comportamientos particularmente


graves, como el asesinato, el Derecho islámico facultaría al imán a denunciar tal
comportamiento, en caso de que tuviera conocimiento confidencial del mismo, pues hay
determinadas faltas cuya gravedad resulta particularmente significativa. Señala el Corán
en “Al Maeda” (La Mesa Servida): “Por esta razón, prescribimos a los Hijos de Israel que
quien matara a una persona que no hubiera matado a nadie ni corrompido en la tierra,
fuera como si hubiera matado a toda la Humanidad. Y que quien salvara una vida, fuera
como si hubiera salvado las vidas de toda la Humanidad”. Puesto que en el Derecho
islámico la confidencialidad tiene su fundamento en su carácter de bien societario, dicha
confidencialidad cede cuando estamos en presencia de un bien superior (castigar el
delito, prevenir nuevas conductas peligrosas).

4. Los intereses jurídicos en el secreto ministerial

Es importante examinar los intereses que entran en juego en la regulación o modelación


de una figura o institución concreta. En el Derecho, la actividad legislativa y la actividad
decisoria están impregnadas de una aproximación a los problemas que define los bienes
jurídicos en juego, establece un balance e intenta la conciliación, conjugando las
pretensiones de la mejor manera posible, y en la medida en que sea posible. Seguir
este itinerario nos permite comprender mejor -especialmente en las figuras jurídicas
que conllevan una latente conflictividad- las soluciones adoptadas.

Según combinemos los bienes jurídicos concurrentes, dando mayor predominio a uno
sobre otro, o estableciendo una valoración conjunta determinada, así será el mecanismo
específico que tendrá la protección del secreto religioso en un ordenamiento jurídico.
Esta caracterización parte de la propia división tradicional de los sectores jurídicos. En
este caso, de los sectores jurídicos implicados en el secreto religioso: el Derecho penal,
el Derecho civil y el Derecho procesal. En el Derecho penal, el interés jurídico que pugna
por una adecuada protección es la intimidad personal. En el Derecho procesal, los
intereses jurídicos que entran en juego son la intimidad, la libertad religiosa y la libertad
de conciencia, frente al interés de la justicia en su modalidad de la búsqueda de la
verdad en el juicio. Por último, en el Derecho civil el elemento de regulación es el
interés privado de intimidad.

4.1. Búsqueda de la verdad en el proceso judicial

El interés acerca del descubrimiento de la verdad en la prueba testifical es patente. Es


un interés presente en el proceso penal (a través del principio acusatorio, exigiendo de
la prueba que sea “medio de fijación de la verdad”) y en el proceso civil (exigiendo la
veracidad del testigo a través del juramento o promesa). El “Common law” de la
tradición angloamericana formula de diversas maneras este principio de búsqueda de la
verdad: “el público tiene derecho a la prueba de todo hombre”; “puede obligarse al
testigo a contestar toda cuestión relevante que se le proponga en el examen de las
partes”. Se acompaña estas exigencias con la imposición, en su caso, de sanciones
como consecuencia del “contempt power” del que gozan los jueces de la tradición
angloamericana. Esta tendencia general está recogida en el Derecho angloamericano
codificado.

Si se parte de este principio como regla genérica, las posibles exenciones al deber
general de testificar en juicio, de denunciar el delito o de guardar el secreto debido,
pueden ser establecidas de dos formas diversas. La primera forma preferiría un
“Standard” o regla genérica, ya que lo que se reconoce es una excepción al derecho
general, un privilegio, y no un derecho en forma de exención. Es lo que sucede en el
Derecho norteamericano. Y, en general, en el common law parece preferible este tipo
de regla genérica establecida por medio de parámetros abstractos que se aplican caso
por caso. La segunda forma, bajo los esquemas del Derecho continental europeo,
preferiría empero unas normas (“rules”) que fijen taxativamente cuáles son las
excepciones a la regla general. De este modo se evita la extensión excesiva de lo que
constituye derecho particular en materia de prueba testifical.

En el orden penal, la consecuencia de dar prioridad a la búsqueda de la verdad sobre el


secreto ministerial carece de consecuencias directas. La cuestión se encuadra en un
ámbito distinto del presente: la pugna entre el derecho a la información veraz y el
derecho a la intimidad.

4.2. Intimidad o “privacy” como objeto de protección

El secreto religioso guarda estrecha relación con el acceso a la vida privada de las
personas. La revelación al ministro de culto se realiza habitualmente en calidad de tal
ministro, con la característica -al menos implícita y virtual- de confidencialidad. La
confidencialidad de la información se considera un interés que justificaría la
obstaculización de la búsqueda de la verdad en el proceso y también la obstrucción del
derecho a la información.

Desde la perspectiva de la privacidad, el ordenamiento jurídico no evalúa tanto la


relación establecida (y por tanto, la existencia de una obligación religiosa a guardar
secreto), cuanto el objeto de lo comunicado (hechos relativos a la intimidad del
revelante), a partir de una guía interpretativa -común al secreto religioso y al secreto
profesional-: el individuo acude al ministro religioso para obtener unos determinados
beneficios espirituales, pero no lo hace presuponiendo que se expone a perder su
dignidad y su intimidad.

El establecimiento de la privacidad como interés inherente conlleva una forma particular


de entender el secreto religioso. En concreto, no permite una distinción entre secreto
religioso y otros secretos confiados por razones profesionales o sociales. El núcleo
protector de la “privacy” se extiende a la información confiada a otro, pero que sigue
perteneciendo a aquél que reveló la información (el penitente o fiel). La calidad o
“status” del sujeto receptor resulta difusa, en la medida en que lo que importa es que
se ha confiado algo que lleva consigo la valoración implícita social de secreto, y que se
mueve dentro de la esfera confidencial o de fiducia.

La consideración de la intimidad como piedra angular del secreto religioso supone una
doble subdivisión a la hora de catalogar modos específicos de protección. En efecto, es
ya común entender que la naturaleza jurídica del derecho-deber de secreto puede
encuadrarse en la esfera jurídico-privada, o bien en la esfera de los intereses públicos
(sin perjuicio de concurrencia eventual o superposición con intereses privados). No
obstante, en la práctica, es difícil encontrar en estado puro una regulación que atienda
de modo exclusivo a una de estas dos esferas. Sea como fuere, veamos las
consecuencias de esta división interés privado/interés público.

La remisión del derecho a la intimidad al campo de los intereses privados encuadra la


cuestión en la estricta relación entre revelante y confidente. El revelante consiente en
renunciar a parte de su intimidad con el fin de que la relación con el profesional sea
realmente fructífera, en el clima de confianza y veracidad que esa relación exige. Y, a su
vez, la relación de confidencialidad viene a enmarcarse habitualmente en un previo
ámbito de carácter contractual o cuasi-contractual. En opinión de algunos autores, la
teoría contractual sería la base primitiva de la protección bajo una concepción “laica” del
secreto. La teoría contractual del secreto permite explicar la exoneración del deber de
silencio; en efecto, de la misma manera -se dice- que el acreedor puede perdonar la
deuda al acreedor, el revelante puede exonerar al confidente de su deber. La teoría
contractual explica también la responsabilidad de quien infringe o revela el secreto (que
seguirá los principios facilitados por un esquema contractual de daños). Al establecer el
secreto religioso a partir de la “privacy” o intimidad bajo esquemas contractualistas se
ofrece protección exclusivamente a aquél que confía una información. Tal vez por ello
en el Derecho norteamericano, en algunas regulaciones de los Estados componentes de
la Unión, la relevación del deber de secreto por parte del penitente deja completamente
desprotegido al ministro de culto, que no puede alegar secreto religioso ante el
requerimiento del tribunal para intervenir como testigo.

Pero a la vez la intimidad personal no sólo afecta la relación entre dos individuos
concretos, sino que alcanza también a toda la sociedad, por razones diversas de orden
público y de utilidad social, por la misma evolución de la tecnología o, en definitiva, por
la protección que merece la intimidad como derecho fundamental. Así entendida la
cuestión, entonces la revelación de secretos conocidos a través de la relación ministro
de culto-penitente o fiel quedan revestida de una protección cualificada. No parece
suficiente la mera indemnización civil como instrumento de reparación o tutela del bien
jurídico. El ataque a un derecho de la personalidad legitimaría la intervención punitiva
del Estado. De alguna forma, se adelantan las barreras preventivas del ordenamiento,
que no espera a la iniciativa particular y a la efectiva lesión para poner en marcha los
mecanismos jurídicos de protección de la intimidad. Ésta será protegida directamente
por el Derecho penal. En Francia, tras un largo recorrido histórico donde la protección
jurídica del secreto estaba alojada en el Derecho privado, la concepción jurídica del
secreto se vuelca sobre la idea del interés público por obra del Código napoleónico de
1810 en su artículo 378. De este primer antecedente, el artículo 424 del Código penal
español toma casi literalmente la tipificación del delito de revelación de secretos.

4.3. La libertad religiosa

Un ordenamiento jurídico que contemple el factor religioso desde el derecho de libertad


religiosa, ofrece a través de ese derecho fundamental una clara justificación a la
protección del secreto religioso. El secreto ministerial se presenta entonces, en palabras
de Carnelutti, como “corolario de la libertad religiosa; si una determinada religión, que
el individuo es libre de profesar, reconoce la confesión a su ministro e impone a éste el
secreto, establecer la obligación para él de revelar su contenido, aunque sea a los fines
de justicia, se resolvería en una lesión de aquella libertad”.

Pero la protección del secreto a través de la libertad religiosa no se traduce en un único


mecanismo o modelo de regulación concreto. Por tanto, cuestión distinta será el modo
en que el secreto religioso es reconocido de forma efectiva por un ordenamiento jurídico
que reconoce la libertad religiosa. La fórmula concreta que se adopte guarda relación
con el marco general en el que se desarrollen las relaciones entre el Estado y el factor
religioso.

Cuando el Derecho de un Estado ha mantenido una relación histórica prolongada con el


Derecho canónico, las medidas de protección del secreto religioso inciden
fundamentalmente en exclusión del ministro de culto de la prueba testifical -en el
proceso civil o en el penal- y en la sanción penal de la revelación. En casos extremos, la
protección procesal excluye (hace incapaz) al ministro religioso para deponer en el
juicio.

En los ordenamientos jurídicos donde, junto con una histórica influencia de la Iglesia
católica, se ha producido una apertura a la libertad religiosa, bajo una actitud estatal de
cooperación, las dos posibilidades de regulación procesal serían o bien una protección
“ad hoc”, derivada de las específicas exigencias planteadas por determinados grupos
religiosos, o bien una protección genérica que favorece a todo ministro de culto que
llega a conocer determinados hechos por razón de su estado u oficio. La protección “ad
hoc”, en el caso particular de España o de Italia, tiene lugar mediante la inclusión, en
los Acuerdos firmados con las confesiones religiosas, de una cláusula de protección que
operaría como Derecho específico.

Desde actitudes de separación entre la Iglesia y el Estado, el reconocimiento del secreto


religioso a partir de la libertad religiosa operaría en combinación con un principio de
igualdad jurídica. Por ello, la apertura del ordenamiento al secreto religioso se lleva a
cabo a través de una vía “secularizada”, mediante la asimilación formal al secreto
profesional, de una parte, y mediante la extensión del secreto religioso a todas las
confesiones religiosas (con independencia de que éstas contemplen expresamente el
secreto como requerimiento ritual), de otra. A dicha conclusión se llega, por vía
jurisprudencial, en el Derecho francés, de forma indirecta. Es decir: primero, se
extiende la sanción penal por revelación de secretos a todo ministro de culto, y después
(por coherencia del sistema) se entiende que la regulación penal implica la exención del
deber de testificar en el proceso. También en el Derecho francés aparece nítida la
segunda extensión; es decir: la protección del secreto religioso alcanza a todos los
ministros de los cultos legalmente reconocidos, respecto de los hechos de los que
tuvieron conocimiento por razón de sus funciones.

Cuando el ordenamiento jurídico carece de una cierta conexión con el Derecho canónico,
e incluso cuando el punto de partida es sólo y exclusivamente la libertad religiosa, cabe
una doble forma de protección del secreto. De una parte, la configuración de una
exención de carácter legislativo. En la mayoría de los casos (salvo contadas
excepciones, como el Derecho federal canadiense o el Derecho inglés), esta es la vía
más frecuente y segura sin perjuicio de que, una vez que esta vía queda establecida,
puedan surgir múltiples problemas sobre la extensión subjetiva (a qué sujetos
relacionados con el grupo religioso se extiende la protección, a quiénes no) y objetiva
(qué tipo de conversaciones quedan protegidas, cuáles son los límites externos del
secreto, etc.). La otra vía sería la protección jurisprudencial, más clara en los
ordenamientos de corte anglosajón. Por ejemplo, en Inglaterra se procede a una cierta
protección precaria del secreto religioso en el proceso, e incluso alguna sentencia
muestra con claridad cómo el respeto del secreto religioso no exige la absoluta
prohibición de testificar, sino sencillamente una facultad de abstención, aunque esta
posibilidad queda a la decisión del juez.

Aunque es indudable que la libertad religiosa debería estar siempre presente en la


configuración del secreto ministerial, sin embargo no ha sido el principal elemento
configurador de las específicas regulaciones del secreto. En efecto, la libertad religiosa
da un sentido nuevo a la regulación del secreto religioso; incluso podría dotarle de
nuevos efectos y consecuencias. Pero en muchos casos la tradición del secreto religioso
tiene su fundamento en otros motivos. Como hemos visto, uno de esos motivos muy
significativo sería el peso del Derecho canónico en la tradición jurídica continental
europea (Francia, España o Alemania); otro sería la presentación de singulares formas
de objeción de conciencia que promueven la acción legislativa (como en Delaware, en
Nueva York, en Inglaterra); la fijación de un secreto más dentro de la estructura de los
secretos profesionales en los procesos judiciales (como en el Derecho federal
canadiense, y algunos Estados de EUA); la extensión, en fin, del secreto otorgado en
favor de los sacerdotes católicos a otras confesiones religiosas (como en Francia o en la
provincia canadiense de Québec).

5. El secreto ministerial en el Derecho español

En el Derecho español, el secreto ministerial resulta del entrecruzamiento de diversos


sectores legales. Por una parte, el Derecho común procesal y penal. Por otra parte, el
Derecho especial acordado que contempla el fenómeno.
Parte del Derecho común en esta materia surgió en circunstancias jurídico-políticas
diversas de las que marca la estructura material y formal establecida por la
Constitución. Ésta imprime en esa legislación previa una orientación bien determinada,
con implicaciones que tal vez en el momento histórico de surgimiento de la normativa
particular no eran previsibles.

Los artículos constitucionales que orientan la legislación en materia de secreto


ministerial son, principalmente, el 16 (libertad ideológica, religiosa y de culto), el 18
(derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen), 24 (secreto profesional y
por razón de parentesco), 53 (garantías de los derechos fundamentales y libertades
públicas) y el 10.2 (interpretación integrativa en materia de derechos
fundamentales).

5.1. Legislación acordada en materia de secreto ministerial

En el Acuerdo sobre renuncia a la presentación de obispos y al privilegio del fuero de 28


de julio de 1976, se establece:

Artículo II.3. “En ningún caso los clérigos y los religiosos podrán ser requeridos por los
jueces u otras Autoridades para dar información sobre personas o materias de que
hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio”.

Se trata de una redacción prácticamente idéntica a la contenida en el artículo XVI del


Concordato de 1953. El tenor literal del texto (“en ningún caso los clérigos y los
religiosos podrán ser requeridos”), pone de manifiesto que se otorga una exención, no
una prohibición de declarar o testificar. Es ésta una configuración que aproxima el
secreto religioso al tratamiento legal de las objeciones de conciencia. El contenido del
precepto acordado excede de lo que sería exclusivamente el sigilo de confesión, para
extenderse a otros menesteres espirituales distintos del sacramento de la penitencia. El
alcance subjetivo comprende tanto a clérigos como a religiosos. La definición de estas
categorías de personas debe remitirse a la normativa canónica. En cuanto al alcance
formal, la norma pretende su aplicación no solo al ámbito procesal, sino también a otros
ámbitos (administrativos, de policía, etc.).

Los Acuerdos del Estado con las confesiones minoritarias, de 10 de noviembre de 1992,
también incluyen provisiones especiales en materia de secreto ministerial, contenidos
en los artículos 3.2 de cada una de las tres leyes. Los textos son prácticamente
idénticos, aunque llama la atención que el Acuerdo con la Comisión islámica de España
establezca la protección del secreto religioso “en los términos legalmente previstos para
el secreto profesional”. Esta equiparación, ¿lo es en los efectos? En ese caso, las
limitaciones que se derivan del secreto profesional son aplicables al secreto religioso
islámico. No creo que tal interpretación sea válida. Más bien, aunque el legislador no lo
exprese así, la cuestión es que el secreto religioso islámico (probablemente el secreto
religioso judío también) tiene su fundamento no tanto en una exigencia de carácter
religioso-ritual, cuanto en el respeto de la intimidad.

También se observa que los Acuerdos establecen un concepto legal de ministro de culto,
el cual añade, al requisito natural de ser ministro definido en los términos exigidos por
cada grupo, la exigencia de acreditación. En buena lógica jurídica, se deduce que el
secreto ministerial reconocido en los Acuerdos, lo es de los sujetos reconocidos a los
efectos legales (el artículo 3.2 se remite plenamente al 3.1.), pero no de cualquier
ministro. Por contraste, en el Acuerdo con la Santa Sede antes examinado no se
requiere la acreditación. El tratamiento, por tanto, es diferente. Se llega a tal solución,
probablemente, por la dificultad que entrañaba la integración en una misma estructura
de pacto, o incluso en una misma entidad negociadora, de religiones bien distintas (en
el caso de las Entidades Evangélicas es patente) en su conformación, hábitos y
creencias.
En el ámbito objetivo, los tres artículos protegen la confidencialidad respecto de los
“hechos que les hayan sido revelados en el ejercicio de funciones de culto o asistencia
religiosa”. No hay una limitación a un determinado acto, sino al tipo de relación que se
establezca: que esta tenga un contenido o un matiz religioso preponderante,
acompañado por el carácter confidencial.

El ámbito formal de protección queda vagamente definido por el término “declarar”. No


creo que sea una referencia exclusiva a la declaración testifical, sino que puede
entenderse toda manifestación o explicación requerida por la autoridad.

En resumen, la regulación pacticia con las confesiones minoritarias sigue la tendencia


marcada por el Acuerdo con la Santa Sede de 1976. El único punto que introduce
confusión es el establecimiento de un concepto legal de ministro religioso, en lugar de
remitir el problema a las normas confesionales.

5.2. Legislación procesal

El núcleo de la cuestión del secreto ministerial nos remite habitualmente a la prueba de


testigos en el proceso.

En el Derecho procesal penal, es el artículo 417 de la ley de Enjuiciamiento Criminal el


que regula la protección de los ministros de culto en la prueba de testigos,
estableciendo una exención sin obligación de silencio. No parece necesario insistir sobre
el ámbito objetivo de aplicación del precepto, ya que se reiteran los términos explicados
anteriormente respecto de la legislación pacticia. Sí que merece una cierta atención
particular la extensión subjetiva, en un doble orden: por una parte, la mención de los
“ministros de culto disidentes”; por otra, la mención de los “eclesiásticos”. Respecto de
los denominados “ministros de culto disidentes”, es preciso tener en cuenta que la
confesionalidad de la época en que nace nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal exigía
un deslinde y un realce de la religión oficial. El término “disidentes” debe interpretarse -
integrándolo con el artículo 11 de la Constitución de 1876 - como religiones distintas
de la católica, no sólo las religiones cristianas. En el actual régimen, la extensión de la
protección puede considerarse absoluta, e incluso más ventajosa que aquella prevista
por los Acuerdos de 1992. Éstos establecen, como ya se ha visto, un concepto legal de
ministro religioso. Y, sin embargo, deben ser estos Acuerdos los que determinen, para
las tres confesiones minoritarias, quiénes son ministros “a todos los efectos legales”.
Con lo cual se produce la siguiente paradoja: el concepto de ministro religioso para los
clérigos católicos, viene determinado por el Derecho canónico; el concepto para los
ministros religiosos de las confesiones y grupos que tienen firmados Acuerdos, viene
determinado por el Estado a partir del concepto de cada confesión y grupo; y el
concepto de ministro de culto para los grupos religiosos sin Acuerdo no tiene una
definición legal específica, lo cual nos remite a tal vez a la apreciación que el juez pueda
realizar de dicho concepto (¿de forma analógica?), a partir de lo que el propio ministro
de culto explique o exponga.

En el Derecho procesal civil, el artículo 361 de la Ley de Enjuiciamiento civil


consideraría idóneo al ministro de culto designado para ser testigo. Por su parte, el
artículo 591 establece un deber de colaboración de personas, “sin más limitaciones
que los que imponen el respeto a los derechos fundamentales o a los límites que, para
casos determinados, expresamente impongan las leyes”. Y es de específica aplicación al
secreto ministerial el artículo 371 de la Ley de Enjuiciamiento civil . Conforme a este
artículo, para que un sujeto pueda ser liberado del deber de testificar, se exige su
manifestación razonada ante el tribunal, y éste, considerando el fundamento de la
negativa a declarar, resolverá mediante providencia lo que proceda en Derecho,
quedando constancia en acta, si el testigo quedara librado de responder, de esta
circunstancia. Como puede comprobarse, el artículo 371 no menciona para nada ni a
ministros de culto, ni a abogados ni a médicos, ni a periodistas. Cualquier motivo de
conciencia, si es apreciado por el tribunal, podría liberar del testimonio. En
consecuencia, se replantea la cuestión del secreto ministerial hacia una comprobación
“ad casum”, beneficiosa en teoría, porque otorga la exención solo a quienes realmente
vienen exigidos a guardar secreto por razón de exigencia disciplinar, normativa, etc. del
propio grupo, Iglesia o confesión religiosa. Pero no es menos cierto que podría prestarse
a abusos por desconocimiento de las exigencias confesionales, o por considerar que el
valor de un interés público (el testimonio) es superior al valor del secreto ministerial.

La ley procesal militar, en su artículo 135 , introduce un elemento ligeramente


discordante, al establecer la exención de comparecencia (y de testimonio) a los “altos
dignatarios” (¿ministros de culto?) de las confesiones religiosas oficialmente reconocidas
(debemos entender, confesiones registradas), mientras que mantiene una terminología
amplia, no restringida a los ministros de culto de grupos religiosos registrados, para el
deber de denuncia.

5.3. Derecho penal

La conducta de revelación de secretos por parte del ministro religioso podría


encontrarse comprendida en el número 1 del artículo 199 del Código penal español :
“El que revelare secretos ajenos, de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o
sus relaciones laborales, será castigado con la pena de prisión de uno a tres años y
multa de seis a doce meses”. Por su parte, el artículo 197 tipificaría la revelación del
secreto ministerial realizada por un tercero ajeno que interceptara la conversación
confidencial entre el ministro de culto y el fiel, introduciéndose además agravamientos
de la pena cuando concurran algunas circunstancias concretas, como el fin de lucro o el
contenido de la interceptación (datos de carácter personal que revelen la ideología,
religión, creencias, salud, origen racial o vida sexual).

1. Planteamiento y antecedentes

Una de las materias donde más se acusó la progresiva cristianización del Derecho
romano fue la sucesoria. Desde la época de Justiniano fueron adquiriendo carta de
naturaleza las disposiciones “in bonum animae” y su inclusión en los testamentos, de tal
modo que en la Edad Media –confesión y testamento- eran actos que llegaban a
solaparse, de tal modo que confesión y disposición “pro anima” eran actos que solían ir
unidos. En la Edad moderna se aprecia un cierto recelo por parte del poder político hacia
estas disposiciones: primero como protección a los herederos frente a la excesiva
liberalidad piadosa del testador, de otra una mentalidad más laica llevaría a la creación
de mayorazgos y otras vinculaciones civiles con merma de las causas pías eclesiásticas,
en fin el regalismo y los planteamientos desamortizadores no veían con buenos ojos la
acumulación de bienes en manos de la Iglesia. En España con el advenimiento de la
dinastía borbónica, el regalismo pasa a ser una extendida práctica en política
eclesiástica, que además en cuestiones de disposiciones pías iba a ser objeto de una
normativa frecuentemente restrictiva, también teniendo en cuenta que la ambición de
algunos clérigos llevaba en ocasiones a sugestionar en el momento de la muerte y viciar
la voluntad del testador. El punto de arranque de esta normativa fue el Auto Acordado
de 12 de diciembre de 1713 dictado por el Consejo de Castilla y cuyo inspirador de
fondo se ha demostrado Melchor de Macanaz, reconocido regalista de la política
española. En época de Carlos III una Real Cédula de 18 de agosto de 1771 recordaba la
vigencia del precepto. La novísima Recopilación en la ley 15, título XX, libro X se
prohíben “las mandas y las herencias dejadas a los confesores, sus parientes, religiones
o conventos”. Después de los varios proyectos de código civil español y diversas
redacciones pasará al Código civil español de 1889 como artículo 752 donde se
establece: “No producirán efecto las disposiciones testamentarias que haga el testador
durante su última enfermedad a favor del sacerdote que en ella le hubiese confesado,
de los parientes del mismo dentro del cuarto grado, o de su iglesia, cabildo, comunidad
o instituto”.

2. Doctrina y jurisprudencia en torno al artículo 752 del Código civil


La doctrina y jurisprudencia manifiestan que la razón última de este precepto consiste
en impedir las sugestiones que puede realizar el confesor en el ánimo del testador,
restándole libertad en el momento de disponer sus bienes, en una situación, la de su
última enfermedad, que le hace especialmente vulnerable a esas sugestiones.

a) La gran cuestión a mi entender es la siguiente; la previsión del art. 752 actúa


siempre y en todo caso y por tanto siempre que se den los elementos previstos se
aplicará la nulidad de las disposiciones testamentarias o más bien estamos ante una
presunción iuris tantum, que admite prueba en contrario, partimos de que en una
interpretación estricta se parte de la nulidad de esas disposiciones pero como se verá en
el apartado de jurisprudencia no siempre es aplicable el 752 en todo su rigor. Lo
definitivo es la demostración de que se ha captado efectivamente la voluntad del
testador y eso puede salvaguardarse con la aplicación de las reglas de los arts.613 y
756, 5º del código civil.

b) Tanto el artículo 745 del Código civil como el 763 establecen como principios
generales de la sucesión “mortis causa”, la capacidad para recibir por testamento y la
libertad del testador para disponer de los bienes con la limitación de los herederos
forzosos. La prohibición del 752 supone una excepción a ambas reglas, sin un motivo
definitivo que lo justifique, a mi entender. Cierto que el supuesto contenido en la
prohibición del 752 puede darse en la realidad y constituye un claro abuso, máxime
por las circunstancias de conciencia y respeto de la intimidad religiosa, lo que no debe
hacerse es elevar ese supuesto a categoría de regla general. La aplicación general de
este precepto puede llevar a soluciones, verdaderamente contrarias a la voluntad del
testador: por ejemplo, el caso del enfermo que hace testamento en el pueblo donde
sólo hay una parroquia y que si previamente confesó con su párroco no puede testar a
favor de ella; o el caso del padre que confiese con su hijo sacerdote, y otros casos que
pueden demostrar, sí la cautela del 752 , pero también la injusticia del precepto.

c) La jurisprudencia del Tribunal Supremo español actúa en un doble sentido. De un


lado interpreta restrictivamente los términos del precepto y por otro nos permite llegar
a la conclusión de que la regla señalada en el 752 constituye una presunción que
admite prueba en contrario y en la que se invierte la carga de la prueba, en otros casos
hay que demostrar la captación para impugnar la disposición, en el 752 se presume la
captación, así que la disposición es impugnable, mientras que no se demuestre que no
hubo captación de la voluntad del testador. Esta interpretación viene avalada por el
Tribunal Supremo en la Sentencia de 22 de diciembre de 1884, en la que la disposición
impugnada era copia de otra incluida en un testamento otorgado tres años antes de la
muerte de la testadora y ésta aún no conocía al confesor. No hubiera sido coherente la
invalidez de la disposición testamentaria, por pertenecer el confesor a la congregación
beneficiada con el testamento, cuando lo cierto es que la testadora había dispuesto así
antes de conocer al confesor aludido. El Tribunal Supremo en sentencia de 25 de abril
de 1899 establece también una nueva línea en la aplicación del criterio sobre última
enfermedad: no en inconveniente para la aplicación del precepto que la enfermedad de
que se muere -la última- no “obsta para estimar última enfermedad de ésta aquella
bajo cuya influencia estaba cuando otorgó disposición testamentaria a favor de su
confesor, si no consta que hubiera sanado de ella, y sí que subsistía cuando ocurrió el
accidente(…) pues nada de eso altera los fundamentos racionales de la incapacidad
declarada en el expresado artículo”. La sentencia del Tribunal Supremo de 6 de abril de
1954 constituye el más claro esfuerzo para delimitar el alcance de la expresión “iglesia,
comunidad, cabildo o instituto”.

3. El art. 752 desde la óptica del Derecho eclesiástico

a) En los desarrollos doctrinales y jurisprudenciales expuestos no suele estar presente


un tema clave dentro de la unidad del ordenamiento jurídico, como es la problemática
que se deriva directamente del hecho de que la prohibición nuclear del precepto se
refiere a un ministro de culto y que el acto fundante de la prohibición –la confesión- sea
un acto religioso. Además en el caso que nos ocupa hay que tener en cuenta la vigencia
real del precepto en consonancia con los principios de la nueva Constitución de 1978,
especialmente en tratamiento del hecho religioso y en lo que a nuestro caso se refiere
los principio de laicidad e igualdad (16 y 14 de la Constitución española).

b) el art. 752 quiebra la laicidad del Estado desde tres puntos de vista: no parece que
la actuación laica del Estado pueda derivar indebidamente consecuencias en el trato a
un ciudadano o grupo de ellos en función de su pertenencia o no a una confesión
religiosa; en segundo lugar en un régimen de aconfesionalidad la cualidad de clérigo o
ministro de culto resulta irrelevante para el derecho estatal para establecer restricciones
a su capacidad de obrar; finalmente desde el punto de vista del acto, la confesión, que
toma en consideración el art. 752 para establecer la prohibición de heredar, es
dudoso que Estado, sin acuerdo previo con la confesión religiosa, conceda relevancia
jurídica a un acto que se produce en el ámbito interno de dicha confesión religiosa.

c) Para el experto en Derecho eclesiástico el art. 752 plantea serio problemas al


concepto de igualdad, en primer lugar en relación a otros ministros de culto de otras
confesiones y en segundo lugar problemas de discriminación por razón de religión,
respecto al resto de ciudadanos que por especiales razones (amistad, confianza,
profesión) podrían influir especialmente en la voluntad del testador en el trance de
muerte. El precepto penaliza al sacerdote confesor de última enfermedad, sus parientes
y ciertas entidades eclesiásticas. Ciertamente que la tradición regalista del precepto lo
hace comprensible desde esa perspectiva, pero no parece justificable esa discriminación
o trato desfavorable, del ministro católico respecto a los ministros de culto de otras
confesiones y al resto de ciudadanos españoles. Ante tal quiebra jurídica cabrían
razonablemente dos soluciones: 1, extender los efectos del precepto a otros ministros
de culto en situaciones similares y auxilios parecidos a los del confesor de última
enfermedad, y también a los ciudadanos que pudiesen tener un especial influjo en el
estado de postración del enfermo (medico, abogado, cuidador, enfermera, empleados
en residencias de tercera edad, etc.); o, 2, y esta me parece la correcta, suprimir el
precepto, precisamente en aras de la igualdad con los demás ministros de culto y los
demás ciudadanos, mucho más cuando del análisis del precepto se ponía de relieve que
la libertad del testador, y el peligro de influjos, sugestiones y captaciones de la
voluntad, puede ser protegido y garantizado por los preceptos comunes de voluntad
viciada del testador, art. 673 y 756, 5º . Llegados a este punto conviene
recapacitar de nuevo sobre las razones jurídicas del art. 752 del código civil y de lo
absurdo que podría resultar, en virtud de la igualdad, aplicar un precepto discriminador
para el sacerdote confesor, a los demás cultos. La interpretación es estricta y no parece
por ello equiparar la confesión sacramental a otros auxilios espirituales o ritos religiosos
de otras confesiones religiosas en el trance de disponer a las personas para la muerte.
Esta es la cuestión: si resulta que el precepto no afecta iuris et de iure a quienes
contempla en su propio texto, en el caso de que no hubiese sugestiones, ni captación de
voluntad; si es simplemente una presunción de sospecha de que hubo tal captación,
¿por qué extender una discriminación negativa a otros ministros de culto, de
confesiones inscritas o no?. Parece lo más adecuado, en aras de la igualdad, omitir la
discriminación y con ello el precepto.

d) La ley 40/1991 de 30 de diciembre del parlamento de Cataluña aprobó el código de


sucesiones por causa de muerte en el Derecho civil de Cataluña , que por las
peculiaridades compilatorias del Derecho español excluye la aplicación directa o
supletoria del Código civil en Cataluña. El art. 147 del Código de sucesiones en el
Derecho civil catalán previene lo siguiente: “No podrá disponerse a favor del religioso
que hubiese asistido al testador durante su ultima enfermedad, ni de la orden,
comunidad, institución o confesión religiosa a que aquel perteneciera” En un breve
comentario de este precepto en relación con el art. 752 del Código civil español cabe
señalar: 1) se sustituye la confesión por asistencia, 2) se habla de confesión religiosa,
por lo que es lícito suponer que el precepto se extiende a los ministros de culto de
cualquier confesión religiosa, 3) sorprende negativamente que se hable de religioso,
pues por tal concepto se habría de presuponer lo que prescribe el código de derecho
canónico (cfr. cc. 207, 573 y ss.) En definitiva, a mi entender, el legislador catalán ha
perdido una excelente oportunidad para suprimir un precepto de las características de
nuestro estudio, incluso es técnicamente peor que el 752 . Sin embargo, frente al
carácter postconstitucional del Código sucesorio catalán, existe un ejemplo
preconstitucional, La Compilación del Derecho civil foral de Navarra, donde desaparece
la prohibición del artículo 752 y se remite esa cuestión a las causas generales de
incapacidad del art.756 del Código civil .

1. Derecho a la educación

1.1. Educación y derecho

Junto a los aspectos filosófico, teólogo o político sobre la educación está el aspecto
jurídico. El Derecho es el orden justo o, en otras palabras, la ordenación de la vida
social según criterios de justicia. La educación es asunto complejo u objeto de fuerzas
intereses y derechos diversos que han de armonizarse y ahí es donde el Derecho ha de
poner orden y justicia. El Derecho tiene triple dimensión de “hecho, valor y norma” que
es tanto como decir: conjunto de normas sobre una realidad social, desde la valoración
de la justicia. Así pues, el derecho parte de unos valores propios, que estudian la
Filosofía ética; sólo así es posible superar un positivismo radical. No es extraño, pues,
que en la Constitución española vigente de 1978 antes de definir los derechos y
deberes en torno a la educación, se defina esta misma acudiendo a un plano filosófico.

1.2. Objetivo de la educación

En el plano jurídico la educación que estudia la Filosofía de la educación tiene aquella


misma finalidad de desarrollo la personalidad humana, pero en conexión ahora con los
derechos y libertades que en ella concurren, y en relación con la convivencia. Así el
artículo 27.2 de la Constitución española afirma que “la educación tiene por objeto el
pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos
de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”.

1.3. “Todos tienen derecho a la educación”

En el plano jurídico, desde la postura de un Estado no confesional o laico, que no


laicista, como es el Estado español (cf. art. 16.3 CE ), la educación es un derecho de
todos (art. 27.1. CE ): “Todos tienen derecho a la educación”); esta es la perspectiva
fundamental, el derecho del ciudadano, del niño, del sujeto pasivo de la educación a
recibirla. Y todos (padres y alumnos, personas físicas y jurídicas, profesores), tienen
derecho en torno a la educación [“Se reconoce la libertad de enseñanza” (art.27.1.CE
)]. Ante esta imprecisión del texto constitucional el Tribunal Constitucional ha entendido
la libertad de enseñanza en sentido amplio y comprensivo de tres derechos, referidos a
los tres sujetos que influyen en el proceso educativo, como son: a) los titulares de
centros docentes, b) los profesores, y c) los padres de alumnos o éstos en su caso.

Y así, según la sentencia del Tribunal Constitucional 5/1981 de 13 de febrero ,


sobre la LOECE, la libertad de enseñanza, que puede ser entendida como una
proyección de la libertad religiosa y del derecho a expresar y difundir libremente el
pensamiento, las ideas y opiniones protegidas por otros preceptos constitucionales
(arts. 16.1 y 30.1.a) CE ), implica:

a) Derecho de los titulares centro: el derecho a crear instituciones educativas (cf. art.
27. 6 CE ).

b) Derecho de los profesores: libertad de cátedra, derecho de quienes llevando a cabo


personalmente las funciones de enseñar, a desarrollarla con libertad y dentro de los
limites propios del puesto docente que ocupen [(art. 20.1.c ) CE )].
c) Derecho de los padres: del principio de libertad de enseñanza deriva también,
continúa diciendo la citada sentencia del Tribunal Constitucional 5/81 F.J. 7º , el
derecho de los padres a elegir la formación religiosa y moral que desea para sus hijos. A
profesores, padres y en su caso alumnos se garantiza el derecho a intervenir en el
control y gestión de los centros docentes (art. 27.7 CE ).

Por su parte el Estado, los poderes públicos garantizan aquel derecho de todos a la
educación mediante el servicio público de enseñanza, que comprende la programación
general de la enseñanza y la creación de centros docentes públicos (cf. art. 27.5. CE
), la inspección y la homologación del sistema educativo (art. 27.8.CE ), y la ayuda a
los centros docentes (art.27-9. CE ).

1.4. El derecho a la educación en la Constitución 1978.

La formación jurídica máxima de los derechos educativos se encuadra en la Constitución


vigente de 1978 en su artículo 27 , ya aludido. Esta Constitución es formalmente fruto
del consenso entre las fuerzas políticas prevalentes en el parlamento español en 1978,
los partidos políticos de Unión de Centro Democrático y Partido Socialista Obrero
Español, consenso que precisamente surge ante el conflicto que suponen las
encontradas posturas en torno a su actual artículo 27 sobre educación. Por ello la
postura de la Constitución es la de tolerancia y respeto del pluralismo político a fin de
que pueda ser aceptada por todos los ciudadanos. La consecuencia ha sido su inevitable
ambigüedad, pero esto tiene la ventaja de hacer posible la gobernación por partidos de
muy diverso signos político. Se trata de un texto -el de su artículo 27 - extenso y
plural que recoge los rasgos principales de las dos ideologías en pugna, la de la
pluralidad de escuela -propia de las posturas de centro y de derecha- y la pluralidad
dentro del centro -propias de las posturas de izquierda-. En esto lo que permite
soluciones de desarrollo muy diverso, como bien han puesto de manifiesto las leyes que
posteriormente lo han desarrollado, la LOECE por parte del partido de UCD, la LOGSE
por parte del partido de PSOE.

En la tensión y confrontación, tradicionales en España, entre enseñanza laica y


enseñanza confesional, entre escuela pública y escuela privada, entre el derecho de
todos a la educación y la libertad de enseñanza (entendido el primero como misión del
Estado a través de la creación de centros docentes públicos y entendido el segundo
como derecho de los ciudadanos, grupos sociales e Iglesia a la creación de centros), la
Constitución de 1978 ha supuesto el primer intento sólido y duradero de conciliar los
dos tipos de enseñanza, la pública, laica y la privada, confesional, o dicho de otro modo
entre el derecho de todos a la educación y la libertad de enseñanza.

Ideológicamente nuestra Constitución ha sido calificada de socializante, que no


socialista (J. BELMONTE), o socialdemócrata: como la suma es distinta de los sumandos
la ideología resultante de la Constitución es la de la socialdemocracia todavía más
intensamente que en la Constitución de la República, siendo la socialdemocracia la
forma más moderna del liberalismo en su lucha por escapar del autoritarismo, sin
desembocar en el socialismo (L. ABADÍA).

En todo caso la Constitución de 1978 ha hecho posible la “paz escolar” en España tras
años de guerra escolar, aunque no exenta de escaramuzas que no alcanzan a poner en
peligro la relación Estado-Iglesia durante el ya largo periodo democrático que arranca
de 1978.

2. La libertad de enseñanza

2.1. Pluralismo social y político. Libertad de expresión y libertad de enseñanza

Partimos del derecho real de que nuestra sociedad es una sociedad plural. Plural en
todos los aspectos: en lo político, en lo económico, en lo sindical, en lo religioso, en lo

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