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La puesta en escena de la realidad y el punto de vista documentado sobre el

imaginario

por Jean Rouch

Para mí, cineasta y etnógrafo, no existe prácticamente ninguna frontera entre el


film documental y el film de ficción. El cine, arte del doble, es ya el pasaje del
mundo de lo real al mundo de lo imaginario, y la etnografía, ciencia de los
sistemas de pensamiento de los otros, es una circulación permanente de un
universo conceptual a otro, gimnasia acrobática en donde perder pié es el menor
de los riesgos.
Ya en el rodaje de un ritual (por ejemplo: una danza de posesión en los Songhay,
o funerales en los Dogons) el cineasta descubre una puesta en escena compleja y
espontánea de la cual ignora la mayor parte del tiempo quien es el maestro de
ceremonias; ¿es el sacerdote sentado en su sillón, el músico imperturbable, el
primer bailarín con fusil? Pero no hay tiempo de buscar esa guía indispensable si
se quiere registrar el espectáculo que comienza a desarrollarse y que no se
detendrá, como animado por su propio perpetuo movimiento. Ahora el cineasta
“pone en escena esta realidad”, improvisa sus encuadres, sus movimientos o sus
tiempos de rodaje, elección subjetiva de la cual la única clave es su inspiración
personal. Y, sin duda, se llega a la obra maestra cuando esta inspiración del
observador está al unísono con la inspiración colectiva que observa. Pero esto es
tan raro, requiere una connivencia tal que no puedo mas que compararla con esos
momentos excepcionales de una jam session entre el piano de Duke Ellington y la
trompeta de Louis Armstrong, esos encuentros fulgurantes de desconocidos que a
veces nos refiere André Breton. Y si me llega la ocasión de lograr este dialogo, por
ejemplo en Tourou et Bitti, plano secuencia de diez minutos sobre una danza de
posesión, me queda en la boca el gusto de este esfuerzo, y el riesgo obligado de
no vacilar, de no perder mi punto y mi apertura de objetivo, de ser yo mismo
nadando lo mas lentamente posible, o mejor volando detrás de mi cámara tan
súbitamente vivo como un pájaro; sin ello todo debe recomenzar, se diría que todo
se ha perdido. Y cuando agotados por esta tensión y este esfuerzo, Moussa
Hamidou ha puesto a descansar su micrófono y yo mi cámara, tenemos la
impresión que la multitud expectante, que los músicos y también estos dioses
frágiles que en el intervalo han hechizado a sus bailarines temblorosos, han
comprendido el sentido de nuestra búsqueda y aplauden la realización. Y esto sin
duda porque no soy capaz de explicar este tipo de puesta en escena mas que por
el término de “cine-transe”.
Durante de la realización de un film de ficción, donde todo el mundo “actúa”, el
mismo fenómeno se produce regularmente si se aplican las técnicas del reportaje
cinematográfico al registro del imaginario. En el cine tradicional, este trabajo se
practica a priori cuando el realizador hace su encuadre, ensayando la puesta en
papel de las series de imágenes que deben llevar al espectador a seguir un
itinerario preciso. Y es necesario tener en cuenta los borradores de Einsenstein
para descubrir la complejidad de un trabajo semejante (que los cinéfilos de la
Cinemateca siguen a contrapelo, abordando la obra conocida, y reconocida, y
remontando luego hacia las fuentes todavía desconocidas de la obra). Será
necesario después recomenzar la misma búsqueda paciente en lo que se refiere a
la preparación de los decorados y sobre el juego cien veces repetido de los
actores. Debo decir que siempre me ha maravillado este duro trabajo de topo que
deberá alcanzar un film y cuya cualidad será justamente la de ser, como la
verdadera elegancia, invisible. Pienso aquí también en las comedias musicales
americanas que requieren días y semanas de preparación minuciosa para llegar a
cinco minutos inolvidables de un plano secuencia de Gene Kelly bailando en la
lluvia. Y me sorprende aún mas que yo sea totalmente incapaz de hacer lo mismo.
Porque la única manera posible para mí de abordar la ficción es la de tratarla
como creo saber tratar a la realidad. Mi regla de oro es la “toma uno”, un solo
registro por plano, y el rodaje siguiendo el orden de la historia. La inspiración
entonces cambia de campo. Ya no le corresponde solo al cineasta la improvisación
de encuadres y de movimientos, sino también a los actores, quienes inventan una
acción que no conocen todavía, y diálogos que nacen de la réplica precedente. Se
diría que el clima, el humor y los caprichos de ese pequeño diablo caprichoso que
llamo “la gracia” juegan un rol esencial en esta reacción y en esta interacción que
no podría ser mas que irreversible. Aquí una vez mas imposible retornar, imposible
no tener en cuenta los azares que se cruzan en el camino: de esta manera,
en Cocoricó M. Poulet renunciamos a prever el curso de nuestra historia dado que
los desperfectos continuos del vehículo-vedette modificaban a cada instante el
guión previsto.
Pero de revancha que alegría, que “cine-placer” para los que son filmados y para
los que filman. Es como si, de golpe, todo fuera posible: caminar sobre las aguas o
dar cuatro o cinco pasos en las nubes. Entonces la invención es continua y no
teníamos ninguna otra razón para detenernos que la falta de película o la risa loca
que hacía temblar peligrosamente micrófonos y cámaras...
Y cuando el film fue terminado, y descubrimos con Damouré, Lam y Tallou que
nuestra risa era contagiosa y que los espectadores compartían nuestra alegría,
fuimos felices como solo saben serlo los locos y los niños: habíamos conseguido
atrapar algunas plumas del maravilloso pájaro desconocido, habíamos alcanzado
a compartir nuestros sueños.
Y no hay, para mí, otra manera de hacer un film.
(1981)

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