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Garcia Mateo, R.

FORMACIÓN INTELECTUAL Y VIDA ESPIRITUAL


en la IV Parte de las Constituciones de la Compañía de Jesús

Resumen

El ideal pedagógico presentado en esta parte de las Constituciones se encuadra en una


trayectoria formativa que intenta conjugar lo intelectual dentro de la vida espiritual, o sea relacionar
aspectos que más bien se consideraban y se consideran separados, incluso opuestos. Ya en la
Devotio moderna se observa un enfrentamiento entre ciencia y devoción, la reflexión filosófica y el
sentimiento religioso, la teoría y la práctica de la virtud. Se podrían citar algunos textos del Kempis
en los que se da pie a esta disensión.
Ignacio conoció esta problemática por propia experiencia durante sus estudios en las
Universidades de Alcalá, Salamanca y París e intentó darle una respuesta desde la situación
religioso-cultural de su época, en la que el enfrentamiento entre la escolástica y el humanismo
renacentista era muy agudo. Con el fin de superar esta polarización él parte sobre todo del “modus
parisiensis” y llega a unos resultados que se corresponden claramente con lo que hoy se llama
“formación integral”.

Summary

The pedagogical ideal presented in this part of the Constitutions is part of a formative path,
which tries to conjugate the intellect within the spiritual life, that is, tries to relate aspects that were
and are generally considered dissociated, opposed even. On the other hand, in the Devotio moderna
there is a confrontation between science and devotion, between philosophical reflexion and
religious feeling, between theory and the practice of virtue. Some texts on this dissension could be
quoted from Kempis.
Ignacio was aware of this question by his own experience, during his student years in the
Universities of Alcalá, Salamanca and Paris, so he tried to answer it according to the religious and
cultural situation of that time, a time when the clash between scholasticism and renaissance
humanism was very intense. In order to overcome this polarization, he starts with the “modus
parisiensis” and the results he achieves can clearly correspond to the so called “whole education”.

Introducción

Si ya los Ejercicios ignacianos ofrecen junto a lo espiritual tantos elementos metodológicos


que han contribuido a originar toda una pedagogía, esto no es menos en el caso de las
Constituciones de la Compañía de Jesús; ellas están profundamente unidas a los Ejercicios como
una de sus consecuencias más inmediatas y, además, establecen el marco para formar y vivir en una
orden religiosa, es decir, organizan las relaciones comunitarias según unos criterios normativos y
jurídicos, pero sin reducirlas a ellos, es más, se parte del presupuesto paulino de que la “letra mata”
y que, por tanto, en sentido ideal no sería necesaria ninguna constitución, así se afirma en el
Proemio: “más que ninguna exterior constitución, es la interior ley de la caridad y el amor que el
Espíritu Santo escribe e imprime en los corazones”, lo que ha de ayudar para “conservar y regir la
Compañía”.
Lo que se llama generalmente Constituciones de la Compañía de Jesús comprende en
realidad cuatro escritos distintos pero estrechamente relacionados entre sí: 1) El libro del Examen,
que contiene las preguntas e informaciones que se deben dar a quien pide entrar en la Compañía. 2)
Las Declaraciones al Examen, en las que se explican los diversos aspectos de las normas dadas en el
Examen. 3) Las Constituciones propiamente dichas. 4) Las Declaraciones a las Constituciones. En
su acepción más estricta, “Constituciones” son lógicamente sólo las propiamente dichas1.
En la bula de aprobación de la Compañía Regimini militatis ecclesiae (septiembre, 1541) se
concede a la nueva orden la facultad de escribir sus Constituciones. Esto fue un proceso que duró
hasta poco antes de la muerte de Ignacio (31 julio 1556), o sea, unos 15 años, durante los cuales
Loyola contó a partir de 1547 con la eficaz colaboración del secretario Juan A. de Polanco (Cf. A.
M. Aldama 1981: 18 ss.). A las Constituciones propiamente dichas antecede el libro del Examen
con sus declaraciones (1-133).
Las Constituciones no están pensadas para reglamentar la “interior ley de la caridad”, la
acción del Espíritu, sino más bien para poderla desarrollar más perfectamente. Por ello, ellas no
constituyen un simple cuerpo jurídico, sino que junto a lo normativo se halla lo espiritual y lo
didáctico. No presenta sólo la norma sino que también se dan las razones de su conveniencia y el
modo de aplicarla. Ésta es principalmente la función de las Declaraciones: dar indicaciones para
que al aplicar la norma constitucional no se generalice sino que se tenga en cuenta las diversas
circunstancias, por ejemplo, cuando se trata del modo de despedir ( 218-230).
En cuanto a su estructuración están divididas en diez Partes. Mientras que las siete primeras
se refieren a los miembros que la integran: su admisión (P. I) y su eventual dimisión (P. II), su
aprovechamiento en espíritu (P. III) y en doctrina (P. IV), su incorporación (P. V), su vida personal
(P. VI) y apostólica (P. VII), las tres últimas tratan de la Compañía en general, “del universal
cuerpo” de la Compañía (135): cómo mantenerlo unido (P. VIII), cómo gobernarlo (P. IX) y cómo
conservarlo (P. X).
¿Pero no hubiese sido más lógico comenzar con “el cuerpo” en general y después tratar de
sus miembros? Cierto, si fuese el caso de describir la Compañía. Pero el objetivo de las
Constituciones no es ese, sino contribuir, como hemos indicado, a la acción del Espíritu para formar
un “cuerpo”, un organismo vivo en el que la acción del Espíritu sea correspondida; y por ello es
más adecuado proceder de lo menos perfecto a lo más perfecto (137), pues lo primero en la
ejecución (lo más perfecto, el todo) es lo último en la consideración, el todo es anterior a las partes
en el orden ontológico, pero para construirlo, para hacerlo crecer, se comienza por las partes. Este
principio que ya enunció Aristóteles en la Metafísica, es el que subyace obviamente en este modo
de proceder de las Constituciones de la Compañía.

Estructura

La IV P. lleva el título siguiente: “Del instruir en letras y en otros medios de ayudar a los
próximos los que se retienen en la Compañía”. O sea no se ciñe exclusivamente a la formación
intelectual, sino que ésta se halla en un contexto más amplio.
Una vez que ha tenido lugar la formación ascético-espiritual del noviciado, que pone las
bases de la vida religiosa, descrita en la P. III, ahora, en la P. IV, se trata de asentar sobre esto la
formación intelectual. La IV Parte consta de 17 capítulos divididos en dos secciones: la primera
(1-10) trata de los colegios; la segunda (11- al 17), de las universidades. Ante todo hay que tener en
cuenta que los límites entre “colegio” y “universidad” no estaban tan marcados como lo será
después. Las diferencias más importantes consistían en que la universidad se consideraba ser un
1
Edición fundamental y crítica de A. Codina & D. Fernández Zapico (1991), Monumenta Historica Societatis Iesu.
Series tertia Sancti Ignatii de Loyola Constitutionies Societatis Iesu, 3 vols. Edición manual de C. Dalmases & M. Ruiz
Jurado (1991), Obras de San Ignacio de Loyola, Madrid: BAC. Las Constituciones se citan entre paréntesis según la
numeración del texto; igualmente los Ejercicios espirituales y la Autobiografía ignaciana, con las abreviaturas EE y Au,
respectivamente.
centro de “studium generale” con alguna facultad superior – Teología, Derecho o Medicina.
Mientras que los colegios sólo tenían los estudios académicos generales propios de la facultad de
artes, en la que ya en tiempos de San Ignacio, al menos en París, se estudiaba la filosofía
aristotélica, y no el programa medieval del trivium y el quatrivium.
En el proemio con que comienza esta IV P se explica la razón de tener instituciones
educativas, diciendo que siendo el fin de la Compañía la gloria de Dios y el servicio al prójimo,
“ultra del ejemplo de vida se requiere “doctrina y modo de proponerla” (307), o sea método y
pedagogía, para de este modo formar jóvenes “que con buenas costumbres e ingenio diesen
esperanzas de ser juntamente virtuosos y doctos para trabajar en la viña de Cristo nuestro
Señor”(308).
El colegio supone un fundador, alguna persona que tenga deseo de construirlo y dotarlo
(309-325). Admitido el colegio-fundación, o sea, el edificio con los bienes fundacionales, se trata a
continuación de la propiedad, la administración, el uso y el usufructo de esos bienes (326-332).
San Ignacio, que sintió que era voluntad de Dios que Compañía profesa viviera radicalmente la
pobreza evangélica, pidiendo limosnas como los mendicantes (cf 557), sin embargo, no quiere que
los colegios reciban o pidan limosnas, sino que estén dotados de rentas suficientes para su buen
mantenimiento (Para un amplio estudio documental de la IV P. cf. J. M. Aicardo 1922).

Requisitos

Se continúa describiendo después las condiciones que deben tener los estudiantes jesuitas
(escolares) que se admiten en los colegios de la Compañía. Han de carecer de los impedimentos
que dificultan su admisión a la Compañía, como es el caso de personas cismáticas que han salido
de la Iglesia (164). Pero no todos los impedimentos tienen que ser de carácter absoluto, pues hay
otros impedimentos que hacen que el escolar sea relativamente menos idóneo. De estos se
distinguen los que se refieren a las cualidades psicológicas (interiores), como las pasiones que
parecen indomables o hábitos de pecados que no parecen que puedan ser superados (179); carencia
de rectitud de intención (180); inconstancia o flojedad notable (181); indiscretas devociones, que
llevan a ilusiones y errores de importancia (182); falta de letras o de aptitud para el ingenio, para la
memoria o para comunicar con la palabra (183); falta de juicio, o dureza notable en el propio (184).
En lo que respecta a las cualidades físicas (exteriores) están los siguientes impedimentos: falta de
integridad corporal, enfermedades y flaqueza; ni demasiado joven ni demasiado viejo: deudas y
obligaciones civiles (185). De todos estos defectos psíquicos y físicos cuanto más un candidato
participa, tanto menos idóneo será; pero a veces se podrán compensar con “alguna singular virtud”
(186, 178).
Los candidatos a los colegios han de tener “promesa o propósito de servir a Dios en la
Compañía (338). En el caso de que los estudiantes jesuitas no cubran todos los puestos, se podrían
admitir, con el debido permiso del Prepósito general, estudiantes no jesuitas (338).

Formación

En el capítulo siguiente, el cuarto, se trata ya propiamente de la formación de los


estudiantes; o, como allí se dice “de la conservación en salud y fuerzas físicas y en espíritu”.
Respecto a la formación corporal (salud y fuerzas físicas) se remite a lo que en la III P se ha dicho
al tratar de la formación de los novicios. Allí se afirma que se ha de evitar la demasiada solicitud en
el cuidado del cuerpo, pero que es conveniente un cuidado adecuado del mismo. La vida religiosa
apostólica exige una salud corporal distinta a la de la vida religiosa contemplativa. En este sentido,
se dan normas concretas. Tales son: avisar al superior cuando algo parece necesario para la salud
(292-293), llevar una vida ordenada (249-295), tener lo necesario en lo referente a la alimentación,
al vestido y a la habitación (296-297), moderar el trabajo e interrumpirlo con el conveniente
descanso (298-299), ser discretos en las penitencias corporales (300-301), distribuir los oficios
domésticos según las fuerzas de cada uno (302). En la IV P se insiste en que no se debe estudiar en
tiempos poco apropiados, como sería inmediatamente después de la comida; también se resalta en
que hay que dormir suficientemente (339).
Cuanto a la formación espiritual, se establece que la afición por los estudios no debe
“entibiar en el amor de las verdaderas virtudes y vida religiosa” (340). Por otro lado, “las
mortificaciones y oraciones y meditaciones largas no tendrán mucho lugar durante los estudios”
(340), pues la formación intelectual es lo que en esta etapa de la formación está en primer plano, de
modo tal que el estudiante que se entrega verdaderamente al estudio, hace de sí mismo un
sacrificio total, que es más grato a Dios que las ya mencionadas mortificaciones y demás prácticas
ascéticas (340). Pasando a la aplicación concreta, se ordena una hora de oración vocal o mental, la
misa diaria, confesión y comunión semanales (342-345), y además la renovación de los votos
hechos al final del noviciado (346); de este modo se afianzaban más los estudiantes en sus
propósitos de servir a Dios en la Compañía.
Pero el tema central de la IV. P es la formación intelectual y pastoral de los estudiantes
jesuitas, llamados escolares. El capítulo quinto se ocupa de las materias a estudiar, comenzando por
establecer su principio orientador, que no halla su razón de ser en el mismo estudio, sino que “el fin
de la doctrina que se aprende en esta Compañía es ayudar con el divino favor las ánimas suyas y
de sus prójimos”. Cuando san Ignacio se decidió a estudiar, lo hizo también con este propósito de
“ayudar las ánimas”.
Su intención primera, después de la conversión, no fueron ciertamente los estudios sino
hacer un peregrinaje a Jerusalén y permanecer allí visitando los santos lugares y ayudando a los
prójimos. La autoridad eclesiástica, representada por el superior de los franciscanos, no se lo
permitió debido a que no le podía garantizar la seguridad personal, pues Jerusalén se hallaba bajo el
poder musulmán de los turcos. Es ante esta imposibilidad de permanecer en Tierra Santa “para
siempre”, como se dice en la Autobiografía ignaciana que él decide estudiar, pues “entendió que
era voluntad de Dios que no estuviese en Jerusalén, siempre vino consigo pensando qué haría, y al
final se inclinaba más a estudiar algún tiempo para poder ayudar a las ánimas” (Au 50).
Aquí vemos una perfecta correspondencia entre la intención apostólica de Ignacio cuando se
decide por los estudios y la razón de estos en la Compañía. En ninguno de los dos casos se trata del
saber por el saber, sino del saber como medio apostólico, de modo tal que este principio no se aplica
sólo a los colegios en que se forman los jesuitas, sino igualmente a sus universidades. En estas
también el fin de ellas y de sus estudios es “ayudar a los prójimos al conocimiento y amor divino y
salvación de sus almas” (446).

Materias de estudio

El fin apostólico da, a su vez, la pauta para determinar las materias que se han de estudiar.
Las enumeradas en el n 351 constituyen la norma general. “Y porque, generalmente hablando,
ayudan las letras de Humanidad de diversas lenguas y la Lógica y Filosofía Natural y Moral,
Metafísica y Teología escolástica y positiva, y la Escritura Sacra”, se estudian estas materias, que se
pueden concretar en una formación humanística, filosófica y teológica. Todas estas materias
enumeradas no están vistas en abstracto como un programa no diferenciado, sino que, con la
flexibilidad característica de las Constituciones, se añade que se insista con más diligencia en los
contenidos que para el fin de ayudar al prójimo más convienen. O sea, se establece un programa
general, pero éste se deberá aplicar según personas y circunstancias.
En el n. 354 se dice que según la “edad, ingenio, inclinación, principios que un particular
tuviese o del bien común que se esperase” podría formarse el estudiante en todas estas materias o
en algunas de ellas en particular. Se trata, por tanto, de personalizar los estudios con vistas a obtener
una formación especializada y así un mejor resultado en vista del fin de la Compañía. Se asegura la
formación general y se respeta las cualidades personales del estudiante en relación a una
especialización.
En realidad, lo que cada uno de los estudiantes jesuitas ha de estudiar, lo determinan los
superiores (355). Ya antes de entrar, cuando se hace el examen del candidato, se le pregunta “si
quiere dejarse guiar acerca de “lo que ha de estudiar, y el modo de ello y el tiempo” (124).
Todo esto está dicho, como se ha indicado, para los colegios de estudiantes jesuitas. Al
pasar a las universidades, se podría pensar que se podría encontrar una más amplia programación
universitaria de materias y facultades; sin embargo, no es así. En el capítulo de las universidades, el
doce, hallamos el mismo programa de enseñanza. Y en ambos domina la teología, pues ella enseña
la materia más próxima al objetivo que tienen los estudios en la Compañía, que “es ayudar a los
prójimos para la salvación” (446). Todas las demás facultades están, pues, consideradas desde su
relación con las materias teológicas (447, 450). Esto se ve corroborado por el hecho de que las
otras dos facultades - Medicina y Derecho – que junto con la teología constituían las facultades
superiores, no sean consideradas como necesarias (452), por ser algo más remoto al fin de la
Compañía.

Curriculum

La distribución de los cursos es semejante a la de la universidad de París: tres años y medio


de filosofía (473) y seis años de teología (476), pero con la diferencia de que en la universidad de
París, después de seis años de teología no se concedía más que el grado de bachiller. Para llegar a
ser maestro o doctor en teología, después de bachiller se debía continuar durante seis u ocho años,
enseñando, ejercitando las disputationes, que veremos después, y predicando. En las universidades
de la Compañía, según el capítulo 16, se concede el doctorado inmediatamente después de los seis
años de estudio (446). En el caso de los estudiantes jesuitas no se fija el tiempo de los distintos
estudios de modo tan regular, sino que se deja discreción del rector (357), según él vea los
resultados logrados. Es decir, se trata, pues, de un proceso formativo más personalizado, pero
también más dirigido.
Los textos prescritos para el estudio de la teología eran la Biblia y la Suma Teológica de
santo Tomás de Aquino. No es esto tan obvio como podrá parecer hoy, porque el libro de texto
fundamental continuaba siendo entonces el manual de las Sentencias de Pedro Lombardo. Ignacio y
sus compañeros habían estudiado la teología en la facultad de los dominicos de Saint Jaques de
París, donde, desde tiempos de Pedro Crockert, maestro de Francisco de Vitoria, se enseñaba la
teología siguiendo Suma del Aquinatense.
En filosofía se recomienda doctrina de Aristóteles. “En Lógica y Filosofía natural y
Metafísica, seguirse ha la doctrina de Aristóteles, y en las otras Artes Liberales” (470)
Los libros de la literatura clásica, greco-romana, se consideraban indispensables para la
formación humanística. La norma que se da es que no se lea cosa deshonesta (359) o que ofenda las
buenas costumbres (468), por ello deben ser expurgados de tales cosas (469). También Erasmo y L.
Vives aconsejaban no poner en manos de los jóvenes estos textos, sino con selección. Para el resto
de los libros, se excluyen no sólo aquellos que faltan a la moralidad y a la ortodoxia, sino también
los sospechosos por su contenido o por sus autores (464). Las libertades de hoy hacen casi
incomprensibles estas censuras; pero también las consecuencias negativas de una formación en la
que se puede leer todo, oír todo, ver todo, se están sintiendo con intensidad alarmante.
No se contentan las Constituciones con indicar las materias de estudios y los textos que se
deben seguir; proponen asimismo los medios que deben emplear los estudiantes jesuitas para sacar
más provecho en los estudios. El primer medio no es de carácter intelectual o pedagógico, sino
espiritual: la intención recta, que no busca sino la gloria de Dios y el bien del prójimo, y la oración
para aprovechar en los conocimientos a este mismo fin (360). Para captar bien el sentido de esta
actitud, hay que tener en cuenta que el texto primitivo de este número citaba dos frases sapienciales
de la Biblia: “No entra la sabiduría en un alma que obra el mal”. “El espíritu santo que amaestra
huye de la ficción” (Sab 1, 4-5). La cita sapiencial clarifica que la sabiduría que aquí se adquiere no
es simplemente libresca o de orden discursivo.
A esto hay que añadir la dedicación plena al estudio: “deliberación firme de ser muy de
veras estudiantes” (361). Ésta sólo es posible si hay convicción seria del la importancia del estudio
como medio de dar gloria a Dios y ayudar al prójimo. De aquí también que se hayan de evitar
devociones o prácticas ascéticas que dificultan el estudio, así como ocupaciones domésticas
demasiado exigentes o ministerios pastorales intensos. Conviene diferir ahora estas actividades
hasta terminar los estudios (362). En esta advertencia como en la anterior, Ignacio está hablando por
experiencia personal. Ignacio intentó combinar estudios y apostolado, pero pronto constató lo
complicado que resultaba y las dificultades que surgían con la autoridad eclesiástica hacer
apostolado sin unos estudios bien hechos (Au ). Por ello decidió irse a estudiar a una de las mejores
universidades de entonces, la de París.
Otra advertencia que se remonta a su experiencia en los estudios, es la que se refiere al orden
que ellos requieren. Por no haber observado el orden académico, tuvo Ignacio que repetir algunos
estudios en París. Precisamente el colegio de Montaigu, adonde él se dirigió cuando llegó a París,
parece ser uno de los primeros que clasificó a los alumnos, según el grado de instrucción de cada
uno. Lo que para los jesuitas en formación se considera fundamental, es que no pasen a la filosofía
sin estar bien formados en latín, ni a la teología, sin estarlo en la filosofía; y que no se den al estudio
de la llamada “teología positiva” sin tener un sólido fundamento de teología escolástica (366).

Métodos pedagógicos

Es en esto donde más influjo se halla de la Universidad de París. El modus parisiensis es un


método pedagógico que se podría definir como una actividad constante, un ejercicio y una práctica,
una suerte de incesante gimnasia mental que lleva a poner en acción todas las facultades de la
persona humana (). En el capítulo sexto se presenta esta serie de ejercicios. Después de la lectio del
maestro (369, 374), las repeticiones (374, 375, 459), las disputas (378-380), las composiciones en
prosa y en verso (380), la declamación (381). El más importante eran las disputationes.
Nuestro modo actual de estudiar apenas si se puede hacer una idea de la cantidad de
distinciones y subdistinciones y análisis, que los estudiantes de entonces debían seguir oralmente.
En las questiones disputatae se empezaba por examinar las razones que estaban a favor de una
opinión o sentencia (thesis); después, todas las que se pueden aducir en contra. Una vez que el
auditorio estaba puesto en presencia de ambas posiciones, el defensor de una de ellas explica su
elección, la justifica y refuta las razones contrarias, con un discurso construido según la estructura
silogística. Que las disputationes eran muchas veces motivo de verdaderos enfrentamientos
intelectuales y personales, se entiende por si mismo. Desde esto, suena como alusión y réplica al
ambiente de escolástico de estériles discusiones, tan presente en la controversia filosófica y
teológica del siglo XVI, lo que recomiendan los Ejercicios al comienzo en el Presupuesto:
“Para que así el que da los ejercicios espirituales como el que los recibe, más se ayuden y
aprovechen, se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la
proposición del próximo que a condenarla; y si no la puede salvar, inquira cómo la entiende, y si
mal la entiende corríjale con amor, y si no basta, busque todos los medios convenientes para que,
bien entendiéndola, se salve” (EE 22).
Con esta actitud tan exquisitamente respetuosa para con el interlocutor, Ignacio no sólo se
distancia del espíritu de polémica de su tiempo entre nominalistas, tomistas, humanistas, luteranos,
papistas, etc., sino que además muestra conocer el verdadero sentido del método de la disputatio. Es
cierto que se utilizó para confundir al adversario. Pero éste no era el fin para el que había sido
ideada. Sus orígenes se remontan a Platon y Aristóteles. El conocido historiador de la filosofía
escolástica, J. Pieper, resalta que la disputatio no se halla muy lejos del Diálogo platónico en su
estructura fundamental (J. Pieper 1973: 298). Cuando se dialoga con la finalidad de buscar la
verdad, entonces, en la terminología aristotélica, se es un dialéctico. Si, por el contrario, uno se
sirve de la dsiputatio para confundir al otro con argumentos capciosos, que sólo son plausibles
aparentemente, entonces el Estagirita habla de sofista (Cf. Tópicos, Libro VIII, cap. 11). No deja de
ser sintomático que en los Ejercicios se hable en estos términos cuando se trata de la acción del mal
espíritu, “del cual es propio militar contra la alegría y consolación espiritual, trayendo razones
aparentes, sutilezas y asiduas falacias” (EE 329).
Por otra parte, es de resaltar que la disputación en su sentido primigenio no daba lugar a
una discusión formalista para vencer al adversario. El primer requisito para una correcta
disputación es escuchar uno a otro. Había una regla que prohibía contestar inmediatamente a la
objeción del oponente. Es más, tenía que repetir con sus propias palabras la objeción y asegurarse
de que el oponente quería decir exactamente eso mismo. No poco de esta actitud de sinceridad y de
búsqueda del entendimiento mutuo está presente en el Presupuesto de los Ejercicios, que hemos
citado, cuando se dice: “inquiera cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor, y si no
basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve”.
A las disputas y repeticiones añaden las Constituciones el “estudio práctico y quieto, para
mejor y más largamente entender las cosas tratadas” (384-385). Esto recuerda a lo que advierten
los Ejercicios de que “no el mucho saber harta y satisface al anima, mas el sentir y gustar de las
cosas internamente” (EE 2). Y en esto parece verse una corrección al “modus parisiensis”, pues en
la distribución del tiempo de los colegios parisinos el estudio privado era muy escaso (Garcia-
Villoslada).
Otras ayudas para más aprovechar en el estudio son el trato personalizado con los alumnos
(369, 450). Si el número impidiese este cuidado individual, es preferible dividir las clases y
multiplicar los maestros (457). Los alumnos, por su parte, serán asiduos en la asistencia a las clases,
diligentes en preparar las lecciones, preguntar lo que no entienden, tomar nota y hacer extractos de
lo que oyen y leen (374, 376, 389).
Al final se trata de los exámenes. No se exige que todos se gradúen. Podrán hacerlo,
“solamente para poder más ayudar a los prójimos y a gloria divina” (390); es decir, evitando la
ambición carrerista que a tantos puede impeler (478-480).

Rector y docentes

Ni la IV P. de las Constituciones ni la Ratio studiorum está pensada en modo tal que se


suplante la acción pedagógica de las personas destinadas a estos ministerios. En efecto, la
contribución más importante para cualquier tipo de formación reside, según la mente de Ignacio, no
en la disciplina, en el método o en los libros, sino en los mismos responsables de la formación. Del
mismo modo que no hay ejercicios espirituales ignacianos sin que haya alguien que los dé,
tampoco hay una pedagogía ignaciana sin la mediación de los formadores. Una relación de
confianza entre el cuerpo docente y el discente, semejante a la expresada en el Presupuesto de los
Ejercicios (EE 22), es una condición fundamental de la pedagogía ignaciana.
Las Constituciones llaman oficiales o ministros (490), es decir, siervos del colegio, a todos
aquellos que en su buen funcionamiento intervienen, porque no se trata de funciones en provecho
propio, sino por la solicitud y el servicio de los demás, según el modelo evangélico de que el que
tiene la precedencia sea como el que sirve (Lc 22, 26).
El primero de estos servidores es el Rector, que es como todos los demás cargos nombrado
por el superior general de la Compañía. Su oficio consiste en cuidar de que la Universidad o el
Colegio sean efectivamente lo que deben ser: instituciones donde todos contribuyan a que los
alumnos se formen en letras y buenas costumbres. La cualidades del rector son muy semejantes a
las que se requieren para el Prepósito General (725-735). Debe ser de mucho ejemplo y edificación;
que tenga muy mortificadas las pasiones; y que sea especialmente probado en la obediencia y la
humildad (423). Su primer deber es la “oración asidua y deseosa” con la que ha sostener todo el
Colegio o Universidad (424). Otro deber muy importante es la vigilancia “sobre todos con mucho
cuidado, guardándolos de inconvenientes de dentro y de fuera de casa”; y por supuesto la ejecución
inmediata de todo lo previsto en esta IV Parte de las Constituciones. Para su buen gobierno el
rector necesita de personas en quienes delega algunas de sus tareas y de una cierta organización
(428-436).
Del personal docente se requiere no sólo que sea docto, diligente, asiduo, sino que también
procure el provecho de los estudiantes (369), o sea, que no se contente con un sólido saber
objetivo de su materia, sino que promueva una formación que, dentro de sus conocimientos
objetivos, no olvide la individualidad que es cada uno de los alumnos, fomentado su dignidad y
personalidad. Una relación cordial y respetuosa con maestros y superiores.

Ministerios apostólicos

En el capítulo octavo se trata de la instrucción “en otros medios de ayudar al prójimo que no
son las letras”, y que puede resultar como un cuerpo extraño al tema de la formación intelectual. Sin
embargo, si observamos bien la trayectoria universitaria de Ignacio, veremos que él, pese a las
contrariedades que la actividad apostólica suponía para los estudios, no la abandonó del todo nunca.
La moderó, reduciéndola al mínimo en París, en provecho de los estudios, pero no la dejó
completamente, hasta el punto que llegó a formar el grupo de “amigos en el Señor”, integrado por
Ignacio, Javier, Fabro, Simón Rodríguez, Laínez, Salmerón, Bobadilla, que constituye el núcleo de
lo que será después en Roma la fundación de la Compañía de Jesús. Este combinar la formación
intelectual de los estudios con algo de actividad apostólica se remonta, pues, a la experiencia
formativa del mismo Ignacio.
Por otra parte, la formación pastoral se armoniza perfectamente con el fin que pretende la
Compañía con sus estudios, que como ya se ha indicado, no es otro que la ayuda de los prójimos
(351, 446) en orden a la mayor gloria de Dios2. Esto pone claramente de relieve que no se trata del
estudio por el estudio, sino del estudio en cuanto medio apostólico. Este fue también el objetivo que
Ignacio vio en ellos cuando se decidió a estudiar: desde que él “entendió que era voluntad de Dios
que no estuviese en Jerusalén, siempre vino consigo pensando qué haría, y al final se inclinaba más
a estudiar algún tiempo para poder ayudar a las ánimas” (Au 50).
Con esta decisión Ignacio da un profundísimo giro en su objetivo apostólico introduciendo
un factor intelectual que hasta entonces no había aparecido: el cual, a su vez, le habría al mundo de
la Cultura y de la Universidad, con enormes consecuencias para su proyecto apostólico y para la
pedagogía que de él dimana. Tenemos, pues, una estrecha relación pedagógica entre elementos que
más bien tienden a ir separados. La formación intelectual no excluye la actividad apostólica sino
que más bien la necesita; la necesita, porque Ignacio la ha entendido desde un principio como un
modo de apostolado, evitando así, al mismo tiempo, caer en el intelectualismo, pero sin que por
ello se tenga que, como contrapartida, la consecución de una formación intelectual deficiente o con
falta de rigor científico. La seriedad de los planteamientos científicos, el rigor intelectual o la
libertad de investigación no se ve que sean menoscabadas, porque el saber se contemple con miras
pastorales. De ello da muestras la propia historia de la actividad intelectual jesuítica.

Letras y virtudes
2
Tanto en esta IV P. (400- 414) como en la VII (636-649), en la que se trata de las “misiones” de los jesuitas ya
formados, se hallan los siguientes ministerios: conversaciones y ejercicios espirituales, lecciones sacras, predicaciones,
confesiones, enseñanza de la doctrina cristiana, que son los mismos que ya quedaron determinados en las bulas
pontificias de aprobación de la Compañía: la Regimini militatis ecclesiae (septiembre 1540) y Exposcit debitum (julio,
1950).
No cabe duda de que el ideal formativo de la IV P. de las Constituciones de la Compañía se
encuadra en una trayectoria pedagógica que intenta conjugar la dimensión intelectual con la
espiritual cristiana. Ya en el siglo XIV se encuentra un ideal semejante en las escuelas de las
catedrales; del mismo modo, los Hermanos de la Vida Común, que cuentan entre sus discípulos a
personalidades como Nicolás de Cusa, Lutero, Erasmo y Calvino, aunque su actividad educativa
fue más bien ocasional, unieron la formación intelectual con la espiritual de la Devotio moderna.
Ignacio conocerá de cerca la espiritualidad y la pedagogía de los Hermanos de la Vida Común por
el año de estudio de las humanidades que realizó en el colegio de Montaigu de la universidad de
París (1528- 1529) (Cf. R. García Mateo 2000: 148-151, 190 ss. ), que era un colegio organizado
según el espíritu de la Devotio (Cf. R. García-Villoslada1986: 304-310). Montaigu, a su vez, tuvo
un influjo notable en la configuración del “modus parisiensis” (Cf. G. Codina Mir 1968: 151-190).
Pero ya antes, en la Universidad de Alcalá, adonde estudió un año y medio (1525-1527)
Ignacio tuvo ocasión de conocer algunos aspectos de este ideal formativo. Según su fundador, el
cardenal Cisneros, esta Universidad se erigió para promover una formación que uniera los ideales
humanistas del renacimiento con los de la fe cristiana, enseñando letras, filología, filosofía y
teología, tomando como principal modelo el “modus parisiensis” y nombrando profesores que se
habían formado en París (Cf. M. Andrés 1976: II, 12-71) . Por tanto, cuando Ignacio llegó a la
Universidad del Sena no estaba tan desorientado como a primera vista podría parecer. Durante los
siete años de estancia en esta universidad conoció con profundidad sus métodos y sus programas de
estudio, de los que quedó muy satisfecho, como afirma en la carta escrita (junio 1532) a su e
hermano, M. García de Oñaz, diciéndole: “que en ninguna parte de la cristianidad hallaréis tanto
aparexo como en esta universidad” (Monumenta Historica Societatis Iesu, Ignatii Epistolae I:
77-83).
Para la concepción aristotélico-escolástica, el pensamiento abstracto, silogístico, es el ideal
de la ciencia y, por tanto, de la formación. Los humanistas, sin embargo, buscaban el valor concreto
de un texto, los detalles históricos que dan contexto al pasaje bíblico, haciéndolo cercano al lector.
Esto hizo que los nuevos movimientos espirituales (observantes, recogidos, alumbrados,
erasmianos, luteranos) que buscaban una fe cristiana más interior, menos centrada en devociones
externas, como peregrinajes, reliquias, etc, se sintieran más próximos al humanismo que a la
especulación escolástica. Si ésta, en sus diversas corrientes (nominalista, escotistas, tomistas, etc),
decantaba la fe cristiana para conservarla libre de todo error, los humanistas y los espirituales, sin
embargo, aspiraban a hacerla una vivencia personal como encuentro amoroso entre el creyente y
Dios, de modo tal que el hombre descubre y desarrolla la imagen divina a la cual fue creado ((Cf. R.
García Mateo 2000: 157-160). El escolasticismo hace de la fe cristiana un conjunto de verdades
universales y válidas para todos los tiempos, en cambio, el humanismo y los nuevos movimientos
religiosos buscan la experiencia concreta de ella que se traduce en una vida virtuosa.
Ya desde la Devotio moderna comienzan a enfrentarse ciencia y devoción, especulación
escolástica y sentimiento religioso, la teoría abstracta y la práctica de la virtud. Se podrían citar
algunos textos del Kempis en los que aparece ya una disensión entre ambos. Ignacio conoció, al
menos desde sus estudios en Alcalá y Salamanca, esta problemática sintiéndola en sus propias
carnes, pues fue un motivo de su encarcelamiento y puesta en cadenas en la ciudad del Tormes 3, y
le dio una respuesta, como se dice en la regla del sentir en la Iglesia:
“Alabar la doctrina positiva y escolástica; porque así como es más propio de los doctores
positivos, como san Jerónimo, san Agustín y san Gregorio, etc., el mover los afectos para en todo
3
El proceso de Salamanca (Au 64-67) se inicia en el convento dominico de San Estebán donde le preguntan que si ha
estudiado. Ignacio responde que no con “mucho fundamento”. “Vosotros no sois letrados, dice el freile, y habláis de
virtudes y de vicios; y de esto ninguno puede hablar sino en una de dos maneras: o por letras o por Espíritu Santo. No
por letras; luego por Espíritu Santo (…). Instando el fraile : - Pues ahora que hay tantos errores de Erasmo y de tantos
otros que han engañado al mundo. ¿no queréis declarar lo que decís? “. A lo que Ignacio respondió que él no hablaría
más si no delante de la autoridad. Él y sus dos compañeros fueron retenidos en el convento. “Al cabo de unos días vino
un notario y llevóles a la cárcel”.
amar y servir a Dios nuestro Señor, así es más propio de los doctores escolásticos, como santo
Tomás, san Buenaventura y del Maestro de las Sentencias, etc., el definir o declarar para nuestros
tiempos de las cosas necesarias para la salud eterna, y para más impugnar y declarar todos los
errores y todas las falacias” (EE 363).
Se trata, pues, de superar el enfrentamiento entre lo afectivo (“positivo”), espiritual y lo
abstracto especulativo-escolástico, equilibrando el uno con el otro, buscando la recíproca
complementariedad. Quien dé una simple ojeada a los Ejercicios Espirituales, observará cómo el
Principio y fundamento (EE 23) está estructurado según la forma discursiva, propia de la dialéctica
de la escolástica, mientras que las cuatro Semanas tienen como elemento principal la contemplación
bíblica afectiva (EE 101-127), de manera que todas las potencialidades de la persona -
cognoscitivas, discursivas, volitivas, sensitivas, afectivas - se hallan en juego.
De esto se trata también en la problemática entre la vida intelectual y la espiritual no de
yuxtaponer y mucho menos de separar una de otra, sino de establecer entre ambas relaciones
mutuas de equilibrio y de complementariedad (Cf J. M. MARTINS LOPES 2002: 100 ss). De
ambas dimensiones derivan hábitos, habilidades, capacidades, cualidades y virtudes distintas pero
no opuestas, forman carácter y crean actitudes; en el vocabulario de hoy se puede decir que realizan
“formación integral”.
Se trata, por tanto, de un proceso formativo que integra el desarrollo espiritual y corporal y
la instrucción intelectual. En efecto, no se indica sólo cómo se deben impartir lecciones o transmitir
conocimientos a los formandos, sino lo que se pretende es sobre todo contribuir a formar un modelo
de vida ejemplificado desde el seguimiento de Cristo. En consecuencia, todo saber intelectual,
aunque sea el de las matemáticas, no está visto como separado de la vida espiritual, sino como parte
integrante de ella.
Una propuesta que se desprende claramente de la IV Parte de las Constituciones de la
Compañía de Jesús a la hora de repensar la escuela hoy, sería, pues, ésta: establecer un equilibrio
más adecuado entre las materias curriculares clásicas (Matemáticas, Lenguaje, Ciencias Naturales,
etc.) y aquellas otras que atañen a la formación humana en general, como son los temas religiosos,
éticos, estéticos, psicológicos, sociales, etc., dándoles la importancia formativa que se merecen, o
sea, sin reducirlos a meros apéndices o complementos accesorios de las materias clásicas. Durante
generaciones el sistema educativo occidental ha estado orientado prioritariamente hacia la razón y
la técnica, despreciando o no tomando suficientemente en serio las otras capacidades del ser
humano, que de alguna manera, aunque insuficiente, se educaban en el entorno familiar. Hoy
desgraciadamente la familia ha perdido en la mayoría de los casos esta función educativa. La
escuela del siglo XXI ha de ser, por tanto, más integral y cultivar también seriamente las
dimensiones religiosas, espirituales, volitivas, emocionales, psíquicas, etc. De lo contrario se
constatará cada vez más el triste resultado que ya hoy es realidad: el tener millones de personas que
viven escindidas o frustradas, porque no han desarrollado cualidades ni han adquirido
conocimientos que son esenciales para la vida.

Rogelio GARCÍA-MATEO

Bibliografía
Codina, A., & Fernández, D. (1991), Monumenta Historica Societatis Iesu. Series tertia Sancti Ignatii de Loyola
Constitutionies Societatis Iesu. 3 vols. Edición Manual de Dalmases, C. & Ruiz Jurado, M. (1991), Obras de San
Ignacio de Loyola. Madrid: BAC.
M. de Aldama, A. (1981), Iniciación al estudio de las Constituciones. Roma: Centrum Ignatianum Spiritualitatis (CIS).
Aicardo, J. M (1922), Comentario a las Constituciones de la Compañía de Jesús, tomo III. Madrid: Blass Tipográfica.
Pieper, J. (1973), Filosofía medieval y mundo moderno, Madrid: Rialp.
García Mateo, R. (2000), Ignacio de Loyola. Su espiritualidad y su mundo cultural. Bilbao: Mensajero
García-Villoslada, R. (1986), San Ignacio de Loyola. Nueva Biografía. Madrid: BAC.
Codina Mir, G. (1968), Aux sources de la pédagogie des jésuites. Le “Modus Parisiensis”. Roma: Histitutum
Historicum Societatis Iesu.
Andrés, M. (1976), La teología española en el siglo XVI. Madrid: BAC.
Lopes, J. M. Martins (2002), O projecto educativo da Companhia de Jesus. Dos Exercícios Espirituais aos nossos dias.
Braga: Faculdade de Filosofia da Universidade Católica.

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