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SOBRE EL CASTIGO
AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
CIENCIAS SOCIALES
Dirigida por Josetxo Beriain
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MITOLOGÍAS Y DISCURSOS
SOBRE EL CASTIGO
OSPDH
OUnAn lU (itoffli peoil I ik (MB funv*
HÁüaTI
MITOLOGÍAS y discursos sobre el castigo : Historias del presente y posibles
escenarios/Iñaki Rivera Beiras, coordinador — Rubí (Baicelona):
Anthropos Editorial; Barcelona : OSPDH. Univereitat de Barcelona, 2004
334 p.; 20 cm. — (Autores, Textos y Temas. Ciencias Sociales; 40. Utopías
del control y contiol de las utopías)
Bibliografías
ISBN; 84-7658-699-X
1. Criminología-Aspectos sociológicos 2. Control social 3. Criminología-Teorías
4. Criminología - Historia I. Rivera Beii^as, Iñaki, conip. II. Obserralorio del Sistema
Penal y los Derechos Humanos. Universitat de Baireiona III. Colección
343.97
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni er
parte, ni registi^ada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, er
ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, íbtoquímico, eíectróníco, magnético, elec
troóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
PRESENTACIÓN
8
estudiantes y autor de uno de los trabajos aquí incluidos). Este
conocimiento inicial se ha ido asentando paulatinamente a tra-
vés de conversaciones y de compartir juntos algunas experien-
cias que desarrollamos en la Universidad. En efecto, primero
fue en el mes de diciembre de 2002, cuando Anthropos nos
brindó su ayuda para la organización de unas Jomadas sobre
Política Criminal que organizamos en la Facultad de Derecho
de la UB. Posteriormente, en marzo de 2003, también la Edito-
rial participó en la organización de las n i Jomadas del Graduat
en Criminología i Política Criminal (actividad comenzada dos
años antes, desde que Roberto Bergalli fuera designado como
su jefe de Estudios) y que en esta liltima ocasión, bajo el título
de «Los usos instrumentales del Sistema Penal», se convirtieron
en un auténtico homenaje a Alessandro Baratta, fallecido el
mes de mayo de 2002. Al mismo tiempo, hemos ido preparando
la publicación de un número especial de la Revista Anthropos.
Huellas del Conocimiento que, dedicado íntegra y monográfica-
mente a la vida y a la obra de Sandro Baratta, ha sido publica-
do recientemente por la misma editorial.
Este conjunto de actividades ha fructificado también en el
inicio de un verdadero proyecto de colaboración entre la edito-
rial Anthropos y el Observatorio del Sistema Penal y los Dere-
chos Humanos, del cual el presente volumen constituye una
primera muestra. Quisiera desde estas páginas, no sólo agrade-
cer el trato, la amabilidad y el respeto que han presidido nues-
tros tratos con los amigos de Anthropos; ello va por descontado.
Lo que quiero es resaltar la profunda importancia que tiene la
existencia de editores que sigan confiando en publicar ensayos,
estudios y reflexiones críticas, en el marco de un mercado edi-
torial que también ha ido sucumbiendo a las transformaciones
mercantiles y societarias, a las fusiones y otras operaciones si-
milares que estrechan el camino para otro tipo de producción
intelectual. Sólo espero que seamos capaces de continuar esta
senda; ésa es nuestra mutua responsabilidad.
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buír a configurar una historia y una sociología del castigo cons-
tituye la guía central que alimenta el presente volumen.
En la indicada dirección, esperamos que esta obra sea de
interés para los estudiosos de la complejidad que encierra el
fenómeno de la punición. Y no sólo de los juristas, sino tam-
bién de otros científicos sociales que desde disciplinas aboca-
das al estudio de la conducta humana, de la sociedad o de la
teoría del Estado, se adentren en la aludida complejidad. Parti-
mos, entonces, de la convicción de que no es posible ya traba-
jar en compartimentos separados; es más necesaria que nunca
la reunión de ideas, conceptos y aportaciones que, aun conver-
giendo sobre una misma temática, provengan de campos disci-
plinarios más vastos.
11
CONTRADICCIONES Y DIFICULTADES
DE LAS TEORÍAS DEL CASTIGO
EN EL PENSAMIENTO DE LA ILUSTRACIÓN
13
En ese sentido, este período del siglo xvni y principios del XIX es
uno de los más fértiles en ideas filosóficas, sociales y políticas
de la historia occidental (Giner, 1997, 276).
Entre estas ideas, resultan de las más trascendentes aquellas
que hacen referencia a la forma de organizar la cosa pública,
esas formas-Estado que habían surgido en Europa a partir del
siglo xni y que, desde fines del siglo XVI, habían dado lugar a los
gobiernos absolutistas y concentradores del poder en una mo-
narquía que oscilaba en sus apoyos entre una emergente bur-
guesía urbana y los poderes tradicionales. La Ilustración es el
momento en el cual la burguesía emprende claramente su lu-
cha contra estos poderes tradicionales de la nobleza y el clero y
en el cual también se enfrenta, en parte (ya que como quedó
dicho la Dustración constituye un movimiento polifacético), al
mismo absolutismo monárquico. De acuerdo a ello se intenta
desarrollar democráticamente el ejercicio del poder público de
acuerdo al —sin embargo, monárquico— concepto de sobera-
nía (Foucault, 1992), pero reconociendo que dicha soberanía no
es propiedad de un particular sino que está conformada por
todos los que han pasado de ser subditos a ser ciudadanos. En
esta pretensión democrática y a la vez estatal, ya se revelan las
contradicciones de todo el «proyecto» de la Ilustración.
La otra contradicción surge de la idea del «contrato» (Costa,
1974, 225), que resulta fundamental para esta nueva economía
del poder. Aquella misma concepción individualista que pone
su fe en la razón humana es la que está en el origen de los
diversos modelos de «contrato», que explicarán en la Ilustra-
ción (y que irían madurando en los siglos anteriores) las for-
maciones políticas basadas en el individuo características del
pensamiento liberal. La pretensión de justificar jurídicamente
actuaciones políticas (como el castigo) se remonta a esta idea
de «contrato». De cualquier forma es necesario destacar (para
dar una idea de la diversidad de concepciones ilustradas) que
no pueden asimilarse en lo más mínimo siquiera las diversas
concepciones contractualistas. El contrato de Hobbes (1983)
tiene como mira afirmar y legitimar el poder absoluto del Esta-
do representado por el monarca, y por ello su metáfora de con-
trato (al que llamaba, con Spinoza, «razón artificial»; Resta,
1995, 124) señala que los individuos ceden por miedo todas sus
capacidades al soberano en el acto de constituir la sociedad po-
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Iftica y luego éste administra ese poder concentrado como le
place. El liberalismo, que pretende ser el único heredero de las
diversas ideas de «contrato social», aparece con mayor claridad
reflejado en la obra de Locke (1990), en la que el consenso de
los individuos para conformar un Estado político no significa la
cesión de todos sus atributos ni la aparición de éstos como de-
rechos en el «contrato», sino que algunos de estos atributos
(como la propiedad) preexisten y subsisten a la constitución del
Estado. Para Rousseau (1985) finalmente (y por nombrar sólo
estos modelos paradigmáticos, ya que también hubo modelos
«anarquistas» o «socialistas» con base en el contrato) es el pro-
pio contrato el que, a la vez que crear el Estado de Derecho,
establece los deberes y obligaciones de los individuos de acuer-
do a la «voluntad general». Como es lógico, los penalistas que se
inspirarían en una u otra concepción, tendrían diferentes ideas
sobre la naturaleza y finalidad del castigo.
Además, y más allá de los avatares del pensamiento, tam-
bién es importante destacar que durante el siglo XVIII ocurre el
segundo momento económico, llamado revolución industrial,
de lo que puede ser señalado como la globalización del capita-
lismo occidental. Si en un primer momento la revolución mer-
cantil necesitó del descubrimiento y explotación de nuevos te-
rritorios como parte de la concentración de riquezas y de la
acumulación originaria de capital (Marx, 1978, cap. XXIV), tan-
to como de la verticalización del poder y organización en forma
burocrática que expropió hasta el conflicto de los particulares
(Moore, 1989; Foucault, 1995);-^ en el segundo, la revolución
industrial requeriría, además de innovaciones tecnológicas y de
comunicaciones, nuevas formas de organización de lo punitivo
para dar respuesta a las recientes necesidades de orden en las
nuevas y más grandes concentraciones fabriles y urbanas.
En esta situación, y tal como lo señalara Foucault, el poder
punitivo ejemplarizante y sanguinario ya no es efectivo y hasta
podría ser peligroso para la subsistencia del mismo poder. La
ceremonia del suplicio y la violencia que ella implicaba —que
era fimdamental en el esquema de poder monárquico o de la
revolución mercantil— se convertirían en el hecho terrible a
2. Refomias que no están para nada alejadas de la cuestión punitiva sino que son
probablemente su origen tal como hoy lo conocemos (Zaffaroni ct al., 2000, 220).
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erradicar en la política y filosofía del castigo del siglo xviii. «En
esta misma violencia, aventurada y ritual, los refomiadores del
siglo xvni denunciaron por el contrario lo que excede, de una
parte y de otra, el ejercicio legítimo del poder: la tiranía, según
ellos, se enfrenta en la violencia a la rebelión; llámanse la una a
la otra. Doble peligro. Es preciso que la justicia criminal en
lugar de vengarse, castigue al fin» (Foucault, 1994, 78).
El ejercicio del poder (también del poder punitivo como ám-
bito privilegiado de aplicación) es «desnaturalizado», y por lo
tanto es discutido y debe ser justificado. Las discusiones sobre
el castigo, en tanto deudoras de las amplias discusiones sobre la
organización social, son de lo más variadas y llegan hasta a
negar una justificación posible. Esta última debería haber sido
la consecuencia de la actitud crítica del siglo XVIII en Occidente,
si se hubiera perseverado con el «método» caracterizado como
ilustrado. Sin embargo, la versión liberal más diítmdida legiti-
ma, desde entonces, al poder punitivo estatal a la vez que lo
limita, como deducción de las propias premisas legitimantes
(Zaffaroni et al, 2000, 264).
Se debe matizar esta última afirmación, recordando lo arri-
ba expresado sobre la naturaleza del poder punitivo así limitado
como una herramienta de poder y de control que presentaría
una nueva economía de acuerdo a las necesidades de la burgue-
sía como clase dominante. Las relaciones de poder configura-
das no podían desarrollar saberes emancipatorios hasta ese gra-
do, aunque sí persistiría la función crítica en su función limita-
dora de las mismas relaciones de poder.
Por otro lado, este cambio en la estrategia política frente al
delito, infracción o ilegalismo (Foucault, 1994) aparece acom-
pañado, en un movimiento que no se excluye sino que es lógica-
mente complementario, por otro proceso de cambio de sensibi-
lidades culturales, sobremanera en lo que respecta a la exposi-
ción pública de la violencia. Este otro proceso es igualmente
lento y acompaña a las mencionadas transformaciones de la es-
tructura económica y política (Elias, 1989; Spieremburg, 1984;
Garland, 1999,265).
Aquel cambio de estrategia no significará la abolición del
poder punitivo configurado desde la aparición del Estado, pero
servirá para que, a partir de entonces, se señalen permanente-
mente sus fallas y abusos. El problema de estas críticas reside
16
en la falsa creencia de la eliminación del problema a través de
su mejora cuando, por el contrario, «la selectividad, la repro-
ducción de la violencia, el condicionamiento de mayores con-
ductas lesivas, la corrupción institucional, la concentración de
poder, la verticalización social y la destrucción de las relaciones
horizontales o comunitarias, no son características coytmtura-
les, sino estructurales del ejercicio de poder de todos los siste-
mas penales (Zaffaroni, 1990, 6).
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31). Otro límite a esta esfera estaba constituido por el principio
de proporcionalidad, que impide que el soberano, por razones
de economía política, pueda imponer penas que no guarden
una correspondencia con el hecho que motiva la sanción.
La necesidad de imponer límites al poder punitivo, que
afianzaba violentamente el poder estatal pero impedía el des-
arrollo de la revolución industrial, da lugar al mayor desarrollo
de la ciencia jurídica como garantizadora del individuo y confi-
guradora de un poder limitado y democratizado. No se trata,
por ahora, de la modificación del hombre sino de destacar lo
que debe quedar intacto para respetarlo como tal, un límite in-
ñ:cinqueable a la «venganza del soberano» (Foucault, 1994, 78).
De esta forma, si la economía del poder punitivo es, como
señala Foucault (1994), una lucha contra los ilegalismos antes
tolerados, también es cierto que constituye (y eso es destacado
por variadas teorizaciones actuales del Derecho penal, como
Ferrajoli, 1995, o Zaffaroni et al, 2000) una limitación y tam-
bién una lucha contra el poder desmesurado del soberano. Es
válida, entonces, la recuperación del discurso jurídico ilustrado
que hacen varios de los actuales juristas, en tanto se haga «la
comprensión del Derecho penal como límite, como freno, como
barrera a la arbitrariedad y al exceso, lo que exige la permanen-
te reducción del poder punitivo» (Mufiagorri, 1997, 118).
Veremos que ello exige la previa deslegitimación del poder
punitivo, algo que no previeron los pensadores ilustrados más
representativos y cuya continuación no ftie posible por el pre-
dominio de los saberes «científicos» en el pensamiento penoló-
gico. La apoyatura que estas nuevas «ciencias» lograrían en el
Derecho penal liberal permitiría que las relaciones de poder
basadas en la «norma» se legitimaran también con la «ley». En
vez de significar una constante limitación de las violencias que
entrañan estas relaciones, las leyes se legitimarían a través de
la ideología de la defensa social, fruto común de la alianza
inconveniente entre el pensamiento del orden del siglo xix y
las pretensiones críticas del XVIII. La tarea crítica debía insistir
con la limitación del poder punitivo pues «la autolimitación
del uso de la represión física en la función punitiva por parte
del poder central, mediante las definiciones legales de los crí-
menes y las penas, forma parte de la nueva ideología legitima-
dora que, a partir del siglo XVIII, se encuentra en el centro del
pensamiento liberal clásico y de las doctrinas del Derecho pe-
nal» (Baratta, 1986fo, 80). Sin embargo, el Derecho penal de la
defensa social supuso, de hecho, lo contrario. Estas doctrinas
del Derecho penal contenían ya en el siglo XVIII, no obstante, lo
que permitiría posteriormente la legitimación del poder y obs-
taculizaría la tarea crítica.
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características propiamente utilitaristas de Beccaria (Baratta,
1986a, 26) tendrán poco que ver con otras insistencias acerca del
castigo, que con dificultad intentan ser compatibilizadas tam-
bién en la actualidad .(por ejemplo, por Ferrajoli, 1995).
Es así que al hacer hincapié en el principio de legalidad y en
la proporcionalidad entre los delitos y las penas (Beccaria,
1983, 66 ss.) se advierte que sus conceptos se acercan a la no-
ción contractualista de Rousseau, para quien debía castigarse
severamente al que se opusiera al Derecho social, en tanto se
había convertido en un peligroso «enemigo» de la patria al bur-
lar sus leyes (1985, 66). Beccaria no hubiera suscripto esta últi-
ma afirmación, pero el hecho de partir de una noción contrac-
tualista rousseauniana comiin debería asemejar a Beccaria en
sus consecuencias filosóficas a la fundamentación del castigo
de Kant, que también partía de esa noción. Por el contrario, y a
pesar de alguna señalada disidencia sobre el origen y conve-
niencia del derecho de propiedad (Rodota, 1986, 7), el pensa-
miento de Beccaria en este punto tiene muchas más coinciden-
cias con el de Bentham, aunque el de este último es mucho más
complejo y, en parte, puede decirse que en materia penal elabo-
ra y desarrolla las ideas del milanés (Gallo, 2001, 47).
Se puede entonces incluir al propio Beccaria dentro de los
que justificaban la pena de acuerdo a su utilidad, que será la
teoría defendida por los pragmatistas y utilitaristas en franca
polémica desde entonces con una denominada «escuela clásica»
que considerará a la pena como un absoluto (Bustos, 1983, 30).
Esta polémica, que conserva vigencia, dará inicio a las lla-
madas «teorías de la pena», que en general serán discursos legi-
timantes del poder punitivo (aunque no todos los teóricos de la
pena finalmente la justifican, como se observa en algtmos ilus-
trados anarquistas como Godwin y posteriormente en las teo-
rías abolicionistas del poder penal).
Quizá fue Kant quien llevó a un extremo las consecuencias
de la idea contractualista en relación a los castigos, cosa que
ninguno de los ilustrados ingleses y franceses haría (ni siquiera
Rousseau) puesto que se acercaban en este punto a valorar las
consecuencias utilitarias (Man, 1983, 73). Además las ideas
kantianas sobre el castigo, expuestas en sus Críticas de la razón
práctica y Metafísica de las costumbres (Kant, 1989), reflejan
con más claridad que ninguna otra una determinada compren-
20
sión ética sobre el individuo y sobre sus acciones. El castigo se
justifica por el hecho de que un individuo merece ser castigado,
y merece serlo si es culpable de haber cometido un delito (Ra-
bossi, 1976, 26). En esa simple expresión se demuestra el inten-
to de abandonar toda justificación empírica (Zaffaroni et al,
2000, 53) o que vaya más allá del «imperativo categórico» de la
propia responsabilidad individual guiada por el libre albedrío.
La pena pareciera así no tener ninguna fimción social, sin em-
bargo también constituye un «imperativo categórico» para la
propia sociedad que debería, en su conocido ejemplo de la isla,
eliminar al último delincuente aun en el caso de disolverse (es
decir, cuando no tenga ninguna utilidad) pues de lo contrario
sería cómplice de la vulneración de la justicia (Marí, 1983, 109;
Rivera, 1998, 18; Mir, 1996, 46).
La «justicia» también implicaba una importante limitación
al poder punitivo, límite que está reflejado en el principio, tam-
bién defendido por los demás ilustrados, de proporcionalidad.
Es la teoría moral kantiana la que sostiene este principio como
parte fundamental de su justificación, pues para él, «el monto
del castigo debe adecuarse con exactitud a la magnitud del
agravio cometido» (Rabossi, 1976, 28).
Ello mismo es lo que hace sostener a inuchos autores que la
teoría de la pena sostenida por Kant^ sólo hace referencia a
cuestiones de «justicia», más allá de las consecuencias de la
aplicación de la misma. La etimología de la palabra «absoluta»
(que caracteriza a su teoría) indica que está libre de lazos, desli-
gada de una consecuencia útil o fimcional.
Esa es la interpretación mayoritaria, aun cuando algún au-
tor sostiene que en realidad Kant sí le atribuía a la pena (en
general) una función, pues en caso contrario la teoría devendría
irracional (entre otros Zaffaroni et al., 2000, 265). Ferrajoli en-
tiende que en la elaboración teórica de Kant no cabía la res-
puesta por la utilidad de la pena y que su teoría en todo caso
justificaría el cuándo se puede aplicar la pena, mas no resolve-
ría el problema de la justificación extema. También señala que.
3. Como la formulación jurídica que luego haría Hegel y así hasta llegar a moder-
nas teorías neo-retribucionistas sostenidas tanto por dogmáticos alemanes (Jakobs,
1995, 22, quien sostiene que su teoría es deudora de la hegeliana) cuanto por los
sostenedores estadounidenses de las «penas merecidas» (Von Iliisch, 1998).
21
como en la teoría de otros retribucionistas, se sostiene ei valor
intrínseco de la venganza como valor en sí mismo aun den-
tro de determinado orden legal, por lo que con razón deben
ser acusadas de confundir derecho y moral o validez y justicia
(Ferrajoli, 1995,257)."
La naturaleza del hombre sostenida por Kant, la naturaleza
retributiva de la pena, así como su resistencia a utilizar a un
hombre de forma que no sea un fin en sí mismo, es lo que
demuestra su mayor convicción en la idea del libre arbitrio,
propia de todo el pensamiento ilustrado. Su intento por escapar
de la sobrevaloración de la sociedad es notable. Sin embargo,
para Kant «la ley penal no es menos defensista social que para
los restantes contractualistas» ya que la venganza en su caso
sirve como defensa o sostenimiento de la sociedad civil, único
lugar en que puede respetarse el imperativo moral o categórico
(Zaffaroni et al, 2000, 266). Por otro lado, ello queda más clara-
mente evidenciado cuando, en el mismo fragmento en que im-
pone a la sociedad la obligación de castigar al último delincuen-
te, relaciona el castigo con la soberanía y el derecho de obedien-
cia (Mari, 1983, 109). En la misma noción de soberanía está la
base del organicismo y de la defensa social, y de ella no escapa
Kant que es, probablemente, quien deja mejor expresada (a su
pesar) la íntima noción entre castigo y soberanía.
La teoría de la defensa social se ha sentido mejor represen-
tada, sin embargo, con Beccaria o con Bentham. Para ambos la
pena debía ser la necesaria y la mínima con respecto a los ñnes
de prevención de nuevos delitos (Ferrajoli, 1995, 394), y así lo
sostiene expresamente Beccaria (1983, 73) al aplicar al castigo
la famosa frase —«la mayor felicidad para el mayor número»—
que cautivaría a Bentham y convertiría luego en emblema del
utilitarismo (Gallo, 2001, 47). Pero, a pesar de abogar ambos
por una pena mínima y necesaria, sus argumentos puedeii dar
pie a la utilización ilimitada del poder punitivo.
El de Bentham es el más claro modelo alternativo al de Kant
(Rabossi, 1976; Marí, 1983, 106). Aunque ambos parten de la
noción de individuo racional, el hombre de Kant llega por la
4. A pesar de los claros intentos de Kant por separar el primer par en su Metafísica
de las costumbres, donde dedica el primer tomo a las relaciones con respecto al deie-
cho y el segundo a las de la moral (Kant, 1989).
22
razón al desinterés, y es el caso contrario el de Bentham, en el
que la razón lleva al hombre a calcular las ventajas y desventa-
jas (costos y beneficios) de realizar determinada acción.
El utilitarismo benthamiano admitiría diversas ftinciones
para la pena: las que hoy conocemos como prevención (gene-
ral, especial, negativa, positiva).^ En su versión más simple,
Bentham justifica la pena en tanto sirve para obtener la disua-
sión de realizar otra vez el acto por el cual se lo castiga, tanto
por parte del culpable como de los que no lo hicieron pero
podrían verse tentados a imitarlo.
El castigo no es sólo un mal que se aplica contra otro mal,
sino que se convierte en un bien, pues debe producir felicidad.
No, por supuesto, en quien lo sufre, pero sí en la suma de las
felicidades individuales que sacarían provecho en la evitación
de futuros dolores. «La mayor felicidad para el mayor número.»
La confrontación con las ideas de Kant se hace evidente puesto
que Bentham sí acepta la utilización de un individuo como me-
dio para lograr esa felicidad de la mayor parte de la sociedad.
El castigo se justifica por las consecuencias valiosas que obten-
ga de cara al futuro, aunque sólo pueda relacionarse con un
acto pasado indeseable pero que ya no se puede cambiar.
Bentham insiste en la importancia del principio de propor-
cionalidad entre ofensas y castigos en varios pasajes de su
enorme obra.* Por ejemplo, Zaffaroni et al. (2000, 296) extraen
de la Teoría de las penas uno de los muchos inventos «locos» de
Bentham: una máquina de azotar que impediría los abusos
de los verdugos. A pesar de ello, el utilitarismo no obliga a
ofrecer criterios exactos de mensuración (Rabossi, 1976).
Quizá por ello Bentham se ocupó con más precisión, una
vez establecidos aquellos criterios generales que partían de su
concepción filosófica, de explicar de qué formas (diversas) se
puede poner en marcha su proyecto utilitarista sobre las penas.
23
En Principios de legislación y de codificación, en el Tratado de las
pruebas judiciales, en su Teoría de las penas y recompensas y en
las demás obras^ hace continuas referencias a la justificación y
a la práctica de los castigos. Pero el aporte más original a lo que
es posible llamar una tecnología de los castigos lo realiza en su
texto del proyecto Panóptico (Bentham, 1989) que estaba inclui-
do originalmente como parte de los Principias. Esta «tecnolo-
gía» afectará fuertemente, con posterioridad, a las diversas legi-
timaciones teóricas del castigo. Y ello es posible que haya suce-
dido incluso en el mismo Bentham, quien al describir y aníilizar
su invento hace que éste influya en sus convicciones filosóficas.^
Al proyectar sus inventos, Bentham demostraba ser un fiel
representante de la Ilustración. La razón y la transparencia
frente al oscurantismo. La inventiva frente a las brutalidades
del sistema penal de su época. En todo ello, sostenido en sus
trabajos teóricos (en sus principios utilitaristas y económicos
sobre el castigo) y aplicado a sus inventos, podemos ver un con-
tinuador de Rousseau y de Beccaria. Pero por otro lado se apar-
ta claramente de los principios contractualistas clásicos del de-
lito, y ello se advierte no sólo de su confrontación con Kant y
Rousseau (que es hipotética), sino sobre todo de la real que
mantuvo con Blackstone (jurista inglés ilustrado y iusnaturalis-
ta) y por ese intermedio contra las teorías de Locke (Man, 1983,
99). La misma idea del contrato le parecía absurda. La ficción e
imposibilidad del consentimiento le habían parecido evidentes
en el caso de los delincuentes, que no lo prestaban para ser
castigados sino que la pena les era impuesta por el Estado en
tanto enemigos de la sociedad. De esta forma, lo que era ilusión
en los otros ilustrados queda desvelado en Bentham.
La pena no es consecuencia del contrato. «La pena deviene,
explícitamente en Bentham, una forma de control social. Es en
esta perspectiva que el tema del fundamento del derecho de cas-
tigar se acumula con el tema de la prevención de la criminalidad
7. Menciono sólo a algunas de las que se han traducido al castellano (se lo tradujo
rápidamente y con gran interés, desde su misma edición en inglés y otras tomadas de
la publicación en fiancés por un discípulo suyo —Dumont— que las reconstiuía a
partir de fiagmentos, a piincipios del siglo XIX).
8. El principio económico y de inspección del «Panóptico» es conocido: en caso
contrario consultar Bentham, 1989, o las inteipretaciones, distintas, de Foucault,
1994, o Man, 1983, así como el estudio de Miranda, 1989.
24
y, por consigtiiente, de la finalidad preventiva de la pena» (Costa,
1974, 364). La pena se justificará porque es «útil» para la socie-
dad, lo cual tiene la ventaja señalada por Ferrajoli de diferenciar
moral y derecho, de forma más categórica que el insistente Kant,
y la desventaja de justificar modelos de Derecho penal máximo
(1995, 276). Ventaja o no, la necesidad de demostrar su utilidad
será también la que convierta a la justificación de la pena en una
«justificación imposible» (Pavarini, 1992).
Mas no tan «imposible», de acuerdo con la lógica del poder,
para quien puede resultar útil hasta el demencial y cruento mo-
delo de expansión penal, que es el que caracteriza a los sistemas
punitivos históricamente existentes. Este modelo es difícilmente
evitable con cualquier teoría justificacionista. Pero mucho me-
nos con la permanencia de ambas justificaciones (utilidad y jus-
ticia) como posible recurso para los operadores del sistema pe-
nal y de las múltiples combinaciones y elaboraciones posterio-
res que les permiten saltarse los límites que el propio discurso
jurídico adecuado a una de estas teorías podría plantearse.
25
dejado de ser otra cosa con posterioridad, a pesar de las críticas
ilustradas. Sin embargo sí se produjo un importante cambio en
el siglo XVín, del que tuvo algo que ver el discurso de los ilustra-
dos. El poder de castigar ya no sería justificable como un atri-
buto del más fuerte (o de quien estuviera «legitimado» para ha-
cerlo por la tradición o el carisma, y por lo tanto tuviera, en ese
sentido, esa fortaleza) sino que debería justificarse como si ello
fuera conveniente para la sociedad. «El derecho de castigar ha
sido trasladado de la venganza del soberano a la defensa de la
sociedad» (Foucault, 1994, 95).
No había necesidad de plantear esto hasta que surgió la posi-
bilidad de limitar el poder punitivo. De cualquier manera, en las
versiones punitivas del Antiguo Régimen también estaba presen-
te la misma versión organicista de la sociedad que será el funda-
mento de la defensa social. Sin embargo, las explicaciones que
se daban de la sociedad como un órgano o cuerpo único estaban
naturalizadas o amparadas por el dogma religioso, frente al cual
cualquier disidencia implicaba un delito. A partir del siglo XVIII y
de la racionalización del poder, al modelo «natural» de la socie-
dad se le opone un modelo «artificial» (el del contrato), que ad-
mite la disputa política y la discusión ideológica.
Sin embargo dos «trampas» persistieron en la mayoría de
las propuestas contractualistas: la suposición del consenso en la
sociedad y la defensa de la idea de soberanía. El contrato, apli-
cado al campo penal, no exigía de quien hubiera realizado una
ofensa su cancelación respecto del ofendido (como se impuso
en el campo civil) sino que dicha «reparación» debería benefi-
ciar a la sociedad a través del Estado. Este Derecho penal como
prerrogativa del Estado permitía proyectar una defensa social
que, por defender tan altos intereses, se resistiría contra los lí-
mites que él mismo se trazaba.
Como forma de evitar la paradoja, los límites del Derecho
quedaron reservados al ámbito del discurso y la defensa social
ilimitada se plasmaba privilegiadamente en las agencias de con-
trol creadas por el propio sistema. Si se propugnaba que todo el
cuerpo social corría peligro si no se castigaban a sus enemigos,
criterios de eficiencia obligaban a lograr esa punición sin repa-
rar en límites. Es por ello que se sostiene que «La ideología de
la defensa social nació al mismo tiempo que la revolución bur-
guesa, y mientras la ciencia y la codificación penal se imponían
26
como elemento esencial del sistema jurídico burgués, ella toma-
ba el predominio ideológico dentro del específico sector penal»
(Baratta, 1986a, 36).
En la ficción del consenso están también los peligros del
defensismo social, aunque es probable que ello sea mucho más
lesivo cuando es el Estado el que se encuentra legitimado para
expresar y luego defender a la sociedad.
En la noción de soberanía, finalmente, está el mayor peli-
gro que para los individuos presenta el organicismo. Mante-
ner la persecución pública de las acciones consideradas delicti-
vas, como lo ha hecho el Derecho penal ilustrado,' y el castigo
como obligación estatal significó en la práctica mantener la
intrínseca desigualdad y selectividad sobre la que reposa cual-
quier poder punitivo.
Desigualdad y selectividad que también se encuentran en la
propia idea de contrato que, como denunciara Marx (1974), si
bien nos aporta la fértil herramienta de los derechos, encubre
que éstos en realidad pertenecen a la clase dominante que cons-
truirá lo común y el Estado de acuerdo a sus intereses. En sínte-
sis: el contractualismo no es la antítesis del organicismo sobre el
que descansa la noción del poder punitivo pre y post ilustrado.
Los ilustrados, aun cuando limitaban el poder punitivo para
que no pudiera violentar la libertad y dignidad humanas, termi-
naban justificándolo por esas mismas premisas, y la contradic-
ción intrínseca a ello estriba en que «el poder punitivo siempre
limita la libertad y que, al legitimarlo, no se hace más que sem-
brar la semilla de destrucción de los límites que traza» (Zaffaro-
ni eí a/., 2000, 264 y 265).
El discurso ilustrado nunca pretendió ocultar que el proble-
ma del castigo, como cualquier otra reflexión criminológica, se
encuentra inmerso en la previa concepción filosófica y política
que se tenga sobre el orden y sobre el Estado (Bustos, 1983, 17),
y de allí su carácter crítico. Esta reflexión llevó, en el mismo
siglo XVín, a que algunos autores plantearan la ilegitimidad del
propio contrato, del poder y en concreto del poder punitivo.
27
Este es el caso de Marat (Zaffaroni et al, 2000, 269; Jiménez de
Asúa, 1963, 263) y de los anarquistas Godwin y Stimer.
La consecuencia más radical del discurso jurídico ilustrado
(incluso del pensamiento burgués) es la que nos lleva a cuestionar
el «poder», y por lo tanto el orden y el bien común. Así se puede
Uegar al desvelamiento de la «mentira» que encubre la violencia
que los funda, y nos podemos acercar a un modelo de Derecho
que vaya un poco más allá de una única dimensión procesal y
agnóstica. Ello parece poco, pero encierra el rechazo de la violen-
cia, incluso la que han practicado históricamente los Estados,
para la organización de la convivencia (Resta, 1995, 202).
10, Pai-a quien tampoco era la prisión el único ni el mejor de los métodos punitivos
puesto que la multa era más «económica» y por lo tanto ventajosa (Man', 1983,124).
28
prisión haya sido el proyecto penal de la Ilustración. «Más pre-
cisamente: la utilización de la prisión como forma general de
castigo jamás se presenta en estos proyectos de penas especí-
ficas, visibles y parlantes» (Foucault, 1994, 118). La prisión, in-
cluso, parece incompatible con todas las teorizaciones, discur-
sos y justificaciones de la pena que hemos heredado del si-
glo xvni y que mantenemos, sobre todo en el ámbito jurídico.
¿Cómo ha llegado a ser la prisión, desde esa misma época, la
forma esencial del castigo? Para explicamos este proceso, así
como el de la aparición de las policías y otros aparatos estatales
que compondrán un inmenso poder configurador y de vigilan-
cia, deberemos analizar la persistencia de instituciones de se-
cuestro surgidas en forma de gobernabilidad previa a la Ilustra-
ción, así como las teorías y prácticas que las propias institucio-
nes generaron, desde el «no derecho», en los siglos XDC y XX
(junto a otras variables económicas y políticas: Rusche y Kir-
cheimer, 1984; Foucault, 1994; Melossi y Pavarini, 1987).
Es por ello que «bucear» en el pensamiento ilustrado nos
servirá muy poco para analizar la práctica penal concreta que
sufrimos en la actualidad. Pero para pensar en una sociología y
una filosofía del castigo que no dependan de los avalares de la
institución penitenciaria es indispensable retomar el discurso
de la Ilustración. Sin embargo, este retomo debe realizarse con
la advertencia hecha sobre las capacidades emancipatorias del
proyecto ilustrado. Éste jamás se realizará, tendrá vma imposi-
bilidad intrínseca de hacerlo, si se presta a las justificaciones y
legitimaciones de las estructuras de poder que le preceden y lo
acompañan. La pena, y la justificación de la pena, es el ámbito
en que ello queda más claramente ejemplificado. Tanto la idea
de prevención del delito como la de retribución del castigo,
«contaminan» al castigo y arrastran a sus justificaciones a las
peores políticas de severidad penal. Es la propia justificación
del castigo (cualquiera de ellas, pero mucho peor cuando se
presentan en forma «dual», combinadas o mixtas y al servicio
de las prácticas punitivas concretas) la que nos lleva a la nega-
ción del proyecto ilustrado.
No se ha pretendido en estas breves páginas sino recomen-
dar nuevos abordajes sobre viejas disquisiciones, algo que ape-
nas es insinuado por los más lúcidos sociólogos del Derecho
(Baratta, 1986a, 23 y 24) y del castigo (Garland, 1999, 22), y que
29
sin embargo es fundamental en varias de las actuales fonnu-
laciones teóricas. El pretendido r e t o m o a u n a simplista reduc-
ción del pensamiento del siglo XVni hecho p o r los cultores del
justice model (Von Hirsch, 1998) n o es en absoluto comparable
a la monumental y a ú n n o superada obra de Ferrajoli (1995) en
lo que a ello respecta, y a pesar de su persistencia justifícacio-
nista del castigo (por cierto que sin intenciones de justificar el
poder punitivo existente de ninguna manera: este autor aboga
por la limitación del poder con u n a teoría utilitarista del castigo
seguida con consecuencia). E n la obra de Ferrajoli es, tal vez
por eso mismo, donde con más fuerza perviven las tensiones
a ú n no resueltas del pensamiento crítico ilustrado.
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32
DESIGUALDAD SOCIAL Y CASTIGO.
APORTES DEL ILUMINISMO PARA
UNA CRIMINOLOGÍA RADICAL
Martín Poulastrou
33
bres compuesta principalmente por campesinos vivía hundida
en la miseria completa. Pese a que la autoridad de los reyes
suponía la existencia de un gobierno único para toda Francia,
subsistían numerosos vestigios de la época feudal y de los pode-
res propios de esa forma de organización social. Los privilegia-
dos respetaban la autoridad real pero conservaban cuotas de
poder que descargaban en sus ámbitos de influencia sobre una
masa compuesta por plebeyos y campesinos. El clero, la noble-
za, los tribunales de cuentas, entre otros, tenían una jurisdic-
ción particular. El procesado no tenía defensor y las leyes pre-
veían sanciones muy crueles. Tocqueville (1850, 150) describió
claramente cómo operaban las diferencias en la aplicación de la
ley penal según la clase de persona de que se tratara: «Este
gobierno del antiguo régimen, que era [...] tan benigno y a veces
tan tímido, tan amigo de las formas, de la lentitud y de los
miramientos, cuando se trataba de gentes situadas por encima
del pueblo, con frecuencia se muestra duro y siempre enérgico
cuando procede contra las clases bajas, especialmente contra
los campesinos. Entre los documentos que he tenido ante mi
vista, no he encontrado ningtmo en que se notificara el arresto
de un burgués por orden de un intendente; pero a los campesi-
nos se les detiene a todas horas con motivo de la prestación
personal, de la milicia, de la mendicidad, por razones de policía
o por otras mil circunstancias. Para unos, tribunales indepen-
dientes, largos debates, publicidad tutelar; para otros, el prebos-
te, que juzgaba sumariamente sin apelación».
También en materia de impuestos existían notorias diferen-
cias sociales en el «antiguo régimen», pues numerosas exencio-
nes eran obtenidas mediante el favor. Los beneficios de la re-
caudación eran compartidos por los traficantes encargados
de realizarla, por los cortesanos y el rey. En todas partes, los
plebeyos y campesinos pagaban una variedad de impuestos, de-
rechos señoriales, diezmos para la Iglesia, servicios corporales,
requisas militares, entre otros. Además, las poblaciones rurales
no podían escapar a los «enganches» con que se formaba la
milicia provincial. Sin embargo, aquí también existían exencio-
nes obtenidas mediante la intriga y el favor. Los grados milita-
res se compraban y los fueros de la nobleza no cesaban de au-
mentar: en 1789 había 4.000 cargos que conferían nobleza a
quienes los compraban. El comercio estaba trabado. La existen-
34
cia de poderosas corporaciones y gremios imponía estrictas re-
glamentaciones para la producción y encadenaba a la mayoría
de los obreros al oficio, mientras existían sólo unos pocos jefes.
Las transacciones comerciales eran dificultadas por la diversi-
dad de pesas y medidas, los monopolios, los peajes y las adua-
nas interiores. La agricultura también estaba en crisis, por las
numerosas servidumbres que pesaban sobre la tierra, las pocas
garantías para los hacendados y los obstáculos que suponían
los caminos, intransitables ocho meses al año.
Todd (1994, 182) coincide en que las diferencias de riqueza
en la Francia pre-revolucionaria eran realmente espantosas, y
señala que los campesinos franceses se encontraban en condi-
ciones similares a las que La Bruyére había descrito cien años
antes con estas palabras: «Se ven algunos animales huraños,
machos y hembras, diseminados por el campo, negro tirando a
amoratados, quemados por el sol, apegados a una tierra que
hurgan y remueven con irreductible cazurrería; tienen una es-
pecie de voz articulada y, cuando se yergvien sobre los pies,
dejan ver un rostro humano, porque, en efecto, se trata de hom-
bres. Por la noche se refugian en cubiles, y allí se alimentan con
pan negro, agua y raíces; descargan a los demás del trabajo de
sembrar, arar y cosechar para vivir, mereciendo así no carecer
del pan que han sembrado».
Señala TocqueviUe (1850, 150) que la mendicidad, en par-
ticular, se convirtió en objeto de la persecución oficial. En 1767
el duque de Choiseul quiso teraiinar para siempre con ella.
Analizando su correspondencia con los intendentes, TocqueviUe
pudo apreciar con qué vigor se acometió esta tarea: la gendar-
mería recibió la orden de prender a todos los mendigos del rei-
no, y se estima que fueron detenidos más de cincuenta mil. Los
que fueran aptos para trabajar debían ser enviados a galeras, y
se abrieron más de cuarenta asilos para recoger a los demás.
Concluye TocqueviUe que más hubiera valido abrir de nuevo el
corazón de los ricos.
En el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los
hombres, Rousseau indagó acerca de las causas de estas des-
igualdades y encontró una fuente central del problema en la
propiedad privada de la tierra. Imaginó la actitud del primer
hombre que decidió cercar un terreno y atribuírselo en propie-
dad, y también la de los demás hombres que lo habían observa-
35
do pasivamente permitiéndole que consumara el despojo: «El
primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió
decir "Esto es mío", y halló personas bastante sencillas para
creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuán-
tos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores habría aho-
rrado al género humano el que, arrancando las estacas o arra-
sando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: «Guardaos de
escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los írri-
tos son para todos y que la tierra no es de nadie!» (Rousseau,
1755, 129). También Beccaria hizo alusión a la cuestión de la
propiedad, en forma que a pesar de ser muy breve no deja du-
das sobre su opinión. Se refirió al derecho de propiedad como
«terrible y quizás no necesario» (1764, 64).
La crítica implicaba una deslegitimación del modo como es-
taba distribuida la riqueza en Francia, y sobre todo indicaba el
origen espurio de la adquisición de la propiedad sobre la tierra,
que había consistido en una apropiación injustificada de bienes
sobre los que un hombre no podía invocar más derechos que
otro. Las graves repercusiones sociales producidas por la exis-
tencia de una desigvialdad extrema en la propiedad de inmue-
bles, fueron claramente expuestas por Tocqueville (1850, 27):
«Los grandes propietarios territoriales localizan en cierto modo
la influencia de la riqueza y, al obligarla a ejercerse especial-
mente en detenninados lugares y sobre ciertos hombres, le dan
un carácter más importante y duradero. La desigualdad mobi-
liaria crea individuos ricos. La desigualdad inmobiliaria, fami-
lias opulentas; vincula a los ricos unos con otros; une entre sí a
las generaciones; y crea en el Estado un pequeño pueblo aparte
que siempre llega a obtener cierto poder sobre la gran nación
en la cual se halla enclavado. Son precisamente estas cosas las
que más perjudican al gobierno democrático. Por el contrario,
nada favorece tanto el reinado de la democracia como la divi-
sión de la tierra en pequeñas propiedades».
La discusión en torno a la justicia o injusticia de la apropia-
ción de las riquezas naturales por unos pocos hombres en per-
juicio de la mayoría no era nueva, pues ya había sido planteada,
por ejemplo, por pensadores griegos (Pifarre, 1991, 97). En
efecto, sobre la base de la idea de Heráclito de que el conflicto
es el padre de todas las cosas, y de que ha hecho a algimos
hombres amos y a otros esclavos, Trasímaco sostuvo la doctrí-
36
na de la desigueildad de los hombres y el derecho de los más
fuertes a someter a los más débiles. Sin embargo, según Trasí-
maco ese derecho no surgía por una necesidad natural sino por
las «artimañas» que habían ideado los más fuertes para some-
ter a los más débiles. Deducía consecuencias negativas de tal
circunstancia, pues creía que la maldad y la astucia terminaban
imponiéndose a la bondad y a la justicia. Contrariamente, Cáll-
eles sostenía que la justicia estaba precisamente en que los po-
derosos se impusieran a los débiles y les arrebataran por la
fuerza sus bienes (Platón, ¿392-391? a.C, 96). Sostenía que las
leyes habían sido establecidas por los débiles para evitar ser
aplastados por los fuertes, doctrina que resurgirá en el siglo XIX
en el pensamiento de Nietzsche (Pifarre, 1991, 97).
37
primitiva comunidad de bienes, es para poseer en propiedad
alguna parte de ellos» (Marat, 1779, 67).
La injusticia social extrema habilitaba, según Marat, el re-
chazo de las leyes. En el Plan de legislación criminal hace un
extenso alegato en el que brinda argumentos que justifican a
quien atenta contra la propiedad anteponiendo a ella su instinto
de conservación (Marat, 1779, 69 ss.). En igual sentido, Becca-
ria era consciente de que el hurto provenía generalmente de la
miseria y la desesperación (Beccaria, 1764, 64). La sociedad no
puede condenar mecánicamente a quienes inñingen las leyes si
antes no asume y cumple con la obligación que, en virtud del
contrato, le corresponde de garantizar a los individuos las con-
diciones mínimas para la subsistencia. Si la sociedad no ga-
rantiza al individuo lo necesario para subsistir, no puede luego
sancionar a quien decide tomarlo por su propia cuenta. Marat
entendía que esta situación implicaba que el individuo retoma-
ba al estado de naturaleza, en el cual no existen obstáculos para
que el hombre se procure a sí mismo lo que necesita para sub-
sistir. Aquello que desde la perspectiva de la defensa del or-
den social constituye meramente un delito, es desde la óptica
de Marat un derecho natural del pobre (Zaffaroni, 1993, 120).
Dice Marat: «En una tierra que toda es posesión de otro y en la
cual no se pueden apropiar nada, quedan reducidos a morir de
hambre. Entonces, no conociendo la sociedad más que por sus
desventajas ¿están obligados a respetar las leyes? No, sin géne-
ro de duda; si la sociedad los abandona, vuelven al estado natu-
ral, y cuando reclaman por la fuerza derechos de que no pudie-
ron prescindir sino para proporcionarse mayores ventajas, toda
autoridad que se oponga a ello es tiránica, y el juez que los con-
dene a muerte, no es más que un vil asesino» (Marat, 1779, 68).
Esta tendencia de pensamiento implica una inversión com-
pleta de la óptica del orden social burgués. Al adoptar una pers-
pectiva más amplia e histórica de la sociedad, no limitada a la
mera comprobación de la quiebra de lo establecido por las le-
yes, discute su constitución originaria, y de este modo resta le-
gitimidad a la posición del propietario y justifica la de quien es
calificado como delincuente. Desde esta perspectiva, el robo im-
portante, al que hay que atender, es el original, consumado por
el propietario sobre el que luego, precisamente por las con-
secuencias de ese arrebato original, será considerado ladrón.
38
Como señala Zaffaroni (1993, 120), es la criminología crítica en
versión extrema.
Sin embargo, la solución del problema de la desigualdad so-
cial mediante la justificación de la conducta del ladrón parece
Uevar a la desintegración social por vía de la violencia que unos
ejercerían sobre otros. Sin perjuicio de ello, el discurso de Ma-
rat merece ser rescatado, en la medida en que negó toda legiti-
midad a una justicia penal que, formando parte de una socie-
dad completamente injusta en el plano económico, pretende
condenar a quien viola el derecho de propiedad para procurarse
lo necesario para subsistir. El discurso de Marat era contrario al
«antiguo régimen» pero también a cualquier otro que consintie-
ra profundas desigualdades sociales. Para la burguesía en ascen-
so, que llegaría al poder con la Revolución Francesa, el discurso
de Marat podía resultar peligroso y fue desechado. Otros discur-
sos contractualistas, como por ejemplo el de Kant, que concebía
al delito como un mal que debía necesciriamente ser repelido
mediante una respuesta de igual entidad y no admitía la resis-
tencia a la opresión cuando era el propio Estado el que violaba el
contrato social, eran funcionales a la burguesía y lograron sub-
sistir (Zaffaroni, 1993, 120). Kant entendía que el soberano en el
Estado tiene ante el subdito sólo derechos y ningún deber, y que
si el órgano del soberano, el gobernante, infringía las leyes; si,
por ejemplo, violaba la ley de la igualdad en la distribución de
las cargas públicas, en impuestos, reclutamientos, etc., era lícito
al subdito quejarse de esta injusticia pero no oponer resistencia
(Kant, 1797, 150). Así lo expresaba el maestro de Kónigsberg,
evidentemente conmovido por los sucesos de la Revolución en
Francia: «Contra la suprema autoridad legisladora del Estado no
hay, por tanto, resistencia legítima del pueblo; porque sólo la
sumisión a su voluntad umversalmente legisladora posibilita un
estado jurídico; por tanto, no hay ningún derecho de sedición
{seditio), aún menos de rebelión (rebellio), ni mucho menos exis-
te el derecho de atentar contra su persona, incluso contra su vida
{nionarchomachismus sub specie tymnnicidii), como persona in-
dividual (monarca), so pretexto de abuso de poder (tyrannis). El
menor intento en este sentido es un crimen de alta traición (pro-
ditio eminens) y el traidor de esta clase ha de ser castigado, al
menos \sic\ con la muerte, como alguien que intenta dar muerte
a su patria (parricida)» (Kant, 1797, 151). El Derecho penal era
39
concebido por Kant como derecho del soberano y no de los indi-
viduos; un derecho en virtud del cual el primero puede imponer
una pena a los subditos por su delito. Por lo tanto, el jefe supre-
mo del Estado no puede ser castigado (Kant, 1797, 165). Por
otra parte, la respuesta al crimen era idéntica a la Ley del Tallón
en el pensamiento de Kant: «Si se ha cometido un asesinato,
tiene que morir. No hay ningún equivalente que satisfaga a la
justicia. No existe equivalencia entre una vida, por penosa que
sea, y la muerte, por tanto, tampoco hay igualdad entre el cri-
men y la represalia, si no es matando al culpable por disposición
judicial, aunque ciertamente con una muerte libre de cualquier
ultraje que convierta en un espantajo la humanidad en la perso-
na del que la sufre. Aun cuando se disolviera la sociedad civil
con el consentimiento de todos sus miembros (por ejemplo, de-
cidiera disgregarse y diseminarse por todo el mundo el pueblo
que vive en una isla), antes tendría que ser ejecutado hasta el
último asesino que se encuentre en la cárcel, para que cada cual
reciba lo que merecen sus actos y el homicidio no recaiga sobre
el pueblo que no ha exigido este castigo: porque puede conside-
rárselo como cómplice de esta violación pública de la justicia»
(Kant, 1797, 168).
La pretensión kantiana de que la respuesta al crimen era
una exigencia impuesta por la idea de justicia ya había sido
desechada por William Godwin, quien entendía que aquella
pretensión se atribuía injustificadamente la capacidad de cono-
cer la voluntad divina sobre la cuestión: «Se ha alegado algunas
veces que el curso normal de las cosas ha impuesto que el mal
sea inseparable del dolor, lo que lleva a legitimar la idea del
castigo. Semejante justificación debe ser examinada con suma
cautela. Mediante razonamientos de la misma índole, justifica-
ron nuestros antepasados la persecución religiosa: "Los heréti-
cos e infieles son objeto de la cólera divina; ha de ser meritorio,
pues, que persigamos a quienes Dios ha condenado". Conoce-
mos demasiado poco del sistema del universo, porción de ese
conjunto infinito que somos capaces de observar, para que nos
permitamos deducir nuestros principios morales de un plan
imaginario que concebimos como el curso de la naturaleza...»
(Godwin, 1793. 319).
La Revolución Francesa realizó una tarea notable a favor de
la igualdad. En el curso de dos años (1789-1791) la Asamblea
40
Constituyente elaboró la Declaración de los Derechos del Hom-
bre; proclamó que la soberanía residía en la nación; estableció
el gobierno representativo; uniformó la administración y la ju-
risprudencia; estableció los jurados, es decir, el juzgamiento por
pares; suprimió los títulos de nobleza; dispuso que los jueces y
todos los fimcionarios serían electos; proclamó la igualdad de
los ciudadanos ante el impuesto; dispuso que los bienes de la
Iglesia regresaran al Estado; suprimió las corporaciones de ar-
tes y oficios; creó el registro del estado civil, donde se inscribían
los nacimientos, los matrimonios (sin distinción de religiones) y
las muertes, es decir, estableció la igualdad civil. Como afirma
Ducoudray (1906, 65): «Imperfecta como toda obra humana, la
obra de la Asamblea nacional descansaba en principios que se-
rán la piedra angtilar de todas nuestras constituciones. Podrán
los gobiernos restringir o extender más o menos la libertad,
pero siempre mantendrán la igualdad, que fue la verdadera
conquista de 1789».
Sin embargo, la Asamblea dejó subsistente el derecho de
propiedad. En efecto, la Declaración de los Derechos del Hom-
bre (art. 2) declaró a la propiedad vm derecho natural e impres-
criptible del hombre, junto a la libertad, la segviridad y el dere-
cho de resistencia a la opresión. La conservación de estos de-
rechos constituye, de acuerdo con el mismo artículo, el objeto
de toda asociación política. Es que incluso en el pensamien-
to de los jacobinos, la postura más radical entre los revolucio-
narios, no existía un proyecto de abolición de la propiedad pri-
vada. Si se realizaron expropiaciones durante la revolución, fiíe
por razones derivadas de la crisis en que estaba sumida Francia
o por la necesidad de contar con recursos para la guerra. Si se
afectaba el derecho de propiedad, era sólo por necesidades de
la coytmtura. Una vez superada la crisis, la propiedad privada
volvería a ser intangible como fuerza motora del crecimiento
de Francia. La mayor parte de los dirigentes de la Revolución
Francesa pensaba que la misión de la Revolución era diftmdir
los derechos de propiedad a fin de disminuir las desigualdades
sociales y abolir los antiguos privilegios; pensaban en distribuir
mejoría propiedad, no en aboliría (Colé, 1964, 21).
No obstante, en 1796 Francia será ya escenario de una cons-
piración comunista, encabezada por Gracchus Babeuf, cuyo
proyecto social contenido en el Manifiesto de los Iguales afirma-
41
ba el derecho de todos a gozar de los bienes, la expropiación
general y la abolición del derecho de herencia. Esta conspira-
ción fue desbaratada fácilmente por el gobierno francés y no
contó con un apoyo mayoritario de la población francesa, sobre
todo la rural. Fue un movimiento que tuvo un alcance limitado a
París y a los artesanos que habían quedado sin empleo como
consecuencia de la libersilización de la producción luego de la
supresión de las corporaciones y los gremios (Colé, 1964, 19 ss.).
Sin perjuicio de que se trató de un movimiento aislado y de su
fracaso, esta revuelta sirve, junto a las que se producirán en el
siglo XIX, como prueba de la existencia de una particularidad
del temperamento francés en relación con la igualdad económi-
ca. En efecto, Francia parece extender con facilidad la exigencia
de la igualdad política a la esfera económica, y presenciará en el
siglo XDí una verdadera explosión de doctrinas socialistas y re-
voluciones populares en cadena. Distinta es la sitviación en el
mundo anglosajón, en el que la influencia de la concepción de
John Locke de la propiedad como un derecho absoluto ha per-
mitido tradicionalmente una mayor tolerancia para la desigual-
dad económica (Todd, 1994, cap. 9).
42
por la existencia de monopolios, en los resabios de los privile-
gios feudales y en el derecho de herencia, entre otros. Durante
el gobierno del primer rey de la dinastía de los Hannover, Jor-
ge I (1714-1727), se produjo el triunfo de la aristocracia de los
terratenientes, constituida por dos o tres familias en cada una
de las 10.000 parroquias.^ Ese triunfo fue garantizado por el
sistema de endosares, que suprimía los bienes comunales y fa-
vorecía el reagrupamiento de tierras, es decir, la creación de
grandes explotaciones. Estas eran necesarias para el pastoreo
de inmensos rebaños de ovejas, a fin de proveer de lana a la
industria textil en pleno auge. Así, los campesinos eran obliga-
dos a abandonar sus hogares. Londres duplicó sus 500.000 ha-
bitantes de principios del siglo XVIII en menos de cien años,
creándose así un proletariado miserable que conmovió a los es-
critores sensibles de la época. Con mayor perspectiva, Chester-
ton observó así este proceso: «Es una amarga verdad que, du-
rante el siglo xvni, durante toda la era de los grandes discursos
Wighs sobre la libertad y los grandes discursos Toríes sobre el
patriotismo, la época de Wandewash y Plassy, la de Trafalgar y
Waterloo, en el senado central de la nación se iba operando
claramente un cambio. El Parlamento aprobaba uno y otro pro-
yecto encaminados a autorizar a los señores a cercar las tierras
que aún quedaban en estado de propiedad comunal, como resi-
dual del gran sistema de la Edad Media. Los Comunes des-
truían las comunas: no es equívoco, es la ironía ftmdamental de
nuestra historia política. Aun la palabra "comuna" pierde en-
tonces su significado moral, y sólo conserva un miserable senti-
do topográfico, como designación de algunos matorrales y mu-
ladares indignos del robo. En el siglo xviii corrían sobre estos
desperdicios de tierra comunal una historias de salteadores de
caminos, que todavía se conservan en la literatura. En esas le-
yendas se hablaba de ladrones, sí; pero no de los verdaderos
ladrones» (Chesterton, 1946, 189).
En este marco, es lógico que Godwin concibiera el delito
como una consecuencia natural de la situación social existente:
«Una numerosa clase de hombre es mantenida en un estado de
abyecta penuria y es llevada continuamente por la desilusión y
43
la miseria a ejercer la violencia contra sus vecinos más afortvi-
nados. El único modo empleado para reprimir esa violencia y
para mantener el orden y la paz de la sociedad es el castigo.
Látigos, hachas y horcas, prisiones, cadenas y ruedas son los
métodos más aprobados y establecidos a fin de persuadir a los
hombres a la obediencia y para grabar en sus espíritus las lec-
ciones de la razón. Centenares de víctimas son anualmente sa-
crificadas en el altar de la ley positiva y de la institución políti-
ca» (Godwin, 1793, 30). En su pensamiento, el castigo era sim-
plemente la imposición de la fuerza a un ser más débil (God-
win, 1793, 82): «Reflexionemos un instante sobre la especie de
argumentos —si argumentos pueden llamarse— que emplea la
coerción. Ella afirma implícitamente a sus víctimas que son
culpables por el hecho de ser más débiles y menos astutas que
los que disponen de su suerte. ¿Es que la fi.ierza y la astucia
están siempre del lado de la verdad? Cada uno de sus actos
implica un debate, una especie de contienda en que una de las
partes es vencida de antemano. Pero no siempre ocurre así. El
ladrón que, por ser más fijerte o más hábil, logra dominar o
burlar a sus perseguidores, ¿tendrá la razón de su parte?
¿Quién puede reprimir su indignación cuando ve la justicia tan
miserablemente prostituida? ¿Quién no percibe, desde el mo-
mento que se inicia un juicio, toda la farsa que implica? Es
difícil decidir qué cosa es más deplorable, si el magistrado, re-
presentante del sistema social, que declara la guerra contra uno
de sus miembros, en nombre de la justicia, o el que lo hace en
nombre de la opresión. En el primero vemos a la verdad aban-
donando sus armas naturales, renunciando a sus facultades in-
trínsecas para ponerse al nivel de la mentira. En el segundo, la
falsedad aprovecha una ventaja ocasional para extinguir artera-
mente la naciente ley que podría revelar la vergüenza de su
autoridad usurpada. El espectáculo que ambos oft-ecen es el de
un gigante aplastando entre sus garras a un niño. Ningún sofis-
ma más grosero que el que pretende llevar ambas partes de un
juicio ante una instancia imparcial. Observad la consistencia de
este razonamiento. Vindicamos la coerción colectiva porque el
criminal ha cometido una ofensa contra la comunidad y preten-
demos llevar al acusado ante un tribunal imparcial, cuando lo
arrastramos ante los jueces que representan a la comunidad, es
decir a la parte ofendida. Es así como, en Inglaten-a, el rey es el
44
acusador, a través de su fiscal general, y es el juez a través del
magistrado que en su nombre pronuncia la condena. ¿Hasta
dónde continuará una farsa tan absurda? La persecución inicia-
da contra un presunto delincuente es \aposse cornitatus, la fuer-
za armada de la colectividad, dividida en tantas secciones como
se cree necesarias. Y cuando siete millones de individuos consi-
guen atrapar a un pobre e indefenso sujeto, pueden permitirse
el lujo de torturarlo o ejecutarlo, haciendo de su agonía un es-
pectáculo brindado a la ferocidad» (Godwin, 1793, 324).
En Investigación acerca de la justicia política, Godwin deli-
neó los principios de la organización social que quería estable-
cer. La última parte del libro (cap. VIII) está completamente
consagrada al análisis de la cuestión de la propiedad. Godwin
impulsaba una modificación radical de la organización social.
Sostenía que la excesiva importancia otorgada al lujo y a la
ostentación determinaba la avidez de los hombres por la acu-
mulación de riquezas. Por ello, el éxito de su propuesta depen-
día en gran medida de un cambio de mentalidad en virtud del
cual los hombres comprenderían la inutilidad de aquellos valo-
res. Godwin confiaba en que ese cambio de mentalidad se pro-
duciría gradualmente y a través del uso de la razón y no por vía
revolucionaria (1793, 413). El modelo de sociedad que propo-
nía tenía como base la garantía de que las necesidades básicas
del hombre, alimento, habitación y abrigo, estarían satisfechas
(1793, 366). Godwin entendía que para lograrlo no se necesita-
ba más que establecer una equitativa distribución del trabajo
social, haciendo participar a la totalidad de los individuos invo-
lucrados y no sólo a una mínima parte como ocurría bajo el
sistema de producción vigente en aquella época. Pretendía or-
ganizar el trabajo social de tal modo que nadie debiera trabajar
más que una escasa cantidad de tiempo por día (1793, 384 ss.).
El resto del tiempo sería utilizado para la satisfacción de los
placeres intelectuales, a los que Godwin otorgaba un valor cen-
tral. Las posibilidades del dominio de la naturaleza por la técni-
ca harían posible minimizar el trabajo para la producción de
los bienes necesarios (1793, 397) y dedicar el resto del tiempo a
la expansión de las facultades del espíritu, el conocimiento de la
verdad y la práctica de la virtud (1793, 390).
Godwin desconfiaba de las medidas de caridad adoptadas
hasta entonces para paliar las desigualdades sociales, pues en-
45
tendía que servían para halagar la vanidad de los ricos sin resol-
ver efectivamente los problemas (1793, 370). Impulsará una mo-
dificación completa de la sociedad con repercusiones en todas
las instituciones sociales: el sistema de producción, distribución
y consumo de los bienes, el derecho, la educación, el matrimo-
nio, el Estado, las relaciones entre los individuos (1793, 399 ss.).
Godwin pretendía el establecimiento de pequeñas comunidades
autosuficientes, descentralizadas y libremente confederadas,
exentas de toda institución permanente. El gobierno, según God-
win, es necesario cuando se requiere un medio coactivo para
conservar los privilegios que los ricos detentan sobre los pobres.
Si el gobierno sirve para la conservación de la desigualdad so-
cial, una vez que se ponga fin a la desigualdad bajo el sistema
propuesto el gobierno no tendrá fimción ni sentido alguno.
El pensamiento de Godwin tiene como presupuesto una
confianza plena en el poder de la razón, aspecto que lo incluye
dentro de la tradición ilustrada. Esta razón en la que se afirma
Godwin es de naturaleza moral, es decir, sirve de guía al hom-
bre en la búsqueda y elección del camino correcto en su acción.
Godwin creía que el error en la conducta del hombre no estaba
motivado en deficiencias morales sino en un entendimiento de-
ficiente. Quien obra mal, lo hace porque yerra, por ignorancia y
no por maldad. Es una teoría que asocia el conocimiento con el
bien, y que se remonta a Sócrates (Russell, 1962, 52). A través
de la experiencia el hombre progresivamente razona mejor y en
consecuencia mejora su conducta. En este valor otorgado a la
experiencia Godwin se acerca al empirismo inglés, que de Ba-
con en adelante (Locke, Berkeley y Hume) priorizará el valor de
la experiencia como método de conocimiento.
La sociedad utópica de Godwin, sin propiedad privada, sin
desigualdades entre los hombres y sin gobierno es, también,
una sociedad sin castigo. Dice Godwin (1793, 365): «La cues-
tión de la propiedad constituye la clave del arco que completa el
edificio de la justicia política. Según el grado de exactitud que
encierren nuestras ideas relativas a ella, demostrarán la posibi-
lidad de establecer una forma sencilla de sociedad sin gobierno,
eliminando los prejuicios que nos atan a un sistema complejo.
Nada tiende más a deformar nuestros juicios y opiniones que
un concepto erróneo respecto a los bienes de fortuna. El mo-
mento que pondrá fin al régimen de la coerción y el castigo.
46
depende estrechamente de una determinación equitativa del
sistema de propiedad».
Godwin confiaba en que en su sociedad utópica se produci-
rían pocos conflictos y prácticamente no habría delitos (1793,
336). Sólo para el caso en que estuviera en juego la seguridad
pública, Godwin admitía que se aplicara una coerción mínima
a quien hubiese delinquido. En el resto de las situaciones que
pudieran suscitarse, negaba la posibilidad de aplicar una coer-
ción, pues entendía que obligar a los individuos no hace sino
destruir su sentido de la responsabilidad. Sin embargo, la coer-
ción aplicable a quien cometiera un crimen no debía tener una
finalidad retributiva o amenazadora, sino que debía aplicarse
exclusivamente con la finalidad de que esa persona no cometie-
ra nuevos delitos, es decir, adoptaba una postura utilitaria res-
pecto del castigo (1793, 320). Godwin se había educado en un
férreo ambiente calvinista, por lo que defendía a ultranza el
valor de la conciencia individual, en la que consideraba vedado
influir con propósitos de reforma. Esta actitud representaba
una franca contradicción con las tesis de Howard y en general
con el disciplinarismo inglés (1793, 348). Godwin denunciaba el
objetivo autoritario de mejorar a las personas como un procedi-
miento que aniquilaba la imaginación, la elasticidad y el pro-
greso de la mente. Por ello rechazaba el aislamiento como pena,
pues entendía que era un medio de embrutecer y generar resis-
tencia. Sostenía que la pena dirigida a la mente era tan brutal
como la que se dirigía al cuerpo y negaba toda posibilidad de
mejora mediante el aislamiento, que no hacía sino aumentar las
tendencias melancólicas. Además, Godwin creía en la existencia
de algún grado de corresponsabilidad de la sociedad en la ac-
ción de quien comete un crimen, en virtud de no haberle ins-
truido correctamente.
Por otra parte, los efectos negativos de la industrialización
iniciada en Inglaterra en el siglo xvni llamarán la atención de
Godwin y otros pensadores críticos de la época, como Charles
Hall.^ Esos efectos negativos tendrán repercusión tanto en la
distribución de la riqueza, que se acumulará en manos de los
capitalistas que se apropian de parte del valor del trabajo del
47
asalariado, como en el psiquismo del trabajador industrial, que
se verá afectado por la creciente división del trabajo y el conse-
cuente distanciamiento del hombre respecto de la obra final, y
también por el sometimiento a la reiteración mecanizada de
operaciones sencillas (Russell, 1962, 262).
48
necesidades. Difícilmente se le hubiese podido ocurrir que eran
las consecuencias de lo que en dichos países se llama Gobier-
no» (Paine, 1792, 148).
La obra mas conocida de Paine es Los derechos del hombre,
integrada por dos partes publicadas sucesivamente en 1791 y
1792. En la primera parte, Paine polemizó con Edmund Burke,
quien previamente había publicado Reflexiones sobre la revolu-
ción francesa, obra en la que hacía una interpretación crítica de
la revolución, sobre todo por los excesos en que habían incurri-
do los revolucionarios. Al igual que Paine, Tocqueville (1860,
198) afirmó que los procedimientos violentos desplegados por
los revolucionarios habían sido aprendidos a través del ejemplo
brindado por los órganos y las medidas adoptadas durante el
«antiguo régimen»: «Me atrevo a decir, por tener las pruebas a
mi alcance, que muchos de los procedimientos empleados por
el gobierno revolucionario tuvieron precedentes y ejemplos en
las medidas adoptadas para con el bajo pueblo durante los dos
últimos siglos de la monarquía. El antigvio régimen proporcio-
nó a la Revolución muchas de sus formas; ésta no hizo más que
añadir la atrocidad de su carácter». Burke pensaba que los pro-
yectos igualitarios de los revolucionarios estaban en contradic-
ción con los derechos de la naturaleza, siguiendo la tradición
inglesa de pesimismo antropológico que, desde Hobbes, soste-
nía que en la naturaleza del hombre se encuentra precisamente
la diferencia y no la igualdad (Soriano-Bocardo, 1990, XVIII).
Paine aefendió la nueva Constitución francesa, cuyas disposi-
ciones favorables a la igualdad contrastaban según él con el
sistema de gobierno imperante en Gran Bretaña, que conserva-
ba gran cantidad de privilegios aristocráticos. La entronización
de una monarquía era la primera manifestación de esa tenden-
cia aristocrática. La otra institución sobre la que Paine descar-
gaba sus ataques era la Cámara de los Pares, cuyos cargos eran
transmitidos por herencia y que estaba integrada por los terra-
tenientes que habían usurpado la tierra común o bien por sus
descendientes. Según Paine (1792, 208), no puede darse ningu-
na razón de por qué una cámara legislativa haya de estar com-
puesta enteramente de hombres cuya ocupación consiste en
arrendar propiedad territorial, y no de arrendatarios o de cerve-
ceros o panaderos o cualquier otra clase distinta de hombres.
Como los revolucionarios franceses, Paine incluía a la pro-
49
piedad entre los derechos naturales del individuo, y por lo tanto
no puede ser catalogado como socialista, si se entiende por ello
la aspiración a algún tipo de propiedad común sobre los bienes
(Colé, 1964, 38). Sin embargo, distinguía entre propiedad legíti-
ma e ilegítima. En 1797 escribió Justicia agraria, una obra en
la que proponía un programa para recompensar a quienes ha-
bían sido despojados de su derecho a la tierra por quienes se
habían apropiado de ella. El trabajo fue una réplica a un ser-
món del obispo Watson titulado La sabiduría y bondad de Dios
al haber creadoricosy pobres, con un apéndice que contiene refle-
xiones sobre el presente estado de Inglaterra y Francia (Paine,
1797, 99). Argumentaba Paine que la tierra es propiedad común
de la raza humana, pero que en estado natural ella no puede
sustentar más que un pequeño número de personas en compa-
ración con lo que es capaz de hacer en estado de cultivo. Con la
imposibilidad de separar las mejoras introducidas por el culti-
vo de la tierra de la tierra misma, surgió la idea de la propiedad
de la tierra. Pero aun así, el valor de las mejoras del cultivo y
no de la tierra misma es de propiedad individual. Por ello, todo
propietario de tierra cultivada debía a la comunidad una renta
del suelo. Con esa renta, Paine proponía formar un fondo con el
que se pagara a cada persona que hubiera cumplido veintiún
años la suma de quince libras esterlinas en compensación por
la pérdida de su herencia natural por la introducción del siste-
ma de propiedad de la tierra; y también la suma de diez libras
anuales de por vida a las personas de cincuenta años que enton-
ces vivieran y a todas aquellas que alcanzaran tal edad (Paine,
1797, 107). El impuesto sería del 10 % del valor de la tierra, a
pagar al momento de la sucesión, y a esto se añadiría otro 10 %
cuando el heredero no fuese descendiente directo del propieta-
rio anterior. Posteriormente propuso que se estableciera un im-
puesto sobre la propiedad personal, pues entendía que una par-
te de toda riqueza es un producto social. Señalaba que así como
la tierra es un don gratuito de Dios, la propiedad personal es el
efecto de la sociedad, sin la cual sería imposible adquirirla: «Se-
parad a un individuo de la sociedad y dadle una isla o continen-
te para que lo posea y no podrá adquirir propiedad personal
alguna. No podrá hacerlo» (Paine, 1797, 116). Junto a ello avan-
zó otras propuestas decididamente modernas, como el otorga-
miento de pensiones a los ancianos y el establecimiento de la
50
educación como un servicio público (Paine, 1792, 229). Por su
propuesta de redistribución de la riqueza social, obtenida me-
diante impuestos a los ricos y aplicada en provecho del conjun-
to de la sociedad, Paine puede ser considerado un precursor del
«Estado Benefactor» del siglo XX (Colé, 1964, 40).
Paine (1792, 202) era consciente de la relación existente en-
tre la forma de la organización social y la aplicación de casti-
gos. La existencia de injustas desigualdades sociales en el plano
económico era mantenida por un gobierno que recurría a la
justicia penal para conservar los privilegios adquiridos. Tam-
bién era consciente de la inutilidad de este mecanismo para
evitar los delitos, y de la imperiosa necesidad de una reforma
radical para garantizar la paz social: «Cuando en países que se
dicen civilizados vemos a la ancianidad ir al hospicio y a la
juventud al patíbulo, tiene que ser porque algo marcha mal en
el sistema de gobierno. Tal vez la apariencia externa de esos
países sea de absoluta felicidad; pero, oculta a la vista del obser-
vador vulgar, se encuentra una masa desventurada que apenas
tiene otra opción que expirar en la pobreza o en la infamia. Su
entrada a la vida está señalada con el presagio de su sino; y
mientras esto no se remedie son inútiles los castigos».
5. Reflexiones ñnales
51
quepa mantener esa precaución. Los pensadores del Iluminis-
mo aquí presentados no concibieron la razón como exclusiva-
mente y ni siquiera principalmente técnica, sino también y es-
pecialmente como morcd. Por ello, no existe ningún impedi-
mento para que quienes simpatizan con el Iluminismo acepten
la existencia de un momento regresivo en la actualidad y reco-
nozcan a su vez los aspectos destructores del progreso, procu-
rando desarrollar una reflexión adecuada a los nuevos tiempos,
sin que, por superarse a sí misma, esa reflexión pierda una rela-
ción con la verdad, tal como lo reclamaban los mismos Hork-
heimer y Adorno (1944, 9). Tampoco parece correcto etiquetar
al Iluminismo con un solo rótulo intelectual vinculado conia
idea de «progreso», si no se quiere caer en un reduccionismo
arbitrario: basta mencionar el ejemplo de Voltaire, uno de sus
representantes más importantes, quien contrarió la idea de que
la felicidad pudiera realizarse en este mundo, aconsejando no
mantener esperanza alguna (Lledo, 1998, 13); desde su perspec-
tiva, sumamente escéptica, al mundo lo dejamos tal como lo
recibimos. La reacción más inteligente frente a esta confianza
iluminista en la capacidad racional del hombre se manifesta-
rá ya en el siglo XDC en el pensamiento de Schopenhauer, para
quien la esperanza de un ordenamiento racional del género hu-
mano constituía la locura temeraria de quien no tiene derecho
a esperar más que desgracias (Horkheimer, Adorno, 1944, 127).
Más cerca nuestro, Habermas ha propuesto una solución al dis-
tinguir, por un lado, «el sistema autorregulado cuyos imperati-
vos anulan la conciencia de los miembros integrados en él», y,
por el otro, el «mundo vital», el «mundo de la conciencia y la
acción comunicativa». Es aquí, en este segundo espacio abierto
a la razón por esta distinción liberadora de Habermas, que éste
se aleja de sus antecesores en la Escuela de Frankfurt y postula
la posibilidad de trabajar para «completar el proyecto de mo-
dernidad» iniciado precisamente con el pensamiento ilustrado.
Asimismo, tras el trabajo de Foucault, se ha asociado estre-
chamente al Iluminismo con el establecimiento de socieda-
des disciplinarias, en las que un control completo de los cuer-
pos y los pensamientos se logra mediante el uso de una tecnolo-
gía que economiza el ejercicio del poder. La fígLira que captura
con mas precisión la forma en que el poder se instrumenta a
partir del siglo XVm es, según Foucault, el Panóptico de Jeremy
52
Bentham, un establecimiento que permite la vigilancia invisible
de un gran número de personas por parte de un número relati-
vamente pequeño. Como el mismo Bentham lo expresara, el
Panóptico consistía en «Una fábrica para transformar (moles-
tando) bribones en honestos y ociosos en laboriosos» (citado en
Marí, 1983, 148). Además, y al igual que en el caso de la locura,
el castigo no ha dependido históricamente sólo de las percep-
ciones construidas acerca de quienes eran considerados crimi-
nales, sino también de la aparición de instituciones encargadas
de formar un conocimiento de los individuos. De este modo, la
prisión, el método punitivo por excelencia de la sociedad indus-
trial, se convierte en una herramienta de conocimiento. Según
Foucault, la concepción jurídico-filosófíca que considera el po-
der como esencialmente represivo y que por lo tanto es esen-
cialmente negativo y debe evitarse, pertenece a la época de la
Ilustración. Si atendemos a la situación social de Francia y los
principales Estados europeos en los inicios del industrialismo,
fácilmente podría entenderse tal concepción del poder. Incluso
Lord Russell se ha sentido obligado a confesar que la miseria
del proletariado industrial de Gran Bretaña en la primera fase
del industrialismo fue espantosa (Russell, 1962, 260). Sin em-
bargo, no todos los intelectuales actuaron del mismo modo. Ya
Tocqueville, haciendo gala de su proverbial capacidad de obser-
vación, señaló que mientras los intelectuales de Gran Bretaña y
de Francia se mostraban interesados por la «cuestión social»
—quizás con mayor intervención en la política real en el caso
de los británicos que en el de los franceses, quienes preferían
ocuparse en el soporte intelectual de la acción política—; mien-
tras ello ocurría en las naciones que ya comenzaban a despegar
del sueño medieval y de las guerras que ocasionó el surgimiento
del protestantismo, en Alemania los intelectuales preferían refu-
giarse en el ámbito de la filosofía pura (Tocqueville, 1850, 155).
Afirma Foucault que continuar definiendo al poder como
algo que se posee y se centraliza significa que aún hay que cor-
tar la cabeza al rey. Por el contrarío, aconseja como precaución
metodológica considerar al poder como disperso en toda la so-
ciedad, es decir, como no perteneciente a nadie y, por otra par-
te, con efectos positivos en términos de producción de conoci-
miento. Propuso «no considerar el poder como un fenómeno de
dominación —completo y homogéneo— de un individuo sobre
53
otros, de un grupo sobre otros y de una clase sobre otras. Al
contrario, tener bien presente que el poder, si se lo mira de cer-
ca, no es algo que se divide entre los que lo detentan como pro-
piedad exclusiva y los que no lo tienen y lo sufren. El poder es, y
debe ser analizado, como algo que circula y frmciona —por así
decirlo— en cadena» (Foucault, 1976, 31). Si la inflación de la
actividad punitiva que se inició en los setenta del siglo XX es tal
como la describen los criminólogos críticos en la actualidad,
tal vez no sea oportuno adoptar una precaución metodológica
semejante, y aceptar, por el contrario, que existen enormes dife-
rencias de poder entre los individuos y sobre todo entre los gru-
pos, y que esas diferencias son o bien impuestas por la natura-
leza o bien impuestas por la sociedad, tal como lo pensaba
Rousseau. Precisamente, este trabajo pretende, en particular,
acentuar la idea de que el Iluminismo contó con un grupo de
pensadores que se ocuparon de estas diferencias, de sus causas
y de sus repercusiones en el ámbito del castigo.
La «cuestión social» puede ser entendida, siguiendo la con-
cepción empleada por Robert Castel, como «la posibilidad de
lograr cohesión social». Los pensadores aquí presentados pro-
curaron ofrecer posibles vías para alcanzarla. En efecto, estos
pensadores tienen como rasgo común el haber estado compro-
metidos con los problemas sociales más urgentes de su época,
lo que los llevó a participar activamente en procura de lograr
los cambios sociales que consideraban indispensables, aun-
que lo hayan hecho de forma diferente. Mientras Marat y Paine
fueron decididamente revolucionarios, Godwin confiaba en la
imposición de su proyecto social por vía de la reflexión y de
una revolución en los espíritus. Esa actitud de invitar a la ac-
ción, ya sea en uno u otro sentido, fue criticada a los pensado-
res del Iluminismo, entre otros, por Schopenhauer, en la medi-
da en que, ocupados en el imperativo de guiar la praxis, la ac-
ción, desecharon la exigencia clásica de pensar el pensamiento
(Horkheimer, Adorno, 1944, 40).
Estos pensadores se preocuparon por las desigualdades que
la constitución de la sociedad introduce entre los individuos.
Todos ellos pensaban que los bienes que da la naturaleza deben
ser aprovechados en común por todos los hombres, y también
coincidían en que la friente principal del problema de la des-
igualdad social lo constituía la distribución no equitativa de la
54
riqueza. La usurpación que unos pocos individuos hicieron de
la tierra común en perjuicio de los restantes hombres y la trans-
misión de esa propiedad privada ilegítimamente adquirida por
herencia a las generaciones subsiguientes, constituía la razón
central y originaria de las desigualdades sociales existentes. De
allí la insistencia, manifestada sobre todo por Paine, de recom-
pensar de algún modo al conjunto de los miembros de la socie-
dad por este delito original. Paine creía que era necesario hacer
algo con aquella situación y ofrecía una solución creativa.
Además, con el desarrollo técnico y el industrialismo en Gran
Bretaña, luego extendido a las regiones más avanzadas de Euro-
pa, sistema que reproducirá las desigualdades sociales en el pla-
no económico al permitir al capitalista aumentar su riqueza a
expensas del producto del trabajo del asalariado que guarda
para sí, el pensamiento crítico que había denunciado la ilegitimi-
dad de la apropiación originaria de la tierra en el mundo agríco-
la, en un contexto industrial extiende esa crítica a la apropiación
ilegitima de una parte del valor del trabajo del asalariado. Así lo
hicieron William Godwin y más tarde Charles Hall. Esa propie-
dad privada ilegítimamente adquirida detenninaba una situa-
ción de poder de unos pocos sobre la mayoría que se extendía a
la constitución de un gobierno que servía fundamentalmente
para el mantenimiento de las desigualdades y el ocultamiento,
bajo el manto de la legalidad, del arrebato original. La justicia
penal, como parte del gobierno constituido de aquella manera,
actuaba mecánicamente imponiendo castigos y ajena a la discu-
sión sobre la justicia de un sistema basado en la apropiación de
bienes que correspondían al conjunto de la sociedad.
El progreso en la distribución de la riqueza tenía necesaria-
mente que repercutir sobre la imposición de castigos. iVIientras
que en la sociedad ideal de Godwin no había desigualdades de
riqueza y en consecuencia no había necesidad de imponer cas-
tigos, en la sociedad soñada por Paine las diferencias se reduci-
rían, los pobres serían allí felices y las cárceles estarían vacías:
«Cuando cualquier país del mundo pueda decir: mis pobres son
felices; no pueden encontrarse en ellos la ignorancia ni la mise-
ria; mis prisiones están vacías de delincuentes y mis calles lim-
pias de mendigos; los ancianos no se encuentran en la necesi-
dad; los impuestos no son opresivos; el mundo racional es jni
amigo, porque yo soy amigo de su felicidad; cuando puedan
55
decir estas cosas, ese país se podrá vanagloriar de su Constitu-
ción y de svi Gobierno» (Paine, 1792, 245).
Tanto el recuerdo acerca de los hechos iniciales que dieron
nacimiento a nuestras sociedades como la asociación entre la
distribución de la riqueza en una detemiinada sociedad y los
Ccistigos que ella impone, son enseñanzas de este pensamiento
iluminista y deben servir de guía para un pensamiento crítico en
tomo a la cuestión criminal, incluso en nuestros días. De hecho,
la crítica iluminista a la propiedad ejercerá una notable influen-
cia en el pensamiento del siglo XIX y generará una variedad de
propuestas para la constitución de sociedades alternativas al mo-
delo imperante basado en el respeto estricto de la propiedad pri-
vada ya adquirida. Asimismo, la orientación propuesta por la cri-
minología crítica inglesa en los setenta del siglo XX revela la ne-
cesidad todavía vigente de seguir aquel modelo iluminista de
modificación radical de la organización social como un elemen-
to central para el abordaje en serio de la cuestión criminal:
«Debe quedar claro que una criminología que no esté normati-
vamente consagrada a la abolición de las desigualdades de ri-
queza y poder y, en especial, de las desigualdades en materia de
bienes y de posibilidades vitales, caerá inevitablemente en el co-
rreccionalismo. Y todo correccionalismo está indisolublemente
ligado a la identificación de la desviación con la patología. Una
teoría plenamente social de la desviación debe, por su misma
naturaleza, apartarse por completo del correccionalismo (inclu-
so de la reforma social del tipo propuesto por la Escuela de Chi-
cago, los mertonianos y el ala romántica de la criminología es-
candinava), precisamente porque [...] las causas del delito están
irremediablemente relacionadas con la forma que revisten los
ordenamientos sociales de la época. El delito es siempre ese
comportamiento que se considera problemático en el marco de
esos ordenamientos sociales; para que el delito sea abolido, en-
tonces, esos mismos ordenamientos deben ser objeto de un cam-
bio social fundamental» (Taylor, Walton y Young, 1973, 297).
La información criminológica actual, que confirma la vincu-
lación entre la selectividad de los sistemas penales y la organiza-
ción económica, obliga a retomar la senda de aquellos pensa-
dores del Iluminismo para quienes esta conexión no tenía nin-
gún misterio. Señala Wacquant (2001, 183) que con el objeto de
abordar las formas actuales de relegación urbana, los Estados
56
Unidos han adoptado una solución regresiva y represiva, consis-
tente en criminalizar la pobreza a través de la contención puniti-
va de los pobres en barrios cada vez más aislados y estigmatiza-
dos, por un lado, y en cárceles y prisiones, por el otro. Así, se ha
producido una expansión formidable del sector penitenciario del
Estado norteamericano, en virtud del cual la cantidad de perso-
nas allí encarceladas se cuadruplicó en veinticinco años, pese a
que en ese mismo período los niveles delictivos se mantuvieron
prácticamente constantes. Esto se ha producido al mismo tiem-
po que se difundía el empleo informal y la asistencia pública se
deterioraba antes de ser transfomiada en un sistema de empleo
forzado. Por ello Wacquant plantea la hipótesis de que la atrofia
del Estado social y la hipertrofia del Estado penal son dos trans-
formaciones correlativas y complementarias, a fin de establecer
un nuevo gobierno de la miseria cuya función sería «imponer el
trabajo asalariado desocializado como una norma de ciudada-
nía, y proporcionar un sustituto funcional del gueto como meca-
nismo de control racial». Continúa Wacquant diciendo que si
bien la clase media negra experimentó tenuemente un progreso
y una expansión reales, en gran medida gracias a los esfuerzos
gubernamentales y secundariamente a la mayor presión legal
sobre la patronal de las corporaciones, la pobreza negra urbana
hoy es más intensa, tenaz y concentrada que en la década del
sesenta. La distancia económica, social y cultural entre las mino-
rías de los centros ruinosos de las ciudades y el resto de la socie-
dad alcanzó niveles que no tienen precedentes en la historia mo-
derna norteamericana y son desconocidos en otras sociedades
avanzadas (Wacquant, 2001, 38). En las últimas dos décadas se
ha producido un crecimiento explosivo de las fimciones penales
del Estado norteamericano. Las prisiones y los dispositivos car-
celarios (libertad vigilada, libertad a prueba, monitoreo electró-
nico, etc.) fueron desplegados para reprimir las consecuencias
de la contracción del Estado de Bienestar. Los Estados Unidos
gastan actualmente más de doscientos mil millones de dólares al
año en esta actividad (Wacquant, 2001, 115). De allí que el con-
trol del delito haya sido considerado como una «industria», se-
gún la expresión de Nils Christie. El impresionante aumento de
los encarcelamientos ha golpeado con especial brutalidad a los
pobres urbanos negros: considerando a la población de entre
dieciocho y treinta y cuatro años, un hombre negro de cada diez
57
está actualmente en la prisión (comparado con un adulto de
cada ciento veintiocho para el país en su conjunto), y uno
de cada tres está bajo la supervisión de la justicia criminal o
detenido en algún momento en el transcurso de un año (Wac-
quant, 2001, 115). Igualmente inquietantes son las noticias vin-
culadas con la criminalización de la pobreza en la Unión Euro-
pea (Wacquant, 2001, 185). Aquí también, durante las últimas
dos décadas, se está asistiendo a un espectacular aumento de los
índices de encarcelamiento en la mayoría de sus países miem-
bros durante las dos últimas décadas. La selectividad del sistema
penal recae particularmente sobre inmigrantes no europeos y
negros, así como vendedores y consumidores de drogas rechaza-
dos del mercado laboral. Las políticas peneiles están dirigidas
hacia la incapacitación en desmedro de la rehabilitación. La su-
perpoblación de los establecimientos carcelarios indica que la
prisión constituye en esencia un depósito de indeseables. Los
discursos de los funcionarios públicos sobre el desorden revelan
un giro de orientación hacia un tratamiento penal de la pobreza.
En virtud de ello, señala Wacquant (2001, 185), es lícito pronos-
ticar que una convergencia «descendente» de Europa en el fren-
te socicJ, que entrañe una mayor desregulación del mercado la-
boral y prosiga con el desmantelamiento de la red de seguridad
colectiva, dará como resultado inevitable una convergencia «as-
cendente» en el frente penal y un nuevo estallido de inflación
carcelaria en todo el continente.
Una respuesta progresista a la segregación debería apuntar
a una reconstrucción del Estado de Bienestar que adapte su
estructura y sus políticas a las condiciones económicas y socia-
les actuales. Para quienes, como Van Parijs, advirtieron la nece-
sidad de «refundar la solidaridad», se necesitan innovaciones
radicales, como el establecimiento de un salario de ciudadanía
(o ingreso incondicional subsidiado), que separe la subsistencia
y el trabajo; la expansión del acceso a la educación a lo largo de
toda la vida; y el efectivo acceso universal a bienes públicos
esenciales como la vivienda, la salud y el transporte, a fin de
difundir los derechos sociales y frenar los efectos perniciosos de
los cambios que han tenido lugar en la vida real de quienes
cobran un salario por su trabajo. El autor de El sentido común
estaría de acuerdo.
58
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60
LA INFLUENCIA DEL POSITIVISMO EN
LA CRIMINOLOGÍA Y FENOLOGÍA ESPAÑOLAS:
orígenes y primeros pasos de la prevención
especial como fin de la punición
1. Prefacio
61
investigación doctoral, centrada en el proceso que, iniciado a
finales del siglo XIX, desembocó en la creación de instituciones
y la adopción de medidas especiales para el control de los me-
nores peligrosos y/o en peligro.'
En modo alguno alientan este trabajo ni la perspectiva do-
cumental ni la descripción de los orígenes del derecho de me-
nores español, sino que más bien planteamos el uso de cierta
documentación presente en los expedientes incoados por el
Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona como ejemplo de lo
que supuso la puesta en práctica de los preceptos que justifica-
ron la actuación preventiva sobre determinados individuos,
toda vez que sus actos, no necesariamente asociados a conduc-
tas delictivas recogidas en la legislación vigente, eran definidos
en función de su estado peligroso, noción urdida según pará-
metros que tenían en cuenta sobre todo los valores políticos y
morales hegemónicos del momento y los postulados de deter-
minadas disciplinas incipientes, como la psiquiatría, la psico-
logía, la sociología, la biología y la pedagogía, más que los as-
pectos estrictamente jurídicos que pudieran hallarse en el deli-
to o la falta cometida por un menor. Éste, toda vez que desde
la aprobación de la ley sobre Organización y Atribuciones de
los Tribunales para Niños de noviembre de 1918 quedó al mar-
gen del Código penal y de la Ley de enjuiciamiento criminal,
fue un auténtico banco de pruebas para la orientación penalis-
ta que tratamos aquí, aquella que pretendió crear las bases
de un nuevo Derecho penal demostrando «los inconvenientes de
atenerse a una concepción objetiva del delito» y dando «mucha
mayor importancia a las circunstancias especiales de cada acto
y a las condiciones personales de cada supuesto delincuente»
(Albo, 1927, 13). Así, en un expediente abierto por hurto a un
niño de 12 años en 1921 por el Tribunal Tutelar de Menores de
Barcelona puede leerse, como justificación primera para la
adopción de una serie de medidas que se dilataron hasta 1931,
«que su afición al cine y novelas norteamericanas, así también
las películas que él llama norteamericanas, habrían de ser su
perdición a no intervenir el Tribunal, tanto más cuanto tiene
un padre incapaz de proceder a su educación [...]»; para dicho
62
Tribunal careció de interés el que el hecho en cuestión no fue-
se finalmente probado.
A este, digamos, afán didáctico, en el sentido de contrastar las
funciones manifiestas de las disposiciones legales y de las políti-
cas sociales que se derivan de las mismas con la intolerancia,
inconsistencia jurídica y mediocridad profesional que laten en la
documentación elaborada por las instituciones que las impusie-
ron sobre miles de personas, se añade el que hallamos tenido
acceso a expedientes incoados en aplicación de la Ley de vagos y
maleantes de 1933 a menores de 18 años que fueron derivados al
Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona. Esta circunstancia no
es sólo una «feliz» coincidencia ya que, efectivamente, si los coro-
larios fundamentales en esta época de la influencia positivista en
España fueron recogidos en el Código penal de 1928 y en la men-
cionada Ley de vagos y maleantes (MiraUes, 1983; Cuesta Agua-
do, 1999), no es menos cierto que con anterioridad a las leyes
citadas los tribunales tutelares de menores españoles ya habían
adoptado algunos principios de las teorías penales positivistas
(Zorrilla, 1985; Trinidad Fernández, 1991).
Así pues, desde una aproximación general, el presente artícu-
lo se plantea mostrar las líneas maestras de la influencia que
ejerció el positivismo en la criminología y la dogmática españo-
las desde finales del siglo XIX hasta la década de 1930. El eje
argumental de la exposición se desenvuelve apoyado en dos
puntos de referencia: por un lado, la escuela penal española
«que surge con el correccionalismo, llega a la tutela penal y ad-
quiere todo su desenvolvimiento con el sistema protector» (Ji-
ménez de Asúa, 1964, t. I, 135)^ y, por el otro, probablemente la
que fue su aportación más decisiva, esto es, el desarrollo del
concepto de peligrosidad, «una especie de nueva enfermedad so-
cial inventada por el positivismo y acogida progresivamente por
la legislación» (Leo, 1985, 32) como motivo para legitimar el
castigo. Para la justificación del primero, cuyas máximas figu-
ras fueron el penalista Pedro Dorado Montero (1861-1919) en
su esfuerzo por integrar determinados aspectos de las ideolo-
gías positiva y correccionalista (Zorrilla, 1985; Andrés Ibáñez,
1986), y Luis Jiménez de Asúa (1889-1970), representante de la
63
orientación germánica de F. von Liszt (Cuesta Aguado, 1999),^
abordaremos sucintamente la reconstrucción histórica de un
proceso que entronca con el ascendiente particular que tuvo el
krausismo íilemán en los ámbitos filosófico, científico y jurídico
en la España decimonónica. Para ejemplificar el segundo, apar-
te de su exposición y análisis teórico básico, incluiremos algu-
nos textos extraídos de expedientes incoados por el Tribunal
Tutelar de Menores de Barcelona entre 1921 y 1936 y documen-
tación diversa que tiene que ver con la mencionada institución.
Ya que nos centramos en sus orígenes y primeros pasos,
queda ftiera de este artículo la fase histórica de las concepcio-
nes político-criminales y dogmáticas españolas en las que el
predominio positivista no tuvo competencia gracias, sobre todo,
a la abrumadora influencia que las obras del penalista alemán
E. Mezger (1983-1962) ejercieron, no sólo en España sino en
muchos países latinoamericanos, a partir de la década de 1940
(Muñoz Conde, 2000, 21 ss.)."
Varios son los motivos a los que aluden los estudiosos para
explicar el retraso de la entrada en España de la filosofía posi-
tivista y, en los ámbitos que nos ocupan aquí, de los postulados
de la denominada Escuela positiva italiana (Cesare Lombroso,
Enrico Ferri y Raffaele Garófalo) y, más tarde, de las reaccio-
nes eclécticas enmarcadas en Europa en el denominado positi-
vismo crítico, una de cuyas escuelas, la político-crimineil ale-
mana de Liszt, logrará finalmente difundirse con éxito. Aun-
que el más frecuente abunda en el poder de la Iglesia católica
española (Trinidad Fernández, 1991, 269), refractaria a las teo-
rías de Darwin y a su influencia en las doctrinas que partían
del determinismo materialista para explicar la conducta del ser
humano, lo cierto es que la extraordinaria complejidad del si-
64
glo xrx español sugiere la necesidad de la proliferación de in-
vestigaciones capaces de dilucidar las entrañas de un fenóme-
no que, entre otras consecuencias, provocó el retraso insupera-
ble de la ciencia española con respecto a otros países de Euro-
pa y, puesto que a ello se unió la ausencia de la filosofía hege-
liana, imposibilitó una adecuada recepción del marxismo has-
ta finales de dicho siglo (Díaz, 1977, 15). Baste decir que hasta
la instauración del Sexenio Democrático (1868-1873) no se in-
troducirá en España la obra de A. Comte Discour sur l'esprit
positif, verdadero catecismo de positivismo que fue publicado
en 1844, y que hubo que esperar a la proclamación de la I Re-
pública (1874-1875) para que las tesis darwinistas se expusie-
ran abiertamente por primera vez. Gracias al decreto que per-
mitió la libertad de prensa (1868), las editoriales pudieron tra-
ducir las obras que contenían las nuevas ideas o reeditar tí-
tulos que debían leerse hasta entonces en estampaciones que
databan de la época de la Ilustración.
A este ambiente cultviral contribuyó no sólo el pensamiento
reaccionario de Jaime Balmes o Donoso Cortés, por ejemplo,
sino también la hegemonía en España de la filosofía krausista de
origen alemán (Otero Carvajal, 1998), introducida por J. Sanz
del Río a partir de 1843 y que influyó en figuras de la relevancia
de Francisco Giner de los Ríos, filósofo y pedagogo fimdador de
la influyente y decisiva Institución Libre de Enseñanza (1876).
Enraizado en la metañ'sica y opuesto al ideeilismo y al positivis-
mo, el pensamiento de K.C.F. Krause (1781-1832) fue difundido
principalmente por dos de sus discípulos, ,E. Ahrens y K. Roeder,
que lo desarrollaron en el ámbito de la Filosofía del derecho el
primero, y en el del Derecho penal y la ciencia penitenciaria el
segundo.'' Fue precisamente Roeder el que formuló en 1839 en
su obra Comentatio an poena málum esse debeat los principios
del correccioncJismo, «la dimensión jurídico-penal de la filosofía
krausista» (Fernández Rodríguez, 1976, 25), ideas que, gracias a
la labor como traductor de Giner de los Ríos y desarrolladas
sucesivamente, tuvieron amplia repercusión en España y de las
que derivó la doctrina del derecho protector de los criminales de
Dorado Montero a finales del siglo XDC.
65
Desde la perspectiva de Roeder, la pena no es un mal, sino
un bien, y más allá del deber de cumplirla se impone el derecho
de exigirla, por lo cual la base del Derecho radicaría en la necesi-
dad y no en el poder. El Estado, que debe proporcionar a los
individuos lo que requieran para que conjuguen la libre voluntad
y la vida racional en sociedad, ayudará a aquel que sea incapaz
de gobernarse a sí mismo. Uno de los más evidentes ejemplos de
esa incapacidad lo proporciona el delincuente que, debido a su
falta de voluntad, no puede disfrutar de una vida jurídica libre.
El Estado, que tiene el deber de ayudarle, reaccionara imponien-
do al infractor una pena privativa de libertad, o excepcionalmen-
te una multa, para evitar que persevere en su degradación. Su
corrección y enmienda moral, que debe verificarse a través del
tratamiento individualizado, es el único fin de la pena (Dorado
Montero, 1915, 185 ss.; Fernández Rodríguez, 1976, 25 ss.).
Los principios de Roeder, a la vista de lo defendido por dos
de sus representantes principales, Concepción Arenal (1820-
1893) y Dorado Montero, fueron acomodados de una fonna ca-
racterística en España. Efectivamente, la primera aceptó las pre-
misas básicas de Roeder pero también señaló como fines de la
pena la intimidación, la expiación y la afirmación de la justicia;
en tanto que el segundo, partiendo de supuestos correccionalis-
tas y positivistas, abogó por la sustitución del Derecho penal tra-
dicional por un Derecho correccional protector de los criminales
que renunciara a la función retributiva y se basara en la reforma
de la voluntad del delincuente gracias al estudio psicológico del
mismo, al tiempo que partió de una concepción del determinis-
mo diferente a la de los positivistas italianos cuando sostuvo la
no responsabilidad del individuo que comete un delito al hallar-
se determinado al mismo (Dorado Montero, ibídern; Antón Onc-
ea, 1986, 50-51; Jiménez de Asúa, 1964,1.1, 869).
Singularmente, fueron algunos krausistas abiertos también
a los postulados del positivismo los que contribuyeron decisiva-
mente a la introducción en España de las nuevas ideas a partir
de 1875 (Otero Carvajal, 1998), incluso fueron los primeros en
aceptar en España la teoría de la evolución darwiniana, a pesar
de no compartir el principio de selección natural. Quizás sea
esta circunstancia la que consigue que todo intento de clasifica-
ción de los diferentes pensadores españoles, durante este marco
cronológico, y sus respectivas demarcaciones doctrinales esté
66
dominado por la ambigüedad y las digresiones. Así, si Rafael
Salillas (1854-1923), médico e inspector de Prisiones, es valora-
do como uno de los criminólogos positivistas españoles «más
puros» (Jiménez de Asúa, 1943, 39), paralelamente se niega esta
afirmación ya que no aplicó sistemáticamente uno de los ele-
mentos fundamentales del positivismo, la experimentación, y
no pretendió incidir con sus conclusiones en el ámbito del De-
recho penal (Fernández Rodríguez, 1976), o es situado de pleno
en la línea correccionalista positivista (Antón Oneca, 1986, 51).*
Al hilo de esta polémica, veamos a continuación los princi-
pios cardinales de las escuelas europeas que más influyeron en
los ámbitos penal y criminológico españoles entre finales del
siglo XDC y principios del XX.
67
plias prerrogativas en materia penal y dejará de ser un mero
experto en responsabilidad para pasar a ejercer como «conseje-
ro en castigo; a él le toca decir si el sujeto es "peligroso", de qué
manera protegerse de él, cómo intervenir para modificarlo, y si
es preferible tratar de reprimir o de curar. En el comienzo de su
historia el peritaje psiquiátrico tuvo que formular proposiciones
"ciertas" en cuanto a la parte que había tenido la libertad del
infractor en el acto que cometiera; ahora tiene que sugerir una
prescripción sobre lo que podría llamarse su "tratamiento mé-
dico-judicial"» (Foucault, 1976, 29). Desde entonces, la cárcel
será la forma de sanción prioritaria: la libertad, considerada ya
como un valor, entraña que su pérdida por un tiempo determi-
nado sea capaz de provocar sufrimiento y, en el Derecho penal
burgués, se impondrá sobre las penas económicas, corporales,
infamantes, incluso sobre la pena de muerte, características del
Antiguo Régimen, dando lugar al nacimiento de la institución
penitenciaria entre los siglos XVín y XK (Pavarini, 1983, 36-37).
Es la época del inicio del afianzamiento del sistema de pro-
ducción capitalista, a costa del desmembramiento de la socie-
dad tradicional y su sistema de valores. Las relaciones familia-
res de las clases populares sufrirán igualmente un cambio pro-
fundo y miles de personas se verán obligadas a emigrar del
campo a las grandes ciudades, donde vivirán hacinadas en con-
diciones de miseria y ocuparán puestos de trabajo insalubres,
sujetos a interminables jomadas laborales y salarios insuficien-
tes para sobrellevar los requerimientos de la vida urbana.^ De
68
esta forma, una sociedad que se ve a sí misma «como un todo
orgánico articulada en tomo a unos principios consensuados,
se defiende con la eliminación o expulsión de los elementos que
ponen en peligro su equilibrio» (Trinidad Fernández, 1991,
322). Será en estas clases populares, perjudicadas por su difi-
cultad para acceder a los mecanismos de socialización hegemó-
nicos, como la escuela o la fábrica, donde encontrarán su cam-
po de actuación «natural» las medidas preventivas de la crimi-
nalidad cuando se produjo, como veremos, el desplazamiento
del delito como criterio para imponer un castigo hacia el grado
de peligrosidad del delincuente. Los mendigos, los niños que
pululan sin la compañía de adultos por las calles, los alcohóli-
cos, los locos, los homosexuales, aquellos que habitan en infa-
mes chabolas o svibarriendos, los que frecuentan ambientes o
compañías inmorales, etc., son delincuentes en potencia, ya que
«sin haber delinquido todavía, se encuentran en tales condicio-
nes que, según todas las probabilidades, no podrán menos que
delinquir mañana» (Dorado Montero, 1915, 405).
En este contexto surgió la Escuela positiva italiana, encabe-
zada por Lombroso (1835-1909), considerado el fundador de la
antropología criminal, Ferri (1856-1929), jurista y sociólogo, y
Garofalo (1851-1934) que, como magistrado y exponente de la
vertiente jurídica de la Escuela, llevó hasta las últimas conse-
cuencias en el plano jurídico los planteamientos de Lombroso,^
que se presentó como crítica y alternativa a la Escuela liberal
clásica del Derecho penal. Bien delimitado su objetivo en la in-
vestigación de las causas de la delincuencia (paradigma etioló-
gico) y caracterizada por el uso del «método experimental», «la
responsabilidad social derivada del determinismo, y temibilidad
del delincuente», «el delito como fenómeno natural y social pro-
ducido por el hombre» y por su concepción de «la pena, no
como castigo, sino como medio de defensa social» (Jiménez de
69
Asúa, 1964, t. II, 65-66), vamos a detallar y ampliar a continua-
ción cada una de estas directrices conceptuales básicas.^
Con el uso del método empírico, es decir, el análisis, la ob-
servación y la inducción, no sólo pretendió la criminología ad-
quirir el rango de ciencia, por cuanto considera el delito como
un fenómeno natural producido por el hombre dentro del seno
social, sino también desplazar el razonamiento abstracto, for-
mal y deductivo del pensamiento clásico, del que también re-
chazaba su creencia en la libertad y la responsabilidad moral
del delincuente y su defensa de la prevención general como fi-
nalidad del Derecho penal. Para el paradigma positivista el
comportamiento puede ser cuantificado: cree en la neutralidad
del observador ante una realidad que define como objetiva y,
mediante diversas técnicas (con preferencia por las cuantitati-
vas, como la estadística y la generalización posterior de los re-
sultados, sobre las cualitativas), pretende descubrir las leyes in-
herentes al comportamiento humano. Básicamente, a partir de
las aportaciones de Lombroso el positivismo invirtió «el método
de explicación habitual desde la época de Guerry y Quetelet, y,
en lugar de sostener que las instituciones y las tradiciones de-
terminaban la naturaleza del criminal, sostuvo que la naturale-
za del criminal determinaba el carácter de las instituciones y las
tradiciones» (Taylor, Walton y Young, citando a Lindesmith y
Levin, 1990, 56). A partir de este momento, aquello que va a ser
investigado formalmente será el delincuente, no el delito, ya
que éste no es más que la manifestación de un estado peligroso,
de la peligrosidad de un individuo, y para ello la actividad de
médicos y psiquiatras, cuyo lenguaje adoptó la criminología po-
sitivista, fue hegemónica.
Asimismo, la sanción penal, para que derive del principio de
la defensa social, debe estar proporcionada y ajustada a la peli-
grosidad del criminal y no a la gravedad objetiva de la infrac-
ción. Es decir, todo individuo que ejecuta un hecho penado por
la ley, considerado anormal, es responsable y debe ser objeto de
vma reacción social en función de su peligrosidad. Todo infrac-
9. Para una exposición completa de los postulados de la escuela liberal clásica i«co-
mendamos la lectura de Baiatta (1982); una descripción detallada del concepto de «de-
fensa social» se encuentia en Tenadillos Basoco (1980, 89-116) y, también, para conocer
en piofundidad la evolución del pensamiento ciiminológico, sugerimos a Pavarini
(1983), Bei-galli, Bustos Ramírez y Miralles (1983), y Taylor, Walton y Young (1990).
70
tor de la ley penal, responsable moralmente o no, tiene i-espon-
sabilidad legal. La creencia en el libre albedrío del ser h u m a n o
es u n a superchería, ya que su voluntad está constreñida por
factores biológicos, psicológicos o sociales, a la investigación de
los cuales debe dedicarse la criminología. El criminal será estu-
diado como u n ser enfermo, como u n esclavo de su herencia
patológica (determinismo biológico), o impelido por procesos
causales que está incapacitado para encauzar (determinismo
social); la reacción contra él será n o ya política, sino natural: «el
cuerpo sano de la sociedad que reacciona contra la parte enfer-
ma» (Pavarini, 1983, 46). Así pues.
10. Cureivas del autor. Teniendo en cuenta el período históríco en el que nos cen-
tramos, recomendamos para una aproximación al concepto de «sentencia indetemii-
nada» la reflexión que sobre el mismo se halla en Jiménez de Asúa (1913); este autor,
precisamente al críticar el calificativo de indeterminadas para las penas, proporciona
una de las definiciones más atinadas al tipo de castigo que los Tríbunales Tutelares de
Menores españoles impondrán a los menores por ellos tutelados: «No hay indetermi-
nación en la pena porque necesariamente no puede haberla; lo que hay es que en lugar
de deteiwiinaise a priorí, como ocuiie hoy en la mayon'a de los cen réódigos, se deter-
mina a posteriori, en vista del individuo al cual ha de aplicarse. Hay por tanto deteimi-
nación en ambos casos, sólo que si bien en el sistema antiguo se determina de antema-
no, en el sistema que hoy se proclama se determina después de conocidos el hecho y el
reo» {op. cit., 9; la cursiva es del autor).
71
de la mala voluntad que aspiraba a corregir. Una de las diver-
gencias fundamentales entra ambas escuelas fue la que remar-
có el criminalista Quintiliano Saldaña (1878-1938), cuando afir-
mó al carácter penal del correccionalismo y el criminológico de
la Escuela positiva: aquella contempla como tal al criminal des-
pués de cometer el delito; ésta lo ve de antemano, para preve-
nirse del delincuente (Saldaña, 1936).
Para Massimo Pavarini (1983, 49), la contribución nuclear
del positivismo criminológico consistió en que planteó la socie-
dad desde un punto de vista abstracto y ahistórico, en una rea-
lidad natural constituida gracias a la asunción, general y con-
sensuada, de una serie de valores e intereses. Consigt.üentemen-
te, las instancias de control social de la época, toda vez que la
política criminal se afirmó «como legítima y necesaria reacción
de la sociedad para la tutela y la afirmación de los valores sobre
los que se funda el consenso de la mayoría» (ibídem)}^ se ali-
mentó de un positivismo criminológico que contribuyó a que la
política de represión de la criminalidad se legitimase actuando
contra el socialmente peligroso como defensa social, acompa-
ñada ésta «con los atributos de la necesidad de la legitimidad y
de la cientificidad» (Pavarini, op. cit., 50).
Entre los extremos bien definidos de las escuelas clásica y
positiva surgieron, ya a finales del siglo xix, determinados in-
tentos conciliadores entre ambas que han venido a ser aglutina-
das en el denominado positivismo crítico. Se trata, básicamen-
te, de la tercera escuela italiana (con figuras como M. Camevale
y B. Alimena, entre otros), la tercera escuela alemana (cuyo má-
ximo representante fue A. Merkel)'^ y la escuela sociológica o
de la política criminal alemana de Liszt. De estas tres escuelas,
que aceptaron y rechazaron proposiciones de las dos primeras,
la que predominó en España fue la de Liszt.' ^
72
Conocida también como joven escuela, la política criminal
alemana se caracterizó,''' entre otros aspectos, por el uso de los
métodos experimental y jurídico en las ciencias penales (antro-
pología y sociología criminales) y en el Derecho penal (dogmáti-
ca) respectivamente; por la concepción del delito como un fenó-
meno jurídico y natural y de la pena, que sirve para prevenir y
readaptar al delincuente imputable y peligroso, como una nece-
sidad cuya finalidad es conservar el orden jurídico, que debe
imperar sobre cualquier otro precepto. Liszt, que refutó la con-
cepción retributiva y defendió la prevención especial como fína-
junto del derecho penal como ciencia total. Tras la Gueira Civil española (1936-1939),
se apreciará el predominio de una teoría del crimen de carácter causalista gracias a la
traducción de J.A. Rodríguez Muñoz, en 1935, do la segunda edición del Tratado de
derecho penal de E. Mezger (1933), fuente de inspiración de los penalistas españoles a
partir de la década de 1940 (Muñoz Conde, 1994 y 2000). Mezger, que desairoUó en
diversas obras su idea biológica y hereditaria del comportamiento asocial, más ladical
que la noción lombrosiana del «delincuente nato» (Muñoz Conde, 2002), fue uno de
los teóricos que colaboraron en la elaboración de los argumentos «científicos» que
justificaixin la puesta en práctica de una política criminal eugenésica, con medidas
como la esterilización, durante el régimen nazi alemán (1933-1945), que no fue sólo
racista (contra judíos y gitanos), sino que afectó a aquellos individuos que, aun siendo
considerados arios, eran tenidos por «extraños a la comunidad», o sea, «asocíales» en
geneial (Muñoz Conde, ibülem). Curiosamente, Lombroso fue apenas citado por los
médicos y criminólogos alemanes de esta época a pesar de su patente influjo sobre
ellos, quizás debido al origen judío del italiano (Muñoz Conde, ibideni).
En España, «las posiciones más radicales, en cuanto a la esterilización, surgieron de
entre los abogados y juristas, aunque en ningún caso fueix>n de forma mayoritaria, ni
tuvieron influencia en la legislación» (R. Álvarez Peláez, cit. en Muñoz Conde, op. cit.,
nota 1). No abundan en la actualidad investigaciones contrastadas que indaguen en las
medidas adoptadas sobre individuos en «estado peligroso» en aplicación de la Ley de
vagos y maleantes de 1933, endurecida después por el régimen fi'anquista (1939-1975) y
sustituida por la Ley de rehabilitación y peligrosidad social en 1970; al respecto, ha sido
la capacidad reivindicativa de los diversos colectivos de homosexuales la que ha impul-
sado algunas aproximaciones que pretenden informar sobre lo que supuso para ellos la
aplicación de la legislación sobre peligiosidad social, al menos durante la década de
1970. Efectivamente, la «terapia» a la que podía ser sometido un homosexual incluía en
ocasiones las descargas eléctricas, los eméticos e incluso las lobotomías, como las que
practicó el Dr. López Ibor. Sin embargo, la gran experiencia organizativa del colectivo
homosexual, así como el mayor apoyo popular e institucional de los que disfixita hoy
con respecto a tiempos pretéritos, no parecen iniciativas de las que se vayan a benefi-
ciar, no ya para exigir reparaciones, sino siquiera para que se les pioporcione una co-
rrecta historia de su pasado, ciertos segmentos de la población que, como son los men-
digos, las prostitutas, los drogadictos y los menores delincuentes o excluidos, «son tam-
bién hoy en día considerados como sujetos molestos, peijudiciales, incómodos para una
convivencia pacífica y bien organizada, cuando no directamente delincuentes que deben
ser tratados como tales, y a veces sin muchos miramientos, para preseivar el oixlen y la
seguridad de las clases acomodadas» (Muñoz Conde, 2002).
14. Véase Jiménez de Asúa (1964, t. II, 92-94) y Muñoz Conde (1994, 1.030 ss.).
73
lidad de la pena, defendió la inocuización (incapacitación me-
diante el encierro indeterminado y, si fuese necesario, el castigo
físico) de los delincuentes inimputables (los incorregibles, los
degenerados física o psíquicamente: mendigos, vagabundos, al-
cohólicos, enfermos mentales, prostituidos de ambos sexos,
etc.). En definitiva, cuando Liszt diseñó su sistema de sanciones
penales, pensó en su carácter admonitorio y atemorizador para
el delincuente ocasional, como correctivas para el delincuente
peligroso pero recuperable y como vm castigo indeterminado
para el criminal peligroso e irrecuperable.
4. De la teoría a la práctica
74
tivos penales» (Trinidad Fernández, 1991, 323), sirvió de base
para la elaboración de un complejo entramado legislativo e ins-
titucional ajustado a la idea de peligrosidad social durante el
primer tercio del siglo xx, para extender las competencias legis-
lativas y judiciales sobre una iranja de la población que hasta
entonces había sido difícil de controlar y, también, para crimi-
nalizar nuevas conductas con la excusa de su doble finalidad:
protección social y reeducación, reforma y readaptación del pe-
ligroso (Sabater Tomás, 1964). Una de las dificultades funda-
mentales a la hora de aquilatar la prevención especial, teniendo
en cuenta que a partir de aquí vamos a incluir algunos ejemplos
que nos muestren su puesta en práctica, es la de establecer una
distinción clara entre las penas y las medidas de seguridad que
plantea, debido a que las primeras las mide no en función de la
formalidad del juicio de culpabilidad y sí de la peligrosidad so-
cial del autor del delito, su «temibilidad», especialmente puesta
de manifiesto en su probable reincidencia. Desde este punto de
vista, la pena no se adecúa necesariamente al delito, no sirve
para prever la contingencia de la reincidencia y mucho menos
se puede saber el efecto que va a tener sobre un individuo.
Veamos a continuación, para su reflexión y como una suerte
de apéndice interior de este trabajo, la transcripción de una
sucesión de textos cuya intención, restringida a su comparación
con las elaboraciones teóricas expuestas en los apartados ante-
riores, esperamos que justifique el dilatado espacio que ocupan.
75
Se trata de otro callejón sin salida. Consei-va el mismo aspecto de
degenerado y su facha habitual de chino con visos de gitano. Es
uno de los tipos más raros que corren por el mundo.
Está aburrido en el r'eformatorio donde dice que le pegan
mucho. No sabe nada de los de su casa.
No se ve solución pues es un tipo difícil y no se le ocurre al
que esto escribe lugar donde colocarle.'*
JVIenor sordo y mudo, resultando imposible usar los tests de Bi-
net-Simon, Terman y Vermeyleu. Con todo, se trata de un niño
que cae dentro de los denominados imbéciles superficiales. Ade-
más, tiene un ojo sin visión y aunque no hay manera de enten-
derse con él de ninguna manera, por su conducta que hemos
indagado y su manera de comportarse, creemos que, aparte de
ser oligofrénico, está perturbado psíquicamente.
Orientación de tratamiento: está fuera de duda, que nunca ser-
virá para nada útil y tampoco es posible colocarlo en libertad por
los peligros que comportaría para él y posiblemente para los de-
más, razón por la que creemos que debería instai-se su reclusión
definitiva en un establecimiento manicomial. Hay que tener en
cuenta que este menor puede ser especialmente temible bajo el
aspecto sexual, ya que está orgánicamente bien constituido y ca-
rece de todo freno moral e intelectual."
[...] no fíie al colegio y a los 8 años lo colocó su padre de pastor
[...] y estuvo así 2 o 3 años. Luego hizo faenas agrícolas con su
padre, ganando un jornal; otras temporadas parado; que pasaba
hambre y privaciones de lo más preciso para vivir, y aun era
maltratado de palabra y obra por su padre cuando estaba borra-
cho; que a eso fue debido que pensara marcharse de casa y así lo
hizo hace unos años, yendo a parar a Valencia a casa de su tíos
[...], que lo colocaron en casas de campo; que en una estuvo
aproximadamente un año, y lo cambiaron por ganar más, y fue a
otra, en la que estuvo unos 8 meses, o 10; [...] que estuvo también
rio durante un año, tras egresar del mismo permaneció 5 años más en libertad vigila-
da. Como en muchos otros casos, su expediente fue archivado al percibirse el delegado
de vigilancia del Tribunal de que había marchado hacía un año de Barcelona junto a
su familia.
18. Dictamen médico-psicológico realizado por los seivicios técnicos adscritos al
Tribunal Tutelar de Menores de Barcelona en 1921. Se tiata de un niño de 13 años
detenido por hurtar chatarra. Permaneció dos años recluido en un refoimatorio barce-
lonés donde, tras contraer una enfermedad infecciosa, falleció.
19. Dictamen médico-psicológico elaborado para el Tribunal Tutelar de Menores
de Barcelona en 1936 (orig. en catalán). El protagonista del expediente, incoado por
vagancia, es un niño de 12 años. Recluido en una de las instituciones auxiliares del
Tribunal durante dos meses, fue finalmente derivado a un manicomio.
76
trabajando en faenas del campo en Caitagena y no recibió jornal
los 2 primeros meses; [...] hace unos 2 años por primera vez vino
a Barcelona, y se dedicó a pedir, y dormía en una casa de dormir,
y comía potajes en las tabernas del barrio Chino; que fue detenido
varias veces por las rondas por implorar la caridad por las Ram-
blas, etc. [...] Constan sus detenciones en las fechas siguientes: 31
julio 1933; 16 abril, 19 mayo, 29 junio, 6 julio, 24 julio, 6 agosto,
28 octubre y 13 noviembre 1934; y 11 enero y 31 mayo 1935.
En 31 julio 1934 fue repatriado a Valencia [...], estuvo allí
unos 10 días y al acabar la recolección de la patata quedó sin
trabajo, y se vino a Barcelona de nuevo. En septiembre se fue a
Francia y trabajó en la vendimia; [...] de nuevo en Barcelona fue
detenido en octubre por pedir limosna; que obtenía unas 1,50 o 2
ptas. al día, y con ellas comía y dormía en camastro; que nunca
ha robado nada, ni se lo ha aconsejado nadie; que siempre fue
solo a pedir, contadas veces acompañado.
Que 2 veces ha estado en el asilo del Parque, detenido por
mendigo, y una de ellas tuvo que pasar al hospital Marítimo, por
padecer sama; que ha estado 2 veces en el asilo del Puerto,
por iguales causas; y que en la cárcel estuvo 2 veces, una 22 días,
y 8 la segunda, sobreseyéndole la causa, por vago. [...] Padeció
sífilis y fue tratado con las inyecciones del caso; que en Valencia
sufrió también una blenorragia; que está fichado en la cárcel de
ésta. [...] En el barrio Chino convivía con gente maleante y lo
mismo en la casa de dormir [...]. Este joven es alto, delgado:
parece un retrasado mental, un cretino, quizá, o con síntomas
del mismo; corto por tanto de inteligencia y desinemoriado; con
aspecto de padecer una miseria fisiológica; ha llegado a un grado
peligroso de perversión moral en su vida de mendigo y en con-
tacto con los de su igual y maleantes de toda clase. La blenorra-
gia y la sífilis han influido también en su perjuicio corporal; pa-
dece granulación en la cara. Tiene un lunar pequeño, con pelo
algo largo, en el carrillo derecho [...]. Su aspecto exterior es el del
infelizote pastor; pero, ha coirido demasiado en los bajos fondos
del barrio Chino de una ciudad como Barcelona, que lo han de-
generado; está desorientado y con su alma destrozada con tales
enseñanzas y perversión moral.^"
77
Resulta que dicho sujeto carece de medios de vida, habiendo sido
detenido varias veces por implorar la caridad y denunciado por el
delito de amenazas de muerte. Convive con gente maleante, por lo
que es lógico suponer que sea peligroso paia la sociedad, aunque
dados sus pocos años, no ha tenido al parecer intervención directa
en delitos contra la propiedad. La conducta que observa, es mala.
78
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80
MOVIMIENTOS ANARQUISTAS
Y EL lUS PUNIENDI ESTATAL
1. Introducción
1. «La asociación del anarquista con el tenorismo político esta todavía bien afenTi-
81
etc. No por ello debe caerse en la ingenuidad de afímiar que liistó-
ricamente no fue así: si bien es cierto que determinados sujetos
implicados en este movimiento anarquista optaron por el meca-
nismo de la defensa violenta, no es menos cierto que ello provocó
una verdadera escisión en el seno de este movimiento, conllevan-
do, consecuentemente, que aquellos anarquistcis que trataron de
defender sus ideas desde un plano no violento fueron identificados
políticamente con los primeros.
Tal y como explícita muy claramente, desde mi punto de vis-
ta. Pió Marconi, las diferentes hipótesis contestatarias al modelo
represivo jurídico se configuran básicamente en tres estrategias:
82
ducta desviada, sea de la clase que sea, tenga la posibilidad
de expresarse. Es decir, ausencia de censura social, en
nombre de la conciencia colectiva, del comportamiento di-
verso, ausencia de modelos coercitivos de normalidad.
2. Conceptualización tennmológica
83
Las expresiones «movimiento, pensamiento y tradición anar-
quista/libertaria» son, por sí mismas, confusas, poco precisas o
demasiado abarcadoras. Se trata en realidad de una serie de
pensadores, activistas y autores que expresan de modos muy
diferentes, en ocasiones, ideas que sí son comunes, tal y como
se tratará de plasmar en el rápido repaso a los principales per-
sonajes del denominado «movimiento anarquista». A pesar de
ello, se va a tratar de formular una definición para los términos
«anarquismo/anarquía», dado que, tal y como señala Jacques
Duelos, «El anarquismo es una concepción individualista de la
vida, opuesta a toda forma de organización estatal, tanto del
Estado socialista como del Estado capitalista y, naturalmente,
tal concepción dualista entraña numerosas variantes según los
individuos» (1973, 9). Sobre la base de un diccionario básico
podríamos entender por «anarquismo» la «doctrina política que
propugna la supresión del Estado. Filosóficamente se apoya en
la idea de que, siendo el individuo la única realidad, es ilegítima
cualquier forma de autoridad que limite su libertad».^ El anar-
quismo quiere significar una liberación de todo poder superior,
ya sea de orden ideológico: la religión, la doctrina política, etc.;
de orden político: en tanto expresión del poder económico; de
orden económico: la propiedad de los medios de producción;
de orden social: la pertenencia a una clase o rango determina-
do; o de orden jurídico: la Ley, en tanto que resulta ser la expre-
sión práctica de la voluntad de represión del aparato estatal. La
legislación representa, para estos pensadores, una forma de
contención de las condiciones sociales para la libertad, siendo
un medio de acentuación y de diferenciación entre el fuerte y el
débil y, según el anarquismo social, entre el rico y el pobre,
entre el capitalista y el proletariado. A pesar de ello, el anarquis-
mo sí va a reconocer cierta forma de jurisdicción: sólo aquella
que sea libre y espontánea, que surja de una exigencia concreta
y que debiera ser interpretada como una intervención de carác-
ter terapéutico en los casos de males sociales, teniendo así por
objeto la «curación» de dichos males y no la exclusiva persecu-
ción y condena. Del mismo modo queda definido este plantea-
miento en la obra de George Woodcock al señalar que el anar-
84
quismo es «un sistema de pensamiento social que apunta a
cambios fundamentales en la estructura de la sociedad y par-
ticularmente —^pues éste es el común elemento que une a todas
sus formas— a la sustitución del Estado autoritario por alguna
forma de cooperación no gubernamental entre individuos li-
bres» (1979, 15). En definitiva, según Norberto Bobbio et al. en
el Dizionario di Política, por anarquismo se va a entender el
movimiento que asigna tanto al hombre en particular como a la
colectividad el derecho a disfrutar de plena libertad, sin límites
normativos, de espacio o de tiempo, a excepción de los lími-
tes que surgen de la existencia misma del ser humano: es decir,
la libertad de obrar sin encontrarse «oprimido» por cualquier
tipo de autoridad, hallando como único obstáculo la naturaleza,
o el razonamiento del «sentido común», la voluntad interna de
la colectividad, para que cualquier individuo, sin tener que do-
blegarse y sin ninguna constricción, actúe en virtud de una in-
dependencia fruto de la voluntad. Incluso, uno de los autores
más destacados en este movimiento, como es Kropotkin, se
atreve en la proposición de una definición acotada del término
«anarquismo»: «El anarquismo es una tentativa de aplicar al
estudio de las instituciones humanas las generalizaciones obte-
nidas por el método inductivo de las ciencias de la naturaleza; y
una tentativa de prever los pasos futuros de la especie en el
camino de la libertad, la igualdad y la fraternidad, con vistas a
lograr la mayor cuantía de felicidad para todas las unidades que
la forman» (1977a, 216).
En definitiva, podría señalarse que el anarquismo no es ni
más ni menos que el intento de arreglar los asuntos que confie-
ren a la vida en sociedad por medio de pactos libres, es decir,
sin contar con representantes investidos de facultades legislati-
vas. Tal y como destaca Ricardo Mella, «Que el pueblo proceda
por sí mismo a la organización de la vida social» (1975, 46).^
Por su parte, la palabra anarquía procede del griego: de un
lado, el prefijo «a» que significa «no», «la falta de», «la ausencia
de» o «la carencia de» y, de otro lado, «archos» que significa
85
«soberano», «director», «jefe». Según el Diccionario de Filosofía
Harper Collins, los términos anarchos y anarchia significan «no
tener gobierno - estar sin gobierno». Siendo así, el movimien-
to anarquista no es puramente un movimiento antigobiemo,
sino que es primeramente un movimiento contra la jerarquía,
dado que es ésta la estructura organizante que da cuerpo a la
autoridad. De algún modo, esta filosofía se registra en la máxi-
ma que estableció Bakunin en La filosofía política de Bakunin: el
anarquismo científico: «¿Queréis hacer imposible que nadie opri-
ma a su semejante? Entonces aseguraros de que nadie posea el
poder». Así, con ausencia de soberanos, es el único camino via-
ble para conseguir un sistema social que ñincione, llevando al
máximo la libertad individual y la igualdad social, libertad e
igualdad que se encuentran en mutuo apoyo.'' En el mismo sen-
tido. Constante Amor y Naviero señala que «una forma de Go-
bierno determinada, ni menos el que ejerzan éste tales o cuales
personas, no son cosas esenciales ni absolutamente necesarias
a la vida, y aun a la vida adecuada de un Estado» (1917, 297).
4. Como dato histórico, debe destacai:se que los ténninos «anaiquía» y «anaiquista»,
se usaix)n libremente por primera vez en sentido político duiante la Revolución ftancesa,
con un claro contenido de cn'tica negativa, incluso de insulto, utilizado por vaiios partidos
frente a los partidos, por regla genei-al, de izquierda (Woodcok, 1974, 12).
86
tica, 1793), aunque no sería hasta la publicación de Investiga-
ción sobre la justicia política (1793) de este último, cuando apa-
recería el cuerpo doctrinal básico del anarquismo, sin olvidar a
Joseph Proudhon, quien por primera vez se autodenominó
anarquista dándole al vocablo un carácter de afirmación orgti-
Uosa e identificándolo con la ideología y el movimiento que ha-
brían de llevar hasta el límite las posibilidades de igualdad y
libertad abiertas tras la revolución ilustrada.
A pesar de ello, hubo que esperar hasta la segLmda mitad del
siglo XDC para ver surgir el anarquismo como teoría coherente
con un programa sistemático y desarrollado. Este trabajo de
sistematización se llevó a cabo, principalmente por Max Stirner
(1806-1856), Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865), ya destaca-
do, Mikhail Bakunin (1814-1876) y por Piort (o Pedro) Kropot-
kin (1842-1921), quienes tomando las ideas que se encontraban
en circulación en las secciones de la población obrera las expre-
saron por escrito.
3.1.1. RudolfRocker
87
que el mismo desaparecería también, consiguiendo, de este
modo, una sociedad sin gobierno, la anarquía. En el mismo
sentido se expresará Anselmo Lorenzo cuando destaca que la
sociedad como tal es «natural» pero el Estado es «transitorio y
pasajero» y, por tanto, el mismo tiene un límite: «vivirá no más
mientras dure el privilegio y el consiguiente antagonismo de los
intereses, y morirá por incompatible con la reorganización na-
cional y armónica de la sociedad» (1971, 44).
En El pensamiento de Rudolf Rocker,^ cuando hace referen-
cia a la ideología del anarquismo, destaca que el anarquismo no
es una solución definitiva a todos los problemas humanos,
pero, a pesar de ello, afirma: «El poder actúa solamente de ma-
nera destructiva y se inclina siempre a reducir toda manifesta-
ción de vida social a la camisa de fuerza de sus normas. Su
expresión intelectual es el dogma muerto, y su forma física la
fuerza bruta. Y esa misma estolidez de sus objetivos marca
también su impronta en sus representantes y los hace a menu-
do estúpidos y brutales, aun en el caso de que en un principio
estuvieran dotados de gran talento... La liberación del hombre
de la explotación económica y de la opresión intelectual, social
y política que encuentra su expresión más cabal en la filosofía
del anarquismo, es el primer requisito para el perfeccionamien-
to de una cultura social superior y de una nueva humanidad»
(web site http://.perso.wanadoo.es).
Rocker consideró que cuando se reducía al mínimo la in-
fluencia del poder político sobre las fuerzas creativas de la so-
ciedad, ya que los regímenes políticos trataban de conseguir
siempre la uniformidad y de someter a su tutela todos los as-
pectos de la vida social sometiéndolas a la camisa de ftierza de
sus normas, se desarrollaba al máximo la cultura. Concluía este
autor que para la conservación del poder eran vitalmente nece-
sarias las formas rígidas, las normas muertas y la forzada su-
presión de las ideas, y por ello intenta siempre mantener las
cosas tal como son, ancladas y seguras en los estereotipos. De
88
este modo, esa misma estolidez de sus objetivos marcará tam-
bién su impronta en sus representantes haciéndoles a menudo
brutales, aun en el caso de que en un principio estuvieran dota-
dos de gran talento. Podría destacarse que para Rocker el que
se esfuerza constantemente por reducir todo a un orden mecá-
nico termina por convertirse él mismo en una máquina y pierde
los sentimientos humanos.
Por todo ello, este autor es un entusiasta de la defensa de la
libertad de los individuos, ya que sólo ésta podrá provocar gran-
des transformaciones sociales e intelectuales. Todo aquello que
oprima, limite o recorte esta libertad conlleva a un adiestra-
miento que asfixia cualquier tipo de iniciativa individual o so-
cial, creando así subditos en lugar de hombres libres. La liber-
tad es la esencia de la vida, el motor de fuerza de todo desarro-
llo intelectual y social, la que crea, según Rocker, cualquier pro-
yecto para el futuro de la humanidad. De este modo, el anar-
quismo para este autor, como movimiento de intento liberador
del hombre de la explotación económica y de la opresión inte-
lectUcJ, social y política, es el primer requisito para el perfeccio-
namiento de una cultura social superior y de una nueva huma-
nidad. Puesto que el anarquismo no es un sistema cerrado de
ideas, sino una interpretación del pensamiento que se encuen-
tra en constante circulación, no se puede oprimir en un marco
firme si no se quiere renunciar a él, ya que cuando una idea se
convierte en dogma y no es accesible ya a ninguna capacidad
de desenvolvimiento interior comienza, según Rocker, el domi-
nio de la teología, y toda teología se apoya en la creencia ciega
en lo firme, lo inmutable y lo irreductible, cuestiones tales que
se asentarían como el fundamento de todo despotismo.
3.1.2. MaxSdmer
89
individuo único antes de todo, del Estado, de la propiedad, de la
ley o del deber, como así queda plasmado en su obra El único y
su propiedad, obra de la cual algunos autores han señalado que
se trata de un grito a la libertad y a la rebeldía del «yo». Esta
obra fue tan duramente criticada que incluso la obra de Marx y
Engels LM. ideología alemana se ha calificado por Carlos Díaz de
obra anti Stimer, «señalando que del total de 530 páginas en
cuatro capítulos de que consta esta obra, el dedicado a Stimer
ocupa 337 páginas...» (1998, 15). Incluso, esta obra ha sido en-
juiciada por los propios anarquistas; sirva como ejemplo la crí-
tica realizada por Kropotkin, quien destacó que, en definitiva,
esta obra suponía una vuelta a la idea del Estado y a la defensa
del uso de su coerción: «Su posición es, pues, la de Spencer y de
todos los economistas de la llamada Escuela de Manchester,
que también empiezan con una severa crítica del Estado y aca-
ban con su pleno reconocimiento a fin de mantener los mono-
polios de propiedad, de los que el Estado es un bastión impres-
cindible» (1977a, 182).
Las dos coordenadas que sitúan a Stimer son básicamente
el anarquismo individualista y la crísis de la filosofi'a alemana.
Como libertario, se halla entre los primeros anarquistas indivi-
dualistas en cuya corriente se pueden enmarcar otros autores
como Godwin y Shelly. A pesar de ello, Stímer fue califica-
do como una estrella fugaz de la corriente anarquista; de hecho,
el propio Bakunin ni Uega a nombrarlo en ningún momento, aun-
que pareciera que su denuncia del Estado, de la transcendencia
y de la metafísica y su revigorizadora imagen del «yo» indivi-
dualista y egoísta sí produjo estragos en la teoría filosófico-polí-
tica. El propio Benito Mussolini hizo referencia a las ideas de
Stimer en su artículo «Viejas costumbres» {Popólo d'Italia, 12-
12-1919): «¡Basta ya, teólogos rojos y negros de todas las igle-
sias, de promesas abstractas y falsas sobre paraísos que no ven-
voluntad (de una voluntad apasionada), la subjetividad del yo (por la que cada cual se
convierte en su propio promotor promovido, el denominado seífinade man, postulan-
do la máxima: possum erj¡o sum —puedo luego existo), olvidando, o quizás obviando,
que en la filosofía de Hegel sólo se reconoce la «personalidad» a quien logra elevai'se
en la condición de «propietario». Sin embargo, para nada le preocupa, a diferencia de
Hegel, ni el carácter histórico de lo real, ni la victoria de alguna clase sobre las demás
ni alguna racionalidad, es más, Stimer va a reaccionar contra Hegel en la ciítica a los
grandes sistemas, al mundo de las grandes abstracciones (cfr. Díaz, 1998).
90
drán! ¡Basta ya, ridículos salvadores del género humano, nos
reímos de vuestros infalibles "hallazgos" de felicidad! ¡Dejad li-
bre el camino a las fuerzas elementales de los individuos, por-
que no existe realidad humana fuera del individuo! ¿Por qué no
volverá a ponerse de actualidad Stimer?» (Díaz, 1998, 17).
La filosofía anarquista de Stimer podría pasar por un anar-
quismo de corte radical, tal y como se señalaba anteriormente,
si no fuera porque en el anarquismo no todo se reduce a una
crítica al Estado. Para Stimer la crítica al Estado* (al que siem-
pre va a considerar despótico, se trate del régimen que se trate),
como negación del individuo, se motiva en una crítica y repul-
sión a toda vinculación projimal, cuestión bien distinta a la
mantenida por los anarquistas, quienes defienden una actitud
solidaria y asociativa. Esta crítica que realiza del Estado le lle-
va, consecuentemente, a negar la ley producida por éste, dado
que la misma será concebida en Stimer como la expresión de la
opresión que se ejerce contra el individuo «individual», y así se
expresa al señalar: «Las leyes de la razón son la expresión del
hombre mismo, para que "el Hombre" sea razonable y "la esen-
cia del Hombre" implique necesariamente esas leyes. Piedad y
moralidad difieren en que la primera reconoce a Dios y la se-
gunda al hombre como legislador. Desde un cierto punto de
vista de la moralidad se razona así poco más o menos: o el
hombre obedece a su sensualidad y por ello es inmoral, u obe-
dece al Bien, el CUEJ, en sentido moral (sentimiento, preocupa-
ción del Bien) y en este caso es moral... Así se completa y hace
absoluta finalmente la dominación de la ley: "No soy Yo quien
vivo, es la Ley la que vive en mí"» (cfr. 1985, secc. 1.").
En este ataque al Estado se diferencia Stimer de otros anar-
quistas, como Bakunin o Kropotkin, en que la crítica realizada
por estos últimos al Estado corresponde con una defensa de la
sociedad, sin embargo para Stimer la crítica al Estado no con-
lleva como consecuencia la defensa de la sociedad, ya que para
él el sujeto individual no puede contar con ésta, puesto que el
hecho de asociarse hace olvidar a los hombres su principal lu-
cha, cual es la defensa de sí mismo.
8. «Así pues, fuera todo funcionario, todo administrativo, todo civil seiTÍdor de la
cosa pública, porque la res publica no funciona más que a costa de los paganos indivi-
duales contra los que por otra paite ejerce su dominación» (Díaz, 1998, 47).
91
3.1.3. Mikhail Bakunin
92
la expulsión de Bakunin y sus seguidores de la Asociación Inter-
nacional de los Trabajadores (AIT) en el Congreso de la I In-
temacioncd celebrado en La Haya, los días 2 al 7 de septiembre
de 1872, por haber fundado éste en Europa una asociación pa-
ralela denominada Alianza de los Hermanos Internacionales (fi-
nalmente denominada Alianza), «aprovechándose» (dirán los
miembros de la AIT) del renombre y la infraestructura de la
Asociación Internacional de los Trabajadores.'^
Bakunin siempre predicó la destrucción del orden por méto-
dos violentos rechazando cualquier tipo de control político o
subordinación a una autoridad. De hecho, consideraba, invir-
tiendo la relación causal del marxismo, que el capitalismo ser-
vía al Estado, y no al revés, de modo que la destrucción del
Estado traería aparejada la emancipación económica.
En Socialismo sin Estado: anarquismo}^ Bakunin ofrece su
propia definición de lo que debe ser la «justicia» abogando por
la disolución de todo aquello a lo que se denomine poder políti-
co: «Cuando hablamos de justicia, entendemos por ésta no la
justicia contenida en los códigos y en la jurisprudencia romana
—los cuales han basado, en gran medida, sobre las verdades de
la violencia alcanzada por la fuerza, violencia consagrada por
tiempo y en las bendiciones de alguna iglesia u otra (cristiano o
pagano), y por lo cual se ha aceptado como principio absoluto
que toda ley debe ser deducida por un proceso de razonamiento
lógico—; no, hablamos de aquella justicia que está basada úni-
camente sobre la conciencia humana, la justicia que ha de ser
93
encontrada en el conocimiento de cada hombre —hasta en los
de niños— y que puede ser expresada en una sola palabra: equi-
dad [...]. Y es esta justicia, la que nos impulsa a asumir la defen-
sa de los intereses de la gente terriblemente maltratada y a exi-
gir su emancipación económica y social con libertad política.
[...] En otras palabras, el Estado debería disolverse en una so-
ciedad libremente organizada de acuerdo con los principios de
justicia. [...] Es necesario suprimir completamente, en principio
y de hecho, todo aquello que llaman poder político; pues, mien-
tras que el poder político exista, habrá gobernantes y goberna-
dos, amos y esclavos, explotadores y explotados» (2-4).
94
contra toda autoridad y en favor de una ética social apoyada en
la noción de ajT-ida mutua, concepto que procede de la zoología
darwiniana y que Kropotkin convirtió en fundamento de la so-
ciedad humana.''' Kropotkin sostiene que el ideal anarco-comu-
nista no sólo defiende la propiedad colectiva (aspecto que lo
diferenció claramente de Bakunin),'^ sino tainbién la distribu-
ción en función de las necesidades, y no del trabajo;'* así se
reactivó el sueño de Tomás Moro (1477-1535) de un almacén
colectivo en el cual cada uno entregase cuanto hubiera produci-
do y obtuviese cuanto fuera de su necesidad.
El anarquismo es, para KJ"opotkin, una concepción del
mundo fundada en una interpretación mecánica de los fenóme-
nos que comprende la totalidad de la naturaleza y la vida de las
sociedades humanas. Por ello, consideraba que las ideas en tor-
no a la constitución del Estado, a la leyes del equilibrio social y
de las interrelaciones políticas y económicas no podían soste-
nerse por más tiempo ante la incesable crítica «en el gabinete y
en el cabaret, en los escritos de los filósofos y en la conversa-
ción diaria» (1977¿», 34-35). De este modo, este autor afirmará
que el origen del anarquismo surge de la misma protesta crítica
y revolucionaria que el socialismo, pero que existe una cuestión
que les diferencia, cual es que, mientras el socialismo se queda
en la crítica al capital y a la organización basada en la explota-
ción del trabajo, el anarquismo también va a criticar a las prin-
cipales fuentes de poder de dicho capitalismo: la Ley (elaborada
siempre por una minoría en interés propio), la Autoridad y el
Estado'7 (1977a, 168).
Resulta interesante examinar su libro Las prisiones desde la
portada del mismo. Así, en la presentación de éste, Kropotkin
14. «Se prevé ya un estado social en que la libertad del individuo no la limitarán
leyes ni contratos, sino sólo sus propios hábitos sociales y la necesidad que siente todo
el mundo de hallar cooperación, apoyo y simpatía entre sus semejantes» (1977a, 66).
15. Bakunin pensaba en la propiedad colectiva de los medios de producción, don-
de cada cual fuese remunerado según su trabajo.
16. En este sentido, Kiopotkin comulgaría más con las ideas de Paine, ya exami-
nado con anterioridad.
17. «El Estado se creó con el decidido propósito de imponer el dominio de los
terratenientes, los patronos de la industria, la clase militar y el clero sobre los campesi-
nos y sobre los artesanos de las ciudades. Y el rico sabe perfectamente que si la maqui-
naria del Estado dejase de protegerle, se desvanecería de inmediato su poder sobre las
clases trabajadoras» (1977a, 207).
95
es preguntado acerca de las posibles diferencias entre un pensa-
dor anarquista y un reformador burgués, a lo que no duda en
contestar del modo siguiente: «Un rosario de ambigüedades
sólo zanjadas de modo concluyente por una obstinada negativa
a formular utopía administrativa ningtma, ni proponer un siste-
ma punitivo alternativo; su no complicidad con la lógica caree-
ral misma que ha funcionado desde siempre con un movimien-
to hecho de continuas iniciativas de reforma. Si se me pregun-
tara: ¿Qué podría hacerse para mejorar el régimen penitencia-
rio? ¡Nada! —respondería— porque no es posible mejorar una
prisión» (1977¿, 13).
A medida que uno avanza en la lectura de esta obra, puede
observar como las críticas de ICropotkin a la cárcel, a todo el
sistema penitenciario y, de algún modo, al sistema penal en su
conjunto, van haciéndose más mordaces. Se afirma por Kropot-
kin que la cárcel, y todas las circunstancias que la rodean, es
«apropiada» para acabar con la voluntad de cualquier ser hu-
mano, ya que éste no tendrá la posibilidad de optar entre eso u
otra cosa, perdiendo así el control sobre la propia vida. De este
modo plasma sus pensamientos en tomo a la pena privativa de
libertad, la cual, a todo esto, conoció muy bien en sus propias
carnes: «Sábese en qué horribles proporciones crecen los aten-
tados al pudor en todo el mundo civilizado. Muchas son las
causas que contribuyen a este crecimiento, pero la influencia
pestilente de las prisiones ocupa el primer lugar» (\997b, 37).
En esta obra Kropotkin concluye destacando que no pode-
mos olvidar que la prisión no reduce la producción de delitos,
no disminuye, por la amenaza de su imposición, la criminali-
dad. De hecho, afirmará que aumenta el número de delitos co-
metidos aun con esta amenaza; por consiguiente, a pesar de las
múltiples reformas que se quieran realizar en tomo a esta san-
ción penal, siempre vamos a hablar de una privación de liber-
tad y, según Kropotkin, de «un medio ficticio como el convento,
que toma al prisionero cada vez menos propio para la vida en
sociedad. No consigue lo que se propone. Mancha a la socie-
dad. Debe desaparecer» (1997¿, 56-57).
Se podría continuar en el análisis más exhaustivo de esta
gran obra de Kropotkin, puesto que en la misma pueden encon-
trarse perfectamente todas y cada una de las reflexiones que en
tomo a la sociedad y a la sanción de la pena privativa de liber-
96
tad presuponía uno de los más afamados anarquistas de la his-
toria. A pesar de ello, y para no extendemie más en este autor,
considero que vale la pena transcribir la concepción que éste
mantenía con respecto a la ley desde su visión anarquista. Kro-
potkin considera que la ley confirma y cristaliza las costumbres
de una sociedad, pero al hacerlo «aprovecha este hecho para
asentar (en general de forma disfrazada) los génnenes de la
esclavitud y la diferenciación de clases, la autoridad del sacer-
dote y el guerrero, la servidumbre y otras instituciones, en inte-
rés de los militares y de las minorías dominantes» (1977a, 197),
y la única salida posible para romper con este «yugo» serán
«sangrientas revoluciones».
Tal y como señalara Kropotkin el anarquismo se había origi-
nado dentro del pueblo y preservaría su vitalidad y fuerza creativa
mientras existiese un movimiento popular. Por ello, debe recor-
darse que hay miles de militantes anarquistas «ordinarios» que
nunca han escrito libros pero cuyo sentido común y su activismo
han estimulado el espíritu de rebeldía dentro de la sociedad y
ayudan a construir el nuevo mundo en el caparazón del viejo.
Sin embargo, más que por estos posicionamientos, Bakunin y
Kropotkin son tenidos como los principales teóricos del anarquis-
mo por su sentido organizativo y por haber dado al anarquismo
una voluntad de movimiento de masas y de operatividad política.
El concepto que los distingue de todos los anteriores pensadores
anarquistas fue el de acción directa, entendida como la legitima-
ción de cualquier medio, incluida la violencia, para conseguir la
desaparición del Estado y la propiedad privada de los medios de
producción.'* Sin embargo, aunque se cometieron numerosas
aberraciones, la actuación anarquista que ellos propusieron era
una cosa muy distinta de la practicada conflisamente por los nu-
merosos «héroes» terroristas de entresiglos.
18. «¿Qué formas adopta esta acción? [...]. A veces trágicas, irónicas a veces, pero
siempre audaces; colectivas unas veces, puramente indi\idualos otras, forman una
política de acción que no olvida nunca los medios a mano, ningún acontecimiento de
la vida pública, y los usa para mantener vivo el ánimo, propagar y dar expresión a la
insatisfacción general, avivar el odio contra los explotadores, ridiculizar al gobierno y
exponer su debilidad y, sobre todo y siempre, con el ejemplo concreto, despertar el
valor y propagar el espíritu de rebeldía» (Kiopolkin, 1977a, 38).
97
3.1.5. Emilio Gimrdin
1) venganza privada;
2) venganza pública;
3) humanización.
19. Periodista francés que nació en París en 1806 y murió en la misma ciudad
en 1881.
98
martirologio de innumerables víctimas inmoladas por la igno-
rancia, la superstición, la tiranía, la crueldad, la iniquidad, ar-
madas del derecho a punir?» (2001, 662-663).
Además de negar la legitimación del Estado para imponer
penas a los individuos, en cualquier caso, niega cualquier tipo
de utilidad de la misma, destacando que realmente la única
pena que podría tener utilidad sería la pena de muerte, entran-
do en gran controversia abiertamente con el pensamiento de
Beccaria, a quien critica sin ningún pudor señalando la contra-
dicción de sus proposiciones. A pesar de ello, Girardin es con-
trario a la pena de muerte, pero considera que antes de supri-
mir la misma debiera suprimirse la pena privativa de libertad,
dado que la situación de estigmatización social^'' que pesa sobre
los excarcelados «desacrciliza» la eficacia de la misma. Sí consi-
dera que la pena de muerte, a diferencia de la pena privativa de
libertad, no pervierte, no deprava, ni corrompe al personal que
realiza las ejecuciones y, por otro lado, que la pena de muerte
no incrementa el crimen. Ante la inminente crítica respecto a la
irreparabilidad de la pena de muerte va a responder que tampo-
co existe la posibilidad de reparar las enfermedades y muertes
que resultan como consecuencia de la realización de trabajos
forzados impuestos como sanción penal.
Considero que la mejor conclusión de Girardin que acaba
por legitimar todo su discurso en esta materia es la propia idea
que construye en referencia a la eliminación penal: «la pena
jamás ha corregido a otros que a quienes se hubiesen corregido
sin ella... La represión es una almohada sobre la cual la socie-
dad ha dormido demasiado tiempo» (2001, 670-671).
20. Dicha estigmatización social es también denominada por Giraitiin como «ser-
vidumbre penal», como el resultado de la función repiüductora del sistema penal
(Zaffaroni, 2001, 666).
21. En quien se halla mayor rastro de aquellas concepciones del famoso y desco-
nocido Conde Tolstoy y se vuelve al criterio puro de los anarquistas, es en Alejandro
Goldenweiser, ruso, aunque de apellido alemán, en cuyo libro destaca la paradoja
desde el título: El crimen contiene en si la pena y la pena es un crimen. El crimen como
99
anarquismo cristiano, afirma la «no resistencia al mal con la
violencia», basándose en los Evangelios para fundamentar la
justicia en la piedad al prójimo. La educación^^ y el ejemplo mo-
ral serían el medio por el cual, en la misma línea que los socialis-
tas utópicos, en un proceso evolutivo y pacífico se iría creando
una sociedad autorregulada. Así, ¿qué hacer con los delincuen-
tes, con los perturbadores del orden? Desde luego no castigarles,
diría Tolstoi, sino perdonarles, como mandó Jesús, hasta setenta
y siete veces; tratarles como hermanos, según enseñó Cristo, el
cual dijo que no debíamos resistir al mal con la violencia.
Sobre la llamada legitimidad de la función punitiva se ex-
presa Tolstoi con mucha claridad: nadie puede ni debe imponer
penas a sus semejantes, y el imponerlas produce, además de
injusticias, verdaderos e innumerables daños sociales. Personi-
ficando sus inquietudes en el príncipe Nekliudoff, Tolstoi escri-
be: «Anhelaba saber en virtud de qué derecho funcionaba, de
dónde provenía aquella extraña institución llamada Tribunal
penal, del que eran resultado directo las cárceles con sus habi-
tantes y los innumerables puntos de reclusión, empezando por
la fortaleza de Petropaulows y concluyendo por Sackalin, donde
languidecían millares de víctimas de aquella institución peneJ».
Y en otro pasaje de Resurrección leemos: «¿Por qué y con qué
derecho unos pocos hombres se arrojan el poder de encarcelar,
castigar, atormentar, pegar, desterrar y condenar a muerte a
sus semejantes, siendo así que ellos no difieren de los que por
su orden son castigados, encarcelados y desterrados?» (cfr. Ji-
ménez de Asúa, 1964, 21).
En la misma línea que Tolstoi, teniendo como base o funda-
mento de la justicia a la piedad, podríamos destacar también,
como pensador anarquista, a Vladimir Sergio Solovief, que con-
sidera digno de tanta piedad al ofensor como al ofendido. Solo-
vief considera que existen dos grupos de enemigos claramente
100
diferenciados opositores de sus ideas: los partidarios de la pena-
castigo de cuyos pensamientos, cree, habrá de asombrarse la
posteridad «al leerlos, como se asusta hoy cuando lee las ideas
de Aristóteles sobre la esclavitud», y los que exaltan el respeto a
la persona del delincuente y, trasladando el punto de vista de la
Ética a la Mística, con el principio de la «no resistencia al mal
con la violencia», niegan toda forma represiva y preventiva que
no sea la persuasión por la palabra.
A pesar de esta primera coincidencia con el pensamiento de
Tolstoi, Solovief le criticará el señalar que para él incluso no es
lícito detener el brazo de la madre que se dispone a dar muerte
a su hijo, porque el hombre salvado de la muerte violenta, acaso
mañana sería un malvado. Acude a un ejemplo más complica-
do: se ha impedido a un hombre por la fuerza, creyendo hacerle
un bien, entrar en la taberna. Pero he aquí que si hubiera entra-
do, el vino exaltaría su sensibilidad, y saliendo de ella hallaría
en el camino a un pobre perro medio helado por el frío de la
noche. Entonces le cogería, dándole calor entre sus brazos. Sal-
vado el animal de la muerte, corriendo el tiempo, el perro salva-
ría a su vez a una niña caída en un estanque, a quien el cielo
destinaba para madre de un gran hombre. Por no entrar aquél
en la taberna, helado el perro y la niña ahogada, se ha malogra-
do, en conclusión, todo un genio, un gran hombre. Partiendo
del principio ético, Solovief estima que la privación de libertad
en las cárceles, en definitiva, es una forma inferior a nuestro
tiempo y piensa —como ICropotkin— que llegaremos a juzgar
las prisiones como hoy se juzgan los establecimientos psiquiá-
tricos de hace un siglo (cfr, ibídem, 25).
101
afirmaba Lombroso que entre los más tristes males de la socie-
dad se encontraban la criminalidad, la prostitución, el alcoho-
lismo y la anarquía, exponentes de patologías que evidencia-
ban la disposición antisocial orgánica de ciertos individuos. Del
mismo modo, probablemente con mayor cuidado, otro autor
como Constante Amor y Naviero, calificará a los anarquis-
tas como: «Los anarquistas de acción son hombres a quienes
las continuas predicaciones o lecturas anarquistas han arre-
batado toda noción religiosa, inclusa la idea de Dios, y con ella
toda moral definida y fija, dejándoles sólo a lo sumo una moral
vaga y acomodativa. [...] Están en una situación que, aunque
obedece a causas distintas, permite equipararlos en cuanto su
responsabilidad, a los embriagados, por su excitación nerviosa,
y a los niños, por su discernimiento incompleto de la moral»
(cñ-. 1917, 304 y 305).
Cuando Lombroso publica Los anarquistas en 1894, perfila
concepciones sobre tales individuos considerándolos como los
exponentes de la «caballería ligera del socialismo», entendiendo
que la sociedad y el gobierno les vean como «diabólicos adver-
sarios, ingenuos e idealistas [...] representantes de temperamen-
tos epilépticos y criminales políticos por pasión». Tal y como
señala el propio Lombroso, los anarquistas eran la expresión de
un intento por volver a formas sociales de barbarie primitiva,
un regreso al hombre prehistórico, a una edad incluso anterior
al surgimiento de la autoridad del pater familias (cfr. 1977, 15).
De este modo, para este autor los anarquistas representaban un
«tipo criminal completo», ya que eran exponentes de una con-
junción de criminalidad y locura (ibídem, 25). Con el fin de pro-
bar los supuestos «rasgos» criminales que residían en los anar-
quistas Lombroso^^ utiliza índices indicativos como:
23. Debe tenerse presente que las teorías de Lombroso surgen de la confluencia de
dos corrientes de la ciencia médica dominante en el siglo XVIII: la frenología, que
apuntaba a las posibles coirespondencias entre la constitución cerebial y la conducta,
y la psiquiatría que, en función de las primeras doctrinas de la criminalidad, se ocupa-
ba de los estados degenerativos y de la privación del sentido moral. Así, estos princi-
pios del positivismo y del darwinismo serán el axioma de Lombioso, por los que
asume la idea de una determinación biológica de la conducta (Maristany, 1973, 7-8).
102
2) los tatuajes que marcan la piel de los anarquistas son los
que se dan frecuentemente en los criminales natos;^''
3) el sentido ético: la falta general de sentido moral, «por
las que les parece sencillísimo el robo, el asesinato y to-
dos los crímenes que a los demás parecen horribles»; y
4) el lirismo (ibtdem, 26).
24. «Tienen —escribía dicho testigo— corazones, calaveras y huesos ciiizados so-
bre el doloso de la mano, y también áncoras y boitlados repartidos por toda la piel. Yo
he visto una corona de laurel dibujada sobre la frente de un joven, y sobre la de otro la
siguiente divisa: //ove you (yo la amo)» (Lombroso, 1977, 26).
25. «Y he demostrado ya en muchas de mis obras que, mientras todos los hombres
experimentan algo de repugnancia hacia todo lo nuevo, los locos, criminales natos y
apasionados sienten hacia ello una imperiosa atracción, que, dada su poca cultura y su
enfermedad, se manifíesta en inútiles bizarrías y originales cmeldades» (ibídem, 61).
103
ción en todos, las adhesiones que los opúsculos y la propagan-
da oral no consiguió atraer» {ibídem, 24). A pesar de ello, dice
llegar a entender («que no justificar») el surgimiento de la de-
fensa de las ideas anarquistas (cfr. ibídem, 16 ss.), aun conside-
rando que pocos de los fines proclamados por el anarquismo
son realizables, «mas no todos son absurdos». Por ejemplo,
Lombroso considera, como el anarquismo lo hiciera, que de-
biera darse más importancia al individuo en la sociedad de la
que tiene, incluso comparte la crítica que se realiza por al
anarquismo a los sistemas de represión; sin embargo no ve con
buenos ojos la unión colectiva que se propugna desde el anar-
quismo como forma de funcionamiento de la sociedad: «la
bondad de las asambleas está en razón inversa del número de
los que la forman» {ibídem, 24).
Hay que tener presente que dicha criminalización, o conde-
nación, que se realiza por Lombroso, y de manera extensiva por
los de su escuela, no surge por la defensa y en nombre de posi-
ciones tradicionalmente conservadoras, sino de un pensamien-
to que se proclama liberal, republicano, científico y laico. La
figura del delincuente —«temida y fascinante»— se encontraba
opuesta al principio universal y sagrado imperante en esos mo-
mentos: el tributo debido a la sociabilidad, entendiendo así la
sociedad como una voluntad común, como un organismo justo
y armónico por el que cualquier tipo de disidencia podía ser
calificada, en su nombre, de enfermiza (cfr. Maristany, 1973).
Lombroso concluye destacando que no aboga por la pena de
muerte «para curar la plaga de la anarquía», contra la cual «no
hay más medios que el fuego y la muerte», como algLmos auto-
res han entendido, y ello a pesar de mostrarse claramente a
favor de la aplicación de la misma, pero exclusivamente «tra-
tándose de criminales nacidos para el mal». Por lo que respecta
a los anarquistas y a las penas de las que son merecedores,
Lombroso escribe: «pero si hay algún gran crimen al que no
deba aplicarse, no ya la pena capital, sino ni aun las penas gra-
ves, y mucho menos las infamantes, me parece que es el de los
anarquistas» (Lombroso, 1977, 61). Es más, de hecho, Lombro-
so afirma la inutilidad de la utilización de legislaciones excep-
cionales, puesto que considera probado que ante épocas de ho-
rribles represiones por parte de los Estados se han sucedido
nuevos y más violentos atentados, ya que dichas represiones
104
brutales han hecho ensoberbecer a los anarquistas.^^ Constante
Amor y Naviero considera que el castigo más justo y eficaz a
aquellos declarados anarquistas que cometieran delitos sería:
«ser condenados a estar en un manicomio judicial a perpetui-
dad en los casos en que habría de imponérseles la pena de
muerte, y por el tiempo en que habrían de sufrir cadena o reclu-
sión en los que las leyes actuales señalan estas penas», para
pasar a examinar la forma de ejecución de esta pena propuesta:
«En esos manicomios vestirían camisa de fuerza por un perío-
do que no bajaría de diez meses ni subiría de 2 años, y no
recibirían visitas sino de personas escogidas y taxativamente se-
ñaladas, que pudiesen influir en el saneamiento del loco y en la
corrección del criminal» (1917, 305).
Resulta evidente que Lombroso recibió respuestas por parte
de los propios anarquistas, de entre las cuales destacaré la de
Kropotkin, quien le señaló: «En una palabra, las causas fisiológi-
cas, de las que tanto hemos hablado en estos últimos tiempos, no
son de las que menos contribuyen a hacer que el individuo sea
conducido a la prisión. Pero éstcis no son causas de criminalidad
propiamente dicha, como tratan de hacerlo creer los criminalis-
tas de la escuela de Lombroso. Estas causas, mejor dicho, estas
afecciones del cerebro, del corazón, del hígado, del sistema cere-
bro-espinal, etc., trabajan constantemente en todos nosotros. La
inmensa mayoría de los seres humanos tienen algtma de las en-
fermedades mencionadas, pero estas enfermedades no Uevan al
hombre a cometer un acto antisocieJ sino cuando en circunstan-
cias exteriores dan ese giro mórbido al carácter» (1977a, 49).
Otra de las críticas a esta obra de Lombroso es la realizada
por Ricardo Mella, quien destacará de este autor su gran imagi-
nación: «La propensión a generalizar, conduce a Lombroso a
26. «Podii'an todas —las naciones—, sin embargo, adoptar algunos acueixios de
policía comunes, pero no violentos, tales como retratar a los adeptos de la anarquía
militante; la obligación internacional de denunciar el cambio de residencia o domicilio
de las pereonas peligrosas; el envío a los manicomios de todos los epilépticos, mono-
maníacos y locos tocados de anarquismo —medida más seria de lo que se cree a
primera vista—, la deportación perpetua de los individuos más temibles, a ser posible
a las islas despobladas y aisladas de la Oceanía; la prohibición a los periódicos de
publicar los procesos anaiíjuistas y, por último, el dejar a las poblaciones en libertad
de manifestarse contra los anarquistas, aun con hechos violentos, creando así una
verdadera leyenda antianarquista popular precisamente en aquel medio que ellos, con
especial interés, tratan de seducir» (ibídem, 68-69).
105
deducir nimiedades y hechos aislados, teorías y leyes inexplica-
bles. Quizá una imaginación exuberante, unida al afán exagera-
do de especializar las ciencias, es la causa verdadera de las in-
congruencias lombrosianas» (Mella, 1975, 81). Critica de Lom-
broso el no haber entendido el anarquismo ni haber conocido a
los anarquistas, y que éste resuelva todo un proceso ideológico
en una serie de fanatismos, que englobe en el movimiento anar-
quista a todos aquellos que realicen actos de violencia y, en defi-
nitiva, concluye que las afirmaciones vertidas como resultado de
este supuesto trabajo de investigación antropológico son «patra-
ñas inventadas contra el emarquismo» (ibídem). Por todo ello, y
dada la afirmación vertida por Lombroso en el sentido de ausen-
cia de bibliografía en el anarquismo, Ricardo Mella se pennite
recomendarle todo un sinfín de bibliografía en castellano, en
francés y en inglés: «Si, pues, no estudió antes, como debiera, las
ideas y los hombres de la Anarquía, reflexione Lombroso que en
su papel de crítico, el desconocimiento de la materia criticada es
pecado imperdonable, y aún está a tiempo de escoger lo que
mejor le pareciere en el arsenal que le ofrezco, y estudiar de
nuevo y desapasionadamente hombres y teorías, cuyo descono-
cimiento evidenciaré. Y si le doliere rectificar sus errores, recuer-
de que de sabios es mudar de consejo» (ibídem, 84).
Debe destacarse, en este punto, que incluso entre los defen-
sores de la misma escuela que Lombroso, no faltaron voces dis-
crepantes de sus planteamientos. Así, en el Congreso Interna-
cional celebrado en Ginebra en 1896 cuyo tema principal era
«El anarquismo y el combate contra el anarquismo desde el
punto de vista de la antropología criminal», Enrico Ferri mani-
festó ciertas reservas a la tesis antropológica, destacando los
aspectos sociales y políticos de la cuestión anarquista (Maris-
tany, 1973, 78).
Otro de los autores, representantes de este positivismo, que
realizó aportes en este sentido fue Garófalo, como el jurista más
caracterizado de la Escuela positiva italiana que extrajo las con-
secuencias penales previsibles de la noción que del delincuente
tenía su coetáneo Lombroso (cfr. Lombroso, 1977, 12 ss.). En
relación con su defensa de una función preventivo especial ne-
gativa de las penas destacaba: «la reacción estatal (la pena) con-
siste en la exclusión del miembro cuya adaptación a las condi-
ciones del medio ambiente se manifiesta incompleta o imposi-
106
ble [...]»; esta separación debería consistir «en la exclusión ab-
soluta del criminal de toda clase de relaciones sociales» para
concluir, finalmente, afirmando que «el único medio absoluto y
completo de eliminación es la muerte» (1912, 265). A Garófalo
se le ha considerado como el auténtico ingenio o ingeniero má-
ximo de la represión, y no debe olvidarse que, ya en su vejez,
hie una de las figuras más estimadas y favorecidas por el régi-
men fascista de Mussolini (Maristany, 1973, 80).
En este rapidísimo repaso, tampoco podían obviarse las me-
didas propuestas por el Dr. Emmanuel Régis en 1890 en su
obra Les Régicides dans l'histoire et dans le présent. En esta obra
aprovecha y amplía los esquemas utilizados por Laschi, el fiel
colaborador de Lombroso. De este modo, «ve en los anarquistas
una versión moderna —sólo distinta en sus caracteres exterio-
res— de los fanáticos religiosos del pasado: unos y otros, objeto
de su estudio, constituían para él variantes de un tipo único,
"nacidos en las mismas condiciones mórbidas", y proponía
para los anarquistas la reclusión en asilos de alienados crimina-
les» {ibídem, 67).
A pesar de la creencia de Lombroso en la inutilidad del uso
de las legislaciones de excepción en este caso, ésta tuvo lugar
tanto a escala internacional como nacional en Europa y Améri-
ca (aunque nos centremos en los Estados Unidos). En el ámbito
internacional deben destacarse: en primer lugar, la Conferencia
Internacional celebrada en Roma, a iniciativa del gobierno ita
liano, en 1898 «para combatir o, mejor aun, defenderse del peli-
gro anarquista» cuyos acuerdos fueron de carácter secreto; y,
en segundo lugar, la Conferencia Internacional de Austria en
1905, cuya celebración, a iniciativa de Rusia, estaba prevista y
no ocurrió por oposición de Francia, Inglaterra, Italia y Estados
Unidos a aceptar la cláusula de extradición de los anarquistas a
su país de origen.
Ya en España, entre 1894 y 1912 se promulgan diferentes le-
yes, reales decretos y circulares especiales relativas a la persecu-
ción y castigo de los anarquistas; así: Ley de 10 de julio de 1894
(reformada por Ley de 2 de septiembre de 1896, la cual hace
referencia expresa al término «anarquista» en su art. 4.°);^^ Real
27. Art. 4.": «El Gobierno podrá suprimir los periódicos y centros anarquistas, y
cerrar los establecimientos y lugares de recreo en donde los anarquistas se reúnan
107
Decreto de 16 de septiembre de 1896 (donde se establece que el
referido art. 4.° de la Ley de septiembre de 1896 sólo «se aplica-
rá, por ahora, en las provincias de Madrid y Barcelona» —art.
2.° in fine); Real Decreto de 12 de agosto de 1897 (con un único
artículo establece que la disposición del ya citado art. 4° de la
Ley de septiembre de 1896, se aplicará «a todas las provincias
del Reino»); y las Circulares del Ministerio Fiscal de fecha 17 de
octubre de 1893 y de 28 de noviembre de 1912 (esta última ha-
ciendo referencia expresa al asesinato del presidente del Conse-
jo de Ministros del momento, don José Canalejas).
Otros ejemplos de este tipo de legislación excepcional que se
dieron en Europa son: en Alemania, la Ley de 9 de julio de 1884
sobre el uso peligroso y criminal de materias explosivas, y el
Decreto (Reichrgerichtsomung) de 21 de octubre de 1878 contra
las tendencias revolucionarias democrático-sociales, socialistas
y comunistas (cuya vigencia expiró el mes de octubre de 1890);
en Austria, la Ley de 30 de enero de 1884, la Ley de octubre de
1885 (sobre derechos de reunión, asociación y libertad de la
prensa), la Ley de 25 de junio de 1886 (suspendiendo los juicios
por jurado en los delitos cometidos por anarquistas); en Bélgica,
la Ley de 23 de agosto de 1887, castigando la provocación a
cometer crímenes y delitos (estableciéndose en la misma un pe-
ríodo de vigencia no superior a tres años, salvo que sea renova-
da); en Bulgaria, la Ley de 16 de mayo de 1907, de represión del
anarquismo (dictada tras el asesinato del presidente del Conse-
jo de Ministros Petkow); en Dinamarca, las Leyes de 1 de abril
de 1894 y de 7 de abril de 1899; en Francia, la Ley de 29 de julio
de 1881 sobre la libertad de prensa y la Ley de 28 de julio de 1894
(otorgando competencia a los Tribunales de policía correccio-
nal en casos de infracciones cuyo «objeto sea llevar a cabo un
108
acto de propaganda anarquista» —art. 1.°); en Inglaterra, la Ley
de 6 de agosto de 1861, la Ley de 14 de junio de 1875, la Ley de
10 de abril de 1883 (con motivo del intento de volar las Local
Government Board Offices, de Westminster, y Times Office); en
Italia, la Ley de 19 de julio de 1894; en Portugal, la Ley de 21 de
abril de 1892, la Ley de 13 de febrero de 1896 (en la que se pro-
hibe, por ejemplo: «Siempre que un acto tenga carácter anar-
quista, se prohibe a la Prensa la publicación de los atentados,
procesos y pesquisas de la policía, como asimismo los deba-
tes judiciales» —artículo único), la Ley de 21 de julio de 1899 o
la Ley de 7 de julio de 1898; en Suiza, la Ley de 12 de abril de
1894 y la Ley de 30 de marzo de 1906.
Para finalizar este fugaz repaso a la principal legislación ex-
cepcional que se dio en materia de represión y castigo de los
anarquistas, veamos qué sucedió en Estados Unidos: el movi-
miento más intenso en pro de una represión feroz contra el
anarquismo se produce tras el asesinato del presidente MacKin-
ley. Como primera legislación se destaca la Ley del Estado de
Nueva York de 3 de abril de 1902,^* seguida de la Ley del Estado
de Nueva Jersey en el mismo año (única ley promulgada en Es-
tados Unidos que condena y castiga las conspiraciones anarquis-
tas). Continúa expandiéndose este tipo de legislación en el Esta-
do de lowa, en el Estado de Ohio y en el Estado de Pensilvania,
con las leyes de 31 de marzo de 1870 y de 22 de abril de 1900.
5. Conclusiones
28. Observe el lector que, pasado el tiempo, podemos obsen'ar cómo la ciudad de
Nueva York ha sido escenario —quizás laboratorio— de las políticas criminales más
restrictivas y, por qué no, en algunos casos más ad hoc, en materia de prevención/re-
presión del delito que fueron y han sido exportadas desde esta ciudad al i-esto de los
estados y, cómo no, a Europa mediante el puente tendido por el Reino Unido.
109
fendidas posteriormente en la historia por el movimiento aboli-
cionista (en cuanto a la crítica del sistema penal concierne).
Probablemente, cuando se intenta repensar y escribir res-
pecto a las teorías sobre el ius puniendi reflejadas en el anar-
quismo aparecen, básicamente, dos problemas. Por un lado, la
falta de material documental específico sobre esta materia. Si
bien es cierto que sobre el anarquismo se ha escrito abundante
y prolijamente, no lo es menos que la mayor parte de dicha
literatura está referida al diseño de sociedad que se trataba de
defender por los seguidores del anarquismo (tal y como ha que-
dado reflejado en este artículo), quedando implícitas las críticas
al sistema penal en el referido modelo social. Y, por otro lado,
cuando dichas críticas se toman explícitas, las mismas son ta-
chadas de utópicas o de revolucionarias y, por lo tanto, pueden
ser perseguibles y envueltas bajo el manto de la penalidad. Debe
recordarse la feroz crítica, y criminalización, que se realizó des-
de el positivismo criminológico imperante entonces a este pen-
samiento (y probablemente en nuestros días), y la legislación ad
hoc que va surgiendo en los diferentes Estados de Europa y
Estados Unidos, defendiendo incluso la pena de muerte para
aquellos que comulgaran con estos ideales.
De este modo, resulta paradójica esta persecución cuando
años más tarde las mismas propuestas han sido defendidas bajo
otra denominación y no han obtenido igual respuesta. Proba-
blemente, el hecho diferencial resulte ser que en esta nueva oca-
sión se trató de un grupo de pensadores más homogéneo y afín
con los medios a seguir en la defensa de sus ideales, y que el
recurso a los actos violentos no fue la bandera a enarbolar en
dicha defensa. Pero debe recordarse, nuevamente, que el anar-
quismo no fue exclusivamente «terrorismo de Estado», tal y
como he tratado de plasmar en este escrito y, por tanto, la con-
signa de este pensamiento sí fue la eliminación total del Estado
y, consecuentemente, su capacidad de regulación y de punición.
Según James Stuart, el movimiento anarquista fracasó por lo
siguiente: «Esto era inevitable desde el momento mismo de
quedar constituida en el exilio una infi-aestructura burocrática
que cada día más exclusivamente se alimentaría de glorias pa-
sadas; desde el momento mismo en que las filas de los sobrevi-
vientes tuvieron que aceptar el compromiso de su delicada si-
tuación en el país extranjero que fuese, cuya hospitalidad no
110
era cosa que se pudiese estirar demasiado; desde el m o m e n t o
m i s m o en que la única preocupación que le quedaría en adelan-
te a toda una serie de manipuladores sembrados entre tales filas
sería la de agarrarse con u ñ a s y dientes al p u ñ a d o de poder que
pudiese quedarle a ú n a cada u n o entre las m a n o s (y uso la pala-
bra poder en lo que vale), extraña oficiosidad de porteros que se
empeñasen en seguir guardando u n a vasta mansión abandona-
da y ya señalada p a r a demolición inminente» (1974, 94).
Bibliografía
111
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Prof. Dr. Claus Roxin, Córdoba.
112
DOS CONCEPCIONES
DEL CASTIGO EN TORNO A MARX
Carolina Prado
1. Elocuencia de la ironía
113
agua, sometido a las leyes naturales con la misma imperiosa ne-
cesidad que ésta: al llegar a cierto punto, deja de actuar en él
toda libertad [1982, 391].
114
trabajadores improductivos, no organizados, al que designa
como lumpen-proletariado. La actividad delictiva es, en definiti-
va, la expresión de la falsa conciencia individualista. (Por otra
parte, considerando el interés de Marx por la organización de la
clase obrera para la revolución, se explica su menosprecio por
aquel sector social.)
La persistente y firme denuncia del capitalismo como siste-
ma criminal efectuada por Marx desde los campos de la ciencia
y de la política permite entender su menor interés teórico res-
pecto de este tema que, sin embargo, le merece esa mirada ses-
gada pero aguda de la ironía (análoga al concepto de Brecht
que se cita en el epígrafe de este texto).
Debido a la circunstancia de que ni Marx ni Engels efectúan
un aporte sustantivo en materia de penalidad, no existe ortodo-
xia alguna —^según bien señala Garland (1990)— y, por ende,
ninguna posibilidad de su superación. A pesar de ello, es obvio
que, desde el planteamiento inicial de la doctrina marxista, di-
versidad de autores ha venido abordcindo el estudio del castigo a
través de esa óptica y desde diferentes disciplinas. Ante la caren-
cia de textos originales, básicos y específicos como punto de par-
tida, tales investigaciones han optado por acudir al marco gene-
ral y esencial de la tradición marxista y ofrecer, desde ese basa-
mento común, sus propios argumentos y aportes. De entre las
diversas corrientes que se enrolan en esta línea de pensamiento
y, desde luego, sin pretensión de exhaustividad, interesa —a los
alcances de este estudio— exponer únicamente los rasgos esen-
ciales de aquellas que están informadas por un interés específico
en la relación entre el castigo y el mercado laboral, unas, y en la
función ideológico-represiva del Derecho penal, las otras.
Previamente, resulta útil una revisión sucinta del marco teó-
rico general de Marx-Engels, no sin antes volver a remarcar que,
de la lectura —casi entre líneas— de sus escritos, puede prefigu-
rarse una verdadera posición y valoración, y cabe entonces la
conjetura de que, implicados en el arduo diagnóstico de los ma-
les fundamentales del capitalismo, estos pensadores se hayan
empeñado en apuntar sistemáticamente todo su bagaje concep-
tual hacia las causas de fondo de la realidad social más que a sus
consecuencias emergentes (como puede serlo el delito), o —^si
vale la metáfora— hacia la descomunal masa de fondo que flota
bajo la superficie, más que a las puntas visibles del iceberg.
115
2. Sociedad, Estado y Derecho en Marx-Engels
116
producción (base de la organización de producción económica) y
las fuerzas de producción (medios de producción —materiales,
maquinarias, etc.—, energías de trabajo y condiciones de produc-
ción). Sobre esta base de índole económica se asienta una supe-
restructura, determinada en última instancia por aquélla, com-
puesta por todas las instituciones políticas, sociedes, culturales,
jurídicas, etc., y las ideológicas. E n resumen, en este esquema...
Dado que el Derecho no existe más que para mantener esta si-
tuación, ¿cómo se podría ver en él otra cosa que la voluntad de la
clase dominante y explotadora? Considerarlo como la emana-
ción de la voluntad general sería verdaderamente absurdo:
¿cómo un grupo social subytigado y explotado, a menudo más
allá de todo lo que se puede imaginar, podría aceptai- su condi-
ción si no fuera bajo coacción? Ahora bien, quien dice coacción,
dice voluntad de una sola parte [Stoyanovitch, 1977, 50].
117
un mundo mejor —el comunista—, caracterizado por la supera-
ción final de la contradicción esencial de la desigualdad y la
dominación sociales.
118
La pena no es ni una simple consecuencia del delito, ni su cara
opuesta, ni un simple medio determinado para losfinesque fian
de llevarse a cabo; por el contrario, debe ser entendida como
fenómeno social independiente de los conceptos jurídicos y los
fines [Rusche, Kirchheimer, 1984, 3],
definen que...
[...] la pena como tal no existe, existen solamente los sistemas
punitivos concretos y prácticas determinadas para el tratamiento
de los criminales [ibídeni],
línea de pensamiento que los conduce a la lógica conclusión
de que...
[...] cada sistema de producción tiende al descubrimiento de mé-
todos punitivos que corresponden a sus relaciones productivas
[ibídeni].
Como notas características y en virtud de su naturaleza social,
afirman entonces que, en su concreción, juegan una serie de de-
terminantes independientes de su conceptualización legal y de
sus supuestas funciones jurídicas (control y sanción del delito).
Lejos de emerger como respuesta social a la criminalidad, la pena
consiste, según ellos, en un mecanismo que actúa directamente
en la lucha de clases. Debido a que en las sociedades capitalistas
la percepción de la realidad se encuentra distorsionada por la
ideología, es común ver en el castigo un medio de defensa social y
protección de todos. A partir de allí, establecen cómo su poder se
despliega en forma implacable en apoyo a los intereses de una
clase (propietarios de los medios de producción) y en detrimento
de los pertenecientes a la otra (la de los proletarios).
Sin desconocer ni negar la importancia de otros factores (fis-
cales, religiosos, políticos, ideológicos, etc.), estos autores plan-
tean que el mercado laboral constituye el deteniiinante básico de
la pena. La trascendencia del trabajo puede constatarse, entien-
den, en dos cuestiones particulares. Primeramente, cuando actúa
fijando el valor social de la vida de los débiles. Al respecto ilustran
que, durante la Edad Media, en períodos de abundancia de mano
de obra, la política criminal reviste formas inflexibles e impiado-
sas, en tanto que posteriormente, durante tiempos de crecimiento
de la demanda de mano de obra, tal política se ocupa de preser-
var la vida y fuerza de trabajo de los infractores. En segundo
119
lugar, indican que el mercado de trabajo actúa en la aplicación de
las penas a través de lo que denominan «ley de menor elegibili-
dad». En virtud de ella, las condiciones de vida carcelarias y las
formas del trabajo en d interior de las prisiones deben ser siem-
pre inferiores a las peores prácticas y circunstancias que mar-
can la vida en la sociedad libre. La importancia de esta «línea de
demarcación» (según es definida) estriba en que su inobservancia
conlleva la pérdida del sentido de la finalidad de la pena.
De acuerdo con ello, los vaivenes y mandatos del mundo del
trabajo, presentes en las distintas épocas y lugares, juegan un rol
vital en la conformación de los distintos regímenes coercitivos y
en la disposición de las modalidades de las penas. Sin embargo,
resulta interesante el modo en que Rusche y Kirchheimer ahon-
dan en la relación que liga estos fenómenos —mercado laboral y
pena—, al decir que las instituciones penales resultan serviles al
trabajo, no sólo supeditadas en términos de población carcelaria
y condiciones de vida de los reclusos, sino también en el sentido
de que es el trabajo el que dicta los cánones de la disciplina que
deben imperar intramuros. Así concluyen que el castigo cum-
ple una función positiva, aunque menor, en la constitución de la
fuerza de trabajo, puesto que la idea de fondo allí presente es
la de crear en los presos actitudes y comportamientos propicios
al trabajo e introducirlos en la disciplina fabril.^
Luego de varias décadas de permanecer oculta, la reimpre-
sión de esta obra en 1968 alienta su divulgación y la posibilidad
de una serie de estudios e investigaciones en tomo al tema,
cuya característica en común ha sido la ruptura con una pers-
pectiva humanista prevaleciente. En esta línea se enrola tam-
bién la obra Cárcel y fábrica (1987) de Darío Melossi y Massimo
Pavarini que, centrada en preocupaciones análogas a las de los
anteriores autores, indaga en las influencias —modos y alcan-
ces— del mercado laboral en el régimen interno de las prisio-
nes, y postula que las funciones de las primeras cárceles de Eu-
ropa y Estados Unidos se vinculan al disciplinamiento de los
proletarios a través de la inculcación de valores en el orden de
la sumisión, la obediencia y el esfuerzo.-'
120
Castigo, ideología y fuerzas sociales
si como «El derecho como vocabulario de motivos: índices de carcelación y ciclo polí-
tico-económico» (1987).
4. Puede rastrearse, vg., en las siguientes obras de Marx-Engels: Crítica de la Filosofía
del Estado de Hegel; En tomo a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel; La Ideología
alemana (Parte I); La guerra civil en Francia; El 18 Brumario de Luis Bonaparte; Manifiesto
comunista, enüB otras. De Maix, La crítica del programa de Ghota, entre otií\s. De Engels,
Ludwig Feuerbach y elfinde lafilosofíaclásica alemana (Stoyanovich, 1977).
5. Este concepto, referido a la alienación o enajenación del hombre, deriva poste-
riormente en el término «reiBcación» o «cosificación», acuñado en 1923 por el filósofo
marxista Georg Luckacs (Giner, 2001).
121
dad y equivalencia entre las partes (Bottomore, Hanis, Kier-
nan, Miliband, 1984). Desde la inevitable noción de mercancía,
la ley asume una visión de los hombres como propietarios, y de
sus relaciones jurídicas como transacciones o meros intercam-
bios de productos. La ley, entonces, se erige en un catálogo de
derechos y deberes acordes a tales composiciones mercantiles.
Este autor entiende que...
122
[...] la capacidad de ser sujeto de derecho se sepai^a definitiva-
mente de la personalidad concreta y viviente, deja de ser función
de su voluntad consciente y efectiva, convirtiéndose en una pura
cualidad social [ibídem, 108].
123
ideología. La primera actúa mediante el recurso de la pena,^ que
reviste también forma mercantil. La pena consiste, en definitiva,
en una transacción que, a partir de la comisión de la infracción,
se celebra entre el Estado y el delincuente para el pago de la
«deuda» contraída. Este acuerdo, a través de las estrictas formas
y modalidades de los procedimientos penales y de los derechos y
garantías procesales que atañen al acusado, es, como cualquier
otro contrato desplegado en el mundo de los negocios, producto
de la buena fe y el libre acuerdo de voluntades. Señala el autor:
6. Cabe añadir que el autor describe la jurisdicción penal del Estado bui^és como
«terrorismo de clase organizado» y se intenx)ga acerca de si, en un contexto de inexis-
tencia de clases antagónicas, será necesario un sistema penal general (ihúlcín, 149-150).
124
siva, aunque igualmente trascendente, resulta supletoria, y sólo
tiene cabida ante el fracaso de la anterior función. Así, resulta
claro que, en casos de desobediencia,
125
legalidad, busca que los intereses de clase, protegidos por el
Derecho y sus instituciones, queden solapados tras la aparien-
cia de un fuerte compromiso de los jueces con las normas. Fi-
nalmente, la «clemencia» constituye la llave hacia la discrecio-
nalidad en las decisiones judiciales puesto que, mediante la idea
de magnanimidad, se abre el juego a una amplia red de favores
y concesiones hacia determinados sectores sociales.
Por su parte, la segunda línea de abordajes marxianos abar-
ca estudios que relativizan la determinación de las estructuras
económicas respecto de las sociales, para analizar la pena desde
influencias y condicionantes de naturaleza distinta, pero mar-
cadamente vinculadas al plano de la superestructura concebida
por Marx. Se alude aquí, básicamente, a Michael Ignatieff y su
obra A just measure of pain, y a David Rothman y su trabajo
Discovery ofthe asylumP
Como nota común, une a estas investigaciones el entendi-
miento de que la penalidad es el resultado de un amplio conjun-
to de fuerzas que sobrepasan las relaciones de producción y las
condiciones del mercado de trabajo. Ignatieff, al indagar en el
surgimiento de las cárceles en la Gran Bretaña de la Revolución
Industrial, y Rothman, al hacerlo respecto del origen de las pri-
siones en los Estados Unidos, encuentran que, antes de ser las
estructuras y los intereses económicos los que levantan sus mu-
ros, las responsables son las estrategias políticas, religiosas o
ideológicas, que buscan dar respuesta a los nuevos problemas
que signan la época (Rothman, 1995; Garland, 1999).
Aunque la relativización de los condicionamientos económi-
cos en la configuración de la penalidad aleje, en parte, a estos
autores de los estrictos principios del marxismo, corresponde
su inclusión en el marco de esta doctrina, debido a que en sus
análisis parten del concepto de una sociedad escindida en cla-
ses sociales, de una base económica condicionante, y de un
aparato estatal custodio de un orden social desigual.
126
4. Vigencia de Marx, a propósito del discurso neoliberal
hegemónico
127
üsmo cultural, etc. Si aspectos como el materialismo histórico y, en
particular, el reducdonismo económico resultan para algunos ina-
ceptables, ya porque una explicación de los fenómenos sociales a par-
tir de la estructura económica convertiría a los mismos en una suerte
de epifenómenos carentes de vida propia, ya porque en el mundo
contemporáneo resulte cada vez más difícil —e incluso discutible su
intento— distinguir, respecto de un fenómeno, sus dimensiones eco-
nómicas, sociales, culturales, etc. (Santos, 1998), ello de ningún modo
implica la obsolescencia del pensamiento marxista. Junto a las obras
que se reseñan en este trabajo, dan cuenta de su vitalidad otras de
obligatoria referencia como las de la criminología crítica que hacen
uso del marxismo como una forma particular de investigación (jun-
to a otras formas críticas del pensamiento social como la fenomeno-
logía) para ocuparse de la comprensión del delito y del control so-
cial (Larrauri, 2000); el movimiento estadounidense Critical Legal
Studies que, desde diversas disciplinas y recurriendo a distintas tra-
diciones del pensamiento (jurídico, político, social y filosófico)
como el realismo jurídico, el neomarxismo, el post-estructuraüsmo,
etc., pretende la crítica de la doctrina jurídica neoliberal (Pérez
Uedó, 1996); o el movimiento del uso alternativo del Derecho que,
con génesis en ItaÜa, tiene por base fundacional el neomarxismo
(Althusser, Gramsci, Poulantzas) (Souza, 2001).
En todo caso, y para el tema tratado aquí, resulta suficiente
preguntarse acerca de la vigencia de las persp)ectivas marxianas'" a
la hora de interrogar asuntos como la relación entre la penalidad y
el mercado de trabajo, o las formas en que opera la ideología jurí-
dica, en la era del post-fordismo y la globalización. La mera con-
frontación de datos estadísticos incuestionables —como el hecho
de que la cuarta «ciudad» de los Estados Unidos sea actualmente
(gracias a la política de «tolerancia cero») su población carcelaria,
o que ese mismo país albergue otro «país» de 46 millones de perso-
nas, el de los confinados bajo el umbral de la pobreza (Wacquant,
2000)—, nos conduce en forma ineludible a las actuales investiga-
ciones del delito y del castigo que, incuestionablemente, remiten a
la fuente crítica inagotable de Karl Marx y Friedrich Engels.
10. Véase Taylor (2001), en cuanto señala que actualmente el estudio de la crimi-
nalidad desde el marxismo debe paitir de las transformaciones acaecidas en el escena-
rio mundial —^las sociedades de mercado—, puesto que en el mismo se hace más
difícil la identificación de estructuras y superestructuras.
128
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130
LA S O C I O L O G Í A DEL CASTIGO
EN ÉMILE DURKHEIM Y
LA INFLUENCIA DEL FUNCIONALISMO
EN LAS CIENCIAS PENALES
131
Pero Durkheim se distancia del positivismo en cuanto al ob-
jeto de su observación: no analiza las causas de los fenómenos
sociales intentando elaborar leyes causales explicativas de los
mismos, sino que lo que se propone es analizar las fimciones de
los hechos sociciles. Con ello se inicia una nueva tradición teóri-
ca en las ciencias sociales, el funcionalismo, que dominará la
sociología mundial durante gran parte del siglo XX.
El concepto central de esta tradición teórica es justamente el
concepto de función, aunque es difícil de precisar y discutido
incluso entre los propios funcionalistas. Con este concepto se
intentaba crear un método de estudio propio para las ciencias
sociales, que no consistiera en el mero transplante de categorías
de las ciencias naturales. En especial, se trata de sustituir el
concepto de causalidad y, de esta forma, superar el positivismo
en su tendencia factorial y de análisis de datos aislados. Ya no
se tratará de analizar hechos sociales aislados, sino de la rela-
ción de cada uno de los hechos sociales con el sistema, como
formando parte del mismo (Bustos, 1983, 35-38).
Si bien el origen del funcionalismo lo encontramos en Euro-
pa (con Durkheim, Malinowski, Radcliffe-Brown, Weber,' etc.),
a partir de 1930 la sociología fimcionalista se desarrollará ex-
traordinariamente en Estados Unidos, pudiendo señalarse
como sus máximos representantes a Parsons y Merton. En la
Europa arrasada por la Segunda Guerra Mundial encontramos
un vacío en cuanto a investigación sociológica, vacío que será
llenado por «la entrada de la ciencia social de los vencedores
que propagaban sus universidades y centros de investigación
sociológica» (Bergalli, 1998, 26). De este modo, mediante la fi-
nanciación de las fi-mdaciones para la reconstrucción de Euro-
pa, el funcionalismo se asentará con fuerza en el viejo continen-
te. El máximo desarrollo de este enfoque en Europa lo encon-
traremos en la Teoría de los Sistemas de Niklas Luhmann, al
que se le prestará atención más adelante.
1. Véase Juan F. Mai-sal (1977, 145-178), cuando habla de las fuentes del funciona-
lismo norteamericano.
132
2. La teoría funcionalista del delito y de la pena
de Durkheim
133
que caracteriza al crimen es que determina la pena. Yendo un
poco más al fondo de la cuestión al pregimtarse el porqué de la
pena, el sociólogo francés nos dice que la única característica co-
mún de todos los delitos es que consisten en actos universalmente
reprobados por los miembros de cada sociedad (1985, 87). Más
precisamente indica que «un acto es criminal cuando ofende los
estados fuertes y definidos de la conciencia colectiva» (ibíd., 96),
entendiendo por conciencia colectiva o común «el conjunto de las
creencias y de los sentimientos comunes al término medio de los
miembros de una misma sociedad» (ibid, 94).
Pero Durkheim va todavía más allá y, además de afirmar la
normalidad del delito, nos dice que éste es necesario y útil. Se-
gún este autor, una sociedad exenta de delito es totalmente im-
posible, e incluso en una hipotética sociedad de santos, las fal-
tas más veniales y vulgares se juzgarían y castigarían como ac-
tos criminales. De este modo llegamos a la conclusión de que el
delito es indispensable para la evolución normal de la moral y
del Derecho (1986, 95).
Se trata de una conclusión, sin embargo, que no deja indife-
rente. Si la existencia del delito es indispensable para toda so-
ciedad, porque cumple un papel fundamental en la evolución
de las pautas de conducta, podemos pensar que el hecho con-
creto que es definido como delito no necesariamente debe pro-
ducir un mal, una lesión de lo que en el lenguaje jurídico-penal
se denomina bien jurídico. Quede por ahora apuntada esta ad-
vertencia, sobre la que volveremos al hablar de la influencia del
funcionalismo en las ciencias penales.
A partir de esta concepción del delito, Durkheim analizará
las características de la pena y la fimción que tiene el castigo en
la sociedad. Este autor rebate la idea surgida a partir del Ilumi-
nismo según la cual en las sociedades civilizadas la pena ha
dejado de ser un acto de venganza para pasar a ser un instn.i-
mento de defensa de la sociedad. Por el contrario, nos dice que
«la pena ha seguido siendo, al menos en parte, una obra de
venganza» (1985, 104). Y ello porque la pena consiste básica-
mente en «una reacción pasional, de intensidad graduada, que
la sociedad ejerce por intermedio de un cuerpo constituido so-
bre aquellos de sus miembros que han violado ciertas reglas de
conducta» (ibíd., 113).
Por lo tanto, la naturaleza y las funciones de la pena son
134
las mismas tanto en las sociedades primitivas como en las
más evolucionadas. Lo que cambia es la cantidad y la calidad
del castigo, cuestión que analiza Durkheim en «Dos leyes de
la evolución penal» (1899-1900), pero no cambian sus frmcio-
nes (1999, 71-90).
En este artículo Durkheim sostiene que el castigo a lo largo
de la historia ha sufrido variaciones de dos tipos: cuantitativas y
cualitativas. En cuanto a las primeras, el sociólogo francés for-
mula la siguiente ley: «La intensidad del castigo es mayor en la
medida en que la sociedad pertenece a un tipo menos desarro-
llado y al grado en que el poder central tiene un carácter más
absoluto»^ (1999, 71). En cuanto a las segundas, Durkheim las
expresa con la Ley de las variaciones cualitativas: «El castigo
que implica la privación de la libertad y solamente de eso por
períodos de tiempo que varían con la gravedad del crimen, tien-
de crecientemente a volverse el tipo normal de sanción» (1999,
79). Al vincular ambas leyes, Durkheim considera la pena priva-
tiva de libertad como un ejemplo de la moderna benevolencia
punitiva, lo que le ha valido algunas críticas de superficialidad
(Garland, 1999, 59).^
Al analizar la función del castigo, Durkheim justifica la ne-
cesidad del mismo por el hecho de que las violaciones de la
conciencia colectiva —el delito— generan en la sociedad fuertes
sentimientos de indignación y deseos de venganza que exigen el
castigo del infractor.
De este modo, para Durkheim el crimen y el castigo desenca-
denan un circuito moral que tiene un desenlace frmcional: la
comisión de un crimen debilita las nonnas de la vida social al
mostrarlas menos universales. El hecho de que surja una pasión
colectiva como reacción al delito que exija el castigo del infractor
demuestra la fuerza real que apoya las normas sociales y las
reafirma en la conciencia de cada individuo. Por lo tanto, si bien
135
el castigo tiene una raíz pasional y no utilitaria, en última instan-
cia, logra un efecto funcional espontáneo: la reafirmación de las
creencias y relaciones mutuas que sirven para reforzar los víncu-
los sociales, la cohesión social (Garland, 1999, 50-51).
Quede entonces claro que para Durkheim el delito cumple
una función social muy precisa: provoca una reacción social
que estabiliza a la sociedad y mantiene vivo el sentimiento co-
lectivo de conformidad a las normas. Es un factor de cohesión y
estabilización social. El delito y la posterior reacción institucio-
nal (la pena) refuerzan la adhesión de la colectividad a los valo-
res dominantes, por eso es funcional.
La interpretación del castigo de Durkheim la vamos a en-
contrar de nuevo en algunos penalistas actuales, pero no ya
para describir la función de la pena,"* sino como teoría prescrip-
tiva para intentar dar una nueva justificación del derecho a cas-
tigar en un momento en que el ideal resocializador surgido del
positivismo ha entrado en una profunda crisis.
136
que se refiere Niklas Luhmann cuando señala que la función
del Derecho es «la generalización congruente de expectativas
de conducta».
Luhmann es el máximo exponente del fimcionalismo eu-
ropeo de la segunda mitad del siglo XX. Este autor construyó
una teoría de la sociedad —la teoría sistémica— que pretende
ser una teoría universalista, es decir, una teoría que pueda ex-
plicar todos los fenómenos sociales que se dan en la sociedad.
Pero además Luhmann se dedicó con profundidad al estudio de
temas jurídicos y elaboró una Sociología del Derecho, una So-
ciología jurídica, que es la aplicación de la teoría sistémica al
estudio de uno de los subsistemas que se hallan diferenciados
en la sociedad: el subsistema jurídico.
Luhmann no se dedicó específicamente a la Sociología del
castigo, pero sí analizó la función que cumple el Derecho en la
sociedad, y a partir de ello podemos deducir cuál sería la fun-
ción del castigo para Luhmann. El enfoque funcionalista del
que parte se ve claramente por la manera como define al Dere-
cho: Luhmann define al Derecho a través de la función que
desempeña y dice que tiene la función de «generalización con-
gruente de expectativas de conducta».
En unas sociedades con un elevado grado de complejidad
como las actuales, caracterizadas según Luhmann por la con-
tingencia,^ es decir, por una infinidad de posibilidades y alter-
nativas, son necesarias estructuras de expectativas* también
muy complejas que sean capaces de reducir la complejidad
del sistema.
Esta función de reducción de la complejidad del sistema so-
cial es la que realiza el Derecho, pero para ello es necesario que
éste adquiera un elevado grado de complejidad ya que, según
Luhmann, frente al progresivo aumento de complejidad de la
sociedad, el subsistema jurídico debe responder a su vez au-
mentando su propia complejidad y diferenciación (1983, 23).
137
El Derecho sería entonces una estructura de expectativas
que nos pemiite no sólo esperar conductas ajenas sino esperar
expectativas ajenas, y ello es lo que posibilita construir sistemas
sociales (Giménez Alcover, 1993, 185 ss.)-
En términos más simples, el derecho sirve para saber qué
conductas podemos esperar de los demás y también qué espe-
ran los demás de su entorno. Las personas pueden actuar de
fonnas muy distintas, y el Derecho serviría de criterio para sa-
ber qué podemos esperar de los que nos rodean.''
El Derecho establece unas pautas de conducta a las personas
y, para el caso de que se violen tales pautas de conducta, estable-
ce una consecuencia (en muchos casos una sanción). El estableci-
miento de una sanción para el caso de que se violen las normas es
necesario para que la nonna pueda mantenerse. Y ello porque la
violación de una norma supone una crítica a la misma, se pone
en cuestión la norma. La sanción sirve para proteger la norma
vulnerada, y esto se logra al señalar como desviada la conducta
transgresora de la nonna y, de esta forma, fundamentar el carác-
ter excepcional de la desviación. La desviación es tratada como
una excepción y se imputa el comportamiento desviado a proble-
mas o frustraciones de su autor. Con ello se trata la desviación
como una conducta ininteligible políticamente, es decir, la con-
ducta contraria a la norma no expresa una crítica política a la
norma, no es portadora de propuestas nonnativas alternativas.
Este funcionamiento de la sanción como mecanismo de
mantenimiento de las normas se puede ejemplificar con el caso
de las drogas: el uso de drogas no es entendido como símbolo
de una moral alternativa que comportaría un orden normati-
vo distinto al actual, sino que se interpreta como una enferme-
dad de la persona que consume la sustancia, a quien se denomi-
na toxicómano. Con tal interpretación no se pone en cuestión la
norma que prohibe el uso de drogas.
La sanción, por lo tanto, es un elemento fundamental para
el mantenimiento de las normas; el Derecho, como pautador de
conductas, necesita que se pueda asegurar su ejecución. Todo el
138
derecho debe poder ser exigido, por ello la sanción es un ele-
mento esencial del derecho, porque sólo de este modo es posi-
ble el mantenimiento de la función del derecho como pautador
de conductas y como criterio o guía de lo que podemos esperar
de los demás.
Luhmann tendrá mucha influencia en el Derecho penal a
través de un penalista alemán, Jakobs, que es claramente luh-
manniano. Partiendo de la teoría de los sistemas de Luhmann y
concretamente de su concepción sobre la función del Derecho,
Jakobs desarrollará una teoría sistémica del Derecho penal: la
teoría de la prevención general positiva o integración. Ello será
examinado a continuación.
139
Señala Baratta que esta teoría constituye uno de los varios
intentos de dar un nuevo fundamento a la pena, protegiendo al
sistema penal de su profunda crisis de legitimación. Se trata de
una legitimación tecnocrática del funcionamiento desigual del
sistema punitivo; la posición de Jakobs no permite identificar
como problema político la desigual distribución del «bien nega-
tivo» criminalidad en peijuicio de los sectores socialmente más
débües de la población (1984, 16-23).
Jakobs sostiene que la infracción de la norma penal (la co-
misión de un delito) no representa un problema por sus conse-
cuencias extemas (por la lesión de bienes jurídicos como la
vida, la propiedad, etc.), sino porque constituye una desautori-
zación de la norma. El delito pone en cuestión la norma como
modelo de orientación de las conductas. Por lo tanto, la misión
de la pena no es evitar lesiones de bienes jurídicos sino reafir-
mar la vigencia de la norma como modelo de orientación de las
conductas (1997, 12-14).
El mencionado autor atribuye tres efectos a la pena: ejerci-
tar en la confianza hacia la norma —la pena reafirma en su
confianza al que confía en la norma—, ejercitar en la fidelidad
al Derecho —la pena grava al comportamiento infractor de la
norma con consecuencias costosas, aumentando la posibilidad
de que se aprenda a no tenerlo en cuenta como alternativa de
comportamiento— y ejercitar en la aceptación de las conse-
cuencias —mediante la pena se aprende la conexión de com-
portamiento y deber de asumir los costes. Estos tres efectos
pueden resumirse como ejercicio en el reconocimiento de la
norma. «Dado que tal ejercicio debe tener lugar en relación con
todos y cada uno, en el modelo descrito de la fimción de la
punición estatal se trata de prevención general mediante el ejer-
cicio en el reconocimiento de la norma» (Jakobs, 1997, 18).
Con esta teoría Jakobs pone en cuestión dos pilares funda-
mentales del Derecho penal liberal: la teoría del bien jurídico y
el principio de culpabilidad.
Para Jakobs el bien jurídico no tiene importancia, no impor-
ta si el delito realmente lesiona algún bien jurídico, lo reprocha-
ble del delito es que pone en discusión la norma en cuanto
orientación de la acción y, en consecuencia, la confianza insti-
tucional de los asociados. El delito es una amenaza a la integri-
dad y a la estabilidad social porque es expresión de una falta de
140
fidelidad al Derecho. Por ello la pena debe servir para reafirmar
la vigencia de la norma.
En cuanto al principio de culpabilidad, Jakobs vacía de con-
tenido la culpabilidad, la deja como algo formal, sin importan-
cia a los efectos de la función de la pena. Ello es muy peligroso
porque puede llevar a que se gradúe la pena no en fimción de la
culpabilidad sino en función de los desórdenes que causa el
delito en la sociedad, según constituya una amenaza mayor o
menor a la norma como orientación de acciones.
De nuevo el tema de «las drogas» nos puede servir para
ejemplificar la aplicación práctica de la teoría de Jakobs: en este
tema el bien jurídico es muy discutido, incluso se puede soste-
ner que no hay vulneración a ningún bien jurídico; en cuanto a
la culpabilidad, en muchos casos es inexistente porque se actúa
en estado de necesidad o de inimputabilidad. Por otro lado, la
norma que prohibe el tráfico y consumo de drogas es muy cues-
tionada; y a pesar de ser tan cuestionada, o precisamente por
ello, las penas en temas de drogas son elevadísimas. Así, la pena
en el caso de las drogas se puede decir que sirve para reafirmar
la norma que se encuentra en peligro. Este caso de «las drogas»
nos sirve para constatar que la pena realmente desarrolla esta
función (plano del «ser»), pero ello es muy distinto a sostener
que «debe» realizar tal función (esto no sería acorde con una
sociedad democrática ya que el sujeto no tiene ningvma impor-
tancia en esta teoría).
Esta doctrina de justificación de la pena no creo que pueda
ser sostenida en un Estado democrático y de derecho, ya que
supone una funcionalización de los individuos para fines de auto-
conservación del sistema absolutamente inadmisible en un tal Es-
tado. Destaca Baratta que «el sujeto de la imputación de respon-
sabilidad penal deja de ser el fin de la intervención institucional y
se convierte en el soporte psico-fisico de una acción simbólica
que tiene su finalidad fuera de él, y de la cual él es sólo instru-
mento» (1984, 24). La violación de la norma es socialmente dis-
funcional no tanto porque resultan vulnerados determinados in-
tereses o bienes jurídicos, sino porque se pone en discusión la
norma misma en cuanto orientación de la acción y, en conse-
cuencia, la confianza institucional de los asociados. El delito es
una amenaza a la integridad y a la estabilidad social en cuanto
que es expresión simbólica de una falta de fidelidad al Derecho; y
141
la pena constituye una expresión simbólica contradictoria respec-
to a la representada por el delito (Baratta, 1984, 6-7).
Por su parte, señala Ferrajoli que las doctrinas de la preven-
ción general positiva confunden el derecho con la moral. Al
atribuir a las penas funciones de integración social a través del
general reforzamiento de la fidelidad al Estado así como de la
promoción del conformismo de las conductas, subordinan al
individuo a las exigencias del sistema social general. Se trata de
doctrinas sistémicas, que convierten a la pena en una mera exi-
gencia ftmcional de autoconservación del sistema político y son
incapaces de fundamentar un Derecho penal mínimo y garan-
tista, que tutele los derechos de la persona (1997, 275).
Pese a todas las críticas a las que ha sido sometido el pensa-
miento de Jakobs, otros autores menos sospechados de autori-
tarismo han tratado de conciliar la teoría de la prevención gene-
ral positiva con el respeto al principio de culpabilidad y a la
teoría del bien jurídico. Es el caso de Hassemer, Roxin o Armin
Kaufmann (Rivera, 1998, 47-58). Como indica Zaffaroni, habría
dos versiones de esta teoría: la versión atizada (que tiene como
claro exponente a Welzel y a todo el finalismo) y la versión
sistémica (el modelo es Jakobs). La primera versión pretende
que castigando acciones que lesionan bienes jurídicos, siempre
con el límite de la retribución de la culpabilidad atizada, se re-
fuercen los valores ético-sociales de la sociedad. La versión sis-
témica, en cambio, como se ha indicado, no repara en vulnerar
el principio de culpabilidad y la teoría del bien jurídico para
obtener el reequilibrio del sistema (2000, 54 y 59).
Esta teoría de la prevención-integración también ha llegado
a la academia española, tras la crisis de las otras teorías de
justificación de la pena. Mir Puig la acoge en su versión atiza-
da, evitando de este modo el componente autoritario de la teo-
ría de Jakobs.
Mir Puig considera que en un Estado respetuoso de la auto-
nomía moral del individuo la prevención general positiva no
puede servir para fundamentar la pena. Pero en cambio consi-
dera que la prevención general positiva sí puede servir como
una forma de limitar la prevención general negativa o intimida-
ción ya que impediría que las penas se agravasen hasta el punto
de contradecirlas valoraciones sociales (1986, 55-57).
Sostiene este autor que en un Estado democrático el Dere-
142
cho penal debe apoyarse en el consenso de sus ciudadanos, por
lo que la prevención general no puede perseguirse a través de
la mera intimidación que supone la amenaza de la pena, sino
que ha de tener lugar mediante la afirmación de las valoracio-
nes de la sociedad. Por tanto, la prevención general positiva
actuaría como límite a la prevención general intimidatoria exi-
giendo que además se presente como socialmente integradora
(1994, 38).
Sin embargo, a este autor, como a los otros penalistas que
hemos mencionado, se le puede objetar que se basa en un para-
digma consensual de la sociedad. Tanto la «conciencia colecti-
va» de la que hablaba Durkheim, como las «valoraciones de la
sociedad» de las que habla Mir Puig se basan en un pretendido
consenso social en cuanto a los valores a proteger por el Dere-
cho penal que es altamente cuestionable. Esta concepción parte
de lo que Baratta denomina principio del interés social y del deli-
to natural y que enuncia del siguiente modo: «El núcleo central
de los delitos contenidos en los códigos penales de las naciones
civilizadas representa la ofensa de intereses fimdamentales, de
condiciones esenciales para la existencia de toda sociedad. Los
intereses protegidos por medio del Derecho penal son intereses
comunes a todos los ciudadanos» (1993, 120).
Sin embargo, las teorías conflictuales de la criminalidad ya
en los años sesenta se encargaron de negar dicho principio, se-
ñalando que los intereses que están en la base de la formación y
de la aplicación del Derecho penal son los intereses de aquellos
grupos que tienen el poder de influir sobre los procesos de cri-
minalización. Los intereses protegidos a través del Derecho pe-
nal no son, por tanto, intereses comunes a todos los ciudadanos
(Baratta, 1993, 123).
Los autores fimcionalistas estudiados no le prestan suficien-
te atención a los conflictos y al hecho de que las formas sociales
son el resultado de luchas entre gruipos sociales. La «conciencia
colectiva» o las «valoraciones de la sociedad» no son un hecho
social dado sino que son producto de las tensiones sociales. La
característica de las sociedades actuales más que el consenso
parece ser el conflicto permanente. Por ello más que de «con-
ciencia colectiva» debería hablarse de «orden moral dominan-
te» o de «valoraciones sociales dominantes», que precisamente
demuestra su imposición por fuerzas sociales particulares y no
143
u n surgimiento espontáneo de la sociedad en conjunto (Gar-
land, 1999, 71).
Todo ello nos lleva a considerar si toda esta tradición de la
sociología funcionalista, que considera £il Derecho como u n ins-
trumento de control social que expresaría el conjunto de los va-
lores mayoritariamente aceptados por los ciudadanos, puede ser
asumida acríticamente para caracterizar la capacidad punitiva
de los Estados modernos. El concepto de control social ha sido
u n elemento central de la teoría sociológica de la integración,
que tiene un origen y desarrollo específicamente estadouniden-
se. Por lo tanto afirmar, como hace la mayoría de los penalistas,
que el Derecho penal es u n instrumento de control social supo-
ne, además de u n equívoco, partir de u n a teoría consensual de la
sociedad expandida con el funcionalismo. No se afi-onta, desde
una perspectiva conflictual, la verdadera naturaleza política del
Derecho, como monopolio del Estado moderno. Desde este pun-
to de vista, el concepto de control socicJ n o sirve para explicar
las funciones del sistema penal (Bergalli, 1998, 28-30).
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145
WEBER Y LA RACIONALIDAD DEL CONTROL
PUNITIVO CONTEMPORÁNEO*
* El enfoque que se buscó delimitar, como se desprende del título, fue identificar
las formas asumidas por el control punitivo contemporáneo. Esa peispectiva se debió
a una hipótesis que se extrae de la obra weberiana: lo que se suele establecer como
castigo en el paradigma de modernidad se vincula directamente a la constitución de
un Estado, caracterizado por el monopolio del ejercicio de la violencia legítima ejerci-
da a partir de la definición «i'acional» de las conductas descriptas como crimen y a
través de un procedimiento «racional» para la aplicación de estas reglas. En lo que
respecta al título nos referimos sobre todo a la piügresiva atribución al derecho penal
de la función de «control» (Bergalli, 1996, 1-5). Sobre las categoiías Estado y control
social conferir Melossi (1992).
El artículo fue eIaboi"ado con la colaboración de Gabriela Rodn'guez Femández.
147
pluralismo jurídico, se consolida la autorregulación en los más
diversos ámbitos sociales, se recupera la hx mercatoría y se ha-
bla de crisis del Estado y postmodemidad (Farias, 2000). Sin
embargo, en el ámbito penal, se observan tendencias de distinta
raíz de las que se podrían identificar en otros ámbitos jurídicos:
las nuevas perspectivas del castigo' con el predominio de políti-
cas de la intolerancia, marcadas por la proliferación y el fortale-
cimiento de penas y la utilización de instrumentos contrarios a
los derechos fundamentales para la criminalidad tradicionaP y,
por otro lado, la tendencia a crear tipos penales para la «protec-
ción» de bienes jurídicos supra-individuales.-'
El presente artículo no tiene por objetivo recuperar las va-
rias contribuciones que se puede sacar del legado weberiano
para la comprensión del castigo. De esta tarea seguramente ya
se ocuparon numerosos autores y no cabe aquí repetir lo que
con gran autoridad ya se dijo acerca de cómo se legitiman las
formas de dominación racional a través del Derecho penal mo-
nopolizado por el Estado moderno.'' La tarea que se propone es
a la vez sencilla y osada para los estrechos límites de esa peque-
ña contribución. A partir de ese escenario —simplificado para
efectos analíticos— que se identifica en el castigo institucionali-
zado, buscamos reflexionar sobre la racionalidad de estas dos
148
estrategias contemporáneas del control punitivo a partir de una
clasificación ya clásica en la sociología weberiana. Conforme se
explica en los apartados siguientes, la preocupación por el casti-
go no ha sido tema central en la obra de Weber.^ Sin embargo,
buscamos derivar, sobre todo de su concepción del derecho ra-
cional en el Estado moderno, elementos para el análisis pro-
puesto. Cabe señalar que en esa contribución el análisis se cen-
trará básicamente en la reflexión sobre una de las dimensiones
de la lógica actual del control punitivo —la criminalización pri-
maria—,* y no se abordará el tema de la criminalización secun-
daria, lo que seguramente permitiría otros matices para la refle-
xión, tarea que nos proponemos desarrollar en otro espacio.
Además, se señala que serán recuperadas contribuciones de
otros autores para el análisis del tema propuesto, lo que no im-
plica la pérdida del protagonismo del autor alemán.
149
procas, sobre todo en los países que presentan el más elevado
nivel de desarrollo capitalista.^
A la par de esa observación teórica, vale considerar que la
comprensión del legado weberiano requiere una adecuada
«contextualización» histórica de sus preocupaciones.*
A principios del siglo XX, Weber buscaba dibujar el sentido
ético occidental en un momento en el que convivían la domi-
nación de los junkers,^ la fase más revolucionaria de la social-
democracia alemana y la apatía de los políticos. Esta búsque-
da se problematiza sobre finales de la segunda década del si-
glo: la derrota alemana en la guerra, las condiciones de la
rendición (ignominiosas, a juicio de Weber) y, finalmente, el
hundimiento del sistema monárquico de Guillermo II, tornan
al autor absolutamente pesimista. Weber piensa, entonces,
que nadie supo adecuar el Reich bismarckiano"^ a la nueva
situación interna y mundial.'' En síntesis, en toda la obra we-
beriana se nota una preocupación fundamental por el sentido
del desarrollo peculiar del Occidente. Weber desarrolla sus
conceptos y categorías fundamentales con una indagación
constante: ¿cuáles son los factores que hicieron que en Occi-
dente, y sólo allí, se desarrollase la economía capitalista con
racional división del trabajo y fuese implementado el dere-
7. Tal vez este sea el núcleo de b polémica enti^ Weber y «el fantasma de Maix»: la
preeminencia o la paiidad en la influencia de la economía naspecto de los lestaníes factoies.
8. De esta tarea se encai'gó Villacañas Berlanga (1998, 7-73). Para un mejor con-
texto del hombre y su obra es también referencia obligatoiia la biografía escrita por
Maríanne Weber (1988). Para un análisis que asocia heiramientas del psicoanálisis
para la comprensión del hombre y su obra, véase Mitzman (1976), en especial para
comprender la modificación que hubo en el objeto de su interés después de la grave
depresión en 1897, fase en que estuvo progresivamente tomado por un fuerte pesimis-
mo y preocupado sobre todo por la cuestión de la dominación.
9. Los junkers etan la gian buiíguesía teirateniente, que e.\plotaba el campo me-
diante el sistema de arrendamientos. Explica Villacañas que los ¡wikers, que habían
ayudado financieramente en las campanas de unificación alemana, «se cobraban su
contribución militar a la unidad del II Reich mediante un elevado proteccionismo de
sus productos agiopecuaiios. En su afán de lucro, estiictamente capitalista, sin em-
bargo, oprimen a los campesinos, meiTnando sus ya precaiias condiciones de vida»
(Weber, 1998,21).
10. Referencia al período de unificación alemana comandado por Bismarck.
11. La obra weberiana así tiene una pi^tensión pedagógica: la idea de que la ética
protestante calvinista estaría emaizada en la cultura popular inglesa y americana (los
países «modelo» del desarrollo peculiar de Occidente), y que ésta es la que conforma
los modelos de acción afines al desan'ollo capitalista, lo lleva a definir aquella cultuia
como prospectiva (Medina Echavam'a, 1993, 30).
150
cho racional, libre de la influencia religiosa y de tradiciones
con raíces en tiempos inmemoriales?
12. Rossi destaca que solamente en 1913, en el artículo «Uber eine Kategorie der
Verstehenden Soziologie» determina Weber el significado de la racionalidad con la
distinción Zweckratiotmliíat (con arreglo a fines) y Richligkeitsrationalitat (normal;
la acción coirectamente oiientada, considerada válida desde la óptica del invesdgador
y no del que actúa). En Economía y Sociedad esa distinción pieide relevancia. La
racionalidad con arreglo a valores es siempre iiracional en el momento en que asume
la realización de valores absolutos sin tomarse en cuenta las condiciones objetivas de
realización (Rossi, 1982, 15-19).
151
cionalidad valorativa (creencia en validez absoluta), por motivos
religiosos y también por determinadas consecuencias extemas
(situaciones de intereses). Clasifica el orden como convencional
cuando la validez es garantizada por probabilidad de que una
conducta discordante enfrente una relativa reprobación general
y como orden de Derecho cuando ese es garantizado extema-
mente por la probabilidad de coacción ejercida por cuadros de
individuos instituidos con la misión de obligar a la observancia o
castigar la trasgresión. '•' Weber señcJa''' que una asociación es de
dominación cuando sus miembros están sometidos a relaciones
de dominación en virtud del orden vigente, y que una asociación
será política en la medida en que su existencia y vcilidez de sus
ordenaciones, dentro de un ámbito geográfico dado, estén ga-
rantizadas de modo continuo por la amenaza de aplicación de
fuerza física por parte de un cuadro administrativo.
El Estado es así la institución política de actividad continua-
da que posee un cuadro administrativo con monopolio legítimo
de la coacción física para mantener el orden vigente. En su aná-
lisis de los tipos de dominación, ya articulados en la interpreta-
ción de la concreción del Estado moderno, señala Weber (1993,
170) que la dominación puede descansar en los más diversos
motivos de sumisión, desde la habituación inconsciente hasta
consideraciones racionales con arreglo a fines. Resalta que ni
toda dominación posee fines o es ejercida por medios económi-
cos y toda dominación sobre una pluralidad de hombres requie-
re normalmente un cuadro administrativo. La forma de domi-
nación legal, considerada la más racional (formalmente), se ar-
ticula así si surgimiento de una «burocracia» en el Estado mo-
derno, no ya vinculada a tradiciones o a calidades carismátícas,
sino a un orden legal estatuido en que hay rígida jerarquía fun-
cional, una impersonalidad formalista y estricta observancia de
las reglas y expedientes, lo que respondería a las necesidades de
13. A partir de estos conceptos resalta que los que actúan socialmente pueden
atribuir validez legítima a un orden determinado por tradición, por creencia afectiva,
por creencia racional con aireglo a valores o por el mérito de lo estatuido positivamen-
te, en cuya legalidad se cree (legalidad legítima en virtud de pacto de interesados o en
virtud de otorgamiento por autoridad considerada legítima).
14. A partir de categorías concebidas por Tónnies distingue Weber entre comuni-
dad (relación social en que la acción social se inspira en un sentimiento subjetivo de
los partícipes en constniir un todo) y sociedad o asociación (la acción social se inspira
en compensación de intereses por motivos racionales con aneglo a fines o valores).
152
una administración calculable en una sociedad de masas. Ese
se constituye el núcleo de gran parte de los análisis que se sue-
len hacer sobre la racionalidad del sistema penal, tarea que,
como ya resaltamos, no será abordada en ese artículo.
153
zación (relacionar los preceptos obtenidos mediante un conjun-
to de reglas claro, coherente y desprovisto de lagunas) de las
construcciones jurídicas de relaciones e instituciones.
Destaca Weber que tanto la creación como la aplicación del
derecho pueden ser racionales en sentido formal o material.
Un derecho es formalmente racional cuando lo jurídicamente sus-
tancial y lo jurídicamente procesal no tienen en cuenta más que
características generales y unívocas.'^ La racionalidad material
del derecho significa la influencia de instancias valorativas cuya
dignidad cualitativa es diferente de la de las normas positivas; en
otras palabras, imperativos éticos y postulados políticos que
rompen el formalismo de las características extemas y de la abs-
tracción lógica típica de las estructuras formalmente racionales.
Sobre la producción del derecho en el paradigma dominante
en la modernidad, sostiene Weber que la amplia influencia de
expertos, prácticos y teóricos, abogados y jueces, en la persecu-
ción de un mismo fin de forma profesional imprime a casi todo
derecho el carácter de un «derecho de juristas».'* Donde existe
comunidad jurídica el carácter formal del derecho y su aplica-
ción son ampliamente cuidados, pues la aplicación no depende
del arbitrio de aquellos para quienes vale. El derecho aparece
15. Señala Rossi que es cential para la comprensión adecuada del derecho racio-
nal formal la relación con el píXKeso de racionalización en todas las esferas de la vida,
y distingue la racionalidad formal, vinculándola al elevado grado de calcuiabilidad,
mientias la material se referiría a la intervención de principios heterogéneos. En refe-
rencia a Schluchter destaca la distinción traída por el autor alemán sobre cuatro for-
mas de derecho. El derecho materialmente inucional con el derecho tradicional; el
formalmente iiTacional encontiaría equivalente histórico en el derecho revelado;
el materialmente racional, que se fundaría en criterios de decisión extra-jurídicos, y el
formalmente racional, constituido por el derecho estatuido. Destaca Rossi que el pro-
ceso de racionalización del derecho no se dirige a una única dirección sino a dos,
definidas en Weber en )a antítesis entre racionalidad material y formal. Así, concluye
que racionalidad mateiial y formal se constituirían en dos modelos de desan"ollo com-
patibles con la economía capitalista (Rossi, 1981, 25-29).
16. Señala Weber, al tratar sobre los tipos de pensamiento jurídico y los hoiiomto-
ríes que en relación con el desanüllo del aprendizaje jurídico piüfesional hay dos
posibilidades: el dominio de los prácticos o de los teóricos. Señala que en Inglatena
—a diferencia de lo que pasó en diversas partes del continente europeo, donde no
había un grupo de abogados tan fuerte y había mayor predominio de los teóricos— los
piácticos, especialmente abogados que se presentaban como portadores de la ense-
ñanza jun'dica, consiguieron obstaculizar en gran medida el advenimiento de la legis-
lación sistemático-racional, así como la educación como la que se imparte en las uni-
versidades. En especial, la inteipretaciones de nuevas creaciones jun'dicas quedaban
encomendadas a jueces que provenían de los «bañistas» (Weber, 1993, 588-602).
154
así como producto de la revelación de los poseedores de la sabi-
duría jurídica. Nunca ha existido un derecho más o menos for-
malmente desarrollado sin la colaboración de jurisperitos (We-
ber, 1993, 531). El sentido de las calidades formales del dere-
cho, añade, se encuentra condicionado por circunstancias «in-
tra-jurídicas», por características propias de las personas que
pueden influir en la formación del derecho y, sólo indirecta-
mente, por condiciones económicas.
Pese a insistir en que el derecho se ha conformado por razo-
nes intra-jurídicas, Weber sostiene que «El resultado de la liber-
tad contractual es, pues, en primera línea: la apertura de proba-
bilidades de usarla, por medio de una ardua aplicación de la
propiedad de los bienes en el mercado, y salvando todas las
barreras jurídicas, como medio para adquirir poder sobre otros.
Los interesados en adquirir el poder comercial son los mismos
interesados en un orden jurídico semejante. En su interés reside
primordialmente el establecimiento de "normas facultativas"
que ofrecen esquemas de convenios válidos, los cuáles, desde el
punto de vista de la libertad formal, son accesibles a todos, aun
cuando de hecho están a disposición de los propietarios y en
realidad sólo garantizan su autonomía y la posición de poder en
que se hallan» (1993, 586).
Así, analizando la racionalidad del derecho y la influencia de
las formas políticas de dominación sobre sus cualidades forma-
les, destaca Weber que ciertos rasgos comunes de la estructura
lógica del derecho pueden ser producto de fonnas de domi-
nación muy distintas,'^ resaltando la importancia de la abstrac-
ción de la norma para la protección de intereses económicos
poderosos'8 (1993, 603-694).
155
4. La racionalidad del control punitivo contemporáneo
social y una arbitraría para los económicamente más débiles. Pero si el dualismo no
era posible preferían la justicia formal, con normas objetivas, excluyendo vinculación
a la tradición o arbitrariedad. Destaca que el desanollo de normas racionales sólo se
hizo posible cuando quedó rota la fuerza de formas mágicas (Weber, 1993, 608-610).
Señala Weber que la recepción del derecho romano en Europa continental atendió a la
necesidad de racionalización del procedimiento y eso determinó el pn;dominio de los
juristas profesionales, creando así una capa de «juristas doctores» por univereidades.
Y con ello, el efecto de una «logización» del derecho, que no fue determinada por
intereses burgueses interesados en un derecho «calculable». Destaca que la experien-
cia revela que el derecho amorfo ligado a precedentes puede satisfacer a estos intere-
ses (Weber, 1993, 633-635). En Estados Unidos el carácter caiismático de la adminis-
tración de justicia (derecho como creación personal del juez) implicó menor grado de
racionalización del derecho y el sistema de jurado popular sería resquicio de la «justi-
cia de Cadí. (Weber, 1993,656).
19. Tipo ideal: abstracción conforme la cual se aislan los elementos permanentes
de un determinado fenómeno que presenten una relación medio/ñn reconocible, para
construir un patrón útil a la veiifícación de las desviaciones que la acción real sufre
respecto del modelo racional (respecto del tipo) (Weber, 1993, 7). Así, por razones
metodológicas, distingue Weber ties «tipos ideales» de dominación legítima, la de
carácter racional, que descansa en la creencia en la legalidad de ordenaciones estatui-
das, la de caiácter tradicional, fundada en la creencia en la santidad de las tradiciones
y la caiismática, que descansa en la entrega al heroísmo o ejemplaridad de una pei'so-
na y a las ordenaciones por él creadas o reveladas.
20. Incluso se podría destacar la progresiva privatización de la segutidad pública,
lo que también implica una nueva configuración del concepto de Estado weberiano, lo
que no es aquí abordado.
21. Sobre el tema, uno de los factores que también se podn'a tomar como relevan-
te para la creciente utilización del derecho penal es seguramente el relacionado con los
156
va «funcionalización»^^ del Derecho penal. La ü^nsición del Esta-
do social de Derecho al Estado globalizado implica la necesidad
de nuevas puntualizaciones al concepto weberiano de Estado y a
la modalidad de dominación legítima fundada en la legalidad.
Sobre el actual modelo estatal, resalta Amaud que el Estado,
lejos de sucumbir, asume cada vez más responsabilidades que
las instituciones pertenecientes a las instancias global y local se
rehusan o no son capaces de asumir. Añade que la situación
contemporánea es confusa y compleja: así, se percibe una sóli-
da permanencia de formas de producción normativa tradicio-
nales en convivencia con tipos de producción jurídica «postmo-
demos». El Estado, en ese contexto, es instigado a desarrollar
su poder tradicional de regulación y de coerción por el Derecho.
Incluso los que pugnan por un gobierno «global», reafirman la
necesidad de utilizar el poder estatal para el estímulo de formas
de equilibrio en el sector privado, a la vez que aseguren el mar-
gen de ganancia y seguridad para la competencia y un medio
ambiente de calidad (Amaud, 1999, 26-27 y 173-180).
En su análisis de la política criminal del nuevo modelo estatal
que se impone, resalta Bauman que las llamadas políticas de ley y
orden son lo que resta de la antigua iniciativa política en el cada
vez más debilitado Estado-nación. En especial referencia a la po-
lítica criminal americana, destaca los nuevos sentidos del castigo:
la prisión no tiene ya función disciplinar, sino que asume cada
vez más el formato de fábrica de exclusión.^^ En su óptica, los
157
Estados son reducidos al rol de distritos policiales de combate al
crimen^'' (Bauman, 1999, 111-129). Delineando este mismo mo-
delo resalta Paria que la única forma de dominación y legitima-
ción políticas que resta al Estado, en la dinámica de la globali-
zación, es la obligada adopción de controles indirectos de los lla-
mados «derechos reflexivos» a la vez que la ampliación de sus
controles directos en materia criminal, elevando el carácter repre-
sivo de sus normas e, incluso, incorporando situaciones que no
consigue administrar en el nivel político (Paria, 2000,258).
En lo que se refiere a la «criminalidad tradicional», el agra-
vamiento de penas se vincula, por un lado, a una peculiar racio-
nalidad material. El discurso de la desviación, que indica la
existencia de un sujeto desviado a ser reintegrado en el seno
social, se transforma, en el contexto actual, en vma doble alter-
nativa de respuesta al problema criminal: las medidas sustituti-
vas de las penas privativas de libertad como técnicas de control
social, que generan formas de infantilización y coerción blanda
en una auténtica «Orden de Disney», o el control estatal duro
para los que ya no son considerados socialmente útiles, como
los inmigrantes ilegales y los adictos a las drogas, conforme
destacan Shering y Stenning (Swaaningen, 2000, 248). Y por
otro lado, en lo que se refiere a la racionalidad formal de las
nuevas estrategias del control punitivo, las tablas creadas para
la decisión judicial estandarizada que posibilitaría una rápida e
impersonal decisión (Christie, 1998, 137-140), forma un modelo
de fría, racional y calculable administración de justicia penal
que se adapta plenamente al análisis weberiano y a su diagnós-
tico sobre la administración burocrática.
En el actual discurso que se construye sobre la cuestión cri-
«Georg Rusch e Otto Kirchlieimer mostram em seu livix) clássico, Punigao e estnjctura
social, que o encarceramento debe portanto "tomar socialmente útil a foi-^a de tiabal-
ho daqueles que se recusam a trfballiai^', inculcando-lhes de modo coet-citivo a sub-
missao ao trabalho de modo que em sua liberagáo "eles possam ir, por eles mesmos, a
engrosar as fileiras dos demandadores de emprego". Mas isso já nao é mais verdade no
final do sáculo 18, o período que interessa Foucault, e é antes o inverso no final do
sáculo 20; as prisóes de hoje armazenam prímeiramente os refiigos do mercado de
trabalho, as fra^óes despiületarízadas e sobrenumerárías da classe operaría, mais que
um exárcito de resei-va».
24. En lo que se refiere a la transformación hacia una sociedad de exclusión social,
Young (1999) aborda los niveles de exclusión —meicado laboral, sociedad civil y las
cada vez más excluyentes acciones del sistema penal en la sociedad actual.
158
minal, la máxima utilización del Derecho penal persigue una
peculiar «racionalidad material», si se consideran los «valores»
que fundan la lectura que se hace alrededor de la «cuestión
criminal». Un análisis del tema en los mass media en los últi-
mos años permite inferir como se construye la legitimación de
las políticas que flexibilizan garantías constitucionales. La ma-
yor percepción social propiciada por los medios de comunica-
ción transforma a la seguridad ciudadana en un bien jurídico,
alimentando la creciente industria de seguridad. Las prácticas
que se asocian a esa realidad se reducen a conceptos como lu-
char, eliminar y reprimir. Así, se fabrica el Derecho penal del
enemigo (Hassemer, 1998, 47).
En lo que se refiere a la segunda manifestación de la progre-
siva «funcionalización» del Derecho penal contemporáneo —la
utilización del Derecho penal para la protección de bienes jurí-
dicos supraindividuales—, se observa que, con la quiebra del
Welfare State y con la creciente complejidad de la sociedad ac-
tual, el Estado es reducido a la función represora. El intento de
traducir las prácticas consideradas ofensivas a ese bien jurídico
al lenguaje técnico exigido sobre todo por el Derecho penal,
implica con frecuencia la producción de tipos abiertos, concep-
tos vagos, cláusulas generales y una mayor penumbra entre lici-
tud e ilicitud, lo que conduce a una mayor «discrecionalidad»
del juez en el momento de la decisión. En ese sentido, el legisla-
dor abandona cada vez más la complementación de su tarea a
quien aplica la ley^^ (Hassemer, 1998, 13-44).
La disminución de garantías consolidadas en el Estado de
Derecho, como la legalidad y culpabilidad, es justificada por
criterios utilitaristas. Un Derecho penal «funcionalizado» por la
política criminal tiene así más fácil justificación utilitaria ante
la opinión pública, lo que contribuye a la inflación legislativa
penal. ^* Obviamente, la «desformalización» es uno de los cami-
25. Lo que no quiere decir que hubo un radical cambio en la actuación de las
agencias de control penal. De todas maneras ese tema no sev& aquí desanoUado, ya
que no se circunscribe al objetivo pix)puesto.
26. Un análisis de la legislación producida en Brasil en los últimos años indica el
último fenómeno mencionado: «De fato, percebe-se no Brasil, no período assinalado,
em especial nos anos que se seguiram á Caita de 88, varios diplomas legáis que indi-
cam criminalizaíao primaria (pioduíao dos textos nomiativos que criam figuras deli-
tuosas, cominando penas) de setores até entao fora do controle penal. Sem qualquer
pretensáo de trazer urna enumera^áo taxativa e partindo da tipología proposta por
159
nos a través de los cuales se puede aplicar un Derecho penal
eficiente. En otras palabras, la disminución de barreras tradi-
cionales del Derecho penal «garantista» que puedan limitar sus
fines políticos. Como consecuencia se produce un Derecho pe-
nal formalmente menos racional, ya que en ese conjunto de
características hay un menor grado de «calculabilidad», rasgo
fundamental de la concepción weberiana del Derecho consoli-
dado en la modernidad.
Una de las posibles cuestiones a plantear en lo que se refiere
a la proliferación del Derecho penal como instrumento político
160
y a la pérdida de la calidad «formalmente racional» del derecho
con esa pretensión de tutela, se refiere, por un lado, a la cada
vez más notable competencia en el campo jurídico-penal,^^ en
especial en el momento de la producción de la norma, entre
técnicos no necesariamente con esa formación específica.^^ Por
otro lado, esa observación debe ser matizada a causa de la ubi-
cación hegemónica de posiciones «funcionales» o «funcionalis-
tas» en el campo jurídico penal (Hassemer, 1990). Así, es nece-
sario considerar las peculiaridades de cada Estado y la manera
en que las comunidades «epistémicas» jurídico-penales reaccio-
nan e interaccionan delante de los cambios por que ha pasado
el Estado-nación. Además, hay que considerar las estrategias
que actualmente el campo político adopta para manejar la
cuestión «criminal» y la permanente hibridación que en algu-
nos contextos se identifica con el campo político, legitimándose
en el discurso técnico de los juristas la máxima expansión penal
(Engiiéléguélé, 1998; Gracia Blanco, 1998).
161
Ahora bien, en u n escenario en el que el Estado pierde parte
de su capacidad de resolver problemas concretos de la sociedad
contemporánea u n a de las consecuencias es la transferencia al
Derecho penal de tareas que tampoco éste está en condiciones
de resolver. Así lo hace, por ejemplo, en la búsqueda de fomias
de legitimación política ante las d e m a n d a s de varios sectores
sociales. E s de esta manera en la síntesis de Faria (1997, 92);
5. Conclusión
162
progresivamente vendido como bien jurídico que todavía el Es-
tado está en condiciones de garantizar. En ese sentido se des-
arrollan las políticas que buscan, por un lado, la máxima efi-
ciencia para aquellos delitos con ofensas a víctimas concretas y,
por otro, el uso de una legislación que se vale de conceptos
vagos e imprecisos y, en gran medida, simbólica, para protec-
ción de bienes jurídicos supra-individuales.
En el análisis de las actuales políticas criminales adoptadas
por el modelo de Estado contemporáneo, señala Baratta que la
polarización social y la competencia entre grupos de poder,
además de la impotencia del Estado delante de nuevos fenóme-
nos, demanda la invención de nuevas disciplinas y formas de
legitimación de los equilibrios del poder. El Derecho penal ocu-
paría así estos espacios libres, dejando de ser subsidiario y con-
virtiéndose en la panacea para la resolución de los conflictos
sociales. Así, se toma más represivo y simbólico, con «el recur-
so a leyes-manifiesto, a través del cual la clase política reacciona
a la acusación de "laxismo" del sistema penal por parte de la
opinión pública: reacción ésta que evoca una suerte de Derecho
penal mágico, cuya principal función parece ser el exorcismo»
(Baratta, 2000, 41, cursiva en el original).
En ese nuevo escenario que procuramos dibvijar, el desarro-
llo de la actual producción de los instrumentos punitivos pare-
ce, en algimos contextos muy específicos, alejado de su dinámi-
ca intra-jurídica, que con tanto énfasis destacaba Weber al tra-
tar del rol de los grupos de juristas en lo que se refiere a la
racionalización formal del Derecho moderno.-"' En otros con-
textos se identifica una confluencia entre comunidades episté-
micas jurídico-penales y el campo político, sobre todo en el as-
pecto novedoso de la inflación penal contemporánea (lo que
remite asimismo a la sociología del poder weberiana). La com-
binación de complejos factores económicos, las nuevas deter-
30. Esa obseivación debe ser matizada al considerai-se los cambios por los que ha
pasado la dogmática penal, sobre todo el modelo constiwido poi- Roxin (2000) que, al
contrario del esquema finalista de Welzel, hizo hincapié en una «nueva» dogmática no
disociada de la política criminal. También debe ser considerada la dogmática penal
funcionalista (Jakobs, 1996) y la fimción preventivo-integiadora que se atribuye a la
pena, lo que seguramente significó un respaldo a la consolidación de la visión funcio-
nalista del control punitivo, tantas veces mencionada en este artículo. Sin embargo, a
pesar de eso, no parece que alguno de estos nuevos modelos dogmático-penales conlle-
ven a una menor racionalidad fonnal del derecho en los términos aquí señalados.
163
minaciones en las relaciones de poder y las nuevas formas de
dominación política en el espacio que resta de la soberanía es-
tatal, si n o son determinantes, parecen presentar «afinidades»
con las nuevas manifestaciones de la dominación legal asumi-
das p o r el Estado que, cada vez más, a b a n d o n a sus políticas
sociales, fortaleciendo las estrategias del control punitivo. La
política estatal es, cada vez más, política penal.
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166
ALFRED SCHUTZ: HERRAMIENTAS
COMPRENSIVAS EN EL ANÁLISIS DE
UN SISTEMA QUE RENUNCIA A COMPRENDER
167
comprensiva». A su vez, con la crítica de los conceptos básicos de
esta mirada sobre el objeto de las ciencias sociales, Alfred Schutz^
construyó su fenomenología^ del comportamiento social, su ex-
plicación de los cómo, los para qué y los porqué en la vida coti-
diana. La escisión que Schutz practicó entre la mirada del investi-
gador, la del observador y la del propio actor y sus copartícipes en
la acción social resultó determinante para el desarrollo de toda
una escuela sociológica que toma a la vida cotidiana como el
campo donde se crea la realidad. Su trabajo influyó en buena
parte de los análisis de la escuela crítica de Frankfurt y sentó
algunos de los püares del socioconstruccionismo.
A quienes nos interesamos por la dinámica social y, dentro
de ella, por la comprensión de los cómo, los para qué y los por-
qué de la desviación como categoría, a los que intentamos apro-
ximamos a una fenomenología del castigo, Schutz nos abre la
puerta para una comprensión diferente: la comprensión de una
168
sociedad que se basa en expectativas, en esperanzas sobre la
conducta ajena y que estructura la propia conducta con base en
esas expectativas. En fin, un modelo de interacción social que
implica no sólo los para qué actuamos, sino que intenta aden-
trarse en los porqué actuamos en las interacciones fundamenta-
les, las que suceden cara a cara y, a partir de allí, desentrañar
cómo funciona la sociedad en que vivimos.
Releyendo a Louk Hulsman encontramos sus huellas claras
en este sendero. El discurso en apariencia ingenuo del abolicio-
nista'' tiene la impronta del análisis deconstructor del fenome-
nólogo austríaco. Su crítica a la manera del razonamiento pe-
nal, un razonamiento abstracto y alienante, pretendidamente
objetivo en un mundo donde sólo la subjetividad da sentido, a
la par que su apuesta por el cara a cara como mecanismo de
resolución de los conflictos, da cuenta de ello. A lo largo del
texto intentaremos transparentar los vínculos entre la estructu-
ra schutziana y su postura, como un intento de mostrar el an-
damiaje conceptual de uno de los abolicionistas más difundidos
en el mundo de habla hispana.
En un contexto de creciente anonimidad en el que ya no im-
porta por qué ha ocurrido lo ocurrido, donde sólo se proponen
conductas reactivas, tal vez los análisis de Schutz hayan queda-
do perimidos, desactualizados. Al menos eso es lo que parece
sugerir la «autopista cultural» por la que marchan los líderes.
Sin embargo, hay quienes siempre han preferido los caminos
secundarios. Tal vez, otra vez, vuelva a ser little is beautiful.
169
el marco de la «lucha por el método»,^ era que el estudio de las
ciencias sociales era inescindible de la consideración de las ra-
zones subjetivas por las que los seres humanos actúan (el «sig-
nificado cJ que se apunta» con la acción), y que por consiguien-
te las acciones cargadas de sentido eran la unidad de análisis de
estas ciencias. Sin embargo, impregnado de la discusión antii-
dealista,^ de la que quería preservar a su «sociología comprensi-
va», recuperó el valor de la objetividad de las ciencias sociales
en la mirada del dentista. Podríamos sintetizar su posición de
la siguiente manera: la unidad de análisis es subjetiva, la mira-
da de quien analiza, objetiva.
Así, diseñó un método de escrutinio de las acciones objeto
de su ciencia, el método de los «tipos ideales»: abstracción con-
forme la cual se aislan los elementos permanentes de un deter-
minado fenómeno que aparecen como imprescindibles para
que éste continúe cumpliendo su función en una relación de
medio/fin reconocible para el observador (el creador/usuario
del «tipo»).^ Este método esta diseñado para ser aplicado a la
acción humana, en la que se hallaban presentes toda clase de
motivaciones, racionales o no, y que iban a ser comprendidas
en Economía y Sociedad, dejando de lado otras obras del alemán que, eventualmente,
podrían haber sido objeto de esta visita. Debe entendei-se entonces que lo que exista
aquí de crítica a Weber toma como objeto de referencia casi exclusivo aquella obra.
6. La llamada «lucha por el método» enfrentó a los dentistas sociales entiE fines
del siglo XIX y principios del XX en tomo a la cuestión de si las ciencias sociales, para
ser incluidas en el catálogo de «ciencias», debían utilizar los métodos de las ciencias
duras o si, en cambio, podían y/o debían diseñar henamientas de análisis propias.
Detrás de esta discusión giraba, además, el problema de si resulta o no posible cons-
truir un sistema científico libre de subjetividades, de valoraciones, sobre todo cuando
el objeto de ese sistema son las cambiantes y subjetivas conductas humanas. Como
referencia a este último punto, ver la introducción de Berger y Luckman a La cons-
trucción social de la realidad.
7. Cf. la introducción a la versión inglesa de CSMS, escrita por George Walsh en
1967, incluida en la edición castellana que aquí utilizamos. Muy sintéticamente puede
referirse que a fines del siglo XIX, en medio del florecimiento en Alemania de las artes
del espíiitu, volvió a renacer la polémica idealismo/antiidealismo, que ya había tenido
su momento durante la era kantiana. Autoties como J.S. Mili, de un lado, y Rickert,
Dilthey y otros, del oíiü, intervinieron en esa lucha que campeó los ánimos de quienes
por aquel entonces esciibían sobre ciencias (1993, 14).
8. I^ relación medio/fin es aquella conforme la cual la característica señalada como
constitutiva debe mostrar una relación funcional con el producto —la consecuencia—
habitual del fenómeno. Así, por ejemplo, puede decii^se que hay una relación medio/fin
entre buscar las llaves en el bolso y abrir la puerta. Más adelante veremos que, en
realidad, estos elementos permanentes con los que se constixiye el «tipo» no son otra
cosa que los motivos permanentes de las acciones sociales (Schutz, 1993, 252 ss.).
170
mediante su cercanía o alejamiento del «tipo ideal» de acción
adecuado a cada caso.
La unidad de análisis de la sociología comprensiva, la ac-
ción, tiene como nota característica el haber sido dotada de un
significado por el actor.' Este último concepto (el significar)
será el que va a abrir el juego al análisis de Schutz, porque
cuando el actor, a partir de la comprensión de significados,
«toma en cuenta la conducta de los otros y de acuerdo con ello
orienta su propio curso...» (Weber, 1969, 88) realizando una
acción de carácter social, resulta evidente que las relaciones se
estructuran a partir del significado. Significado propio que en
razón del significado ajeno, actúa. Interacción social.'"
En el marco de la comprensión que el sistema penal intenta
hacer de las acciones que son sometidas a su conocimiento, el
sistema de tipos y sus condiciones de utilización son a la vez la
forma normal de trabajo, y la razón de su extrañamiento res-
pecto de la sociedad que, por su intermedio, se pretende regu-
lar. Schutz ya lo había advertido cuando sostuvo que la forma
menos confiable de comprender el significado de una acción
era la utilizada por la penología (1993, 204), afirmación que es
retomada como al pasar por Hulsman cuando, explicando el
origen vivencial de su abolicionismo, sostiene que en un deter-
minado momento comprendió que «Se construyen sistemas
abstractos para sentirse seguro en tanto que civilización, y se
trabaja para perfeccionarlos. Pero con el tiempo, su elaboración
171
se ha hecho detallada y las condiciones para las cuales han sido
creados dichos sistemas han cambiado de tal manera, que toda
esta construcción no corresponde ya a nada. La distancia entre
la vida y la construcción llega a ser tan grande, que ésta se
reduce a ruinas» (Hulsman, 1984, 17). De qué es comprender, y
de por qué el sistema no comprende, hablaremos ahora.
11. Se dice «nuestra» crítica porque Schutz realizó muchas otras revisitaciones a
Weber. Sin embai^go, las tres críticas elegidas en esta oportunidad son las que, a nues-
tro juicio, resultan de mayor pertinencia para mostrar el impacto de los análisis del
vienes sobre la comprensión burocrática, y por eso han sido escogidas.
12. Husserl, Edmund (1859-1936), filósofo alemán, catedrático de la Univereidad
de Friburgo. Padre de la fenomenología.
13. Bergson, Henri (1859-1941), escritor y filósofo francés de origen polaco, cuya
tesis fundamental consiste en entender la vida y el conocimiento como espacios de
duración, Ganó en 1927 el premio Nobel de Literatura.
172
¿Cómo significamos? Schutz entiende que el procedimiento
por el cual comprendemos una vivencia es el de dirigir nuestra
mirada sobre una porción de lo ocurrido, individualizarla (sa-
carla de la «corriente de duración»),''' otorgarle unos contomos
precisos, para luego reflexionar sobre ella; reflexión que consis-
te en comparar la vivencia con el repositorio de experiencias
que hemos acumulado y por similitud o diferencia, agruparla
en él (1993, 111). Resta decir que, para que eso sea posible, la
vivencia tiene que ser pasado.'^
Excepto que sea futuro. Nos explicaremos: cuando un ser
humano proyecta un acto, se sitúa en él como fín, y selecciona
los medios para cumplirlo. Así, Schutz distingue acción —aque-
llo que comienza y termina y que se cumple en pasos— de acto
—el producto de la acción, que se concreta una vez terminada
ella— (1993, 69), para concluir que es la mirada puesta en el
acto aquello que da unidad a la acción y, por consiguiente, la
hace interpretable. Así, el protagonista piensa el acto como ter-
minado y, al hacerlo, lo «convierte» momentáneamente en pa-
sado. Y lo hace auto-interpretable.
En conclusión: se reflexiona sobre lo pasado, se vive lo
presente.
b) Interpretación y motivos
173
los «motivos-para». Estos motivos son la finalidad de la acción,
aquel estado de cosas que ella se dirige a producir (el acto);
cuando aún no se ha actuado, esa finalidad es siempre proyecto.
La forma en que es pensado el proyecto es una fonna futura
hecha pasado, como hemos explicado inmediatamente antes.
El autor recurre a su esquema de experiencias para saber qué
probabilidad de éxito tiene con los medios de los que dispone,
imagina cómo sería la meta ya alcanzada, y desde ahí retrocede
paso a paso, fantaseando cada uno de esos pasos.' ^
Ya sea que se juzgue un hecho ocurrido o uno por ocurrir (en
proyecto) el «motivo-para» no podrá ser esclarecido si no es a la
vista de «el Acto», de aquello a lo que la sucesión de pequeños
actos se dirigía. Y eso sólo puede estar en la mente del protago-
nista de la acción. Retomaremos esa exclusividad más adelante.
El segundo estadio de la interpretación es el «motivo-por-
qué». Este es el complejo de razones que llevan al autor a for-
mular el proyecto de acción que se dirige al motivo-para. Es su
origen, la relación que existe entre lo que se desea y las razones
por las que se desea. Estas razones, que están siempre en el
pasado de la acción, permanecen allí, aun con respecto al moti-
vo-para una vez que éste se ha cumplido, y no son revisadas o
invocadas por el autor «a menos que esto le sea necesario des-
pués de realizada la acción», normalmente por razones pragmá-
ticas (porque alguien se lo exige, o porque el proyecto no cum-
plió su meta). Así, «la diferencia que existe, entonces, entre las
dos clases de motivos [...] es la de que el motivo-para explica el
acto en términos del proyecto, mientras que el auténtico moti-
vo-porqué explica el proyecto en función de las vivencias pasa-
das del autor» (Schutz, 1993, 120).
En términos lógicos, el paso adelante que Schutz dio (res-
pecto de Weber) fue inscribir al motivo-para como parte de un
proyecto y al motivo-porqué como el fimdamento del proyecto.
En términos de nuestro análisis, nos muestra que el actor al
momento de «elegir» entre cursos de acción futuros, proyectan-
do, fija un acto en el tiempo, su motivo-para, fantasea la acción
y elige. Las razones de la elección (los motivos-porqué) penna-
necen «ocultas» mientras la acción se desarrolla y pueden (o
174
no) después ser evocadas si el actor lo necesita.''' Esto significa
entonces que hasta para al propio actor sus motivos-porqué (las
razones del proyecto) pueden ser opacos.
Pero aún hay más:
17. En palabras del autor: «Todas [las] posibilidades entre las cuales se hace una
elección (entre proyectos) y todos esos fundamentos determinantes que parecen haber
llevado a la selección de un cierto proyecto, se revelan a la mirada retrospectiva (del
autor) como auténticos motivos-poixjue. No tuvieron existencia como vivencias discre-
tas mientras el yo vivía en ellos, es decir, prefenoménicamente. Son sólo inteipretacio-
nes realizadas por la mirada retrospectiva cuando ésta se diiige a las vivencias cons-
cientes que preceden al proyecto real» (1993, 124).
18. Esto, en otras palabras, significa que el momento en el cuál el actor inteipreta
sus motivos-porqué determina en gran parte la explicación que se da a sí mismo de
por qué ha hecho lo que ha hecho. En el marco de la compivnsión esto significa que
los porque no son una constante, sino una variable del contexto desde el que se intenta
la explicación. En términos de fenomenología del castigo, significa que una interpreta-
ción de los porque que se hace en un contexto agresivo para el actor diferirá funda-
mentalmente de aquella que se hace en un contexto no agi"esivo; y lo mismo pasará
cuando el que inteipreta no es el actor, sino otra persona (porque ella lo hace desde su
propio aquí y ahora).
175
Podría preguntársenos para qué esto es importante. Pues
bien, y adelantándonos tal vez en la conclusión, la idea de que
los motivos-porqué pertenecen al pasado remoto del autor, y
son, como motivos, redefinidos en cada mirada retrospectiva del
autor por su contexto en el momento de la mirada (el Aquí y
Ahora), tal vez nos muestre las razones por las que el sistema
penal, que opera definicionalmente con «tipos» (en el sentido
weberiano), mirando desde afuera, no puede comprender los
motivos-porqué, y sólo se aventura con los motivos-para.
a) ¿Quién interpreta?
19. Schutz, que había estudiado derecho como su primera cañera en la Universi-
dad de Viena, y que compaitió el mismo círculo con Hans Kelsen y Félix Kauffman,
dio cuenta de sus sospechas sobre el impacto de sus análisis en el sistema de adminis-
tración del castigo y su presupuesto, la ley penal. Así, al afirmar que la unidad de
acción es subjetiva, y que resulta problemática su determinación desde una mirada
«objetiva» como la del Derecho penal, dijo que esta postura problematizaba los análi-
sis penológicos (1993, 92, n.39), a la vez que sostuvo que esa mirada del Derecho penal
era, entre todas las posibles, la menos confiable (1993, 204, n.30).
176
los motivos-para son reconocibles únicamente por los sujetos
reales que interactúan en una relación cara a cara.
En primer lugar porque sólo el actor puede «iluminar» un
trozo de su acción pasada con el foco de la reflexión, otorgán-
dole unidad en función del acto al que tal acción propendía (el
motivo-para), y en ese sentido, constituir la vivencia como ele-
mento pasivo de la reflexión interpretativa (1993, 80 ss.).
En segundo lugar, porque cuando el actor recurre a sus esque-
mas de experiencia para significar aquello que ha individualizado,
en el acto de identificar vivencia con experiencia, reconstruye tam-
bién a esta segunda. ^° A diferencia de ello, el observador selecciona
la vivencia que supone está teniendo del actor y la interpreta de
acuendo a sus esquemas de experiencia (los del copartícipe).
Si esto es así, para poder decir que el observador puede inter-
pretar correctamente, predicando la identidad de la auto-interpre-
tación con la hetero-interpretación, habría que otorgar a quien ob-
serva a) la capacidad de percibir todo el proceso mental Uevado a
cabo por el actor (iluminación y definición), y b) presuponer que
«ha vivenciado todos los estados conscientes y los Actos intencio-
nales dentro de los cuales se ha construido [la] experiencia» del
actor, que se identifica con el acto interpretado (1993,129), y agre-
garíamos aquí que también aquellas que desecha como no perti-
nentes. Por esta doble imposibilidad (la de vivenciar la construc-
ción del contexto de experiencia del actor, y la de iluminar y defi-
nir junto con él), la hetero-interpretación puede llevar a dudas.
Ahora bien, este análisis podría sugerir que interpretar a otro
es imposible.^' Esta primera impresión es incorrecta. Schutz
177
sostiene que en las interacciones cara a cara, la hetero-interpreta-
ción tiene la chance de acercarse en una medida muy considerable
a la interpretación del actor, básicamente porque el interlocutor
tiene frente a sí el territorio de expresión del yo del otro: su cuerpo.
Por eso, la relación cara a cara supone la posibilidad de que cada
actor reconozca el yo del otro y lo perciba como un par que cons-
truye e interpreta significados de la misma forma que él. Y supone,
también, la posibilidad de verificar el éxito de la interpretación
(cuando mi motivo-para funciona eficientemente como su motivo-
porqué y viceversa) y, en último caso, que ante un fallo cada actor
pueda preguntar a su copartícipe sobre lo «mal» interpretado.
Así, la hetero-interpretación también guarda un potencial de
éxito en el marco de las relaciones humanas: cuando éstas son
cara a cara, la hetero-interpretación es suficiente (al menos en
el nivel de la vida práctica, cotidiana) para satisfacer nuestras
expectativas de relación con los otros. Las relaciones cara a
cara (llamadas por Schutz «nosotros» o «de tú a tú»), caracteri-
zadas por el conocimiento personal de los copartícipes y por la
posibilidad permanente de actualización de ese conocimiento
son la base de una experiencia susceptible de objetivación: es en
estas relaciones cara a cara donde se aprende a significar a los
otros, construyendo los «esquemas de experiencia» que sirven
luego a la interpretación de interacciones futuras.^^
22. En 1932 (CSAÍS) Schutz afirma el carfcter constitutivo de las xivencias crn-a a
cara sin casi ningún matiz; es a partir de ellas que se constniye la experiencia que luego
nos sirve para interpretar el mundo. Sin embai'go, unos 28 años más tarde, ya en
EE.UU., Schutz emprendió una tarea de síntesis de ese te.>;to, para ser publicado junto
con otros artículos de su producción americana; la tarea quedó inconclusa por la muer-
te del autor y fue reemprendida por uno de sus discípulos, Thomas Luckmann, El
resultado de esa revisión matiza algo más el cai-ácter centi-al de la experiencia cara a
cara como origen de las estructuras de la experiencia: aquí ya se otorga un papel consti-
tutivo a las tipiflcaciones que encontramos en el mundo social en el que somos emplaza-
dos al nacer, según creo ver, bajo la designación de «acervo de conocimiento» (1974, 56
ss.). Ésa es la senda que, posteriormente, seguirá Luckmann junto con Peter Bei;ger.
178
el actor a dirigir éstas. Esas «nuevas» interacciones son llama-
das por Schutz «relaciones ellos», y se d a n con los contemporá-
neos, por oposición a las que se dan con los «consociados», de
las que habíamos hablado hasta ahora. Los contemporáneos
son aquellos de quienes n o importan sus características perso-
nales, sino el rol que ocupan; p o r eso, las «relaciones ellos» se
caracterizan por la anonimidad. No son de «tú a tú» sino de
«uno a uno», donde cada personaje es fungible; en ellas alcan-
zan su utilidad las interpretaciones «típicas» de Weber.
E n la «relación ellos» el actor estructura sus expectativas de
(re)acción en función de u n a comprensión basada en el rol
(cartero, cirujano, a m a de casa), en u n tipo personal forjado
como sujeto habitual de u n a acción —el tipo de acción— (distri-
buir cartas, hacer cirugías, limpiar la casa). Ahora bien, para
construir el tipo el intérprete selecciona los elementos perma-
nentes que registra tanto en la acción como en el sujeto; esos
elementos permanentes n o son otra cosa que unos motivos de
los que se predica permanencia (Schutz, 1993, 256 ss.). ¿Cómo
se eligen esos motivos permanentes? Dice Schutz:
179
(acción), para recuperarlo (motivo-para) ya que era una reliquia
de su abuelo muerto (motivo-porqué). He aquí el problema de la
hetero-interpretación anónima —que caracteriza a la «relación
ellos»—: puede ser enormemente errada.^^
Como sostuvo Schutz, la hetero-inteipretación típica es el
(deficiente) método de interpretación que hace el sistema penal
(1993, 204, n. 30): parte del acto (re)construye la acción y le
asigna motivos, despreciando tanto el contexto de la acción
como los motivos de los que interactuaron con el actor. Eso
mismo es lo que ve Hulsman, cuando describe lo que él llama el
«punto focal» (1984, 70): el momento, el acto aislado donde el
sistema pone la mirada, desprovisto de contexto y de carácter
relacional y, por consiguiente, deshumanizado.
Pero, ¿por qué el sistema penal «mira» así?
23. Pudiera parecer que sostenemos que los análisis de la sociología comprensiva
son inútiles. Y no es así: son un método posible para la investigación en ciencias
sociales, pero no pueden iBclamar, imitando al positivismo, el haber llegado a la fór-
mula de un conocimiento exacto de la realidad. Más bien lo contraiio: el mérito del
camino que abrió Weber es el de habernos mostrado que debe tomai-se en cuenta la
subjetividad del objeto de estudio; al hacer eso inició la senda por la que luego otros
acabarían mostrando que la mirada del observador es también subjetiva, y por lo
tanto, es una interpretación, entre otras posibles, de esa realidad.
24. Schutz no trabajó centralmente el concepto de burocracia; sin embargo, en el
marco de los análisis del sistema penal, la caracterización de «el bunScrata», como uno
180
a) Diferencias entre actor, observador y científico
(nuestra tercera crítica de Schutz a Weber)
181
contemporáneos, éstos «nunca aparecen c o m o personas reales,
sino tan sólo como entidades anónimas definidas en forma ex-
haustiva por sus acciones» (1993, 213).
Tampoco es «participante» el científico; su diferencia funda-
mental con el observador es que cuando él construye signifícati-
vidad lo hace en base a «tipos personales habituales», en tanto
el observador lo hace en base a «tipos personales caracterológi-
cos». Estos últimos son aquellos que fueron construidos a partir
de experiencias sociales directas (y anteriores) del actor o de
sus consociados. E n cambio, u n «tipo personal habitual»:'^^
26. En algunas de sus obras posteriores, Schutz llamó «tipos personales fimciona-
les» a los que aquí llamó «habituales» (1974, 58). Piieferimos aquí la denominación
primigenia.
27. La cursiva es nuestra. ¿Qué es el Código Penal sino un «catálogo de tipos
materiales de cursos de acción»? La formación de estos «tipos materiales de cursos de
acción» está determinada, en el mundo científico, por constiucciones de oixien esta-
dístico (leyes en sentido positivista, del mundo del «ser») o de orden prescriptivo (leyes
en sentido estricto, del mundo del «deber ser»).
182
der a otro sin interacción cara a cara; es p o r ello que, si caemos
en la t r a m p a de creer que u n tipo personal habitual puede ex-
plicamos la acción real de u n ser h u m a n o concreto, estaremos
ante u n espejismo; en palabras de Schutz:
28. Dijo Schutz a su llegada a América (1940): «El procedimiento utilizado por los
especialistas en ciencias sociales para constiuir su esquema conceptual [...] consiste en
reemplazar los seres humanos que el científico social observa como actores en la
escena social por títeres que él mismo crea...» (1974, 29).
183
Como Schutz sostiene, Weber adjudicaba el impactante ca-
lificativo de «racional» a los esquemas típicos basados en inter-
pretaciones estandarizadas, sobre todo las estandarizadas des-
de órdenes heterónomos (la ley, la tradición, el Estado y otros
sistemas de orden). Este sistema era, para el alemán, el que
fundaba (y debía fundar) la dominación estatal por medio de
la burocracia. Es por eso que resulta lógico encontrar en la
literatura sobre el sistema penal textos que de modo explícito
vinculan las ideas centrales de Weber sobre la burocracia,^' sus
efectos y procedimientos, con la forma que asume la aplica-
ción regular del castigo, fundamentalmente dentro de las insti-
tuciones totales.^°
Si el burócrata es en Weber el garante de la dominación
racional estatal, es gracias a la objetividad de su mirada.^' Pero
si la mirada de cualquier personaje distinto del propio actor
distorsiona gravemente la comprensión (porque es siempre au-
torreférente), además de entrañar un muy grave riesgo cuando
aquel que observa típico-científícamente intenta adjudicar mo-
tivos a una acción real y, a partir de allí, pasar a la acción,
entonces, ¿qué queda de la objetiva mirada del burócrata?
En Schutz la caracterización del observador de la acción no
tomó como modelo al burócrata que, desde su condición de
eslabón en la cadena punitiva, observa y a partir de esa observa-
184
ción actúa. Y es probable que ello se deba a que los operadores
del sistema n o son «observadores», ni t a m p o c o «científicos».
Veamos. El burócrata n o es u n observador porque su cons-
trucción típica no se basa en vivencias directas propias o de
terceros (en tipos personales caracterológicos); el juez no juzga
basándose en sus propias experiencias c o m o víctima (o como
autor) sino en criterios ya dados que n o h a elaborado (la ley
penal y la ley procesal). Y n o es t a m p o c o u n científico, porque
su interés en la observación está dirigido pragmáticamente, di-
rigido a la acción. Es que en el científico tiene que existir a
priori u n a renuncia total a la interacción con el observado. Ya
lo había esbozado Schutz en CSMS, pero lo dijo m u c h o más
claramente en u n a obra posterior:
32. Esta afirmación no implica que nuestro autor ubique al científico social en
una torre de marfil desde la que mira prescindiendo tanto del contexto social en el que
crea (y en este sentido, de los condicionamientos de su propio acei-vo cultural) como
de los efectos de su creación. Todo lo contrarío: Schutz sostiene que el mundo en el
que el científico crea, y sobre el que repercuten sus acciones, es el mundo de la cultu-
ra, el mundo paradigmático —como probablemente hoy diríamos recuniendo a
Kuhn— del pensamiento, que crea y recrea al mundo «natural» (1974, 90). Lo que se
quieiie decir en la cita que hemos hecho aniba es que la mirada del científico, al
momento de construir tipos, debe prescindir del interés pragmático que caracteríza al
mero observador, que constiuye para dominar el mundo en el que \ive, no para com-
prenderlo. Pese a ello, y aunque cabe destacar que Schutz no tiene una mirada marxis-
ta de las constmcciones científicas (como sí otros autores que se ocuparon de la vida
cotidiana —ej. Lukács, IlelIer—), en su obra tampoco está ausente la preocupación
por la responsabilidad que genera la actividad científica, aspecto al que llama «la
actividad científica como fenómeno social», para diferenciarlo de la «actitud específica
que el científico debe adoptar hacia su problema» (1974, 74).
185
co esto ocurre en el caso de la observación burocrática del siste-
ma penal: el actor se sabe observado, y gran parte del engranaje
del sistema se basa en esta conciencia de ser observado.-'-'
Sostenemos aquí que «la mirada del burócrata, si bien no es
la del mero observador ni la del científico, pretende serlo».
Tanto el juez como el ejecutor de la sentencia, el policía
como el legislador al diseñar estrategias de control, pretenden
una distancia del objeto, una ajenidad a él y a su configuración
que los hace comprenderse a sí mismos como si ñ.ieran obser-
vadores no participantes. Es justamente la condición de no par-
ticipante la que legitima el discurso de los operadores del casti-
go; es el hecho de declararse absolutamente prescindentes de la
configuración del objeto de estudio lo que justifica su poder.^"^
La imparcialidad del juez, la calidad técnica de la intervención
del penitenciario, del miembro del equipo técnico, el carácter
profesional de la tarea policíaca o el conocimiento científico del
asesor que diseña la política criminal son el elemento clave en
la autojustificación de la tarea que desempeñan y de su correc-
ción (Bourdieu, 2001, 169 ss.). Como nos han enseñado los es-
tudios sobre los procesos de criminalización y sus fases, toda
actividad estatal relacionada con el castigo tiene una conse-
cuencia sobre el comportamiento de los individuos.^^ Y además
es lo que se quiere: actuar para modificar. Era el postulado de
Weber para el burócrata: racionalizar para ir desde la comuni-
dad hacia la sociedad.
Este pasaje de lo comunitario a lo societario es, por demás,
el reverso del camino que nos sugiere recorrer Hulsman: la
33. Piénsese no sólo en el modelo panoptista, sino también en las divereas teorías
prevencionistas de la pena, sobre todo las teoi-ías de la pievención general y la de la
unión {Hassemer, 1984, 347 ss.).
34. Desde la lógica schutziana, la mirada «no participante» deja al objeto tal cual
es, no lo modifica. En cambio, cuando el juez esci-uta el hecho, le da foniia (decidien-
do qué elementos de él se subsumen en el tipo penal, y cuáles son inelevantes) y
requiere al actor explicaciones sobre lo ocurrido, conti-ibuye a crearlo, tanto en su
conclusión como en la del actor forzó una explicación —una autointeipi«tación—
desde un contexto particular (el defensivo), y ya con eso «modificó» el suceso. Toda
mirada, ya por el solo hecho de individualizar el objeto y nombrarlo, lo modifica.
35. Aun cuando el efecto de una nueva conminación penal sea puramente simbóli-
co (en el sentido, por ejemplo, de robustecer las expectativas de aplicación de penas
como modo de solución de conflictos), éste es en sí, un efecto. Cuando el sistema
penal i-eclama y obtiene nuevos medios pai-a cumplir tareas que sabe ab-initio que no
cumplirá, eso ya es un efecto que píxxluce nuevas conductas.
186
vuelta a los tejidos sociales vivos; en su mente, «la abolición del
sistema penal significaría la reanimación de las comunidades,
de las instituciones y de los hombres...» (1984, 81). No se trata
de volver a arcaicos sistemas carentes de garantías (Ferrajoli,
2000, 251 y 338), sino de apostar por una socialidad menos
dependiente de las estructuras burocráticas.^^
En segundo lugar, cuando el burócrata actúa sobre su obje-
to de observación, reivindica la condición de observador perfec-
to de la realidad (con un conocimiento sólo posible en el propio
actor), identificando los motivos atribuidos a su «tipo personal
habitual» con los del actor observado (cumpliendo así aquello
de «pensar al tipo personal ideal como una persona real, mien-
tras que en realidad sólo es la sombra de una persona»). A la
vez, ubicándose a sí mismo en la condición de observador im-
parcial —^y en este sentido científico— justifica su acto poste-
rior, la restricción de derechos del otro.
«Comprende» sin importar el yo de otro, sin interactuar
con él, y es en esta búsqueda imposible de comprensión per-
fecta de los motivos sin implicación personal, en la que basa svi
legitimidad. Quiere la imparcialidad del científico pero la com-
prensión del partícipe.
187
Su último recurso consistirá entonces en tratar de inferir el moti-
vo-para a partir del acto, preguntando si tal o cual motivo sería
promovido por el acto de que se trata [y en nota]. Éste es el mé-
todo en función del cual la penología prefiere analizar una ac-
ción. [Este tipo de interpretación] debe enfrentar el azar del salto
desde el acto completado hasta su motivo-para, azar aiín mayor,
puesto que el acto puede no haber resultado como se lo proponía
el actor [1993, 204].
37. En el contexto de la interacción social, Schutz sostiene que el actor tiene siem-
pre la expectativa de que sus motivos-para se conviertan en los motivos-porqué del partí-
cipe. Así, en el caso de una pregunta y su coirelativa respuesta, el partícipe i^sponde
para que el actor sepa cuál es el contenido del libro, mientras que lo hace porque el actor
se lo preguntó. Por eso es necesario, para comprender una interacción, intentar llegar a
los motivos-para y los motivos-porqué de cada uno de los partícipes. Si no lo hacemos,
lo que veremos será sólo la mitad de lo disponible, sólo la mitad de lo existente.
188
las razones conforme sus propias conceptualizaciones de lo de-
cisivo y lo desechable. De la víctima, nada.
Hoy, además, hay una marcada tendencia a olvidar la bús-
queda de motivos-porqué como uno de los posibles objetos del
sistema penal. Tradicionalmente el espacio de estas razones se
ubicaban en la culpabilidad; los motivos-porqué, como explica-
ción del proyecto mejor o peor cumplido por el actor, eran el
contenido de la decisión de infracción a la ley, lo reprochable,
aquello que consiste en no haberse comportado de otra manera
cuando se ha podido. Pero en los últimos años, incluso el reduci-
do ámbito de juego que se le había confiado al concepto de cul-
pabilidad, el de servir de freno a las tentativas utilitaristas de
obtener penas indeterminadas, ha ido cediendo terreno en las
justificaciones concretas de pena aplicada (Hassemer, 1999, 32).
En el marco de la teoría del delito, la culpabilidad «normativa»
(BacigalufK), 1990) y la tendencia a reemplazar el juicio de re-
prochabilidad del hombre concreto por el «poder general para
actuar de otro modo», han significado también un método efec-
tivo para dejar fuera a la realidad.^* Inclusive algunos autores
han propuesto lisa y llanamente eliminar el concepto de culpabi-
lidad, tanto como estrato de la teoría del delito cuanto como
fundamentación de la pena (Gómez Benítez, 1998, 269 ss.).
Bien observado, este abandono de los motivos no es más
que llevar a la práctica el comportamiento esperado del gigante
miope diseñado por Weber como máquina de obediencia: la
estructura burocrática.^^ La inadvertencia de diferencias entre
38. El recurso a esta definición «poder general de actuai' de otro modo», es también
una utilización de un «tipo habitual»: el del «buen ciudadano» que por definición repre-
senta un caso de ese «poder general». Así, no se inquiere por las posibilidades de este
ciudadano de actuar de otro modo, sino por las del «tipo habitual», y si el ciudadano
actuó de un modo diferente al de esas posibilidades abstractas, entonces hay culpabilidad.
39. La burocracia, con sus criterios objetivos de para y porque, aparece como el
instrumento fundamental de toda dominación moderna en la sociedad de masas.
Transciende por consiguiente la mera funcionalidad intra-administrativa: pasa a servir
de regla administradora de los cueipos y de las almas, a sen'ir de modelo pai'a un
nuevo concepto fundamental: la disciplina. «Es la disciplina racional. Substancialmen-
te no es sino la realización consecuentemente racionalizada, es decir, metódicamente
ejercitada, precisa e incondicionalmente opuesta a toda crítica, de una orden recibida
así como la íntima actitud exclusivamente encaminada a tal realización. [...] La disci-
plina en general —lo mismo que su forma más racional: la burocracia— es algo "obje-
tivo" y se coloca con firme "objetividad" a la disposición de todo poder que se interese
por ella y sepa establecerla. [...] presupone el "adiestramiento" con vistas al desarrollo
de una presteza mecanizada por medio de la práctica...» (Weber, 1969, 882-883).
i 89
auto y hetero-interpretación, la muy escasa claridad de la dis-
tinción entre porque y para y la confusión de miradas entre
científico, observador y actor han resultado fimcionales al man-
tenimiento del discurso jurídico-penal: castigamos una conduc-
ta típica y antijurídica que comprendemos total e imparcial-
mente, cuyas motivaciones (que conocemos también) no son
correctas, habiendo podido serlo. La omnipresencia y la omni-
potencia de la mirada son la base de la justificación: hemos
juzgado lo que imparcialmente hemos conocido.'"'
La mirada fenomenológica de Schutz nos explica que ello no
es cierto. Que nada ha quedado de la racionalidad del sistema
penal, una vez que la pasamos por el tamiz de estas más finas
herramientas comprensivas. Es que, lo decimos una vez más,
nada podía haber quedado. El sistema penal, tal como está pen-
sado (como conocimiento típico cercano al del científico, como
sistema de valores universales e inmutables, aplicado sobre un
hecho susceptible de clara definición por los operadores) no
puede aceptar la reinterpretación de los motivos-porqué (que el
propio actor, el mejor conocedor, hace con cada relectura de
ellos), y con ello el carácter mutable de la realidad que juzga, ni
tampoco la miopía de su mirada (Hulsman, 1984, 70). El postu-
lado de la conducta culpable como objeto fijo y hetero-definible
del juicio de reproche es algo a lo que la visión penal no puede
renunciar. Y para no imponer a su operador la crisis de valores
que supondría darse cuenta de que no hay un objeto fijo, y que
más allá de ello, el objeto no le es cognoscible, lo entrena en una
torpeza particular, una torpeza entrenada (Christie, 1992).
Según creemos, es también parte de esta torpeza la que ha
evitado la proliferación de análisis que conecten la crítica a la
burocracia penal con la profimdización de las herramientas de
Weber que reeilizó Schutz. Por eso no resulta sorprendente que se
piense en la huida de la culpabilidad como un mero signo del
40. Baratta ha sostenido, por ejemplo, que en el trínsito de definir una conducta
como desviada «el proceso de definición en el plano del sentido común conesponde a
lo que se produce en el ámbito jurídico», refiriéndose a que, en ambos órdenes, la
definición puede ser revisada conforme un cierto rito. Este común eiror parte de no
advertir que el sentido común tipifica y define con base en interacciones cercanas
—cara a cara— (tipos comprensivos), y ese es su rito, mientras que el «ámbito jun'di-
co» define con base en tipos previos, absti'actos (tipos habituales), y en un rito que
contiibuye también a la abstracción.
190
utilitarismo a ultranza. Es también un recurso para eludir el pro-
blema de la imposibilidad de obtener certezas, ante el peligro de
que un análisis exhaustivo de los modos de conocimiento del sis-
tema penal nos muestre que estamos ante un gigante desnudo.
191
los copcirtícipes tienen la chance de revisar su interacción (aque-
lla a la que el sistema de tipificaciones llama «delito»), volver
ambos la vista atrás para seleccionar la vivencia, darle contor-
nos, colocarla en el ámbito de la propia experiencia, y finalmen-
te y si es necesario, resignificarla reinterpretando motivos-por-
qué propios y ajenos, constituyen una esperanza de lograr un
espacio realmente comprensivo, un espacio entre semejantes.
Creemos haber mostrado, como al pasar, que puede recono-
cerse en el discurso de uno de los más importantes exponentes
del abolicionismo el rastro de los análisis de Schutz. La perma-
nente referencia a la interacción, el protagonismo reivindicado
en los conflictos interpersonales (1984, 116), la crítica a la com-
prensión del sistema penal como sistema burocrático (1984, 46,
48, 70, 75), la importancia de los contactos cara a cara como
forma de resolución (1984, 123 ss.), la caracterización del ser
humano como un «pequeño armario compuesto de una multi-
plicidad de cajoncitos» (1984, 35) que se utilizan para interpre-
tar las vivencias y la idea de que los fenómenos pasados están
«vivos» en el interior de sus protagonistas (1984, 72), son indi-
cios que se transforman en certeza cuando el propio Hulsman
reconoce el carácter fenomenológico de su interpretación (1984,
34). Esta certeza debería alejamos de una clasificación de sus
ideas abolicionistas como «ingenuas»: antes bien, tienen un an-
claje sólido en una de las más prolíferas teorías sociológicas y
en toda una doctrina filosófica."^
Podrá sostenerse que la articulación de las ideas de Schutz
que aquí intentamos implica una «privatización» del sistema
de respuesta. Y en un sentido distinto al que esa crítica habi-
tualmente tiene, es cierto."^ Pero en primer lugar, cabe decir
42. Sin embargo, no debería considerarse que las henamientas de Schutz única-
mente sirven para trazar un camino hacia la abolición del sistema penal: por el contra-
rio, sus postulados obligan a un análisis detenido de muchos de los pilares de la cultu-
ra de la punición, entre los que se encuentran, sin duda alguna, el de la existencia de
una verdad objetiva a la que puede airibarse mediante un proceso penal (el principio
de «veixlad real») y la discusión determinismo / libie albedn'o, y por consiguiente, la
idea de responsabilidad social.
43. Bajo el rótulo «privatización» del sistema penal se critica habitualmente la
transmisión de competencias en materia de seguridad desde el Estado hacia empiesas
particulares, con la correspondiente transmisión de facultades. Lo ha explicado muy
bien Juárez Tavares (1998, 636): «La privatización del Estado consiste justo en eso,
expandir el poder político simbólico hacia todos los sentidos, pero repartiendo su
actuación práctica con los verdaderos dueños de este poder, por medio de la utiliza-
192
que será una reprivatización, porque esos conflictos eran origi-
nalmente privados (Christie, 1992, 162; Rodríguez Fernández,
2000, 20); en segimdo lugar, este es u n tipo de privatización que
realmente n o nos preocupa: responde al criterio de intentar una
comprensión h u m a n a de u n a acción h u m a n a , en u n contexto
h u m a n o , fuera de los tipos.
Aún mas, es u n a privatización «contra-tipos» en dos senti-
dos. Primero, se dirige a evitar que alguien investido de u n
poder ciego y torpe pueda explicarle a la gente qué ha signifi-
cado su acto, y qué merece p o r esa significación. Y es «contra-
tipos» en otro sentido: intenta derribar los m u r o s de u n a cultu-
ra acostumbrada a p e n s a r en los otros c o m o «ellos», como
«uno» y n o como «tú», n o c o m o «nosotros». Eso puede inten-
tarlo u n sistema alternativo, donde las tipificaciones (o llamán-
dolas con u n concepto m á s caro a la cultura de la sociología
jurídico-penal: los estereotipos) n o tengan espacio, donde las
comprensiones sean todas las veces posibles cara a cara, apun-
tando al yo del otro, y n o a aquel que «vive en u n a dimensión
temporal nunca-nunca, que nadie p u e d e vivenciar jamás»
(Schutz, 1993, 219).
E n eso, y n o en otra cosa, consiste nuestro little is beautiful.
Bibliografía
ción de un cuadi'o más glande de üincionaiios, reckilados con más grande Ilexibilidad
y rapidez del contingente de aquellos que fueron siempre y siguen siendo sus utensi-
lios, el pueblo. Si pudiéramos retocar este cuadio cinematográficamente, tendn'amos
la visión que se constiiiye, bajo otra ropa, el ejército de malhechores (que solían ser
pagados por los grandes terratenientes), que ahora no sólo mata, sino piincipalmente
investiga, previene y reprime». Ese reclutamiento de «nuevos» burócratas de entre las
filas del pueblo, reclutados por el poder económico y respaldados por el poder simbóli-
co de la actuación penal, es lo que debe criticarse. Debe criticarse que ahora los buró-
cratas sean pagados por los interesados en mantener un orden económico y social
injusto, a su servicio, pero ahora con la legitimación simbólica prestada por el Estado,
que está en franca retirada. No la constixicción de nuevos espacios de reapropiación
de poder por el mismo pueblo que es objeto de esas pi'ácdcas.
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195
OTRO ENFOQUE SOBRE EL CASTIGO:
análisis de las «instituciones totales» encargadas
de la ejecución de la pena privativa de libertad
desde la perspectiva de Erving Goffxnan
Felipe Martínez
197
dúos en igual situación, aislados del resto de la sociedad,
comparten en su encierro una rutina diaria, administrada for-
malmente.
Sean pacientes psiquiátricos, presos, integrantes de una tri-
pulación o de un monasterio, comparten un mundo social que
tiene su lógica específica (Goffinan, 1984).
La originalidad de este autor se encuentra en el enfoque de
tipo dramatúrgico con el que realizó su análisis y que consiste
en estudiar la interacción social como si fuera una representa-
ción teatral: un escenario, un trasfondo escénico, actores, ro-
les y actuaciones.
Por otra parte, y más allá de su método microsociológico, su
obra vino a marcar, en la década de 1960, una nueva forma de
análisis sociológico «de y desde los márgenes, sobre esos luga-
res aislados de la sociedad donde sobreviven el despotismo, la
agresión, la pérdida de los derechos civiles, donde se produce la
anormalidad y se justifica el encierro» (Sáez, 1999).
En lo que respecta al tema de este seminario, si bien Goff-
man no es considerado como un integrante de la «sociología del
castigo», sus desarrollos teóricos sobre las «instituciones tota-
les», especialmente los referidos a la degradación de la persona-
lidad y la «estigmatización», contribuyeron provechosamente
en la conformación de esta rama de la sociología.
Asimismo, su clasificación sobre las «estrategias adaptati-
vas a las instituciones», su idea de la construcción de una
«nueva» identidad para los individuos que ingresan en estos
centros, y la caracterización de la relación entre los distintos
actores como una situación análoga a una representación tea-
tral, constituyeron un aporte teórico que hoy por hoy no puede
ser dejado de lado a la hora de realizar un estudio sobre el
castigo (Zino Torrazza, 1993).
Desde esta perspectiva «gofñiianiana» intentaremos anali-
zar las prácticas del castigo de nuestra época, es decir, la aplica-
ción de la pena privativa de libertad en las instituciones peni-
tenciarias, y lo haremos desde tres aspectos:
198
— en segundo lugar veremos la relación dramatúrgica que
los actores de este tipo de institución social llevan a cabo
relacionándolo con la modalidad punitiva de premios y
castigos;
— por último, una referencia al tema del «estigma» en rela-
ción a la «población carcelaria».
199
cuestrado institucionalmente» y obligado a cumplir una pena
privativa de libertad en una prisión. Es sobre estos casos en los
que centraremos nuestro análisis.
Una primera estrategia consiste en el llamado ritual de in-
greso o presentación del individuo cuando ingresa a la institu-
ción y que consiste en despojarlo totalmente de su «yo». El nue-
vo interno pierde su nombre, su identidad, su forma de vida y
entra en un proceso de resocialización tendiente a construir otro
tipo de personalidad.
200
dúo construiye su propio mundo dentro de la institución
y se dedica a disfrutar de las mínimas satisfacciones; y
4) la conversión, cuando el interno se decide a cooperar con
la institución para lograr beneficios y asume una postura
moralista y disciplinada.
201
Como vemos, una institución total representa un mundo so-
cial acabado en el que se reproducen complejas relaciones
sociales entre actores en distinta situación, cada uno de los cua-
les conforma a su vez un grupo social con objetivos paiticulares
y generales.
Podemos agrupar a estos actores en tres categorías: los in-
ternos, el personal (calificado y no calificado) y los directivos.
Estos grupos, que se encuentran inevitablemente en conflicto,
crearán estrategias de negociación acorde con sus intereses y
definirán, en su interacción, la lógica de funcionamiento de la
vida en la institución.
La distribución asimétrica de poder entre estos grupos y el
interés de los directivos de mantener el orden interno, crearán
un proceso que mediante la combinación de premios y castigos
definirá la pauta de convivencia de la institución, como vere-
mos más detalladamente en el próximo punto.
202
Esta relación de «obediencia fingida» se mantiene con base
en un sistema de premios y castigos mediante los cuales se faci-
lita uno de los objetivos primordiales de las instituciones totales
de este tipo: el mantenimiento del orden interno.
La organización necesita lograr una modificación de las
conductas de los internos para que estos se muestren dóciles y
cooperadores con los fines de la institución, aplicándoles casti-
gos si se alejan de esta forma de negociación o premios, tales
como permisos de salida, progresiones de grado, aumento de
las frecuencias de visitas, si se muestran colaboradores.
Los internos, por su parte, al encontrarse en una situación
de absoluta inferioridad, elaboran estrategias de resistencia
ante estas imposiciones, intentando presentarse como colabora-
dores y dóciles ante los representantes de la autoridad interna y
manteniendo su independencia en la vida privada, es decir una
especie de «conformidad simulada» (Rivera Beiras, 2001, 74).
Como dice Roger Matthews: «Se genera una estructura de
códigos formales e informales que no sólo aporta una filosofía
para hacer pasar el tiempo, sino que también establece modelos
de interacción y estabiliza las relaciones personal-internos»
(Matthews, 2001, 67).
Siguiendo con la línea de pensamiento de Gofiman pode-
mos decir que esta relación de «estabilidad» se construye ba-
sándose en las «actuaciones» de los distintos actores que convi-
ven dentro de una institución total, con lo cual se crea una es-
pecie de «legitimidad artificial» que es fundamental a la hora de
intentar comprender la lógica de fumcionamiento e incluso la
vigencia de las prisiones en la actualidad.
Cuando a cambio de la conformidad con las normas entra
en juego la posibilidad de acortar la condena, salir temporal-
mente de la cárcel o recibir más visitas de sus seres queridos, es
lógico que los internos se construyan el papel del «interno más
aplicado» y actúen como los más dóciles y «rehabilitados»
cuando están en presencia de los «evaluadores».
Tal vez podamos reprocharle a Goffinan, tal como lo advierte
Matthews (2001, 77), el hecho de no tener en cuenta las diferen-
cias entre las dinámicas de funcionamiento de cada tipo de insti-
tución total. Según Matthews existen notables diferencias entre
los procesos de degradación y adaptación de las prisiones y los
que se dan en las instituciones que tratan con enfemios mentales.
203
La particularidad de las prisiones, en este sentido, radica en
lo que vimos como su «sistema de acción concreto» y que se
caracteriza por esta relación de intercambio negociador en la
que los internos desarrollan una nueva identidad y se ubican en
determinado lugar, de acuerdo con sus objetivos particulares.
La «cooperación» es la regla de intercambio privilegiada por
la prisión (Zino Torrazza, 1993), y se establece mediante una
directa relación de equivalencia entre grados de cooperación y
disminución de la condena.
Por otro lado, la no cooperación y la obstaculización del
objetivo de orden institucional están directamente relacionadas
con la gravedad de las sanciones y los castigos.
204
Este proceso de estigmatización se caracteriza por asignar
una condición de «peligrosidad social» a quienes pertenecen a
determinados sectores sociales caracterizados como «desvia-
dos» (habitantes de sectores marginales «de emergencia», inmi-
grantes indocumentados, pertenecientes a detenninados grupos
étnicos, adictos a determinadas drogas, etc.).
El aporte teórico del micro-interaccionismo tue utilizado
por algunos criminólogos para elaborar la teoría del etiqueta-
miento o labelling approach, que consiste en advertir que existe
un proceso de tipificación, subjetivo, que asigna un determina-
do significado a ciertos comportamientos o acciones y, una vez
que se construye esta etiqueta, sigue aplicándose más allá de las
situaciones concretas y continúa extendiéndose por medio del
lenguaje (Baratta, 2000, 85).
Esta advertencia de la criminología crítica pretende demos-
trar que un comportamiento social es considerado como «des-
viado» desde el momento en que es etiquetado como tal, por lo
tanto hay que partir del análisis de esos mecanismos de cons-
trucción de tipificaciones.
El concepto gofimaniano de estigma también es fundamen-
tcJ para analizar las situaciones que viven los presos cuando sa-
len temporal o definitivamente de la cárcel y pregtmtamos sobre
las consecuencias secundarias de la pena privativa de libertad.
Según Goffinan la nueva identidad que los individuos desa-
rrollan cuando viven en una institución social como las prisio-
nes es muy diferente a la que poseían antes de entrar en prisión.
Esto puede llegar a ser un buen elemento para explicar algunos
casos de reincidencia en delitos como una vía para volver a
integrarse a la comunidad carcelaria en la que el interno ya
posee una identidad y una ubicación social.
Esta nueva identidad, que comienza con el proceso de «mu-
tilación del yo» y continúa con mecanismos de poder que llevan
al interno a modificar su conducta y desarrollar estrategias de
resistencia, puede Uegar a convencer a los individuos de que
son inferiores al resto de los seres humanos, y cuando salgan en
libertad verán que el estigma de haber estado condenados los
acompañará en todas las actividades que intenten realizar.
Por eso a muchos presos les inquieta la idea de volver a la
sociedad:
205
Es posible que la liberación se le presente, en suma, como el
traslado desde el nivel más alto de un pequeño mundo, hasta el
nivel más bajo en un mundo grande [Goffman, 1984, 82].
206
dos, «en vías de rehabilitación» y castiga a los rebeldes, «ina-
daptados», no colaboradores con los fines de la institución.
Esta postura nos permite comprender la dinámica de las
relaciones dentro de u n centro penitenciario, así como sus ver-
daderos fines y las fijnciones latentes que se ocultan detrás del
discurso «resocializador» o «rehabilitador» y que podrían defi-
nirse como las de aislar y contener en estado pacífico a u n gran
n ú m e r o de personas que h a n sido o están en camino a ser con-
denadas por la justicia.'
Asimismo, la definición de los mecanismos que actúan en el
proceso de «estigmatización» es de gran utilidad para estudiar
el t e m a de la vulnerabilidad de ciertos sectores sociales y su
potencialidad para formar parte de la población carcelaria. Así
como también los problemas que afi-ontarán los individuos una
vez que sean devueltos a la sociedad luego de haber padecido
años de deterioro de su personalidad y con el «estigma» de ser
u n «expreso».
Bibliografía
1. Sobre este punto es necesario aclarar que esta situación está comenzando a
cambiar, ya que de acuerdo con lo que ocun^ en Estados Unidos, vemos que el mode-
lo resocializador o rehabilitador ha dejado de existir y en su lugar se impuso otro de
características netamente punitivas. Esta es una tendencia que según los especialistas
en el tema no tardará en establecerse en todo el mundo.
207
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208
MICHEL FOUCAULT: DESENMASCARANDO
LAS TECNOLOGÍAS DEL CASTIGO
1. Introducción
209
discusión política tal y como se observa actualmente. Este plan-
teamiento de concebir el castigo como parte de una «historia
del presente», posiciona a Foucault —junto a muchos otros,
como Durkheim o Rusche y Kirchheimer— en las líneas maes-
tras de la crítica a la razón penal de la modernidad.
El presente trabajo constituye una exploración de los estu-
dios foucaultianos acerca de las tecnologías de poder que se en-
cuentran vinculadas con el castigo y con el gobierno de los indi-
viduos, teniendo como pretensión tácita la de proyectar algunas
líneas de explicación de los actuales fenómenos sociales vincula-
dos con el castigo y con la penalidad, que el pensador francés
imaginó como desarrollo futuro de las llamadas «sociedades de
control». Este estudio constituye, por tanto, sólo uno de los posi-
bles usos de una de sus «cajas de herramientas» —Vigilar y casti-
gar— (Foucault, 1991fo, 88), con el único anhelo de ahondar en
la compresión de la mirada foucaultiana acerca del castigo.
1. Paul Michel Foucault (Poitiei-s, 1926 - Pan's, 1984). Filósofo y Psicólogo de foima-
ción, discípulo de Jean Hyppolite, Geoi^es Canguilhem, Geoiges Dumézil, Louis Althus-
ser, heredero del pensamiento de Friedrich Nietszche, se dedicó al ti'abajo académico en
varios países de Europa, África y América. Como militante radical, contribuyó de la
mano de Gilíes Deleuze y Jean-Paul Sartre al agitamiento intelectual de la Universidad
Francesa y del movimiento estudiantil que se consolidó después de mayo del 68. Antes
de fallecer ocupó la cátedra de «historia de los sistemas de pensamiento» en el prestigio-
so Colléí;e de Frailee en Paii's. Con respecto a otros aspectos de su trabajo y de su biogra-
fía, cfr. Álvarez, 1996; Balbiere/a/., 1990; Deleuze, 1987; Eribon, 1992; Fernández, 1992;
García, 1988; Jarauta, 1979; Macey, 1985; Morey, 1983; Penot, 1982; Rorty, 1991; Sau-
quillo, 1989, 2001a, 2001b; Suáres, 2002; Senano, 1987; Vázquez, 1995.
210
va que una de tales razones es la presencia del pensamiento del
polémico filósofo ñ^ancés a lo largo y ancho de las Ciencias So-
ciales —desde la teoría literaria, pasando por la Psicología, la
Filosofía, la Historia, hasta llegar a la Criminología; presencia
que mantiene su vigencia en la actualidad y que se materializa
en una multiplicidad de centros de investigación, cátedras y pu-
blicaciones radicadas en diferentes partes del mundo.^
La utilización de sus herramientas conceptuales, de sus me-
todologías —la arqueología y la genealogía— (Foucault, 1972;
Baert, 2001), así como de sus perspectivas de análisis con res-
pecto al estudio de las relaciones de poder, los ámbitos de sa-
ber, la estética de la existencia y las políticas de la verdad en
Occidente —que definieron sus tres líneas principales de inves-
tigación: el saber, el poder y la subjetividad—^ (Deleuze, 1990,
155; Suárez, 2002, 313), dan buena cuenta de la continuidad y
la vigencia de un proyecto autodefinido como «genealógico», en
manifiesta conexión con los planteamientos de la empresa
nietzscheana (Foucault, 1990b, 101).
Finalmente, y con respecto a la necesidad o no de conside-
rar las obras y los puntos de vista acerca del castigo de este
«filósofo con perspectiva histórica» (Sauquillo, 2001¿>), puede
afirmarse que la referencia a sus trabajos vinculados con la re-
construcción histórica de la verdad judicial, de la disciplina, del
castigo y de la penalidad, son considerados actualmente como
211
de obligatoria referencia para todo aquel que pietenda aproxi-
marse a estos complejos fenómenos sociales (Leonard, 1980, 5;
Cohén, 1988, 29; Garland, 1999, 160; Mari, 1985, 122).
No obstante, y más allá del poder de normalización y de
estratificación que se ha construido en los altares del saber-po-
der criminológico con referencia al trabajo de Foucault —^y que
redistribuye las posiciones y las relaciones de poder en este
campo político—, es preciso afirmar que sus consideraciones
acerca del castigo proceden de una actitud política militante (de
la que da cuenta su participación en el Gruipo de Información
sobre las Prisiones (GIP), fundado junto a Jean Marie Dome-
nach y Fierre Vidal-Naquet, durante los primeros años de la
década del 70 del siglo pasado) más que del trabajo silencioso y
poco arriesgado de un profesor universitario cualquiera. Esta
actitud política de intelectual militante (intelectual específico,
según su concepción), de confrontación y de lucha desde la aca-
demia y desde la acción social, confiere a las ideas del filósofo
francés con respecto al castigo un tipo de comunicación ideal
con los fenómenos sociales en los cuales se concentra su traba-
jo, una suerte de recomposición política del binomio sujeto-ob-
jeto al que su trabajo contribuye de forma decisiva, y que coad-
yuva al fortalecimiento del pensamiento crítico acerca de la lla-
mada «cuestión criminal».
Dejando de lado estas consideraciones acerca de la relevan-
cia del pensamiento foucaultiano, se emprenderá en lo que si-
gue el estudio del objeto central de este trabajo: las tecnologías
del castigo.
212
dos punitivos, producto de diferentes procesos históricos. El fi-
lósofo francés relacionaba estas transformaciones con aquella
que los individuos sufrían en sus cuerpos, con su ubicación en
las relaciones de poder que se daban entre tales individuos y
que se materializaban en su constitución como sujetos. Es de
este modo que el examen del castigo se orienta en su obra a:
213
del «alma» de tales individuos, pueden ser consideradas como
tecnologías del castigo (Man, 1983, 173-176).
Éstas son las razones que permiten comprender la intención
de Foucault de «situar los sistemas punitivos en una cierta eco-
nomía política del cuerpo» para estudiar en proftmdidad aque-
llos mecanismos y técnicas que han permitido la mutación y la
dominación de los cuerpos por medio del castigo (1990a, 32).
De ese modo, puede afirmarse que Vigilar y castigar es un estu-
dio de las transformaciones de la «tecnopolítica del castigo»
(Foucault, 1990a, 96; Melossi, 1992, 234).
214
eos que implican determinadas tecnologías de castigo; en defi-
nitiva, una reconsideración de la economía política del castigo
(1990a, 108-136).
Entrando en materia, y contrario a los planteamientos «hu-
manistas y pietistas» expuestos por los teóricos del iluminismo
penal, no fueron —dirá el filósofo francés— la indulgencia y la
piedad humanas los motores principales de la transformación
de la penalidad que se inicia en el siglo XVIII, sino, por el contra-
rio, la necesidad de hacer más incisivo y menos costoso el ejer-
cicio del poder de sanción y de normalización presentes en la
sociedad. Foucault observa que en esto radican los límites de
las formas jurídicas: en su dependencia de la razón económica
que es, en definitiva, la que gobierna la transformación de las
tecnologías del castigo:
La marca
215
po del condenado —que es, a un mismo tiempo, punto de apli-
cación del castigo y lugar de obtención de la verdad. Represen-
tando la presencia física de un poder ilimitado, esta tecnología
busca la identificación (intimidación) de cada individuo y del
pueblo mismo con los tormentos del supliciado; tormentos que
forman parte del espectáculo de la sombría fiesta punitiva. Este
símbolo es producto de una justicia secreta, oculta, que juzga y
vence a un enemigo del soberano (Foucault, 1990ÍÍ, 38-64).
El signo
El rastro
216
98) y que representan u n a recopilación variopinta de técnicas y
procedimientos para el gobierno y el castigo de los individuos,
perderán progresivamente su importancia a lo largo del siglo XIX.
Tan sólo una de ellas —el rastro— prolongará sus efectos hasta el
presente, producto de la transformación sustancial de su estruc-
tura y de la entrada en el escenario de la penalidad de otra tec-
nología de poder: las disciplinas.
217
Este poder disciplinario ostenta su punto cumbre en un pro-
cedimiento que combina la inspección jerárquica con la san-
ción normalizadora de los individuos, denominado «Examen»
(1990a, 171-198; 1995, 99-100). Su dispositivo consiste en man-
tener una inspección permanente sobre los individuos a quienes
se controla y en obtener de esta vigilancia, un saber sobre aque-
llos a quienes se vigila.
La conformación de ese saber se obtiene de la observación,
el registro, la documentación y la readaptación de los cambios
que se suceden con la aplicación de las disciplinas sobre los
sujetos y con el establecimiento de patrones de opción de com-
portamiento considerados como válidos. De este modo, la crea-
ción de un estándar de «normalidad» y «anormalidad» en la
conducta de los individuos y la racionalización de las experien-
cias fundamentales de la locura, el sufrimiento, la muerte, el
crimen, el deseo y la individualidad, darán origen a algunas de
las formas de saber-poder que posteriormente conformarán las
llamadas Ciencias Humanas (1990/; 285; 1995, 100).
Este mecanismo que «constituye al individuo como objeto y
efecto del poder, como objeto y efecto de saber» (1990a, 197),
llegará con el panóptico a su materialización institucional. La
constitución de una nueva tecnología de castigo que tiene como
fundamento al examen, es la que permite contemplar a la pri-
sión como un producto de la nueva economía política del casti-
go: inspeccionar y normalizar, Vigilar y castigar.
218
emplazo de la reclusión de la época del «gran encierro» del si-
glo xvín —orientado a la exclusión de los marginales del círculo
social— por la llamada «red institucional de secuestro» que tie-
ne por finalidad principal, la inclusión y la normalización de los
individuos (Foucault, 1990a).
Las instituciones de secuestro, como mecanismos discipli-
narios que son, poseen tres finalidades: a) controlar la dimen-
sión temporal de la vida de los individuos, es decir, ajustar el
tiempo de los hombres al aparato de producción; b) controlar
sus cuerpos, esto es, hacer que éstos se conviertan en fuerza de
trabajo; y c) operar la integración de la fuerza de trabajo en la
producción (1995, 128). Tal y como manifiesta Foucault, el fin
principal es lograr a través de estas organizaciones «Que el
tiempo de la vida se convierta en tiempo de trabajo, que este a
su vez se transforme en fuerza de trabajo y que la fuerza de
trabajo pase a ser productiva» (1995, 137).
Este disciplinamiento del espacio, del tiempo y del trabajo,
como mecanismo de normalización de los individuos, es el que
permite vincular el origen de la prisión moderna, como insti-
tución social de castigo, con el desarrollo de los modos de pro-
ducción y acumulación capitalistas que tLivieron lugar durante
los siglos xvm y XIX principalmente (Cohén, 1988; Garland, 1999;
Mari, 1983; Matthews, 2003a; Melossi y Pavarini, 1987; Pavarini,
1995; Sandoval, 1998; Sema, 1988). La utilización de la libertad
como moneda de cambio de la penalidad, que tuvo su génesis en
este espacio-tiempo histórico, es la que permitió que el secuestro
institucional como forma de castigo se convirtiera en el paradig-
ma de la pena justa e igualitaria, ya que resta a los individuos tan
sólo aquel bien que todos poseen de forma innata por naturaleza
(Foucault, 1990a; Bauman, 1988; Melossi y Pavarini, 1987).
La institucionalización del citado proyecto disciplinario se lle-
vó a cabo a través de la creación de una «arquitectura de la vigi-
lancia»: el Panóptico, que permite resolver los problemas de vigi-
lancia y control de los individuos a los cuales se sanciona actuan-
do, además, como mecanismo de individualización, normaliza-
ción, transformación y sometimiento de estos (Mari, 1985, 123).
En síntesis, el producto acabado de una tecnología de poder.
Conocido es el mecanismo de este edificio: «El panóptico es
una máquina de disociar la pareja ver / ser visto: en el anillo
periférico, se es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre cen-
219
tral, se ve todo sin jamás ser visto» (Foucault 1990fl, 205). El
interior de sus muros ha sido concebido como un laboratorio
de poder que puede ser trasladado a diferentes instituciones: la
escuela, el cuartel, el hospital, la prisión. Su formación como
edificio de control y de castigo, como aparato para lograr una
«obediencia maquinal» de los individuos (Bentham, 1989, 40),
dará comienzo a una nueva forma de saber-poder que permite
(legitima) el gobierno del cuerpo y del «alma» de los condena-
dos. Tal es el origen de las llamadas disciplinas de la conducta,
y también de la Criminología (Garland, 1999, 179-181).
La prisión, que se formará a comienzos del siglo XIX y que
se prolongará durante el XX, trasladará a su interior el mecanis-
mo del examen a través de la orientación terapéutica y correc-
tora del castigo, buscando por medio de la privación de la liber-
tad y de la omnidisciplina, la dominación coiporal y física del
cuerpo y la modificación del espíritu del delincuente. Si bien se
ha creído que este edificio del castigo permitió el abandono del
suplicio y del dolor como técnicas de poder y de control sobre el
cuerpo y el «alma» de los individuos, puede afirmarse que este
espacio-campo de la prisión continúa siendo el lugar privilegia-
do de la tortura y del sufrimiento, de aplicación de penas corpo-
rales (Rivera, 2003). Lejos de adecuarse a la minimización del
dolor que propugnan las leyes penales, la prisión se ha converti-
do en un instrumento de reparto ordenado del mismo.
220
aisle en celdas, o se les imponga un trabajo inútil, para el cual no
encontrarán empleo, es de todos modos no «pensar en el hombre
en sociedad; es crear una existencia contra natura inútil y peli-
grosa»; se quiere que la prisión eduque a los detenidos, pero un
sistema de educación que se dirige al hombre, ¿puede razonable-
mente tener por objeto obrar contra lo que pide la naturaleza?
La prisión fabrica también delincuentes al imponer a los deteni-
dos coacciones violentas; está destinada a aplicar las leyes y a
enseñar a respetarlas; ahora bien, todo su fimcionamiento se de-
sarrolla sobre el modo de abuso de poder [1990a, 270-271].
221
rán castigados, la mayoría de las veces, con privación de liber-
tad. Aquellos otros ilegalismos «tolerables», de los que se puede
extraer algún provecho o vitilidad, irán a otros ordenamientos
jurídicos definidos como infracciones comerciales, financieras,
laborales, aduaneras o fiscales, para las cuales se prevén otros
circuitos judiciales distintos a los penales y penas diferentes a la
de prisión. E n todo este desarrollo, la clasificación de los ilega-
lismos se h a hecho con criterios eminentemente clasistas. Este
aporte de Foucault se revela como fundamental, porque conva-
lida u n o de los presupuestos de la criminología crítica, en el
sentido de que n o hay u n a naturaleza criminal de determinados
actos, si n o que lo «desviado» o «criminal» en ellos depende de
procesos de definición, los cuales se desarrollan con criterios
altamente selectivos (Baratta, 1993).
La cárcel sirve, igualmente, de espejo inverso a la sociedad
libre, de proyección distópica que se convierte en amenaza para
los individuos que pretendan infringir la ley. E n esta metáfora
intimidatoria, la prisión —dice Foucault— proyecta dos tipos
de discursos:
222
disciplinario: en el primer caso, por cuanto al quedar diluido el
castigo entre las demás formas sociales de ejercicio de las disci-
plinas, la naturaleza estrictamente punitiva y sancionatoria de
la prisión se desvanece. En el segundo caso, la naturalización
del poder disciplinario se hace posible gracias a la difusión de la
forma-prisión como institución que se convierte en ejemplo de
normalización y gobierno de los individuos. De este modo, dice
Foucault: «Lo carcelario "naturaliza" el poder legal de castigar,
como "legaliza" el poder técnico de disciplinar» (1990fl, 309).
223
mica de inclusión-exclusión social (Bergalli, 2001; Young, 2001;
Baratta, 2001).
En esta reorganización actual de la economía del poder de
castigar, el consumo, la tecnología y el postrabajo —temas que
no fueron estudiados a fondo por Foucault— simbolizan el
anuncio de grandes transformaciones en unos sistemas puniti-
vos siempre resistentes al cambio. No obstante, esta reorganiza-
ción posee ya algunas manifestaciones actuales. A algtmas de
ellas se hará breve referencia a continuación.
Tal y como imaginó Foucault, el esquema panóptico ha lo-
grado difuminarse a lo largo del cuerpo social (1990, 211). El
desafío de una mirada omnipresente, representada actualmente
por el panoptismo electrónico y la datavigilancia, hace de ésta
una tecnología de control muy eficaz para la normalización y el
castigo —silenciosa, limpia y, sobre todo, alejada del control de
los afectados (Lyon, 1995; Whitaker, 1999).
La famosa «jaula transparente y circular», que simbolizaba
la vigilancia de la prisión panóptica (Foucault, 1990a, 212), se
ha dispersado por toda la geografía de las ciudades generando
zonas «vulnerables» —suburbios, lugares públicos calificados
de «alto riesgo»— (Foucault, 1991c, 165), espacios prohibidos
en donde el Estado, a través de las prácticas de cero tolerancia
(J.Q. Wilson y G.L. Kelling, 2001), focaliza la vigilancia y el con-
trol de grupos etiquetados como «potencialmente peligrosos»,
haciendo frente a los requerimientos privados/públicos de una
ciudadanía que se siente cada vez más «insegura» (Baratta,
2001). La vigilancia ultrarregulada de estos espacios hace que
se conviertan en verdaderas «cárceles sociales» (Davis, 2001),
transformando la desigualdad social en delito y en atentado
contra el pensamiento tínico que rige la actual economía plane-
taria (Bourdieu y Wacquant, 2001; Wacquant, 2001¿>).
Por otra parte, el «nuevo sentido común penal neoliberal»
(Wacquant, 2000) ha hecho necesaria la creación de una verda-
dera «industria» para el control del delito (Christie, 1993; Mat-
thews, 2003i>). El uso exponencial de la cárcel como punta de
lanza de la política penal ha tenido como efecto principal el
encarcelamiento masivo y sin precedentes de jóvenes sin traba-
jo, inmigrantes, negros, latinos y farmacodependientes en Nor-
teamérica y en Europa, lo mismo que un aumento desmesura-
do de la sobrepoblación penitenciaria existente en América La-
224
tina, haciendo necesaria la construcción de «complejos indus-
triales-carcelarios» (Davis, 2001; Matthews, 2003b; Wacquant,
2000, 2001a, 2001¿; Carranza, 2001). En esta nueva empresa, el
encierro carcelario ha abandonado el lastre del programa co-
rrector-disciplinario al que se encaminaban las ideologías «re-»
(reeducación, rehabilitación, resocialización) (Cohén, 1988), en-
focándose ahora —según la lógica actuarial— a la custodia de
las underclass y al umanagement de los desperdicios» sociales
(FeeleyySimon, 1995).
Paralelas a las opciones custodíales, la emergencia de nue-
vas formas de castigo dependientes de la prisión (campos de
entrenamiento o capacitación [boot camps], libertad condicio-
nal, libertad bajo palabra, control y trabajo comunitario, super-
visión y vigilancia electrónica) ha bifurcado el control punitivo,
expandiendo la red de la penalidad y limitando las alternativas
a la prisión (Matthews, 2003¿>). En estos sistemas punitivos de
la modernidad tardía, la libertad no es una opción posible.
Puede afirmarse, finalmente, que todas las manifestaciones
de esta quizás nueva economía política del castigo, no poseen
aún tm contrapeso ideológico fuerte. Las pocas voces de la cri-
minología crítica, que oscilan entre el estupor y el escepticismo,
sufren momentáneamente de una afonía frente al nuevo «pen-
samiento penal único» (Van Swaaningen, 2000).
La necesaria oposición de una resistencia ideológica a esta
reconfiguración del poder de castigar —que pasa por una de-
nuncia y una reinterpretación de la situación existente—,
debe partir de una recuperación de los fundamentos del pen-
samiento crítico de la cuestión criminal. Este «sentido» crítico
debe orientarse hacia la complejización de las estructuras y
de los esquemas a través de los cuales el delito, el control
social y el castigo han sido interpretados, lo mismo que hacia
una expansión de los horizontes comprehensivos de la disci-
plina criminológica. En definitiva, un proyecto contra-hege-
mónico como éste debe buscar una reconñguración de las es-
tructuras de saber-poder que gobiernan el entendimiento de
las reacciones sociales frente al delito. Tan sólo de esta mane-
ra, el trabajo de una criminología que se precie de ser crítica,
puede convertirse en un arma de defensa y de ataque contra
la nueva doxa planetaria (Bourdieu y Wacquant, 2001), para
todos aquellos que, al decir de Foucault, «no poseen otro títu-
225
lo q u e u n a cierta dificultad c o m ú n p a r a s o p o r t a r lo que está
pasando» (1990, 313).
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230
EL CASTIGO COMO UNA COMPLEJA
INSTITUCIÓN SOCIAL:
EL PENSAMIENTO DE DAVID GARLAND
Ignacio F. Tedesco
231
nológico.' Uno de sus principales aportes es el desarrollo de
una sociología del castigo, en la cual las sensibilidades sociales
y las pautas culturales adquieren un papel vital en la confor-
mación de la reacción penal. Hacia estas cuestiones es que di-
rigimos la atención de estas palabras.^
Antes de avanzar específicamente sobre cuál es la concep-
ción del castigo qvie Garland desarrolla en sus estudios, se toma
necesario, en primer lugar, señalar a qué se refiere cuando se
ocupa de analizar el castigo. En este sentido, en el segundo de
sus libros. Castigo y sociedad moderna, que publicara originaria-
mente en 1990, considera por castigo a aquel «procedimiento
legal que sanciona y condena a los transgresores del Derecho
penal, de acuerdo con categorías y procedimientos legales espe-
cíficos». En este concepto de castigo (que luego ratificara en
todos sus trabajos) están involucrados no sólo la administra-
ción de las sanciones, sino también el proceso legislativo, y tam-
bién el de condena y sentencia. Concepto específico que se co-
rresponde y asimila con uno más amplio, en el que se identifica
la idea de castigo con la de penalidad, en tanto ambas se refie-
ren al complejo entramado de leyes, procedimientos, discursos,
representaciones e instituciones que integran el ámbito penal
(Garland, 1999a, 33).
Una de las razones que lo llevaron a entender el castigo en
términos exclusivamente legales se debe al hecho de considerar
que cuando se teorizó respecto de éste, parte de su objeto fue
dejado de lado o ignorado mientras que otros fueron sobredi-
mensionados en el análisis teórico. Así, entiende que el análisis
de aspectos particulares condujo a una generalización incorrec-
1. Conesponde señalar que sus estudios tienen por delimitación el ámbito anglo-
sajón (tanto el Reino Unido como los Estados Unidos de América).
2. Con el fin de no distraer al lector en el cueipo principal de este trabajp, cabe
aclarar que el marco teórico o conceptual que lo sustenta está basado, por razones
obvias, en la propia bibliogiafía de Gailand. En este sentido, la breve investigación que
precedió a la escritura de estas líneas, estuvo centrada tanto en sus textos como en
algunos comentarios aparecidos en ocasión de la publicación de sus trabajos. Un lista-
do completo de su bibliografía puede ser consultado en: wwvv.law.nyv\.edu/faculty/pix>
files/pubs/garlandd_pubs.pdf
De ella, fueron tenidos en cuenta aquellos que se consideraron más relevantes res-
pecto de la delimitación temática propuesta. Por último, en función de la naturaleza
del trabajo emprendido, esto es, analizar la idea de castigo en el pensamiento de David
Garland, ninguna hipótesis específica es planteada.
232
ta. Lo que encuentra que sucedió en gran parte de los análisis
efectuados sobre el castigo en general, al no tener en cuenta
una visión en conjunto de cada una de las instituciones que
conforman el castigo legal (Garland y Young, 1983, 9-10).
Es por ello que sostiene que el concepto de penalidad termi-
na siendo apropiado en cuanto es vm término menos tendencio-
so, al significar de por sí un complejo campo de instituciones,
prácticas y relaciones más que un singular y esencial tipo de
evento social (Garland y Young, 1983, 14). Así, considera que la
penalidad es el más claro y más extremo ejemplo de la rutina
del poder coercitivo estatal que permite su legitimación y que
representa una ilustración viva de una ideología que enérgica-
mente sanciona sus propias categorías y que simboliza uno de
los más poderosos tipos de ideología en la sociedad moderna
(Garland y Young, 1983, 22). Por otra parte, encuentra que la
idea de penalidad es útil ya que se aleja de las connotaciones
del concepto «sistema penal», en tanto éste tiende a subrayar
las prácticas institucionales y no sus representaciones, y a im-
plicar una sistemática generalmente ausente (Garland, 1985, x).
Por estas razones es que su concepción respecto a los conceptos
de castigo y penalidad se relacionan tan estrechamente.
233
De esta manera, por un lado, a su entender, la práctica so-
cial del castigo judicial es susceptible de crítica en tanto implica
la deliberada aflicción de un daño por agentes estatales sobre
ciudadanos individuales. De allí la necesidad de buscarle una
legitimación. En función de ello, una vasta literatura filosófica
se preocupó en desarrollar argumentos justificatorios de la ins-
titución, en la que se identifican las circunstancias por las que
el poder penal puede ser ejercido y se describen los fines que la
pena persigue (Garland, 1993, 532). Así, al castigo se lo presen-
tó como un fenómeno único, sobre el que prevaleció una mira-
da moral en la cual el problema era resuelto al establecerse las
condiciones por las cuales la pena tenía que ser aplicada (Gar-
land y Young, 1983, 11), de manera que en esta aplicación estu-
viera implicado un valor singular o un conjunto de valores no
conñictivos. Es que, en su concepción, la pena requiere una
justificación al ser moralmente problemática ya que a través de
ella se realizan determinados actos contra las personas que, si
no fuera por el hecho de ser precisamente una pena, serían
considerados negativamente en términos morales. Justificación
que constituye una teoría ideal (Garland y Duff, 1994, 2-5).
Por el otro lado, en el ámbito de la práctica del castigo (pro-
pia de la penología), los sistemas penales desarrollaron una va-
riedad de medidas de tratamiento propias de un Estado de Bien-
estar en función de la ideología rehabilitadora que se impuso.
De esta manera, los sistemas contemporáneos de punición utili-
zan un rango diverso de sanciones, a través de una jerarquía de
medidas que permite una escala de severidad conjuntamente
con una serie de alternativas horizontales adaptadas a los dife-
rentes tipos de delincuentes (Garland, 1993, 532-533). Esta mi-
rada sobre el castigo, a su entender, es propia de un concepto
de la penología que es objetable en cuanto tiende a observar la
problemática desde una mirada técnica y empírica la cual redu-
ce el campo de investigación y niega las conexiones e implican-
cias que las prácticas penales tienen sobre otras prácticas socia-
les (Garland y Young, 1983, 14). En definitiva, Garland distin-
gue la filosofía de la pena de la teoría penal, constitutiva de la
penología, la cual se dirige hacia la determinación de la senten-
cia, hacia la cárcel y hacia la administración de la probation
(Garland y Duff, 1994, 16).
Ni en uno ni en otro de estos niveles es en los que él preten-
234
de desarrollar su concepto de penalidad o castigo. El enfoque
que él considera que sí se lo permite es el de la sociología del
castigo. Encuentra que muy pocos han sido los estudios que
intentaron abordar un análisis semejante, o sea, una visión del
castigo como un complejo institucional que se sustenta en un
análisis amplio de efectos e implicancias sociales (Garland y
Young, 1983, 13). En este sentido, para Garland la sociología
del castigo es «el corpus que explora las relaciones entre el cas-
tigo y la sociedad. Su intención es entender al castigo como
fenómeno social y, en consecuencia, establecer su papel en la
vida social». Contempla las instituciones desde afuera de ellas
con la intención de entender el papel de éstas como un conjun-
to distintivo de procesos sociales inmersos en una vasta red so-
cial (Garland, 1999a, 25).
Así, sugiere que un estudio correcto sobre el castigo requiere
una relación estrecha entre el plano elevado de la teoría norma-
tiva y el más llano propio de la práctica de la decisión penal; lo
cual sólo es posible gracias a la sociología del castigo. En otras
palabras, de una interacción entre cada uno de estos niveles de
la penalidad (Gariand y Duff, 1994, 21).
235
rosas otras relaciones sociales y agencias, las cuales, a su vez,
están influidas por la actuación de las instituciones penales
(Garland, 1985, vii-viii).
Luego de describir cuatro programas ideológicos distintos
(el del positivismo criminológico, el del trabajo social, el de la
seguridad social y el de la eugenesia) gracias a los cuales se
construye una nueva ideología penal, pasa a señalar las caracte-
rísticas que encuentra en el nuevo tipo de penalidad surgida en
la modernidad.
Así, entiende que se asiste, a partir de 1914, a un nuevo com-
plejo socicJ el cual comparte una relación con un número de
técnicas comunes, imágenes y principios. De esta manera, Gar-
land observa que se estableció un nuevo sistema de disciplina
que se desarrolló a través de las instituciones de la penalidad. Es
decir, un nuevo sistema normativo que requirió un conocimien-
to cabal del caso a resolver, en donde el juez no sólo debía ser un
interlocutor entre las partes sino también de nuevos mecanis-
mos de procedimientos de investigación llevados adelante por la
policía. Además, gracias al aporte de varias agencias, como por
ejemplo las de los oficiales deprobation, se logró controlar tanto
al delincuente, a su historia, como a su familia y su hogar. Los
fines perseguidos eran la indagación y la normalización. Así, el
complejo penal operaba, de manera interrelacionada, a través de
tres modos distintos: el «normalizador», el «correccional» y el
«segregativo» (Garland, 1985, 233-238).
El sector normalizador se encontraba conformado, princi-
palmente, por las prácticas de probation promovidas estatal-
mente, las que indicaban cuáles eran los requerimientos para
ser considerado un buen ciudadano. Prácticas cercanas a otros
institutos de socialización como la familia, la escuela o el lugar
de trabajo. Uno de los mayores efectos de este sistema es su
«refinamiento» a la hora de controlar: era discreto, humano y
relajado, si se lo compara con prácticas anteriores (Garland,
1985,238-240).
Por su parte, el sector correccional estaba representado a
través de distintos tipos de escuelas e institutos reformatorios
que se correspondían con el ideal rehabilitador, y que tenían el
poder de rechazar a todos aquellos que aparecían ante su vista
como incorregibles. Este sector era funcionalmente adyacente
al normalizador y exhibía un número de lazos y continuidades
236
con él, en tanto era al que se pasaba luego de fi-acasar el prime-
ro (Garland, 1985, 240-241).
Finalmente, en el sector segregativo era donde se alojaba a
todos aquellos que, al no adaptarse a los anteriores sectores,
eran confinados tanto a instituciones psiquiátricas, como de de-
tención preventiva o a prisiones ordinarias. Constituía el fondo
del complejo social instaurado en el que se operaba en términos
coercitivos, claramente negativos, por más que las autoridades
los instituían de efectos positivos (Garland, 1985, 241-243).
A título de conclusión, Garland sostiene que la penalidad se
construyó alrededor de una serie de formas y lógicas diversas
que en general estuvieron relacionadas estratégicamente, mas
nunca de una manera singular o uniforme, y que el objetivo de
la práctica llevado adelante por los distintos institutos de la pe-
nalidad no es algo natural y umversalmente dado o recibido por
la investigación científica, sino que es una categoría construida
a través de las luchas políticas-discursivas (Garland, 1985, 262).
En función de ello, encuentra posible la construcción de una
nueva penalidad que no esté basada en una relación directa
fundada en el conocimiento y en el poder, entre el que castiga y
el castigado. Sin embargo, Garland no revela ninguna clave de
cómo una penalidad semejante podría llegar a tener lugar o
cuáles serían sus específicas características (Bernard, 1989,
190). No obstante ello, desde su concepción, esa construcción
de un concepto de penalidad superador sólo debería realizarse
a partir de las herramientas de la sociología del castigo.
237
desarrollo del moderno sistema penal de bienestar en el que se
combina el castigo con otras formas positivas de regulación so-
cial. Asimismo, el análisis comparativo también es utilizado
para explorar cómo las jurisdicciones particulares difieren en el
uso de las medidas penales, o los distintos índices de poblacio-
nes penitenciarias o de uso de la pena capital. De esta manera,
trabajar en sociología del castigo permite preguntarse sobre la
legitimidad de las actuales instituciones y de la racionalidad de
las prácticas corrientes, al igual que identificar las funciones
latentes que aparecen como reales determinantes de la práctica
penal (Gariand y Duff, 1994, 22, 31 y 34).
A su entender, un pensamiento social sobre el castigo, en
estos términos, se fue desarrollando a partir del estudio de la
penología. En sus palabras, gracias a que la criminología se
radicalizó es que emergió el deseo de proveer un análisis social
del ámbito penal. No obstante, considera que esta criminología
no llegó a brindar las respuestas esperadas. Sólo el desarrollo
de un nuevo marco teórico fue estimulado por un número de
tradiciones intelectuales (Gariand y Young, 1983, 6-7).
Más allá de que a lo largo de toda la obra de Gariand, éste
identifique cuatro tradiciones como trascendentes en la elabo-
ración de una sociología del castigo: la marxista, la durkheimi-
niana, la foucaultiana y la cultural, no todas deben ser tratadas
como si constituyeran cuatro pilares idénticos en la construc-
ción de su teoría social del castigo.
Si bien reconoce el papel de los estudios elaborados a partir
de un marco teórico marxista, su visión parte de dos pensamien-
tos principales: el de Durkheim y el de Foucault. Son estas elabo-
raciones teóricas las que se erigen en las columnas centrales de
su análisis. Tal como veremos, su concepción en cuanto que las
sensibilidades sociales y las mentalidades culturales son parte
trascendente de la moderna penalidad no es más que su intento
de delinear una tercera concepción que combine las calidades de
cada una de las otras dos tradiciones y descarte sus limitaciones.
Respecto del análisis marxista, Gariand reconoce que es una
de las formas más poderosas en el análisis social de que se pue-
den disponer en razón de que una serie de trabajos especialmen-
te utilizaron su marco teórico en el estudio del derecho, la legali-
dad y la penalidad. Así, de ellos, distingue tres vertientes. Por un
lado, la tradicional perspectiva económica, en la que rescata los
238
trabajos de Rusche y Kirchheimer y de Melossi, en la cual la
penalidad es vinculada directamente con una de las nociones de
la economía. En segundo lugar, una respuesta estructuralista al
economicísmo, de la mano de los trabajos de Althusser, Poulant-
zas y Pashukanis, en la que prevalece la importancia dada a una
nueva evaluación de la política y de la ideología como entidades
independientes y relativamente autónomas. Y, finalmente, una
visión humanista e historicista del marxismo, como la de
Thompson, que se contrapone tanto al economicismo como al
estructuralismo (Garland y Young, 1983, 23-29).
La razón que lleva a que el enfoque mar>dsta no sea uno de
los pilares en su concepción es su consideración en cuanto que
las conclusiones que se derivan de cada uno de estos trabajos
no se corresponden necesariamente con este tipo de pensa-
miento, sino que pueden también de derivarse, entre otros, de
Foucault. Esas conclusiones, las que rescata —aparte de los ya
citados— de autores como Hay e Ignatieff, se centran en varios
puntos. En primer lugar, en el hecho de que la penalidad (al
igual que el aparato ideológico y de represión controlado por el
Estado) desempeña una función en conflictos sociales para
controlar el delito; mientras que las pugnas ideológicas, políti-
cas y económicas moldean la definición del castigo y estructu-
ran sus categorías. Por otra parte, en que la penalidad está ínti-
mamente ligada a la esfera legal, por lo que el castigo contribu-
ye a legitimar sus fines y efectos. Y en que el castigo es un
elemento fundamental de las medidas de política social y vigi-
lancia para controlar a los pobres y manejar a los grupos pro-
blemáticos (Gariand, 1999, 158-159).
Tal vez, por esta comprensión de las consecuencias de los
estudios de naturaleza marxista en la racionalidad foucaultiana,
sea precisamente Foucault uno de los pilares centrales donde
descansa la construcción de la teoría social del castigo de Gar-
land. Circunstancia reflejada no sólo en la lectura de sus obras
principales, sino también en varios de sus artículos en los que
especialmente centró su mirada en el pensamiento del filósofo
francés, más allá de que en todos ellos haya una crítica seria-
mente meditada sobre sus conclusiones (Garland, 1986fl, 1990,
1992, 1997, 1999a). En palabras de Stanley Cohén, él no sólo
adopta su lenguaje, sino que lo traduce en una realidad históri-
ca y política (Cohén, 1986, 411). Su intención, al igual que con
239
cada uno de los pensamientos en los cuales ftmda sus posicio-
nes, es superar las observaciones que le realiza valiéndose de los
aspectos positivos y así rescatarlos en pos de una visión más
global. En función de ello, Garland entiende que el castigo debe
requerir un marco de análisis más amplio, flexible y multidi-
mensional que el sugerido en Vigilar y castigar, ya que considera
que la sociología del castigo no es meramente una sociología
del control y de la dominación (Garland, 1990, 3).
Garland considera que el principal efecto del libro es presen-
tar una nueva perspectiva de la sociología del castigo que tienda
a desplazar las antiguas tradiciones de interpretación y a definir
un nuevo enfoque para el estudio de la penalidad. Considera
que la singularidad de Foucault se encuentra en que identifica
las relaciones de poder con los detalles íntimos de las medidas
penales y en las prácticas que éstas adquieren, lo que brinda
una mayor sensibilidad respecto a sus matices (Garland, 1999a,
184-6). De esta manera, la relación entre castigo y poder es la
base misma de la comprensión del castigo, el cual es descrito
como una técnica de poder-saber a la cual se la interpreta como
un concepto instrumental y funcionalista (Garland, 1999a, 194-
195). En definitiva, para él el castigo es más que un mero ins-
trumento político de control (Garland, 1999a, 207).
El otro pilar fundamental donde se asienta la concepción
social de Garland sobre el castigo es su estudio sobre Durk-
heim, el cual le permitirá poner un límite respecto de la concep-
ción foucaultiana, al sugerir por qué un análisis general del cas-
tigo tiene que explorar el complejo mundo de las sensibilidades
culturales y de las mentalidades al igLial que las estrategias ra-
cionales de las agencias de control (Garland, 1990, 3-4).
Varias fueron las oportunidades en que Garland se ocupó es-
pecíficamente en analizar la obra de Durkheim (Garland, 1983,
1990, 1999a y 1999¿>). Él considera relevante que en ésta, la pers-
pectiva del castigo durkheimniana, se descubren aspectos impor-
tantes del complejo penal y se revelan dimensiones y dinámiccis
que de otra manera pasarían inadvertidas (Garland, 1999a, 66).
Es que, tal como lo describe Garland, para Durkheim la esen-
cia del castigo no es la racionalidad ni el control instrumental,
sino una emoción irracional, irreflexiva, determinada por el sen-
tido de lo sagrado y su profanación. Es la expresión directa de la
conciencia colectiva lo que permite promover la solidaridad y la
240
cohesión social (Garland, 1990, 8-9). De esta manera, el castigo
se convierte en un fenómeno moral que es a la vez un asunto de
emoción psicológica individual y de moralidad social colectiva
que le permite comprender la vida moral de la sociedad y su
forma de operar. Castigo que debería ser considerado como un
intento ritualizado de reconstituir y reforzar las relaciones de
autoridad existentes (Garland, 1999a, 51, 65 y 103).
En otras palabras, la importancia de Durkheim radica en lo
que se podría llamar semiología del castigo. Ya que éste opera
en dos niveles: en el mundano de los comportamientos y de los
efectos físicos, pero también en el simbólico, al ser su trabajo
un análisis sobre el sistema de signos que están alrededor de él
(Garland, 1983, 59). Lo que permite descubrir una dimensión
importante de los procesos sociales del castigo: esto es, trasla-
dar la atención de los aspectos administrativos y gerenciales del
castigo hacia sus aspectos sociales y emotivos (Garland, 1999a,
103). Este nivel simbólico, junto a la racionalidad instrumental
foucaultiana, autorizará a Garland a establecer los límites de su
teoría social del castigo.
En este sentido, cabe señalar que, en sus palabras, son estos
dos niveles de análisis, el administrativo-gerencial y el social-
emotivo los que, a su vez, dieron lugar al proceso de racionali-
zación del castigo. En éste, aquellos profesionales en el área del
castigo fueron los que terminaron por redefinir su significado
(Garland, Í99lb, 98 y 103-5).
241
del conflicto social que están expresados e invocados en el casti-
go, al igual que en el diseño de las estrategias instrumentales
del control penal (Garland, 1990, 4).
En su concepción, el castigo es, para cualquier sociedad, un
tema simbólico, ya que se vincula directamente con las raíces
del orden social, al igual que posee un lugar prominente en la
formación física y desarrollo individual de las personas. El cas-
tigo opera como un signo de la autoridad y es la materializa-
ción final de su fuerza, de naturaleza universal e indispensable
(Garland, 1990, 11).
Garland logra su propósito de construir su idea sobre el casti-
go, que sintetiza lo simbólico y lo instrumental, gracias al resca-
te, en su análisis, de la dimensión cultural que se encuentra pre-
sente en el fenómeno de la penalidad. El desarrollo de esta pers-
pectiva es lo que le permitirá señalar, finalmente, que el castigo
es una compleja institución social. Esta es la idea central que
recorre su libro Castigo y sociedad moderna (Garland, 1999a).^
3. Cabe mencionar que una síntesis de este libro puede ser encontrada en su tra-
bajo monográfico Socioloffcal Perspectives on Punishmeut (Garland, 1991fl).
242
la emoción: las «sensibilidades». De esta manera, en la cultura
se distinguen dos aspectos: por un lado, el cognitivo, que se
refiere a todos aquellos conceptos y valores, categorías y distin-
ciones, marcos de ideas y sistemas de creencias (las mentalida-
des) que se usan para construir el mundo y su representación
ordenada y significativa; y, por el otro, el afectivo, esto es, las
distintas formas de sentimientos y sensibilidades. Unos y otros
se vuelven inseparables (Garland, 1999a, 328-329).
El marco teórico que le permitirá sustentar su tesis es el
llevado adelante por Norbert Elias, al definir éste cómo se fue
desarrollando el proceso de civilización, el cual implicó —en la
cultura popular— un aumento y diferenciación de los controles
impuestos por la sociedad sobre los individuos, y un refina-
miento de conducta y mayor nivel de inhibición psicológica en
la medida en que las normas de conducta adecuadas se vuelven
más exigentes. Parámetro psicológico que toma de Freud y que,
según Garland, no se aleja de lo estudiado por Foucault sobre la
disciplina y sus efectos (Garland, 1999a, 254-7). Marco concep-
tual que rescata del análisis llevado a cabo por Spierenburg, al
señalar éste cómo las condiciones de seguridad y el uso instru-
mental del castigo siempre estuvieron en tensión con las fuer-
zas culturales y psíquicas encargadas de poner límites claros en
los tipos y extensión del castigo que se consideraba aceptable,
de manera que la sensibilidad influyó claramente en la forma
en que se adoptaron los castigos (Garland, 1986fo, 316).
En este marco, Garland sostiene que el castigo se vuelve una
encamación práctica de algunos de los temas simbólicos, signi-
ficados y formas específicas de sentir que constituyen la cultu-
ra. De esta manera, el castigo está conformado por amplios pa-
trones culturales originados fuera de él, a la vez que genera sus
propios significados, valores y sensibilidades que contribuyen,
en cierta forma, a establecer el esquema de la cultura dominan-
te. Así, la cultura es tanto «causa» como «efecto» de las institu-
ciones penales (Garland, 1999a, 290-291).
En función de todo ello, para Garland el castigo es una insti-
tución comunicadora y didáctica, dado que por medio de sus
políticas y declaraciones pone en efecto algunas de las categorías
y distinciones con las cuales se da significado al mundo. Así, la
penalidad actúa como un mecanismo regulador social en dos
sentidos: regula la conducta directamente a través del medio fi'si-
243
co de la acción social, al igual que regula la conducta con un
método diferente de significación. Por lo que, la penalidad no
sólo comunica significados acerca del crimen y del castigo, sino
también acerca del poder, la autoridad, la legitimidad, la morali-
dad y muchas otras cuestiones (Garland, 1999a, 293-294).
En definitiva, para Garland, el castigo es un complejo artefac-
to cultural que codifica, en sus propias prácticas, signos y símbo-
los de una cultura más amplia. Mas, lo que es importante a tener
en cuenta es que esta visión es una propuesta metodológica: un
modo de mirar que ayuda a tener acceso a los significados socia-
les implícitos de la penalidad. Lo que no debe hacer olvidar el
hecho de que el castigo también es una red de prácticas materia-
les sociales y de formas simbólicas, de manera tal que las institu-
ciones penales son parte de una estructura de acción social y un
sistema de poder, al mismo tiempo que un elemento significante
dentro de un ámbito simbólico (Garland, 1999a, 233-234).
244
Su concepción no tiene por objeto ser una síntesis de tradi-
ciones, sino delinear un concepto de penalidad que se encuen-
tre fundado en la multiplicidad de interpretaciones que muestre
su interrelación (Garland, 1999a, 331). Esto es, una metodolo-
gía de estudio que logre condensar toda una trama de relacio-
nes sociales y significados culturales. En palabras de Garland,
«imaginar el castigo de esa manera significa cuestionar la auto-
descripción estrecha e instrumental que suelen adoptar las ins-
tituciones penales [...], y sugerir una percepción con mayor
conciencia social y carga moral respecto de los asuntos pena-
les» (Garland, 1999a, 336-337).
245
nes políticas y decisiones administrativas basadas en una nueva
estructura de relaciones sociales influidas por vmas nuevas sensi-
bilidades culturales. Considera que se asistió a una reemergencia
de sanciones punitivas y de una justicia expresiva una vez que
declinó el ideal rehabilítador: el castigo volvió a ser, una vez
más, un objetivo penal respetado y adoptado. A su vez, los aspec-
tos simbólicos, expresivos y comunicativos de la sanción penal
son abrazados por las nuevas filosofías normativas de la pena
que buscan explicaciones racionales retributivas que expresen de
la mejor manera las suposiciones culturales y los intereses políti-
cos que ahora dan forma a la práctica del castigo. En este esce-
nario, la prisión ha vuelto una vez más a transformarse. Ha pa-
sado de ser una institución correccional discreta y declinante a
un pilar del orden social contemporáneo masivo e indispensable
(Garland, 2001, 6-14).
En esta nueva cultura del control, Garland identifica dos es-
trategias que gobiernan la prevención del delito y su represión: el
«compañerismo preventivo» {preventative partnership) y la «segre-
gación punitiva». La primera engloba toda una infraestructura de
decisiones en las que el Estado y agencias no estatales coordinan
sus prácticas con miras a prevenir el crimen y hacer sentir segura
a la comunidad. Por su parte, la segregación punitiva opera tanto
de una manera expresiva, en la que la balanza punitiva utiliza los
símbolos de la condena y el sufrimiento para comunicar su men-
saje, como instrumental, atendiendo a la protección del público y
de los riesgos. Estrategia, esta última, populista y politizada en la
que se da un lugar privilegiado a la imagen de la víctima, mas no
a su punto de vista (Garland, 2001,140-143).
De esta manera, la penalidad creció como un tercer sector
gubernamental, como un nuevo aparato de prevención y seguri-
dad. Esta cultura del control penal se conformó, a entender de
Garland, alrededor de tres elementos centrales: una recodifica-
ción del penal-welfarism, de una criminología del control y de
un estilo económico de razonar (Garland, 2001, 170-175). Así,
se pasó a enfatizar el control en cada aspecto de la vida social,
con excepción del ámbito económico que asistió a su desregula-
ción, de forma que más y más controles fueron impuestos al
pobre mientras menos y menos controles afectaron a las liber-
tades del mercado. Los ideales de solidaridad terminaron sien-
do eclipsados por imperativos supuestamente más básicos: se-
246
guridad, economía y control, los que abandonaron las ideas de
justicia social; de forma tal que el encarcelamiento sirvió tan-
to para expresar la satisfacción de sentimientos retributivos, como
para constituir u n mecanismo instrumental para el manejo del
riesgo y el confinamiento del peligro (Garland, 2001, 195-199).
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249
EL CASTIGO PENAL EN EE.UU.
TEORÍAS, DISCURSOS Y RACIONALIDADES
PUNITIVAS DEL PRESENTE
251
Consideramos que un aporte de esta naturaleza será una he-
rramienta útil para comprender la historia penal norteamerica-
na y muchos de los debates del presente. Para ello, analizaremos
los orígenes y desarrollo del just desert, la Economía del delito y
de las penas, el renacimiento del pensamiento penal conservador
y los estudios sobre managerialismo y actuarialismo penal.
A esta altura, sin embargo, debemos aclarar un hecho que
aparece, casi, como un presupuesto. El abandono sustancial (o
marcado desplazamiento) del ideal resocializador (o mejor, en
terminología anglosajona: rehabilitador).
Referir la existencia del quiebre del paradigma rehabilitador
durante los años setenta, se ha convertido casi en un lugar co-
mún entre los escritos especializados. Una aproximación pro-
medio a la historia académica oficial, simplificada al extremo y
expuesta en muy breves líneas, contaría que a partir del primer
congreso penitenciario norteamericano realizado en Cincinnati,
en 1870, en el que intervinieron exponentes del progresismo
local como Z. Brockway, T. Dvdght y E. Wines, se consolida
una propuesta punitiva que pretende primordialmente corregir
(y no meramente castigar) a los condenados, individuos que,
por otra parte, se asocian a ciertas patologías. Esta línea, de la
mano de novedosos institutos como la pena indeterminada, la
probation y la parole o libertad condicional, irá difundiéndose
hasta llegar a consolidarse con el nombre de rehabilitación des-
pués de la posguerra.
De allí en más se inicia un período en el que EE.UU. se
ofrece al mundo como ejemplo de las nuevas tendencias pena-
les ligadas al progreso científico y el humanismo, y en el cual
las críticas emergentes se canalizan a través de propuestas de
mejoramiento del modelo. Ello hasta la llegada de los años se-
acontecimientos del 11 de septiembre del 2001 («Tonas gemelas»), señala esta fecha
como punto que demarca un «antes» y un «después» en la historia de Occidente. Esta
mirada sugiere pensar que los desarrollos teóricos e institucionales de variadas temáti-
cas, entre otras la del castigo penal, sufren entonces una abmpta ruptura que invalida
de allí en más los panoramas anteriores. En verdad, consideramos que más allá de las
especulaciones posibles, la cercanía con estos hechos impide por el momento afiíma-
ciones «científicas» de esta índole, las que, por otra parte, aún no se compadecen con
la apai^nte continuidad de ciertas prácticas e institutos. Más allá de la ansiedad teóri-
ca, nuestra afirmación se muestra aceitada si tomamos en consideración que recién
en los últimos años se hacen fuertes las lecturas generales sobre el impacto de la
década de los setenta en el campo de las políticas penales.
252
tenta, la crisis de la criminología etiológica o positivista y, junto
a ella, la crisis fiscal y la del Estado de Bienestar. En ese contex-
to se producen fortísimos embates de derecha e izquierda que a
mediados de aquella década promueven el fin del ideal rehabili-
tador (Alien, 1998; Rothman, 1980; Rotman, 1995; Garland,
2001; Friedman, 1993; Rivera Beiras, 2003).
Efectuada esta salvedad, podemos entrar de lleno en las
nuevas tendencias que ya desde hace algunos años intentan
ocupar el lugar que la lógica señalada dejara vacío.
253
conspicuo) y presentada como el informe del Comitee for the
Study of Incarceration.
Como recuerda Garland:
4. Salvo en los casos en los que se ha citado literatura en castellano, las traduccio-
nes nos pertenecen.
5. En verdad Morris ya en 1974 (1985) planteaba al retribucionismo como un
límite máximo de la imposición punitiva, de una manera similar a la propuesta por
C. Roxin el ámbito europeo con respecto a la culpabilidad.
254
Como sus propios teóricos afirman, el «justo merecimiento»
se plantea como una teoría de la justicia aplicada al castigo
penal. Como ya hizo notar Pavarini (1994, 11) en nuestro ámbi-
to, sus críticas a la rehabilitación se enderezan a cuestionar que
la pena como instrumento preventivo (en términos del pensa-
miento en estudio: utilitarista) es imposible de conciliar con lí-
mites precisos. Para ello, esta teoría rescata el arsenal teórico
de las formulaciones kantianas y parte del penalismo clásico de
Beccaria y Bentham que liga a la idea de retribucionismo, pro-
porcionalidad y prevención general (deterrence). Estos elemen-
tos se remozan, sin embargo, con contribuciones más recientes
de la filosofía de la justicia, como las expuestas por autores
como Rawls, o Dworking, junto a influyentes ensayos pena-
les del mismo corte como los de H.L.A. Hart (Von Hirsch, 1986,
50; Duff y Garland, 1994, 10; Rabossi, 1976).
Lo cierto es que durante el apogeo de la rehabilitación, las
referencias a retribución y proporcionalidad aparecían como
las ideas más oscuras fi-ente al castigo. De hecho, en el mundo
anglosajón el término punishment o castigo tenía (y tal vez aún
tiene) un significado más emotiva que en el castellano. En cier-
ta forma, hace alusión a la idea del tallón y la venganza; el
sentimiento liberado pre-modemo en lugar de la propuesta
científica. Así pues, resulta ilustrativo que en 1963, un proyecto
de legislación publicitado por el National Council on Crime and
Deliquency (Model Sentencing Act) resaltaba expresamente que:
«las penas no deberán basarse en la venganza o la retribución»
(cit. Von Hirsch, 1998, 139-140).
Tomando en consideración estos antecedentes, a mediados
de los setenta Von Hirsch se esmeraba en diferenciar la retribu-
ción clásica de la venganza, tanto popular, como estatal. Propo-
nía utilizar el concepto de merecimiento —mucho más desliga-
do de esta clase de críticas— que poseía mayor capacidad para
expresar la idea central que su teoría proyectaba.* Pero además,
la imagen del merecimiento se relacionaba con los derechos
individuales; con la búsqueda de una pena que se dirige al cul-
255
pable por lo que ha hecho y n o u n a que utiliza su castigo como
beneficio de la comunidad; después de todo debía quedar en
claro que «nadie puede ser p e n a d o o sacrificado por el bien de
los otros» 7 Es p o r ello que el criminólogo inglés Anthony Bot-
toms ubica a esta propuesta en el movimiento de derechos hu-
m a n o s que despunta allí entre los años cincuenta y sesenta
(Bottoms, 1995, 23).
Sucede que Von Hirsch, siguiendo a Prolegomenon to the
Principies ofPunishment,^ la influyente obra de H.L.A. Hart, con-
sidera que el estudio de la justificación del castigo penal debe
deslindarse en dos aspectos: u n primer aspecto relacionado con
la justificación general de su existencia; pero también otro que
permita analizar la justificación de la determinación (concreta)
de la pena a imponer {allocation of piinishment). Es decir, que
pueda resolver cuánto castigo o cuánta severidad debe sufiir
quien ha cometido cierto delito (Von Hirsch, 1986, 59).
Como se advierte, esta arista conecta particularmente la
preocupación filosófica de tipo ahistórica con el problema la-
tente de la disparidad (arbitrariedad) punitiva que aquejaba a la
experiencia norteamericana del castigo rehabilitador. Por ello
también, el desert se presentó engrosado p o r u n a doble misión:
justificar filosóficamente la existencia y necesidad de las penas,
pero también guiar la imposición de los castigos en la práctica.
Dicha circunstancia fiíe especialmente remarcada por Von
Hirsch en u n a de sus últimas obras:
256
europeo continental entre teorías absolutas, relativas y mixtas.
Esta propuesta frecuentemente requiere, aun en un segundo
plano, de la ayuda de la prevención general negativa o pena
disuasoria (deteirence) (Von Hirsch, 1986, 54).
Esta mirada pretende erradicar la prevención (el utilitaris-
mo) de la justificación, y dar centralidad al argumento de justi-
cia, pero sin caer en la aporía de una deslegitimación de la
pena. Entiende que ya no es la época (ni el ámbito pragmático
norteamericano es lugar) de los imperativos categóricos.
En este sentido, sostiene que el merecimiento está enclava-
do en el sentido común, y que ello aporta un apreciable conteni-
do ético a la justificación (expresa que cualquier persona de la
calle diría que la gente debe ser castigada —o también premia-
da— sólo cuando lo merece). Afirma asimismo que se relaciona
con la comisión de un hecho incorrecto (yvrot^gdoing), un suce-
so pasado, tangible y de conocimiento certero. Ello la distingue
fundamentalmente de otro tipo de justificaciones como la pre-
vención general negativa, la rehabilitación y la incapacitación,
que obran en función de un hecho futuro y potencial: la preven-
ción de nuevos delitos.
Así pues, en sus expresiones está presente Kant cuando afir-
ma que los miembros de una sociedad tienen la obligación recí-
proca de no interferir con la libertad de los demás, y que el
castigo al infractor devuelve el equilibrio ya que cesa la ventaja
que posee sobre los otros. Pero a esto suma un elemento que
pretende explicar por qué la privación debe tomar necesaria-
mente la forma de castigo, por qué recibir lo merecido implica
la imposición de un sufrimiento (como también se lo pregunta-
ba N. Christie en Lo5 límites del dolor [1981] bajo una perspecti-
va muy distinta).
En orden a este punto, la versión del just desert que comenta-
mos introduce adicionalmente el concepto de desaprobación mo-
ral presente en la articulación de famosos filósofos anglosajones
como J. Feinberg (Rabossi, 1976). Von Hirsch considera que
quien infringe el derecho de los demás merece ser culpado por su
conducta, y por ello, puede ser sancionado a través de una res-
puesta como el castigo, única forma conducente de expresar re-
probación moral y cuantificar, con cierta exactitud, dicha repro-
bación (cosa que, aparentemente, Kant no podía hacer). Lo ha
expresado de este modo: «la sanción no sólo debe privar al infrac-
257
tor de la "ventaja" obtenida por su Mta de respeto a las reglas (la
explicación kantiana), sino hacerlo de manera que adscriba culpa
(la explicación reprobatoria)» (Von Hirsch, 1986,49).*
De esta forma, culpar a quienes cometen actos «incorrectos»
permite reafirmar los valores morales que se infringen, efectuar
una condena simbólica del hecho. Aquí es donde hace apari-
ción el componente comunicativo (preventivo general) que
mencionamos anteriormente, y que tiende puentes —creemos
que aún sin explorar— con las teorías funcionalistas alemanas
o españolas que se han desarrollado paralelamente en el tiem-
po. La línea argumental del merecimiento precisa su interven-
ción para equilibrar el dolor que se suma, e infringe, con la
aplicación de la pena.
De esta manera, Von Hirsch entiende que la prevención ge-
neral (negativa) no se sustenta per se como justificación, pues
da lugar a considerar al individuo como un medio (y de esta
forma vulnera sus derechos individuales). Pese a ello, admite su
valor residual porque afirma que si la disuasión no existiera en
absoluto, el número de delitos, sin duda, incrementaría. Conse-
cuentemente, en el just desert la amenaza penal también cum-
ple un papel relevante. Se considera que la prevención general
detiene más miserias de las que causa al infligir dolor, y así,
reafirma la necesidad de imponer la pena merecida: «mientras
la prevención general da cuenta de por qué el castigo es social-
mente útil, el merecimiento es necesario para explicar por qué
la utilidad puede ser perseguida, justamente, a expensas del in-
firactor» (Von Hirsch, 1986, 51).
También se considera que la severidad penal debe medirse en
virtud de la pena merecida, o sea, la reprobación por el hecho
realizado. Así pues, la reprobación depende de la gi-avedad del
hecho delictivo, y éste, del daño causado y la culpabilidad del au-
tor. Destaquemos que a diferencia del ámbito jurídico europeo
continental (y conforme con el desarrollo jurídico anglosajón), en
este último concepto se consideran comprendidos la intencionali-
dad, culpa o negligencia que se expresa en el delito, y los antece-
dentes del penado (Toniy, 1996, 18; Hendler, 1996, 52).
En consecuencia, se afirma que para que la justicia no se
258
desvirtúe, dos delitos iguales, cometidos en circunstancias simi-
lares, deberían llevar aparejadas la misma pena (principio de
paridad); de aquí la necesidad de establecer un sistema de pe-
nas fijas o determinadas (determínate sentencing).
Por supuesto, estas propuestas no desconocen la dificultad
de delimitar los criterios de proporcionalidad. Ya Bentham ha-
bía llegado a esta innegable conclusión, doscientos años antes.
De tal manera, en obras posteriores Von Hirsch ha ido preci-
sando los pasos necesarios para fijar dos clases o ejes de pro-
porcionalidad. Uno que llama «ordinal» (que expresa que a deli-
to semejante debe imponerse una gravedad punitiva semejante)
y otro «cardinal» (que entiende que los distintos delitos deben
ser jerarquizados en una escala global de penas). La conjunción
de ambos permitiría «anclar la escala de penas», es decir, fijar
la política penal que determine cuál debe ser la pena más leve, y
cuál la más severa (Von Hirsch, 1998, 71).
259
Si esta mirada comparada con el just desert presenta perfil
más bajo entre los estudios y textos penales, cuenta también
con un movimiento de mayor despliegue y empuje (Naciones
Unidas, 1975, 81; Feeley y Simón, 1994, 188).
En efecto, a principios de la década de los sesenta se desarro-
lla un cuerpo de estudios de metodología unitaria conocido lue-
go como Análisis económico del Derecho o Law and Economics.
En pocos años, liderado por la Escuela de Chicago (y gracias a
una multiplicación de sus adeptos), comienza a captar un consi-
derable espacio en el campo académico, teórico y práctico de
Estados Unidos, y luego también de otros países como Francia,
Alemania e incluso España. Expresión de lo primero es su inte-
gración en los planes de estudio de las más importantes universi-
dades norteamericanas; ejemplo de su expansión teórica, la con-
formación de un nuevo vocabulario económico-jurídico y la exis-
tencia de variadas publicaciones especializadas en la materia
(pueden mencionarse el Journal of Legal Studíes o el Journal of
Law and Economics, entre varios otros) junto a una apabullante
cobertura y difusión en Internet. Finalmente, a nivel práctico, el
esparcimiento de sus contribuciones en los tribunales, y el nom-
bramiento en la magistratura estadounidense (incluso en la Cor-
te Suprema nacional) de algunos de sus más caros representan-
tes (Mercado Pacheco, 1994, 30-32; Cootery Ulen, 1997, 2-3).'°
Ahora bien, entre los temas primeramente explorados por
este moxdmiento se encuentra «la economía de los delitos y de
las penas», aún hoy una de sus áreas más preciadas. Tras los
pasos de autores como Beccaria y Bentham, pero también bajo
las enseñanzas de F.A. Hayeck y de Milton Friedman, esta co-
rriente propone analizar la conducta delictiva y el castigo penal
con las herramientas de la economía neoliberal como lo haría
con cualquier otra conducta humana.
Nuevamente, de señalar a un fundador debería apuntarse al
profesor de la Escuela de Chicago Gaiy Becker, quien en 1968
10. El multifacético (por sus variados estudios sobre sexualidad, literatura, dere-
cho y economía) Richard Posner, considerado e! más genuino representante de este
movimiento —y de mayor interés paia nuestros estudios— fue nombrado juez de la
Corte de Apelaciones de Estados Unidos, junto a otixjs «colegas» como Frank Easter-
brok, Guido Calabresi, Douglas Ginskburg, Robert Bork o Alex Kozinski. Sephen Bre-
yer, luego de integrar la primer U.S. Federal Sentencing Comission, fue elegido en
1994 para la U.S. Supreme Court, cargo que ocupa en la actualidad.
260
publicaba el primer ensayo moderno sobre el tópico: Crime and
Punishment: an Economic Approach (Becker, 1974) convirtiéndose
en uno de los pioneros de la Law and Economics (Naciones Uni-
das, 1975; Mari, 1983,116; Rorbert, 1981; Posner, 1985,1.193)."
Después de una primera compilación importante encabeza-
da por el trabajo de Becker (Becker y Landes, 1974)'^ siguieron
nutridos ensayos de tipo teórico y empírico. Robert (1981) men-
ciona que estas últimas investigaciones sviperaban la centena al
finalizar la década de los setenta y hoy serían difi'cilmente cal-
culables. Ya a mediados de los ochenta, Richard Posner, con-
vertido luego de Becker en uno de sus representantes más cons-
picuos, refirió que desde entonces los trabajos sobre la ley penal
se reprodujeron notablemente, concentrados en cuatro áreas:
261
ximaciones similares, subsisten numerosas formulaciones y va-
riados modelos, por lo que incluso desembocan en conclusiones
distantes u opuestas entre ellas.''' Usualmente las críticas están
acompañadas de una creciente incorporación de variables y con-
secuente complicación de las fórmulas matemáticas que también
repercuten en las propuestas de selección de las penas (Montero
Soler y Torres López, 1998). De todas fonnas, tras la variedad de
estudios puede encontrarse una lógica general que caracteriza la
singularidad de este campo del pensamiento penal.'^
En primer lugar, coherentes con las aproximaciones de la
economía clásica y de penalistas como Beccaria o Bentham
—a quienes consideraron sus precursores— (Becker, 1974, 45;
Marí, 1983, 116) estos trabajos mezclan descripciones con
fórmulas prescriptivas. En verdad, si bien jvistifican ciertas de
las prácticas punitivas o el diseño del sistema penal en orden
a las lógicas económicas (así, por ejemplo, la mayor penalidad
de los delitos violentos por sobre los económicos [Posner,
1985, 1209]), también critican la irracionalidad de las políti-
cas y normas vigentes proponiendo guías y reformas legislati-
vas necesarias para una satisfacción jurídico-económica cons-
ciente (Stigler, 1974, 66).
Pueden destacarse asimismo sus fonnulaciones, nutridas
por el individualismo, el principio de escasez y el utilitarismo,
que se mueven en un terreno netamente instrumental. De este
enfoque surgen preguntas del estilo: ¿cómo obtener los mejores
beneficios con recursos limitados?, ¿cómo minimizar el coste
social del delito? Para ello plantean un acercamiento sistémico
que valora las repercusiones de cada instituto —^la pena, espe-
14. Así, por ejemplo. Montero Soler y Toires López (1997) distinguen y analizan
cuatro modelos económicos del comportamiento criminal. El modelo Becker, el mo-
delo de Ehrlich, el modelo de Block y Heineke y el modelo de Sah.
15. La intención de este trabajo no es tanto inglesar en el estudio crítico de la
teoría expuesta sino, más que ello, analizar sus presupuestos, direccionamientos, asi-
milaciones e implicancias. Sí se han ocupado de lo primero trabajos como los de
Robeit (1981) —en un sentido más amplio—, o Man' (1983) —basado en ia labor de
Becker. Ellos han cuestionado la metodología analizada, el reduceionismo de su apio-
ximación, el individualismo metodológico que las guía, el excesivo instiumentalismo,
la disidencia entre investigaciones del ramo, la confianza en los datos estadísticos
utilizados o las categorías aplicadas (Robeit), la negación del vínculo economía y polí-
tica, la desigualdad en el uso de las multas y la prisión o la carencia de una razón
moral que permita considerarla justificación del castigo (Marí), entre otios puntos.
262
cialmente— en relación con todo el sistema de justicia criminal,
y que conduce a objetar como irrazonable la ineficacia en la
reducción de la delincuencia (Robert, 1981, 204).
El análisis del costo social que conllevan los delitos resulta
sumamente ilustrativo de esta propuesta y su ruptura con el «sen-
tido común penal» de nuestros días. Bajo la influencia de esta
preocupación, Becker comenzaba su trabajo afincando que en
algún punto el costo social de erradicar el delito (elemento que
incorporaba u n cálculo complejo del perjuicio total de la acción
jimto al beneficio del inñnctor) sería superior al costo social gene-
rado por éste. Iluminando esta concepción en el inicio de su texto
pionero, Becker se preguntaba con aparente crudeza: ¿cuántos
delitos deberían ser pennitidos y cuántos delincuentes deberían
escapar impunes? (Becker, 1974,2; Mari, 1983, 120).
La distancia con el presupuesto positivista es notable, aun-
que u n a lectura de ciertos pasajes podría h a c e m o s pensar que
la diferencia no es tal. De hecho, el positivismo también era
consciente de que los delitos sólo podían detenerse dentro de
ciertos límites. El m i s m o Ferri había argumentado en Sociolo-
gía criminal que:
. 263
En el análisis económico, la actividad delictiva se disocia de
las patologías y motivaciones a las que la explicación positivista
la había llevado (aunque ciertos de sus aportes puedan reingre-
sar como variables específicas), y se reubica en el mundo de las
acciones racionales, guiadas por las preferencias individuales,
las oportunidades, los costos y los beneficios. En palabras de
Posner: «una persona comete un delito porque los beneficios
que espera de éste exceden los costos previstos» (Posner, 1998,
242). Debe entenderse que los costos no necesariamente son
tangibles o pecuniarios, como en el caso de los delitos de pa-
sión. Por esta razón,
264
ayuda de ellos se intenta precisar una sanción óptima para cada
delito; es decir, la que otorgue mayor eficiencia económica
prescindiendo de consideraciones morales o éticas (Montero
Soler y Torres López, 1998, 128).
La sanción óptima se deriva tanto en ftmción de la clase de
pena como en el quantum. Así, para la Economía de las penas la
disuasión se satisface de la misma manera si se aumenta la
certeza de condena, como si se incrementa la magnitud puniti-
va. Ahora, a diferencia de los pensadores clásicos, ello no los
lleva necesariamente a cuestionar la severidad de las penas
como irracional (Robert, 1981, 221). De hecho, muchos de los
trabajos de los que hablamos justifican elevar los máximos pu-
nitivos argumentando que la modificación legislativa comporta
—en términos de costos sociales— mucho menos que lo que
implica un reforzamiento en las agencias de justicia que posibi-
lite la persecución penal (ej.: más y mejor policía, mejores servi-
cios de judicatura, etc.).
En algunos casos como el de Ehrlich y Posner, a la par de la
disuasión también se contempla el efecto incapacitador de la pri-
sión (Ehrlich, 1974, 83; Posner, 1998, 247), y se utilizan nocio-
nes de marginalismo^^ (Mari, 1983, 118) para cuestionar la irra-
cionalidad de toda severidad punitiva improductiva. Es el caso
de Stigler cuando plantea que: «si el infractor es ejecutado por
un delito menor y por homicidio, entonces el homicidio no tie-
ne disuasión marginal. Si al ladrón se le corta la mano por to-
mar cinco dólares, tomará igualmente 5.000» (1974, 57).
Con respecto a la selección de la pena más adecuada han sur-
gido varias propuestas. Becker se pronuncia decididamente por las
multas, pues por su carácter económico implican una treinsferen-
cia de renta pura a la sociedad, que reduce el costo social provoca-
do por el daño del delito, en lugar de incrementarlo.'^ Posner, sin
265
embargo (uno de los «duros») considera que aun las multas eleva-
das pueden no proveer suficiente disuasión para delitos como el
homicidio, y en consecuencia estima que la prisión todavía posee
un «gran espacio» en el sistema de sanciones (1985, 1209).
La pena capital tampoco escapa a las argumentaciones cru-
zadcis sobre su eficacia.'* E n 1975 Ehrlich había realizado los
primeros estudios empíricos sobre aquella buscando revalidar su
efectividad preventiva (Robert, 1981, 217). También se ha soste-
nido que la necesidad de u n amplio marco punitivo que distin-
guiera entre los delitos más leves y los más gravosos, puede lle-
var a que la imposición fuese conveniente, para estos últimos. Se
señalan especialmente casos clave como el del prisionero que
cumpliendo una condena perpetua, sin posibilidad de reducción,
se vería incentivado (burdamente, «por el m i s m o precio») a ma-
tar en prisión, salvo que estos homicidios se penaran con la
muerte (Posner, 1985, 1211). No obstante ello, el mismo autor
también ilustra agudamente el razonamiento económico aplica-
do, al esbozar nuevas afirmaciones de sesgo contrario:
266
sión puede considerarse equivalente al total de los ingresos que
se deja de percibir, más el valor que el individuo otorga a las
restricciones sobre el consumo y la libertad personal. Como
bien señala Mari (1983, 123) al examinar el trabajo de aquél, de
esta forma, a pesar de rozarla, su comprensión pasaba de largo
frente a la tesis de Pashukanis que ya en 1924 vinculaba el valor
abstracto trabajo-tiempo con la pena de prisión y con la multa
(Garland, 1991,111).
También notaba Man su distanciamiento con Bentham,
cuando hace depender el cálculo de estas sanciones con el be-
neficio de la ofensa, el costo y daño marginales, y no con la
riqueza del ofensor. A decir verdad, tal vez la nota de mayor
trascendencia y flanco crítico de este enfoque sea su intento de
redefinir la noción de justicia (faimess), que utilizan los tribuna-
les, en términos económicos. Acorde con ello, Becker expresaba
que «si algunos infractores pueden pagar la multa por un delito
dado y otros no pueden, los primeros deben ser castigados sólo
con la multa y los otros parcialmente por otros métodos [en
referencia a la prisión]» (Becker, 1974, 31).
Conforme con esta visión, que la imposición de un castigo
frente a otro pudiera ser justa no depende de la pena en sí (ni
sobre quien recaiga ésta) sino de la comparación cuantitativa
entre el término de la prisión y el de la multa.
267
canos como Zimring y Hawkins remontan sus primeras formu-
laciones a Bentham. Este autor definía la incapacitación como
«la prevención de delitos similares por parte del mismo indivi-
duo, por la privación del poder de hacer lo mismo». Zimring y
Hawkins cuentan que en Panopticon versus New South Wales,
escrito en 1802, el pensador utilitarista dedicaba una extensión
considerable a teorizar sobre la «incapacitación para delitos re-
cios (fresh offenses)» (Zimring y Hawkins, 1995, 19).
En verdad, sostienen que la referencia de Bentham a la inca-
pacitación surgía como una crítica al sistema de transportación
ultramarina por parte de un devoto de la prisión. Aun así, ésta
era situada como el último objetivo de la pena, luego de la pre-
vención general y la prevención especial.
En nuestro contexto, debemos mencionar, necesariamente,
un segundo momento histórico que se relaciona con la propuesta
de Von Liszt; casi un desconocido para la teoría penal anglosajo-
na. Recordemos que en su Programa de la Universidad de Marbur-
go, de 1882, Von Liszt sintetizaba el penalismo clásico y la dog-
mática con las nuevas influencias de la escuela positiva, elaboran-
do una clasificación impregnada hasta el día de hoy en el pensa-
miento europeo: «1) corrección del delincuente capaz de corregir-
se y necesitado de corrección; 2) intimidación del delincuente que
no requiere corrección; 3) inocuización del delincuente que care-
ce de capacidad de corrección» (Von Liszt, 1995, 83).
Sobre este último grupo, identificado explícitamente con los
delincuentes habituales, dirigía la atención principal, y alteran-
do el orden de su exposición expresaba: «La sociedad ha de pro-
tegerse frente a los sujetos incorregibles. Sin embargo, si nosotros
no queremos decapitar ni ahorcar, y no podemos deportar; úni-
camente nos queda la cadena perpetua (o, en su caso, por un
tiempo indeterminado)» (Von Lizt, 1995, 86).
Pese a esta manifestación y la generosa acogida del positi-
vismo criminológico (pensemos sólo en autores como Lombro-
so o Garófalo, críticos de la posibilidad de corrección indivi-
dual), Zimring y Hawkins afirman que en el ámbito norteame-
ricano su lugar fue marginal y acotado frente al dominio de la
rehabilitación; también que casi desapareció de los manuales
de Derecho penal y penología, y debió esperar hasta los años
setenta para afirmarse en uno de los primeros puestos. No obs-
tante aquello, agregan que a mediados de los noventa podía
268
afirmarse que la incapacitación se había convertido en la prin-
cipal justificación de la prisión en el sistema de justicia de
EE.UU. (Zimring y Hawkins, 1995, 3, 24).
Entre los ejemplos de este despegue podemos encontrar ma-
nifestaciones de teoría científica, pero también afirmaciones
político-criminales de más amplia divulgación. Este es el caso
del famoso discurso del presidente norteamericano Gerald
Ford, pronunciado en el año 1975 en la Escuela de Leyes de la
Universidad de Yale. Ford expresaba;
269
en orden al ejercicio de poder. El modelo de los Shinnar, por
ejemplo, conllevaba un incremento de la población prisionizada
al triple o el cuádruple de los niveles existentes.
No obstante estos obstáculos, aquella justificación del casti-
go también puede ser analizada y sustentada a partir de una
segunda formulación que se propone maximizar racionalmen-
te la pena incapacitadora: la teoría de la «incapacitación selec-
tiva» (Blackmore y Welsh, 1983; O'Malley, 1998; Feeley y Si-
món, 1992; 1994).
19. La obra se publica el mismo año como Selective lucapacilalion: Repon Prepared
for the National Imlilute ofJuslice, Santa Mónica, Rand Coip.
270
Encarcelando un ladrón que supera el porcentaje de 90 [del índi-
ce de riesgo], por un año, se prevendrían más robos que encarce-
lando 18 infractores que están por debajo de la media, por el
mismo período de tiempo. La dificultad yace en identificar a
aquellos de alto riesgo [cit. Blackmore y Welsh, 1983, 509].
271
Lo más importante de toda esta operación es que la tabla
sería utilizada como modelo de predicción; si un infractor po-
seía cuatro o más de estas características era clasificado como
infractor de alto riesgo y debía agravársele la pena de prisión
correspondiente, si poseía menos de dos, se lo consideraba de
bajo riesgo y podía penárselo con el mínimo establecido por la
ley (Blacmore y Welsh, 1983; Zimring y Hawldns, 1995, 34).
Ahora bien, las características que Greenwood había selec-
cionado para conformar su esquema de predicciones eran las
siguientes:
272
la existencia de tres tipos de pronósticos o predicciones. Las
intuitivas, las categóricas o estadísticas y las anamnésicas.
Mientras las primeras eran predicciones de baja certitud muy
ligadas al azar y desconfíables por ello, las segundas se relacio-
naban con el conocimiento de factores que en su conjunción
permitían suponer la acción futura (y que solían aparecer en las
tablas de expectativa de vida o mortalidad, e incluso se ensaya-
ban en la libertad condicional); las anamnésicas, ligadas al exa-
men individual, se basaban en el estudio de las acciones pasa-
das de la gente. A decir verdad, contrariamente a la incapacita-
ción selectiva, Morris consideró indudablemente cierto que con
el avance del estudio clínico se produciría un pasaje gradual de
lo estadístico a lo anamnésico (Morris, 1985, 59). Referencias
posteriores, sin embargo, afirmaron que la incapacitación selec-
tiva tuvo, al menos, especial influencia en los nuevos proyectos
de diseño político-criminal de algunos estados norteamericanos
(Feeley y Simón, 1994).
273
Para decirlo en pocas palabras, tal vez sería más preciso
identificar en ellos la exposición del pensamiento «tradicional»
frente al castigo penal, el orden social y las instituciones esta-
blecidas, la protección a la víctima y la sociedad y el desprecio
al delincuente (Cullen y Gilbert, 1989, 37). Estos autores reto-
man el discurso severo de los siglos xvín y XK que se vio desa-
creditado con la emergencia de la prevención especial positiva o
rehabilitación, aunque en algunos casos también aparece fuer-
temente aferrado a teorías biológicas. Esta últimas, renovadas
pero muy similares a las planteadas por la línea «dura» del po-
sitivismo peligrosista, recuerdan los trabajos de Lombroso en
Europa, y de Charles Caldwell, M.B. Samson, los hermanos
Fowler, Richard Dugdale, Robert Fletcher, Arthur Me Donald o
William Healy, en EE.UU. (Vold, 1958, 78-80; Bames y Teeters,
1963, 133; Platt, 1988,49-53).
Sin embargo, la característica más importante de aquéllas
es el sólido respaldo que han recibido de importantes centros y
universidades norteamericanas (por ejemplo, Harvard).
Pese a lo dicho más arriba, a mediados de los setenta esta
revitalización ya no sería sorprendente. En 1975, el futuro pre-
sidente norteamericano, Ronald Reagan, expresaba en su dis-
curso de campaña que la proliferación de los delitos no debía
buscarse en las estadísticas de ingresos ni en la riqueza: «El
primer problema es un sistema de justicia criminal que parece
haber perdido mucha de su capacidad para determinar la ver-
dad, perseguir y castigar al culpable y protegei' a la sociedad»
(cit. Cullen y Gilbert, 1989, 95). Un año más tarde, en una pre-
sentación ante la Facultad de Derecho de Yale, el presidente
Gerald Ford —destacando muchas de las falencias del sistema
de justicia— reproducía una arenga de tónica similar. Afirmaba
que el delito florecía a causa de un sistema de justicia criminal
que bajo la influencia del ideal de tratamiento era demasiado
indulgente con los infractores.
El punto central de estas críticas se dirigía a una justicia que
prefería beneficiar al delincuente que prevenir la victimización
de ciudadanos inocentes. Como expresaba el senador republica-
no William V. Roth, Jr.:
274
víctima del delito. Es tiempo de que la ley se preocupe más de los
derechos de la gente para cuya protección ella existe [cit. CuUen
y Gilbert, 1989, asj.^"
20. Estas citas son muy interesantes, pues muestran que la recuperación de la
víctima, asociada a movimientos liberales o abolicionistas, también ha nacido, en pa-
ralelo, como preocupación de los sectores más conservadores. De esta forma, a media-
dos de los años setenta a la par que se popularizaba el magnífico tiabajo de Christie,
«Confiicts as property» (1992 [1977]) donde se redescubría a la M'ctima, expropiada de
su conflicto por el Estado —movimiento que tomaría verdadero cueipo en los ochenta
con la declaración de organismos internacionales como las Naciones Unidas, o el Con-
sejo de Europa— también se realzaba su figura para justificar un mayor ejercicio
punitivo. La expresión de una especie de «suma cero» en la cual reconocer su papel
significaba aumentar la dureza del sistema penal con los delincuentes; ha sido recono-
cida por Garland (2001,144).
275
Como Emest Van den Haag, cuyo libro [...] apareció el año si-
guiente [1976], Wilson insistió en que los índices delictivos nortea-
mericanos eran altos porque las posibilidades de ser detenido,
condenado y severamente castigado se habían wielto muy bajas.
Argumentaba que las consideraciones intimidatorias debían ajus-
tar el nivel general de imposición de penas y que los delincuentes
peligrosos o reiterantes debían ser sujetos a penas extra, incapaci-
tadoras, y en algunos casos a la muerte [Garland, 2001, 59-60].
21. Recordemos que la nueva penología o New Penology originaria era la identifi-
cación con la que se conocía al movimiento correccionalista nacido en el siglo XIX y
examinado en el capítulo I de este trabajo. En verdad —como veremos— en esta
última expresión se pretende mancar la idea de una nueva «iiiplura» punitiva con
tanta trascendencia como la que en su oportunidad tuvo aquella.
276
cepto de riesgo y que crecientemente gobierna sus problemas
en términos de discursos y tecnologías de riesgo (O'Malley,
1998, xi; Ericson y Garriere, 2001, 178-182).
A decir verdad, esta temática reconoce dos escuelas de pen-
samiento diferentes que, pese a ello, parecen compartir algunos
puntos de atención (como la referencia a las estadísticas, la ac-
titud o mentalidad social ante el riesgo, el abandono de la no-
ción de culpa individual, etc.). Siguiendo a O'Malley (1998;
1999) y Ericson y Garriere (2001) podemos considerar que tal
vez la más conocida es la que proviene de los trabajos de An-
thony Giddens, Ulrich Beck y Mary Douglas. Ella se concentra
en los cambios sociales producidos por la emergencia de los
riesgos masivos y globales que se desarrollan en el siglo XX (y
que pueden ser ejemplificados con la radiación nuclear y la pro-
blemática ambiental). Se afirma que estos riesgos afectan a
todos; más allá de la clase, raza o género, generan formas de
conciencia y organización social (sociedad de riesgo) muy dis-
tintas a las que caracterizaban la sociedad de clases de princi-
pio de siglo. Así por ejemplo, la información se hace crucial, los
científicos deben responder sobre los riesgos asumidos, la gente
piensa en términos de riesgo, etc. (Beck, 1998; Giddens, 1994,
106; Beriain, 1996).
La otra línea —de mayor influencia en criminología— es la
representada por los últimos estudios foucaultianos de la guber-
namentalidad, desarrollados con posterioridad a Vigilar y casti-
gar (1989). Esta aproximación no se preocupa (como la prime-
ra) por los riesgos sociales «reales» y tangibles, sino que, en
forma más «agnóstica», lo hace por la fonna en que las nocio-
nes de riesgo —entendido en un sentido probabilístico— se uti-
lizan en momentos históricos determinados para ejercicios de
poder distintos del disciplinario (Foucault, 1991; Gastel, 1986;
De Marinis, 1998, 1999).
Sobre este material se desarrollan los estudios sobre manage-
rialismo y actuarialismo, ampliamente difxmdidos en los últimos
tiempos.^2 A pesar de que no siempre se identifican en sustancia.
22. Las primeras referencias a esta idea parecen arrancar a mediados de los
ochenta, cuando Cohén (1988) destacaba un énfasis creciente en las políticas penales
en orden a los comportamientos extemos de los penados que definía como un neo-
conductismo (Neo-behaviourism).
277
orígenes y extensión, y de acuerdo con los autores exhiben dis-
tintas implicancias y reconocimiento práctico (Feeley y Simón,
1992, 1994; Young, 1999; Bottoms, 1995; O'Malley, 1992; Gar-
land, 2001; Matthews, 2002; Rivera Beiras, 2002), podemos in-
tentar definir una idea aproximada para esta exposición.
Bottoms, por ejemplo, entiende al managerialismo como
un enfoque desarrollado en el ámbito de la justicia criminal y
los sistemas penales, que caracteriza a través de las dimensio-
nes sistémica, consumista y actuarial.
Sucintamente, la dimensión sistémica es fimdamental en
este concepto e implica un énfasis en el sistema de justicia cri-
minal entendido verdaderamente como un sistema y no como
una suma de partes. Existe un énfasis en la cooperación entre
agencias para arribar a fines comunes, conciencia de la necesi-
dad de diseñar un plan estratégico conjunto, y la creación de
indicadores clave que ayudan a medir en porcentuales la efi-
ciencia y eficacia de las agencias penales. También se destaca
un constante monitoreo de información agregada sobre el siste-
ma y su funcionamiento, llevando todo ello a dar primacía al
control de objetivos internos más que extemos (ej.: condenas
impuestas en lugar de individuos resocializados).
En la segunda dimensión destaca el interés en la mirada de
aquellos a quien está dirigido el servicio (consumidor) para che-
quear si se desarrolla satisfactoriamente, lo que define una nue-
va imagen de persona.
Finalmente el aspecto actuarial reemplaza la descripción
moral o clínica con un lenguaje de cálculos probabilísticos y
estadísticas aplicadas a poblaciones peligrosas en lugar de indi-
viduos (Bottoms, 1995, 24-34).
Garland, a su vez, acercando más estas lógicas a la del análi-
sis económico del delito ya estudiado, destaca el desarrollo de
técnicas gerenciales en la industria privada, que luego pasan al
sector público y, a través de un razonamiento económico de
costos y beneficios, modifican un razonamiento que antes estu-
vo sustentado en consideraciones sociales implicando un verda-
dero cambio en la forma penal de pensar, y logra que el perso-
nal del sistema de justicia criminal utilice para controlar a los
delincuentes las mismas técnicas que utiliza para controlarse a
sí mismo (Garland, 2001, 188-190).
En este orden de ideas, Malcom Feeley y Jonathan Simón
278
han venido planteando una mirada mucho más sustancial fren-
te a estas nuevas lógicas que denominan actuariales, ya que
consideran que lejos de expresiones aisladas o pasajeras, son
producto de la emergencia de una «nueva penología» o forma
de entender y practicar la prevención de delitos y el castigo pe-
nal. También manifiestan que tendría su punto de irradiación
en EE.UU. y que probablemente en breve dominaría todo el
sistema de justicia criminal (Feeley y Simón 1992; 1994).
En este sentido consideran que a partir de los años setenta se
despliega una lógica novedosa que se extiende al sistema penal y
modifica varios de los presupuestos sobre los que se había des-
plegado durante gran parte del siglo XX, constituyendo un nuevo
paradigma penal. Consideran que la «antigua penología» tenía
enraizado su interés y su unidad de medida en los individiios y
por ello estaba basada en nociones como culpa, responsabilidad
y obligación, al igual que diagnosis, intervención y tratamiento
individualizado del delincuente. Juzgaba al delito como un acto
desviado o antisocial que merecía respuesta, que requería ser
normalizado. Por ello su intención principal estaba enderezada a
clarificar la naturaleza de su responsabilidad, comprender las
motivaciones y atribuir culpabilidades. Una clara descripción del
norte del correccionalismo penal y los propósitos de lo que desde
mediados de los setenta había dado en llamar la «sociedad disci-
plinaria» (Foucault, 1989; O'Malley, 1998).
Por el contrario, advierten que la «nueva penología» es ac-
tuarial: su preocupación está orientada a las técnicas de identi-
ficación, clasificación y manejo (managerism) de grupos pobla-
cionales, segiin niveles asignados de peligrosidad. Lejos de la
patología, considera la existencia del delito como algo que debe
darse por sentado, y supone la desviación como un acto nor-
mal. Sus intervenciones no se dirigen a la vida individual, no la
cuestionan moralmente, ni pretenden explicarla causalmente ni
normalizarla (no es etiológica); tan sólo procuran regular gru-
pos humanos peligrosos (compuestos de agregados de indivi-
duos) para optimizar el manejo o gerencia de los riesgos. Por
todo ello, el actuarialismo se presenta como el modelo de ejerci-
cio de poder que desborda, obstruye o reemplaza al de las disci-
plinas. De esta forma, la nueva penología exhibe un discurso
que se distancia de la retórica de la rehabilitación; redefine los
objetivos de institutos ya existentes, como la parole, los exáme-
279
nes de drogas o probation, en vistas al control del riesgo, y des-
pliega nuevas técnicas estadísticas, clasificatorias y de custodia
(ej.: sistemas de monitoreo electrónico). La describen de la si-
guiente forma:
280
4. Epílogo
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285
FORMA-ESTADO, MERCADO
DE TRABAJO Y SISTEMA PENAL
(«NUEVAS» RACIONALIDADES PUNITIVAS
Y POSIBLES ESCENARIOS PENALES)
287
definiendo los valores de la civilización jurídica moderna y las
líneas maestras del Estado de Derecho: el respeto a la persona
humana, los valores de la vida y de la libertad personal, el nexo
entre legalidad y libertad, la tolerancia y la libertad de concien-
cia y de expresión y la primera función del Estado protector de
unos derechos. Posteriormente, diversos factores contribuyeron
a intentar desmoronar aquel edificio de la Modernidad. El au-
tor italiano menciona, entre los más relevantes, el repliegue re-
accionario del pensamiento liberal de fin del siglo XIX; una bur-
da epistemología positivista basada exclusivamente en la apro-
ximación acrítica al solo «derecho que es»; una suerte de para-
dójica «naturcdización» del Derecho penal como fenómeno ex-
temo e independiente de la obra de los juristas, susceptible de
conocimiento o a lo sumo de explicación, pero no de justifica-
ción o de deslegitimación; y por ello la reducción de su legiti-
mación extema o política a la interna o jurídica o la confiísión
de su justicia con su mera existencia.
En el terreno político-criminal, el siglo XK, en su segunda
mitad, presentó un panorama novedoso en distintos escenarios.
Desde la Scuola Positiva italiana (Garofalo, 1912), a la Escuela
de Marburgo alemana (Von Liszt, 1882) o desde el Correcciona-
lismo español (Cuello Calón, 1958) a la New Penology de EE.UU.
(Rothman, 1980), tras las experiencias del reformatorio de Elmi-
ra, una nueva racionalidad punitiva se iba imponiendo, como
traducción penal del paradigma etiológico de la criminalidad.
Los congresos penitenciarios —tanto los primeros europeos y
norteamericanos, cuanto, posteriormente, los de carácter inter-
nacional— constituyeron el escenario más emblemático de re-
presentación del nuevo saber «científico, criminológico y peno-
lógico». En efecto, las cuestiones allí debatidas no sólo revelaron
la nueva fe en la corrección de las patologías individuales a tra-
vés del sistema penal, sino que aquellos debates (y aquellas
creencias) fundaron el nuevo saber científico. Sus debates sobre
arquitectura penitenciaria, régimen y primeras formas de trata-
miento de la criminalidad, o los problemas derivados del alcoho-
lismo, la pornografía y prostitución (como «nuevas» causas del
comportamiento desviado), el tratamiento de los enfermos men-
tales y la organización de los manicomios, los problemas deriva-
dos de la juventud y la creación de los primeros refomiatorios, o
las discusiones sobre la justificación de penas y de medidas de
288
seguridad (tanto en el ámbito adulto cuanto en el minoril que se
estaba por entonces edificando), llevaron incluso a la defensa
político-criminal de las condenas (más o menos) indetermina-
das, en unos ámbitos geográficos más que en otros.^ El modelo
correccionalista vivía su momento de esplendor que se extende-
ría hasta el surgimiento —en Europa— de los totalitarismos nazi
y fascista,^ los cuales edificarían los sistemas penales de signo
más autoritario del siglo XX (Jiménez de Asúa, 1965).''
Los desastres bélicos de la Segunda Guerra Mundial, el Holo-
causto judío y la tarea de reconstrucción europea iniciada a partir
de 1945 marcarían —al menos para la Europa continental— el
inicio de una nueva forma-Estado con un modelo constitucional
heredero de la Resistenza (en el particular caso italiano) de quie-
nes habían sufrido en sus entrañas los efectos del Derecho penal
autoritario mencionado. En efecto, la Constitución italiana inau-
guraba el movimiento del llamado «constitucionalismo social»
que acogería una tradición propia del welfare en una reinterpreta-
ción adaptada a la cultura jurídica continental europea, todo lo
cual tuvo decisivas implicancias en las formas de legitimar la in-
tervención jurídico penal. Esto requiere una explicación.
Para hablar de los orígenes de la cultura del welfare, habría
que remontarse a la importancia que desde la segtmda mitad
del siglo XDC fue adquiriendo la llamada «cuestión social» (naci-
miento del «movimiento» obrero, primeras luchas colectivas,
nacimiento del sindicalismo, etc.). En la Inglaterra del año 1900
empieza a aparecer una primera e importante legislación so-
cial/fabril. También en la Alemania de fin del XIX —Bismarck—
se crean los primeros programas de segLiros obligatorios contra
la enfermedad e invalidez. En este rápido bosquejo, puede seña-
larse que a esa tendencia por atender la «cuestión social», le
seguirían las legislaciones de Dinamarca y Suiza de los prime-
ros años del siglo XX. Nacía así una primera forma de welfare
289
que, para desarrollar ese «asistencialismo», debía acudir a un
recurso principal: la recaudación fiscal de impuestos. En tal
sentido, puede afirmarse que asistencia social moderna y recau-
dación impositiva, nacen en una relación contemporánea. Em-
pieza a concebirse la idea de que el Estado debía asumir la
responsabilidad de mantener unos mínimos vitales para el con-
junto de la población mediante una concentración de «recur-
sos» y una dispersión de los «riesgos». La «seguridad social» en
sentido amplio, trata de cubrir el conjunto de la población del
país redistribuyendo parte de los excedentes mediante una fis-
calidad directa y progresiva.
Ahora bien, las primeras teorizaciones sobre el sostén finan-
ciero del modelo welfare, vendrían de la mano del concepto de
«Estado fiscal», gracias a dos autores decisivos. En efecto,
como ha revelado Gough (1979), Goldscheid en 1917 y Schum-
peter en 1918 destacarán la importancia de los estudios de so-
ciología fiscal al reconocer que la historia fiscal de un pueblo es
parte esencial de su historia general (la idea del «presupuesto
como esqueleto del Estado»). Schumpeter afirmará que el espí-
ritu de un pueblo, su nivel cultural, su estructura social, los
hechos que pueden determinar su política, todo esto y más, está
escrito con claridad en su historia fiscal y sin retórica de ningún
tipo (cfi-. Gozzi, 1990, 1106). Como consecuencia de estos enfo-
ques surgió la expresión «Estado fiscal» (nexo indudable entre
Estado e impuestos). Con estas contribuciones, las primeras
formas del welfare presentarían ciertas características: el Estado
empieza a ser más intervencionista en la regulación del merca-
do; las huelgas, los sindicatos y la primera legislación social em-
piezan a ser entendidos como parte de la «cuestión social» que
el Estado debe regular y «proteger»; la regulación del trabajo,
horarios, descanso, vacaciones, derechos sociales incipientes,
etc., marcaron así una primera forma de «asistencialismo».
Sus manifestaciones en la cultura política y económica de
EE.UU. e Inglaterra de fines del XK y primeras décadas del XX
se orientaron en esa dirección. En cambio, el asistencialismo
europeo continental (nacido con Bismarck en Alemania a fin
del XDC) sufrió, como ya se mencionó, una abrupta ruptura con
el surgimiento de los totalitarismos europeos (URSS, Alemania,
Italia, España, Portugal, la Francia de Pétain...) que desemboca-
rían en el Holocausto y en la Segunda Guerra Mundial, además
290
de la proliferación dictatorial. Como es sabido, al término de la
Segtmda Guerra Mundial Europa quedó devastada. Debía co-
menzar entonces, la tarea de la reconstrucción europea, la cual
se basó en dos grandes presupuestos: la cooperación internacio-
nal (que debía servir para reconstruir el continente y mejorar la
calidad de vida de los habitantes) y el inicio de un derecho in-
ternacional de los derechos humanos (como tarea inseparable
de la reconstrucción, que evitase para siempre la repetición de
los desmanes).^ La recuperación «modernizada» del Estado de
Bienestar sería retomada y se entendería por éste como «el con-
junto de servicios sociales provistos por el Estado, en dinero o
en especie, así como la regulación de actividades privadas de
individuos o empresas» (Gough, 1979, 22).
En el terreno político-criminal, y en relación al constitucio-
nalismo social de posguerra (que consagra la fómiula del Estado
social y democrático de derecho), Ferrajoli defiende la tesis de
que en la segunda mitad del siglo XX ha tenido lugar un auténti-
co cambio de paradigma en el derecho positivo de las democra-
cias avanzadas, el cual impone una revolución epistemológica en
las ciencias penaJes y, en general, en la ciencia jurídica en su
conjunto. Tal cambio de paradigma, en la estructura del derecho
positivo se ha producido, en Europa, sobre todo después de la
Segunda Guerra Mundial, gracias a las garantías de rigidez de las
Constituciones introducidas con la previsión de procedimientos
291
especiales para su revisión, además del control de legitimidad de
las leyes por parte de tribunales constitucionales {ibídem, li-
li)).^ Y no es casual que todo ello haya tenido lugar tras la derro-
ta del fascismo y del nazismo. Como indica el autor italiano, en
el clima cultural y político que acompañó el nacimiento del
constitucionalismo actual —la Carta de la ONU de 1945, la
DUDH de 1948, la Constitución italiana de 1948 y la alemana de
1949— se tomó consciencia de que el consenso de las masas en
el cual también se habían fundado las dictaduras fascistas no
bastaba para garantizar la calidad de un sistema político y, en
consecuencia, se volvió a descubrir el significado y el valor de la
Constitución como límite y vínculo de cualquier poder, incluso
mayoritario. En consecuencia, se construía de ese modo una es-
tructura del ordenamiento jurídico mucho más compleja y con
una doble artificialidad: 1) no sólo por el carácter positivo de las
normas producidas (que es el rasgo específico del positivismo
jurídico); 2) sino también por su sujeción al derecho (que es pre-
cisamente el rasgo típico del Estado constitucional de derecho).
Y, en este último, la producción jurídica misma se halla discipli-
nada por normas de derecho positivo no sólo en lo que hace a su
procedimiento de formación, sino también a sus contenidos.
A este sistema de legalidad, Ferrajoli le denomina como mo-
delo o sistema garantista {ibídem, 25): «gracias a él, el derecho
contemporáneo no sólo programa sus formas de producción (a
través de procedimientos sobre fomiación de las leyes) sino que,
además, programa sus contenidos sustanciales» {ibídem), vincu-
lándolos normativamente a los principios, valores y derechos
inscritos en sus Constituciones mediante técnicas de garantía
que la cultura jurídica tiene el deber de elaborar.'' Ferrajoli con-
292
sidera que aún no somos plenamente conscientes del alcance
revolucionario del aludido cambio de paradigma que es, «sin
duda, la mayor conquista jurídica del siglo: una suerte de segun-
da revolución que cambia, junto con la estn.ictura del derecho, el
papel de la Ciencia jurídica, el de la Jurisdicción, la naturaleza
de la Política y la propia calidad de la Democracia.* Como conse-
cuencia de ello, en el Estado constitucional de derecho el legisla-
dor ya no es omnipotente: las leyes no sólo serán válidas por su
procedimiento de creación, sino por ser coherentes con los prin-
cipios constitucionales. Y también dejaría de ser omnipotente la
Política: también ella y la legislación («que es su producto») que-
darán subordinadas al derecho. El cambio es total: «ya no será el
Derecho el que pueda ser concebido como instuimento de la
política, sino que la política ha de ser asumida como instrumen-
to para la actuación del Derecho» (ibídem, 27).
En un marco semejante, el sistema penal —garantista— y las
penas, seguirán siendo justificados en aras del cumplimiento de
viejas (y nuevas) utilidades. En efecto, frente a la aspiración re-
socializadora y rehabilitadora de viejo cuño, Ferrajoli le adjudi-
cará a la pena la función de ser útil para evitar que el infractor
penal reciba un castigo informal (espontáneo, salvaje) y, en todo
caso, superior al daño que le ocasione la pena legal. En esa ftm-
ción de minimización de daños —que revela, en el ámbito puni-
tivo, la aspiración garantista de velar por los derechos flmda-
mentales— reside la nueva fuente de legitimación. Junto a ello,
la necesidad de superar las opciones custodíales y de limitar
temporalmente a las existentes, completa el cuadro señalado.
Mas, todo ello, como es bien sabido, requeriría de apoyos, inver-
siones y gasto del Estado social. Como se verá a continuación,
ese cimiento sería justamente el que empezaría a flaquear.
293
2. Crisis (fiscal) del Estado y paulatina construcción
del business penitenciario en Estados Unidos
de Norteamérica
294
de los servicios públicos;^ puede ocurrir que las grandes compa-
ñías que desean préstamos y subvenciones gubemamenteJes no
los obtengan;'° puede llegar el Gobierno a congelar los salarios y
los sueldos en un intento por paliar la crisis fiscal; o, también, se
puede obligar a los ciudadanos a pagar impuestos más elevados.
Como se ve, el welfare State empieza a quebrarse, y la quiebra es
de carácter económico-presupuestciria. ¿Qué consecuencias aca-
rrearía ello para el sistema penal norteamericano?
295
de la existencia en prisión. Comenzaba la desconfianza en las
predicciones médicas, psiquiátricas o psicológicas o la terapéuti-
ca en general, porque «nada funciona» (nothing works). Y, como
indica Zysman (2001), las críticas comenzaron a provenir desde
dos frentes diversos: uno de carácter conservador y otro de signo
liberal-radical. El primero ligó el aumento del índice delictivo de
la ultima década con el fracaso preventivo de la reforma indivi-
dual, su benevolencia injustificada y la elevada discrecioníilidad
judicial para lograrlo, señalando que se ha olvidado a las vícti-
mas y se ha puesto demasiado el acento en los infractores." El
segundo frente de críticas desveló el deplorable efecto que las
cárceles provocan en los internos, subrayó su carácter selectivo-
racista, criticó la ideología del tratamiento como encubridora de
manipulación, discriminación, violencia, vulneración de dere-
chos fundamentales y que ante todo ha servido como puro ins-
trumento de control de las autoridades penitenciarias para man-
tener a una población reclusa dócil, disciplinada y laboriosa. En
suma: se señaló que el horizonte rehabilitador no ha cumpli-
do con las funciones declaradas de rehabilitar, sino con las ma-
teriales de servir de instrumento de gobierno disciplinario de la
institución carcelaria.' ^
11. Ejemplos de ello son el discurso en 1975 del futuro presidente Ronald Reagan
prometiendo acabar con esa situación y, un año más tarde, del presidente Gerald Ford
en la misma dirección. Para prevenir disfunciones tan senas, se debía poner coto a la
«discreción judicial» y, en consecuencia, se debía volver a ía noción de pena determi-
nada. Así se recuperaría la noción preventivo general de la pena (la deteneuce o disua-
ción) y se logizaría que los infractores potenciales entendieran que crinte iiot pays (cfr.
Zysman, op. cit.).
12. En efecto, desde estas posiciones se comienza a plantear una giTxn desconfian-
za en los poderes punitivos del Estado. Se va a poner especialmente de relieve la
situación de vulnerabilidad de los presos. Un ejemplo de ello es el trabajo, en 1968, de
Karl Menninger, «The Crime of Punishment», donde sospecha que todos los delitos
cometidos por los delincuentes encarcelados no igualan en daño total, a todos los
delitos cometidos contra ellos (cfr. Yon Hirsch, 1986). Comenzaba la mirada sobre la
suspensión de la construcción de nuevas cárceles (moratorias edilicias) y algunas vo-
ces radicales comparan la prisión con la esclavitud y empiezan a proponer su aboli-
ción. Aquella idea del «crimen de castigar» pasa a redefínirse como el «crimen del
tratamiento» y comienza a proneise la idea de que más vale la pena «hacer justicia»
(doingjustice) que «hacer el bien» (.dobiagood).
Es preciso señalar, para entender en su plenitud esta época de profundos cambios,
que a todo ello le acompañó en los años sesenta y setenta los morimientos por los
dei^echos civiles. Todavía existía la segiegación racial, el racismo institucional y la consi-
deración legal de los negiüs como ciudadanos de segunda categon'a. Emergían líderes
como Martin Luther King y otixjs quienes tomaron la bandera de la igualdad de los
296
En el orden penitenciario, todo ello contribuyó a poner en
cuestión los fiandamentos mismos de una intervención rehabili-
tadora como encubridora de vina realidad muy distinta, al tiem-
po que se cuestionó duramente la supuesta «cientifícidad» de
los diagnósticos y pronósticos sobre futuros comportamien-
tos.'^ Los sangrientos sucesos de Attica de 9 de septiembre de
1971, en los que morirían más personas durante la toma poli-
cial de la cárcel que en toda la historia carcelaria norteamerica-
na, junto a su difusión televisiva, contribuyeron también a la
demolición del edificio de la rehabilitación.
297
sión de las leyes de los three strikes andyou're owí)'* y las guideli-
nes sentences}'^ El «retomo a Beccaria» a través de la teorización
de ion sujeto que racionalmente decide su comportamiento (ratio-
nal choice), prepara el terreno para la remozada racionalidad
«ilustrada/postmodemista» (De Giorgi, 2000, 30 ss.).
Como hace años indicara Christie, lo más sorprendente es que
el nuevo sentencing requirió que la legislatura federal norteameri-
cana (y las estatales) crearan las primeras Sentencing Comission
para la elaboración de los «manuales para decidir sobre el dolor»
(1993, 137),'^ los cuales prohibieron expresamente que los tribu-
nales considerasen las cualidades personales de los infractores.
En efecto, a partir de estas nuevas orientaciones político-crimina-
les ya no pueden ser considerados: la edad, la educación o forma-
ción profesional, las condiciones psíquicas o emocionales, el esta-
do físico (incluyendo toxicomanías, abuso de alcohol, etc.), los
antecedentes laborales, los lazos o responsabilidades familiares.
Para lograr esta «justicia purificada [...] las legislaciones hacen
que sea ilegal que se tomen en cuenta los factores que precisa-
mente se hallan presentes en el entorno de la mayoría de la po-
blación carcelaria: pobreza y privaciones, pEirticipación nula en la
buena vida, en fin: todos esos atributos claves de la "clase peligro-
sa" que no produce nada» (Christie, 1993, 140). Sobre estas nue-
vas racionalidades es que, entonces ahora, puede tratarse la cues-
tión del surgimiento del llamado business penitenciario.
En efecto, esa es la denominación de la traducción italiana
de la famosa obra de Nils Christie, Crime Control as Industry.
Towards Gulags, Western Style?, publicada originalmente en
16. Con estas leyes se pretende encarcelar de por vida a quienes hayan incuriido en
cierta reincidencia delictiva. La contabilización de los tres strikes (en algunos Estados
puede ser incluso suficiente con un segundo strike) es diversa, pudiendo incluir delitos
graves y violentos, como en algún caso infracciones no violentas como ixjbos en vivien-
das deshabiJitadas. En todo caso, su ideal punitivo es claixi a tiavés de sus dos modelos:
condena a perpetuidad sin posibilidad alguna de obtener parole; o encarcelamientos de
25,30 o 40 años, tras los cuales se puede salir (si se está con vida) con parole.
17. Se trata de «guias penales» de determinación aiitmética de la penalidad a
imponer en el caso concreto. A través de unas operaciones que de manera vertical y
horizontal se verifican sobre una tabla que indica en sus casillas los meses a prisión a
imponer, el juez va «subiendo» o «bajando» —de manera obligatoria— por las casillas
hasta que encuadre el caso según dos variables: el historial delictivo del infractor y la
gravedad del delito. El resultado le indicará la pena a imponer,
18. En 1984, el Congreso aprobó la Ley de Reforma del Sistema de Determinación
de la Pena.
298
1993. Como narra este autor, «en comparación con la mayoría
de las industrias, la industria del control del delito se encuentra
en una situación más que privilegiada. No hay escasez de mate-
ria prima: la oferta de delito parece ser infinita. También son
infinitas la demanda de servicio y la voluntad de pagar por lo
que se considera seguridad [...]. Se estima que esta industria
cumple con tareas de limpieza, al extraer del sistema social ele-
mentos no deseados» (Christie, 1993, 21). Tomando como refe-
rencia la obra de Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto
(1989), el autor noruego va explicando cómo fue naciendo el
negocio de la gestión punitiva de la pobreza en EE.UU. En efec-
to, el paulatino convencimiento de que valía la pena «invertir
dinero para tener esclavos» demostró que ello sólo sería renta-
ble si, de verdad, se apostaba por la construcción de un «gran
encierro» que posibilitara la aparición de un nuevo «sector»
empresarial. De este modo, EE.UU. recuperó dos de sus gran-
des tradiciones: la privatización y la esclavitud de viejo cuño,
ahora remozadas para ser adaptadas a la nueva empresa.
Por supuesto, es preciso recordar aún que Christie escribía
estas reflexiones hace diez años cuando la población encarcela-
da en EE.UU. era, aproximadamente, la mitad de la actucil. La
superación —actual— de la cifra de dos millones de personas
privadas de libertad, debe ser la demostración de que «la indus-
tria ha prosperado». Veamos los resultados de esta prosperidad.
Wacquant (2000) es tal vez uno de los autores que en los
últimos años ha descrito con notable claridad las transformacio-
nes del sistema penal norteamericano. Como él señala, la políti-
ca de expansión del sector penal no es patrimonio exclusivo de
los republicanos: «durante los últimos cinco años, mientras Bill
Clinton proclamaba su orgullo por haber puesto fin a la era del
Big govemment, la comisión de reforma del Estado federal se
esforzaba por podar programas y empleos públicos, se cons-
truían 213 cárceles nuevas cárceles, cifra que excluye los estable-
cimientos privados que proliferaron con la apertura del lucrativo
mercado del encarcelamiento privado. Al mismo tiempo la canti-
dad de empleados, sólo en las prisiones federales y estatales, pa-
saba de 264.000 a 347.000, entre ellos 221.000 vigilantes. En to-
tal, el "mundo perútenciario" contaba con más de 600.000 em-
pleados en 1993, lo que hace de él el tercer empleador del país,
apenas por debajo de General Motors, primera empresa mundial
299
por el volumen de sus negocios y la cadena de supermercados
internacionales Wal-Mart. De hecho, y de acuerdo con la Oficina
de Censos, la formación y contratación de vigilantes es, entre
todas las actividades gubernamentales, la que creció con mayor
rapidez durante el decenio pasado» (Wacquant, 2000, 86-87).'^
Tal vez todo ello explique por qué, desde que Corrections
Corporation of America, Correctional Services Corporation, Se-
curicor y Wackenhut comenzaron a cotizar en Bolsa, la indus-
tria carcelaria es uno de los niños mimados de Wall Street. En
uno de los últimos «grandes salones de la prisión» (exposición
anualmente convocada por la American Correctional Associa-
tion), fueron exhibidos los siguientes «productos» en Orlando:
esposas con protección para las muñecas y armas de asalto,
cerrojos y rejas irrompibles, muebles para celdas con literas ig-
nífugas, retretes de una sola pieza, elementos cosméticos y ali-
mentarios, sillas de inmovilización, uniformes de extracción
(para sacar de las celdas a los presos más resistentes), cinturo-
nes electrificados de descarga mortal, programas de desintoxi-
cación para toxicómanos, sistemas de vigilancia electrónica y
de telefonía de última generación, tecnologías de detección o
identificación, programas informáticos para el tratamiento de
datos administrativos, sistemas de purificación de aire anti-tu-
berculosis, celdas desmontables (que se puede instalar en un
día en un área de estacionamiento para absorber una masiva
llegada de detenidos), cárceles «llave en mano» y hasta un ca-
mión quirófano para operaciones de urgencia en el patio del
penal (cfr. Wacquant, op. cit., 91).^°
300
No parecen existir muchas dudas en torno a que, en efecto,
la industria ha prosperado. Ahora bien, para entender esta
prosperidad hay que volver al plano de las nuevas racionalida-
des que permitieron estos despliegues punitivos y que, en el epí-
grafe anterior, habían sido apuntadas.
301
na reinante (y previamente explotada mediáticamente). El cre-
cimiento del sistema penal, que había comenzado en la década
anterior, experimentó un notable ascenso. Además de lo ya
mencionado en tomo a la cárcel, algo similar ocurrió con los
Cuerpos de policía (ordinarias, especiales y de élite), a través de
una organización «ganancial» en las comisarías, o con el au-
mento de las estructuras judiciales (y del Ministerio Fiscal).
El recorte del Estado social, la paulatina liquidación de la
cultura del welfare, la consagración de políticas criminales alta-
mente represivas, la paulatina construcción de la criminología de
la intolerancia (Young, op. cit.), la preparación de todo ello en las
think tanks norteamericanas (para su posterior exportación a
Europa a través de Gran Bretaña, como se verá después), consti-
tuyen algunos ejemplos de la penalidad fabricada y exportada
por y desde aquellos ámbitos. La gestión de la «nueva pobreza»
ya no es, pues, asistencia!. El management ahora adquiere rasgos
policiales, jjenales y carcelarios; el sistema penal, cada vez más
alejado de sus bases fundacionales, debe gestionar dosis cada
vez más altas de conflictividad social. Como indican Burton
Rose, Pens y Wright (y ya había señalado Christie cinco años
antes), la industria carcelaria norteamericana ha edificado uno
de los mayores gulags del presente que, por la vía de reproducir
la miseria que dice gestionsir, asegura su propia supervivencia.^''
24. Afirmaciones que pueden hallarse tanto en su obra colectiva Tfie ceüing of
America. An inside look at the U.S. prison itidustry (de 1998), como en los boletines
Prisoii. Legal News, que varios de ellos editan desde el inteiior de algunas cárceles
norteamericanas.
302
ta»— se propagó a través del planeta a una velocidad fulminan-
te {op. cit., 26). En efecto, la experiencia de Giuliani creó ému-
los a ambos lados del Atlántico.^^ Por lo que respecta a Europa,
Wacquant va señalando Ja difusión de las políticas securitarias
norteamericanas gracias al rol desempeñado por los think tanks
de EE.UU. e Inglaterra, primero, y su posterior asentamiento
continental. Concebidas como auténticas «usinas de elabora-
ción de pensamiento» o «fábricas de ideas», los think tanks neo-
conservadores más nombrados en este ámbito político-penal
son el Manhattan Institute y la Heritage Foundation, lugares
que se convertirán en habituales para recibir a los «forjadores
de la nueva razón penal», tales como el citado Rudolph Giuliani
o el ex jefe de seguridad del Metro de Nueva York, William
Bratton, ascendido luego a Jefe de la Policía Municipal. Por el
lado británico, el Adam Smith Institute, el Centre for Policy
Studies y el Institute of Economic Affairs, son los principales
think tanks que empiezan a difundir las concepciones neolibe-
rales en materia económica y social y, posteriormente, las tesis
punitivas elaboradas en Estado Unidos e introducidas en el go-
bierno de John Mayor y ampliamente retomadas después por
Tony Blair. Inglaterra se convierte, así, en avanzadilla europea
de la nueva racionalidad penal norteamericana. Pronto, la pe-
netración continental daría sus frutos, al menos en tres de los
principales Estados europeos (Francia, Alemania e Italia): Jos-
pin en Francia con la «tolerancia cero a la fi"ancesa»; la Unión
Cristiano Demócrata alemana (CDU) con el inicio de la campa-
ña de nuil tolemnz en Frankíiurt; Ñapóles como bandera de pun-
ta en Italia al enarbolar su tolkmnza zero a la pequeña y media-
na delincuencia. Los cimientos de aquel «constitucionalismo
social», descrito por Ferrajoli, empiezan a resquebrajarse.
25. «En agosto de 1998, el presidente de México lanza una "cruzada nacional con-
tra el crimen" por medio de una batería de medidas presentadas como las más ambi-
ciosas de la historia del país a través de los programas de "tolerancia cero" neoyorki-
nos. En septiembre del mismo año le toca al ministro de Seguridad y Justicia de
Buenos Aires, León Arslanian, señalar que esa provincia argentina también aplicará la
doctrina elaborada por Giuliani, reconviritíendo galpones en penitenciarías. En enero
de i999, tras la visita de dos altos responsables de la policía de Nueva York, el nuevo
gobernador del estado de Brasilia, Joaquim Roriz, anímela la aplicación de la toleran-
cia cero gracias a la contratación inmediata de ochocientos policías civiles y militares
adicionales en respuesta a una ola de delitos de sangre como las que experimenta
periódicamente la capital brasileña» {op. cit., Zl-lS).
303
Mas, en el ámbito europeo, el desembarco de las estrategias
penales norteamericanas, se encontraría con otra línea político-
criminal particularmente preocupante. En efecto, desde la dé-
cada de los años setenta, Europa había comenzado a experi-
mentar su particular crisis del Estado social que, en el terreno
penal, se corporizó en la articulación de la llamada «cultura de
la emergencia y de la excepcionalidad penal». Esta mención re-
quiere cierta explicación.
Como ya se mencionó antes (en el primer epígrafe), es sabi-
do que tras la Segunda Guerra Mundial, Europa inaugi.iró el
movimiento del llamado constitucionalismo social. Emblemáti-
cas en tal sentido fueron las Constituciones alemana e italiana.
Poco tiempo después, la mayoría de los países europeos em-
prendían sus procesos de reformas penitenciarias bajo aquel
firmamento constitucional indicado. La resocializacíón —la
prevención especial positiva— se erigía en finalidad suprema de
las «nuevas» penas privativas de libertad. Mas, contemporánea-
mente a ello, el fenómeno de la violencia política y el terrorismo
también irrumpían en Europa y, para atajarlo, los Estados re-
currieron a unas legislaciones y a unas prácticas antiterroristas
que fueron después conocidas con el nombre de la «cultura de
la emergencia y/o excepcionalidad penal». No hay espacio aquí
para desarrollar en plenitud semejante política criminal.^^ Tan
sólo señalar al respecto, para cuanto aquí interesa, que está su-
ficientemente acreditado que la misma terminó por subvertir
los fundamentos mismos de un Derecho penal anclado y fimda-
do en otras bases liberales. Desde el punto de vista carcelario, la
mencionada política inauguró la época de los regímenes y de
las cárceles de máxima seguridad, las prácticas del aislamiento
penitenciario, la dispersión de colectivos de reclusos, los más
modernos sistemas de control y vigilancia telemática, etc. En
fin, se subvirtieron así, también, las bases de aquella reforma
penitenciaria que bajo el signo del constitucionalismo social in-
cardinó las penas en clave preventivo-especial positiva: ahora se
pasó abiertamente a la llamada prevención especial negativa; la
neutralización e inocuización —por no emplear peores denomi-
naciones— pasaron a dar contenido a la nueva penalidad de los
26. Al iiespecto, pueden consultai-se los trabajos de Bergalli (1988), Olaiieta (1996),
Rivera Beiras (1998), Seirano Piedecasas (1988), Silveira Goi-ski (1998).
304
últimos años del milenio. Esta penalidad segregativa ha provo-
cado, por citar sólo algunos acontecimientos, no pocos escán-
dalos por el carácter (cada vez más) «corporal» que ha ido asu-
miendo a medida que la difusión del sida se propagó en el inte-
rior de las cárceles europeas.^^ Los infectados son millares, los
muertos se acumulan y engrosan las estadísticas; las operacio-
nes reformistas de los años setenta se revelan en todo su fracaso
y la cárcel reaparece con toda la crudeza que aquellas operacio-
nes habrían pretendido maquillar.
El entrecruzamiento de las dos citadas tendencias político-
criminales (Tolerancia Cero, de un lado, y Emergencia / excep-
cionalidad penal, de otro lado) comienzan a dibujar un preocu-
pante panorama que desarma el carácter garantista de un siste-
ma penal propio de Estados sociales y democráticos de derecho.
Ya hace tiempo que se ha esbozado la idea de la «legislación
penal de emergencia como hipótesis derogatoria de los princi-
pios fundamentales del sistema penal» (v. por todos, Troncone,
2001). Y ello ya se está evidenciando últimamente con la forma
en la cual son «blindadas» (arquitectónica y militarmente) las
ciudades y reprimidas (policialmente) las manifestaciones llama-
das anti-globalización en algunas ciudades europeas.^**
27. Se alude con ello a la reciente revelación de algunos datos sobre la situación
penitenciaria de España, Italia o Francia. En el primer caso, el pasado año se conocía
que en la última década —entre 1990 y 1999— habían muerto en las cárceles de
Cataluña (única Comunidad Autónoma que en España tiene transferidas las compe-
tencias de ejecución de la legislación penitenciaiia) más de mil presos, es decir, uno
cada tres días y medio (cfr. El País [25-6-2000]). En el segundo ejemplo, Italia estudia-
ba a mediados del año 2000 la posibilidad de producir una amplia excarcelación ante
el colapso de sus cárceles que presentan un déficit de miles de plazas (cfr. // Manifestó
[28-6-2000]). En el tercer caso, Francia tuvo que crear una comisión parlamentaria
permanente sobre la situación de las prisiones francesas, compuesta por treinta dipu-
tados, quienes visitaron 187 cárceles. Ello debió hacerse después de las revelaciones
del médico de la cárcel de La Santé, absolutamente espeluznantes sobre la situación
sanitaria en su interior (cfr. Le Mo^yie [26-6-2000]).
28. Baste citar, a mero título de ejemplo, la bmtal represión desatada por las fuer-
zas de seguridad en la ciudad de Genova fruto de la cual fue asesinado el joven Caiio
Giufliani y detenidas y torturadas centenares de personas que protestaban contra la
Cumbre allí celebrada en el pasado verano de 2001.
305
4. Las «nuevas» racionalidades punitivas
(globalización y post-fordismo)
29. A este respecto, Silveira indica que en la postguerra europea, los poderes eco-
nómicos y políticos respondieron a la crisis económica, social y política de los años
treinta y cuarenta con el modelo fordista de sociedad. Este se caracterizó a grandes
rasgos por. la organización taylorista del trabajo, el crecimiento de los salarios en
función de la productividad, una distribución pública dereculaseseconómicos, el esta-
blecimiento de un sistema generalizado de seguridad social, el desarrollo del consumo
de masas y la extensión del bienestar a la mayoría de la población. La extensión de
306
En efecto, el eje del sistema fordista de sociedad fue el Esta-
do social. En la base de esta forma de Estado estaba la denomi-
nada «ecuación keynesiana»: la idea de que era posible com-
binar crecimiento ilimitado con una mejor distribución de la
riqueza y una mayor equidad social. El Estado social de la pos-
guerra significó la institucionalización de una forma de media-
ción —^un verdadero pacto— entre las necesidades sociales y la
lógica de valorización del capital. En ese «marco de segviridad»,
partidos políticos y sindicatos participaban en el intercambio,
en la negociación de conflictos. Pero el modelo fordista de so-
ciedad entró en quiebra con la crisis del Estado social y las
transformaciones económico-políticas del contexto internacio-
nal de los años setenta y ochenta. Esto nos sitiía ya en las puer-
tas del llamado proceso de globalización económica y en el mo-
delo social del post-fordismo.^°
Ello ha provocado importantes transformaciones en la con-
cepción del tiempo y del espacio. En efecto, como señala Silvei-
este modelo de sociedad, que Galbiaith llamó «sociedad opulenta», no hubiera sido
posible sin el sistema de equilibrios internacionales surgido de la Segunda Guerra
Mundial y sin la creación de organizaciones económicas internacionales —GATT,
Bretton Woods, FMI, BM— dedicadas a favorecer la expansión del conjunto de las
economías capitalistas occidentales.
30. Como señala Silveira Gorski (op. cit.), la crisis del Estado social no se puede
aislar de la ofensiva neoconservadora iniciada por Reagan y Thatcher en los años ochen-
ta y continuada después por los gobiernos europeos occidentales. El remedio sugerido
en el Informe a la Trilateral encontró respuesta en casi todos los países capitalistas
occidentales con un cambio en las formas de gobierno. Las políticas neoconservadoiíis
lograron autonomizar el sistema político de las demandas sociales y dieron un vuelco
autoritario a las relaciones entre el Estado y la sociedad civil. Se pusieion en práctica
medidas de reducción o de contención del gasto público, legitimadas muchas veces
como medidas urgentes y temporales (eliminación de la escala móvil y de la seguridad
en el empleo, privatización de las empresas estatalizadas, etc.). Con estas medidas el
capital materializó su ruptura con el compromiso socio-político del Estado social.
«Como es conocido, la crisis económico-energétíca internacional de 1973 fue una crisis
de oferta. Pero los costes crecieron no sólo poixjue aumentó el precio del peüxSleo sino
porque el capital se negó a continuar produciendo y, en consecuencia, a invertir, mien-
tras no cambiaran las políticas social, económica y laboral del Estado social. Para el
capital, las políticas de pleno empleo, seguridad y bienestar social habían actuado como
caldo de cultivo para el surgimiento de movimientos sociales con nuevas demandas.
El capital quería volver a establecer mecanismo reguladores del trabajo y a disciplinar a
los trabajadores. La crisis del Estado social surgió, por tanto, de la niptura del "compro-
miso político" establecido entre los trabajadores y el capital» (137-138).
También dentro de todo este proceso es muy importante considerar la importancia
de las nuevas tecnologías y de la informática, que permitieron que las empresas pue-
dan actuar en diversas partes del mundo derrumbándose la «cadena de montaje».
307
ra, «el modo de producción fordista implicaba una determinada
forma de organizar el tiempo y el espacio de trabajo. Esto per-
mitía a su vez que los trabajadores establecieran comunicacio-
nes personales y vínculos comunes y que se formara una cons-
ciencia de clase colectiva. Entre los trabajadores, los empresa-
rios y los sindicatos existía una praxis concreta. Pues bien: el
post-fordismo ha transformado estos vínculos y esta praxis sepa-
rando los lugares donde se forman las necesidades sociales y se
realiza la reproducción social de aquellos donde se lleva a cabo
la producción de bienes. El nuevo paradigma productivo ha res-
tablecido el trabajo fragmentario, precario, flexible e inestable»
(140). En efecto, los trabajadores de antes han perdido su pro-
pia identidad como colectivo, ahora están aislados y sin víncu-
los y han pasado de ser ciudadanos a ser consumidores —si
tienen medios para consumir—, pues si no los tienen quedarán
reducidos a habitar en los espacios de la exclusión social. En-
tramos poco a poco en una nueva sociedad que algunos han
definido como «la sociedad del riesgo».
Ulrich Beck (1986) definió hace más de quince años la «so-
ciedad del riesgo» como aquella que, junto a los progresos de la
civilización, presentaba la contrapartida de la producción de
nuevos riesgos estrechamente vinculados a aquellos progresos.
Por ejemplo: peligros nucleares y ambientales. Hoy en día, como
él mismo ha destacado (2000a y 2000fe), la lista de «riesgos»
podría ser ampliada: riesgos laborales (precariedad, flexibilidad
laboral y del despido), los de tipo sanitario-cJimenticio (contami-
naciones, adulteraciones, transgénicos, pestes vacunas y porci-
nas...), los derivados de la alta accidentalidad (muertes en acci-
dentes de vehículos, accidentabilidad laboral muy alta...), los
propios de los desajustes psíquico-emocionales, los derivados de
las «patologías del consumo» (anorexias, bulimias...). Es la mis-
ma «sociedad de la incerteza» de Bauman (1999) cuando enu-
mera los pánicos de las sociedades post-modemas, o la «socie-
dad insegura» de Giddens (1999) cuando hace un inventario, y
una historiografía, del concepto de «riesgo».
Para cuanto aquí interesa, en el ámbito de la cultura penal
anglosajona, y como una de las diversas respuestas para «go-
bernar las crisis» (management), las propuestas político-crimi-
nales consistieron en el desarrollo de una línea conocida como
criminología administrativa o actviariaí, que presenta ciertas ca-
308
racterísticas: se impone una «gestión» de los riesgos que queda-
rá, sobre todo, en manos estrictamente administrativas y en la
que importará, fundamentalmente, «regular comportamientos
para evitar riesgos» (y ya no, como antaño, cambiar mentalida-
des). Por ello, debe hacerse un verdadero «inventario» de los
riesgos a controlar/evitar. Ya existen ejemplos muy claros de
ello: instalación de cámaras de «vídeo-vigilancia en las calles;
regulaciones de las prohibiciones de salir por la noche a los
jóvenes de ciertas edades» (ya sea con «toques de queda» y/o
«controles nocturnos») para «evitar el contacto de los jóvenes
con el riesgo de la noche, con el riesgo del delito, a esas horzís»;
prohibiciones de venta de alcohol para «evitar riesgos». Todas
tienen ciertos rasgos en común: se actúa cuando no se ha come-
tido todavía un delito (¿suerte de medida de seguridad pre-de-
lictiva?); pero no es aplicada a una persona en concreto; sino a
un grupo o categoría de personas; lo cual se hace para «evitar
riesgos» que son «imaginables», es decir, predecibles; esta tarea
no está desarrollada por jueces (para casos concretos), sino por
administraciones públicas (Ministerio del Interior, gobernado-
res, alcaldes de ciudades) para grupos enteros de la población.
Además, todo eUo puede verse reforzado con sistemas nuevos
de seguridad urbana, videovigilancias, monitoreos electrónicos
(todo lo cual se instala con carácter general para la prevención
de posibles delitos/riesgos. Lo cual, claro está, abre la puerta a
las empresas privadas para que instalen sus máquinas, sus sis-
temas de identificación, sus videocámaras (y muchísima tecno-
logía punitiva que va surgiendo para aumentar la «industria»).
Obviamente, ya no se trata de rehabilitar, sino de monitorear.
Rogar Matthews (1996 y 1999) explica la experiencia británi-
ca al respecto cuando señala que el creciente énfasis en la vigi-
lancia y el monitoreo, o seguimiento de los delincuentes, se hizo
evidente con la creación de tratamientos «intensivos» interme-
dios. En tanto que éstos se habían preocupado esencialmente,
durante los años setenta, por el asesoramiento, el trabajo «cara a
cara» y en grupo, en la década siguiente se dirigió cada vez más
al seguimiento de la gente joven «en riesgo». El objetivo de la
estrategia era monitorear estrechamente las actividades diarias
de los jóvenes y aportar formas de supervisión «más intensas».
El creciente interés en la supervisión y el seguimiento ha sido
caracterizado por Stanley Cohén (1988) como el nuevo «conduc-
309
tismo». Este autor cree que esta estrategia se ha desarrollado
más allá de la creencia de que «solucionar los problemas sólo
cambiando a la gente resulta improductivo» y que, antes que
comprometerle en formas de tratamiento, asesoría o supervi-
sión, «tenemos que aceptarlas tal como son, modificar sus cir-
cunstancias y lidiar con su hurañería». El reciente movimiento
encaminado a imponer toques de queda y órdenes de restricción
nocturna se puede apreciar como una extensión de la estrategia
que se preocupa por regular la conducta, más que por cambiar
las mentalidades (Audit Commission, 1996). Veamos aún un
poco más en tomo a la nueva «racionalidad punitiva» que se
esconde tras estos velos, a través de dos autores centrales en esta
temática, como son Malcom Feeley y Jonathan Simón (1995).
Lejos de la patología, consideran la existencia del deli-
to como algo que debe darse por sentado, suponen la desviación
como un acto normal. Sus intervenciones no deben dirigirse a
la vida individual, no la cuestionan moralmente, ni pretenden
explicarla causalmente, ni normalizarla. Sólo procuran regular
grupos humanos peligrosos para optimizar el manejo o geren-
cia de los riesgos. Para ello será decisivo el empleo de las esta-
dísticas —no como un camino para descubrir causas o patolo-
gías— sino como un medio de conocimiento directo de factores
y distribución de los riesgos, un mapa de probabilidades a redu-
cir o redistribuir. Se trata de lograr una eficacia sistémica.
Los propios autores mencionados definen lo que entienden
por «justicia actuarial», caracterizándola como nebulosa, pero
significante envolviendo una particular concepción poKtico-cri-
minal, aunque aclaran que no se trata de una ideología en el
sentido estrecho de un conjunto de creencias e ideas que restrin-
gen la acción. Resumen perfectamente esta concepción cuando
destacan que la justicia actuarial envuelve prácticas, pero no es
reductible a una tecnología específica o conjunto de comporta-
mientos: «en verdad, es poderosa y significante precisamente por-
que carece de una ideología bien articulada e identificación con
una tecnología específica. Su amorfia contribuye a su poder».3'
31. Conviene recordar que la voz «actuaiio» es definida como «pei-sona vereada en
los cálculos matemáticos y en los conocimientos estadísticos, jurídicos y financieros
concernientes a los seguros y a su régimen, la cual asesora a las entidades asegurado-
ras y siive como perito en las operaciones de éstas» (Drale). De Gioi-gi, indica que la
310
Es importante señalar también que el llamado «actuarialis-
mo» va a desarrollar con mucha fuerza una nueva justificación
punitiva que brindaría una nueva funcionalidad a la prisión,
cuando todas las «medidas preventivas» anteriormente señala-
das no fuesen suficientes. Se trata de la llamada «incapacitación
punitiva» que busca que —a través de impedimentos fi'sicos— se
restrinja la comisión de delitos mientras duren tales limitacio-
nes. En efecto, empieza a afirmarse la idea de que lo que verda-
deramente logra hacer la cárcel es substraer a los detenidos de la
sociedad, alejarlos de la calle; lo único comprobable es que la
restricción espacial, a través del encierro, reduce muchísimo las
posibilidades y oportunidades para delinquir. Como veremos,
esta simple reflexión del «sentido común», se irá erigiendo en
nuevo fundamento «científico» de la pena privativa de libertad.
expresión «control actuaríal» pone de relieve que las nuevas estiategias de contiol se
basan en pnx;edimientos típicos de la matemática de los seguros (2000, 17). Comple-
tando todos estos datos, señala Zysman que el «actuarialismo» halla sus orígenes en
tecnologías desarrolladas fuera del sistema penal:
a) en el derecho de daños: siempre consideraron que fue el «derecho de daños» el
primero que desarrolló un lenguaje de utilidad social y gerencialismo frente al tradi-
cional de la responsabilidad individual;
b) en el análisis de sistemas: que se desanoUó en las prácticas de las matemáticas,
la física y la ingeniería eléctrica y desde allí (concebido como un medio para racionali-
zar las decisiones) saltó a las prácticas de la Secretaría de Defensa de los EE.UU. (en
los sesenta) desde donde terminaría por descender al ámbito del sistema penal;
c) en el movimiento Law and Economics,
311
5.1. Estados Unidos: como se ha comentado, lo anterior-
mente referido conformaba ya el panorama punitivo de Estados
Unidos de Norteamérica anterior al 11 de septiembre de 2001.
Nada se comentará aquí en relación a la respuesta norteameri-
cana de carácter estrictamente bélico con el inicio de los bom-
bardeos en Afganistán o la guerra de Irak. EUo no constituye el
objeto de estudio de este trabajo, aunque, lógicamente, no puede
dejar de mencionarse, al menos, por lo que tiene de emblemáti-
co en la adopción de una cultura y de unas estrategias de gue-
rra.^^ Pero es que, junto a semejante opción bélica, le van acom-
pañadas toda una serie de medidas que sí se relacionan con el
ámbito del sistema penal y que, en consecuencia, serán sinteti-
zadas del modo siguiente (y son tantas esas medidas, que se ha
optado aquí por mencionar tan sólo las más relevantes que ilus-
tran el rumbo que se ha tomado). Se trata de las siguientes:
312
— Se prevé, asimismo, el agravamiento de penas por activi-
dades terroristas o por lavado de dinero vinculado a es-
tas organizaciones.
— Se debate, finalmente, sobre la necesidad de «legalizar
ciertas formas atenuadas de tortura» para evitar la comi-
sión de ciertos delitos terroristas (por lo que a nadie pue-
de extrañar, verdaderamente, la aparición de prácticas
de torturas a presos de cárceles iraquíes).
— Para acabar, la emblemática imagen de los «presos de la
base de Guantánamo», lanzados a un limbo jurídico en
el que ni siquiera se les acusa de nada (pese a mante-
nerlos privados de libertad), pese a reclamar la acusa-
ción los propios presos (algo insólito) para poder defen-
derse de algo, tener abogados y garantías procesa-
les, constituye el ejemplo paradigmático del back to the
future hacia la construcción de auténticas «zonas de no-
derecho», en las que el Estado puede actuar arbitraria-
mente, al margen de la legalidad y con absoluto despre-
cio a los derechos fundamentales que cimentaron la cul-
tura jurídica de los últimos cincuenta años.
313
mera, se vincula con serias restricciones a la libertad de expre-
sión (en el ámbito de la crítica que pueda verterse en terrenos
religiosos y raciales). La segunda, se relaciona directamente con
la propuesta del gobierno para poder detener por tiempo indefi-
nido a cualquier nacional de países terceros sospechoso de estar
relacionado con actividades terroristas mientras no pueda ser
deportado o, alternativamente, poder deportarlo de manera pro-
visional a un país tercero si su seguridad puede garantizarse.-'^
Esta última medida ya ha iniciado una tormenta política.
Diversos sectores recuerdan —en lo que constituye una prueba
fehaciente de la «expansión de la emergencia»— que esta nueva
ley es innecesaria y cierta prensa recuerda los excesos cometi-
dos para combatir el terrorismo del IRA con la Ley antiterroris-
ta de 1974 y cómo la Ley de orden público de 1937, aprobada
Inicialmente para combatir a los «camisas negras» del fascis-
mo, se aplicó luego para perseguir a los homosexuales.
Asimismo, y en la línea apuntada, fueron anunciadas por el
gobierno inglés, las medidas del nuevo «paquete» anti-terroris-
ta, en lo que ya se ha dado en llamar el «retomo al pasado» (cfr.
El País [19-10-2001]): a) la posibilidad de internar a los sospe-
chosos de manera indefinida y sin respaldo judicial; b) se pro-
pondrán leyes para impedir que personas residentes en el Reino
Unido puedan contactar con grupos terroristas en el exterior o
proveerles de fondos, bienes y servicios; c) se requerirá a las
compañías aéreas y de navegación que entreguen toda la infor-
mación disponible sobre los pasajeros y la carga; d) las adminis-
traciones fiscal y policial podrán intercambiar información
para ser más efectivas; e) los sistemas de extradición de sospe-
chosos serán más sencillos y rápidos, mientras que se rechazará
el derecho de asilo para los demandantes que sean considera-
dos una amenaza; /) la Policía podrá congelar fondos y forzar a
las instituciones financieras a hacer públicas ciertas transaccio-
nes; g) se creará una unidad financiera antiterrorista en el mar-
co del Servicio Nacional de Inteligencia Criminal.
33. El ministro del Interior, David Blunkett, admitió que para poder aplicar esa
norma debería dejarse en suspenso el artículo 5 del Convenio Europeo de Derechos
Humanos que establece que nadie puede ser detenido sin estar acusado ante un Tribu-
nal. Pero también es verdad que el art. 15 del mismo convenio faculta a los Estados
miembros a derogar alguna de sus disposiciones en tiempos de gueira o en caso de
emergencias que amenacen la vida de la nación.
314
5.3. Francia: aquí se produjo un doble debate que parece
inaugurar políticas criminales restrictivas en diversos ámbitos.
De un lado, el intento de decretar una especie de «estado de
alarma juvenil» anuncia la posible prohibición de salidas noctur-
nas para menores de diecisiete años (como ya pasara, por cierto,
en Estados Unidos con menores de diez y en Inglaterra con quie-
nes no superen los trece años). De otro lado, la publicación del
Informe sobre el espionaje efectuado por los servicios de infor-
mación de la Policía a movimientos sociales de signo contestata-
rio, e incluso a intelectuales críticos, con el argumento de que
hay que atajar un nuevo tipo de «subversión» (cfr. La Vanguar-
dia [10-6-2001]), parece indicar que nuevas «emergencias» son
las que orientan las actuales prácticas policial-penales.^''
Después de los ataques a Estados Unidos de Norteamérica,
el presidente francés Jacques Chirac, tras mostrar al presidente
norteamericano todo su apoyo, anunció la creación de la «inter-
nacional antiterrorista», coalición que empieza a ser creada
para combatir la «nueva emergencia» (cfr. El País [19-9-2001]).
Asimismo, el gobierno ñ-ancés, con el total consenso de la
derecha política, anunció una serie de medidas anti-terroristas
que permitirán desarrollar la siguientes acciones, tanto a los
servicios policiales públicos como a las agencias privadas de
seguridad: a) proceder al registro de vehículos sin permiso judi-
cial; b) posibilidad de realizar «cacheos» personales en lugares
públicos; c) conservar los datos de los proveedores de Internet.
315
movimientos «antí-globalización», las autoridades decretaron el
cierre y blindaje de importantes puntos de la ciudad y accesos a
la misma. El Ministerio del Interior anunció el cierre del aero-
puerto durante los días en que se celebraría la «cumbre». Asi-
mismo, la llamada «zona roja» de la ciudad (que engloba el cen-
tro histórico en tomo al Palacio Ducal donde tendría lugar la
«cumbre») fue materialmente blindada con bloques de cemento
que se completaron, a su vez, con alambradas de más de cuatro
metros de altura. Se anunciaron, también, cierres de comercios
y cortes policiales de tráfico para completar el estado de «emer-
gencia» y el control del territorio espacial y de los flujos migrato-
rios decretado por las autoridades^* (cfr. El País [17-7-2001]).
Como es de dominio público, pese a la elaboración de seme-
jante «dispositivo de control espacial», las protestas se realizaron
igualmente (a las que acudieron centenares de miles de personas
de muchos países europeos), pero se saldaron con una inusitada
actitud represiva de las fuerzas de seguridad italianeis. La entrada
en campamentos donde se alojaban los manifestantes para prac-
ticar detenciones indiscriminadas, las torturas a las que fueron
sometidos en las comisarías de policía y el asesinato perpetrado
por los carabinieri del joven manifestante Cario Giulliani, consti-
tuyen tan sólo alguna muestra de la reacción policial. Pese a ini-
ciales quejas de algún gobierno de la Unión Europea, no tardó en
manifestarse la «comprensión» de muchos de sus socios.
Tras los sucesos del 11 de septiembre de 2001, el gobierno de
Silvio Berlusconi, tras sumarse a la «coalición internacional anti-
terrorista», anunció una serie de medidas policiales y de procedi-
miento judicial-penal que «han colocado al terrorismo al mismo
316
nivel que la delincuencia mañosa, principal enemigo de la socie-
dad italiana» (cfr. El País [19-10-2001]). El Decreto-ley que fue
aprobado en este sentido por el Consejo de Ministros a) permite
reprimir las actividades preparatorias de actos de terrorismo
contra el Estado, organismos extranjeros o internacionales que
hasta ahora no estuvieran tipificados como delitos en el Código
Penal italiano; b) autoriza las escuchas telefónicas preventivas y
las judiciales en el ámbito de la investigación que tenga por. obje-
to el desmantelamiento de un grupo dedicado al terrorismo in-
ternacional; c) permite también las operaciones policiale.« encu-
biertas; d) amplía los plazos de los arrestos; e) también de los
registros de edificios; /) como en el caso del delito de asociación
mafiosa, la nueva legislación permite aplicar <ú. terrorismo inter-
nacional las medidas de control patrimonial que se emplean ya
en la lucha contra la criminalidad mafiosa.
317
grandes ciudades a los dictados de los grupos económicos y
financieros de la actualidad.
En cuanto a las estrategias empleadas para abordar estos fe-
nómenos, señala el profesor Joan Subirats que «la circularidad de
interacciones entre el sentido común de los ciudadanos que ex-
presan su inquietud ante las escenas de violencia, la multiplica-
ción de imágenes en la difusión de la noticia y la lectura que de
todo ello hacen las empresas o las administraciones responsables
de la seguridad acaba generando un buen escenario para lo que
se ha dado en Uamar "estrategia de la tolerancia cero": guerra al
delito, guerra al inadaptado, reconquista del espacio público, pa-
cificación urbana y apeirtamiento de los desviados. De esta mane-
ra, toda disidencia acabará entendiéndose en clave de seguridad y
por lo tanto se criminalizará y se colocará en el negociado de la
policía o de la justicia. La incertidumbre de la sociedad aumenta,
la sensación de riesgo prolifera y entonces el propio concepto de
seguridad se amplía y sirve para todo» (cfr. El País [21-10-2001]).
Después de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, diver-
sas son las medidas que se anunciaron desde el gobierno espa-
ñol. Pueden ser sintetizadas como se indica a continuación.
Una semana después de los ataques a EE.UU., España anun-
cia que «impulsará leyes antiterroristas en su presidencia de la
Unión Europea» (cfr. El País [18-9-2001]). Ello ha sido anunciado
con la plena aceptación del principal partido de la oposición, con
lo que se alcanzaría un importante consenso en esta materia.
Un día más tarde, el entonces ministro de Asuntos Exteriores
del gobierno español, Josep Piqué, tras indicar las posibles cone-
xiones del «fundamentalismo islámico extremista» en España, in-
dicó que era esencial estrechar la vigilancia de las fronteras en la
lucha contra el terrorismo. En directa relación con ello, el presi-
dente del gobierno catalán, Jordi Pujol, expresó textualmente «que
el refuerzo de la lucha contra la inmigración ilegal es también un
refuerzo de la lucha antiterrorista» (cfr. El País [19-9-2001]).
A la semana siguiente, el gobierno español anunció que «el
futuro Centro Nacional de Inteligencia (CNI) podrá intervenir co-
municaciones y entrar en domicilios sin permiso judicial previo,
siempre que se trate de casos urgentes e investigaciones sobre te-
rrorismo. Se trataría de tm procedimiento excepcional que ya apa-
rece recogido en el borrador del anteproyecto de ley que el enton-
ces presidente del gobierno, José María Aznar, aprobó y que el
318
Ejecutivo consensuó con los grupos parlamentarios. Para solicitar
permisos para determinadas operaciones, el CNI contará con un
juez exclusivo, que será un magistrado del Supremo nombrado
por el Consejo General del Poder Judicial» (El País [4-10-2001]).^''
Unos días más teirde, se firmó el pacto entre Francia y España
que contiene los siguientes puntos principales: 1) la entrega tem-
poral de terroristas encarcelados en Francia para ser interrogados
en España por el tiempo que se considere pertinente; 2) se crean
equipos de investigación conjuntos, hispano-fi-anceses, lo cual
permitirá, según ha dicho el entonces ministro español de Justi-
cia, Ángel Acebes, «a policías y fiscales españoles estar presentes
en operaciones antiterroristas en Francia e interrogar a etanras en
caliente» (cfr. El País [19-10-2001]); 3) también se procederá a la
entrega inmediata de copias de la documentación incautada.
Más allá de estos ejemplos puntuales que por países se han
reseñado, la Unión Europea ha comenzado a trabajar en la
«euro-orden». La misma supone que cualquier Estado debe ad-
mitir una resolución judicial de otro miembro sin más trámites,
es decir, se trata de crear im formulario único, aceptado jx)r to-
dos los Estados de la Unión, que incluya la orden de detención y
entrega y datos básicos sobre el delito y el delincuente. Al detener-
se al presunto terrorista, el mismo podrá ser entregado al juez del
país emisor de la orden en un plazo mínimo de diez días.
También en el marco de las citadas medidas, se anunció el
nacimiento de Eurojust, nuevo organismo que empezaría a fun-
cionar el 1 de enero de 2002, en el cual, cada Estado tendrá dos
representantes y un «corresponsal de terrorismo», de forma que
puedan centralizarse las investigaciones y las informaciones re-
cabadas por las policías de la Unión Europea sobre bandas cri-
minales y terroristas.
El entonces ministro de Justicia del gobierno español, Ángel
37. Proyecto que hasta ahora ha recibido críticas de algunas asociaciones de jue-
ces. Así, la Asociación Jueces para la Democracia, señaló que «la lucha contra cual-
quier tipo de delito debe hacerse en el marco de la Constitución y del sistema de
libertades y no sería coherente llevarse por delante principios básicos del Estado de
Derecho para defender la democracia». Por su parte, la Asociación Francisco de Vito-
ria calificó de preocupante que se pueda producir una «quiebra de los derechos funda-
mentales». Finalmente, la Asociación Profesional de la Magistratura, indicó que los
derechos fundamentales vienen definidos en la Constitución y merecen el respeto que
el ordenamiento jurídico debe dispensarles, «aunque puedan quedar en suspenso en
circunstancias excepcionales» (cfr. El País [5-10-2001]).
319
Acebes, ha llamado la atención advirtiendo que para que lo an-
terior funcione como se espera, es imprescindible llegar a un
concepto tínico de terrorismo en la Unión Europea, debido a
que algunos Estados no incluyen ese tipo penal en sus legisla-
ciones nacionales. En tal sentido, avanzó una definición: «Es
terrorismo el alterar gravemente, y particularmente aterrorizan-
do o intimidando a la población, para destn.iir las estructuras
políticas, económicas o sociales de un país o de una organiza-
ción internacional» (cfi:. El País [19-10-2001]).
Cabe destacar que también la prensa no ha cesado de reve-
lar el espectacular aumento de la población encarcelada en Es-
paña, la cual está creciendo al ritmo de «mil nuevos presos cada
mes» (cfi-. El País [3-3-2002]), tínica institución que sigue cre-
ciendo demográficamente, ante la ñierte caída de la natalidad
en España. España sigue disputándose, con Portugal y Gran
Bretaña, el primer puesto en el índice de hacinamiento carcela-
rio de países de la Unión Europea (que ronda entre los 120 y
130 reclusos por cada 100.000 habitantes).^^
Pero si pensábamos que ello sería bastante, la impresión era
errónea. El gobierno del Partido Popular anunció en 2003 una
auténtica batería de nuevas medidas penales, policiales, judicia-
les, penitenciarias y procesales para «barrer de las calles a la
delincuencia» (Aznar dixit), como se barre a la basura. Tales
medidas de aumento punitivo y restricción de garantías son, en
extrema síntesis, las siguientes:
320
b) Recorte en la aplicación de beneficios penitenciarios
para ciertas categorías de delitos, medida que se opone frontal-
mente al principio de «individualización científica», consagrado
en la Ley Penitenciaria que obliga a que el tratamiento peniten-
ciario sea personal, caso por caso, prohibiéndose toda conside-
ración que utilice «categorías» o «tipologías» de personas o de
delitos. A través de esta reforma queda así afectada la legisla-
ción penitenciaria.
c) Creación de Juzgados de Vigilancia Penitenciaria en la
Audiencia Nacional, con la finalidad de que estos se encarguen
del seguimiento de las condenas impuestas a los condenados
por aquélla.^' La reforma anunciada afecta así a la Ley Orgáni-
ca del Poder Judicial.
d) Endurecimiento en la previsión legal y en la aplicación
de la prisión preventiva, tal medida supone una oposición fron-
tal con la doctrina sentada jurisprudencialmente por el Tribu-
nal Constitucional en materia de prisión preventiva, pasando de
ser una medida excepcional a convertirse en regla general. La
reforma supondrá un importante aumento de las poblaciones
carcelarias. La aplicación de una medida tan drástica supone
un atentado a principios y derechos fundamentales consagra-
das en la Constitución de 1978, el derecho a la libertad, artícu-
lo 17, y el derecho a la presunción de inocencia del artículo 24.
Queda así afectada sustancialmente la legislación procesal.
e) Expulsión del territorio español de todos aquellos extranje-
ros que cometan delitos; tal medida supone ahondaí' en la crimi-
nalización de la inmigración extra-comunitaria, contribuye a la
creación de la «Europa fortaleza» y supone una vulneración del
principio de igUcildad y la prohibición de discriminación por ra-
zón de origen, consagrados en la Constitución de 1978. Queda así
afectada con la reforma la legislación en materia de extranjería.
39. Refoima que plantea graves y específicos problemas: significa una clara ides-
confíanza» hacia una pieza clave del Poder Judicial, hacia los Jueces de Vigilancia Peni-
tenciaiia. Asimismo, plantea una imposibilidad de aplicación de la Ley General Peniten-
ciaria infringiéndose el «principio de inmediación» que preside sus actuaciones, ¿cómo
podrá cumplir un Juez de Vigilancia de la Audiencia Nacional este piincipio, si desde
Madrid tiene que vigilai' el cumplimiento de una pena en cárceles muy alejadas de su
sede judicial? También pi-ovoca la imposibilidad de cumplir las obligaciones impuestas
tanto por la Ley de Enjuciamiento Criminal como por la Ley General Penitenciaria,
concretamente la obligación de visitar semanalmente los centros penitenciarios.
321
No puede finalizarse este trabajo sin una mención al nuevo
escenario mundial en el que España fue situado por el anterior
gobierno del Partido Popular. Como es sabido, el rol de lacayo del
Imperio que desempeñó José M." Aznar en su relación con Geor-
ge Bush y Tony Blair al vincularse a la üegítima guerra de Irak,
no reportó los resultados seguramente esperados. Los atentados
del 11 de marzo de 2004 en Madrid, con un saldo de casi doscien-
tas personas muertas y más de mil quinientas heridas, sitúan a
ese gobierno y a sus burócratas urente a su propio espejo.
El cambio de gobierno operado tras las elecciones del 14 de
marzo de 2004 abrió un cierto espacio esperanzador con la retira-
da de las tropas españolas de Irak, lo cual constituía una promesa
electoral del nuevo presidente José L. Rodríguez Zapatero, de un
lado, y un clamor ciudadano, de otro. Este episodio ha traído una
cierta recuperación de la razón que había sido extraviada.
Sin embargo, es tanta la involución sufrida, son tan complejos
sus mecanismos, tan vastos en su dimensión geográfica internacio-
nal (como ha podido verse panorámicamente), que habrá que ver
hasta dónde existen voluntades auténticamente transformadoras.
En fin, más ejemplos de todos los que se han mencionado
podrían citarse pero los que se han consignado son ya suficiente-
mente elocuentes. ¿Qué está sucediendo?, ¿es ésta una herencia
de la tolerancia cero o una versión renovada de la cultura de la
emergencia y/o excepción?, o, tal vez, ¿es éste, precisamente, el
resviltado de la conjunción de aquellas dos Kneas? Veremos cuán-
to tarda en verificarse la difusión de esta «nueva» política penal
en los países europeos. La tendencia parece clara: gestión puniti-
va de la pobreza, mercado económico de total flexibUización, cri-
minalización cada vez mayor de la disidencia y reducción del
Estado. El espacio de «lo público» parece caminar en esa direc-
ción. El escenario punitivo no parece así que se pueda contraer.
Pero como seguramente, una vez más, fracasará en sus funciones
declaradas, quien pueda deberá prepararse para comprar seguri-
dad privada de acuerdo a su estatuto de consumidor. Sistema
«público» y sistema «privado» —también en el ámbito de la ad-
ministración de justicia— constituyen una «dualidad» (y no es en
absoluto la única) que ya anuncia el perfil de la Modernidad tardía
en el campo del sistema penal, como contracara de los cimientos
de una Modernidad que pretendía gobernar disciplinadamente.
La quiebra del modelo welfare, aquella suerte de pacto entre capi-
322
tal y trabajo para gobernar la cuestión social, anuncia nuevos
tiempos y consecuencias. Ya hemos pasado definitivamente de la
sociedad que aspiraba a disciplinar, ahora estamos en la sociedad
(Negri, 2000) o en la cultura (Garland, 2001) del mero y puro
control. Vivimos realmente u n a época de nihilismo en la que las
políticas públicas se reducen al cero, la nada (tolerancia cero, dé-
ficit cero...), parece que se estrechan los márgenes.
Deviene, en consecuencia, más necesaria que nunca la profun-
dización y análisis crítico sobre estas cuestiones. EUo puede prepa-
rar (nos) para ofrecer una resistencia al panpenalismo —o expan-
sión de «lo penal» como insti\imento de consenso y de gobierno
de la opinión pública (Anastasia y Palma, 2001)— que, por u n
lado, impida la total demolición de los fundamentos garantistas
del orden social y, por otro, desarrolle una imaginación creativa y
atenta a la canalización de los reclamos de los portadores de nece-
sidades (Negri, op. cit., 11). Ojalá que esta pintura pesimista (que
ha perdido toda la magia del artista citado al inicio de estas líneas)
pueda ser u n revulsivo movilizador y, en absoluto, paralizante.
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en la justificación del castigo penal de Estados Unidos, en el último tercio
del siglo XX (tesis presentada en la Universidad de Barcelona para la
obtención del Máster en Sistema Penal y Problemas Sociales).
326
AUTORES
327
miembro fundador del European Group for Prison Reseai-ch. Es autora
de varios artículos sobre la cuestión penitenciaria.
CAROLINA PRADO es licenciada en Derecho por la Universidad Nacional de
Córdoba, Argentina. Es adscripta, en esa Universidad, en las cátedras de
Derecho penal y Sociología Jurídica de la Facultad de Derecho. Una ex-
cedencia en los Tribunales Federales de Córdoba, donde se desempeña
profesionalmente, le ha peiTnitido cursar el máster en Sistema Penal y
Problemas Sociales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Bar-
celona, y realizar actualmente el doctorado en Derecho, especialidad So-
ciología jurídico-penal, de esta misma Universidad.
MARTA MONCLOS MASÓ es licenciada en Derecho por la Universidad de
Barcelona (1998); máster en Sistema Penal y Problemas Sociales (2000);
Diploma de Estudios Avanzados (2002) del programa de Doctorado en
Derecho, especialidad Sociología jurídico-penal. Universidad de Barcelo-
na. Actualmente realiza su tesis doctoral, con el soporte de una beca de
formación de personal investigador concedida por la Generalitat de Ca-
talunya (desde 2001). Da clases de criminología en la Facultad de Dere-
cho de la Universidad de Barcelona, ha participado en tiBs proyectos de
investigación financiados y es autora de varios artículos sobre el funcio-
namiento del Sistema Penal.
BRUNO AMARAL MACHADO es fiscal en Brasilia, especialista en Derecho
penal económico por la Unb (Universidad de Brasilia) y doctorando en
Sociología jurídico-penal por la UB (Universidad de Barcelona). Es autor
de artículos publicados en revistas especializadas en ciencias criminales
(IBCCrim, Instituto Brasileño de Ciencias Criminales / Informe mensual,
revistas de las Escuelas Superiores del Ministerio Fiscal de la Unión, del
Ministerio Fiscal de Brasilia, y por la revista Justiga Especial, TJDF, Tri-
bunal de Justicia del Distrito Federal) y en periódicos {Direito e Justiga,
Córrelo Braziliense). Estos artículos han sido parcialmente publicados
también por la Editora Plenum, CD-ROOM JUÍTÍUIOS Cíveis e Crimináis y
Cóletánea Doutrinária, coordinado por Günther Spode {Rio Grande do
SMZ, 1999 y 2000).
GABRIELA RODRÍGUEZ FERNÁNDEZ es abogada por, y docente de, la Facul-
tad de Derecho de la Universidad de Buenos Aiiies en la esjsecialidad
Derecho penal y procesal penal. Ejerce la abogacía en el ámbito penal y
administrativo. Es especialista en Mediación penal. Es doctoranda de la
especialidad Sociología jurídico-penal de la Facultad de Dei-echo de la
Universidad de Barcelona. Compiladora y coautora del libro Resolución
Alternativa de Conflictos Penales: Mediación de conflictos, pena y consenso
(Del I\ierto, Buenos Aires, 2000).
328
FELIPE MARTÍNEZ es licenciado en Sociología por la Univereidad de Bue-
nos Aires (1999) y realizó el máster Sistema Penal y Problemas Sociales
en la Universidad de Barcelona (2002) donde escribe una tesina sobre la
población penitenciaria de la Argentina.
CAMILO ERNESTO BERNAL SARMIENTO es abogado por la Universidad Na-
cional de Colombia, y máster en Sistema Penal y Pi'oblemas Sociales por
la Universidad de Barcelona. Actualmente, se desempeña como consul-
tor nacional en temas penitenciarios y carcelarios para la Oficina en Co-
lombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos
Humanos y para la Defensoría del Pueblo de Colombia. Ha realizado
trabajos de investigación y artículos sobre el sistema penal.
IGNACIO FRANCISCO TEDESCO es abogado por la Universidad de Buenos
Aires, y Diploma de Estudios Avanzados en Derecho (especialidad de
Sociología jurídico penal) por la Universidad de Barcelona, en la que es
doctorando. Es profesor adjunto (int.) de Dei^echo penal y pixx;esal penal
en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, Profesor
de posgrado de la asignatura Sistemas procesales penales comparados
(UMSA y UBA), y secretario de la Cámara de Apelaciones en lo Penal
Económico de Argentina. Tiene publicados varios artículos en revistas
especializadas y en obras conjuntas.
DIEGO ZYSMAN QUIRÓS es abogado por la Universidad de Buenos Aires,
máster en Sistema Penal y Problemas Sociales por la Universidad de
Barcelona, y doctorando en derecho (especialización en Sociología jurí-
dica) por la misma Universidad. Actualmente se desempeña como fun-
cionario en la justicia penal argentina, y como profesor de la Facultad de
Derecho de la Universidad de Buenos Aires, donde enseña Derecho pe-
nal, procesal penal y Sociología del castigo. Ha publicado distintos artí-
culos y comentarios sobre el proceso penal y la pena, en las revistas La
Ley (Bs. As.), Nueva Doctrina Penal, Delito y Sociedad, etc.
IÑAKI RIVERA BEIRAS es licenciado en Derecho por la Universidad de Bar-
celona (1985). Es máster (1989) por el Common Study Programme on
Criminal Justice and Critical Criminology, del Programa Erasmtis de Coo-
peración ínter-Universitaria Europea (formado por seis Centros Universi-
tarios de la UE) y doctor en Derecho por la UB (1993). Es autor de trece
libros (como único autor o como co-autor y/o compilador) dedicados al
Derecho penitenciario, la historia y sociología de la cárcel y la Criminolo-
gía y política criminal; y de más de sesenta y cinco trabajos, aitículos y
ensayos publicados en diversas obras académicas en España, Europa y
América Latina. Es profesor invitado por diversas universidades de Italia,
Reino Unido, Grecia, Portugal y Alemania (en Europa), Argentina, México
y Perú (en América Latina). Es dii^ector del Observatorio del Sistema Pe-
nal y los Derechos Humanos de la Univei-sidad de Barcelona.
329
ÍNDICE
Presentación
331
3. La Escuela positiva italiana y las reacciones eclécticas:
el positivismo crítico 67
4. De la teoría a la práctica 74
Bibliografía 79
332
Alfred Schutz: Herramientas comprensivas en el análisis
de un sistema que renuncia a comprender, por Gabriela
Rodríguez Fernández 167
1. Los intentos «comprensivos» que hemos abandonado . . . . 167
2. La sociología comprensiva, o revisitando a Weber 169
3. Los «motivos-para» y los «motivos-porqué» (nuestra
primera crítica de Schutz a Weber) 172
4. Schutz y la diferencia entre significado auto-atribuido
y significado hetero-atribuido (nuestra segunda crítica
de Schutz a Weber) 176
5. La mirada del burócrata 180
6. A modo de conclusión: la mirada del semejante
y la privatización de los conflictos 191
Bibliografi'a 193
333
4. El castigo como una compleja institución social 241
5. La penalidad de la modernidad tardía: la cultura del control . 245
6. ¿Es posible otra penalidad? 247
Bibliografía 247
Autores 327
334