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I. El sentido religioso de la vida del hombre.

A. El hombre como ser religioso


a. La ordenación del hombre a Dios.
La razón fundamental de la religiosidad del hombre es su naturaleza creada, su contingencia, y por lo mismo su la
dependencia de su Creador.
La existencia, que es lo más universal que encontramos en los seres, no procede de su ser finito. Esta existencia es efecto de
un ser universalísimo, el Ipsum Esse subsistens, del cual los demás la tienen por participación. Por la creación todas las
cosas tienen un ser limitado, contingente y radicalmente potencial en el sentido de que podía no haber existido. Todo ser
creado es radicalmente potencial en el sentido de que no es el ser increado y podría dejar de existir en cuando Dios le
retirara el ser que le da. “El mundo reposa sobre la sabiduría de Dios y sobre su potencia creadora. No se pertenece a sí
mismo ni es autónomo, sino que es propiedad y dominio de Dios.” La Creación es entonces, una novedad absoluta; es –dice
Tomás de Aquino- “la misma dependencia del ser creado respecto del principio por el que es constituido”. La relación con
Dios es real en la criatura, como lo es en el efecto respecto de la causa, y es absolutamente radical, en cuanto que proviene
de la causa de su ser. Por ello, todas las cosas dependen de Dios; Dios es la causa del ser de las cosas y éstas dependen
totalmente de Él.
El hombre, por ser criatura, es un ser real y al mismo tiempo radicalmente limitado y dependiente. Todo ser finito, y
especialmente el hombre, está determinado por relación a Dios. Dios crea al hombre y, precisamente por su acto de ser
participado, le hace ser. En el hombre se da una relación peculiar con Dios puesto que el alma humana ha sido creada
directamente por Él, querida por Dios en sí misma y por sí misma, dándose así en cada generación humana una verdadera
“novedad de ser”.
Es una relación que le es dada por Dios con el acto de ser único e irrepetible que le hace ser. Es la propiedad privada de su
acto de ser lo que constituye propiamente a la persona, y la diferencia de cualquier otra parte del universo. Esta propiedad
comporta su propia y personal relación a Dios, que sigue al acto de ser, a la efectiva creación del hombre, de cada persona,
señalándole ya para toda la eternidad como alguien delante de Dios y para siempre, indicando así su fin en la unión personal
y amorosa con Él, que es su destino eterno y el sentido exacto de su historia personal en la tierra y en el tiempo.
“Precisamente porque es persona –advierte Carlos Cardona- el hombre se trasciende a sí mismo, se abre al infinito, en una
relación personal a Dios y a las otras personas creadas –en cuanto sujetos también de igual relación-, que está llamada a ser
una feliz relación de amistad: benevolencia recíproca y manifestada, trato, comunicación de bienes. Amistad con Dios ya en
el orden natural, según la vida del espíritu”.

a. La apertura del hombre a Dios.


Cuando el hombre se interroga acerca de la realidad y de su sentido, en primer lugar, se admira. Se descubre que las cosas
son, que están delante de nosotros, para nosotros, sin nosotros. Este hecho hace que el hombre se pregunte por el sentido de
las cosas: el hombre aparece como el “animal” que se interroga, que irremediablemente, perenne e indefectiblemente
pregunta por las cosas, por sí mismo, por su quehacer dentro del mundo de las cosas y de la historia de los hombres y, sobre
todo, por su misma identidad. Este preguntar humano va siempre más allá de lo conocido y logrado: trasciende toda
respuesta humana y toda meta alcanzada, haciendo preguntas nuevas.
Esta interrogación humana puede ser de diversos tipos. Puede ser una pregunta utilitaria (para qué sirve esto; cuál es su
rentabilidad en el orden de los fines inmediatos), una pregunta técnica (cómo funciona esto, qué efectos puede producir) o
una pregunta científica (cómo se explica esto o qué conexión causal o final está con el resto de fenómenos observables). Sin
embargo, en ese horizonte del preguntar por el mundo, surgen preguntas del estilo: qué soy yo?, cuál es el sentido de mi
vida?, vale la pena tomarse la vida en serio?
La religión aparece entonces como un intento de responder a las preguntas fundamentales del hombre. La religión constata
la limitación de la ciencia en la respuesta a las preguntas primeras y últimas del hombre y busca y da una respuesta a esas
preguntas fundamentales. El último Concilio subrayó precisamente que el origen de la religión está vinculado a la búsqueda
de sentido: “Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recónditos de la naturaleza
humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente sus corazones. ¿Qué es el bien y qué es el pecado? ¿cuál es el origen
y el fin del dolor? ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿qué es la muerte, el juicio y la retribución
después de la muerte? ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos
y hacia el que nos dirigimos?”.

c. Conciencia de la apertura de las facultades humanas.


El hombre se da cuenta de que es diverso del mundo, que trasciende la realidad material. También advierte que la persona
humana es fuente de actividad. Actualizamos nuestro ser en cuanto personas mediante el conocimiento (especialmente el
conocimiento intelectual), el amor (la vida moral) y la creatividad (arte y técnica). En cada una de estas esferas nuestra
actividad contiene una cierta tensión y orientación hacia lo infinito, lo absoluto.
Nuestra potencialidad más elevada procede de nuestro intelecto, en cuanto capacidad cognoscitiva, y nuestra voluntad en
cuanto capacidad de desear y amar. Una potencialidad es perfeccionada o actualizada cuando alcanza su objeto. El objeto
del intelecto es la verdad; el objeto de la voluntad, el bien. Somos capaces de conocer intelectualmente todo lo que existe y
de amarlo todo. Nuestra potencialidad en esas esferas es ilimitada.
El entendimiento humano está abierto a toda realidad, a toda la verdad, no sólo a unas parcelas, y solamente quedará saciado
si su ilimitada capacidad de verdad encuentra la Verdad Absoluta. La voluntad humana desea el bien completo, sin límites.
Ningún bien particular, incluso otro hombre, puede saciar completamente el deseo humano: sólo un Tú trascendente puede
realizar la potencialidad humana de bien.
El hombre alcanza su desarrollo pleno en cuanto persona, es decir, en cuanto ser consciente y libre, en el ámbito de las
personas. Ahora bien, nuestra capacidad de conocer y amar trasciende las personas contingentes. Sólo puede ser saciada por
un ser personal, un Tú absoluto, que sea plenitud de ser, de libertad y de amor. Sólo tal objeto religioso puede ser adorado
por nosotros y sólo en unión con él podemos desarrollar todas nuestras potencialidades. Sólo una relación personal con un
Absoluto personal puede concedernos la satisfacción proporcionada a nuestra naturaleza humana y ofrecernos una
realización completa o, en términos de Tomás de Aquino, la completa felicidad. Tomás entiende la felicidad de modo
dinámico como la actualización completa de la potencialidad de la persona humana, que se realiza por la unión de nuestra
voluntad e intelecto con un Dios personal. Ya lo había dicho de modo magistral san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.”
En conexión íntima con nuestro deseo de un bien absoluto está el problema de la libertad humana. En cuanto personas no
estamos determinados a escoger un determinado objeto de conocimiento o de amor. Nuestra experiencia de libertad se
expresa en la experiencia de responsabilidad (de satisfacción o culpa). Esta libertad humana sería ininteligible sin el
reconocimiento de que estamos abiertos al infinito, al Tú trascendente. “Si no existe Dios –dice el Profesor Polo-, la libertad
radical no existe tampoco. Si la libertad humana es algo más que elegir entre whisky o ginebra, y es el meollo de su carácter
personal, con ella el hombre se abre de modo irrestricto, y al revés: si esa apertura no encontrara un ser personal, Dios,
quedaría frustrada. (…) La libertad abre una doble pespectiva: existe un Dios personal sin el cual la libertad no existiría; sin
Dios, la libertad acabaría en la nada”.
a. Los indicios de trascendencia del hombre.
En la vida ordinaria podemos encontrar señales que apuntan a una realidad que está situada más allá de lo corriente, como
una catástrofe. Y también encontramos momentos en que la realidad que se da por sentada se conmociona de manera súbita.
Todas ellas, aunque en muchos casos son muy corrientes y casi nunca se perciben como sobrenaturales, apuntan hacia una
realidad que está situada más allá de lo corriente; el orden que mi espíritu impone al mundo se propone implantar un orden
que está allí antes de que mi espíritu comenzase a elaborarlo.
d. La conciencia de la insuficiencia y finitud humanas.
Junto a la conciencia de la apertura de su ser, el hombre tiene también conciencia de su insuficiencia, de su debilidad. Su
forma más sencilla es la experiencia de que la existencia no es segura, sino que está en riesgo y suspenso. Por un lado está la
inseguridad que proviene de las causas de la naturaleza: catástrofes elementales, animales peligrosos, enfermedades, etc. En
la medida en que avanza la historia, el hombre se asegura contra ella, sin llegar, no obstante, a dominarla jamás por
completo. A esto se añaden peligros que provienen de la relación de persona a persona, como incomprensión, envidia,
hostilidad, en todas sus formas; rivalidades sociales, tensiones políticas entre los pueblos, guerras, revoluciones, etc.
Mientras que el progreso de la cultura supera hasta cierto punto las amenazas de la naturaleza y del desorden social y
económico, surgen también otras de nueva especie debidas al mismo desarrollo cultural. Así, por ejemplo, la seguridad ante
la naturaleza representa que el hombre se aleje de ésta y se haga innatural; que la técnica se haga dueña del hombre, y se
entremeta en su existencia; que el Estado se considere como fin en sí, haciendo del hombre un medio y un material.
También está la experiencia de la propia finitud. Todo hombre constata dos realidades tan evidentes que ninguno puede
dudar de ellas: no existo desde siempre, no existiré para siempre. Estas dos proposiciones revelan la experiencia de nuestra
existencia como limitada por su comienzo en el tiempo pasado y por su fin en el tiempo porvenir: experiencia de la
negatividad de nuestro todavía-no-ser en el mundo y de nuestro futuro no-más-vivir. Esta experiencia de no haber venido
por mí mismo al mundo impone la pregunta del por qué existo. El sentido de la cuestión del fundamento originario apunta a
un fundamento autofundante, es decir, no fundado sino en sí mismo y que, por consiguiente no esté originado en otro.
La otra proposición, “no existiré por siempre”, revela la experiencia más evidente de que nuestra existencia tiene un término
final. La muerte pone en cuestión el sentido de la vida: se muestra como la cuestión inevitable, como la cuestión que más
fuerte y radicalmente nos interperla: ¿A dónde voy? ¿Y después, qué? En último término, ¿para qué vivir? En cuanto
negación de la vida, la muerte dice algo muy relevante: que la vida humana es finita, que su origen y su término le son
impuestos. En efecto, la muerte tiene un carácter especial porque se nos presenta como algo impuesto. No la queremos, pero
no tenemos más remedio que soportarla –y en ella nuestra finitud-.
Además, el hombre experimenta que puede obrar mal. El sentimiento de culpabilidad va como adherido al ser humano,
aunque con notables variaciones por lo que a su naturaleza se refiere. El hombre no es dios, ni infinito en ninguna de sus
cualidades ni en cuanto posibilidad de realizar sus aspiraciones. Su limitación óptica y sus limitaciones existenciales
conllevan en sí el hecho de “fallo, defecto”. Además, el hombre se da cuenta, al menos en algunas ocasiones, de que el fallo
o deficiencia depende de él, de su no obrar de acuerdo con el criterio de su conciencia.
Es un dato confirmado por la psicología el sentimiento de culpabilidad presente en el hombre. Las ideologías racionalistas y
ateas lo vinculan con las exigencias de la sociedad, con la conciencia y la razón individuales, con el peso de la tradición que
condiciona a cada individuo, etc. Pero es una ilusión pensar que del conocimiento pleno del mecanismo interior del hombre
nazca el arte terapéutico capaz de curar sus sentimientos morales enfermos. El sentimiento de culpabilidad es conciencia de
haber violado una ley superior, conciencia que puede transformarse en sufrimiento. Por ello, las religiones siempre han
considerado que el origen de este sentimiento eran las faltas cometidas contra la divinidad. Es vedad que podría haber un
sentimiento de culpa irracional y enfermizo. Pero también es posible tener conciencia de una falta real que no se ha borrado.

Este conjunto de vivencias conducen al hombre a descubrir el horizonte religioso; un descubrimiento que “afecta todo mi
ser: me descubro desbordado, superado infinitamente por esa instancia última, pero –al mismo tiempo- me descubro
fundado, empujado a ser, al descubrirme contingente, infundado por mí; me descubro, por lo mismo, atraído por su
profundidad misteriosa”.

II. El sentido religioso de la vida del hombre.


B. La religión como respuesta a la llamada divina
1. El hombre es un ser religioso
Como se vio anteriormente, el hombre es un ser que no está encerrado en sí mismo, sino un sujeto vinculado que descubre
en sí mismo la orientación hacia lo absoluto, lo último. Son experiencias que apuntan a lo trascendente, a algo que se sitúa
más allá del hombre y el mundo. Se puede decir, con razón, que el hombre es un animal religiosissimum, profundamente
religioso, y que la dimensión religiosa le es en cierto modo connatural al hombre.
Ahora bien, esto no significa que la religión sea un elemento natural en el hombre ni en el sentido de que le pertenezca como
algo propio ni en el sentido de que le pertenezca como algo propio ni en el sentido de que forme parte de su naturaleza. Lo
primero comprometería la gratitud absoluta de lo religioso; el hombre religioso es siempre un hombre a la escucha y su
actitud, una actitud de respuesta. Lo segundo supondría ignorar que la religión es relación personalmente vivida y fruto, por
tanto, de la libre decisión de reconocimiento la religión no es algo que se tenga como se tienen los diferentes componentes
de la naturaleza; ser religioso es orientar personalmente la vida de una forma determinada.
La potencialidad y orientación de la persona humana hacia Dios puede no ser actualizada o ser actualizada sólo
parcialmente. El hombre es un animal religioso que está dotado de libertad. Ante Dios puede responder sí o no, aceptarlo o
rechazarlo, amarlo, odiarlo o permanecer indiferente.
El Concilio Vaticano señala que “el fundamento esencia de la dignidad humana está en su vocación a esta comunicación con
Dios. El hombre está invitado, desde que nace a un coloquio con Dios: pues no existe sino porque creado por Dios en un
impulso de amor, debe su conservación a ese mismo amor, y no vive de verdad si no lo reconoce libremente y no se entrega
a su Creador. Con todo, muchos de nuestros contemporáneos no perciben de ninguna manera, o incluso rechazan
explícitamente esta íntima y vital unión con Dios. Esto hace que el ateísmo se deba considerar entre las más graves
realidades de nuestro tiempo y se deba someter a un examen atento”.
También afirma la Constitución Gaudium et Spes que no hay ninguna duda en que no están libres de culpa los que
voluntariamente se esfuerzan por alejar a Dios de su corazón y evitar la problemática religiosa. El motivo es que ellos no
siguen el dictamen de su conciencia – aunque los mismos creyentes, con frecuencia, tienen su parte de responsabilidad en
este fenómeno-. Porque el ateísmo considerado en su integridad, no es fruto espontáneo, sino que brota de diversas causas,
entre las cuales se cuenta también una reacción crítica contra la religión en general y en particular en algunas regiones
contra la religión cristiana.
Ahora bien, podemos entonces preguntarnos ¿Por qué nuestro conocimiento de Dios es confuso? Porque sólo conocemos
que existe, no su esencia, tal cual es. Ausencia de claridad no significa ceguera absoluta, por eso el ateísmo es injustificable
a la par que explicable, pues ante un conocimiento oscuro la voluntad respaldada por el sujeto puede oponer rechazo.
Unas palabras sobre Sartre. El padre del existencialismo ateo experimenta pesadamente la contingencia propia y de lo que le
rodea: «La existencia es, por definición, lo no necesario. Existir significa simplemente “estar ahí". Lo que existe es algo con
lo que uno se encuentra, pero que no se deja nunca deducir.» Hasta aquí, la constatación que hace Sartre tiene muchos siglos
de vigencia. Sin embargo, su conclusión va a ser sorprendente: la contingencia le lleva a decir que «todo es absurdo: el
parque, la ciudad, yo mismo. Si te percatas de ello, se te revuelve el estómago y todo empieza a flotar; ahí está la náusea». J.
Pieper responde a Sartre que nadie en el mundo podría llevar una vida consecuente con la idea del absurdo absoluto. Si todo
es absurdo, ¿cómo puede hablar Sartre de libertad, justicia y responsabilidad? Además, si el mundo fuera absurdo no habría
motivo para nada, ni posibilidad de argumentar nada: ni siquiera la no existencia de Dios.
Afortunadamente, Sartre no pudo mantener el absurdo hasta el final. Poco antes de su muerte, Le Nouvel Observateur
recogió estas palabras suyas; «No me percibo a mí mismo como producto del azar, como una mota de polvo en el Universo,
sino como alguien que ha sido esperado, preparado, prefigurado. En resumen, como un ser que sólo un Creador ha podido
colocar aquí; y esta idea de una mano creadora hace referencia a Dios.»
Breve conclusión: la existencia de Dios es la más grande de las cuestiones filosóficas. No por su complejidad, sino por
presentarse ante el hombre con un carácter radicalmente comprometedor. Dios, aunque puede ser considerado como una
idea, no es en absoluto un producto del pensamiento humano. Dios es el dueño y señor de todo lo que existe. Cuando C. S.
Lewis, ateo, pensaba en la existencia de Dios como si se tratara de un inofensivo problema intelectual, llegó un momento –
confiesa- en que el «teorema filosófico aceptado cerebralmente, empezó a agitarse y a levantarse; se quitó el sudario, se
puso en pie y se convirtió en una presencia viva. No se me volvería a permitir jugar con la Filosofía».
2. La religión en cuanto relación personal con Dios
La religión tiene lugar cuando la vinculación objetiva del hombre respecto a de Dios –en cuanto criatura y en cuanto ser
abierto a Dios- es reconocida de modo subjetivo. Entonces se inicia la religión en cuanto recta ordenación, en cuanto
relación personal con Dios.
La religión no es una actitud irracional, nacida de un ánimo sobrecogido ante lo desconocido a la vez que embargado por él;
sino una respuesta de toda la persona a Dios, que no es una idea con la que se pueda jugar intelectualmente sino un ser vivo
y operante, ante el que es imprescindible adoptar actitudes vitales.
El hombre es libre, y es con su libertad como debe acoger su dependencia frente al poder divino. Mejor que en el esquema
causa-efecto, la actitud religiosa tiene su expresión exacta en el modelo de llamada-respuesta, que implica una relación
personal. LA religión es una relación personal con el Absoluto personal, con Dios, fuente última de nuestra existencia y fin
último del hombre. Esta relación tiene las siguientes características:
a. Es una relación real-existencial. Es una relación real porque tiene un fundamento real en la estructura de la persona humana y
porque refiere a un ser personal realmente existente. Para realizar este vínculo en un nivel personal se requiere el reconocimiento
consciente y libre de las disposiciones ópticas de la naturaleza humana, que está orientada a Dios. Esta actividad penetra todo el
ser del hombre, de modo que la religión no pertenece a una esfera aislada de la vida, sino que es un modo de existencia del ser
humano, un existir “hacia” y “para” Dios.
b. Es una relación interpersonal. Se trata de una relación entre dos seres que son personales, conscientes y libres que pueden
establecer una relación personal. A este respecto, la relación religiosa tiene un carácter dialógico, de comunicación y encuentro.
Algún autor ha considerado que precisamente la categoría de encuentro definiría la relación religiosa.
c. Es una relación moral (consciente y libre). Sólo en cuanto es persona –ser racional y libre, capaz de tomar decisiones- la persona
humana es un ser moral y sólo en cuanto tal la persona humana puede ser un ser religioso. Aunque la religión tiene un
fundamento óptico, no es una relación puramente natural con Dios, que se realizara en virtud de las leyes de la naturaleza. La
religión penetra toda la vida personal del hombre. Sólo por una decisión personal podemos dirigir conscientemente hacia Dios
nuestra vida espiritual-moral.
d. Es una relación dinámica. La pura orientación del ser humano a Dios y la esfera trascendente no constituye por sí misma la
religión. La religión es una actualización consciente y voluntaria de la orientación potencial que es realizada mediante actos
religiosos.
El dinamismo no corresponde, sin embargo, exclusivamente al hombre, puesto que Dios tiene una parte activa en esta
relación.
e. Es una relación que perfecciona al ser humano. La relación religiosa es necesaria para la plena actualización de la persona
humana en cuanto ser espiritual-material.
La actividad religiosa implica a la persona humana en todas sus potencialidades. La experiencia religiosa es el acto
humano más integral y unificador, en el que la subjetividad humana, al relacionarse con Dios, no sólo no pierde su
individualidad, sino que la descubre y fundamenta.

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