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Quienes sin reflexionar se adhieren a la creencia

de un universo material que edifica sin saber lo que


hace, y que ve con indiferencia al hombre, aceptan
no obstante que este mundo ha evolucionado hasta
el día cumbre de dar a luz a los seres racionales.
Dicho alumbramiento, alhaja de la existencia, es del
todo relevante para la materia, porque el hombre --
construido de las entrañas del inconsciente cosmos--
es el medio para que el universo material se conozca
a sí mismo. Es por este ser extraordinario que una
existencia material, que desconocía su grandeza y
su belleza, se da cuenta de que vive y se contempla
por primera vez en su esplendor ignoto. En el
hombre toda la existencia que fue anterior e
inconmensurable, como el propio firmamento
plagado de estrellas, toma conciencia de que es.

Para aceptar que la naturaleza fuese una


inteligencia inconsciente, tendríamos que destruir
los fundamentos básicos del intelecto, pues la
inteligencia se ha hecho consistir en la facultad de
conocer y entender, es decir, comprender con
conocimiento exacto y reflexivo. Además, no nos
parecería admisible que una entidad inconsciente
como lo es la materia, pueda crear a un ser
consciente como lo es el hombre.

Si adjudicamos el génesis del hombre a un


proceso evolutivo de la materia, es porque no
podemos atribuirlo a la nada, toda vez que la nada
no produce nada. De dónde, entonces, vamos a
sacar la inteligencia de los seres racionales, si detrás
de la materia no hubiese una inteligencia
consciente. Es decir, si antes del homínido no existía
la inteligencia consciente, ¿acaso de la nada surgió?.
Nadie da lo que no tiene, porque nadie puede sacar
algo de la nada.

La ciencia, por su parte, se hace consistir en el


conocimiento probado de las cosas a través de la
experiencia sensible. Esto nos lleva a aceptar sólo lo
evidente y descartar erróneamente por inservible lo
que no se puede probar. Tal acción es adecuada para
la ciencia, pero no para el conocimiento, el que
también puede alcanzarse aplicando correctamente
las reglas del razonamiento. Por ejemplo, la teoría de
una Tierra móvil y tan redonda como las esferas de
la cosmología aristotélica sostenida por Cópernico y
después apoyada por Galileo, así como rechazada
por la ciencia en un principio, no significa que
nuestro planeta no haya sido siempre móvil y
redonda, lo único que indica es que la ciencia tuvo
que esperar a que tal teoría se probara para
aceptarla. Entonces, no podemos desechar lo que no
es ciencia, pues las cosas existen
independientemente del conocimiento sensible.

Podemos asegurar que existe la materia, las


leyes que la rigen y su evolución hacia la vida, ya
que tales supuestos forman parte de la ciencia. Más
aún, conociendo sus normas hemos logrado fundar y
hacer progresar la tecnología. Por Darwin supimos
que del proceso evolutivo se derivó el hombre. Todos
estos conocimientos nos constan por la experiencia
sensible, ya sea porque lo hemos palpado
directamente, porque se han comprobado en un
laboratorio o porque su evidencia ha surgido de los
restos humanos descubiertos, pero el origen de la
inteligencia llega a nuestra comprensión por el
conducto de la razón.

Nos parece razonable entender que la


inteligencia del homo sapiens no proceda de la nada,
ni de la materia inconsciente, sino de otra
inteligencia. Pero ese conocimiento, que se presenta
con claridad evidente, no se traslada de nuestra
mente a la rígida prueba exigida por la ciencia, pues
para eso se requeriría de una verificación
experimental que así lo constatara. Por eso, su
verdad no debe desvirtuarse, pues la misma se
encuentra en la frontera de lo espiritual y lo
material, ahí donde la ciencia tiene prohibido
ingresar.

Así, es más indubitable reconocer en la


naturaleza material --manifiesta en las leyes
que la rigen--, la existencia de un
entendimiento consciente que ha creado las
cosas de manera reflexiva y enterada que
sostener la tesis de una inteligencia
inconsciente y casual.

Cuando un conocimiento es verdadero, existe


congruencia con cualquier deducción que le
extraigamos. Eso como cuando los contadores dicen
que los números cuadran, que un balance se
comprueba de principio a fin.

El error, como decía San Agustín, es igual a lo


inexistente, es lo contrario a la verdad: lo que no es
verdad no existe, es un error, tal como que dos más
dos no son nueve. Este resultado no es verdadero,
esta mal. Por ello, el planteamiento aberrante que
proponen los que hablan de una inteligencia
inconsciente del cosmos cae en un yerro, el que, a
su vez, produce tesis equivocadas e insostenibles.
Para entender cualquiera consideración, resulta más
congruente reconocer la patente manifestación de
un entendimiento consciente que ha creado las
cosas de manera reflexiva y enterada, que
emanadas de una fuente accidental.

Hay una inteligencia consciente en la esencia de


las cosas, en su concepción, en su función y en su
destino. Negamos su existencia porque no tiene una
composición corpórea como la del hombre. Pero su
vivencia la podemos percibir por los efectos que
produce y en los que hay inteligencia manifiesta. De
esta forma, sí podemos explicarnos incluso el origen
de la inteligencia humana.

El origen de la inteligencia, como procedente de


otra superior, no se puede probar por la
experimentación sensible, pero tampoco se puede
negar en un razonamiento lógico que destruya la
esencia misma de la naturaleza intelectual en
cuanto no es dable tal concepto desligado del
entendimiento. Si bien la ciencia está basada en la
experimentación, su comprensión requiere del
entendimiento humano basado en la razón. Por eso,
no podemos aceptar una naturaleza cósmica
inteligente sin entendimiento.
¿Cuantas inteligencias existen?

El espíritu, como la belleza, es peculiar. El ser por


excelencia es único por esencia, arte sin
compostura, naturaleza intemporal que es porque
sólo es en su eterna existencia.

A primera vista, diríamos que cada hombre tiene


una inteligencia, y tantas cuantos sujetos de esta
especie existan, pero pudiese haber otra que --según
razonamos-- originó las humanas.

Más aún, cabe reflexionar si sólo hay una


inteligencia, de la cual participan tanto la general
(que aparenta tener naturaleza) y la de los hombres.
En ese caso, la inteligencia sería singular para todas
las entidades corpóreas e incorpóreas. Por idéntica
razón, resulta por demás inquietante deducir si la
inteligencia esta inmersa en las cosas entre las
cuales están los seres racionales o si se da por
separado, no solo del hombre, sino de las cosas
mismas.

El concepto de persona, según el diccionario, se


refiere a cualquier individuo de la especie humana.
El derecho positivo lo toma en este sentido al hablar
de las personas físicas, considerándolas como tales
desde que son concebidas hasta que mueren. Este
término se refiere a toda unidad física racional que
tiene independencia, de donde quedan excluidas las
cosas y los animales que aún teniendo individualidad
carecen de entendimiento. Tres factores determinan
para la ley humana la calidad de personas: una, su
existencia; dos, su independencia, y tres, la
potencialidad de entendimiento.

A su vez, el factor de existencia física –requisito


en el supuesto jurídico, no es exigido en la idea de
persona que editó el diccionario de la Lengua
Española, porque para esta última basta que se
haga referencia a algo “humano para que, valga la
definición, Puede hacerse extensivo a la inteligencia
consciente e incorpórea, pues la idea central del
concepto subsistiría. De hecho, el término de
persona --tal cual lo usamos-- nos sirve para
identificar a personas ideales o inexistentes en el
mundo material; así hablamos de los ángeles, de las
hadas, de superman, etcétera. Es decir, lo
empleamos comúnmente al referirnos a la persona
gramatical, la que expresa el ser de los seres que
intervienen en la oración. Más concretamente, el
concepto de persona lo usamos y lo entendemos
para los sujetos activos que tienen unidad, aunque
no tengan existencia física, como ocurre en la
persona gramatical.

El querer atribuirle tal virtud a la inteligencia


etérea deviene de su carácter de ser consciente,
libre e independiente de las inteligencias humanas.
Esta liberalidad es mayormente perfecta en tanto su
voluntad sea más autónoma.

Entonces, es conducente preguntarnos: Si esa


inteligencia etérea, aparentemente inmersa en la
naturaleza del cosmos, es de una persona como
nosotros, ¿la entendemos? Para eso debemos tener
en cuenta su existencia independiente del cosmos y
su calidad de consciente.
Fuera de cualquier nominalismo inútil, nos queda
claro que concebir a la inteligencia consciente
manifiesta en la creación del Universo como una
persona, nos da a entender que es alguien que
piensa: “Que tiene voluntad, que nos conoce, que
creó con plena libertad y que existe con
independencia de su propia creación”.

Es evidente que las cosas materiales debieron


tener un origen, supuesto que evolucionan y
mejoran; el Universo mismo se encuentra en un
estado de expansión, lo cual supone su inicio en un
solo punto de partida común, del cual se disgregan y
distancian las partículas (planetas, estrellas, entre
otras). Todo esto nos lleva a la Teoría de la Creación.
De haber un creador, necesariamente es
independiente de lo creado y ,´en consecuencia,
está fuera de las cosas, únicamente están en el
creador, como el agua lo está de la fuente donde
brota.

Se podrá decir que el cosmos siempre ha


existido, pero la vida y más concretamente la
inteligencia apenas anda en el millón de años de
existencia, o tal vez en tres millones desde que se
inicio el proceso evolutivo revelado por los fósiles
encontrados (aún simiescos) hacia la aparición del
homo sapiens, lo que indica que debió ser creado y
que tal proceso --por lo que hace a los hombres que
conocemos-- se llevó a cabo aquí en la Tierra. Es
decir, si antes no existía y ahora sí, debió de haber
creación. Pero si tal creación no fue obra de la
materia inconsciente, ésta debió ser solo el
instrumento o el material de donde se formó, pues
nos es evidente que sólo alguien con entendimiento
que posee la facultad de ordenar y dar de lo que
tiene, puede ser la causa de su origen.

Es concluyente que existió un evento llamado


“creación”, desde donde broto cuanto existe, pues
jamás vemos que de repente aparezcan seres vivos
nuevos, ya que los existentes provienen de otros con
vida que les precedieron y respecto de los cuales
evolucionaron en nuevos modelos o especies.

Las cosas ni tienen facultad de aparecer de la


nada, porque ya vimos que la nada, nada genera, ni
el mundo material pudo crear la vida, ya que nadie
da lo que no tiene. La ley que rige las cosas, tanto
de los brutos como de los racionales, actúa con
intelecto enterado de cómo y por qué se da cada
una, muy especialmente en cuanto determina la
aparición de la vida inteligente en la Tierra.

En consecuencia, ese fluido creador que llena


todo el espacio y que parece permanecer inmanente
en las cosas creadas, las evoluciona y mejora para
su conservación y orden, orquestando y
disponiendo, tiene las virtudes de independencia y
entendimientos propios de lo que por persona
entendemos. En consecuencia, es una persona que
como todo autor antecede y permanece en su obra.

Un libro, por ejemplo, nos pone en contacto con


su creador, aunque no lo vemos, sabemos que
existe, pues no podría haber una obra sin autor. Lo
mismo sucede con el creador del Universo, que se
comunica con sus lectores cuando éstos observan
las cosas; no obstante, aunque pareciera
permanecer de manera providente, es
independiente de ellas, tal como ocurre con el autor
de un libro.

Por todo lo platicado, es incuestionable que esa


inteligencia creadora es necesaria y superior a sus
criaturas, por lo que debe tener características de
las que carece el ser inteligente creado, pues
mientras una tiene un origen, aquella debe ser
eterna y anterior a todo lo que existe y de lo cual es
su causa eficiente. La inteligencia superior no puede
quedar sujeta a una temporalidad, ni menos fuera
de su control, pues esta, a diferencia de la humana
que no puede determinar las fechas de su
nacimiento y de su muerte, es dueña y autora de
todas las disposiciones.

A pesar de lo dicho, hay quienes piensan que sólo


hay una inteligencia y que las inteligencias de los
seres creados forman parte de esa inteligencia
universal. Estas doctrinas se conocen como
panteístas, muchas de las cuales confunden a Dios
con la naturaleza.

Ya desde la más antigua de las grandes


religiones, en el seno mismo del politeísmo hindú, se
dio una profundísima teología del monoteísmo, la
que vio en el Dios Brahma el espíritu absoluto,
supremo, creador, perfecto e inmutable del cual los
demás dioses no son ni su pálido reflejo.

Brahma es todo el mundo que nos rodea y el


alma humana (atman) al final de una serie de
reencarnaciones tendientes a su perfección se
reabsorbe en tal divinidad.

Sobre esta creencia, encuentro una confusión,


pues no se explica si existe una salvación personal
de las inteligencias creadas o si la inteligencia
suprema de Dios se desdobla en los seres creados
para luego recogerse en si misma. ¿Cuál sería
entonces la razón para tal proceder?

No podríamos tampoco criticarlas a todas, menos


aún a las panteístas, como la que citamos que
aceptan la existencia de una inteligencia universal
consciente, pues aprecia que la inteligencia es
espiritual, y como tal no puede dividirse, por lo
mismo, si el alma humana es espiritual, no puede
entenderse dividida o desmembrada de la de su
creador, porque la división es un concepto del
mundo material, el cual esta sujeto a límites, formas,
cantidades, dimensiones de espacio y tiempo, sin los
cuales no podríamos identificar a las cosas, ni estas
tendrían existencia. Muchos autores, como el propio
Santo Tomás en su Suma Contra los Gentiles, aborda
brillantemente el tema de las relaciones de Dios y
los hombres, como también se refiere a la
coexistencia de sustancias de naturaleza diversa,
como es el caso de la inteligencia espiritual del
hombre, con su cuerpo material.

Lo cierto, a nuestro entender, es que no podemos


explicar la naturaleza espiritual, aplicando las reglas
de la física o de la química que son las únicas a
nuestro alcance, porque el espíritu y la materia
tienen esencia diferente y seguramente reglas
desiguales. En otras palabras, desconocemos las
propiedades de la naturaleza espiritual, de las que
sólo podemos intuir algunas de sus diferencias con
las leyes de la naturaleza material. En consecuencia,
no se puede juzgar, conocemos bien una de las
partes involucradas.

A pesar de lo dicho --y de acuerdo con las reglas


de la materia--, podemos encontrar diferencias entre
una inteligencia creadora y otras criadas, que por
consecuencia son posteriores a la primera. El hecho
es que la separación de las inteligencias, como es el
caso de la habida entre Dios y sus criaturas
racionales tan advertida por las religiones, son una
explicación apropiada para nuestra forma de
entender, pero en la divinidad no existe el tiempo ni
la división y lo que ahora es para nosotros, lo ha sido
siempre y lo será eternamente en la actualidad
indivisa de Dios.

Como decía Santo Tomás, a Dios como


inteligencia por excelencia y perfección, nada se le
puede sumar, porque lo compuesto es posterior a
sus partes y Dios no es posterior a nada, ya que él
es en sí completísimo. De modo que la creación
existe y tiene un objetivo, pero para la divinidad ese
objetivo siempre ha estado realizado en un solo
acto, y por el hecho de que Dios encuentra en sí
mismo el amor y la felicidad plena y perfecta que no
requiere de la creación para mejorarse, porque no
tiene necesidades. El objetivo de la creación y su
realización se encuentran en el mismo amor
perfecto de la divinidad. Dentro de su plena
complacencia se haya el amor y la felicidad
compartida con los seres creados. Pero el
acontecimiento de la creación no divide, ni suma
seres a la inteligencia divina, ya que en esta se da
en el singular presente de su naturaleza. El
fenómeno de la creación es para el hombre un
pasaje sujeto al tiempo y a las dimensiones de la
materia, pero en Dios tal acontecimiento está en su
actualidad e indivisión.

Otra cosa es que para nosotros que estamos


sujetos a las dimensiones y al tiempo, al aplicar
correctamente nuestras normas podemos distinguir
un Dios personal y creador, diferente a sus criaturas,
por lo que de acuerdo con las reglas de la materia,
existen inteligencias diferentes, propias de cada
persona. Hay una inteligencia única y creadora que
tiene las características del ser de las personas, o
sea, existencia, entendimiento e independencia, y
una serie de inteligencias participadas de la primera,
además de limitadas por el hecho mismo de su
naturaleza creada. Lo único que es entendible es
que las inteligencias creadas están en Dios desde
siempre, en un solo acto sin confundirse con su
divinidad.

El intelecto en su naturaleza, tal como en lo


particular lo podemos ver, es una existencia eterna.
La inteligencia como entidad creada tiene vigencia
en el mundo de la materia cuando da forma al
concepto humano, pero en este estado no puede
conocer la verdad completa, circunstancia esta que
la deslinda de la calidad divina, pero en Dios la
inteligencia creada es también eterna.
Algunos han sostenido que las almas salvas de
los hombres (glorificadas) que llegan a Dios, son
partícipes de su deidad, pues de otro modo se
desnaturalizaría la singularidad divina, más aún si
consideramos que su limitante de ser almas creadas
es un concepto que nace de nuestro conocimiento
material, pero en Dios todo es un solo acto.

De manera sucinta diremos que es dudosa la


afirmación anterior, pues tal vez, así como en la
inteligencia caben las cosas pensadas sin fraccionar
o romper su unidad, la inteligencia divina puede
admitir las inteligencias de las almas salvas de los
seres creados que no son divinas sin que ello
destruya su simplicidad.

Concluyendo la respuesta a nuestra pregunta


sobre el número de inteligencias que hay, diremos
que de acuerdo a nuestro raciocino material, existe
una inteligencia creadora y diversas creadas, tantas
como seres racionales existen.
¿Cómo opera la inteligencia en su función de
entendimiento?

La inteligencia, cual éter divino que parece


descansar inerte a los ojos incrédulos, fluye como
fragancia constante que perfuma cuanto se mueve,
cuanto existe. Está en cada ave, en cada flor y en
cada poesía. Es como una musa escondida en el
alma de las cosas, en la vitalidad del mundo. No es
algo palpable ni visible o ruidoso, porque no tiene
cuerpo. Se sabe que existe cuando se manifiesta
activa y cuando a su paso deja su exquisita obra.
Pero no toda ella es reconocida si no comulga con un
cuerpo, tal vez por eso permanece oculta a la mente
oscura de los invidentes. La inteligencia no existe
como una cosa corpórea, sino que se hace visible
cuando opera, porque esa es la naturaleza de su
esencia.

Los seres racionales, como todos los animales,


tienen un alma sensitiva que les permite enterarse
del mundo en el que viven por medio del tacto,
gusto, olfato, vista y oído. Pero además poseen una
alma intelectiva que las bestias no comparten y a la
cual Aristóteles denominaba “nous” o alma
espiritual, misma que les faculta a elevarse aún a lo
inmaterial. Este pensador sostenía que el intelecto
es una de las funciones del alma racional.

Según Sócrates, los conocimientos llegan a los


racionales por medio de la reflexión y el auto
descubrimiento. La reflexión es el proceso que
consiste en la abstracción. De esta manera, el
hombre con los sentidos de su cuerpo recoge la
información que el dato sensible le proporciona y del
que abstrae los elementos que le son comunes para
clasificarlos y distinguirlos de otros, lo cual permite
su identificación y conocimiento.

Cuando el racional experimenta por los sentidos


el mundo material, comienza por distinguir una
materia de otra, en función de la forma que esta
tiene, ya sea redonda, cuadrada, multiforme, áspera,
lisa, fría, caliente, etcétera, y aunque esta operación
pueda ser compartida con todos los animales, el
hombre como ser racional clasifica las cosas,
tomando en cuenta los elementos que le son
comunes. Por ejemplo, al detectar que unos
animales se alimentan sólo de plantas, los clasifica
como “herbívoros” y los que comen carne como
“carnívoros”.

Este proceso clasificatorio separa a los racionales


de los que no lo son, ya que para etiquetarlas
requiere de la abstracción, lo cual es propia del alma
reflexiva derivada de una inteligencia inmaterial.

Por la abstracción, el ser racional establece


principios basados en las leyes físicas y químicas
que rigen las cosas, lo cual consigue precisamente al
observar lo que a cada una le es común. Estos
principios tienen valor universal por ser aplicables
de manera general a todas las cosas y los eventos
que le son comunes o propios de su especie.

Por ejemplo, el principio de los vasos


comunicantes se obtuvo al descubrir que si se
conectan dos vasos de agua por medio de un tubo
en su parte inferior, el líquido que en ellos existe se
distribuye en ambos vasos y no se queda sólo
llenando uno. Esta observación, por vana que
parezca, tiene gran utilidad práctica, pues permite
saber que colocando un tinaco de agua en el techo
de una casa, el líquido caerá por la tubería hasta el
punto más bajo y subirá por la misma, alimentando
los baños en busca de nivelarse con el agua del
tinaco de la azotea. De esta manera, el hombre ha
descubierto y aplicado en su provecho las leyes
naturales, lo que le ha permitido su histórico
progreso.

Pensadores como Platón sostienen que no todo


conocimiento proviene de los sentidos, sino que hay
ideas que preexisten a la experiencia sensible. Por
ejemplo, la idea del bien y el mal no es algo que los
racionales extraigan de la experiencia sensible ni
completamente de la educación, pues aunque sus
mentores les enseñen la moral válida en la sociedad
en la que viven, cualquier hombre advierte la
desaprobación del crimen, el robo y la traición,
incluso en sociedades que entre sí no se conocen, ni
en espacio ni en tiempo.

La idea de Dios, a su vez, proviene de un proceso


puramente intelectivo, que si bien nace al observar
las maravillas del mundo real, en su concreción no
interviene la experiencia sensible, toda vez que la
divinidad no es identificable con ningún objeto que
exista en el mundo material.

Todo hombre tiene un espectro mental de cómo


son las cosas, de tal manera que al encontrarse con
ellas las puede identificar. Así sabrá que si una masa
enorme con vida, cuatro patas, colmillos y trompa se
le presenta, se trata de un elefante. Si en vez de
comer hierba come carne y tiene melena, es un
león. Pero se afirma que el león no es como lo
pintan, por lo que no siempre el espectro mental es
exacto.

Desde la antigüedad, los filósofos se han


preguntado: ¿Hasta qué punto, la imagen que
tenemos de las cosas se parece a las cosas mismas?

La mente contiene moldes mentales, donde


acomoda los objetos observados para su
identificación, pero tales estructuras suelen ser
imprecisos y no permiten dibujar bien el objeto
concebido, a menos que se le tenga enfrente.

Immanuel Kant dice que el sujeto impone esos


moldes mentales a la materia del conocimiento. Para
este como para muchos autores, el sujeto se impone
al objeto y no visceversa.

El pensador alemán se hace esta pregunta: ¿Cuál


es el fundamento de los conocimientos científicos? O
sea, ¿cómo podemos tener la seguridad de que lo
que aceptamos como válido es verdadero?

Para Kant incluso hay conceptos que no son


recogidos de la experiencia, sino intuidos
subjetivamente (a priori), como el espacio y el
tiempo. Gracias a la intuición del espacio se puede
construir el conocimiento de la geometría y la
intuición del tiempo permite construir la sucesión
numérica. El espacio y el tiempo son la condición de
posibilidad de la geometría y de la aritmética,
respectivamente.

Por los procesos apuntados se llega al


conocimiento, ya sea partiendo de la experiencia
sensible o bien de las ideas innatas. En ambos casos
interviene el alma intelectiva y, de alguna manera,
el cuerpo, pues fuera de esta unión, el hombre no se
podría concebir. Para Aristóteles, todos los animales
tienen alma, pero el alma racional o “nous” sólo es
privilegio humano. Este “nous” es inmortal, es para
el genio helénico algo así como la inteligencia
espiritual; es ahí donde se encuentra el potencial
científico y deliberatorio.

Distinguir entre el bien y el mal requiere de una


operación intelectiva que no está al alcance de las
bestias, pues estas sólo siguen el dictado de sus
instintos, siempre de acuerdo al plan de la
naturaleza. Los racionales, por el contrario, tienen
libertad para hacer el bien o el mal, incluso para
alterar el equilibrio ecológico natural, haciendo tanto
mal como destruir la tierra que habitan.

El ser humano tiene funciones que son propias


del cuerpo, del alma sensitiva que comparte con los
animales, pero hay otras que son privativas, como
es la inteligencia. El amor y todas las pasiones se
sienten con el cuerpo y no con el alma intelectiva, la
que únicamente los identifica hasta que los advierte.
Cuando esto sucede, las clasifica como buenas o
malas, en función del beneficio o perjuicio que le
puedan causar.
La inteligencia no siempre identifica de inmediato
la existencia de una pasión en la que se encuentra
involucrada, a pesar de que ya esté en su cuerpo.
Cuántas veces una persona que se enamora de otra
no lo sabe hasta que resiente su ausencia o la
posibilidad de su pérdida. El bebedor ignora un vicio
que ya esta en él, hasta que se percata que no
puede dejar de tomar.

Las pasiones y todo sentimiento son producto de


una actividad del cuerpo. Tienen un componente
orgánico como segregación de sustancias, actividad
eléctrica o nerviosa que en alguna manera altera su
estado anímico normal. De tal suerte que podemos
decir que la inteligencia conoce las emociones
cuando las advierte e identifica, pero se sienten con
el cuerpo. Entonces las emociones son propias del
cuerpo y no de la inteligencia, que sólo las identifica
y califica. En alguna forma. las poéticas afirmaciones
que relacionan al amor con el corazón parecen no
carecer de sustento.

Podemos concluir que la inteligencia humana


alcanza el entendimiento mediante el proceso
clasificatorio de abstracción del dato proporcionado
por los sentidos o bien por las ideas innatas.

A su vez, la cumbre del entendimiento se produce


cuando éste es capaz de arribar a existencias
inmateriales.

La idea de Dios estará siempre en la cumbre de


todo descubrimiento humano inmaterial, tal vez más
cerca de la fe que de la ciencia, pero su concepción
será siempre necesaria para conocer las causas
últimas de las cosas. Los racionales han intuido la
idea de la divinidad desde los principios de su
existencia y seguirán en su busca, como ahora lo
hacen al tratar de encontrar el origen del Universo.

La concepción de lo moral es otra de las ideas


inmateriales que no tienen un fundamento en las
cosas, sino que los racionales la encuentran dentro
de sí mismos.

En menor escala, los procedimientos creativos y


artísticos en los que la experiencia sensible se
encuentra involucrada se separan de ésta al
concretar nuevos modelos que no se hallaban
físicamente en el mundo real y que muchas veces se
originan en la fantasía de su autor. La industria
humana ha progresado mucho, gracias a la
observación fenoménica, a su conocimiento y
aplicación mediante procesos intelectivos que en su
construcción final son inmateriales.

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