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SOCIOLOGÍA DEL LENGUAJE

GLOTOPOLÍTICA 3
LENGUA Y NACIÓN

Edición 2008
ÍNDICE

1. La cuestión nacional
1.1. ¿Qué es una nación? (E. Renan) 1
1.2. El concepto de nación (O. Bauer) 10
1.3. El marxismo y la cuestión nacional (J. Stalin) 21
1.4. La idea de nación y las transformaciones del capitalismo (E. Terray) 30
2. La Revolución Rusa y el lenguaje
2.1. Octubre del 17 y la fuerza de las palabras (F. Gadet y M. Pêcheux) 36
2.2. La revolución y las lenguas de la URSS (Y. Polivanov) 39
3. En torno a una ciencia del lenguaje marxista
3.1. Los protagonistas del Octubre literario y lingüístico (F. Gadet y M. Pêcheux) 46
3.2. Marxismo y filosofía del lenguaje (V. Voloshinov) 48
3.3. Las particularidades específicas de la última década, 1917-1927,
en la historia de nuestro pensamiento lingüístico. Prólogo (Y. Polivanov) 52
3.4. Desde la "teoría jafética" (N. Marr) 53
3.5. Acerca del marxismo en la lingüística (J. Stalin) 56
4. Nuevas perspectivas
4.1. Comunidades imaginadas (B. Anderson) 62
4.2. La transformación del nacionalismo, 1870-1918 (Hobsbawm) 73
4.3. La forma nación: historia e ideología (E. Balibar) 84
5. Documentos
5.1. Programa de la socialdemocracia austríaca
sobre la cuestión nacional (Congreso de Brünn, 1899) 97
5.2. El derecho de las naciones a la autodeterminación (Lenin, 1916) 98
5.3. Declaración de los derechos de los pueblos de Rusia (2 de noviembre de 1917) 98
5.4. Proclamación de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas 99

Elvira Narvaja de Arnoux


Roberto Bein
Graciana Vázquez Villanueva
Alejandra Vitale
Gonzalo Blanco
Fabiola Ferro
Karina Savio

Tarea de edición: Gonzalo Blanco


1. La cuestión nacional
1.1. Ernest Renan, “¿Qué es una nación?”

Me propongo analizar con vosotros una idea, en apariencia clara, que, sin embargo, se presta a los
más peligrosos equívocos. Las formas de la sociedad humana son muy variadas. Las grandes aglome-
raciones de hombres, a la manera de la China, de Egipto, de la más antigua Babilonia; la tribu a la ma-
nera de los hebreos, de los árabes; la ciudad a la manera de Atenas y de Esparta; las reuniones de paí-
ses diversos al modo del imperio aqueménide, del imperio romano, del imperio carolingio; las
comunidades sin patria, mantenidas por el lazo religioso, como la de los israelitas, la de los parsis; las
naciones como Francia, Inglaterra y la mayor parte de las modernas autonomías europeas; las confe-
deraciones, a la manera de Suiza, de América; parentescos como los que la raza, o más bien la lengua,
establece entre las diferentes ramas de germanos y las diferentes ramas de eslavos; he ahí modos de
agrupación que existen, o han existido, y que no se podrían confundir unos con otros sin los más se-
rios inconvenientes. En la época de la Revolución francesa se creía que las instituciones de pequeñas
ciudades independientes, tales como Esparta y Roma, podían aplicarse a nuestras grandes naciones de
treinta a cuarenta millones de almas. En nuestros días, se comete un error más grave: se confunde la
raza con la nación, y se atribuye a grupos etnográficos, o más bien lingüísticos, una soberanía análoga
a la de los pueblos realmente existentes. Tratemos de llegar a cierta precisión en estas difíciles cuestio-
nes, en las que la menor confusión sobre el sentido de las palabras en el origen del razonamiento pue-
de producir, finalmente, los más funestos errores. Lo que vamos a hacer es delicado; es casi como la
vivisección; vamos a tratar a los vivos como ordinariamente se trata a los muertos. Pondremos en ello
frialdad, la imparcialidad más absoluta.

I
Desde el fin del imperio romano, o, mejor, desde la desmembración del imperio de Carlomagno,
Europa occidental nos aparece dividida en naciones, algunas de las cuales, en ciertas épocas, han pro-
curado ejercer una hegemonía sobre las otras, sin jamás lograrlo de un modo duradero. Lo que no
han podido Carlos Quinto, Luis XIV, Napoleón I, probablemente nadie lo podrá en el porvenir. El
establecimiento de un nuevo imperio romano o de un nuevo imperio de Carlomagno ha llegado a ser
una imposibilidad. La división de Europa es demasiado grande para que una tentativa de dominación
universal no provoque muy rápidamente una coalición que haga volver a entrar a la nación ambiciosa
en sus confines naturales. Una especie de equilibrio está establecido por largo tiempo. Francia, Ingla-
terra, Alemania, Rusia serán aún, durante cientos de años, y a pesar de las aventuras que corran, indivi-
dualidades históricas, piezas esenciales de un tablero, cuyos escaques varían sin cesar de importancia y
de tamaño, sin confundirse, empero, jamás del todo.
Las naciones, entendidas de este modo, son algo bastante nuevo en la historia. La antigüedad no
las conoció; Egipto, China, la antigua Caldea no fueron naciones en ningún grado. Eran multitudes
guiadas por un hijo del Sol o un hijo del Cielo. No hubo ciudadanos egipcios así como no hay ciuda-
danos chinos. La antigüedad clásica tuvo repúblicas y realezas municipales, confederaciones de repú-
blicas locales, imperios; apenas tuvo la nación el sentido en que nosotros la comprendemos. Atenas,
Esparta, Sidón, Tiro son pequeños centros de admirable patriotismo; pero son ciudades con un terri-
torio relativamente estrecho. Galia, España, Italia –antes de su absorción en el imperio romano– eran
conjuros de pueblos, a menudo ligados entre sí, pero sin instituciones centrales, sin dinastías. El impe-
rio asirio, el imperio persa, el imperio de Alejandro no fueron tampoco patrias. Jamás hubo patriotas

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asirios; el imperio persa fue un vasto feudalismo. Ninguna nación vincula sus orígenes con la colosal
aventura de Alejandro, que fue, sin embargo, tan rica en consecuencias para la historia general de la ci-
vilización.
El imperio romano estuvo mucho más cerca de ser una patria. En recompensa por el inmenso
beneficio del cese de las guerras, la dominación romana –por lo pronto, tan dura– fue muy rápida-
mente deseada. Fue una gran asociación, sinónimo de orden, paz y civilización. En los últimos tiem-
pos del imperio hubo en las almas elevadas, en los obispos ilustrados, en los letrados, un verdadero
sentimiento de “la paz romana”, opuesta al caos amenazante de la barbarie. Pero un imperio, doce ve-
ces mayor que la actual Francia, no podía formar un Estado en su acepción moderna. La escisión del
Oriente y del Occidente era inevitable. Los ensayos de un imperio galo, en el siglo III, no tuvieron
buen éxito. La invasión germánica es la que introdujo en el mundo el principio que, más tarde, ha ser-
vido de base a la existencia de las nacionalidades.
¿Qué hicieron los pueblos germánicos, en efecto, desde sus grandes invasiones del siglo V hasta
las últimas conquistas normandas del X? Cambiaron poco el fondo de las razas, pero impusieron di-
nastías y una aristocracia militar a partes más o menos considerables del antiguo imperio de Occiden-
te, las cuales tomaron el nombre de sus invasores. De ahí una Francia, una Burgundia, una Lombar-
día; más tarde, una Normandía. La rápida preponderancia que tomó el imperio franco rehace un
momento la unidad del Occidente; pero este imperio se quiebra irremediablemente hacia mediados
del siglo IX; el Tratado de Verdún traza divisiones en principio inmutables, y desde entonces Francia,
Alemania, Inglaterra, Italia, España se encaminan por vías a menudo sinuosas y a través de mil aven-
turas, a su plena existencia nacional, tal como la vemos desplegarse hoy día.
¿Qué es lo que caracteriza, en efecto, estos diferentes Estados? Es la fusión de los pueblos que
los componen. En los que acabamos de enumerar no hay nada análogo a lo que encontrarán ustedes
en Turquía, donde el turco, el eslavo, el griego, el armenio, el árabe, el sirio, el kurdo son tan distintos
hoy día como en el de la conquista. Dos circunstancias esenciales contribuyeron a este resultado. Ante
todo, el hecho de que los pueblos germánicos adoptaron el cristianismo desde que tuvieron contactos
un poco seguidos con los pueblos griegos y latinos. Cuando el vencedor y el vencido son de la misma
religión o, más bien, cuando el vencedor adopta la religión del vencido, el sistema turco, la distinción
absoluta entre los hombres a partir de la religión, no puede producirse más. La segunda circunstancia
fue, de parte de los conquistadores, el olvido de su propia lengua. Los nietos de Clovis, de Alarico, de
Gudebando, de Alboin, de Rollón hablaban ya romance. Este mismo hecho era la consecuencia de
otra particularidad importante: los francos, los burgundios, los godos, los lombardos, los normandos
tenían muy pocas mujeres de su raza con ellos. Durante varias generaciones, los jefes no se casan sino
con mujeres germanas; pero sus concubinas son latinas, las nodrizas de los niños son latinas; toda la
tribu se casa con mujeres latinas; lo que hizo que la lingua francica, la lingua gothica no tuvieran desde el
establecimiento de los francos y de los godos en tierras romanas sino muy cortos destinos. No fue así
en Inglaterra porque la invasión anglosajona llevaba, sin duda, mujeres con ella; la población bretona
huyó y, por otra parte, el latín no era ya –incluso, no fue nunca– dominante en Bretaña. Si se hubiera
hablado generalmente galo en la Galia, en el siglo V, Clovis y los suyos no hubiesen abandonado el
germánico por el galo.
De ahí, este resultado capital: a pesar de la extrema violencia de las costumbres de los invasores
germanos, el molde que ellos impusieron llegó a ser, con los siglos, el molde mismo de la nación.
Francia llegó a ser muy legítimamente el nombre de un país donde no había entrado sino una imper-
ceptible minoría de francos. En el siglo X, en las primeras canciones de gesta, que son un espejo tan
perfecto del espíritu del tiempo, todos los habitantes de Francia son franceses. La idea de una diferen-
cia de razas en la población de Francia, tan evidente en Gregorio de Tours, no se presenta en ningún
grado en los escritores y los poetas franceses posteriores a Hugo Capeto. La diferencia entre el noble
y el villano es acentuada tanto como es posible; pero la diferencia entre el uno y el otro no es en abso-

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luto una diferencia étnica; es una diferencia de coraje, de hábito y de educación transmitida heredita-
riamente; la idea de que el origen de todo esto sea una conquista no se le ocurre a nadie. El falso siste-
ma según el cual la nobleza debe su origen a un privilegio conferido por el rey por grandes servicios
prestados a la nación –de manera que todo noble es un ennoblecido– es establecido como un dogma
a partir del siglo XIII. Lo mismo pasó con la serie de casi todas las conquistas normandas. Al cabo de
una o dos generaciones, los invasores normandos ya no se distinguían del resto de la población; su in-
fluencia no había sido menos profunda; habían dado al país conquistado una nobleza, hábitos milita-
res, un patriotismo que antes no tenía.
El olvido y, yo diría incluso, el error histórico son un factor esencial de la creación de una nación,
y es así como el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad. La
investigación histórica, en efecto, vuelve a poner bajo la luz los hechos de violencia que han pasado en
el origen de todas las formaciones políticas, hasta de aquellas cuyas consecuencias han sido más bené-
ficas. La unidad se hace siempre brutalmente; la reunión de la Francia del Norte y la Francia del Me-
diodía ha sido el resultado de una exterminación y de un terror continuado durante casi un siglo. El
rey de Francia, quien es, si me es permitido decirlo, el tipo ideal de un cristalizador secular; el rey de
Francia, quien ha hecho la más perfecta unidad nacional que ha habido; el rey de Francia, visto desde
demasiado cerca, ha perdido su prestigio; la nación que él había formado lo ha maldecido y, hoy día,
no son sino los espíritus cultivados quienes saben lo que él valía y lo que ha hecho.
Esas grandes leyes de la historia de Europa occidental llegan a ser perceptibles por contraste. Mu-
chos países han fracasado en la empresa que el rey de Francia –en parte por su tiranía, en parte por su
justicia– ha llevado a cabo tan admirablemente. Bajo la corona de San Esteban, los magiares y los esla-
vos han permanecido tan diferentes como lo eran hace ochocientos años. Lejos de fundir los elemen-
tos diversos de sus dominios, la casa de Habsburgo los ha mantenido diferentes y a menudo opuestos
a los unos respecto de los otros. En Bohemia, el elemento checo y el alemán están superpuestos
como el aceite y el agua en un vaso. La política turca de la separación de las nacionalidades a partir de
la religión ha tenido consecuencias mucho más graves: ha causado la ruina del Oriente. Piensen uste-
des en una ciudad como Salónica o Esmirna; encontrarán allí cinco o seis comunidades, cada una de
las cuales tiene sus recuerdos, no existiendo entre ellas casi nada en común. Ahora bien, la esencia de
una nación consiste en que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también en que
todos hayan olvidado muchas cosas. Ningún ciudadano francés sabe si es burgundio, alano, taífalo, vi-
sigodo; todo ciudadano francés debe haber olvidado la noche de San Bartolomé, las matanzas del
Mediodía en el siglo XIII. No hay en Francia diez familias que puedan suministrar la prueba de un
origen franco, e inclusive tal prueba esencialmente defectuosa, a consecuencia de mil cruzamientos
desconocidos que puedan descomponer todos los sistemas de los genealogistas.
La nación moderna, es, pues, un resultado histórico producido por una serie de hechos que
convergen en el mismo sentido. Unas veces la unidad ha sido realizada por una dinastía, como es el
caso de Francia; otras veces lo ha sido por la voluntad directa de las provincias, como es el caso de
Holanda, Suiza, Bélgica; otras, por un espíritu general tardíamente vencedor de los caprichos del
feudalismo, como es el caso de Italia y de Alemania. Una profunda razón de ser ha presidido siem-
pre esas formaciones. En casos parecidos, los principios se abren paso a través de las sorpresas más
inesperadas. En nuestros días, hemos visto a Italia unificada por sus derrotas y a Turquía demolida
por sus victorias. Cada derrota contribuía al progreso de los asuntos de Italia; cada victoria perdía a
Turquía; porque Italia es una nación, y Turquía, fuera del Asia Menor, no lo es. Es de Francia la glo-
ria de haber proclamado, a través de su Revolución, que una nación existe por sí misma. No debe
parecernos mal que se nos imite. Nuestro es el principio de las naciones. Pero ¿qué es, pues, una na-
ción? ¿Por qué Holanda es una nación, mientras que Hannover o el Gran Ducado de Parma no lo
son? ¿Cómo Francia persiste en ser una nación cuando el principio que la ha creado ha desapareci-
do? ¿Cómo Suiza, que tiene tres lenguas, dos religiones, tres o cuatro razas, es una nación, mientras

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Toscana, por ejemplo, que es tan homogénea, no lo es? ¿Por qué Austria es un Estado y no una na-
ción? ¿En qué difiere el principio de las nacionalidades del principio de las razas? He ahí algunos
puntos sobre los cuales un espíritu reflexivo tiene que fijarse para ponerse de acuerdo consigo mis-
mo. Los asuntos del mundo no se zanjan a través de esta especie de razonamientos; pero los hom-
bres cuidadosos quieren introducir en estas materias alguna racionalidad y desenredar las confusio-
nes en que se embrollan los espíritus superficiales.

II
Si se da crédito a ciertos teóricos políticos, una nación es ante todo una dinastía, que representa
una antigua conquista, aceptada primeramente y después olvidada por la masa del pueblo. Según los
políticos de que hablo, el agrupamiento de provincias efectuado por una dinastía –por sus guerras,
por sus matrimonios, por sus tratados– concluye con la dinastía que la ha formado. Es muy verdadero
que, en su mayor parte, las naciones modernas han sido hechas por una familia de origen feudal que
se ha desposado con el suelo y que ha sido, de algún modo, un núcleo de centralización. Los límites
de Francia en 1789 no tenían nada de natural ni de necesario. La extensa zona que la casa de los Cape-
tos había agregado a los estrechos lindes del Tratado de Verdún fue adquisición personal de esta casa.
En la época en que fueron hechas las anexiones no se tenían ni la idea de los límites naturales, ni del
derecho de las naciones, ni la de la voluntad de las provincias. La reunión de Inglaterra, de Irlanda y
de Escocia fue, del mismo modo, un hecho dinástico. Italia ha tardado tan largo tiempo en ser una na-
ción porque, de entre sus numerosas casas reinantes, ninguna, antes de nuestro siglo, se hizo centro de
la unidad. Es algo extraño que haya tomado un título real en la obscura isla de Cerdeña, tierra apenas
italiana. Holanda, que se ha creado a sí misma, por acto de heroica resolución, ha contraído, sin em-
bargo, un maridaje íntimo con la casa de Orange, y correría verdaderos peligros el día en que esta
unión fuere comprometida.
¿Es, sin embargo, absoluta una ley tal? No, sin duda. Suiza y los Estados Unidos, que se han for-
mado como conglomerados de adiciones sucesivas, no tienen ninguna base dinástica. Yo no discutiría
la cuestión en lo que concierne a Francia. Sería preciso poseer el secreto del porvenir. Digamos sola-
mente que esta gran realeza francesa había sido tan altamente nacional que, inmediatamente después
de su caída, la nación ha podido mantenerse sin ella. Por otra parte, el siglo XVIII había cambiado
todo. El hombre había vuelto, después de siglos de declinación, al espíritu antiguo, al respeto de sí
mismo, a la idea de sus derechos. Las palabras patria y ciudadano habían recobrado su sentido. Así ha
podido cumplirse la operación más difícil que haya sido practicada en la historia, operación que se
puede comparar a lo que sería, en fisiología, la tentativa de hacer vivir en su primera identidad un
cuerpo al que se le hubiera quitado el cerebro y el corazón. Es preciso, pues, admitir que una nación
puede existir sin principio dinástico, y, asimismo, que las naciones que han sido formadas por dinastías
pueden separarse de ellas sin, por esto, dejar de existir. El viejo principio, que no toma en cuenta sino
el derecho de los príncipes, no podría ya ser sostenido; más allá del derecho dinástico, está el derecho
nacional. ¿Sobre qué criterio fundar este derecho nacional? ¿En qué signo reconocerlo? ¿De qué he-
cho tangible hacerlo derivar?

I. De la raza, dicen muchos con seguridad.


Las divisiones artificiales que resultan del feudalismo, de matrimonios de príncipes o de congre-
sos de diplomáticos, son caducas. Lo que permanece firme y fijo es la raza de los pueblos. He ahí lo
que constituye un derecho, una legitimidad. La familia germánica, por ejemplo, según la teoría que ex-
pongo, tiene el derecho de recuperar los miembros esparcidos del germanismo, inclusive cuando esos
miembros no pidan reagruparse. El derecho del germanismo sobre tal provincia es más fuerte que el
derecho de los habitantes de esta provincia sobre sí mismos. Se crea así una especie de derecho pri-
mordial análogo al de los reyes de derecho divino; el principio de las naciones es sustituido por el de la

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etnografía. Hay ahí un error muy grande que, si llega a ser dominante, perdería a la civilización euro-
pea. En la misma medida que el principio de las naciones es justo y legítimo, el derecho primordial de
las razas es estrecho y lleno de peligros para el verdadero progreso.
En la tribu y la ciudad antiguas, el hecho de la raza tenía, lo reconocemos, una importancia de pri-
mer orden. La tribu y la ciudad antiguas no eran sino una extensión de la familia. En Esparta, en Ate-
nas, todos los ciudadanos eran parientes en grados más o menos próximos. Sucedía lo mismo entre
los Beni-Israel; es así aún en las tribus árabes. De Atenas, de Esparta, de la tribu israelita, trasladémo-
nos al imperio romano. La situación es completamente distinta. Formada primeramente por la violen-
cia, mantenida después por el interés, esta gran aglomeración de ciudades, de provincias absolutamen-
te diferentes, asesta a la idea de raza el golpe más importante. El cristianismo, con su carácter universal
y absoluto, trabaja aún más eficazmente en el mismo sentido. Contrae con el imperio romano una
alianza íntima, y, por efecto de esos dos incomparables agentes de unificación, la raza etnográfica es
separada del gobierno y de las cosas humanas por siglos.
La invasión de los bárbaros fue, a pesar de las apariencias, un paso más en esta vía. Los deslindes
de los reinos bárbaros no tienen nada de etnográfico; son determinados por la fuerza o el capricho de
los invasores. La raza de los pueblos que subordinaban era para ellos lo más indiferente. Carlomagno
rehizo a su manera lo que Roma ya había hecho: un imperio único compuesto de las más diversas ra-
zas; los autores del Tratado de Verdún, trazando imperturbablemente sus dos grandes líneas de norte
a sur, no tuvieron el menor cuidado de la raza de las personas que se encontraban a la derecha o a la
izquierda. Los cambios de frontera que se operaron en la continuación de la Edad Media estuvieron,
también, al margen de toda tendencia etnográfica. Si la política seguida por la casa de los Capetos ha
llegado a agrupar, bajo el nombre de Francia, los territorios de la antigua Galia –poco más o menos–,
ello no es un efecto de la tendencia a reagruparse con sus congéneres que habrían tenido esos países.
El Delfinado, Bresa, Provenza, el Franco Condado no se recordaban ya de un origen común. Toda
conciencia gala había perecido a partir del siglo II de nuestra era, y tan sólo por vía de erudición se ha
reencontrado retrospectivamente, en nuestros días, la individualidad del carácter galo.
La consideración etnográfica, pues, no ha estado presente para nada en la constitución de las na-
ciones modernas. Francia es céltica, ibérica, germánica. Alemania es germánica, céltica y eslava. Italia
es el país de más embrollada etnografía. Galos etruscos, pelasgos, griegos, sin hablar de muchos otros
elementos, se cruzan allí en una indescifrable mezcla. Las islas británicas en conjunto ofrecen una
mezcla de sangre céltica y germana cuyas proporciones son singularmente difíciles de definir.
La verdad es que no hay raza pura, y que hacer reposar la política sobre el análisis etnográfico es
hacerla montar sobre una quimera. Los más nobles países –Inglaterra, Francia, Italia– son aquellos
donde la sangre está más mezclada. ¿Representa Alemania respecto de esto una excepción? ¿Es un
país germánico puro? ¡Qué ilusión! Todo el sur ha sido galo. Todo el este, a partir del Elba, es eslavo.
Y las partes que pretenden ser realmente puras, ¿lo son en efecto? Tocamos aquí uno de los proble-
mas sobre los cuales importa más hacerse ideas claras y evitar equívocos.
Las discusiones sobre las razas son interminables porque la palabra raza es tomada por los histo-
riadores filólogos y por los antropólogos fisiólogos en dos sentidos completamente diferentes. Para
los antropólogos, la raza tiene el mismo sentido que en zoología; indica una descendencia real, un pa-
rentesco por la sangre. Ahora bien, el estudio de las lenguas y de la historia no conduce a las mismas
divisiones que la fisiología. Las palabras braquicéfalo, dolicocéfalo no tienen cabida ni en historia ni en
filología. En el grupo humano que creó las lenguas y la disciplina arias, había ya braquicéfalos y doli-
cocéfalos. Otro tanto hay que decir del grupo primitivo que creó las lenguas y las instituciones llama-
das semíticas. En otros términos, los orígenes zoológicos de la humanidad son enormemente anterio-
res a los de la cultura, de la civilización, del lenguaje. Ninguna unidad fisiológica tenían los grupos
arios, semíticos, turanios primitivos. Estas agrupaciones son hechos históricos que han tenido lugar en
cierta época, supongamos hace quince o veinte mil años, mientras que el origen zoológico de la hu-

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manidad se pierde en tinieblas incalculables. Lo que se llama filológicamente e históricamente la raza
germánica es, seguramente, una familia bien diferenciada en la especie humana. Pero ¿es una familia
en sentido antropológico? No, con seguridad. La aparición de la individualidad germánica en la histo-
ria no ocurre sino muy pocos siglos antes de Jesucristo. Evidentemente, los germanos no han emergi-
do de la tierra en esta época. Antes de ésta, fundidos con los eslavos en la gran masa indistinta de los
escitas, no tenían su individualidad aparte. Un inglés es señaladamente un tipo en el conjunto de la hu-
manidad. Ahora bien, el tipo de lo que se llama muy impropiamente la raza anglosajona, no es ni el
bretón del tiempo de César, ni el anglosajón de Hengisto, ni el danés de Canuto, ni el normando de
Guillermo el Conquistador; es la resultante de todo eso. El francés no es ni galo ni franco ni burgun-
dio. Es lo que ha salido de la gran caldera donde, bajo la presidencia del rey de Francia, han fermenta-
do juntos los elementos más diversos. Un habitante de Jersey o de Guernesey no difiere en nada, en lo
que a los orígenes se refiere, de la población normanda de la costa vecina. En el siglo XIX, el ojo más
penetrante no habría captado la más ligera diferencia en los dos lados del canal. Insignificantes cir-
cunstancias hacen que Felipe Augusto no conquiste esas islas con el resto de Normandía. Separados
los unos de los otros desde hace casi setecientos años, los dos pueblos han llegado a ser no solamente
extranjeros el uno respecto del otro, sino completamente disímiles. La raza, como la entendemos no-
sotros los historiadores, es, pues, algo que se hace y se deshace. El estudio de la raza es capital para el
docto que se ocupa de la historia de la humanidad. No tiene aplicación en política. La conciencia ins-
tintiva que ha presidido la confección del mapa de Europa no ha tenido en cuenta para nada la raza, y
las primeras naciones de Europa son de sangre esencialmente mezclada.
El hecho de la raza, capital en el origen, va, pues, progresivamente perdiendo su importancia. La
historia humana difiere esencialmente de la zoología. La raza no lo es todo, como entre los roedores o
los felinos, y no se tiene el derecho de ir por el mundo, tentar el cráneo de las gentes y después tomar-
las por el cuello diciéndoles: “¡Tú eres de nuestra sangre; tú nos perteneces!” Fuera de los caracteres
antropológicos, existen la razón, la justicia, lo verdadero, lo bello, que son idénticos para todos. Mirad
que esa política etnográfica no es segura. Ustedes la explotan hoy día contra los otros; después la ve-
rán volverse contra ustedes mismos. ¿No es cierto que los alemanes, que tan alto han levantado la
bandera de la etnografía, no querrían que los eslavos lleguen a analizar, a su vez, los nombres de alde-
as de Sajonia y de Lusacia, escudriñen las huellas de los witizos o de los obodritas, y pidan cuenta de
las masacres y de las ventas en masa de sus antepasados que hicieron los Otones? Para el bien de to-
dos es mejor olvidar.
Me gusta mucho la etnografía; es una ciencia de un raro interés; pero como la deseo libre, la de-
seo sin aplicación política. En etnografía, como en todos los estudios, los sistemas cambian; es la con-
dición del progreso. ¿Cambiarían, pues, también las naciones con los sistemas? Los límites de los esta-
dos seguirían las fluctuaciones de la ciencia. El patriotismo dependería de una disertación más o
menos paradójica. Se vendría a decir al patriota: “Usted se equivocó y derramó su sangre por tal o
cual causa; creía ser celta. No, usted es germano”. Después, diez años más tarde, se le diría que es esla-
vo. Para no falsear la ciencia, dispensémosla de dar un dictamen en estos problemas en los que están
comprometidos tantos intereses. Pueden ustedes tener la seguridad de que si se le encargara propor-
cionar elementos a la diplomacia, se la sorprenderá muchas veces en flagrante delito de condescen-
dencia. La ciencia, en suma, tiene algo mejor que hacer: preguntémosle muy simplemente la verdad.

II. Lo que acabo de manifestar respecto de la raza, es preciso decirlo también de la lengua. La
lengua invita a reunirse; no fuerza a ello. Los Estados Unidos e Inglaterra, América española y España
hablan la misma lengua y no forman una sola nación. Por el contrario, Suiza, tan bien hecha –puesto
que ha sido hecha a través del consentimiento de sus diferentes partes–, cuenta con tres o cuatro len-
guas. Hay en el hombre algo superior a la lengua: es la voluntad. La voluntad de Suiza de estar unida, a

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pesar de la variedad de esos idiomas, es un hecho mucho más importante que una semejanza de len-
guaje obtenida a menudo a través de vejaciones.
Un hecho honorable para Francia consiste en que no ha buscado jamás obtener la unidad de la
lengua a través de medidas de coerción. ¿No se puede tener los mismos sentimientos y los mismos
pensamientos, amar las mismas cosas en lenguajes diferentes? Hablábamos hace un momento del in-
conveniente que habría en hacer depender la política internacional de la etnografía. No lo habría me-
nos al hacerla depender de la filología comparada. Dejemos a estos interesantes estudios la entera li-
bertad de sus discusiones; no los mezclemos en eso que alteraría en ellos la serenidad. La importancia
política que se atribuye a las lenguas proviene de que se las mira como signos raciales. Nada más falso.
Prusia, donde no se habla más que alemán, lo hacía en eslavo hace algunos siglos; el País de Gales ha-
bla inglés; Galia y España, el idioma primitivo de Alba Longa; Egipto habla árabe; los ejemplos son
innumerables. Así como en los orígenes, la similitud de lengua no entraña la similitud de raza. Tome-
mos la tribu proto-aria o proto-semita; se encontraban allí esclavos que hablaban la misma lengua que
sus amos; ahora bien, el esclavo era entonces muy a menudo de una raza diferente de la de su amo.
Repitámoslo: esas divisiones de lenguas indoeuropeas, semíticas y otras, creadas con una tan admira-
ble sagacidad por la filología comparada, no coinciden con las divisiones de la antropología. Las len-
guas son formaciones históricas que indican poco acerca de la sangre de aquellos que las hablan y que,
en todo caso, no podrían encadenar la libertad humana cuando se trata de determinar la familia con la
cual uno se une para la vida y para la muerte.
Esta consideración exclusiva de la lengua –como la atención excesiva concedida a la raza– tiene
sus peligros e inconvenientes. Cuando se cae en la exageración respecto de ellas, uno se encierra en
una cultura determinada, reputada por nacional; uno se limita, se enclaustra. Se abandona el aire libre
que se respira en el vasto campo de la humanidad para encerrarse en los conventículos de los compa-
triotas. Nada peor para el espíritu; nada más perjudicial para la civilización. No abandonemos ese
principio fundamental de que el hombre es un ser racional y moral antes de ser encerrado en tal o
cual lengua, antes de ser un miembro de esta o aquella raza, un adherente de tal o cual cultura. Antes
que la cultura francesa, la cultura alemana, la cultura italiana, está la cultura humana. Ved a los grandes
hombres del Renacimiento; no eran ni franceses ni italianos ni alemanes. Habían reencontrado, a tra-
vés de su trato con la antigüedad, el secreto de la verdadera educación del espíritu humano, y se con-
sagraron a ella en cuerpo y alma. ¡Cuán bien hicieron!

III. La religión no podría tampoco ofrecer una base suficiente para el establecimiento de una na-
cionalidad moderna. En el origen, la religión mantenía la existencia misma del grupo social. El grupo
social era una extensión de la familia. La religión, los ritos, eran los de la familia. La religión de Atenas
era el culto de Atenas misma, de sus fundadores míticos, de sus leyes, de sus usos. No implicaba nin-
guna teología dogmática. Esta religión era, con toda la fuerza del término, una religión de Estado. No
se era ateniense si se rehusaba practicarla. Era en el fondo el culto de la Acrópolis personificada. Jurar
sobre el altar de Aglauro era prestar el juramento de morir por la patria. Esta religión era el equivalen-
te de lo que entre nosotros es el jugar a la suerte, o el culto a la bandera. Negarse a participar en tal
culto era, como sería en nuestras sociedades modernas, rehusar el servicio militar. Era declarar que no
se era ateniense. Por otra parte, es claro que tal culto no tenía sentido para aquel que no era de Atenas;
tampoco se ejercía algún proselitismo para forzar a los extranjeros a aceptarlo; los esclavos de Atenas
no lo practicaban. Ocurrió lo mismo en algunas pequeñas repúblicas de la Edad Media. No se era
buen veneciano si no se juraba por San Marcos; no se era buen amalfitano si no se ponía a San An-
drés por sobre todos los otros santos del paraíso. En esas pequeñas sociedades, lo que ha sido más
tarde persecución, tiranía, era legítimo y acarreaba tan pocas consecuencias como el hecho, entre no-
sotros, de felicitar al padre de familia por su santo y el primer día del año.

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Lo que era verdadero en Esparta, en Atenas, no lo era ya más en los reinos que proceden de la
conquista de Alejandro; sobre todo, no lo era más en el imperio romano. Las persecuciones de Antío-
co Epífanes para introducir en el Oriente el culto de Júpiter Olímpico, las del imperio romano para
mantener una pretendida religión de Estado, fueron una falta, un crimen, una verdadera absurdidad.
En nuestros días, la situación es perfectamente clara. No hay más masas que crean de una manera uni-
forme. Cada cual cree y practica a su antojo, lo que pueda, como quiere. No hay más religión de Esta-
do; se puede ser francés, inglés, alemán, siendo católico, protestante, israelita, no practicando ningún
culto. La religión ha llegado a ser algo individual; atañe solamente a la propia conciencia. La división
de las naciones en católicas y protestantes no existe más. La religión, que hace cincuenta y dos años
fue un elemento tan considerable en la formación de Bélgica, guarda toda su importancia en el fuero
interno de sus habitantes; pero ha salido casi enteramente de las razones que trazan los límites de los
pueblos.

IV. La comunidad de intereses es, con seguridad, un lazo poderoso entre los hombres. ¿Bastan
ellos, sin embargo, para hacer una nación? No lo creo. La comunidad de intereses produce los trata-
dos de comercio. Hay en la nacionalidad un lado sentimental; ella es alma y cuerpo a la vez; un Zollve-
rein no es una patria.

V. La geografía, lo que se llama las fronteras naturales, contribuye considerablemente por cierto
en la división de las naciones. La geografía es uno de los factores esenciales de la historia. Los ríos han
conducido a las razas; las montañas las han detenido. Los primeros han favorecido los movimientos
históricos; las segundas los han limitado. ¿Se puede decir, sin embargo, como lo creen ciertos partidos,
que los límites de una nación están escritos sobre el mapa y que esta nación tiene el derecho de apro-
piarse lo que sea necesario para redondear ciertos contornos, para alcanzar tal montaña, tal río, a los
cuales se atribuye una especie de facultad delimitadora a priori? No conozco doctrina más arbitraria ni
más funesta. Con ella se justifican todas las violencias. Y, desde luego, ¿son las montañas o bien son
los ríos los que forman esas pretendidas fronteras naturales? Es indisputable que las montañas sepa-
ran, pero los ríos, más bien, reúnen. Y además todas las montañas no podrían dividir a los estados.
¿Cuáles son aquellas que separan y cuáles aquellas que no separan? De Biarritz a Tornea no hay de-
sembocaduras de ríos que tengan más que otras un carácter limítrofe. Si la historia lo hubiera querido,
el Loira, el Sena, el Mosa, el Elba, el Oder tendrían, tanto como el Rhin, ese carácter de frontera natu-
ral que ha hecho cometer tantas transgresiones al derecho fundamental que es la voluntad de los
hombres. Se habla de razones estratégicas. Nada es absoluto; es claro que muchas concesiones deben
ser hechas ante la necesidad. Pero no es preciso que esas concesiones vayan demasiado lejos. De otro
modo, todo el mundo apelará a sus conveniencias militares, y eso sería la guerra sin fin. No, no es la
tierra más que la raza lo que hace una nación. La tierra suministra el substrato, el campo de la lucha y
del trabajo; el hombre suministra el alma. El hombre es todo en la formación de esta cosa sagrada que
se llama un pueblo. Nada material basta para ello. Una nación es un principio espiritual, resultante de
las complicaciones profundas de la historia, una familia espiritual, no un grupo determinado por la
configuración del suelo.
Acabamos de ver lo que no basta para crear tal principio espiritual: la raza, la lengua, los intereses,
la afinidad religiosa, la geografía, las necesidades militares. ¿Qué más, pues, hace falta? Por todo lo di-
cho anteriormente, sólo me resta pedirles su atención por un momento más.

III
Una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que no forman sino una, a decir ver-
dad, constituyen esta alma, este principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente. Una
es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo

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de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa. El
hombre, señores, no se improvisa. La nación, como el individuo, es el resultado de un largo pasado de
esfuerzos, de sacrificios y de desvelos. El culto a los antepasados es, entre todos, el más legítimo; los
antepasados nos han hecho lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (se entien-
de, la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional. Tener glorias comu-
nes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho grandes cosas juntos, querer seguir
haciéndolas aún, he ahí las condiciones esenciales para ser un pueblo. Se ama en proporción a los sa-
crificios que se han consentido, a los males que se han sufrido. Se ama la casa que se ha construido y
que se transmite. El canto espartano: “Somos lo que vosotros fuisteis, seremos lo que sois”, es en su
simplicidad el himno abreviado de toda patria.
En el pasado, una herencia de gloria y de pesares que compartir; en el porvenir, un mismo pro-
grama que realizar; haber sufrido, gozado, esperado juntos, he ahí lo que vale más que aduanas comu-
nes y fronteras conformes a ideas estratégicas; he ahí lo que se comprende a pesar de las diversidades
de raza y de lengua. Yo decía anteriormente: “haber sufrido juntos”; sí, el sufrimiento en común une
más que el gozo. En lo tocante a los recuerdos nacionales, los duelos valen más que los triunfos; por-
que imponen deberes; piden el esfuerzo en común.
Una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se
ha hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer. Supone un pasado; sin embargo, se resu-
me en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de conti-
nuar la vida común. La existencia de una nación es (perdonadme esta metáfora) un plebiscito cotidia-
no, como la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida. ¡Oh! lo sé, esto es menos
metafísico que el derecho divino, menos brutal que el pretendido derecho histórico. En el orden de
ideas que os expongo, una nación no tiene, como tampoco un rey, el derecho de decir a una provincia:
“Me perteneces, te tomo”. Para nosotros, una provincia es sus habitantes; si en este asunto alguien tie-
ne el derecho de ser consultado, este es el habitante. Una nación no tiene jamás un verdadero interés
en anexarse o en retener a un país contra su voluntad. El voto de las naciones es, en definitiva, el úni-
co criterio legítimo, aquel al cual siempre es necesario volver.
Hemos expulsado de la política las abstracciones metafísicas y teológicas. ¿Qué queda después de
esto? Quedan el hombre, sus deseos, sus necesidades. La secesión, me diréis, y, a la larga, el desmem-
bramiento de las naciones son la consecuencia de un sistema que pone esos viejos organismos a mer-
ced de voluntades a menudo poco ilustradas. Es claro que en parecida materia ningún principio debe
ser extremado hasta el exceso. Las verdades de este orden no son aplicables sino en su conjunto y de
una manera muy general. Las voluntades humanas cambian; pero ¿qué es lo que no cambia en este
bajo mundo? Las naciones no son algo eterno. Han comenzado, terminarán. La confederación euro-
pea, probablemente, las reemplazará. Pero tal no es la ley del siglo en el que vivimos. En la hora pre-
sente, la existencia de las naciones es buena, inclusive necesaria. Su existencia es la garantía de la liber-
tad, que se perdería si el mundo no tuviera sino una ley y un amo.
Por sus facultades diversas, a menudo opuestas, las naciones sirven a la obra común de la civili-
zación; todas aportan una nota a este gran concierto de la humanidad que, en suma, es la más alta
realidad ideal que alcanzamos. Aisladas, tienen sus partes débiles. Me digo a menudo que un indivi-
duo que tuviera los defectos considerados como cualidades en las naciones –que se alimentara de
vanagloria, que fuera a propósito celoso, egoísta, pendenciero, que no pudiera soportar nada sin de-
senvainar la espada– sería el más insoportable de los hombres. Pero todas esas disonancias de deta-
lle desaparecen en el conjunto. ¡Pobre humanidad! ¡Cuánto has sufrido! ¡Cuántas pruebas te esperan
todavía! ¡Pueda el espíritu de sabiduría guiarte para preservarte de los innumerables peligros de que
tu ruta está sembrada!
Resumo, señores: el hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni de
los cursos de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas. Una gran agregación de hombres,

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sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama una nación. Mientras esta
conciencia moral prueba su fuerza por los sacrificios que exigen la abdicación del individuo en prove-
cho de una comunidad, es legítima, tiene el derecho a existir. Si se promuevan dudas sobre sus fronte-
ras, consultad a los pueblos disputados. Tienen completamente el derecho de tener un parecer en la
cuestión. He ahí lo que hará sonreír a los eminentes de la política, esos infalibles que pasan su vida en-
gañándose y que, desde lo alto de sus principios superiores, se apiadan de nuestro prosaísmo. “Con-
sultar a los pueblos, ¡qué ingenuidad! Estas endebles ideas francesas pretenden remplazar la diploma-
cia y la guerra con una simplicidad infantil”.
Esperemos, señores; dejemos pasar el reino de los eminentes; sepamos sufrir el desdén de los
fuertes. Tal vez, después de muchos tanteos infructuosos, se volverá a nuestras modestas soluciones
empíricas. El medio de tener razón en el porvenir es, en ciertas horas, saber resignarse a estar pasado
de moda.

Conferencia presentada en la Sorbona, París, el 11 de marzo de 1882


ed. digital: Franco Savarino, 2004.
Disponible en http://www.geocities.com/nihil0x/renan.htm

1.2. El concepto de nación (O. Bauer)

Al iniciar nuestro trabajo calificamos provisoriamente al carácter nacional como el conjunto de


las connotaciones físicas y espirituales peculiares de una nación, que unen entre sí a los compatriotas y
los separan de otras naciones. No obstante, estas diferentes connotaciones no son en modo alguno
recíprocamente equivalentes.
[...]
Llegamos así a un concepto más estrecho del carácter nacional. O sea que éste, por lo pronto, no significa
para nosotros el conjunto de todas las connotaciones físicas y espirituales peculiares de la nación, sino
meramente la diversidad de orientación volitiva, el hecho de que el mismo estímulo desencadena un movi-
miento diferente, y la misma situación exterior provoca una resolución diferente. Pero esta diversidad
de orientación volitiva está causalmente determinada por la diversidad de las representaciones adquiri-
das por una nación o por la diversidad de la peculiaridad física cultivada por una nación en su lucha
por la existencia.1
Hemos preguntado después cómo surge tal comunidad de carácter, y hemos respondido la pre-
gunta diciendo que las mismas causas eficientes generaron la igualdad del carácter. De este modo, he-
mos determinado que la nación es una comunidad de destino.
Pero ahora es menester captar más tajantemente el concepto de comunidad de destino. Comuni-
dad no significa mera homogeneidad. Así, por ejemplo, Alemania pasó en el siglo XIX por el mismo proce-
so de desarrollo capitalista que Inglaterra. En ambos países, las fuerzas que actuaron en este sentido e
influyeron esencialmente en el carácter de los seres humanos fueron las mismas. Pero no por eso se
convirtieron los alemanes en ingleses, pues comunidad de destino no significa sometimiento a un mismo destino,
1. Harry Graf Kessler quiere captar más estrechamente aun el carácter nacional. También él separa la
capacidad de tomar diferente posición frente a las mismas manifestaciones exteriores de la posesión de
diferentes representaciones. Pero sólo ve la connotación que diferencia a las naciones en la diferente
velocidad de reacción a cualquier estímulo exterior, y el carácter nacional se convierte para él en peculiar
"compás del alma" (Zukunft del 7 de abril de 1906). Por cierto que la diferente movilidad de la voluntad es una
de aquellas connotaciones que sintetizamos en el concepto de orientaciones volitivas y que hemos querido
entender como carácter nacional en sentido estrecho: la fácil movilidad del francés y la pesadez del holandés
son suficientemente conocidas. Pero, naturalmente, no sólo importa con qué rapidez desata en nosotros un
movimiento cualquier estímulo exterior, sino también por qué dirección echa a andar ese movimiento y qué
fuerza tiene. O sea que Kessler capta con demasiada estrechez el concepto de carácter nacional.
10
sino vivencia común del mismo destino, en permanente comunicación y continua interacción recíprocas. In-
gleses y alemanes vivieron el desarrollo capitalista, pero en diferente época, en diferentes lugares y
sólo en laxa relación mutua. De este modo, las mismas fuerzas motrices los hicieron parecerse más
que antes, pero jamás los habrían convertido en un pueblo. No es la homogeneidad de destino, sino
sólo la vivencia y padecimiento comunes del destino, la comunidad de destino, lo que genera la na-
ción. Según Kant, comunidad significa “recíproca interacción general” (Tercera analogía de la experien-
cia: principio de la comunidad). Sólo el destino vivido en recíproca interacción general, en permanen-
te relación mutua, engendra la nación.
Ahora bien, el hecho de que la nación no sea producto de una mera homogeneidad de destino,
sino que sólo surja y exista en la comunidad de destino, en la permanente interacción de quienes
comparten un destino, la distingue de todas las demás comunidades de carácter. Una comunidad de carácter
semejante es, por ejemplo, la de la clase. Los proletarios de todos los países tienen rasgos de carácter
homogéneos. Pese a todas las diversidades, una misma situación de clase grabó iguales rasgos en el ca-
rácter del obrero alemán e inglés, francés y ruso, norteamericano y austriaco: igual alegría de luchar,
igual mentalidad revolucionaria, igual moral de clase, igual volición política. Pero aquí no es la comuni-
dad de destino, sino la homogeneidad de destino quien generó la comunidad de carácter, pues aun-
que existan relaciones de comunicación entre obreros alemanes e ingleses, son mucho más difusas
que las relaciones que vinculan al obrero inglés con el burgués inglés debido a que ambos viven en la
misma ciudad, leen los mismos carteles murales y los mismos diarios y participan en los mismos
acontecimientos políticos o deportivos, y a que ellos mismos hablan ocasionalmente uno con otro o
los dos con las mismas personas: los diferentes intermediarios entre capitalistas y obreros. La lengua
es el instrumento de la comunicación. Si existiesen más vínculos de comunicación entre obreros ingle-
ses y alemanes que entre burgueses ingleses y obreros ingleses, serían los obreros alemanes y los obre-
ros ingleses quienes tendrían una lengua común, y no los obreros ingleses y los burgueses ingleses.
Esto, pues, o sea el hecho de que entre los miembros de una nación exista una comunidad de comu-
nicación, una permanente interacción recíproca en la comunidad mediata e inmediata, separa a la na-
ción de la comunidad de carácter de la clase. Quizás se pueda decir que las influencias operantes del
modo de vida, del destino, determinan de manera más homogénea a los obreros de diferentes nacio-
nes que a las diferentes clases de una y la misma nación, y que, por ende, en cuanto al carácter, los
obreros de diferentes países se parecen mucho más entre sí que burgueses y obreros del mismo país.
Pero eso separa a pesar de todo a la comunidad de carácter de la nación y de la de .la clase, pues aqué-
lla surge de la comunidad de destino, y ésta, meramente, de una homogeneidad de destino.
O sea que se puede definir la nación como la comunidad de carácter que no nace de una homogenei-
dad de destino, sino de una comunidad de destino. Tal es también la significación de la len-gua para la na-
ción. Con los seres humanos con quienes estoy en la más estrecha comunicación es con quienes me
fabrico una len-gua común, y con los seres humanos con quienes tengo una lengua común es con
quienes estoy en la más estrecha comunicación.
Hemos aprendido a conocer dos medios a través de los cuales las causas eficientes, las condiciones de
la lucha humana por la existencia, sueldan a los seres humanos en la comunidad de destino nacional.
Una de las vías es la de la transmisión hereditaria natural. Las condiciones de vida de los antepasados
confieren su determinabilidad cualitativa al plasma germinal que liga entre sí a las generaciones: por la
vía de la selección natural se decide cuáles atributos se transmiten hereditariamente y cuáles se descar-
tan. Por ende, las condiciones de vida de los antepasados determinan las cualidades heredadas por los
descendientes carnales. O sea que aquí la nación es comunidad de ascendencia: la cohesiona la sangre co-
mún, como dice el pueblo; la comunidad del plasma germinal, como enseña la ciencia. Pero los com-
patriotas ligados por una ascendencia común sólo siguen siendo una nación mientras permanecen en
recíproca comunidad de comunicación, mientras conservan su comunidad de sangre a través del ma-
trimonio cruzado. Si cesa la ligazón sexual entre los compatriotas, aparece en seguida la tendencia al

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surgimiento de nuevas comunidades de carácter, diferentes unas de otras, a partir del pueblo hasta en-
tonces unitario. No sólo se precisa la comunidad de la sangre debida a la ascendencia común, sino
también la conservación de esta comunidad mediante una continua mezcla de sangre para que la na-
ción subsista como comunidad natural.
[...] La nación nunca es solamente comunidad natural, sino que siempre es también comunidad
cultural. Incluso aquí es por lo pronto el sino de generaciones pasadas el que determina al individuo:
el niño está sujeto a las influencias operantes de la sociedad existente, en cuya vida económica, en
cuyo derecho y en cuya cultura espiritual lo paren. Pero incluso aquí, sólo la continua comunidad de
comunicación conserva la comunidad del carácter. El gran instrumento de esa comunicación es la len-
gua: instrumento de la educación e instrumento de toda comunicación científica y de toda comunica-
ción espiritual. La posibilidad de entendimiento mediante la lengua llega hasta donde llega el radio de
acción de la cultura. Sólo hasta donde llega la comunidad de la lengua resulta estrecha esa comunidad
de comunicación. Comunidad de comunicación y lengua se condicionan recíprocamente: la lengua es
condición de toda comunicación estrecha, y precisamente por eso la necesidad de la comunicación
genera lenguas comunes, así como, por otro lado, al desgarrarse la comunidad de comunicación, tam-
bién la lengua se diferencia paulatinamente. Por supuesto que incluso puedo aprender una lengua ex-
tranjera sin convertirme por eso en miembro del pueblo extranjero, ya que la lengua extranjera jamás
se someterá a la influencia cultural de igual manera que la lengua materna: la cultura mediatizada por
la lengua materna influyó sobre mi niñez, sobre los años de más fuerte capacidad asimilativa, y fue lo
primero que formó mi carácter; todas las impresiones posteriores, al ir siendo asimiladas, se adaptan a
la individualidad ya existente, están sujetas a modificación durante el proceso de la asimilación misma.
A ello se agrega aun que la lengua extranjera sólo rara vez se convierte en posesión del individuo de la
misma y perfecta manera que la lengua materna, y que sus más finos e íntimos efectos se pierden en la
mayoría de los casos: incluso en el alemán culto, la obra de arte inglesa y francesa sólo rara vez actúa
con la misma fuerza que la alemana. Resulta impensable que una nación se conserve duraderamente
como comunidad cultural sin la comunidad de la lengua, ese importantísimo instrumento de la comu-
nicación humana. En cambio, la comunidad de la lengua todavía no es garantía alguna de unidad na-
cional: en daneses y noruegos, pese a la comunidad lingüística, actúa una cultura diferente; los croatas
católicos y los serbios griegos, pese a la comunidad lingüística, están sujetos a una influencia cultural
diferente. Pero en la medida en que desaparezca el efecto culturalmente disyuntivo de la religión, de
serbios y croatas saldrá una nación en virtud de la comunidad de comunicación procurada por la
igualdad de la lengua, en virtud de las homogéneas influencias culturales que comparten. De ello se
desprende también la significación nacional de la victoria de la lengua unitaria sobre los dialectos: la
necesidad de una comunicación más estrecha generó la lengua unitaria, y ahora Ia subsistencia de la
lengua unitaria somete a todos los que la dominan a una influencia cultural homogénea. La acción re-
cíproca los une en la comunidad cultural. La relación entre la diferenciación cultural y la comunidad
lingüística se muestra nítidamente en el ejemplo de los holandeses: éstos, surgidos de tres desgaja-
mientos de tribus alemanas, ya no pertenecen más al pueblo alemán; los sinos de la economía nacio-
nal neerlandesa, totalmente diferentes a los destinos de la alemana, generaron allí una cultura de otra
índole; separados económica y culturalmente de los alemanes, desgarraron la comunidad de comuni-
cación con las tribus alemanas: el vínculo que los ligaba mutuamente era demasiado estrecho; el vín-
culo que los unía a las demás tribus alemanas, demasiado flojo; así se crearon su propia lengua como
instrumento de su cultura y ya no tuvieron participación alguna en el proceso de unificación cultural
de la nación alemana mediante la lengua unitaria alemana.
Comunidad natural y comunidad cultural pueden coincidir: los destinos de los antepasados pue-
den convertirse por un lada en carácter de los nietos, debido a la transmisión hereditaria de las cuali-
dades de los antepasados, y por el otro a la transmisión de la cultura desarrollada por los antepasados.
Pero comunidad natural y comunidad cultural no deben coincidir: los nietos naturales y los nietos cultura-

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les no son siempre los mismos, pues en la comunidad natural sólo están unidas las personas de ascen-
dencia común, mientras que la comunidad cultural liga a todos los que en permanente interacción re-
cíproca están sujetos a una influencia cultural común. Cuanto más fuerte sea esta influencia cultural, y
cuanto más asimile el individuo toda la riqueza cultural de un pueblo y sea determinado en su peculia-
ridad por ella,. tanto más pronto podrá convertirse en miembro de la nación y obtener participación
en el carácter nacional, aunque no pertenezca a ella en virtud de la comunidad natural. De este modo
resulta incluso posible la elección consciente de pertenecer a una nación distinta a la nación donde na-
cimos. Chamisso dice de sí mismo: “Por la lengua, el arte, la ciencia y la religión, me convertí en ale-
mán”.
Ahora bien, ¿está realmente dividida en naciones la humanidad, de modo que cada individuo per-
tenece a una nación y ninguno a varias simultáneamente? La mera vinculación natural del ser humano
a dos naciones por obra de la descendencia no modifica en nada la rigurosa diferenciación de las na-
ciones. En territorios limítrofes, donde dos naciones topan una con otra, los seres humanos se mixtu-
ran reiteradamente, de manera que la sangre de ambas naciones fluye por las venas de cada uno en
mezcla muy diversa, pese a lo cual ello no ocasiona, por norma, ninguna fusión de las naciones. Aquí
es justamente la diversidad de comunidad cultural la que separa tajantemente a las naciones pese a la mezcla de san-
gres. Las luchas nacionales en Austria nos ofrecen un ejemplo. Quien vea en la lucha entre alemanes y
checos una lucha racial sólo prueba su ignorancia histórica. Aun-que entre alemanes y checos los cam-
pesinos quizás hayan conservado, en alguna medida, su sangre pura, los estratos que libran la lucha
nacional y constituyen el objeto litigioso de la lucha nacional –la intelectualidad, la pequeña burguesía,
el proletariado– hace siglos que mezclaron mediante matrimonios cruzados su sangre, de modo tal
que no se puede hablar de una nación alemana ni de una checa en cuanto comunidad natural. Pese a
ello, las naciones no se fusionaron una con otra en modo alguno. La diversidad de cultura mediatizada
por la lengua las hace subsistir como naciones autónomas, tajantemente separadas entre sí. Es muy
distinto cuando un individuo también obtiene participación de modo uniforme o casi uniforme en la
cultura de dos o varias naciones. También hay de esos individuos en áreas limítrofes y regiones donde
habitan unas junto a otras varias naciones, en número no exiguo. Ellos hablan desde niños la lengua
de dos naciones, están casi homogéneamente influidos por los destinos de dos naciones, por las pecu-
liaridades culturales de dos naciones, y así, en cuanto al carácter, se convierten en miembros de ambas
naciones o, si se quiere, en individuos que no pertenecen plena ni totalmente a ninguna nación, pues
el individuo sobre quien actúa la cultura de dos o varias naciones y cuyo carácter está influido con
igual fuerza por diferentes culturas nacionales no une simplemente las connotaciones de carácter de
dos naciones, sino que posee un carácter totalmente novedoso, así como la combinación química
exhibe connotaciones distintas a las de cada uno de los elementos que la componen. Ésta es también
la más profunda razón de por qué el individuo que culturalmente es hijo de varias naciones resulta la
mayoría de las veces poco querido y desconfiable y, en tiempos de lucha nacional, incluso es despre-
ciado por traidor y tránsfuga: la mezcla de elementos culturales genera un nuevo carácter, que hace
aparecer al mestizo cultural de ambas naciones como un extranjero, tan extraño al pueblo como lo es el
miembro de otra nación. Pero si resulta comprensible la aversión a los mestizos culturales, uno no
puede dejarse inducir a error por ella. Muy a menudo son ellos los seres superiores en los que hacen
su efecto cultural dos o más naciones. En nuestros hombres de ciencia, en nuestros grandes artistas,
obran muy frecuentemente varios círculos culturales nacionales con casi igual vigor. En un hombre
como Karl Marx la historia de cuatro grandes naciones –los judíos, los alemanes, los franceses y los
ingleses– cristalizó en peculiaridad individual, y precisamente por eso su obra personal pudo entrar en
la historia de todas las grandes naciones de nuestro tiempo. Sin su obra, no resulta inteligible la histo-
ria de ninguna nación civilizada durante los últimos decenios.
Pero la acción cultural de varias culturas nacionales sobre el mismo individuo no sólo se presenta
como manifestación individual, sino también masiva. De este modo, es indudable que la cultura alema-

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na determinó muy esencialmente a la nación checa por entero. Es seguro que no resulta totalmente
incorrecto decir que los checos son alemanes que hablan checo, cosa que en boca de un alemán –des-
de el punto de vista del modo nacional de valorar– no constituye naturalmente tacha, sino supremo
elogio. Sin embargo, la adopción masiva de elementos culturales por parte de una nación entera jamás
depara la plena nivelación de los caracteres nacionales, sino a lo sumo la disminución de sus diferen-
cias, pues los elementos extraños jamás actúan sobre los individuos con igual fuerza que la cultura na-
cional originaria: nunca son asimilados sin modificación, sino que en el proceso de la asimilación mis-
ma están sujetos a una modificación, a una adaptación a la cultura nacional ya existente. Éste es el
fenómeno que ya conocemos de la apercepción nacional.
El hecho de que la misma causa eficiente, las condiciones de la lucha humana por la existencia,
coaligue a los seres humanos a través de dos diferentes medios, a saber: por un lado, la transmisión
hereditaria de las cualidades cultivadas gracias a la lucha por la existencia en los descendientes carna-
les, y por el otro la transmisión de los bienes culturales a las personas ligadas por una comunidad lin-
güística y de comunicación, confiere a las manifestaciones de la nación aquella multiplicidad confusio-
nista que torna tan dificultoso reconocer la unidad de las causas eficientes: ahí tenemos naciones
donde coinciden comunidad natural y cultural, que son descendientes carnales a quienes al mismo
tiempo se transmite la cultura históricamente surgida; ahí tenemos mestizos naturales que, sin embar-
go, sólo pertenecen a un círculo cultural; después y nuevamente, personas de descendencia nacional-
unitaria, pero cuyo carácter moldean dos o más culturas nacionales, y finalmente naciones que no tie-
nen comunidad alguna de ascendencia y sólo se fusionan en una fuerte unidad debido a la comunidad
de cultura. En cambio, personas de igual ascendencia a quienes no coaliga ninguna comunidad cultural no forman
ninguna nación: no hay nación sin acción recíproca de los compatriotas, que sólo resulta posible me-
diante el instrumento de una lengua común y por la transmisión de los mismos bienes culturales. La
mera comunidad natural sin comunidad cultural le podrá interesar a los antropólogos en cuanto raza,
pero no forma ninguna nación. Las condiciones de la lucha humana por la existencia pueden también
generar la nación por medio de la comunidad natural, pero siempre y en todo caso deben hacerlo por medio
de la comunidad cultural.
Nuestra investigación nos mostró que la eficacia que posee la cultura común para constituir la na-
ción es muy diferente en diferentes organizaciones sociales. Hay esencialmente tres tipos de comunidad
cultural nacional que hasta a ora hemos llegado a conocer.
El primer tipo, representado en nuestra exposición histórica por los germanos de la era del co-
munismo clánico, nos muestra una nación donde todos los compatriotas, así como están ligados por
la comunidad de la sangre, también están vinculados por la cultura común, heredada de los antepasa-
dos. Hemos mencionado repetidamente cómo, con la transición al sedentarismo, se desmembra esa
unidad nacional: las cualidades heredadas se diferencian al cesar los matrimonios cruzados entre las
tribus espacialmente separadas y sometidas a diferentes condiciones en la lucha por la existencia, pero
también las diferentes tribus continúan desarrollando de modo diferente la cultura común hereda-da.
Así, la nación comporta el germen del desmembramiento.
La nación que descansa en la diversidad de las clases sociales representa el segundo tipo. Las ma-
sas del pueblo continúan sujetas al proceso de diferenciación que conocemos: sin relaciones sexuales
entre ellas, se tornan ya cada vez más diferentes en lo físico; no ligadas por vínculo alguno de comuni-
cación, desarrollan en diferentes dialectos la lengua originariamente común; sometidas a diferentes
condiciones en la lucha por la existencia, desarrollan una cultura diversa, que por su lado vuelve a ge-
nerar la diversidad del carácter. Así, las masas del pueblo pierden cada vez más la unidad nacional
cuanto más se pierde en el curso de los siglos la comunidad originaria de las cualidades heredadas y
cuanto más recubren y disuelven los diferentes elementos culturales que surgen con posterioridad a la
cultura originariamente común. Lo que cohesiona la nación ya no es la unidad de la sangre ni la unidad de la cul-
tura, sino la unidad de la cultura

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de las clases dominantes, que se asientan sobre esas masas y viven de su trabajo. Ellas y su apéndice
están mutuamente ligadas por la relación sexual y la comunicación cultural de toda índole: así, los ca-
balleros de la Edad Media y los cultos de la Edad Moderna forman la nación. Pero las amplias masas,
cuya mano de obra conserva la nación –campesinos, artesanos, obreros– son nada más que las tribu-
tarias de la nación.
Finalmente, la sociedad socialista del futuro, que vuelve a unir a todos los compatriotas en una
unidad nacional autónoma, representa un tercer tipo. Pero aquí ya no es la ascendencia común, sino la
comunidad de la educación, el trabajo y el goce cultural, los que coaligan la nación. Por eso esta na-
ción ya no está amenazada por el peligro del desmembramiento, sino que la comunidad de la educa-
ción, la participación en el goce cultural y la estrecha ligazón en la colectividad y en el trabajo social da
a la nación la segura garantía de la unidad nacional.
De este modo, la nación ya no es una cosa congelada para nosotros, sino un proceso del devenir,
determinada en su esencia por las condiciones en que los seres humanos luchan por su sustento vital
y por la conservación de la especie. Y como la nación no surge aún en un estadio en que os seres hu-
manos sólo buscan su alimento sin elaborarlo, en que obtienen su sustento vital por mera toma de
posesión y ocupación de un bien mostrenco hallado, sino recién en la fase donde el ser humano gana
a la naturaleza, con su trabajo, los bienes que precisa, el surgimiento de la nación, la especial peculiari-
dad de cada nación, están determinados por el modo de trabajo de los seres humanos, por los me-dios de
trabajo de que éstos se sirven, por las fuerzas productivas que controlan, por las relaciones que contraen
unos con otros en la producción. Comprender el surgimiento de la nación, de cada una de las nacio-
nes, como un pedazo de la lucha de la humanidad con la naturaleza, es la gran tarea para cuya solución nos
capacitó el método histórico de Karl Marx.
[...]
Pero si concebimos el carácter nacional como un pedazo de historia cuajada, también entende-
mos por qué para nosotros la ciencia histórica consigue refutar la opinión de aquellos que consideran
inmodificable y constante el carácter nacional. En ningún instante está finiquitada la historia de una
nación. El destino que se transforma somete su carácter, que, en rigor, sólo es un precipitado de desti-
no pasado, a continuas transformaciones. Lo que vincula a connacionales de la misma época es la co-
munidad del carácter; lo que vincula a los connacionales de diferentes épocas no es la homogeneidad
del carácter, sino el hecho de que se suceden unos a otros, que actúan unos sobre otros, y que los des-
tinos de los anteriores determinan el carácter de los posteriores, de ninguna manera que las generacio-
nes anteriores concuerden en carácter con las siguientes. Esta relación también se manifiesta en la histo-
ria de la lengua.2 En comunidad lingüística están los contemporáneos a quienes vincula la comunidad
de comunicación, y no las consecutivas generaciones. Los descendientes están determinados en su pe-
culiaridad por los destinos de las generaciones anteriores, pero no son una réplica de ellas.
Recién al hacer surgir la comunidad de carácter de la comunidad de destino se nos torna total-
mente inteligible la significación de la primera. En nuestra investigación hemos partido de su in-media-
to modo empírico de manifestarse: la homogeneidad del carácter de los compatriotas, o sea que el ale-
mán promedio es diferente del inglés promedio y similar a cualquier otro alemán promedio. Pero ésta
es una proposición de sólo relativa generalidad: ¿acaso ninguno de nosotros conoce alemanes que
nada poseen de lo que ordinariamente pasa por ser el carácter nacional alemán? Empero, si ascende-
mos desde la homogeneidad empírica hasta la comunidad de destino que genera la comunidad de ca-
rácter, llegamos a otro concepto, más profundo, de comunidad de carácter, por oposición a la mera homogenei-
dad del carácter.

2. Fichte dice correctamente: “Aunque ustedes hagan que transcurridos algunos siglos los descendientes no
entiendan la lengua que hablaban sus ascendientes porque se les perdieron las transiciones, desde el vamos se da una
permanente transición, sin saltos, siempre inadvertible en el presente, y que sólo se hace notar por añadidura de
nuevas transiciones y se manifiesta como un salto. Jamás hubo momento en que los contemporáneos hubieran
cesado de entenderse” (Fichte, Reden an die deutsche Nation, Reclam, p. 53).
15
El carácter individual es una resultante de diferentes fuerzas: entre ellas encontramos la influencia
de la comunidad de destino nacional, operante en cada individuo, y además de ésta una serie de otras
fuerzas formadoras del carácter, individualmente diferentes. Sólo en la medida en que el vigor de estas
fuerzas no resulte demasiado grande, podrá la acción de la comunidad de destino nacional generar ca-
racteres individuales similares; si en cambio actúan sobre el carácter del individuo fuerzas especial-
mente vigorosas y esencialmente diferentes a las fuerzas que determinan los caracteres de sus compa-
triotas, surgirá un carácter individual que, aunque también haya sido configurado por la comunidad de
destino nacional, ya no será similar a los demás individuos de su nación. Pero pese a ello también será
miembro de la comunidad de carácter nacional, pues por más disímil que sea comparado con sus con-
nacionales, estará ligado a ellos debido a que una de las fuerzas que lo formaron es idéntica a una de
aquellas fuerzas que conformaron a todos los demás individuos de la misma nación; será un hijo de su
nación, porque otro habría sido si, en verdad, lo hubiesen moldeado las mismas fuerzas individuales,
pero la sangre y la tradición de otra nación. Llegamos así a un segundo y más profundo concepto de
comunidad de carácter: ahora ésta ya no significa para nosotros que los individuos de la misma nación sean similares en-
tre si, sino que sobre el carácter de cada individuo actuó la misma fuerza, por más diferentes que fueren las de-
más fuerzas que junto a ésta obraron. Recién ahora se justifica el concepto de comunidad de carácter,
mientras que la mera experiencia sólo nos permite reconocer una relativa similitud de carácter. Ahora
bien, mientras que esta similitud de carácter sólo puede ser observada en la mayoría de los connacio-
nales, la comunidad de carácter, el hecho de que todos ellos sean producto de una y la misma fuerza
operante, resulta común a todos ellos sin excepción. Esta fuerza operante, lo histórico en nosotros, es lo nacio-
nal en nosotros, lo que nos suelda en la nación.
Pero si entendemos lo nacional de nuestro carácter como lo histórico en nosotros, podemos con-
cebir aun más profundamente la nación como manifestación social, como manifestación del hombre socia-
lizado. Para el individualista, el ser humano es un átomo, y los átomos sólo están cohesionados exte-
riormente por el sistema. Pero para nosotros el ser humano no es ningún átomo, sino el producto de
la sociedad; el mismo Robinson, que libra solitario la lucha por la existencia en su isla, sólo puede li-
brarla porque posee ya como herencia de sus antepasados, como producto de su educación, las capa-
cidades desarrolladas por la sociedad o, tal cual dice Marx, “las fuerzas de la sociedad”.3 Así, la nación
tampoco es para nosotros, en absoluto, una cantidad de individuos cohesionados exteriormente de
cualquier manera, sino que la nación existe en cada individuo como un trozo de su peculiaridad indi-
vidual, como su nacionalidad. La connotación caracterológica nacional sólo se pone de manifiesto
como connotación caracterológica de individuos, pero está generada socialmente: es el producto de
cualidades heredadas y de bienes culturales transmitidos que generaron los antepasados de cada com-
patriota en permanente interacción con otros miembros de la sociedad, y a su vez es producto social.
Y lo que coaliga a los individuos que pertenecen a una nación es el hecho de que todos ellos sean pro-
ducto de las mismas fuer-zas operantes, de la misma sociedad; que en sus cualidades individuales he-
redadas les estén transferidos los efectos selectivos de la lucha por la existencia de seres humanos que
viven en común; que su carácter individual haya sido moldeado por la misma cultura gestada en la lu-
cha por la existencia de la misma sociedad humana. Por eso, y no por ningún estatuto exterior, la na-
ción constituye una manifestación social. No es una suma de individuos, sino que cada individuo es el
producto de la nación; el hecho de ser todos el producto de la misma sociedad hace de ellos una co-
munidad. El hecho de que las cualidades que sólo se ponen de manifiesto como connotación del indi-
viduo constituyan un producto social, y en todos los miembros de la nación sean producto de una y la
misma sociedad, une a los individuos en la nación. De este modo, la nación no existe en virtud de un
estatuto exterior, sino que por lógica, y no históricamente, preexiste a todo estatuto.4

3. Karl Marx, Einleitung zu einer Kritik der politischen Ökonomie, en Die Neue Zeit, XXI, 1, p. 711. [En español: Introducción
a la crítica de la economía política, en Cuadernos de Pasado y Presente, núm. 1, México, 1978, p. 40.]
4. Véase Doctor Max Adler, Kausalität und Teleologie im Streit um die Wissenchaft [Causalidad y teleología en disputa por
la ciencia], en Marx-Studien, I, pp. 369 y ss.
16
Pero, por supuesto, si ahora los seres humanos que forman una comunidad quieren entrar en
mutua relación y con otros, precisan de la lengua es el más importante instrumento de la comunica-
ción humana: los obreros de la Biblia no pudieron continuar construyendo la torre de Babel cuando
Dios confundió sus lenguas. Por ende, no todos los que hablan una lengua forman todavía una na-
ción, pero ninguna nación resulta posible sin una lengua común. Sin embargo, la lengua es nada más
que una “convención primitiva”,5 existe en virtud de una “regulación exterior”, si tomamos este con-
cepto en aquel amplio sentido con que Rudolf Stammler lo introdujo en la ciencia. Naturalmente que
no como si hubiese surgido Qe»ei, por convención, como si acaso un sabio legislador o un contrato
social la hubiese creado, sino que según su validación sólo descansa en una regulación exterior, pues el
hecho de que liguemos con un concepto determinada palabra y vinculemos con la representación de
una cosa la representación de determinada articulación fonética sólo descansa en la convención. Es
este importantísimo estatuto el que el niño aprende de labios de su madre. O sea que Stammler cierta-
mente se equivoca cuando cree encontrar en la regulación exterior la connotación constitutiva de las
manifestaciones sociales; la nación nos muestra a las claras que el sustrato de todas las manifestacio-
nes sociales es la comunidad, es decir el hecho de que la peculiaridad del individuo sea al mismo tiempo
peculiaridad de todos los demás individuos coaligados en la comunidad, porque el carácter de cada in-
dividuo se formó en permanente interacción con todos los demás individuos, y el carácter individual
de cada uno es producto de las mismas fuerzas sociales; pero recién por una regulación exterior los
individuos así ligados en una comunidad pueden cooperar unos con otros, formar una sociedad, con-
servar su comunidad, generar una nueva comunidad. La regulación exterior es la forma de coopera-
ción social que tienen los individuos ligados por la comunidad.6
La diversidad de los caracteres nacionales es un hecho empírica que únicamente puede negar
aquel doctrinarismo que sólo ve lo que quiere ver, y por ende no ve lo que todos ven. Pese a ello
siempre se volvió a procurar negar la diversidad del carácter nacional y a sostener que las naciones no
se diferencian por otra cosa que por su lengua. Encontramos esta opinión en mucha teóricos ubica-
dos en el terreno del credo católico. La adoptó la filosofía humanista de la Ilustración burguesa y también
se convirtió en herencia de más de un socialista que quiso emplear; para apoyar sobre ella el cosmopoli-
tismo proletario, el cual, como todavía veremos, representa la primera y más primitiva toma de posi-
ción de la clase obrera frente a las luchas nacionales del mundo burgués. Esta hipotética noción de la
inesencialidad de la nación subsiste aún hoy en Austria en el uso idiomático de la prensa socialdemó-
crata, que gusta hablar de compañeros de “lengua” alemana y checa en vez de compañeros alemanes y
checos. El parecer según el cual las diversidades nacionales sólo son diversidades lingüísticas descansa
en la concepción atomista-individualista de la sociedad, donde ésta se manifiesta como mera suma de indivi-
duos exteriormente ligados y, por ende, también la nación apa. rece como la mera suma de seres hu-
manos ligados exteriormente, es decir por la lengua. Quien profese este parecer repetirá el error de
Stammler, que cree encontrar en una regulación exterior, en estatutos jurídicos y convenciones, la
connotación constitutiva de las manifestaciones sociales. Pero para nosotros la sociedad no es mera
suma de individuos, sino que cada individua es producto de la sociedad. Así, para nosotros, tampoco
la nación es una suma de individuos que entran en relación mutua mediante una lengua común, sino
que el individuo mismo es un producto de la nación: su carácter individual no surgió de ninguna otra
5. Stammler, Wirtschaft und Recht, Leipzig, 1896, p. 103.
6. Uso los conceptos de comunidad y sociedad en otro sentido que Tönnies en su excelente obra Gesellschaft und
Gesellschaft [Comunidad y sociedad], Leipzig, 1887. Yo veo la esencia de la sociedad en la cooperación de los seres
humanos bajo un estatuto exterior, y la esencia de la comunidad en el hecho de que el individuo, en cuanto a su ser
espiritual y físico, es producto de innumerables interacciones entre él y los demás individuos ligados en una
comunidad, y por ende forma de manifestación del carácter comunitario en el carácter individual. La comunidad, por
supuesto, sólo puede surgir a condición de que esté dado un estatuto exterior –por lo menos la lengua, como
Stammler nos enseña–, o sea la sociedad; pero, por otra parte, la sociedad presupone a su vez comunidad, o al
menos, como mostró Max Adler, la comunidad de la “conciencia en general”. Finalmente, el estado sólo es una de las
formas de la sociedad, así como el derecho que se apoya en un poder exterior sólo es uno de los tipos de estatuto.
Más estrecho aun es el concepto de estado moderno que surgió con la producción mercantil y desaparecerá con ella.
17
manera que en una continua interacción con otros individuos, del mismo modo que el carácter de es-
tos individuos surgió en una interacción con aquél. Esta comunicación determinó el carácter de cada
uno de esos individuos, vinculándolos así en una comunidad de carácter. La nación se pone de mani-
fiesto en la nacionalidad de cada uno de los compatriotas, es decir en el hecho de que el carácter de
cada compatriota esta determinado por el destino de todos los compatriotas, vivido en comunidad y
en una permanente interacción. Pero la lengua no es más que un medio de esa interacción, siempre y
ubicuamente imprescindible, por supuesto, del mismo modo que la regulación exterior en general es
la forma de cooperación que tienen los individuos vinculados en una comunidad. Quien no confíe en
sus ojos, que sin embargo le hacen ver día a día la diversidad de los caracteres nacionales, acaso deba
creer en la ponderación teórica que le enseña a entender causalmente que de la diversidad de los des-
tinos vividos en permanente comunidad de comunicación tienen que surgir, necesariamente, diferen-
tes comunidades de carácter.
[...] Aquí nos resta tan sólo confrontar con nuestra teoría de la nación los intentos de quienes
exhibieron una cantidad de elementos que debido a su concurrencia deben constituir la nación. Los so-
ciólogos italianos aducen como tales elementos los siguientes:
1. Región de residencia común,
2. Ascendencia común,
3. Lengua común,
4. Costumbres y usos comunes,
5. Vivencias comunes y pasado histórico común,
6. Leyes comunes y religión común.7
Ahora resulta claro que esta teoría compila una serie de connotaciones que en modo alguno tie-
nen que ser asociadas unas con otras, sino que sólo pueden entenderse en relación de recíproca de-
pendencia. Si por lo pronto prescindimos del primer presunto elemento de la nación, la región de re-
sidencia común, entre los restantes elementos se destaca pasa nosotros el quinto, la historia común.
Es ella la que determina al resto, quien genera a los demás elementos. Recién la historia común da a la
ascendencia común su determinabilidad sustancial al decir qué cualidades se transmiten hereditaria-
mente y cuáles se descartan. La historia común genera las costumbres y usos comunes, las leyes co-
munes y la religión común, o sea –para quedarnos en nuestro uso idiomático– la comunidad de la tra-
dición cultural. Tanto la ascendencia común como la cultura común son meramente las herramientas
de que se sirve la historia común para ser eficaz, para trabajar en la construcción del carácter nacional.
Pero el tercer elemento, la lengua común, no puede a su vez ser asociado con los otros: más bien re-
presenta un medio de segundo orden, pues si la cultura común es uno de los medios a través de los
cuales hace su efecto la historia común para moldear el carácter nacional, la lengua común es a su vez
un medio de eficacia de la cultura común, la herramienta mediante la cual se crea y conserva la comu-
nidad cultural y, como regulación exterior, la forma de cooperación social de los individuos que cons-
tituyen una comunidad y siempre vuelven a generar una comunidad a partir de sí.8 Así, remplazamos
por lo pronto la mera enumeración de los elementos de la nación por un sistema: la historia común como
causa eficiente, la cultura común y la ascendencia común como medios de su eficacia, y la lengua co-
mún, a su vez, como mediadora de la cultura común, simultáneamente producto y productora de ésta.
Pero ahora también entendemos la mutua relación de esos elementos, pues lo que hasta aquí oca-
sionó tan grandes dificultades a los teóricos –el hecho de que esos elementos puedan aparecer en
tan diversa ligazón entre sí, el hecho de que ora falte uno, ora falte otro– se torna así inteligible. Si la

7. Franz J. Neumann, Volk und Nation [Pueblo y nación], Leipzig, 1888, p. 54.
8. Claro que la lengua no sólo es un medio de transmisión de los bienes culturales, sino, a su vez, un bien cultural. El
francés no sólo se diferencia del alemán porque su lengua le transmite otros bienes culturales, sino también porque, a
su vez, la lengua es para él un bien cultural transmitido que, a través de su peculiaridad, determina su hablar, su
pensar y su carácter. Si la retórica francesa es diferente a la oratoria alemana, por cierto que allí también tiene su parte
la diversidad de la lengua.
18
ascendencia común y la cultura común son medios del mismo factor operante, no importa evidente-
mente para el concepto de nación que ambos medios resulten eficaces: por eso si la nación puede
ciertamente descansar en una comunidad de ascendencia, no debe hacerlo, puesto que una mera co-
munidad de ascendencia siempre forma solamente una raza, pero jamás una nación. De ahí también
se desprende además la relación de los diferentes elementos de la comunidad cultural entre sí: segura-
mente las leyes comunes son un importante medio de formación de la comunidad de carácter, pero la
comunidad de carácter puede incluso existir y surgir sin ellas con tal que la eficacia de los demás ele-
mentos resulte lo bastante fuerte como para coaligar a los individuos en una comunidad cultural. La
diversidad de religión puede hacer dos naciones de pueblos que hablan la misma len-gua; donde la di-
versidad de religión impide la comunidad cultural, la religión común constituye la base de una cultura
común, como hasta ahora ocurrió entre serbios y croatas. Pero pese a su desgarramiento religioso, los
alemanes siguieron siendo un pueblo porque la escisión confesional no pudo impedir el surgimiento y
la subsistencía de una comunidad cultural alemana general. Finalmente, también concebimos así la re-
lación de la lengua con los demás elementos de la nación: sin comunidad de lengua no hay comunidad
cultural, o sea tampoco nación.9 Pero la comunidad de la lengua sigue sin generar una nación allí don-
de la diversidad en cuanto a otros aspectos –por ejemplo la diversidad de religión, como entre croatas
y serbios, o la diversidad de ascendencia, de relaciones sociales y políticas, como entre los españoles y
los sudamericanos hispanoparlantes– impide que la comunidad lingüística se convierta en comunidad
cultural.
Todavía nos resta pensar el “elemento” de la nación aducido en primer término: la región de resi-
dencia común. Hemos hablado repetidamente de cómo la segregación territorial desgarra a la nación
unitaria. La nación en cuanto comunidad natural es aniquilada paulatinamente por la segregación na-
cional debido a que las diferentes condiciones de la lucha por la existencia cultivan diferentes conno-
taciones en las partes espacialmente separadas de la nación y a que ninguna mezcla de sangres nivela
esta diversidad. Del mismo modo, la nación en cuanto comunidad cultural es aniquilada por la segre-
gación espacial debido a que las partes espacialmente separadas de la nación, que libran su lucha por
la existencia segregadas unas de otras, también diferencian la cultura originariamente unitaria, y por
falta de comunicación entre ellas la cultura nacional originariamente unitaria se desmembra en una
cantidad de culturas diversas, lo cual se pone muy palmariamente de manifiesto en la diferenciación de
la lengua unitaria en diferentes lenguas a causa del vínculo de comunicación demasiado débil que hay
entre las partes espacialmente separadas de la nación originariamente unitaria. O sea que si una diver-
sidad local desgarra a las naciones, es porque, ciertamente, el carácter común del sitio de residencia
significa una condición de existencia de la nación: pero sólo en la medida en que sea condición de una comuni-
dad de destino. Mientras se pueda conservar la comunidad cultural y, de modo más pensable, incluso la
comunidad natural, pese a la separación espacial, ésta no constituirá obstáculo alguno para una comu-
nidad de carácter nacional. El alemán que continua estando influido por la cultura alemana en Norte-
américa –aunque esto mismo sólo acontezca gracias al libro alemán y al periódico alemán– y que da a
sus hijos una educación alemana, sigue siendo alemán pese a toda separación espacial. Sólo en la medida
en que el carácter común del suelo sea condición de la comunidad de cultura, también será condición de existencia de la
nación. Pero en la era de la impresión de libros, del correo y el telégrafo, de los ferrocarriles y barcos de
vapor, este caso se da a escala mucho menor que antes. O sea que si uno concibe al carácter común
del lugar de residencia no como uno entre los demás “elementos” de la nación, sino como condición
de la eficacia de éstos, señalará necesariamente sus límites a la frase, oída con frecuencia, que dice que
la comunidad del lugar de residencia es condición de existencia de una nación. Este reconocimiento
no nos parece ser una adquisición exigua: ¡si precisamente en nuestra representación de la relación de

9. Si se habla de una nación suiza, ello descansa –cuando se tiene meramente en vista la pertenencia de los suizos a
un estado– en una confusión entre pueblo-estado y nación, o bien, cuando hay que afirmar una comunidad de carácter
entre los suizos, franceses, alemanes, italianos y retorrománicos, en la errada opinión de que toda comunidad de
carácter es ya una nación.
19
la nación con el suelo descansa nuestro reconocimiento de la relación de la nación con la corporación
territorial más importante, el estado! Por ende, aún deberemos volver precisamente a esta cuestión, y
también podremos graficar nuestra respuesta con ejemplos particulares. Pero aquí sólo se trató para
nosotros de mostrar de qué modo nuestra teoría de la nación es capaz de concebir como fuerzas ope-
rantes de un sistema a aquellos factores que la antigua teoría yuxtapuso sin mediaciones como “ele-
mentos” de la nación, y entenderlos en su mutua dependencia y en su recíproca cooperación.
No obstante, nuestra teoría tiene que seguir probándose en una tarea contra la cual naufragaron
igualmente los intentos emprendidos hasta la fecha para determinar la esencia de la nación. Se trata de
la delimitación del concepto de nación con respecto a las más estrechas comunidades locales dentro de la na-
ción. Es cierto que la comunidad de destino vinculó a los alemanes en una comunidad de carácter.
Pero ¿acaso esto no vale también para los sajones o los bávaros? ¿Para los tiroleses y estirios? ¿Y, en ri-
gor, para los habitantes de cada uno de los valles alpinos? ¿Acaso los diferentes destinos de los ante-
pasados, las diversidades de asentamiento y distribución del suelo, de fertilidad del suelo y de clima, no
formaron con los habitantes del valle de Zill y de Passer con los “Vintschrer” y los “Pusteraru”, co-
munidades de carácter tajantemente marcadas? ¿Dónde está la frontera entre aquellas comunidades de
carácter que se consideran naciones autónomas y las que nosotros caracterizamos como asociaciones
más estrechas dentro de la nación?
Aquí debemos recordar ahora que ya aprendimos a conocer esas más estrechas comunidades de
carácter como productos de descomposición de la nación que descansa en la comunidad de ascendencia. Desde
entonces los descendientes del pueblo-tronco germánico están espacialmente separados entre sí y en-
cadenados a la gleba por la labranza, llevan su vida segregados unos de otros, sin comunicación ni ma-
trimonios cruzados, y se diferencian cada vez más entre sí. Acaso hayan partido de una comunidad
natural y cultural común, pero están en vías de formar comunidades naturales y culturales autónomas,
tajantemente separadas unas de otras. Existe la tendencia a que de cada una de estas asociaciones más
estrechas, salidas de una nación, resulte una nación particular. O sea que la dificultad de delimitar el
concepto de estas más estrechas comunidades de carácter con respecto al de nación proviene de que
ellas mismas representan fases evolutivas hacia la nación.
Ahora bien, como ya sabemos esta tendencia a la fragmentación nacional es contrarrestada por
una contratendencia que se afana por vincular más estrechamente a la nación. Pero, por lo pronto,
esta contratendencia sólo se torna eficaz para las clases dominantes. Vincula a quienes viven caballe-
rescamente en la Edad Media y a los cultos del período capitalista temprano en una estrecha nación,
tajantemente separada de todas las demás comunidades culturales; los pone en estrecha comunicación
económica, política y social entre sí; crea para ellos una lengua unitaria y hace que sobre ellos actúe la
misma cultura espiritual y la misma civilización. Este estrecho vínculo de la comunidad cultural liga
por lo pronto en una nación a las clases dominantes. Nadie puede estar en duda sobre si algún culto
es alemán u holandés, esloveno o croata: la educación nacional, la lengua unitaria nacional.,. también
delimitan tajantemente unas de otras a las naciones de parentesco cercano. En cambio, no puede deci-
dirse sin arbitrariedad si los campesinos de cualquier aldea han de pasar ya por bajo alemanes, ya por
neerlandeses, por eslovenos o por croatas. Sólo está deslindado tajantemente el círculo de los conna-
cionales, y no el círculo de los tributarios de cada nación.
Poco a poco, el capitalismo moderno también delimita más tajantemente las clases populares ba-
jas de las naciones entre sí, pues éstas también obtienen participación en la educación nacional, en la
vida cultural de su nación, en la lengua unitaria nacional. La tendencia unitaria también capta a las ma-
sas iba adoras. Pero recién la sociedad socialista ayudará a que esta tendencia triunfe. Ella delimitará
tan tajantemente entre sí al conjunto de los pueblos por obra de la diversidad de educación y de civili-
zación nacionales, como hoy sólo están delimitados entre sí los cultos de las diferentes naciones. Aca-
so también se den dentro de la nación socialista comunidades de carácter más estrechas, pero en me-
dio de ella no se podrá dar ninguna comunidad cultural autónoma, pues a su vez cada comunidad

20
local estará bajo la influencia de la cultura de la nación global, en comunicación cultural y en intercam-
bio de ideas con la nación global.
Llegamos así a la definición completa de nación. Nación es el conjunto de los seres humanos vinculados
por comunidad de destino en una comunidad de carácter. Por comunidad de destino: esta connotación la separa de
los conjuntos de carácter internacional de la profesión, la clase y el pueblo-estado, que descansan en la
homogeneidad del destinó, y no en la comunidad de destino. El conjunto de quienes comparten un ca-
rácter: esto la separa de las más estrechas comunidades de carácter dentro de la nación, que jamás for-
man una comunidad natural y cultural que se autodetermine y esté determinada por su propio desti-
no, sino que se hallan en estrecha comunicación con la nación global y por ende también están
determinadas por el destino de ella. Así, la nación estuvo tajantemente delimitada en la era del comunis-
mo clánico: en ese entonces la nación estaba formada por el conjunto de todos aquellos que descendían
del pueblo-tronco ribereño del Báltico y cuya esencia espiritual, en virtud de la transmisión hereditaria
natural y de la transmisión cultural, estaba determinada por el destino de aquel pueblo-tronco. Así, la
nación volverá a ser tajantemente delimitada en la sociedad socialista: formará la nación el conjunto de
todos aquellos que reciban la educación nacional y gocen de los bienes culturales nacionales, y cuyo
carácter, por ende, sea configurado por el destino de la nación, que determinará en su contenido esos
bienes culturales. En la sociedad que descansa sobre la propiedad privada de los medios de trabajo, las clases
dominantes –otrora quienes vivían caballerescamente, hoy los cultos– forman la nación como el con-
junto de aquellos en quienes una igual formación, moldeada por la historia de la nación y mediatizada
por la lengua unitaria y la educación nacional, engendra un parentesco de caracteres. Pero las amplias
masas populares no forman la nación –ya no, porque la antiquísima comunidad de ascendencia dejó de
encerrarlas con suficiente estrechez; todavía no, porque la comunidad educativa en gestación aún no las
abarca completamente–. O sea que la dificultad de encontrar una definición satisfactoria de nación,
contra la cual naufragaron todos los intentos hechos hasta la fecha, está históricamente condicionada. Se
quiso descubrir la nación en nuestra sociedad de clases, donde la vieja comunidad de ascendencia, de-
finidamente deslindada, se descompone en un sinnúmero de grupos locales y étnicos, y donde la nue-
va comunidad educativa en gestación aún no podía unir a esos pequeños grupos en una totalidad na-
cional.
[...]

Otto Bauer, La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia (1907),


México, Siglo XXI, 1979. (Fragmentos)

1.3. El marxismo y la cuestión nacional (J. Stalin)

El período de la contrarrevolución en Rusia no ha traído solamente “rayos y truenos”, sino tam-


bién desilusión respecto al movimiento, falta de fe en las fuerzas comunes. Cuando creía en un “por-
venir luminoso”, la gente luchaba junta, independientemente de su nacionalidad: ¡los problemas co-
munes ante todo! Pero cuando en el espíritu se insinuaron las dudas, la gente comenzó a dispersarse
por barrios nacionales: ¡que cada cual cuente sólo consigo! ¡El “problema nacional” ante todo!
Al mismo tiempo, se producía en el país una seria transformación en la vida económica. El año
1905 no pasó en vano: los restos de la servidumbre en el campo sufrieron un nuevo golpe. Las cose-
chas buenas que siguieron a los años de hambre y el auge industrial que se produjo después, hicieron
avanzar al capitalismo. La diferenciación en el campo y el crecimiento de las ciudades, el desarrollo del
comercio y de las vías de comunicación dieron un gran paso adelante. Esto es particularmente cierto
en lo que se refiere a las regiones de la periferia y no podía por menos de acelerar el proceso de con-

21
solidación económica de las nacionalidades de Rusia. Estas tenían necesariamente que ponerse en
movimiento
Contribuyó también al despertar de las nacionalidades el “régimen constitucional”, instaurado du-
rante este período. El aumento de los periódicos y de la literatura en general, cierta libertad de prensa y
de las instituciones culturales, el desarrollo de los teatros populares, etc. contribuyeron, sin duda, a forta-
lecer los “sentimientos nacionales”. La Duma, con su campaña electoral y sus grupos políticos, dio nue-
vas posibilidades para reavivar las naciones y un nuevo y amplio campo para movilizarlas.
La ola del nacionalismo belicoso levantada desde arriba y las numerosas represiones desencade-
nadas por los “investidos de Poder” para vengarse de la periferia por su “amor a la libertad”, provoca-
ron, como reacción, una ola de nacionalismo desde abajo, que a veces llegaba a ser franco chovinismo.
Son hechos conocidos de todos: el fortalecimiento entre los judíos del sionismo; en Polonia, el cre-
ciente chovinismo; entre los tártaros el panislamismo; entre los armenios, los georgianos y los ucrania-
nos, el recrudecimiento del nacionalismo; la propensión general de las gentes de espíritu pequeñobur-
gués al antisemitismo.
En este momento difícil, incumbía a la socialdemocracia una alta misión: hacer frente al nacionalis-
mo, proteger a las masas contra la “epidemia” general. Pues la socialdemocracia, y solamente ella, podía
hacerlo contraponiendo al nacionalismo el arma probada del internacionalismo, la unidad y la indivisibi-
lidad de la lucha de clases. Y cuanto más fuerte fuese la oleada de nacionalismo, más potente debía reso-
nar, la voz de la socialdemocracia en pro de la fraternidad y de la unidad de los proletarios de todas las
nacionalidades de Rusia. En estas circunstancias, se requería una firmeza especial por parte de los social-
demócratas de las regiones periféricas, que chocaban directamente con el movimiento nacionalista.
Pero no todos los socialdemócratas, y en primer lugar los de las regiones periféricas, acreditaron
estar a la altura de su misión. El Bund, que antes destacaba las tareas comunes, empezó a poner en
primer plano sus objetivos particulares, puramente nacionalistas: la cosa llegó a tal extremo, que pro-
clamó como uno de los puntos centrales de su campaña electoral la “celebración del sábado” y el “re-
conocimiento del yidish”. Tras el Bund siguió el Cáucaso: una parte de los socialdemócratas caucasia-
nos, que antes rechazaba, con los demás socialdemócratas caucasianos, la “autonomía cultural-
nacional”, la presenta ahora como reivindicación inmediata. Y no hablemos ya de la conferencia de
los liquidadores, que sancionó diplomáticamente las vacilaciones nacionalistas.
De esto se deduce que las concepciones de la socialdemocracia de Rusia en cuanto a la cuestión
nacional no están claras aún para todos los socialdemócratas.
Es imprescindible, evidentemente, proceder a un estudio serio y completo de la cuestión nacio-
nal. Es necesario un trabajo coordinado e infatigable de los socialdemócratas consecuentes contra la
niebla nacionalista, de dondequiera que venga.

1. La nación
¿Qué es una nación?
Una nación es, ante todo, una comunidad, una determinada comunidad de hombres.
Esta comunidad no es de raza ni de tribu. La actual nación italiana fue constituida por romanos,
germanos, etruscos, griegos, árabes, etc. La nación francesa fue formada por galos, romanos, breto-
nes, germanos, etc. Y otro tanto cabe decir de los ingleses, alemanes, etc., cuyas naciones fueron for-
madas por gentes de razas y tribus diversas.
Tenemos, pues, que una nación no es una comunidad racial o tribal, sino una comunidad de
hombres históricamente formada.
Por otro lado, es indudable que los grandes Estados de Ciro o de Alejandro no podían ser llama-
dos naciones, aunque se habían formado en el transcurso de la historia y habían sido integrados por
diversas razas y tribus. Esos Estados no eran naciones, sino conglomerados de grupos, accidentales y
mal vinculados, que se disgregaban o se unían según los éxitos o derrotas de tal o cual conquistador.

22
Tenemos, pues, que una nación no es un conglomerado accidental y efímero, sino una comuni-
dad estable de hombres.
Pero no toda comunidad estable constituye una nación. Austria y Rusia son también comunida-
des estables, y, sin embargo, nadie las llama naciones. ¿Qué es lo que distingue a una comunidad na-
cional de una comunidad estatal? Entre otras cosas, que una comunidad nacional es inconcebible sin
un idioma común, mientras que para un Estado no es obligatorio que haya un idioma común. La na-
ción checa, en Austria, y la polaca, en Rusia, no serían posibles sin un idioma común para cada una de
ellas, mientras que para la integridad de Rusia y de Austria no es un obstáculo el que dentro de sus
fronteras existan varios idiomas. Y al decir esto, nos referimos, naturalmente, a los idiomas que habla
el pueblo y no al idioma oficial de cancillería.
Tenemos, pues, la comunidad de idioma como uno de los rasgos característicos de la nación.
Esto no quiere decir, como es lógico, que diversas naciones hablen siempre y en todas partes
idiomas diversos ni que todos los que hablen uno y el mismo idioma constituyan obligatoriamente
una sola nación. Un idioma común para cada nación, ¡pero no obligatoriamente diversos idiomas para
diversas naciones! No hay nación que hable a la vez diversos idiomas, ¡pero esto no quiere decir que
no pueda haber dos naciones que hablen el mismo idioma! Los ingleses y los norteamericanos hablan
el mismo idioma, y a pesar de esto no constituyen una sola nación. Otro tanto cabe decir de los no-
ruegos y los daneses, de los ingleses y los irlandeses.
¿Y por qué, por ejemplo, los ingleses y los norteamericanos no forman una sola nación, a pesar
de tener un idioma común?
Ante todo, porque no viven conjuntamente, sino en distintos territorios. La nación sólo se forma
como resultado de relaciones duraderas y regulares, como resultado de la convivencia de los hombres,
de generación en generación. Y esta convivencia prolongada no es posible sin un territorio común.
Antes los ingleses y los norteamericanos poblaban un solo territorio, Inglaterra, y constituían una sola
nación. Más tarde, una parte de los ingleses emigró de este país a un nuevo territorio, el Norte de
América, y aquí, en el nuevo territorio, formó a lo largo del tiempo una nueva nación, la norteameri-
cana. La diversidad de territorios condujo a la formación de naciones diversas.
Tenemos, pues, la comunidad de territorio como uno de los rasgos característicos de la nación.
Pero esto no es todo. La comunidad de territorio por sí sola no determina todavía la nación. Ha
de concurrir, además, un vínculo económico interno que suelde en un todo único las diversas partes
de la nación. Entre Inglaterra y Norteamérica no existe este vínculo; por eso constituyen dos naciones
distintas. Y los mismos norteamericanos no merecerían el nombre de nación si los diversos confines
de Norteamérica no estuviesen ligados entre sí en una unidad económica gracias a la división del tra-
bajo establecida entre ellos, al desarrollo de las vías de comunicación, etc.
Tomemos, por ejemplo, a los georgianos. Los georgianos de los tiempos anteriores a la reforma
vivían en un territorio común y hablaban un mismo idioma, pero, con todo, no constituían, estricta-
mente hablando, una sola nación, pues, divididos en varios principados sin ninguna ligazón entre sí,
no podían vivir una vida económica común; se pasaron siglos guerreando y arruinándose mutuamen-
te, azuzando unos contra otros a los persas o a los turcos. La unificación efímera y accidental de estos
principados, que a veces conseguía llevar a cabo cualquier rey afortunado, sólo abarcaba, en el mejor
de los casos, las esferas superficiales, las esferas administrativas, y pronto saltaba hecha añicos al cho-
car con los caprichos de los príncipes y la indiferencia de los campesinos. Dada la dispersión econó-
mica de Georgia, no podía ser de otro modo. Georgia no se reveló como nación hasta la segunda mi-
tad del siglo XIX, cuando la caída del régimen de servidumbre y el desarrollo de la vida económica
del país, el desarrollo de las vías de comunicación y el nacimiento del capitalismo establecieron una di-
visión del trabajo entre sus distintas regiones, quebrantaron por completo el aislamiento económico
de los principados y los unieron en un todo.

23
Y lo mismo hay que decir de otras naciones que han pasado por la fase del feudalismo y en cuyo
seno se ha desarrollado el capitalismo.
Tenemos, pues, la comunidad de vida económica, la ligazón económica como una de las particularidades
características de la nación.
Pero tampoco esto es todo. Además de lo dicho, hay que tener en cuenta también las particulari-
dades de la fisonomía espiritual de los hombres unidos en una nación. Las naciones no sólo se distin-
guen unas de otras por sus condiciones de vida, sino también por su fisonomía espiritual, que se ex-
presa en las particularidades de la cultura nacional. En el hecho de que Inglaterra, América del Norte
e Irlanda, aun hablando el mismo idioma, formen, no obstante, tres naciones distintas, desempeña un
papel de bastante importancia la psicología peculiar que se ha ido formando en cada una de estas na-
ciones, de generación en generación, a consecuencia de condiciones de existencia diferentes.
Claro está que, por sí sola, la psicología, o el “carácter nacional”, como otras veces se la llama, es
algo imperceptible para el observador; pero como se expresa en las peculiaridades de la cultura co-
mún a toda la nación, es aprehensible y no puede ser dejada de lado.
Huelga decir que el “carácter nacional” no es algo que exista de una vez para siempre, sino que
cambia con las condiciones de vida; pero, por lo mismo que existe en cada momento dado, imprime
su sello a la fisonomía de la nación.
Tenemos, pues, la comunidad de psicología, reflejada en la comunidad de cultura, como uno de los
rasgos característicos de la nación.
Con esto, hemos señalado todos los rasgos distintivos de una nación.
Nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de
idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura.
Además, de suyo se comprende que la nación, como todo fenómeno histórico, se halla sujeta a la
ley del cambio, tiene su historia, su comienzo y su fin.
Es necesario subrayar que ninguno de los rasgos indicados, tomado aisladamente, es suficiente
para definir la nación. Más aún: basta con que falte aunque sólo sea uno de estos rasgos, para que la
nación deje de serlo.
Podemos imaginarnos hombres de “carácter nacional” común, y, sin embargo, no podremos de-
cir que forman una nación si están desligados económicamente, si viven en territorios distintos, ha-
blan idiomas distintos, etc. Así, por ejemplo, los judíos de Rusia, de Galitzia, de América, de Georgia y
de las montañas del Cáucaso no forman, a juicio nuestro, una sola nación.
Podemos imaginarnos hombres con comunidad de territorio y de vida económica, y, no obstante,
no formarán una nación si entre ellos no existe comunidad de idioma y de “carácter nacional”. Tal es
el caso, por ejemplo, de los alemanes y los letones en la región del Báltico.
Finalmente, los noruegos y los daneses hablan un mismo idioma, pero no forman una sola na-
ción, por no reunir los demás rasgos distintivos.
Sólo la presencia conjunta de todos los rasgos distintivos forma la nación.
Podría pensarse que el “carácter nacional” no es uno de los rasgos distintivos, sino el único rasgo
esencial de la nación, y que todos los demás constituyen, propiamente hablando, condiciones para el
desarrollo de la nación, pero no rasgos de ésta. En este punto de vista se colocan, por ejemplo, los
teóricos socialdemócratas de la cuestión nacional R. Springer y, sobre todo, O. Bauer, conocidos en
Austria.
Examinemos su teoría de la nación.
Según Springer, “la nación es una unión de hombres que piensan y hablan del mismo modo”. Es
“una comunidad cultural de un grupo de hombres contemporáneos, no vinculada con el suelo”.
Así, pues, una “unión” de hombres que piensan y hablan del mismo modo, por muy desunidos
que se hallen unos de otros y vivan donde vivan.
Bauer va todavía más allá.

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“¿Qué es una nación? –pregunta–. ¿Es la comunidad de idioma lo que une a los hombres en una
nación? Pero los ingleses e irlandeses... hablan la misma lengua, y no forman, sin embargo, un solo
pueblo; y los judíos no tienen lengua común alguna, y, sin embargo, forman una nación”.
¿Qué es, pues, una nación?
“La nación es una comunidad relativa de carácter”.
Pero ¿qué es el carácter, y aquí, en este caso, el carácter nacional?
El carácter nacional es la “suma de rasgos que distinguen a los hombres de una nacionalidad de
los de otra, el conjunto de rasgos físicos y espirituales que distinguen a una nación de otra”.
Bauer sabe, naturalmente, que el carácter nacional no cae del cielo; por eso añade:
“El carácter de los hombres no se determina sino por su destino”... “La nación no es más que la
comunidad de destino”, determinada a su vez por “las condiciones en que los hombres producen sus
medios de existencia y distribuyen los productos de su trabajo”.
De este modo, llegamos a la definición más “completa”, según la expresión de Bauer, de la na-
ción.
“Nación es el conjunto de hombres unidos en una comunidad de carácter sobre la base de una
comunidad de destinos”.
Así, pues, una comunidad de carácter nacional sobre la base de una comunidad de destinos, al
margen de todo vínculo obligatorio con una comunidad de territorio, de lengua y de vida económica.
Pero, en este caso, ¿qué queda en pie de la nación? ¿De qué comunidad nacional puede hablarse
respecto a hombres desligados económicamente unos de otros, que viven en territorios diferentes y
que hablan, de generación en generación, idiomas distintos?
Bauer habla de los judíos como de una nación, aunque “no tienen lengua común alguna”; pero
¿qué “comunidad de destinos” y qué vínculos nacionales pueden mediar, por ejemplo, entre judíos ge-
orgianos, daguestanos, rusos y norteamericanos, completamente desligados los unos de los otros, que
viven en diferentes territorios y hablan distintos idiomas?
Indudablemente, los mencionados judíos viven una vida económica y política común con los ge-
orgianos, los daguestanos, los rusos y los norteamericanos, en una atmósfera cultural común, y esto
no puede por menos de imprimir su sello al carácter nacional de estos judíos. Y si en ellos queda algo
de común, es la religión, su mismo origen y algunos vestigios del carácter nacional. Todo esto es indu-
dable. Pero ¿cómo se puede sostener seriamente que unos ritos religiosos fosilizados y unos vestigios
psicológicos que van esfumándose influyan en el “destino” de los mencionados judíos con más fuerza
que la vida económica, social y cultural que los rodea? Y es que sólo partiendo de este supuesto, pue-
de hablarse, en general, de los judíos como de una sola nación.
¿En qué se distingue, entonces, la nación de Bauer de ese “espíritu nacional” místico y que se
basta a sí mismo de los espiritualistas?
Bauer establece un limite infranqueable entre el “rasgo distintivo” de la nación (el carácter nacio-
nal) y las “condiciones” de su vida, separando el uno de las otras. Pero ¿qué es el carácter nacional
sino el reflejo de las condiciones de vida, la condensación de las impresiones recibidas del medio cir-
cundante? ¿Cómo es posible limitarse a no ver más que el carácter nacional, aislándolo y separándolo
del terreno en que brota?
Además, ¿qué era lo que distinguía concretamente la nación inglesa de la norteamericana, a fines
del siglo XVIII y comienzos del XIX, cuando América del Norte se llamaba todavía “Nueva Inglate-
rra”? No era, por cierto, el carácter nacional, pues los norteamericanos eran oriundos de Inglaterra y
habían llevado consigo a América, además de la lengua inglesa, el carácter nacional inglés y, como es
lógico, no podían perderlo tan pronto, aunque, bajo la influencia de las nuevas condiciones, se estaba
formando, seguramente, en ellos su propio carácter. Y, sin embargo, pese a la mayor o menor comuni-
dad de carácter, ya entonces constituían una nación distinta de Inglaterra. Evidentemente, “Nueva In-
glaterra”, como nación, no se diferenciaba entonces de Inglaterra, como nación, por su carácter na-

25
cional especial, o no se diferenciaba tanto por su carácter nacional como por el medio, por las condi-
ciones de vida, distintas de las de Inglaterra.
Está, pues, claro que no existe, en realidad, ningún rasgo distintivo único de la nación. Existe sólo
una suma de rasgos, de los cuales, comparando unas naciones con otras, se destacan con mayor relie-
ve éste (el carácter nacional), aquél (el idioma) o aquel otro (el territorio, las condiciones económicas).
La nación es la combinación de todos los rasgos, tomados en conjunto.
El punto de vista de Bauer, al identificar la nación con el carácter nacional, separa la nación del
suelo y la convierte en una especie de fuerza invisible y que se basta a sí misma. El resultado no es una
nación viva y que actúa, sino algo místico, imperceptible y de ultratumba. Repito, pues, ¿qué nación
judía es ésa, por ejemplo, compuesta por judíos georgianos, daguestanos, rusos, norteamericanos y
otros judíos que no se comprenden entre sí (pues hablan idiomas distintos), viven en distintas partes
del planeta, no se verán jamás unos a otros y no actuarán jamás conjuntamente, ni en tiempos de paz
ni en tiempos de guerra?
No, no es para estas “naciones”, que sólo existen sobre el papel, para las que la socialdemocracia
establece su programa nacional. La socialdemocracia sólo puede tener en cuenta naciones reales, que
actúan y se mueven y, por tanto, obligan a que se las tenga en cuenta.
Bauer, evidentemente, confunde la nación, que es una categoría histórica, con la tribu, que es una
categoría étnica.
Por lo demás, el mismo Bauer se da cuenta, a lo que parece, de la endeblez de su posición. Des-
pués de presentar decididamente en el comienzo de su libro a los judíos como nación, al final del mis-
mo se corrige, afirmando que “la sociedad capitalista no les permite en absoluto (a los judíos) subsistir
como nación”, asimilándolos a otras naciones. La razón reside, según él, en que “los judíos no poseen
un territorio delimitado de colonización”, mientras que los checos, por ejemplo, que según Bauer de-
ben conservarse como nación, tienen ese territorio. En una palabra: la causa está en la ausencia de te-
rritorio.
Argumentando así, Bauer quería demostrar que la autonomía nacional no puede ser una reivindi-
cación de los obreros judíos, pero al mismo tiempo ha refutado sin querer su propia teoría, que niega
la comunidad de territorio como uno de los rasgos distintivos de la nación.
Pero Bauer va más allá. Al comienzo de su libro declara resueltamente que “los judíos no tienen
lengua común alguna, y, sin embargo, forman una nación”. Y apenas al llegar a la página 130 cambia
de frente, declarando no menos resueltamente: “Es indudable que no puede existir una nación sin un
idioma común”.
Aquí Bauer quería demostrar que “el idioma es el medio más importante de relación entre los
hombres” pero al mismo tiempo ha demostrado, sin darse cuenta, algo que no se proponía demos-
trar, a saber: la inconsistencia de su propia teoría de la nación, que niega la importancia de la comuni-
dad de idioma.
Así se refuta a sí misma esta teoría, hilvanada con hilos idealistas.

2. El movimiento nacional
La nación no es simplemente una categoría histórica, sino una categoría histórica de una determi-
nada época, de la época del capitalismo ascensional. El proceso de liquidación del feudalismo y de de-
sarrollo del capitalismo es, al mismo tiempo, el proceso en que los hombres se constituyen en nacio-
nes. Así sucede, por ejemplo, en la Europa Occidental. Los ingleses, los franceses, los alemanes, los
italianos, etc. se constituyeron en naciones bajo la marcha triunfal del capitalismo victorioso sobre el
fraccionamiento feudal.
Pero allí, la formación de naciones significaba, al mismo tiempo, su transformación en Estados
nacionales independientes. Las naciones inglesa, francesa, etc. son, al mismo tiempo, los Estados in-
glés, etc. El caso de Irlanda, que queda al margen de este proceso, no cambia el cuadro general.

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En la Europa Oriental, las cosas ocurren de un modo algo distinto. Mientras que en el Oeste las
naciones se desarrollan en Estados, en el Este se forman Estados multinacionales, Estados integrados
por varias nacionalidades. Tal es el caso de Austria-Hungría y de Rusia. En Austria, los más desarrolla-
dos en el sentido político resultaron ser los alemanes, y ellos asumieron la tarea de unificar las nacio-
nalidades austriacas en un Estado. En Hungría, los más aptos para la organización estatal resultaron
ser los magiares –el núcleo de las nacionalidades húngaras–, y ellos fueron los unificadores de Hun-
gría. En Rusia, asumieron el papel de unificadores de las nacionalidades los grandes rusos, a cuyo
frente estaba una potente y organizada burocracia militar aristocrática formada en el transcurso de la
historia.
Así ocurrieron las cosas en el Este.
Este modo peculiar de formación de Estados sólo podía tener lugar en las condiciones de un
feudalismo todavía sin liquidar, en las condiciones de un capitalismo débilmente desarrollado, en que
las nacionalidades relegadas a segundo plano no habían conseguido aún consolidarse económicamen-
te como naciones integrales.
Pero el capitalismo comienza a desarrollarse también en los Estados del Este. Se desarrollan el
comercio y las vías de comunicación. Surgen grandes ciudades. Las naciones se consolidan económi-
camente. Irrumpiendo en la vida apacible de las nacionalidades postergadas, el capitalismo las hace
agitarse y las pone en movimiento. El desarrollo de la prensa y el teatro, la actuación del Reichsrat (en
Austria) y de la Duma (en Rusia) contribuyen a reforzar los “sentimientos nacionales”. Los intelectua-
les que surgen en las nacionalidades postergadas se penetran de la “idea nacional” y actúan en la mis-
ma dirección.
Pero las naciones postergadas que despiertan a una vida propia, ya no se constituyen en Estados
nacionales independientes: tropiezan con la poderosísima resistencia que les oponen las capas dirigen-
tes de las naciones dominantes, las cuales se hallan desde hace largo tiempo a la cabeza del Estado.
¡Han llegado tarde!...
Así se constituyeron como nación los checos, los polacos, etc. en Austria; los croatas, etc. en
Hungría; los letones, los lituanos, los ucranianos, los georgianos, los armenios, etc. en Rusia. Lo que
en la Europa Occidental era una excepción (Irlanda) se convierte en regla en el Este.
En el Oeste, Irlanda contestó a su situación excepcional con un movimiento nacional. En el Este,
las naciones que habían despertado tenían que hacer lo mismo.
Así fueron creándose las circunstancias que empujaron a la lucha a las naciones jóvenes de la Eu-
ropa Oriental.
La lucha comenzó y se extendió, en rigor, no entre las naciones en su conjunto, sino entre las cla-
ses dominantes de las naciones dominadoras y de las naciones postergadas. La lucha la libran, general-
mente, la pequeña burguesía urbana de la nación oprimida contra la gran burguesía de la nación domi-
nadora (los checos y los alemanes), o bien la burguesía rural de la nación oprimida contra los
terratenientes de la nación dominante (los ucranianos en Polonia), o bien toda la burguesía “nacional”
de las naciones oprimidas contra la aristocracia gobernante de la nación dominadora (Polonia, Litua-
nia y Ucrania, en Rusia).
La burguesía es el principal personaje en acción.
El problema fundamental para la joven burguesía es el mercado. Dar salida a sus mercancías y sa-
lir vencedora en su competencia con la burguesía de otra nacionalidad: he ahí su objetivo. De aquí su
deseo de asegurarse “su” mercado, un mercado “propio”. El mercado es la primera escuela en que la
burguesía aprende el nacionalismo.
Pero, generalmente, la cosa no se limita al mercado. En la lucha se mezcla la burocracia semifeu-
dal-semiburguesa de la nación dominante con sus métodos de “agarrar y no soltar”. La burguesía de
la nación dominadora –lo mismo da que se trate de la gran burguesía o de la pequeña– obtiene la po-
sibilidad de deshacerse “más rápida” y “más resueltamente” de su competidor. Las “fuerzas” se unifi-

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can, y se empieza a adoptar toda una serie de medidas restrictivas contra la burguesía “alógena”, medi-
das que se convierten en represiones. La lucha pasa de la esfera económica a la esfera política. Limita-
ción de la libertad de movimiento, trabas al idioma, restricción de los derechos electorales, reducción
de escuelas, trabas a la religión, etc., etc. llueven sobre la cabeza del “competidor”. Naturalmente, estas
medidas no sirven sólo a los intereses de las clases burguesas de la nación dominadora, sino también a
los objetivos específicos de casta, por decirlo así, de la burocracia gobernante. Pero, desde el punto de
vista de los resultados, esto es absolutamente igual: las clases burguesas y la burocracia se dan la mano
en este caso, ya se trate de Austria-Hungría o de Rusia.
La burguesía de la nación oprimida, que se ve acosada por todas partes, se pone, naturalmente, en
movimiento. Apela a “los de abajo de su país” y comienza a clamar acerca de la “patria”, haciendo pa-
sar su propia causa por la causa de todo el pueblo. Recluta para sí un ejército entre sus “compatriotas”
en interés... de la “patria”. “Los de abajo” no siempre permanecen sordos a sus llamadas, y se agrupan
en torno a su bandera: la represión de arriba les afecta también a ellos, provocando su descontento.
Así comienza el movimiento nacional.
La fuerza del movimiento nacional está determinada por el grado en que participan en él las ex-
tensas capas de la nación, el proletariado y los campesinos.
Que el proletariado se coloque bajo la bandera del nacionalismo burgués, depende del grado de
desarrollo de las contradicciones de clase, de la conciencia y de la organización del proletariado. El
proletariado consciente tiene su propia bandera, ya probada, y no necesita marchar bajo la bandera de
la burguesía.
En cuanto a los campesinos, su participación en el movimiento nacional depende, ante todo, del
carácter de la represión. Si la represión afecta a los intereses de la “tierra”, como ocurría en Irlanda, las
grandes masas campesinas se colocan inmediatamente bajo la bandera del movimiento nacional.
Por otra parte, si en Georgia, por ejemplo, no existe un nacionalismo anti-ruso más o menos se-
rio, es, sobre todo, porque allí no hay terratenientes rusos ni una gran burguesía rusa que pudieran dar
pábulo a este nacionalismo en las masas. En Georgia hay un nacionalismo anti-armenio, pero es por-
que allí existe además una gran burguesía armenia que, al batir a la pequeña burguesía georgiana, aun
débil, empuja a ésta al nacionalismo anti-armenio.
Con sujeción a estos factores, el movimiento nacional o asume un carácter de masas, creciendo
más y más (Irlanda Galitzia), o se convierte en una serie de pequeñas colisiones que degeneran en es-
cándalos y en una “lucha” por cuestiones de rótulos (como en algunos pueblos de Bohemia).
El contenido del movimiento nacional no puede, naturalmente, ser el mismo en todas partes: está
determinado íntegramente por las distintas reivindicaciones que presenta el movimiento. En Irlanda,
este movimiento tiene un carácter agrario; en Bohemia, gira en torno al “idioma”; en unos sitios, re-
clama igualdad de derechos civiles y libertad de cultos; en otros, “sus propios” funcionarios o su pro-
pia Dieta. En las diversas reivindicaciones se traslucen, frecuentemente, los diversos rasgos que carac-
terizan a una nación en general (el idioma, el territorio, etc.). Merece notarse que no se encuentra en
parte alguna la reivindicación de ese “carácter nacional” de Bauer, que lo abarca todo. Y es lógico: por
sí solo, el “carácter nacional” es inaprehensible, y, como observa acertadamente J. Strasser, “con él no
hay nada que hacer en la política”.
Tales son, a grandes rasgos, las formas y el carácter del movimiento nacional
Por lo expuesto se ve claramente que, bajo el capitalismo ascensional, la lucha nacional es una lucha
entre las clases burguesas. A veces, la burguesía consigue arrastrar al proletariado al movimiento na-
cional, y entonces exteriormente parece que en la lucha nacional participa “todo el pueblo”, pero eso
sólo exteriormente. En su esencia, esta lucha sigue siendo siempre una lucha burguesa, conveniente y
grata principalmente para la burguesía.
Pero de aquí no se desprende, ni mucho menos, que el proletariado no deba luchar contra la polí-
tica de opresión de las nacionalidades.

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La restricción de la libertad de movimiento, la privación de derechos electorales, las trabas al idio-
ma, la reducción de las escuelas y otras medidas represivas afectan a los obreros en grado no menor, si
no es mayor, que a la burguesía. Esta situación no puede por menos de frenar el libre desarrollo de las
fuerzas espirituales del proletariado de las naciones sometidas. No se puede hablar seriamente del ple-
no desarrollo de las facultades espirituales del obrero tártaro o judío, cuando no se le permite servirse
de su lengua materna en las asambleas o en las conferencias y cuando se le cierran las escuelas.
La política de represión nacionalista es también peligrosa en otro aspecto para la causa del prole-
tariado. Esta política desvía la atención de extensas capas del mismo de las cuestiones sociales, de las
cuestiones de la lucha de clases hacia las cuestiones nacionales, hacia las cuestiones “comunes” al pro-
letariado y a la burguesía. Y esto crea un terreno favorable para las prédicas mentirosas sobre la “ar-
monía de intereses”, para velar los intereses de clase del proletariado, para esclavizar moralmente a los
obreros. De este modo, se levanta una seria barrera ante la unificación de los obreros de todas las na-
cionalidades. Si hasta hoy una parte considerable de los obreros polacos permanece bajo la esclavitud
moral de los nacionalistas burgueses, si hasta hoy se mantiene al margen del movimiento obrero inter-
nacional, es, principalmente, porque la secular política anti-polaca de los “investidos de Poder” crea un
terreno favorable para esta esclavitud y entorpece la liberación de los obreros de la misma.
Pero la política de represión no se detiene aquí. Del “sistema” de opresión pasa no pocas veces al
“sistema” de azuzamiento de unas naciones contra otras, al “sistema” de matanzas y pogromos. Natural-
mente, este último sistema no es posible siempre ni en todas partes, pero allí donde es posible –cuando
no se cuenta con las libertades elementales– toma no pocas veces proporciones terribles, amenazando
con ahogar en sangre y en lágrimas la unión de los obreros. El Cáucaso y el Sur de Rusia nos dan no po-
cos ejemplos de esto. “Divide e impera”: he ahí el objetivo de la política de azuzamiento. Y en cuanto
esta política tiene éxito, representa un mal tremendo para el proletariado, un obstáculo formidable que
se levanta ante la unión de los obreros de todas las nacionalidades que integran el Estado.
Pero los obreros están interesados en la fusión completa de todos sus camaradas en un ejército
internacional único, en su rápida y definitiva liberación de la esclavitud moral a que la burguesía los
somete, en el pleno y libre desarrollo de las fuerzas espirituales de sus hermanos, cualquiera que sea la
nación a que pertenezcan.
Por eso, los obreros luchan y lucharán contra todas las formas de la política de opresión de las
naciones, desde las más sutiles hasta las más burdas, al igual que contra todas las formas de la política
de azuzamiento de unas naciones contra otras.
Por eso, la socialdemocracia de todos los países proclama el derecho de las naciones a la autode-
terminación.
El derecho de autodeterminación significa que sólo la propia nación tiene derecho a determinar
sus destinos, que nadie tiene derecho a inmiscuirse por la fuerza en la vida de una nación, a destruir sus
escuelas y demás instituciones, a atentar contra sus hábitos y costumbres, a poner trabas a su idioma, a
restringir sus derechos.
Esto no quiere decir, naturalmente, que la socialdemocracia vaya a apoyar todas y cada una de las
costumbres e instituciones de una nación. Luchando contra la violencia ejercida sobre las naciones,
sólo defenderá el derecho de la nación a determinar por sí misma sus destinos, emprendiendo al mis-
mo tiempo campañas de agitación contra las costumbres y las instituciones nocivas de esta nación,
para dar a las capas trabajadoras de dicha nación la posibilidad de liberarse de ellas.
El derecho de autodeterminación significa que la nación puede organizarse conforme a sus dese-
os. Tiene derecho a organizar su vida según los principios de la autonomía. Tiene derecho a entrar en
relaciones federativas con otras naciones. Tiene derecho a separarse por completo. La nación es sobe-
rana, y todas las naciones son iguales en derechos.
Eso, naturalmente, no quiere decir que la socialdemocracia vaya a defender todas las reivindica-
ciones de una nación, sean cuales fueren. La nación tiene derecho incluso a volver al viejo orden de

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cosas, pero esto no significa que la socialdemocracia haya de suscribir este acuerdo de tal o cual insti-
tución de una nación dada. El deber de la socialdemocracia, que defiende los intereses del proletaria-
do, y los derechos de la nación, integrada por diversas clases, son dos cosas distintas.
Luchando por el derecho de autodeterminación de las naciones, la socialdemocracia se propone
como objetivo poner fin a la política de opresión de las naciones, hacer imposible esta política y, con
ello, minar las bases de la lucha entre las naciones, atenuarla, reducirla al mínimo.
En esto se distingue esencialmente la política del proletariado consciente de la política de la bur-
guesía, que se esfuerza por ahondar y fomentar la lucha nacional, por prolongar y agudizar el movi-
miento nacional.
Por eso, precisamente, el proletariado consciente no puede colocarse bajo la bandera “nacional”
de la burguesía.
Por eso, precisamente, la política llamada “evolutivo-nacional”, propuesta por Bauer, no puede
ser la política del proletariado. El intento de Bauer de identificar su política “evolutivo-nacional” con
la política “de la clase obrera moderna” es un intento de adaptar la lucha de clase de los obreros a la
lucha de las naciones.
Los destinos del movimiento nacional, que es en sustancia un movimiento burgués, están natural-
mente vinculados a los destinos de la burguesía. La caída definitiva del movimiento nacional sólo es
posible con la caída de la burguesía. Sólo cuando reine el socialismo se podrá instaurar la paz comple-
ta. Lo que sí se puede, incluso dentro del marco del capitalismo, es reducir al mínimo la lucha nacio-
nal, minarla en su raíz, hacerla lo más inofensiva posible para el proletariado. Así lo atestiguan aunque
sólo sean los ejemplos de Suiza y Norteamérica. Para ello es necesario democratizar el país y dar a las
naciones la posibilidad de desarrollarse libremente.
[...]
Viena, enero de 1913

1.4. La idea de nación y las transformaciones del capitalismo (E. Terray)

El debate entre partidarios y adversarios de la emancipación de las minorías nacionales en Francia


toma generalmente la siguiente forma: los participantes aceptan en primer lugar una definición gene-
ral y abstracta de nación. Esta definición resulta de asociar varios rasgos o caracteres, que se convier-
ten por tanto en criterios de la existencia de la nación: según estén o no presentes en la realidad social
que se considera, ésta constituye o no constituye una nación. La discusión versa, por tanto, sobre la
presencia o ausencia de los rasgos o caracteres que se han considerado pertinentes; cuando se desea
darle una dimensión histórica, se plantea su existencia en el pasado, las razones que han provocado su
actual desaparición y las probabilidades de su futura reaparición.
Quisiera poner de manifiesto que, por una parte, un debate que se ha iniciado de esta forma no
tiene ninguna posibilidad de llegar a conclusiones convincentes y, por otra parte, que los marxistas co-
meterían un grave error si aceptaran el debate en este terreno.
A lo largo de un siglo de controversias sobre la “cuestión nacional”, han surgido numerosas defi-
niciones de nación, conformándose todas ellas al modelo que antes hemos citado. Una de las más sa-
tisfactorias es, sin lugar a dudas, la de Stalin: “Nación es una comunidad estable, históricamente for-
mada, de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad
de cultura”. Por tanto, la utilizaremos como ejemplo en nuestra tesis.
Su génesis es perfectamente clara. Stalin tiene ante sí un cierto número de conjuntos sociales con-
cretos –Rusia, Alemania, Francia– a los que todo el mundo coincide en reconocer que forman nacio-
nes. Entonces hace el inventario de los rasgos que constituyen estos conjuntos, y sobre este inventario
efectúa una elección, separando lo principal de lo secundario, lo esencial de lo accesorio. Al finalizar

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esta elección, subsisten un determinado número de rasgos cuya asociación define la nación. Por tanto,
se trata de un procedimiento típicamente empirista, que no evita ninguno de los escollos característi-
cos de este tipo de procedimiento:
- Como debe ser, los rasgos conservados son independientes unos de otros; ninguno de entre
ellos implica necesariamente el otro, ni contiene al otro. Pero por ello mismo su asociación es arbitra-
ria; y es igualmente arbitrario el número de rasgos conservados: sólo puede justificarse con ayuda de
argumentos que, a fin de cuentas, nos remiten a la insuperable oposición entre extensión y compre-
hensión;
- El procedimiento implica una identificación a priori de lo que es esencial y de lo que es común:
lo que es esencial en el concepto de nación, es lo que es común a todas las naciones. ¿Y si precisa-
mente lo esencial de la nación residiera en su diferencia, en su particularidad? El antiguo debate sobre
“naturaleza y cultura” debería ponernos sobre aviso...
Al ser arbitrario el número de rasgos conservados, se plantean inmediatamente problemas de
fronteras insolubles. “Es necesario subrayar, dice Stalin, que ninguno de los rasgos distintivos indica-
dos, tomado aisladamente, es suficiente para definir la nación. Más aún: basta con que falte aunque
sólo sea uno de estos signos distintivos, para que la nación deje de ser una nación... Sólo la existencia
de todos los rasgos distintivos, en conjunto, forma la nación.” Stalin conservó siete criterios: ¿qué se
hace con los grupos que sólo satisfacen seis de estos criterios? En tal caso, vemos proliferar por lo ge-
neral las cuasinaciones, o bien, entre aquellos que tienen una mente historiadora, las protonaciones y
las postnaciones. Las dificultades empiezan cuando es necesario precisar el exacto alcance de esta dis-
tinción entre la nación y sus embriones o sus supervivencias...
Este problema de fronteras no es solamente un problema lógico; se plantea de forma muy con-
creta en el momento en que se intentan señalar sobre el terreno los límites del conjunto nacional. Sur-
ge entonces una dificultad que los antropólogos que han intentado definir y aislar la etnia que habían
escogido como objeto de investigación conocen perfectamente : cada uno de los rasgos conservados
define un área concreta, pero estas áreas sólo coinciden de forma excepcional; los distintos cortes que
se obtienen considerando sucesivamente la lengua, las costumbres, las creencias, las instituciones polí-
ticas, etc., no coinciden entre sí; y la etnia aparece como un núcleo rodeado de una nebulosa, en el
seno de la cual no puede ser determinado ningún umbral.
Por tanto, el procedimiento empirista levanta toda una serie de problemas cuyo carácter común
es que son indecidibles: Pero arrastra consigo otras consecuencias mucho más graves, en particular para
los marxistas.
Efectivamente, intenta separar la esencia de la nación, pero por ello mismo conduce a definir la
nación como una esencia. En todas las épocas de la historia han existido conjuntos sociales que satis-
facían las exigencias planteadas por Stalin: se deduce entonces el carácter permanente y transhistórico
de la nación en tanto que forma o marco de la existencia social. El único problema entonces es el de
saber cómo y en qué condiciones unos grupos sociales concretos consiguen realizar esta esencia, con-
siguen convertirla de potencia en acto. Ahora bien, ante los que definen una definición empirista de la
nación, para que un grupo social sea una nación, basta y sobra con que presente los n rasgos que se
han considerado pertinentes. Si un grupo que presente estos n rasgos no consigue, a pesar de todo,
constituirse en la escena de la historia como nación independiente o realizada, sólo puede explicarse
por la intervención de otra nación que abusa de la primera y le impide acceder a una existencia plena.
Por tanto, la historia de todas las naciones comprende dos etapas: en un primer momento, se for-
man los grupos que progresivamente van adquiriendo los rasgos constitutivos de la nación. Este pro-
ceso de formación se analiza en migraciones de población, en interpenetraciones lingüísticas, en ós-
mosis culturales, etc. En muchos casos se pierde en la noche de los tiempos. Cuando termina –
cuando se han satisfecho todos los criterios– surge la nación, por lo menos a título de nación en po-

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tencia; y la nación en potencia es necesariamente real, a menos que otra nación se lo impida. Sin em-
bargo, en cualquier caso, lo es, incluso si su existencia depende de las interacciones entre naciones.
Las concepciones de este tipo son las que, implícitamente, sostienen en general los argumentos de
los defensores no-marxistas de las minorías nacionales. Puede verse inmediatamente lo que tienen de
inaceptable para un marxista: la cuestión nacional se convierte en el problema de la encarnación de una
entidad intemporal; se plantea al margen de cualquier referencia a la existencia y a la lucha de clases.
Una primera forma de romper con este esquematismo consiste en reintroducir en la definición
de nación la distinción de los factores objetivos y de los factores subjetivos; y en caracterizar de forma
dialéctica la interacción de estos factores. Se puede tomar en este caso como hilo conductor la manera
con que Marx analiza la formación de la clase obrera, y la oposición entre clase en sí y clase para sí.
En un primer momento, la clase se define por el lugar que ocupa en el seno de un determinado siste-
ma de relaciones de producción. Pero esta definición objetiva sólo define la clase en sí; quedarse en
este punto equivale a caer en el economicismo. La clase para sí, la clase como fuerza política, sólo se
constituye en y por la lucha de clases y la memoria que la clase conserva de estas luchas. La situación
objetiva de la clase –en el caso de la clase obrera, su situación de explotación– sólo engendra por sí
sola lo que se puede llamar instinto de clase, una revuelta inmediata contra la condición que se le ha
dado. Este instinto de clase está en el origen de un determinado número de luchas, que primero fue-
ron aisladas, fragmentarias, episódicas. La multiplicación y la generalización de estas luchas y la acu-
mulación de las experiencias que van unidas a las mismas constituyen la verdadera consciencia de cla-
se, y transforma la clase en fuerza capaz de tener iniciativa histórica. Naturalmente, los caracteres
objetivos de la clase condicionan la posibilidad y las formas de esta transformación, y asignan a dicha
transformación unos límites determinados. Pero en este caso se trata de condiciones necesarias, y no
de condiciones suficientes.
Igualmente podría decirse que los rasgos enumerados por Stalin permiten una definición objetiva
de nación. Pero la reunión de un determinado número de particularidades objetivas –en el plano de la
lengua, la cultura, las instituciones– sólo engendra lo que podríamos llamar instinto nacional, un vago
sentimiento de copertenencia al mismo conjunto. Para que este sentimiento se convierta en conscien-
cia nacional, es necesario que el grupo como tal emprenda luchas donde se forjen a la vez su unidad y
su identidad.
Sin embargo, es necesario ir más lejos, y precisar la naturaleza de estas luchas en las que se forma
la consciencia nacional. ¿Se trata de luchas contra otras naciones? En este caso, nuestro análisis de la
génesis de la nación sería rigurosamente circular, y volveríamos a caer en el esquema esencialista que
hemos criticado antes. Por otra parte, hemos situado paralelamente el proceso de constitución de la
nación y el de la constitución de la clase. Pero esta analogía no resuelve tampoco el problema central,
que es el de la articulación entre estos dos procesos. Si toda la historia hasta nuestros días es en última
instancia la historia de la lucha de clases, es preciso que la formación de las clases determine de una
forma u otra la de las naciones.
Nos limitaremos a hacer algunas observaciones de sentido común y recordar algunas cosas ele-
mentales. En una sociedad dividida en clases, la nación, en tanto que conjunto territorialmente defini-
do, es necesariamente un conjunto interclases, un grupo social en el que coexisten varias clases. Algu-
nas de estas clases son aliadas, otras son antagónicas. ¿Cómo definir entonces la relación que existe
entre la existencia de una comunidad nacional y el hecho de este antagonismo entre las clases que la
componen? ¿Es simplemente la nación el lugar donde se produce este antagonismo, el espacio donde
se libran las batallas entre las clases, o bien constituye una especie de comunidad superior, una especie
de género en relación al cual las divergencias entre clases sólo serían diferencias de especies?
Una observación histórica quizá nos permitirá resolver o superar esta cuestión. No retornaremos
a las condiciones en las cuales se formaron los Estados-naciones en el siglo XIX, ni a las exigencias
económicas que provocaron esta formación: supresión de los particularismos y privilegios locales,

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formación de un mercado interior homogéneo, libre circulación de la mano de obra y de los produc-
tos, delimitación de un espacio protegido en el seno del cual el capitalismo industrial pudo desarrollar-
se al abrigo de la competencia. Pero, ¿cuál fue el agente de este proceso histórico? Un bloque de clases
que unía a los campesinos, la pequeña burguesía y el proletariado naciente, bajo la dirección de la gran
burguesía industrial y comercial. Ahora bien, desde la Revolución francesa, es precisamente este blo-
que de clases el que constituye la nación, y no la nación en cuanto conjunto objetivo, sino la nación en
cuanto fuerza histórica. La coalición de clases que apoyan la revolución francesa piensa su unidad en
la idea de Nación; al mismo tiempo la Nación, en tanto que fuerza histórica, saca su existencia y su ca-
pacidad de iniciativa de la existencia y de la capacidad de iniciativa de esta coalición de clases.
Dicho de otra forma: la nación, como fuerza histórica, no coincide con la nación como conjunto
objetivo. La primera nace de la escisión, del estallido de la segunda. Desde 1792, el rey y los nobles no
forman parte de la nación o, más precisamente, la Nación nace de su exclusión. En este sentido, no
puede haber Nación sin emigrados y sin traidores. La nación como conjunto objetivo es un conglo-
merado de clases; pero la nación como histórica nace cuando en el seno de este conglomerado se for-
man dos campos, de los cuales uno designa al otro como “agente del extranjero”. El término Nación
evoca por tanto una cierta alianza de clases, y caracteriza igualmente la forma de consciencia social en
la cual esta alianza refleja su existencia y su unidad. […]
En realidad, la propia evolución del capitalismo confiere hoy a la reivindicación nacional un con-
tenido totalmente distinto que el que tuvo en el pasado, un contenido que está apareciendo ya como
netamente progresista.
También en este caso nos contentaremos con dar algunas indicaciones muy sumarias al respecto:
- El desarrollo del capitalismo va acompañado de un correspondiente desarrollo de las desigual-
dades, no sólo entre países, sino también entre regiones de un mismo país. A este respecto, sería ab-
surdo fetichizar las fronteras políticas existentes: los mecanismos del desarrollo de las desigualdades
son fundamentalmente los mismos, tanto si se producen entre dos países como en el interior de un
mismo país. Conocemos el principio de estos mecanismos: el capital se contenta en sus orígenes con
asentar en determinadas ramas y en determinadas zonas o regiones lo que Marx llama su dominación
“formal”. Establece su control sobre la producción a todo lo largo de la rama o de la zona, sin trans-
formar sin embargo las condiciones materiales de esta producción, las fuerzas productivas puestas en
acción, la organización del trabajo, etc. Las razones de esta abstención pueden ser muy diversas : pue-
de tratarse de ramas o de zonas refractarias a la producción capitalista propiamente dicha, porque la
rentabilidad del capital invertido sería demasiado aleatoria o insuficiente; el capital puede intentar es-
quivar los riesgos políticos que implica su total desarrollo, es decir, la formación de un auténtico pro-
letariado, etc. Sean cuales sean las razones, las consecuencias siempre son las mismas: lo que se obser-
va en estas ramas o zonas, dice Marx: “es la producción capitalista, pero sin las ventajas que trae
consigo el desarrollo de las formas sociales del trabajo y de las fuerzas productivas que de ello
resulta”. Mas precisamente, cuando Marx analiza la pequeña explotación campesina ya subordinada al
modo de producción capitalista, pero trabajando todavía según los métodos heredados de los anterio-
res modos de producción, dice : “Los inconvenientes del modo capitalista de producción que hace
depender al productor del precio dinero de su producto se superponen en este caso con los inconve-
nientes resultantes del desarrollo imperfecto de este modo de producción”. En este sentido, podemos
hablar, para estas ramas o regiones, de una doble explotación de los trabajadores: la explotación capi-
talista se combina en este caso con formas anteriores de extorsión del sobretrabajo, que el capital to-
davía no ha podido hacer desaparecer.
Para un determinado grado de desarrollo de las fuerzas productivas, una rama de la producción
puede ser refractaria a la producción capitalista: los capitales invertidos en esta rama no serán suscep-
tibles de producir la ganancia media. Pero en una época ulterior, el descenso de la tasa de ganancia o
la puesta en acción de nuevas fuerzas productivas pueden hacer cambiar esta situación: entonces el ca-

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pital se adueña de esta rama que hasta aquel momento se había contentado con dominar formalmen-
te; introduce en la misma capitales que provienen bien de otras ramas que ya domina de hecho, bien
de la plusvalía que en el anterior período había obtenido de esta rama. De este modo, poco a poco, el
capital conquista todas las esferas de la producción.
Pero la analogía entre región y rama no va más allá. Como ha demostrado perfectamente Samir
Amin, cuando se trata de una región, los “retrasos” en que se incurrió en un principio son, en el mar-
co de un sistema capitalista, acumulativos e irreversibles. La constitución de un polo autónomo de de-
sarrollo capitalista exige un desarrollo simultáneo y combinado de la producción capitalista en varias
ramas de la producción, entre las que se debe encontrar el sector de producción de medios de pro-
ducción. Pero este desarrollo sólo es posible a su vez si la región interesada dispone de un mínimo de
capital inicial, mínimo que va creciendo con el desarrollo de las fuerzas productivas a escala mundial.
Ahora bien, si ni siquiera posee este mínimo, las plusvalías que ha producido en el anterior período
habrán sido drenadas por los centros capitalistas ya constituidos. Entonces puede intentar importar
capitales; pero tanto la experiencia como la teoría nos demuestran que lo que en estas condiciones se
crea no es un polo autónomo de desarrollo capitalista, sino un agregado de elementos desarticulados
que no tienen ninguna cohesión entre sí y toda su existencia y su sentido dependerá de los intereses y
de las necesidades del centro del que han venido los capitales; al lado de estos elementos subsisten
además amplios sectores en los que la dominación formal del capital continúa ejerciéndose : son
aquellos que, por una u otra razón, ya sea económica o política, no interesan directamente al capital.
Puede también intentar sacarlo de su propio fondo, pero esto supone que debe protegerse de la in-
fluencia del mercado mundial: las ineluctables dificultades unidas a la falta de infraestructuras materia-
les y sociales y a las deficiencias en materia de formación no permitirían a un nuevo polo afrontar de
entrada la competencia de los polos más antiguos. Pero suponiendo que esta ruptura pueda llegar a
realizarse –a pesar de todas las dificultades económicas y políticas que la acompañan– ¿puede conce-
birse un desarrollo capitalista en estas condiciones? Para ello sería necesario que los capitalistas nacio-
nales aceptaran contentarse durante un período indeterminado, pero sin lugar a dudas bastante largo,
con una tasa de ganancia inferior a la tasa media general, lo que contradice la misma naturaleza del ca-
pital. Las experiencias de “capitalismo nacional” que se intentaron en África a partir de 1960 –volve-
remos a hablar del tema– son concluyentes a este respecto: a medida que se iban formando, los capi-
tales nacionales se fueron evadiendo hacia los centros capitalistas, donde encuentran una mayor
rentabilidad y seguridad. Dicho con otras palabras, en la actualidad, para romper con el mercado
mundial, hay que romper también con el capitalismo.
A escala mundial, al finalizar el siglo XIX Japón pudo beneficiarse de un período en el que el
mercado mundial todavía no estaba integrado y en el que las inversiones iniciales necesarias para la
puesta en marcha eran todavía relativamente modestas. Pero, después de él, se cerró la puerta y, según
parece, de forma definitiva. A escala nacional, en una fecha ciertamente mucho más reciente, pero que
sin embargo es difícil precisar, la puerta se cerró de la misma manera: y en el marco capitalista algunas
regiones parecen estar ya condenadas al papel de reserva de paisajes para los turistas y de mano de
obra para el capital.
En resumen, las probabilidades de constitución de nuevos polos autónomos de desarrollo capita-
lista son cada vez más débiles; por otra parte, debido a la creciente integración del mercado mundial,
los polos autónomos existentes pierden poco a poco su autonomía, y son absorbidos progresivamen-
te por los centros más importantes: entre estos polos, los mecanismos de concentración capitalista
operan del mismo modo que entre las empresas de una rama o de un país. Esta doble tendencia trae
consigo una consecuencia capital en el piano social: la ineluctable desaparición, al margen de los gran-
des centros que dominan el universo capitalista, de lo que ha venido en llamarse la burguesía nacional.
El término burguesía nacional comprende aquí los embriones de burguesía que han podido for-
marse en el marco de la dominación formal del capital y, por otra parte, las categorías de distintos orí-

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genes que aspiran a jugar un papel económico y político –el que corresponde a la burguesía– en un
determinado país.
Por tanto, no se aplica a la burguesía de las metrópolis imperialistas, a pesar de que a menudo se
puede distinguir en el seno de la misma un ala nacional y un ala “cosmopolita”. Definida de este modo,
la burguesía nacional ve cómo, poco a poco, desaparecen las bases materiales de su autonomía, e incluso
de su existencia. En la actualidad, parece como si muchas burguesías nacionales pudieran seguir benefi-
ciándose de una amplia autonomía; pero nadie debe ilusionarse con esta apariencia: disfrutan de esta au-
tonomía gracias a los antagonismos que enfrentan a los grandes centros, y que permiten a un tercero de-
sempeñar entre estos centros un sabio juego de equilibrio. Pero basta con que intervenga un acuerdo
entre los centros, aunque sea provisional, para que esta autonomía desaparezca rápidamente.
De hecho, en la actualidad, las burguesías nacionales no tienen ningún futuro que les pertenezca;
no pueden esperar sobrevivir y prosperar sino en la medida en que se transformen en burguesías compradoras,
en agentes locales de la burguesía de los grandes centros capitalistas.
[…]

En J. Stalin, El marxismo y la cuestión nacional, Barcelona, Anagrama, 1977.

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2. La Revolución Rusa y el lenguaje
2.1. Octubre del 17 y la fuerza de las palabras (F. Gadet y M. Pêcheux)

Todo proceso revolucionario afecta también el espacio de la lengua: 1789, 1870, 1917... esas fe-
chas históricas corresponden a momentos privilegiados para el lenguaje: la instauración del francés
nacional, el “cambio de forma” de la métrica francesa tradicional introducido por Rimbaud, y el surgi-
miento de “vanguardias” literarias, poéticas y lingüísticas, en el campo del Octubre ruso.
Todo cambio social va acompañado de una especie de “dispersión anagramática” (Baudrillard), lo
que constituye un funcionamiento espontáneo de las leyes lingüísticas del valor: las masas “toman la
palabra” y una profusión de innovaciones, neologismos y transcategorizaciones sintácticas inducen en
la lengua un gigantesco “movimiento”, comparable al que realizan los poetas, en minúsculo.
Ese trabajo de la lengua tomó en d Octubre ruso de 1917 su forma moderna mayúscula dentro
de una máxima proximidad entre la revolución, la literatura y la reflexión lingüística. A partir del epi-
centro de Octubre, una onda de choque atravesó Europa y marcó la era del imperialismo y de las re-
voluciones proletarias: el comienzo del socialismo, pero también la subida latente y la generalización
(tras la guerra de 1914-1918) de ese nuevo tipo de maquinada, cuyos mecanismos se habían formado
durante el siglo XIX, y que constituye la forma-Estado contemporánea.
Esta onda de choque, cuyas repercusiones contradictorias sentimos hoy a nivel mundial en el si-
glo XX que llega a su fin, afecta también la reflexión sobre la lengua: los años sesenta y setenta han
visto florecer una serie de estudios que auscultan las relaciones de correspondencia y los encuentros
abortados entre los formalistas rusos y los dos Saussure y también entre las luchas revolucionarias, las
políticas lingüísticas y el poder del Estado, esencialmente con respecto a la Revolución francesa.
Hoy resulta evidente que esas dos líneas de cuestionamiento se entrecruzan en el punto histórico
de Octubre del 17: en lo sucesivo la historia de la lingüística se volverá inseparable de las cuestiones de
alfabetización, de escolarización, de periodismo, de propaganda de masas, de revolución cultural, etc.,
surgidas con la entrada en escena del proletariado ruso. Esa agitación de la ideología, ese proceso me-
tafórico gigantesco donde el sentido llega a producirse dentro de la falta de sentido concierne a toda
Europa (con repercusiones en el resto del mundo).
El trabajo de la lengua en el país de los soviets constituye en nuestra modernidad el punto histórico
donde se sobredetermina la relación entre la política revolucionaria, el ejercicio contradictorio de las
prácticas lingüísticas y la reflexión sobre la materialidad del lenguaje; hemos intentado hacer una espe-
cie de “acupuntura teórica” localizando los encuentros problemáticos que marcan este triple espacio,
al límite de lo imposible.
Además de las comparaciones que podrían unir la revolución de 1789 a la de 1917, hay que su-
brayar su homología en todo lo que toca a la cuestión de la lengua. En el imperio zariano, el ruso “li-
terario” hablado en la corte –ampliamente impregnado de francés (y a veces directamente plagiado)–
constituía una lengua tan artificial y tan separada del conjunto del pueblo como la lengua aristocrática
del Antiguo Régimen; los movimientos contradictorios del despotismo filosófico “ilustrado” y del os-
curantismo habían dejado en la lengua sedimentos lexicales (importados sobre todo del francés diplo-
mático-literario y del alemán militar y científico). Su estatuto era bastante comparable al de las raíces
latinas y griegas, que habían aparecido progresivamente en la lengua académica (científica y jurídica)
del siglo XVIII francés. En cuanto a las lenguas populares (entre ellas, el ruso del campesinado), éstas
formaban una multiplicidad tan diversa como la encontrada en los “dialectos, lenguas locales e idio-
mas” por los revolucionarios franceses de 1793.
Podríamos recordar aquí, con respecto a la Rusia revolucionaria, el comentario de Ferdinand Bru-
not sobre las consecuencias lingüísticas de la Revolución francesa: en el prólogo del tomo X de su

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Histoire de la langue française (“La langue classique dans la tourmente”), Brunot subraya que “clases cuya
lengua había quedado hasta entonces fuera de la vida política y administrativa, cuyas costumbres, ideas
y sentimientos no se habían reflejado más que excepcionalmente en la literatura, pasaban bruscamen-
te al primer plano, desempeñando un papel tanto más considerable cuanto que las otras clases, diez-
madas, desunidas, perdían su importancia”.
En 1917, como en 1789, un enorme “trabajo de lengua” se ve así emprendido; las masas en revo-
lución se ponen a hablara Las encuestas y compilaciones lingüísticas, a las que se asocian considera-
ciones sobre la formación de “palabras nuevas” en lucha contra las antiguas, y los numerosos ensayos
sobre esta cuestión pueden dar una idea de ese trabajo lingüístico de las masas de Octubre.

S. Karcevski (quien hasta su regreso a Rusia en 1917 había seguido en Ginebra los cursos de
Saussure) expone con un interés fascinado –y con una ligera superioridad– algunos aspectos de ese
proceso lingüístico de masas en La Langue, la Guerre et la Révolution (Berlín, 1923). Más tarde, dentro de
una perspectiva lingüísticamente comparable, A. M. Selichtchev añadirá en La Langue de l’époque révolu-
tionnaire; observations sur la langue russe récente (Moscú, 1928) otras anotaciones convergentes que se pue-
den recapitular confrontándolas a las observaciones de F. Brunot sobre la Revolución francesa:
a) Términos familiares cambian de repente de sentido; no sólo los términos apelativos como gos-
podin que se volvió injurioso como Monsieur en el 89, sino términos de uso corriente que bruscamente
adquieren un sentido político por medio de una especie de juego de palabras: así el término mesocnik,
que tradicionalmente designa al fabricante de bolsos (cf. sapoznik: zapatero) y que en tiempos del ham-
bre y del comunismo de guerra empieza a usarse para designar a los traficantes que transportaban
clandestinamente cereales dentro de bolsas. El uso de la palabra tricoteuses durante la Revolución fran-
cesa corresponde a un fenómeno análogo, frecuente en periodos de cambio social.
b) Términos existentes pero desconocidos o poco corrientes son objeto de lapsus que los defor-
man y se reconstruyen por derivación a partir de una raíz conocida y accesible. Por ejemplo, spekuljant
(especulador) se vuelve skopuljant (a partir del verbo skopit’ que significa acumular), del mismo modo
que en 1789 en Francia, el verbo extirper (extirpar a los enemigos de la República) se había vuelto ex-
triper.
c) Términos importados de formaciones discursivas especializadas (administración, armada, polí-
tica) se recogen en una traducción interna que intenta proponer sentidos más logrados:
- a veces la traducción “cae al pelo” gracias a un sólido sentido práctico, como en el caso de ese
campesino que interrogado sobre el sentido de la palabra ultimátum respondió: “Es como cuando se
dice ‘¡el dinero y el caballo o la vida!’”;
- a veces la traducción resbala hacia un sentido equivocado o un contrasentido como la famosa
maison á Cottée que perdió a A. Chénier. Asimismo la palabra plénum (del C.C.) llega a ser interpretada a
través del término frien que significa cautiverio, o el verbo konstatirovat’ (comprobar) confundido con
kastrirovat’ (castrar).
- por ese camino el error de interpretación puede llegar al absurdo, como cuando la expresión ele-
mentos del presupuesto es comprendida por los campesinos rusos como si designara el trabajo de labran-
za, o una enfermedad, o un estiércol. Lo más extraño es que la palabra presupuesto prosigue a pesar de
todo su camino y vuelve a aparecer en la expresión estar en pleno presupuesto con el sentido de “estar en-
domingado”. El periodo de la Revolución francesa conoció aventuras lingüísticas semejantes, como
ésta de déflagration de tous les vices en la que supuestamente vivían los ci devant. Ejemplos todos que de-
muestran que se puede decir “cualquier cosa”, pero nunca una “cosa cualquiera”;
- sucede también que la importación funcione como marca política de reconocimiento: sacadas
de lenguas muertas o extranjeras y envueltas en un aura revolucionaria, algunas palabras se vuelven
verdaderos fetiches. Así, el término de origen militar signaliirovat’ (transmitir un mensaje por señaliza-
ción) de repente es usado en el discurso político en lugar de palabras rusas corrientes que significan

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“indicar”, “decir” o “mostrar”. El francés revolucionario también había puesto de moda el término
geométrico especializado coincider para designar el hecho de concordar en una misma perspectiva polí-
tica. Recordemos que en este orden de cosas la lengua política conservó suivre une ligne, faire le point, con-
verger, etcétera.
Finalmente, surgen términos y expresiones formados por derivación analógica (transcategoriza-
ción) o por composición.
Después del 89, el verbo négocier produjo el sustantivo négociant; asimismo, el sustantivo soviet pro-
ducirá el adjetivo soviético progresivamente sustantivado, y después el verbo sovietizar renominalizado en
sovietización. El caso bien conocido de los 1 adjetivos-sustantivos derivados de nombres propios (heber-
tista o trotskysta, jdanovchtchina) es también muy frecuente.
La formación de expresiones por composición gramatical (N + adj. N + prep. + N) o por yuxta-
posición, pone en juego procesos metafóricas extremadamente productivos; bajo el efecto de relacio-
nes ideológicas que especifican los campos de importación.
La Revolución francesa, inscrita en el marco de una referencia constante a las ciencias naturales, a
las formas romanas del derecho y la política, y a la Filosofía de las Luces, produjo así expresiones
como le thermomètre du patriotisme, le patriote rectiligne, les vil: satellites des despotes, etcétera. Las referencias
ideológicas de la revolución bolchevique son parcialmente semejantes (por ejemplo, a través de la me-
taforización práctica de la electricidad, sin contar la referencia general a la Revolución francesa) y par-
cialmente diferentes (ante todo las tesis políticas de Marx y Engels desarrolladas por Lenin, la referen-
cia a la Comuna de París y también el discurso militar): resultan de ello una serie de expresiones que
metaforizan la política en imágenes de guerra, como ofensiva proletaria, fortaleza obrera., partido de los ene-
migos del pueblo, frente de lucha ideológica, frente de la literatura, centinela literario, etcétera.
Una de las innovaciones (políticamente discutible) de la lengua soviética fue el uso sistemático de
iniciales (por ejemplo LEF, Frente Izquierdo del Arte) articuladas como si fuera una palabra nueva
(pronunciado [lief]) apta a nuevas derivaciones. Según ese procedimiento, el Comité Central se volvió
Céká (CK), la Nueva Política Económica se volvió la NEP, y así sucesivamente, hasta formar una lengua
administrativa nueva en la que muchos “se enredaban los pies como si vistieran faldas de mujer”.
Hay que recordar también la proliferación precoz de palabras compuestas del tipo social-demócrata,
social-traidor (cf. la diosa-razón de 1789), frecuentemente abreviadas como los innumerables Proletkult,
Rabkorr, Rabfac, etc. Un nuevo riesgo de hermetismo, cuyos efectos políticos (en particular sobre la
alianza ciudad-campo, la famosa smytchka de la que hablaremos más adelante) aparentemente no fue-
ron detectados ni rectificados a tiempo.
e) De las consideraciones anteriores, que constituyen lo esencial de las observaciones de Karcevs-
ki y de Selichtchev, la mayoría se aplica a, la formación de palabras. Estos autores sólo abordan de
paso las cuestiones de sintaxis y coinciden en reconocer que las reglas de gramática rusa en su conjun-
to han subsistido. Sin embargo hay que subrayar que el régimen de la frase, a menudo su ritmo, a ve-
ces el orden de las palabras y de manera general su construcción, fueron sometidos a tendencias con-
tradictorias que están también inscritas en el estilo de Lenin: por una parte, rupturas de construcción
–Lenin interrumpiendo una frase a la mitad con una exclamación oral: kakoye (¡pero bueno!)– liberta-
des gramaticales, desnivelaciones estilísticas y expresiones populares (Lenin al hablar de un error polí-
tico diciendo del que lo cometió que se había “sentado sobre sus botas”); por otra parte, largas ora-
ciones lógicas ritmadas a la romana y colocadas corno en una argumentación jurídica (o a veces, como
en un ¡desfile militar!).
Una contradicción en estado naciente aparece así en el trabajo lingüístico de Octubre, entre la la-
bor del juego de palabras, del lapsus y de la metáfora (poniendo en juego el principio saussuriano del
valor en la lengua) y la presión administrativa (que se ejerce sobre ella desde el exterior y desde arriba).
Esta contradicción repercutirá en una serie de cuestiones políticas: por ejemplo la de las nacionalida-

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des que componen la Unión Soviética, la del estatuto de la crítica literaria, la de la relación con las van-
guardias y también la de la ciencia lingüística.
Ya que en el mismo momento-en que la lengua se vuelve asunto de Estado, la lingüística está vol-
viéndose una disciplina científica: Octubre del 17, es también el encuentro entre la política, la lengua y
la ciencia. Como lo escribe Tynianov en su Autobiographie: “Fue necesario que se produjese la más
grande de todas las revoluciones para que el abismo entre ciencia y literatura desapareciese”.
En este punto en que comienza la lingüística (Moscú es uno de los pocos lugares donde se cono-
ce a Saussure desde 1917), se emprende una revolución cultural, el movimiento de masas de Octubre
traza así entre los profesionales del lenguaje (escritores, poetas y teóricos, todos aquellos cuyo oficio es
el de hablar, de escribir y de trabajar la lengua) una línea de demarcación, entre los que frente al riesgo
de anarquía y de caos se protegerán dentro del academismo de la tradición rusa, apoyado sobre una
lengua al mismo tiempo litúrgica y feudal, y los que escogerán, de distintas maneras, “el bando de la
revolución”. Esta línea se desplazará según las vicisitudes de la revolución.
[...]
F. Gadet y M. Pêcheux, La lengua de nunca acabar, México, Barcelona, 1984.

2.2. La revolución y las lenguas de la URSS (Y. Polivanov)

I
De la revolución depende toda una serie de procesos revolucionarios (precisamente revoluciona-
rios y no evolucionistas) en los dominios más variados de nuestra vida y de nuestra cultura espiritual,
llegando incluso a afectar un rincón tan especializado como nuestra técnica de escritura: la grafía y la
ortografía han conocido su revolución en la “nueva ortografía de 1917”. Y ya que esos procesos sólo
se han vuelto posibles por la presencia de la revolución de Octubre y que reflejan en su contenido las
consignas políticas de esta revolución (así, por ejemplo, la “nueva ortografía de 1917” realiza la con-
signa de la democratización de la escritura y, en consecuencia, de la cultura libresca en general), pode-
mos decir esto de otra manera: esos procesos no son sólo consecuencias sino constituyentes de la re-
volución de Octubre, son la carne de su carne, la sangre de su sangre, y ad incluso la “nueva
ortografía de 1917” (que era imposible bajo el. zarismo y que el gobierno de Kerenski no ha sabido ni
podido realizar) es también una parte de la revolución en un dominio técnico de la cultura en la grafía.
Tenemos aún más razones para afirmar esto cuando se habla de la venida al mundo/ gracias a Octu-
bre, de decenas de nuevas grafías nacionales (racionalizados en parte sobre la base de sistemas ante-
riores, en parte creados recientemente) de las antiguas nacionalidades “alógenas”.
Así, en el dominio dé la grafía, tenemos productos bien reales de la revolución: hechos de una
importancia indiscutible (pues, de la racionalización de la grafía depende una enorme economía de
tiempo y de trabajo en la escuela primaria, el éxito en la liquidación del analfabetismo y, en conse-
cuencia, toda la causa general de la cultura de una nacionalidad) cuyo balance, después de diez años de
revolución es no solo prometedor sino también oportuno.
Pero eso corresponde al dominio de la grafía. ¿En qué consiste la influencia de la revolución en el
dominio de la lengua como tal, es decir del sistema del discurso oral (nos plantearemos en principio
esto respecto de la lengua rusa)?
Responder a esta cuestión es mucho más difícil e incluso la respuesta que se obtiene está lejos de
ser homogénea: las opiniones oscilen hasta en lo que se refiere a las dos cuestiones esenciales: 1. ¿hay
hechos lingüísticos que hayan aparecido por primera vez –en algunos dominios del sistema lingüísti-

39
co– en el transcurso de la última década? y 2. ¿cuáles son, entre esos hechos, los que podemos relacio-
nar con la influencia de la revolución?
A esto el lingüista debe responder indicando ante todo que la lengua (el sistema del discurso oral)
es un elemento mucho más conservador que, si dejamos de lado el léxico, no se presta en sus elemen-
tos fundamentales (fonética, morfología y sintaxis) a la acción de una dirección organizada. En efecto,
para que en la lengua se produzca tal o cual modificación fonética (por ejemplo, el remplazo de un so-
nido por otro en una serie de palabras) o morfológico (por ejemplo, la pérdida del neutro o del género
gramatical en general), no basta con decretarlo, es decir con publicar la circular o el decreto adecua-
dos. En cambio, podemos afirmar que si tales decretos o circulares) existieran no tendrían ningún re-
sultado, precisamente porque la lengua materna se adquiere (en sus elementos esenciales) en una edad
para la cual no existen ni circulares ni decretos.

II
Con el léxico no sucede lo mismo, ya que este se acumula gradual mente, a medida que el indivi-
duo en cuestión aumenta su stock de nuevos conceptos. Por otra parte, el léxico es el más capaz de
reflejar los cambios socioculturales (que se acompañan por el aporte, en el círculo del pensamiento
colectivo, de una serie de nuevos conceptos para los cuales nuevas palabras son necesarias).
Por eso, precisamente en el dominio del léxico tenemos los resultados más indiscutibles de la in-
fluencia de la revolución sobre la lengua. De esos resultados hablaremos enseguida.
Por ahora, sin embargo, planteemos esto: ¿hay que negar la influencia de la revolución en el do-
minio de la fonética, de la morfología y de la sintaxis?
Por supuesto que no. Podemos indicar la causa que hace que los cambios fonéticos y morfológi-
cos en la lengua de la generación que pertenece a la época revolucionaria serán incomparablemente
más numerosas que en los de las generaciones precedentes. Las razones son las siguientes.
El ritmo reforzado de la evolución lingüística es provocado por la modificación cuantitativa y
cualitativa del contingente de hablan tes de la lengua (es decir, de su sustrato social), el mayor nivela-
miento y las mayores simplificaciones de la lengua se producen cuando nuevos grupos de población
son llamados a participar de la lengua en cuestión, y cuanto más numerosos son, más heterogéneos
son y más innovaciones hay. Y, precisamente, lo que consideramos esencial en las condiciones lingüís-
ticas de la época revolucionaria, es ese enorme cambio del contingente de hablantes (es decir, del sus-
trato social) de nuestra lengua rusa (en la base de la cual está el habla moscovita) estándar (o, como se
la llama, literaria), lengua que ha sido hasta entonces lengua de clase o de casta de un círculo limitado
de la “intelligentsia” (de la época del zarismo) y actualmente se está volviendo la lengua de las más
amplias masas –en sentido territorial, de clase y nacional– que se inician en la cultura soviética.
Así, el terreno para una marcha rápida de la evolución lingüística es, durante el periodo revolucio-
nario, de los más favorables.
¿Por qué, entonces, no podemos comprobar diferencias fonéticas o morfológicas entre la lengua
de 1926 y la de 1915 o 1913?
Porque para la formación de la lengua de la generación revolucionaria hay que tener presente una
generación que ha crecido en la época revolucionaria, es decir que se necesita tiempo. Por eso es dema-
siado temprano para hablar de innovaciones colectivas en nuestra lengua salvo en lo que se refiere al
dominio léxico y de las locuciones y giros (que incluiré en el léxico en sentido amplio).
Volvamos ahora hacia este dominio sensible de la lengua e intenternos ver de cerca sus innova-
ciones de la época revolucionaría.
Antes conviene indicar las dos premisas que condicionan la aparición de tales innovaciones en
nuestra época. Ellas son:
1. La presencia de gran número de nuevos conceptos (ante todo políticos, luego científicos gene-
rales, teniendo en cuenta la elevación de la cultura de masas), que han sido aportados en la época de la

40
revolución en el pensamiento colectivo de la gente que utiliza el ruso; la aparición de una masa de
nuevos conceptos produce una demanda de creación masiva de palabras nuevas (pues, según las leyes
de economía de la lengua, un concepto que figura a menudo en el pensáis miento colectivo en cues-
tión no puede más ser expresado por una larga combinación –del tipo soviet de diputados obreros y campe-
sinos (o soldados)–, se necesita una sola palabra, sea esta soviet o sovdep u otra). Como veremos esta de-
manda masiva de una nueva creación ha no sólo aumentado la producción de nuevas palabras según
las viejas recetas de la formación de palabras sino que también ha creado una técnica nueva, revolu-
cionaria de creación léxica (tipos: sovnarkom, Nep, etc.)
2. La modificación de la composición social de los hablantes de la lengua rusa o literaria (que, an-
tes de la revolución, pertenecía exclusivamente a las capas cultivadas); debido a la entrada entre los
“portadores” de la lengua rusa de una masa perteneciente a otros grupos sociales, debido también a
los contactos más frecuentes entre aquellos que utilizan la lengua rusa común y aquellos que utilizan
sus dialectos “de grupo”, la lengua rusa común es penetrada por numerosos préstamos léxicos prove-
nientes dé esos dialectos –de clase, de subclase o profesionales– e, inversamente, el léxico de la lengua
“literaria” se refleja en el léxico de esos dialectos “de grupo”).
De acuerdo con estas dos premisas intentaremos reagrupar los hechos en los dos capítulos si-
guientes.

III
Consideramos como conceptos o palabras) masivamente nuevos los que eran conocidos antes de
la revolución pero por un círculo estrecho de personas –especialistas, por ejemplo–, y aquellos que
han comenzado a usarse después de la revolución.
La demanda de palabras nuevas aparecida en relación con la aparición de nuevos conceptos es sa-
tisfecha principalmente de estas tres maneras:
- Modificación de la significación de una palabra antigua, como en el ejemplo de la palabra soviet (con-
sejo): el antiguo término adquiere un nuevo contenido revolucionario –soviet de diputados obreros y cam-
pesinos (o soldados). Con esta significación aparece en la arena internacional y pasa de la lengua de Le-
nin a las lenguas del mundo entero.
- Préstamo de una palabra extranjera.
- Creación de palabras nuevas. Esta creación puede efectuarse:
1. por el procedimiento tradicional de formación de palabras compuestas según las normas gene-
rales de la morfología rusa;
2. por el procedimiento nuevo, revolucionario, que debido. a la demanda mencionada tiene fuerza
de ley: el procedimiento de abreviación.

Existen fundamentalmente tres grandes tipos contemporáneos de abreviación, que históricamen-


te remontan a los procedimientos de la escritura telegráfica (que se volvió cada vez más familiar en el
periodo de la guerra que ha precedido a la revolución).

a) tipo más extendido –sovnarkem– basado en la absorción del segmento articulado inicial (según
la norma dominante: segmento mora silábico constituido por una consonante, una vocal y una conso-
nante) de cada palabra de la combinación; (sovnarkom sale de la combinación soviet narodnykh komissa-
rov, “consejo de comisarios del pueblo”);
b) tipo es-er (S.R.) basado en la absorción de las iniciales pronunciadas bajo la forma de la deno-
minación de esas letras en el orden alfabético (a, b, c, d, e...). Este tipo es para el ruso menos cómodo
que el primero por razones morfológicas (contrariamente al inglés no tiene género gramatical y nor-
mas definidas para las terminaciones nominales: M.P. se lee “empi” para member of Parliament; el ruso
marca el género;)

41
c) tipo Nep, donde la inicial de cada elemento de la combinación de palabras es también absorbi-
da, pero en su lectura habitual, y no bajo su apelación alfabética.
Este último tipo es poco práctico fonéticamente ya que no puede ser formado cuando no hay
palabra con vocal inicial. La receta del primer tipo es mejor para una utilización masiva, ya que se basa
no solo (en las representaciones gráficas sino también en las representaciones fonéticas de las pala-
bras abreviadas.
Esas abreviaturas, ya sean malas o buenas desde el punto de vista estético (corresponde juzgarlas
a los especialistas en estética y no a los lingüistas) cumplen su función dando al léxico ruso palabras
económicas y en general prácticas para nuevos conceptos, y por eso las objeciones teóricas contra
ellas son” mi entender, superfluas.

IV
Viene ahora la cuestión de los préstamos de los dialectos de grupo (clase, subclase, profesionales)
a nuestra lengua literaria común, Las condiciones sociales del periodo revolucionario no necesitan,
creo, ser enumeradas.
En el léxico estándar han penetrado los elementos de dialectos de clase o profesionales siguientes:
1. léxico de los obreros fabriles;
2. léxico de los marinos (lo que no es difícil de explicar si recordamos el papel de vehículos de la
revolución que han jugado los marineros en lo más profundo de nuestra población, sobre todo pro-
vinciana);
3. el “argot” de gente de oscura profesión (por ejemplo, la palabra lipa, “falso documento”, deri-
vada de la expresión lipovyi, “no verdadero” tchai “té”),
Esta lista habré que ampliarla. Pero, de cualquier manera, la mayoría de las innovaciones de este
tipo entrará en las rúbricas indicadas.

V
Pasemos ahora a los hechos referidos a las. otras lenguas de la Unión soviética; Aquí encontra-
mos en gran parte la misma situación que en el dominio de la lengua literaria rusa, pero en ciertos do-
minios los hechos revisten un carácter mucho más claro y la influencia de la época revolucionaria se
hace sentir con mayor fuerza.
Así, si el reflejo de la revolución de Octubre en la esfera de la grafía rusa, es decir si “la ortografía
de 1917” no es más que una reforma en el sentido literal del término (es decir, una puesta en orden o
un mejoramiento de un sistema existente antes), en numerosas minorías nacionales de la Unión So-
viética, la escritura creada por la época revolucionaria significa mucho más: no un mejoramiento sino
directamente la creación de una cultura gráfica nacional (y con ella de una lengua literaria y de una lite-
ratura).
Sin duda podemos comparar el trabajo colectivo realizado y que está realizándose actualmente en
las diferentes partes de la URSS con la célebre actividad, de Cirilo y Método. Pero hay que agregar que
los resultados del trabajo efectuado por los “Cirilo y Método” yakutas, azerbaidjano, etc., serán in-
comparablemente más fructuosos, pues abren el camino no a la cultura religiosa del siglo X sino a la
cultura soviética en sus formas nacionales.
Estas “revoluciones gráficas” estrechamente vinculadas con la Revolución de Octubre han reali-
zado (o realizan) la seria tarea de democratización de las escrituras nacionales y, en consecuencia, de la
cultura. Esto permite reducir el tiempo dedicado por docentes y alumnos al aprendizaje de la escritura
(pues la destrucción de las dificultades de escritura que no se justifican ni tienen ninguna explicación,
salvo la inercia histórica y la tradición, reducirá considerablemente –y en ciertos casos concretos mu-
cho– el tiempo de estudio inicial, lo que ayudará a liquidar el analfabetismo, problema fundamental del
cual depende el futuro de la Unión soviética).

42
Esta apreciación global del fenómeno no significa de ninguna manera que considere la situación
actual de las nacionalidades que han encarado la reforma como brillante y las reformas como ideales.
Incluso en los mejores casos, como por ejemplo en la solución ejemplar que los kazajos (y después de
ellos los kirguises) han dado a la cuestión, de la nacionalización de su antiguo alfabeto árabe, vemos
que solo se llegó a un estado satisfactorio de esta grafía en 1924, es decir después de varios años de
experiencias menos felices. Al mismo tiempo no se trata todavía de un punto final sino simplemente
de una etapa transitoria de la reforma, pues es seguida por la elección de una vía enteramente nueva
de la reforma: la latinización. Asimismo en el “alfabeto latino yakuta” que es extremadamente racional
(lo que se llama la transcripción Nóvgorodov) tenemos ciertos detalles que se hubieran podido rem-
plazar por una elección de signos diferentes, técnicamente menos difícil [...]
La elección de tal o cual camino en la reforma gráfica (sea bajo la puesta en orden del viejo siste-
ma, sea bajo la forma de cambio a caracteres totalmente nuevos, los caracteres latinos) está total men-
te determinada por las condiciones histórico culturales y geográficas de la nacionalidad en el momen-
to de la reforma. Resulta evidente que un pueblo turco no musulmán (que entonces no conoce el
alfabeto árabe) ha efectuado un acto audaz al pasar directamente a la escritura latina, es decir a la es-
critura más internacional: los yakutas no tenían nada que corregir (salvo las transcripciones hechas por
los misioneros rusos; pero las asociaciones políticas ligadas a este instrumento de rusificación de la
política zarista y el no poder vincular el alfabeto de los misioneros a la obra revolucionaria que es la
creación de una escritura y de una escuela en su lengua materna, debían impedirle hacer la tentativa, y
al mismo tiempo le abrían el ca mino del alfabeto latino). [...]
Nos queda por hablar de la lengua literaria de las minorías nacionales de la URSS y de la influen-
cia sobre ella del factor político, de la revolución.
Como en la cuestión del grafismo de las minorías nacionales, encontramos aquí, en numerosos
casos, una dependencia mucho más estrecha entre la revolución y los fenómenos lingüísticos que en
la lengua literaria rusa, y el carácter de los hechos que a ella remiten es aún más evidente. Esto ocurre
precisamente porque una serie de lenguas literarias o escritas no existían en absoluto o estaban en un
estado embrionario antes de la revolución; la revolución ha hecho nacer en numerosas nacionalidades
un grafismo nacional y una lengua literaria.
El carácter de las lenguas literarias así creadas es en gran medida diverso: depende de las condi-
ciones culturales específicas de la nación en cuestión. Sin embargo podemos señalar cierto número de
marcas constantes para numerosas lenguas literarias. Podemos mencionar así, en el dominio del léxico
y de las locuciones, las siguientes marcas en las lenguas literarias de las nacionalidades no rusas de la Unión So-
viética.
1. Una fuerte influencia del léxico ruso, esencialmente en el dominio de la terminología política y
científico-técnica, así como a menudo en el dominio de las locuciones e incluso de la sintaxis (en las
lenguas cuyos representantes son a menudo bilingües como los finlandeses orientales). En el conjunto
de la terminología rusa ente al lado de palabras de origen puramente ruso y hasta precediéndolas
cuantitativamente, elementos extranjeros al léxico ruso (latinos, griegos y otros extraídos a veces de
lenguas europeas modernas), así como abreviaturas nuevas. Estas últimas son empleadas, sin embar-
go, no como recetas de formación de palabras sino como serie de abreviaturas rusas ya dadas. La pro-
ducción de sus propias abreviaturas a partir del modelo ruso no existe habitualmente; la única excep-
ción está representada por lenguas que tienen una cultura gráfica ampliamente desarrollada como el
georgiano y el armenio. Las dimensiones de la influencia léxica rusa (incluida la terminología extranje-
ra del ruso modifican en función del carácter del contacto existente entre la lengua en cuestión y el
ruso: si, de una manera general, el ruso es, en tanto que lengua hablada, extraño a la masa nacional en
cuestión, la penetración de préstamos rusos se limita justamente a nuevos términos específicos que
designan nuevos conceptos (por ejemplo, apelaciones de instituciones modernas o términos político
científicos del tipo: revolución, capitalismo, militarismo, imperialistas, etc.).

43
Además, aunque cierta parte de esos términos (por ejemplo, los nombres de instituciones) pueda
penetrar la lengua nacional considerada, por un préstamo oral, su fuente esencial son las traducciones
escritas del ruso en la lengua nacional en cuestión: cuando el traductor no encuentra el término ade-
cuado en su lengua materna se produce el transplante del término ruso.
La cantidad de préstamos rusos varía en función de las condiciones geográficas y culturales de la
nacionalidad en cuestión. Una resistencia parcial a la introducción masiva de palabras rusas aparece en
los pueblos turcos en los casos en que su lengua literaria (que existía ya antes de la revolución posee
cierto número de palabras “científicas” árabes o persas (que han penetrado en épocas anteriores bajo
la presión de la cultura musulmana). En esos casos (uzbekos, por ejemplo) el léxico literario constitu-
ye una arena de competencia entre las culturas rusa y árabe-persa.
Esta competencia se complica por la introducción de un tercer elemento en la producción de pa-
labras nuevas: los términos creados a partir de sus propias bases, las bases turcas. Esta tercera fuente
de la nueva terminología es además protegida conscientemente debido al sentimiento naciere,. que se
ha reforzado mucho en los pueblos turcos de Asia central durante nuestro periodo revolucionario.
Por nuestra parte, debemos saludar ese purismo pues a partir de a creación de nuevos términos
provenientes de raíces de lenguas maternas la lengua literaria en cuestión (conductora de la cultura re-
volucionaria) estará más cerca y será más comprensible para las masas de la nacionalidad en cuestión.
Por supuesto que no hay que caer en extremismos, pero nadie lo hace. Así, por ejemplo el Centro de
Acción uzbeko declara: “Los términos científico-técnicos son creados, si es posible a partir de las raí-
ces de la lengua uzbeka y, para hacerlo, se toman no solo las palabras pertenecientes al uzbeko literario
y urbano sino también términos que solo son conocidos en su empleo dialectal (para eso hay que lle-
var a cabo un trabajo especial de recolección de la terminología popular). Por supuesto que se admi-
ten excepciones en el caso de palabras de empleo internacional”.
Cuando la traducción del término es prácticamente imposible se toma la palabra rusa o la árabe o
persa, pero esto último solo cuando la palabra árabe (o persa) ea ya conocida por las masas (y no solo
por un grupo reducido de conocedores de obras literarias del pasado) El rechazo de una mayor “ara-
bización” resulta de la tentativa de limitar en el nuevo léxico terminológico la coloración religiosa y
cultural especifica que está asociada con la mayoría de las antiguas palabras “serias” (es decir, litera-
rias), de origen árabe (o persa).
2. La tendencia a acercar la nueva lengua literaria a los modelos de la lengua hablada de masas, es
decir, a introducir la lengua hablada. en la práctica literaria, para contrabalancear el carácter artificial de
la lengua escrita que es cultivada por la tradición literaria, y contiene a menudo la herencia de una me-
dio dialectológico diferente del de las masas populares actuales.
Por supuesto que esto solo es pertinente para las lenguas que tenían también una tradición litera-
ria en la época prerrevolucionaria.
3. Frecuentemente se encuentra también un deseo consciente de desembarazar al léxico de la len-
gua literaria de términos existentes en la lengua pero a los cuales está asociada la coloración de una
concepción, del mundo religiosa (aunque la significación de esos términos no remita. a conceptos es-
pecialmente religiosos): Los autores kalmukos actuales, por ejemplo, tratan de dejar de lado los ele-
mentos de la terminología budista.
Después. de haber señalado las grandes líneas falta indicar que no todo es justo y deseable. Así, si
hablamos del primero de los fenómenos mencionados –los rusismos– en las lenguas literarias nacio-
nales, no podemos silenciar el hecho de que, en una serie de casos (particularmente en las lenguas de
los fineses orientales), esos rusismos constituyen un mal enorme:
1. porque, por su abundancia (a veces, aparecen tres palabras rusas seguidas, absolutamente ilegi-
bles para la masa) vuelven incomprensible un libro;
2. porque a menudo no resisten cualitativamente la crítica, contradiciendo las normas Obligato-
rias para la lengua en cuestión.

44
Se vincula a esto el caso de implantación mecánica de la sintaxis rusa; podemos encontrar, por
ejemplo, Congreso del XIV partido en lugar de XIV Congreso del partido, porque el traductor conserva el
orden de las palabras en ruso, sin tener en cuenta la norma sintáctica obligatoria para las lenguas fine-
sas (donde el epíteto está ubicado delante de su determinado y donde no hay concordancia).
En el futuro tales defectos seguramente desaparecerán y nuestras minorías nacionales tendrán
una literatura soviética en su verdadera lengua, comprensible para la masa.

Y. Polivanov, Por una lingüística marxista (1931)


(Ext.: F. Gadet, J.-M. Gayman, Y. Mignot,E. Roudinesco,
Les maîtres de la langue, Maspero, París, 1979)

45
3. En torno a una ciencia del lenguaje marxista
3.1. Los protagonistas del Octubre literario y lingüístico (F. Gadet y M. Pêcheux)

Mientras que la mayoría de los decadentes, simbolistas, acmeístas se encierran en una prudente
reserva o expresan una franca hostilidad, hombres preocupados por la "fuerza de las palabras" partici-
pan en la revolución y emprenden el cambio del viejo mundo:
- Los marxistas del Proletkult, formados por la escuela de Bogdanov y de Lunacharski (comisario
del pueblo en la Instrucción Pública), seguros de su implantación obrera de ochenta mil miembros,
organizados en múltiples clubes, revistas, teatros y escuelas, se comprometen a fondo en todos los
"frentes", entre ellos el del arte: "La noción de arte proletario implica una revolución total dentro de la
esfera de procedimientos artísticos" (Gastev).
- Los futuristas, en rebelión contra el orden cultural burgués, ven en la Revolución soviética el
gran cambio que ellos preveían, dentro de la prolongación de La Gifle au goút public: "desde los cielos
de la poesía, me precipito hacia el comunismo" (Maiakovski).
- Los escitas eslavófilos (Blok, Klouiev y el teórico Ivanov Razoumnik), los imaginistas agrupados
en tomo a Essenine responden al "llamamiento cantante" en formas a menudo contradictorias.
- Finalmente los formalistas, congregados en el Círculo Lingüístico de Moscú (formado por ini-
ciativa de Jakobson desde 1915 y donde en particular se encontraban Mandelstam y Pasternak) y en el
Opoiaz (con O. Brik, Shklovski, Polivanov, Jakobson, y más tarde Tynianov, Eichenbaum, Toma-
chevski, Jirmunski), emprenden el estudio científico de la lengua y de las leyes de la producción poéti-
ca; aportan de esta forma su contribución a la revolución proletaria al desmitificar la opacidad místi-
co-literaria del "lenguaje de los dioses" y al analizar las formas del cuento, del relato, del poema
popular; se consideran a sí mismos como "sepultureros de la poesía idealista".1
Desde 1917 hasta principios de los años veinte, esas corrientes diversas se encontrarán en el pri-
mer plano del escenario ideológico. La lengua rusa, bruscamente trabajada por el funcionamiento de-
sencadenado de la metáfora, empalma la actualidad política (eslóganes y consignas) con el repertorio
de formas poéticas (rimas, juegos de palabras, enigmas) de la literatura popular; experimentación ma-
siva de las densidades fonológicas, morfológicas y sintácticas, de los equívocos del sentido con la ma-
teria verbal.

La "lingüística" marxista
fines de los años veinte, la idea de una "lingüística marxista" se impone progresivamente en la
Unión Soviética, y encuentra una consistencia aparente junto con las hipótesis de Marr respecto a los
orígenes sociopsicológicos del lenguaje (del grito a la palabra articulada). Marr plantea la existencia de
lenguas de clase y desarrolla una interpretación por etapas del materialismo histórico, según la cual los
modos de producción se suceden y se encadenan de modo progresivo, desde la comunidad primitiva
hasta el comunismo.
El horizonte final de un lenguaje semántico puro (tan alejado de las exigencias gramaticales y sin-
tácticas del lenguaje articulado como lo está éste del lenguaje gestual) constituye un retomo de la inhi-

1. La expresión es de Brik, que definirá así al Opoiaz en su manifiesto La Méthode formelle:


“‘Opoiaz’ estudia las leyes de la producción poética. ¿Quién se atreverá a impedírselo? ¿Qué ofrece ‘Opoiaz’ a la edificación de la
cultura proletaria?
1) un sistema científico, en lugar de la acumulación caótica de hechos y de opiniones personales;
2) una evaluación social de las personalidades creadoras, en lugar de la interpretación idólatra del “lenguaje de los dioses”;
3) el conocimiento de las leyes de la producción, en lugar de la iniciación ‘mística’ a los ‘misterios de la creación’.
‘Opoiaz’ es el mejor educador de la juventud proletaria.”
46
bición positivista bogdanoviana, como contrapunto a ese furor sociologista empeñado en liquidar al
"formalismo"; lo que asoma aquí es la idea de un esperanto universal de la revolución mundial.2
En 1929 se publica Marxisme et Philosophie du langage, firmado por V. Voloshinov y publicado re-
cientemente en Francia bajo el nombre de M. Bajtin, dentro de una perspectiva de cuestionamiento
marxista al “formalismo” saussuriano. Frente a las fantasías marristas, el sociologismo de Voloshinov
parece mucho más razonable, menos cerrado al orden específico del lenguaje, de tal modo que algu-
nos lingüistas que han tomado partido por el marxismo ven en él la señal de una sociolingüística ma-
terialista que en principio acaba con el idealismo de los dogmas saussurianos y que deja lugar para la
aplicación del "método marxista" en lingüística; y, de hecho, algo de la temática actual de los actos de
lenguaje, de la enunciación como interacción verbal, del habla viva del diálogo opuesta a la veda del
monólogo, y también de los proyectos de tipología (de lenguaje o discursiva), está presente en Vo-
loshinov, apoyado sobre una psicología del cuerpo social heredada de Plejanov:
Las relaciones de producción y la estructura sociopolítica que directamente condicionan, determi-
nan todos los contactos verbales posibles entre los individuos, todas las formas y los medios de co-
municación verbal: en el trabajo, en la vida política, en la creación ideológica. Por su parte, tanto las
formas como los temas de los actos de lenguaje aparecen como las condiciones, las formas y los tipos
de la comunicación verbal (p. 38).
De este modo (y actualmente todavía) la perspectiva de una “lingüística marxista” encuentra sus
garantías materialistas en Plejanov, bajo la forma de una psicosociología de la comunicación verbal.
Esas metamorfosis del método sociológico ilustran bien una característica típica de las relaciones
ideológicas estalinianas: Marr y Voloshinov están inscritos, cada uno a su manera, en una concepción
plejanoviana del lenguaje y de la sociedad. Y precisamente en nombre de la distinción plejanoviana
entre forma y contenido, el Estado estaliniano va a liquidarlos: Voloshinov desaparece hacia 1936; por
su parte, los discípulos de Marr (él muere en 1934), serán objeto en 1950 de una célebre intervención
de Stalin, que acaba del todo con el marrismo histórico.
La revolución soviética, dice Stalin, él también plekjanoviano, prueba que un mismo contenido
socialista puede realizarse bajo diferentes formas nacionales, y en particular expresarse en las diferen-
tes lenguas de la Unión. Lo esencial era imponer nuevos "contenidos"; las "formas" lingüísticas segui-
rían al servicio de las nueva clase dirigente, como antes habían servido a la burguesía y a la feudalidad.
Para Stalin, la lengua tiene el mismo estatuto que los especialistas: constituye un instrumento, instru-
mento de comunicación homogéneo para el conjunto de la sociedad:

[...] [la lengua] fue creada como lengua de lodo el pueblo, única para toda la sociedad y
común a todos los miembros de la sociedad. Dicho esto, el papel auxiliar que tiene la lengua
como medio de comunicación entre los hombres, no consiste en servir a una clase en detrimento
de otras, sino en servir indiferentemente a toda la sociedad, a todas las clases de la sociedad.

La ideología estaliniana de Estado arreglaba así sus cuentas con su propio pasado (la esperanza de
una lengua universal del socialismo mundial), ajustándose al mismo tiempo a las necesidades políticas
del "socialismo en un solo país" (el Estado del pueblo entero) y preparando la política de las naciona-
lidades que de ello deriva: respetar las formas para imponer mejor los contenidos.
El efecto inmediato fue, ya se sabe, lo contrario de lo que se había producido en el campo de la
biología y de la agronomía: Stalin apareció esta vez ante la opinión mundial como un dirigente lleno
de "sentido común", que ponía fin a veinticinco años de delirio lingüístico. Fue un alivio para todos;
los lingüistas apolíticos quedaron satisfechos al oír, en boca del propio Stalin, que su disciplina escapa-
ba a los criterios de clase; y los lingüistas progresistas, ideológicamente ligados a la Revolución de Oc-

2. En cuanto al esperanto real, que conoció un gran éxito en la Unión Soviética, fue políticamente combatido desde 1925. Los
esperantistas comunistas forman, a partir de 1928, una escisión que será liquidada en la Unión Soviética en 1937; la sección
alemana fue liquidada por los nazis en 1933.
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tubre, iban a poder contraer en lo sucesivo nuevas alianzas teóricas y a poder desarrollar libremente
sus propias iniciativas materialistas.
Con la ideología lingüística de la comunicación, basada en la imagen del instrumento, Stalin se re-
velaba como un adepto del estructuralismo postsaussuriano, en su versión funcionalista más aplanada.
La lingüística occidental reencontraba de repente algo de ella misma, y de la tontería que la amenaza,
algo que podríamos llamar el orden de la seriedad.

F. Gadet y M. Pêcheux, La lengua de nunca acabar, México, Barcelona, 1984.

3.2. Marxismo y filosofía del lenguaje (V. Voloshinov)

1. Un producto ideológico no solo constituye una parte de una realidad (natural o social) como
cualquier cuerpo físico, cualquier instrumento de producción o producto para consumo, sino que
también, en contraste con estos otros fenómenos, refleja y refracta otra realidad exterior a él. Todo
lo ideológico posee significado: representa, figura, o simboliza algo que está fuera de él. En otras pala-
bras es un signo. Sin signos, no hay ideología.
Así, paralelamente a los fenómenos naturales, al equipamiento técnico y a los artículos de con-
sumo, existe un mundo especial: el mundo de los signos.
Los signos son también objetos materiales particulares; y cualquier objeto de la naturaleza, de la
tecnología o del consumo puede llegar a ser un signo, adquiriendo en el proceso un significado que
va más allá de su particularidad específica.

2. El dominio de la ideología coincide con el dominio de los signos. Son equivalentes entre sí.
Dondequiera que esté presente un signo también lo está la ideología. Todo lo ideológico posee valor se-
miótico;
En el dominio de los signos –en la esfera ideológica– existen profundas diferencias: es, al fin y
al cabo, el dominio de la imagen artística, del símbolo religioso, de la fórmula científica, de los fallos
judiciales, etc. Cada campo de la creatividad ideológica tiene su propia manera de orientarse hacia la
realidad y cada uno refracta la realidad a su modo. Cada campo domina su propia función especial
dentro de la unidad de la vida social. Pero lo que coloca todos los fenómenos ideológicos bajo la misma definición
es su carácter semiótico.

3. Todo signo ideológico es no solo un reflejo, una sombra, de la realidad, sino también un seg-
mento material de esa misma realidad. Todo fenómeno que funciona como un signo ideológico tie-
ne algún tipo de corporización material, ya sea en sonido, masa física, color, movimientos del cuer-
po, o algo semejante. En este sentido, la realidad del signo es totalmente objetiva y se presta a un
método de estudio objetivo, monístico unitario. Un signo es un fenómeno, del mundo exterior.
Tanto el signo mismo como todos sus efectos: (todas esas acciones, reacciones y nuevos signos que
produce en el medio social circundante) ocurren en la experiencia exterior.

4. Este es un punto de extrema importancia, y sin embargo, por elemental y evidente que pa-
rezca, el estudio de las ideologías no ha obtenido aún todas las conclusiones que se derivan de allí.
La filosofía idealista de la cultura y los estudios culturales psicologistas colocan la ideología en
la conciencia. Afirman que la ideología es un hecho de conciencia; el cuerpo externo del signo no es
más que un revestimiento, un medio técnico para la realización del efecto interior, que es la com-
prensión.

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Tanto el idealismo como el psicologismo pasan igualmente por alto el hecho de que la com-
prensión solo puede producirme en un material semiótico (por ejemplo, habla interna), que el signo
se dirige al signo, que la conciencia misma puede surgir y llegar a constituir un hecho posible solo
en la concreción material de los signos. La comprensión de un signo es, al cabo, un acto de referen-
cia entre el signo aprehendido y otros signos ya conocidos: en otras palabras, la comprensión es una
respuesta a un signo con signos. Y esta cadena de creatividad y comprensión ideológicas, que pasa
de un signo a otro y luego aun nuevo signo, es perfectamente consistente y continua: de un eslabón
de naturaleza semiótica avanzamos ininterrumpidamente a otro eslabón de la misma naturaleza.
Esta cadena ideológica se extiende de conciencia individual a conciencia individual, conectándolas
entre sí. Los signos surgen solamente en el proceso de interacción entre una conciencia individual y
otra, Y la misma conciencia individual está llena de signos. La conciencia es conciencia solo cuando
se ha llenado de contenido ideológico (semiótica) y por lo tanto solo en el proceso de interacción
social.
Es decir que los signos solo pueden aparecer en territorio interindividual. Es esencial que los indi-
viduos estén organizados socialmente, que compongan un grupo (una unidad social); solo entonces
puede tomar forma entre ellos el medio de los signos. La conciencia individual no solo no puede
usarse para explicar nada, sino que, por el contrario, ella misma necesita ser explicada desde el me-
dio ideológico y social.
La conciencia individual no es el arquitecto de la superestructura ideológica sino solo un inqui-
lino que me aloja en el edificio social de los signos ideológicos.

5. Nuestra argumentación inicial, que liberó los fenómenos ideológicos y su regularidad de la


conciencia individual, los enlaza de modo muy firme con las condiciones y las formas de la comu-
nicación social.
La realidad del signo está totalmente determinada por esa comunicación Después de todo, la
existencia del signo no es otra cosa que la materialización de esa comunicación, y de esta naturaleza
san todos los signos ideológicos.
Pero esta cualidad semiótica y el rol continuo y amplio de la comunicación social como factor
condicionante en ninguna parte aparecen expresados con tanta claridad y de modo tan completo
como en el lenguaje. La palabra es el fenómeno ideológico por excelencia. La realidad de la palabra es total-
mente absorbida por su función de signo. La palabra no contiene nada que sea indiferente a esta
función, nada que no haya sido engendrada por ella. Una palabra es el medio más puro y sensible
de la comunicación social.
La palabra es además un signo neutral. Cualquier otra clase de material semiótica se especializa en
algún campo particular de la creatividad ideológica. Cada campo posee su propio material ideológi-
co y formula signos y símbolos que le son especificas y no son aplicables en otros campos. Por el
contrario la palabra es neutral con respecto a cualquier función ideológica especifica. Puede desem-
peñar funciones ideológicas de cualquier tipo: científicas, estéticas, éticas, religiosas.
Existe además esa inmensa área de comunicación ideológica que no puede restringirse a ningu-
na esfera ideológica en particular: el área de la comunicación en la vida humana, la conducta humana.
Este tipo de comunicación es extraordinariamente rico e importante. Por una parte se vincula direc-
tamente con el proceso de producción. Por la otra, se relaciona de modo tangencial con las esferas
de las diversas ideologías especializadas y totalmente desarrolladas. La materia comunicativa de la
conducta es fundamentalmente la palabra. El llamado lenguaje conversacional y sus formas se ubi-
can precisamente aquí, en el área ideológica de la conducta.
Otra propiedad de la palabra que es de la mayor importancia es la que hace de la palabra el me-
dio primordial de la conciencia individual. La palabra es el material semiótico de la vida interior, de la con-
ciencia (lenguaje interno).

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A este papel exclusivo de la palabra cama medio de conciencia se debe el hecho de que la pala-
bra funcione como ingrediente esencial que acompaña toda clase de creatividad ideológica. La palabra acompa-
ña y comenta todos y cada uno de los actos ideológicos. El proceso de comprender cualquier fenó-
meno ideológico (sea un cuadro, una pieza de música, un ritual o un acto de conducta humana) no
puede operarse sin la participación del lenguaje interno. Todas las manifestaciones de la creatividad
ideológica –todos los otros signos no verbales– están inmersos, suspendidos en los elementos del
lenguaje, y no pueden ser totalmente segregados o separados de ellos.
Todas las propiedades de la palabra su pureza semiótica, su neutralidad ideológica, su participación en la
conducta comunicativa, su habilidad para convertirse en palabra interna y, en fin su presencia obligatoria como fenó-
meno concomitante en todo acto consciente hacen de la palabra el objeto fundamental del estudio de las ide-
ologías. Las leyes de la refracción ideológica de la existencia en los signos y en la conciencia, sus for-
mas y mecanismos, deben estudiarse ante todo en la materia de la palabra.

6. El problema de la interrelación de las bases y las superestructuras puede dilucidarse en grado


considerable a través del material de la palabra.
Observada desde el ángulo que nos concierne, la esencia de este problema se reduce al modo
como la existencia real (la base) determina el signo y al modo como el signo refleja y refracta la exis-
tencia en su proceso generativo.
Lo que importa de la palabra a este respecto no es tanto su pureza sígnica cuanto su ubicuidad
social. La palabra está involucrada prácticamente en todos y en cada uno de los actos o contactos en-
tre la gente. Incontables hilos ideológicos atraviesan todas las áreas del intercambio social y regis-
tran su influencia en la palabra. Ella, por lo tanto, es el índice más sensible de los cambios sociales.

7. Lo que se denomina psicología social y que, de acuerdo con la teoría de Plejanov, la mayoría de
los marxistas considera como el eslabón de transición entre el orden sociopolítico y la ideología en
el sentido restringido (ciencia, arte, etc.) es, en su real existencia material, interacción verbal. Separada
de su verdadero proceso de comunicación e interacción verbal (de comunicación e interacción se-
miótica en general), la psicología social adoptaría la apariencia de un concepto mítico o metafísico:
el “alma colectiva” o la “psiquis interior colectiva”, “el espíritu del pueblo”, etc.
Las relaciones de producción y el orden sociopolítico configurado por esas relaciones determinan
el alcance de los contactos verbales entre la gente, las formas y los medios de su comunicación verbal:
en el trabajo, en la vida política, en la creatividad ideológica. A la vez, de las condiciones, formas y ti-
pos de la comunicación verbal derivan tanto las formas como los temas de los actos de habla.
La psicología social es ante todo una atmósfera integrada por na gran variedad de actos de habla,
en la cual están inmersas todas las clases y formas persistentes de creatividad ideológica: discusiones
privadas, intercambios de opinión en el teatro o en un concierto, intercambios puramente casuales,
el modo de reacción verbal de cada uno ante los sucesos de la propia vida y de la existencia cotidia-
na, el modo verbal interno de autoindificarse y de identificar la propia posición en la sociedad, etc.
La psicología social existe, en primer lugar en una amplia variedad de formas de “enunciados”, de
géneros menores de habla de tipo interno y externo, aspectos estos que, hasta hoy no se han estudia-
do. Todos estos actos de habla están asociados con otros tipos de manifestación e intercambio se-
mióticos: mímica, gestos, actuación dramática, etc.
De lo dicho se desprende que la psicología social debe estudiarse desde dos puntos de vista di-
ferentes: primero, desde el punto de vista del contenido, de los temas que le son pertinentes en un
determinado momento en el tiempo; y segundo, desde el punto de vista de las formas y los tipos de
comunicación verbal en que tales temes se instrumentan (se discuten, se expresan, se preguntan, se
consideran, etc.).

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8. Una unidad orgánica articulada asocia la forma de comunicación (por ejemplo, la comunica-
ción estrictamente técnica que se da en el trabajo), con la forma del enunciado (la concisa exposi-
ción comercial y su tema. Pon lo tanto, la clasificación de las formas de los enunciados debe basarse en la clasi-
ficación de las formas de la comunicación verbal. Estas están totalmente determinadas por las relaciones de
producción y el orden sociopolitico. Si aplicáramos un análisis más detallado, veríamos la enorme
importancia del factor jerárquico en el proceso de intercambio verbal y la poderosa influencia que ejer-
ce sobre las formas de los enunciados la organización jerárquica de la comunicación. La corrección
en el lenguaje, el tacto en el hablar, y otras formas de ajustar un enunciado a la organización jerár-
quica de la sociedad tienen gran importancia en el proceso de establecer los géneros básicos de con-
ducta.

9. La verdadera realidad del lenguaje no es el sistema abstracto de formas lingüísticas, ni el habla monologal
aislada, ni el acto psicofisiológico de su realización, sino el hecho social de la interacción verbal que se cumple en uno o
más enunciados.
Todo enunciado, por importante y completo que pueda ser, es lo un momento en el proceso
continuo de la comunicación verbal. Pe esa comunicación verbal continua, a su vez, no es más que
un momento en el proceso generativo continuo y totalmente inclusivo de un agregado social. Y
aquí surge un problema importante: el estudio de la relación entre la interacción verbal concreta y la
situación extraverbal, tanto la situación inmediata como la más general, a través de la primera. Esta
relación adquiere formas diferentes, y en una situación factores distintos asociados con una u otra
forma pueden asumir distintos significados {estas relaciones, por ejemplo, no concuerdan con los
distintos factores de la situación en la comunicación literaria o científica). La comunicación verbal no
puede comprenderse ni explicarse fuera de esta relación con una situación concreta. El intercambio verbal está es-
trechamente vinculado con otros tipos de comunicación, todos los cuales tienen su origen común
en la comunicación de la producción. En su relación concreta con una situación, la comunicación
verbal está siempre acompañada por actos sociales de carácter no verbal (la ejecución de un trabajo,
los actos simbólicos de un ritual, una ceremonia, etc.), y a menudo no es más que un accesorio de
estos actos, con un papel meramente auxiliar. El lenguaje adquiere vida y desarrollo histórico preci-
samente aquí, en la comunicación verbal concreta, y no en el abstracto sistema lingüístico de for-
mas de la lengua, ni en la psiquis individual de los hablantes.
De todo ello se sigue que el orden para el estudio del lenguaje debería ser: 1) formas y tipos de
interacción verbal en relación con sus condiciones concretas; 2) formas de enunciados particulares,
de actuaciones lingüísticas particulares, como elementos de une interacción muy ligada, es decir, los
géneros. del desempeño lingüístico en la conducta humana y la creatividad ideológica determinados
por la interacción verbal, y 3) un nuevo examen, sobre estas nuevas bases, de las formas de la len-
gua en su presentación lingüística usual.
He aquí el orden que sigue el verdadero proceso generativo del lenguaje: se genera el intercam-
bio social (originado en las bases); en este se generan las formas de la actuación lingüística; final-
mente este proceso generativo se refleja en el cambio de las formas de la lengua.

10. La existencia reflejada en el signo no solo es reflejada si no refractada. ¿Cómo se determina


esta refracción de la existencia en el signo ideológico? Por la intersección de intereses sociales orienta-
dos en distinto sentido dentro de la misma comunidad de signos, es decir, por la lucha de clases.
La clase no coincide con la comunidad de signos, es decir, con la comunidad constituida por la
totalidad de usuarios del mismo con junto de signos para la comunicación ideológica. Varias clases
diferentes usan la misma lengua. Como resultado, en cada signo ideológico se intersecan acentos
con distinta orientación. El signo se convierte en la arena de la lucha de clases.

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Esta multiacentualidad del signo ideológico constituye un aspecto crucial. Gracias a esta intersec-
ción de acentos un signo mantiene su vitalidad y dinamismo así como su capacidad de mayor desa-
rrollo. Un signo que ha sido apartado de las presiones de la lucha social –que, por así decir, trascien-
de los límites de la lucha de clases– se debilita inevitablemente, degenera en alegoría y se convierte
en el objeto no ya de una viva inteligibilidad social sino de la comprensión filológica. Los recuerdos
históricos de la humanidad están llenos de signos ideológicos desgastados incapaces de servir de
liza para el choque de acentos sociales vivos. Sin embargo, en tanto son recordados por los filólo-
gos y los historiadores, se puede decir que conservan sus últimos resplandores de vida.
Lo mismo que da al signo ideológico un carácter vital y mutable hace de él un medio refractan-
te y deformador. La clase dirigente se esfuerza por impartir al signo ideológico un carácter eterno,
supraclasista, por extinguir u ocultar la lucha entre los juicios sociales de valor que aparecen en
aquel, por hacer que el signo sea uniacentual.
En realidad, cada signo ideológico viviente tiene dos caras, como Jano. Cualquier palabrota vul-
gar puede convertirse en palabra de alabanza, cualquier verdad común inevitablemente suena para
muchas otras personas como la mayor mentira. Esta cualidad dialéctica interna del signo se exterioriza
abiertamente solo en tiempos de crisis sociales o cambios revolucionarios. En las condiciones ordi-
narias de la vida, la contradicción implícita en cada signo ideológico no puede surgir plenamente
porque el signo ideológico, en una ideología dominante establecida siempre es algo reaccionario y
trata de estabilizar el factor precedente en el flujo dialéctico del proceso generativo social, acentuan-
do la verdad de ayer para hacerla aparecer como hoy. Y allí reside la responsabilidad por el carácter
refractante y deformador del signo ideológico dentro de la ideología dominante.

Valentín Voloshinov, El signo ideológico y la filosofía del lenguaje,


Nueva Visión, Buenos Aires, 1976. (Fragmentos)

3.3. Las particularidades específicas de la última década, 1917-1927,


en la historia de nuestro pensamiento lingüístico. Prólogo (Y. Polivanov)

El cambio revolucionario que se ha manifestado en todas las disciplinas de la ciencia soviética


se comprueba, por cierto, también en el dominio de la lingüística y se expresa fundamentalmente
por la asimilación hecha por una parte de nuestros lingüistas de la concepción del mundo marxis-
ta y de los métodos de investigación marxistas. Es verdad que, en esta ciencia exacta que es la lin-
güística, no es cuestión de anular todos los resultados obtenidos por ella y, en particular por la
lingüística comparada, con el pretexto de que no satisfacen lo que se considera el punto de vista
marxista. Por el contrario, hay que decir que no hay en lingüística (por lo menos en el conjunto de
resultados lingüísticos representado por los trabajos de nuestros mejores lingüistas de comienzos
del siglo XX) afirmaciones que contradigan al marxismo lo mismo que no las hay tampoco, por
ejemplo, en el dominio de la matemática, de la física matemática, de la botánica, etc.: los resulta-
dos obtenidos por la lingüística en tanto que ciencia de la historia natural son también totalmente
aceptables para un representante de la concepción del mundo marxista. En consecuencia, no es
aquí donde reside el aspecto insatisfactorio de la lingüística del periodo prerrevolucionario; desde
nuestro punto de vista, no es en el carácter erróneo de sus tesis: los hechas que ha puesto en evi-
dencia son hechos también para un marxista. Lo grave es que, en los trabajos de los lingüistas de
la generación precedente, la lingüística era exclusivamente, o casi exclusivamente, una ciencia de-
pendiente de la historia natural; se había olvidado que la ciencia del lenguaje debía ser al mismo
tiempo una ciencia sociológica. Más precisamente, esto habla sido olvidado no en la teoría sino

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en la práctica, pues, por supuesto, no había pasado por el espíritu de los corifeos de nuestra lin-
güística (durante el período prerrevolucionario) negar que el lenguaje, que necesita para ser pues-
to en evidencia una serie de momentos físicos, fisiológicos y psicológicos individuales, sea al mis-
mo tiempo un fenómeno social: patrimonio y arma de lucha de un conjunto social unido por
necesidades de cooperación. Esto no era negado sino olvidado en la práctica, en el proceso del
trabajo de creación orientado precisamente hacia los fenómenos físicos, fisiológicos y psicológi-
cos individuales del proceso lingüístico, mientras que su aspecto social quedaba,de hecho, si total-
mente dejado de lado.
El cambio revolucionario orientado hacia la metodología marxista, debe hacerse, no bajo la
forma de un cortejo fúnebre que siga el féretro de la lingüística existente y de la historia concreta
de las lenguas establecida por esa lingüística, sino en la construcción de nuevas ramas dependien-
tes de una lingüística sociológica que fundirá en un todo pragmático armonioso los hechos con-
cretos de la evolución lingüística con la evolución (es decir, la historia) de las formas sociales y de
los organismos sociales concretos. Es por eso que no hay que ignorar la cultura lingüística creada
por las generaciones precedentes, que no hay que desconocer los hechos que ha establecido así
como los métodos que permiten convencerse del carácter demostrado y matemáticamente exacto
de esos hechos. Hay que recordar cada vez más las palabras de Lenin: “Solo a partir de un cono-
cimiento exacto de la cultura, creada por todo el desarrollo de la humanidad, solo gracias a su
transformación podremos crear una cultura proletaria”.

Y. Polivanov, 1928.
En F. Gadet, J.-M. Gayman, Y. Mignot, E. Roudinesco,
Les maîtres de la langue, Maspero, París, 1979. (Fragmentos)

3.4. Desde la “teoría jafética” (N. Marr)

1. De Autobiografía (1927)
La teoría jafética, que engloba ahora a todas las lenguas del mundo, se ha visto coronada por la
posición de la cuestión del vínculo de la lingüística con la historia de la cultura material y de la opinión
pública, así como por la tesis de que todas las lenguas y culturas de Oriente y Occidente son el resulta-
do de un proceso único de creación. No solo las divisiones religiosas han caído sino también las divi-
siones nacionales como factores creativos de la edificación de las lenguas. Las lenguas consideradas
como diferentes por su origen racial han demostrado no ser más que la creación de épocas diferentes.
Se ha demostrado que cada familia racial de lenguas no era un grupo diferente por su origen sino un
nuevo sistema que representaba el desarrollo del sistema precedente. El aislamiento del georgiano y
hasta el del chino han desaparecido. Y estos últimos tiempos asistimos al establecimiento del siguiente
hecho: desde el Japón y la China hasta las orillas del océano Atlántico, los términos fundamentales de
la vida cultural y prehistórica son los mismos. Todas las palabras de todas las lenguas se reducen a
cuatro elementos (sal, bes, yon, rosh).
Para elaborar a fondo esta tesis, en particular para cada lengua, falta todavía un trabajo importan-
te; al mismo tiempo hay que estudiar las lenguas de África y de América que no han sido introducidas
en la investigación o lo han sido sólo parcialmente. Pero actualmente el problema teórico fundamental
es establecer la cronología de aparición de los diferentes sistemas de lenguas así coma el nacimiento –
en las lenguas de los diferentes sistemas– de las diferentes partes del discurso, que no existían origina-
riamente, coordinando el material léxico con la economía, la historia de la cultura material y de las
formas sociales. [...]

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La elucidación del proceso de evolución del lenguaje humano, evolución que tiene una historia
que conduce de numerosas lenguas imperfectas a lenguas perfectas menos numerosas y que indica,
por las etapas que ha recorrido, que la fusión de las lenguas en una sola es inevitable en el futuro, ha
planteado nuevos problemas y ha puesto en evidencia la nueva significación de la lingüística como
ciencia que debe darse por objetivo tomar conciencia y dirigir el proceso de evolución del lenguaje
humano, proceso que se desarrolla desde hace decenas de miles de años y que lleva a la unidad del
lenguaje humano.
[...] El objetivo es claro; la unidad de la humanidad futura tanto en el dominio del lenguaje como
en el de la economía y la opinión pública. El problema fundamental, dentro de mi especialidad, es
igualmente claro: se trata de precisar la explicación del proceso del origen del lenguaje y de perfeccio-
nar algunos de sus aspectos para facilitar, por una técnica racional consciente, el proceso de nacimien-
to de un único instrumento, de un instrumento perfecto de comunicación entre los hombres, y para
completar, de manera consciente y colectiva, lo que ha surgido de manera instintiva y colectiva y que,
en el transcurso de numerosos milenios, ha ido adquiriendo nuevas formas.

2. De El alfabeto analítíco abjazo (1926)


El destino del lenguaje humano es evolucionar del plurilingüismo hacia el monolingüismo. La
emergencia de lenguas auxiliares artificiales, como el esperanto y otras, prefigura, en teoría, el futuro
pero, por su modo de realización, esas lenguas no pueden ser más que los “ersatz” de la verdadera
lengua única que surgirá inevitablemente de la evolución natural de la vida social de los pueblos: Los
signos de esto son evidentes: el camino que queda por recorrer para la humanidad en dirección de
esta realización es incomparablemente más corto que el camino ya recorrido. Naturalmente, una hu-
manidad más desarrollada puede y debe acelerar ese proceso, pero esto no puede hacerse más que
dentro de los límites de las leyes de la creación social y colectiva, en la cual todos los pueblos del mun-
do son llamados a jugar un papel, lo quieran o no. Es un proceso mundial al cual ninguna nación, po-
derosa o débil, puede escapar. Ese proceso mundial, sin embargo, no amenaza de ninguna manera el
crecimiento nacional ni el desarrollo de ninguna lengua nacional, oral o escrita, aunque sea de crea-
ción reciente. Se trata de un proceso grandioso, que progresa con un paso todavía lento pero que se
acelera sin cesar, al mismo ritmo que la economía mundial, para llegara la unificación de la humanidad
desde el punto de vista de las condiciones sociales, sin quitarles por esto a los hombres su individuali-
dad. Es la etapa última de la lucha victoriosa de la humanidad contra la naturaleza, la etapa última que
verá a la humanidad remplazar formas de vida social que dependan de la naturaleza y del entorno físi-
co por otras formas más libres que dependan del mecanismo más complejo, y más perfecto por sus
capacidades, de adaptación de la sociedad.

3. De Las principales conquistas de la teoría jafética (1925)


Ninguna lengua individual, cualquiera sea su difusión imperialista, podrá ser esta lengua única del
futuro. Todas las lenguas que fueron en otro tiempo internacionales han muerto; todas las lenguas,
cualquiera sea su expansión, pequeñas o grandes por el número de sus hablantes, que emanen como
lenguas de clase de las capas superiores de la sociedad o sean producciones más vigorosas de masas,
todas perecerán igualmente; y no son los distintos esperantos, que crecen hoy como hongos, ni ningu-
na de las lenguas que la creación individual nos ofrecerá, los que podrán remplazarlas. Esta lengua co-
mún de la humanidad futura deberá contener toda la riqueza, todas las cualidades de las lenguas
muertas como de las vivas en ese momento pero destinadas a morir. La lengua omniexpresiva y única
del futuro constituye el postulado inevitable de la sociedad humana sin clases y sin nacionalidades.
Pero ¿se puede imaginar, salvo que se esté loco de atar, que un proceso de tal importancia, el de la
creación por las masas de un nuevo instrumento de comunicación social, de una nueva lengua común
a todos los hombres, sea esta de naturaleza sonora o no (no podemos prejuzgar sobre esto), pueda

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desarrollarse de manera inconsciente e instintiva, como ocurrió cuando el lenguaje articulado apareció
y se desarrolló en los comienzos de la humanidad, cuando el hombre dejó de ser una bestia?
Naturalmente no. La humanidad, que se ha vuelto sabia, debe intervenir en ese proceso y es lo
que hará. Al haber tomado conciencia del problema y disponer de técnicas científicas que rigen la
aparición y desarrollo del lenguaje, la humanidad se esforzará, aunque no cree en su totalidad esta len-
gua perfecta y única, por contribuir a la aceleración y al desarrollo correcto del proceso sobre la base
de las lenguas particulares sometidas a esta inevitable creación de masas. Los lingüistas, que han reco-
nocido este objetivo, están destinados a jugar un papel activamente creador; por eso deben adquirir en
primer lugar conocimientos más amplios y más profundos, más reales, del lenguaje humano, sin dejar
de lado el menor detalle, el menor elemento.

4. De La política lingüística (1931)


La política lingüística constituye un problema social, indisolublemente ligado a la cuestión nacio-
nal: ahora bien, la cuestión nacional en la URSS es una de las cuestiones claves de nuestra estructura.
Hemos sabido resolver esta cuestión, y no solo en el plano ideológico, mejor que en cualquier otra
parte del mundo: hemos sabido dar a cada nación una autodeterminación total, sin tener en cuenta el
nivel cultural que tenían bajo el Antiguo Régimen: Y si bien la línea correcta de la Constitución sovié-
tica referida a la cuestión nacional y por lo tanto lingüística, ha sido deformada en la práctica por co-
rrientes izquierdizantes (chauvinistas) y derechizantes (que sostienen la supremacía de la lengua rusa),
en el reciente XVI Congreso del Partido Comunista de la URSS, del partido de la dictadura del prole-
tariado, el camarada Stalin ha formulado sin ambigüedad la política lingüística de nuestro país e inclu-
so la política que corresponde a escala mundial. Como modesto trabajador científico, me permito re-
forzar la formulación enunciada con un sentido supremo de la responsabilidad por ese trabajador de
la organización política del partido que es el camarada Stalin. Yo lo haré sólo desde el punto de vista
de mi especialidad científica, la lingüística, y afirmo que la formulación del camarada Stalin nos pro-
pone, con una claridad y una profundidad notables, como pensamiento políticamente directriz, exac-
tamente la posición a la cual la teoría jafética ha llegado elaborando a escala mundial una teoría abso-
lutamente innovadora sobre el lenguaje.
Citaré a modo de ejemplo la convergencia entre el fragmento del discurso del camarada Stalin re-
ferido a la caducidad de las lenguas nacionales y su fusión en una lengua común y la posición bien co-
nocida en jafetidología sobre la lengua única que será elaborada en el futuro, en el transcurso del pro-
ceso de desarrollo de la cultura material en el mundo entero, para alcanzar la unicidad como resultado
de la unificación de la economía mundial. El fragmento en cuestión dice esto: “La cuestión de la deca-
dencia de las lenguas nacionales y de su fusión en una lengua única no es un problema interior de
nuestro país, no es una problema de la victoria del socialismo en un solo país, sino que es una cues-
tión internacional, la de la victoria del socialismo a escala mundial. Lenin decía con razón que, incluso
después de la victoria de la dictadura del proletariado en el mundo entero, las particularidades nacio-
nales subsistirán todavía un tiempo bastante largo”.
¿Cómo explicar esta convergencia? No es, naturalmente, porque uno dé nosotros haya tomado
las ideas del otro. Las fechas como los hechos concretos se opondrían a esta apreciación. La identidad
de formulación se explica, tanto del lado del político revolucionario como del especialista-lingüista,
por el hecho de que el camarada Stalin ha llegado a su conclusión socio-organizativa a través del mis-
mo procedimiento que al jafetidólogo-lingüista le permitió llegar a su posición teórica. Esta última
procede de la capacidad de organizar los materiales lingüísticos del mundo entero por el método mar-
xista, lo que hace de ella concretamente una conclusión científico-organizativa.

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3.5. Acerca del marxismo en la lingüística (J. Stalin, 1950) (fragmentos)

Un grupo de camaradas jóvenes me ha pedido que exponga en la prensa mi opinión sobre los
problemas de la lingüística, especialmente en lo que concierne al marxismo en la lingüística. Yo no soy
un lingüista y, por supuesto, no puedo dar plena satisfacción a los camaradas. En cuanto al marxismo
en la lingüística, lo mismo que en las demás ciencias sociales, con eso tengo relación directa. Por ello
he accedido a dar respuesta a algunas preguntas hechas por los camaradas.
PREGUNTA. ¿Es cierto que la lengua es una superestructura de la base?
RESPUESTA. No, no es cierto.
La base es el sistema económico de la sociedad en una etapa dada de su desarrollo. La superes-
tructura la constituyen las concepciones políticas, jurídicas, religiosas, artísticas y filosóficas de la socie-
dad y las instituciones políticas, jurídicas, etc., etc., que les corresponden.
Toda base tiene la superestructura correspondiente. La base del régimen feudal tiene su superes-
tructura, sus concepciones políticas, jurídicas, etc., etc., y las instituciones que les corresponden; la
base capitalista tiene su superestructura, y la socialista, la suya. Si se modifica o se destruye la base, se
modifica o se destruye a continuación su superestructura; si nace una nueva base, nace a continuación
la superestructura correspondiente.
En este sentido la lengua se diferencia esencialmente de la superestructura. Tomemos, por ejem-
plo, la sociedad rusa y la lengua rusa. En el curso de los 30 años últimos, en Rusia ha sido destruida la
vieja base, la base capitalista, y construida una base nueva, una base socialista. En consonancia, ha sido
destruida la superestructura de la base capitalista y creada una nueva superestructura, que corresponde
a la base socialista. Por consiguiente, las viejas instituciones políticas, jurídicas y otras han sido reem-
plazadas por instituciones nuevas, socialistas. Sin embargo, la lengua rusa ha continuado siendo, por
su esencia, la misma que era antes de la Revolución de Octubre.
¿Qué ha cambiado desde entonces en la lengua rusa? Ha cambiado en cierta medida el vocabula-
rio de la lengua rusa, ha cambiado en el sentido de que se ha visto enriquecido con un considerable
número de nuevas palabras y expresiones, nacidas con la nueva producción socialista, con el nuevo
Estado, con la nueva cultura socialista, con las nuevas relaciones sociales, con la nueva moral y, final-
mente, con el desarrollo de la técnica y de la ciencia; muchas palabras y expresiones han cambiado de
sentido y adquirido una significación nueva; cierto número de palabras ha caído en desuso, ha desapa-
recido del vocabulario. En lo que respecta al caudal de voces básico y a la estructura gramatical de la
lengua rusa, que constituyen su fundamento, lejos de haber sido liquidados y sustituidos por un nuevo
caudal básico y por una nueva estructura gramatical después de la destrucción de la base capitalista, se
han conservado intactos y perviven sin ninguna modificación seria; se han conservado precisamente
como fundamento de la lengua rusa contemporánea.
Prosigamos. La superestructura es engendrada por la base; pero eso no significa, en modo algu-
no, que la superestructura se circunscriba a reflejar la base, que sea pasiva, neutral, que se muestre in-
diferente a la suerte de su base, a la suerte de las clases, al carácter del régimen. Por el contrario, al na-
cer, la superestructura se convierte en una fuerza activa inmensa, coadyuva activamente a que su base
tome cuerpo y se afiance y adopta todas las medidas para ayudar al nuevo régimen a rematar y des-
truir la vieja base y las viejas clases.
Y no puede ser de otra manera. La superestructura es creada por la base precisamente para que la
sirva, para que la ayude activamente a tomar cuerpo y a afianzarse, para que luche activamente por la
destrucción de la base vieja, caduca, y de su antigua superestructura. Basta que la superestructura re-
nuncie a este su papel auxiliar, basta que pase de la posición de defensa activa de su base a la posición
de indiferencia hacia ella, a una posición idéntica ante las distintas clases, para que pierda su calidad y
deje de ser superestructura.

56
En este sentido, la lengua se diferencia esencialmente de la superestructura. La lengua no es engen-
drada por una u otra base, por la vieja o por la nueva base, en el seno de una sociedad dada, sino por
todo el curso de la historia de la sociedad y de la historia de las bases a través de los siglos. La lengua no
es obra de una clase cualquiera, sino de toda la sociedad, de todas las clases sociales, del esfuerzo de cen-
tenares de generaciones. La lengua no ha sido creada para satisfacer las necesidades de una clase cual-
quiera, sino de toda la sociedad, de todas las clases sociales. Precisamente por eso, ha sido creada como
lengua de todo el pueblo, única para la sociedad y común a todos sus miembros. En virtud de ello, el pa-
pel auxiliar de la lengua como medio de relación entre los hombres no consiste en servir a una clase en
perjuicio de las demás, sino en servir por igual a toda la sociedad, a todas las clases sociales. A ello, preci-
samente, se debe el que la lengua pueda servir por igual al régimen viejo y moribundo y al régimen nue-
vo y en ascenso, a la vieja base y a la nueva, a los explotadores y a los explotados.
Todo el mundo sabe que la lengua rusa ha servido al capitalismo ruso y a la cultura burguesa rusa
antes de la Revolución de Octubre tan bien como sirve hoy día al régimen socialista y a la cultura so-
cialista de la sociedad rusa.
[...] la lengua, que se diferencia en principio de la superestructura, no se distingue de los instru-
mentos de producción, por ejemplo, de las máquinas, que son tan indiferentes a las clases como la
lengua y que pueden servir por igual tanto al régimen capitalista como al socialista.
Prosigamos. La superestructura es producto de una época en el curso de la cual existe y funciona
una base económica dada. Por eso, la superestructura no vive largo tiempo; es liquidada y desaparece
con la destrucción y la desaparición de la base dada.
La lengua, por el contrario, es producto de toda una serie de épocas, en el curso de las cuales cris-
taliza, se enriquece, se desarrolla y se pule. Por eso, la lengua tiene una vida incomparablemente más
larga que cualquier base y que cualquier superestructura. A ello, precisamente, se debe que el naci-
miento y la destrucción no sólo de una base y de su superestructura, sino de varias bases y de sus co-
rrespondientes superestructuras, no conduzca en la historia a la destrucción de una lengua dada, a la
liquidación de su estructura y al nacimiento de una nueva lengua con un nuevo vocabulario y una nue-
va estructura gramatical. [...]
Por último, otra diferencia esencial entre la superestructura y la lengua. La superestructura no está
ligada directamente a la producción, a la actividad productora del hombre. Está ligada a la producción
sólo de modo indirecto, a través de la economía, a través de la base. Por eso, la superestructura no re-
fleja los cambios en el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas inmediata y directamente, sino
después de los cambios en la base, por refracción de los cambios de la producción en los cambios de
la base. Eso quiere decir que la esfera de acción de la superestructura es estrecha y limitada.
La lengua, por el contrario, está ligada directamente a la actividad productora del hombre, y no
sólo a la actividad productora, sino a cualquier otra actividad del hombre en todas las esferas de su
trabajo, desde la producción hasta la base, desde la base hasta la superestructura. Por eso, la lengua re-
fleja los cambios en la producción inmediata y directamente, sin esperar los cambios en la base. Por
eso, la esfera de acción de la lengua, que abarca todos los campos de la actividad del hombre, es mu-
cho más amplia y variada que la esfera de acción de la superestructura. Más aún, es casi ilimitada.
A ello, ante todo, se debe que la lengua, mejor dicho, su vocabulario, se encuentre en un estado de
cambio casi ininterrumpido. El desarrollo incesante de la industria y de la agricultura, del comercio y
del transporte, de la técnica y de la ciencia exige que la lengua enriquezca su vocabulario con nuevas
palabras y expresiones, necesarias para su trabajo. Y la lengua, al reflejar directamente estas necesida-
des, completa su vocabulario con nuevas palabras y perfecciona su estructura gramatical.
Así, pues:
a) un marxista no puede considerar la lengua como una superestructura de la base;
b) confundir la lengua con la superestructura significa incurrir en un error de bulto. [...]

Pravda, 20 de junio de 1950.


57
En torno a algunas cuestiones de la lingüística

Camarada Krashenínnikova:
Respondo a sus preguntas.
1. PREGUNTA. Su artículo demuestra convincentemente que la lengua no es ni base ni superes-
tructura. ¿Sería acertado considerar que la lengua es un fenómeno propio tanto de la base como de la
superestructura, o sería más justo considerar la lengua un fenómeno intermedio?
RESPUESTA. Naturalmente, a la lengua, como fenómeno social, le es propio lo común en todos
los fenómenos sociales, comprendidas la base y la superestructura, a saber: está al servicio de la socie-
dad, como todos los demás fenómenos sociales, incluyendo la base y la superestructura. Pero aquí ter-
mina, propiamente hablando, lo común a todos los fenómenos sociales. A partir de aquí empiezan di-
ferencias importantes entre los fenómenos sociales.
La cuestión estriba en que los fenómenos sociales, además de ese rasgo común, tienen sus parti-
cularidades específicas, que los diferencian a unos de otros y que tienen para la ciencia una importan-
cia primordial. Las particularidades específicas de la base consisten en que ésta sirve a la sociedad des-
de el punto de vista económico. Las particularidades específicas de la superestructura consisten en
que pone al servicio de la sociedad ideas políticas, jurídicas, estéticas y otras, crea para la sociedad las
correspondientes instituciones políticas, jurídicas, etc., etc. ¿En qué consisten las particularidades espe-
cíficas de la lengua, que la diferencian de los demás fenómenos sociales? Consisten en que la lengua
sirve a la sociedad como medio de relación entre los hombres, como medio de intercambio de ideas
en la sociedad, como medio que permite a los hombres entenderse mutuamente y organizar el trabajo
conjunto en todas las esferas de la actividad humana, tanto en la esfera de la producción como en la
esfera de las relaciones económicas, tanto en la esfera de la política como en la esfera de la cultura,
tanto en la vida social como en la vida privada. Estas particularidades son exclusivas de la lengua, y
precisamente porque son exclusivas de la lengua, ésta es objeto de estudio por una ciencia indepen-
diente: la lingüística. Si la lengua no tuviera esas particularidades, la lingüística perdería e] derecho a
una existencia independiente.
En pocas palabras: no puede incluirse a la lengua ni en la categoría de las bases ni en la categoría
de las superestructuras.
Tampoco puede incluírsela en la categoría de los fenómenos «intermedios» entre la base y la su-
perestructura, pues tales fenómenos «intermedios» no existen.
Pero ¿quizá puede incluirse la lengua en la categoría de las fuerzas productivas de la sociedad, por
ejemplo, en la categoría de los instrumentos de producción? En efecto, entre la lengua y los instru-
mentos de producción hay cierta analogía: los instrumentos de producción, lo mismo que la lengua,
manifiestan cierta indiferencia hacia las clases y pueden servir por igual a las diversas clases de la socie-
dad, tanto a las viejas como a las nuevas. ¿Ofrece esta circunstancia fundamento para incluir la lengua
en la categoría de los instrumentos de producción? No, no lo ofrece.
Hubo un tiempo en que N.Y. Marr, viendo que su fórmula «la lengua es una superestructura de la
base» encontraba objeciones, decidió «reorientarse» y declaró que «la lengua es un instrumento de
producción». ¿Tenía razón N.Y. Marr al incluir la lengua en la categoría de los instrumentos de pro-
ducción? No, no tenía ninguna razón.
La cuestión estriba en que la semejanza entre la lengua y los instrumentos de producción no va
más allá de la analogía que acabo de mencionar. Pero en cambio, entre la lengua y los instrumentos de
producción hay una diferencia esencial. Esa diferencia consiste en que los instrumentos de produc-
ción producen bienes materiales, mientras que la lengua no produce nada o sólo «produce» palabras.
Más exactamente dicho: si poseen instrumentos de producción, los hombres pueden producir bienes
materiales, pero, si carecen de ellos, no pueden producir bienes materiales aunque dispongan de una

58
lengua. No es difícil comprender que si la lengua pudiera producir bienes materiales, los charlatanes
serían los hombres más ricos de la tierra. [...]
3. PREGUNTA. Usted dice con toda razón que las ideas, las concepciones, las costumbres y los
principios morales de los burgueses y de los proletarios son diametralmente opuestos. El carácter de
clase de estos fenómenos se ha reflejado indudablemente en el aspecto semántico de la lengua (y a ve-
ces también en su forma --en el vocabulario--, como se señala acertadamente en su artículo). ¿Se pue-
de, cuando se analiza un material idiomático concreto, y en primer término el aspecto semántico de
una lengua, hablar de la esencia de clase de los conceptos por ella expresados, particularmente en los
casos en que no sólo se trata de la expresión, en palabras, del pensamiento del hombre, sino también
de su actitud ante la realidad, en la que se manifiesta con particular relieve la clase a que pertenece?
RESPUESTA. Brevemente hablando, usted quiere saber si las clases influyen en la lengua, si
aportan a la lengua sus palabras y expresiones específicas, si existen casos en que los hombres den di-
ferente significado a unas mismas palabras y expresiones en dependencia de la clase a que pertenez-
can. Sí, las clases influyen en la lengua, aportan a la lengua sus palabras y expresiones específicas y, a
veces, comprenden de modo diferente unas mismas palabras y expresiones. Eso está fuera de dudas.
De aquí, sin embargo, no se desprende que las palabras y las expresiones específicas, igual que la
diferencia en la semántica, puedan tener una importancia seria para el desarrollo de una lengua común
a todo el pueblo, que sean capaces de aminorar su importancia o modificar su carácter.
En primer lugar, esas palabras y expresiones específicas, así como los casos de diferencia en la se-
mántica, son tan escasos que apenas constituyen el uno por ciento de todo el material de la lengua.
Por consiguiente, la enorme masa restante de palabras y expresiones, así como su semántica, son co-
munes a todas las clases de la sociedad.
En segundo lugar, las palabras y expresiones específicas, con matiz de clase, no son utilizadas en
el lenguaje ateniéndose a las reglas de una gramática de «clase», que no existe bajo la capa del cielo,
sino a las reglas de la gramática de la lengua existente, común a todo el pueblo.
Por lo tanto, la existencia de palabras y expresiones específicas, lo mismo que las diferencias en la
semántica de una lengua no refutan, sino que, por el contrario, confirman la existencia y la necesidad
de una lengua única, común a todo el pueblo. [...]
Pravda, 4 de julio de 1950.

Al camarada A. Jolópov
[...]
El camarada Jolópov se remite a la obra de Stalin “Acerca del marxismo en la lingüística” donde
se saca la conclusión de que, como resultado del cruce, por ejemplo, de dos lenguas, una de ellas sale
habitualmente vencedora, mientras que la otra se extingue, y que, por consiguiente, el cruce no da una
lengua nueva, una tercera lengua, sino que conserva una de las lenguas. Más adelante se remite a otra
conclusión tomada del informe de Stalin al XVI Congreso del P.C.(b) de la U.R.S.S., donde se dice que
en el período del triunfo del socialismo en escala mundial, cuando el socialismo se haya consolidado y
sea un sistema de vida habitual, las lenguas nacionales deberán fundirse inevitablemente en una lengua
común que, como es natural, no será ni el gran-ruso ni el alemán, sino una lengua nueva. Al comparar
estas dos fórmulas y ver que no sólo no coinciden, sino que se excluyen, el camarada Jolópov se de-
sespera. “Por su artículo –escribe– he comprendido que del cruce de lenguas nunca puede obtenerse
una lengua nueva, mientras que antes de la aparición del artículo estaba firmemente convencido, de
acuerdo con su discurso en el XVI Congreso del P.C.(b) de la U.R.S.S., de que en el comunismo las len-
guas se fundirían en una lengua común”.
Por lo visto, el camarada Jolópov ha descubierto una contradicción entre estas dos fórmulas y, fir-
memente convencido de que debe ser suprimida, considera necesario desembarazarse de una fórmula,
como injusta, y asirse a la otra fórmula, como justa para todos los tiempos y todos los países; pero no

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sabe a qué fórmula precisamente asirse. Resulta algo así como una situación sin salida. El camarada
Jolópov ni siquiera sospecha que ambas fórmulas pueden ser justas, cada una para su época.
Así les ocurre siempre a los dogmáticos y a los talmudistas, que, sin penetrar en la esencia de las
cosas y citando mecánicamente, sin relación con las condiciones históricas a que se refieren las citas,
se ven siempre en una situación sin salida.
No obstante, si se examina el fondo de la cuestión no hay ningún fundamento para considerar
que esa situación no tiene salida. La cuestión estriba en que el folleto de Stalin “Acerca del marxismo
en la lingüística” y el discurso de Stalin en el XVI Congreso del Partido se refieren a dos épocas total-
mente distintas, razón por la cual las fórmulas resultan también distintas.
La fórmula dada por Stalin en su folleto, en la parte que habla del cruce de las lenguas, se refiere a
la época anterior al triunfo del socialismo en escala mundial; cuando las clases explotadoras son la fuerza
dominante en el mundo; cuando el yugo nacional y colonial sigue en pie; cuando el aislamiento nacio-
nal y la desconfianza entre las naciones están afianzados por las diferencias estatales; cuando no existe
aún la igualdad de derechos de las naciones; cuando el cruce de las lenguas se opera en la lucha por la
dominación de una de las lenguas; cuando no existen aún las condiciones para la colaboración pacífica
y amistosa de las naciones y de las lenguas; cuando no son la colaboración y el enriquecimiento mutuo
de las lenguas, sino la asimilación de unas lenguas y el triunfo de otras, lo que está a la orden del día.
Es lógico que en esas condiciones sólo pueda haber lenguas vencedoras y lenguas vencidas. Precisa-
mente a esas condiciones se refiere la fórmula de Stalin cuando dice que el cruce, por ejemplo, de dos
lenguas no da por resultado la formación de una lengua nueva, sino el triunfo de una de las lenguas y
la derrota de la otra.
En cuanto a la otra fórmula de Stalin, tomada de su discurso en el XVI Congreso del Partido, en
la parte relativa a la fusión de las lenguas en una lengua común, se refiere a otra época, a saber, la épo-
ca posterior al triunfo del socialismo en escala mundial, en la que ya no existirá el imperialismo mundial, las
clases explotadoras habrán sido derrocadas, el yugo nacional y colonial suprimido, el aislamiento na-
cional y la desconfianza entre las naciones sustituidos por la confianza recíproca y el acercamiento de
las naciones; en la que la igualdad de derechos de las naciones será una realidad, la política de aplasta-
miento y asimilación de las lenguas habrá sido eliminada, la colaboración de las naciones será un he-
cho y las lenguas nacionales podrán enriquecerse libre y recíprocamente mediante la colaboración. Es
lógico que en estas condiciones no pueda ni hablarse del aplastamiento y la derrota de unas lenguas ni
del triunfo de otras. Aquí el problema no afectará a dos lenguas, de las cuales una sucumbe y la otra
sale vencedora de la lucha, sino a centenares de lenguas nacionales, de las cuales, como resultado de
una larga colaboración económica, política y cultural de las naciones, irán destacándose al principio
lenguas únicas zonales más enriquecidas, y, después, las lenguas zonales se fundirán en una lengua in-
ternacional común que, naturalmente, no será ni el alemán ni el ruso ni el inglés, sino una nueva len-
gua, que habrá absorbido los mejores elementos de las lenguas nacionales y zonales.
Por consiguiente, esas dos fórmulas distintas corresponden a dos épocas distintas del desarrollo
de la sociedad y, precisamente por eso, por corresponder a ellas, ambas fórmulas son justas, cada una
para su época.
Exigir que estas fórmulas no estén en contradicción entre sí, que no se excluyan, es tan absurdo
como exigir que la época de la dominación del capitalismo no esté en contradicción con la época de la
dominación del socialismo, que el socialismo y el capitalismo no se excluyan entre sí.
Los dogmáticos y los talmudistas consideran que el marxismo, que las distintas conclusiones y
fórmulas del marxismo son una colección de dogmas que «nunca» varían, aunque varíen las condicio-
nes del desarrollo de la sociedad. Creen que si se aprenden de memoria estas conclusiones y fórmulas
y se ponen a citarlas a diestro y siniestro, estarán en condiciones de resolver cualquier problema, pues
suponen que las conclusiones y fórmulas aprendidas de memoria les servirán para todos los tiempos y
para todos los países, para todos los casos de la vida. Pero así sólo pueden pensar quienes ven la letra

60
del marxismo, pero no captan su esencia, quienes se aprenden de memoria los textos de las conclusio-
nes y fórmulas del marxismo, pero no comprenden su contenido.
El marxismo es la ciencia de las leyes del desarrollo de la naturaleza y de la sociedad, la ciencia de
la revolución de las masas oprimidas y explotadas, la ciencia de la victoria del socialismo en todos los
países, la ciencia de la edificación de la sociedad comunista. El marxismo, como ciencia que es, no
puede permanecer estancado: se desarrolla y se perfecciona. En su desarrollo, el marxismo no puede
dejar de enriquecerse con nuevas experiencias, con nuevos conocimientos, y, por tanto, algunas de sus
fórmulas y conclusiones tienen forzosamente que cambiar con el tiempo, tienen forzosamente que ser
sustituidas por nuevas fórmulas y conclusiones, correspondientes a las nuevas tareas históricas. El
marxismo no reconoce conclusiones y fórmulas inmutables, obligatorias para todas las épocas y perí-
odos. El marxismo es enemigo de todo dogmatismo.

Pravda, 2 de agosto de 1950

61
4. Nuevas perspectivas
4.1. Comunidades imaginadas (B. Anderson)

1. [...] Propongo la definición siguiente de nación: una comunidad política imaginada como inhe-
rentemente limitada y soberana.
Es imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayo-
ría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno
vive la imagen de su comunión.1 Renan se refirió a esta imagen, en su estilo afablemente ambiguo,
cuando escribió:
“Or l’essence d’une nation est que tous les individus aient beaucoup de choses en commun, et
aussi que tous aient oublié bien des choses”.2 Con cierta ferocidad, Gellner hace una observación se-
mejante cuando sostiene que “el nacionalismo no es el despertar de las naciones a la autoconciencia:
inventa naciones donde no existen”.3 Sin embargo, lo malo de esta formulación es que Gellner está tan
ansioso por demostrar que el nacionalismo se disfraza con falsas pretensiones que equipara la “inven-
ción” a la “fabricación” y la “falsedad” antes que a la “imaginación” y la “creación”. De esta manera,
da a entender que existen comunidades “verdaderas” que pueden yuxtaponerse con ventaja a las na-
ciones. De hecho, todas las comunidades mayores que las aldeas primordiales de contacto directo (y
quizá incluso éstas) son imaginadas. Las comunidades no deben distinguirse por su falsedad o legiti-
midad, sino por el estilo con el que son imaginadas. Los aldeanos javaneses han sabido siempre que
están conectados con personas que jamás han visto, pero esos lazos fueron imaginados alguna vez de
manera particularísima, como redes infinitamente extensas de parentesco y clientela. Hasta hace muy
poco tiempo, el idioma javanés no tenía ninguna palabra que significara la abstracción “sociedad”.
Ahora podemos pensar en la aristocracia francesa del ancien régime como una clase; pero es seguro que
sólo mucho tiempo después fue imaginada como tal.4 La respuesta normal a esta pregunta: “¿Quién
es el conde de X?” no habría sido “un miembro de la aristocracia”, sino “el señor de X”, “el tío del
barón de Y”, o “un cliente del duque de Z”.
La nación se imagina limitada porque incluso la mayor de ellas, que alberga tal vez a mil millones
de seres humanos vivos, tiene fronteras finitas, aunque elásticas, más allá de las cuales se encuentran
otras naciones. Ninguna nación se imagina con las dimensiones de la humanidad. Los nacionalistas
más mesiánicos no sueñan con que habrá un día en que todos los miembros de la humanidad se uni-
rán a su nación, como en ciertas épocas pudieron pensar los cristianos, por ejemplo, en un planeta en-
teramente cristiano.
Se imagina soberana porque el concepto nació en una época en que la Ilustración y la Revolución
estaban destruyendo la legitimidad del reino dinástico jerárquico, divinamente ordenado. Habiendo
llegado a la madurez en una etapa de la historia humana en la que incluso los más devotos fieles de
cualquier religión universal afrontaban sin poder evitarlo el pluralismo vivo de tales religiones y el alo-
1. Cf. Seton-Watson, Nations and States, p. 5: “Sólo puedo decir que una nación existe cuando un número considerable
de miembros de una comunidad consideran formar parte de una nación, o se comportan como si así ocurriera.”
Aquí podríamos traducir “consideran” por “imaginan”.
2. “Ahora bien, la esencia de una nación está en que todos los individuos tengan muchas cosas en común y también
que todos hayan olvidado muchas cosas” (Ernest Renan, “Qu’est-ce qu’une nation?” en Oeuvres Complètes, 1, p. 892).
Añade Renan: “tout citoyen français doit avoir oublié la Saint-Barthélemy, les massacres du Midi au XIIIe siècle. Il
n’y a pas en France dix familles qui puissent fournir la preuve d’une origine franque [...]”.
3. Ernest Gellner, Thought and Change, p. 169. Las cursivas son mías.
4. Hobsbawm, por ejemplo, la “fija” diciendo que en 1789 había cerca de 400 000 aristócratas en una población de
23 000 000. (Véase su obra, The Age of Revolution, p. 78.) ¿Pero habría podido imaginarse esta representación
estadística de la nobleza en el ancien régime?
62
morfismo entre las pretensiones ontológicas de cada fe y la extensión territorial, las naciones sueñan
con ser libres y con serlo directamente en el reinado de Dios. La garantía y el emblema de esta libertad
es el Estado soberano.
Por último, se imagina como comunidad porque, independientemente de la desigualdad y la explo-
tación que en efecto puedan prevalecer en cada caso, la nación se concibe siempre como un compa-
ñerismo profundo, horizontal. En última instancia, es esta fraternidad la que ha permitido, durante los
últimos dos siglos, que tantos millones de personas maten y, sobre todo, estén dispuestas a morir por
imaginaciones tan limitadas.
Estas muertes nos ponen súbitamente frente al problema central planteado por el nacionalismo:
¿Qué hace que las imágenes contrahechas de la historia reciente (escasamente más de dos siglos) ge-
neren sacrificios tan colosales? Creo que el principio de una respuesta se encuentra en las raíces cultu-
rales del nacionalismo.

2. El impulso revolucionario de las lenguas vernáculas por el capitalismo se vio reforzado por tres
factores externos, dos de los cuales contribuyeron directamente al surgimiento de la conciencia nacio-
nal. El primero y, en última instancia, el menos importante, fue un cambio en el carácter del latín mis-
mo. Gracias a los esfuerzos de los humanistas por revivir la abundante literatura de la Antigüedad pre-
cristiana, y por difundirla por medio del mercado de las impresiones, una nueva apreciación de los
logros estilísticos refinados de los antiguos era evidente entre la intelligentsia . [...]
El segundo factor fue la repercusión de la Reforma, que al mismo tiempo debía gran parte de su
éxito al capitalismo impreso. Antes de la época de la imprenta, Roma ganaba fácilmente todas las gue-
rras libradas en contra de la herejía en Europa occidental porque siempre tenía mejores líneas de co-
municación interna que sus enemigos. Pero en 1517, cuando Martín Lutero clavó sus tesis en las
puertas de la catedral de Wittenberg, tesis estaban impresas en una traducción alemana, y “en el térmi-
no de 15 días [habían sido] vistas en todos los rincones del país”. [...]
El tercer factor fue la difusión lenta, geográficamente despareja, de las lenguas vernáculas particu-
lares como instrumentos de la centralización administrativa, realizada por ciertos aspirantes a monar-
cas absolutistas privilegiados. Aquí convendrá recordar que la universalidad del latín en la Europa oc-
cidental del Medievo no correspondió jamás a un sistema político universal. [...] En efecto, la
fragmentación política de Europa occidental tras la decadencia del Imperio de Occidente significaba
que ningún soberano podría monopolizar el latín y convertirlo en la lengua de Estado exclusiva, de
modo que la autoridad religiosa del latín nunca tuvo una verdadera contraparte política.
El nacimiento de las lenguas vernáculas administrativas antecedió a las revoluciones de la impren-
ta y la religión del siglo XVI y por lo tanto debe considerarse (por lo menos inicialmente) como un
factor independiente en la erosión de la sacra comunidad imaginada. Al mismo tiempo, nada sugiere
que algún profundo impulso ideológico, ya no digamos protonacional, se encontrara detrás de esta di-
fusión de las lenguas vernáculas donde ocurrió. [...]
En todos los casos, la “elección” de la lengua es gradual, inconsciente, pragmática, por no decir
aleatoria. En consecuencia, fue algo totalmente diferente de las políticas idiomáticas conscientes apli-
cadas por las dinastías del siglo XIX que afrontaron el surgimiento de hostiles nacionalismos lingüísti-
cos populares. [...] Un signo claro de la diferencia es que las antiguas lenguas administrativas eran justa-
mente eso: usadas por los funcionarios para su propia conveniencia interna. No había ninguna idea de la
imposición sistemática de la lengua a las diversas poblaciones sometidas de las dinastías. Sin embargo,
la elevación de estas lenguas vernáculas a la posición de lenguas del poder, cuando eran en cierto sen-
tido competidoras del latín (el francés en París, el inglés [antiguo] en Londres), hizo su propia contri-
bución a la decadencia de la comunidad imaginada de la cristiandad.
En el fondo, es probable que el carácter esotérico del latín, la Reforma y el desarrollo caprichoso
de las lenguas vernáculas administrativas sean importantes, en este contexto, sobre todo en un sentido

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negativo: en sus contribuciones al destronamiento del latín. Es muy posible concebir el surgimiento
de las nuevas comunidades nacionales imaginadas sin que ninguno de esos factores esté presente. Lo
que, en un sentido positivo, hizo imaginables a las comunidades nuevas era una interacción semifor-
tuita, pero explosiva, entre un sistema de producción y de relaciones productivas (el capitalismo), una
tecnología de las comunicaciones (la imprenta) y la fatalidad de la diversidad lingüística humana.
El elemento de la fatalidad es esencial. Cualesquiera que fuesen las hazañas sobrehumanas que
pudiera realizar el capitalismo, encontraba en la muerte y las lenguas dos adversarios tenaces. Las len-
guas particulares pueden morir o ser eliminadas, pero no había ni hay ninguna posibilidad de unifica-
ción lingüística general entre los hombres. Sin embargo, esta mutua incapacidad de comprensión tenía
apenas una importancia histórica ligera antes de que el capitalismo y la imprenta crearan grandes pú-
blicos de lectores monolingües.
Aunque es esencial tener en mente una idea de la fatalidad, en el sentido de una condición general
de diversidad lingüística irremediable, sería un error equiparar esta fatalidad con ese elemento común
de las ideologías nacionalistas que destaca la fatalidad primordial de lenguajes particulares y su asocia-
ción con unidades territoriales particulares. Lo esencial es la interacción entre la fatalidad, la tecnología y el
capitalismo. [...]
Nada servía para “conjuntar” lenguas vernáculas relacionadas más que el capitalismo, el que, den-
tro de los límites impuestos por las gramáticas y las sintaxis, creaba lenguas impresas mecánicamente
reproducidas, capaces de diseminarse por medio del mercado.
Estas lenguas impresas echaron las bases de la conciencia nacional en tres formas distintas. En
primer lugar y sobre todo, crearon campos unificados de intercambio y comunicaciones por debajo
del latín y por encima de las lenguas vernáculas habladas. Los hablantes de la enorme diversidad de
franceses, ingleses o españoles, para quienes podría resultar difícil, o incluso imposible, entenderse re-
cíprocamente en la conversación, pudieron comprenderse por la vía de la imprenta y el papel. En el
proceso, gradualmente cobraron conciencia de los centenares de miles, incluso millones, de personas
en su campo lingüístico particular, y al mismo tiempo que sólo esos centenares de miles, o millones,
pertenecían a ese campo. Estos lectores semejantes, a quienes se relacionaba a través de la imprenta,
formaron, en su invisibilidad visible, secular, particular, el embrión de la comunidad nacionalmente
imaginada.
En segundo lugar, el capitalismo impreso dio una nueva fijeza al lenguaje, lo que a largo plazo
ayudó a forjar esa imagen de antigüedad tan fundamental para la idea subjetiva de nación. [...]
Tercero, el impreso creó lenguajes de poder de una clase diferente a la las antiguas lenguas verná-
culas administrativas. Ciertos dialectos estaban inevitablemente “más cerca” de cada lengua impresa y
dominaban sus formas finales. Sus primos en condiciones menos ventajosas, todavía asimilables a la
lengua impresa que surgía, perdieron terreno, sobre todo porque fracasaban (o sólo triunfaban relati-
vamente) en el esfuerzo por imponer su propia forma impresa. [...]
Podemos resumir las conclusiones que pueden sacarse de los argumentos expuestos hasta ahora
diciendo que la convergencia del capitalismo y la tecnología impresa en la fatal diversidad del lenguaje
humano hizo posible una nueva forma de comunidad imaginada, que en su morfología básica prepa-
ró el escenario para la nación moderna. La extensión potencial de estas comunidades estaba forzosa-
mente limitada y, al mismo tiempo, sólo tenía la relación más fortuita con las fronteras políticas exis-
tentes (que eran las más extensas que habían alcanzado los expansionismos dinásticos).
Pero es obvio que, mientras que ahora casi todas las naciones modernas de formación propia –y
también los Estados nacionales– tienen “lenguas nacionales impresas”, muchas de ellas tienen estas
lenguas en común, y en otras sólo una pequeña fracción de la población “usa” la lengua nacional en la
conversación o por escrito. [...] En otras palabras, la formación concreta de los Estados nacionales
contemporáneos no es en modo alguno isomorfa con el alcance determinado de lenguas impresas
particulares.

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3. Los nuevos Estados americanos de fines del siglo XVIII y principios del XIX despiertan un
interés desusado porque parece casi imposible explicarlos en términos de dos factores que, tal vez
porque pueden derivarse fácilmente de los nacionalismos europeos de mediados de siglo, han domi-
nado gran parte del pensamiento europeo acerca del surgimiento del nacionalismo.
En primer lugar, pensemos ya en Brasil, ya en los Estados Unidos o en las antiguas colonias de
España, la lengua no era un elemento que los diferenciara de sus respectivas metrópolis imperiales.
Todos ellos, incluidos los Estados Unidos, eran Estados criollos, formados y dirigidos por personas
que compartían una lengua y una ascendencia comunes con aquellos contra quienes luchaban. En
efecto, debemos reconocer que la lengua jamás fue ni siquiera un punto de controversia en estas lu-
chas iniciales por la liberación nacional. En segundo lugar, hay razones graves para dudar de la aplica-
bilidad, en gran parte del hemisferio occidental, de la tesis de Nairn, por lo demás persuasiva, en el
sentido de que:
El surgimiento del nacionalismo, en un sentido distintivamente moderno, estaba ligado al
bautismo político de las clases bajas. [...] Aunque a veces han sido hostiles a la democracia, los
movimientos nacionalistas han tenido invariablemente una perspectiva populista y han tratado lle-
var a las clases bajas a la vida política. En su versión más típica, esto adoptaba la forma de una cla-
se media inquieta y una jefatura intelectual que trataban de agitar y dirigir las energías de las clases
populares en apoyo de los nuevos Estados.

Por lo menos en Sudamérica y Centroamérica, las “clases medias” de estilo europeo eran todavía
insignificantes a fines del siglo XVIII. Tampoco había mucho de intelligentsia. [...]
Lejos de tratar de “llevar a las clases bajas a la vida política”, uno de los factores decisivos que im-
pulsaron inicialmente el movimiento para la independencia de Madrid, en casos tan importantes
como los de Venezuela, México y Perú, era el temor a las movilizaciones políticas de la “clase baja”,
como los levantamientos de los indios o los esclavos negros.5

4. El final de la época de los movimientos de liberación nacional, exitosos en las Américas, coin-
cidió más o menos con el comienzo de la época del nacionalismo en Europa. Si consideramos el ca-
rácter de estos nacionalismos nuevos que entre 1820 y 1920 cambiaron el rostro del Viejo Mundo, ve-
mos que dos características notables los separan de sus antecesores. Primero, en casi todos ellos las
“lenguas nacionales impresas” tenían una importancia ideológica y política fundamental, mientras que
el español y el inglés no fueron jamás un tema de controversia en las Américas revolucionarias. Segun-
do, todos pudieron funcionar con base en modelos visibles provistos por sus predecesores distantes, y
no tan distantes después de las convulsiones de la Revolución Francesa. La “nación” se convirtió así
en algo capaz de ser conscientemente deseado desde el principio del proceso, antes que en una visión
que se delinea lentamente. En efecto, como veremos más adelante, la “nación” resultó ser un invento
para el que era imposible obtener una patente. Podía piratearse por manos muy diferentes y a veces
inesperadas. [...]
Pasando alegremente por alto algunos hechos extraeuropeos obvios, el gran Johann Gottfried
von Herder (1744-1803) había declarado, hacia el final del siglo XVIII, que “Pues cada pueblo tiene su
cultura y su lengua”. Este concepto tan estrechamente europeo de la nacionalidad como algo ligado a
una lengua de propiedad exclusiva, ejerció una amplia influencia sobre la Europa del siglo XIX y, más
precisamente, sobre el desarrollo teórico subsecuente acerca de la naturaleza del nacionalismo. ¿Cuá-
les fueron los orígenes de esta ilusión? Es muy probable que tales orígenes se encontraran en la pro-
funda contracción del mundo europeo, en el tiempo y el espacio, iniciada ya en el siglo XIV y provo-
cada al principio por las exploraciones de los humanistas y más tarde, paradójicamente, por la
expansión de Europa por todo el planeta.

5. En este sentido hay claras analogías con el nacionalismo bóer un siglo más tarde.
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En su momento, el descubrimiento y la conquista provocaron también una revolución en las ide-
as europeas acerca de las lenguas. Desde los primeros días, marineros, misioneros, comerciantes y sol-
dados portugueses, holandeses y españoles habían elaborado para fines prácticos –navegación, con-
versión, comercio y guerra– ciertas listas de palabras de lenguas no europeas que podían recopilarse
en diccionarios sencillos. Pero fue sólo a fines del siglo XVIII cuando se inició realmente el estudio
científico comparado de las lenguas.
Como señala con gran provecho Seton-Watson, el siglo XIX fue, en Europa y sus cercanías, una
edad de oro para lexicógrafos, gramáticos, filólogos y literatos de las lenguas vernáculas. Las activi-
dades vigorosas de estos intelectuales profesionales fueron el fundamento para determinar los nacio-
nalismos europeos del siglo XIX, en contraste absoluto con la situación de los países de América en-
tre 1770 y 1830. Los diccionarios monolingües eran vastos compendios del tesoro impreso de cada
lengua, fáciles de llevar (aunque a veces no tanto) del taller a la escuela, de la oficina a la casa. Los dic-
cionarios bilingües hacían manifiesto un igualitarismo que acercaba a las lenguas [...]. Los laboriosos
visionarios que dedicaban años a su compilación tenían que recurrir a las grandes bibliotecas de Euro-
pa, en particular las de las universidades. Y gran parte de su clientela inmediata era también, inevita-
blemente, la de los estudiantes universitarios o de grados inferiores. La afirmación de Hobsbawm de
que “el progreso de escuelas y universidades mide el progreso del nacionalismo, porque las escuelas, y
en especial las universidades, se convirtieron en sus defensores más conscientes”, es ciertamente justa
para la Europa del siglo XIX, si no para otros tiempos y lugares.

5. Las clases gobernantes preburguesas producían su cohesión en cierto sentido fuera de la len-
gua, o por lo menos fuera de la lengua impresa. Si el gobernante de Siam tomaba como concubina a
una noble malaya, o si el rey de Inglaterra casaba con una princesa española, ¿hablarían alguna vez se-
riamente entre sí? La solidaridad era producto del parentesco, la relación de clientela y las lealtades
personales. [...] La magnitud relativamente pequeña de la aristocracia tradicional, la fijeza de sus bases
políticas, la personificación de las relaciones políticas implicadas por la relación sexual y la herencia
significaban que su cohesión como clase era tan concreta como imaginada. Una nobleza analfabeta
podía actuar como una nobleza. ¿Pero la burguesía? Esta era una clase que, en sentido figurado, llegó
a serlo sólo después de muchos intentos. El propietario de una fábrica de Lille estaba relacionado con
el propietario de una fábrica en Lyon sólo por terceras personas. No se conocían por fuerza; no solían
casarse unos con las hijas de los otros, ni heredar unos la propiedad de otros. Pero llegaron a imagi-
narse de manera general existencia de miles y miles de personas ellos mediante la lengua impresa.
Esto era apenas imaginable para una burguesía analfabeta. Así pues, en términos de historia mundial
fueron las burguesías las primeras clases que alcanzaron la solidaridad esencialmente con base en la
imaginación. Pero en una Europa decimonónica, donde el latín había sido derrotado por el capitalis-
mo impreso vernáculo durante cerca de dos siglos, esta solidaridad tenía un alcance sólo limitado por
la posibilidad de leer en lenguas vernáculas. Dicho de otro modo, podemos dormir con cualquiera,
pero sólo podemos leer las palabras de algunas personas.
Los nobles, los grandes terratenientes, los profesionales, los funcionarios y los comerciantes eran
entonces los consumidores potenciales la revolución filológica. Pero tal clientela no se formaba en su to-
talidad casi en ninguna parte, y las combinaciones de consumidores efectivos variaban considerable-
mente de una zona a otra. Para entender la razón de esta situación, tenemos que recordar el contraste
básico establecido antes entre Europa y los países de América. En éstos había un isomorfismo casi
perfecto entre la extensión de los diversos imperios y la de sus lenguas vernáculas. En Europa, en
cambio, tales coincidencias eran raras, y los imperios dinásticos intraeuropeos eran básicamente multi-
lingües. En otras palabras, el poder y la lengua impresa abarcaban reinos diferentes.

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6. La revolución lexicográfica de Europa creó y difundió gradualmente la convicción de que las
lenguas eran, por decirlo así (por lo menos en Europa), una propiedad personal de grupos muy espe-
cíficos –que las leían y hablaban todos los días–, y además que estos grupos, imaginados como comu-
nidades, tenían derecho a su lugar autónomo en una fraternidad de iguales.

7. Las “naturalizaciones” de las dinastías de Europa –maniobras que requerían en muchos casos
algunas acrobacias divertidas– acabaron por llevar a lo que Seton-Watson llama mordazmente “nacio-
nalismos oficiales”, de los que la rusificación zarista es sólo el ejemplo más conocido. Estos “naciona-
lismos oficiales” pueden entenderse mejor como un procedimiento para combinar la naturalización
con la retención del poder dinástico, en particular sobre los enormes dominios políglotas acumulados
desde la Edad Media; o, dicho de otro modo, para estirar la piel de la nación, escasa y estrecha, sobre
el cuerpo gigantesco del imperio. La “rusificación” de la población heterogénea de los súbditos del zar
representaba así una fusión violenta, consciente, de dos órdenes políticos opuestos, uno antiguo y
otro nuevo. [...]
La clave para la ubicación del “nacionalismo oficial” –una fusión voluntaria de la nación y el im-
perio dinástico– consiste en recordar que se desarrolló después de los movimientos nacionales popula-
res que proliferaron en Europa desde el decenio de 1820, y como una reacción a tales movimientos. Si es-
tos nacionalismos se inspiraran en la historia norteamericana y la francesa, se convertirían a su vez en
ejemplo. Sólo que se requeriría cierta prestidigitación para que el Imperio pareciera atractivo en un
atuendo nacional.
A fin de obtener cierta perspectiva sobre todo este proceso de inspiración reaccionaria adicional,
podríamos considerar con provecho ciertos casos paralelos, pero útilmente contrastantes.
Seton-Watson señala muy bien la incomodidad experimentada al principio por la autocracia de
los Romanov al “echarse a la calle”. Como hemos visto, el francés era la lengua de la corte de San Pe-
tersburgo en el siglo XVIII, mientras que el alemán era la lengua de gran parte de la nobleza provin-
cial. Tras la invasión de Napoleón, el conde Sergei Uvarov, en un informe oficial de 1832 propuso que
el reino se basara en los principios de Autocracia, Ortodoxia y Nacionalidad (natsionalnost). Si los dos
primeros principios eran antiguos, el tercero era muy novedoso y algo prematuro en una época en que
la mitad de la “nación” estaba compuesta todavía por siervos, y más de la mitad hablaba una lengua
nativa distinta del ruso. El informe de Uvarov le valió el puesto de ministro de Educación, pero nada
más. Durante otro medio siglo, el zarismo no hizo caso de las proposiciones de Uvarov. Durante el
reinado de Alejandro III (1881-1894) fue cuando la rusificación se convirtió en la política dinástica
oficial: mucho después de que en el Imperio habían aparecido los nacionalismos ucraniano, finés, le-
tón y otros. Irónicamente, las primeras medidas de rusificación se tomaron justo en contra de las “na-
cionalidades” que habían sido más kaisertreu [fieles al emperador], como los alemanes bálticos. En
1887, el ruso se hizo lengua obligatoria en todas las escuelas estatales de las provincias bálticas, no
sólo en los primeros grados escolares, una medida que luego se extendió también a las escuelas priva-
das. En 1893 se cerró la Universidad de Dorpat, uno de los colegios más distinguidos de los dominios
imperiales, porque se hablaba alemán en las salas de conferencias (recuérdese que el alemán había sido
hasta entonces una lengua provinciana de Estado, no la voz de un movimiento nacionalista popular).
Y así sucesivamente. Seton-Watson llega a decir que la Revolución de 1905 fue “tanto una revolución
de no rusos contra la rusificación como una revolución de los trabajadores, campesinos e intelectuales
radicales contra la autocracia. Por supuesto, las dos rebeliones estaban relacionadas: la revolución so-
cial fue en efecto más enconada en las regiones no rusas, con trabajadores polacos, campesinos latvios
y campesinos georgianos como protagonistas”.
Al mismo tiempo, sería un gran error suponer que, puesto que la rusificación era una política di-
nástica, no logró uno de sus propósitos principales: colocar un creciente nacionalismo “gran-ruso” tras
el trono. Y no sólo con base en el sentimiento. Después de todo, había oportunidades enormes para

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los funcionarios y empresarios rusos en la vasta burocracia y el mercado en expansión provistos por el
imperio.

8. El desarrollo del nacionalismo húngaro en el siglo muestra en una forma diferente la huella del
modelo “oficial”. Ya vimos que la nobleza magiar de habla latina se opuso enconadamente al intento
de José II por convertir el alemán en la única lengua de Estado imperial en el decenio de 1780. Los
segmentos más favorecidos de esta clase temían perder sus sinecuras en una administración centrali-
zada y moderna, dominada por los burócratas imperiales alemanes. Los estratos inferiores sentían pá-
nico ante la posibilidad de perder sus exenciones de impuestos y tener que cumplir con el servicio mi-
litar obligatorio, además de perder su control sobre los siervos y los condados rurales. Pero junto con
la defensa del latín, se hablaba con mucho oportunismo el magiar “ya que a largo plazo una adminis-
tración magiar parecía ser la única alternativa viable para una administración alemana”. [...] En reali-
dad, en el decenio de 1840 fue cuando la nobleza magiar –una clase integrada por cerca de 136 000
personas que monopolizaban los derechos inmobiliarios y políticos en un país de 11 000 000 de habi-
tantes– se comprometió seriamente con la magiarización, sólo para impedir su propia marginación
histórica.
Al mismo tiempo, el progreso lento del alfabetismo (que en 1869 alcanzaba a un tercio de la po-
blación adulta) la difusión del magiar impreso y el surgimiento de una intelligentsia liberal pequeña, pero
vigorosa, estimularon un nacionalismo húngaro popular concebido de una manera muy distinta al de la
nobleza. Este nacionalismo popular, simbolizado para las generaciones posteriores por la figura de
Lajos Kossuth (1802-1894), tuvo su hora de gloria en la Revolución de 1848. El régimen revoluciona-
rio no sólo se libró de los gobernadores imperiales designados por Viena, sino que abolió la feudal
Dieta de Condados Nobles, supuestamente magiar primigenia, y proclamó reformas para acabar con
la servidumbre y con la exención de impuestos de los nobles, además de frenar de manera drástica la
vinculación de las propiedades. Además, se decidió que todos los que hablaban húngaro debían ser
húngaros (como sólo los privilegiados lo habían hecho antes) y que todo húngaro debería hablar ma-
giar (como sólo algunos magiares solían hacerlo hasta entonces). Como dice sarcásticamente Ignotus:

“La nación” estaba justificada, de acuerdo con las normas de la época (que contemplaban
con ilimitado optimismo el ascenso de las gemelas del liberalismo y el nacionalismo), al sentirse
generosa en extremo cuando “admitía”al campesino magiar sin ninguna discriminación, excepto
la relativa a la propiedad; y a los cristianos no magiares a condición de que se volvieran magiares;
y por último con cierta renuencia y con una demora de 20 años, a los judíos.

La tesis de Kossuth, en sus negociaciones infructuosas con los que encabezaban las diversas mi-
norías no magiares, era que estas personas debieran tener exactamente los mismos derechos civiles
que los magiares, pero como carecían de “personalidades históricas” no podían formar su propia na-
ción. Esta posición podría parecer ahora un poco arrogante. La entenderemos mejor si recordamos
que el joven y brillante poeta radical nacionalista Sándor Petófi (1823-1849), uno de los espíritus más
destacados de 1848, se refirió en cierta ocasión a las minorías como “úlceras en el cuerpo de la madre
patria”.
Tras el derrocamiento del régimen revolucionario por los ejércitos zaristas en agosto de 1849, Kos-
suth se marchó al exilio de por vida. El escenario estaba listo ahora para un resurgimiento del nacionalis-
mo magiar “oficial”, representado por los regímenes reaccionarios del conde Kálmán Tisza (1875-1890)
y de su hijo István (1903-1906). Las razones de este resurgimiento son muy instructivas. Durante el de-
cenio de 1850, la administración autoritario-burocrática de Bach en Viena combinaba la severa represión
política con una implantación firme de ciertas políticas sociales y económicas proclamadas por los revo-
lucionarios de 1848 (en particular, la abolición de la servidumbre y de la exención de impuestos a los no-
bles) y la promoción de las comunicaciones modernas y de la empresa capitalista en gran escala. Privada

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en gran medida de sus privilegios feudales y su seguridad, e incapaz de competir económicamente con
los grandes latifundistas y los activos empresarios alemanes y judíos, la antigua nobleza magiar de nivel
medio inferior se volvió una clase terrateniente rural, disgustada y asustada.
Pero la suerte estaba de su parte. Vergonzosamente derrotada por los ejércitos prusianos en el
campo de Königgrätz en 1866, Viena se vio obligada a aceptar la institución de la Monarquía Doble
en el Ausgleich (compromiso) de 1867. A partir de entonces, el reino de Hungría disfrutó de gran auto-
nomía en el manejo de sus asuntos internos. Los beneficiarios iniciales del Ausgleich fueron un grupo
de aristócratas liberales de alto rango y de profesionales educados magiares. En 1868, la administra-
ción del cultivado magnate conde Gyula Andrássy promulgó la Ley de Nacionalidades, que daba a las
minorías no magiares “todos los derechos que hubiesen reclamado alguna vez, o que pudieran haber
reclamado, fuera de convertir a Hungría en una federación”. Pero con el ascenso de Tisza al poder, en
1875, se inició una época en la que los terratenientes reaccionarios lograron recuperar su posición, re-
lativamente libres de la intromisión vienesa.
En el campo económico, el régimen de Tisza dio a los grandes magnates agrarios manos libres,
pero en lo esencial el poder político estaba monopolizado por los terratenientes, ya que

sólo quedaba un refugio para los desposeídos: la red administrativa del gobierno, tanto
nacional como local, y el ejército. Para éstos, Hungría necesitaba un personal enorme; y si no lo
necesitaba por lo menos podía aparentar necesitarlo. La mitad del país estaba integrada por
“nacionalidades” que debían mantenerse controladas. El pago de una multitud de magistrados
magiares confiables y corteses para que las controlaran era un precio moderado por el interés
nacional, según se afirmaba. El problema de las numerosas nacionalidades era también una
bendición porque excusaba la proliferación de sinecuras.

De este modo, “los magnates conservaban sus propiedades vinculadas y los terratenientes con-
servaban sus empleos vinculados”. Tal era la base social de una política despiadada de magiarización
forzada que después de 1875 convirtió la Ley de las Nacionalidades en letra muerta. La restricción le-
gal del sufragio, la proliferación de barrios miserables, las elecciones amañadas y el asesinato político
organizado en las zonas rurales consolidaron simultáneamente el poder de Tisza y sus favoritos, y su-
brayaron el carácter “oficial” de su nacionalismo. [...]
Sin embargo, el triunfo del “nacionalismo oficial” de los terratenientes magiares reaccionarios,
después de 1875, no puede explicarse sólo por la fuerza política propia de ese grupo, ni por la libertad
de maniobra que heredó del Ausgleich. El hecho es que, hasta 1906, la corte de los Habsburgo no
pudo afirmarse decisivamente frente a un régimen que en muchos sentidos seguía siendo un pilar del
imperio. Sobre todo, la dinastía no podía superponer un fuerte nacionalismo oficial propio. No sólo
porque el régimen era, como dijera el eminente socialista Viktor Adler, “Absolutismus gemildert durch Sch-
lamperei” [absolutismo atemperado por la negligencia]. La dinastía se aferró a concepciones ya abando-
nadas casi en todas partes. “En su misticismo religioso, Habsburgo se sentía unido por un lazo especial
a la divinidad, como un ejecutor de la voluntad divina. [...]
Al mismo tiempo, resulta interesante que la dinastía descubriera en sus últimos días, quizá para su
propia sorpresa, algunas afinidades con sus socialdemócratas, hasta el punto de que algunos de sus
enemigos comunes hablaban despectivamente del “Burgsozialismus [socialismo de palacio]”. En esta
coalición tentativa había sin duda una mezcla de maquiavelismo e idealismo de cada lado. Podemos
ver esta mezcla en la vehemente campaña encabezada por los socialdemócratas austriacos en contra
del “separatismo” económico y militar impuesto por el régimen del conde István Tisza en 1905. Karl
Renner, por ejemplo,

censuró la cobardía de la burguesía austriaca que empezaba a aceptar los planes separatistas
de los magiares, aunque “el mercado húngaro es incomparablemente más importante para el
capital austriaco que [el] mercado marroquí para el capitalismo alemán”, al que la política exterior
alemana defiende con tanta energía. En la reclamación de un territorio aduanero húngaro
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independiente no vio otra cosa que el clamor de los estafadores, los especuladores y los políticos
demagogos de la ciudad contra los intereses auténticos de la industria austriaca, de las clases obreras
austriacas y de la población agrícola húngara.

De igual modo, Otto Bauer escribió:

En la época de la Revolución rusa [de 1905], nadie se atreverá a usar sin reparos la fuerza
militar para sojuzgar al país [Hungría], dividido como está por los antagonismos nacional y de
clase. Pero los conflictos internos del país darán a la Corona otro instrumento de poder que
tendrá que utilizar si no quiere sufrir la suerte de la Casa Bernadotte. No puede ser el órgano de
dos voluntades y pese a todo querer seguir gobernando a Hungría y a Austria. Por tanto, debe
asegurarse de que Hungría y Austria tengan una sola voluntad y que constituyan un solo reino
[Reich]. La fragmentación interna de Hungría da a la Corona la posibilidad de alcanzar esta meta.
Enviará su ejército a Hungría con el objeto de reconquistarla para el reino, pero tendrá que
inscribir en sus banderas: ¡Sufragio efectivo, universal e igual para todos! ¡Derecho de asociación a
los trabajadores agrícolas! ¡Autonomía nacional! La idea de una nación-Estado húngara
independiente [Nationalstaat] la deberá contrarrestar con la de los Estados Unidos de la Gran Austria
[sic], de un Estado federativo [Bundestaat], en el que cada nación administrará independientemente
sus asuntos nacionales, y todas las naciones se unirán en un Estado para la defensa de sus
intereses comunes. De manera inevitable e ineludible, la idea de un Estado federativo de
nacionalidades [Nationalitätenbundestaat] se convertirá en instrumento de la Corona [¡sic!: Werkzeug
der Krone], cuyo reino lo está destruyendo la decadencia del Dualismo.

Parece razonable advertir en estos Estados Unidos de la Gran Austria (EUGA) residuos de los
Estados Unidos de América y del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte (que un día se-
ría gobernado por el Partido Laborista), así como una prefiguración de la Unión de Repúblicas Sovié-
ticas Socialistas, cuya extensión nos recuerda extrañamente al reino del zar. El hecho es que estos
EUGA parecían, en la mente de quien los imaginaba, el heredero necesario de un dominio dinástico
particular (la Gran Austria), cuyos componentes con derecho a voto eran exactamente el producto de
siglos de “tramposerías” de los Habsburgo.
Tales imaginaciones “imperiales” eran en parte la desgracia de un socialismo nacido en la capital
de uno de los grandes imperios dinásticos de Europa. Como hemos observado, las nuevas comunida-
des imaginadas (incluidos los EUGA no nacidos aún, pero ya imaginados), evocadas por la lexicogra-
fía y el capitalismo impreso, se consideraban siempre a sí mismas como algo antiguo. En una época en
que la “historia” misma aún se concebía generalmente en términos de “grandes hechos” y “grandes
dirigentes”, como perlas engarzadas en el hilo de una narración, era desde luego tentador descifrar el
pasado de la comunidad en las dinastías antiguas. Así se explican unos EUGA donde es casi la mem-
brana que separa el imperio de la nación y la Corona del proletariado.
Tampoco Bauer era original en todo esto. Un Guillermo el Conquistador y un Jorge I, ninguno
de los cuales hablaba inglés, siguen apareciendo sin duda como perlas en el collar de los “Reyes de In-
glaterra”.

9. [...] Se ha sostenido que desde mediados del siglo XIX surgió lo que Seton-Watson llama “na-
cionalismos oficiales” en Europa. Estos nacionalismos fueron históricamente “imposibles” una vez
que aparecieron los nacionalismos lingüísticos populares, porque en el fondo eran la respuesta de los
grupos de poder –primordial pero no exclusivamente dinásticos ni aristocráticos– amenazados con la
exclusión o la marginación en las comunidades populares imaginadas. Se iniciaba especie de trastorno
estructural que, después de 1918 y 1945, arrojó a estos grupos al desagüe en Estoril y Montecarlo. Ta-
les nacionalismos oficiales eran políticas conservadoras, por no decir reaccionarias, adaptadas del mo-
delo de los nacionalismos populares, en gran medida espontáneos, que los precedieron. Tampoco se
confinaban, en última instancia, a Europa y el Levante. En nombre del imperialismo, las mismas cla-
ses de grupos implantaron políticas muy similares en los vastos territorios asiáticos y africanos someti-

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dos en el transcurso del siglo XIX. Por último, refractadas en culturas e historias no europeas, fueron
recogidas e imitadas por grupos autóctonos gobernantes en pocas zonas (como Japón y Siam) que es-
caparon al sometimiento directo.
En casi todos los casos, el nacionalismo oficial ocultaba una discrepancia entre la nación y el rei-
no dinástico.

10. Los nuevos Estados del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial tienen su carácter
propio, que sin embargo sólo puede comprenderse en términos de la sucesión de modelos que hemos
venido considerando. Un procedimiento para subrayar estos antecedentes consiste en recordar que un
número muy grande de estas naciones (principalmente no europeas) llegaron a tener lenguas de Esta-
do europeas. Si se asemejaban al modelo “norteamericano” en este aspecto, tomaban del nacionalis-
mo lingüístico europeo su populismo fogoso, y del nacionalismo oficial su orientación de política ru-
sificante. Lo hacían porque los norteamericanos y los europeos habían tenido complejas experiencias
históricas que ahora se imaginaban por todas partes, y porque las lenguas de Estado europeas que em-
pleaban eran el legado del nacionalismo oficial imperialista. Por ello en las políticas de “construcción
de la nación” de los Estados nuevos vemos a menudo un auténtico entusiasmo popular nacionalista y
una inyección sistemática, incluso maquiavélica, de ideología nacionalista en los medios de informa-
ción de masas, el sistema educativo, las regulaciones administrativas, etc. A su vez, esta mezcla de na-
cionalismo popular y nacionalismo oficial ha sido producto de anomalías creadas por el imperialismo
europeo: la conocida arbitrariedad de las fronteras y las intelligentsias bilingües impuestas precariamente
a diversas poblaciones monolingües. Podemos concebir así a muchas de estas naciones como proyec-
tos cuya realización se encuentra todavía en marcha, pero que se conciben más en el espíritu de Maz-
zini que en el de Uvarov.

11. En general se reconoce que intelligentsias fundamentales para surgimiento del nacionalismo en
los territorios coloniales, no sólo porque el colonialismo asegura que los terratenientes, los grandes
comerciantes, los empresarios industriales, e incluso una gran clase profesional, fuesen cosas un tanto
raras entre los nativos. Casi en todas partes, el poder económico estaba monopolizado por los propios
colonialistas, o compartido de manera desigual con una clase políticamente impotente de empresarios
parias (no nativos): libaneses, indios y árabes en el África; chinos, indios y árabes en el Asia colonial.
Se reconoce en forma no menos general que el papel de vanguardia de las intelligentsias se debió a su
instrucción bilingüe, o mejor dicho a su instrucción y bilingüismo.
El alfabetismo hacía posible ya la comunidad imaginada flotante en el tiempo homogéneo, vacío,
a la que ya hemos hecho referencia. El bilingüismo significaba acceso, por medio de la lengua de Esta-
do europea, a la cultura occidental moderna en el sentido más amplio, y en particular a los modelos
del nacionalismo, la nacionalidad y la nación-Estado producidos en otras partes en el curso del siglo
XIX.

12. No está claro todavía si dentro de treinta años habrá una generación de mozambiqueños que
sólo hablen el portugués mozambiqueño. Pero a fines del siglo XX no es forzosamente cierto que el
surgimiento de tal generación sea una condición sine qua non de la solidaridad nacional mozambiqueña.
En primer lugar, los adelantos de la tecnología en las comunicaciones, sobre todo en la radio y la televi-
sión, dan a la prensa ciertos aliados que no existían hace un siglo. La radiodifusión multilingüe puede
evocar la comunidad imaginada entre los analfabetos y las poblaciones de lenguas maternas diferentes.
(Aquí hay ciertas semejanzas con las evocaciones del cristianismo medieval por medio de representacio-
nes visuales y alfabetos bilingües.) En segundo lugar, como he dicho, los nacionalismos del siglo XX tie-
nen un carácter sumamente adaptable. Tales nacionalismos pueden aprovechar, y aprovechan, más de
un siglo y medio de experiencia humana y tres modelos anteriores de nacionalismo. Los dirigentes na-

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cionalistas pueden así establecer a propósito sistemas educativos, civiles y militares, inspirados en el na-
cionalismo oficial; elecciones, organizaciones partidarias y actos culturales de acuerdo con los nacionalis-
mos populares de la Europa del siglo XIX y la idea de una república de ciudadanos traída al mundo por
las Américas. Sobre todo, la idea misma de “nación” ha arraigado firmemente en casi todas las lenguas
impresas, y la nacionalidad de hecho es inseparable de la conciencia política.
En un mundo en que la nación-Estado es la norma predominante, todo esto significa que hoy
pueden imaginarse naciones sin ninguna comunidad lingüística, no en el espíritu ingenuo de “noso-
tros los americanos”, sino por una conciencia general de lo que la historia moderna ha demostrado
que es posible. En este contexto, parece conveniente concluir este capítulo retornando a Europa y
considerando brevemente la nación cuya diversidad lingüística se ha usado a menudo como un garro-
te para golpear a los defensores de las teorías del nacionalismo basadas en la lengua.

13. La “última oleada” de los nacionalismos, en su mayor parte en los territorios coloniales de Asia
y África, fue en su origen una reacción al imperialismo mundial de nuevo estilo hecho posible por los lo-
gros del capitalismo industrial. Como dijo Marx en su estilo inimitable: “La necesidad de un mercado en
constante expansión para sus productos persigue a la burguesía por toda la faz del planeta.” Pero el capi-
talismo también ha ayudado –sobre todo por su diseminación en forma impresa– a crear nacionalismos
populares en Europa, basados en lenguas vernáculas, que en grados diferentes socavaron el inveterado
principio dinástico y alentaron a toda dinastía que pudiera hacerlo a que se naturalizase. A su vez, el na-
cionalismo oficial –mezcla del nuevo principio nacional y de los viejos principios dinásticos (el Imperio
británico)– condujo a lo que podríamos llamar, por conveniencia, la “rusificación” de las colonias extraeu-
ropeas. Esta tendencia ideológica encajaba muy bien en las exigencias prácticas. Los imperios de fines
del siglo eran demasiado grandes y remotos para ser gobernados por un puñado de nacionales. Además,
el Estado multiplicaba sus funciones con rapidez, tanto en las metrópolis como en las colonias, junto
con el capitalismo. Estas fuerzas combinadas generaron los sistemas escolares “rusificantes” que en par-
te trataban de producir los cuadros subalternos requeridos por las burocracias estatales y corporativas.
Estos sistemas escolares, centralizados y estandarizados, crearon nuevas peregrinaciones que típicamente
tenían sus Romas en las diversas capitales, porque las naciones ocultas en el corazón de los imperios no
permitían mayor ascenso interno. De ordinario, pero no siempre, estas peregrinaciones educativas se
imitaban o reproducían en la esfera administrativa. La interconexión entre las peregrinaciones educativas
particulares y las administrativas dio la base territorial necesaria para nuevas “comunidades imaginadas”
en las que los “nativos” podrían llegar a verse como “nacionales”. La expansión del Estado colonial que,
por decirlo de algún modo, invitaba a los “nativos” a las escuelas y las oficinas, y del capitalismo colonial
que, por decirlo así, los excluía de las juntas de consejo, significaba que, en un grado sin precedente, los
principales voceros del nacionalismo colonial inicial eran intelectuales solitarios, bilingües, independien-
tes de las poderosas burguesías locales.
Sin embargo, como intelectuales bilingües, y sobre todo como intelectuales de principios del siglo
XX, tenían acceso –dentro y fuera del salón de clases– a modelos de nación, de nacionalidad y de na-
cionalismo obtenidos de las experiencias turbulentas y caóticas de más de un siglo de historia america-
na y europea. A su vez, estos modelos ayudaban a dar forma a miles de sueños incipientes. En varia-
bles combinaciones, las lecciones del nacionalismo criollo, vernáculo y oficial se copiaron, adaptaron y
mejoraron. Finalmente, virtud de que el capitalismo transformaba con rapidez creciente los medios de
la comunicación física e intelectual, las intelligentsias encontraron procedimientos para evitar los medios
impresos en la propagación de la comunidad imaginada, no sólo entre las masas analfabetas sino in-
cluso entre las masas instruidas que leían lenguas diferentes.

Benedict Anderson, Comunidades imaginadas.


Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (1983), México, FCE, 2006. (Fragmentos)

72
4.2. La transformación del nacionalismo, 1870-1918 (Hobsbawm)

Una vez se ha alcanzado cierto grado de desarrollo europeo, las comunidades lingüísti-
cas y culturales de los pueblos, tras madurar silenciosamente durante los siglos, surgen del
mundo de la existencia pasiva como pueblos (passiver Volkheit). Adquieren conciencia de sí
mismos como fuerza con un destino histórico. Exigen controlar el estado, como el instru-
mento de poder más elevado de que se dispone, y luchan por su autodeterminación política.
El cumpleaños de la idea política de la nación y el año del nacimiento de esta nueva con-
ciencia es 1789, el año de la Revolución francesa.1

Doscientos años después de la Revolución francesa ningún historiador serio (y espero que na-
die que haya leído el presente libro hasta llegar aquí) considerará que afirmaciones como la citada al
principio de este capítulo son algo más que ejemplos de mitología programática. A pesar de ello, la
cita parece una afirmación representativa de aquel “principio de nacionalidad” que convulsionó la po-
lítica internacional de Europa después de 1830, creando varios estados nuevos que correspondían, en
la medida de lo posible, a una mitad del llamamiento de Mazzini “Cada nación un esta-do”, aunque
menos con la otra mitad, “sólo un estado para la nación entera”.2 Es representativa, en particular, en
cinco aspectos: por hacer hincapié en la comunidad lingüística y cultural, que fue una innovación del
siglo XIX,3 por recalcar el nacionalismo que aspiraba a formar o captar estados en lugar de las “nacio-
nes” de estados que ya existían, por su historicismo y sentido de la misión histórica, por reclamar la
paternidad de 1789 y no en menor medida por su ambigüedad terminológica y su retórica.
Con todo, si bien a primera vista la cita parece algo que el propio Mazzini podría haber escrito, de
hecho fue escrita setenta anos después de las revoluciones, por un socialista marxista de origen mora-
vo, en un libro que trataba de los problemas específicos del imperio Habsburgo. En pocas pa-labras,
aunque podría confundirse con el “principio de nacionalidad” que transformó el mapa político de
Europa entre 1830 y el decenio de 1870, en realidad pertenece a una fase posterior y diferente de de-
sarrollo nacionalista en la historia europea.
El nacionalismo de 1880-1914 difería en tres aspectos importantes de la fase de nacionalismo de
Mazzini. En primer lugar, abandonó el “principio del umbral” que, como hemos visto, ocupaba un lu-
gar central en el nacionalismo de la era liberal. En lo sucesivo cualquier conjunto de personas que se
consideraran como “nación” reivindicó el derecho a la auto-determinación, que, en último término,
significaba el derecho a un estado aparte, soberano e independiente para su territorio. En segundo lu-
gar, y a consecuencia de esta multiplicación de naciones “no históricas” en potencia, la etnicidad y la
lengua se convirtieron en los criterios centrales, cada vez más decisivos o incluso únicos de la condi-
ción de nación en potencia. Sin embargo, hubo un tercer cambio que afectó no tanto a los movi-
mientos nacionales no estatales, que ahora se volvieron cada vez más numerosos y ambiciosos, sino a
los sentimientos nacionales dentro de los estados-nación establecidos: un marcado desplazamiento
hacia la derecha política de la nación y la bandera, para el cual se inventó realmente el término “nacio-
nalismo” en el último decenio (o los últimos decenios) del siglo XIX. La cita de Renner representa los
dos primeros de estos cambios, pero (procediendo de la izquierda) es muy claro que no representa el
tercero.
Hay tres razones por las cuales no se ha reconocido a menudo la tardanza con que el criterio étni-
co-lingüístico para definir una nación real-mente se volvió dominante. La primera es que los dos mo-
vimientos nacionales no estatales más prominentes de la primera mitad del siglo XIX se basaban esen-

1. K. Renner, Staat und Nation, p. 89.


2. Ibid., p. 9.
3. Cf. Th. Schieder, “Typologie und Erscheinungsformen des Nationalstaats”, en H. A. Winkler, ed., Nationalismus,
Königstein im Taunus, 1985, p. 128.
73
cialmente en comunidades de gentes cultas, unidas por encima de las fronteras políticas y geográficas
por el uso de una lengua acreditada de alta cultura y su literatura. En el caso de los alemanes y los ita-
lianos, su lengua nacional no era meramente un cómodo recurso administrativo o un medio de unifi-
car la comunicación a escala estatal, como el francés lo había sido en Francia desde la ordenanza de
Villers-Cotterets en 1539, o incluso un recurso revolucionario para poner las verdades de la libertad, la
ciencia y el progreso al alcance de todos, asegurar la permanencia de la igualdad de los ciudadanos e
impedir que resucitara la jerarquía del antiguo régimen, como lo era para los jacobinos.4 Era más in-
cluso que el vehículo de una literatura distinguida y de expresión intelectual universal. Era la única
cosa que los hacía alemanes o italianos, y, por consiguiente, llevaba una carga de identidad nacional
mucho más pesada que, pongamos por caso, la que llevaba el inglés para quienes lo escribían y leían.
Sin embargo, aunque la lengua proporcionaba así un argumento central para la creación de un estado
nacional unificado a las clases medias liberales de Italia y Alemania, en la primera mitad del siglo XIX
este hecho todavía no se daba en ninguna otra parte. Las reivindicaciones políticas de independencia
de Polonia o Bélgica no se basaban en la lengua, como tampoco se basaban en ella las rebeliones de
diversos pueblos balcánicos contra el imperio otomano, que produjeron algunos estados independien-
tes. Y tampoco el movimiento irlandés en Gran Bretaña. En cambio, allí donde movimientos lingüís-
ticos ya tenían una base política significativa, como en las tierras checas, la autodeterminación nacional
(en contraposición al reconocimiento cultural) todavía no era motivo de disputa y nadie pensaba seria-
mente en la instauración de un estado aparte.
No obstante, desde las postrimerías del siglo XVIII (y en gran parte bajo la influencia intelectual
alemana) Europa era presa de la pasión romántica por el campesinado puro, sencillo y no corrompi-
do, y para este redescubrimiento folclórico de “el pueblo” las lenguas vernáculas que éste hablaba
eran importantísimas. Con todo, si bien este renacimiento cultural de signo populista proporcionó los
cimientos para muchos movimientos nacionalistas subsiguientes y, por lo tanto, se ha contado justifi-
cadamente como la primera fase (la “fase A”) de su desarrollo, el propio Hroch deja bien claro que en
ningún sentido era todavía un movimiento político del pueblo en cuestión, ni entrañaba ninguna aspi-
ración o programa de carácter político. A decir verdad, la mayoría de las veces el descubrimiento de la
tradición popular y su transformación en la “tradición nacional” de algún pueblo campesino olvidado
por la historia fueron obra de entusiastas de la clase gobernante o elite (extranjera), tales como los ale-
manes bálticos o los suecos finlandeses. La Sociedad de Literatura Finlandesa (fundada en 1831) fue
creada por suecos, sus anales se llevaban en lengua sueca y, al parecer, todos los escritos de Snellman,
el principal ideólogo del nacionalismo cultural finlandés, estaban redactados en sueco.5 Aunque na-
die podría negar la proliferación de movimientos culturales y lingüísticos en toda Europa durante el
período comprendido entre los decenios de 1780 y 1840, es un error confundir la fase A de Hroch
con su fase B, en que ha nacido un conjunto de activistas dedicados a la agitación política a favor de la
“idea nacional”, y todavía menos con su “fase C”, en que puede contarse con el apoyo de las masas a
la “idea nacional”. Como de-muestra el caso de las islas Británicas, no hay, dicho sea de paso, ninguna
relación necesaria entre los movimientos del renacer cultural de este tipo y las agitaciones nacionales

4. “Todos los miembros del soberano (pueblo) pueden ocupar todos los puestos (públicos); es deseable que todos
los ocupen por rotación, antes de volver a sus ocupaciones agrícolas o mecánicas. Este estado de cosas nos
plantea la siguiente alternativa. Si estos puestos los ocupan hombres incapaces de expresarse en la lengua nacional
o de escribirla, ¿cómo pueden salvaguardarse los derechos de los ciudadanos mediante documentos cuyos textos
contienen errores de terminología, ideas carentes de precisión ... en una palabra, todos los síntomas de la ignorancia?
Si, en cambio, esta ignorancia tuviera que excluir a hombres de los puestos públicos, pronto veríamos el
renacimiento de aquella aristocracia que en otro tiempo usaba el patois como signo de afabilidad protectora al
hablar con aquellos a quienes insolentemente llamaba "las clases inferiores" (les petits gens). Pronto volvería la
sociedad a contagiarse una vez más de "la gente como Dios manda" (de gens comme il faut) ... Entre dos clases separadas
se establecerá una especie de jerarquía. Así, la ignorancia de la lengua haría que el bienestar social corriese peligro, o
destruiría la igualdad.” (Del Rapport del Abbé Grégoire, citado en Fernand Brunot, Histoire de la langue française,
Paris, 1930-1948, vol. IX, I, pp. 207-208.)
5. E. Juttikala y K. Pirinen, A history of Finland, Helsinki, 1975, p.176.
74
o los movimientos de nacionalismo político subsiguientes, y, a la inversa, puede que al principio tales
movimientos nacionalistas tuvieran poco o nada que ver con el resurgimiento cultural. La Folklore
Society (1878) y el renacer de la canción folclórica en Inglaterra no eran más nacionalistas que la
Gypsy Lore Society.
La tercera razón se refiere a la identificación étnica en lugar de lingüística. Radica en la falta –has-
ta muy entrado el siglo– de teorías o pseudoteorías influyentes que identifiquen las naciones con la
descendencia genética. Volveremos a ocuparnos de ello más adelante. [...]
Asimismo, es durante este período cuando vemos cómo los movimientos nacionalistas se multi-
plican en regiones donde antes eran desconocidos, o entre pueblos que hasta entonces sólo tenían in-
terés para los folcloristas, e incluso por primera vez, teóricamente, en el mundo no occidental. Hasta
qué punto los nuevos movimientos antiimperialistas pueden considerarse nacionalistas dista mucho
de estar claro, aunque es in-negable que la ideología nacionalista occidental influía en sus portavoces y
activistas, como en el caso de la influencia irlandesa en el nacionalismo indio. Sin embargo, aunque
nos limitemos a Europa y sus alrededores, en 1914 encontramos muchos movimientos que apenas
existían, o no existían en absoluto, en 1870: entre los armenios, los georgianos, los lituanos y otros
pueblos bálticos y los judíos (tanto en su versión sionista como en la no sionista), entre los macedo-
nios y los albaneses en los Balcanes, los rutenos y los croatas en el imperio Habsburgo –el naciona-
lismo croata no debe confundirse con el anterior apoyo de los croatas al nacionalismo yugoslavo o
“ilirio”–, entre los vascos y los catalanes, los galeses, y, en Bélgica, un movimiento flamenco claramen-
te radicalizado, así como in-esperados toques de nacionalismo local en lugares como Cerdeña. Hasta
podemos detectar los primeros síntomas de nacionalismo árabe en el imperio otomano.
Como ya hemos sugerido, la mayoría de estos movimientos recalcaba ahora el elemento lingüísti-
co o étnico (o ambos a la vez). Que con frecuencia esto era novedad puede demostrarse fácilmente.
Antes de la fundación de la Liga Gaélica (1893), que al principio no tenía objetivos políticos, la lengua
irlandesa no era uno de los elementos del movimiento nacional irlandés. No figuraba ni en la agitación
de O'Connell –aunque el Libertador era natural de Kerry y hablaba gaélico– ni en el programa de los
fenianos. Ni siquiera se hicieron intentos de crear una lengua irlandesa uniforme, partiendo del habi-
tual complejo de dialectos, hasta después de 1900. El nacionalismo finlandés tenía por objeto defen-
der la autonomía del gran ducado bajo los zares, y los liberales finlandeses que surgieron después de
1848 se tenían a sí mismos por los representantes de una sola nación bilingüe. El nacionalismo finlan-
dés no pasó a ser esencialmente lingüístico hasta, aproximadamente, el decenio de 1860 (en que un
edicto imperial mejoró la posición pública de la lengua finlandesa frente a la sueca), pero hasta el de-
cenio de 1880 la lucha lingüística siguió siendo en gran parte una lucha de clases interna entre los fin-
landeses de clase baja (representados por los Fennomen, partidarios de una sola nación con el finlandés
por lengua) y la minoría sueca de clase alta, representada por los Svecomen (que argüían que el país
contenía dos naciones y, por ende, dos lenguas). Hasta después de 1880, momento en que el zarismo
adoptó su propia postura nacionalista y rusificadora, no coincidió la lucha por la autonomía con la
lucha por la lengua y la cultura.6
Tampoco el catalanismo como movimiento (conservador) cultural y lingüístico se remonta más
allá del decenio de 1850 y la fiesta de los Jocs Florals (análogos a los Eisteddfodau galeses) no se re-
sucitó antes de 1859. La lengua misma no se estandarizó eficazmente hasta el siglo XX,7 y el regiona-
lismo catalán no se interesó por la cuestión lingüística hasta media-dos del decenio de 1880 o más
tarde.8 Se ha sugerido que el desarrollo del nacionalismo vasco llevaba unos treinta años de retraso
respecto del movimiento catalán, aunque el desplazamiento ideológico del autonomismo vasco de la
defensa o la restauración de antiguos fueros feudales a un argumento lingüístico-racial fue repentino:

6. Juttikala y Pirinen, A history of Finland, pp. 176-186.


7. Carles Riba, “Cent anys de defensa i il.lustració de l'idioma a Catalunya”, L'Avenç, 71 (mayo de 1984), pp. 54-62. Se
trata del texto de una conferencia pronunciada originalmente en 1939.
8. Francesc Vallverdú, “El català al segle XIX”, L'Avenç, 27 (mayo de 1980), pp. 30-36.
75
en 1894, menos de veinte años después del fin de la segunda guerra carlista, Sabino Arana fundó su
Partido Nacionalista Vasco (PNV), inventando de paso el nombre vasco del país (“Euskadi”), que
hasta aquel momento no existía.9
En el otro extremo de Europa, los movimientos nacionales de los pueblos bálticos apenas habían
salido de sus primeras fases (culturales) en el último tercio de siglo, y en los remotos Balcanes, donde
la cuestión macedonia alzó su ensangrentada cabeza después de 1870, la idea de que las diversas na-
cionalidades que vivían en el territorio deberían distinguirse por su lengua fue la última de las muchas
que asaltaron a los estados de Serbia, Grecia, Bulgaria y la Sublime Puerta, que luchaban por él.10 Los
habitantes de Macedonia se habían distinguido por su religión, o, de no ser así, las reivindicaciones
de esta u otra parte de ella se basaban en la historia comprendida entre la Edad Media y la Antigüe-
dad o, en otros casos, en argumentos etnográficos acerca de costumbres y prácticas rituales comunes.
Macedonia no se transformó en un campo de batalla para los filólogos eslavos hasta el siglo XX, mo-
mento en que los griegos, que no podían competir en este terreno, buscaron la compensación recal-
cando una etnicidad imaginaria.
Al mismo tiempo –aproximadamente en la segunda mitad de siglo– el nacionalismo étnico reci-
bió enormes refuerzos: en la práctica, de las migraciones geográficas de pueblos, cada vez más masi-
vas; y en teoría, de la transformación de ese concepto central de la ciencia social del siglo XIX que es la
“raza”. Por un lado, la antigua división de la humanidad en unas cuantas “razas” que se distinguían
por el color de la piel se amplió ahora hasta convertirla en una serie de distinciones “raciales” que se-
paraban a pueblos cuya piel clara era aproximadamente la misma, tales como los “arios” y los “semi-
tas”, o, entre los “arios”, a los nórdicos, los alpinos y los mediterráneos. Por otro lado, el evolucionis-
mo darviniano, complementado más adelante por lo que daría en llamarse “genética”, proporcionó al
racismo algo que parecía un poderoso grupo de razones “científicas” para impedir la entrada a los fo-
rasteros e incluso, como ocurriría más adelante, expulsarlos y asesinarlos. Todo esto ocurrió relativa-
mente tarde. El antisemitismo no adquirió su carácter “racial” (en contraposición a su carácter reli-
gioso-cultural) hasta alrededor de 1880; los principales profetas del racismo alemán y francés (Vacher
de Lapouge, Houston Stewart Chamberlain) pertenecen al decenio de 1890, y los “nórdicos” no en-
tran en el discurso racista, o en cualquier otro discurso, hasta 1900 aproximadamente.11
Los vínculos entre el racismo y el nacionalismo son obvios. La “raza” y la lengua se confundían
fácilmente como en el caso de los “arios” y los “semitas”, lo cual causaba mucha indignación a estu-
diosos con escrúpulos como Max Muller, que señalaban que la “raza”, concepto genético, no podía
inferirse de la lengua, que no era heredada. Además, hay una analogía evidente entre la insistencia de
los racistas en la importancia de la pureza social y los horrores de la mezcla de razas y la insistencia de
tantas –tentado estoy de decir la mayoría– formas de nacionalismo lingüístico en la necesidad de puri-
ficar la lengua nacional de elementos extranjeros. En el siglo XIX los ingleses eran excepcionales por-
que se jactaban de sus orígenes mezclados (britanos, anglosajones, escandinavos, normandos, escoce-
ses, irlandeses, etcétera) y se gloriaban de la mezcla filológica de su lengua. Con todo, lo que
acercaba la “raza” y la “nación” aún más era la costumbre de utilizar ambas como sinónimos virtuales,
generalizando de la misma forma descabellada acerca del carácter “racial”/“nacional”, como a la sa-
zón estaba de moda. Así, antes de la Entente Cordiale anglo-francesa de 1904, un escritor francés co-
mentó que el acuerdo entre los dos países quedaba descartado por imposible debido a la “enemistad

9. H.-J. Puhle, “Baskischer Nationalismus im spanischen Kontext”, en H. A. Winkler, ed., Nationalismus in der Welt von
Heute, Gotinga, 1982, p. 61.
10. Carnegie Endowment for International Peace, Report of the International Commission to Enquire into the Cause and
Conduct of the Balkans Wars, Washington, 1914, p. 27.
11. J. Romein, The watershed of two eras: Europe in 1900, Middletown, 1978, p. 108. Una raza “nórdica” bajo ese
nombre aparece por primera vez en la literatura clasificadora de la antropología en 1898, OED Supplement: “nordic”.
El término parece pertenecer a J. Deniker, Races et peuples de la terre, París, 1900, pero lo adoptaron los racistas porque
lo encontraron apropiado para describir a la raza rubia y dolicocéfala que asociaban con la superioridad.
76
hereditaria” entre las dos razas.12 El nacionalismo lingüístico y el étnico se re-forzaban mutuamente de
esta manera.
No ha de sorprendemos que el nacionalismo ganara terreno tan rápidamente entre el decenio de
1870 y 1914. Estaba en función de cambios tanto sociales como políticos, por no hablar de una situa-
ción internacional que proporcionaba muchas oportunidades de expresar hostilidad para con los ex-
tranjeros. Desde el punto de vista social, tres fenómenos aumentaron considerablemente las posibili-
dades de crear nuevas formas de inventar comunidades “imaginadas” o incluso reales como
nacionalidades: la resistencia de los grupos tradicionales que se veían amenazados por la embestida de
la modernidad; las clases y estratos nuevos y no tradicionales que crecían rápidamente en las socieda-
des en vía de urbanización de los países desarrollados; y las migraciones sin precedentes que distribuí-
an una diáspora múltiple de pueblos por todo el globo, cada uno de ellos forastero para los nativos y
otros grupos migrantes, y ninguno de ellos, todavía, con los hábitos y convenciones de la coexistencia.
El peso y el ritmo del cambio en este período bastarían por sí solos para explicar por qué en tales
circunstancias se multiplicaban las ocasiones de que se produjeran fricciones entre los grupos, aun-
que nos olvidáramos de los temblores provocados por la “gran depresión” que tan a menudo, en es-
tos años, sacudió la vida de las personas pobres y de posición económica modesta o insegura. Lo úni-
co que se necesitaba para que el nacionalismo entrase en la política era que grupos de hombres y
mujeres que se veían a sí mismos o eran vistos por otros como ruritanos estuviesen dispuestos a escu-
char el argumento de que sus motivos de descontento eran causados de algún modo por el tratamien-
to inferior (con frecuencia innegable) de que eran objeto por parte de otras nacionalidades, o compa-
rado con el que éstas recibían, o por parte de un estado o clase dirigente no ruritano. En todo caso, en
1914 los observadores ya eran propensos a sorprenderse al ver unas poblaciones europeas que toda-
vía parecían completamente insensibles a cualquier llamamiento basado en la nacionalidad, aunque
ello no significaba forzosamente adhesión a un programa nacionalista. Los ciudadanos norteamerica-
nos que descendían de inmigrantes no exigían que el gobierno federal hiciera concesiones lingüísti-
cas o de otro tipo a su nacionalidad, pero, a pesar de ello, todo político demócrata sabía perfecta-men-
te que se obtenían buenos resultados apelando a los irlandeses como irlandeses y a los polacos como
polacos.
Como hemos visto, los principales cambios políticos que convirtieron una receptividad poten-
cial a los llamamientos nacionales en recepción real fueron la democratización de la política en un nú-
mero creciente de estados y la creación del moderno estado administrativo, movilizador de ciudada-
nos y capaz de influir en ellos. Y, pese a todo, el auge de la política de masas nos ayuda a reformular
la cuestión del apoyo popular al nacionalismo en vez de responder a ella. Lo que necesitamos descu-
brir es exactamente qué significaban las consignas nacionales en política, y si tenían el mismo signifi-
cado para grupos sociales diferentes, cómo cambiaban, y en qué circunstancias se combinaban o eran
incompatibles con otras consignas que podían movilizar a la ciudadanía, cómo predominaban sobre
ellas o no.
Identificar la nación con la lengua nos ayuda a responder a tales interrogantes, ya que el naciona-
lismo lingüístico requiere esencialmente el control de un estado o, como mínimo, la obtención de re-
conocimiento oficial para la lengua. Es obvio que esto no tiene la misma importancia para todos los
estratos o grupos de un estado o nacionalidad, o para todos los estados o nacionalidades. En todo
caso, en el fondo del nacionalismo de la lengua hay problemas de poder, categoría, política e ideología
y no de comunicación o siquiera de cultura. Si la comunicación o la cultura hubiese sido el problema
más importante, el movimiento nacionalista (sionista) judío no hubiera optado por un hebreo moder-
no que nadie hablaba todavía, y cuya pronunciación era distinta de la que se usaba en las sinagogas eu-
ropeas. Rechazó el yiddish, que era la lengua del 95 por 100 de los judíos askenazis del este de Europa
y de sus emigrantes al oeste: es decir, la lengua de una mayoría considerable de todos los judíos del

12. Jean Finot, Race prejudice, Londres, 1906, pp. v-vi.


77
mundo. Se ha dicho que, para 1935, dada la abundante, variada y distinguida literatura creada para sus
diez millones de hablantes, el yiddish era una de las “principales lenguas "alfabetizadas" de la época”. 13
Y tampoco el movimiento nacional irlandés hubiese emprendido, después de 1900, la inútil campaña
que tenía por objeto reconvertir a los irlandeses a una lengua que la mayoría de ellos ya no compren-
día y que los que se disponían a enseñársela a sus compatriotas hacía poco que habían comenzado a
aprenderla de forma muy incompleta.14
A la inversa, como demuestra el ejemplo del yiddish, y como confirma aquella edad de oro de las
literaturas dialectales que fue el siglo XIX, la existencia de un idioma muy hablado o incluso muy escri-
to no generaba necesariamente nacionalismo basado en la lengua. Tales lenguas o literaturas podían
verse a sí mismas y ser vistas de modo muy consciente como complementos, en lugar de competido-
ras, de alguna lengua hegemónica de cultura y comunicación en general.
El elemento político-ideológico es evidente en el proceso de construcción de la lengua que puede
oscilar entre la simple “corrección” y estandarización de lenguas literarias y de cultura que ya existen y
la resurrección de lenguas muertas o casi extinguidas, lo que equivale virtual-mente a inventar una len-
gua nueva, pasando por la formación de lenguas utilizando el habitual complejo de dialectos que coin-
ciden en parte. Por-que, contrariamente a lo que afirma el mito nacionalista, la lengua de un pueblo
no es la base de la conciencia nacional, sino, citando a Einar Haugen, un “artefacto cultural”. 15 Un
ejemplo claro de ello es la evolución de las modernas lenguas vernáculas indias.
La “sanscritización” deliberada del bengalí literario que surgió en el siglo XIX como lengua de cul-
tura no sólo separó las clases altas alfabetiza-das de las masas populares, sino que, además, “hindui-
zó” la alta cultura bengalí, rebajando así la categoría de las masas musulmanas bengalíes; a cambio de
ello se ha notado cierta “de-sanscritización” en la lengua de Bangladesh (Bengala Oriental) desde la
partición. Todavía más instructivo es el intento que hizo Gandhi de crear y mantener una sola len-
gua hindi basada en la unidad del movimiento nacional, es decir, de evitar que las variantes hindú y
musulmana de la lengua franca común del norte de la India se separasen demasiado, al mismo tiempo
que proporcionaba una alternativa nacional del inglés. Sin embargo, los paladines con mentalidad
ecuménica del hindi chocaron con la oposición de un grupo acérrima-mente pro hindú y antimusul-
mán (y, por ende, contrario al urdu) que en el decenio de 1930 se hizo con el control de la organiza-
ción formada por el Congreso Nacional para propagar la lengua, lo cual empujó a Gandhi, Nehru y
otros líderes del Congreso a dimitir de esta organización (la Hindi Sahitya Samuelan o HSS). En 1942
Gandhi volvió a ocuparse del proyecto de crear un “hindi amplio”, pero no tuvo éxito. Mientras tan-
to, la HSS creó un hindi estandarizado a su propia imagen y finalmente construyó centros de examen
para diplomas secundarios y universitarios en la citada lengua, que, por consiguiente, fue estandariza-
da para la enseñanza, dotada de una “junta de terminología científica” para la ampliación de su voca-
bulario en 1950 y coronada por una enciclopedia hindi que se inició en 1956.16
De hecho, las lenguas se vuelven ejercicios más conscientes de ingeniería social de forma propor-
cionada en la medida en que su importancia simbólica predomina sobre su uso real, como atestiguan
los diversos movimientos que pretenden “indigenizar” su vocabulario o hacerlo más auténticamente
“nacional”. El ejemplo reciente más conocido de ello es la lucha de los gobiernos franceses contra el
franglais. Las pasiones que hay detrás de ellos son fáciles de comprender, pero no tienen nada que

13. Lewis Glinert, “Viewpoint: the recovery of Hebrew”, Times Literary Supplement, 17 (junio de 1983), p. 634.
14. Cf. Declan Kiberd, Synge and the Irish language, Londres, 1979, p. ej., p. 223.
15. Einar Haugen, Language conflicts and language planning: the case of modern Norwegian, La Haya, 1966; del mismo autor,
“The Scandinavian languages as cultural artifacts”, en Joshua A. Fishman, Charles A. Ferguson, Jyotindra Das Gupta,
eds., Language problems of developing nations, Nueva York-Londres-Sydney-Toronto, 1968, pp. 267-284.
16. J. Bhattacharyya, “Language, class and community in Bengal”, South Asia Bulletin, VII, 1 y 2 (otoño de 1987),
pp. 56-63; S. N. Mukherjee, “Bhadralok in Bengali Language and literature: an essay on the language of class and
status”, Bengal Past & Present, 95, 2.a parte (julio-diciembre de 1976), pp. 225-237; J. Das Gupta y John Gumperz,
“Language, communication and control in North India”, en Fishman, Ferguson, Da Gupta, eds., Language problems,
pp. 151-166.
78
ver con el habla, la escritura, la comprensión o siquiera el espíritu de la literatura. El noruego con in-
fluencias del danés era y sigue siendo el medio principal de la literatura noruega. La reacción que
hubo contra él en el siglo XIX fue nacionalista. Como indica su tono, el Casino Alemán de Praga, que,
en el decenio de 1890, declaró que aprender el checo –a la sazón la lengua del 93 por 100 de la pobla-
ción de la ciudad– era traición,17 no hacía una afirmación relativa a las comunicaciones. Los entusiastas
de la lengua galesa que en este mismo momento están ideando topónimos címricos para lugares que
nunca tuvieron ninguno hasta hoy saben muy bien que los hablantes de galés no necesitan “cimrizar”
el nombre de Birmingham más de lo que necesitan hacer lo propio con el de Bamako o de cualquier
otra ciudad extranjera. Sin embargo, sea cual fuera la causa de la construcción y la manipulación plani-
ficadas de la lengua, y con independencia del grado de transformación que se prevea, el poder del es-
tado es esencial para ello.
Excepto por medio del poder del estado, ¿cómo podía el nacionalismo rumano insistir (en 1863)
en sus orígenes latinos (en contraposición a los eslavos y magiares que lo rodeaban) escribiendo e im-
primiendo la lengua en caracteres romanos en vez de los cirílicos habituales hasta entonces? (El con-
de de Sedlnitzky, jefe de policía de los Habsburgo bajo Metternich, había practicado una forma pa-
recida de política cultural-lingüística subvencionando la impresión de obras religiosas ortodoxas en
caracteres romanos en lugar de cirílcos, con el fin de combatir las tendencias paneslavas entre los esla-
vos del imperio Habsburgo.)18 Excepto con el apoyo de las autoridades públicas y el reconocimiento
en la educación y la administración, ¿cómo iban los idiomas regionales o rurales a transformarse en
lenguas capaces de competir con las lenguas de cultura nacional o mundial predominantes, y mucho
menos dar realidad a lenguas que virtualmente no existían? ¿Cuál hubiera sido el futuro del hebreo si
el mandato británico de 1919 no lo hubiera aceptado como una de las tres lenguas oficiales de Palesti-
na, en unos momentos en que el número de personas que lo hablaban como lengua cotidiana era in-
ferior a las 20.000? Aparte de un sistema de educación secundaria o incluso terciaria en finlandés, ¿qué
podía remediar el hecho observado de que, al solidificarse las líneas lingüísticas en Finlandia en las
postrimerías del siglo XIX, “la proporción de intelectuales que hablaban sueco era muchas veces mayor
que la de personas normales y corrientes que hablaban dicha lengua”, es decir, que los finlandeses
cultos seguían encontrando el sueco más útil que su lengua materna?19
Con todo, por mucho que simbolicen las aspiraciones nacionales, las lenguas tienen un número
considerable de aplicaciones prácticas y socialmente diferenciadas, y las actitudes ante la lengua (o las
lenguas) que se elijan como la oficial (u oficiales) a efectos administrativos, educativos o de otro tipo,
difieren en consecuencia. Recordemos, una vez más, que el elemento controvertible es la lengua escri-
ta, o la lengua hablada parafines públicos. La lengua o lenguas que se hablen dentro de la esfera de co-
municación privada no plantean problemas serios ni siquiera cuando coexisten con lenguas públicas,
toda vez que cada una de ellas ocupa su propio espacio, como saben todos los niños cuando dejan el
idioma apropiado para hablar con los padres por el que usan para hablar con los maestros o los ami-
gos.
Por otra parte, si bien la extraordinaria movilidad social y geográfica del período obligó o alentó a
un número sin precedentes de hombres –e incluso, a pesar de su confinamiento en la esfera privada,
de mujeres– a aprender nuevas lenguas, este proceso en sí mismo no planteaba necesariamente pro-
blemas ideológicos, a menos que una lengua fuese rechazada de modo deliberado y sustituida por otra,
generalmente –mejor dicho, casi universalmente– como medio de entrar en una cultura más amplia o
en una clase social superior identificada con una lengua diferente. No hay duda de que esto ocurría
con frecuencia, por ejemplo en el caso de los judíos askenazis de clase media asimilados en la Europa
central y occidental que se enorgullecían de no hablar o siquiera entender el yiddish, o, probablemen-

17. B. Suttner, Die Badenischen Sprachenverordnungen von 1897, 2 vols., Graz-Colonia, 1960, 1965, vol. II, pp. 86-88.
18. J. Fishman, “The sociology of language: an interdisciplinary approach”, en T. E. Sebeok, ed., Current trends in
linguistics, vol. 12***, La Haya-París, 1974, p. 1.755.
19. Juttikala y Pirinen, A history of Finland, p. 176.
79
te, en algún momento de la historia familiar del gran número de apasionados nacionalistas o nacional-
socialistas alemanes de la Europa central cuyo apellido indica el origen obviamente eslavón. Sin em-
bargo, la mayoría de las veces las lenguas viejas y las nuevas vivían en simbiosis, cada una de ellas en
su esfera propia. Para la clase media culta de Venecia hablar italiano no suponía dejar de lado el dialec-
to veneciano en casa o en el mercado, no más de lo que el bilingüismo de Lloyd George representa-
ba traicionar su lengua natal, el galés.
Así pues, la lengua hablada no planteaba problemas políticos de importancia a los estratos supe-
riores de la sociedad ni a las masas trabajado-ras. La gente de arriba hablaba una de las lenguas de
cultura más amplia, y si su propia lengua vernácula nacional o familiar no era una de ellas, sus hom-
bres –y a principios del decenio de 1900 a veces incluso sus mujeres– aprendían una o más de ellas.
Naturalmente, hablaban la lengua nacional estándar en su versión “culta”, con o sin acento regional
o un toque de vocabulario igualmente regional, pero generalmente de una manera que los identificaba
como miembros de su estrato social.20 Podían o no hablar la jerga, el dialecto ola lengua vernácula de
las clases bajas con las que tenían relación, según sus propios orígenes familiares, lugar de residencia,
crianza, las convenciones de su clase y, por supuesto, la medida en que la comunicación con dichas
clases bajas exigiera conocer su lengua o algo de su dialecto criollo o de su lengua franca. La categoría
oficial de estas lenguas carecía de importancia, toda vez que estaba a su disposición prescindiendo de
cuál fuera la lengua de uso oficial y de cultura.
Para los analfabetos que había entre el pueblo llano el mundo de las palabras era totalmente oral
y, por consiguiente, la lengua de los escritos oficiales o de cualquier otro tipo no tenía importancia ex-
cepto, cada vez más, como recordatorio de su carencia de conocimiento y poder. La exigencia de los
nacionalistas albaneses de que su lengua no se escribiera en caracteres arábigos ni griegos, sino utili-
zando el alfabeto latino, lo que significaba que no eran inferiores a los griegos ni a los turcos, obvia-
mente era ajena a las personas que no sabían leer. A medida que aumentaban los contactos entre gen-
tes de procedencia diversa y que la autosuficiencia del poblado se veía mermada, el problema de
encontrar una lengua común se volvió serio –no tanto para las mujeres, confinadas en un medio res-
tringido, y menos todavía para quienes se dedicaban a la agricultura o la cría de ganado– y la forma
más fácil de resolverlo consistía en aprender lo suficiente de la lengua nacional (o de una lengua na-
cional) para ir tirando. Tanto más cuanto que las dos grandes instituciones de educación de las masas,
la escuela primaria y el ejército, introdujeron algunos conocimientos de la lengua oficial en todos los
hogares.21 No es extraño que las lenguas de uso puramente local o socialmente restringido perdieran
terreno ante las de uso más amplio. Tampoco hay indicios de que este cambio y esta adaptación lin-
güísticos encontraran resistencia desde abajo. Entre dos lenguas, la que era más usada gozaba de
grandes y evidentes ventajas, sin adolecer de ninguna desventaja visible, por cuanto no había nada en
absoluto que impidiera el uso de la lengua materna entre personas monolingües. Sin embargo, el bre-
tón monolingüe estaba perdido fuera de su región natal y sus ocupaciones tradicionales. En otras par-
tes él o ella eran poco más que un animal: un manojo de músculos mudos. Desde el punto de vista de
los pobres que buscaban trabajo y querían mejorar de posición en un mundo moderno, nada malo ha-
bía en que los campesinos se volvieran franceses, polacos e italianos que aprendían inglés en Chicago
y deseaban ser norteamericanos.
Si las ventajas de conocer una lengua no local eran obvias, todavía más innegables eran las de sa-
ber leer y escribir una lengua de circulación más amplia, y especialmente una lengua mundial. En
América Latina, los que presionan para que en la escuela se enseñe en alguna lengua vernácula de los
indios, una lengua que no se escriba, no son los propios indios, sino los intelectuales indigenistas. Ser
monolingüe es estar encadenado, a menos que tu lengua local sea casualmente una lengua mundial de

20. Ningún cochero vienés, al oír el dialecto de Ochs von Lerchenau, incluso sin ver al hablante, tendría la menor
duda de cuál era su condición social.
21. Ya en 1794 el Abbé Grégoire señaló con satisfacción que “en general, el francés se habla en nuestros batallones”,
es de suponer que porque a menudo se mezclaban hombres de orígenes regionales diferentes.
80
facto. Las ventajas de saber francés eran tales que en Bélgica, entre 1846 y 1910, los ciudadanos fla-
mencos que se hacían bilingües eran muchos más que los de habla francesa que se tomaban la moles-
tia de aprender flamenco.22 El declive de lenguas localizadas o de poca circulación que existen junto
a las lenguas principales no necesita explicarse recurriendo a la hipótesis de la opresión lingüística
nacional. Al contrario, los esfuerzos admirables y sistemáticos por mantenerlas, a menudo gastando
muchísimo dinero, no han hecho más que demorar la retirada del vendo, el retorromano
(romanche/ladino) o el gaélico escocés. A pesar de los recuerdos amargos de intelectuales vernácu-
los a quienes pedagogos poco imaginativos prohibían usar su dialecto local o lengua en las aulas
donde las clases se impartían en inglés o en francés, no hay pruebas de que el grueso de los padres de
los alumnos hubiera preferido una educación exclusiva en su propia lengua. Por supuesto, la obli-
gación de ser educado exclusivamente en otra lengua de circulación limitada –por ejemplo, en ru-
mano en vez de búlgaro– tal vez hubiese encontrado más resistencia.
De ahí que ni la aristocracia y la gran burguesía por un lado, ni los trabajadores y los cam-
pesinos por otro mostraran mucho entusiasmo por el nacionalismo lingüístico. La “gran bur-
guesía” como tal no estaba forzosamente comprometida con una de las dos variantes de nacio-
nalismo que empezaron a destacar en las postrimerías del siglo XIX, el chauvinismo imperialista
o el nacionalismo de pueblo pequeño, y menos todavía con el entusiasmo lingüístico de la peque-
ña nación. La burguesía flamenca de Gante y Amberes era, y puede que en parte siga siéndolo,
deliberadamente francófona y anti-flamingant. Los industriales polacos, la mayo-ría de los cuales
se consideraban a sí mismo alemanes o judíos antes que polacos,23 veían claramente que a sus inte-
reses económicos lo que más les convenía era abastecer el mercado ruso, o algún otro mercado supra-
nacional, en una medida que engañó a Rosa Luxemburg y la empujó a subestimar la fuerza del
nacionalismo polaco. Por orgullosos que estuvieran de su condición escocesa, los empresarios
escoceses hubieran tachado de idiotez sentimental cualquier sugerencia de que se abrogara la
unión de 1707.
Las clases trabajadoras, como hemos visto, raramente eran propensas a apasionarse por la len-
gua como tal, aunque podía ser un símbolo para otros tipos de fricción entre grupos. Que la mayo-
ría de los trabajadores de Gante y Amberes ni siquiera pudieran comunicarse sin traducción con sus
camaradas de Lieja y Charleroi no impidió que ambos grupos formaran un solo movimiento
obrero, en el cual la lengua causó tan pocos problemas, que una obra clásica sobre el socialismo
en Bélgica en 1903 ni tan sólo hizo referencia a la cuestión flamenca: situación inconcebible
hoy día.24 De hecho, en el sur de Gales tanto los intereses liberales de la burguesía como los de
la clase trabajadora se unieron para ofrecer resistencia al jo-ven Lloyd George y su liberalismo na-
cionalista del norte de Gales, que trataban de identificar la condición de galés con la de galés lin-
güístico y el partido liberal –el sector nacional del principado– con su defensa. Lo consiguieron en el
decenio de 1890.
Las clases cuya suerte dependía del uso oficial de la lengua vernácula escrita eran los estratos in-
termedios socialmente modestos pero cultos, que incluían a quienes adquirían la condición de
personas de clase media baja precisamente por ejercer oficios no manuales que requerían instruc-
ción. Los socialistas de la época, que raras veces usaban la palabra “nacionalismo” sin añadirle la
expresión “pequeñoburgués”, sabían de lo que hablaban. Las batallas del nacionalismo lingüístico
las libraban periodistas provinciales, maestros de escuela y funcionarios subalternos con aspira-
ciones. Las batallas de la política de los Habsburgo, cuando la lucha nacional hizo que la mitad austría-

22. A. Zolberg, “The making of Flemings and Walloons: Belgium 1830-1914”, Journal of Interdisciplinary History,
V/2 (1974), pp. 210-215.
23. Waclaw Dlugoborski, “Das polnische Bürgertum vor 1918 in vergleichender Perspektive”, en J. Kocka, ed.,
Bürgertum im 19. Jahrhundert: Deuschland im europäischen Vergleich, Munich, 1988, vol. 1, pp. 266-289.
24. Jules Destrée y Émile Vandervelde, Le socialisme en Belgique, París, 1903, originalmente 1898. Para ser exactos, la
bibliografía de 48 páginas contiene un solo título sobre el problema flamenco: un panfleto electoral.
81
ca del imperio fuese virtualmente ingobernable, se libraron en torno a la lengua en que debía im-
partirse la instrucción en las escuelas secundarias o la nacionalidad de los empleos de jefe de esta-
ción. Del mismo modo, los activistas pangermanos ultranacionalistas en el imperio de Guillermo
II procedían en gran parte de las filas de los educados –pero los Oberlehrer más que los profeso-
res– y de los semieducados de una sociedad en expansión y socialmente móvil.
No deseo reducir el nacionalismo lingüístico a una cuestión de empleos, del mismo modo
que un cierto materialismo vulgar de la tradición liberal reducía las guerras a una cuestión de benefi-
cios de los fabricantes de armamento. A pesar de ello, no puede comprenderse por completo, y
menos aún la oposición a él, a no ser que veamos la lengua vernácula como, entre otras cosas,
un interés creado de las clases menores con instrucción escolar. Además, cada medida que daba
a la lengua vernácula mayor categoría oficial, especialmente como lengua de enseñanza, multiplicaba
el número de hombres y mujeres que podían participar en dicho interés creado. La formación de
provincias esencialmente lingüísticas en la India después de la independencia y la resistencia a la
imposición de una lengua vernácula (el hindi) como lengua nacional son reflejo de esta situación: en
Tamil Nadu el conocimiento del tamil permite seguir una carrera pública en todo el estado, a la
vez que el mantenimiento del inglés no hace que la persona educada en tamil se encuentre en des-
ventaja, a es-cala nacional, ante las que hayan sido educadas en otra lengua vernácula. De ahí que el
momento crucial en la creación de la lengua como ventaja potencial no sea su admisión como
medio de educación primaria (aunque esto crea automáticamente un nutrido grupo de maestros pri-
marios y adoctrinadores lingüísticos), sino su admisión como medio de educación secundaria, tal
como se consiguió en Flandes y Finlandia en el decenio de 1880. Porque, como sabían muy bien los
nacionalistas finlandeses, es esto lo que vincula la movilidad social a la lengua vernácula, y a su vez al
nacionalismo lingüístico. “Fue en gran medida en Amberes y Gante donde una nueva generación de
mentalidad secular, educada en flamenco en es-cuelas secundarias públicas ... produjo muchos de los
individuos y grupos que formaron y sostuvieron una nueva ideología flamingant. ”25
Con todo, al crear los estratos vernáculos intermedios, el progreso lingüístico subrayó la inferio-
ridad, la inseguridad de la categoría y el resentimiento que eran tan característicos de los estratos inter-
medios inferiores y que hacían que el nuevo nacionalismo resultara tan atractivo para ellos. De esta
manera la nueva clase educada en flamenco se encontró entre las masas flamencas, cuyos elementos
más dinámicos se sentían atraídos hacia el francés debido a las ventajas prácticas que suponía el cono-
cimiento de dicha lengua, y los niveles superiores de la administración, la cultura y los asuntos belgas,
que seguían siendo inamoviblemente francófonos.26 El hecho mismo de que, para ocupar el mismo
puesto, un flamenco tuviera que ser bilingüe mientras que un belga cuya lengua materna fuese el fran-
cés apenas necesitara darse por enterado de la existencia del flamenco venía a subrayar la inferioridad
de la lengua menor, como más adelante ocurriría en Quebec. (Porque los empleos en los cuales el bi-
lingüismo era un auténtico valor positivo, y, por ende, las personas bilingües de la len-gua vernácula
inferior se encontraban en situación de ventaja, normal-mente eran subalternos.)
Hubiera cabido esperar que los flamencos, como los habitantes de Quebec, con la demografía a
su favor, contemplasen el futuro con con-fianza. Al fin y al cabo, en este sentido eran más afortuna-
dos que los hablantes de idiomas rurales antiguos y en decadencia como el irlandés, el bretón, el vas-
co, el frisón, el romanche o incluso el galés que, abandona-dos a su suerte, obviamente no podían
competir en una lucha por la existencia, una lucha puramente darviniana entre lenguas. El flamenco y
el francés canadiense en modo alguno se veían amenazados como lenguas, pero quienes los hablaban
no requerían una elite sociolingüística y, a la inversa, tampoco los hablantes de la lengua dominante
necesitaban reconocer a los usuarios educados de la lengua vernácula como elite. Lo que se encon-
traba amenazado no era su lengua, sino la categoría y la posición social de los estratos intermedios fla-
mencos o de Quebec. Sólo la protección política podía elevarlos.
25. Zolberg, “The making of Flemings and Walloons”, p. 227.
26. Ibid., pp. 209 y ss.
82
En esencia, la situación no era diferente allí donde el problema lingüístico era la defensa de un
idioma en declive, a menudo un idioma que, como el vasco y el galés, se hallaba virtualmente al borde
de la extinción en los nuevos centros industriales-urbanos del país. Desde luego, la defensa de la len-
gua antigua significaba la defensa de las costumbres y tradiciones antiguas de toda una sociedad con-
tra las subversiones de la modernidad: de ahí el apoyo que movimientos tales como el bretón, el fla-
menco, el vasco y otros recibían del clero católico. Hasta este punto no eran sencillamente
movimientos de clase media. Sin embargo, el nacionalismo lingüístico vasco no era un movimiento
del campo tradicional, donde la gente seguía hablando la lengua que el hispanófono fundador del
Partido Nacionalista Vasco (PNV) tuvo que aprender de adulto, como tantos militantes lingüísticos
posteriores. El campesinado vasco mostró poco interés por el nuevo nacionalismo. Sus raíces estaban
en el “medio conservador, católico y pequeñoburgués”27 (urbano y costero) que reaccionaba contra la
amenaza de industrialización y del socialismo proletario y ateo de los inmigrantes que la acompañaba,
al mismo tiempo que rechazaba a la gran burguesía vasca cuyos intereses la ligaban a la monarquía es-
pañola. A diferencia del autonomismo catalán, el PNV recibió sólo apoyo fugaz de la burguesía. Y la
pretensión de singularidad lingüística y racial en que se basaba el nacionalismo vasco le resultará fami-
liar a todo conocedor de la derecha radical pequeñoburguesa: los vascos eran superiores a otros pue-
blos debido a su pureza racial, demostrada por la singularidad de la lengua, que reflejaba la negativa a
mezclarse con otros pueblos, sobre todo con árabes y judíos. Más o menos cabe decir lo mismo de
los movimientos de un nacionalismo exclusivamente croata que apareció por primera vez en pequeña
escala en el decenio de 1860 (“apoyado por la pequeña burguesía, principalmente por los detallistas y
los comerciantes modestos”) y logró establecerse hasta cierto punto –también entre el mismo tipo de
clase media baja con apuros económicos– durante la gran depresión de finales del siglo XIX. “Refleja-
ba la oposición de la pequeña burguesía al yugoslavismo como ideología de la burguesía rica.” En este
caso, como no se disponía de la lengua ni de la raza para distinguir al pueblo elegido de los demás, una
misión histórica de la nación croata, la misión de defender el cristianismo contra la invasión pro-
cedente del este, sirvió para dar el necesario sentido de superioridad a los estratos que no tenían
confianza en sí mismos.28
[...]

Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780,


cap. 4, Barcelona, Crítica, 1991 (fragmentos).

27. Puhle, “Baskischer Nationalismus”, pp. 62-65.


28. Mirjana Gross, “Croatian national-integrational ideologies from the end of Illyrism to the creation of
Yugoslavia”, Austrian History Yearbook, 15-16 (1979-1980), pp. 3-44, esp. 18, 20-21, 34 (comentarios de A. Suppan).

83
4.3. La forma nación: historia e ideología (E. Balibar)

“(...) un ‘pasado’ que nunca ha sido presente, ni lo será jamás.”


Jacques Derrida,
Marges de la philosophie, París, 1972, p. 22.

La historia de las naciones, comenzando por la nuestra, siempre nos es presentada bajo la forma
de un relato que les atribuye la continuidad de un sujeto. La formación de la nación aparece así como
el cumplimiento de un "proyecto" secular, marcado por etapas y tomas de conciencia que los historia-
dores, según el sesgo de cada uno, harán aparecer como más o menos decisivas (¿dónde ubicar los
orígenes de Francia? ¿en los ancestros galos? ¿en la monarquía de los Capetos?, ¿en la revolución de
1789?) pero que de todos modos se inscriben en un esquema idéntico: el de la rnanifestación de sí de
la personalidad nacional. Tal representación constituye, por cierto, una ilusión retrospectiva, pero tam-
bién traduce realidades institucionales constrictivas. La ilusión es doble. Consiste en creer que las ge-
neraciones que se suceden durante siglos en un territorio aproximadamente estable, bajo una designa-
ción aproximadamente unívoca, se han transmitido una sustancia invariante. Y consiste en creer que la
evolución, cuyos aspectos seleccionamos retrospectivamente de manera de percibirnos a nosotros
mismos como su culminación, era la única posible, y representaba un destinó. Proyecto y destino son
las dos figuras simétricas dé la ilusión de identidad nacional. Los "franceses" de 1988 –de los cuales
uno de cada tres por lo menos tiene un ancestro "extranjero"–1 sólo están ligados colectivamente a los
súbditos del rey Luis XIV (por no hablar de los galos) por una sucesión de acontecimientos contin-
gentes cuyas causas no tienen nada que ver con el destino de "Francia", el proyecto de "sus reyes" ni
las aspiraciones de "su pueblo".
Pero esta crítica no debe ocultamos la efectividad de los mitos del origen nacional, tal como se
hace sentir en la actualidad. Un solo ejemplo perfectamente probatorio: la Revolución Francesa, en ra-
zón de las apropiaciones contradictorias de las que no deja de ser objeto. Es posible sugerir (con He-
gel y Marx) que, en la historia de cada nación moderna, nunca hay –cuando esto ocurre– más que un
solo acontecimiento revolucionario fundador (lo que explicaría a la vez la tentación permanente de re-
petir sus formas, imitar sus episodios y personajes, y la tentación de anularlo, propia de los partidos
"extremistas": ya sea probando que la identidad nacional viene de antes de la revolución, ya sea espe-
rando su realización de una nueva revolución que sería la culminación de la primera). El mito de los
orígenes y de la continuidad nacionales, cuya implementación puede verse fácilmente en la historia
contemporánea de las "jóvenes" naciones surgidas de la descolonización (como India o Argelia), pero
del que se tiende a olvidar que ha sido fabricado también para las "viejas" naciones en el curso de los
últimos siglos, es entonces una forma ideológica efectiva, en la cual se construye cotidianamente la
singularidad imaginaria de las forrnaciones nacionales desde el presente hacia el pasado.

Del Estado "pre-nacional" al Estado-nación


Todas estas estructuras nos aparecen retrospectivamente como pre-nacionales, porque han hecho
posibles ciertos rasgos del Estado nacional, al cual serán finalmente incorporadas con más o menos
cambios. Por lo tanto, podemos afirmar que la formación nacional resulta de una larga "prehistoria".
Pero ésta difiere esencialmente del mito nacionalista de un destino lineal. En primer lugar consiste en
una multiplicidad de acontecimientos cualitativamente distintos, desfasados en el tiempo, ninguno de
los cuales implica los siguientes. Luego, estos acontecimientos no pertenecen por naturaleza a la histo-
ria de una nación determinada. Han tenido por marco otras unidades políticas distintas de las que nos

1. Cf. el libro de Gérard Noiriel, Le creuset français, Ed. du Seuil, 1988.


84
parecen hoy dotadas de una personalidad étnica original (así, tal como en el siglo XX el aparato de Es-
tado de las "naciones jóvenes" fue prefigurado por el de la colonización, del mismo modo la Edad
Media europea vio esbozarse el Estado moderno en el marco de "Sicilia", "Cataluña" o "Borgoña"). Y
ni siquiera pertenecen por naturaleza a la historia del Estado-nación, sino a otras formas concurrentes
(por ejemplo la forma "imperial"). Es un encadenamiento de relaciones coyunturales, y no una línea
de evolución necesaria, lo que los ha inscripto a posteriori en la prehistoria de la forma nación. Lo pro-
pio de los Estados, cualesquiera sean, es representar el orden que instituyen como eterno, pero la
práctica muestra que lo verdadero es más o menos lo inverso.
Queda por decir que todos estos acontecimientos, a condición de repetirse, integrarse en nuevas es-
tructuras políticas, han desempeñado efectivamente un papel en la génesis de las formaciones naciona-
les. Esto se debe precisamente a su carácter institucional, al hecho de que hacen intervenir al Estado
bajo la forma que adoptaba entonces. En otros términos, aparatos de Estado no nacionales, que apuntan a
objetivos completamente distintos (por ejemplo, dinásticos), han producido progresivamente los ele-
mentos del Estado nacional o, si se quiere, se "nacionalizaron" progresivamente y comenzaron a nacio-
nalizar la sociedad –piénsese en la resurrección del derecho romano, el mercantilismo, la domesticación
de las aristocracias feudales, la formación de la doctrina de la "razón de Estado", etc.–. Y cuanto más
nos acercamos al período moderno, más fuerte aparece la determinación impuesta por la acumulación
de estos elementos. Lo cual plantea la decisiva cuestión del umbral de irreversibilidad.
¿En qué momento y por qué razones fue franqueado este umbral, que por una parte hizo surgir la
configuración de un sistema de Estados soberanos y, por la otra, impuso la paulatina difusión de la forma
nación a la casi totalidad de las sociedades humanas, a través de dos siglos de violentos conflictos? Ad-
mito, que este umbral (evidentemente imposible de identificar con una fecha única) 2 corresponde al de-
sarrollo de las estructuras de mercado y de las relaciones de clases propias del capitalismo moderno (en
particular, la proletarización de la fuerza de trabajo que la sustrae progresivamente e de las relaciones feu-
dales y corporatistas). Pero esta tesis comúnmente admitida requiere varias precisiones.
Es totalmente impracticable "deducir' la forma nación de las relaciones de producción capitalis-
tas, La circulación monetaria y la explotación del trabajo asalariado no implican lógicamente una for-
ma de Estado determinada. Además, el espacio de realización que es implicado por la acumulación –
el mercado mundial capitalista– comporta una tendencia intrínseca a superar toda limitación nacional
que sería instituida por fracciones determinadas del capital social o impuesta por medios "extraeconó-
micos". ¿Es posible, en estas condiciones, seguir viendo en la formación de la nación un "proyecto
burgués"? Es probable que esta formulación -retomada por el marxismo de las filosofías liberales de
la historia- constituya a su vez un mito histórico. Pero quizá podamos suprimir la dificultad retoman-
do de Braudel y de Wallerstein el punto de vista que liga la constitución de las naciones, no a la abs-
tracción del mercado capitalista, sino a su forma histórica concreta: la una “economía-mundo”, siem-
pre ya organizada y jerarquizada en un “centro” y una “periferia”, a los cuales corresponden métodos
diferentes de acumulación y explotación de la fuerza de trabajo, y entre los cuales se establecen rela-
ciones de intercambio desigual y de dominación.3
¿Cómo tener en cuenta esta distorsión? Los "orígenes" de la formación nacional remiten a una
multiplicidad de instituciones de antigüedad muy desigual. En efecto, algunos son muy antiguos: la
institución de lenguas de Estado distintas a la vez de las lenguas sagradas del clero y de los idiomas
"locales", para fines estrictamente administrativos en un principio, luego como lenguas aristocráticas,
se remonta en Europa a la Alta Edad Media. Está vinculada a la autonomización y sacralización del

2. Sin embargo, si hubiera que elegir simbólicamente, se podría indicar la mitad del siglo XVI: culminación de la
conquista española del Nuevo Mundo, estallido del imperio de los Habsburgo, fin de las guerras dinásticas en
Inglaterra, comienzo de la guerra de independencia holandesa.
3. Fernand Braudel, Civilisation matérielle, economie et capitalisme, vol. 2, Les jeux de l’echange, vol. 3, Les temps du monde, A.
Colin, París, 1979; Immanuel Wallerstein, The Modern World-Economy in the Seventeenth Century, Academic Press, 1974;
vol. 2, Mercantilism and the Consolidation of the European-World Economy, Academic Press, 1980.
85
poder monárquico. Asimismo, la formación progresiva de la monarquía absoluta acarreó efectos de
monopolio monetario, centralización administrativa y fiscal, uniformización jurídica y "pacificación"
interna relativas. De este modo revolucionó las instituciones de la frontera y del territorio. La Reforma y
la Contrarreforma precipitaron la transición desde la competencia entre la Iglesia y el Estado (entre el
Estado eclesiástico y el Estado laico) hacia su complementariedad (en última instancia: la religión de
Estado).
Las unidades nacionales se constituyen a partir de la estructura global de la economía-mundo, en
función del papel que desempeñan en ese contexto en un periodo dado, comenzando por el centro.
O mejor: se constituyen unas contra otras en tanto instrumentos que compiten entre sí en la domina-
ción del centro sobre la periferia. Esta primera precisión es fundamental, porque sustituye el capitalis-
mo "ideal" de Marx y sobre todo de los economistas marxistas por un "capitalismo histórico", en el
cual los fenómenos precoces del imperialismo y la articulación de las guerras con la colonización de-
sempeñan un papel decisivo. En un sentido, toda "nación" moderna es un producto de la coloniza-
ción: siempre fue en algún grado colonizadora o colonizada, a veces, ambas.
Pero es necesaria una segunda precisión. Una de las indicaciones más fuertes de Braudel y de Wa-
llerstein consiste en mostrar que, en la historia del capitalismo, surgieron otras formas distintas a las "de mo-
delo estatal", que se mantuvieron durante cierto tiempo en competencia con ésta, antes de ser final-
mente reprimidas o instrumentalizadas: la forma del imperio, y sobre todo la de la red político-
comercial transnacional, centrada en una o varias ciudades.4 Esta forma nos muestra que no había en sí
una forma política “burguesa”, sino varias (se puede tomar el ejemplo de la Hansa; pero la historia de
las Provincias Unidas en el siglo XVII está estrechamente determinada por esta alternativa que reper-
cute sobre toda la vida social, incluida la vida religiosa e intelectual). En otros términos, la burguesía
capitalista naciente parece haber "vacilado" –según las circunstancias– entre varias formas de hege-
monía. Digamos más bien que existían burguesías diferentes, vinculadas a sectores diferentes de explota-
ción de los recursos de la economía-mundo. Si las “burguesías nacionales” finalmente triunfaron, aun
antes de la revolución industrial (pero a costa de "retrasos" y de "compromisos", por lo tanto, de fu-
siones con otras clases dominantes), quizá sea porque necesitaban utilizar la fuerza armada de estados
existentes en el exterior y el interior, y porque debían someter al campesinado al nuevo orden econó-
mico, penetrar los campos para hacer de ellos mercados de compradores de bienes manufacturados y
yacimientos de fuerza de trabajo "libre". Por ende, en última instancia, son las configuraciones concre-
tas de la lucha de clases, y no la “pura” lógica económica, lo que explica la constitución de los Estados
nacionales, cada uno con su historia, y la mutación correspondiente de las formaciones sociales en
formaciones nacionales.

La nacionalización de la sociedad
La economía-mundo no es un sistema autorregulado, globalmente invariante, cuyas
formaciones sociales no serían sino los efectos locales: es un sistema de restricciones, sometido a la
dialéctica imprevisible de sus contradicciones internas. Es globalmente necesario que el control de los
capitales que circulan en todo el espacio de acumulación sea efectuado en el centro; pero la forma bajo
la cual se operó esta concentración fue objeto de una lucha constante. El privilegio de la forma nación
provino del hecho de que, localmente, esta permitía (al menos para todo un período histórico) domi-
nar luchas de clases heterogéneas y de hacer surgir de allí no sólo una “clase capitalista" sino burguesías
propiamente dichas, burguesías de Estado capaces de hegemonía política, económica, cultural, y a la
vez producidas por esta hegemonía. Burguesía dominante y formaciones sociales burguesas se constitu-
yeron recíprocamente mediante un "proceso sin sujeto", reestructurando el Estado en la forma nacio-
nal y modificando el estatuto de todas las demás clases, lo que echa luz sobre la génesis simultánea del
nacionalismo y del cosmopolitismo.

4. Cf. Braudel, Le temps du monde, ob. cit., p. 71 ss; Wallerstein, Capitalism Agriculture..., ob. cit., p. 65 ss.
86
Por simplificada que sea, esta hipótesis trae aparejada una consecuencia esencial para el análisis de
la nación como forma histórica: debemos renunciar de una vez por todas a los esquemas lineales de
evolución, no sólo en términos de modos de producción, sino en términos de formas políticas. Nada
nos prohíbe luego examinar si, en una fase nueva de la economía-mundo, estructuras de forma estatal
en competencia con el Estado-nación tienden a formarse nuevamente. En realidad hay una estrecha
solidaridad implícita entre la ilusión de una evolución necesaria, unilineal, de las formaciones sociales,
y la aceptación no crítica del Estado-nación como "forma última" de la institución política, destinada
a perpetuarse indefinidamente (a falta de ceder el lugar a un hipotético "fin del Estado").5
Para hacer visible la indeterminación relativa del proceso de constitución y evolución de la forma
nación, tomemos el sesgo de una pregunta voluntariamente provocadora: ¿Para qué es hoy demasiado tar-
de? Es decir: ¿cuáles son las formaciones sociales que, a pesar de la limitación global de la economía-
mundo y del sistema de los Estados que ésta ha suscitado, ya no pueden efectuar completamente su
transformación en naciones –si no es de manera puramente jurídica, y al precio de interminables con-
flictos sin salida decisiva–? Sin duda, es imposible una respuesta a priori, e incluso una respuesta gene-
ral, pero es evidente que la cuestión se plantea no sólo del lado de las "nuevas naciones", instituidas
luego de la descolonización, la transnacionalización de los capitales y las comunicaciones, la constitu-
ción de máquinas de guerra planetarias, etc., sino también del lado de las "viejas naciones" que están
hoy afectadas por los mismos fenómenos.
Estaríamos tentados de decir: es demasiado tarde para que todos los Estados independientes,
formalmente iguales y representados en las instituciones llamadas precisamente “internacionales”, se
vuelvan naciones autocentradas, cada una con su o sus lenguas nacionales de cultura, de administra-
ción y de comercio, con su potencia militar independiente, su mercado interno protegido, su moneda
y sus empresas competitivas a escala mundial, y sobre todo con su burguesía dirigente (ya sea una
burguesía capitalista privada o una "nomenklatura" de Estado, puesto que de un modo u otro toda
burguesía es una burguesía de Estado). Pero también podríamos afirmar lo inverso: el campo de la re-
producción de las naciones, del despliegue de la forma nación, hoy sólo está abierto en las antiguas
periferias y semiperiferias; en cuanto al antiguo "centro", este entró, en grados diversos, en la fase de
descomposición de las estructuras nacionales, vinculadas a las formas antiguas de su dominación, aun
cuando la salida de tal descomposición sea a la vez lejana e incierta. Sin embargo, es claro que, según
esta hipótesis, las naciones por venir no serían similares a las del pasado. El hecho de que se asista hoy
en todas partes (Norte y Sur, Este y Oeste) a una explosión generalizada del nacionalismo no permite
decidir en este tipo de dilema: es inherente a la universalidad formal del sistema internacional de los
Estados. el nacionalismo contemporáneo, cualquiera sea su lenguaje, no dice nada sobre la edad real
de la forma nación respecto del “tiempo del mundo”.
En realidad, si se quiere ver con mayor claridad en este escenario, hay que hacer intervenir otra
característica de la historia de las formaciones nacionales. Es lo que llamaré la nacionalización retardada
de la sociedad, que concierne en primer término a las viejas naciones mismas. Tan retardada que termina
por parecer una tarea infinita. Un historiador como Eugen Weber (y otros estudios que lo siguieron),
ha mostrado que, en el caso de Francia, la escolarización generalizada, la unificación de las costumbres
y las creencias debido a las migraciones de mano de obra interregionales y el servicio militar, la subor-
dinación de los conflictos políticos y religiosos a la ideología patriótica no han intervenido antes del
comienzo del siglo XX.6 Su demostración hace pensar que el campesinado francés finalmente fue
"nacionalizado" sólo en el momento en que iba a desaparecer como clase mayoritaria (aun cuando
esta desaparición, como se sabe, haya sido también ella retardada por el proteccionismo esencial a la
política nacional). El trabajo más reciente de Gérard Noiriel muestra a su vez que, desde fines del siglo

5. Desde este punto de vista, no hay nada sorprendente en el hecho de que la teoría marxista “ortodoxa” de la
sucesión lineal de los modos de producción haya sido oficializada en la URSS con el triunfo del nacionalismo, sobre
todo porque permitía representarse el “primer Estado socialista” como la nueva nación universal.
6. Eugen Weber, Peasants into Frenchmen, Stanford University Press, 1976; trad. fr. Le fin des terroirs, Fayard, 1983.
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XIX, la "identidad francesa" no deja de ser dependiente de la capacidad de integrar poblaciones de in-
migrantes. Queda planteada la cuestión de saber si esta capacidad alcanza hoy su límite, o más bien si
puede seguir realizándose en la misma forma.7
Para discernir completamente las razones de la estabilidad relativa de la formación nacional, no
basta, pues, con referirse al umbral inicial de su emergencia. Hay que preguntarse cómo han sido
prácticamente superados el desarrollo desigual de las ciudades y los campos, la industrialización y la
desindustrialización, la colonización y la descolonización, las guerras y el contragolpe de las revolucio-
nes, la constitución de los "bloques" supranacionales... todos acontecimientos y procesos que com-
portaban al menos el riesgo de una deriva de los conflictos de clase más allá de los límites dentro de
los cuales habían sido más o menos fácilmente acantonados por el "consenso" del Estado nacional.
Se puede decir que en Francia como, mutatis mutandis, en las otras viejas formaciones burguesas, lo que
permitió resolver las contradicciones aportadas por el capitalismo, y comenzar a rehacer la forma na-
ción cuando no estaba siquiera acabada (o impedirle deshacerse incluso antes de que se hubiera com-
pletado), es la institución del Estado nacional-social, es decir un Estado “que interviene” en la repro-
ducción de la economía y sobre todo en la formación de los individuos, en las estructuras de la
familia, de la salud pública y más generalmente en todo el espacio de la “vida privada”. tendencia pre-
sente desde el origen de la forma nación –volveré sobre este punto–, pero dominante en el curso de
los siglos XIX y XX, cuyo resultado es el de subordinar completamente la existencia de los individuos
de todas las clases a su estatuto de ciudadanos del Estado-nación, es decir, a su calidad de nacionales.8

Producir el pueblo
Una formación social no se reproduce como nación sino en la medida en que el individuo es ins-
tituido como homo nationalis, desde su nacimiento hasta su muerte, por una red de aparatos y de prácti-
cas cotidianas, al mismo tiempo que como homo oeconomicus, politicus, religiosus... Es por ello que en el
fondo de la cuestión de la crisis de la forma nación, si está abierta de ahora en más, está la cuestión de
saber en qué condiciones históricas tal institución es posible: ¿gracias a qué relaciones de fuerzas in-
ternas y externas, y también gracias a qué formas simbólicas investidas en prácticas materiales elemen-
tales? Formular esta pregunta es otro modo de preguntarse en qué transición de la civilización corres-
ponde la nacionalización de las sociedades, cuáles son las figuras de la individualidad entre las cuales
se mueve la nacionalidad.
El punto crucial es el siguiente: ¿en qué sentido la nación es una "comunidad"? O más bien: ¿en
qué sentido la forma de comunidad que instituye la nación se distingue específicamente de otras co-
munidades históricas?
Descartemos enseguida las antítesis tradicionalmente ligadas a esta noción. Primero, la de comu-
nidad "real" y comunidad “imaginaria”. Toda comunidad social, reproducida por el funcionamiento de institucio-
nes, es imaginaria, es decir que se basa en la proyección de la existencia individual en la trama de un rela-
to colectivo, en el reconocimiento de un nombre común, y en las tradiciones vividas como huella de un
pasado inmemorial (incluso cuando han sido fabricadas e inculcadas en circunstancias recientes). Pero
esto lleva a plantear que sólo las comunidades imaginarias son reales, en ciertas condiciones.
En el caso de las formaciones nacionales, el imaginario que se inscribe así en lo real es el del
“pueblo”. Es el de una comunidad que se reconoce a priori en la institución del Estado, que la recono-
ce como "suya" frente a otros Estados, y sobre todo inscribe sus luchas políticas en su horizonte: por
ejemplo, formulando sus aspiraciones de reforma y de revolución social como proyectos de transfor-
mación de "su Estado" nacional. Sin esto no puede haber ni "monopolio de la violencia organizada"
(Max Weber) ni "voluntad nacional-popular" (Gramsci). Pero tal pueblo no existe naturalmente, e in-
7. Gérard Noiriel, Lonwy: Immigrés et prolétaires, 1880-1980, París PUF, 1984; Le creuset français. Histoire de l’immigration,
XIX-XX siècles, París Ed. du Seuil, 1988.
8. Para algunos desarrollos complementarios sobre este punto, cf. mi estudio “Propositions sur la citoyenneté”, en
La citoyenneté, obra coordinada por C. Wilhtol de Weden, Ediling-Fondation Diderot, París, 1988.
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cluso cuando es tendencialmente constituido no existe de una vez por todas. Ninguna nación moder-
na posee una base “étnica” dada, aun cuando proceda de una lucha de independencia nacional. Y, por
otra parte, ninguna nación moderna, por "igualitaria" que sea, corresponde a la extinción de los con-
flictos de clase. El problema fundamental es, pues, reproducir el pueblo. O mejor: que el pueblo se re-
produzca a sí mismo permanentemente como comunidad nacional. O incluso. producir el efecto de uni-
dad gracias al cual el pueblo aparecerá, a los ojos de todos, "como un pueblo", es decir, como la base
y el origen del poder político.
Rousseau es el primero en concebir explícitamente la pregunta en estos términos: "¿qué es lo que
hace que un pueblo sea un pueblo?". En el fondo, esta pregunta no es diferente de la que se nos ha
presentado hace un instante: ¿cómo son nacionalizados los individuos, es decir socializados en la for-
ma dominante de la pertenencia nacional? Lo que nos permite descartar de entrada otro dilema artifi-
cial: no se trata de oponer una identidad colectiva a identidades individuales. Pues toda identidad es indi-
vidual, pero no hay jamás otra identidad individual que no sea histórica, es decir, construida en un
campo de valores sociales, normas de comportamiento y símbolos colectivos. Nunca (ni siquiera en
las prácticas "fusionales" de los movimientos de masa o en la "intimidad" de las relaciones afectivas)
los individuos se identifican unos con otros, pero tampoco nunca adquieren una identidad aislada, no-
ción intrínsecamente contradictoria. La cuestión verdadera es saber cómo las referencias dominantes
de la identidad individual se transforman con el tiempo y el entorno institucional.
A la pregunta por la producción histórica del pueblo (o de la individualidad nacional) no es
posible contentarse con responder mediante la descripción de las conquistas, los desplazamientos
de población y las prácticas administrativas de la "territorialización". Los individuos destinados a
percibirse como miembros de una sola nación son reunidos desde el exterior, a partir de orígenes
geográficos múltiples, como las naciones de inmigración (Francia, Estados Unidos), o bien con-
ducidos a reconocerse mutuamente dentro de una frontera histórica que los contenía a todos. El
pueblo es constituido a partir de diversas poblaciones, sometidas a una ley común. Pero en todos
los casos un modelo de unidad debe "anticipar" esta constitución el proceso de unificación (cuya
eficacia puede medirse, por ejemplo, en la movilización colectiva en la guerra, es decir, en la capa-
cidad de afrontar colectivamente la muerte) presupone la constitución de una forma ideológica es-
pecífica. Esta debe ser a la vez un fenómeno de masas y un fenómeno de individuación, realizar
una "interpelación de los individuos en sujetos” (Althusser) mucho más poderosa que la simple
inculcación de valores políticos, o más bien integrando esa inculcación en un proceso más ele-
mental (que podemos llamar "primario") de fijación de los afectos de amor y de odio, y de repre-
sentación de "sí". Debe convertirse en una condición a priori de la comunicación entre los indivi-
duos (los "ciudadanos") y entre los grupos sociales, no suprimiendo todas las diferencias, sino
relativizándolas y subordinándolas, de modo que lo que importe, y sea vivido como irreductible,
sea la diferencia simbólica entre “nosotros” y “los extranjeros”. En otros términos, para retomar
la terminología propuesta por Fichte en sus Discursos a la nación alemana de 1808, es necesario que
las "fronteras externas" del Estado se vuelvan también "fronteras internas" o –lo que es lo mis-
mo– que las fronteras externas sean imaginadas permanentemente como la proyección y la pro-
tección de una personalidad colectiva interna, que cada uno lleva en sí y que le permite habitar el
tiempo y el espacio del Estado como un lugar donde uno siempre ha estado, donde uno siempre
estará "en casa".
¿Cuál puede ser esta forma ideológica? Se la llamará según las circunstancias patriotismo o nacio-
nalismo, se relevarán los acontecimientos que favorecen su constitución o que revelan su poderío, se
relacionará el origen con los métodos políticos, combinación de "fuerza" y de "educación" (como de-
cían Maquiavelo y Gramsci) que permitan de algún modo al Estado fabricar conciencia popular. Pero
esta fabricación no es aún más que un aspecto exterior. Para aprehender las razones más profundas de
su eficacia, nos dirigiremos entonces, como lo han hecho la filosofía política y la sociología desde hace

89
tres siglos, hacia la analogía de la religión, haciendo del nacionalismo, y del patriotismo una religión,
cuando no la religión de los tiempos modernos.
Hay necesariamente una parte de verdad en esta respuesta. No sólo porque, formalmente, las reli-
giones instituyen también ellas formas de comunidad a partir del "alma" y de la identidad individual, y
porque prescriben una "moral" social, sino también porque el discurso teológico ha provisto sus mo-
delos a la idealización de la nación, a la sacralización del Estado, que permiten instituir entre los indi-
viduos el lazo del sacrificio y conferir a las reglas del derecho la marca de la "verdad" y de la "ley”.9
Toda comunidad nacional ha debido ser representada, en uno u otro momento, como un "pueblo ele-
gido". Sin embargo, las filosofías políticas de la época clásica habían reconocido ya la insuficiencia de
esta analogía, también puesta en evidencia por el fracaso de los intentos realizados para constituir "re-
ligiones civiles", por el hecho de que la "religión de Estado" finalmente no constituye más que una
forma transitoria de la ideología nacional (incluso cuando esta transición dura largo tiempo y produce
efectos importantes superponiendo luchas religiosas a luchas nacionales), y por el interminable con-
flicto que opone entre sí la universalidad teológica y la universalidad del nacionalismo.
En realidad, hay que razonar a la inversa: la ideología nacional comporta incuestionablemente sig-
nificantes ideales (ante todo el nombre mismo de la nación, de la "patria") sobre los cuales pueden
transferirse los sentimientos de lo sagrado, de amor, respeto, sacrificio, temor que han cimentado las
comunidades religiosas, pero la transferencia sólo tiene lugar porque se trata de otro tipo de comunidad.
La analogía se funda en una diferencia más profunda, sin lo cual no se comprendería que la identidad
nacional, que integra más o menos completamente las formas de la identidad religiosa, termine por
remplazarla tendencialmente, y por obligarla a "nacionalizarse".

Etnicidad facticia10 y nación ideal


Llamo etnicidad facticia a la comunidad instituida por el Estado nacional. Es una expresión volunta-
riamente compleja, en la cual el término "ficción", conforme a lo que indicaba más arriba, no debe ser
tomado en el sentido de una pura y simple ilusión sin efectos históricos, sino por el contrario, por
analogía con la persona ficta de la tradición jurídica, en el sentido de un efecto institucional, de un a “fa-
bricación”. Ninguna nación posee naturalmente una base étnica, pero a medida que las formaciones
sociales se nacionalizan, las poblaciones que incluyen, que se reparten o que dominan son “etniciza-
das”, es decir, representadas en el pasado o en el porvenir como si formaran una comunidad natural,
que posee por sí misma una identidad de origen, de cultura, de intereses, que trasciende los individuos
y las condiciones sociales.11
La etnicidad facticia no se confunde pura y simplemente con la nación ideal que es objeto del pa-
triotismo, pero le es indispensable porque, sin ella. la nación aparecería sólo como una idea o una abs-
tracción arbitraria: el llamado del patriotismo no se dirigiría a nadie. Es ella la que permite ver en el Es-
tado la expresión de una unidad preexistente, medirlo permanentemente según su "misión histórica"
al servicio de la nación, y por consiguiente idealizar la política. Constituyendo el pueblo como una
unidad facticiamente étnica, sobre el fondo de una representación universalista que atribuye a todo in-
dividuo una identidad étnica y sólo una, y que reparte así la humanidad toda entre diferentes etnicida-
des que corresponden potencialmente a otras tantas naciones, la ideología nacional hace mucho más
que justificar las estrategias utilizadas por el Estado para controlar las poblaciones; inscribe por ade-
lantado sus exigencias en el sentimiento de la "pertenencia", en el doble sentido del término: lo que
9. Sobre todos estos puntos, la obra de Kantorowicz es evidentemente decisiva: cf. Mourir pour la patrie et autres textes,
París PUF, 1985.
10. Se ha traducido el adjetivo fictif por “facticio”, para dar cuenta del carácter de constructo que supone el concepto.
[N. de T.]
11. Digo “se incluyen”, pero habría que agregar “o que excluyen”, dado que la etnicización del pueblo naciona y la de
las demás se produce simultáneamente: no hay más diferencia histórica que étnica (así, los judíos deben ser ellos
también “un pueblo”). sobre la etnicización de las poblaciones colonizadas, cf. J.-L. Amselle y E’Bokolo, Au coeur de
l’ethnie: ethnies, tribalisme et Etat en Afrique, París, La Découverte, 1985.
90
hace que uno se pertenezca a sí mismo, y que se pertenezca a otros semejantes. Lo que hace que uno
pueda ser interpelado, en tanto que individuo, en nombre de la colectividad cuyo nombre precisamente
uno lleva. La naturalización de la pertenencia y la sublimación de la nación ideal son dos caras de un
mismo proceso.
¿Cómo producir la etnicidad? ¿Y cómo producirla de tal modo que no aparezca justamente
como una ficción, sino como el más natural de los orígenes? La historia nos muestra que hay dos
grandes vías concurrentes: la lengua y la raza. Muy a menudo estas se presentan asociadas, pues
sólo su complementariedad permite representarse el "pueblo" como una unidad absolutamente au-
tónoma. Una y otra enuncian que el carácter nacional (que aún puede llamarse su alma o su espíritu)
es inmanente al pueblo, pero una y otra proyectan una trascendencia con respecto a los individuos
actuales, a las relaciones políticas. Constituyen dos maneras de arraigar las poblaciones históricas en
un hecho de “naturaleza” (la diversidad de lenguas tanto como la de razas, que se presentan como
un destino), pero también dos maneras de dar un sentido a su duración, de superar su contingencia.
Las circunstancias hacen, sin embargo, que tanto una como otra sean dominantes alternadamente,
pues no se basan en el desarrollo de las mismas instituciones y no recurren a los mismos símbolos,
a las mismas idealizaciones de la identidad nacional. Esta articulación diferente de una etnicidad
predominantemente lingüística o bien racial tiene consecuencias políticas evidentes. Por este moti-
vo, y para contribuir a la claridad del análisis, debemos comenzar examinándolas separadamente.
La comunidad de lengua parece la noción más abstracta: es en realidad la más concreta, puesto
que liga a los individuos a un origen que puede actualizarse a cada instante, que tiene como contenido
el acto común de sus propios intercambios, de su comunicación discursiva, los cuales utilizan los instru-
mentos del lenguaje hablado y toda la masa constantemente renovada de textos escritos y registrados.
Esto no quiere decir que esta comunidad sea inmediata, sin límites internos, como tampoco la comu-
nicación es en realidad "transparente" entre todos los individuo:. Pero estos límites siempre son relati-
vos: aunque individuos de condiciones sociales muy alejadas nunca se comuniquen entre sí directa-
mente, están ligados por una cadena ininterrumpida de discursos intermedios. No están aislados de
derecho ni de hecho.
Sobre todo, no debemos creer que esta situación sea tan antigua como el mundo. Es, por el con-
trario, notablemente reciente. Los antiguos imperios y las sociedades del Antiguo Régimen todavía se
basaban en la yuxtaposición de poblaciones lingüísticamente separadas, en la superposición de "len-
guas" incompatibles entre sí para los dominantes y los dominados, para las esferas sagradas y profa-
nas, entre las cuales debía existir todo un sistema de traducciones.12 En las formaciones nacionales
modernas, los traductores son escritores, periodistas, políticos, actores que hablan la lengua "del pue-
blo", de un modo que parece más natural cuanto mayor es la distinción con que lo hacen. La traduc-
ción se ha transformado ante todo en una transformación interior, entre “niveles de lengua”. Las dife-
rencias sociales están expresadas y relativizadas en tanto diferentes maneras de practicar la lengua
nacional, que suponen un código común, e incluso una norma común.13 Esta, como se sabe, es incul-
cada mediante la escolarización generalizada, de la que es función primaria.
Es por ello que hay una estrecha correlación histórica entre la formación nacional y el desarrollo
de la escuela como institución “popular”, no limitada a formaciones especiales o a la cultura de las éli-
tes, sino como instrumento que sirve de basamento a toda la socialización de los individuos. Que la
escuela también sea el lugar de inculcación –a veces de oposición– de una ideología nacionalista es un
fenómeno derivado, en realidad menos indispensable que el precedente. Digamos que la escolariza-
ción es la principal institución que produce la etnicidad como comunidad lingüística. Pero no es la
única: el Estado, los intercambios económicos, la vida familiar son también escuelas en un sentido, ór-

12. Tanto Ernest Gellner (Naciones y nacionalismo, Madrid, Alianza, 1988) como Benedict Anderson (Imagined
communities, Londres, 1983), cuyos análisis se oponen por otra parte como el “materialismo” y el “idealismo”, insisten
con razón sobre este punto.
13. Cf. René Balibar, L’institution du français. Essai sur le colinguisme des Carolingiens à la République, París, PUF, 1985.
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ganos de la nación ideal reconocible gracias a una lengua "común" que te pertenece exclusivamente.
Pues lo decisivo no es sólo que la lengua nacional sea oficializada, sino sobre todo que pueda parecer
como el elemento mismo de la vida del pueblo, la realidad que cada uno puede apropiarse a su manera
sin destruir por ello su identidad. No hay contradicción sino complementaridad entre la institución de una
lengua nacional y el desfase, el choque cotidiano de los "lenguajes de clase", que precisamente no son
lenguas diferentes. Todas las prácticas lingüísticas convergen en un solo "amor por la lengua", que se
dirige no a la norma escolar ni a los usos particulares, sino a la "lengua materna", es decir, al ideal de
un origen común proyectado hacia atrás de los aprendizajes y de los usos especializados, y que se
transforma por eso mismo en la metáfora del amor mutuo de los connacionales.14
Uno podría entonces preguntarse –independientemente de las cuestiones históricas precisas que
plantea la historia de las lenguas nacionales, de las dificultades de su unificación o de su imposición, de
su elaboración en idioma a la vez "popular" y "cultivado", que como se sabe está lejos de haberse
completado actualmente en todos los Estados nacionales, a pesar del trabajo de sus intelectuales ayu-
dados por diversos organismos internacionales– por qué la comunidad de lengua no basta para la producción de
la etnicidad.
Tal vez esto se relacione con las propiedades paradójicas que, debido a la estructura misma de
significante lingüístico, confiere a la identidad individual. En un sentido, es siempre en el elemento de
la lengua donde los individuos son interpelados como sujetos, pues toda interpelación es del orden
del discurso. Toda "personalidad" está construida con palabras, en las cuales se anuncian el derecho, la
genealogía, la historia, las elecciones políticas, las cualidades profesionales, la psicología. Pero la cons-
trucción lingüística de la identidad es por definición abierta. Ningún individuo "elige" su lengua ma-
terna, no puede "cambiarla" a voluntad. Sin embargo, siempre es posible apropiarse de varias lenguas,
y volverse de otro modo portador del discurso y de las transformaciones de la lengua. La comunidad
lingüística induce una memoria étnica terriblemente constrictiva (R. Barthes llegó un día a llamarla
"fascista"), pero posee sin embargo una extraña plasticidad: naturaliza imediatamente lo adquirido.
Demasiado rápido, en cierto sentido. Es la memoria colectiva que se perpetúa al precio del olvido indivi-
dual de los “orígenes”. El inmigrante de la "segunda generación" –noción que adquiere a este respec-
to una significación estructural– habita la lengua nacional (y a través de ella, la nación misma) de una
manera tan espontánea, tan "hereditaria", tan imperiosa para la afectividad y el imaginario, como la del
hijo de nuestros "terruños" (y entre los cuales, la mayoría no hablaba hasta hace poco tiempo la len-
gua nacional cotidianamente). La lengua "materna” no es necesariamente la de la madre "real". La co-
munidad de lengua es una comunidad actual que da el sentimiento de haber existido siempre, pero que no pres-
cribe ningún destino a las generaciones sucesivas. Idealmente, "asimila" cualquier cosa, y no retiene a
nadie. Finalmente, afecta a cada individuo en lo más profundo (en la manera en que se constituye
como sujeto), pero su particularidad histórica sólo está vinculada a instituciones intercambiables.
Cuando las circunstancias son favorables, puede servir a naciones diferentes (como el inglés o el espa-
ñol, incluso el francés), o sobrevivir a la desaparición "física" de las poblaciones que la han utilizado
(como el latín y el griego "antiguos", el árabe "literario”). Para estar ligada a las fronteras de un pueblo
determinado, necesita, pues, un suplemento de particularidad o un principio de clausura, de exclusión.
Este principio es la comunidad de raza. Pero aquí debemos entendernos claramente. Todo tipo
de rasgos somáticos o psicológicos, visibles o invisibles, pueden servir para constituir la ficción de una
identidad racial y para representar, por ende, diferencias naturales y hereditarias ente grupos sociales,
ya sea dentro de una misma nación, ya sea fuera de sus fronteras. En otro trabajo he analizado la evo-
lución de los estigmas de la raza y la relación que mantiene con las diferentes figuras históricas del
conflicto social. Lo que debemos retener aquí es únicamente el núcleo simbólico que permite identifi-

14. Se encontrarán apasionantes sugerencias de Jean-Claude Milner sobre este punto, pero más en Les Noms indistincts
(Seuil. 1983), p. 43 ss. que en L’Amour de la langue (Seuil, 1978). Sobre la alternativa de la “lucha de clases”, y de la
“guerra de las lenguas” en la ex Unión Soviética en el momento en que se impone la política del “socialismo en un
solo país”, cf. F. Gadet, J.-M.Gaymann, Y. Mignot, E. Roudinesco, Les Maîtres de la langue, Maspero, 1979.
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car idealmente raza y etnicidad, y representarse la unidad de raza como el origen o la causa de la conti-
nuidad histórica de un pueblo. Ahora bien, a diferencia de la comunidad lingüística, no puede actuar
de manera práctica realmente común a todos los individuos que forman una unidad política. No tene-
mos en este caso el equivalente de la comunicación. Se trata, pues, en un sentido, de una ficción de se-
gundo grado. Sin embargo, esta ficción también extrae su eficacia de las prácticas cotidianas, de las re-
laciones que estructuran inmediatamente la "vida" de los individuos. Y sobre todo, mientras que la
comnunidad de lengua no puede instituir la igualdad de los individuos sino "naturalizando" al mismo
tiempo la desigualdad social de las prácticas lingüísticas, la comunidad de raza disuelve las desigualda-
des sociales en una "similitud" más ambivalente aún: etniciza la diferencia social que manifiesta anta-
gonismos inconciliables, dándole la forma de un reparto entre lo "verdadero" y lo "falso" nacional.
Pienso que esta paradoja puede esclarecerse. El núcleo simbólico de la idea de raza (y de sus equi-
valentes demográficos, culturales) es el esquema de la genealogía, es decir, simplemente la idea de que
la filiación de los individuos transmite de una generación a otra una substancia a la vez biológica y es-
piritual, y los inscribe al mismo tiempo en una comunidad temporal que llamamos”parentesco”. Es
por ello que, en cuanto la ideología nacional enuncia la proposición de que los individuos que constitu-
yen un mismo pueblo están emparentados entre sí (o, en modo prescriptivo, deberían constituir un
círculo parental ampliado), estamos en presencia de ese segundo modo de etnicización.
Se objetará aquí que esa representación caracteriza sociedades y comunidades que no tienen nada
de nacional. Pero es precisamente sobre este punto donde actúa la innovación que articula la forma
nación y la idea moderna de raza. Esta idea es correlativa del borrado parcial de las genealogías "priva-
das" tal como estaban (y están todavía) codificadas por los sistemas tradicionales del matrimonio pre-
ferencial y del linaje. La idea de que una comunidad de raza hace su aparición cuando las fronteras del parentesco se
disuelven en el nivel del clan, de la comunidad de vecinazgo y, teóricamente al menos, de la clase social, para ser lleva-
das imaginariamente al umbral de la nacionalidad: cuando nada prohibe la alianza con cualquiera de los
"conciudadanos" y ésta aparece al contrario como la única "normal", "natural". La comunidad de raza
puede representarse como una gran familia, o como el envoltorio común de las relaciones familiares
(la comunidad de las familias "francesas", "americanas", "argelinas").15 De allí en más, todo individuo tie-
ne su familia, cualquiera sea la condición social a la que pertenezca, pero la familia –como la propie-
dad– se vuelve una relación contingente entre individuos. Para poder extendernos habría, pues, que
emprender un análisis de la historia de la familia, institución que desempeña un papel tan central
como la escuela y que es omnipresente en el discurso de la raza.

La familia y la escuela
Nos chocamos aquí con las lagunas de la historia de la familia, que permanece sometida a los pun-
tos de vista dominantes del derecho matrimonial y de la "vida privada" como tema literario y antropoló-
gico. El gran tema de la historiografía reciente de la familia es la emergencia de la “familia nuclear” o es-
trecha (constituida por la pareja parental y los hijos), sobre la que se discute para saber si se trata de un
fenómeno específicamente "moderno" (siglos XVIII-XIX), ligado a las formas burguesas de la sociabili-
dad (tesis de Ariés y de Shorter), o si es el resultado de una evolución preparada durante largo tiempo
por el derecho eclesiástico y el control de las autoridades cristianas sobre el matrimonio (tesis de Go-
ody).16 En realidad, estas posiciones no son incompatibles. Pero sobre todo tienden a dejar en la sombra
la cuestión que para nosotros es más decisiva: la correlación que se establece poco a poco desde la insti-
tución del estado civil y la codificación de la familia (cuyo prototipo es el Código Napoleónico) entre la

15. Agreguemos: este es un criterio seguro de la conmutación entre el racismo y el nacionalismo: todo discurso sobre
la patria o sobre la nación que asocia estas nociones a la “defensa de la familia” –sin siquiera hablar de la natalidad–
está ya instalado en el universo del racismo.
16. Philippe Ariès, L’enfant et la vie familiale sous l’Anciene Régime, nueva ed. Seuil, 1975. Edward Shorter, Naissance de la
familie moderne. XVIIIe – XXe s., trad. fr. Seuil, 1977. Jack Goody, L’evolution de la familie et du marriage en Europe, trad. fr.
A. Colin, 1985.
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disolución de las relaciones de parentesco "ampliado" y la penetración de las relaciones familiares me-
diante la intervención del Estado nacional, que va desde la reglamentación de la herencia a la organiza-
ción del control de los nacimientos. Observemos que en la sociedades nacionales contemporáneas, ex-
cepto en algunos "maníacos" de la genealogía, algunos "nostálgicos" de la aristocracia, la genealogía ya
no es ni un saber teórico, ni un objeto de memoria oral, ni es registrada ni conservada de manera priva-
da: actualmente es el Estado el que constituye y detenta el archivo de las filiaciones y las alianzas.
También es necesario distinguir un nivel superficial y un nivel profundo. El nivel superficial es el
discurso familiarista, precozmente asociado al nacionalismo en la tradición política, sobre todo la france-
sa (constitutivo del nacionalismo conservador). El nivel profundo es la emergencia simultánea de la
“vida privada”, de la “intimidad familiar” restringida y de la política familiar del Estado, que hace surgir
en el espacio público la nueva noción de población y las técnicas demográficas de su medida, de su con-
trol moral y sanitario, de su reproducción. De modo que la intimidad familiar moderna es todo lo con-
trario de una esfera autónoma en cuyos bordes se detendrían las estructuras estatales. Es la esfera en la
que las relaciones entre individuos están inmediatamente cargadas de una función "cívica", y se vuelven
posibles mediante la ayuda constante del Estado, comenzando por las relaciones de sexos ordenadas
para la procreación. Es también lo que permite comprender la tonalidad anarquista que revisten fácil-
mente los comportamientos sexualmente "desviados" en las formaciones nacionales modernas, en tanto
que en las sociedades anteriores revestían más bien un matiz de herejía religiosa. La salud pública y la se-
guridad social reemplazaron al confesor, no término a término, sino introduciendo a la vez una nueva
"libertad" y una nueva asistencia, una nueva misión, por tanto, una nueva demanda. Así, a medida que el
parentesco de linajes, la solidaridad de las generaciones y las funciones económicas de la familia amplia-
da se disuelven, lo que toma su lugar no es ni una microsociedad natural ni una relación contractual pu-
ramente "individualista", sino una nacionalización de la familia que tiene como contrapartida la identifi-
cación de la comunidad nacional con un parentesco simbólico, delimitado mediante reglas de
seudoendogamia, y que puede proyectarse, tal vez más que en una ascendencia, en una descendencia común.
Es por ello que la idea de eugenismo siempre está latente en la relación recíproca de la familia “bur-
guesa” y de la sociedad de forma nacional. Es por ello también que el nacionalismo está en parte vincu-
lado al sexismo: no tanto como manifestaciones de una misma tradición autoritaria, sino en la medida
en que la desigualdad de los roles sexuales en el amor conyugal y la crianza de los hijos constituye el
punto de anclaje para la mediación jurídica, económica, educativa y médica del Estado. Es por ello, final-
mente, que la representación del nacionalismo como un "tribalismo", gran alternativa de los sociólogos
a su interpretación religiosa, es a la vez mistificadora y reveladora. Mistificadora, porque imagina el na-
cionalismo como una regresión a formas de comunidad arcaicas, en realidad incompatibles con el Esta-
do-nación (esto se nota en la incompletud de la constitución nacional allí donde subsisten potentes soli-
daridades de linaje o tribales). Pero reveladora de la sustitución que opera la nación de un imaginario del
parentesco a otro, y al que sirve de base la transformación misma de la familia. Es también lo que nos
obliga a preguntamos en qué medida la forma nación puede continuar reproduciéndose indefinidamen-
te (al menos como forma dominante) dado que la transformación de la familia está "completada", es de-
cir que las relaciones de sexo y la procreación escapan totalmente al orden genealógico. Se alcanzaría en-
tonces el límite de las posibilidades materiales de concebir lo que son "razas" humanas y de investir esta
representación en la producción de la etnicidad. Pero sin duda no estamos en ese punto.
Althusser no se equivocaba, pues, en su bosquejo de definición de los “aparatos ideológicos de Es-
tado", al sugerir que el núcleo de la ideología dominante de las sociedades burguesas pasó del par fami-
lia-Iglesia al par familiar-escuela.17 Sin embargo, aportaré dos correcciones a esta formulación. Ante
todo, no diré que una de esas instituciones constituye por sí misma un "aparato ideológico de Estado":
lo que esa expresión designa adecuadamente es más bien el funcionamiento combinado de varias institu-
ciones dominantes. Luego, propondré pensar que la importancia contemporánea de la escolarización y

17. Cf. Louis Althusser, “Idéologie et appareils idéologiques d’Etat”, reeditado en Positions, Editions Sociales, París, 1976.
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de la célula familiar no proviene únicamente del lugar funcional que asumen en la reproducción de la
fuerza de trabajo, sino de que subordinan esa reproducción a la constitución de una etnicidad facticia, es
decir, a la articulación de una comunidad lingüística y de una comunidad de raza implícita en las políticas
de la población (lo que Foucault llamaba, con un término sugestivo pero equívoco, el sistema de los
"biopoderes").18 Escuela y familia tienen quizás otros aspectos, o merecen ser analizadas según otros
puntos de vista. Su historia comienza bastante antes de la aparición de la forma nación, y puede persistir
más allá de ella. Pero lo que hace que ambas constituyan juntas el aparato ideológico dominante en las
sociedades burguesas, que se traduce por su interdependencia creciente y por su tendencia a repartirse
exhaustivamente el tiempo de formación de los individuos, es su importancia nacional, es decir, su im-
portancia inmediata para la producción de la etnicidad. En este sentido, no hay más que un "aparato ide-
ológico de Estado" que domina en las formaciones sociales burguesas, que utiliza para sus propios fines
las instituciones escolar y familiar, y accesoriamente otras instituciones injertadas en la escuela y la fami-
lia, y cuya existencia está en la base de la hegemonía del nacionalismo.
Una observación para concluir con esta hipótesis. Articulación, incluso complementariedad, no
quiere decir armonía. La etnicidad lingüística y la etnicidad racial (o hereditaria) son en cierto sentido ex-
cluyentes entre sí. Más arriba sugerí que la comunidad lingüística es abierta, en tanto que la comunidad
de raza parece por principio cerrada (pues conduce –teóricamente– al mantenimiento indefinido, hasta
el fin de las generaciones, fuera de la comunidad o en sus márgenes "inferiores", a los "extranjeros",
aquellos que, según sus criterios, no son auténticamente nacionales). Estas son representaciones ideales,
tanto en un caso como en el otro. Sin duda, el simbolismo de la raza combina el elemento de universali-
dad antropológica sobre el que se basa (la cadena de las generaciones, lo absoluto del parentesco exten-
dido a toda la humanidad) con un imaginario de segregación y de interdicciones. Pero en la práctica, las
migraciones, los matrimonios mixtos no dejan de transgredir los límites que se proyectan así (incluso
donde las políticas coercitivas penalizan el "mestizaje"). El verdadero obstáculo para la mezcla de las po-
blaciones está más bien constituido por diferencias de clase, que tienden a reconstituir fenómenos de
casta. Es necesario redefinir permanentemente la sustancia hereditaria de la etnicidad: ayer el "germanis-
mo", la "raza francesa" o "anglosajona", hoy el "europeísmo" o el "occidentalismo", mañana tal vez la
"raza mediterránea". Inversamente, la apertura de la comunidad lingüística es una apertura ideal, aunque
tenga como soporte material la posibilidad de traducir las lenguas entre sí y, por tanto, la capacidad de
los individuos de multiplicar sus competencias lingüísticas.
Formalmente igualitaria, la pertenencia a la comunidad lingüística –en especial por el hecho
de que está mediatizada por la institución escolar– recrea enseguida divisiones, normas diferencia-
les que recortan masivamente también ellas las diferencias de clases. Cuanto más escolarizadas es-
tán las sociedades burguesas, más funcionan como diferencias de casta las diferencias de compe-
tencia lingüística (y por ende literaria, "cultural", tecnológica), asignando a los individuos
"destinos sociales" diferentes. No es sorprendente que en estas condiciones sean asociadas inme-
diatamente a habitus corporales (para hablar como Pierre Bourdieu) que confieren al acto de habla
en sus rasgos personales, no universalizables, la función de un estigma racial o cuasi racial (y que
ocupan siempre un lugar muy importante en la formulación del “racismo de clase”): acento "ex-
tranjero" o "regional", elocución "popular", "errores" de lengua o, inversamente, "corrección" os-
tentatoria que designan la pertenencia de un locutor a determinada población y espontáneamente
se relacionan con un origen familiar, con una disposición hereditaria.19 La producción de la etnici-
dad es también la racización de la lengua y la verbalización de la raza.

18. Michel Foucault, La volonté de savoir, Gallimard, 1976.


19. Cf. P. Bourdieu, La distinction. Critique sociale du jugement, Ed. de Minuit, 1979; Ce que parler veut dire: l’economie des
échanges linguistiques, Fayard, 1982, y la crítica del volumen colectivo “Révoltes logiques” (L’Empire du sociologue, Le
Découverte, 1984), que aborda esencialmente la manera en que Bourdieu fija los roles sociales como “destinos” y
atribuye inmediatamente a su antagonismo una función de reproducción del “todo” (el capítulo sobre la lengua
pertenece a François Kerleroux).
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No es indiferente –ni desde el punto de vista inmediato, ni desde el punto de vista de la evolución
de la forma nación, de su papel futuro en la institución de las relaciones sociales– que distintas repre-
sentaciones de la etnicidad sean dominantes. Pues introducen dos actitudes radicalmente diferentes
respecto del problema de la integración y de la asimilación, dos maneras de fundar el orden jurídico y
de nacionalizar las instituciones.20
La "nación revolucionaria" francesa se constituyó primero, de manera privilegiada, alrededor del
símbolo de la lengua: esta ligó estrechamente la unión política con la uniformidad lingüística, la demo-
cratización del Estado con la represión coercitiva de los "particularismos" culturales, entre los que el
"patois" era objeto de fijación. Por su parte, la “nación revolucionaria” americana construyó sus ideales
de origen sobre una doble represión: la del exterminio de los “indígenas” amerindios y la de la diferen-
cia entre hombres libres "blancos" y esclavos "negros”. La comunidad lingüística heredada de la "nación
madre" anglosajona no planteaba problemas, en apariencia al menos, hasta que la inmigración hispánica
le confirió la significación de un símbolo de clase y de una marca racial. El "nativismo" estuvo implícito
en la historia de la ideología francesa hasta que, a fines del siglo XIX. la colonización por una parte, la
intensificación de las importaciones de mano de obra y la segregación de los trabajadores manuales por
su origen étnico, por la otra, desembocaron en la constitución del fantasma de la "raza francesa". Este
fue explicitado muy precozmente en la historia de la ideología nacional norteamericana, que se represen-
ta la formación del pueblo norteamericano como el crisol de una nueva raza, pero también como una
combinación jerárquica de diferentes aportes étnicos, al precio de difíciles analogías entre la inmigración
europea o asiática, y desigualdades sociales heredadas de la esclavitud y reforzadas por las explotación
económica de los negros.21
Estas diferencias históricas no imponen absolutamente ningún destino –son más bien la materia de
las luchas políticas–, pero modifican profundamente las condiciones en las que se presentan los proble-
mas de asimilación, de igualdad de derechos, de ciudadanía, de nacionalismo y de internacionalismo.
Uno puede preguntarse seriamente si la "construcción europea", en la medida en que intente transferir
al nivel "comunitario" funciones y símbolos del Estado nacional, se orientará en materia de producción
de la etnicidad facticia más bien en el sentido de la institución de un "colingüismo europeo" (y cuál), o
más bien en el sentido de la idealización de la "identidad demográfica europea", concebida especialmente
por oposición a las "poblaciones del sur" (turcos, árabes, negros).22 Cada "pueblo", producto de un pro-
ceso nacional de etnización, está constreñido en la actualidad a encontrar su propia vía de superación del
exclusivismo o de la ideología identitaria en el mundo de las comunicaciones transnacionales y de las re-
laciones de fuerzas planetarias. O más bien: cada individuo está constreñido a encontrar en la transfor-
mación del imaginario de "su" pueblo los medios para comunicarse con los individuos de otros pueblos
que tienen los mismos intereses y, en parte, el mismo futuro que él.

E. Balibar e I. Wallerstein: Race, nation, classe. Les identités ambigués.


París, Ed. La Découverte, 1988. Cap. V.
Traducción: Lía Varela y Patricia Wilison

20. Cf. algunas preciosas indicaciones en Françoise Gadet, Michel Pêcheux, La langue introuvable, Maspero, 1981, p. 38
ss. (“L’antropologie linguistique entre le Droit et la Vie”) [trad. esp. La lengua de nunca acabar, México FCE].
21. Sobre el “nativismo” norteamericano, cf. R. Ertel, G. Fabre, E. Marienstrans, En marge. Les minorités aux Etats-
Unis, París, Maspero, 1974, p. 25 ss. Michel Omi y Howard Winnat, Racial Formatión in the United States. From the 1960s
to the 1980s, Routledge and Kegan Paul, 1986, p.120. Es interesante ver el desarrollo en la actualidad y sólo en los
Estados Unidos de un movimiento (dirigido contra la inmigración latinoamericana) que exige que el inglés sea
oficializado como lengua nacional.
22. En el cruce de esta alternativa se encuentra la siguiente pregunta, verdaderamente crucial: las instituciones
administrativas y escolares de la futura “Europa unida”, ¿admitirán el árabe, el turco, incluso ciertas lenguas asiáticas
y africanas, en un plano de igualdad respecto del francés, el alemán y el portugués, o bien las considerarán como
lenguas “extranjeras”?

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5. Documentos
5.1. Programa de la socialdemocracia austríaca sobre la cuestión
nacional (Congreso de Brünn, 1899)

Dado q u e en Austria los antagonismos nacionales constituyen un obstáculo para cualquier progreso
político y paralizan el desarrollo cultural de los pueblos; que estos antagonismos están determinados princi-
palmente por el retraso político de nuestras instituciones de Derecho público; que, en particular, la persisten-
cia de la lucha nacional e s uno de los medios que emplean las clases dirigentes para consolidar su domina-
ción y dificultar toda manifestación clara de los verdaderos intereses populares.
El Congreso del Partido declara:
La solución definitiva, en Austria, del problema de las nacionalidades y las lenguas, dentro del espíritu de la
razón y la justicia, es, por encima de todo, una necesidad cultural, y, por ello, tiene un interés vital para la clase
obrera.
La solución del problema nacional sólo es posible en una sociedad verdaderamente democrática, basada
en el sufragio universal, igual y directo; en una sociedad en la que sean destruidos los privilegios feudales en el
Estado y en las regiones; sólo en un régimen como éste podrán las clases populares, único punto de apoyo de
la sociedad y del Estado, defender y realizar sus intereses.
La conservación y el desarrollo de la individualidad nacional de todos los pueblos austríacos sólo será posi-
ble con la igualdad absoluta de derechos y la ausencia de toda clase de opresión; por esto debe rechazarse el sis-
tema de centralismo burocrático estatal, así como los privilegios feudales de las distintas provincias.
Sólo en estas condiciones, e inspirándose en los principios siguientes, será posible instituir en Austria el or-
den nacional. en lugar de la discordia.
1. Austria debe ser transformada en un Estado democrático de nacionalidades.
2. En lugar de las tradicionales tierras de la Corona, deben crearse corporaciones nacionales autóno-
mas y limitadas, cuya legislación y administración se confiará a unas Cámaras populares elegidas en base al
sufragio universal, igual y directo.
3. Todas las regiones autónomas de una misma nación forman una unidad que resuelve con plena au-
tonomía sus asuntos nacionales.
4. El derecho de las minorías nacionales quedará garantizado mediante una ley especial elaborada por
el parlamento imperial.
5. No reconocemos ningún privilegio nacional, y por ello rechazarnos la exigencia de una lengua del
Estado; se confía al parlamento imperial la misión de decidir en qué medida existe la necesidad de una len-
gua para las naciones.
El Congreso del Partido, como órgano de la socialdemocracia internacional en Austria, expresa su conven-
cimiento en la posibilidad de lograr el acuerdo de los pueblos en base a los principios expuestos.
El Congreso del Partido declara solemnemente:
Que reconoce el derecho de cada nación a la existencia y al desarrollo nacional.
Que para el desarrollo eficaz de su cultura los pueblos deben vivir en plena solidaridad, y no en una mísera
rivalidad mutua, y que, en particular, la clase obrera, tanto en el interés de las diferentes naciones como de todo
el Estado, debe mantener firmemente el compañerismo y la fraternidad de combate internacionales, y librar, en
filas compactas, su lucha política y sindical.

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5.2. El derecho de las naciones a la autodeterminación (Lenin, 1916)

El derecho de las naciones a la autodeterminación significa exclusivamente su derecho a la independencia


en el sentido político, el derecho a la libre separación política respecto de la nación que la oprime. En términos
concretos, esta reivindicación de la democracia política significa una libertad total de propaganda por la separa-
ción, y la solución de ese problema mediante un referéndum en la nación que se separa. De modo que esta rei-
vindicación no equivale en absoluto a la de separación, fragmentación y formación de pequeños Estados.
Significa sólo una manifestación consecuente de lucha contra toda opresión nacional. Cuanto más próximo el
régimen democrático de un Estado a la plena libertad de separación, tanto más infrecuentes y débiles serán en
la práctica las tendencias a la separación, pues las ventajas de los Estados grandes son indudables, tanto desde el
punto de vista del progreso económico como de los intereses de las masas, y además estas ventajas aumentan
continuamente con el crecimiento del capitalismo. El reconocimiento de la autodeterminación no es equivalen-
te al reconocimiento de la federación como principio. Se puede ser un decidido adversario de dicho principio y
partidario del centralismo democrático, pero preferir la federación a la desigualdad nacional, como único cami-
no hacia el centralismo democrático total. Precisamente desde este punto de vista, Marx, siendo centralista, pre-
fería incluso la federación de Irlanda e Inglaterra, antes que la sumisión forzada de Irlanda a los ingleses
El objetivo del socialismo no es sólo eliminar el fraccionamiento de la humanidad en pequeños Estados y
todo aislamiento de las naciones, no es sólo el acercamiento mutuo de las naciones, sino también la fusión de
éstas. Y para lograr esta finalidad debemos, por una parte, explicar a las masas la naturaleza reaccionaria de la
idea de Renner y O. Bauer sobre la así llamada “autonomía cultural nacional” y, por otra parte, exigir la libera-
ción de las naciones oprimidas, no en difusas frases generales, no en declamaciones desprovistas de contenido,
no “postergando” el problema hasta el socialismo, sino en un programa político formulado con claridad y pre-
cisión, que tenga en cuenta muy especialmente la hipocresía y cobardía de los socialistas en las naciones opreso-
ras. Del mismo modo que la humanidad puede llegar a la supresión de clases sólo a través del período de transi-
ción de la dictadura de la clase oprimida, así también puede llegar a la inevitable fusión de las naciones sólo a
través del período de transición de la total liberación de todas las naciones oprimidas, es decir, de su libertad de
separación.

5.3. Declaración de los derechos de los pueblos de Rusia


(2 de noviembre de 1917)

La revolución de Octubre de los obreros y campesinos ha empezado bajo la bandera de la emancipación.


Los campesinos han sido emancipados del poder de los terratenientes, por cuanto la gran propiedad
agraria ya no existe, ha sido abolida. Los soldados y marineros han sido emancipados del poder de los gene-
rales autócratas, por cuanto a partir de ahora los puestos de mando serán electivos y revocables. Los obreros
han sido emancipados de los caprichos y arbitrariedades de los capitalistas, por cuanto de ahora en adelante
se establecerá el control de los trabajadores en las fábricas. Todo aquello que es vital ha sido liberado de las
cadenas odiadas.
Quedan sólo los pueblos de Rusia, que han sufrido y sufren el yugo de la arbitrariedad, y cuya emancipa-
ción debe emprenderse de inmediato, de forma decidida y categórica.
En la época del zarismo, los pueblos de Rusia eran empujados sistemáticamente unos contra otros. Los re-
sultados de esta política son conocidos: matanzas y pogroms por un lado; por otro, la esclavitud de los pueblos.
Esta política ignominiosa ya no existe y no ha de poder volver. De ahora en adelante, debe sustituirse por
la unión voluntaria y honrada de los pueblos de Rusia.
En el periodo del imperialismo, después de la revolución de Febrero, cuando el poder pasó a las manos
de la burguesía del partido “cadete”, la política descarada de empujar a los pueblos de Rusia unos contra
otros dejó sitio a una política de cobarde desconfianza hacia ellos, a una política de intrigas y provocaciones,
disimulada con declaraciones verbales sobre la “libertad” y la “igualdad” de los pueblos. Los resultados de

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esta política. son conocidos: intensificación de las rivalidades nacionales, quebrantamiento de la confianza re-
cíproca.
Hay que poner fin a esta política de falsedades y desconfianza, de intrigas y provocaciones, que debe ser re-
emplazada por una política franca y honrada que conduzca a la confianza recíproca, completa entre los pueblos
de Rusia.
Tan sólo como resultado de esta confianza puede formarse la unión honrada y sólida de estos pueblos.
Tan sólo como resultado de esta unión pueden los obreros y campesinos de los pueblos de Rusia agrupar-
se estrechamente en una fuerza revolucionaria capaz de resistir todos los ataques de la burguesía imperialista y
anexionista.
El Congreso de los Soviets de junio de este año proclamó el derecho de los pueblos de Rusia a la libre au-
todeterminación.
El segundo Congreso de los Soviets, reunido en octubre, confirmó este derecho indiscutible de forma aún
más decidida y concreta.
Cumpliendo con la voluntad de estos Congresos, el Consejo de Comisarios del Pueblo ha decidido establecer
los siguientes principios como base de su actuación en lo referente a las nacionalidades de Rusia:
1. Igualdad y soberanía de los pueblos de Rusia.
2. Derecho de los pueblos de Rusia a la libre. autodeterminación, sin excluirse la separación y la
constitución en Estado independiente.
3. Abolición de toda clase de privilegios y limitaciones nacionales y nacional-religiosos.
4. Libre desarrollo de las minorías nacionales y de los grupos étnicos que pueblan el territorio de
Rusia.
Los decretos que se deriven de aquí serán elaborados en cuanto se constituya la Comisión de las cuestiones
nacionales.

5.4. Proclamación de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas

Desde la formación de las Repúblicas Soviéticas, los Estados del mundo se dividen en dos campos: el cam-
po del capitalismo y el campo del socialismo.
En el campo del capitalismo reinan el odio nacional y la desigualdad, la esclavitud colonial y el chovinismo,
la opresión nacional y las matanzas, las brutalidades imperialistas y las guerras.
En el campo del socialismo reinan la confianza mutua y la paz, la libertad nacional y la igualdad, el veci-
naje pacífico y la colaboración fraternal de los pueblos.
Los intentos realizados por el mundo capitalista, durante docenas de años, para resolver la cuestión na-
cional conciliando el libre desarrollo de los pueblos con el sistema de explotación del hombre por el hombre,
han sido infructuosos. Por el contrario, los antagonismos nacionales se han agravado y amenazan la existen-
cia misma del capitalismo. La burguesía se ha mostrado incapaz de instaurar la colaboración de los pueblos.
Sólo en el campo de los Soviets, bajo el régimen de la dictadura del proletariado, que une en torno suyo a
la mayoría de la población, ha sido posible aniquilar radicalmente la opresión nacional, despertar la confianza
mutua y establecer las bases de la colaboración fraternal de los pueblos.
Así es como las Repúblicas Soviéticas han conseguido rechazar los ataques de los imperialistas de todo
el mundo, del interior y del exterior; así es como han podido poner fin a la guerra civil, asegurar su existencia
y emprender la organización pacífica.
Los años de guerra no han pasado, sin embargo, sin dejar huella. Los campos devastados, las fábricas
abandonadas, las fuerzas productivas destruidas, los recursos económicos agotados –la herencia de la guerra–
convierten en insuficientes los esfuerzos aislados de las distintas Repúblicas para la edificación económica. La
reconstitución de la economía popular es imposible con la existencia aislada de las Repúblicas.
Por otra parte, la inestabilidad de la situación internacional y el peligro de nuevas agresiones hacen necesa-
ria la creación del frente único de las Repúblicas Soviéticas frente al mundo capitalista que las rodea.
Finalmente, la misma estructura del poder soviético, que es internacional por su carácter de clase, impulsa
a las masas trabajadoras de las Repúblicas Soviéticas a unirse en una sola familia socialista.

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Todas estas circunstancias imponen irresistiblemente la unión de las Repúblicas Soviéticas en un solo Esta-
do, capaz de garantizar la seguridad en el exterior, el progreso económico y el desarrollo libre de los pueblos en
el interior.
La voluntad de los pueblos de las Repúblicas Soviéticas, que se han reunido recientemente en los Con-
gresos de sus Soviets y han decidido por unanimidad la formación de la “Unión de Repúblicas Socialistas So-
viéticas”, es la garantía segura de que esta Unión es una unión consentida voluntariamente por pueblos igua-
les en derechos; de que cada Re-pública puede abandonar la Unión libremente, de que la adhesión a la Unión
es accesible a todas las Repúblicas Soviéticas existentes o que puedan surgir en el futuro, de que el nuevo Go-
bierno de la Unión es la culminación digna de los principios de vecinaje pacífico y de colaboración de los
pueblos proclamados en octubre de 1917; de que será un fiel defensor contra el capitalismo mundial, y de
que constituye un paso decisivo hacia la Unión de los trabajadores de todos los países en la República Socia-
lista Soviética Universal.
La República Socialista Federativa de los Soviets de Rusia, la República Socialista de los Soviets de Ucrania,
la República Socialista de los Soviets de Rusia Blanca y la República Federativa Socialista de los Soviets de
Transcaucasia (República Socialista de los Soviets de Azerbeidján, República Socialista de los Soviets de Geor-
gia), se unen en un solo Estado que adopta el nombre de UNION DE REPÚBLICAS SOCIALISTAS SO-
VIÉTICAS.

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