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La mujer adúltera y la hipocresía de sus acusadores

Poema del Hombre – Dios (fragmento)

En el interior del recinto del templo, o sea, uno de los muchos patios rodeados de pórticos. El grupo que se
apiña en torno a Jesús – único grupo parado, mientras que todos los otros grupos, en torno a éste o aquel
maestro, van y vienen – se abre para dejar pasar a un pelotón de escribas y fariseos, gesticulantes y más
venenosos que nunca. Lanzan veneno a través de la mirada, a través del color de la cara, por la boca. ¡Qué
víboras! Más que conducir, arrastran a una mujer de unos treinta años, despeinada, que lleva desordenados sus
vestidos como persona maltratada. La mujer llora. La arrojan a los pies de Jesús como si fuera un montón de
andrajos o despojos muertos. Y ella se queda ahí, acurrucada, apoyado el rostro en los dos brazos, ocultos por
éstos, que le hacen de almohada entre la cara y el suelo.

«Maestro, ésta ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Su marido la amaba y no permitía que nada le
faltara. Ella era reina en su casa. Y ha traicionado a su marido porque es una pecadora, una viciosa, una
ingrata, una profanadora. Adúltera es, y como tal debe ser lapidada. Moisés lo dijo. En su ley manda que las
que son como ésta sean lapidadas como animales inmundos. Y son inmundas. Porque traicionan la fidelidad y al
hombre que las ama y las cuida, porque como tierra nunca saciada siempre están hambrientas de lujuria. Son
peores que las meretrices, porque sin el aguijón de la necesidad se dan para dar alimento a su impudicia. Están
corrompidas. Son contaminadoras. Deben ser condenadas a muerte. Moisés lo dijo. Y Tú, Maestro, ¿Qué
dices?».

Jesús – que había dejado de hablar al llegar tumultuosos los fariseos, y que había mirado a la jauría aviesa con
mirada penetrante y luego había bajado su mirada hacia la mujer humillada, arrojada a sus pies – calla. Se ha
agachado, quedando en posición de sentado, y escribe con un dedo en las piedras del pórtico, que el polvo
levantado por el viento cubre de tierrilla. Ellos hablan y Él escribe.

«¿Maestro? Hablamos contigo. Escúchanos. Respóndenos. ¿No has comprendido? Esta mujer ha sido
sorprendida en flagrante adulterio. En su casa. En el lecho de su marido. Ella lo ha manchado con su libídine».

Jesús escribe.

«¡Pero este hombre es un deficiente! ¿No veis que no entiende nada y que está trazando signos en la tierra como
un pobre demente?».

«Maestro, por tu buena reputación, habla. Que tu sabiduría responda a nuestra pregunta. Te repetimos: a esta
mujer no le faltaba nada; tenía vestidos, comida, amor; y ha traicionado».

Jesús escribe.

«Ha mentido al hombre que confiaba en ella. Con boca mendaz lo ha saludado y con la sonrisa lo ha
acompañado a la puerta, y luego ha abierto la puerta secreta y ha admitido a su amante. Y, mientras su marido
estaba ausente para trabajar para ella, ella, como un animal inmundo, se ha revolcado en su lujuria».

«Maestro, es una profanadora, no sólo del tálamo sino también de la Ley; una rebelde, una sacrílega, una
blasfema».

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La mujer adúltera y la hipocresía de sus acusadores
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

Jesús escribe. Escribe, y borra, con el pie calzado con sandalia, lo escrito; y escribe más allá, volviéndose
despacio en torno a sí buscando espacio nuevo. Parece un niño jugando. Pero lo que escribe no son palabras de
juego; ha ido escribiendo: «Usurero», «Falso», «Hijo irreverente», «Fornicador», «Asesino», «Profanador de
la Ley», «Ladrón», «Lujurioso», «Usurpador», «Marido y padre indigno», «Blasfemo», «Rebelde contra Dios»,
«Adúltero». Escrito una y otra vez, mientras nuevos acusadores siguen hablando.

«¡Pero en fin, Maestro! Tu juicio. Esta mujer debe ser juzgada. No puede con su peso contaminar la Tierra. Su
aliento es veneno que turba los corazones».

Jesús se alza. ¡Misericordia! ¡Qué rostro! Es todo un fulgir de lampos lanzados contra los acusadores. Tiene
tan erguida la cabeza, que parece aún más alto. Tan severo y solemne se manifiesta, que parece un rey en su
trono. El manto se ha descolgado de un hombro y forma una ligera cola tras Él; pero no se preocupa de ello.
Serio el rostro, sin la más lejano huella de sonrisa en la boca y en los ojos, planta éstos en la cara de la gente,
que retrocede como frente a dos puñales puntiagudos. Mira fijamente a cada uno. Con una intensidad de
escudriñamiento que produce miedo. Los mirados tratan de retroceder entre la gente y esconderse entre ella. El
círculo, así, se ensancha y se disgrega como minado por una fuerza oculta.

Hasta que habla: «Quien de vosotros esté sin pecado que tire contra la mujer la primera piedra». Y la voz es un
trueno, acompañado de un aún más vivo centelleo de la mirada. Jesús ha recogido los brazos en el pecho, y está
así, erguido como un juez, esperando. Su mirada no da paz; hurga, penetra, acusa.

Primero uno, luego dos, luego cinco, luego en grupos, los presentes se alejan cabizcaídos. No sólo los escribas y
los fariseos, sino también los que estaban antes en torno a Jesús y otros que se habían acercado para oír el
juicio y la condena y que, tanto aquéllos como éstos, se habían unido para injuriar a la culpable y pedir la
lapidación.

Se queda sólo con Pedro y Juan. No veo a los otros apóstoles.

Jesús se ha vuelto a poner a escribir, mientras se produce la fuga de los acusadores; ahora escribe: «Fariseos»,
«Víboras», «Sepulcros de podredumbre», «Embusteros», «Traidores», «Enemigos de Dios», «Insultadores de su
Verbo»…

Una vez que todo el patio se ha vaciado y se ha hecho un gran silencio – no quedando sino el frufrú del viento y
el susurro de una pequeña fuente en un ángulo –, Jesús alza la cabeza y mira. Ahora su rostro se ha calmado.
Es un rostro triste, pero ya no está airado. Mira un momento a Pedro, que se ha alejado ligeramente y se ha
apoyado en una columna; y también a Juan, que, casi detrás de Jesús, le mira con su mirada enamorada. Hay
en Jesús un asomo de sonrisa al mirar a Pedro, y una sonrisa más marcada al mirar a Juan. Dos sonrisas
distintas.

Luego mira a la mujer, todavía postrada y llorosa, a sus pies. La observa. Se alza, se coloca el manto, como si
fuera a ponerse en camino. Hace una señal a los dos apóstoles para que se encaminen hasta la salida.

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La mujer adúltera y la hipocresía de sus acusadores
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

Cuando está sólo, llama a la mujer. «Mujer, escúchame. Mírame». Repite la orden, porque ella no se atreve a
alzar la cara. «Mujer, estamos solos; mírame».

La desdichada alza la cara, en que el llanto y la tierra han creado una máscara de abatimiento.

«¿Dónde están, mujer, los que te acusaban?». Jesús habla en tono bajo, con seriedad compasiva; tiene el rostro
y el cuerpo levemente inclinados hacia el suelo, hacia su miseria. Una expresión indulgente y sanadora llena su
mirada. «¿Ninguno te ha condenado?».

La mujer, entre un sollozo y otro, responde: «Ninguno, Maestro».

«Y tampoco Yo te condenaré. Ve. Y no peques más. Ve a tu casa. Y gánate el perdón. El de Dios y el del
ofendido. No abuses de la benignidad del Señor. Ve».

Y la ayuda a levantarse tomándola de una mano. Pero no la bendice ni le da la paz. La mira mientras se pone en
camino, cabizbaja, levemente tambaleante bajo el peso de su vergüenza; y luego, cuando ya no se la ve, se pone
a su vez en camino con sus discípulos.

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La mujer adúltera y la hipocresía de sus acusadores
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

Dice Jesús:

«Lo que me hería era la falta de caridad y de sinceridad en los acusadores. No que acusaran con falsedad. La
mujer era realmente culpable. Pero eran insinceros al escandalizarse de algo que ellos habían cometido mil
veces y que sólo una mayor astucia y una mayor suerte habían permitido que quedase oculto. La mujer, en su
primer pecado, había sido menos astuta y había tenido menos suerte. Pero ninguno de sus acusadores y
acusadoras – porque también las mujeres la acusaban en el fondo del corazón, aunque no alzaran su palabra –
estaban libre de culpa.

Adúltero es el que pasa al acto y el que a él se inclina y lo desea con todas sus fuerzas. La lujuria está tanto en
quien peca como en quien desea pecar. Recuerda, “No basta no hacer el mal, también hay que no desear
hacerlo”. El que acaricia pensamientos de sensualidad y suscita con lecturas y espectáculos buscados de
propósito y con hábitos malsanos sensaciones de la carne es tan impuro como el que comete materialmente la
culpa. Digo incluso: es mayormente culpable. Porque va con el pensamiento contra la naturaleza, además de
contra la moral. Y no hablo siquiera de aquel que pasa a verdaderos actos contrarios a la naturaleza. El único
atenuante de éste es una enfermedad orgánica o psíquica. El que no tiene este atenuante es diez veces inferior al
animal más sucio.

Para condenar con justicia se requeriría la ausencia de toda culpa. Os remito a dictados anteriores, cuando
hablo de las condiciones esenciales para ser juez. No me eran desconocidos los corazones de aquellos fariseos y
de aquellos escribas; ni los de los que se habían unido a ellos en el ataque contra el culpable. Pecadores contra
Dios y contra el prójimo, había en ellos culpas contra el culto, culpas contra los padres, culpas contra el
prójimo, culpas, especialmente numerosas, contra sus esposas. Si, por un milagro, hubiera ordenado a su
sangre escribir en su frente su pecado, entre las muchas acusaciones había imperado la de “adúlteros” de
hecho o de deseo.

Yo dije: “Lo que contamina al hombre es lo que viene del corazón”. Y, aparte de mi corazón, no había ninguno
entre los jueces que tuviera el corazón incontaminado. Sin sinceridad ni caridad. Ni siquiera el hecho de ser
semejantes a ella en el hambre concupiscente los inducía a la caridad. Yo era el que tenía caridad con la
humillada. Yo, el Único que habría debido sentir asco. Pero, recordad esto: que cuanto más bueno es uno, más
compasivo es para con los culpables. No es indulgente con la culpa en sí misma. Eso no. Pero se compadece de
los débiles que a la culpa no han sabido resistir.

¡El Hombre! Fácil de ser plegado – más que una frágil caña y que un delgado convólvulo – por la tentación y
ser movido a abrazarse a aquello en que espera hallar confortación. Porque muchas veces la culpa se produce,
especialmente en el sexo más débil, por esta búsqueda de confortación. Por eso Yo digo que el que carece de
afecto hacia su mujer, y también hacia la propia hija, es en noventa de cien partes responsable de la culpa de su
mujer o de su hija, por quienes responderá. Tanto el afecto estúpido – que es sólo estúpida esclavitud de un
hombre para con una mujer o de un Padre para con una hija –, como el desatender los afectos – o peor, una
culpa de propia libídine que lleva a un marido a otros amores y a unos padres a otros cuidados que no son los
hijos – son fómite para adulterio y prostitución. Y, como tales, Yo los condeno.

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La mujer adúltera y la hipocresía de sus acusadores
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

Sois seres dotados de razón y guiados por una ley divina y por una ley moral. Rebajarse, por tanto, a una
conducta de salvajes o de animales debería causar horror a vuestra gran soberbia. Pero la soberbia, que, en
este caso, sería incluso útil, vosotros la tenéis para cosas muy distintas.

Miré a Pedro y a Juan de forma distinta, porque al primero, hombre, quise decirle: “Pedro, no carezcas tú
también de caridad y de sinceridad”, y decirle también, como a futuro Pontífice mío: “Recuerda esta hora y
juzga, en el futuro, como tu Maestro”; mientras que al segundo, joven de alma de niño, quise decirle: “Tú
puedes juzgar y no juzgas, porque tienes mi mismo corazón. Gracias, amado, porque eres tan mío que eres un
segundo Yo”.

Alejé a los dos antes de llamar a la mujer para no aumentar su mortificación con la presencia de dos testigos.
Aprended, hombres sin piedad. Aunque uno sea culpable, ha de ser tratado con respeto y caridad. No alegrarse
de su aniquilamiento. No ensañarse contra Él, ni siquiera con miradas curiosas. ¡Piedad, piedad para el que
cae!

A la culpable le indico el camino que debe seguir para redimirse. Volver a su casa, humildemente pedir perdón
y obtenerlo con una vida recta, no volver a ceder a la carne, no abusar de la bondad divina y de la bondad
humana, para no pagar más duramente que entonces la dúplice o múltiple culpa. Dios perdona, y perdona
porque es la bondad. Pero el hombre, a pesar de haber dicho Yo: “Perdona a tu hermano setenta veces siete”,
no sabe perdonar dos veces.

No le di paz y bendición porque no había en aquella completa separación de su pecado, y ello se requiere para
ser perdonados. En su carne, y, por desgracia, en su corazón, no había náusea por el pecado. María de
Magdala, saboreado mi Verbo, había sentido repulsa por el pecado y había venido a mí con la voluntad total de
ser otra. En ésta había todavía vacilación entre las voces de la carne y las del espíritu. Y, además, en la
turbación del momento, no había podido poner todavía la segur contra el tronco de la carne y cortarlo para ir,
mutilado su peso de avidez, al Reino de Dios; mutilado lo que significaba destrucción, pero crecido en ella lo
que significaba salvación.

¿Quieres saber si luego se salvó? No para todos fui Salvador. Para todos lo quise ser, pero no lo fui, porque no
todos tuvieron la voluntad de ser salvados. Y éste fue uno de los más penetrantes dardos de mi agonía del
Getsemaní.

Ve en paz Tú, y no quieras ya pecar ni siquiera en las cosas insignificantes. Bajo el manto de María está sólo
lo puro; recuérdalo»

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La mujer adúltera y la hipocresía de sus acusadores
Poema del Hombre – Dios (fragmento)

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