Professional Documents
Culture Documents
(Notas para la charla con los padres del colegio Nª Sra. de las Escuelas Pías)
1. Enseñar a vivir
¿Qué enseño yo, no con mi palabra, con mis exposiciones, mis textos,
materiales..., sino yo, con mi manera de ser, de reaccionar ante los alumnos, de trabajar,
de comunicarme, con mi sensibilidad, con mis convicciones, mis gestos, mi mirada?
¿Qué irradio yo? ¿Qué contagio? ¿Qué pueden percibir o aprender de mi? ¿Qué mundo
pueden intuir? ¿Contagio esperanza o frustración? ¿Aliento o pesimismo?
¿Construcción o destrucción? ¿Amor o desamor?
Cuando uno comienza a hacerse este tipo de preguntas, comienza a intuir que
“enseñar”, “educar” es algo mucho más profundo que instruir o aportar
conocimientos. ¡Mi vida, yo mismo! ¿Qué enseño?
1.2. Pero, ¿qué hay que enseñar?, ¿qué hay que aprender? Sin duda, lo primero y lo
decisivo es “aprender a vivir”.
¿No nos sucede algo de esto? John Lennon decía en una canción: “La vida es
algo que pasa, mientras nosotros estamos ocupados en diversas cosas”.
Los hombres se han preguntado muchas veces: ¿Hay vida después de la muerte?
Es una pregunta fundamental que hoy no nos atrevemos ni a formular. Pero, la pregunta,
tal vez, hoy sea esta: ¿Hay vida antes de la muerte? Porque muchos, tal vez, no saben lo
que es la vida, el amor, la felicidad, el gozo interior, la espiritualidad, el silencio, la
contemplación...
Que no es lo mismo que “ser un vividor” o “ir tirando” Pero, ¿dónde se puede
aprender a vivir?, ¿a despertar de nuestras falsas ilusiones?, ¿a aprender a crecer, a
experimentar la vida? Pensemos en las escuelas, colegios, institutos, universidades,
liceos, etc. ¿Qué se aprende allí? Informática, Derecho, Económicas...
Imaginad que montamos en un tren. Nadie sabe a dónde va. Nadie sabe por qué
montamos y a dónde nos llevará. Pero, dentro del tren, aprendemos mucho. Unos
aprenden a medir los compartimentos; otros a construir mejores asientos; otros
organizan allí dentro la convivencia; otros aprenden a intercambiarse cosas y a adquirir
comida; algunos, incluso, tratan de observar que se puede apreciar desde el tren... Pero
nadie se preocupa de pensar a dónde va el tren, lo que representa una gran insensatez.
Estoy convencido de que nuestra cultura actual necesita “maestros de vida” para
superar la insensatez. Maestros que enseñen a vivir o, por lo menos, enseñen a ver lo
que es no-vivir. Esta sociedad necesita “profesores de existencia”. Educadores que
enseñen el arte de abrir los ojos; que enseñen a disfrutar ante la vida, a interrogarse con
sencillez por el sentido último de todo. Maestros “despertadores” que, en su vida
personal siembren inquietud e ilusión, contagien vida y ayuden a mirar la vida hasta el
fondo, buscando la verdad última de todo, con dignidad, con responsabilidad.
Probablemente sólo los que están buscando, los que están aprendiendo. Si uno
no está buscando la verdad, si no está creciendo, si no está aprendiendo él
mismo...Podrá pronunciar fórmulas, podrá inculcar conductas, proporcionar ideas...
pero difícilmente enseñará a vivir.
¿Qué les podremos contagiar si nosotros sólo vibramos con el dinero, el éxito, el
placer, el nivel de vida, la comodidad o el intercambio sexual?
¿Qué vida hay en mí?. Cuando yo hablo, enseño, me comunico, actúo, ¿quién
habla en mí? ¿Qué sabiduría me mueve? ¿Qué espíritu me anima?
¿Se puede educar a otros sin educarse uno a sí mismo? ¿Se puede enseñar sin
aprender? ¿El primer problema, no es la autoeducación?
¿Enseñamos a los niños a ser felices? ¿Qué pensar de toda nuestra “enseñanza” a
las nuevas generaciones si no les aportamos ninguna luz sobre esta vocación radical y
original del hombre a la felicidad? Falla en su base.
2.3. El problema está en que, nosotros mismos, los que nos llamamos educadores,
no conocemos la felicidad, ni el camino para encontrarla.
Vivimos drogados. Para sentirnos llenos de vida, “vivos”, necesitamos toda una
serie de drogas (dinero, vestidos, imagen, buena compañía, éxito profesional...). Nuestra
vida es como un “yo-yo” que sube y baja. Tenemos droga, nos encontramos excitados,
eufóricos, alegres... Nos falta droga, nos aburrimos, nos sentimos tristes, deprimidos. De
la misma manera que a los drogadictos les parece que, sin la droga, la vida es sosa,
aburrida y vacía, así también a nosotros nos parece que sin “nuestras propias drogas”,
la vida sería sosa, vacía, aburrida.
Antes que nada, ver, abrir los ojos. Llamar a las cosas por su nombre. Lo que es
droga, es droga. Tomar conciencia de nuestra estupidez: no sabemos gozar de la vida.
Necesitamos vernos con ojos nuevos, con luz nueva.
No es fácil ver. No queremos ver. El ver la realidad nos transforma, nos cambia,
nos purifica. Preferimos no enfrentarnos con la verdad; huir de nosotros mismos.
Nosotros decimos que no poseemos la felicidad: Tal vez, es mejor decir sólo lo
que sabemos: 1) No sabemos si poseemos o no la felicidad. Sabemos que no la
experimentamos; 2) Sabemos que la felicidad no se logra por el camino de poseer cosas
o personas. La posesión de cosas o personas produce una excitación agradable, la
satisfacción de algo poseído. Pero, ¿hemos de llamar a eso “felicidad”?
Sin duda, para encontrarse con el niño son muy importantes las técnicas
pedagógicas, los métodos didácticos, etc., pero el amor, la cercanía, la sintonía, la mutua
confianza, no nacen sólo de las técnicas, sino del corazón.
Como decía Saint-Exupery en “El principito”, “los niños deben tener mucha
paciencia con los adultos” porque, entre otras cosas, no encuentran en nosotros la
comprensión, el respeto y la amistad que buscan.
Por eso, nos podemos sentir superiores a él, podemos enjuiciarlo, condenarlo,
(tal vez, subestimarlo o depreciarlo) Cuando uno se siente interiormente más fuerte, más
poderoso, más equilibrado, más maduro... crea una distancia en el otro. Se hace más
difícil la cercanía, la amistad.
Pero, ¿somos mejores que el niño?, ¿somos más humanos? ¿más adultos? ¿más
sinceros? Pensemos en las acciones que realiza un niño en el aula y analicemos nuestra
vida. ¿No nos vemos reflejados? ¿Es tanta la diferencia? Las acciones pueden ser
distintas, las del niño y las mías, pero, ¿somos tan diferentes?
3.3. Ser sinceros ante el niño
Casi inconscientemente, los adultos y, sobre todo, los padres, educadores, etc.,
tendemos a dar siempre la impresión de que no tenemos defectos. Necesitamos aparecer
como perfectos ante ellos. Nos relacionamos con ellos desde la apariencia, desde la
imagen falsa de perfectos... En realidad, no somos lo que decimos. Nuestra conducta no
coincide con nuestra palabra.
Para acercarnos a una relación más verdadera, tal vez tengamos que aprender a
no ocultar tanto con nuestra palabra los defectos que son visibles en nuestros actos ante
ellos.. Saber reconocer “esto he hecho mal”, “esta reacción ha sido excesiva”, “la culpa
ha sido mía”, “no tenía razón, “estaba equivocado” tiene una indudable grandeza y es
fuente de la verdadera autoridad.
Junto a esto, es sano reconocer nuestra ignorancia. Saber decir “no se”, “lo
estudiaré”, “lo pensaré”. Esta actitud humilde, limpia, honrada es más educadora que
toda nuestra palabrería y nuestros intentos de ocultar defectos.
Es importante que el niño sienta al padre de su parte (yo te voy a ayudar). Que
perciba la autoridad de su parte, apoyándole. No enfrente, sino junto a él. Entonces es
posible la educación, entendida como caminar juntos.
Asamblea en la carpintería