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SISTEMA DE LACUNZA
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historia, Jesucristo podrá ofrecer su reino en las manos del Padre
(1 Co 15, 23-26). En esto reside la principal diferencia con el
sistema ordinario vigente que sostiene que inmediatamente
después de la segunda venida del Señor se seguirá sin ningún
intervalo la resurrección universal y el juicio universal. Pero
Lacunza también advierte sobre las diferencias de alcance
cristológico implicadas en su tesis central. Por lo mismo, distingue
claramente dos tiempos y dos misiones en el único Mesías. El
autor piensa que todo cuanto hizo Cristo en su primera venida se
incluye dentro de los límites de su oficio sacerdotal y doctoral, y,
en consecuencia, no es posible interpretar sus dichos y acciones en
términos de la potestad real. Las referencias del Jesús histórico al
reino reciben en Lacunza una interpretación exclusivamente
futura (12). El autor no niega que Jesús se haya referido al reino en
términos de algo ya presente, pero puntualiza que en esos casos se
refiere al "evangelio del reino", y no al reino mismo. Ahora bien, el
evangelio del reino, "esto es, noticia, buenas nuevas, anuncio,
predicación del reino" (13), constituye una invitación al reino que
tendrá lugar en el futuro, la predicación de la fe y la justicia, la
exhortación a llevar una vida conforme a los valores del evangelio
y a vivir en la vigilancia que corresponde a quien espera
ansiosamente la venida del Señor. Estos mismos criterios afectan
radicalmente la visión eclesiológica de nuestro jesuita. En efecto,
dedica capítulos importantes de su obra a demostrar que la Iglesia,
siguiendo a su Maestro en su misión sacerdotal y doctoral, no
puede identificarse ni total ni parcialmente con el reino y subraya
que su misión ciertamente es ser fiel al Señor, preparando a los
hombres para el reino futuro de Cristo, para lo cual debe
consagrarse a su misión moral y espiritual, lejos de toda confusión
con los poderes políticos mundanos (14).
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2.1. Fin de la historia
En la historia hay una incesante lucha entre las fuerzas del bien y
del mal. El siglo (eón) actual designa "todo el aparato externo de
nuestro mundo [...] su fausto, su lujo, su engaño, su vanidad, su
mentira, su pecado. En suma: se llama ‘siglo’ el día actual de los
hombres, de su potestad, de su dominación [...] a distinción del
Día del Señor" (19). Este eón es un escenario donde se despliegan
fuerzas opuestas y donde triunfa, finalmente, la dominación y la
injusticia. En la interpretación lacunziana, la dominación es
política (el cuarto reino: las monarquías europeas absolutistas en
crisis al final del siglo XVIII) y es religioso-espiritual (las falsas
religiones y el falso cristianismo aliado de la nueva "religión" que
eleva la razón). En los últimos tiempos las potencias políticas y
religiosas unidas al Sacerdocio traidor y al Papado
condescendiente con el espíritu del siglo llegarán a constituir la
fase final del Anticristo. El Anticristo no es, según se decía en
tratados católicos de la época, un judío concebido por Satán que
nacería en Babilonia y que perseguiría a los cristianos en la etapa
próxima al fin, sino que es un cuerpo moral y colectivo, compuesto
por innumerables y diversos individuos unidos por su espíritu
contra Cristo y que viene creciendo desde los tiempos apostólicos
(20). Al fin del siglo, en medio de una intensa crisis, el
anticristianismo alcanzará su paroxismo. Pero también crece y se
mantiene el cristianismo auténtico; siempre habrá testigos que
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resistan y den testimonio de su fe en Cristo. El eón presente solo
puede manifestar ambigüedad. La parábola del trigo y la cizaña es
la más adecuada para expresar esta radical confusión que reina en
la historia. "En una palabra, habrá siempre cizaña, que oprima y
no deje crecer ni madurar el trigo" (21). Es interesante observar
que en Lacunza la dialéctica del trigo y la cizaña no afecta solo al
mundo, a la sociedad, sino también a todas las religiones y,
particularmente, a la Iglesia cristiana. El cristianismo no está
amenazado solo por fuerzas externas, sino también, y
principalmente, por una falsificación que viene desde dentro. Uno
de los rasgos esenciales del anticristianismo es que el mal toma la
apariencia del bien. Tampoco se puede asegurar con certeza que el
olivo silvestre, injertado en el legítimo, permanezca siempre en la
fe y la caridad (22).
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transfiguración. Siguiendo esta perspectiva, Lacunza enfrenta las
interpretaciones que predican el fin del mundo, su reducción a la
nada.
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con las diversas observaciones de científicos, astrónomos y físicos.
Concordando con otros autores de su tiempo, Lacunza piensa que
antes del diluvio no había estaciones y que el globo gozaba de un
perpetuo equinoccio (25). Así como el mundo antiguo no pereció
en lo substancial (en el Diluvio) y solo se transformó de bien para
mal, así, también, el mundo nuevo que viene, el cielo y tierra
nueva, implicará una transformación del mundo actual de mal
para bien. A Lacunza le parece que este gran cambio debe
comenzar por donde comenzó el cambio cósmico anterior, es
decir, por la restitución del eje de la tierra a aquel mismo sitio
donde se encontraba en los principios de la creación. La
verticalización del eje provocará la unión de la eclíptica con el
Ecuador y así volverá el perpetuo equinoccio siendo desterrada la
malignidad de las cuatro estaciones. Solo así se podrá concebir una
felicidad natural digna de los cielos nuevos y nueva tierra, se
restablecerán las condiciones naturales para una buena salud, las
vidas serán más largas y perfectas como lo fueron al principio. La
idea de un tiempo uniforme es la manera concreta de salvar esas
óptimas condiciones materiales y físicas de vida y bienestar
conformes a la perfección del milenio (26). Aparecerá entonces
una nueva tierra y un nuevo cielo "y todo tan bueno a lo menos,
como lo fue en su estado primitivo: digo a lo menos, porque me
parece, no solo posible, sino sumamente verosímil, que por
respeto, y honor de una persona de infinita dignidad cual es un
Hombre Dios, por quien, y para quien, como dice San Pablo…
fueron creadas todas las cosas, se renueve, y se mejore todo en
nuestro orbe, dándosele a este, aun en lo natural (así como se le ha
de dar en lo moral) un nuevo y sublime grado de perfección" (27).
De ese modo vincula el milenarismo con la utopía cósmica.
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los nuevos cielos y nueva tierra donde habitará la justicia. Lacunza
se pregunta en qué lugar de la Escritura constan estas promesas de
Dios así formuladas y que han sido recogidas por 2 P y también
por Ap 21. Ahora bien, si se registran todas las Escrituras no
se encontrará otro lugar que Is 65 y 66. Por lo cual es fácil deducir
que a este lugar nos remiten los autores neotestamentarios.
Lacunza procede, entonces, a analizar Is 65, 17-25 para poder
continuar con la correcta interpretación de los cielos nuevos y
tierra nueva anunciados como nueva creación a partir del v. 17.
Revisando los aportes de los diversos doctores e intérpretes,
Lacunza no puede sino encontrar nuevos intentos de
espiritualización eclesiocéntricos. El texto de Isaías se resiste a
todo intento presentista porque, insiste Lacunza, está mirando
hacia el futuro, hacia otro siglo, otro tiempo en que sí se podrán
cumplir las promesas de liberación y restauración del pueblo de
Israel. Recalca nuestro intérprete que el mismo autor de 2 P
entendía mejor estas cosas al poner los nuevos cielos y nueva
tierra en un momento posterior a los actuales cielos y tierra, por
tanto, futuro. Por otra parte, la profecía tampoco se acomoda a
una situación posterior a la resurrección universal pues entonces
no habrá muerte ni pecado ni nuevas generaciones ni necesidad de
plantar viñas ni edificar casas, etc., cosas todas expresas en el texto
de Is 65 (28). En esta profecía de Isaías, Lacunza ve diseñados los
trazos esenciales del reino de Cristo, de los siglos indeterminados
de felicidad y armonía universal en que el hombre estará
reconciliado consigo mismo, con los otros y con la naturaleza. En
resumen, piensa Lacunza, "los nuevos cielos, y nueva tierra, o el
mundo nuevo que esperamos después del presente debe ser sin
comparación mejor que el presente; y esto no solamente en lo
moral, sino también en lo físico y material" (29).
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resurrección y juicio universal. (Ap 20, 7-15). Dos son los hechos
relevantes que merecen ser reflexionados en este punto: el fin del
milenio y el fin de los viadores. Respecto al fin del milenio, el
Apocalipsis (20,7) afirma explícitamente que acabarán los "mil
años" y señala que entonces "será desatado Satanás". Sin embargo,
no se pronuncia sobre las causas de la crisis final del reino de
Cristo sobre los vivos. Lacunza no puede concebir que esto suceda
gratuitamente, sin que hayan precedido algunas culpas universales
y graves. Tiene que haber alguna responsabilidad humana previa.
Según él debido a diversos factores históricos se reinician las
persecuciones y las luchas entre el Bien y el Mal. Se abre un nuevo
ciclo histórico que desembocará en el fin total de la historia. Hacia
el final del milenio, pasado un número indeterminado de años
(cien mil o un millón de años) de felicidad, justicia e inocencia
vuelve la corrupción moral y sobreviene una nueva apostasía. Será
un proceso largo y gradual. La corrupción del corazón humano
siempre ha exigido un considerable tiempo, más aún en personas
que ya han participado de la inocencia y justicia del reino de Cristo
(30). No debe extrañar, piensa Lacunza, que esto suceda, porque
en el siglo venturo los hombres serán tan viadores como lo son
ahora y estarán dotados de su libre albedrío, entonces andarán
por fe y no por visión, al igual que ahora; por consiguiente, los
hombres del siglo que viene serán libres, capaces de bien o de mal,
de pecar o no pecar, de merecer o desmerecer (31).
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Dos son los puntos fundamentales que retienen la atención de
Lacunza al plantearse el problema: ¿En qué estado quedará la
tierra después del juicio y resurrección universal? ¿A qué lugar
determinado deberán ir todos los que resucitan a la vida para
gozar en este lugar o en este paraíso, de la vida fruitiva de Dios?
Respecto a lo primero, Lacunza no admite la idea de quienes
siguiendo a 2 P 3,12 piensan que el orbe quedará cristalizado por
la acción de fuego, ni la concepción que sostiene una aniquilación
del universo (34). Conforme a su sistema, ajeno a toda visión de
aniquilación, nuestro autor no puede admitir semejante
destrucción total del mundo y por lo mismo se inserta en la línea
de pensamiento abierta por S. Gregorio Magno y S. Agustín en el
sentido de que no ha de haber jamás tal aniquilación, ni
destrucción total de la tierra. Lo que sí habrá es un cambio
notable, una transformación de mal en bien, o de bien en mejor.
Esta última opinión es la que suscribe Lacunza porque la halla
conforme con las enseñanzas de las Escrituras: "Aprendí que todas
las obras, que hizo Dios, perseveraron perpetuamente" (Qo 3, 14).
En este punto el autor es consecuente con su peculiar respeto y
admiración por la naturaleza, obra del Creador y Dios, y también
con su optimismo respecto al futuro de vida que Dios ofrece al
mundo y a la humanidad que habita en él (35).
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palabras anteriores se recurre a otro concepto y se afirma que irán
al cielo empíreo (ígneo o de fuego). Esto trae más oscuridad
todavía: ¿dónde está este cielo de fuego? Lacunza vuelve a la
Escritura y en ella no halla otra cosa que palabras muy generales:
cielo, cielos, cielo del cielo, cielo de los cielos, reino de los cielos.
Mas estas palabras se hallan explicadas en sus textos y contextos
(Ejs: 2 Cro 6, 30.39; Jr 23, 24; 1 Tm 6, 16; Hch 17, 27; Sal 139
(138)). A partir de estos textos, el autor observa que al decirse que
Dios está en el cielo, o que llena el cielo, se está expresando que el
cielo es la morada de Dios, por lo que concluye: "todo lo cual nos
enseña y predica aquel atributo de fe divina, esencial a Dios, que es
su inmensidad, o su presencia real y verdadera en todo el universo,
y en todas, en cada una de las partes innumerables que lo
componen" (37).
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(1 Co 15, 28; Hb 2, 8; 1 Jn 3, 2) (40). En fin, todos los hijos
adoptivos de Dios serán asimismo herederos de Dios y
coherederos con el Hijo mayor (Rm 8, 17). De donde se sigue que
siendo Cristo heredero y Señor de todas las cosas, deberán serlo a
proporción todos los coherederos. Y, no obstante la diversidad que
habrá entre los herederos, reinará entre ellos una caridad tan
perfecta que "no habrá, ni podrá haber entre tantos hijos de Dios
aquella fría palabra, mío, y tuyo, sino que será tuyo lo que es mío,
y mío lo que es tuyo; lo que es de todos será de cada uno, y lo que
es de Cristo, será de todos, y Dios será todo en todos" (41).
Lacunza distingue en la única experiencia de la gloria dos aspectos
esenciales: el que llama accidental, que corresponde a la
contemplación y gozo vital de la naturaleza, y el substancial, que
corresponde a lo que normalmente se entiende por visión de Dios,
la fruición de Dios.
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acaso hay en otros globos otras criaturas análogas al hombre (sea
las que fueren, y cuántas fueren y cómo fueren) todas ellas deben
pertenecer al Cristo Jesús, y sujetarse enteramente a su
dominación: pues todas ellas, no menos que nosotros fueron
creadas por él y para él" (44). En fin, la inmensidad del universo
que nos rodea, todo el espacio sideral, con sus cuerpos y orbes
visibles e invisibles, todo ello es la herencia eterna del Hombre-
Dios, Cristo Jesús y, por consiguiente, de todos sus hermanos
menores, los coherederos, especialmente después de la
resurrección universal (45).
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los innumerables orbes, donde resida normalmente el Supremo
Rey, de donde salga eternamente la luz hacia todos los lugares del
reino definitivo. Para Lacunza, el Rey Supremo y el centro de
unidad de un reino tan extenso estará en este orbe privilegiado
que ahora habitamos, es decir, en la tierra. Argumenta que
Jesucristo es de esta tierra, aquí nació, aquí se hizo hombre, aquí
enseñó su evangelio, aquí padeció muriendo en una cruz. Y lo
mismo se puede decir de los coherederos: aquí, en esta tierra,
padecieron por él y sufrieron por causa de la justicia, aquí fueron,
por lo mismo, atribulados y perseguidos. Luego aquí mismo
deberán gozar eternamente el fruto más que céntuplo de todo lo
que supieron sembrar (50). Más adelante, el autor recuerda las
palabras del salmista: "mas los que aguardan al Señor, ellos
heredarán la tierra… Mas los mansos heredarán la tierra y se
deleitarán en muchedumbre de paz" (Sal 37 (36), 9-11), y luego
añade "a lo cual aludió el maestro bueno del monte, diciendo:
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra (Mt
5, 4)" (51). En definitiva, el fundamento último de toda Esperanza
es el amor del Dios Creador: "hay evidentemente —dice Lacunza—
un Supremo Ser, eterno e increado, de quien ha recibido su ser
todo cuanto es, él nos hizo, y no nosotros a nosotros. Hay un Dios
infinito en todo, Creador, y Señor del cielo y de la tierra, de todo lo
visible y de lo invisible. Este Dios vivo y verdadero, por suma
bondad, se ha dignado desde los días antiguos, de entrar en
sociedad, en alianza, en comercio con los hombres habitadores
de este grande orbe, y señores de todas sus riquezas. Se ha dignado
de revelarles a ellos, de revelarles su modo de ser inefable e
incomprensible, esto es, un Dios en la Trinidad, y la Trinidad en la
unidad, de revelarles fuera de sí mismo otros muchos misterios, y
de hacerles millares de promesas. Se dignó después de esto de
unirse con nuestra naturaleza en la persona de su hijo de un modo
tan estrecho, e indisoluble, que podemos, y debemos decir con
suma verdad: Dios es hombre, hijo de Adán, y el hombre hijo de
Adán es verdadero Dios: Porque de tal manera amó Dios al
mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree
en él, no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16)" (52).
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concepto de la felicidad de entonces (aun accidental) de los justos
ya resucitados de que vamos hablando: pues como está escrito en
Isaías (Is 64, 3): ojo no vio ni oreja oyó, como lo repite S. Pablo (1
Cor 2, 9), ni en corazón de hombre subió, lo que preparó Dios
para aquellos que le aman" (53).
V. CONCLUSIONES
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que quizá escapa a toda objetivación, exponiéndose con ello a la
inconsistencia de su sistema. Con todo, afirma que para superar la
tragedia de un tiempo irredento la historia tiene que
transfigurarse. Y esta transfiguración es un drama que
compromete al mismo Dios; por ello es, finalmente, un
acontecimiento de Gracia. La voluntad de Dios es el poder
determinante de la historia, ya que El es el único Creador, origen
de la vida y de la historia, y El mismo es el poder consumador que
llevará la historia a su plenitud dando cumplimiento a sus
promesas.
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6) A pesar de su perfección, el reino mesiánico es finito, acabará
en un momento del tiempo. Dicho reino es, según Lacunza, un
interregno hasta el advenimiento del reino verdaderamente eterno
y glorioso de Dios, donde cesada toda generación y corrupción, los
bienaventurados gozarán eternamente de la contemplación del
universo material, transformado y mejorado, y de la comunión
eterna con Dios mismo.
RESUMEN
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NOTAS
16
messianismes et des millénarismes de l’ère chrétienne,
Mouton, Paris-La Haya, 1969; N. Cohn, Na senda do
Milénio, Presença, Lisboa, 1981; J. Seguy, La religiosidad no
conformista de Occidente, en, H. Ch. Puech, dir., Las
religiones constituidas en Occidente y sus contracorrientes.
II, 2ª ed., Historia de las Religiones, Siglo XXI, México,
1981, vol. 8, pp. 213-301; V. Lanternari, Occidente y Tercer
Mundo, Siglo XXI, Buenos Aires, 1974.
(5) Vaucher, o. c.
17
sobre la historia colonial de Hispanoamérica, Ed.
Universitaria, Santiago de Chile, 1998, pp. 200, 209, 237.
(12) Ibíd., III, pp. 133, 166, 276-279, 283; IV, p. 26.
(14) Cf. Ibíd., II, pp. 391-497; III, p. 132, pp. 241-243, pp.
404-406.
18
también otra vertiente, al reconocer dentro de la Historia
una escisión que viene del pecado, una lucha entre bien y
mal que viene desde el comienzo y prosigue aún después de
Cristo, en una dialéctica que se expresa en la imagen del
trigo y la cizaña. No solamente crece desde Cristo el bien,
sino también el mal, encarnado en potencias personales o
colectivas bestiales, cuya fuerza se exacerbará justo antes de
la culminación del bien, en un ‘colmo de mal’. La verdad
permanece siempre, pero combatida y siempre amenazada"
(M. Góngora, Civilización de masas y esperanza, Vivaria,
Santiago de Chile, l987, p. 118). Esta observación de Góngora
viene a coincidir plenamente con el pensamiento de
Lacunza. De acuerdo a esto, el desafío es atender no solo a la
‘positividad’ de la historia, sino también a su ‘negatividad’.
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observación inmediata de los fenómenos y del cosmos, su
instrucción en estas áreas venía de las obras de Pluche,
Espectáculo de la Naturaleza, ya mencionada, y la Historia
del cielo (l735, l742). Estas obras, de amplia difusión en el
siglo XVIII, constituían la primera versión des-tinada al
público, de los resultados de la Ciencia moderna de la
Naturaleza. A través de Pluche le llegó a Lacunza la idea de
un clima uniforme, sin estaciones, que estaba presente en
Thomas Burnet (l635-1715). La nueva Ciencia se mezclaba
con la utopía cósmica. (Cf., Góngora, M., Aspectos de la
"Ilustración Católica" en el pensamiento y la vida eclesiástica
chilena: 1770-1814, Rev. Historia, 8 (l969), pp. 60-62. Cf. A.
F. Vaucher, Une celebrité oubliée. Le P. Manuel Lacunza y
Díaz (l73l-l80l), Fides, Collonges-sous-Salève, 1ª ed. (l94l),
p. 72 y nota 318 y en la 2ª ed. (1968), pp. 75-76).
(30) Ibíd., IV, pp. 328-334. Cf. IV, pp. 341-342. Sobre el
proceso de corrupción que sufrirá la humanidad, el autor
añade las siguientes reflexiones: "...imaginémonos, digo, que
depués de muchísimos siglos de paz, de inocencia, de
justicia, y fervor, empieza a entrar en las gentes, ya en este
país, ya en el otro, cierta especie de distracción en lo que
toca al servicio de Dios, a esta distracción deberá seguir
naturalmente un poco de tibieza, a esta tibieza, no poco
amor a la comodidad y sensualidad: a esta comodidad y
sensualidad seguirá naturalísimamente el amor al lujo o a la
vana ostentación: a esta, un poco de avaricia: a esta avaricia,
no pocas injusticias: finalmente, a todos estos males, para
que no se adviertan, deberá seguir una grande, y bien
estudiada hipocresía" (Ibíd., IV, pp. 336-337). Este es por lo
demás, el orden con que siempre ha crecido el mal moral en
la historia.
20
(34) Los textos en que pretende apoyarse esta posición son:
Is 51, 6; Sal 102 (101), 26-28; Mt 24, 35; 2 P 3). Según
Lacunza estos textos no apoyan en ningún caso la idea de
una aniquilación absoluta. Precisa que tal aniquilación no es
el sentido literal de tales textos, sino, cuando más un sentido
puramente gramatical, lo que es muy diverso. Los textos
deben tomarse literalmente por semejanza y no por
propiedad, pues realmente se expresan por semejanza o
metáforas. Por otro lado, los textos mencionados no hablan
ni pueden hablar de aquellos cielos sólidos que imaginan
siguiendo las falsas ideas de los antiguos. No hablan de las
estrellas y planetas, sino de la atmósfera que circunda el
globo. Finalmente, tales textos hablan hipotéticamente, esto
es, confrontando el ser de la creación con el ser del Creador y
afirmando, a partir de este confronto, que lo creado es como
si no fuese respecto del Creador, que todo puede alterarse o
perecer si el Creador lo manda; mas el Creador no pasa
nunca, ni su palabra, ni su verdad (Mt 24, 35). (Cf. Lacunza,
o. c., IV, pp. 364-369).
21
(40) Ibíd., IV, p. 398.
(50) Cf. Ibíd., IV, pp. 419-422; 423-426. Cf. Sal 36,28-39; Mt
5,4. A este respecto cita a Tertuliano para apoyar su idea de
que será la tierra el centro del reino eterno y de felicidad de
los justos. (Tertuliano, lib. III, adversus Marc., cap XXIV).
No podemos dejar de citar el párrafo más significativo en el
cual expresa Lacunza su fundamento cristológico: "El
Hombre Dios, Cristo Jesús, nuestro Señor, o el Rey supremo,
heredero de todo… por quien son todas las cosas, y para
quien son todas las cosas, es de este misma tierra, que dio
Dios a los hijos de los hombres. Aquí se hizo hombre siendo
Dios: aquí se unió estrechísima e indisolublemente con
nuestra pobre, enferma y vilísima naturaleza: aquí se
anonadó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho a la
semejanza de hombres, y hallado en la condición como
hombre: aquí nació de la Virgen María de la estirpe de
David según la carne: aquí predicó, aquí enseñó, aquí
padeció la mayor afrenta y el más injusto deshonor que se ha
visto jamás, muriendo desnudo en una infame cruz, como
uno de los hombres más inicuos; y con los malvados fue
contado. Luego aquí mismo se le debe restituir plena y
perfectamente todo su honor. Luego aquí mismo se debe
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manifestar plena y perfectamente su inocencia, su justicia,
su bondad, su dignidad infinita y todo cuanto puedan
comprender estas dos palabras: Hombre Dios. Del mismo
modo discurrimos de los coherederos; principalmente de los
mayores y máximos. Estos padecieron aquí por él: aquí
padecieron persecución por la justicia: aquí fueron
perseguidos, deshonrados y atribulados, y muchísimos hasta
la muerte: aquí obraron en justicia en medio de la general
iniquidad y corrupción: aquí no amaron sus vidas hasta la
muerte: …Luego aquí mismo, como en el lugar de su
paciencia, de su justicia y de sus tribulaciones por Cristo,
deberán gozar eternamente el fruto más que céntuplo de
todo lo que aquí sembraron: A la verdad es justo y digno de
Dios (como decía Tertuliano), exaltar a los siervos allí
mismo donde fueron afligidos por su nombre" (ibíd., IV,
421-422).
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