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El Último Dinosaurio y
Otros Cuentos
Editorial Entremilenios
colección en rojo
El Ultimo Dinosaurio
Y
Otros Cuentos
Editorial Entremilenios
COLECCIÓN EN NEGRO
María Isabel Quintana
Editorial Entremilenios
colección en rojo
El Último Dinosaurio y Otros Cuentos
Segunda Edición: Marzo de 2008
Editorial Entremilenios.
Colección en Rojo
Primera edición:
Marzo 2000, Valdivia, Chile,
en Ediciones Caballo de Proa
Juan Cameron
Valparaíso, diciembre de 1999
PRÓLOGO A LA 2ª EDICIÓN
Antón Chejov
EL ULTIMO DINOSAURIO
a R.O.
DIET
A DIETA HIPOCALÓRICA
ICA
A Maya
Jorge Guillén
HUERFANO
A Javier
Yo no sabía a ciencia cierta por qué, desde hacía rato, este niño
había acaparado mi atención. Con disimulo observé sus ojos y pude
apreciar el dolor latente en sus pupilas negras: las contraía en un
sollozo sin lágrimas.
Más tarde me enteraría que el pesquero encargado de
transportar desde Valdivia a Corral a la delegación deportiva junto a
sus familiares, había volcado, por el exceso de pasajeros. Incontables
pasajeros, incluida la familia del pequeño, había depositado su alegría
en una sola borda. La quilla apuntando al aire, acusaba el desastre.
EXIGIMOS JUSTICIA
ASOCIACION DE DETENIDOS
DESAPARECIDOS
El tamaño del lienzo parecía no pesarle al grupo, que marchaba
aceleradamente hacia la plaza gritanddo al unísono:
¿ Dónde están nuestros maridos ?
¡¡Desaparecidos!!...¡¡Desaparecidos!!... contestaba la columna
enardecida, sin disminuir el paso.
A mi madre, por lo menos, le quedaba el consuelo de haber
sepultado a mi padre. Lo ametrallaron un día a la salida del trabajo,
junto a otros compañeros. La historia oficial dijo que había sido un
ajuste de cuenta entre militantes. En cambio tú ignorabas todo acerca
del tuyo.
Por fin apareciste. Espanté mis recuerdos, frené tu loca carrera
con mi abrazo de cumpleaños. Te veías radiante estrenando tus trece
años.
A Idania Yañez
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Un ligero ruido volvió al muchacho a su estado de alerta, no
estaba familiarizado con los animales y aves de la pampa. El pasto duro
hería su cuerpo acostumbrado a la alfombra verde de su terruño. No
estaba seguro si había hecho bien al abandonar su cueva. Todo en este
territorio le era extraño.
—Viejo, ¿Por qué no me dijiste que lejos de casa, los árboles
desaparecían, el agua se convertía en arena y el viento resecaba la
tierra?
Atrás había quedado la gruta oculta por la cascada —cortina
líquida que la madre naturaleza había confeccionado—y que los aislaba
del mundo. Allí tenían una buena vida y el viejo nunca había mostrado
disposición por marcharse. Atrás habían quedado sus dibujos en la
roca, la impronta de sus manos de niño y el registro de sus primaveras,
imitación fiel de los que en algún día lejano habían habitado la misma
cueva.
La tupida selva por la que se internó, los grandes coigües, las
olorosas lengas, habían desaparecido. Este mundo inhóspito por el que
ahora transitaba, no era su mundo.
La curiosidad por desentrañar el misterio que encerraba este
olor que a ratos percibía con fuerza, este olor dulzón como a fruta
madura, lo mantenía con ánimo de seguir adelante. Se sentó bajo un
raquítico calafate que tenía enredado entre sus espinas unos largos
cabellos. El perfume se percibía más cercano.
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Amado Nervo
DALILA
A mi madre
Qué sacará este pobre mortal con pedirle a ese Dios que venga
la calma. Sumida en sus pensamientos, ella recordaba cómo hacía su
padre en estos casos, cuando invocaba al viento con las palabras
"Munai, munai" y lo decía con temor y respeto.
Lástima que esta tarea no sea de mujeres, porque desde que
ellos hacen cruces con los dedos en su cara han perdido todos sus
poderes. Un fuerte barquinazo la sacó de su ensimismamiento y volvió
a fijar sus ojos en el mástil.
Munai munai, la súplica parecía no salir de sus labios, pero la
repetía internamente con toda la fuerza de sus creencias. Si tenía
suerte, podía engañar al viento haciéndole creer que era uno de los
suyos el que suplicaba.
El hombre continuaba de rodillas, rezando. Había perdido la
cuenta del número de Padrenuestros que llevaba. Los labios
amoratados ya no respondían y las lágrimas se confundían con el agua
salada que bañaba su rostro. Con un sollozo ahogado, esperando lo
peor, cambió el tenor de su rogativa: Creo en Dios Padre todo
poderoso, las manos crispadas sobre el rudimentario mástil, los ojos
elevados al cielo plomizo que más parecía una lápida, creador del cielo
y de la tierra, deshilachándose las palabras convertidas en sonidos
inútiles, hechas lluvia y viento.
¡Maldito seas! gritó.
La respuesta a la maldición no se hizo esperar. Una ola, alta
como una iglesia, rompió peligrosamente cerca. El hombre perdió el
equilibrio y aterrizó en medio de la embarcación contra un baúl. La
fragancia del ciprés aminoró, en parte, el martirio del golpe y el
contenido se derramó a la vista de todos.
Sucio, empapado, despojado de su dignidad y en el colmo de la
desesperación recogió un santo de madera y aún a costa de caer al
agua, se alzó desafiante. Amenazó con lanzarlo por la borda si Dios no
respondía a sus plegarias.
La deforme criatura, desnuda de las pomposas ropas con que lo
vestía en la iglesia, lo miró desde los enormes ojos pintados de azul.
Parecía implorar misericordia. La mirada caló hondo en su fe y el
impío cayó de rodillas, por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima
culpa, se golpeaba el pecho sin rastros de soberbia.
Demasiado tarde para arrepentimientos. El mar se agitaba cada
vez con mayor violencia. El agua y el viento mostraban el mismo tono
grisáceo. Parecía un monstruo bramando enloquecido que se sacudía
tratando de eliminar la insignificante nave, que con porfía cabalgaba
sobre su lomo. Con un aullido descomunal hizo dar varias vueltas a la
pequeña embarcación, y en una mezcla de furia y espuma, vomitó
hombres, cajas, maderas y harapos.
A Consuelo Saavedra