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Lucien Febvre, “Una cuestión mal planteada.

Los orígenes de la Reforma Francesa y el problema


de la causa de la Reforma”, en Febvre, Lucien; Erasmo, la Contrarreforma y el espíritu mo-
derno, Ediciones Martínez Roca S.A., Barcelona, 1970.
Reseña

Abordar el escrito de Lucien Febvre “Una cuestión mal planteada...”, publicado inicial-
mente en 1929 1 , obliga a situarse en la pretensión implícita del autor de inscribir su artículo co-
mo punto de inflexión en el tratamiento historiográfico sobre las causas que originaron el movi-
miento de la Reforma y las características que tal proceso asumió. En virtud de tal objetivo todo
el escrito de Febvre es un diálogo con los enfoques hasta entonces predominantes, los cuales, en
una breve recapitulación, el autor expone sumariamente, aunque resaltando sus aspectos esencia-
les, para someterlos a la crítica.
Tal recapitulación la divide Febvre en dos tramos principales: antes y después de la inter-
vención de los historiadores, la cual data hacia mediados del siglo XIX. Hasta entonces, nos dice,
la cuestión estuvo dominada por la pluma de eclesiásticos y sacerdotes, motivados más por pre-
ocupaciones profesionales o conflictos entre iglesias; quienes así escribían, y los móviles que los
impulsaban, producían un desplazamiento en el enfoque del problema, resultando en que lo reli-
gioso cedía terreno frente a interpretaciones articuladas en torno a lo eclesiástico o a lo político.
No fue suficientemente innovadora la intervención historiadora, que se planta cautelosamente en
el debate sin abandonar la explicación netamente política, aunque será justamente este posicio-
namiento, enmarcado en un discurso que “nacionalizaba” los orígenes de la Reforma el que, co-
mo veremos, abrió una brecha en la interpretación dominante.
Bien mirada, la ojeada retrospectiva de la historiografía sobre la Reforma que nos ofrece
Febvre, aunque dividida en dos etapas, presenta una clara continuidad interpretativa. Las mismas
etapas parecen no significar más que un cambio de énfasis en el elemento que esencialmente arti-
cula la explicación de los orígenes del movimiento reformador, cambio no demasiado importante,
si se mide por las respuestas que se ofrecen para un fenómeno cuya vastedad, profundidad y per-
duración en el tiempo es por todos reconocida. Si las luchas institucionales entre iglesias caracte-
rizan el siglo -y por tanto “explican” la Reforma- o son las luchas políticas las que, vistiendo los
trajes de diversas confesiones, generan tan vasto movimiento, el punto crucial del problema, tan-
to para los eclesiásticos (ya sea que miren desde o contra Roma), como para los historiadores, es
el mismo. La ruptura, el “cisma” constituye “el” hecho a explicar y la historiografía católica, pro-
testante o independiente se dan la mano a la hora de señalar los orígenes: fueron los llamados
“abusos” de un clero desquiciado y entregado a los placeres terrenales, verdaderos comerciantes
de lo divino, los que hicieron emerger tal movimiento de disgusto entre los fieles, movimiento
que una vez puesto en marcha se entrecruzó y combinó con otros problemas del siglo. La precon-
dición, sumamente elocuente, que es a la vez conclusión en un enfoque realizado desde un pen-
samiento por demás circular, es que la Reforma comenzó con Lutero, con el “hecho rebelde”
como lo denomina Febvre para remarcar la perspectiva que adoptaba tal historiografía, y tal
hecho abre una nueva época, incomparable en toda medida con la que le antecede. Así, la historia
precismática remite a una simplificada búsqueda de los “abusos”, mientras que toda la compleji-

1.- Artículo aparecido por primera vez en la Revue historique, 1929.

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dad de la poscismática se informa por el acontecer de un mundo religioso bipolar o político mul-
tipolar.
Decía antes que la intervención de los historiadores no parecía lo suficientemente creati-
va. Sin embargo, Febvre no nos plantea una recapitulación historiográfica en dos tramos, en la
que la actuación de sus colegas aparece significativamente marcando un corte, por pura vanidad
profesional. Lejos de ello, notablemente percibe el primer desacuerdo que llevará a los historia-
dores a un callejón sin salida. Primer desacuerdo que nace en la historiografía francesa, en su
negativa a aceptar a Lutero como único gestor del movimiento. Al afirmar primero la indepen-
dencia de Zuinglio, al incursionar luego en estudios más detallados de la obra de otros reforma-
dores (Melanchton, Bucero, Calvino, etc.) los historiadores franceses “tropiezan”, sobre todo con
Lefevre d´Etaples, y todo el armazón de los orígenes de la Reforma comienza a tambalear. ¿Có-
mo afirmar la independencia intelectual de Lefevre d´Etaples, que implica rastrear las diversas
nutrientes de un pensamiento original y por tanto multiplicar los orígenes de la Reforma, y al
mismo tiempo sostener la tesis de unos “abusos” que este pensador ni siquiera ataca, porque no
considera que la esencia de la crítica deba situarse en las costumbres y las formas de vida del
clero? La tesis de los “abusos” redunda en una gravitación absoluta del “hecho rebelde” y por
tanto en una Reforma unívocamente luterana en sus comienzos.
Situado en este callejón, Febvre añade otra pregunta, a la que responde prontamente pero
en forma bien distinta de la frecuente: ¿qué son, realmente, los llamados “abusos”? No era la im-
pugnación a la inmoralidad, a la falta de conducta cristiana del clero y de la Iglesia, lo esencial en
las denuncias por abusos. Por el contrario, los reformadores se referían fundamentalmente a pro-
blemas de la fe, y las acusaciones giraban en torno a conceptos como superstición, blasfemia o
idolatrías. La Reforma no se alza contra clérigos acusados de vivir mal sino a partir de una pre-
ocupación religiosa. Este punto al que arriba Febvre, luego de revisar críticamente la historiogra-
fía, devuelve el centro del problema de la Reforma al estudio de la religiosidad, y por lo tanto, al
de las mentalidades.
Tal manera de abordar la Reforma, comprendiendo a lo religioso como una más de las
mentalidades en juego, hace de la misma, a principios de un siglo XVI por demás interesante en
cuanto a los cambios acaecidos en las sociedades europeas, una obra y una huella de “una pro-
funda revolución del sentimiento religioso”, de tal amplitud y hondura que implicó la génesis de
una nueva mentalidad. Febvre recalca así el carácter innovador del fenómeno, porque aunque la
forma discursiva apele a una restauración o retorno del cristianismo primitivo, ya que sus precur-
sores no intentaban concientemente edificar una institución que se opusiera a la Iglesia romana,
lo que realmente se dio fue una religión cuya práctica se adaptaba mejor a las nuevas necesida-
des, una religión más contemplativa de los nuevos requerimientos sociales. Si algo mueve al his-
toriador francés a pensar así es que, más allá de las rivalidades eclesiásticas o políticas que su
emergencia suscita, lo que tal movimiento vino a brindar fue una solución a los problemas de
conciencia de gran parte de los cristianos de la época, que, por cómo la abrazaron, parecían espe-
rarla desde hacía tiempo.
Esta sensación de espera de la solución a angustiosos problemas de conciencia nos intro-
duce en un clima de época que asiste, contrariamente a las opiniones que informan sobre la gene-
ralización de la incredulidad, a un sorprendente auge de por lo menos dos temas de devoción: el
Vía Crucis y la Virgen del Rosario. La difusión de esta piedad, polarizada entre el dolor y la ter-
nura, se manifiesta en la multiplicación de las prácticas de devoción, en peregrinaciones masivas,

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en pinturas y esculturas, pero es sobre todo elocuente en la impresionante vastedad de breviarios,
devocionarios y otros impresos religiosos, eruditos y populares, que por millares circulan desde
fines del siglo XV gracias a la imprenta. Pero junto a esta intensa religiosidad, expresión de una
búsqueda casi desesperada a la angustia colectiva, comienza a despuntar un sentimiento de ma-
lestar, de desasosiego, y también, unas vagas, confusas inclinaciones hacia algo que brindara ma-
yor seguridad.
¿De dónde provenían este malestar y estas inclinaciones? En primer lugar, Febvre observa
que el ascenso de la burguesía, inclinada por su mentalidad a las soluciones prácticas pero tam-
bién con un profundo sentido del deber y una formación intelectual incrementada por el cultivo
de los textos clásicos, burguesía que baña con sus prácticas y sus ideas al siglo, no encuentra, en
las representaciones religiosas de la época, un lugar que le permita armonizar sus acciones con la
fe. Por el contrario, para ella las soluciones propuestas por la Iglesia y el clero se limitan a una
erudición dogmática, inaccesible a la razón y alejada de las necesidades humanas, o a una verda-
dera magia, dirigida hacia las masas populares por un clero ignorante de las Escrituras que gene-
raba en aquellas más superstición. Entre los requerimientos y aspiraciones de la burguesía, ávida
de certidumbres y de “una religión clara, razonablemente humana y dulcemente fraternal que le
sirviera a la vez de luz y apoyo”, y una mentalidad religiosa constituida con otros fines y sosteni-
da por instituciones nacidas de otras necesidades, se ensancha el abismo que las separa. El resul-
tado no podía ser otro que el agravamiento de la angustia de gran parte de la cristiandad.
Así, Febvre encuentra una de las causas principales de la Reforma en una profunda crisis
moral y religiosa que se desarrolla paralelamente, y sólo es comprensible en ese marco, a los pro-
fundos cambios económicos y políticos, a las transformaciones en el pensamiento intelectual y
artístico. Un siglo “penetrado de ideas burguesas” en el que las mentes de miles de hombres osci-
lan contradictoriamente entre secretas aspiraciones a la libertad de la conciencia individual y las
obligaciones del disciplinamiento social, entre unas prácticas sociales y sus representaciones y un
universo de conceptualizaciones religiosas que no les da cabida. Si la “Reforma” progresa rápi-
damente es porque había ya un terreno propicio sobre el que esas ideas podían crecer.
Desde la perspectiva del autor no sólo se desplaza el origen del movimiento reformador
de la formación de iglesias o la excomunión de Lutero hacia unos estados de ánimo mezcla de
angustia y esperanza de solución a la misma, sino que también se hacen inteligibles los proble-
mas planteados por la diversidad que adopta la Reforma en los marcos regional o nacional, diver-
sidad que no oculta para el pensador francés una unicidad esencial en todo el movimiento refor-
mador. Los emergentes estados, las tradiciones históricas regionales o nacionales, las relaciones
del poder político, la jerarquía eclesiástica y las organizaciones religiosas, las formas piadosas y
el papel litúrgico y social del clero, todas estas relaciones o situaciones eran variables en cada
lugar y sirven para explicar, en parte, porqué variaron más tarde las iglesias reformadas. Porque
sería un error no ver que para entonces existía una verdadera historia internacional europea en lo
que concierne a las elaboraciones de los conceptos filosóficos, religiosos o morales: quienes pro-
tagonizaban este renovarse del pensamiento abrevaban en las más diversas fuentes, sin distinción
de escuelas o regiones, y el resultado fue que las formas de sentir y pensar que ilustraron la Re-
forma no eran invención de algunos teólogos, corregidores implacables de desvíos individuales,
sino la plasmación de una elaboración intelectual y moral de una Europa que participaba de una
misma cultura espiritual.

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Pero también sería erróneo limitar el alcance del despertar de una nueva religiosidad a la
burguesía y a la intelectualidad de la época, o extenderla para abarcar sólo al artesanado. Si Febv-
re encuentra una evidente conexión entre la Reforma y las necesidades de la burguesía, inmedia-
tamente nos muestra que la amplitud del fenómeno no permite restringirlo a uno protagonizado
por un sólo sector social. No emerge un protestantismo homogéneo y sólidamente cohesionado,
definiendo una bipolaridad precisa en el campo religioso; más bien lo que se da es el surgimiento
de una multiplicidad de nociones religiosas tendientes a brindar solución a problemas de con-
ciencia, variables porque cada sector o grupo social tiene los propios pero además porque imagi-
na el mundo desde diferentes experiencias. Es un período que el historiador francés no titubea en
definir como de “anarquía religiosa”, un siglo cuyos hombres más intrépidos se lanzaron a “un
esfuerzo magnífico y casi desesperado por romper los estrechos marcos de las iglesias y fundar,
sobre sus ruinas, la infinita variedad de las religiones libres”. Es por eso que Lutero no lidió sólo
con un catolicismo que lo veía hereje; también tuvo que enfrentar movimientos como los anabap-
tistas, la guerra campesina dirigida por Münzter o las posiciones de Carlstadt. Y el proceso no se
detuvo rápidamente, como para pensar que se trató de algo bien coordenado. Más tarde Calvino
tendrá, entre otros, el reto de un Servet.
Si el campo de las mentalidades religiosas quedó finalmente constituido con mayor rigor,
tampoco puede perderse de vista que de tal período anárquico surgieron variedad de iglesias, que
el mundo que quedaría bajo el signo del catolicismo tuvo también su Concilio de Trento y, quizás
más importante, que esta revolución en las ideas fue acompañada de otra en los sentimientos y las
costumbres religiosas. Y es en esta última que se inscriben los factores que constituyen, a juicio
de Febvre, el éxito de la Reforma: la Biblia en lengua vulgar y la justificación por la fe.
Con la Biblia en lengua vulgar los creyentes se encuentran con un Dios más humano y
comprensivo de sus debilidades, y también en un diálogo directo con el Creador, sin intermedia-
ciones, sean las del sacerdote o las de los santos. Febvre vincula el desprestigio del monaquismo
del clero no sólo con los ya vistos “abusos” sino también con un anticlericalismo surgido en vir-
tud de una revalorización del trabajo manual, que llevó a ver en esta forma de sacerdocio una
manera inmoral de vivir a costa del trabajo ajeno. Más aún, la nuevas religiosidades podían pres-
cindir del sacerdote y proclamar, con seguridad, que lo importante era la búsqueda de Dios a par-
tir de una relación puramente espiritual y directa. Incluso los santos, en virtud de una asociación
de lo soberano con Cristo, son desplazados hacia el lugar de segunda línea del que nunca debían
haber salido. Ambas novedades, la reformulación del sacerdocio y la postergación del culto a los
santos, implicaron una verdadera y drástica transformación de las costumbres y conceptos reli-
giosos: la iglesia deja de ser un lugar prefijado de reunión de fieles individuales obligados a una
actitud pasiva, para convertirse en una comunidad activa que expresaba grupalmente a través de
cánticos su deseo de alcanzar a Dios, sin mediaciones de sacerdotes consagrados.
Paralelamente, la doctrina de la justificación por la fe, la cual ya no se depositaba en la
palabra de una Iglesia cuestionada como representante de Dios, vino a dar una solución al angus-
tiante problema de la salvación. Al barrer con las fórmulas católicas basadas en la confesión de
un imposible recuento de pecados, que finalmente dejaban siempre la sensación de que el infier-
no o el purgatorio esperaban al creyente, la nueva doctrina dio confianza y seguridad, porque
mientras hubiera fe en Cristo la salvación estaba garantizada. Una de las más importantes conse-
cuencias de esto último es que ya no gravita tanto la idea de la muerte; esta transformación del

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sentimiento religioso implicaba, como capta notablemente Febvre, que “la vida dejaba de ver en
la muerte su punto de referencia”.
Para finalizar esta reseña me permitiré dos comentarios. El primero está referido a la ima-
gen de un período de “anarquía religiosa”, que para el historiador francés es una característica
central de la “Reforma”, y la forma de encarar la investigación sobre la misma a partir de este
punto de inflexión que parece ser el artículo de Febvre. Tal imagen es un poderoso aliciente para
investigar cómo, a partir del empuje de las necesidades religiosas de uno o más sectores sociales,
estallaron ingobernables procesos hasta entonces contenidos que abrieron múltiples posibilidades
a la religiosidad. Porque en el cruce del despertar humanista, cuya mejor y más lograda expresión
fue el pensamiento erasmiano, y las nuevas fluctuaciones de la vida económica, que ya no podían
ser “controladas” desde las percepciones religiosas tradicionales sino sobre otras nuevas que de-
bían basarse en un poderoso sentimiento de autoconfianza, emergen variadas interpretaciones
religiosas que expresan la variedad y complejidad del proceso de crisis de una mentalidad y na-
cimiento de otra nueva. Aún cuando la “Reforma” haya finalmente cristalizado en una Reforma
sin comillas, menos ambigua, cohesionadora del grupo que la sustenta y disciplinadora de otras
religiosidades, no se puede perder de vista que hubo un momento en que los caminos que nacían
con la “Reforma” fueron muchos y distintos, aún cuando conservaran un sustrato que permite
agruparlos bajo aquel título. Tal vez a lo que obligue el planteo de Febvre sea el seguir todos esos
caminos. Seguramente podremos tener una idea más rica de la naturaleza y alcance de la “Refor-
ma” si incursionamos tanto en el pensamiento de los distintos reformadores y de sus seguidores,
muchos de ellos disidentes de sus propios maestros, como en las ideas y prácticas de los diferen-
tes movimientos religiosos, las distintas sectas que precedieron a la “Reforma” o que nacieron
con ella (incluso, las reformulaciones muy posteriores, como el metodismo), y que muchas veces
significaron un poderoso desafío que se hacía desde otros sectores sociales.
El segundo comentario es una apreciación del valor de este escrito de Febvre. Es casi una
obligación mencionar la calidad de su prosa, aunque lo que realmente quiero elogiar es que si la
intención del autor era que su escrito cambiara el rumbo de la historiografía sobre el problema, su
sólida argumentación seguramente convenció a la mayor parte de sus colegas. De no haberlo
hecho se habría desperdiciado una oportunidad invalorable para la reorientación de los estudios
sobre las mentalidades a través de un fenómeno tan rico en connotaciones profundas como es el
de la “Reforma”.

Roberto Pittaluga
Noviembre 1994

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