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Andrés Méndez
En 1990, cuando Yugoslavia aún era un Estado unificado, en la revista Foreign Affairs
se hizo el siguiente vaticinio: en el siglo XXI, en el continente europeo habrá sólo siete
países, uno llamado Europa, desde el Atlántico hasta los Urales, y las seis repúblicas
yugoslavas. La irónica predicción, que aludía a las luchas internas a las que ya se
libraban los gobernantes de Yugoslavia, se quedó corta. Además de las cuatro repúblicas
que ya abandonaron la frágil federación yugoslava (Eslovenia, Croacia, Bosnia-
Herzegovina y Macedonia), es dudoso el futuro de la precaria unión que mantienen las
otras dos (Serbia y Montenegro), pero además, la provincia autónoma de Kosovo se
dirige a una autonomía que, en todo caso, no mantendrá con Serbia más que un vínculo
formal. Y aún es un misterio qué ocurrirá en la otra provincia autónoma dependiente de
Serbia, Voivodina, con una importante minoría húngara. El hecho ominoso de que la
oposición a Milosevic, que actúa con entera libertad en Serbia y Montenegro, haya
sufrido los primeros actos de represión justamente en Voivodina, puede ser el síntoma
de que allí se prepara un nuevo capítulo de las luchas étnicas.
El Estado yugoslavo fue fundado en 1918 y refundado en 1945. En las dos
oportunidades, la unión de varios pueblos fue fundamentalmente voluntaria, y también
en ambos casos la predominancia de los serbios terminó produciendo la desintegración.
Por cierto que la Yugoslavia de 1918-1941 y la de 1945-1991 tuvieron enormes
diferencias, en su origen, desarrollo y final. Pero, aun así, queda en pie que ambas
fueron igualmente incapaces de sobrevivir más que algunas décadas.
Yugoslavia forma parte del complejo mapa étnico de los Balcanes, una región donde los
estados nacionales aparecieron tarde y con pobres raíces socioeconómicas (con la
excepción de Grecia).
La península balcánica careció de un marco en el que pudieran desarrollarse
nacionalidades capaces de cuajar en estados nacionales. Ese marco lo brindó en Europa
Occidental y Central el feudalismo y, sobre todo, su manifestación tardía en las
monarquías absolutas. En los Balcanes nunca llegó a cuajar un feudalismo desarrollado
y, a partir de fines del siglo XIV, su evolución en esa dirección quedó congelada porque
toda la región quedó bajo dominio de los turcos otomanos, que duró seis siglos y bajo el
cual los distintos pueblos no llegaron a constituirse como naciones. El resultado fue una
extrema fragmentación, en términos lingüísticos y religiosos. Cuando el Imperio
Otomano comenzó a derrumbarse, los pueblos buscaron su independencia, pero no lo
hicieron solos. Las distintas potencias europeas, especialmente Rusia y el Imperio
Austrohúngaro, intervinieron desde un principio, buscando asegurarse territorios o
zonas de influencia. Fue un proceso de casi un siglo, desde el estallido de la guerra de la
independencia griega hasta el final de la guerra de los Balcanes en 1913.
En ese proceso, las fronteras sólo aproximadamente respondieron a las realidades
étnicas, ya que habitualmente se fijaron de acuerdo con lo que pudieron ocupar los
respectivos ejércitos. Por esa circunstancia y por la fragmentación de las poblaciones,
los nuevos estados inevitablemente incluyeron minorías nacionales. La formación de
Yugoslavia llevó esta característica a su más extrema manifestación. El núcleo fue
Serbia, un reino que logró su autonomía en 1815 y la independencia en 1878. En la
guerra de 1912-13 se extendió hacia el sur, arrebatando a los turcos Kosovo y
Macedonia. En toda esta época, los reyes serbios fueron estrechos aliados y protegidos
de los zares rusos.
Serbia mantuvo durante años una relación conflictiva con Austria-Hungría, aspirando a
apoderarse de los territorios de ese imperio poblados por eslavos que hablaban su
misma lengua, el serbocroata. Fue justamente ese conflicto el punto de partida de la
Primera Guerra Mundial, en la que Serbia participó del lado de los vencedores y
Austria-Hungría en el de los derrotados. Con el colapso de Austria-Hungría, los croatas,
eslovenos y bosnios se separaron de ese imperio y acordaron unirse a Serbia. Así nació
en noviembre de 1918 el Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, que en 1929 pasó a
llamarse Yugoslavia. Serbia ocupó además la Voivodina, el extremo sur de Hungría, y
Montenegro (un pequeño reino montañoso que había conquistado su independencia de
los turcos en el siglo XVII).
El cambio de nombre en 1929 no fue un acto puramente formal. Respondió a la
voluntad del poder central serbio y de su ejército de forzar la uniformidad del país. La
reacción a estas pretensiones fue especialmente fuerte en Croacia, donde el ala extrema
del principal partido político (de base campesina) se transformó en una organización
terrorista (la Ustasha). Esta organización, que en 1943 mató en un atentado al rey y al
presidente de Francia, buscó y obtuvo el apoyo de la Italia fascista, que mantenía
conflictos territoriales con Yugoslavia. Así Ustasha evolucionó al fascismo y fue la
principal fuerza colaboradora de la ocupación nazi a partir de 1941.
Yugoslavia, estrecha aliada de Inglaterra y Francia, fue invadida por Hitler en 1941, que
alentó la creación de un estado fascista en Croacia. La ocupación nazi encontró una dura
resistencia guerrillera, dividida en dos fuerzas que, a la vez, se combatían entre sí. Una
de ellas, los chetniki (3), serbios y monárquicos. La otra, dirigida por el Partido
Comunista Yugoslavo de Tito, era multiétnica.
La liberación del país, con la derrota de los chetniki y la expulsión de los nazis, permitió
reconstruir Yugoslavia. Tito estableció un Estado burocrático calcado de la URSS
estalinista. Por la Constitución, el país se componía de seis repúblicas federadas y dos
provincias autónomas y Tito procuró mantener un equilibrio entre las nacionalidades.
Lo hizo, naturalmente, dentro del estilo burocrático, combinando la represión y las
concesiones. De todas formas, el desarrollo del país durante la posguerra no niveló las
diferencias económicas entre las regiones, y Kosovo, la única zona de población
mayoritariamente no eslava (los albaneses tienen un origen y una lengua propias),
resultó particularmente afectada por el atraso y la pobreza, como castigo por sus anhelos
separatistas (4). Cabe recordar que, desde que Tito rompió con Stalin en 1948, sus
relaciones con el férreo estalinismo de Albania se volvieron muy tensas y, con la
paranoia propia de todo régimen burocrático, veía en cada albanés étnico un potencial
agente del enemigo.
La crisis económica, social y política del Estado burocrático provocó un intento de las
burocracias de cada república de procurarse una base, apelando al nacionalismo. Esto
provocó en primer lugar, las tentativas de Serbia de aplastar toda veleidad de que los
otros integrantes de la federación tuvieran vuleo propio, lo que comenzó con la
supresión en 1987 de las autonomías de Kosovo y Voivodina y siguió más tarde con el
bloqueo de la rotación de la presidencia federal. En 1991 se inició el proceso de
separación de Eslovenia y Croacia y la serie interminable de guerras que hasta hoy
vienen ensangrentando a lo que en el pasado fue la Yugoslavia unida.
Slobodan Milosevic alcanzó la presidencia de Serbia justo a tiempo para encaramarse en
un poderoso movimiento nacionalista, apoyado por el viejo aparato comunista y la
Iglesia ortodoxa. Kosovo fue su gran caballito de batalla, pues en la mitología histórico-
política serbia, esa zona es la “cuna” de la nación. Por eso, en 1989 organizó una
multitudinaria celebración serbia en la provincia, para conmemorar la batalla que los
serbios libraron 600 años antes, en un vano intento de detener la ocupación turca. La
mitología nacionalista serbia sostiene que los albaneses se establecieron en Kosovo,
llevados por los turcos. La mitología nacionalista albanesa afirma, por el contrario, que
sus antepasados ilirios estaban allí desde mucho antes de que se produjeran las
migraciones eslavas en el primer milenio. Ciertos o falsos, ambos argumentos importan
poco, ya que el hecho decisivo es que el 90 por ciento de los kosovares son de lengua y
cultura albanesa.
ANEXOS
Si algo está globalizado en estos días, son las convulsiones y los conflictos. Sin
embargo, no es cosa de todos los días ver tropas imperialistas interviniendo en las
numerosas zonas violentas del planeta. Ese dudoso privilegio le toca particularmente a
la península balcánica. Desde que comenzó la desintegración de Yugoslavia en 1991,
fuerzas de la OTAN o de la ONU se han hecho presentes, por medios diplomáticos o
directamente por acciones de fuerza, en Croacia, Bosnia, Macedonia y Kosovo. Todo un
récord, que no puede ser igualado por esporádicos bombardeos a Irak o las
intervenciones en Somalia y Haití.
Es que los conflictos de los Balcanes son especialmente graves e irritativos para uno de
los pilares del sistema imperial : los países europeos.
En primer lugar, las guerras desatadas tras el colapso de Yugoslavia son las primeras en
territorio europeo desde 1945. Y este no es poco motivo de preocupación para el las
clases dominantes de Europa Occidental, porque no han tenido nunca escrúpulos en
fomentar y participar en guerras en países africanos o asiáticos, pero no quieren que el
sonar de cañones y misiles sacuda los vidrios de sus propias casas. Por otra parte, las
guerras causan oleadas de refugiados y éstos se dirigen, como es lógico, a los lugares
más cercanos. Y lo que menos quieren los gobiernos europeos es una invasión de
refugiados en sus países, de los que permanentemente tratan de expulsar a aquellos
trabajadores inmigrantes que no son estrictamente indispensables para realizar los
trabajos más duros y peor remunerados. Y, por último pero no menos importante, hay
inversiones europeas en la región, que reclaman protección de sus gobiernos.
Por eso, fueron los estados europeos los que con más interés empujaron la intervención
en Kosovo. Clinton comprendió la necesidad de ayudar a preservar las espaldas de sus
aliados, pero su vacilación en emprender el camino de las armas se explica por la
reticencia del Congreso norteamericano a sacar el revólver para cuidar un negocio
ajeno. La patraña de una decisión yanqui que arrastró a los europeos corresponde a
sectores de extrema derecha, que ven en Milosevic a un “hombre de orden” que merece
ser apoyado, y a ex comunistas que encuentran cómodo ocultar que se han convertido
en lacayos de sus burguesías bajo un manto de antinorteamericanismo de palabra.
La defensa de la Europa capitalista más avanzada de las convulsiones de la parte
oriental del continente es la razón que convierte a los Balcanes en zona abierta a las
intervenciones militares. Es también la razón por la cual, a raíz de la guerra por Kosovo,
las potencias europeas han comenzado a discutir la puesta en marcha de un dispositivo
militar propio, que no esté como la OTAN sujeto a la necesidad de convencer a
Washington de la urgencia de una intervención.
La izquierda y la guerra
Para decirlo con brevedad y dureza, la izquierda no tuvo ninguna influencia sobre la
preparación, el desarrollo y el desenlace de la guerra. Esto no se debió a las fallas de la
política, que por otra parte tuvo varias expresiones distintas e incluso opuestas, de
manera que los defectos de una, en todo caso, pudieron haber sido compensados por las
virtudes de la contraria. Es oportuno aclarar esto, porque hay una vieja y malsana
costumbre entre nosotros de atribuir siempre los fracasos a la “nefasta y criminal”
política “sectaria/oportunista/centrista” seguida por tal o cual organización. Esta
costumbre forma parte de un bagaje voluntarista, que supone que basta agitar tal o cual
consigna salvadora en el momento oportuno para obrar milagros. Muchas decepciones y
muchos rencores que han debilitado y dividido a las organizaciones revolucionarias se
pudieron evitar si hubiéramos tenido mayores dosis de paciencia y menores de
voluntarismo.
En todo caso, la falta de influencia de la izquierda sobre los acontecimientos tuvo
razones de más peso : la debilidad numérica ; la falta casi completa de organizaciones
de izquierda medianamente sólidas en la región y, más aún, la ausencia de
organizaciones obreras en las cuales la izquierda revolucionaria pudiera hacer pie ; el
virus nacionalista, alimentado por los crímenes de una y otra parte, que llevaron tanto a
serbios y albanokosovares a alinearse en el bando que afirmaba representar sus intereses
y hasta su supervivencia.
Las posturas de izquierda frente a la guerra abarcan un amplio abanico. Una gran
cantidad de organizaciones, sobre todo pero no exclusivamente de origen estalinista,
optaron por dar su apoyo a Milosevic y concentrar toda su oposición en los bombardeos
de la OTAN. Para vergüenza de la izquierda, asumieron (con la comodidad que brinda
la distancia) la limpieza étnica salvajemente dirigida contra los albanokosovares, la
justificaron o sencillamente la consideraron como un problema de menor entidad.
Otras, en cambio, tuvieron una correcta política de apoyo al derecho de
autodeterminación de Kosovo, denunciando tanto la limpieza étnica como los
criminales bombardeos de la OTAN. Dentro de esta franja es necesario señalar algunas
diferencias, particularmente porque algunas organizaciones apelaron a una intervención
de las Naciones Unidas, como si esta organización fuera menos capitalista, imperialista
y reaccionaria que la OTAN. Es necesario reconocer, sin embargo, que la apelación a la
ONU, aunque equivocada, respondía a la preocupación de poner fin a los bombardeos,
sin que esto significara dejar a los albanokosovares a merced de sus verdugos.
Preocupación que, por cierto, no perturbó a un considerable número de pacifistas. La
existencia de una sociedad de clases hace inevitables los enfrentamientos entre los
explotadores y opresores, por un lado, y los explotados y oprimidos, por el otro. A la
vez, hace inevitables los enfrentamientos entre las clases dominantes, unas con otras.
Que estos enfrentamientos lleguen al nivel de guerras depende de muchas
circunstancias, pero en todo caso, es una posibilidad siempre latente. Extirpar la guerra
es, desde luego, un propósito loable. Pero sólo es posible eliminando sus causas, la
opresión y la explotación y, en la medida en que opresores y explotadores no acordarán
en abandonar su posición privilegiada pacíficamente, no hay manera de terminar con las
guerras más que combatiendo implacablemente a los que las hacen (lo cual,
evidentemente, presupone una lucha contra ellos, tanto más violenta porque poseen
estados y ejércitos para defender sus intereses). El pacifismo mete en la misma bolsa a
la represión de los opresores serbios y los bombardeos de la OTAN con la lucha de los
albanokosovares.
Desde luego, la socialdemocracia europea hace ya mucho tiempo que no puede ser
considerada una fuerza de izquierda, siendo como son el socialismo francés, español o
portugués, el laborismo inglés y la socialdemocracia alemana una de las alternativas
propias del capitalismo para gobernar, e incluso preferible a la derecha clásica porque
ésta tiene una excesiva dependencia de sectores burgueses medios y bajos, que a
menudo presionan contra las políticas más beneficiosas para el gran capital. Sin
embargo, los socialdemócratas siguen teniendo, gracias a una combinación de tradición,
demagogia y falta de alternativa, un electorado de izquierda. Los gobernantes
socialdemócratas Tony Blair, Gerhard Schröder, Lionel Jospin y hasta el ex comunista
Massimo D’Alema fueron entusiastas impulsores de los ataques de la OTAN que
demolieron a Yugoslavia. El socialdemócrata español Javier Solana, ex ministro de
Felipe González, tuvo a su cargo la conducción política de esos ataques, desde su cargo
de secretario general de la OTAN. Semejante demostración de fervor imperialista tuvo
un efecto claro sobre su electorado en las elecciones europeas de junio. Amplias franjas
de votantes de izquierda mostraron su descontento y desorientación engrosando la
enorme abstención y provocando una caída importante del caudal electoral
socialdemócrata. Lamentablemente, la desorientación fue lo bastante fuerte como para
evitar que el descontento produjera un corrimiento hacia la izquierda, a lo cual
contribuyó que las fuerzas revolucionarias aparecieran divididas y confusas frente a la
guerra y sus protagonistas.
Notas:
2- “El imperialismo contra los pueblos de los Balcanes”, en Nuevo Curso Nº 2, abril-
junio de 1999, pág. 24.
5- V.I. Lenin, Tesis sobre la cuestión nacional, en Obras Completas, Editorial Progreso,
Moscú, 1984, t. 23, pág. 332.