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El asesino de uno mismo

Por: Luis Felipe Injoque Salaverry

Espero que todos hayan aprendido la lección,


porque lo último que querrán es tener a alguien como yo
junto a ustedes.

Capítulo 1: Mamá no quiero ir al colegio

Recuerdo todavía mis días en el colegio. Lo


recuerdo mejor que a mis padres, los cuales no veo hace
más de diez años. Diría que prácticamente yo los maté,
pero fueron ellos mismos los que lo hicieron.

Los problemas empezaron desde el primer día de


clases. Como todos, nadie quería ir a ese nuevo lugar
lleno de gente que no conocías y estar lejos de tus padres.
Solo que, a diferencia de otros, yo nunca me adapté.

Estudié en un colegio privado de Arequipa. San


Vicente del Perú. Estaba en una posición acomodada
económicamente en esa época. Mis padres lograron
sobrevivir a la crisis económica de fines de los ochenta.
Me gustaba la vida de arequipa. Pero todo eso cambió un
día cuando tenía cuatro años.

Mis padres me estaban matriculando (aunque diría


enlistando) en el kindergarten. Regresando les pedí un
helado. Bajamos en una bodega del camino. Me

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compraron un cono de fresa. Saliendo de la bodega vi que


una ambulante vendía chicharrones. Tenía una olla
enorme, tanto que no podía ver lo que había dentro. La
olla me superaba por unos veinte centímetros. La señora
estaba ocupada con un cliente, y no noto mi presencia.
Haci que trepé para ver que tenía.

Desperté en el hospital. Me dolía todo el cuerpo.


No podía moverme. Empecé a llorar. Una enfermera se
me acercó. Me pregunto si estaba bien. Traté de
preguntarle por mis padres. No podía hablar. Así que me
resigne en decirle que no con la cabeza.

Después recubrí que me había caído en una olla de


aceite caliente. Mi cara parecía un pedazo de carne frita.
Eso no fue nada comparado con que mis padres solo me
iban a visitar media hora los fines de semana. Y ponían
excusas para irse.

Empecé el kindergarten a mitad de año. Ni bien


entre me dijeron chicharrón ambulante. Quería irme pero
no podía.

Terminó el día. Mis papas llegaron tarde por mí.


Mi papá se la paso ablando por su nuevo teléfono celular,
mientras que mi mamá se la pasó maquillándose para una
reunión a la que tenían que irse más tarde. Lo que hubiera
deseado para que la ley de no hablar por celular mientras
uno maneja ya se haya inventado.

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Simplemente me dejaron en casa y se fueron.


Lloré toda la noche. No fui al baño, porque tenía miedo
de verme. Estaba solo con el guardia de la entrada y la
empleada que estaba limpiando. Dormí esa noche con mi
uniforme puesto. Fue la peor noche de mi vida.

Capítulo 2: Más piña imposible

Terminó el año, finalmente. Durante todo ese


tiempo un deseo de venganza se fue haciendo cada vez
más grande. Si hubiera sido el accidente medio año antes,
solo Dios puede saber hasta que extremo hubiera llegado.

Nos mudamos a Lima para ver un tratamiento


para mí. Para ese momento ya me estaba creciendo pelo y
mi cara comenzaba a parecer más normal. Entré a la
clínica. Empezaron ese mismo día. Me durmieron.
Desperté. Estaba completamente vendado. Me había
sacado toda la piel quemada.

Iba a recibir otra operación al día siguiente para


recibir injertos de piel. Nunca la recibí. Sendero había
plantado una bomba en la zona. Sobreviví de milagro. Ni
yo mismo me explico como lo hice.

Pase un mes esperando a la bendita operación,


pero fue muy tarde. Consiguieron un doctor. Me quitó las
vendas que no habían sido tocadas por un mes. Mi piel se
había estado regenerando. Hubiera preferido quedarme

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como lo era antes de la operación. Tenía una capa de piel


marrón leprosa por todo mi cuerpo. Me tuve que quedar
en Lima para observación.

No pude hacer nada para evitar que el verano


terminara. Me resigne a ir a un colegio de Lima con más
alumnos. No tarde mucho en ser conocido como el
leproso.

Capítulo 3: Todo es como un boomerang, lo que haces se


te regresa(a veces más fuerte)

No dure un día sin llorar. Me arrimaban en el


salón. Los profesores me ignoraban par no verme. Los
niños salían corriendo de mí. Deseaba también poder
haber salido corriendo de mí y dejar ese cuerpo para
siempre; y aunque pude haberlo hecho muchas veces, no
lo hice.

Traté por todos los medios contener el llanto. Y lo


lograba. Pensaba en una muerte cruel para todos ellos.
Me sentaba en una esquina del patio o del salón. La gente
no se me acercaba para nada. Yo solo los veía. No me
importaba anotar. Contrataba un profesor particular (que
trataba de no mirarme). Solo me dedicaba a mirarlos.

-Este ahorcado-me decía-, el moreno quemado, a


esa prostituta violada, a ese con peinado raro en un
calabozo sin comida ni agua…

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Tenía un problema, pero en ese momento no


estaba conciente de eso, ni de los extremos a loa que
podía llegar. Ni siquiera los psicólogos del colegio se
interesaban en verme, cunado era obvio que alguien en
mi situaron iba a tener un problema mental.

Con cada día que pasaba mi rabia hacia mis


compañeros crecía. Luego fue hacia una sociedad que
discriminaba. Finalmente, a toda la humanidad.

Quería lastimarlos. Quería verlos sufrir hasta que


murieran. Quería venganza. No se como, pero logre
aguantar hasta primero de secundaria. Mi apariencia
física había mejorado, pero no era lo suficiente como para
que la gente no sintiera repulsión. Era oficial: no solo el
colegio, sino toda la sociedad iba a pagar por hacerme lo
que hoy soy, el asesino que ustedes crearon.

Capítulo 4: La técnica

Era lunes. Me pasé todo el fin de semana


pensando en como dar mi primer golpe. Era muy simple:
el primero que osara molestarme iba a ser mi victima. A
la salida sacaría un mameluco del armario de la limpieza,
un trapo y un poco de tíner. Con el mameluco no estaba
en contacto con el y así no me descubrirían. Le pongo en
trapo con tíner en la boca y lo ahogo y me lo llevo.
Cuando despertara comenzaría la verdadera tortura.

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Mi primera víctima fue el más creído de todos, el


que creía que sabía todo, y que en realidad era el más
iluso de todos. Cayó fácil. Despertó en el sótano del
colegio. Les había dicho a mis padres que me iba a
demorar, así que tenía todo el tiempo del mundo.

Despertó. Amordazado. Atado. Llorando. Tuve


piedad con él, aunque a veces me retracte de eso: terminé
rápido con él. Encontré una vieja cocina a gas, galones de
aceite, fósforos. Pensé en hacer que sufriera el mismo
destino que yo. Demasiado obvio. Me atraparían
inmediatamente. Mientras hervía el aceite me puse a
pensar y mi mente se aclaró: Lo haría tomarlo para
quemarlo internamente. Una bendición (si se le pudiera
llamar así) de estar en mi situación es el no tener huellas
digitales. Usando un embudo rápidamente le quite la
mordaza e inmediatamente le coloque el aceite para que
no hablara. Comenzó a ponerse rojo. Su panza empezó a
hincharse. Se acabo el aceite. No gritaba. Se me quedo
mirando. Luego su cabeza cayó.

Estaba muy satisfecho: por fuera no parecía tener


ningún daño, no deje ninguna marca de que fui yo, no
llame la atención, y lo peor de todo, me gusto. Procedí a
retirarme.

Capítulo 5: El miedo

A la mañana siguiente tuve que contenerme la


sonrisa para no levantar sospechas. Nos quedamos tres

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horas esperando a que comenzaran las clases. Los


forenses tomaron las huellas de todos, menos de mi. El
caso nunca se resolvió.

Todos estaban con miedo. El resto de la semana


solo fue el diez por ciento. Comenzaron a obligarnos a ir
a misa todos los días a rogar por vivir un día más. Me
parecía divertido ver como le temían a algo que no sabían
que estaba entre ellos. Me gusto tanto que quise aumentar
el pánico.

Comencé a redactar cartas cortando pesados de


periódicos y revistas y luego quemando lo que quedaba
de ellas y los colocaba en sus casilleros después de clase.
Que buenos tiempos.

-¡Yo soy el siguiente!


-¡Me van a matar!
-¡Dios, no dejes que esto pase!

Estaban tan ocupados preocupándose por ellos


mismos que no notaron que yo me mantenía sereno.
Recuerdo que los profesores empezaron a renunciar por
miedo a que si hacen algo mal, uno de sus alumnos los
mate.

Capítulo 6: Terminó el receso

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Pasaron las semanas y las cosas se calmaron. Me


divertí tanto que aprendí que era más divertido jugar con
la vida de mucha gente que de una en una. Ya se había ido
mucha gente del colegio. Si hacia otro golpe se irían más
y seria menos diversión. Pero como más me divierte
verlos en el momento antes de la muerte, decidí matar a
todos.

En el colegio tenia tantos recursos útiles a la


mano. Era una oportunidad que no podía desperdiciar.
Siempre tuve una afición por los cohetes. Me hubiera
gustado ver como Neil Armstrong pisaba la luna, pero
todavía no había nacido.

Decidí hacer una explosión usando el principio


básico de los motores de un transbordador espacial:
hidrógeno más oxígeno más chispa igual gran boom. Mi
plan era simple. En el sótano estaba los tanques de
oxígeno de la enfermería y un explosivo plástico que
pensaban usar para futuras ampliaciones. Armaría un
circulo simple que al ser activado por una alarma haría
una chispa que quemaría el plástico inflamable en los
tanques volando la tapa de los mismos provocando la
chispa y a la ves la mezcla de gases.

Solo faltaba un detalle: el hidrógeno. Tuve que


postergar mi plan por meses hasta la feria de ciencias
donde unos científicos harían unas demostraciones y yo
“tomaría prestado” sus valiosos tanques de hidrógeno.
Esto no podía ser mejor: los dejaron en el sótano para que

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los alumnos nunca supieran que había algo así en el


colegio. Después de mi primer ataque, nadie quería entrar
allí.

Traje el circuito armado desde casa. Arme la


bomba. La programé para cuando todos estén en la
asamblea para que no tuviera oportunidad de sobrevivir
estando en sus salones. Solo faltaba algo: la escusa para
no estar allí. Fue fácil. Les dije que había recibido una
carta de amenaza del asesino y que dijo que atacaría hoy
y si decía algo me mataba igual que al primero. Se lo
creyeron todo y no dijeron nada a nadie.

Estaba viendo el reloj esperando el tan ansiado


momento. Llego la hora. Escuche silencio. De repente un
estruendo que de seguro se escucho por toda Lima. Vi por
la ventana: una gigantesca nube subía por los cielos.

Sentí un placer tan grande que empecé a reír.

Capitulo 7: Todo tiene un por qué

Al fin. Todos esos imbesiles estaban muertos.


Ellos se lo buscaron. Nunca debieron de haberme
marginado. Ahora tienen su merecido. Ellos mismos se
asesinaron al haberme lastimado. Ellos mismos se habían
dado sentencia. Ahora ya podía tener paz.

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Pero era demasiado bueno para ser cierto. Yo


también me había sentenciado al hacer eso. Ahora el
boomerang me iba a golpear a mí. Y lo peor de todo, no
era consiente de eso, es más, me sentía el rey del mundo.

Debí de haber notado que me habían descubierto.


Un estúpido de limpieza estaba limpiando el sótano y se
escondió como un miserable cobarde una vez que entre.
Lo vio todo. Pero no dijo nada, hasta la mañana siguiente.
No había muerto nadie.

La policía tocó mi puerta esa mañana. Estoy ahora


retenido por homicida e intento de homicidio. Si pudiera
tener a ese infeliz que me delato enfrente de mí me
aseguraría de que fuera al infierno antes que yo.

Ya llevo más de quince años en la cárcel. Y quiero


que este testimonio ayude a muchas personas a no tomar
el camino que yo tomé. Se darán cuenta de que el
boomerang regresa solo, y si ustedes lo tratan de hacer
regresar, a ustedes les caerá más fuerte.

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