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Flor de loto

Por Nisa Arce (Shaka)

http://nisarce.blogspot.com

El fanfiction no persigue ningún afán lucrativo. Prohibida su venta y/o


alquiler. Todos los derechos de autor sobre los personajes pertenecen a
Masami Kurumada, creador de Saint Seiya.

Ilustración: Riccardo (http://www5d.biglobe.ne.jp/%7Ericcardo)

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- Prólogo capítulo 1 -

Siddhartha, conocido históricamente por Buda, el Iluminado, nació en la


India hacia en el 563 a.C. Cuenta la leyenda que su madre soñó durante la
gestación que daba a luz a un elefante blanco, lo que fue interpretado como
signo de buen augurio.
La reina tuvo a su hijo en un bosque acompañada de sus cortesanas.
Dicen que nada más nacer, Siddhartha se puso en pie y les habló. Tras morir
su madre seis días después del parto, al Rey viudo le fue dicho que el niño sería
un profeta, a lo que respondió criándole dentro de los lujos de palacio,
aislándole de la crudeza del exterior para evitarle sufrimiento y perderle.
Creció dichoso, se casó y tuvo un hijo, pero tres fueron las visiones que
cambiaron para siempre a Siddhartha: vio un anciano, un enfermo y un
cadáver, lo que le llevó a cuestionarse sus valores, lo que era la muerte y el
padecimiento.

- Capítulo 1 -

Cuenta la leyenda que cuando la reina Mahamaya supo que dotaría a su


reino de un heredero, las visiones no dejaron de invadirle; sueños en los que un
elefante blanco se fundía con ella en un solo ser. Muchos la tildaron de loca.
Algunos, sin embargo, albergaron la esperanza. Nuevos cambios se avecinaban.
Y llegó el día en que la llevaron a los bosques, lejos de palacio, para que
diera a luz como la tradición mandaba. Diez cortesanas la rodearon en una jaula
de la más fina seda, construyendo una prisión de vivos colores y suaves texturas,
en la que se sometió a un trance dulce y doloroso, recitando palabras a las
presentes desconocidas.
Dicen que la hermosa Mahamaya supo que traería al mundo un príncipe,
el cual llevaría felicidad al reino, pero a la vez desgracia. Y que por semejante
desagravio a los dioses ella tendría que morir, pagando con su vida el pecado de
concebir a aquel que obtendría las respuestas.

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El niño nació en el sagrado suelo de la India. Siddhartha fue su nombre, y
sabio se mostró nada más respirar el aire húmedo y tibio de su mágica tierra,
cuando habló de pie a los que, atónitos, presenciaron el acontecimiento.
Kabitah no tuvo esa suerte. No había para ella mujeres que la
acompañaran mientras afrontaba sola el momento del parto, ni cortinajes de
seda ni bosques encantados. Sólo el mismo aire tibio, cargado de miseria, que
seguía encerrado en los valles surcados por el Ganges, encuentro de karma y
ciclos que la mano humana no podía romper.
Milenios y status separaban las separaban, pero compartían un mismo
destino. A Kabitah la aislaron por demencia, pues una voz resonaba en su mente
sin descanso desde hacía meses. No sabía si quería ese hijo, tan solo pensaba
que tal vez pronto llegaría su descanso si la voz la dejaba en paz.
Albergas en tu seno el fruto de la discordia de los Dioses. Darás a luz un
varón, pero no será hijo para ti. No serás madre para él. Dándole cabida en tu
vientre has cumplido con tu deber. Él es el elegido.
Se aferró a los muros llenos de podredumbre del callejón, presa del
pánico y de las insoportables contracciones, sintiendo cómo se rompía por
dentro.
Entre gritos y lágrimas nació el varón. Un niño que se limitó a
permanecer de pie en una horripilante estampa.
Su piel armiña resultaba extraña entre las teces oscuras de sus miles de
congéneres, pero al igual que extraña era la del niño, lo era la de ella:
blanquecina, incorporando cabellos claros, se podría afirmar que rubios, y ojos
verdosos. ¿Cómo iba a saber la pobre mujer, condenada al analfabetismo de las
masas, que descendía de la casta guerrera de los arios, llegados de las llanuras
de la actual Rusia hacía ya más de dos mil quinientos años?
Dos milenios y medio. Justo el tiempo que separaba ambos
alumbramientos.
No fue eso lo que más le horrorizó del niño brotado de su carne, sino que
permaneciera inmóvil, como una pequeña estatua creada para ser venerada, con
sus ojos cerrados y su boca impasible, sin lloros ni quejidos por el cambio de
medio que estaba inevitablemente ligado al nacimiento.
No serás madre para él. Le entregarás a los monjes, que siguiendo el
1Dharma sabrán reconocerle.

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Y así, sintiendo que su dolor mortal como madre no podía hacer frente a
lo que la grave voz masculina le decía, corrió con él en brazos hasta las puertas
del templo que reinaba en las cercanías. No era un palacio, pero las paredes
eran igual de altas e inaccesibles.
Allí le dejó, como Mahamaya hizo al morir seis días después de traerle al
mundo. En cuanto salió despavorida del lugar, sintió que se le esfumaba la vida
entre los dedos. Pero la voz ya no le turbaba, porque aguardaría y hablaría a
quien quería.
Cuando llegara el momento se dirigiría a aquel al que los monjes
acogieron con discreción, conscientes de que la nueva encarnación había
llegado. Uno de ellos, el más anciano, sostuvo al pequeño entre los brazos,
manchándose por los restos de sangre que aún le recubrían. Con gesto calmado
y paciente buscó en su piel una señal divina que hiciera realidad la profecía
estudiada en los antiguos textos.
Respiró con cierto alivio al distinguir en la espalda del recién nacido una
marca que resaltaba entre lo blanco de su cuerpo.
—Es la flor del loto.
Todos los presentes entraron nuevamente al monasterio, y se apresuraron
a entonar los cánticos pertinentes. El día prometido había llegado, el Iluminado
había escogido a aquel que más cercano le sería, y éste crecería bajo la
protección del secreto.
Le acicalaron y prepararon, dejándole en el suelo a pie del altar donde
una gigantesca estatua de Buda vigilaba con mirada recia y vacía. El sándalo, los
colores vivos y la luz tenue creaban un ambiente de ensueño, de cuento y
leyenda.
No importaba quién había concebido al niño, qué vida le esperaba en un
principio ó cuál era su familia. Al llegar a manos de los monjes había vuelto a
nacer con un sólo propósito, un sólo destino.
Sería el único capacitado para hablarle. Y al igual que el mismo
Siddhartha recibió la denominación de Gautama tras alcanzar la verdad,
seguiría el mismo camino. Quedaría inmortalizado por un nombre que
inspiraría temor y respeto por partes iguales.
Tú serás el más cercano a los dioses…
Shaka

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-2-

La vida en la corte era apacible, transcurriendo entre el arrullo de las


cascadas de los jardines y las hermosas flores traídas de todos los confines de
Asia, cultivadas especialmente para deleite de sus ojos.
Bendecido por la belleza, la felicidad colmaba los días junto a su esposa,
Yasodhara, y el hijo varón de ambos. Nada podía romper la armonía que había
respirado a lo largo de sus veintiún años de vida entre los muros de palacio,
salvo esos mismos muros que conformaban una barrera que le aislaba del
exterior.
Se preguntaba cómo era el pueblo que algún día quedaría bajo su
reinado. ¿Sería tan hermoso el mundo como ese jardín en el que solía meditar y
pasear?
Tan privilegiado como el entorno de Siddhartha resultaba ser el
monasterio. Uno de los monjes más jóvenes, alarmado, se presentó con todos
los respetos ante el anciano que velaba espiritualmente por los integrantes de la
comunidad.
—Maestro, ya han pasado dos horas…
El hombre le miró.
—Es la carga que el elegido debe soportar en su camino a la Iluminación.
No debía desconfiar de las palabras del sabio, mas se quedó con cierta
preocupación. Oía al pequeño llorar sin consuelo en aquella dependencia
infinita, oscura, sobre el frío e inhóspito suelo. Pero la orden del anciano no
podía desestimarse.
El niño, de largos y dorados cabellos, estaba postrado en la piedra. Lágrimas
cubrían su rostro, su pálida figura estaba envuelta en una túnica y su voto de
silencio únicamente era roto por el llanto. No había tocado el cuenco de arcilla
donde los demás monjes recibían el poco alimento diario.
En su corta vida no había contemplado el mundo ni una sola vez. Tal vez por
ello reflejaba en forma de lágrimas el pavor que le producía las imágenes que le
invadían.

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Temblaba, sentía frío y el dolor de aquellas personas a las que no
podía tocar, las cuales no parecían percatarse de su presencia. Quería alzar
las manos, gritar, aliviarles la pena, pero no podía. Se sentía insignificante.
Fue cuando una voz grave y gutural le llamó. Sólo a él. Una voz seria,
intimidante, mas era justo el alivio que en ese momento necesitaba.
>>Shaka, ¿por qué motivo un niño de seis años se pasa el día sobre el
frío suelo de este templo, abandonado a un llanto sin consuelo?
No se inmutó. No sabía de dónde provenía, pero al igual que en su
mente lo sentía, con ella misma respondió.
>>Veo dolor… sufrimiento.. ¿Por qué esta gente sufre? ¿Por qué hay
tanta miseria?
Su universo era oscuro, pero por alguna razón arrastraba consigo la
visión desde hacía días. Niños como él, mujeres y hombres adultos, algunos
ya ancianos, otros en plena juventud, se arremolinaban en torno a las calles,
cubiertos de una luz ambarina que distorsionaba la escabrosa realidad que
contemplaba. Veía en ellos hambre, desasosiego. Veía los cuerpos huesudos
introducirse en las sagradas aguas del Ganges en busca de una última
purificación.
>>La muerte es parte de la vida. Es un estado necesario para
mantener el orden del universo. No debes temerla. El dolor forma parte de
la naturaleza humana. Por ello tienes que comprenderlo y secar esas
lágrimas que te atormentan. No debes ceder a la tristeza, sino sentirte
afortunado, porque has sido tú al que he escogido.
Aquel mensaje logró sacarle del trance en el que estaba inmerso,
adentrándose en otro que le cambiaría radicalmente.
>>¿Elegirme a mí? ¿Para qué? ¿Quién eres?
>>Por muchos nombres me conocen… Gautama, Bhagavä,
Annutara… pero de entre todos ellos, por uno soy reconocido entre las
almas que pueblan el mundo terrenal que tú ahora pisas. Ellos me llaman
el Iluminado. Me llaman Buda.
Se quedó estupefacto; algo en su pequeño ser le decía que estaba
rozando el límite de la cordura, donde ésta pasa a ser demencia.
>>¿Buda? Es imposible. Y si lo eres, ¿por qué hablas conmigo?
Era, de todas sus preguntas, la más lógica y necesaria.

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>>Porque llevo mucho esperando tu llegada. Tú eres especial, has
nacido con un don que te hace distinto del resto de tus contemporáneos.
Eres el vínculo que me une al mundo que una vez conocí y, a la vez, tienes la
cualidad en tu interior para poder entrar en el mío. ¿Lo entiendes, Shaka?
El niño atendía, confuso y aturdido.
>>Has sido tocado por la luz, y de ti depende que sigas avanzando en
el camino hacia tu Iluminación. Yo te velaré, acudiré a tu llamada cuando
me necesites. Soy tus ojos, y tú serás los míos. Aunque siglos separan mi
andadura de la tuya, el dolor y sufrimiento humanos, la esencia de su
existencia, sigue siendo la misma. No debes ver lo que te rodea por ti
mismo, puesto que es en tus ojos donde reside la puerta al plano espiritual
en el que me hallo. Cada vez que así hagas no serás solamente tú quien
verá, también así yo haré, y los efectos de nuestra fusión serán
inimaginables en poder. No lo olvides, destrucción y vida van íntimamente
ligados. Esa será tu máxima responsabilidad.
Tal y como había surgido, la voz se esfumó. Le llamó, presa de un
terrible y repentino sentimiento de soledad.
>>¡No me dejes! ¡No me dejes!
Con las manos extendidas hacia la oscuridad intentaba alcanzar
algo etéreo, sin proveniencia definida. Volvía a estar en medio del inalterable
silencio, roto por los ecos de su agitada respiración.
Nuevas imágenes se sucedieron ante sus ojos aparentemente ciegos.
Primero vio un anciano. Analizó su cuerpo débil las manos enjutas, la
mirada oscura y penetrante, indescriptiblemente triste. Su larga barba
grisácea, las piernas demasiado enclenques como para sostener la totalidad
del peso, aunque éste de seguro era liviano.
Y el llanto de Shaka cesó, puesto que toda su energía quedó
concentrada en una tarea: captar y asimilar cada parte de lo que la voz
nuevamente transmitía.
>>Todos los seres ven como sus vidas llegan poco a poco al ocaso,
por igual experimentan el proceso. El cuerpo marchita, es un hecho
irreversible.
Tras ello, Shaka vio a un moribundo, otro hombre con signos en su
rostro que denotaban estar padeciendo diversas dolencias.

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>>La enfermedad nos toca, recordándonos lo frágil que la vida
resulta, y cómo ésta puede ser minada por miles de circunstancias. En
verdad, nada somos frente a las corrientes del universo.
Y, finalmente, vio un cuerpo ya sin vida. Sus ojos volvieron a llenarse
de lágrimas
>>Por cada vida hay una muerte, Shaka. Desde el momento en que
nacemos, comenzamos a morir. Avanzamos en nuestro camino hacia la luz,
pero en verdad, lo único que hacemos es acercarnos a la oscuridad hasta
que ésta nos envuelve. Y su significado… eso habrás de descubrirlo tú solo.
Algún día lo comprenderás.
No espero más respuestas. A su vez, no hizo más preguntas.
Él no podía saberlo, pero pasarían años hasta que volviera a
encontrarse con aquel que le había abierto las puertas. Ocurría cuando él
madurada las capacidades innatas con las que había llegado al mundo
terrenal. Hasta entonces, esperaría. Unos años mortales no significaban
nada en la plenitud del espacio tiempo, los cuáles dedicaría a observar con
detenimiento su evolución.
El pequeño semidiós se incorporó; concentrado, se sentó a meditar
con la espalda erguida, la vista ciega al frente, las piernas enlazadas y las
manos descansando sobre su regazo.
>>Soy un ser vivo. He nacido, crezco, seguiré creciendo hasta
alcanzar la madurez. Pero lo que mis semejantes denominan desarrollo, no
son más que etapas en el camino que nos conduce al final. A cada minuto, a
cada segundo nos acercamos al mismo. Estoy vivo, y por tanto, moriré.
Pero… ¿qué es la muerte?
Esa sería una pregunta a la que tardaría más dos décadas en poner
solución.

-3-

Los cinco sentidos envolvían la percepción del hombre, incluso en


aquel monasterio budista perdido en el norte de la península de Bengala.

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La vista quedaba deleitada con las ricas representaciones de las
divinidades, todas ellas en vivos colores a veces extenuantes e irreales,
sumergiendo al espectador en un paraje de fantasía.
Un fuerte olor a sándalo quemado calaba hasta lo más profundo de las
maderas y los telajes, impregnando cada partícula con su esencia.
El oído se regocijaba con las voces que recitaban textos en sánscrito,
implorando por los que debían ser guiados en pro de la búsqueda del
verdadero camino.
Olfato. Oído. Gusto. Tacto. Los cuatro medios con los que el joven al
que todos temían se comunicaba. Permanecía largas horas en la misma
posición, sin que nada ni nadie pudiesen sacarle del continuo trance en el
que levitaba. Pero esa mañana había que buscar un modo de hacerlo.
Un monje ataviado con túnicas rojizas apretó el paso, procurando que
el eco no creciera hasta hacer su presencia aún más notoria. Sintió un
escalofrío. Recordaba perfectamente el día en que el niño había llegado, y en
silencio le había visto crecer.
Le observó. Ya debía tener catorce o quince años. No recordaba haber
escuchado en aquel tiempo su voz, o siquiera sentir su presencia entre los
demás integrantes de la aislada comunidad.
Era como la estatua viviente a la que debían respetar, venerar y cuidar
sin revelar su paradero.
—Hermano, el anciano se encuentra en su lecho de muerte y ha
pedido verte. Rogamos que cumplas su deseo.
Aguardó a una distancia prudencial sin apartar los ojos del suelo,
intimidado por el aura que el joven de cabellos rubios emanaba. Tragó saliva
cuando le tuvo a su lado y por vez primera le escuchó.
—Condúceme ante él.
Asintió, incorporándose para emprender camino con prisas más que
justificadas. Atravesaron el templo decorado con mil y una escenas y
divinidades, las cuáles observaban recelosas al elegido.
Brama, Shiva, y Visnú no se dejaron intimidar desde su sagrado
panteón. Sus ojos aparentemente vacíos parecían seguir el paso colmado de
porte y elegancia.

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En una amplia sala descansaba el cuerpo moribundo del viejo,
rodeado de los hermanos de la pequeña comunidad budista. Los 2sutras que
preparaban su alma para dar el siguiente paso en el karma cesaron al llegar
él.
—Dejadnos a solas… —balbuceó el anciano, más aferrado ya a la
muerte que a la vida.
Cumplieron su voluntad, y el escogido por Buda se sentó a su lado,
dejando la atención completamente centrada en aquel que le recogió cuando
apenas unos minutos habían pasado desde que saliera del vientre.
—La vela de esta vida se agota, pronto la llama será propagada a una
nueva y arderá hasta que el ciclo decida. Pero antes de que llegue el
momento, quiero entregarte algo…
Las manos ásperas y huesudas tantearon hasta dar con las suaves y
jóvenes, dibujando el contacto un rictus de asombro en los labios del elegido.
El calor humano le era desconocido.
—Ha pasado de mano en mano durante diez generaciones con un
único propósito: que llegara hasta ti.
Le entregó un rosario de ciento ocho cuentas, todas ellas labradas y
pulidas, sintiendo el destinatario un escalofrío.
—Sólo a ti pertenece, sólo tú encontrarás el uso adecuado que darle.
Ahora que ya lo has recibido, puedo dejar esta vida con la conciencia
tranquila…
Y las manos del viejo, aún sobre las suyas, quedaron inertes. Sintió la
muerte de cerca, se empapó de ella, maravillándose por la serenidad que
había adquirido en esta ocasión.
Quedó arrodillado ante el cadáver, y los monjes acudieron a
envolverlo en telas del blanco más puro, color de luto signo de dolor
momentáneo por la pérdida, pero de alegría por el que había ascendido un
nuevo peldaño en la escalera de la reencarnación.
Mientras oía los rezos funerarios repasó la textura de las cuentas; las
contó como en un ábaco, y una intensa sensación de poder y responsabilidad
le embargó.
¿Qué significaba ese presente?
>>Ya lo tienes en tus manos.

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Shaka se sobresaltó.
—Hermano, por favor, retiraos hasta que hayamos ultimado los
preparativos de la incineración.
Asintió, y tras volver sobre sus pasos cerró las pesadas hojas de la
puerta que delimitaba la sala donde pasaba la mayor parte del día. Sólo él,
sólo el silencio.
Solos los dos.
>>¿Qué has querido decir? ¿Qué es esto que porto, tanta importancia
rezuma para hacer que a mí acudas?
>>La impaciencia sólo resultará un obstáculo en tu progreso. Debes ser
sereno, como las rocas contra las que el mar se estrella, como la hierba que se
deja mecer por el viento. Dime, Shaka, ¿ya has comprendido lo que entraña la
muerte?
Pensó en las visiones que había seguido teniendo. Pensó en el anciano, en
sus manos frías y la paz tangible que envolvía su aura.
>>La muerte es un estado más que nos supone abandonar lo conocido.
Algunos la afrontan con miedo, otros con esperanza, y en esas expectativas se
puede medir el dolor con el que hacia ella se parte.
>>¿Cómo afrontarás tú la muerte?
>>Aún soy joven, no he de preocuparme por ello.
>>La muerte no distingue entre niños y viejos, ricos y pobres, santos y
diablos. Y tú, por tanto, no quedas exento. Medítalo porque eres mortal, y
algún día la vida como tal se apagará. Y como prueba de ello… voy a
mostrarte algo.
Aquella sensación volvió a envolverle. Se sintió deshacer en la materia,
romperse en miles de partículas y formar parte de una realidad que surgía
frente a sus ojos, vírgenes de mundo.
Lo vio nítidamente. Pudo aspirar el aroma dulce, sentir la brisa que
acariciaba su rostro. La inmensa paz de un prado interminable coronado por
una loma, y una luz cegadora que le embriagó atravesándole el alma,
grabándose con fuego la magistral silueta que ante él se mostraba. Dos figuras
perfectas, idénticas, impermutables.
Se vio a sí mismo con los labios entreabiertos y una presencia a su lado, la
cual, pese a no ser visible, pudo identificar.

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>>¿Los ves, Shaka? No los olvides, porque será ahí donde conocerás tu
muerte. Donde yo la encontré…
—Donde… yo… —repitió, en una mezcla de fascinación y pavor.
En aquella magistral ilusión un feroz viento agitó sus cabellos,
impidiéndole la visión. En la realidad seguía en esa sala insondable, absorto en
lo que la otra dimensión le decía.
>>Sólo cuando comprendas el sentido de tu muerte, serás digno del
nombre que llevarás.
Y de nuevo, la nada. Había desaparecido, dejándole inquieto, sin poder
apartar de sus pensamientos la declaración que le convertía en una criatura
más, frágil y efímera.
Supo pues que tenía un objetivo en el que encauzarse: encontrar su lecho
de muerte.

1Dharma: conjunto de enseñanzas que Buda legó al mundo.

2Sutras: cánticos budistas.

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- Capítulo 2 -

El frío y austero viento ondeaba sin cesar las coloridas banderas y


abalorios, llenando el espacio con su replicar en honor a los peregrinos que
avanzaban contra las dificultades, recorriendo con la distancia de sus cuerpos el
camino que les separaba de Lhasa, la ciudad prohibida hogar durante siglos de
los Dalai Lama.
Desde lo alto de una escarpada roca, un joven observaba el ritual de sus
paisanos: se levantaban, unían las manos sobre el pecho en señal de ruego,
caían suavemente de rodillas al suelo y, tras tenderse por completo sobre él,
repetían el ciclo, cubriendo con parsimonia los penosos kilómetros.
Solía acudir todos los años en esas fechas a observar las caravanas
humanas. Aunque podía decirse que ciertamente no había diferencias entre las
sucesivas riadas, aquella que en concreto contemplaba tenía un significado
especial para él.
Sería la última que viese en la vida, tal y como ahora la conocía.
A sus veinte años, Mu era consciente de la dimensión desorbitada que su
mundo iba a cobrar. Había sido escogido a edad muy temprana por su
peculiaridad. Aquel hombre deslumbrante y místico le dijo que de él se esperaba
algo más que convertirse en un simple monje budista…
Estás llamado a ser algo que nunca hubieses imaginado.
La última noche de su mes de reflexión había concluido. Recordó las
palabras exactas de Shion, su venerado maestro, y cómo éste le había rescatado
del modesto templo en el que había pasado la primera etapa de su infancia. Tal y
como le había indicado, tras el amanecer del trigésimo día volvería a las
desoladas tierras a medio camino entre el Tíbet y Nepal, más cerca del confín
del mundo que de meras fronteras políticas.
Tras arduos años de entrenamiento y estudio, había llegado la hora de su
proclamación. Como todo integrante de la Casa de Aries debía someterse a la
ceremonia de iniciación, un ritual que, según le había detallado el Patriarca de

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Atenea, era un acto íntimo entre mentor y alumno, con el cual se traspasaba de
generación en generación de guerreros los secretos y legados de toda la Orden a
la que iba a entregarse, conocimientos que contaban ya con cuatro milenios de
historia.
Aún no había pisado la mítica ciudad griega; pese a que la imaginaba a
través de libros y relatos, estaba llamado a cargar con más responsabilidad que
el resto de sus futuros compañeros. Guardaría con recelo los registros y
documentos que relataban la existencia de aquella comunidad vinculada a la
Diosa de la sabiduría, codificados en un idioma que sólo los custodios del
primer signo del Zodiaco conocían: la lengua de los alquimistas, una cultura
perdida en las profundidades del olvido colectivo.
Su larga cabellera, siempre recogida, era azotada por la brisa helada
llegada del Himalaya. Contempló una vez más la serpenteante y oscura mancha
que formaban los cientos de personas congregadas, y se alejó de allí en completo
silencio. Tras una hora de camino por abruptos terreros que únicamente un
nativo podía recorrer, llegó hasta la que había sido su morada todos esos años,
la Torre de Jamir. Aunque pudo percibir su cosmos antes de siquiera tener la
formidable silueta de la construcción en el horizonte, fue al contemplar el
esbelto y portentoso cuerpo de Shion y su insondable mirada, cuando fue
consciente de que la hora había llegado.
Se inclinó en una sentida reverencia. Había seguido fielmente sus
indicaciones, una por una, transformado paulatinamente su cuerpo según la
tradición. La totalidad de su piel carecía de vello, tan sólo quedaba en la misma
la magistral melena y las cejas, bien delineadas, que conseguían dar equilibrio a
su rostro andrógino.
Había disfrutado de la soledad y aislamiento en las montañas que le
habían visto crecer. Se había empapado de los ritos propios de su tierra, de
creencias profundamente budistas, ya que pronto debería despojarse de las
mismas para abrazar a un precepto más potente que una mera religión.
Defendería a nada más y nada menos que una divinidad. Aún así, se dijo que
trataría de no olvidar los legados de su cultura. Al fin y al cabo Buda no había
sido un Dios, sino un hombre que había encontrado en su forma de ver el
mundo un camino hacia la búsqueda del equilibrio.
—¿Lo has dispuesto todo como te indiqué?

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—Sí, maestro.
Le siguió, adentrándose ambos en la ancestral torre. Tras cerrar las
puertas la luz entraba por sus múltiples ventanales, creando un sorprendente
juego de formas y texturas. Justo en su centro había una pequeña sala circular,
sobre la que se elevaba una escalinata de caracol que conducía a los niveles
superiores.
Era en esa sala donde se realizaban los complicados procesos de
descomposición de la materia, hasta obtener de la misma los ocho elementos
básicos que constituían la base de la alquimia. Con ellos se creaba la piedra
filosofal ó, como preferían ellos llamarla, el polvo de estrellas.
Tomó asiento en el suelo mientras el antiguo portador de Aries iniciaba la
secuencia, creando un sinfín de reacciones químicas y nubes de protones que
teñían su alrededor de vivos e irreales colores.
Cuando hubo concluido diluyó el polvo resultante, obteniendo un líquido
que reservó en una mesita. Extrajo de la bolsa que le había acompañado durante
su viaje una serie de enseres. Aunque no lo exteriorizara, Shion se sentía
profundamente emocionado por introducir a su pupilo en el camino al que le
había llevado de la mano durante la última década y media.
Se arrodilló frente a él y tomó su hermoso rostro entre las manos,
aplicando un empaste en los arcos superiores a los ojos.
—Dime, Mu, ¿en dónde reside la fuerza de la primera Casa del Zodiaco, a
la que tú y yo pertenecemos?
—Somos los primeros custodios, los que guardan celosamente la técnica
de la restauración de las armaduras... los encargados de hacer que los secretos
de esta Orden perduren generación tras generación, maestro.
Asintió, y tras cubrir con una venda la espesa capa de cera, tiró con
precisión de la misma, dejándole desprovisto de cejas. A continuación tomó un
afilado utensilio y un envase de cristal. Impregnó su punta en la tinta que éste
contenía, y a base de pequeñas incisiones fue grabando en su rostro dos círculos
concéntricos, idénticos a los que él mismo llevaba. Era el signo inequívoco de su
condición, el que le definía como guerrero, como guardián y elegido para vivir
los días de varios hombres juntos.
Volvió a preguntarle, sin restar atención a su delicada labor.
—¿Cuál es el verdadero poder de la alquimia?

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—La unión de los ocho elementos básicos, aquellos en los que cada
materia de este planeta puede descomponerse. La creación del polvo de estrellas
que es capaz de otorgar vida al metal divino.
Observó el resultado una vez terminado. Aquel niño que le cautivara por
lo poderoso de su cosmos se había transformado en el hombre en el que
depositaba todas sus esperanzas. Su andadura por el mundo había sido larga, y
algo le decía que sus días como máximo dirigente llegarían pronto a su fin, por
lo que decidió darle al Santuario un nuevo morador para el primero de los
Templos tras más de doscientos años de paz. El joven había ganado a pulso la
armadura y tendría que enfrentarse posiblemente a la más dura prueba que un
caballero de Atenea debía pasar. Pero eso sólo el tiempo lo diría, y dicho tiempo
apremiaba.
Fue en busca de la poción que había reposado durante el rito y se la
tendió, volviendo a su lado.
—Sí, en lo cierto estás, salvo que existe un pequeño matiz que aún no
conoces. No sólo la piedra filosofal en forma de polvo de estrellas prolonga la
vida de las armaduras... también la de aquellos que portan su secreto y velan por
él.
Los ojos de Mu se clavaron en los suyos, resistiéndose a creer lo que
acababa de escuchar.
—Bebe ahora, y recuerda… en la magia de la alquimia reside la clave de la
inmortalidad.
Ese era el privilegio y martirio de los guerreros del carnero. Al ingerir la
piedra filosofal el cuerpo cambiaba, siguiendo el renacer a los dolores que
acercaban a la muerte. Permanecería inalterable, en el mismo estado físico que
tenía en el momento de la ingesta, por doscientos, tal vez trescientos años, y la
vida únicamente terminaría de cobrársela alguien o procurarse el suicidio.
Muchos matarían por pasar en el mundo varios siglos, pero era sin duda
una dura prueba de integridad asistir a la transformación del entorno conocido,
observar el deterioro paulatino de los seres queridos, envejecer en espíritu y
verse igual de jovial. Nunca la demencia había afectado a un escogido, pues si el
proceso de elección era tan delicado y exhaustivo, era para precisamente dar con
el ser que reuniese fortaleza mental y espiritual.

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Sostuvo a su alumno entre los brazos con paciencia y comprensión
mientras éste se retorcía de dolor. Él también lo había padecido, mas pronto
conocería una profunda calma. Así fue, ayudándole a incorporarse cuando el
rostro se hubo relajado y se sucedía la natural comprobación de los efectos.
Gracias al poder alquímico, su piel tenía un extraño brillo nacarado.
Seguía siendo humano, aunque ahora su apariencia estuviese a medio
camino entre la belleza del hombre y la de una criatura de fábula, atributos
que se verían incrementados por el paso de las décadas.
—Es hora de marchar hacia Grecia. Mi misión contigo ha acabado.
Buena suerte Mu, caballero de Oro de Aries.
—A vuestra disposición, Patriarca.
Y mientras empacaba los instrumentos, cinceles y demás pertenencias
que llevaría consigo a Europa, Aries se preguntó por unos segundos lo que le
depararía esa nueva etapa de su vida.
Nuevos cometidos, nuevas circunstancias, nuevas personas… el fin de
la soledad.

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- Prólogo capítulo 3 -

Siddhartha, tras sus tres visiones y la revelación de lo fugaz de la vida,


decide renunciar a los placeres hasta entonces conocidos y abandonar palacio
en búsqueda de la verdad. Después de años de vagar y mendigar, alcanza la
Iluminación sentado a los pies del árbol Bodhi tras pasar la noche bajo el brillo
de las estrellas. En dicho estado, recibe la bendición de los Budas pasados y
futuros, comprendiendo el sentido de su existencia.

- Capítulo 3 -

“El destino va ligado al karma, empléalo.”


Fueron las palabras que el sabio me dedicó.
“El amor y la virtud van de la mano, por tanto aférrate a la luz.”
Así es como debería ser nuestro futuro.
Avanzando por el sendero,
viendo pasar los signos mientras camino.
Creo que me dejaré guiar por el sol,como hacen todos.
Avanzando por el sendero,viendo pasar los signos mientras prosiguen,
creo que seguiré a mi corazón,es un buen lugar para el comienzo.
Madonna, “Sky fits Heaven”

:: Rencor ::
Otra de las cuentas fue desplazada hacia delante entre pulgar, corazón y
anular.
:: Odio ::
Sostenido en la mano derecha y descansando en longitud sobre la rodilla
del mismo extremo de su cuerpo, Shaka iba enumerando los ciento ocho

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pecados naturales del hombre, aquellos que debían ser expiados y eliminados,
con su rosario.
:: Codicia ::
Al tocar la última cuenta de morfología distinta a las demás, la que
simbolizaba la razón, inició otra vuelta en sentido opuesto recitando el nombre
de Buda.
Nadie interrumpía sus largas noches de búsqueda de respuestas en el
interior de la conciencia. Sus ojos, cerrados desde el día en que había nacido, se
esforzaban por ver más allá de lo que el mundo terrenal podía ofrecerle. Sólo el
majestuoso árbol a cuyos pies se retiraba era espectador de su sosegada lucha;
árbol que, acompañado por las estrellas, le había visto transformarse
paulatinamente en un joven de asombrosa belleza, combinando las más
hermosas propiedades de lo femenino y lo masculino.
Sumido en su eterno letargo, había sobrepasado la primera de las etapas
en la consecución de la clarividencia absoluta. Tras el dominio de los sentidos,
llegó el del pensamiento. Se sentía levitar en una nada luminosa, donde los
sonidos se distorsionaban y su realidad quedaba desfigurada en la inmensidad
del espacio tiempo.
Spica, el astro más brillante de la constelación de Virgo, brilló con una
intensidad desmesurada. Se sintió conmovido ante la extraña sensación de
familiaridad que le envolvía, como el calor de unos brazos humanos que nunca
había conocido.
>>Tus estrellas te llaman, Shaka, como a mí hicieron en su momento.
No se inmutó, pero su interior bullía, fascinado por esa voz a sus oídos
extraña. No era Buda quien le hablaba, y su pregunta fue formulada con
serenidad.
>>A los astros atenderé cuando sea preciso, mas ahora quisiera conocer
tu identidad. ¿Eres un Iluminado?
>>Busca en tu interior. Conoces la respuesta.

Efectivamente, así era. El presentimiento se tornó realidad, pues en lo


más profundo de su corazón, sabía que ese momento llegaría; conocía esa
presencia, la portaba, formaba parte de sí mismo.
>>Tú habitas en mí…

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>>Soy parte de ti, y tú eres parte de mí. Eres producto de mi existencia,
el siguiente eslabón del karma. Es hora de que despiertes a tu pasado, el cual
duerme al igual que tu cosmos.
Sus cabellos ondearon por la explosión de energía. El universo se fundió
con él, y ante sus ojos pasaron veloces ecos de sus anteriores vidas; con ellas,
recuerdos, sensaciones, emociones, dolor, alegría… pero sobre todo, esperanza.
Pudo ver entonces los ojos miel y la tez morena que le observaban.
>>Tu nombre es Isaiah. Recuerdo la calidez de las arenas de tu desierto,
los naranjas del amanecer del Sáhara, el brillo incesante de…
Exactamente, ¿el qué? Dudaba al hacerlo la memoria.
>>Otro ser, otra vida que tan ligada siento a la mía... pero… ¿por qué no
me es posible recordar aquello que nos une?
>>Lo portas en sangre. Eres ario, Shaka. Un guerrero, y como tal la
tuya es la casta más divina de cuantas puedas enumerar. A la vez eres monje,
pero no se encuentra en estas paredes la divinidad a la que has de adorar.
Esa palabra hizo que el corazón le diera un vuelco.
<<Guerrero>>
Las cuentas del rosario, firmemente sostenidas entre los dedos, brillaban
esperando que llegase el momento de cumplir su propósito.
>>Recuerdo una presencia, una mirada que no es la tuya… una batalla,
una muerte, un vacío tras ella que ha de ser llenado.
Sintió el calor de un sol inexistente, pero que aún así acariciaba la palidez
extrema de su rostro, enclaustrado jornada tras jornada en los interiores del
templo de piedra. Un aire impregnado en una fragancia desconocida, pero la
cual desprendía la misma esencia sagrada.
Tuvo una revelación, tomando conciencia de todo aquello cuanto había
dejado sin concluir en su círculo espiritual.
Una mujer… su cuerpo no era de carne y hueso, tampoco de vivos colores
y perfumada de sándalo. Sus rasgos eran regios, su mirada vacía pero sabia, sus
senos fríos como el resto de la piel. Cubrían sus cabellos una protección de
metal de exquisitas formas, y de su mano pendía otra fémina alada. Todos ellos
detalles insignificantes, en consideración con la más elemental de las evidencias.
Esa mujer era su igual. Una guerrera en contra de las armas. Una Diosa,
la de la Justicia, a la que había jurado defender siglos atrás.

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Atenea…
Sus ojos se llenaron de lágrimas ante la impotencia por los años que había
permanecido ajeno a esa verdad que dentro dormía, protegida por una fuerte
coraza.
>>No has de lamentarte, este momento había de llegar. Ahora de ti
depende que aquello por lo que ambos existimos al fin concluya. Largo será tu
viaje, eres el elegido, Shaka, el más cercano a los Dioses. Eso será tu escudo,
pero a la vez la espada que te herirá una y otra vez.
>>Ahora he de partir.
>>Los astros te guiarán, pero recuerda: a aquel a quién has de
reclamar lo que te pertenece, di que la estrella que con su brillo eclipsa a las
demás ya ha cruzado el firmamento.
>>Así haré.
Y la dimensión cálida que le abrazaba se disipó, derramándose la congoja
por sus mejillas, luchando por no dejarse llevar por el desasosiego. Se incorporó
apoyando las manos en la corteza de la higuera. Elevó el rostro dejando que la
brisa se llevara sus dudas, y se dispuso a hacer lo que le obsesionaba.
Sólo portaba con él la elegante túnica rojo sangre, el modesto calzado
propio de la comunidad budista a la que hasta ese momento había pertenecido,
su rosario y la absoluta convicción de que sus días allí habían terminado.
Nadie había presente para impedírselo, y si trataban de hacerlo, no
supondría obstáculo alguno. Palpó la roca y trepó por los muros que
delimitaban las dependencias privadas del templo. Subió con habilidad y
parsimonia bañado por la luz plateada de la luna, hasta pisar por primera vez
suelo firme más allá de la jaula de cristal donde había crecido.
Buscaría los indicios que debían llevarle hasta su destino final. Se dejaría
guiar por el sol y los dictados de su corazón. Sería un buen comienzo para la
travesía más importante de su vida, con todo su pasado más presente que
nunca, y un futuro del que sólo conocía un final.
Algo le decía que ahí a donde se dirigía, encontraría esa respuesta. La que
no le dejaba conocer descanso.

<< …será ahí donde conocerás tu muerte. Donde yo la encontré…>>

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- Prólogo capítulo 4 -

Seis años pasaron desde que Siddhartha abandonara palacio hasta


conseguir encontrar el camino hacia la Iluminación. Mendigó por los parajes
de la India y Nepal como asceta, sometiendo a su cuerpo a condiciones
extremas, quedando reducido a un cúmulo de huesos y piel. Fue cuando una
mujer, conmovida por su estado y la energía que él irradiaba, le ofreció su
caridad con unas gotas de leche. Renovado su ímpetu por el gesto, decidió
alcanzar la verdad suprema derrotando a cuantas tentaciones trataron de
impedírselo.

- Capítulo 4 -

El eterno murmullo del agua llenaba cada espacio del valle donde se
erigían los Picos de los Cinco Ancianos, completándose dicho paraje de
ensueño con la espectacular caída de la cascada de Rozan.
Inmutable desde la misma posición, Dohko de Libra se permitía el
lujo de deleitarse con la paleta de la madre naturaleza, la cual había pintado
el más hermoso de los lienzos que sus ancestrales ojos pudiesen contemplar.
A lo lejos, un pico destacaba sobre los demás, aquel que siempre retenía su
atención noche tras noche, lloviere o nevase, durante cada uno de los más de
doscientos años que habían transcurrido desde que la Diosa delegara en él la
misión.
Años de soledad, de aguardar un cambio, de esperar a que los nuevos
acontecimientos se presentaran por sí solos, con la apariencia y rostros que
únicamente el destino podría escoger.
Lo había leído en las estrellas: el día señalado estaba cerca. Nuevos
tiempos se avecinaban en la Orden de Atenea, y todo parecía indicar que
serían lustros oscuros aquellos que deparaban. Su cuerpo, encogido y

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maltrecho, albergaba ese presentimiento al que trataba de resistirse. Su
noble corazón estaba preparado para afrontar las adversidades por duras
que fuesen. Ese era su cometido, el equilibrio de la balanza era precario y
correspondía al representante de la séptima Casa mantenerlo.
Sonrió, pues el cosmos que detectó días atrás al fin había dado con su
paradero. Se trataba de alguien a quien nunca había visto y del que, sin
embargo, conocía identidad incluso antes de leer en sus ojos y escuchar su
voz. Era una visita que esperaba con alegría y cierta curiosidad.
—Ruego disculpéis mi osadía al acudir directamente a entrevistarme
con vos sin solicitar previo permiso, Roshi.
Libra asintió. Hacía mucho tiempo que nadie le llamaba así. Desde lo
alto de su posición analizó los rasgos finos del recién llegado, lo llamativo de
su condición física, la pureza que manaba de su cosmos. Pero sobre todo, el
distintivo inequívoco en su rostro.
—El viejo Shion me previno. Te estaba esperando, Mu… caballero de
Aries.
El Patriarca, a quien hacía siglos que no veía en persona, solía ponerle
al tanto de todo lo acontecido en el Santuario. Inevitablemente, el tema que
más se había repetido últimamente en las profundas charlas de ambos era su
heredero. Tantas eran las alabanzas con las que Shion cubría a su alumno
que la expectación y la simpatía se habían creado por sí solas. Pese a ello,
debía someterle a ciertas pruebas antes de poder depositar en el caballero su
confianza.
<<Se lo dejo todo a él, Dohko. Si mi intuición no me falla, su papel en
la próxima Guerra será determinante. Quisiera que fuese tu mano derecha
y tú la suya cuando yo ya no esté, y la paz esté condenada a caer bajo el
yugo del que hablan las profecías.>>
Le bastaron unos pocos minutos sosteniendo la serena y madura
mirada de aquel joven para saber que los deseos de su amigo serían
cumplidos.

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-2-

Se despojó del casco, dejando que los espesos mechones de cabello se


dispersaran por los hombros como si contaran con vida propia. Meneó la cabeza
en signo de preocupación, mientras tomaba asiento en el trono que presidía la
Cámara del Patriarca.
Esa última década había sido agotadora por la búsqueda y consecución de
nuevos guerreros. Tras haber mantenido vacías gran parte de las Casas durante
su mandato, ahora todas quedaban custodiadas por jóvenes caballeros que
habían ganado sus armaduras en un periodo de dos años, justo el tiempo que
había transcurrido desde que Mu, el que fuese su alumno, arribara a suelo
sagrado como el primero de la nueva generación de más alto rango.
La totalidad de los templos estaban ocupados, salvo dos. Uno permanecía
vacío en ausencia de su inquilino, el guerrero de Libra. Y en cuanto al otro, un
estigma prevalecía sobre el sexto, el de Virgo, y su armadura. No había guerrero
que pudiese optar a ella, era la misma Virgen quién escogía a su portador.
Durante la última Guerra Santa había visto morir a sus compañeros, a los
cuales había tenido en gran estima pese a lo dispar de sus personalidades,
nacionalidades y métodos de combate. Sin embargo, sólo uno de ellos acudía a
su memoria en los últimos días.
El recuerdo de Isaiah seguía vivo, al igual que sus palabras, siempre
escuetas y envueltas en un halo de misterio. La serena convicción que de sus
ojos, de un extraño tono arenisca, no le abandonó ni siquiera en el mismo
instante en que la muerte le dio alcance mientras el mismo Shion le sostenía
entre sus brazos.
Pero había transcurrido más de doscientos años y la Virgen dorada,
aquella que rezaba rogando al cielo, seguía hueca y vacía. Los astros hablaban de
un acontecimiento, haciendo presagiar que tantas premoniciones no podían
deberse al azar.
Unos pasos le sacaron del ensimismamiento. Procedió a incorporarse con
lentitud para recibir al llegado. Sonrió, pues éste había regresado del viaje que le
había encargado emprender.
—Rápido ha sido tu regreso desde la lejana China.

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—El viejo maestro os envía sus mejores deseos, Patriarca.
Mu se arrodilló ante quien fuese su mentor, y éste le alentó a volver a
incorporarse posando las manos sobre los hombros. Desde que sus roles
cambiaran, escasos eran los momentos que podían compartir fuera de los
estrictos parámetros en los que la vida marcial y política se desarrollaba.
Aries correspondió a la sonrisa, mas la fatiga le había pasado factura.
—Has conocido a un gran guerrero pese a lo peculiar de su situación.
Nunca olvides que sigue siendo un compañero y aliado indispensable.
—Sí, Patriarca… —contestó, rebuscando en el interior de las avituallas
hasta acabar en sus manos un pequeño paquete envuelto cuidadosamente—.
Para vos, té de Nepal. Se echa de menos en Europa.
Shion tomó agradecido el obsequio. Ya nadie tenía esos detalles con él;
era el efecto despersonalizador que tanto poder acababa por causar.
—¿Me harás compañía un poco más —preguntó, deleitándose con el
intenso aroma de las hierbas asiáticas—, o deseas retirarte?
—Siendo sincero, quisiera descansar, me encuentro agotado por la última
travesía. Pero acudiré a contaros con detalle lo acontecido esta noche.
Shion asintió. La conversación, el sencillo acto en sí y la química entre
intercomunicadores, era un rito sagrado para el antiguo custodio de la primera
Casa. Los años le habían dado paciencia, sabía esperar por lo que merecía la
pena.
—Espero tu visita a la puesta del sol. Puedes marchar ahora, me alegra
contar de nuevo con tu presencia en Santuario.
Tras una leve reverencia Mu abandonó los aposentos del Patriarca.
Aunque podría haber llegado a su Templo haciendo gala de sus dotes
telequinésicas, prefirió recorrer el camino a pie y saludar a sus compañeros.
Mantenía un trato cordial con la mayoría de ellos, pese a no ser de muchas
palabras. Pronto se cumpliría un bienio desde su nombramiento como caballero
de Oro, mas tener a tantas personas a su alrededor tras años enteros de silencio
seguía turbándole.
Muchos hombres y mujeres convivían en aquella comunidad anónima,
desde los aprendices a ellos, la cúspide. Jóvenes de una belleza y vigor tales que
podían eclipsar el brillo del mismísimo astro rey.

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Pero él era demasiado reservado como para dar paso a algo más que un
cordial y puntual intercambio de palabras. Tan sólo con Aldebarán, dada la
cercanía de sus respectivos Templos, podía decirse que había entablado
amistad. Precisamente empleó sus últimas energías en compartir unos
momentos con el brasileño. La amabilidad que se escondía tras su gran fortaleza
física le había conmovido desde el principio.
Se despidió de él y suspiró al refugiarse en la penumbra de su templo,
sintiendo el característico frío húmedo que proporcionaba la piedra. Fue
despojándose poco a poco de sus ropas, dejando los enseres de la travesía en
lugar adecuado. Encendió las lámparas de aceite que poblaban el interior de sus
dependencias privadas, algunas velas y numerosas varas de incienso. Ese
ambiente que recreaba siempre que le era posible constituía su refugio
particular, allí donde acudía en busca de algo de paz entre lo caótico de los
calurosos días griegos, y las interminables responsabilidades de las que debía
hacerse cargo.
Soltó su larga cabellera y vistió su cuerpo con una liviana túnica blanca a
la usanza del lugar, y que a su vez era la indumentaria oficial fuera de las horas
de guardia. No se entretuvo demasiado en instalarse, tenía mucho que hacer.
Extendió sobre la mesa en la que solía trabajar un antiguo pergamino, y
se dispuso a proseguir con la tarea de transcripción y codificación de los textos,
trazando a golpe de pluma los caracteres correspondientes en la lengua que sólo
Shion y él conocían.
Concentrado, pasó tiempo suficiente como para que el sándalo se
consumiera. De pronto varias presencias desde las proximidades a la entrada
del templo del Carnero llamaron su atención. Dejó el útil de escritura dentro del
tintero y salió, descalzo y con la melena purpúrea desparramada sobre los
hombros para comprobar que, efectivamente, reclamaban su presencia. Varios
de los muchos guardias que mantenían a raya a los posibles intrusos en el
Santuario esperaban expectantes al primero de los Caballeros de Oro.
—¿Habéis sido vosotros quienes me habéis llamado?
—Sí, mi señor. Un extraño a la Orden desea entrevistarse con el sumo
Patriarca, o al menos eso nos ha parecido entender, pues apenas habla el griego.
Hemos tratado de disuadirle, pero no hay manera de hacerle entrar en razón.
Hemos creído conveniente traerle ante vos.

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Mu frunció el ceño. ¿Y para eso habían interrumpido su labor? Asintió
levemente y comenzó a bajar los peldaños. Él nunca sucumbía al enfado, en su
interior fluía un manantial de paciencia y bondad, y dicho manantial no se
desbordaría en una situación tan rocambolesca.
Cuando hubo llegado hasta los soldados, éstos se retiraron, abriéndole
paso y formando un improvisado pasillo hasta el sujeto en cuestión.
Fue entonces cuando le vio. Rodeado de guardas, vestido con largas y
vaporosas telas de colores que podían adivinarse vivos pese a mostrar evidentes
signos de deterioro, había un joven de piel clara, cabellos dorados y párpados
caídos. Debían tener más o menos la misma edad, pero su extrema delgadez le
hacía ganar muchos más años de los que seguro tenía.
El corazón le dio un vuelco al aproximarse y quedar a su lado. Su cosmos,
aún sin estar expandido, era cálido, brillante y poderoso. Su rostro cansado
parecía no perder nunca la leve sonrisa.
¿Quién era… ese hombre?
—Estáis en suelo sagrado. ¿Cuál es vuestra intención?
Su voz, cristalina como el rocío de la mañana, le envolvió. Tal y como le
habían dicho los soldados, el llegado no hablaba en la lengua oficial en aquel
recinto, tan sólo alcanzaba a pronunciar una palabra coherente a oídos de los
bajos estratos del Santuario.
<<Patriarca>>
Pero con un poco de atención pudo identificar el melódico código en que
se expresaba. Era hindi, el más puro y refinado que había escuchado pese a sus
años en la frontera entre Tíbet y la India. Pese a no dominar el dialecto en
cuestión, pudo entablar comunicación, lo justo y necesario para hacerse
entender.
—¿Queréis ver al Patriarca? Habéis de ser consciente de que es imposible
sin una autorización previa.
—Lo sé, pero he de hacerlo. He venido desde muy lejos con este
propósito. Quedaré bajo vuestra custodia si es necesario.
Mu permaneció en silencio unos segundos, maravillado por el aura que
manaba de él. ¿Cómo podía un enemigo de Atenea poseer un espíritu tan
místico y estar rodeado de semejante resplandor?
—Marchaos —dijo a los soldados—. Yo me encargaré de esto.

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Los hombres obedecieron, y dejaron al extranjero junto con el primero de
los dorados.
—Acompañadme —rogó con suavidad.
Avanzaron juntos hasta las escalinatas del templo, pero cuando
comenzaron a ascenderlas, el famélico joven tropezó, cayendo exhausto sobre
los peldaños de mármol. El caballero de Aries se apresuró a tratar de
incorporarle, pero al sentir el tacto frío de sus manos contra las suyas cambió de
idea.
—Aguardad aquí.
Entró en su templo con una rapidez inaudita en un ser tan calmo como él,
regresando al exterior y sentándose al lado de su inquilino, tendiéndole un
cuenco a rebosar de agua.
—Bebed, por favor —dijo.
Mientras observaba embelesado cómo éste ingería el líquido con lentitud,
estableció comunicación con el Patriarca, alzando su cosmos hasta que éste
quedó ligado al del pontífice. Era un acto íntimo y arriesgado; si con Shion lo
empleaba, era por la confianza que entre ambos existía.
>>Patriarca, a mi templo ha llegado un hombre que desea veros pese a
no contar con permiso. No hubiera tenido compasión en cualquier otra
circunstancia, pero su cosmos y presencia son extraordinarios… algo me dice
que obro bien si le llevo ante vos.
Recibió una respuesta afirmativa, justo en el momento en que el
muchacho de largos y rubios cabellos agradecía el gesto que con él había tenido.
—Se me ha dado permiso para llevaros ante la Cámara del Patriarca.
Mostraos respetuoso, se os ha concedido un privilegio lejos del alcance de
incluso muchos miembros de esta Comunidad sagrada. Apoyaos en mí.
Volvió a sentir un pinchazo en el pecho mientras sostenía el liviano
cuerpo sobre sus hombros. ¿Sería ciego y por ello sus ojos permanecían mudos?
¿Cuáles eran esas razones de peso que le hacían arriesgar tanto por conseguir un
objetivo?
Ya que era evidente que sería imposible atravesar las doce Casas a pie, se
fundieron con la materia, desvaneciéndose en el templo del Carnero para
materializarse a las puertas de la Cámara. El joven no debía estar habituado a

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aquellos desplazamientos, dado que pudo leer en su expresión un cansancio aún
más acusado.
Penetraron en el edificio donde el propio Mu había estado hacía apenas
unas horas, rompiendo las normas protocolarias existentes, pues ni en
procedimiento ni vestiduras cumplían las mismas… pero con el claro
convencimiento de que así debía ser.
Una vez quedaron ambos frente al trono, Shion permaneció inmóvil,
observando a aquel que había solicitado una entrevista. Antes de que sus labios
se movieran para preguntar, hizo lo propio con la mente. Quería probar al
extraño joven al que Mu había traído.
>>¿Qué es lo que te trae ante el Patriarca de Atenea?
Un escalofrío le recorrió de pies a cabeza cuando el enlace se hubo
consumado.
>>Eres tal y como en mis sueños te vi, Shion… las estrellas dictaron que
hasta ti debía volver para poder reclamar aquello que sólo a mí corresponde.
El universo pareció consumirse alrededor, quedando ambos en el mismo,
uno frente al otro. No apartó la mirada del resplandor que emitía su cosmos. Un
aura del dorado más cegador le cubría, creando de la nada el campo energético
más potente que jamás había visto en un semejante o enemigo.
—¿Aquello que te corresponde? —preguntó, ya en alta voz—. ¿Y qué es,
dado que con tanta soberbia expones tu cometido?
Los dos Aries, más sensibles que el resto del Zodiaco a la actividad del
metal divino, sintieron una conmoción que sacudió a la totalidad del Santuario.
Asombrados, Shion y Mu fueron testigos de cómo la Virgen hizo súbita
aparición para ensamblarse sobre el frágil cuerpo del extranjero.
Un nudo presionó el estómago del Patriarca cuando el joven, portador
ahora de una de las doce armaduras, pronunció en un griego perfecto las
mismas palabras que Isaiah dijera antes de morir, cuando sólo quedaban con
vida Dohko, Shion y él mismo.
—La estrella que con su brillo eclipsa a las demás… ya ha cruzado el
firmamento…
Tras ello, el elegido por Virgo se desvaneció, no golpeándose
estrepitosamente con el suelo gracias a los reflejos de Mu. El caballero de la
primera Casa, estupefacto, no quitaba ojo de encima a su maestro.

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—¿Qué ha ocurrido?
Shion se levantó y se arrodilló a su lado, llevando una mano a la frente
del desmayado a fin de calificar el nivel de inconsciencia.
—Este momento había de llegar… —murmuró, más bien para sus
adentros.
Clavó su insondable mirada en Mu, y dictó sentencia.
—Como el primero de los caballeros es tu deber mostrar hospitalidad
a aquellos que la requieren. Encárgate de él hasta que esté en condiciones de
convalecer. La asamblea será convocada y a ella todos los caballeros de Oro.
Al fin las doce Casas están representadas.
—Pero…
Aries calló ante el rostro serio de Shion. Nunca había sido capaz de
desobedecer a una de sus órdenes. ¿Significaba entonces que el joven al que
sostenía era un igual? La elección de Virgo era clara, mas la situación no
dejaba de ser vertiginosa.
—Le llevaré a mi templo. Cuando su estado sea óptimo os lo haré
saber.
Se incorporó, portándolo en brazos para proceder a teletransportarse
nuevamente. Contempló una última vez el rostro ensombrecido del
Patriarca, quien había vuelto a tomar asiento y tenía ambas manos apoyadas
en los reposaderos del trono. Con una última y leve reverencia desapareció,
llevándose al sexto guerrero.
Ya de nuevo en el más absoluto silencio, el ancestral tibetano sopesó
lo que acababa de suceder y las consecuencias futuras que desencadenaría.
Era plenamente consciente de que la proclamación de aquel joven como
Virgo no sería recibida de buen grado por la mayoría de sus compañeros. Los
guerreros del Zodíaco habían pasado por arduos años de entrenamiento y
pruebas y, sin embargo, de él desconocían pasado e intenciones, tan sólo
contaban con la evidencia de la elección de la armadura.
Hasta el momento en que la asamblea se llevara a cabo no podía hacer
más que aguardar, y esperar que la súbita conmoción de aquel cosmos no
suscitara preguntas a las que todavía no era oportuno dar contestación.

31
-3-

Su andar era tan ligero, y sus movimientos tan elegantes, que el


contacto desnudo de los pies con el mármol no producía ruido alguno. Mu
avanzó hacia el interior del templo, ahí donde estaban sus dependencias
privadas. Trataba de no pensar en lo que acababa de presenciar, pero al
observar el hermoso rostro de aquel hombre, coronado por las exquisitas
formas del casco de Virgo, no podía evitarlo. Captaba la fuerza de su espíritu,
la serenidad, el recuerdo de su voz, de sus palabras…
¿Quién sería? ¿Quién le habría enviado, y por qué en esas
condiciones?
Le tendió sobre su propio lecho, en el cual aún podía respirarse la
atmósfera perfumada por el sándalo, mezclado con lo acre del aceite de las
lámparas.
Deslizó suavemente las manos por la armadura, la cual reaccionó a su
llamada permitiendo ser desmontada. Una vez extraídas las piezas, éstas se
unieron, edificando la figura femenina en eterna plegaria. Comprobó sus
constantes vitales y, tras cerciorarse de la falta de males mayores, procedió a
despojarle de sus ropas.
Sus estudios de anatomía y medicina eran profundos; siempre que
eran requeridos sus cuidados actuaba con eficacia y discreción, pero esa vez
fue diferente. Una sensación de dulzura le invadía, haciéndose más y más
grande a medida que pasaban los minutos. Había algo en él que le resultaba
terriblemente familiar, y no saber qué le producía cierta angustia. Al quitarle
la vieja toga que cubría su torso, vio que el joven llevaba un rosario budista
al cuello en tres vueltas. Sonrió levemente. De todos los guerreros dorados él
era, quitando a Dohko por su evidente distancia, el único de reminiscencias
orientales.
Era un guardián de Atenea, pero distinto a los demás. ¿Ocurriría lo
mismo con aquel misterioso ser?
Le cubrió, y dejó que descansara mientras preparaba algo con lo que
pudiera romper su previsible ayuno al recuperar la conciencia. Varias horas
transcurrieron, las cuáles empleó en rendir culto a la fabulosa armadura de
Virgo, arreglando las pequeñas grietas que encontró en la misma y puliendo

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su superficie. Iba a dar un nuevo golpe de cincel cuando oyó ruidos a su
espalda, sentándose en la cama tras dejar los enseres en lugar adecuado.
Pese a que le había oído pronunciar las enigmáticas palabras en
griego, decidió hablarle en la lengua que había empleado en su primer
encuentro. Le ayudó a incorporarse y apoyar la espalda en el respaldo del
modesto lecho.
—Estáis en el templo de Aries. ¿Recordáis lo que pasó?
—Sí… —contestó—. Gracias por vuestra atención, no quisiera seguir
ocupando vuestro tiempo.
—No, no… —se apresuró a decir mientras impedía que tratase de
ponerse en pie—. Debéis descansar, el Patriarca convocará Asamblea cuando
estéis en condiciones. Hasta ese momento, os lo ruego, permaneced aquí.
Siempre es agradable contar con compañía.
El joven le devolvió la sonrisa, pero sus ojos seguían cerrados. Quedó
callado unos instantes, mirándole fijamente hasta que se obligó a salir de su
ensimismamiento, tendiéndole de nuevo el cuenco.
—Tenéis que recobrar fuerzas.
Le dejó beber con tranquilidad, hasta que no pudo retrasar la
pregunta por más tiempo.
—Lleváis un rosario de ciento ocho cuentas…
El joven apartó el recipiente de sus labios, sorprendido.
—Ignoraba que por estas tierras alguien pudiera reconocer un abalorio
budista.
Mu bajó la mirada. Sentía un calor que nacía en su pecho, algo que
hasta entonces no había experimentado. Era maravilloso poder conversar
con alguien como si le conociera de toda la vida.
—Para muchos resultaría un objeto sin valor, pero en mi caso, estoy
familiarizado. Fui monje hasta los cinco años, allá en mi Tíbet natal.
Su compañero de diálogo no pronunció más palabras, pero pudo ver
como en él se forjaba una sonrisa más intensa, para desaparecer tras la fina
decoración del cuenco que pronto estaría vacío. Mu lo tomó con intención de
volver a llenarlo.
—Os traeré más de esta bebida, ayuda a recuperar vigor.
Se había alejado unos pasos cuando se giró nuevamente hacia él.

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—Me gustaría poder llamaros por vuestro nombre.
El divino joven, cuya melena dorada caía libre dándole un aire entre
sofisticado e irreal, pareció dudar, pues era la primera vez que rebelaba
aquella información a otro mortal.
Finalmente, se lo hizo saber.
—Shaka. Mi nombre es Shaka.
—Y el mío Mu. Bienvenido a la Orden de Atenea.
Tras ello, Aries se alejó para dirigirse a las estancias próximas. Nadie
más había para poder ser testigo de ello, pero aquel calor seguía creciendo,
alimentando una sonrisa, una ilusión que nunca había tenido antes. Por vez
primera en mucho tiempo, no hubo cabida en su corazón para su eterna
acompañante, la soledad.

34
- Capítulo 5 -

Durante los meses en los que su largo viaje tuvo lugar, concilió toda
clase de sueños, en los cuales imágenes y mensajes afloraban por su mente.
Algunos nítidos, otros confusos, colores desenfocados y voces
distorsionadas.
Un sudor frío le empañaba la frente mientras deliraba en extraño
trance. Despertó, sorprendiéndose al ver que se encontraba en un lecho
sencillo y confortable, no en la cruel intemperie. Pronto recordó que estaba
en suelo griego, bajo la custodia de uno de los guerreros de aquella Orden a
la que debía entregarse.
Sintió su presencia en una habitación continua, y dado lo estable de la
energía supuso que el amable caballero que le había velado estaría
descansando.
Su aura, delicada pero portentosa, era un reclamo al que quería
mostrar atención. Apetecía dejarse abrazar por la misma, correr hacia ella,
como si fuese la cegadora luz que indica la salida de un túnel.
Shaka se puso en pie. Descalzo, el frío del mármol le hacía
estremecerse, pero no tanto como el tacto de las paredes y las estrías de las
columnas.
Todo cuanto le rodeaba le producía el desconcertante sentimiento de
saberse capacitado para desenvolverse en el medio, pese a ser la primera vez
que pisaba aquel lugar.
La visión que acababa de tener en estado de vigilia le hizo buscar el
frescor de la noche, dando éste de lleno en su cara. Se repetía a sí mismo una
y otra vez lo que ya de antemano sabía, las palabras que hacía unos instantes
ocupaban su mente.
<< Eres como ellos, pero diferente a su vez. En tu condición te
admirarán, te temerán, te adorarán por lo que eres, mas esa será la causa
de tu soledad. >>
Buscó las ciento ocho cuentas que giraban alrededor de su fino cuello,
y extrajo el rosario para depositarlo entre las manos. Su preciado tesoro se

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había convertido en un instrumento de incalculable poder. Buda le había
hablado hacía cinco lunas, y con él Isaiah. Supo que no habría más ocasiones
en breve, puesto que estaban fuera de lugar.
Aquello que dormía en su interior finalmente había despertado, y
aguardaba al momento preciso. Lo que le distinguía de cualquier otro
practicante de las artes de la meditación no era el alcanzar los estados
subjetivos, sino crearlos. Era consciente del plano espiritual en el que se
situaba, en medio del delicado paso que separa a los vivos de los muertos. Y
las puertas que conducían a los demás hasta ese estado estaban cerradas
desde que nació.
Tantas veces se había preguntado cómo sería el mundo que le
rodeaba… pero algo tan simple como abrir los ojos podía desencadenar en
fatales consecuencias. No sólo vería él, lo harían todos a los que en karma
estaba ligado, haciéndoles partícipes de sus vivencias, permitiéndoles
experimentar sus sensaciones, cediéndole éstos a su vez el cúmulo de
energía, convirtiéndole en un adversario terrible, situado en otra cúspide. Un
guerrero alejado del terrenal combate cuerpo a cuerpo, empleador de la
sinergia divina como la más mortífera de las armas. Eso era algo que pronto
sus compañeros comprobarían, si es que a ese extremo llegaba su
presentación en sociedad.
Pese a las dudas que pudiese albergar, estaba sereno, aunque había
algo en el recinto que le inquietaba. Se aferró al mástil de la hospitalidad de
Aries para no abandonar su templo e iniciar un temerario ascenso hasta dar
con el foco que le atraía.
Precisamente, quien le había acogido en la primera de las doce Casas
del Zodíaco le vio a lo lejos; decidió sentarse a su lado en los peldaños del
pórtico, donde horas antes había ayudado a levantarse al errante viajero que
solicitaba audiencia.
Mu observó el firmamento, limpio de toda contaminación lumínica
que pudiera llegar desde la bulliciosa Atenas. Hamal, el más brillante de los
astros que conformaban la silueta del carnero, bañaba con luz plateada el
dulce rostro de su representante.
—Deberíais descansar, aún faltan varias horas para el amanecer y la
convalecencia será dura.

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—Tampoco vos parecéis capaz de conciliar el sueño.
Era cierto; no podía dejar de pensar en el singular ser que ocupaba su
morada. Le miró, prolongando el diálogo transcurridos unos segundos.
—Aunque no sé nada de vos, Shaka, me resultáis muy familiar, como
si os conociera de antes.
Sonrió irónicamente para sí mismo. Lo que acababa de decirle se le
antojaba una soberana estupidez.
—No en esta vida, pero quizás en una anterior… —le respondió el
joven hindú.
Aries suspiró.
—A veces me gustaría poder creer fervientemente en los axiomas que
la doctrina muestra.
Shaka escuchó atentamente su beneplácito y giró el rostro, como si le
observara. En realidad así era, le miraba con los ojos de su alma.
—No es un axioma. El karma habita en nosotros, somos parte de él.
Buda me lo dijo.
¿Buda, había dicho? El silencio se apoderó de nuevo de la informal
reunión, roto por el cantar de los insectos en aquella noche de verano egeo.
El primero de los caballeros de Oro sintió que un escalofrío recorría la
totalidad de su piel.
¿Sería aquel hombre un protegido del Iluminado? Mil y una
incógnitas se sucedían en su mente, multiplicadas por dos factores: el de Mu
caballero, y el de Mu creyente y, en su día, practicante de las tradiciones
budistas.
Bajo el amparo de las estrellas, ambos elegidos para custodiar a
Atenea conversaron hasta que el cielo se tiñó de la más extensa gama de
rojos y naranjas que se pudiera llegar a imaginar, dándole la bienvenida a la
mañana. Ninguno de los dos lo sabía, pero ése sería el primero de los cientos
de amaneceres que juntos compartirían.

-2-

—Caballeros de Oro, guardianes de Atenea —pronunció Shion desde lo


alto, haciendo que su voz llegara hasta el último recoveco de la Cámara—. Os

37
he convocado con urgencia dada la vital relevancia del hecho que desde ayer
acontece.
El Patriarca posó su mirada en cada uno de los presentes. Algunos ya
eran veteranos, mientras que otros estaban viviendo sus primeros días como
guerreros de la cúspide; pero lo cierto era que por primera vez en dos siglos,
todos los caballeros de Oro de Atenea estaban reunidos bajo el mismo techo,
a excepción de Libra por gracia divina.
La mayoría atendía con los brazos cruzados, aguardando a que alguien
diese una explicación a las súbitas conmociones de energía que se habían
sucedido desde el día anterior; muchos se preguntaban a quién pertenecía
ese cosmos que con tanta intensidad ahora se dejaba sentir.
En uno de los extremos, junto a Aldebarán de Tauro, Mu observaba
con algo de inquietud las reacciones de los demás. Su atención volaba de
Shion a sus iguales, para posarse de vez en cuando tras los cortinajes donde
el nuevo caballero aguardaba a ser presentado.
—Me complace anunciaros que las doce Casas al fin están ocupadas.
El Templo de Virgo ya tiene guerrero que lo custodie.
Un rumor se extendió, llegando a elevarse tanto que Shion tuvo que
mandar a callar.
—Mostrad respeto ante vuestro nuevo compañero, comportaos como
caballeros de Atenea —bramó, visiblemente contrariado.
La expectación se focalizó en un solo punto cuando Virgo hizo
aparición, quedando situado a la derecha del Patriarca. La impasibilidad en
algunos rostros contrastaba con el profundo asombro en otros, y el absoluto
silencio desapareció por causa directa de un jovial rugido.
—¡Debe tratarse de una broma! ¿Por qué aparece sin más portando la
armadura de Virgo? ¿Dónde está su prueba de nombramiento? ¿Es que los
años de preparación de los demás no valen nada?
Una mano tiró del hombro del portavoz de los demás caballeros de
Oro, ya que el sentimiento de malestar era casi unánime.
—Ya basta, Aioria.
—¡Pero hermano…!
Aiolos de Sagitario trató de remediar el acto de su visceral hermano
pequeño. Sabía de sobra que en el Santuario, especialmente en el trato con

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Shion, el respeto y las buenas maneras eran imprescindibles. Era algo que
los jóvenes debían aprender a base de experiencias propias.
—Patriarca, estoy seguro de que a todos nos llena de alegría contar con
un nuevo integrante en nuestras filas… aunque como Aioria de Leo ha
dejado en constancia, la situación es bastante singular.
Leo y Escorpio intercambiaron la mirada. Ahora el quinto caballero
sabía que contaba con el apoyo de su íntimo amigo.
—No acepto a alguien que no ha demostrado su valía. Si se considera
caballero de Oro, que lo demuestre.
—¡Aioria! —volvió a reprender Sagitario.
Shion iba igualmente a intervenir cuando el aura y la voz de Shaka lo
impidieron.
—Acepto el reto.
Mu respiró profundamente, sin apartar la mirada de lo sucedido.
Estaba callado y serio como una tumba. La totalidad de los guerreros se
retiraron unos pasos, para quedar ambos contrincantes uno frente a otro, a
ambos lados del Patriarca.
Con las manos posadas firmemente en los brazos del trono, el tibetano
observaba la tez confiada del griego y el rostro impasible del rubio. Tras
adoptar posición de ataque estática, Leo avanzó a una velocidad desorbitada,
con el cosmos en ebullición preparado para asestar un terrible golpe. Pero
para asombro de todos, del hindú manó una energía brillante y potente.
Pese a que sus labios no se movían, un cántico distorsionado llegó a
oídos de los congregados. Sus manos huesudas adoptaban a toda velocidad
diversos 3mudrâ, y el metal dorado refulgía sobre su piel. No quería causarle
daño alguno al león, tan sólo dejar bien claro que estaba a su mismo nivel e
incluso, si así lo quería, a uno superior.
El noble griego quedó paralizado cuando la sala donde estaba se
desvaneció, quedando suspendido en un universo de vivos colores que le
aturdían, haciéndole mirar con violencia a uno y otro lado. Los cánticos que
antes levemente había escuchado, y a los que había hecho caso omiso, se
sucedían en mayor intensidad. La voz que los recitaba, al principio grave y
monocorde, iba ganando en matiz y tono hasta hacerse familiar, terminando

39
por reconocer que era la misma que había accedido a enfrentarse a su Rayo
de Plasma.
—¿Dónde estás, cobarde? ¡Muéstrate! —gritó encolerizado.
El canto se repetía cada vez más deprisa, haciéndole enloquecer. Se
tapó los oídos con ambas manos, apretando los dientes, furioso. El fondo de
aquella dimensión quedó teñido de un vivo tono azul que atrajo su atención.
Justo frente a él, dos enormes iris del mismo color del cielo le
observaban, haciéndole sentir insignificante y miserable. Supo que iba a
perder el control de un momento a otro. Los cánticos, convertidos en un
sonido molesto y sin sentido, pasaron a segundo plano cuando la voz de su
oponente se clavó directamente en su cerebro, quedando ahí grabada.
>>Lo que estos ojos verán si son abiertos será tu final, caballero.
Nunca lo olvides.
Aioria gritó, despertando del trance en el suelo presa del pánico. Su
propia y alterada respiración le hizo volver en sí. Primero giró el cuello y se
topó con los rostros inescrutables de sus compañeros, que parecían
asombrados por lo ocurrido. Luego miró a Virgo, el cuál permanecía en la
misma pose de antes.
Había cometido un error al subestimarle, pero su orgullo nunca le
dejaría reconocerlo. Así que se incorporó y, tras presentar una reverencia
discreta ante el Patriarca, se abrió paso entre los restantes caballeros,
saliendo con la cabeza bien alta de la Cámara.
—Como ya he dicho, las doce Casas están ocupadas. Esta Asamblea ha
terminado. ¿Deseas agregar algo, caballero de Virgo? —sentenció Shion.
—Mi nombre es Shaka. Agradezco vuestro recibimiento, la sexta Casa
será custodiada sin contemplación.
Todos asintieron, mas no pronunciaron una palabra. Muchos
hablarían entre ellos de lo sucedido al incorporarse a sus respectivos
puestos. Por el momento, sólo una persona no miraba fijamente a Shaka de
Virgo. El caballero en cuestión era aquel que le había conducido hasta el
Patriarca el día antes, y si no tenía la mirada puesta en el hindú, era porque
otra persona la acaparaba. Mu analizaba con discreción cada milímetro del
rostro de uno de sus compañeros. Su intuición le decía que tras la fachada
pétrea se escondía algo que escapaba a cuanto pudiese imaginar del futuro.

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No estaba mal encaminado. En aquella Cámara había un hombre que
se deleitaba con la muestra de poder que acababa de presenciar. El caballero
de Virgo sería un aliado perfecto, una pieza fundamental para su plan. El
compañero ideal de la codicia por el poder era el sigilo, y el saber esperar al
momento oportuno. Fuese cual fuese el caso, tras tanto tiempo de
maquinación, el día señalado no estaba lejos.
El nombre del sujeto en cuestión no era otro que… Saga de Géminis.

-3-

Ya casi había anochecido al término de la reunión, momento en el que


Shaka descendió hasta la que ahora era su Casa. Podía sentir cómo los
demás guardaban silencio a su paso, manteniendo la distancia.
Pero aceptaba que quizás nunca le llegarían a tratar como uno más,
pues su condición le hacía diferente. Jamás una palabra que tan asimilada
tenía le había producido semejante controversia. Sin embargo, no todo era
dolor; la misma persona que había estado a su lado desde que llegase se
despidió de él al llegar al templo de Virgo.
—Gracias —le dijo.
El otro asintió, dispuesto a partir. La voz de su nuevo compañero
volvió a sonar como música en sus oídos, consiguiendo que se girase para
mirarle por última vez en lo que restaba de día.
—Mu, ¿puedo tratarte de…?
Él sonrió.
—Claro. Ahora somos iguales. Como te dije ayer, bienvenido a la
Orden de Atenea.
No añadieron más. Cuando le sintió ya lejos se abandonó a aquello
que tanto había deseado. Penetrar en su Templo le producía una
combinación de sensaciones tan fuertes que amenazaban con hacerle perder
el sentido. Su corazón latía con fuerza a medida que avanzaba en la
penumbra milenaria.
A lo lejos algo le llamaba. Sus pies avanzaban solos, sus manos
querían alzarse y tocar con ansia eso que desconocía. Sus ojos deseaban
llorar lágrimas de sangre.

41
Al fin dio con ello. Con el rostro pegado al relieve de mármol, repasó
los contornos de las figuras talladas en lo que parecía ser un revestimiento.
Sus dedos dieron con una grieta, la cual abarcaba el enorme bloque desde
suelo al techo. Lo supo: no era una pared, sino una puerta. Su cosmos se
enervó, y el enorme pórtico respondió al aura, abriéndose a su paso y
cerrándose tras el mismo.
El suave olor dulzón de las flores impregnaba el aire con su fragancia.
La paz que se respiraba en el jardín que tantas veces había visto en sus
sueños parecía imposible de romper. Con el alma en un puño, cayó de
rodillas sobre la hierba de aquel lugar encantado. Sería su secreto, su refugio
y también su tumba.
Dos Sales gemelos reinaban sobre un pequeño montículo elevado del
resto de la pradera, viéndolos con la candidez de su espíritu. Ahora sabía que
por fin había ocupado el lugar que le correspondía.
Ya sabía dónde encontraría la muerte. Mas no cesaba de preguntarse
cuándo, y sobre todo… a manos de quién.

3Mudrâ: gestos de Buda adoptados por las manos en las respectivas


fases de la meditación.

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- Capítulo 6 -

Pasaron los días y con ellos varias lunas, tras las cuáles el caballero de
Virgo terminó por aclimatarse al peculiar estilo de vida en suelo griego. Su
cuerpo, que tan maltrecho había llegado a Atenas, recuperó gradualmente su
habitual y saludable apariencia, dotándole de un porte aún más cegador del
que poseía el día de su proclamación.
Sin embargo, en su corazón aún seguía ese vacío que la indiferencia y
la frialdad de los demás le provocaba. Reaccionaba a las mismas
abandonándose durante las largas horas en que custodiaba su Templo a una
profunda meditación, entrenando mente y espíritu en aras de perfeccionar
sus dotes guerreras.
Pero no todos eran momentos agrios; además de la tranquilidad que le
producía saberse en el lugar y circunstancias adecuadas, prácticamente cada
noche su soledad se rompía. Aquel que había sido su apoyo en los primeros
momentos en la Orden no se había distanciado con el paso de los meses,
todo lo contrario.
A la luz de las estrellas, normalmente en las escalinatas que conducían
al interior del Templo de la Virgen, solía conversar con Mu de Aries hasta
altas horas de la madrugada. Había dejado de ser un compañero al que debía
gratitud para convertirse en su único amigo.
Él le había hablado de su niñez en las tierras sagradas del Tíbet, al
norte de la India, de los ritos y misteriosas creencias del valle donde se decía
había existido la ciudad de Shamballa, allí donde los monjes le habían
encontrado recién nacido; historias que solían combinarse con anécdotas de
su entrenamiento por parte de Shion, el Patriarca.
Sabía que Mu no era un ser normal y corriente. No sólo contaba con la
peculiaridad de haber sido entrenado por el máximo mandatario de la
Orden, teniendo así más poder indirectamente que el resto de los dorados,
sino que su cosmos lograba imprimir calma a aquel que permitiese ser
tocado por el mismo. Pero sobre todo, lo que más admiraba, era su
humildad. Sus palabras, siempre sabias y sosegadas, actuaban como un

43
bálsamo para los oídos, acostumbrados hasta entonces a la única compañía
etérea de los entes a los que ligado.
Era, solía decirse, un capricho del destino que dos personas tan
dispares, pero a la vez tan iguales y curtidas en los tormentos de la soledad,
hubiesen dado la una con la otra en tan peculiar escenario, desarrollando los
actos de la historia con cada velada compartida.
Los astros empezaban a asomar, y Shaka se vio a sí mismo vestido con
su túnica roja, avitualla que aún conservaba, apoyado en una de las
columnas que daban al exterior, deseando que llegase el momento en que el
primero de los caballeros de Oro se reuniera con él. Hoy tardaría más de la
cuenta como le había indicado. Las horas pasarían tediosamente lentas.
Suspiró. Experimentaba un cúmulo de sensaciones para él
desconocidas, y que le hacían sentirse extrañamente vulnerable, alejado de
los Dioses por primera vez en su vida. Era como llevar eternamente un
sobresalto en el pecho, un palpitar molesto que hacía bullir la sangre. Le
desconcertaba.
Se sentó en el suelo en la posición del loto para proseguir con su
extenuación mental, cuando percibió una peculiar conmoción de su aura.
Sólo se sentía tan liviano y conmovido cuando Buda le hablaba. Y hacía tanto
tiempo que no lo hacía…
>>He dado con mi lugar.
>>Lo sé, Shaka. Mas no es ese el motivo que me lleva hasta ti.
Sus cabellos dorados revolotearon. La unión con el Iluminado y sus
anteriores reencarnaciones le envolvía, acariciando sus temores,
llevándoselos a otro plano donde él también era voluble, donde no existía en
materia y su alma volaba libre; pero por alguna razón, una parte de ella
deseaba con todas sus fuerzas seguir arraigada al mundo terrenal.
>>En tu interior denoto duda, indecisión. ¿Qué te impide llegar a mí,
darme tus manos, toda tu atención como hasta ahora siempre has hecho?
>>Hoy más que nunca tu presencia me reconforta. Eso que dices no
existe.
Pero mentía, era consciente de ello.

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>>Quieres volar a mi lado por el plano al que perteneces, pero tus
pensamientos se encuentran ahí, con tu cuerpo, sobre esa piedra… con otra
persona.
Supo que llevaba razón. ¿No se suponía que era él un elegido, que no
debía mostrar debilidad por actos meramente humanos? ¿Qué no debía
sentirse persona?
>>No has de atormentarte… luchas contra la autenticidad de tus
sentimientos, y sin embargo los reconoces, los aceptas con pureza.
El divino rostro de Virgo se ensombreció. Podía afirmar que sentía
miedo.
>>Temes al estigma de la soledad, pues ella es una contigo. Aunque
se te acompañe en el camino, tú conoces el final que te depara, y nada ni
nadie cambiarlo podrá.
Los labios de Shaka se movieron, acompañando a las palabras de su
alma, dejando suspensa la frase en el aire.
>>Me temerán, me adorarán por mi distinción… esa será la causa de
mi…
>>El miedo al rechazo es uno de los más intensos que toda persona
experimenta a lo largo de la vida. ¿Cuál es tu miedo? ¿Ser eclipsado por tu
papel de Iluminado, y ser la mera sombra como hombre de la luz que como
guerrero emites?
La voz le rodeaba como si bailara en círculos a su alrededor. Alzó la
cara, sintiendo como si miles de suaves pétalos de flores le susurraran, y
anheló poder abrir los ojos aunque fuera una vez, y así conocer al dueño de
la voz sin rostro que cada noche aliviaba su soledad desde que pisara suelo
sagrado.
>>Ama, Shaka… tanto yo, como tú y los que te precedieron, incluso
los que te sucederán, somos humanos. Que la vida que ahora gozas no se te
escape sin conocer el más poderoso de los sentimientos que una criatura
puede experimentar.
Quizás fuesen imaginaciones suyas, pero el guerrero ario en esos
momentos juró que denotaba en el ser que sólo a él hablaba un cierto aire de
nostalgia.

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>>Ama por ti, y por mí. Cuánto me gustaría volver a sentir el amor,
sin contemplaciones, sin barreras… en tu mano queda la decisión.
Sin más se esfumó, volviendo a dejarle huérfano, desamparado. Ahora
sabía la verdadera naturaleza de lo que poblaba su interior. Sólo un nombre,
sólo un rostro que en secreto había imaginado una y otra vez: el del hombre
al que había decidido revelarle su verdad. Y al que posiblemente perdería
tras dicha revelación.

-2-

El silencio era roto por los sonidos de los cubiertos que, con sutileza,
rechinaban casualmente contra la fina porcelana de los platos. Sentado en
una sencilla pero elegante mesa, Shion, Patriarca de Atenea, compartía cena
con quien fuese su alumno durante largos quince años.
El pontífice estudiaba con precisión el gesto ausente del caballero de
Aries, mientras éste comía con exquisitos modales sin mediar palabra, ni
levantar la mirada diez centímetros más allá del lugar donde estaba. Dio un
largo sorbo a su copa y, con la misma entre las manos, decidió romper el
hielo. Hacía mucho que no disfrutaban de la mutua compañía, y
probablemente pasaría más hasta que pudieran volver a hacerlo: tiempos
inestables se avecinaban, las reuniones fuera del protocolo eran escasas por
necesidad.
—Hace ya dos años que vistes tu armadura, y sin embargo no te he
preguntado si te resulta apacible tu vida como caballero de Atenea.
Mu le miró sorprendido. Admiraba, respetaba y quería a Shion, era
más que un maestro para él, prácticamente el padre que nunca había tenido,
y aunque disfrutaba segundo a segundo de los pocos momentos que juntos
podían compartir, estaba deseando que llegase el mejor momento del día,
aquel en el que sus dotes telequinésicas le llevaban a materializarse a las
entradas del Templo de Virgo.
No podía sacarse a su custodio de la cabeza. ¿Sería tal vez el hechizo
de saberse por una vez comprendido por alguien que no estaba en un
escalafón marcial superior al suyo? ¿O tal vez se había dejado eclipsar por los
efectos de lo que creía una verdadera amistad?

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—Sí, Patriarca. Cumplo con mis funciones en la dicha de la
camaradería.
—¿Sigue el noble Mu manteniendo la cautela, la serenidad y la
entereza que le definen?
—Así es…
Algo incómodo por la mirada sabia que le escrutaba, el joven apuró su
copa, temeroso de que la conversación fuera por unos senderos que no
deseaba recorrer.
—Y sin embargo, tus ojos cuentan la verdad donde tu boca se evade de
proseguir. En efecto me hablan de deber, de compostura y brillante
desempeño en tu puesto, pero son además ojos de hombre… enamorado.
Mu se quedó helado ante esa declaración tan directa. Shion, que tan
bien le conocía, el cuál le había visto crecer y formarse, lo había percibido
donde él mismo había tratado de negarse que hubiese empezado a sentir
más que mero aprecio por otro compañero, un hermano de armas.
—¿Te crees preparado para amar, Mu?
Aries siguió en silencio. ¿Era realmente amor lo que sentía? ¿Cuándo
había cruzado la frágil frontera que separaba un sentimiento de otro? No
podía confesarse, no podía aceptar que era otro hombre el que alentaba sus
sueños, el que daba esperanzas a su eterno horizonte en el que sólo
vislumbraba años y más años sin nadie que caminara a su lado.
Mas por mucho que tratara de negarlo, la realidad era evidente.
—Sí —respondió.
—El amor es el más rudo de los enemigos a los que te enfrentarás. Te
dará alas y te las cortará. Te impedirá ver con claridad aquello que tienes
ante ti, te exigirá más de lo que puedes imaginar cuando en tu condición
sigas viviendo, mientras los que te rodean se marchitan irremediablemente.
¿Aún así estás dispuesto?
El guerrero de largos y malvas cabellos hizo acopio de levantarse de la
mesa. Ya era bien entrada la noche, y los interrogantes no hacían sino
incrementarse en su corazón, pero sobre todo en su mente, abierta a la
bondad y comprensión de un Shion que leía en él como si fuere un libro
abierto.

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—Nada debéis temer, Patriarca —atinó a añadir—. Atenea es y será la
única mujer de mi vida.
El máximo exponente de la Orden la Diosa asintió con la cabeza, a la
par que dibujaba una sonrisa algo consternada.
—Ya… eso es precisamente lo que me temía.
Mu bajó la mirada avergonzado, despidiéndose. Flotaba en un mar de
dudas. Nunca había conocido el amor de nadie, ni nadie había recibido el
suyo. Nunca su cuerpo, ni siquiera sus labios, habían probado las mieles de
otro. Desde el primer momento en que viera a Shaka de Virgo había quedado
prendado de su energía, de su mística presencia, de la sencillez y encanto
que los demás parecían no haber visto, ciegos tal vez por la soberbia, el
temor o el respeto.
Bajó lentamente las escaleras mientras Shion le observaba partir. No
podía decir que no se alegrara por su discípulo. Aunque sospechaba la
identidad del otro implicado, no quiso averiguarla. Era el camino que éste
debía recorrer, y pese a que los instintos paternalistas le impulsaran a
advertirle del intenso dolor que podía seguir al enamoramiento, no era quién
para cerrar puertas a mundos que él mismo había conocido hacía ya mucho,
mucho tiempo. Se sintió viejo y solo, tentado de viajar al pasado con el poder
de los recuerdos, evocando otros años en los que nada hacía presagiar que su
andadura por el mundo sería la que el destino le había preparado.
Si sólo pudiera volver a amar una vez antes de la muerte...
Eran los pensamientos inconfesables que quedarían, como siempre,
escondidos en los más recónditos espacios de su corazón.

-3-

Era una de las noches más bellas que había visto desde que estaba en
Atenas. El firmamento brillaba con todo su esplendor en un cielo oscuro, y el
universo parecía formar un perfecto equilibrio imposible de romper.
—Te esperaba…
Su suave voz le hizo volverse y encontrarle ahí, vestido de rojo,
descalzo, con la dorada melena vistiendo los hombros y el rosario abrazando

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su cuello en tres vueltas; como cada noche, repitiéndose la imagen que de él
tenía guardada, a la cual recurría cuando así necesitaba.
Sonrió y ascendió hasta quedar a su lado. Tras tantas hazañas y
sacrificios, algo tan sencillo como dar con las palabras adecuadas le suponía
la más difícil de las gestas a consumar.
—La reunión con mi maestro me ha tomado más tiempo del estimado.
Shaka asintió, tomándose los segundos justos para acabar de
decidirse. Sin más, así hizo.
—¿Confías en mí?
—¿Por qué no habría de hacerlo? —fue la respuesta que obtuvo.
Mu sintió que una corriente recorría su piel al tomar el caballero de
Virgo una de sus manos, tirando de él con suavidad.
—Ven… hay algo que quiero mostrarte.
Así, sin soltarle y siguiendo su paso, atravesaron la sexta Casa. Ambos
corazones latían con fuerza, uno ante lo crucial del momento que a
continuación seguiría, el otro por sentirle tan estrechamente, como si las
pocas barreras que les separaban hubiesen sido destruidas.
Pararon ante una de las paredes del fondo lateral del Templo. Ya
acostumbrado a la penumbra, el tibetano distinguió los relieves de piedra,
las diversas figuras de loto esculpidas con exquisito gusto y el enorme
tamaño de aquel bloque decorado. Para su estupor, Shaka deslizó la mano
libre sobre el relieve de piedra, presionando sobre ésta.
Las puertas se abrieron, cegándole por unos instantes una luz
blanquecina. Desconcertado, Aries oyó a su espalda cómo el pórtico volvía a
cerrarse, para luego al apartar el brazo que cubría su rostro y empezar a ver
lo que ante él se mostraba.
Un suave olor a flores invadía el ambiente; el gentil viento arrastraba
cientos de pétalos, y las estrellas parecían brillar con mayor intensidad. El
jardín en el que se hallaba se extendía hasta donde la vista alcanzaba, pero lo
más curioso no era su belleza, sino el hecho de que desde ahí no podía captar
cosmos alguno. Asimismo, había ignorado la existencia de aquel lugar hasta
ese momento. Era como si una energía propia manara de la bucólica
estampa y neutralizara cualquier aura externa, ocultando tanto su posición
como la de los que en su interior se encontraban.

49
Pero ni las flores, ni las estrellas, ni la conmoción energética le
causaron tanto revuelo como la imagen que ante él se erigía. En medio de
dos árboles de igual forma, elevados del resto de la pradera, estaba Shaka
dándole la espalda, sujeto a uno de los troncos con ambas manos. Caminó
hacia él, maravillado, sin poder dar crédito a lo que sucedía.
—Fue por estos Sales por los que decidí entregar mi vida a Atenea —
confesó.
Virgo respiró hondamente, sonriendo con toda su fortaleza. Se fue
girando a la par que abría los ojos por primera vez, sintiendo que le
atravesaba una emoción intensa, quizás a camino entre el mezclar sus
sensaciones y hacerlas comunes a su karma, y ver al fin el rostro de aquel al
que había legado su más preciado secreto: la razón de su existencia.
—No sé cuándo, ni cómo, pero será aquí donde encontraré mi muerte.
Hay tanto que quisiera decirte…
Era ahora la cálida piel de las manos de Mu la que rozaba sus mejillas,
y sus ojos, de un extraño tono violáceo, los que se clavaban en los suyos.
—No lo hagas con palabras… —le respondió, uniendo la frente a la
suya—. Llévame a tu interior, entra tú en el mío…
No quería bajar los párpados, temeroso de no poder volver a abrirlos,
pero hizo lo indicado, y ambos permitieron a la mente del otro fundirse con
la propia.
Mu, el que poseía mayores dotes psíquicas entre los caballeros de Oro,
se sumergió en el universo que Shaka le ofrecía. Vio trazos de sus anteriores
vidas, el fatal destino de la pasada Guerra Santa, su nacimiento, el sufrir ante
la verdad del mundo; oyó las palabras de Siddhartha y de los caballeros que
habían portado antes que él a la Virgen dorada, se vio a sí mismo en los
pensamientos del otro, pero finalmente, supo cuál era su cometido. Vio que
aquel jardín de ensueño era la más hermosa de las tumbas.
Correspondió insuflándole sus propios recuerdos: los parajes de Tíbet
y Nepal, las caravanas de peregrinos a Lhasa, sus días de preparación, de
estudio, de dedicación a la alquimia; su iniciación, la promesa y evidencia de
la longevidad que tendría que soportar…
Ambos cosmos se fusionaron, formando remolinos de hermosos
colores que se entremezclaban jugando con sus cabellos, descendiendo la

50
fuerza de la corriente a medida que el final del enlace se consumaba. Poco a
poco, sus mentes volvieron al estado neutral, y las miradas volvieron a
encontrarse, cautivadas la una por la otra.
Se lo había dejado claro. Shaka acababa de decirle con el lenguaje de
su corazón que la misión que en vida tenía, era morir. Que ese momento
llegaría, y que ni siquiera él podría impedirlo. Le advertía que de iniciarse
una historia aquella misma noche, el último párrafo ya estaba escrito y no
sería cambiado. Que su soledad se prolongaría de seguir él con vida tras el
punto y final.
Aún así, a Mu no le importaba. Nunca había estado tan seguro de algo.
Volvió a acariciar su rostro, dejando que las palabras fluyeran por sí solas.
—Te quiero.
Aunque los azulísimos ojos no cesaron de mirarle en ningún
momento, mostraron la misma tristeza que se había apoderado del ario. Era
el momento que más había temido, y su máxima, su dichosa máxima, volvía
a flagelarle.
—No es a mí a quién amas, Mu… sino al espectro de Buda que te
ofrezco.
No podía ser más sincero su mensaje. Aceptado tenía que por su
condición captaría la atención, admiración y respeto de los que le rodeaban,
quedando siempre tras el fulgor de ser el más cercano a los Dioses.
El brillo de las pupilas del carnero le sacó de sus pensamientos.
Aunque algo le decía que no era lo correcto, deseó errar cuantas veces fueran
necesarias.
—No es de Buda de quién me he enamorado… sino de ti.
Lo supieron. El amor que a ambos unía no sería fácil. Siendo uno la
mano derecha de Patriarca, y el otro caballero en el punto de mira por lo
singular de su situación, la relación no sería vista de buen grado. Lo
ocultarían con recelo tras la milenaria piedra que impedía el paso a los
jardines del Templo de Virgo. Sólo los dos Sales serían testigos de las frases
que juntos escribirían en ésa, su propia tragedia en tierras griegas, la cual se
prolongaría durante muchos más años de los que nadie hubiese podido
imaginar.

51
Fueron esos mismos Sales los que mudos observaron cómo sus labios
se fundían, buscando con ansia el calor de los otros en un primerizo beso.
Que el amanecer no llegara nunca, y Crono mostrase misericordia
deteniendo el tiempo, aunque solo fuese aquella noche, dejándoles al fin
encontrar la merecida paz.

52
- Capítulo 7 -

No le cabía la menor duda. El lenguaje de los astros era preciso, y


desde su privilegiada posición en lo alto del Monte de las Estrellas, leía en el
firmamento la señal inequívoca de que el ansiado momento estaba a punto
de llegar.
Tras el paso de largos doscientos años, al fin la reencarnación de la
Diosa Atenea, portadora de la ciega justicia, regresaría a la Tierra en cuerpo
mortal. El deber de sus caballeros, fieles desde tiempos mitológicos, sería
cumplido.
Shion era el único que tenía potestad para ascender hasta la ubicación
desde la que divisaba la totalidad del Santuario. La emoción llenó cada poro
de su piel cuando un halo de luz estelar se materializó a escasos metros. Se
arrodilló en señal de respeto, dejándose invadir por la dulzura de ese cosmos
ahora tan débil, pero que pronto alcanzaría una potencia incluso superior a
los llantos del bebé recién nacido.
—Volvemos a encontrarnos, mi señora… —musitó el Patriarca,
envolviendo el frágil cuerpo en sus ropas.
Había sido el único testigo del acontecimiento, pero deseaba hacer
partícipe del mismo a aquel en quien más confiaba. Haciendo uso de toda su
facultad mental, entabló comunicación con el séptimo caballero de Oro.
<<El momento ha llegado, fiel amigo. Ya he tomado la decisión
escogiendo a mi sucesor. En breve lo comunicaré. Mi etapa como
mandatario ha llegado a su fin.
<< ¿Será finalmente Mu, caballero de Aries? >>, obtuvo como nítida
respuesta.
<< No. Su papel no es personificar al Patriarca de Atenea, al menos
por ahora. Pero un presentimiento me dice que estamos a las puertas de
algo que escapa a nuestra comprensión. Tú también lo debes haber visto en
el universo.
Si Shion hubiese sabido que serían las últimas palabras que en vida
diría a Dohko de Libra, quizás las hubiese prolongado. O tal vez no. Lo cierto
era que encerraban un significado que sólo serían capaces de destramar en

53
una situación completamente opuesta a la que concurría. Se apresuró a
regresar a sus aposentos y, una vez en los mismos, cubrió a la Diosa de todas
las atenciones posibles. Adoró su diminuto cuerpo, le proporcionó abrigo y
alimento, la calmó como sólo tan divina criatura merecía, y finalmente la
dejó dormir en la misma cuna que había sido destinada a tales menesteres
desde hacía siglos.
Contempló gravemente su rostro ante el espejo que coronaba la
habitación, y se dispuso a vestir las avituallas destinadas a su puesto: la larga
y oscura túnica, los adornos, el soberbio casco… si los llamados a la cita eran
puntuales, en breve se produciría la reunión en la Cámara del Patriarca
donde anunciaría a Saga de Géminis y Aiolos de Sagitario, ambos candidatos
a sucederle en su puesto, la decisión final. Echó un último vistazo a la recién
nacida Atenea y abandonó la estancia, llenando el vacío con el eco de sus
pasos.

-2-

—Alguien como tú no debería llevar un bindi temporal.


Mu terminó de preparar una tinta del rojo más vivo jamás conseguido,
instantes después de pronunciar dichas palabras. En sus manos sostenía un
cincel de cristal y un recipiente, reliquias sagradas destinadas a encumbrar el
ritual con el que los miembros de la Casa de Aries quedaban marcados. Pese
a que su acompañante no era un guerrero del carnero, la ocasión resultaba
especial.
Por el día eran los caballeros de Oro de la primera y sexta Casa;
insondables, intachables, estrictos y entregados a la autoridad y burocracia
de la Orden. Mas, por la noche, se despojaban de sus máscaras doradas para
transformarse en los protagonistas de una historia de amor clandestino, otra
más entre las tantas que se habían escrito a lo largo del curso de la
humanidad en diversos lugares y épocas, todas ellas con diferentes enclaves
y rostros, pero siempre conservando la misma emoción palpable como nexo.
Sentado al abrigo de los Sales con las primeras estrellas a modo de
confidentes, Shaka no dejó que su sonrisa desapareciese mientras sentía las
pequeñas incisiones de la aguja de cristal. El bindi, característica señal que

54
adornaba su frente, consistía en la tradición de oriente signo asociado con la
sabiduría, guiño a la diosa Parvathi de los hindúes. No era casualidad pues
que los alquimistas, seres cautos y sapientes, hubiesen prolongado su andar
por los milenios con dos variantes de bindi enmarcando a los espejos del
alma: uno por la vida, otro por la muerte, escenificando la más sencilla de las
dualidades que doblegaba la existencia del hombre.
El tibetano realizó su labor con habilidad y precisión; pronto la
circunferencia inicial estuvo tatuada. Se disponía a rellenar el interior
cuando un murmullo extrañamente familiar brotó de los labios del ario, el
cual parecía ensimismado a juzgar por su expresión.
—¿Qué recitas? —le preguntó con curiosidad, sin dejar de grabar en la
pálida piel.
—Hace varios días que este sutra se repite en mis sueños, pero no soy
capaz de comprender lo que dice.
Aries escuchó con atención el cántico. No volvió a pronunciarse hasta
concluir el grabado, observándolo con satisfacción. La tinta, conseguida
gracias al empleo de laboriosas secuencias de descomposición y unión
atómica, era absorbida rápidamente por la dermis y permanecía inalterable
durante décadas.
—No es un sutra. Yo conozco ese texto —reveló.
Shaka mostró gran interés, instándole a que procediera a aportarle
más datos.
—Es un viejo poema de la tradición japonesa. Habla de la cualidad
divina, aquella que permite alcanzar el estado de suspensión. Si mal no
recuerdo, trata de explicar las consonancias en las que un humano puede
alcanzar el reinado de las almas en pena, sin haber experimentado aún su
condición de mortal —añadió, haciendo memoria—. Su nombre es…
Arayashiki.
—Arayashiki… —repitió, embelesado.
Mu le sonrió, dejando los utensilios sobre la pradera. La noche era
cálida, el jardín mostraba su imagen más hermosa y el viento mecía con
suavidad los cabellos de ambos.
Podía pasarse la eternidad contemplándole. A veces dudaba si hacían
bien en ocultar acérrimamente lo que les unía, pero todas sus dudas se

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disipaban cuando contaba con su preciada presencia. Haber encontrado a
alguien que le acompañase en el solitario y largo camino que la vida le había
preparado constituía su remanso de sosiego. Sólo la Diosa, a la que esperaba
poder servir en breve según decían las profecías, era consciente de cuan
profundo era el amor que por él sentía.
Atraído por el intercambio de las miradas, acercó con parsimonia el
rostro al suyo. Las manos del guerrero hindú recorrieron su cuello para
acabar enredadas en su cabellera, soltándola al despojarla de la cinta que la
ataba.
Habían aprendido a conocerse a través del lenguaje de las palabras y
el de la mente, pero se consideraban todavía aprendices en el más poderoso
de los métodos de comunicación que el ser humano poseía: el físico.
Correspondió a su acción acariciando las finas proporciones del óvalo
facial, y llamándose en un susurro que transmitía complicidad y deseo. Sus
labios no tardaron en quedar sellados en un profundo beso, el cual se
prolongó por un espacio de tiempo más extenso del conocido. Como
cediendo sin ofrecer resistencia a la fuerza de la gravedad, quedaron
recostados sobre la mullida alfombra de hierba.
Fundido en su cuerpo con la melena cayendo libre por los hombros,
Mu le contempló debajo de sí. Sentía su calor, lo perfecto de sus formas, la
mística sonrisa dibujada, los azules iris llamándole, los cabellos rubios
desparramados por doquier… no había nada en el universo más que él, y por
unos segundos juró haber visto cómo brotaban a su alrededor flores de loto,
iguales a las que Siddhartha había dejado a su paso nada más nacer.
Shaka, aquel ser magistral tocado de lleno por la bendición de los
Dioses, estaba entre sus brazos, mostrándose más deslumbrante que nunca,
insinuante, devoto… y virgen. Como él mismo.
¿Sería correcto que se entregasen mutuamente? ¿No estarían violando
algún precepto establecido en la moralidad de las leyes comunes?
Las cuestiones que se agolpaban en su cabeza quedaron acalladas por
la respuesta final del ario, que le atrajo hacia sí tirando de su mentón sin
perder la sensual sonrisa.
Como dos caminantes extraviados por un desierto de dudas, se
perdieron en el oasis de besos y caricias que no había hecho más que

56
comenzar. Fue así, avanzando de la mano por un nuevo territorio que juntos
iban a explorar, como permanecieron ajenos al acontecimiento que no sólo
cambiaría sus vidas para siempre, sino a la totalidad de la Orden de Atenea.

-3-

Necesitaba recurrir de nuevo al consuelo del firmamento. Shion alzó


la vista hacia las estrellas, viviendo sus últimos minutos como Patriarca. Una
escasa hora antes había proclamado al fiel Aiolos de Sagitario como sucesor.
En cuanto el alba llegara, tomaría sus pocas pertenencias y abandonaría el
que había sido el epicentro de su vida, la milenaria Atenas, para siempre.
Soñaba despierto con la paz de Jamir, donde disfrutaría a cada
segundo de la tranquilidad ganada con los siglos. Había vivido casi
doscientos cincuenta años en los que, además de servir a la señora de la
sabiduría, sobrevivió a una Guerra Santa. Como caballero lo había dado
prácticamente todo. Su misión había concluido, debía sentirse orgulloso de
ello.
Y, sin embargo, aquel presentimiento no hacía sino incrementarse a
marchas forzadas a medida que los minutos transcurrían.
La sombra de un cosmos a sus espaldas le alertó.
—¡Saga! ¿Qué estás haciendo en el Monte de las Estrellas? Deberías
saber que la entrada a este recinto del Santuario te está vetada, tanto a ti
como al resto de tus compañeros.
Su tono fue desconfiado. La ascensión al enclave era incluso difícil
para él, un tibetano acostumbrado a los abruptos terrenos de las laderas del
Himalaya. Aunque hubiese sopesado la candidatura del gentil caballero de
Géminis hasta el último minuto, su presencia le inquietó.
—Lo sé, Patriarca, pero necesitaba hablar con vos en privado… quiero
saber por qué pese a contar con el apoyo y reconocimiento de gran parte de
esta Orden y de la población, no me habéis elegido.
El saliente pontífice no esperaba toparse con aquella situación, y fue
consciente de que se encontraba en inferioridad con respecto al joven y
poderoso guerrero de la tercera Casa.

57
—Si realmente quieres saberlo, Saga, te lo diré. Es cierto que cuentas
con dicho apoyo, que tu bondad traspasa las fronteras de este sagrado lugar,
pero… veo algo oscuro en tu corazón, caballero. Y en aras de legar el mejor
futuro posible a la comunidad, me decanté por el guerrero de Sagitario.
Horrorizado, fue testigo de la transformación que se apoderó del
griego. Sus ojos se inyectaron en sangre, y su larga melena cobró poco a poco
el tono ceniciento más lúgubre jamás visto.
—Has descubierto mi secreto, anciano… ¡ese ha sido el mayor error
que has podido cometer! ¡Muere!
El sonido sordo y seco de lo afilados dedos de Saga clavados en su
corazón fue lo último que Shion de Aries pudo escuchar. Ni el intenso dolor
que sentía hizo frente a las imágenes que acudieron a su mente, dando forma
a su última voluntad: la niña, la reencarnación de la Diosa Atenea.
El Patriarca no pudo hacer frente al maquiavélico plan que tras tanto
tiempo de análisis y preparación, Saga de Géminis ponía en marcha.
Ya había empezado la partida, y tenía preparado a su primer peón:
sería Shura de Capricornio el que con Excalibur asestaría el golpe mortal en
su escalada hacia el poder supremo. Se cubrió con las ropas del muerto,
ocultó el rostro tras la máscara y se deshizo del cadáver, como si aquello
nunca hubiese ocurrido. Y rió, rió con desquiciado entusiasmo,
consumándose al fin la satisfacción de los anhelos que su trastornado ego
reclamaba.

-4-

—Shaka… despierta…
Mu le retiró de la cara los cabellos que, traviesos, se empeñaban en
desplazarse hasta la misma. No sabía cuánto tiempo llevaba así, observándole
mientras dormía a su lado protegido por el calor de ambos cuerpos desnudos.
La dulzura de su rostro, la marca en la espalda que evidenciaba lo especial
de su condición… quiso guardar para siempre en su corazón aquella estampa, y
dejarla a salvo de cualquier dolor que pudiese amenazar con su quema.
Tanta era la felicidad que le envolvía que deseó llorar, pero no lo hizo. No
era momento adecuado. Volvió a insistir suavemente.

58
—Shaka… tengo que irme.
Al fin el ario abrió los ojos, regresando de los brazos de Morfeo. Volvió a
sonreírle, peinando lentamente los cabellos de Aries que caían sobre su pecho.
—La Aurora pronto llegará —contestó, mirando por unos segundos al
cielo que empezaba a teñirse de naranjas y rojos.
Mu asintió, comenzando a vestirse con sus ropas, desperdigadas por los
alrededores más próximos. Debía apresurarse si quería estar en su Templo para
cuando el sol asomara por el horizonte. Tendió al hindú la correspondiente
túnica, y para cuando estuvieron preparados caminaron hasta el pórtico del
jardín de Sales.
Una vez en el interior del templo, el primero de los caballeros de Oro se
dispuso a transportarse por la telequinesis, no sin antes depositar en sus labios
un último beso que coronase la velada tan especial que habían compartido.
—Volveré esta noche si nos resulta posible.
Shaka asintió, viendo a su amante desaparecer, disolviéndose en la
materia. Nunca había conocido tanta dicha, y sin embargo debía esforzarse por
encauzarse en la meditación y compostura. Sus pasos se detuvieron de camino
al altar donde oraba. Pudo detectar una sombra que oscurecía su alma.
Algo similar fue lo que Mu sintió al materializarse en el pórtico principal
de su templo. Se giró con rapidez, observando cómo en lo alto las Casas del
Zodíaco marcaban el camino hacia el Templo de Atenea. Sus ojos se abrieron
horrorizados, y todo su ser se puso en alerta. No sólo la magnificencia del aura
que había detectado por breves instantes a lo largo de la noche ya no estaba: la
presencia de Aiolos se había disipado como polvo en la brisa.
Pero lo que provocó la mayor de las congojas en el alquimista fue el hecho
de que por mucho que se asegurase una y otra vez, obtenía siempre el mismo
resultado en su fina percepción psíquica: el cosmos de Shion de Aries, su bien
amado maestro, el Patriarca de Atenea… había desaparecido.

59
- Capítulo 8 -

Llevaba años observándole, analizándole en silencio con la astucia y


habilidad que sólo un guerrero de su categoría podía reunir.
Conocía su forma de expresarse, la modulación de la voz, los gestos de
las manos… Saga de Géminis era capaz de imitar a la perfección a Shion,
supliéndole en el trono vestido con sus ropas, oculto tras el casco que
constituía la cortina de humo que él mismo había creado.
Empezaba a saborear las mieles del éxito cuando al fin los caballeros
de Oro estuvieron reunidos en la Cámara. Podía ver el nerviosismo en
muchos, las dudas en general. No era para menos. Era la primera vez en
mucho tiempo que faltaban tantos efectivos a la cita.
—Caballeros, os he convocado con urgencia para haceros llegar los
terribles hechos que a lo largo de la pasada noche se han sucedido en este
Santuario. Al fin nuestra Diosa Atenea está entre nosotros, nació del
firmamento y con la luz de las estrellas ha regresado, pero no todos la han
acogido con los brazos abiertos. Un traidor ha intentado arrebatarle la vida,
firmando su sentencia de muerte. No toleraré ninguna falta de respeto hacia
la Diosa de ahora en adelante. ¡De nadie, ni siquiera de ti, Aioria de Leo,
hermano de aquel que osó tratar de poner fin a los tiempos de paz en esta
Comunidad!
Mu, cuyo rostro mostraba una serenidad fría y calculada, observó
cómo los puños del quinto guerrero se cerraban con furia, y su rostro se
contraía presa de la rabia y el dolor. Su hermano mayor, el fiel Aiolos de
Sagitario, les había traicionado.
—Atenea permanecerá en sus aposentos, actuaré como su portavoz de
ahora en adelante. Cuento con todos vosotros para proteger a nuestra señora
y velar por un nuevo y glorioso futuro. Podéis retiraros.
Aunque ninguno de los presentes atinó a expresar a viva voz sus
pensamientos, muchos no daban crédito a las acciones atribuidas a Aiolos;
sólo Shura de Capricornio mostró una enigmática sonrisa, siendo de los
primeros en abandonar la sala, mientras que otros se preguntaban el por qué
de la no asistencia del caballero de Géminis.

60
Pero de todos ellos, el más seguro en sus convicciones era Mu, aquel
cuyo corazón aseguraba que el hombre al que acababa de prestar toda su
atención y respeto no era el mismo al que en su día había jurado fidelidad.
Evitando intercambiar impresiones con los demás, se alejó de las
inmediaciones de los templos sagrados para materializarse en su Casa, lo
cual acabó de confirmar sus sospechas: de ser cierta la presencia de Atenea
entre ellos, la telequinesis para cubrir tan largas distancias sería imposible.
Con el alma en un puño y la mente trabajando a una velocidad de
vértigo, se adentró en el Templo del Carnero. Tomó una de las antorchas que
iluminaban sus dependencias y miró a su alrededor antes de levantar una de
las losas de mármol que cubrían el suelo de su morada.
Nadie conocía aquel secreto, el más guardado por los guerreros de
Aries. Disimulada a la perfección entre los demás bloques de piedra, se
hallaba oculta la entrada a una inmensa galería subterránea. Encajó el
pesado mármol y bajó por las escalinatas que conducían a las salas del
subsuelo del templo del Carnero. Fue alumbrando a su paso, encendiendo
las múltiples lámparas de aceite que por doquier aguardaban, hasta que su
vista registró la magnífica cámara a la que los custodios del primer signo del
Zodiaco dedicaban gran parte de sus largas vidas.
El deber de Aries no sólo consistía en reparar las armaduras, sino en
perpetuar la historia misma de la Orden de Atenea. Codificado en la lengua
de los alquimistas, había miles de documentos que relataban todos y cada
uno de los acontecimientos producidos desde los inicios de la Comunidad del
Zodíaco, algunos de los cuáles se remontaban hasta cuatro milenios atrás. Él
mismo había relatado episodios, y antes que él, Shion. Y el maestro de Shion,
y el maestro de su maestro… así hasta remontarse a las primeras
generaciones.
Ahora que sólo él quedaba, si moría se llevaría el secreto a la tumba, y
todo el legado histórico, de un valor incalculable, estaría perdido para
siempre. No podía permitirlo.
Tomó la decisión de inmediato, comenzando a empacar las
herramientas celestes, algunos códices, tablillas con los grabados en la
lengua cuneiforme, pequeños envases de cristal con componentes
químicos…

61
La noche cayó sobre Atenas cuando el tibetano guardó sus más
preciadas pertenencias en el interior de la caja de Pandora junto con la
armadura de Aries, la cual se echó a los hombros. Nadie le vio portarla, ya
que con la misma celeridad con la que había llegado a su templo, desapareció
del mismo para desplazarse inmediatamente al de Virgo.

-2-

Dudaba.
Un terrible sentimiento de inestabilidad se había apoderado por
completo de su ser. La asamblea en la Cámara del Patriarca y la
comunicación de las noticias le dejaron en un completo estado de
incertidumbre.
Atenea estaba entre ellos, y sin embargo él, el más cercano a los
Dioses, nada sentía.
La oscuridad se alojó en su corazón como un peso que le arrastraba
hacia el fondo del océano, sensación que no hizo sino incrementarse cuando
a sus espaldas oyó el inconfundible sonido de los gráciles pasos del primero
de los caballeros de Oro.
Podía sentir en él la congoja; su eterna serenidad y calma parecían
desmoronarse en la intimidad que entre ambos existía.
Tras tantos momentos, inquietudes, deseos y anhelos compartidos,
podía afirmar que era la única persona que le conocía en todas sus
dimensiones. Por eso, antes incluso de que empezara a hablarle, Shaka
quedó sumido en la más honda de las tristezas, pues sabía perfectamente lo
que él venía a decirle.
—Debes haberlo sentido —habló Mu al fin—. Será prudente no hacer
afirmaciones acerca de la presencia o no de la Diosa en el Santuario… pero
ese hombre al que llamamos Patriarca no es mi maestro.
Virgo abrió los ojos, dejando la mirada suspensa en el vacío. Para
cuando Aries volvió a pronunciarse, sus temores se materializaron. Le
amaba como persona, le admiraba como guerrero, y precisamente era la
armadura lo que ahora a ambos condicionaba, porque no podían olvidar que,
ante todo, eran caballeros de Atenea.

62
—No puedo prestar mis servicios a alguien que claramente ha
traicionado a mi mentor, osando hacerse pasar por él. Voy a marcharme.
Dicho estaba. Como había dado ya por hecho, Mu mostraba la firmeza
y convicción de sus sólidas bases morales. Esa, su integridad, fue una de las
razones que le llevó a enamorarse de él.
Pero las convicciones del carnero no resultaron ser motivo de unión
aún más sólida entre ambos, puesto que la primera discrepancia que surgía
en todo el tiempo que como pareja habían compartido, se había forjado en el
único campo en el que éstas estaban completamente vetadas.
—Ven conmigo, Shaka. Huyamos juntos hasta que los tiempos
adecuados para restablecer la paz lleguen por sí solos. Ahora que Shion no
está, sólo yo conozco el camino que conduce a Jamir, nadie podrá dar con
nosotros.
No fue una súplica, sino las palabras más sinceras que hasta la fecha
habían brotado de los labios del discípulo del difunto Patriarca.
Roto por un dolor que no debía expresar, el ario se giró solemne.
—Sabes tan bien como yo que no puedo abandonar estos Sales, y que
la materia política me es indiferente. Mi lugar está aquí, y si para ello he de
servir al Patriarca de Atenea, que así sea. Espero que respetes mi decisión.
Por vez primera desde que se conocieran, dejó de ser Shaka para ser el
caballero de la quinta Casa. Su dura respuesta era emitida por el guerrero. A
la vez, el espíritu de la persona que quedaba tras el dorado de la armadura
lloraba lágrimas de sangre, que fueron vistas por el dueño de sus pasiones y
aflicciones.
—La respeto, pero no la comparto.
No fue necesario que añadieran más. Ambos supieron que pese al
mutuo sentimiento que les unía, la postura que como guerrero habían
adoptado era incompatible.
—Márchate, deprisa. No voy a delatarte. Pese a todo seguirás
inalterable en mi corazón.
—Y tú en el mío.
Mu le miró en silencio, guardando en su memoria cada milímetro de
su piel, cada rasgo de su rostro, cada expresión de la tristeza que le
empañaba. Quedaron separados por escasos metros que constituían un

63
abismo insalvable, y las estrellas que les habían visto construir su arriesgado
amor fueron testigos de la amarga despedida.
—Adiós pues, Mu de Aries.
—Adiós, Shaka de Virgo.
Le vio salir a toda velocidad del Jardín de Sales, portando su
armadura y desapareciendo entre las sombras. El divino e inalcanzable
guerrero, aquel que luchaba con las armas del misticismo, volvía a caer en el
pozo de su soledad.
Pero había elegido él mismo su camino, y éste le conducía a servir al
Patriarca que a cambio de sus servicios no rompiese el equilibrio de su
templo. La morada de la Virgen y su secreto serían más sagrados que nunca,
dado que, indirectamente, su guardián había escogido ser ahora más cercano
a los Dioses tras perder su fuente de humanidad, aislándose por completo de
cualquier contacto fuera del necesario con los que le rodeaban.
Se refugiaría en una imagen de altivo e inalcanzable, la más elaborada
de las máscaras para ocultar su dolor y que nadie fuese capaz de entreverlo.
Otra máscara había creado Mu de la nada mientras corría rozando la
velocidad de la luz hacia las afueras del Santuario, protegido bajo la
oscuridad de la noche. Nadie se percató de su huída, ni siquiera los guardas,
incapaces de detectar tan colosal movimiento. No quiso mirar atrás,
obligándose a pensar con frialdad, empleando su energía en trazar un plan a
marchas forzadas.
Las palabras que Shion le dijera antaño cobraron sentido.
<< Has conocido a un gran guerrero pese a lo peculiar de su
situación. Nunca olvides que sigue siendo un compañero y un aliado
indispensable >>
Su desesperada huída ya no era un partir sin rumbo. Supo hacia
dónde tenía que ir, y que no estaría solo en su oposición al Santuario.
Abandonaría inmediatamente tierras griegas para recalar en Rozan.

-3-

A lo largo de los dos siglos que había pasado cumpliendo con los
mandados de los que la Diosa le había hecho responsable, nunca se quejó de

64
su condición; todo lo contrario, aceptaba los efectos de su estado con
humildad. Pero en esa ocasión maldijo para sus adentros el Misopheta
menos. Asistir como espectador lejano a los terribles sucesos que se estaban
desencadenando en Atenas hacía que la desdicha le carcomiera.
No sólo lo había leído en los astros. Su alma lo sabía: algo había
ocurrido. Las profecías lo decían y Shion se lo había asegurado, negándose a
creerle.
Con esfuerzo apoyó el peso de su longevo cuerpo en el bastón,
incorporándose para recibir al recién llegado. Verle así, visiblemente agotado
y a punto de desplomarse sobre la caja de Pandora de la Armadura de Aries,
le conmovió hasta extremos insospechados.
—Has hecho bien en acudir a mí, Mu.
—No podía aliarme con un traidor, Roshi… él… Shion ya no… —
contestó con dificultad, debido al agotamiento físico y emocional.
Dohko miró a los ojos de su compañero de armas. El especial vínculo
que entre ambos había nacido años antes se vería reforzado, tal y como el
maestro del tibetano había querido en vida. Ya hablarían de estrategias
marciales y alianzas. Lo que el joven Aries necesitaba ahora era un consuelo
que sólo él podía otorgarle.
—Lo sé, hijo mío… lo sé —dijo con profunda tristeza—. Tu viaje ha sido
largo, descansa ahora. Ya tendrás tiempo mañana de relatarme todo cuando
ha acontecido.
Mu asintió a modo de respuesta. Llevaba días sin dormir, tratando de
cubrir las distancias en el menor tiempo posible. Agradeció la hospitalidad
del viejo maestro y descendió por las rocas, llegando a la modesta cabaña
donde vivían aquellos que eran designados como alumnos del caballero de
Libra. En esos momentos, dado que el armero no tenía a nadie bajo su
custodia, se encontraba vacía.
Dejó en la misma sus pertenencias, llevando consigo una larga y
blanca túnica. Bajó hasta quedar a los pies de la imponente cascada que
manaba entre los Picos de los Cinco Ancianos, justo donde ésta se estrellaba
contra una gran superficie de piedra. Se desvistió, dejando que el agua
helada se llevase el cansancio y la fatiga de su escultural cuerpo.

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Fue allí, en medio de la neblina y bajo el ensordecedor sonido de la
milenaria caída acuífera, donde Mu de Aries supo lo que era llorar dejándose
en ello el alma.
No podía oírle, pero Dohko pudo sentir cómo su acompañante se
rompía en mil pedazos gracias a lo agudo de su cosmos. Cada lágrima que se
fundía con las aguas era una puñalada que acentuaba el dolor de su corazón,
pese a no ser capaz de comprender el verdadero significado de las mismas.
Eran lágrimas por Atenea, por su moral minada, por su maestro…
Y por su amor perdido.
Pero el alquimista recogería los fragmentos de cristal para forjarlos, y
reconstruirse a sí mismo más sólido que nunca. Con el sol llegaría el inicio
de una nueva etapa. Sería la mano derecha del caballero de Libra, y juntos
aguardarían bajo el título de desertores a que el momento de la verdad
llegase, puesto que la verdadera batalla no había hecho más que comenzar.

66
- Capítulo 9 -

- Prólogo uno -

En la mitología Hindú, y por adaptación en la japonesa, se cuenta


que hubo un rey con dos esposas. La primera dio a luz a mil hijos, los cuáles
decidieron seguir los pasos de Buda ordenándose monjes. La segunda
esposa sólo tuvo dos, de los cuales el hermano mayor, llamado
Kongorikishi, dotado de gran temperamento y cualidades guerreras, juró
defender a Buda y sus seguidores ante el mal y la ignorancia con las
armas, mientras que el menor, Shukongoshin, estaba en contra de la
violencia, y decidió dedicar su vida a ayudar a sus hermanastros por medio
de la benevolencia.

- Primera parte -

Dolor.
Sufrimiento.
Los gritos y lamentos de las almas en pena que abarrotaban los seis
mundos se fundían en una sola voz desgarradora.
Hacía años que nadie contemplaba el rostro del caballero de la sexta Casa
del Zodíaco, ni siquiera los sirvientes que se encargaban de abastecer cada
morada divina. Los días de Shaka se centraban en permanecer estático, sumido
en un trance del que sólo él podía escapar, y del que sólo se liberaba al cubrirle
la noche con su oscuro manto, momento en el que se refugiaba bajo el cobijo de
los Sales, amparándose en los recuerdos que atestaban cada milímetro del
jardín.

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Observaba la misma desolación que le hiciese contemplar el Iluminado la
primera vez que le habló, siendo testigo de la fragilidad del hombre y de la
condena a la que éste estaba destinado. Todos aquellos que llevaban pecados a
sus espaldas acababan en uno de los terribles mundos, preparados para los que
rompían el ciclo del karma con sus acciones.
<<El Infierno>>
<<El mundo de los demonios famélicos>>
<<El mundo de las bestias>>
<<El mundo de los sangrientos guerreros>>
<<El mundo humano>>
<<El mundo divino>>
Y entre los dos últimos estaba él, el más cercano a los Dioses desde su
posición ligada a la existencia terrenal. Pese a lo que sus ojos habían registrado
y la innata habilidad para penetrar en dichas dimensiones, seguía sin encontrar
respuesta a la pregunta que le acompañaba desde que tenía uso de razón. No
conocía el significado de la vida, pero menos aún el de la muerte.
El ocaso pronto llegaría, y estaba dispuesto a poner término a la
suspensión cuando una energía poderosa manó del paraje maldito que menos
frecuentaba, el destinado a los inocentes.
A lo lejos, y entre montículos de roca, una figura se iba haciendo visible
mientras atravesaba el Limbo. No fue un simple niño de corta edad
transportando en brazos a un bebé lo que su alma contempló, sino algo más allá.
En la fuerza vital de sus pequeños ojos azules pudo ver a Kongorikishi, el
impetuoso guerrero, llevando a cuestas con su esfuerzo el peso del pacífico
Shukongoshin. Esos desdichados huérfanos estaban marcados directamente por
los Dioses; su ser entero le decía que aquel encuentro no era casual, y que tanto
el futuro de los tres como el de Atenea confluían hacia un mismo punto.
Les permitiría escapar del Limbo, pero para ello necesitaba una prueba de
la valía del mayor de los hermanos.
—No llores, Shun. Seguro que pronto encontramos la salida, aunque no sé
bien donde estamos… —susurraba el niño, dándose más bien ánimos a sí
mismo.
Hacía horas que deambulaba entre piedras, sin hacer caso de los lloros
infantiles que resonaban por todas partes. Estaba muerto de miedo, pero la

68
determinación por sacar a su hermano de allí era tan fuerte que encontraba una
y otra vez fuerzas para seguir avanzando.
Un intenso dolor recorrió su cuerpo; sentía como si le atravesasen los pies
a cada paso que daba, y el frágil cuerpo de Shun pesaba cada vez más.
>>Apenas ya puedes llevarle. ¿Por qué no le dejas aquí? Así podrás salir
con vida. Piénsalo, es sencillo: abandónale, sálvate tú. No más dolor, no más
sufrimiento.
Ikki miró a su alrededor, tratando de ignorar los continuos mensajes que
emitían sus centros nerviosos.
—¡Cállate! —gritó a la voz sin dueño que retumbaba en su cabeza—
¡Nunca dejaré a mi hermano solo! ¡Nunca!
>>¿Y vas a padecer tú tantas desdichas por él, cuando podrías tener una
vida plena y satisfactoria?
Ikki gruñó. No tardaría en perder el conocimiento, pero ahí seguía, firme,
aguantando hasta el último segundo.
Fue todo cuanto Virgo necesitó. Dejó que ambos cayeran en un sueño
temporal, permitiéndoles salir de del pozo donde permanecían las almas de los
niños que habían perdido a sus padres. Nada de lo sucedido recordaría Ikki, al
menos hasta que su próximo encuentro se produjera.
Shaka estaba seguro de que así sería.

- Prólogo dos -

Dicen los mitos que, en tiempos ya sumidos en el olvido, se alzaron sobre


la Tierra civilizaciones de gran poder unidas entre sí. No eran meros enclaves
estratégicos, sino que además constituían focos de energía espiritual. Dos de
los mismos estaban conectados por galerías subterráneas pese a encontrarse a
gran distancia. Uno era la Atlántida, la cual recibía asimismo el nombre de
Mu. El otro era Shamballa. Según las creencias populares, Shamballa se halla
bajo las colosales cimas que coronan Tíbet, y sus habitantes, dotados de
extraordinarios poderes mentales, viven en el subsuelo desde hace milenios,
cuando la Atlántida quedó sepultada por las aguas del océano y los
supervivientes se desplazaron por las galerías hasta el techo del mundo en el

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Himalaya. Ajenos al resto de la humanidad, cuenta la leyenda que ahí siguen,
dejando que algunos y selectos escogidos salgan a la superficie para recordar
al mundo su gloria ya perdida.

- Segunda parte -

<<—Agradezco profundamente vuestra hospitalidad, Dohko.


Marcharé con las primeras estrellas.
—¿Regresas finalmente a Jamir?
—Sí. Aguardaré desde el retiro en mis montañas a que el momento
señalado llegue.
—Cuando así sea, recibirás mi señal. Que nuestra alianza perdure y
se fortalezca, amigo mío. >>
Ocho años habían transcurrido desde que Mu abandonara los
majestuosos Picos de los Cinco Ancianos, cerrando un pacto con el armero
que, pese a la distancia y la falta mutua de noticias, seguía siendo tan sólido
como el primer día. Así había preferido que fuese, pues resguardado en su
soledad y aislamiento el paso de los años se hacía más soportable, aunque no
hubiese día en el que su corazón no dedicara momento, por breve que fuera,
a pensar en la suerte de la Diosa, en qué habría sido de sus compañeros y,
sobre todo, en él.
Ocho largos años en los que no le había olvidado, reavivando su
recuerdo, soñando despierto con el momento de un hipotético encuentro
que, de producirse, podría acabar con un fatal desenlace si finalmente era
necesaria una guerra armada contra el Santuario.
Pero ese era el precio a pagar por ser caballero de Atenea. Y en
aquellos momentos lo era, pero a su vez volvía a ser el tibetano que cada año
descendía hacia las laderas para contemplar las caravanas de peregrinos de
camino a la capital.
Había iniciado un viaje mucho más largo de lo habitual, dejando
Jamir atrás por un amplio margen de tiempo. La nostalgia, o quizás la
necesidad de reencontrarse con sus orígenes, le llevaron hasta el remoto

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valle donde había pasado los primeros años de su vida. En lo alto se topó con
las cordilleras donde, decían, estaba la entrada a Shamballa, y a unos
kilómetros de las mismas, los restos del monasterio budista del que Shion le
sacó, salvándole la vida.
Contempló con dolor las piedras grabadas con oraciones que muchos
caminantes anónimos habían depositado por los enclaves, en merecido
homenaje a los que habían perecido en el ataque. Recordaba con asombrosa
precisión el ardor del fuego y los gritos de terror de aquella noche. Él había
sido el único superviviente de la tragedia, otra más entre las tantas a las que
el ejército chino había sometido al pueblo de Tíbet, en su afán de satisfacer
aspiraciones imperialistas. A base de violencia y derramamiento de sangre
inocente, los comunistas habían conseguido erradicar lo único en lo que
aquellas gentes podían aferrarse para defender su independencia política: la
religión.
Si había sobrevivido, fue gracias a que los monjes que en su día le
recogieron de las montañas sabían que él era especial; que venía del interior
de la madre tierra, y que su peculiaridad venía impresa en las dotes psíquicas
y la nobleza de su espíritu. Por ello le llamaron Mu, en honor al continente
perdido del que sus antepasados provenían, y le dejaron en brazos de quien
fuese el anterior guerrero del carnero, el cual, tal vez fruto del azar o por
dictados de un destino al que no se podía desobedecer, estaba allí en el lugar
y momento oportunos.
El frío viento aullaba, llenando con su presencia el silencio sepulcral
del valle. La siniestra calma fue rota por unos gritos lejanos. Pudo distinguir
la colérica voz de un hombre y, llevado más bien por la inercia que por la
curiosidad, avanzó hasta el comienzo de la enfilada ladera, observando a sus
pies la estampa: efectivamente, un hombre vociferaba acompañado por una
mujer, siendo el epicentro de sus respectivas furias un niño de baja estatura.
Iba a regresar sobre sus pasos cuando un nuevo grito de la fémina
llevó a prestar otra vez atención a la disputa; entonces, un hecho hizo que el
corazón le diese un vuelco: el pavor de la viajera estaba más que justificado,
puesto que el infante hizo levitar las rocas que yacían a su alrededor, con la
intención de defenderse con ellas.

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Quedó sobrecogido por lo potente del cosmos que el niño poseía.
Nunca había sentido un poder tan puro en un ser de tan escasos años. Y
dicha criatura cayó irremediablemente al suelo, cubriéndose la cabeza con
los brazos para así tratar de aplacar la paliza que su dueño le estaba
propinando.
—¡Te dije que no debíamos acogerle! ¡Es el mismo diablo! ¡Deshazte
de él de una vez! —bramaba la mujer, aterrada ante la nueva demostración
que acababan de presenciar.
—¡Debería despeñaros a los dos de una vez por todas! ¡Y tú, quieto!
Maldigo la hora en que decidí llevarte conmigo.
Levantó la mano dispuesto a golpearle, pero una presencia que no
había advertido se lo impidió.
—Deténgase, por favor… ignoro que habrá hecho el niño, pero dudo
que sea algo de tanta gravedad como para merecer este trato.
El hombre encaró al joven, sosteniendo su serena mirada.
—Márchese, esto no es de su incumbencia.
Mu avanzó unos pasos, quedando justo enfrente de la pareja. No podía
permitir que aquella barbarie se prolongara, ya fuese en su presencia o en un
futuro que no se produciría, puesto que decidió tomar carta en el asunto.
—No he podido evitar escuchar la conversación que mantenían. Si
desean deshacerse de él, déjenlo en mis manos.
La mujer, estupefacta, no dudó en aceptar la oferta.
—No sabes en qué te estás metiendo, muchacho.
—Espero que tengan un viaje apacible —concluyó con toda la cortesía
que pudo reunir, tomando en brazos al niño inconsciente.
Ante el asombro de la pareja de comerciantes, el misterioso joven se
desvaneció portando a la criatura que tantos problemas les había causado.
Ninguno de los dos intercambió impresiones con el otro, guardando para su
foro interno la sensación de haber cometido algún error desatando la cólera
de los espíritus que merodeaban las montañas, materializados en la figura de
aquel hombre de cabellos malvas y piel pálida como la nieve.
Mu no era consciente de ello, pero aquel acto no sólo supondría el
inicio una nueva etapa en su vida y en la de su protegido, sino que daría paso
a multitud de supersticiones y rumores que hablaban de un ermitaño

72
encantado, el cuál poblaba las más inaccesibles montañas de Tíbet,
hechizando con sus poderes a todo el que se atreviese a atravesar sus
dominios.

-3-

Tenía su pequeño cuerpo maltrecho y lleno de hematomas. Tras


lavarle las heridas y vestirle con improvisadas ropas, le dejó dormir mientras
pensaba en lo ocurrido.
Era obvio que aquel no era un niño corriente, sino uno de los suyos.
Lo supo nada más verle y sentir su noble espíritu. Pero al haberle acogido
había dado un paso más allá de la simple compasión.
¿Era del todo legítimo tomar un alumno a pesar de su juventud y
circunstancias? Entrenar a un discípulo sin la aprobación del Santuario
podría suponerle incluso la pérdida de rango, pero la voluntad de su corazón
tenía más fuerza que la de su conciencia.
Si no creía en la integridad del que se hacía llamar Patriarca, ¿cómo
temer represalias?
Terminó de decidirse: le daría a ese niño un futuro, una educación, le
llevaría hacia un camino de esfuerzo y sacrificio en el que avanzarían juntos
durante largos quince años, puesto que el entrenamiento de los herederos de
Aries era notoriamente superior en duración al del resto de los guerreros de
Atenea, debido a que conllevaba mayores responsabilidades.
Oyó ruidos a su espalda, y con una sonrisa se acercó hasta su lecho,
alzando la mano para volver a arroparle. Le conmovió la reacción del niño, el
cual cerró los ojos instintivamente temiendo recibir un nuevo golpe. Se sentó
a su lado, hablándole con calma.
—No voy a hacerte daño, pequeño. A partir de hoy vivirás conmigo.
Dime, ¿cómo te llamas?
—Kiki, señor.
—Puedes llamarme Mu. Ahora duerme, necesitas descansar.
Había atravesado el marco de la puerta para dejarle a solas cuando su
fina voz le llamó quedamente.
—Señor Mu… ¿por qué me ha salvado de ese hombre?

73
La tristeza se apoderó de él, pero no dejó que empañara su expresión.
Sintiéndose viejo e inmerso en la mayor de las responsabilidades que jamás
había desempeñado, pronunció las mismas palabras que Shion en su día le
dijese, perpetuando así el legado que pasaba de maestros a alumnos por los
siglos de los siglos.
—Porque estás llamado a ser algo que nunca hubieses imaginado.
Kiki miró a su alrededor una vez solo en aquella habitación. No
conocía el lugar ni a la persona que tan bien le había tratado, pero por
primera vez en sus tres años de vida, se quedó profundamente dormido. Se
sentía feliz, a la par que extraño, experimentando algo cercano a la
protección y la seguridad.

74
- Capítulo 10 -

Con la rodilla y mirada clavadas en el suelo, Milo de Escorpio aguardaba


no sin expectación e impaciencia a que el otro convocado se presentase ante el
Patriarca. Hacía más de una década que nadie contemplaba el rostro del divino
Shaka de Virgo, lo cual había suscitado diversos rumores. Lo que fuese de su
compañero poco le importaba, acataría el cometido con la milimétrica y
sanguinaria precisión de su aguijón escarlata, sin mostrar la más mínima duda.
El sonido de unos pasos acercándose rompió el silencio sepulcral de la
cámara. Al espartano le bastó con desviar ligeramente la cabeza hacia la derecha
para contemplar el perfil del guardián de la sexta Casa. Tan impoluto como le
recordaba, envuelto en su aura de magnificencia, distante, inalcanzable. Con los
efectos del paso de los años regalando madurez a su soberbia belleza.
—Shaka, caballero de Virgo, se presenta ante vos, Patriarca.
El ario había abandonado su templo y la custodia secreta del Jardín de
Sales por primera vez desde la deserción de Aries. Desde lo alto de su posición,
aquel hombre que encarnaba el poder en el Santuario se había encargado de
propagar toda clase de comentarios y alegorías sobre los dos traidores que
deshonraban con su ausencia a la Diosa. Pese a que muchos se preguntaban por
qué el noble Shion renegaba de los que tan importantes fueron en su reinado
durante larga etapa, su palabra era una máxima a la que nadie estaba dispuesto
contradecir.
—Os he convocado para haceros cargo de sendas misiones — comenzó a
decir—. Por doquier surgen oleadas de rebeldes que amenazan con romper la
estabilidad de esta caballería, el orden se ha de imponer como algo sagrado.
Saga contemplaba con inquietud cómo su plan maestro requería manejar
cada vez más hilos. No podía permitir que éstos acabaran tejiéndose en una
espesa telaraña, pues a la larga podría suponer para su propio creador el peligro
de quedar atrapado.
—Milo de Escorpio, tú acudirás a la Isla de Andrómeda. Quiero que
elimines a Albiore. La actitud y enseñanzas que prodiga son un insulto para
nuestra Diosa. Que no quede rastro alguno de tu presencia en la lejana Etiopía.
—Sí, mi señor.

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Los ojos opacos y oscuros de la máscara fueron a parar hasta el portador
de la Virgen: el más poderoso de todos ellos, aquel al que con más tacto debía
tratar. Sabía que hasta la fecha había actuado bien: dejando en total libertad al
hindú se había ganado su fiel obediencia.
—Shaka de Virgo, tu destino será la Isla de la Muerte. Me han llegado
noticias acerca de la caída de Guilty, así como de la ascensión al poder de una
redada de renegados. Castiga a ese ejército impuro y elimina a su líder, que
nadie quede sin pagar por tal insolencia.
Asintió, abandonando la sala en completo mutismo, tal y como había
entrado. Dejaría Atenas durante un breve paréntesis de tiempo, el necesario
para erradicar aquella maldad de la que le habían hecho cargo…
Y para que su rencuentro con Kongorikishi se produjera.

-2-

Bostezó, presa del aburrimiento.


Llevaba un buen rato sentado leyendo enormes libros de historia, física y
matemáticas, con la mente volando por mundos dispares a las ecuaciones y
parentescos entre dioses que su maestro había tratado de explicarle mil y una
veces.
No es que no fuese inteligente, todo lo contrario. Pero las largas ausencias
de Mu, las cuales últimamente eran frecuentes, invitaban a escaparse del
estudio y dar rienda suelta a la imaginación en aquella torre ahora sólo ocupada
por él.
Se asomó a un ventanal para comprobar que el exterior seguía desolado,
sin nadie a varios kilómetros a la redonda. El sol brillaba con ímpetu, llenándole
de energía y renovando sus fuerzas. Pese a no contar con ningún compañero de
juegos, sabía bien cómo entretenerse. Tras abandonar su habitación subió las
escalinatas de caracol que llevaban a lo alto de la torre de Jamir, llamando su
atención los dorados brillos de la armadura de Aries.
La observó desde el marco de la puerta. Juntos la habían reparado y
tratado en multitud de ocasiones. Al convertirse en el ayudante oficial del único
alquimista existente, conocía pese a su corta edad todos los entresijos de las
complicadas tareas de restauración, los usos de las herramientas celestes,

76
incluso los síntomas mostrados por el metal para la correcta subsanación de
daños.
Pero más que la armadura, eran los recipientes de vivos colores que
aguardaban sobre las encimeras lo que le atraía como la luz a una polilla. Su
maestro le había dicho explícitamente antes de partir que bajo ningún concepto
entrase en esa dependencia. Pero le había visto trabajar con tanto ahínco noche
tras noche en aquel lugar…
—Con todo lo que he estudiado de química, seguro que puedo acabar
estas pociones. ¡Así el señor Mu las encontrará terminadas cuando haya
regresado!
Una deslumbrante sonrisa se dibujó en la cara del aprendiz mientras iba
colocando las probetas y demás enseres sobre la mesa de trabajo.
La misma torre en la que se encontraba al fin era visible en el horizonte,
tras una dura travesía de vuelta.
El primero de los caballeros de Oro detuvo su andar para tomarse un
descanso. Llevaba meses inmerso en la mejora del polvo de estrellas, y para ello
necesitaba proveerse periódicamente de ciertos elementos minerales que sólo se
encontraban en lugares poco accesibles, cercanos a la frontera con la India. No
le gustaba dejar solo a su alumno, pero confiaba en que así éste ganaría en
madurez, además de aclimatarse al solitario destino que aguardaba a los
guerreros de la Casa con la que daba inicio el Zodiaco.
Gracias a aquel niño los años habían sido más llevaderos, puesto que al
estar dedicado por completo a su formación y la investigación, el tiempo
transcurría con una velocidad rabiosa.
Le había hablado de muchos aspectos de la vida de caballero, pero no
había creído conveniente hacerle conocedor de su verdadera situación: en
realidad, lo que estaban haciendo era esperar. En el momento menos pensado la
señal del armero llegaría, y su intuición le decía que ese día estaba cercano.
Dio por concluida la breve pausa, pero tras apenas haber dado unos
pasos, una fuerte explosión retumbó por el valle. Observó con espanto la
columna de humo que brotaba de la magistral torre, hogar desde hacía milenios
de los de su estirpe.
A toda velocidad alcanzó la morada, dirigiéndose de inmediato al lugar
donde supuso que se encontraba su joven pupilo. No se equivocó. El espectáculo

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merecía cualquier calificativo menos el de alentador: escombros, estanterías
caídas, un fuerte olor a sustancias químicas mezcladas en errónea
combinación… por fortuna no se había iniciado un incendio, y la armadura del
Carnero había resultado ilesa.
—¡Kiki! ¿Puedes oírme? —exclamó alarmado mientras rebuscaba entre el
desastre.
Le oyó toser no demasiado lejos, a lo que respondió apartando la pila de
libros y piedras sueltas que le sepultaban. Le ayudó a salir, analizando con el
susto en el cuerpo su estado. El discípulo había tenido suerte; salvo algunas
contusiones y los pulmones irritados por la inhalación de los vapores tóxicos, no
había sufrido daños.
La preocupación inicial dio paso al enfado, tras comprobar que el trabajo
de aquel año había quedado reducido a la nada por una desobediencia.
—¡Creo recordar haberte dicho que no entrases en esta habitación bajo
ningún concepto!
Mu era una persona serena y paciente, pero aquello había sido la gota que
colmó el vaso, reprendiéndole con tono de voz y gesto duro.
—Estoy cansado de tus travesuras. Ya tienes ocho años, ¿cómo voy a
tenerte como alumno si ni siquiera puedo confiar en ti? Ve a tu habitación y
sigue con las lecciones, estoy seguro de que no has terminado de estudiarlas.
El niño bajó la mirada visiblemente avergonzado, obedeciendo. Tras
quedar a solas en medio del desastre, Mu empezó a recoger bajo los efectos del
monumental disgusto que le invadía. Pero a medida que avanzaban los minutos,
la calma regresó para hacerle sopesar la situación.
<<Ya el mal está hecho, no servirá de nada lamentarse o sucumbir a la
furia. Además, no estaba obteniendo los resultados esperados, ahora tengo la
oportunidad de iniciar desde cero los procesos en el orden correcto.>>
Tras haberse dicho esas palabras se despojó de la gruesa capa que le había
protegido del frío en la travesía. Dejó los elementos recolectados en sus
aposentos, dirigiéndose a la habitación contigua, donde su joven protegido se
esforzaba por centrarse en un mar de palabras que de seguro ahora poco sentido
tendrían.

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Se sentó a su lado en la cama observando cómo gruesas lágrimas regaban
el dulce rostro del chico, estrellándose a continuación contra la superficie de
papel y tinta.
Suspiró tratando de ponerse su piel, sabiendo que para él no sólo era su
maestro, sino la única persona a la que tenía en el mundo.
—Kiki… sé que estás pasando por un momento difícil. La preparación no
es sencilla, pero algún día tú serás mi sucesor y vestirás la armadura de Aries,
con todas las responsabilidades que ello implica. Has de estar capacitado para
afrontar duras pruebas, y el saber estar es una de ellas. Lo que has hecho hoy no
ha estado bien. Confié en ti y me marché, esperando encontrarlo todo tal y como
lo dejé. Pero no ha sido así, y ahora tendrás que aceptar las consecuencias.
Esbozó una suave sonrisa, secándole las lágrimas con la mano.
—No saques conclusiones erróneas… el que sea estricto contigo no quiere
decir que no te quiera.
Los grandes e inocentes ojos del niño volvieron a llenarse de miles de
destellos, semejantes a los del hielo reflectando haces de luz.
—Yo sólo quería ayudar, señor Mu.
—Lo sé. Eres audaz y descaradamente avispado, pero no hay espacio en tu
interior para la maldad. Que no se vuelva a repetir.
Kiki asintió, terminando de secarse el rostro con ímpetu. Mientras le
contemplaba, Mu se dijo que era el instante adecuado para adentrar a su pupilo
un paso más en la primera Casa. Deseaba que el mundo entero supiera que
aquel niño pronto sería un prodigioso joven lleno de valor, talento e incalculable
poder.
Quería que el mismísimo Kiki se sintiera, más que nunca, como lo que
era: el siguiente alquimista, la esperanza de todo un linaje, el de los lemurianos,
los supervivientes de Atlántida que seguían perpetuando su historia en el
mundo vinculados a Atenea. Y aún sabiendo de antemano que estaba
rompiendo en parte con la tradición, se levantó y comenzó a andar con paso
seguro hacia la planta baja de la torre.
—Ven.
El aprendiz obedeció a su maestro, dispuesto a no darle más sobresaltos
por una buena temporada, pero sustancialmente por la fascinación que éste le
producía. Nunca se lo había dicho abiertamente, pero odiaba sus ausencias.

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—¿Sabrías explicarme su significado? —le preguntó Mu tras haberle
hecho sentar en el suelo y traer consigo varios útiles, a la par que señalaba la
parte superior de su rostro, adornado con las dos variantes de bindi.
—Pues… indican que el que las lleva es un guerrero de Aries —afirmó no
sin cierta duda.
El grabado en la piel era parte del ritual de iniciación. Debido a que el
entrenamiento no había llegado a su fin, y en especial por su corta edad, la
ingesta de la Piedra filosofal no sería posible, o le condenaría a una larga vida
dentro de un cuerpo que ni siquiera había alcanzado la adolescencia. Pero ello
no resultaba impedimento para lo que a continuación sucedería.
—Como futuro defensor de nuestra Casa y mi heredero, tú también las
portarás.
Conmovido y fascinado, de los jóvenes labios no brotó ni una sola queja
cuando su mentor eliminó ambas cejas y grabó las consabidas señales, las cuales
eran de un tamaño algo superior al habitual para que estuvieran en consonancia
cuando alcanzara la edad adulta.
Mu tomó entre sus manos el recipiente que contenía las últimas reservas
de polvo de estrellas; una vez éste diluido, mojó su pulgar, pasando el celestial
líquido por ambas marcas y los arcos superiores de los ojos, asegurando que así
permanecerían inalterables.
—Cuando hayas cumplido dieciocho años, el ritual se completará. Hasta
ese entonces entrégate a tu formación, y algún día serás tú quien transmitirá el
legado durante una generación más.
Había criado a aquel niño, por lo que no sólo le había visto crecer como
aprendiz en sus habilidades y destrezas, sino también en lo concerniente a lo
personal. Gran parte de la comunicación que entre ellos se establecía era
sensorial, un intercambio de imágenes transmitidas a la mente y corazón gracias
al poder de sus cosmos. Por ello, y por conocerle como a la palma de su mano, le
instó, sabedor de lo que estaba tramando.
—Vamos, ve a mirarte al espejo…
La sonrisa obtenida como respuesta pareció iluminar la modesta sala. Le
dejó partir corriendo en búsqueda del requerido objeto, quedándose a solas.
Mientras recogía los utensilios, Mu se preguntó si Shion había tenido
tantas dudas, tantos pesares y a la vez tantas satisfacciones al ejercer de

80
maestro, o simplemente si el disfrutar de la evolución del pupilo había supuesto
el único apoyo personal en tiempos oscuros. En silencio, como tantas veces, se
permitió el lujo de echarle de menos. Pero sólo unos segundos, los suficientes
para volver a ser un mentor del que el Patriarca, dondequiera que estuviese,
pudiera sentirse orgulloso.

-3-

En aquel remoto lugar perdido en medio de la nada, los que sufrían la


condena de quedar atrapados en sus redes iban olvidando paulatinamente lo
referente al mundo exterior.
Para los desdichados que acababan en la Isla de la Muerte, cielo y mar no
eran azules, la brisa no era fresca, ni siquiera las estrellas brillaban durante las
noches. Todo estaba inundado de un calor sofocante, el olor ocre proveniente de
los volcanes y parajes eran tan áridos y desolados como las esperanzas de sus
habitantes.
En un saliente que daba a parar a un peligroso acantilado, un joven
rezaba a pies de la modesta cruz que había construido. El último remanso de paz
que le quedaba había desaparecido a manos de su maestro, dándole a cambio
aquello gracias a lo cual se había apoderado de la más poderosa de las
armaduras existentes.
<< Odia, Ikki >>
<< Odia a tus padres por dejarte huérfano >>
<< Odia a tu hermano por haberte ofrecido en su lugar a venir aquí >>
<< Odia a los restantes caballeros de Bronce, porque llevan tu misma
sangre >>
—Mientras siga viviendo, no te olvidaré, Esmeralda. Ojalá pudiera
haberte sacado de este Infierno.
Tantas lágrimas habían sido vertidas en dicho enclave que el ave Fénix se
veía incapaz de volver a llorar. No había cabida en su pecho para algo más que
no fuese el deseo de eliminar cuanto le recordase a la aberración en que se había
convertido.

81
Ello llevaba a la supresión de sus hermanastros, y la suya propia. Pero
antes debía trazar con frialdad los pasos a seguir. Primero sucumbió al más
visceral de los odios y acabó con quien fuese, a la par, su mentor y asesino.
Con esa sangrienta victoria el noble Ikki había muerto, dando paso al
vigoroso espejismo que quemaba a su paso con el ardor de su fuego interno.
Ataviado con la inmortal armadura, aquella que renacía de sus cenizas
con mayor esplendor, se dijo que nada ni nadie podría hacerle frente en la
consecución de sus propósitos.
Nadie… o eso creía. Un cosmos sobrecogedor surgió repentinamente,
haciéndole buscar el epicentro del que manaba con inocultable asombro.
—¿De dónde proviene semejante energía? ¿Quién posee un cosmos tan
colosal?
El dueño finalmente hizo aparición. Llevaba largo rato analizándole desde
las sombras, observando el ímpetu del guerrero milenario que dormía en el
joven.
>>Tal y como dispuse, nada recuerdas de nuestro encuentro.
—El Rey Mono también se creyó invencible, mas sólo bailaba sin
descanso sobre la palma de Buda, dándose cuenta demasiado tarde para su
infortunio.
—¿Cómo osas compararme con un mono? —bramó, furioso
—Mi nombre es Shaka, y me he visto en la obligación de abandonar mi
Santuario para erradicar la maldad que puebla esta isla… aunque veo que he
llegado demasiado tarde, ya que te me has adelantado, encargándote del líder de
los caballeros negros.
El japonés le observó. La divina presencia y serenidad que manaba del
espigado caballero le aturdieron, pero se esforzó por no dejarse impresionar.
—¡Me encargaré de ti, para que no vuelvas a insultarme ante mis narices!
Explotó su cosmoenergía lanzándole un fenomenal ataque ofensivo, el
cual pareció no causar efecto alguno en el misterioso guerrero portador de
armadura dorada. Atónito, observó cómo las plumas del Fénix se disolvían sin
esfuerzo alguno por parte de su adversario.
<<¿Cómo es posible?>>
—Recuerda que por mucho poder que poseas, siempre habrá alguien por
encima de ti, caballero.

82
Los cánticos en sánscrito inundaron los oídos de Ikki, quien no pudo
hacer nada ante la luz cegadora que le envolvió, sintiendo cómo la totalidad de
su cuerpo sucumbía ante el más intenso de los dolores jamás padecido. Levantó
con dificultad el rostro del suelo, lo suficiente para poder contemplar
nuevamente el del otro.
—Ya que has acabado con el líder, ¿también lo harás conmigo? —
preguntó con voz leve por los efectos del impacto, pero sin menor asomo de
temor en ella.
El caballero de la Virgen le dio la espalda, dispuesto a marchase. Confiaba
en sus visiones y la fina percepción de la que había hecho gala a lo largo de su
existencia. Sabía que el papel de aquel joven guerrero no había acabado, ni
mucho menos, y que ambos como servidores de Buda caminarían en paralelo a
lo largo de un trecho de sus respectivos caminos.
—No puedo arrebatar la vida a alguien cuyos ojos no muestran maldad.
La pureza de tu ser duerme en lo profundo de tu corazón.
Concentró parte de su poder mental, empleándolo en bloquear la
memoria del valeroso guerrero.
—Nada recordarás de este día, al menos hasta la próxima vez que nos
veamos.
Fue así como Shaka se alejó por segunda vez de Ikki, el cuál despertó de
un molesto trance segundos después. Se encontró solo entre la negritud de las
rocas y los destellos rojizos que, sumados a los del anochecer, transformaban el
cielo en una bola incendiaria. Aunque no había nadie a su alrededor, se sintió
abandonado por una dulce energía que momentos antes le había abrazado.
Quizás en sueños, quizás en pesadillas. Pero por mucho que tratase de
olvidarla, ésta quedó ahí, latente en su interior, recordándole que pese a todo el
sufrimiento y los reveses que la vida le había dado, en el fondo seguía siendo el
de siempre.

83
- Capítulo 11 –

—Pero Roshi, Seiya salvó mi vida. No puedo permanecer de brazos


cruzados, he prometido llevarle de vuelta su armadura en plenas facultades.
Sentado como cada día desde hacía más de doscientos años, Dohko de
Libra sostenía la noble y sincera mirada de su más reciente obra.
El joven caballero del Dragón no sólo era el último de los tantos guerreros
a los que hasta la fecha había formado, sino que iba más allá: pese a estar
todavía dando sus primeros pasos como tal y tener innumerables lecciones que
aprender, podía afirmar que Shiryu era el mejor alumno que jamás había
quedado bajo su tutela.
—¿Por qué muestras tanto interés en aquel que claramente te derrotó?
—Él es mi amigo, estoy dispuesto a correr cualquier riesgo con tal de
cumplir mi promesa.
El armero sonrió para sus adentros. Aunque había estado esperando
aquel momento, no se lo diría directamente a su fiel discípulo. Para éste sería
una prueba más a superar, un nuevo paso en su formación.
—De antemano ya sabes que sólo una persona en todo el mundo está
capacitada para la restauración de armaduras.
Shiryu asintió. Su maestro le había regalado innumerables horas de
conversación en las que, con lujo de detalles, le había relatado todo tipo de
historias referentes a los protectores de Atenea, así como viejas leyendas de las
que pudiera extraer experiencias y conocimientos factibles en la batalla.
—Os debéis referir a Mu, el misterioso alquimista de Jamir.
—Jamir es una región prohibida del Tíbet. Tan inaccesibles son sus
montañas y tan irrespirable su aire por la carencia de oxígeno, que hasta los
propios habitantes del Himalaya temen adentrarse en sus parajes.
El Dragón escuchó con atención cada indicación del sabio anciano,
sintiendo un escalofrío al pronunciar éste sus últimas palabras.
—Pero has de saber que ninguno de los incautos que acudió a verle ha
regresado con vida. El camino del caballero es duro y lleno de peligros. Si tu

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corazón seguro está de partir, no te retendré, mas no olvides mi consejo: pase lo
que pase, avanza al frente, no dejes que nada te aparte de la senda.
—Gracias por vuestra confianza, Roshi. Volveré tras haber consumado la
victoria contra los caballeros negros.
Desde su eterna posición y al amparo de la espectacular y milenaria
cascada de Rozan, el guerrero de Libra observó a su querido discípulo partir
hacia lo desconocido. Con él iban las esperanzas de una nueva era: si Shiryu
lograba llegar a Mu, no sólo la valía del joven quedaría demostrada para la
inminente guerra que contra el Santuario pronto se iniciaría, sino que la señal
sería al fin recibida por el heredero de Shion.
Siguió con sus brillantes ojos al japonés, el cual se disponía a bajar por el
sendero que conducía hacia las afueras de Rozan. Dicho andar se vio
interrumpido por una figura que, oculta entre los frondosos bosques de bambú,
contemplaba llena de pena lo inminente.
—Shiryu… ¿vas a volver a irte?
El caballero de Bronce se giró y dejó ambas cajas de Pandora sobre el
suelo, esforzándose por sonreír. Había querido no tener que despedirse y
ahorrarle el mal trago, pero dadas las circunstancias sus buenas intenciones no
serían posibles.
—No te preocupes por mí, Shunrei. He de llevar la armadura reparada a
Seiya. En cuanto hayamos acabado con la revuelta volveré a casa.
Odiaba ver esa expresión amarga. Se acercó a ella mirándola a los ojos,
hablando entre susurros.
—Te lo juro. Nunca te he mentido, y nunca lo haré.
Habían crecido juntos, habiendo hallado en su persona el apoyo que tanta
falta hacía durante los momentos más duros de su entrenamiento. Si había
conseguido hacer realidad su sueño de vestir la armadura, se lo debía sin duda a
su mentor, pero también, y en gran medida, a ella.
Y al igual que la preparación había concluido, nuevos retos, esperanzas,
sacrificios y peligros que afrontar aguardaban al Dragón. Pero también una
dimensión que hasta el momento nunca había sopesado.
Ya no eran los niños que bajo la atenta mirada del ancestral guerrero se
habían conocido años atrás; ahora se encontraban más cercanos a la edad adulta
que a la adolescencia. Dos jóvenes cuyas vidas habían ido paralelas en

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circunstancias extraordinarias, en un paraje privilegiado que ahora les vía
compartir la incertidumbre y dudas concernientes al primer amor.
—Ten cuidado. Rezaré por ti y tus compañeros.
Él asintió con un leve movimiento de la cabeza. Debía partir cuanto antes;
pensar en recorrer largas distancias en el menor tiempo posible le inquietaba,
mas no era dicha ansiedad el motivo por el que su corazón latía con una
intensidad que resultaba desconcertante.
El temor a no ser correspondida que arrastraba se esfumó como la
neblina de la cascada cuando sus labios quedaron sellados en un tímido y dulce
beso, el primero que ambos daban. Ella también cumpliría su promesa, y
aguardaría junto Roshi a que el hombre al que amaba regresara de su cruel
destino.
El mismo Dohko sintió una punzada contradictoria al sentir con su
cosmos la singular despedida entre su ahijada y heredero, pues temía que para
ellos no hubiese esperanza, y que el no tan lejano futuro sólo les deparase dolor
y desgracia.
Pero ese era el sino del guerrero, él lo sabía. Y Shiryu y Shunrei con sus
propias vivencias también lo comprobarían.

-2-

Nunca fue tan breve una despedida,


nunca me creí que fuera definitiva.
Nunca quise tanto a nadie en mi vida,
nunca a un ser extraño le llamé mi familia.
Nunca tuve fe en mi filosofía, nunca tuve yo ni gurú ni guía.
Nunca desprecié una causa perdida,
nunca negaré que son mis favoritas.
Nunca una llama permanece encendida,
nunca aguanté su calor, nunca más, nunca más de un día.
Nunca soporté ser un alma invadida
hasta que vi frente a mí por quien yo moriría.
Ésta es mi Flor de Loto, y yo era su sombra,
ésta es mi Flor de Loto, mi mundo no se aclarará,

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tanto vagar para no conservar nunca nada…
Héroes del silencio, “Flor de loto”

La mañana trascurría apacible, como en un día cualquiera en las altas


cotas del Himalaya. Sin embargo, mientras realizaba sus quehaceres cotidianos,
era incapaz de no pensar en el sueño que había tenido aquella noche, el cuál
seguía tan nítido como si hubiese acabado de despertar.
Vio a un majestuoso dragón surcando el firmamento, deteniendo su vuelo
y posándose sobre la Torre de Jamir. Los profundos ojos de la criatura le
hablaron, y una frase se repetía, perdiéndose en reverberaciones que acababan
por hacerla inaudible.
Te traigo la esperanza de una nueva era.
Para alguien con tan desarrolladas facultades psíquicas como el caballero
de Aries, un mensaje del subconsciente no podía quedar en segundo plano. Así
que pese a tratar de no dotar de mayor importancia de la necesaria a su visión,
optó por el camino de la cautela. Estaba seguro de haber captado reminiscencias
de una energía cósmica en los límites de su territorio, la cual se intensificaba a
medida que las jornadas transcurrían.
Entabló comunicación con su alumno, el cuál debía encontrarse en la
planta inferior inmerso en sus lecciones.
>>Kiki, alguien se acerca. Ya sabes qué has de hacer.
Por su parte, mientras tomaba entre las manos viejos manuscritos que
planeaba estudiar con detenimiento, proyectó sobre la entrada a Jamir una
ilusión, la misma que había servido de escudo a los habitantes del lugar desde
incontables generaciones. En el puente alzado sobre un mortal precipicio quedó
configurada una auténtica pesadilla visual que todo incauto que tratara de
atravesarlo sufriría.
Muchos habían perecido aterrorizados por el “cementerio de armaduras”,
la gran mayoría de los mismos enviados por el Santuario para poner fin a la
resistencia ejercida contra el supuesto Patriarca.
Una multitud de cadáveres y armaduras reducidas a polvo se agolpaban a
ambos lados de la siniestra vía, pero Shiryu, sintiendo que al fin distaba poco de
alcanzar su objetivo, no se dejó mermar por las amenazas que los espíritus
proferían.

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<<Avanzar al frente… que nada me aparte de la senda…>>
Valiéndose de las indicaciones de su maestro, siguió hacia delante, hasta
que al fin se percató de la realidad: no había hecho más que salvar la colosal
caída que separaba la ya cercana Torre de tierra firme.
—Si me hubiese desviado del camino, hubiera corrido la misma suerte
que esos desgraciados —sentenció el joven guerrero, observando los cuerpos
inertes centenares de metros bajo sus pies.
Una vez en terreno seguro contempló la magnífica construcción, pero no
tenía tiempo que invertir en admirar su sobria y singular arquitectura; debía
parlamentar con el alquimista y partir hacia la batalla.
Dejó ambas cajas de Pandora en la tierra, extrañado al no sentir presencia
alguna en el desolado lugar. Tan cansado por el viaje estaba que su paciencia y
nervios de acero comenzaban a agotarse. Nada pudo evitar el sobresalto que se
llevó al ver flotar a su alrededor grandes montones de roca, como por arte de
magia.
—¿Quién anda ahí? —gritó a la par que lanzaba un certero golpe,
convirtiéndolas en grava.
Un quejido infantil sonó a sus espaldas. Al girarse se topó con un niño, el
cual mostraba evidentes signos de no haber aterrizado de buenas maneras sobre
la ruda superficie.
—¡Ten cuidado! ¡Has estado a punto de darme!
—¿Eres Mu, el alquimista de Jamir?
El japonés se posicionó tras ambas cajas en actitud de súplica.
—Por favor, necesito que repares estas armaduras, no hay tiempo que
perder.
Kiki se rascó la cabeza, encogiendo los hombros.
—Yo no soy Mu. No sé donde está, hace días que no aparece por aquí —
mintió.
—¿Cómo que no sabes dónde está? —replicó enervado Shiryu.
Tras sacarle con descaro la lengua, el pequeño lemuriano se
teletransportó de un lado a otro, obligando al caballero a seguirle, desesperado.
Y así hubiese seguido largo rato, dadas las pocas ocasiones en las que podía
divertirse abiertamente con semejante e improvisado compañero de juegos, de
no ser por la tajante voz que se anunció ante ambos.

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—¿Qué es todo este alboroto? ¿Vuelves a excederte en tus travesuras,
Kiki?
Shiryu contempló maravillado al hombre que acababa de entrar en
escena. Ni sus bondadosos y profundos ojos, ni el peculiar aspecto de su
blanquecino rostro desprovisto de cejas le impactaron tanto como la calidez de
su cosmos, el cual parecía llenar todo a su alrededor de calma y serenidad, sin
dejar de deslumbrar por lo poderoso de su condición.
No le cabía duda alguna: había dado con la persona indicada.
—Si es a Mu de Jamir a quien buscas, ante él estás. He de suponer que si a
mí acudes es por motivo evidente, pero dime, ¿quién te envía?
—Soy Shiryu, caballero del Dragón, y vengo en nombre de Roshi, el viejo
maestro. Él me dijo que tú podrías ayudarnos.
Presionando sobre las cajas de Pandora, las maltrechas figuras de bronce
quedaron expuestas.
—Necesito que repares tanto la de mi compañero como la mía. Te lo
ruego, estamos a punto de librar una batalla y no podemos afrontarla con el
cuerpo desnudo.
El corazón de Mu se estremeció. Aquel muchacho no sólo había sido el
primero en siglos en salir airoso de la ilusión del cementerio, sino que resultó
ser la encarnación del Dragón que en estado onírico había visto, la señal de
Dohko que había estado esperando durante largos trece años.
Se acercó a él, hablando en tono carente de cualquier signo asertivo.
—Lamento decirte que tu travesía ha sido inútil. Nada puedo hacer por
estas armaduras. Están muertas.
—¿Muertas?
Asintió.
—El metal divino es poseedor de vida, como tú y yo. Una vez perdida ésta,
nada se puede hacer… excepto una cosa.
El discípulo del armero le dirigió la mirada más intensa que hubiese
sostenido desde que abandonase Atenas en exilio.
—Estoy dispuesto a lo que sea, prometí a mi amigo llevarle a Pegaso en
perfecto estado, y pienso cumplir mi palabra.
—Si tan decidido estás, habrás de entregar tu vida a cambio. Necesito
prácticamente la totalidad de tu sangre para resucitarlas.

89
Kiki palideció, mirando a su maestro espantado.
—¡Pero señor Mu!
No fue necesaria una réplica. El Dragón se despojó con parsimonia de las
vestimentas que cubrían su torso.
—A Seiya debo mi vida. Sin las armaduras estamos destinados a la
derrota, pero si con mi sangre al menos Pegaso puede ser salvada, nos quedará
una posibilidad de ganar. No le fallaré.
Y ante el respetuoso silencio de Aries y el horror de su alumno, el japonés
se abrió las venas con velocísimo gesto, regando de rojo el bronce
desquebrajado.
Mu, sobrecogido por tal generosidad y valor, aguardó al momento preciso
en que el mínimo de sangre necesaria para la restauración hubiese sido vertida.
Sostuvo al joven entre los brazos cuando éste hubo perdido el conocimiento, y
con sendas aplicaciones de su cosmos cerró las heridas de sus muñecas,
depositándole en el suelo.
—Kiki, tráeme las herramientas celestes, polvo de estrellas y también algo
de orichalnum y gammanium.
—¿Va a hacerlo? ¡Hace años que no repara una armadura!
Le instó a obedecer mientras observaba los daños sufridos por el metal. Si
se entregaba de lleno a la labor, quizás pudiera devolverlas a la vida.
El pequeño Aries miraba preocupado al Dragón, pálido e inmóvil.
Haciendo uso de sus poderes telequinésicos hizo un monumental esfuerzo y
llevó al joven hasta el interior de la torre. La hospitalidad era uno de los valores
intrínsecos de los representantes de la primera Casa, y como tal ejerció mientras
oía los agudos sonidos de las herramientas replicando contra el metal.
A pesar de su corta edad, el futuro alquimista supo que aquel día
supondría un cambio total en su vida y en la de su maestro. No ya por la
inesperada visita o lo sorprendente de la situación, sino porque era la primera
vez que veía ese brillo en los ojos de Mu.
Aguardó durante casi dos horas sentado junto al convaleciente, hasta que
al fin el único ser capaz de dar respuesta a las incesantes preguntas que se
agolpaban en su cabeza entró en la habitación.
—¿Ha podido repararlas, señor Mu

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—Sí… no ha sido fácil, pero el sacrificio de Shiryu no ha sido en vano. Su
sentido de la amistad es digno de admiración.
Se sentó junto a su alumno, quedando ambos a un lado del Dragón,
observándole.
—¿Se pondrá bien? —preguntó el niño con tristeza.
—Ha perdido mucha sangre. Ahora mismo debe encontrarse a puertas del
Hades. Que regrese con nosotros o penetre en ellas depende de él. Será mejor
que le dejemos descansar, tenemos que pensar en una estrategia.
Kiki, tras arropar al invitado con sumo cuidado, frunció el ceño tratando
de encontrar sentido a lo que acababa de oír.
—¿Estrategia
—Exacto. Habrá que hacer llegar al caballero de Pegaso su armadura.
Por primera vez en mucho tiempo, Mu volvió a sentirse como lo que era.
El pilar de la rebelión, el estandarte que guiaría a los defensores de la verdadera
Diosa hasta la victoria sobre el traidor que había manchado el Santuario con la
sangre de Shion de Aries.
—Tenemos que cumplir la promesa hecha por nuestro compañero.
Volvió a sentirse… como un caballero de Atenea.

-3-

Ya había pasado tres semanas desde que regresara a las apacibles tierras
de Rozan, y aunque arar las mismas le reportaba una paz antes inusitada, las
mismas imágenes le sacudían en pesadillas.
Pese a sus recuerdos y vivencias, lo único que Shiryu era capaz de ver
ahora era el rostro de Argol de Perseo y sus propios dedos hiriendo
irreversiblemente a sus ojos, como pago necesario para vencer al mítico escudo
de la Medusa.
Había acabado con tal fatal criatura, pero al contrario que Perseo no
había salido airoso a lomos de Pegaso, sino que se había visto obligado a
abandonar a éste y sus restantes compañeros debido a la inminente ceguera.
A nadie había confiado sus temores y pesares, su situación le llenaba de
angustia y frustración, pero debía encontrar el modo de dar con la cura, si no
física, psíquica y moral. Sus hermanastros y la Diosa le esperaban, aguardaban

91
el regreso del noble caballero, ahora más bien un espejismo que desaparecía
ante sus manos al tratar de darle alcance.
Una energía proveniente de la cascada le llevó hasta la misma, y lo que
allí encontró supuso una situación insostenible que no podía tolerar.
—Vaya, vaya… al fin nos encontramos —siseó el extraño, aparecido entre
las milenarias aguas—. Así que la leyenda es cierta, el caballero de Libra
continúa con vida.
—No puedo decir que tu presencia me reconforte, Death Mask de Cáncer.
Pese a ser el primer encuentro de ambos, Dohko reconocía en el siciliano
el hálito de muerte característico de la cuarta Casa del Zodíaco. Según las
tradiciones chinas, la nebulosa del cangrejo alzada en el firmamento era la
puerta hacia el Inframundo, conformando sus atrayentes colores los fuegos
fatuos creados por cientos de cuerpos apilados en estado de descomposición.
Era lo más cruel, perverso y fatídico del Zodíaco. El carroñero de la Orden
había sido enviado para acabar con el enemigo acérrimo del Santuario.
—Me gustaría tomarme mi tiempo en acabar contigo, viejo, pero ansío
una nueva máscara para mi colección. ¡Que tu viaje al Hades sea grato!
Con una sádica sonrisa, el italiano se dispuso a asestar su mortífero golpe,
mas alguien se lo impidió.
—¡No te atrevas a ponerle un solo dedo encima a Roshi!
Allí, desafiante, el joven de rostro vendado cubría con el cuerpo a su
mentor. La situación alimentó su ya de por sí siniestra risa.
—¿Tú, un mero caballerete de Bronce, osa hacerme frente? Lamentarás
haber abierto la boca, niño.
Varios fueron los ataques dados y repelidos, pero ante la aterrorizada
Shunrei la diferencia de fuerzas fue evidente, acabando el noble Shiryu en las
profundas y cristalinas aguas tras una vertiginosa caída.
—¿Por dónde íbamos…? Oh, sí… te haré pagar por tu insolencia, Dohko
de Libra. En nombre del Patriarca acabaré con estos treces años de traición.
—Aún sabiendo que sirves a un impostor, ¿dices ejercer justicia con tus
actos? Mucha sangre ha sido vertida en nombre de aquel al que dices jurar
lealtad.

92
La paciencia de Death Mask no era un bien generoso, pero la
conversación le parecía de lo más entretenida. No ocurriría nada por prolongar
un poco más la agonía de su víctima.
—La sangre ha corrido en incontables ocasiones a lo largo de la historia.
¿Dónde estarían las victorias sin las derrotas? ¿Dónde la gloria sin la barbarie
de los ejércitos? La violencia es necesaria, el fin justifica los medios. Ya he dicho
suficiente, desaparece de una vez, vejestorio.
Pero un bravo alarido volvió a interrumpirle. A lomos de un colosal
remolino y ataviado con la brillante armadura del Dragón, el discípulo del
armero recuperó la fuerza y confianza perdida, encauzando su poder en
defender aquello que quería más que a su vida.
—¡Las atrocidades que proclamas no son dignas de un caballero de
Atenea, Máscara de Muerte!
Explotando su cosmos, Shiryu se lanzó hacia su adversario. Pese a
alcanzar un nivel en su técnica nunca antes visto, éste no bastaba para detener
los propósitos del cuarto guerrero de Oro.
—No eres rival para mí, chico. Es una lástima, ahora que me estaba
divirtiendo…
En su mente volaba la fantasía de reunir a maestro, alumno y jovencita en
el más allá, pero se quedó con las ganas. Ni en sus peores sueños hubiese
imaginado que precisamente sería esa persona la que se lo impediría.
—Enfrentándote a un caballero de Bronce a tu edad, Death Mask…
deberías sentir vergüenza.
Asombrado, el italiano no dio crédito a lo que sus ojos veían.
—¿Mu de Aries? ¿Qué estás haciendo tú en Rozan?
Vistiendo la dorada armadura del carnero, el tibetano le encaró sin perder
un ápice de su característica compostura.
—Si pretendes asesinar a mi aliado, habrás de enfrentarte a mí por
partida doble, pues no sólo atentas contra su vida, sino contra la de Shiryu del
Dragón, el cual es mi compañero. Vuelve sobre tus pasos, o no tendré piedad
alguna.
Gruñendo de puro odio, no le quedó más remedio que postergar la
ejecución para otro encuentro.

93
—No estoy tan loco para enfrentarme a otro caballero de Oro. Esta vez lo
dejaré pasar, pero pagarás por ello, Mu —se giró para grabar con fuego en su
cerebro el rostro del más recientemente nombrado guerrero de entre los
presentes—. No te olvidaré, chico. La próxima vez que nos encontremos, no
vivirás para contarlo.
Tal y como había hecho aparición, la Máscara de la Muerte desapareció
sin dejar rastro. El anciano y sabio Dohko se incorporó con dificultad sobre su
bastón, sin ocultar la enorme alegría que le invadía.
—Mu, amigo mío… no sé como agradecer que hayas salvado la vida al
joven Shiryu. Tu presencia me reconforta.
Una eternidad había trascurrido desde que le viese partir en tras haber
sellado la alianza, pactando unir su lucha a favor de la restauración de la paz y la
proclamación de la reencarnación de Atenea cuando el momento propicio
llegase.
—He esperado a que llegara este día, Dohko. Gracias por vuestra señal,
las deudas entre iguales no han de ser consideradas como tales, por un
compañero estaría dispuesto a lo que fuese necesario.
Ambos sonrieron mientras Kiki, cargando con varios y pesados
embalajes, corría inmerso en una alegría si cabía mayor a la de su mentor por
reencontrarse con Shiryu, puesto que entre ellos se había forjado un estrecho y
emotivo vínculo de amistad.
La noche cayó sobre los Picos de los Cinco Ancianos, y mientras los más
jóvenes compartían techo y fuego en la modesta cabaña, ambos caballeros de
Oro conversaban a la luz de las estrellas. Hablaron de aquellos años, sus
respectivos alumnos y, al fin, la razón de peso por la que se encontraban
reunidos.
—Atenea está en situación de reclamar lo que le corresponde. Se ha
transformado en una mujer poderosa, y según lo que he podido captar se dirige
al Santuario.
Dohko asintió. Debían poner en marcha un plan cuanto antes.
—No puedo abandonar el sello, Mu. Mantendré mi puesto de vigilia y
combatiré desde mi posición, espero que lo comprendas.
—Por supuesto, Roshi. Vuestro discípulo y sus compañeros me han dado
esperanza. La llama de sus espíritus, su entrega y arraigada nobleza han

94
terminado de disipar mis dudas. Confío en ellos, me ocuparé de guiarles en la
consecución de la victoria.
—Shion hubiese estado orgulloso de ti, hijo mío. Que Atenea te dé fuerzas
en esta batalla.
Todos dormían en el humilde refugio para cuando Aries llegó hasta el
mismo. Recordó por unos instantes cuánto dolor y desasosiego reunía su
espíritu aquella fatídica noche de su recalada en Rozan.
Pero tanto padecimiento había dado sus frutos. Más seguro que nunca,
dio por finalizado el descanso de su alumno con la intimidad de la unión de sus
cosmos.
<< Kiki, despierta y vuelve a empacar los enseres.
Tras desperezarse, el niño le miró extrañado, respondiéndole de igual
forma.
<< ¿Adónde vamos, señor Mu ?
Obtuvo a modo de respuesta una emanación cósmica de tal magnitud que
le hizo estremecer. Su maestro y confidente puso tan énfasis y pasión en esas
tres palabras que de inmediato se dispuso a hacer lo pedido.
Era algo que llevaba esperando mucho tiempo, pero no tanto como el
primero de los caballeros de Oro. Allí le esperaba su mayor reto, la recuperación
de su honor, el alzamiento de la Diosa.
Y pese a estar en bandos contrarios… él también aguardaba.

<< Partimos hacia Atenas >>

95
- Capítulo 12 -

“Más grande que la conquista en batalla de mil veces mil hombres, es la


conquista de uno mismo.”
Buda.

Un mismo mar bañaba cada una de las costas a lo largo del planeta. Un
mismo aire era respirado por millones de personas. Un sólo sol entregaba luz a
dichos seres. La naturaleza, en su sabia y perfecta ecuación, conformaba un
paraíso que en teoría a todos llegaba en justa medida.
Pero el mar no era el mismo en Atenas, ni tampoco el sol, el cual brillaba
sobre su piel nacarada, ni el aire salado proveniente del Egeo, llenando sus
pulmones.
Todas esas sensaciones hicieron que al caballero de Aries le invadiera un
cúmulo de recuerdos. Al fin quedaban visibles las puertas al Santuario, lugar en
que se desataría una batalla colosal.
Dos guardas que vigilaban la entrada recalaron en su presencia;
alarmados al contemplar su armadura, hicieron ademán de salir a buscar
refuerzos al grito de la llegada del “desertor”.
Por características intrínsecas del Zodíaco, el carnero era un ser pacífico y
apacible hasta que llegaba el momento de atacar, resultando terribles sus
embestidas.
—Kiki, pase lo que pase, no te separes de mí —dijo a su alumno.
Las pupilas de Mu quedaron reducidas al mínimo cuando haciendo gala
de sus dotes psicoquinésicas les dejó inmóviles en plena carrera. Avanzó hasta
ellos seguido por su pupilo, el cual no pronunció ni una palabra.
—No será necesario que deis la alarma, pronto este Santuario sabrá que
Mu de Aries ha vuelto para recuperar su honor.
Y pasando entre los guardas, asestó sendos golpes a la velocidad de la luz,
quedando éstos inconscientes. No podía permitirse el lujo de tener a las tropas
del Patriarca asediando la primera Casa.
Ambos lemurianos ascendieron por las escalinatas que conducían al
templo del Carnero. En dicho camino encendió su cosmos, alertando a sus once
iguales de su presencia. Atenea y los jóvenes caballeros de Bronce que la

96
custodiaban pronto llegarían. Su deber sería llevarla hasta la Cámara del
Patriarca, en donde se reclamaría su soberanía. Pero no resultaría tan sencillo
desenmascarar tantos años de oscuro poder y mentira. Igualmente, la
posibilidad de serles permitido el paso por las Casas sin ninguna objeción se le
antojaba imposible. Fuese como fuese, elevó el mentón para admirar los
emblemas de Aries tallados en el frontón del pórtico.
—Fui nombrado caballero de Oro hace ya quince años —relató a su
discípulo—. Pero una terrible tragedia me obligó a exiliarme, quedando
manchado mi nombre por una supuesta traición que nunca he cometido. No es
momento de relatarte cada detalle, sólo te diré que nuestra Diosa ha regresado
para traer tiempos de paz, y esa victoria no será sencilla. Lo que vas a presenciar
será parte misma de la historia de esta Orden. Observa, analiza y aprende.
El niño asintió, asimilando las energías cósmicas que poblaban el lugar.
Un siniestro silencio invadía el Santuario; podía olerse la tensión y el peligro,
pero en lugar de sentir temor, lo afrontaba con gallardía.
—¿Ésta es nuestra Casa, señor Mu, de la que tanto me ha hablado? Será
mejor entonces que guardemos las herramientas en su interior.
A él le pareció bien dicha proposición. Mientras se adentraban en la
penumbra de la roca, apuró sus sentidos para distinguir a los presentes en el
recinto, desde los aprendices a los caballeros de Plata, pasando por todos y cada
uno de los dorados. Y allí, entre ellos, se encontraba el guardián del Templo de
la Virgen.
No quería sucumbir a lo que su corazón dictase, puesto que el deber le
llamaba. Ahora lo primordial era la señora de la Justicia, y liderar aquel
inminente enfrentamiento que en breve se desencadenaría. Una a una, las
herramientas celestes, reliquias de tiempos en los que la hija de Zeus estaba
aliada con Atlántida, fueron depositadas en el Templo tras tantos años de
ausencia, y el ambiente pareció llenarse de sobrio júbilo. Pero una conmoción
hizo que aprendiz y maestro quedaran alertados.
—Es el cosmos de Atenea… —murmuró el primero, buscando con espanto
en la mirada la confirmación del segundo—. ¿Qué le ha pasado? Siento dolor y
muerte.
Mu se incorporó. Lo había captado con total nitidez, no era necesario
verlo con sus propios ojos para confirmarlo; en su mente había quedado

97
grabada una estampa, y su alma confirmaba que la visión era real: en la misma
explanada que momentos antes ellos mismos atravesaran, estaba tendido el
cuerpo de la reencarnación de la Diosa, con una flecha de Oro clavada en el
pecho.
Sopesó la situación con velocidad, cambiando de inmediato la estrategia a
seguir. Sólo un reflejo de luz del escudo de Atenea podría retirar aquella flecha,
y el fuego sagrado, ya prendido, marcaría el lento agonizar a la inevitable
muerte del cuerpo humano que daba cabida a la Olímpica.
—No te muestres a ojos de los demás, Kiki. La hora de la verdad ha
llegado, he de someter a una última prueba a esos jóvenes en cuyas manos
queda depositada nuestra esperanza.
Con paso ceremonioso salió al exterior, topándose con los cuatro
caballeros de bronce. En sus miradas, incluso en la apagada del Dragón, podía
leerse la desesperación y la entrega; en sus espíritus, la convicción absoluta de
aquel que no posee duda alguna para con una causa.
—Esperaba vuestra llegada —proclamó—. La vida de Atenea pende de un
hilo, si vuestra intención es salvarla, habréis de atravesar las Casas del Zodíaco
en menos de doce horas, y por tanto, derrotar a quienes las custodian.
Incrédulos, los cuatro hermanastros no ponían creer que el mismo Mu
que les evitara la muerte en el monte Fuji, ahora se mostrase como el primero
de los enemigos a batir.
—¡Mu de Jamir! ¿Por qué nos impides el paso? ¿No estabas de nuestro
lado? —bramó furioso Pegaso.
—Yo me encargaré de él, Seiya. Me has decepcionado Mu, confiaba
plenamente en ti —declaró el Dragón.
Shiryu admiraba al caballero de Aries. Los múltiples encuentros entre
ambos habían dejado huella en él, haciendo aún más intenso el apego la
inminente alianza que mantenía con su maestro. Por todas dichas razones le
dolía encontrarse con semejante obstáculo, pero no había tiempo que perder.
Había jurado proteger a Atenea y así haría, costase lo que costase. Dejándose
guiar por su instinto, se lanzó tras veloz carrera sobre el tibetano, pero ni el más
preciso de sus ataques valió de nada, pues fue neutralizado con un simple
alzamiento mental.

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Sumido en el dolor al empotrarse contra la roca, el Dragón fue consciente
de que nada podrían hacer contra aquel poderosísimo ser. Y, sin embargo, en lo
más recóndito de su interior seguía creyendo en él.
No estaba mal encaminado. Incapaz de permanecer oculto por más
tiempo, el pequeño aprendiz del carnero se materializó. Podía leer en el cosmos
de su mentor la intención real, y dado que éste no era demasiado elocuente,
actuó con desparpajo haciendo de intermediario.
—No debéis temer nada, el señor Mu no quiere enfrentarse a vosotros.
—Kiki está en lo cierto. Vuestra devoción es pura y sincera, pero ni toda la
voluntad del universo os bastará para alzaros con la victoria. Vuestras
armaduras acusan graves daños sufridos a lo largo de los enfrentamientos en los
que os habéis visto envueltos. Observad.
Con un mero toque de uno de sus dedos, el escudo del Dragón, aquel del
que se decía era el más sólido y resistente, se desquebrajó para consternación
general.
—La batalla en la que os vais a encauzar no puede compararse a lo que
hasta ahora habéis vivido. Os enfrentaréis a los caballeros de Oro, los más
poderosos guerreros que podáis imaginar. Acudir a esta batalla con vuestras
armaduras en este estado es como hacerlo sin protección. Dejadme restaurarlas,
mas he de advertiros: como mínimo me llevará una hora hacerlo.
La ansiedad fue la primera en mostrarse en los jóvenes tras la propuesta,
pero tras razonarlo unos segundos, aceptaron. Bajo la atenta mirada del futuro
alquimista, Aries reparó con inusitada velocidad las grietas del metal,
entregándole nueva vida. Cada minuto invertido era un paso hacia la oscuridad,
y por ello al ver como la primera llama sagrada se consumía en lo alto del reloj,
los dueños de las armaduras no pudieron perpetuar el silencio.
—Mu, lamento tener que interrumpirte, pero el tiempo apremia… —
inquirió Seiya.
—Ya he terminado. Vestid ahora vuestros emblemas, caballeros de
Atenea.
Fascinados por el vibrar sobre sus cuerpos de Andrómeda, Cygnus, Draco
y Pegaso, los chicos se mostraron dispuestos a partir hacia lo desconocido.
—¿Lo veis? El señor Mu sólo os quería ayudar —agregó felizmente Kiki.

99
—Si bien hubiese deseado custodiar personalmente a Atenea hasta la
cámara del Patriarca, deberéis partir solos —prosiguió el tibetano—. Nosotros
nos encargaremos de velar a la Diosa, no debéis preocuparos por ella, centraros
en atravesar cada uno de los templos.
Suspiró; por unos segundos se sintió como si estuviese tomando a
aquellos chicos ya no como compañeros, sino como abanderados, protegidos.
Era su deber mostrarles el camino hacia el mayor descubrimiento que todo
caballero debía hacer, y convertirse, por tanto, en algo semejante a un segundo
maestro para los cuatro.
—Aunque vuestras armaduras sean de rango inferior, y pese a la ventaja
que en experiencia y poder posean ellos sobre vosotros, no dejéis que vuestro
ánimo aminore. La valía de un guerrero depende efectivamente de la habilidad y
fortaleza física, pero el verdadero poder de un caballero se encuentra en su
corazón, en la justicia… y en su cosmos.
Cerró los ojos incrementando la energía, logrando que brotase todo un
universo.
—Lo que hace de un caballero de Oro un ser de su condición, es el alcance
y dominio del séptimo sentido. El cosmos habita en vuestro interior, de vosotros
depende encontrarlo. No es algo que se pueda aprender, deberéis emplearlo
para ejercer la justicia como guerreros que sois. Marchad ahora, deprisa, pero
no olvidéis cuanto os he dicho, y sobre todo, no infravaloréis al adversario.
Raudos como el viento, los hermanastros atravesaron el templo de Aries,
iniciando así su desesperada carrera. Kiki observó el gesto sumamente
preocupado de su maestro, el cual seguía con la mirada perdida en el horizonte.
Sabía que mucha sangre sería derramada, pero, ante todo, se preguntó si
el destino traería estabilidad y serenidad al fin, o volvería a condenarle bajo su
yugo a más dolor y frustración. Dependía ahora de su fe y de esos que se
entregaban a la batalla.
Éstos no estaban solos: oculto entre las sombras, había captado el aura en
el Santuario de otro caballero de Bronce, el poseedor de la única armadura cuyo
don consistía en la auto regeneración.
Creía fervientemente en Atenea y los muchachos, no sólo por lo ya
demostrado, sino porque, aunque a nadie se lo hubiese dicho, en Andrómeda,

100
pero especialmente en su hermano el Fénix, había sentido trazas del cosmos de
Shaka.
Y estaba convencido de que ello no podía ser fruto del azar.

-2-

La quietud inundaba cada rincón del templo de la Virgen, puesto que


nadie se atrevía a poner siquiera un pie en él, convirtiendo la sexta Casa en el
más sublime de todos los santuarios, y al guerrero que lo habitaba en una
divinidad a la que adorar.
Shaka de Virgo se había encargado de que así fuera, construyendo sobre
los cimientos de su condición un escudo que le permitiera alejarse de cualquier
humano con el que el contacto no fuese meramente imprescindible. Rodeado de
los entes y espíritus a los que en su eterno estado de levitación veía y sentía, sólo
la pena acumulada le ligaba a la realidad.
Dolor y misericordia, sufrimiento que captaba y vislumbraba allá donde
mirase, viendo muerte en cualquier criatura, una muerte a la que seguía sin
dotar de sentido.
La duda seguía enterrada en su interior, protegiéndose en la más visceral
de sus premisas para no caer en la desesperación.
<<Los Sales… no puedo dejarlos, no puedo abandonar mi tumba…>>
Noche tras noche se preguntaba si había hecho bien en apoyar los
dictados del Patriarca y aceptar sus escuetas órdenes. Aunque su certeza estaba
en precario equilibrio, no veía maldad en el oscuro corazón del Pontífice.
Pero siendo sincero, tampoco veía luz en el suyo. Ni las palabras de Buda
le habían dado consuelo en aquel interminable tiempo, lo cual no hacía sino
incrementar su pesar. Aún así, se mostraba sereno ante la adversidad, fiel a su
principio de servir a una Diosa a la que, decían, era el más próximo.
No fue el agotamiento mental ni la melancolía lo que en esta ocasión le
llevó a detener su transición por los estados subjetivos, sino tres presencias,
cada una de ellas de poderoso significado para él.
Primero, la bondad y calor de una luz demasiado perfecta para ser
terrenal, un cosmos que juró había sentido levemente la noche en que su vida
cambió por completo al entregarse por primera y última vez en cuerpo y alma.

101
Segundo, Kongorikishi, el guerrero a cuya evolución había asistido, aquel
en cuya mente había dejado su propia imagen, y con el que por fin podría
medirse, logrando desenmascarar la verdad de la extraña unión que entre
ambos existía.
Y por último, el único que desde un principio había visto al humano que
era, donde los demás quedaban cegados por su cualidad divina. El ser en quien
no había dejado de pensar desde la fatídica noche en la que rechazó su
propuesta de marchar juntos, decisión que, aunque no quería reconocerlo, había
lamentado tomar mil y una veces.
Ese cosmos pertenecía al hombre que tenía en exclusiva la capacidad de
recordarle que seguía siendo persona. Un cosmos si cabía más potente y
brillante que cuando lo sintió la lejana mañana en que se conocieron, a las
puertas del primero de los Templos.
El ario rompió su meditación para salir hacia el exterior y dejar que la luz
bañara su rostro. Allí, tan lejos que ni su vista hubiese podido distinguir la
esbelta figura, estaba Mu de Aries. Mas pese a esa distancia, le sentía cerca.
Más cerca que nunca.

-3-

Con cara de pocos amigos, Aldebarán de Tauro abandonó las entrañas de


su templo. Una de las afiladas astas de su armadura estaba partida, señal
inequívoca de la derrota.
Pero poco le importaba al brasileño que un simple caballero recién
nombrado se hubiese llevado por delante su seña de identidad; lo que ocupaba
la conciencia era aquella voluntad de hierro y la ferocidad de su cosmos,
amplificado por un aura divina que no sabía bien cómo catalogar.
De brazos cruzados, dejó la mirada suspensa en el vacío cuando una
sensación familiar le invadió. Al girarse hacia las paredes rocosas que
delimitaban su territorio se llevó una grata sorpresa que para nada esperaba.
—¡Mu! ¿Cuándo has llegado? Sentí por unos segundos tu presencia antes,
pero lo atribuí a mi imaginación —comentó, sorprendido por verle tan jovial,
como si los años por él no hubiesen pasado.

102
De tan buen carácter y discreción era el guerrero de Aries que siempre le
había tenido en gran estima. Por ello, cuando le fue comunicado su abandono y
traición al Patriarca no se pronunció al respecto. Decidió seguir ofreciendo sus
servicios al mandatario y la Diosa bajo su custodia, pero nunca había restado un
ápice de confianza al supuesto traidor.
—Mi regreso es mera anécdota comparado con esto… — respondió a
modo de saludo el tibetano, mirando el asta rota—. ¡No puedo creer que hayas
sido vencido, Aldebarán!
El brasileño rió con ahínco, arrancado una sonrisa en su
intercomunicador. Cuánto había echado de menos su sincera compañía…
—Les he dejado pasar, pero Seiya ha sido capaz de hacerme esto.
—Puedo repararla si lo deseas, viejo amigo.
Tauro llevó una mano hasta donde el trozo de Oro debía estar.
—No, será mejor que así quede, me servirá para no dormirme en los
laureles y perfeccionar mi técnica.
Ambos guardaron silencio unos segundos, los suficientes como para que
el guardián de aquella Casa volviera a pronunciarse.
—Cuando Pegaso consiguió asestarme su golpe, pude percibir en él una
energía sublime. Pensé que por unas milésimas de segundo había alcanzado el
séptimo sentido, y posiblemente así fue, pero… me pregunto si en realidad era el
cosmos de Atenea el que le dio alas.
Al verle así, sopesando sus ideas y valores, Mu esbozó una triste sonrisa.
—Yo creo en esos chicos, apoyo su causa y comparto la convicción que
muestran. El que en lo cierto o no estemos, es cuestión de tiempo. Ni estos trece
años han podido mermar mi determinación.
—Siempre me pareciste un hombre honesto. De haber corrido otros
tiempos, no te hubiera dejado en la estacada.
La mano conciliadora del tibetano fue depositada con firmeza sobre el
robusto hombro del segundo de los caballeros de Oro.
—Lo sé. Me alegra haberte visto de nuevo, mas ahora he de marchar.
Atenea necesita mis atenciones.
Y sin más, desapareció en la materia, dejando al imponente y corpulento
guerrero replanteándose si todos aquellos años de fidelidad al Santuario habían

103
sido en vano, mientras la idea de efectivamente haber obrado bajo las órdenes
de un impostor cobraba peso a pasos agigantados.

-4-

En las llamadas Cuatro Verdades Nobles el Iluminado había resumido


todo su conocimiento sobre la vida y lo que la misma implicaba. Y de todas ellas,
dos siempre por delante llevaba el caballero de Virgo.
<< Toda existencia es insatisfactoria y llena de sufrimiento >>

<< De la vida surge un vehemente deseo, el cual implica permanente


esfuerzo por hallar algo estable en un mundo transitorio >>
¿Qué era la felicidad sino una ilusión, un espejismo en un mar de dolor?
¿Dónde quedaban los sacrificios cuando el cuerpo se transformaba en polvo? El
sendero del guerrero estaba plagado de estos pesares, sumados a los de la ya de
por sí asfixiante existencia.
Por vez primera en siglos, el pórtico del templo de la Virgen fue
atravesado por tres sujetos simultáneamente. Permaneció erguido, aguardando
la llegada de los jóvenes que con inusitado descaro habían llegado tan lejos en
aquella cruzada.
Les impediría el paso, fiel a su condición de custodio de la sexta Casa,
mas no era detenerles lo que realmente deseaba: aplacándoles estaba seguro de
atraer hasta sí al hombre a quien estaba esperando, al otro guerrero de Buda.
—¿Osáis entrar sin mi consentimiento? Habéis desencadenado mi ira, y el
castigo que recibiréis será ejemplar.
Caídos de bruces sobre el suelo, los tres jóvenes observaron atónitos al
divino caballero hindú.
—¡No olvidéis lo que nos dijo Aioria! ¡Si abre los ojos, estaremos
perdidos! —recordó el Dragón.
Shaka les observó, leyendo en sus corazones. Como de antemano suponía,
no existía maldad ni codicia alguna en ellos. Su atención quedó centrada en el
menor de todos, en sus profundos y verdes ojos y la bondad que éstos
rezumaban.
—Si hasta aquí habéis llegado, he de suponer que los demás caballeros se
han sumado a la traición permitiéndoos el paso. ¡Pagaréis por ello!
104
En los oídos de los caballeros de bronce resonaron extraños cánticos, los
cuales ganaron velocidad hasta desencadenar el ataque más desgarrador que
habían sufrido: sus propias técnicas eran devueltas por una barrera energética
indestructible.
Al poco yacían en el frío mármol, inconscientes. Shaka, posicionado ante
Andrómeda, sufrió al percibir su agonía. La misericordia era una con él, e
incapaz de soportarlo, se dispuso a acabar con su vida de golpe certero.
Pero el fuego que acompañaba al ave Fénix se lo impidió.
—No perdonaré lo que has hecho a mis hermanos. Prepárate, caballero,
voy a acabar contigo.
Ahí estaba Kongorikishi brillando con esplendor propio, vistiendo al
incombustible Fénix.
—Nada aprendiste de nuestro encuentro, como era de suponer. Mide tus
palabras antes de pronunciarlas, o acabarás por ahogarte en el lago de sangre
sobre el que te sostienes.
Para su estupor, Ikki efectivamente se encontró medio hundido en un
oscuro mar rojo. Se dijo que debía tratarse de algún tipo de ilusión, como las
que él mismo empleaba para base de sus ataques, pero la figura de su oponente,
su voz, y sobre todo su celestial cosmos eran extrañamente conocidos.
Un pinchazo en el cerebro le devolvió la memoria, recordando cada
detalle de lo sucedido en la Isla de la Muerte.
—En aquella ocasión trataste de acabar conmigo, pero cuando supe que
nada podría hacer ante ti, me perdonaste la vida. ¿Por qué? ¡Responde!
—No vi en tu interior maldad, al igual que no la veo ahora. Lamento tener
que sacrificarte en esta ocasión, tu vida será una ofrenda a los Dioses. Como
muestra de mi compasión, te daré a elegir el Infierno en el que morir…
El Fénix sintió que su cuerpo estallaba en insoportable dolor mientras
caía en el vacío. Estando seguro de que acabaría en uno de los terribles mundos
destinados a los que manchaban su alma y ciclo del karma, Virgo dio por
concluido su quehacer.
No debió menospreciarle, puesto que no consiguió darle muerte.
—Crecí en un infierno para formarme como lo que soy en otro. Dudo que
me acepten en esos que me ofreces. ¡Serás tú ahora quién experimente sus
temores más arraigados!

105
Y con rabiosa efectividad, el Puño diabólico impactó en el ario, aunque
sin el pretendido efecto. En lugar de quedar éste sumido en sus tinieblas, fue el
primero el que revivió un episodio de su vida que había quedado enterrado en el
más inaccesible rincón de su corazón.
—Aún sigues bajo los efectos de la Caída a los Infiernos. Sí, a muchos
escapaste, he sido testigo de ello. ¿No recuerdas aquel día, Ikki?
El japonés no dio crédito al encontrarse entre los montones de rocas
distribuidos a lo largo del Limbo. Cerca de donde ambos estaban, un niño
avanzaba lastimosamente portando un bulto entre brazos.
<<No… no puede ser… ¡soy yo, y el bebé que llevo es mi hermano!>>
Se llevó las manos a la cabeza para no tener que oír de nuevo esa voz a la
que tanto odio había mostrado, tratando de evitar la pesadilla.
<<Apenas ya puedes llevarle. ¿Por qué no le dejas aquí? Así podrás salir
con vida. Piénsalo, es sencillo: abandónale, sálvate tú. No más dolor, no más
sufrimiento. >>
<< No más sufrimiento… sufrimiento…>>

Gritó presa del rencor, reconociendo al fin en su rival a aquel ser que le
había acompañado a lo largo de cada uno de sus años de vida.
—¡Eras tú! ¡Maldito seas! ¿Cómo te atreves a indagar en mis recuerdos?
¿Y de ti dicen que eres el más cercano a los Dioses? ¿Por qué entonces sirves al
Patriarca si su alma es oscura y atenta contra la vida de Atenea?
La lealtad del Fénix iba mucho más allá de lo que en principio había
creído. ¿Estaría realmente en lo cierto, sería la muchacha a la que defendían la
supuesta reencarnación de la Olímpica?
¿Encontraría gracias a él una respuesta que diera fin a las dudas que
carcomían su voluntad? Debía averiguarlo, poniéndole a prueba una última vez.
—Tu insolencia ha alcanzado niveles intolerables. Te arrastraré de este
mundo poco a poco, caballero… tendrás el triste honor de ver lo que nunca
debiste.
Sus párpados se abrieron, hipnotizando al valeroso joven con sus
azulísimos iris, los cuales desataron un poder fruto de la unión de todos sus
karmas, fusionándose cuantos guerreros habían portado a la Virgen dorada con

106
anterioridad. Uno a uno, sus cinco sentidos fueron eliminados, quedando
sumido el desafortunado en la nada.
—Ojalá el destino nos hubiese deparado otro final. ¡Muere, caballero!
Hubiese quedado rematado de no haber sido por la cadena de
Andrómeda. Era ahora el menor de los dos hermanos guerreros, aquel que en
contra de la violencia se había pronunciado hacía milenios, el que protegía a la
sangre de su sangre.
—No permitiré que le dañes, aunque sea lo último que haga.
Tan fuerte era el vínculo entre ambos, tan palpable el mutuo amor y la
devoción, que le conmovió profundamente. Allí se vio Shaka de Virgo, entre los
dos jóvenes a los que había quedado unido por designios divinos, luchando
contra un final que no deseaba que llegase. Pero la victoria y la derrota no iban
de la mano, la una necesitaba de la supresión de la otra para darse.
Ikki no veía. No oía. No olía. No hablaba. Ni siquiera podía captar a través
del tacto.
Pero sentía. Y amaba. Con desmedida intensidad. Amaba a la Diosa, y a
su hermano.
<<Shun… sé que puedes oírme… gracias a la supresión de mis sentidos,
he podido alzar mi cosmos hasta el límite…>>
Un destello ardiente le envolvió para asombro del ario, liberado de la
cadena de Andrómeda.
—¿Cómo es posible? ¡Estabas más muerto que vivo! ¿Será que tu cuerpo
es fiel a la leyenda del ave inmortal que renace de sus cenizas?
Quedó atrapado por los musculosos brazos del caballero de Bronce, a la
par que tanto él como el otro implicado pudieron oírle en el interior de sus
mentes.
<< Ahora sé como derrotarte, Shaka. Iré hasta los Infiernos, pero tú
vendrás conmigo. Adiós hermano, protege a Atenea. Si es verdad que existe la
reencarnación, estoy seguro de que volveremos a vernos en nuestra próxima
vida. >>
El cosmos del Fénix estalló con tan vehemencia que se llevó ambos
cuerpos, el de su oponente y el suyo propio, por delante.

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Lágrimas regaron el hermoso rostro de Shun al verse reflejado en la
Virgen dorada. Habían vencido al sexto caballero, pero había perdido, otra vez,
lo que más quería.
Con una salvedad: ya no podría volver a recuperarle. O al menos eso
creía.
-5-

Únicamente quedaba un fuego por consumir en lo alto del reloj sagrado.


La flecha de Oro se hundió un poco más en la carne en cuanto la llama de
Acuario desapareció.
Rodeada por diversos caballeros de Bronce, Atenea luchaba por alzar su
cosmos y entregar sus últimas energías a aquellos que a punto se encontraban
de lograr una proeza. Pero la esperanza parecía inalcanzable, en especial para
Kiki, que no podía entender cómo su maestro permanecía sentado en las
escalinatas de su templo, impasible cuan estatua.
—¡Nuestra Diosa va a morir, señor Mu! ¿Por qué no hace nada? ¿Y si
Seiya y los demás no lo consiguen? ¡Respóndame!
No menos consternación pesaba sobre su maestro, pero cómo explicar a
su joven discípulo que en sus manos no quedaba nada más que evitar la entrada
a las doce Casas de nuevos enemigos… Su papel en aquella guerra era el de la
capitanía, no el del enfrentamiento directo.
De pronto se sintió levitar, como si se sumiese en un trance imposible de
relatar con palabras. Alguien trataba de ponerse en contacto con él a través de la
telepatía.
—Señor Mu, ¿qué ocurre? —inquirió el pequeño lemuriano.
Sin alcanzar a responderle, Aries se incorporó con los ojos clavados en el
vacío y su destreza psíquica desplegada. Al fin reconocía quién se hallaba tras el
otro lado del enlace.
<<Mu… Mu de Aries… ¿puedes oírme?>>
<<Shaka… ¿eres tú?>>
<<Sí… necesito de tu poder mental, estoy atrapado en otra
dimensión.>>
Él sonrió levemente. Pese a lo extravagante de la situación, poder
escuchar su voz de nuevo le llenó de alegría.

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<< Me resulta difícil creer que seas precisamente tú el que me pide
ayuda para salir de un estado subjetivo.>>
<< Si lo hago es porque no estoy solo. Necesito que trates de llevar a mi
acompañante hasta el plano terrenal, con mis fuerzas me es imposible. >>
<< Bien… en el Templo de la Virgen os dejaré pues.>>
Empleando la totalidad de su psicoquinesis accedió, perdiendo el
equilibrio por el tremendísimo esfuerzo realizado. Y mientras su alumno acudía
a sostenerle, en la sexta Casa del Zodíaco era el propio Shaka quien, con un
certero toque en la nuca, devolvía al Fénix en sí.
Ikki abrió los ojos y parpadeó, tratando de ubicarse. No tardó en
reconocer el lugar exacto donde se encontraba.
—Shaka… ¿por qué me has traído de regreso?
El hindú tomó del suelo las partículas de la armadura de Bronce para
dejar que estas cubriesen el cuerpo del joven.
—Porque gracias a ti, mis dudas se han disipado. No hay tiempo que
perder. Tu armadura es la más extraordinaria de cuantas existen, resurge cada
vez con mayor esplendor, como tú. Vamos, dirígete hacia la Cámara del
Patriarca, ejerce tu justicia, guerrero.
Las plumas plateadas volvieron a adherirse al Fénix, el cual tras asentir se
marchó sin mirar atrás. Virgo le observó partir. Por un lado sentía profunda
emoción por ver desplegar sus alas al caballero del que por tanto tiempo había
estado pendiente. Pero por otro, supo que había dedicado trece años de su vida
al servicio incorrecto.
Aún así, estaba seguro de atisbar pureza en el interior del Patriarca al que
había sido leal. ¿Quién se escondía entonces bajo esa máscara? ¿Quién era el
traidor al que Mu había detectado desde el principio?
Pronto lo sabrían.

-6-

La lucha fue encarnizada. Pocos habían creído en las posibilidades reales


que los caballeros de Bronce tenían, pero como un milagro, el potente rayo de
luz reflectado por el escudo de Atenea dio de lleno en su pecho, ahí donde la

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flecha a punto estuvo de atravesar su corazón cuando la última de las llamas se
extinguió.
Los presentes no cupieron en su gozo al ver despertar a la Diosa del
mortal letargo.
—Es hora de partir hacia la Cámara del Patriarca, mi señora — Indicó Mu,
arrodillado en el suelo frente a la Diosa.
Fue así como la bella defensora de la justicia, báculo en mano, inició la
ascensión por las doce Casas acompañada de los sucesivos guerreros que la
recibían a la entrada de sus templos. Primero Aldebarán, luego Aioria, los
supervivientes a la batalla la reconocían como soberana, y se unían al grupo que,
ahora unido, reclamaría el alzamiento de la verdad acabando con la mentira y
traición que habían poblado el recinto.
Mu ascendía seguido de cerca por su joven pupilo, mostrando como
siempre semblante sereno, contradiciendo al intenso replicar de su corazón al
ver aparecer el relieve de las dos vírgenes que adornaban la entrada a la Casa de
Virgo.
Shaka, su guardián, se inclinó ante Atenea para unirse a los demás.
Podría haber completado el camino distante hacia lo alto del Santuario en
compañía de cualquiera de los presentes; sin embargo, ninguno pareció buscar
una explicación a por qué junto al caballero de Aries así hizo.
Milo del Escorpión fue el último de los dorados en sumarse a la comitiva,
llegando al fin a la consabida Cámara, dejando tras de sí un reguero de
compañeros caídos y destrucción. Mientras Atenea insuflaba con su cosmos vida
en los desfallecidos héroes precursores de la proeza, el lemuriano reunió a sus
compañeros de rango en una reunión tan informal como decisiva.
—Como ya sabéis, partí una noche de hace trece años tras la misteriosa
muerte de Aiolos con una convicción —dijo, mirando al guerrero de Leo—. Este
tiempo en exilio me ha servido para estar completamente seguro de mi
corazonada. Aquel al que habéis sido leales, el Patriarca, no es más que un
impostor.
Poco quedaba que demostrar, pero los caballeros de Oro que con vida
quedaban murmuraron, tratando de buscar una respuesta a la macabra
evidencia a la que ya no podían resistirse.
—Tú siempre lo has sabido, ¿verdad, Mu? —preguntó Shaka con tristeza.

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—Sí. Sospeché de una persona incluso antes de que la tragedia se cerniera
sobre este lugar. Con seguridad os afirmo, compañeros, que cuando rompamos
en dos esa oscura máscara, el rostro que veremos no será otro que el de Saga de
Géminis.
Estupefactos ante la revelación, acudieron raudos a la llamada de un
cosmos que se apagaba. Junto a Hyoga, Shiryu, Seiya, Ikki y Shun, los dorados
observaron cómo el que en su día fuese el noble Saga, candidato de peso para
suceder a Shion en su puesto, moría lentamente en brazos de Atenea tras
asestarse a sí mismo un golpe mortal, el mismo con el que había asesinado al
auténtico Patriarca.
—No lloréis, mi Diosa… os he fallado, con mi muerte pagaré por mis
pecados aunque no pueda llegar a expiarlos.
Fue así como el mandato del ilegítimo Pontífice llegó a su fin. Observando
la expresión de serenidad que en el rostro del muerto había quedado, Mu
sentenció.
—Saga padecía un trastorno de doble personalidad, esquizofrenia. La
bondad más pura habitaba en su corazón, unida a la más vil maldad. Que su
nombre no pase a la posteridad como el de un enemigo, sino como el de un gran
guerrero víctima de sus propias circunstancias.
Los tiempos de paz habían sido restaurados. Muchos habían perecido,
pero a cambio otros eran reconocidos como valerosos miembros del Santuario.
En gesto de consideración y honra, los cinco caballeros de Oro regaron con su
sangre las armaduras de los auténticos protagonistas de la epopeya.
Sonrisas y alegría reinaron por doquier, las atenciones para con la Diosa
fueron desmedidas, y tan ensimismados estaban por la felicidad de tenerla entre
ellos y la tristeza por los desaparecidos, que nadie se percató de que las manos
de Virgo y Aries se buscaban la una a la otra, furtivas, entrelazándose por unos
instantes, como queriendo cerciorarse el uno de que la presencia del otro era
real.
-7-

Llovía en Atenas. Pese al esplendor con que el sol había brillado a lo largo
del día, la noche se encargó de contrarrestar los efectos del sofocante calor. El
sonido del agua impactando contra la roca era un regalo del cielo, como si desde

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el Olimpo hubiesen querido purificar el Santuario y llevarse con el maná de los
Dioses los últimos restos de penuria que pudiesen quedar.
Precisamente ahí, bajo la lluvia y a pie de los dos formidables sales
gemelos, Shaka de Virgo aguardaba. No había sido necesario decirle que allí
estaría, pues estaba seguro que como antaño él acudiría a la cita. Tanto había
soñado con ese momento que el transcurrir de los minutos se le antojó eterno y
desesperante.
Pero finalmente, ocurrió.
Habían mantenido la compostura tomando parte en las ceremonias y
trámites celebrados con motivo de la instauración de la paz y la llegada de
Atenea, pero ahora, sin más armaduras que les vistiesen, volvían a ser ellos
mismos.
Se miraron en la distancia, inmóviles. Mu avanzó lentamente hasta la
elevación donde la persona a la que no había dejado de amar ni un solo segundo
aguardaba. Separados por escasa distancia, observaron en sus respectivos
rostros el paso del tiempo.
El ario comprobó cómo los enigmáticos efectos de la alquimia habían
mantenido en suspensión cada uno de sus rasgos, dejando ante él la misma
imagen que contemplase la primera vez que abrió sus ojos.
Por su parte, el descendiente de los atlantes se encontró con el semblante
de siempre, enmarcado en la madurez de la treintena.
Fundiéndose con las gotas de lluvia, lágrimas de felicidad escaparon
traicioneras, cayendo de rodillas sobre la hierba en el más sentido abrazo que
jamás se habían dado. Entre las nubes un claro se formó, permitiendo a los
astros ser testigos de cómo entre besos y sonrisas volvían a estar unidos.
—Siempre creí en ti, pero no podía dejar esto atrás… —susurró Shaka,
apartando los cabellos empapados de la cara del tibetano.
—Y yo nunca dudé que volvería a tu lado —respondió.
El tiempo podía detenerse y la Diosa mostrar benevolencia, ya que en
aquellos instantes nada más hubo en todo el universo para los dos guerreros que
la tan anhelada presencia del otro.

112
-8-

—No mires hasta que así te diga.


Ambos en el sobrio dormitorio del Templo de Virgo, Mu esperó con los
ojos cerrados y una imborrable sonrisa en los labios a que la consabida
indicación llegase. Para cuando ésta fue pronunciada, se encontró con decenas
de velas encendidas a lo largo del suelo de la habitación. Le besó, hasta que la
suave voz de Shaka rompió el silencio.
—¿Estás seguro de que será buena idea permanecer fuera del Jardín de
sales? —preguntó con sensualidad.
—Los oficios por nuestros compañeros caídos ya han sido celebrados.
Atenea está entre nosotros, Aldebarán, Milo y Aioria se han ofrecido para velar
su descanso en la Cámara. Los jóvenes guerreros duermen en Aries en compañía
de mi alumno… —contestó, rozando su cuello con las yemas de los dedos— y el
mundo es perfecto porque tú estás en él.
No se añadió más. Si había una noche ideal para que nadie reparara en la
presencia de los dos en la sexta Casa, sin duda era esa. Sus labios se fundieron a
la par que las túnicas que les vestían, completamente mojadas, resbalaban con
lentitud acabando sobre el mármol.
Tendidos en el humilde lecho de Shaka, volvieron a comunicarse ya no
por palabras, sino mediante caricias, miradas y suspiros. Con entrega, pasión y
ternura hicieron el amor como si la vida en ello se les fuese, en venganza por las
lunas que injustamente les habían sido arrebatadas.

-9-

Los primeros rayos del alba penetraron por el ventanal, tiñendo de rojizo
cada rincón de la dependencia. Algunas velas ya se habían consumido, otras
permanecían encendidas y, entre las mismas, arropados por las sábanas, Shaka
y Mu seguían conversando tras así haber hecho a lo largo de la madrugada.
Intercambiaron impresiones acerca de lo que los años habían supuesto,
de la batalla y la soledad. El ario, con la cabeza apoyada sobre la almohada y a
escasos centímetros del tibetano, miraba constantemente a sus ojos malva

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mientras éste proseguía su apasionante relato. Precisamente, sobre su pequeño
discípulo estaba enfocado en esos instantes.
—Es un niño brillante, sus aptitudes para la alquimia son extraordinarias
—le contó—, tanto como su desproporcionada picaresca. Pero estoy seguro de
que será un gran guerrero, aunque aún le quede mucho por recorrer.
—Eres buen maestro, tu sucesor ha tenido suerte. Y hablando de tu
alumno, ya ha amanecido, debe estar preguntándose dónde estás —dijo, puesto
que aunque desease con toda su alma no verle marchar, así debía ser.
—La última vez que dije que volvería a la noche si nos era posible, me vi
obligado a pasar una eternidad lejos de ti —musitó con tristeza Aries.
—Pues no lo hagas entonces…
Se creó un momento de emoción tan punzante que Shaka no pudo evitar
decirle aquello que su alma encerraba, un mensaje que deseaba que el guerrero
de Aries recordara durante todos los años de vida que finalmente le fuesen
otorgados.
—Pase lo que pase, incluso hasta en el día en que deba llevar a cabo mi
cometido, siempre estaré contigo, Mu… Aquí —susurró, depositando una mano
justo donde latía su corazón.
Las lágrimas acudieron nuevamente a los ojos del alquimista. El sólo
hecho de pensar que algún día volvería a perderle, pero ya de forma
irreversiblemente definitiva, le atormentaba. Por ello tomó su rostro entre las
manos para besar su frente, y a continuación dejarlo apoyado sobre su pecho,
abrazándole con firmeza.
—Hagamos un trato, amor mío… —dijo el primero de los caballeros de
Oro—. No volvamos a mencionar tu misión, dejemos que ésta llegue cuando así
haya de ser. Y hasta ese momento, vivamos cada segundo como si fuese el
último.
—Que así sea.
Se incorporaron, comenzando a vestirse con las ropas ya secas
desperdigadas por el suelo. No se despidieron como habían acordado.
Caminaron juntos hasta la entrada del templo de la Virgen, y una mirada bastó
para dar por finalizada aquella velada, la mejor de sus vidas. El amanecer,
cómplice de su relación desde los inicios de la misma, vio partir hacia el templo
de Aries a su correspondiente custodio. En ambos, una sonrisa, un secreto, un

114
amor que había sobrevivido a trece años de diferencias políticas para resurgir
con aún mayor fuerza.

Tras recorrer las cuatro casas vacías que separaban ambos recintos
sagrados, el lemuriano se adentró en sus aposentos. Los jóvenes héroes aún
dormían, por lo que se instaló en la cocina dispuesto a iniciar los quehaceres del
día a día. Flotaba en una nube, tan abstraído que no se percató de la presencia
de su pupilo, el cual hacía rato que le esperaba.
—Buenos días, señor Mu.
—Buenos días.
El niño esbozó una sincera sonrisa mientras acudía a ayudarle.
—Se le ve distinto esta mañana.
—La presencia de Atenea y la paz me hacen feliz.
Kiki no dijo nada, comenzando a contarle con júbilo los detalles de la
noche que había pasado entre los caballeros de Bronce. Pero aunque no se lo
revelase a su maestro, sabía que la felicidad de éste por supuesto se debía a la
Diosa… pero también a algo más que no había querido reconocer.
El corazón del joven alquimista así lo sabía, pues nunca había visto los
ojos de Mu de Aries sonreír de la forma.
Y ello valía para él más que el brillo de cien estrellas juntas.

115
- Capítulo 13 -

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?


Mientras le ayudaba a cepillar su larga cabellera, Shaka hizo la consabida
pregunta con un deje de tristeza en la voz. Terminó de configurar aquella espesa
trenza violeta para recibir respuesta.
—Unas dos semanas a lo sumo.
Aries le sonrió. Había llegado el momento de iniciar una nueva etapa en
el entrenamiento de su alumno. Desarrolladas las primeras aptitudes y
destrezas en el campo de combate, debían partir hacia Jamir, donde el futuro
alquimista pasaría en completa soledad un total de dos años, con el propósito de
ser capaz por sí mismo de crear la piedra filosofal y profundizar en los misterios
de la materia.
—No me demoraré demasiado, sólo lo justo y necesario para llegar a
Tíbet, dar las últimas indicaciones y emprender el camino de regreso.
El ario asintió, disponiéndose a acompañarle como cada mañana hasta el
exterior, con la salvedad de que en esta ocasión Mu no se marcharía por la
entrada principal, sino por el pórtico posterior, dado que debía acudir a su cita
con Atenea para confirmar la partida.
—Me encantaría ver con mis propios ojos tu tierra, me has hablado tanto
de ella… —comentó, más bien para sus adentros.
Lo que no se esperaba el sexto caballero de Oro era la reacción que
aquellas palabras iban a tener en Aries.
—Pues vente conmigo —susurró éste—. Llevas dieciséis años
prácticamente sin salir de Atenas.
—Pero ya sabes que no debo dej…
—Shaka… —interrumpió con complicidad—. La batalla contra el panteón
de Poseidón ha concluido, vivimos tiempos de paz, nada ocurrirá en tan breve
ausencia. Sólo serán dos semanas, pidamos permiso a la Diosa. Además, sería la
segunda ocasión en que rechazas mi oferta. ¿Desde cuándo eres tan descortés?
—bromeó, tratando así de convencerle.

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En ello le daba la razón. Sólo había abandonado la capital griega para
acudir a la Isla de la Muerte bajo expreso mandato. Por un lado no quería que el
Jardín de Sales quedase sin su permanente custodia, pero por otro…
La sonrisa infatigable del carnero logró disipar sus cavilaciones internas.
En realidad, nada le gustaría más en esos momentos que marchar a su lado
hacia el otro confín del mundo.
—Nunca lo he sido. Vamos, espero que a nuestra señora le parezca buena
idea tus ocurrencias.
Feliz por haberse salido con la suya, el tibetano recibió los primeros y
cálidos rayos del alba, y juntos emprendieron el ascenso hasta el más sublime de
cuantos templos poblaban el Santuario. En el mismo, la Diosa esperaba la
llegada del leal Mu de Aries. Recibirles no hizo sino incrementar la alegría por
tener ante ella a dos de sus mejores guerreros.
—Atenea, disculpad las molestias que os haya podido causar mi citación a
tan tempranas horas —proclamó el representante de la primera Casa.
En lo alto, la actual reencarnación de la divinidad restó importancia al
asunto, alentando a ambos caballeros a romper el protocolo.
—No has de disculparte, caballero de Aries, tanto tu presencia como la del
caballero de Virgo siempre es bienvenida. Y bien, ¿finalmente partirás con tu
discípulo a lo largo de la jornada?
—Sí, mi señora. Tengo previsto dejar Atenas en un margen de dos horas.
—Espero que tengas un viaje apacible, y que tu alumno recoja los frutos
de su esfuerzo en un futuro próximo —dijo la divina mujer.
Fue cuando Shaka, mero figurante hasta ese momento, se pronunció.
—Mi Diosa, si no lo consideráis una merma defensiva, desearía
acompañar a Mu de Aries.
La petición fue hecha con discreción y sinceridad, aguardando ambos
implicados la sentencia. La hija de Zeus pudo ver que entre aquellos dos
hombres había un amor tan profundo que catalogarlo de simple afecto hubiese
sido una ofensa.
Si les dejaba partir, sólo tres caballeros de Oro en toda la Orden
quedarían, pero tantos habían sido los sacrificios hechos por sus guerreros que
no podía negarse. Al igual que había decidido alejar a los jóvenes de Bronce de

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la batalla, si sus superiores podían tener aunque fuese tan sólo un paréntesis de
libertad en sus vidas, lo concedería.
—No permanezcáis fuera de nuestros dominios más tiempo del necesario.
Tenéis mi permiso —concluyó.
Con una nueva reverencia agradecieron las atenciones y dieron por
finalizada la entrevista, disimulando sin demasiado éxito la emoción por el
dictamen recibido.
—¿Dos horas has dicho? —preguntó el hindú, una vez de vuelta en el
templo de la Virgen.
—Sí, he de ultimar ciertos detalles con Kiki. Te esperaremos en las
escalinatas de Aries.
Un breve silencio se creó, alimentado por una intensa curiosidad por
parte de Shaka.
—¿Vas a decírselo?
—Me temo que es momento. No me veo en condiciones de improvisar una
razón por la que vayamos a tener compañía de camino al Himalaya.
Y así, el ligado en karma a Buda le vio marchar para luego desaparecer él
mismo en el interior de su morada, dispuesto a preparar lo indispensable para el
trayecto.
Únicamente había sentido tanta dicha ante una partida: el día en que,
irónicamente, abandonó la India para recalar en Grecia. Casi dos décadas
después, el mismo viaje se repetiría a la inversa, con la salvedad de que éste le
llevaría, en lugar de a las costas helenas, a las cimas que coronaban su país
natal.
-2-

Era tal la quietud de la inmensa biblioteca subterránea que sólo el crujir


de las llamas en las lámparas de aceite lo rompía. De cualquier forma, el
aprendiz de Aries estaba tan centrado en su tarea que ni el sonido de mil rocas
cayendo sobre su cabeza le hubiese supuesto distracción alguna.
Pero la excepción que confirmaba la regla eran los rítmicos e
inconfundibles pasos de su maestro, descendiendo por las escalinatas de
madera que llevaban hasta esa cripta repleta de saber. Se giró una vez le tuvo a

118
sus espaldas, sonriendo unos momentos para volver a depositar su atención en
la delicada tarea que tenía entre manos.
Mu le miró. En el tiempo transcurrido desde que llegasen a Atenas
procedentes de Jamir, su discípulo y protegido había cambiado. A sus once
años, había crecido tanto que de seguir a ese ritmo le superaría en estatura en
plena adolescencia. Su musculatura indicaba que pronto el niño pasaría a ser un
joven de esbelto esplendor; tan sólo la mirada, transparente y viva, permanecía
inalterable, ajena a las desgracias de las que había sido testigo. Y es que pese a
su corta edad, Kiki había presenciado y participado en nada más y nada menos
que en tres contiendas
Ello, sumado a sus cualidades innatas, confirmaba a su mentor que algún
día sería un impecable guerrero al servicio de la Diosa.
—¿Has preparado el equipaje?
—Sí, señor Mu. Lo hice anoche para poder terminar esto antes de irnos.
Aries observó el trabajo de su aprendiz.
—¿Has probado con la aleación que te indiqué la semana pasada?
—El metal ha reaccionado bien. Sólo un poco más…
Unos cuantos toques de cincel y el niño mostró con orgullo su brazalete.
El adorno que solía llevar en el brazo había sido la primera creación de éxito
realizada gracias a sus conocimientos alquímicos. Forjado a partir de partículas
y restos de polvo de estrellas, había tenido que incrementar su radio, dado que
su desarrollo físico le impedía lucirlo como de costumbre.
Mu tomó asiento en la mesa de trabajo donde se encontraba, apartando
los pergaminos que su alumno había estado estudiando. Sólo había algo que le
deportaba más placer que pasar horas relatando parajes de la historia de la
Orden en aquella, la morada secreta de los Aries: ver a Kiki disfrutar también de
ello.
Mientras tomaba un códice y examinaba la evolución de la caligrafía,
buscó palabras concisas para iniciar lo que debía decirle.
—Como ya sabes, es nuestra misión como los primeros caballeros del
Zodíaco velar por la integridad y absoluto secreto de esta biblioteca. Nadie más
que los miembros de la primera Casa deben conocer su existencia, y sólo
nosotros podemos investigar sus documentos, así como legar nuevos, escritos en
la lengua que a mi lado has aprendido.

119
—Sí, lo sé.
Miró a su alrededor, ahí donde los cientos de estanterías de piedra se
desplegaban hacia el infinito, exponiendo documentos que se remontaban a las
primeras generaciones de caballeros de su signo.
—Muchos han dejado su huella en tinta y papel con un propósito —siguió
hablando sosegadamente—. Hoy dejarás atrás Atenas, y pasarás los dos
próximos años de aislamiento en Jamir, donde te erigirás como alquimista
encontrando tu propia técnica partiendo de la base establecida. Pero eso no es
todo, quiero que me escuches con atención, y no olvides mis palabras.
Así hizo el pequeño protegido de Hamal.
—Si algo llegara a pasarme, o si el Apocalipsis se adueñara de esta Orden
en tu ausencia sin haberte proclamado caballero de Aries, será tu deber como mi
heredero restaurar desde las cenizas lo que ahora nos rodea. Sólo tú conocerás
los inicios, sólo tú tendrás la llave para que cuatro mil años de servicio a Atenea
no caigan en el olvido. Habrás de indagar en la historia de nuestros antepasados
y, tomando su ejemplo, levantar las doce Casas, dando con nuevos guerreros
hasta que la reencarnación de la Diosa haya llegado. Esa es, ante todas, nuestra
mayor responsabilidad.
El aprendiz reflexionó. Aunque seguía siendo inquieto, había madurado
en cuanto a la asimilación de conceptos, pero sobre todo en la interiorización de
su verdadero papel. Empezaba a ser consciente de cuan denso era el peso de
estar llamado a ser el siguiente guerrero del carnero, pero lo aceptaba con
humildad y entrega, la misma que había visto en su maestro desde el día en que
le conoció.
—Lo he entendido. Si la fatalidad llegase, cumpliré con mi deber.
Mu suspiró, sintiendo que había transmitido con efectividad tan vital
legado. Pero ahora, superados los trámites obligatorios, se veía en una situación
que había postergado, temeroso de no saber bien cómo tratarla.
Tanto meditó en medio del creciente nerviosismo que su alumno,
extrañado, le miró a los ojos tras captar indecisión con su fina percepción
psíquica mientras se ajustaba el brazalete al cuerpo.
—¿Le ocurre algo, señor Mu?

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El caballero de Oro esbozó una sonrisa mientras se levantaba y cogía
cuantos pergaminos podía transportar, pidiendo a su discípulo que lo mismo
hiciera, a fin de dejarlo todo perfectamente clasificado antes de la partida.
Se obligó a sacar el temido tema mientras atravesaban un pasillo para
meterse en otro, ordenando los documentos para evitar hacer aún más difícil su
búsqueda.
—Kiki… ¿recuerdas que en una ocasión te hablé del amor, y de que éste
no debía conocer trabas que lo cercaran?
—Sí. Fue durante una noche, en la última helada que pasamos en Jamir.
Mu asintió, sin saber cómo abordar lo que quería contarle a su joven
pupilo.
—El amor tiene muchas maneras de expresarse. Puede manifestarse en lo
que se siente hacia una hermana, hacia la Diosa, hacia un amigo… no importa la
forma que adopte, aunque puedas llegar a pensar que no es lo correcto, el
simple hecho de sentirlo ya es algo maravilloso que nada ni nadie ha de quitarte.
El más joven de los dos asentía, mientras que el mayor se reprochaba que
de sus labios salieran un montón de mensajes inconexos. ¿Cómo meter al
inesperado acompañante en la conversación, sin dar un salto extremadamente
brusco en la misma?
—Si te digo esto ahora es para que no lo olvides. Quién sabe, puede que
cuando regreses a Atenas para completar tu formación no recuerde decírtelo, así
que era mejor hacerlo en este momento… y ya que menciono lo del viaje, no nos
iremos solos, el caballero de Virgo nos acompañará.
Para alguien que hablaba de forma tan sosegada, aquel atropellado
discurso no pasó por alto ni para él ni para su alumno, el cual, tras acabar de
colocar el último de los pergaminos, le miró con la sonrisa más grande y
brillante jamás dibujada en su rostro.
—¿Está enamorado de él, verdad?
Tal fue el estupor en el primero de los dorados que el silencio, roto por la
risa del niño, fue afirmativo.
—Yo ya lo sabía desde hace bastante —añadió Kiki.
—¿Y cómo te percataste, si me es posible saberlo? —inquirió, instándole a
caminar hacia la escalinata de salida.

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—Lo dicen sus ojos y sus silencios cuando su nombre es mencionado.
Estaba esperando a que me lo dijera usted mismo, no sé por qué ha tardado
tanto. Además, mejor si viene con nosotros, así el camino será más llevadero.
Mu no lo expresó con palabras, pero se sintió feliz. Kiki no podía siquiera
imaginar lo mucho que aquello significaba para él.
—Y también —añadió por último el pequeño aprendiz—, cuando vivíamos
en Jamir tenía siempre tristeza en la mirada. Me gusta más el señor Mu de
ahora.
No se dijeron más, dejando guardada la conversación en las milenarias
piedras de la biblioteca de Aries y sus corazones. El tiempo apremiaba, debían
ultimar los preparativos finales. Dejarían atrás tierras egeas para regresar a las
gélidas y escarpadas cotas de la cima de la Tierra.

-3-

Sólo los Dioses pueden volar entre Nepal y Tíbet…


porque las nubes están llenas de montañas.
Proverbio nepalí.

Ante la meseta de Tíbet, la zona poblada a más altitud de todo el planeta,


se erigían las colosales formas del Himalaya, o como su propio nombre decía en
el sánscrito originario, “la morada de las nieves perpetuas”.
Allí el aire era tan puro y frío que helaba la piel de aquellos a los que
tocaba, procurando malestar y dificultad para respirar a los extranjeros que se
aventuraban a recorrer sus sobrecogedores parajes. Siguiendo senderos creados
por peregrinos y comerciantes a lo largo de los siglos, el singular trío
proveniente de Atenas se adentraba en el interior del que era uno de los países
más inaccesibles y desconocidos del globo. Los dos nativos avanzaban, felices
por retornar al lugar en el que habían crecido, sin acusar ninguno de los temidos
efectos del “mal de altura”. Por su parte, el hindú, haciendo uso de su cosmos, se
esforzaba por seguirles el ritmo sin perder en ningún momento la sonrisa.
Shaka contemplaba maravillado el contraste creado entre las áridas y
grisáceas tierras, el azul del cielo y el blanco inmaculado que remataba las
cimas, aquellas tras las cuales se encontraba la India. Pese a su fortaleza física,

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debía reconocer lo duro que resultaba conseguir aclimatarse a las condiciones
medioambientales.
—¿Necesitas un descanso? Será mejor que avises, el señor Mu y yo
podemos pasar días enteros de marcha sin darnos cuenta – comentó el aprendiz
de Aries.
—Kiki tiene razón. Tomemos un pequeño descanso, luego nos será
imposible. Debemos llegar a Jamir antes de que la noche caiga, o las heladas
podrían suponer un contratiempo.
Tomaron asiento a un lado del camino, y mientras el pequeño alquimista
corría con júbilo por la ladera para observar el camino desde lo alto, el primero
de los caballeros de Oro se preocupó por el estado del sexto.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, ya he me adaptado al ritmo. No esperaba que el aire fuese dan difícil
de respirar.
Se sonrieron, y los ojos del ario fueron a parar a un punto a lo lejos, en la
cordillera que desde un principio habían causado en él fascinación, la cual
suponía frontera natural entre los países de procedencia de ambos.
—¿No es el monte Everest? —preguntó.
—Exacto. O como aquí le llamamos, Chomolungna, “la Madre del
mundo”.
—Es todo tal y como había imaginado gracias a tus recuerdos…
Así era el Tíbet que Mu le había cedido la primera vez que intercambiaron
visiones en sus respectivas mentes: kilómetros de inhóspitos valles, el arrullar
del viento y gentes tan amables como escasas. Pero ahora, al estar allí junto a él,
vistiendo las sencillas pero resistentes prendas que los viajantes llevaban y
deleitándose por sí mismo con todo lo que le rodeaba, se sintió conmovido.
La entusiasta voz del discípulo del carnero les llamó en lo alto de la
colina; sorteando cuantos desprendimientos de rocas y demás dificultades
geológicas encontraron, le dieron alcance. A sus pies, en dirección sureste,
contemplaron una riada humana, espectáculo que fue recibido con asombro por
parte de Shaka, debido a que encontrar tantas personas juntas en aquellas
tierras constituía un espectáculo.
—Todos los años por estas fechas muchos fieles se disponen a partir hacia
la capital. Aunque desde hace décadas ya no se cuenta con la presencia del Dalai

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Lama, el peregrinaje a la ciudad prohibida es algo que ni el más represivo de los
regímenes políticos podrá desarraigar de este pueblo —dijo Mu, dejando que el
tibetano que llevaba dentro se expresase sin pudor.
Su alumno observaba detenidamente a los cientos de hombres y mujeres
congregados. Dicha visión le producía sensaciones agridulces, puesto que
aunque habían pasado muchos años, conservaba recuerdos de los penosos días
transcurridos al servicio de aquella pareja, semejante a las que de seguro se
encontraban cientos de metros bajo ellos. Se preguntó si él mismo había
formado parte de esas riadas anuales con idéntico destino, ya que lo poco que
podía recordar eran horas de dura travesía a pie y malos tratos.
—¿Ha estado alguna vez en Lhasa, señor Mu?
—Sí. Cuando tenía tu edad mi maestro y yo la visitamos. Él quería que
conservase mi propia identidad cuando fuese armado caballero. Siempre me
decía que el respeto hacia lo que te rodea empieza por el respeto hacia uno
mismo. Si no sabes quién eres, ni de dónde vienes, no puedes saber hacia dónde
vas.
Shaka asintió. No podía estar más de acuerdo con sus palabras, pues se
las había aplicado en innumerables ocasiones.
—Y dicho respeto comienza por aceptar lo que se es, aunque se halle en
disonancia con aquello que te rodea —añadió el ario.
Permanecieron en silencio mientras reflexionaban, siendo Kiki quien
rompiera el paréntesis.
—¿No decía que la noche se nos iba a echar encima? Jamir ya está cerca.
Shaka, ¡serás el primer extraño a la Casa de Aries después de Shiryu que haya
estado ahí!
—Será un honor —respondió con agrado.
Mientras retomaba el camino tras ellos, los cuales conversaban
animadamente, Mu miró una última vez a la caravana, elemento que le había
acompañado a lo largo de su vida. Y con melancolía pensó que en sus días de
juventud, antes de renacer a la inmortalidad, nunca hubiese imaginado que
compartiría su peculiar ritual con las dos personas a las que más quería.

124
-4-

El sol comenzaba a desaparecer en el horizonte para cuando penetraron


en la sobria estructura de la Torre de Jamir. La noche sería clara a juzgar por el
brillo de las estrellas, pero la experiencia dejaba entrever que el frío sería
extremo.
Shaka ayudó a cubrir los ventanales con paneles preparados para aislar
de las temperaturas mientras Mu revisaba las instalaciones. Tal y como
esperaba, todo seguía en buen estado. Quizás hiciesen falta algunas
reparaciones, pero en tal caso, de su alumno dependería hacerlas.
—Kiki, enciende fuego, espero que las reservas de madera no estén
húmedas.
Así hizo el niño, prendiendo las llamas en la tosca chimenea con un buen
montón de leña y grasa de yak. Asimismo, la penumbra sucumbió a los tonos
dorados y el calor que manaba de la acogedora hoguera.
Ambos caballeros de Oro descendieron por la escalera en espiral hasta el
epicentro de la Torre, justo donde el chico avivaba las llamas, escenario de los
rituales de iniciación de los guerreros del carnero. Entre los dos bajaron cuantas
mantas de lana pudieron reunir, creando un sencillo pero reconfortante lugar de
descanso.
Haciendo gala de la tan arraigada hospitalidad, los Aries insistieron hasta
que Virgo accedió a tomar asiento en mullida superficie, mitigando lo helado de
sus manos. Pronto estuvieron reunidos, mientras Mu calentaba y a continuación
servía sendas tazas de té.
—Por lo elevado de la cordillera las borrascas no atraviesan las montañas,
así que aquí apenas llueve o nieva, salvo en zonas puntuales. Cuando llevas toda
la vida alejado de cualquier indicio de civilización, el agua corriente te parece un
milagro —bromeó, haciendo alusión a las comodidades disfrutadas en Atenas,
mientras les tendía la infusión.
Bebieron con agrado. El té se tomaba amargo y espeso en Tíbet,
resultando desagradable para muchos occidentales. Sin embargo, no tardó el
hindú en pedir que su taza fuese nuevamente llenada.
—¿Cuál es la historia de esta Torre? Su arquitectura es singular, debe ser
una construcción única en su género —preguntó entre sorbos.

125
—Dicen las escrituras que se construyó hace tres mil años, pero yo no me
creo que sea tan vieja —respondió con desparpajo el aprendiz.
Shaka rió suavemente. El carácter del niño le parecía encantador.
—Es obra de 4Sheratan, quien fuese el representante de la décima
generación de la Casa de Aries. Antes de su creación los entrenamientos se
sucedían por estos parajes, sin enclave fijo. De él fue la idea de dotar a los
aprendices de un lugar donde residir y a la vez poder profundizar en la alquimia.
Como bien ha dicho mi alumno, de eso hace ya tres mil años, aunque para él
suponga una data… excesiva —comentó, mirando con resignación a su pupilo, el
cual esbozó una pícara sonrisa.
—¿Y qué más has aprendido en tu estudio, Kiki? —quiso saber el portador
de la Virgen.
Entusiasmado por la oportunidad de mostrar sus conocimientos, el
implicado parloteó como nunca acerca de los datos que había alojado en su
memoria. Las horas se sucedieron rápidas entre amena conversación por parte
de los tres. Nunca la fortaleza de los alquimistas recogió tanta dicha en su frío
interior.
Mu seguía hablando cuando la mirada azul del hindú se desvió
ligeramente de la suya. Siguiendo el camino trazado por ésta, reparó en que Kiki
se había quedado dormido a su lado, dándose cuenta entonces de que hacía rato
que no le escuchaba.
—Voy a dejarle en la cama, volveré enseguida —susurró.
Era algo que no hacía desde que su alumno tenía tres años, pero quizás
por lo especial del momento no pudo reprimir el deseo de portarle con cuidado
a la que había sido su habitación hasta el día en que partieron a la batalla.
Le arropó, observándole dormir completamente exhausto. Una parte de él
sucumbió a la tristeza al ser consciente de que tendrían que separarse por vez
primera desde que le encontrase. Mas ese era el sino de los mentores y sus
discípulos. Presenciando la evolución de su protegido, pensó en lo rápido que
había transcurrido el tiempo.
Cerró la puerta para regresar junto a Shaka, el cual, con la espalda
apoyada en la pared más próxima, le invitó a compartir aquella manta que le
cubría.

126
—Sufres por tener que dejarle… —susurró, apoyando la barbilla sobre su
hombro.
—El día en que Shion se marchó y quedé solo aquí, creí que no podría
conocer mayor pena que esa… pero ahora que revivo la situación desde el punto
de vista del maestro, sé que estaba equivocado.
—Es un ser extraordinario. Debes sentirte orgulloso de él.
—Lo estoy. Talento y valía ya posee, es cuestión de dejar que forje su
propio camino.
Así, entre el calor de las brasas y el de sus propios cuerpos, despidieron lo
que restaba de noche. Con el nuevo día abandonarían Jamir, y se iniciaría un
viaje del que el alquimista sólo tenía en claro dos paradas. Le enseñaría los
lugares que habían marcado su existencia, no ya en un enlace mental, sino en la
más estricta y magistral realidad.

-5-

Situado a una respetuosa distancia, el hindú observaba como se producía


la consabida despedida entre alumno y maestro.
El guerrero de Aries, con una rodilla apoyada en el suelo para poder mirar
directamente a los ojos de su discípulo, daba a éste las últimas indicaciones con
voz formal y confidente.
—Saca el mayor provecho posible a estos dos años, Kiki. Pon a prueba tus
conocimientos, investiga en la materia, indaga en los misterios de la ciencia y
deja que el alquimista que duerme en ti salga a la luz.
—Sí, señor Mu.
—A lo largo de este periodo serás dueño y señor de Jamir. Imponte como
tal, respeta este lugar como todos los que te precedieron han hecho, para así
permitir la formación de las siguientes generaciones.
El niño volvió a asentir. En sus ojos había predisposición y seguridad,
pero también temor ante lo desconocido. Le sonrió tratando de imprimirle
ánimos, pues estaba a punto de enfrentarse a una de las etapas más delicadas en
la preparación de todo caballero de la primera Casa.
—Si algo llegase a suceder, tendrás noticias mías. No olvides tu cometido.
Buena suerte.

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Le dejó a pies de la colosal torre para desaparecer en el horizonte con
Shaka. El pequeño lemuriano les siguió con la mirada hasta que sus esbeltas
figuras pasaron a ser tan difusas que imposible era percibirlas.
Decidido a convertirse en un guerrero ejemplar, Kiki penetró en Jamir
tragándose la pena, dispuesto a combatirla a golpe de estudio.
Por su parte, los dos caballeros de Oro caminaron por los abruptos
terrenos sin pronunciar palabra alguna durante varios kilómetros, hasta que
detuvieron su andar en un precipicio.
Tíbet, olvidado del resto de la humanidad, les envolvía en silencio,
consiguiendo que el ser más cercano a los Dioses se cuestionara la verdadera
dimensión de su existencia, sintiéndose insignificante al lado de la gloria de la
naturaleza; se supo precisamente eso, humano, en medio de una nada tan
hermosa como desolada, junto a un dolor que, pese a no provenir de su interior,
calaba tan hondo como si lo fuera.
Consciente de lo que su compañero estaba pasando, le abrazó con fuerza.
Mu hundió el rostro entre sus brazos mientras cerraba los ojos, respirando el
peculiar aroma de sus cabellos, queriendo que el transcurrir del universo se
detuviese, pues para el alquimista ya no había marcha atrás.
—He de acudir a una llamada que no puedo volver a rechazar… pero solo
no podré. Necesito que permanezcas a mi lado.
—Lo haré.
Durante los largos ocho años vividos en el exilio antes de tomar a su
alumno, había reprimido aquel impulso con todas sus fuerzas, mas ahora supo
que era momento de dejarse guiar por el mismo, ser sincero y consecuente con
la verdad que en su corazón ardía, y que con él quería compartir.
Descendieron por valles, sorteando riscos y abismos luchando contra las
ráfagas de viento helado en contraposición con el sol que, implacable, azotaba
sus pieles. Una vez más, ni el mejor de los guerreros podía enfrentarse a la sabia
tierra, ni mucho menos vencerla.
Las horas les llevaron hasta una planicie, bordeando las faldas de una
escarpada cordillera. Tan pronunciado era su vórtice que los nativos temían
explorarla, llenándola de todo tipo de supersticiones y leyendas. Lo que quizás
ignoraba la mayoría de las humildes gentes que hacían uso de los consabidos

128
rumores era, efectivamente, la existencia tras las montañas de algo a lo que no
podían dar explicación.
Mu se detuvo, sumido en sus percepciones y pensamientos. No hizo Virgo
lo mismo, sino que avanzó con lentitud, contrayéndose su rostro por lo que su
alma captaba. A su alrededor se acumulaban cientos de rocas de diversos
tamaños, grabadas con caracteres que hablaban por sí solos en la universal
lengua del dolor.
Distinguió en el suelo las formas de una estructura de madera calcinada,
así como huellas acumuladas durante años de peregrinaje y respeto. Antes de
que Aries lo confirmase, supo dónde se encontraba.
—Los chinos arrasaron con el monasterio durante la noche. Los Lamas
practicaban el pacifismo, era evidente que no tenían nada con lo que defenderse,
y sin embargo no tuvieron piedad. Dispararon contra todo aquello que se
movía, prendieron fuego llevándose vidas y reliquias incalculables… —dijo Mu
emocionado—. Es un milagro que yo sobreviviese, quizá estaba escrito en las
estrellas.
El destino había querido que ambos, durante sendos episodios de sus
vidas, hubiesen sido monjes de Buda. Y Shaka, quien había ejercido dicho papel
hasta edad más tardía, oró por los caídos en sánscrito, el más bello, antiguo y
complicado de los idiomas existentes.
El alquimista acompañó la plegaria; en su memoria habían quedado
grabados muchos sutras, como los graves y monocordes cánticos propios de
aquellas tierras. Hubiese deseado seguir rezando en recuerdo de los que le
encontraron entre las montañas que ahora le llamaban con persistencia, pero
ahí seguía su particular canto de sirena.
Tenía esa sensación tan arraigada como la fascinación y a la vez pavor que
le producía la visión del mar, fruto de la desgracia vivida por sus antepasados,
presente todavía en forma de instinto.
Tomó la mano del portador de la Virgen para no soltarla en los escabrosos
tramos por cubrir en la ascensión. Salvaron las alturas midiendo la estabilidad
de cada milímetro; un paso en falso podía suponer precipitarse en el vacío, y
hasta para caballeros como ellos la caída sería fatal.
Las rachas de aire azotaban con violencia, pero al fin, en lo alto,
distinguieron lo que parecía una abertura excavada en la piedra. Treparon,

129
logrando penetrar en ella, descubriendo que se trataba del inicio de un angosto
y húmedo túnel.
Tras tantear en las resbaladizas paredes, Mu asió con más fuerza la mano
del ario, dejándose guiar por lo que su corazón le dictaba. Tan fuertes eran los
latidos que Shaka podía escucharlos junto a la distorsión de los pasos creado por
el eco.
La gruta se fue estrechando, hasta que se vieron obligados a arrastrarse
en algunos tramos en vertical hacia arriba, haciéndose la atmósfera más
agobiante por la falta de aire. Al fin, Aries vio un haz de luz asomando en lo alto.
Logró salir de la gruta para recalar en una superficie sólida, ayudándole a
salir de la misma. Los cabellos de ambos fueron agitados por el viento, señal
inequívoca de que habían dado con una salida hacia el exterior. Cegados por los
rayos del sol, sus ojos, una vez estuvieron acostumbrados, no dieron crédito a lo
que ante ellos se dibujaba.
En medio de un colosal valle entre hileras montañosas que formaban un
óvalo de caprichosa precisión, se encontraban las cúpulas doradas que
indicaban la entrada a Shamballa, o como otros habían querido llamarla,
Lemuria, la ciudad legendaria donde los supervivientes al hundimiento de
Atlántida habían vivido durante milenios bajo la superficie del planeta.
El alquimista contuvo la respiración, incapaz de encontrar calificativos
suficientes para describir el cúmulo de sentimientos que le agolpaban. Durante
toda su vida había llevado un vacío en el pecho por saber que, en realidad, no
pertenecía a ningún lugar. Adoptado por tibetanos y criado en el país de éstos,
se dejó enamorar por la magia de las áridas tierras en las que había crecido,
adquiriendo sus costumbres y tradiciones con tal de sentirse parte de algo.
Y sin embargo ahora sabía el mundo del que provenía, mitigado por
cientos de fábulas y leyendas… era real.
Al fin pudo reencontrarse con sus orígenes, pero, sobre todo, ser capaz de
expresar lo que su alma durante tanto tiempo había sabido.
—Cuando Kiki me haya relevado como caballero de Aries, y tú ya no
estés… —le dijo con la voz rota— regresaré a Shamballa.
Sin apartar la vista del mayor espectáculo que jamás había contemplado,
Virgo pensó en lo que habría en el interior de la tierra bajo aquel pórtico:

130
cientos, miles de seres dotados de percepción psíquica inaudita, conocimientos
ancestrales y una bondad sin límites.
Pero lo que más se preguntó el corazón del hindú fue si tras aquellas
paredes, unos hipotéticos padres, hermanos o hermanas aguardaban al regreso
del escogido para servir a Atenea.
—Volverás con los tuyos…
El fulgor de los ojos del lemuriano se clavó en los suyos acompañando a
las palabras de su mente y espíritu, las cuáles resonaron nítidas en su interior.
<< Regresaré con los de mi raza… pero mi hogar y mi familia siempre
estarán donde tú, Kiki y mi difunto maestro os encontréis.>>
La contemplaron por minutos que parecieron una eternidad, los
suficientes para que el descendiente de Atlantis postergara lo prometido. Aún su
misión no había concluido, no mientras la Diosa necesitase de sus servicios, su
alumno no hubiese ganado la armadura, y el hombre al que amaba no
encontrase la muerte a pies de los Sales gemelos.
—Yo también quisiera ver el lugar donde nací —musitó Shaka.
Habían estipulado la duración del viaje en unas dos semanas, pero apenas
habían consumido la mitad de los días planeados, por lo que Mu quiso
corresponderle, agradeciendo así el que hubiese estado junto a él en aquel
momento decisivo.
—Varanasi, ¿verdad?
—Sí, a orillas del Ganges.
—Tomando dirección sur y atravesando Katmandú, no nos llevará más de
dos días llegar hasta allí.
Decidido quedaba. Tomó su pálido rostro entre las manos, besando su
frente, sus pómulos, sus labios…
—Vamos, asceta. Nuestro viaje aún no ha concluido.
Divisaron Lemuria una última vez antes de dejarla a sus espaldas,
quedando suspensa en el aire una promesa que algún día sería cumplida. La
milenaria polis tendría que esperar, puesto que la senda de ambos caballeros de
Atenea no terminaba ahí, sino que se prolongaba concretamente hasta la ciudad
de la luz.

-6-

131
- Prólogo -

Siddhartha recorrió gran parte del norte de la India, hoy en día el


actual Nepal, buscando su verdad interior. Descendió de las montañas para
llegar a las llanuras, siendo la ciudad de Benarés (o Varanasi, como se la
conoce en nuestros días) el lugar donde el futuro Iluminado dio su primer
sermón, confiando a cuantos quisieron escucharle las llamadas “Cuatro
verdades nobles”, e iniciando la “Rueda de la ley del Dharma”, sus enseñanzas.

"Benarés…
Más antigua que la historia, más antigua que la tradición,
incluso más antigua que la leyenda, y parece el doble de antigua que
todo ello junto."

Mark Twain

La India era contraste. En su aire cálido podían distinguirse dos


fragancias que, pese a repelerse mutuamente, resultaban indivisibles: la de la
muerte y la vida. Entre sus calles repletas de vivos colores se adivinaba lo gris
de la pobreza. Junto a la miseria más absoluta, nunca faltaba la sonrisa de
aquellos que abarrotaban cada uno de los rincones de esa ciudad que,
bordeando el sagrado Ganges a lo largo de cinco kilómetros, era centro de
peregrinaje desde hacía más de siete mil años. Quizás por ello Buda la había
elegido, dejando impreso su recuerdo en cada ser que la atestaba.
Siguiendo la máxima del viajero, es decir, amoldarse a lo que a uno rodea
cuando se encuentra en tierra ajena, cambiaron las toscas ropas de abrigo
necesarias en el Himalaya por otras livianas, parecidas en fisonomía a los saris
con los que las mujeres vestían sus cuerpos.
Abriéndose paso entre la multitud, Mu admiraba sobrecogido tanta
contradicción, dejándose llevar por el ario, el cual rezumaba felicidad por
recorrer su ciudad y al fin verla con ojos propios. Habían pasado muchos años
desde que el Iluminado le mostrase la realidad, pero hombres, mujeres, niños,

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ancianos, enfermos y moribundos seguían poblando Varanasi, y así seguirían
haciendo durante otros siete milenios.
Shaka sentía paz, como si ese viaje fuese un capítulo pendiente de cerrar
no ya sólo en su vida, sino en una anterior. Los mercaderes se anunciaban entre
el griterío, el sándalo quemado por doquier persistía, impregnando el olfato con
notas dulces, y rítmica percusión de música callejera acompañaba al fiel que
purificaba su alma en el río.
Se abrieron paso entre gentes de todas las condiciones y edades,
apareciendo ante ellos las aguas doradas y los Ghats, escaleras de mármol que
llevaban a las mismas. Era posiblemente una de las mayores diferencias entre
las creencias de Occidente y Oriente: para los primeros, la salvación se
conseguía subiendo las escaleras hacia el Cielo. Sin embargo, allí ésta se hallaba
descendiendo por los desgastados peldaños de la ciudad de Shiva.
Lograron llegar hasta el río, entrando lentamente hasta quedar cubiertas
sus respectivas cinturas. Una anciana oraba cerca de ellos mientras depositaba
una corona de flores en la superficie, llevándose el río los restos recién
obtenidos en un crematorio cercano.
Shaka la contempló, leyendo en su interior profunda tristeza creada por la
pérdida del ser querido, pero a su vez fe y esperanza.
—No has de sentir pesar, buena mujer. Aquí ha abrazado la muerte, al
recibir el Ganges sus cenizas ha roto el ciclo del Karma. Su descanso será eterno.
Los oscuros ojos de la hindú buscaron al dueño de la voz que la alentaba.
Las lágrimas agolparon su rostro arrugado al sentir la luz que irradiaba el joven;
era tan sosegada su aura y tan cálida su presencia, que no podía tratarse de
nadie más que de Él.
Murmurando una sencilla plegaria, la peregrina tomó agua entre sus
manos y la vertió sobre la cabeza de la reencarnación del Iluminado,
bendiciéndole por toda la eternidad. Mismo gesto tuvo con el misterioso
hombre que aguardaba a su lado, mirándola con amables iris de color tan
extraño como el de sus cabellos, pareciendo una de las tantas esculturas que
adornaban los templos por los alrededores.
Virgo y Aries, convertidos en meros practicantes de ritos y tradiciones,
imitaron lo hecho por la mujer una vez solos, regando con las aguas al otro,
fijando lo que les unía. Finalmente, se sumergieron por completo. El ario se

133
supo lleno de satisfacción, libre de pesar. Por su parte, el lemuriano se sintió,
por vez primera, espiritualmente completo.
Sobre uno de los Ghats dejaron que el sol les secase, mientras observaban
el continuo llegar de miles de personas para cumplir la misma pauta.
—Todo cuanto hay aquí me hace pensar que nos pasamos nuestra
existencia buscando lo necesario para vivir, y en realidad, nada de lo que
creemos fundamental es imprescindible —comentó el alquimista.
—Aquel que se permite ver con el alma libre de ataduras llega a esa
conclusión. Ni yo mismo lo hubiese expresado de mejor forma —respondió,
ensimismado.
Había tanto que visitar, y tan poco tiempo…
—Me mostraste tu monasterio. Permite que te lleve al mío, al lugar donde
recibí Su llamada y se me reveló el camino a seguir. Me pregunto si los que
fueron mis hermanos siguen allí.
Una vez secas pieles y ropas, retornaron a los laberintos formados por lo
caótico de las casas sorteando decenas de callejones, siendo uno de los mismos
el que le vio nacer en infrahumanas condiciones. El nativo recordó con precisión
la noche de su huída, el rápido vagar por las calles vacías en la madrugada, los
relieves del muro…
Contemplaron las suntuosas puertas abiertas que conducían al interior
del templo, sabiendo que habían dado con el enclave.
Muchos transeúntes admiraban la sobria belleza, aguardando su turno
para poder rezar ante el mayor tesoro que entre las paredes se encontraba: una
gigantesca estatua de Buda.
En el interior, ultimando las ofrendas y velando por la armonía del
recinto, un monje de edad madura observó a los dos singulares visitantes que
acababan de penetrar en la instancia. Desde que tomase el relevo como máxima
entidad en la comunidad, se había preguntado en multitud de ocasiones qué
habría sido del niño y luego joven divino, escogido por los Dioses según palabras
del sabio, desaparecido misteriosamente una noche de luna llena.
Su corazón se sobresaltó al sentir aquella energía, reconociendo por la
melena dorada al ser que durante tiempo había ocupado sus pensamientos. Con
discreción se acercó hasta ellos, saludándoles con una reverencia a estilo del
país.

134
—Dichosos sean mis ojos, pues al fin te vuelven a ver, elegido.
Shaka no conocía el rostro del hombre que le hablaba, pero sí su voz y
presencia. Con una sonrisa confirmó que se encontraba ante el monje que en el
pasado mostrase tanta preocupación por él, ése que le avisara de la citación del
anciano en su lecho de muerte, momento en que recibió el rosario de ciento
ocho cuentas.
—Dichosos los míos por encontrarte. Más de una década ha pasado desde
mi partida, pero finalmente he retornado al que fue mi refugio, aunque sea por
escasas horas.
Encantados por la anhelada visita, la totalidad de la comunidad cerró las
puertas del monasterio, dedicando lo que restaba de jornada al recién llegado y
su acompañante. Muchos de los presentes le recordaban, y los más jóvenes
habían escuchado durante lustros las historias concernientes a la encarnación
de Buda que había formado parte de ellos hasta los veintiún años. Agradecidos
por la cordialidad mostrada, los guerreros aceptaron la propuesta de pasar ahí
la noche.
El astro rey cedió lugar a las estrellas, bajo las cuales Mu pasó unos
minutos a solas junto a la colosal higuera de los jardines exteriores. Tocó su
corteza con las yemas de los dedos, sintiéndose parte de una historia, la de la
senda de Siddhartha, asimilada en sus días de niñez. Le vio llegar y acarició su
rostro, embriagado por la magia aún presente de aquel día.
—Aquí se inicio tu marcha hacia Atenea —susurró Aries.
—Éste árbol me vio partir una vez, y de nuevo lo hará en cuanto llegue el
amanecer.
—Con una salvedad… en esta ocasión, a los dos tendrá que despedir.
Y así, regresaron al interior a fin de descansar y prepararse para el viaje
de vuelta. Habían sido días breves, pero poco importaba. Quedarían
inmortalizados para siempre en el capítulo de su tragedia que habían escrito por
sí mismos, sin tener que ceñirse al guión prefijado del Santuario.

4Sheratan es, junto con Hamal, el astro más importante de la


constelación de Aries.

135
- Capítulo 14 -

La noche era densa y cerrada. Podría haber sido una como otra cualquiera
en tierras egeas, pero un oscuro presentimiento pesaba sobre el corazón del
caballero de Aries.
Aquel amanecer había percibido una alteración cósmica que no había sido
capaz de catalogar. El Santuario seguía viviendo la merecida paz tras tantas
contiendas, añadiendo el reinado de Atenea en ausencia de Patriarca mayor
seguridad y fortaleza a sus guerreros.
Y, sin embargo, no sólo era ese malestar general lo que preocupaba a su
espíritu; era incapaz de quitarse de la cabeza la mirada que Shaka le había
dirigido bajo los primeros rayos del sol. No había querido preguntarle el por qué
de su súbita tristeza al despedirle, ni tampoco indagar en su interior para
conocer la causa. Quizás no se había atrevido a hacerlo para no confirmar que
Virgo había sentido exactamente lo mismo que él.
Algo en su fuero interno le dijo que aquella sería la última vez que juntos
estarían.
Pese a que sus hábitos le llevaban a despojarse de la armadura a esas
horas para adoptar vestiduras menos formales y descansar, no lo hizo, quería
dar una última ronda por el exterior, convenciéndose de estar alimentando
sospechas levantadas de la nada. Todo seguía tranquilo, apacible.
Pero si así era, ¿por qué la oscuridad en su pecho se hacía cada vez más
grande? Un viento helado le golpeó el rostro, recreando en su piel una sensación
desde tiempos inmemoriales ligada a conexiones espirituales.
¿Cuántos relatos habría leído, e incluso escuchado, sobre el frío que
precedía al encuentro con un alma en pena? Se sorprendió a sí mismo inmerso
en todo tipo de conjeturas sobre algo tan siniestro como era la muerte.
Muchas pérdidas había acusado el recinto sagrado, una de las cuales le
seguía resultando especialmente significativa. El recuerdo de Shion le asaltaba
periódicamente en las más diversas situaciones, pero no recordaba una tan
surrealista como la que estaba viviendo.

136
Reparó en el silencio sepulcral que le rodeaba. Las estrellas parecieron
recluirse tras nubes inexistentes, y los alrededores de la primera de las Casas del
Zodiaco se sumergieron en una oscuridad subjetiva que consiguió estremecerle.
Como siempre que procesaba datos de importancia, sus labios se
movieron solos, murmurando.
—Es como si estuviese reviviendo parajes de las Crónicas oscuras. La
última Guerras Santa tuvo lugar hace más de dos siglos. En esa ocasión una
fuerza diabólica de incomparable poder se desató en este mismo enclave…
Como el primero de los caballeros de Oro, su deber era apurar hasta el
límite los sentidos con tal de percibir cualquier presencia enemiga y defender la
entrada al Santuario. El presentimiento que le había acompañado se materializó
en una figura humana a lo lejos. La silueta del extraño, remarcada por la luz
plateada de la luna, evidenciaba su envergadura.
Analizó su aspecto, la gruesa capa que le cubría, tratando de ver desde su
precavida distancia la cara de quien no dejaba de aproximarse.
—No deis un paso más, o vuestra vida correrá peligro —anunció,
advirtiéndole de la suerte que deparaba a todo aquel que osaba poner un pie en
el Santuario de Atenea sin permiso.
Y dicho recién llegado escrutó su porte diplomático, el tono de voz
estricto, la postura decidida. Pocas horas antes había despertado del sueño
eterno al que fue enviado, sin poder evitar la consumación de la catástrofe. Tras
años bajo el yugo de la no vida, su noble alma, incapaz de abandonar el calor del
mundo terrenal, había deseado en vano volver a encontrarse con él.
Sus deseos al fin se vieron cumplidos, pero no era un momento feliz. Por
mucho orgullo que le deportase verle ejerciendo su cargo con rigor, tenía una
misión que estaba por encima de todo vínculo emotivo.
—No serás capaz de atacarme, Mu, ni de desobedecer a mis órdenes.
—¿Cómo? —respondió incrédulo el lemuriano, adoptando posición de
defensa.
El encapuchado no detuvo su avanzar, por lo que se preparó para la
eminente ofensiva hasta que algo que no esperaba sucedió.
—¿O es que tal vez… ya has olvidado mi rostro?

137
El corazón de Aries dio un vuelco al captar lo poco que la copiosa tela
dejaba entrever del extraño. Una punzada sacudió su cosmos, alborotando la
fina percepción psíquica.
—No… no puede ser. Vos sois…
Su mente volvió a trabajar, consiguiendo las conclusiones hacerle caer en
un pozo de preocupación.
<<Por la sagrada Atenea… me encuentro ante mi difunto maestro. Y si
estoy en lo cierto, sólo hay una explicación válida.>>
—¿Ya no me muestras respeto? ¡Arrodíllate inmediatamente!
El ya de por sí atormentado espíritu de Shion encontró fuerzas para
encauzar la situación. Tal y como había previsto, su discípulo cumplió lo
indicado con pasmosa velocidad. Una vez de espaldas a él, observó a lo lejos los
templos que marcaban la ruta hasta la Diosa de la sabiduría, un sendero que
pronto caería en la desolación de un nuevo combate, el más cruento de todos los
que la memoria de la Orden podía recordar.
Sin muestra alguna de emoción, su voz volvió a proclamarse, haciendo
gala de la perfecta oratoria empleada en vida.
—Visto que te doblegas a mi voluntad sin dudar, Mu, te lo ordeno: tráeme
la cabeza de Atenea en menos de doce horas.
Los ojos del caballero de Oro se abrieron desmesuradamente, aterrados.
Deseó para sus adentros despertar de la pesadilla, pero era real. Su mentor, el
Patriarca, había regresado de la tumba, exigiendo la cabeza de la Olímpica a la
que por tantas décadas había servido.
Y su deber era impedirlo a toda costa.
—Aún viniendo de vos, no puedo acatar esa orden.
Shion iba a reprenderle cuando dos de sus acompañantes, ocultos hasta
entonces, hicieron aparición.
—Ya sabes lo que entraña no cumplir los dictados de un superior, Mu.
Aries alzó el rostro a la par que se incorporaba. Conocía los cosmos de los
dos nuevos llegados, y su instinto para asociar voces con sus dueños resultó de
lo más eficaz. Al despojarse los mismos de sus mortajas, la evidencia fue
palpable.
—¡Death Mask! ¡Afrodita! Entonces mis sospechas son ciertas, ¡vuestras
almas no encontraron descanso y siguen vagando por el mundo de los vivos!

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—¡No somos vulgares fantasmas! —reprendió el sueco, cuya belleza no se
había visto mermada ni siquiera por los efectos de la defunción.
—Hemos regresado por la gracia de Hades. Él nos concedió la nueva vida
a cambio de nuestra fidelidad.
Los temores del tibetano fueron confirmados con evidente
desaprobación.
—¿Habéis accedido a convertiros en marionetas del señor del Inframundo
con tal de una nueva vida? ¿Y vosotros fuisteis dos de los más poderosos
caballeros de Atenea? ¡Es una deshonra!
—¡Cállate! ¡Tú has permanecido vivo estos años! ¿Qué sabrás del horror
que hemos pasado?
Mu sopesó sus posibilidades: entre tres grandes caballeros, debería acudir
a tácticas arriesgadas si quería salir airoso. Reparó entonces en las armaduras
que portaban sus ahora adversarios. El alquimista que era no pudo reconocer el
matiz del metal.
—No son armaduras de Oro las que os visten, su brillo no es dorado, sino
negro, como la insondable oscuridad.
—¡Estás en lo cierto! —contestó con sorna el siciliano—. Como Espectros
del Hades, las sapuri nos protegerán en esta contienda. ¡Pero basta de tanta
cháchara! Si vas a contradecir las órdenes del Maestro y piensas hacernos
frente, no tendré piedad.
El dedo índice de Cáncer se elevaó al cielo, a la par que las Ondas del
Hades eran convocadas. Aries, como buen representante de su signo, era un
guerrero comedido: aguardaba hasta el último segundo antes de arremeter
contra el enemigo. Y cuando así debía hacer, eran recursos meramente
defensivos los que empleaba en un principio.
Era la primera vez que se veía obligado a emplear su habilidad y
conocimiento de la materia de aquella manera. Haciendo gala de la
extraordinaria capacidad telequinésica, atrajo hacia él cuantas partículas le
rodeaba. Iones y protones se condensaron entre las palmas de sus manos,
formando órbitas a gran escala, como harían alrededor de un átomo cualquiera.
Al insuflar su cosmos sobre la microestructura molecular, se forjó un torrente de
energía limpia, brillante e indestructible. Extendió los brazos en un rápido

139
movimiento, propagándola, y formando una barrera que se extendía varios
metros hacia los lados.
—¡Me ha devuelto el ataque! —farfulló la Máscara de la Muerte, rabioso.
—Déjamelo a mí, yo romperé su defensa.
Ni las célebres rosas de Piscis pudieron atravesar el Muro de Cristal. Y
tras el mismo, el tibetano volvió a escudarse en sus advertencias.
—Es inútil tratar de atravesarlo, vuestros ataques serán reflectados.
Shion observaba la depurada técnica de su alumno. En ejecución era
perfecta, pero la barrera tenía un punto débil: la psique de su creador. Si ésta se
doblegaba, la resistencia del cristal cedería, desquebrajándose.
—Ya es suficiente, Mu. Son mis aliados. Si te enfrentas a ellos, te
enfrentas a mí. Disuelve el Muro.
Era obvio que para el Patriarca aquella técnica no escondía secretos. Por
mucho que el actual Aries la hubiese perfeccionado, había sido él mismo quien
se la había enseñado en las duras noches del Himalaya.
—Veo que no me dejas más alternativa que hacerlo por la fuerza.
Aries miró al oscuro rostro sin forma que le hablaba. Saber que el hombre
que representaba su visión de la solidez había manchado el honor de la Casa a la
que ambos pertenecían, le producía un angustioso pesar. Pero en su corazón, el
calor del cosmos de Shion y sus actos pasados prevalecían incluso ante el
inminente reto al que se enfrentaba.
Puede que con ello firmase su sentencia de muerte, pero el alquimista se
dijo que tras la perspectiva de una nueva guerra, debía existir una razón.
Los segundos de silencio y reflexión fueron rotos por un haz cósmico que
desestabilizó la defensa, haciendo que el Muro se desintegrara en cientos de
partículas de luz.
—Vosotros dos, adelantaos y traedme la cabeza de la Diosa – ordenó el
Maestro.
Afrodita y Death Mask no tardaron en ponerse en pie.
—Pasamos muchos años aquí, conocemos cada rincón de este Santuario.
Llegar al Templo de Atenea no nos supondrá problema.
Se dispusieron a atravesar el primero de los Templos, pero su guardián
seguía resistiéndose a permitirlo.

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—Vuelvo a repetir que interponerte en su paso es alzar la mano contra mí.
¿Vas también a atacarme? —amenazó la familiar voz del Patriarca.
El alquimista sintió que estaba en un callejón sin salida. ¿Cómo podía ser
capaz de luchar contra el hombre que había sido maestro y figura paterna para
él? Se negó a aceptar las condiciones impuestas por el otro tibetano,
permaneciendo firme ante el implacable ataque de Cáncer. Si bien no tenía
fuerzas para arremeter contra Shion, no dudaría en hacerlo ante sus antaño
compañeros.
—Soy Mu, caballero de Oro de Aries, y mi deber es defender este templo
de cualquier intromisión enemiga. Cumpliré con mi obligación, aunque me deje
la vida en ello.
—Si es la muerte lo que deseas, la muerte tendrás —respondió Death
Mask.
Un crudo intercambio de golpes se produjo, siendo éste interrumpido por
algo que ninguno de los presentes esperaba. Los meteoros de Pegaso
irrumpieron, incontrolables como el carácter de su hacedor.
—¿Mu, que ésta pasando aquí? ¿Por qué no acabas con ellos de una vez?
Espera… ¡son Afrodita y Máscara de Muerte! ¡Pero si murieron hace tres años!
¿Son fantasmas?
El lemuriano mantuvo la serenidad. La presencia del caballero de Bronce
era, ante todo, inoportuna. Atenea había indicado expresamente que no deseaba
la participación de los cinco jóvenes en otra batalla, otorgando a los dorados de
la autoridad necesaria para impedirles el acceso al Santuario. Sus indicaciones
eran tajantes, por el bien de ellos, aunque les resultase difícil comprenderlo.
Aries, que tan bien conocía la burbujeante personalidad de Seiya, trazó un plan
con toda la rapidez que su mente pudo reunir.
Esperó que Seiya pudiera llegar a comprender sus motivos. Apreciaba
demasiado al japonés y sus hermanastros como para dejarles tomar parte en la
que iba por el camino de convertirse en la más sanguinaria de las luchas jamás
relatada.
—No son fantasmas, han jurado fidelidad al Dios del Inframundo, Hades.
Su rango de caballeros ha sido sustituido por el de Espectros.
—¿Espectros? ¿Pero quién demonios es ese Hades?

141
Mu dio un paso al frente, encarando a sus adversarios. Con la mirada fría
y fija en ellos, sentenció.
—El mayor enemigo de Atenea, el señor de la Muerte. Con la llegada de
sus soldados al Santuario y la declaración explícita de guerra, una batalla sin
igual será desatada. La encarnación de Atenea llegó a este mundo con el
propósito de impedir que Hades se haga con la supremacía absoluta.
—¿Entonces, todo lo que hemos hecho hasta ahora sólo era una
preparación para la batalla final?
La síntesis desesperada de Seiya le pareció, pese a escueta, correcta.
—Si comprendes la magnitud de la situación, márchate ahora mismo.
Atenea os ha vetado el acceso al Santuario a vosotros, los caballeros de Bronce.
—¡Pero eso no tiene sentido! ¡Somos sus caballeros! ¡Lucharé por la Diosa
todo lo que haga falta!
Death Mask, furioso por haber sido interrumpido, arremetió ante el
dolido Seiya de Pegaso, regándole de duros golpes, no encontrando demasiada
resistencia debido a la moral minada y la armadura parcialmente rota.
—Detente, Death Mask… yo le daré el golpe de gracia. Ten al menos esa
consideración.
Los ojos de Seiya se llenaron de lágrimas mientras buscaban
desesperados en los de Mu una señal que le dijera que todo debía ser un
tremendísimo error.
—Descansa en paz, Seiya…
Y encubierta bajo la Extinción de la Luz de las Estrellas, la
teletransportación del cuerpo de Pegaso se consumó, aterrizando junto a su
armadura y la caja de Pandora casi a un kilómetro de allí, en la dura roca del
suelo del Coliseo, irónicamente donde había sido armado caballero años antes.
Los brazos del carnero se alzaron al cielo, firmes, impidiendo el paso.
—Sigues teniendo en tu nobleza sin límites un punto débil. Eres astuto,
pero no conseguirás engañarme. Sé que no has acabado con la vida de ese niño,
mas no me importa, el que se inmiscuya o no me es indiferente. Afrodita,
Máscara de Muerte, cumplid con lo ordenado, traedme su cabeza lo antes
posible —afirmó Shion.
De un elegante salto hacia atrás, Mu impidió que Piscis y Cáncer
atravesaran el Templo, derribándoles con sendos lanzamientos de luz.

142
—Como ya he dicho, protegeré esta Casa a toda costa. No me importa
pagar con mi vida el haberos desobedecido, pero… Máscara de Muerte, Afrodita,
¡nunca perdonaré vuestra traición!
Su mentor observaba cómo la serenidad de la que Mu había hecho gala a
lo largo de toda su vida se transformaba en una energía propia de uno de los
caballeros de Oro más poderosos de cuantos habían existido.
<< Parece que al fin el apacible carnero, el de la imborrable sonrisa, va
a embestir sin redimirse.>>
Piscis y Cáncer cayeron, pero no fue ese el final de la pesadilla para el
lemuriano. La sobrenatural sensación del aire gélido volvió a rodearle,
contemplado desolado que tras la fantasmal figura de Shion, otros Espectros se
materializaban.
—Death Mask y Afrodita no han sido los únicos en unirse a la comitiva.
Uno por uno, Camus de Acuario, Shura de Capricornio y el mismísimo
Saga de Géminis hicieron aparición, ataviados a su vez del metal del Infierno.
—Vosotros… también habéis traicionado a Atenea. No puedo creer que
hombres como vosotros hayan sucumbido a tal calamidad —exclamó Mu,
consternado.
Excalibur y el Cero Absoluto fueron esquivados mediante la
teletransportación. Los enormes recursos mentales que se consumían en dicha
técnica le dejaron al borde el agotamiento. Quedó exhausto sobre el suelo y, al
alzar el rostro, los ojos de su espíritu pudieron ver el mismo espectáculo de
dolor que contemplasen el día en que abandonó el Santuario al despedirse de
Shaka: los tres Espectros, quienes fuesen algunos de los caballeros de Oro de
mayor poder, lloraban lágrimas de sangre.
Viendo su estado, el representante de los gemelos aprovechó la
oportunidad para acabar con él. Sin embargo, Shion no lo permitió.
—No perdáis ni un segundo más, haced lo que debéis. Yo me encargaré de
Mu.
Paralizado por la presión mental del difunto Patriarca, el lemuriano
contempló cómo sus antaño compañeros desaparecían en la negrura de Aries.
Pero su esperanza aún no se había consumido. Un cosmos amigo llegó en el
momento oportuno, sorprendiéndoles al igual que el Fuego Sagrado, prendido
sin previo aviso, marcando la crucial cuenta atrás.

143
—¿Quién lo ha encendido? —bramó el encapuchado.
—He sido yo. Vaya, han pasado muchos años, viejo amigo.
Haciendo esfuerzos sobrehumanos, Mu elevó el rostro lo suficiente para
contemplar el decrépito rostro del armero.
—Roshi…
Era la primera vez que el triángulo quedaba formado con sus tres vértices
presentes: el maestro, el alumno y el nexo de unión entre ambos, el caballero de
Libra que, pese a su porte apacible, sufría.
—Han pasado más de doscientos sesenta y tres años, y creí que nunca
más volvería a verte, pero has regresado. El que un hombre como tú haya caído
en la tentación de la nueva vida me llena de pesar, Shion. Descubre tu rostro,
permíteme ver al que fuese mi inseparable amigo antes de que te devuelva a
donde debes estar.
Mu se obligó a mantener la compostura y no romper a llorar. Era él, con
su melena esmeralda, sus ojos penetrantes, su pálida piel de ancestro
alquimista. Sin embargo, podía percibirse en su constitución algo que
evidenciaba la falta de lo sustancial en todas las criaturas: la vida originaria. Su
cuerpo irradiaba un halo espectral que le rodeaba.
—Veo que el tiempo no nos ha tratado por igual, Dohko… tu cuerpo está
demacrado. El mío, por el contrario, ha recobrado su jovialidad de antaño. ¡No
tienes ninguna posibilidad de salir victorioso si nos enfrentamos, acepta tu
inminente derrota!
—No estés tan seguro de tus palabras.
El viejo maestro rompió la presión mental que el Patriarca realizaba sobre
su alumno, consiguiendo que éste recobrara la movilidad.
—Ve a reagrupar a los demás, Mu. Proteged a la Diosa sin importar el
precio a pagar.
—Sí, Roshi.
El lemuriano se alejó de allí a toda velocidad, adentrándose en el templo
de Aries. Y Shion, cediendo por unos segundos al calvario interno al que se
había postrado, gritó desesperado, en un último intento por retenerle e impedir
que su discípulo perdiese la vida en aquel enfrentamiento encubierto.
—¡Mu! ¡Regresa de inmediato!

144
—No. Vamos a batirnos. Te venceré, y con tu muerte haré que el Shion al
que conocí y aprecié regrese. ¡Prepárate para la lucha!
—Como desees, anciano. Lamentarás lo que has dicho.
Bajo las milenarias piedras de la primera Casa, y con el corazón en un
puño, los inseparables Dohko de Libra y Shion de Aries midieron sus fuerzas en
un encuentro cuyo resultado, apenas unas horas después, sería crucial.

-2-

Shaka de Virgo, la reencarnación de Buda y último eslabón de un karma


que le unía a los anteriores portadores de la Virgen, meditaba en su eterna
postura del loto.
No había en su rostro sombra que denotase temor o tristeza. A lo largo de
su existencia había experimentado e indagado en los aspectos del hombre y su
encarecida lucha contra los elementos en el padecer mismo de la vida.
Su alma respiraba la profunda paz que sólo puede obtenerse al final del
camino. Y es que el sexto caballero había tenido una revelación la noche
anterior. Mientras paseaba por su amado jardín junto el alquimista a la luz de
las estrellas, había observado los capullos de los árboles que poblaban el
majestuoso lugar, depositándose su atención en las primeras flores de cerezo.
<<Qué hermosas son aún sin haberse abierto. Saber que pronto
florecerán me llena de alegría, el ambiente inundado por sus pétalos y el
aroma disperso en el aire es uno de mis espectáculos preferidos; y, sin
embargo, qué pronto marchitan.>>
Los cerezos las reproducían todos los años, desplegando ellas su
encantadora belleza, y tras un corto lapsus de tiempo, desaparecían, dejando
espacio para las siguientes, formando parte de un ciclo eterno e irrompible.
<<Como las personas… Nacemos en nuestro cerezo particular, el
Universo. Nos aferramos a la vida, morimos… pero tras esa muerte, hay más
flores…>>
Una metáfora tan sencilla como aquella le había abierto los ojos a un
sentimiento para él desconocido y anhelado: el vislumbre de la verdad.

145
No supo explicar por qué exactamente, pero Shaka estuvo seguro: pronto
encontraría la respuesta que llevaba buscando desde su primera conversación
con el Iluminado.
Ello le llenaba de gozo, pero a su vez de dolor. Aquella mañana, al
despedirle, supo que no volvería a verle. Mas como habían acordado, nada sería
dicho, hasta el último segundo juntos sería disfrutado como si fuese el último.
Se llevó la mano al cuello, rozando el suave tacto del rosario.
<<Ha pasado de mano en mano durante diez generaciones en este
templo. Así ha sido con un único propósito: que llegara hasta ti. Sólo a ti
pertenece, sólo tú encontrarás el uso adecuado que darle.>>
Las palabras del anciano que se lo entregó en lecho de muerte afloraron.
Guardó el abalorio abriendo una dimensión temporal entre sus manos. Si algo
sabía bien, era que las casualidades o el azar no existían, todo tenía un motivo,
todo ying esperaba a su yang.
El número de las cuentas de aquel rosario forjado por los dioses era
ciento ocho. El mismo número que el de los Espectros de Hades.
Impasible, el ario se preparó para la inminente batalla, la contienda de su
vida. Aquella en la que iba a cumplir la misión a la que había entregado su
existencia, con la que debía cerrar un ciclo.
La Guerra Santa había dado comienzo.

-3-

Aún con lágrimas en los ojos tras haber guiado a la última chispa del
cosmos de Aldebarán en su ascensión hacia el Universo, Mu corría a velocidad
desorbitada por las escalinatas de mármol. La presencia de Atenea le impedía
teletransportarse entre templos, se encontraban a demasiada distancia los unos
de los otros.
Una energía sin parangón brotó del templo de Cáncer, elevándose como
haría un cometa, iluminando la oscura bóveda que les dominaba. Tuvo que
detenerse ante el horror de comprobar cómo el ataque tomaba una trayectoria
definida, estrellándose de lleno contra la sexta Casa.
Shaka…

146
El ruido de la colisión resonó por el Santuario, sumiéndose en un nuevo e
inquietante silencio.
Sabía que él estaría bien, sus poderes tenían una magnitud divina, pero lo
que le hacía no albergar dudas al respecto era que Virgo aún no podía morir. No
podía dejarse derrotar hasta que llegara la hora de cumplir su misiva. Entre los
Sales. Contra un enemigo temible.
Era lo establecido y, por ello, sintió congoja, puesto que las tres preguntas
que su alma gemela se había estado haciendo desde que le conocía, obtendrían
pronto respuesta.
¿Dónde? En el Jardín de Sales.
¿Cuándo? En la nueva Guerra Santa.
¿A manos de quién?
Cerró los ojos, consternado.
A manos de tus propios hermanos.
Tenía que llegar cuanto antes al Templo de Virgo; Aioria debía estar en
problemas, y los de Bronce habían pasado por alto la orden de Atenea, lo cual le
enorgullecía. Volvían a ser el vivo ejemplo de la determinación, aunque no fuese
justo que tuvieran que sufrir los horrores de la batalla nuevamente, sobre todo
de una tan devastadora como la que les esperaba.
Antes de reanudar su ascensión concentró su capacidad psíquica,
entablando comunicación antes de salir al encuentro de su deber.
<<Kiki, el Apocalipsis se cierne sobre el Santuario de Atenea. Ya conoces
el procedimiento que has de seguir si en dos años no tienes noticias mías.>>
Apenas hubo recorrido unos cientos de metros cuando recibió
contestación. Guardó en su interior esas palabras, como si fuesen un tesoro de
valor incalculable.
<<Nuestra Orden estará a salvo, señor Mu.>>
Su alumno había hecho grandes progresos, aquella comunicación a miles
de kilómetros de distancia lo evidenciaba. Rogó a las estrellas que le guiaran si
él se veía imposibilitado para hacerlo, y que Atenea le mantuviera bajo su seno
en el oscuro futuro que les aguardaba.

147
-4-

El pórtico principal del templo de la Virgen había salido milagrosamente


ileso, dando las doncellas esculpidas en piedra una silenciosa bienvenida a los
Espectros del Hades. El ejército de la muerte escrudiñó cada recoveco,
congratulándose por lo sencillo que parecía atravesarlo.
—No hay nadie. ¡Y pensar que decían que su guardián era el hombre más
cercano a los dioses! Menuda decepción.
Shaka leyó a lo lejos en sus corazones, viendo maldad y vacío en el
interior de los huecos guerreros. Su presencia era un insulto para la diosa de la
sabiduría, y como tal les expiaría sin contemplación.
Nada más saber cuáles eran sus nuevos enemigos, el rosario budista
ejerció el poder atribuido en su creación. Tomándolo del espacio dimensional en
el que lo había guardado, contó las cuentas correspondientes a los caídos.
Uno…
Dos…
Tres…
El batallón de Hades no pudo salir de su asombro al contemplar al
semidiós, aguardando su llegada en la postura del loto.
—¡Mirad! ¡Está vivo!
Por muy enemigos que resultasen, Shaka no podía negar misericordia a
las almas perdidas. Por ello quiso darles una última oportunidad de obtener la
liberación antes de erradicarles del mundo terrenal, donde erróneamente
estaban.
Una voz andrógina resonó en los oídos de los soldados ataviados con
sapuris, , pareciendo que el terreno firme que pisaban se volatizaba bajo sus
pies. El pánico se apoderó lentamente de ellos mientras la voz continuaba
hablándoles.
<<La verdad es uno de los valores más espléndidos que existen.
Lamentablemente, aunque largo sea el camino a recorrer, muchos humanos
nunca llegan a alcanzarla. Podéis sentiros afortunados, se os ha dado la
oportunidad de vislumbrarla. Es mi deseo que podáis sentir el amor y la
justicia que erradicarán la maldad de vuestros corazones. Bienvenidos al

148
templo de Virgo, Espectros del mal. El legado de Buda os llegará a través de
mi rostro. ¡Iréis al otro Mundo sin contemplación! >>
Furioso, el líder arremetió.
—¡Seremos nosotros los que te enviaremos al otro mundo!
Su ataque fue repelido, y los chakras del caballero de Virgo se
concentraron, desplegando una barrera defensiva a su alrededor para
consternación de los adversarios. Sin saberlo, habían caído en sus redes.
Shaka aprovechó la confusión para atraparlos en uno de sus estados
subjetivos. Vivos colores y sonidos distorsionados se apoderaron de la
percepción de los soldados oscuros, dejándolos aterrados y asombrados por el
espectáculo. Risas siniestras volaban por doquier, y sólo la voz del ario superó a
éstas, alzándose como ente principal.
<<Os rodean espíritus como vosotros. Vuestro temor hacia ellos me
desconcierta, ¿ acaso no es idéntica vuestra fisonomía?>>
—¡No somos como ellos! Somos seres corpóreos, ¿tan cegado estás por tu
posición que no lo ves?
Saga, Camus y Shura mantenían la compostura sin mediar palabra.
Conocían la envergadura del poder de Shaka, debían esperar al momento
oportuno para entrar en acción.
>>Os diré algo antes de haceros desaparecer, Espectros…
Extendió el rosario, quedando éste flotando, desplegado. Sus cuentas
vibraban, en especial aquellas que ya habían sufrido la transformación.
>>El número de cuentas de este abalorio es ciento ocho: una por cada
guerrero del Hades. Cada vez que uno de vosotros es derrotado, su
correspondiente cuenta cambia de color…
El líder hizo recapitulación mentalmente de los caídos, formándose en su
rostro una mueca de espanto.
—Once cuentas… ¿Word, Deep y Papillón han…? ¡Imposible!
>>Pronto os reuniréis con ellos, es a mí a quien corresponde teñir con el
color de vuestras sapuris este rosario. ¡Rendiros ante la Eclosión de Espíritus
del Bien y el Mal!
Shaka se dispuso a ejecutar uno de sus ataques más temidos, pero una
fuerza de terrible envergadura se lo impidió. Asombrados, los compañeros del
causante se giraron hacia el mismo.

149
—¿Cube? ¿Has sido tú el que le ha detenido?
—Déjanos pasar, Shaka. Que no haya más bajas que lamentar esta noche.
El corazón del ario dio un vuelco al reconocer aquel cosmos oculto. Era
Saga, cuyo rastro había perdido en el momento en que detuvo la ilusión
proyectada hacia el templo de Géminis. El griego le había lanzado una colosal
contrapartida, obligándole a emplear la totalidad de su potencial para
defenderse.
La petición del falso Patriarca le resultó abominable.
—¡Si pretendes atravesar esta Casa, tendrás que derrotarme antes!
El dolor seguía incrementándose en el interior de los caballeros de
Géminis, Acuario y Capricornio, mas cuando decidieron aceptar su misión, de
antemano conocían los riesgos que correrían.
—Como desees —se pronunció el español, empezando a correr hacia él
mientras su brazo derecho se alzaba—. ¡El filo de la espada sagrada que todo lo
corta! ¡Excalibur!
El mago de los hielos, por su parte, generó una fría corriente de aire a su
alrededor, condensando entre las manos cuantas partículas de humedad había.
—¡El resplandor del Cero Absoluto que congela todo a su paso! ¡Polvo de
diamante!
Y por último, el mayor de los gemelos reunió el poder del Universo,
haciéndose uno con él.
—Que las estrellas te eclipsen, caballero. ¡Explosión de Galaxias!
Tratando de concentrar su poder en la barrera defensiva, Shaka supo que
tendría que recurrir a tácticas desesperadas.
<< No puedo… caer… Aún no es el momento…>>
Sus ojos, hasta el momento cerrados, se abrieron nuevamente al mundo,
dejando fluir la unión del karma. La energía desatada fue tal que los presentes
salieron disparados, dispersándose sus cuerpos.
Se incorporó lentamente, limpiando con discreción el hilo de sangre que
manaba por su rostro. Se encontraba débil ante el esfuerzo realizado.
—Aunque hayáis sucumbido a las fuerzas del mal, vuestra supremacía
como caballeros de Oro sigue intacta.
El Espectro que encabezaba la comitiva no dio crédito a sus palabras.
—¿Caballeros de Oro? ¿Entonces… sois vosotros?

150
Una nueva oleada del influjo del hindú desquebrajó en miles de
fragmentos las sapuri, dejando visibles los cuerpos ataviados de las oscuras
armaduras, antaño doradas y protectoras de Atenea.
Una honda tristeza se apoderó del corazón de Virgo. Pensar que sus
compañeros habían traicionado de esa forma a la Diosa le parecía inconcebible,
tanto que el último atisbo de esperanza que conservaba pujó por no
desaparecer.
—Marchaos, id a por la cabeza de Atenea —ordenó Saga—. No sois rivales
para Shaka, nosotros nos encargaremos de él.
El mandato fue rápidamente cumplido. Para sorpresa y satisfacción de los
Espectros, el custodio de la Casa no se movió. Sin embargo, poco les duró la
dicha, pues éste no tardó en reprender.
—¿Tan rápido habéis olvidado lo que os dicho? Observad con atención,
las cuentas que os corresponden ya han cambiado de color. ¡No podréis escapar
de vuestro destino! ¡Tesoro del Cielo!
Habiéndoles dejado al borde del colapso, Shaka les observó; un ápice de
piedad ardió en él, la justa y necesaria para decirles la verdad que les había sido
injustamente oculta.
—¿Teméis a la muerte? —les preguntó.
—¿A la muerte? ¿Cómo podríamos temerla? ¡El señor Hades nos ha
concedido la vida eterna!
No fue arrogancia, ni prepotencia por su inminente posición de vencedor
para con esos soldados, lo que reflejó su aura divina, sino consternación por la
ignorancia y el engaño.
—A lo largo de mi vida he conversado en numerosas ocasiones con Buda,
y Él nunca me ha hablado de vida eterna. Mucho me temo que no existe motivo
por el que dudar de Su palabra.
Lo último que brotó de la garganta del líder de los Espectros fue un
clamor unánime en el resto de sus camaradas.
—¿Hades nos ha engañado?
No pudo obtener contestación; su falsa vida se esfumó como niebla en el
aire. Una vez solos los tres, el hindú miró a los ojos de los traidores.
—Ya no tenéis que seguir fingiendo. Decidme cuáles son vuestras
verdaderas intenciones.

151
—Te lo hemos dejado bien claro. No nos detendremos hasta haber
conseguido la cabeza de Atenea.
Él asintió.
—Albergaba una última y vaga esperanza, pero me habéis confirmado que
sois leales al señor del Inframundo. Si queréis pasar de esta Casa, será sobre mi
cadáver.
Shaka se dispuso a cumplir con su deber. El motivo de su existencia
pronto se revelaría, y la ansiada respuesta llegaría por sí sola.
—Sería una ofensa derramar más sangre sobre este sagrado templo.
Seguidme.
Los tres caballeros se miraron extrañados, emprendiendo el paso tras la
esbelta figura del ario.
—¿Adónde nos llevas?
Virgo se detuvo ante las puertas de piedra. Contempló el relieve de los
lotos exquisitamente esculpidos. Tras ese portón estaba el lugar que había
marcado su existencia, el jardín donde había conocido la más amarga de las
tristezas, y la más dulce de las dichas. Su rincón secreto, su refugio… la más
hermosa de las tumbas.
De sus labios brotaron las seis palabras que resumían todo lo que al
unísono sentía.
—A un lugar adecuado para morir.

152
- Capítulo 15 -

- Prólogo -

Siddhartha, tras padecer terribles dolores debido a la enfermedad,


vislumbró el momento de su muerte. Se recostó a pies de dos sales gemelos y,
sumido en una profunda calma, alcanzó el estado supremo, aquel en el que la
ley del karma y el ciclo del renacimiento llegan a su fin, al igual que el ansia
por ver cumplidos los deseos individuales. Dicha consecución ha pasado a la
posteridad con el nombre de Nirvana.

Adaptación de la canción “Gorecki”, de Lamb

Si he de morir en este preciso instante, sé que nada lamentaré,


puesto que ha sido en este lugar donde más completo me he sentido.
Refugiado en tu calor y en cada uno de tus gestos…
vivencias ya grabadas en mi corazón, y que conmigo llevaré.
¿Podemos quedarnos aquí hasta el fin de los tiempos,
hasta que la Tierra deje de girar?
Quisiera amarte hasta que los océanos se sequen…
pero ha llegado el momento que he estado esperando.
Por cuánto tiempo te quise sin saber cómo era tu rostro…
por cuánto tiempo te busqué entre toda la humanidad.
Aquí encontré la paz absoluta, aquí mi espíritu conoció la calma,
recuerdos que a salvo quedarán por siempre, guardados en tu interior.
Quisiera quedarme aquí hasta el fin de los tiempos,
hasta que la Tierra deje de girar,
y amarte hasta que los océanos se sequen, pero…
ha llegado el momento que he estado esperando.
El momento que he estado esperando.
Todo lo que sé, todo cuanto he hecho, todo lo que soy… ha sido por esto.

153
Todo lo que sé, todo cuanto he hecho, todo lo que soy…ha sido por esto.
Y aunque quiero quedarme aquí hasta el fin de los tiempos,
hasta que la Tierra deje de girar,
y amarte hasta que los océanos se sequen…
ha llegado el momento que hemos estado esperando.

Tras haber derrotado contundentemente a Myu de Papillón, de la Estrella


Celeste de la Metamorfosis, el caballero de Aries retomó su desesperada
ascensión por los templos. Había ordenado a Seiya que siguiera adelante y se
reuniera con sus hermanos, el templo de Leo estaba ya cerca y su ocupante
podría encontrarse en graves apuros.
Mu sabía que Aioria era un guerrero temible, y que acudir en su ayuda
supondría una ofensa para el orgullo bélico del griego. Sin embargo, no fue ese
el principal motivo que le llevó a introducirse en los laberintos subterráneos que
poblaban el Santuario, caminos secretos conocidos por los caballeros de mayor
rango, los cuales conectaban las Casas entre sí.
Una obsesión resplandecía en su mente: tenía que llegar al templo de la
Virgen.
Cuando así hizo y se encontró en el pórtico de entrada, contempló las
figuras femeninas grabadas en piedra: fue como si viera pasar ante sus ojos los
últimos diecisiete años de su vida. Respiró hondamente, y subió los peldaños
que le separaban del interior de la sexta parada del Zodiaco.
La devastación del templo era conmovedora: columnas derribadas,
escombros, gran parte de la bóveda derruida… como guiados por una fuerza
invisible, sus pies anduvieron solos, trazando el recorrido que habían
consumado durante tantas noches, llegando por último hasta el final del ala
oeste.
Ante él se alzaban las puertas que conducían al jardín. Miles de recuerdos
le agolparon con tanta fuerza en el corazón que su mente tardó en asimilar el
colapso.
<<No sé cuándo, ni cómo, pero será aquí donde encontraré mi muerte.
Hay tanto que quisiera decirte…>>

154
Podía sentirles más allá del grueso mármol. Los cosmos de Saga, Camus y
Shura brillaban como una nova en confrontación con el de Shaka.
Apoyó las manos en uno de los lotos cerrando los ojos, preparándose para
afrontar un momento que llevaba esperando más de década y media. Sabía que
no podían escapar al destino, se había dicho a sí mismo en cada amanecer que
tenían que disfrutar del momento sin dejarse acribillar por el futuro, mas el
futuro se había transformado en presente.
Seguía inmóvil ante las puertas cuando oyó a sus espaldas el
inconfundible sonido de unos pasos. Se giró con el semblante inexpresivo,
encarando a los recién llegados alzando los brazos a los lados, cumpliendo con
lo debido.
Y es que aunque nadie pudiese entenderlo, Mu estaba ejerciendo un papel
que sólo él podía ejecutar. Ese era el cometido de Shaka, la misión para la que
había nacido, y nada ni nadie impediría que el ario encontrase la muerte en el
hermoso jardín de Sales.
Interrumpiendo el paso de los que tratasen de evitar la catástrofe, Mu le
ofrecía a Virgo la mayor muestra de amor que para con éste podía tener: le
permitía alcanzar, al fin, su respuesta.
Los cuatro caballeros de Bronce y el león dorado sintieron alivio al
encontrarse con Aries. La suma de refuerzos sería de gran ayuda para seguir
adelante con la guerra.
—¡Menos mal que estás aquí! ¿También has venido a ayudar a Shaka? —
exclamó el Pegaso, haciendo palpable el regocijo general.
Sin embargo, Aioria detectó que algo no marchaba como debiera. Escrutó
el rostro serio de su compañero de rango, y no pudo dar crédito cuando al dar
un paso hacia el frente, los brazos de Mu se alzaron aún más, haciendo evidente
que no tenía ninguna intención de permitir que trataran de abrir las puertas.
—¿Has perdido el juicio, Mu? ¡No tenemos tiempo que perder!
Los jóvenes miraron extrañados al consternado griego, el cuál comenzaba
a perder los estribos. Desde el singular enfrentamiento mantenido con el hindú,
le había tenido en especial estima aunque su relación fuese más bien escasa. Lo
que no era capaz de comprender, era cómo un igual permanecía impasible ante
lo que iba por el camino de convertirse en una masacre.

155
—No debemos atravesar esta puerta, ni penetrar en el jardín de Sales —
proclamó el tibetano, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad.
Los demás presentes se preguntaron a qué se refería Aries con esa
particular reseña.
<< ¿Jardín de Sales? >>

Pese a estar sumergido en la misma cuestión, Leo no pudo forcejear


contra sus impulsos. Le importaba bien poco lo que hubiese tras el portón, lo
único que para él tenía sentido eran las personas a las que el otro dorado le
impedía alcanzar.
—¡Debes haberlo sentido también, Mu! Saga, Shura y Camus están
dispuestos a lo que sea con tal de cumplir su objetivo. ¡Si no hacemos nada de
inmediato, Shaka podría morir!
Ante el asombro general, el siempre apacible caballero de Aries no pudo
seguir manteniendo la compostura. De un rápido y forzado paso al frente, Mu
evitó desplomarse sin remedio.
Reunió las fuerzas que le quedaban, empleándolas en contestarle con voz
rota.
—Tú no puedes comprenderlo, Aioria…
Densas lágrimas encontraron una vía de escape, recorriendo sus pálidas
mejillas. Sin dar crédito a la situación, los hermanos y el griego recibieron la
trágica noticia entre el llanto contenido del lemuriano.
—Eso es precisamente… lo que Shaka desea.

-2-

Estupor fue lo que sintieron los tres traidores al encontrarse en un


frondoso jardín del cual desconocían existencia.
—Nunca habría imaginado que hubiese un lugar como este en el
Santuario —comentó Shura, anonadado.
—¿Qué significa que esté aquí, en las inmediaciones del Templo de Virgo?
—replicó Acuario.
Shaka no les escuchaba. Sentía los ecos de sus anteriores vidas manar con
más fuerza que nunca, pues los guerreros a los que estaba ligado pujaban por

156
ver finalizado el ciclo de karma que por tantos eslabones había estado abierto.
Sus cabellos eran mecidos suavemente por el viento, arrastrando consigo
cientos de pétalos de cerezo.
No sentía temor, ni dolor; tan sólo deseaba saber qué había podido llevar
a sus antaño compañeros a renunciar al honor, y qué significado tendría aquella
traición en su misiva, puesto que estaba seguro de la conexión entre ambos
hechos.
A lo lejos, el falso Patriarca contemplaba la enigmática figura del hindú.
Al ver que éste se acercaba a los dos árboles que en lo alto se adivinaban,
comprendió la situación. Con su elegante oratoria de estratega, disipó las dudas
de sus compañeros.
—Shaka es la reencarnación del Buda. Dicen que Buda se tendió a pies de
los Sales gemelos para recibir la muerte. Por lo que parece, el caballero de Virgo
ha aceptado morir al enfrentarse a nosotros.
Consciente del poco tiempo que les quedaba, Capricornio se dispuso a
terminar con el trámite cuanto antes.
—Si tanto anhela morir entre esos árboles, ¡gustoso le concederé su
deseo! Prepárate, Shaka.
La mirada del español se cruzó con la azulada del ario. Éste,
respondiendo a la petición del primero, efectivamente se preparó: llevaba
sangre de guerrero por las venas, era miembro de la más pura de las castas
hindúes. Y como tal, lucharía hasta la última exhalación de vida que le quedara.
Durante sus años como militante de las tropas de Atenea se había servido
de su dominio de los estados subjetivos para inducir a sus adversarios en mil y
un tormentos dimensionales. Sin embargo, bajo su apariencia alejada de lo
terrenal, Shaka se alzó al frente contraatacando como nunca había hecho,
midiéndose en el cuerpo a cuerpo.
Con gráciles movimientos, fue esquivando a Excalibur y el Polvo de
Diamantes, asestando sendos golpes a sus ahora enemigos. Rosario y guerrero
unieron sus fuerzas, pero por muy diestras que fuesen sus artes, supo que nada
tenía que hacer combatiendo contra dos temibles adversarios a la vez.
Tras haber enviado varios metros a lo lejos a Camus y Shura, aterrizó en
la mullida alfombra de flores. Géminis tenía la mirada vacía, perdida en el
horizonte. Cuando en el Inframundo se le escogió como capitán de la comitiva,

157
aceptó sin reparo como había hecho en el pasado. Un líder debía tomar
decisiones, alcanzar el objetivo sin mirar atrás, aceptar las bajas de sus tropas
como el precio a pagar por la victoria. Y si con ello expiaba sus pecados para con
Atenea, estaba dispuesto a cometer la mayor de las atrocidades habidas para un
guerrero de la Diosa.
En el momento en que alzó su mano para mandar a Shaka a Otra
Dimensión, fue consciente del acto cobarde al que tendrían recurrir si el
semidiós replegaba la totalidad de su poder.
Shaka se libró del portal dimensional al que había sido enviado, acusando
una vez en suelo firme los efectos de los ataques acumulados. El dolor físico era
trivial, debía ser ignorado, no podía sucumbir ahora que estaba tan cerca.
<< Caeré tarde o temprano. Sólo me queda una salida.>>
Cerró los ojos, acumulando la potencia de su cosmos. Para cuando los
incautos repararon en que estaban demasiado cerca de él, ya era demasiado
tarde: los ojos del ario habían sido nuevamente abiertos, y el rosario sagrado se
desplegó.
Incapaces de hacer algo al respecto, el trío se vio rodeado por una masa
de color informe, acompañada de cánticos distorsionados. En medio de la
confusión sensorial, la figura de la encarnación del Iluminado se alzó, asestando
su mejor técnica.
—Habéis quedado atrapados en el Tesoro del Cielo. Como sabéis,
combina ataque y defensa. Ya no podréis escapar, eliminaré uno a uno vuestros
sentidos, quedaréis sumidos en la oscuridad por el poco tiempo que os quede en
esta falsa vida.
Los peores temores de Saga se hicieron tangibles.
—Sólo os queda una salida si queréis derrotarme… renunciar a vuestro
honor de caballeros, emplear la técnica prohibida por la Diosa en el inicio de los
tiempos: la Exclamación de Atenea. Pero ya que la habéis traicionado para
aliaros con Hades, ¿importa algo el que la ejecutéis?
—¿La Exclamación de Atenea? —repitieron horrorizados los restantes.
El tiempo seguía transcurriendo, cada segundo era crucial. Virgo no
quería perder más del necesario.
—Sea cuál sea vuestra decisión, no tendré piedad… ¡Eliminación del
primer sentido!

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Tan magnánima fue la explosión de energía que los tres guerreros
perdieron el conocimiento. Cuando volvieron en sí, se hallaban otra vez en el
jardín para sufrir al poco la eliminación del segundo sentido. Mientras Shaka
mantuviese desplegado el rosario, estaban a su merced, y debían tomar una
decisión o acabarían sumidos en la temida oscuridad.
—La Exclamación de Atenea, la técnica prohibida… —murmuró Acuario.
—Aunque ganemos esta guerra, Saga, nuestro honor quedará manchado
por toda la eternidad… —añadió Shura, desesperado.
Géminis se levantó penosamente, encarando la situación como sólo un
líder podía, alimentando la entrega de sus soldados con una visión objetiva de la
cruda realidad.
—Deberíais haberlo entendido ya. Desde el mismo momento en que
Shaka nos condujo hasta aquí, él no tenía la menor intención de salir con vida.
No nos queda más alternativa, aunque tengamos que traicionar a la Diosa por
segunda vez.
El tercer y cuarto sentido fueron eliminados, y los maltrechos guerreros
no tuvieron oportunidad de seguir deliberando.
—Cuando nos encauzamos en esta misión, sabíamos que tendríamos que
superar duras pruebas, pero por conseguir la victoria, ¿no estáis dispuestos a
pagar el precio que sea necesario, incluso la pérdida de vuestro honor? —
proclamó Saga mentalmente, puesto que habían perdido uno la vista, otro el
oído, y otro la capacidad de hablar.
—Aceptemos el pago, y que Atenea se apiade de nosotros.
No hizo falta más. La decisión tomada estaba. En contrapartida, el ario
dictó sentencia.
—Al fin lo comprendéis, no os queda otra opción. Pero es demasiado
tarde, si alzo mi ataque por última vez, habré eliminado todas vuestras
capacidades sensoriales. Tendréis de matarme de inmediato si queréis evitarlo.
Fue así como Shura, Camus y Saga, tres de los caballeros más poderosos y
devotos de la Orden, volvieron a llorar lágrimas de sangre al adoptar la posición
de la técnica prohibida. En sus almas, un clamor unísono ardía.
<< Tu muerte no será en vano, Shaka…>>
La colosal fuerza, producto de la unión de los tres cosmos, se focalizó en
un solo punto; una energía equiparable a la del Big Bang originario fue

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desatada, y el caballero de Virgo la recibió alzando por última vez el rosario,
sereno, apacible.
Con una enigmática sonrisa en el rostro, el cuerpo de Shaka pronunció
sus últimas palabras físicas. Se consideraba afortunado, pues había podido
contemplar antes de la desaparición su espectáculo favorito de entre todos los
de la madre naturaleza, la clave que encerraba su respuesta.
Pétalos surcaban el aire, inundando con su fragancia cada recoveco,
acompañándole.
—¿Ya han florecido los cerezos? —susurró.
La colisión se oyó por todo el Santuario. Los guerreros que poblaban el
recinto sintieron un escalofrío, pero en especial, uno de ellos. No había consuelo
posible para Mu, el cual trataba a duras penas de reprimir que más y más
lágrimas surcaran su rostro.
<< No puede ser así… tu muerte no puede quedar vacía, Shaka…>>
Su miedo no se haría tangible. Ante el asombro de la trinidad oscura, el
ario se mostró ante ellos. Entre los tres podían ver, oír y hablar, mas su
percepción no daba crédito. ¿Cómo era posible que el hindú hubiese
sobrevivido?
Aunque Shura, Camus y Saga no pudiesen apreciarlo, el cuerpo de Virgo
había muerto en el momento del fatal impacto, pero su alma, culminación de
una sinergia divina de cosmos, aún no podía abandonar el mundo.
Como si no existiesen, el espíritu de Shaka avanzó hasta sus amados sales
y recordó a Buda, sus palabras, los ecos de pasadas existencias, los momentos
felices que en aquel entorno había vivido…
A lo largo de su vida se había formulado muchas preguntas, pero una
resplandecía sobre todas las demás, aquella a la que Buda le había instado a
contestar por sí mismo.
<<¿Qué es la muerte?>>
Y mientras continuaba caminando hacia la explanada, meditó.
<<Las flores nacen y marchitan… los astros brillan, pero algún día se
apagarán. La Tierra, el Sol, nuestra galaxia… para todos algún día habrá un
final.>>

160
Alzó la mirada hacia el cielo. El firmamento resplandecía con sus
estrellas, hermoso, inalcanzable en su familiaridad, envolviéndole en un halo de
paz. Y recapacitó, sonriendo ante la evidencia que, finalmente, estaba ante él.
<<En comparación con la inmensidad del Universo, la vida de un ser
humano no es más que un abrir y cerrar de ojos. Pero durante ese brevísimo
instante, el hombre nace, ríe, llora, lucha, sufre, siente felicidad, tristeza, odia,
ama…>>
Se sentó en posición del loto entre los sales, ahí donde él mismo, como
hombre, había reído, llorado, sufrido, sentido felicidad, tristeza, odiado… y
amado.
Shaka al fin estuvo preparado.
<<Y tras ese breve instante, el ser humano cae en un profundo y eterno
sueño llamado muerte.>>
Esa respuesta… era maravillosa por su sencillez.
Las palabras de Buda, pronunciadas antaño, regresaron a su memoria.
<<La impaciencia sólo resultará un obstáculo en tu progreso. Debes ser
sereno, como las rocas contra las que el mar se estrella, como la hierba que se
deja mecer por el viento. Dime, Shaka, ¿ya has comprendido lo que entraña la
muerte?>>
Su corazón pudo sonreír sin nada que lo nublase.
<<La muerte… es sólo una transmisión.>>
Pudo leer en las almas atormentadas de sus compañeros, y comprendió el
valor de su misión, el significado de su existencia y de su propia extinción. Bajo
aquellos árboles, una noche de hacía diecisiete años, Mu de Aries le había
revelado el nombre de los cánticos que sin cesar escuchaba en sus sueños.
<<Es un viejo poema de la tradición japonesa. Habla de la cualidad
divina, aquella que permite alcanzar el estado de suspensión. Si mal no
recuerdo, trata de explicar las consonancias en las que un humano puede
alcanzar el reinado de las almas en pena, sin haber experimentado aún su
condición de mortal. Su nombre es… Arayashiki.>>
Tomó entre las manos varios pétalos, y se pinchó un dedo con el alambre
del rosario. Sangre intangible brotó, siendo ésta empleada para escribir un
mensaje con dos destinatarios, los seres más importantes de su vida, los únicos
que serían capaces de comprenderlo.

161
La cualidad divina, esa que les llevaría a prolongar la lucha en terreno
enemigo, a entregarlo todo por la consecución de la victoria en Guerra Santa.
<<Gentil viento… llévalos hacia Atenea… >>
Y tras ser conducidos los pétalos portadores de la inscripción por la suave
corriente de aire, Shura de Capricornio se dispuso a acabar de una vez con el
tormento del guerrero. Las lágrimas recorrieron su rostro al comprobar que el
filo sagrado nada conseguía. El cosmos de Virgo se disolvió. Su cuerpo había
dejado de existir hacía ya bastante, pero su alma al fin pudo descansar en paz.
Shaka, tras haber cumplido su misión, cerró el ciclo de su karma,
liberando a sus predecesores, y a sí mismo. En ese momento alcanzó el Nirvana.
Varios templos en lo alto, la Diosa Atenea recibía en sus manos los
delicados pétalos de cerezos escritos con sangre, y se derrumbaba sobre las
rodillas al comprender la última voluntad de su guerrero.
Y en el interior del templo de Virgo, el último resquicio del alma del ario
conformó un último enlace mental con el que había sido el amor de su vida. Su
voz, clara y transparente como si le tuviera delante, resonó en la psique de Mu.
<< A… ra… ya… shi… ki…>>
Mientras los de Bronce y Aioria lamentaban la caída de su compañero, el
alquimista rompió a llorar sin remedio al conocer cuál había sido su cometido.
<<Has muerto para decirnos que la batalla no ha hecho más que
empezar, y que debemos combatir por la gloria de Atenea en el Hades. Pisar el
mundo de los muertos sin abandonar la vida…>>
No podía dejarse llevar por el dolor. Debía llegar hasta el mismísimo
Infierno, y alzarse con la victoria. Por la Diosa, por la Orden… por Shaka.
Se secó las lágrimas con las manos, y haciendo caso omiso de las miradas
desconcertadas que le proferían, se alejó con la cabeza bien alta del portón de
mármol. Aioria se ahogaba en rencor y sed de venganza, las cuales quiso saciar
al ver que las puertas se abrían, saliendo de su interior los causantes.
Iba a arremeter contra ellos cuando Mu, con un solo paso al frente y la
mirada clavada en la suya, lo impidió. Adoptando la postura de representante
del bando, el tibetano avanzó hasta quedar frente a frente con Saga de Géminis.
Su rostro reflejó un sentimiento para él novedoso: odio hacia el hombre
que le había arrebatado por segunda vez lo que más quería. Saga había

162
asesinado a su maestro, y ahora le tendía, sin más, el rosario de quién había sido
el dueño legítimo de su corazón.
‘Era de Shaka… tómalo’ le dijo el griego, hablándole con el cosmos.
Mu deseó alzar la voz, gritarle que sabía perfectamente a quién pertenecía
el abalorio budista, el cual había formado parte de su vida desde antes que él
tomase injustamente el trono del Patriarca.
Pero no lo hizo. Nunca sucumbiría a un sentimiento tan vil como la
destrucción y la violencia. Había visto lágrimas de sangre en aquel hombre, y
tras ponerse en su lugar, le otorgó en silencio su perdón, pero no sin antes
agarrar el rosario por uno de sus extremos y tirar fuertemente de él.
Ambos caballeros lo sostuvieron con tanto ímpetu que trazas de cosmos
se desperdigaron alertando a Aioria, incapaz de contenerse por más tiempo.
—¡Cuidado, Mu!
Y sirviéndose de sus Rayos de Plasma, abatió a los portadores de las
sapuri.
—¡Vengaré la muerte de Shaka! ¡Merecéis morir ahora mismo, escoria!
Más sobresaltos aguardaban a Leo, puesto que su brazo, alzado en
preparación para asestar el último golpe, se encontró con la mano firme de
Aries, volviendo a impedirle que actuara.
—¡Suéltame! ¿Te has vuelto loco?
—No vale la pena, Aioria… —le contestó con tristeza en la voz—. Mírales,
están maltrechos por los efectos del Tesoro Divino. ¿De qué serviría verter aún
más sangre?
—¿Cómo dices? —respondió el león, furioso.
Mu miró a los ojos vacíos de sus adversarios.
—La muerte de Shaka encierra un significado más profundo del aparente.
Aioria se zafó de su brazo bruscamente.
—No comprendo tu actitud, Mu. Haz lo que quieras, pero no voy a
quedarme de brazos cruzados ante la caída de un compañero. Con tu
colaboración o sin ella, pienso vengar su muerte. No puedo entender a alguien
que permanece impasible ante semejante atrocidad.
El lemuriano sostuvo su dura mirada.
<<Ojalá pudieras saber cuáles son mis motivos reales…>>

163
Pero el noble Leo lo ignoraba. Poco más pudo hacer Mu para evitar que la
situación que trataba de impedir se produjera. La llegada de Milo del Escorpión
equilibró ambos bandos, un combate a muerte entre antaño compañeros se
desencadenó, sin posibilidad alguna de ser disuelto.
Aries sostuvo el rosario dándole un par de vueltas alrededor de las
muñecas, y con los ojos cerrados tomó posición entre Aioria y el espartano.
—Mu… ¿vas a unirte a nosotros?
Las dos triadas se habían formado ante el horror de los hermanastros.
Dos Exclamaciones de Atenea serían lanzadas, la una contra la otra. Pero la
gran tragedia aún estaba por llegar.
—No se puede luchar contra lo inevitable.
Forjado en su posición, arrodillado en el epicentro de la Exclamación, Mu
alzó sus manos, uniendo la totalidad de la fuerza de su cosmos a la de sus
compañeros.
Sus ojos quedaron cegados por la demoledora energía lanzada y recibida a
cambio.
En sus manos, un último homenaje, su particular manera de vengar la
muerte de Shaka: el rosario blandía aferrado a sus dedos, permaneciendo con él
hasta el último instante, dedicándole un último pensamiento antes de la
demoledora explosión.
<<Espérame en el Inframundo. Esta guerra no ha hecho más que
empezar…>>

Y tras ello… la nada.

164
- Capítulo 16, final -

La Guerra Santa resultó ser la más cruel de cuantas batallas había librado
la Orden. Muchas tragedias tuvieron que soportar sus protagonistas, siendo
obradores de una contienda más allá de la imaginación de cualquier mortal.
La Diosa, haciendo gala de las últimas reservas de poder que a su
encarnación le quedaba, pudo devolver a la vida a muchos de sus amados
guerreros para después regresar al Olimpo. Doscientos años tendrían que
esperar los caballeros para volver a tenerla entre ellos.
Fue así como los que habían logrado llegar hasta el Castillo de Pandora
por sus propios medios obtuvieron el preciado regalo. Los cinco caballeros de
Bronce, divinos tras recibir la sangre de Atenea, retornaron al Santuario, al igual
que Milo del Escorpión, Kanon de Géminis, Aioria de Leo, Dohko de Libra y Mu
de Aries, siendo los orgullosos supervivientes de la epopeya.
Sin embargo las pérdidas eran numerosas, y lamentadas.
Sobre ello pensaba un joven mientras observaba los inhóspitos parajes de
Tíbet a pies de la Torre de Jamir. El viento helado del Himalaya azotaba su
hermoso rostro, y los largos cabellos rojizos.
Por mucho tiempo que pasase, Kiki no olvidaría la mañana en que, a
pocos días de cumplirse el plazo indicado de dos años en su solitaria formación,
el alquimista de Atenea se materializó en el horizonte.
Aunque nunca había sentido tanta alegría por encontrarse con su mentor,
cuánto dolor pudo denotar en él.
<< —¡Señor Mu, está vivo!
—La guerra fue devastadora, pero finalmente Hades, el señor del
Inframundo, fue derrotado. Muchos cambios se han producido en la Orden.
Dohko ha asumido la función de Patriarca, y la formación de nuevos guerreros
se ha iniciado. Debemos completar tu entrenamiento cuanto antes.
—¿Shiryu, Seiya, Hyoga, Shun e Ikki están bien?
—Sí. Fueron los artífices de la victoria. También Milo, Airoia y Kanon
siguen entre nosotros.
—Señor Mu, entonces… ¿Shaka…?

165
—Era su destino, Kiki. Él debía morir para abrirnos las puertas a la
contienda. Cerrando su karma se ha ganado el descanso. >>
Desde aquella conversación habían transcurrido cinco años. Apenas
habían pasado dos días desde que el heredero de Aries cumpliese los dieciocho.
Las primaveras ganadas le transformaron en un joven apuesto, de
apariencia noble pero robusta, mirada sincera y vivaz.
El mes de reflexión había dado a su fin y, tal y como había estipulado, su
mentor se materializó a escasos pasos de él. Se miraron en silencio, y el joven
pudo leer de nuevo en el alma de su maestro la entereza y serenidad que le
caracterizaban, pero desde aquel día Mu no había vuelto a ser el mismo. Sus
labios le daban consejo, palabras de ánimo y órdenes a ser cumplidas para la
mejora de su preparación, mas sus ojos estaban tristes, apagados, sin luz propia.
—¿Has dispuesto todo como te indiqué? —preguntó el recién llegado.
—Sí.
Le siguió mientras penetraban en la Torre de Jamir. El guerrero de Aries
vestía sus usuales y sencillas prendas, típicamente tibetanas. El largo cabello
malva seguía recogido en habitual atadura, y para sus enigmáticos rasgos el
tiempo parecía haberse detenido.
Muchas incógnitas despertaba en el joven la figura del maestro, ante la
que guardaba respetuoso silencio. Tomó asiento en el suelo como le había
pedido, y aguardó mientras le oía trabajar en la zona de la dependencia central,
allí donde se encontraban los útiles de descomposición de la materia.
No tuvo que esperar demasiado, ya que su mentor se sentó frente a él,
tomando su cara entre las manos para repasar con el punzón de cristal y la tinta
las marcas de su protegido.
—Dime, Kiki, ¿en dónde reside la fuerza de la primera Casa del Zodíaco, a
la que tú y yo pertenecemos?
—Somos los primeros custodios, los que guardan celosamente la técnica
de la restauración de las armaduras... los encargados de hacer que los secretos
de esta Orden perduren generación tras generación.
Mu observó el rostro una vez configurados los grabados definitivos.
—¿Cuál es el verdadero poder de la alquimia?

166
—La unión de los ocho elementos básicos, aquellos en los que cada
materia de este planeta puede descomponerse. La creación del polvo de
estrellas que es capaz de otorgar vida al metal divino.
Asintió. Tomó un recipiente de cristal, el cual contenía el único secreto de
los Aries que no podía ser transcrito en caracteres: la revelación que pasaba de
maestros a alumnos desde hacía miles de años.
Mu suspiró viéndose a sí mismo en Kiki, reviviendo desde el otro punto
de vista el día de su proclamación como caballero. Había llegado el momento de
pasar el testigo.
—En lo cierto estás, salvo que existe un pequeño matiz que aún no
conoces. No sólo la piedra filosofal en forma de polvo de estrellas prolonga la
vida de las armaduras... también la de aquellos que portan su secreto y velan por
él.
No fue necesario que añadiera más, puesto que su alumno lo comprendió.
Supo por qué Mu no había envejecido un ápice desde el día en que le conoció,
pese a que llevaban quince años juntos. Supo el por qué del tormento que
parecía portar siempre su alma. Supo el por qué del vigor que brotaba de sus
ojos amatista.
Las últimas palabras fueron pronunciadas, concluyendo aquel conjuro
que, algún día en el futuro, él mismo recitaría.
—Bebe ahora, y recuerda… en la magia de la alquimia reside la clave de la
inmortalidad.
El joven así hizo, doblegándose a los terribles dolores de la
transformación del cuerpo.
Mu le estrechó con fuerza entre los brazos, siendo correspondido en el
abrazo. Kiki soportó la calamidad aferrado a su torso, rogando para que el
padecimiento se acabara.
Poco después el dolor remitió, pero no la fusión de ambos cuerpos.
Pasaron varios minutos, y ninguno de los dos parecía dispuesto a zafarse del
otro.
Con la mirada brillante por la emoción, Mu finalmente le soltó,
observando en la piel de su heredero el característico brillo nacarado. Por los
años que se le fuesen concedidos, Kiki conservaría la apariencia de su juventud,
soportando la dura prueba de a su vez envejecer en espíritu.

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—Mi misión contigo ha acabado. Sirve con lealtad a la Diosa una
generación más, haz que la llama de tu estirpe siga prendida. Buena suerte, Kiki,
caballero de Oro de Aries.
El recién proclamado le sostuvo la mirada, embriagado por el calor
fraternal de sus brazos. No eran sus inminentes responsabilidades o el viaje que
tendría que hacer hasta Atenas, donde armadura y compañeros le aguardaban,
lo que le angustiaba, ni la perspectiva de los años ejerciendo como el alquimista
de la Orden, sino una pregunta que brotó de su voz rota.
—¿Qué será ahora de usted, señor Mu?
El ex – guerrero le colocó los cabellos rojizos que se empeñaban en
desparramarse por su rostro.
—He servido a Atenea durante muchos años, Kiki. He cumplido como
caballero, como maestro y como hombre. Ya nada me retiene en la superficie.
Regreso a Shamballa.
El joven asintió. Ambos se incorporaron, saliendo de nuevo al exterior. El
sol se ocultaba por las cordilleras, estando a punto de caer la noche.
Tras haber recorrido juntos un trecho del camino, Mu se detuvo a unos
metros de la Torre. Aquella era la despedida.
—¿Volveré a verle algún día?
—Eso es algo que sólo el destino sabe. Que Hamal guíe tu camino,
pequeño.
Sin mirar atrás, el antaño caballero se alejó, perdiéndose al poco en el
horizonte. Kiki le siguió con la mirada, y sólo cuando éste hubo desaparecido,
dio rienda suelta a las lágrimas.
Lloró por ver marchar al hombre que para él había sido maestro,
consejero, salvador, padre y amigo.
Permaneció así unos instantes, tras los cuales secó su aflicción y se dijo
que sería el mejor de los caballeros de Aries, dejando muy alto el nombre de su
mentor.
Con el corazón lleno de sentimientos contrapuestos se perdió en la
oscuridad de Jamir, preparando el que sería su vuelta a la capital griega, donde
le aguardaba el inicio de la etapa más importante de su vida.

168
-2-

El brillo plateado de los astros fue lo único que acompañó a Mu en su


ascensión por las escarpadas laderas de piedra. Ya era bien entrada la
madrugada cuando divisó la entrada a la galería que conducía al interior de las
montañas.
Antes de internarse en el túnel, observó los desiertos parajes del Tíbet, la
tierra a la que había querido con toda su alma. No prolongó el adiós, y avanzó a
oscuras en el estrecho conducto excavado en piedra, el cual recorriera junto a
Shaka años antes, cuando ambos disfrutaron de dos semanas de total libertad, el
capítulo más feliz de todos cuantos habían escrito en la tragedia de su historia.
Escaló abriéndose paso entre los obstáculos, hasta que por fin la tuvo ante
sus pies. Descendió por las paredes verticales del interior del sistema
montañoso, y tras casi una hora de camino se halló ante las colosales puertas de
la ciudad perdida, la leyenda viviente, Lemuria.
Dos hombres la custodiaban. Vestían prendas de vivos colores; sus
cabellos, largos y azulados, caían con gracia sobre los hombros. Sus brazos
estaban adornados con sendos brazaletes de plata. Pero lo que llamó más su
atención era que ambos rostros, jóvenes y andróginos, carecían de cejas.
Fue, sin embargo, la peculiaridad del visitante lo que puso en alerta a los
guardas. Sólo los sabios llevaban las dos marcas, y aquel ser, llegado
indiscutiblemente del mundo exterior, las portaba.
Se trataba sin duda de uno de los elegidos.
Haciendo gala de las dotes psíquicas comunes a su raza, uno de los
jóvenes se proclamó, hablándole mentalmente.
<< ¿Deseáis hablar con un superior, hermano? >>
<< Así es >>
El otro guarda abrió las puertas y entró por ellas, regresando acompañado
por un lemuriano de porte elegante. Sus ojos sabios, su piel extremadamente
pálida y el calor de su espíritu hizo que por un vago segundo le recordase al
mismísimo Shion. Él también llevaba las dos marcas, evidenciando que era un
alquimista, uno de los miembros de mayor importancia entre la comunidad.
<<Intuyo que quieres regresar a tu mundo. ¿Cuál es tu nombre?>>

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Antes de obtener respuesta, el anciano de exquisitos y juveniles rasgos le
observó. Sus cabellos violáceos y la magia de su cosmos le confirmaron la
identidad: se trataba del menor de los hijos del gobernador, escogido hacía
décadas para representarles en la superficie. Sonrió, al encontrar en sus
palabras la afirmación que le sacaba de dudas.
<<Me llamo Mu, y durante veinticinco años he servido a la Diosa
Atenea. He combatido por su gloria en numerosas batallas, y tras haber
dejado el puesto a mi sucesor, deseo retornar a mi pueblo. >>
El anciano le indicó con un gesto que le siguiera.
<<Bienvenido a Shamballa, hijo de Atlantis.>>
El alquimista así hizo. Pero antes de penetrar en el interior de la tierra,
alzó la mirada una última vez hacia el cielo.
Los astros le sonrieron, y una estrella fugaz atravesó la constelación de
Virgo.
Mu se adentró en Lemuria, sabiendo que nuevas personas y vivencias le
esperaban, las cuales colmarían lo que restaba de su larga vida. Pero no había
pesar en su corazón, porque sabía que cuando al fin llegara el momento y se
abandonara a los brazos de la muerte, él estaría esperándole.
Sería en ese instante cuando podrían al fin reunirse en el firmamento. Y
una vez allí, permanecerían juntos con las estrellas por toda la eternidad, sin
que nada ni nadie pudiese volver a separarles.

Nunca más.

~ Fin ~

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