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1

El dictado de la

balanza

Por Shaka

http://www.shaka-fanfiction.net

El fanfiction no persigue ningún afán lucrativo. Prohibida su venta y/o


alquiler. Todos los derechos de autor sobre los personajes pertenecen a
Masami Kurumada, creador de Saint Seiya.

Ilustración: Elfei (www.fotolog.com/elfei)

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“Sé honrado en tus tratos con todo el mundo.
Cree en la justicia, pero no en la que emana de los demás,
sino en la tuya propia.”
Primer principio del Bushido, código de honor Samurai

Si había vivido otras de mayor belleza, no lo recordaba. O, sencillamente,


no quería hacerlo. Lo cierto era que para Shiryu aquella era la mañana más
hermosa que jamás había visto. Aunque ante él sólo se alzaba el inmenso e
impersonal jardín que bordeaba el hospital donde se encontraba, los colores de
la naturaleza resultaban ricos y saturados.
Tras haber sobrevivido al infierno, el azul era incluso más puro, los verdes
más esperanzadores y el mundo tangible, alejado de la pesadilla vivida aún a flor
de piel.
No había pasado ni seis días desde que despertara, siendo precisamente
un color lo primero de lo que su vista, hasta entonces apagada, pudo empaparse;
blanco homogéneo se expandía por doquier, impidiéndole tener conciencia de lo
que había ocurrido.
Como otras tantas veces se preguntó si se había ganado el eterno
descanso de la muerte. Pocos minutos después, el peso de la lógica y la verdad
actuó por sí solo. La Guerra Santa había acabado. Habían combatido en los
entresijos del Inframundo, llegando todo lo lejos que nunca osó imaginar.
Era quizás correcto sucumbir al dolor de las evidencias, mas postrado en
esa cama, rodeado de sus cuatro hermanastros aún convalecientes, un hecho
logró desbancar momentáneamente a la reflexión: la ceguera se había disuelto.
Mientras avanzaba junto a Hyoga de nuevo pudo ver, estando más muerto que
vivo en los gobiernos de los Jueces del Hades, hecho que había permanecido
intacto. Quiso atribuir el milagro a la recompensa por haber obrado en pro de la
humanidad, dejando bien alto el nombre de su Diosa.
Él fue el primero en levantarse, para luego seguirle uno a uno los demás
divinos. Sólo Seiya, el peor parado en batalla al haber recibido en su cuerpo
mortal la espada del Dios, seguía atado al yugo de la oscuridad.

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Mucho habían hablado los guerreros en la intimidad, obteniendo los unos
de los otros el consuelo necesario para aceptar que eran los únicos que
quedaban con vida. Desconocían el alcance que la batalla había tenido mientras
ellos permanecieron en el Hades, dado que ahora no podían detectar cosmos
alguno, ni siquiera el de los caballeros de plata. ¿Habían tratado éstos de unirse
a la guerra, pereciendo en el intento? Era una posibilidad.
Sin compañeros, sin superiores, y sin Atenea, la cuál no regresaría hasta
su siguiente reencarnación al cabo de doscientos años, la conversación definitiva
entre los hermanos había quedado en el aire, aguardando al momento preciso
en el que ser retomada, con la esperanza de poder estar los cinco inmersos en la
misma.
Por ello el dragón seguía deleitándose con el exterior, humildemente
emocionado por tener completa facultad de los sentidos, con tal de no digerir
que había perdido a su maestro.
Muchas dudas e interrogantes le asaltaban. ¿Qué les depararía el futuro?
¿Cuál era el camino correcto? En aquel balcón encontraba la tranquilidad
necesaria para abandonarse a sus cuestiones internas, meditando como había
hecho desde que tenía uso de razón en busca de la respuesta más loable.
Se giró al sentir que alguien tocaba su hombro, encontrándose con los iris
azules e insondables de Ikki. Pese a lo dispar de sus personalidades y conducta,
ambos se comprendían y respetaban. Las palabras terminaron de confirmarle lo
que su contundente mirada le revelaba.
—Acaba de despertar.
La noticia le llenó de alegría, aunque prefirió mostrarse cauto y no
reflejarlo en su apacible rostro. Al llegar a la habitación, constató que tanto
Hyoga como Shun ya aguardaban junto a Seiya, el cuál parecía
extraordinariamente sereno a pesar de las circunstancias. Las heridas sufridas
habían sido terribles, mas éste volvía a levantarse otra vez haciendo gala de una
fortaleza titánica, sonriéndole pese a todo lo sufrido.
—Nunca dejarás de sorprenderme, Pegaso —afirmó mientras se acercaba,
sentándose a su lado con afecto.
Una vez le hubieron puesto al corriente de las últimas jornadas, un
silencio sepulcral se formó. Sólo la voz cansada del heredero de Sagitario lo
rompió, expresando lo que cada uno se preguntaba para sus adentros.

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—¿Qué vamos a hacer ahora?
Observador nato, Shiryu les miró, desentramando los factores más
característicos de la personalidad de sus compañeros.
El Fénix, independiente, valeroso. Noble, entregado, arisco, pero
poseedor de una desmedida humanidad para con aquellos a los que apreciaba.
El Cisne. Contradictorio, fría su fachada, cálido su interior. El único capaz
de profesar sentimientos de tal magnitud que arrasaban a su paso.
Andrómeda. Entregado, generoso, frágil en apariencia, pero quizás el más
resistente de los cinco. Elegido para soportar un destino cruel, el cuál había sido
capaz de superar.
Pegaso. Incombustible, impulsivo. El alma del equipo, el nexo de unión
entre lo variopinto de sus seres, el encargado de insuflarles ánimo y voluntad
cuando pocas opciones aparte del abandono quedaban.
Y para finalizar, se aplicó uno de los lemas que había llevado por bandera
en su larga e intensa formación como guerrero: para poder comprender a los
demás, primero se ha de empezar por comprenderse a uno mismo.
Así que hizo lo propio: él, el Dragón, el que encarnaba la compostura, la
integridad. El que sabía sopesar las situaciones, encontrando siempre una
solución midiendo a partes iguales raciocinio y corazón.
Supo que ahora más que nunca le tocaba ejercer con el papel de
representante de la balanza, dejando que de sus labios brotara la sentencia más
equilibrada, edificando las bases en las que tanto sus hermanos como él
pudieran sostenerse para afrontar la responsabilidad que caía sin piedad sobre
sus curtidos hombros.
Se puso en pie, caminando con elegancia hacia la ventana. La melena
azabache terminaba de dotarle de una inmaculada aureola de seguridad.
Aunque en realidad sintiera tanto temor y desasosiego como los restantes, era
su deber regalar calma.
Cruzado de brazos, cerró los ojos, y su profunda voz se proclamó.
—Como caballeros, nuestra misión está lo suficientemente clara: hemos
de restaurar la Orden desde los cimientos si es preciso, y preparar a un nuevo
ejército que reciba a la Diosa cuando llegue el momento. Pero tenemos que ser
realistas y aceptar que no podemos hacerlo en el estado físico y emocional en el
que nos encontramos.

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Con tanta contundencia habló, que pareció ser un alma ancestral
encerrada en un cuerpo demasiado joven.
—Separémonos. Emprendamos cada uno el camino que creamos
conveniente, y maduremos en espíritu hasta encontrar la paz interior. Cuando
hayan transcurrido dos años nos reuniremos en el Santuario, donde
desempeñaremos por el resto de nuestra existencia el cometido que las
constelaciones nos han dispuesto: servir a Atenea.
Los demás asintieron. Sería un paréntesis, una preparación inminente
para despedirse del mundo como tal, y abandonarse a una vida de sacrificio, de
anonimato, pero también de satisfacción por ejercer la causa sagrada.
Hyoga fue el primero en pronunciarse a favor.
—Yo marcharé a Siberia. Encontraré en las gélidas tierras donde nací el
sosiego que necesito.
Shun e Ikki se miraron, más unidos que nunca.
—Nosotros partiremos juntos —dijo el menor de los dos hermanos.
—Tenemos mucho tiempo que recuperar —reforzó el mayor.
Seiya, por su parte, contuvo las punzadas producidas por los huesos
rotos, dibujando una sonrisa.
—Yo iré en búsqueda de Seika, la tuve demasiado cerca como para
renunciar a mi sueño de reencontrarnos.
Shiryu calló unos segundos. Se sintió privilegiado, pues aunque los demás
tenían en cierta medida algún lugar al que retornar, su caso era distinto… a él le
estaban esperando.
Sus ojos de jade se tiñeron con el brillo de la emoción y el deseo por ver
cumplido lo que con una oración anunciaba. Fueron, quizás, las palabras más
sencillas de todas las que había pronunciado, pero sin duda, las que más
sentimientos encerraban.
—Yo… regreso a casa…

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En tiempos de explosión económica y puja global por la unión comercial


de las naciones, todavía quedaban sobre el planeta determinadas regiones

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poseedoras de magia eterna, un clamor que la mano del hombre jamás podría
destruir
Rozan era uno de esos lugares. Situado entre los majestuosos Picos de los
Cinco Ancianos, constituía un paraje de ensueño alejado de cualquier indicio de
civilización.
Shunrei conocía cada palmo de aquel maravilloso entorno, pues en el
mismo se había criado, convirtiéndose en la joven amable y sencilla que era. Sin
embargo, bajo su aparente delicadeza se escondía un coraje conformado por la
resistencia a los reveses, tanto de las duras condiciones ambientales como de los
matices personales que la delimitaron. Había vivido de cerca el sacrificio de los
alumnos en la consecución del honor, y el trabajo de los mentores por lograr que
el discípulo se internara en la senda del conocimiento por sus propios pasos y
decisiones.
Y si así hacía, era porque quería y veneraba al más sabio de los maestros,
Roshi, quien la salvara de una muerte segura al adoptarla una noche de hacía
casi dieciocho años… y porque amaba al mejor de los alumnos de éste.
Cuantiosas habían sido las ocasiones en que él retornaba maltrecho de la
batalla, no cansándose de preguntar a los dioses por qué Shiryu no podía tener
una vida normal en la que le estuviese permitido quedarse a su lado.
Sin embargo, ése era su destino y ella siempre lo había sabido, aceptando
el dolor como precio a pagar por haberse enamorado de la persona con la que
había crecido.
Muchas noches de angustia había acumulado aguardándole, mas en esta
ocasión era diferente. Se encontraba completamente sola, y al no tener la más
mínima noticia acerca del paradero de los dos guerreros un denso sentimiento
de pesimismo se había alojado en su pecho. No podía esperar eternamente, por
lo que se había fijado un plazo, el cuál pronto estaría cumplido.
¿Mas qué hacer, salir en su búsqueda? A cada minuto que pasaba le
empañaba la tristeza, y su fortaleza se desmoronaba con lentitud.
Movida por añoranza de tiempos mejores, sus pies anduvieron solos
hasta la orilla del río, junto al árbol donde en el pasado solían conversar al
amparo de las estrellas. La nostalgia y la esperanza muchas veces iban de la
mano, siendo en esos momentos bañadas por la luz de la luna, reflejada sobre la
inmutable superficie del agua.

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Permaneció inmóvil, ignorando que no demasiado lejos alguien la
observaba. Era tan esbelta su menuda figura… el cabello negro, largo, siempre
recogido en una espesa trenza, sus ojos grises, puros, transparentes. Ella, la que
le conocía mejor que nadie, la que sabía hacerle ver la salida del túnel cuando se
ahogaba en sus frustraciones, desbordado por una perfección que muchas veces
se empeñaba en alcanzar cuando no era posible.
El caballero dejó la caja de Pandora a pies del viejo árbol, acercándose en
silencio a donde ella miraba absorta el fluir del Yangtsé.
Shunrei se sobresaltó al sentir una presencia nítida justo detrás. No quiso
volverse, temerosa de ceder a los deseos de su imaginación y ver cómo lo que
tanto anhelaba se esfumaba cual espejismo.
Pero el roce de aquellos dedos que ahora acariciaban quedamente su
rostro era demasiado cálido como para no ser real. Como todos los asiáticos, se
medía por las pautas sociales del distanciamiento, sin que nunca se produjese el
contacto físico salvo en caso necesario.
Y aquel momento, cuanto menos, lo era. Conocía el tacto de dicha piel,
trabajada a base de penosos entrenamientos, una mano que si bien se había
cobrado víctimas, sólo mostraba ternura ante ella. Lágrimas cayeron de sus
tupidas pestañas mientras depositaba la suya sobre la del recién llegado, aún sin
atreverse a darse la vuelta para mirarle.
Él la tomó por los hombros, instándola a que girase suavemente hasta
quedar ambos frente a frente. Había pasado casi medio año desde que mentor y
discípulo abandonaran los Picos para medirse a nuevos peligros, seis meses en
los que temió haberles perdido para siempre.
Tanta espera hizo que la joven no realizara esfuerzo alguno por retener el
caudal contenido, enterrando el rostro sobre su pecho, refugiándose en el calor
de los brazos que con lentitud la rodearon.
El arrullar del río complementaba al ensordecedor rugido de la cascada
distorsionado por la lejanía, compitiendo en belleza con las lágrimas que ahora
surcaban el rostro de ella. Aquellos sonidos, el característico aire fresco de la
zona y el olor de sus cabellos le hicieron darse cuenta de que realmente estaba
allí.

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Sostuvo los finos contornos del rostro de Shunrei, separándolo para
poder mirarla a los ojos. Reuniendo toda la entereza que pudo encontrar le
reveló el duro anuncio, necesitando compartir la carga con ella.
—Roshi participó en la guerra, combatiendo como sólo alguien de su
categoría podía hacer. No habrá muerto en vano si honramos su memoria.
Mientras no le olvidemos seguirá presente en nuestros corazones.
La mirada grisácea quedó suspendida en el vacío durante los segundos
que necesitó para asimilarlo. El viejo maestro seguramente no habría querido
que llorase por él, así que se secó las lágrimas, permitiéndose el lujo de sentir
que todo a su alrededor se detenía, quedando sostenida la concepción de su
universo por los ojos verdes que la observaban.
El dragón revivió en sus facciones una panorámica de lo que había sido su
vida: la mañana en que la conoció, su entrega a la disciplina de la formación, los
largos paseos que daban juntos cuando disponía de escasos momentos libres, la
penuria de quedar ciego y, finalmente, la intensificación de la unión entre
ambos, resultando demasiado sólida como para concretarse en una mera
amistad.
Shiryu no debía olvidar el juramento que había hecho con sus hermanos,
mas se dijo que él también tenía derecho a sentirse libre y mostrarse sin la
máscara del belicismo, siendo simplemente alguien que ahora comprendía,
quizás demasiado tarde, lo mucho que aquella mujer significaba para su
persona.
Aún con su rostro entre las manos, lo dejó suspenso en lo alto para que el
suyo descendiera paulatinamente hasta quedar fundidos sus labios, diciendo sin
palabras lo que no era capaz de comunicar de otra manera, cicatrizando con la
candidez del primer beso las viejas heridas todavía abiertas.

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-3-

“Aquello que dices o haces te pertenece.

Eres responsable de ello y de todas las consecuencias que le sigan.”


“Serás leal a los que se hayan bajo tu cuidado, pues tus palabras son como
huellas, y podrán ser seguidas donde quiera que vayas”.
Séptimo principio del Bushido

Nunca había conocido tanta dicha como la que aquel bienio le deparó.
Shunrei se dijo que al fin sus plegarias habían sido escuchadas, puesto que la
palabra “guerra” no volvió a manchar la apacibilidad con la que la vida seguía
adelante en aquella remota zona de China.
Aunque Shiryu no había dejado de entrenarse, pareciese que la
preparación física no era más que una faceta más de su filosofía. Haciendo
acopio de trabajo y complicidad, restauraron la antigua cabaña donde hasta
entonces habían vivido, convirtiéndola en un lugar idóneo al que llamar hogar.
Muchas historias encerraban las centenarias paredes, reparadas con paciencia y
dedicación.
En los múltiples desplazamientos que habían hecho hacia la ciudad más
próxima siguiendo el curso del río, incluso fantaseó con la posibilidad de que él
propusiera formalizar la relación que les unía. Al fin y al cabo, ambos ya con los
veinte años cumplidos, sin dioses a los que defender, rivales a los que vencer y
sangre que derramar, parecían una pareja normal ante los ojos ajenos.
Pero durante el último viaje, del que habían regresado hacía apenas unas
jornadas con los abastecimientos para cuatro o cinco meses, tuvo un
presentimiento. Era demasiado veterana en la desgracia como para creer que su
felicidad sería eterna.
El dragón solía ausentarse por espacio de unas horas a diario, mas en los
últimos días dichas ausencias se habían prolongado de manera excesiva. Ella le
conocía lo suficientemente bien para saber que algo rompía su equilibrio
interior.

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La tarde era agradable, en esas fechas apenas llovía, y el sol permanecía
sobre la cúpula celeste más de lo habitual. Así que acompañada por el buen
tiempo, echó a andar entre los bosques de bambú.
Su corazonada no mintió, dando con él en el enclave donde se hallaba la
tumba de Okko, lugar de privilegiadas vistas al inmenso valle del este.
Shiryu contemplaba el paisaje en noble postura, pareciendo confundirse
con el entorno al ser agitados sus oscuros cabellos por el viento, como si fuera
un elemento indispensable para no alterar la armonía natural.
Ella admiraba la mezcla de tradiciones que él portaba. De madre china y
padre japonés, el tono ambarino de su piel evidenciaba el mestizaje, corriendo
por sus venas milenios de espiritualidad y legados. Si bien la fascinación que
sentía hacia las doctrinas marciales del país donde había nacido era notoria, con
el paso del tiempo se había dejado adoptar por la magia de aquellas tierras en
las que tenía su origen.
Los astros le habían escogido para encarnar al dragón, haciendo que
llevara su nombre1, bendiciéndole con la figura que brotaba de su cuerpo y
otorgándole la sobriedad de la sabiduría. Como en las leyendas, era momento de
que el dragón despertase de su letargo para traer prosperidad.
La oyó llegar, así que emprendió el paso hacia donde ella estaba, no sin
antes encender la última de las varas de incienso que junto a la lápida de su
compañero caído había depositado. Correspondió a la sonrisa, mas al situarse a
su lado se reprochó haber postergado tanto aquel momento. Ya no podía hacerlo
por más, debía acatar la responsabilidad de sus actos y afrontar las
consecuencias.
—¿Recuerdas aquel lugar en lo alto de las cascadas donde solíamos
escondernos cuando éramos pequeños?
—Cómo podría olvidarlo…
Se referían al tranquilo desarrollo del río antes de precipitarse en abrupta
caída, lugar que muy pocos conocían por el complicado acceso. Los tramos
alejados de la vertiente de la cascada estaban repletos de remansos donde la
corriente era inexistente, por lo que antaño acudían allí para pescar o
abandonarse a los pocos juegos infantiles que en esa época aún podían ejecutar.
—Me gustaría visitarlo y ver la puesta de sol desde allí.

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—Claro. Si vamos cuanto antes la claridad nos acompañará —respondió
risueña.
Pese a no ser un ascenso sencillo merecía la pena hacerse. Una hora
después todo Rozan estaba bajo sus pies, con los picos que, cubiertos de un vivo
verde, se elevaban puntiagudos hasta los cielos tras nacer en el río,
propagándose el eco del sonido de la cascada hasta donde el oído humano era
capaz de percibir.
Nada había cambiado en el particular refugio; las rocas que tantas veces
les habían servido de base para sus distracciones seguían allí, aguardando el
regreso de ambos.
Shiryu saltó por las mismas hasta alcanzar la orilla, ayudándola a
seguirle. Supo que no habría podido existir mejor entorno para la revelación que
iba a hacerle que el lugar al que estaba atado por el poder de las vivencias.
El transcurso del agua cristalina le hizo rememorar a una Shunrei de
apenas siete u ocho años instándole a que se metiera en el río con ella. En
muchas ocasiones había conseguido convencerle, mas en otras no había sido
posible. Las despreocupadas risas aún podían escucharse si el corazón prestaba
la suficiente atención.
—Cuando te hablé de la última guerra, sólo te conté que Roshi había
perecido —dijo él con voz apacible.
La joven, al escuchar la consabida palabra, supo que sus temores no eran
infundados.
—No sólo él perdió la vida, también los restantes caballeros de Oro.
Únicamente mis hermanos y yo sobrevivimos, por lo que la mañana en que partí
de Japón tras haberme recuperado, hicimos un pacto.
Se acercó a ella, colocándole los suaves cabellos. Su mirada se tiñó de
tristeza, tratando de evitar cualquier atisbo de pena que pudiera estropear la
dulce belleza de la muchacha.
—Han sido dos años maravillosos, pero he de marchar al Santuario. Junto
a los restantes caballeros formaré un nuevo ejército, cumpliendo con lo que el
destino ha establecido. Me iré al amanecer, pero esta vez será para siempre. No
voy a regresar.
Atenea sabía que no quería hacerle daño. Precisamente por eso, su
decisión era la más idónea.

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—Rehaz tu vida, Shunrei. No es justo que me esperes sin saber cuál ha
sido mi suerte. Me dedicaré de lleno a la función de guerrero, y aunque no llegue
a olvidarte, deseo que puedas ser feliz con alguien que no tenga que dejarte por
otra mujer.
Ella sostuvo su mirada, encontrándose a sí misma mucho más tranquila
de lo que había creído. Su dictado no le tomó por sorpresa, hacía demasiado
tiempo que había asimilado que en la puja por su devoción, sólo tenía una rival:
la única fémina con la que no podía competir, aquella que velaba en contra de
las armas por el bien de la Tierra, guiando a sus guardianes.
—Sabía que algún día partirías. Has nacido para ello, no soy quién para
retenerte —contestó con calma—. Pero cuando te hayas ido, desearía tener de ti
algo más que una imagen evocada.
Shiryu aguardó a que continuara su alegato, entregándole toda su
atención en compensación por la dura realidad a la que debían doblegarse. Y
ella, con seguridad, le hizo saber lo que por tanto tiempo había anhelado.
—Dicen que cuando dos personas hacen el amor, parte de una permanece
en la otra.
Los verdes y rasgados ojos del dragón reflejaron primero incredulidad, y
luego aplomo tras unos segundos de reflexión. Pese a tantos años juntos y
aquella etapa en la que habían convivido a solas, seguían conservando la total
entereza de sus cuerpos. En muchas ocasiones se había preguntado cómo seria
conocer el calor de sus formas desnudas, mas se había resistido por la inminente
partida que finalmente se produciría al concluir la noche.
—Tal vez desees esperar por alguien especial —respondió.
En aquella zona rural, las tradiciones sociales estaban tan arraigadas
como las raíces de los árboles al fértil suelo. El divino sabía que ella tendría aún
mayores dificultades para concertar un matrimonio si no llegaba virgen al
mismo. Y en aquellos momentos lo único que deseaba era que un hombre
decente pudiera, al menos, quererla un poco de lo que él hacía.
Completamente decidida, la flor de luna sonrió, ya sin nada que perder.
—Siempre has sido ese alguien especial, Shiryu… quizás seas tú el que
quiere esperar.
Él negó con la cabeza, repasando con las yemas de los dedos su óvalo
facial.

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—Afirmar que sólo eres mi mejor amiga no te haría justicia.
La balanza actuó como correspondía, contrapesando la razón al deseo,
llevándole a formular la pregunta que supondría la última traba ante lo
evidente.
—¿Y si quedaras embarazada?
—Sería el mejor recuerdo que podría conservar de ti.
No añadieron más. Sería la más especial de las despedidas, la que
culminaba una vida juntos, entregándose mutuamente al último reducto de sus
seres que todavía desconocían. Se besaron sin prisas en aquel paraje de ensueño
donde tantos momentos habían compartido, invitando a su escondite particular
a preservar en la memoria de los árboles y las aguas las últimas horas que
pasarían más unidos que nunca.

-4-

Ya no era el niño reservado que aparcaba momentáneamente su


preparación para perseguir peces entre las frías aguas. Su andar por el mundo
no había sido sencillo, por lo que aunque exteriormente fuera joven, su alma
acumulaba experiencias comparables a las vividas por tres hombres.
Gustaba de meditar acerca de los aspectos que la vida ofrecía. De entre los
mismos, le resultaba especialmente interesante comprobar que todo dependía
de la óptica con la que se mirase.
Muchos años atrás, cuando ni siquiera había soñado con las gestas
logradas, el permitir que el río vistiera su piel desnuda bajo las estrellas en
compañía de Shunrei no habría significado más que otro pasatiempo de los
muchos que el perspicaz ingenio de la chiquilla podía idear. Esa era la magia de
la inocencia, la bella libertad de no sopesar cada uno de los actos cometidos, sin
llegar a comprender el complejo sistema de tabúes con los que los adultos
trazaban una red de autoprotección.
Él había visto demasiada sangre, demasiado dolor, demasiadas
contiendas. Sin embargo, mientras esperaba en medio del afluente junto a las
rocas de su infancia, quiso conservar un ápice de aquella inocencia perdida

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pensando que podría seguir viendo a Shunrei como una mezcla de hermana y
compañera.
Mas no fue así. Matizada por la luz plateada proveniente de los cielos
nocturnos, ella terminó de despojarse de sus prendas, mostrando sin pudor
alguno la sutil constitución. Las caderas trazaban gráciles curvas y el rubor
añadía un toque de color a lo cremoso de su rostro, contrastando con el cabello
azabache cayendo libremente.
No pudo verla como hasta el momento había hecho, sino como lo que
siempre había sido, la única mujer a la que había amado y amaría, pues si no
podía tenerla a ella, ninguna otra quedaría en su haber.
Cuando se hallaron cerca el uno del otro se miraron a los ojos durante
segundos que les parecieron eternos, iniciando el mutuo reconocimiento.
Primero se exploraron con la vista, recorriendo cada relieve y cicatriz, para dar
paso al descubrimiento de mayor intensidad al alcance del género humano. Se
abrazaron lentamente, permitiendo que cada centímetro de sus pieles fuese
recorrido, sintiendo como los corazones replicaban, contrapuestos.
Con los suaves y mullidos senos anclados a su torso, Shiryu besó el fino
cuello hasta detenerse en los labios. La inexperiencia quedaba en segundo plano
eclipsada por la entrega y la predisposición. Los roces iniciales se tornaron más
intensos, entreabriéndose las bocas, dejando paso a nuevas y sorprendentes
texturas.
Pese a lo helado de las aguas, las altas temperaturas que desprendían les
aislaban de todo efecto térmico. Los respectivos cabellos flotaron con la
corriente cuando ella enredó las piernas en su cintura, hundiéndose hasta
quedar cubiertos a la altura de las clavículas.
Inmersos en las nuevas sensaciones, fue el guerrero quien tomó
inicialmente el control. Trazándole senderos desde los pechos hasta el abdomen,
la respiración del caballero se agitaba a la par que su cuerpo reaccionaba a los
estímulos. Suspiró cuando su excitación fue rozada casualmente, indicándole a
ella de manera inconsciente el siguiente paso a dar.
Manteniendo en todo momento el sosiego, Shunrei se dejó deleitar por el
calor del miembro, acariciándolo mientras era conducida hasta las rocas que
clamaban por tener parte de protagonismo en aquella última vivencia de sus
protegidos.

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En éstas habían reído, discutido e incluso llorado, y ahora sobre las
mismas consumarían el rito que delimitaba la llegada a la edad adulta. El inicio
sexual solía estar rodeado de ciertos misterios, mas para ellos era la única
manera de saber que aunque el destino les separase, nada podría robarles aquel
instante de unión.
Tendida sobre la porosa superficie, separó las piernas meciéndole entre
ellas. Los besos se prolongaron hasta que una nueva humedad compitió con la
de las pieles empapadas en una pátina de agua y sudor. Se estremeció cuando su
intimidad recibió el andar de unos dedos queriendo conocerla, maravillados
ante la suavidad que ofrecía.
Le miró a los ojos tras haberle dejado extasiarla de aquella guisa,
diciéndole en silencio que se adentrara en ella. Aferrándose con las manos a su
ancha espalda ya tatuada, Shunrei sonreía mientras él, con primeriza torpeza,
trataba de encontrar la entrada. Cuando así hubo hecho, se introdujo con
lentitud hasta que las uñas se clavaron en su carne, evidenciando un dolor que
la joven se esforzaba en no reflejar.
Se detuvo para besarla en la frente, susurrándole palabras
tranquilizadoras antes de seguir con la intromisión. Tras alcanzar sus cotas más
altas el padecimiento remitió, pudiendo al fin ella relajarse por completo. Le
acompañó en la cadencia, sintiendo perfectamente cómo se movía en su
interior. Se volvieron a besar, abandonándose después al ritmo en crescendo,
enterrando Shunrei el rostro sobre su hombro para percibir con incluso mayor
nitidez el cantar de sus jadeos al oído.
Shiryu podría vivir incontables aventuras, conocer seres extraordinarios y
visitar lugares lejanos, pero pasase lo que pasase, el corazón de ella pudo
llenarse de dicha por saber que siempre conservaría el privilegio de haber sido
la primera.
Sintió que el cuerpo que se sostenía sobre el suyo temblaba, recibiendo
casi inmediatamente después sus entrañas la ardiente descarga producto del
acto. Tras unos segundos de recuperación, su amante levantó el mentón,
encontrándose su mirada esmeralda con la suya.
Ninguna palabra resultaría adecuada para describir el sentimiento que les
envolvía, eligiendo la vía del contacto para expresarse y coronar aquella primera
experiencia que jamás olvidarían.

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-5-

El hechizo se ha roto, te quise tanto…


Fuiste la lección que tuve que aprender, y yo tu refugio.
Ya no hay nada más que podamos intentar,
no tenemos dónde escondernos,
no hay fuerza mayor que la fuerza del adiós.
No tenemos nada más que perder,
ya no hay más corazones que romper,
pues no hay fuerza mayor que la del adiós…
Madonna, “The power of goodbye”.

El transcurrir del tiempo era otro más de los muchos inventos del
hombre para medir el desarrollo de los acontecimientos. Por ello había noches
que parecían interminables, y otras que se escurrían como arena entre las
manos.
Aquella velada fue del segundo tipo. Una vez al cobijo de la cabaña,
rindieron culto a sus cuerpos ejecutando la danza de la pasión cuantas veces les
resultó posible antes de caer agotados. La cama donde tantas pesadillas soportó
en su invidencia ahora acogía la mutua desnudez de ambos. Los primeros rayos
del alba asomaron entre las ventanas, y Shiryu supo que había llegado la hora.
La contempló mientras dormía sobre su pecho, y con sumo cuidado para
no despertarla la dejó recostada entre las sábanas, procediendo a vestirse y
recopilar sus pocas pertenencias.
La vida de un guerrero era incierta, no podía contar con posesiones
materiales que supusieran un estorbo, menos en el caso de un practicante de las
filosofías orientales. Sus ropas y libros fueron empacados, y en anecdóticos
minutos ya nada quedó por guardar.
De entre todos sus escasos bienes, uno destacaba por el valor emocional
que encerraba. Sostuvo la única herencia que había recibido de su madre, una
pequeña talla de jade en forma de dragón. La había tenido consigo desde que

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quedara huérfano a la edad de tres años, constituyendo una especie de amuleto
en sus momentos más bajos.
Tras echarse el bolsón a los hombros se sentó en el borde del lecho para
apartarle los cabellos del rostro. Tomó una de las manos de Shunrei y, tras
abrírsela, depositó la figura en su palma, cerrándola en torno a la piedra
semipreciosa. A la par que esbozaba una triste sonrisa salió de la que había sido
su morada, sin sucumbir a la tentación de mirar hacia atrás por última vez.
La cascada de Rozan, aquella que le viera nacer como caballero al ser
invertida, se despidió de él en su atronador lenguaje.
Inspirando profundamente para llenarse los pulmones de aquel aire que
no volvería a respirar, Shiryu se puso en camino a Atenas.
Y mientras él se marchaba, Shunrei, que había fingido dormir todo el
rato, se llevó la figura hasta donde su corazón latía. No hubo lágrimas, puesto
que no eran necesarias. Le llevaría consigo hasta el último de sus días.

-6-

El hombre que tiene a las armas como profesión


debe calmar su mente y mirar dentro de las profundidades de otros.
Éste es el fin más preciado de las artes marciales.
Siba Yoshimasa

Las pérdidas en la Guerra Santa fueron cuantiosas. Los doce guerreros


desaparecidos eran de un valor incalculable para el Santuario, pero uno de ellos
se encontraba en una situación inaudita, habiendo tomado partido en dos
contiendas.
Por su largo servicio, perseverancia y dedicación, Atenea desde el Olimpo
decidió que debía recompensar al más fiel de sus caballeros.
Dohko despertó en medio de la séptima Casa. Tumbado sobre el suelo en
posición fetal, la primera reacción que tuvo fue mirarse las manos: eran tersas, y
respondían a sus órdenes sin dolor en las articulaciones.
Los ojos le molestaban por la luminosidad. Tras incorporarse se palpó el
resto del cuerpo, cubierto por una túnica corta al estilo heleno.

18
Tuvo consciencia de que no había soñado todo lo que ahora afloraba en su
mente. Podía oír la voz de la Diosa como si la tuviera cerca, y las indicaciones
divinas eran solemnes.
<<Caballero, regresa a la vida libre del Misopheta Menos. Me has
servido por varias generaciones, tu cometido ha terminado. Vivirás como
decidas, envejecerás bajo el curso natural y podrás así conocer el descanso
cuando corresponda.>>
El guerrero se puso en pie. Sus huesos habían acumulado más de dos
siglos, mas ahora volvía a ser joven, al menos en apariencia. Sus cabellos eran
fuertes y resistentes, su cuerpo esculpido mostraba el esplendor de los dieciocho
años, edad en la que recibió la orden de la Diosa, y sólo sus ojos, de un
misterioso tono pardusco, reflejaban el saber que el tiempo daba.
Únicamente él había regresado, constatándolo al no detectar cosmos
alguno en las inmediaciones del recinto. En un segundo rastreo reconoció su
error pues, en efecto, alguien más se había adentrado en el desierto Santuario
griego.
Conocía aquella aura sosegada y prudente, el ying de su yang, el dragón
que complementaba al tigre que era. Desde el primer día en que Shiryu quedó
bajo su cuidado, supo que si las estrellas estaban de su parte, su pupilo llegaría
lejos.
No se había equivocado. Éste, movido por la llamada del foco cósmico,
dejó la caja de Pandora a la entrada del templo en señal de respeto.
El japonés estaba ciego cuando Dohko recuperó su auténtico físico, por lo
que al observar a aquel hombre, sólo su presencia, porte y en especial su
profunda mirada le hicieron constatar que se hallaba ante Roshi, a quien debía
todo cuanto era.
Su maestro constituía el epicentro de su universo. Podría aceptar
cualquier orden por extrema que fuerza, mas el decepcionar a su mentor era una
obsesión con la que había convivido desde los inicios.
Se había esforzado para convertirse en un guerrero ejemplar del que
Roshi pudiera sentirse orgulloso. Siguiendo la doctrina del kung-fu, había
atendido a sus enseñanzas, asimilándolas e interiorizándolas tras adaptarlas a
sus propias estructuras.

19
Recordaba todas y cada una de las metáforas con las que amenizaba los
duros ejercicios, consiguiendo que germinara la semilla del criterio propio,
condición indispensable para los representantes de la constelación de Libra.
Así había cultivado la flexibilidad en su cuerpo de contorsionista y en su
carácter, siempre abierto a buscar pros y contras, decidiendo según el dictado de
la balanza.
Maestro y alumno quedaron frente a frente, aunque Dohko sabía que
aquellos calificativos carecían de valor. Shiryu había demostrado con sus
victorias, valor y nobleza que estaba preparado para sucederle en el puesto. La
Diosa le había concedido el disponer de su vida como creyera conveniente; nada
más despertar, supo que dicha existencia no se consumaría en el Santuario.
Necesitaba volver a donde pertenecía, lejos de la guerra, y encontrar el
equilibrio.
Por ello quiso someter a su discípulo a una última prueba, midiéndose a
él con el vigor de la juventud. Su voz regia de felino se propagó entre las
columnas del templo.
—¿Atacarás a aquél que todo te ha enseñado?
—Sólo si así lo pedís, maestro.
El encuentro era emotivo, mas no por ello perdía solemnidad. El joven
dragón hizo una reverencia antes de adoptar posición de defensa, aceptando el
combate como el mayor de los honores.
De Libra aprendió técnica y disciplina, mas su estilo resultaba único e
intransferible. Dohko modeló la agilidad de su cuerpo, girando sobre su eje para
lanzarle una voraz patada justo al cuello.
Los velocísimos reflejos del divino permitieron que éste esquivara el golpe
mediante una pirueta hacia atrás aterrizando sobre las manos, con las que se
impulsó a una gran distancia.
La observación del enemigo era tan efectiva como un buen sistema de
ataque. Uno de los valores de sus ancestros, los Samurai, rezaba que debía
mostrarse respeto incluso ante el adversario, pues la humildad permitía aceptar
las debilidades y potenciar los puntos fuertes.
El maestro sabía del defecto de su técnica, la garra del Dragón, que
durante milésimas dejaba el corazón al descubierto. Pudo leer en su mirada las

20
intenciones; tras una serie de puñetazos encadenados condensó una cantidad
ingente de energía destinada a concentrarse justo en dicho punto.
Lo que desconocía el gran caballero dorado era que en aquellos dos años
había perfeccionado sus dotes, encontrando una vía por la que evitar la fatal
consecuencia. Haciendo uso de Excalibur, el brazo izquierdo proyecto una
cortante barrera que bloqueaba cualquier tipo de intervención mientras se
preparaba para el Golpe del Dragón.
Sorprendido por la táctica, Dohko aterrizó sobre el mármol tras saltar por
los aires. Se incorporó ya en postura neutral, dando por finalizado el breve
encuentro.
—Demostrado queda que ya nada puedo enseñarte, Shiryu. Como
representante de la balanza, te nombro caballero de Oro de Libra. No sólo has
madurado en tu destreza para el combate, sino que tu sentido de la justicia hará
posible que encarnes al armero.
Por tanto, él sería el encargado de distribuir las doce armas si era
necesario, aplicando su criterio para el reparto.
Se acercó al recién nombrado, depositando ambas manos sobre sus
hombros, feliz por haber podido pasarle el testigo como tantas veces había
imaginado desde su vigilia.
—Me alegra poder verte de nuevo.
—Y a mí a vos, Roshi.

-7-

Si algo caracterizaba la relación entre ambos, era la dialéctica.


Apasionados del arte de la palabra, siempre habían dedicado largas horas a
intercambiar impresiones sobre los más diversos temas.
Dado que ninguno de los restantes divinos había llegado, Dohko y Shiryu
emplearon el día en desmenuzar cuanto había acontecido en la última batalla y
el tiempo que les separaba de la misma.
La noche les sorprendió mientras el longevo caballero accedía a satisfacer
la insaciable sed de conocimiento del que fuera su mejor aprendiz.
—A pesar de todo lo que con vos he aprendido, desconozco cómo ha sido
vuestra vida, Roshi.

21
El dragón habló con el corazón, pues en realidad, aquel hombre que tenía
ante sí era todo un misterio para él, y nada le gustaría más que conocer los
detalles que habían configurado su existencia.
Dohko sonrió. Podía denotar en el inquieto brillo de sus ojos los
interrogantes que los labios del japonés se morían por pronunciar
El “viejo maestro” le conocía bien y, efectivamente, esas eran algunas de
las cuestiones que Shiryu se formulaba, aunque no las principales. Quería saber
otro tipo de detalles.
Suspiró, haciendo memoria de sus días de niñez y adolescencia.
—Nací en China, hace muchos más años de los que puedes imaginar. Mi
vida era sencilla, todo presagiaba que seguiría los pasos de mi padre, pescador
en el río que atraviesa Rozan, mi hogar. Pero un día, un ermitaño al que todos
respetaban por su destreza en las artes milenarias percibió que yo tenía un
potencial que no debía ser desaprovechado. Numerosos eran mis hermanos
menores, por lo que aunque con pena mis padres aceptaron dejarme marchar a
tierras lejanas bajo la promesa de aquel desconocido de proporcionarme un
buen futuro. Él fue mi maestro, y tras mi entrenamiento en lo que hoy es
Tailandia pasé la prueba en Atenas, ordenándome caballero de Libra.
Shiryu asentía, ensimismado.
—El Santuario no era demasiado distinto a lo que es actualmente. Como
guerreros debemos afrontar que algunos caen y otros llegan. Sin embargo yo
tuve que sufrir lo que es perder a la totalidad de tus compañeros, y verte
separado del más especial de ellos. Yo era más joven que tú cuando recibí la
misión de custodiar el sello de Atenea. Regresé a Rozan, pero no me fue
permitido ver a los míos, aunque en la distancia les observara. Pasaron los días,
y mientras todo lo que conocía iba marchitando, yo debía seguir en pie, porque
la Diosa era lo más importante.
El rostro de Dohko quedó ensombrecido por las memorias.
—Poco más puedo contarte de mi vida, Shiryu, pues en la forma en que
me conociste la he consumido mayoritariamente. Mas no dudaría en volver a
repetirla si ello fuera necesario. Me siento privilegiado por haber participado en
el transcurso de la historia y haber conocido a personas extraordinarias…

22
Recordaba a Shion, a Isaiah, caballero de Virgo, y a Galeth, guerrera de
Sagitario, con los que había tenido una relación que iba más allá del mero
compañerismo…
El chino le contempló detenidamente. Se había convertido en un hombre
de asombroso atractivo. La fortaleza que despedía su constitución quedaba
suavizada por sus rasgos finos, el largo y oscuro cabello y los ojos profundos,
propios del dragón.
Por su parte, Shiryu sentía que aquella mirada triste fija en la suya le
atravesaba el alma. Por primera vez en todos los años que se conocían, dejó de
ser Roshi para ser Dohko, un joven como él que, por circunstancias celestiales,
se había visto obligado a engañar a la muerte por un periodo cruelmente
extenso.
¿Cuántos días con sus noches le había visto anclado a su posición, sin que
nada le perturbara? Ahora, bajo el prisma de la perspectiva temporal, el joven
caballero dorado pudo apreciar la magnitud del deber, resultándole demoledor
el evidente sacrificio realizado por el tigre, renunciando a su propia vida con tal
de servir a la Diosa.
—Cuánto has debido sufrir... —susurró— Sin nadie en quien apoyarte, sin
nada a tu alrededor salvo tú mismo.
Libra dejó a un lado el formalismo con el que siempre había actuado para
rendirle merecido homenaje. Como se había dicho antes, los roles de antaño ya
no les regían. De nada servía ceñirse a los viejos postulados, pues pudo ver en el
espíritu del saliente dorado una herida que deseaba cerrar.
Shiryu creía fervientemente en el ser humano y sus cualidades. Por ello
nunca había andado con reparos a la hora de reconocer la belleza,
independientemente del género que la portara. Y Dohko, revelando aquella
faceta de fragilidad hasta la fecha ignorada, le resultaba imperiosamente
hermoso.
Una llama de cariño ardió en su pecho, y supo que deseaba corresponder
a catorce años de formación humana, precisamente de la manera más humana
que existía.
—Nunca podré agradecerte todo cuanto has hecho por mí. Por ello
quisiera devolverte parte de la luz que me has cedido, y hacer que desaparezca
tu soledad.

23
Dohko no pudo decir nada, pues sus labios fueron sellados lentamente,
produciéndole el contacto un deseo irrefrenable de romper a llorar. Justo
cuando ya había olvidado la sensación del calor de otro cuerpo junto al suyo,
Shiryu le ofrecía lo que nunca pensó que volvería a ocurrir: sentirse vivo por
medio de la experiencia más maravillosa de cuantas habían, yacer con un igual.
—Antes aseguraste que ya nada te quedaba por enseñarme, mas no es
cierto —dijo el más joven de los dos, tomándole de la mano para encaminarse
juntos a los aposentos—. Enséñame a amar a otro guerrero, Dohko. Muéstrame
cómo amarte aún más de lo que ya hago.
Puesto que el amor recogía múltiples acepciones, desde el aprecio a la
confianza, deseaba hacer tangible el que le profesaba tal y como había hecho con
Shunrei, pues ellos eran, sin duda, las dos personas más importantes de cuantas
habían pasado por el escenario de su vida.
Quien fuese armero por tantas lunas sonrió. No había podido tener mejor
sucesor, pues las dos estrellas principales de la constelación de Libra le guiaban
como a él, haciendo que en ambos lo dual reinara, presente incluso en la
bisexualidad que sin reparo alguno acataban.
Su alma se libró de la carga, permitiéndose volver a sentir, lleno de
pequeñas ilusiones, esperanzas y alegrías tangibles, como la del ser que ahora se
entregaba a su persona limpiamente, instándole a buscar en sus brazos el amor
por dos siglos perdido.

-8-

El sudor bañaba frente y torso, el cuál subía y bajaba descompasado,


acompañando al rictus de placer que se apoderaba de su rostro.
Shiryu se rendía ante los expertos labios de Dohko, los cuáles no habían
olvidado cómo llevar a un hombre hasta el éxtasis a base de certeros
movimientos. Su lengua recorría la jovial rigidez de su masculinidad,
desapareciendo ésta entre la húmeda cavidad de la boca, arrancándole gemidos
casi imperceptibles.
El nuevo caballero de Oro se dejaba hacer con toda su voluntad,
disfrutando de ello. Si le había confiado su propia vida en tantas ocasiones,
¿cómo no entregarle su primera experiencia con alguien del mismo sexo?

24
Cerró los ojos elevando la barbilla mientras ahogaba un nuevo gemido,
sin poder retardar por más la llegada del orgasmo, el cuál fue recogido
habilidosamente.
Los ojos de tigre recorrieron la brillante figura del dragón. Con las
mejillas teñidas de rojo y la mirada velada en deseo, Shiryu se descubrió ante sí
como un ser tocado de lleno por los dioses.
Depositó el semen obtenido en la palma de su mano, empleándolo para
facilitar la penetración. Se colocó junto a él, quedando ambos tendidos sobre el
costado derecho, tapando la colosal silueta del dragón con su torso, ya pegado a
la espalda.
Le besó el cuello, el lóbulo de la oreja y los labios mientras le hacía abrir
ligeramente las piernas para comenzar a dilatarle. Completamente sereno, el
japonés se recreaba en esos estímulos novedosos para él.
—Relájate—le susurró, comenzando a introducirse en su cuerpo.
Así hizo el discípulo en las artes amatorias, renegando de las molestias
para percibirlas como un tributo. Tras varias pequeñas embestidas, Dohko
estuvo por completo en su interior, comenzando a moverse con relativa facilidad
gracias a la lubricación.
El dragón pudo al fin entender todo lo que durante años había leído en
relatos históricos. Muchas veces se había preguntado el por qué de las relaciones
entre maestros y alumnos durante la era clásica. Ahora lo comprendía: aquella
unión era una forma más de confianza mutua y aprendizaje, y quién mejor que
su mentor para llevarle de la mano a explorar un terreno tan personal.
Mientras disfrutaban el uno del otro, sintió que la balanza quedaba
nivelada, pues había entregado su virginidad a las dos estrellas que habían
marcado su destino, dejando en dichas personas una parte de él. Siempre
estarían a su lado a pesar del inevitable distanciamiento por la nueva era que se
avecinaba.
Dohko se aferró con fuerza cuando sucumbió al éxtasis, inundándole con
su esencia, y no le soltó tras haberlo hecho. Apoyó el rostro en el pecho lampiño
del japonés, deleitándose con el palpitar proveniente del mismo, cobijándose en
su calor y la ternura con la que los musculosos brazos de Shiryu le abrazaban.
Había sido, posiblemente, el mejor momento de todos cuanto recordaba.

25
—¿Das por concluida pues tu etapa como caballero? —le preguntó el
dorado, una vez estuvieron recreándose en la mera presencia del otro.
Asintió.
—Regresaré a Rozan, y allí permaneceré hasta que la muerte decida.
Los jóvenes dedos recorrieron su melena rojiza, mirándole intensamente
para formular el favor más importante de cuantos podría haberle pedido.
—Sí es así… te lo ruego, cuida de Shunrei y de nuestro hijo.
Antes de que Dohko pudiera preguntar al respecto Shiryu sonrió,
adquiriendo su hermoso semblante una expresión que por su madurez no era
propia de un chico como él.
—Me despedí de ella como he hecho contigo. No la he vuelto a ver desde
entonces, y aunque no hay forma alguna de constatarlo… simplemente, lo sé.
Tenía la certeza de que ella gestaba una nueva vida en su vientre. Y así,
dejándole al cuidado de ambos, le entregaba a Dohko la familia que siempre
había añorado.
Aunque no pudiese sentir lo mismo por ella que el dragón, dado que la
naturaleza de sus sentimientos era primordialmente paternal, aceptó sin dudar.
El amanecer arribó a Atenas. Vestido con las prendas de corte asiático
que Shiryu le había cedido, el ancestral guerrero se dispuso a emprender la
marcha hacia un destino en el que tendría potestad para intervenir sin
someterse a decisiones externas.
Entre la fresca penumbra de la piedra, las últimas palabras fueron
intercambiadas.
—Aquí se separan nuestros caminos. Que Atenea te guíe, caballero.
—Que las estrellas te procuren merecida dicha, Dohko — respondió él.
Sus manos, asidas todo lo que la despedida duró, se separaron
lentamente. Shiryu no salió al exterior para observarle desaparecer entre la
escalinata. Por su parte, el “viejo maestro” no apartó su atención del horizonte.
Ese era el curso establecido para maestros y discípulos. El círculo
comenzaba a cerrarse, pero aunque sus vertientes no pudieran estar del todo
unidas como antaño, la fuerza vital que la caracterizaba nunca desfallecería.

26
-9-

Meses habían transcurrido desde su ansiado regreso a los parajes en los


que había pasado prácticamente todos sus años. Recorrerlos por su propio pie y
disfrutar de la mágica Rozan en condición mortal le deportaba una felicidad
desbordante.
Sólo algo podía compararse a la dimensión de su bonanza: el
acontecimiento que se encontraba viviendo en aquel instante.
Refrescó el rostro de Shunrei pasando un paño empapado en agua fría
mientras apretaba su mano, instándola a resistir los segundos finales. La joven,
recostada sobre la cama, soportaba el dolor del parto sin perder la entereza,
mirando en todo momento a los sabios iris del hombre que era como un padre
para ella.
—Un poco más, ya casi está —la animó, constatando que el
alumbramiento pronto habría culminado.
Apretó los dientes, resbalando por su rostro sendas lágrimas al realizar el
esfuerzo. Se desplomó sobre los almohadones cuando un inconfundible llanto
llenó la habitación.
Descansó fatigada sobre el lecho, y aunque los minutos correspondientes
a la preparación del pequeño suponían la oportunidad de recobrar fuerzas, por
pocas que fueran, deseaba con toda su alma conocerle. Aún débil por el proceso,
se incorporó para recibir de brazos de Dohko al recién nacido, desprovisto de
restos de sangre.
—Es un niño precioso, Shunrei.
Ella arropó en su seno al hijo que tanto había deseado, pronunciando con
dulzura el nombre que había elegido, con el cuál crecería bajo la atenta mirada
de ambos en los reinados de la milenaria cascada.
—Tú llenarás mi vacío… Shing-Long2.

27
- 10 -

La noche egea era una de las más impresionantes que podían


contemplarse en todo el planeta. Desde el Santuario podía divisarse la
fulminante dimensión del firmamento, brillando las constelaciones en todo su
esplendor, haciendo del enclave de Atenas un lugar aún más mítico.
Los cinco hermanastros, ya erigidos sendos caballeros de Oro,
conversaban animadamente a pies del noveno templo. El anfitrión relataba con
entusiasmo episodios vividos en días lejanos, cuando se habían conocido por
azar del designio en aquel orfanato de Tokio.
—¿Te acuerdas de cuando nos pasamos horas ocultos en la copa de aquel
árbol, Shiryu? —preguntó Seiya entre risas.
Sin embargo, no obtuvo respuesta.
El caballero de Libra miraba embelesado hacia sus estrellas, las cuáles
resplandecieron con una intensidad desmedida.
Su cosmos fue invadido por una corriente de serenidad, envolviendo con
nuevas alas los temores de su corazón. Sus ojos se vidriaron al saber con certeza
que, a cientos de kilómetros de distancia, una nueva vida había surgido para
traer equilibrio a los vórtices de la balanza de Libra.
Shunrei tendría siempre a su hijo y a Dohko a su lado, y viceversa. El niño
al que nunca conocería nada lamentaría, pues no tendría que padecer el
tormento de la orfandad.
Y en cuanto a él… nada más podía pedir, pues se supo entero y pleno,
dispuesto a ser digno caballero arropado por el recuerdo de aquellos a los que
amaba, y por la compañía de sus semejantes.
—¿Shiryu? —reprendió Sagitario, consciente de que no le había hecho
caso.
—Discúlpame, ¿puedes repetir la pregunta?
Los demás rieron ante el rostro crispado de Seiya.
El dragón sonrió. Aunque ellos no conocieran el verdadero motivo por el
que lo hacía, era irrelevante.

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Su propia luz les ayudaría a defender la justicia durante todos los años
que fueran posibles, ejerciendo como guardianes celestiales bajo la tutela de los
Dioses; sin olvidar, pese a todo, la condición humana de la que estaban dotados.

.: Fin :.

1Shiryu deriva del japonés Seiryu, nombre de uno de los cuatro dioses
celestiales de la mitología china. Dicha criatura es el dios dragón, siendo los restantes
Suzaku, Byakko y Genbu.
2En chino significa “Victoria del dragón”.

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