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LA IGLESIA CELEBRA

LA PRESENCIA DE CRISTO
BAJO LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU

OBJETIVO CATEQUÉTICO
* Descubrir que los Sacramentos son los grandes momentos de la vida
de fe, en los que el hombre se encuentra realmente con Cristo.

1. Celebrar la vida de fe :
El hombre nuevo, hombre que nace de la Palabra de Dios (Cfr. Temas
35-41) y vive en comunión con los hermanos (Cfr. Temas 42-51), vive
y
celebra la presencia de Cristo bajo la acción del Espíritu. Es el hombre
de la Celebración, de la Liturgia, de la Fiesta: celebra la vida cristiana,
el
acontecimiento de la salvación, la experiencia de fe. En la liturgia la
Iglesia celebra los grandes momentos de la vida de fe,
significativamente
configurados por la acción del Espíritu. Son los Sacramentos. En
efecto,
la iglesia, heredera de los Apóstoles, que proclama incesantemente el
Evangelio de la salvación, celebra la obra salvadora de Cristo -su
misterio pascual- en los Sacramentos, en torno a los cuales gira toda
su
vida litúrgica (Cfr. SC 6).

2. Celebrar el encuentro con Dios en Cristo


La vida de fe supone una relación del hombre con Dios, una relación
de persona a persona, un encuentro personal, una comunión del
hombre
con Dios. Contando con la iniciativa generosa, condescendiente,
gratuita, por parte de Dios, el hombre creyente se pone en relación
viva
con El, que mediante esa relación se convierte para nosotros en el
Dios
vivo. Por el pecado el hombre pierde esta relación viva con Dios, esta
relación de hijo a Padre, y no la puede recuperar por sí mismo (Cfr.
Temas 22-23), sino en el encuentro con Cristo: «Nadie conoce bien al
Hijo sino el Padre ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel
a
quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27).
Jesús de Nazaret es destinado por el Padre a ser en su humanidad el
acceso único al misterio de Dios (Cfr. Temas 13-21). El es el único
mediador, el sacramento original del encuentro del hombre con Dios:
«Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y
los
hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo
como
rescate por todos» (1 Tm 2, 5-6). Cristo es Dios de una manera
humana
y hombre de una manera divina. Sólo El nos puede enviar al Espíritu
de
parte del Padre (Jn 15, 26).

3. Celebrar el encuentro con Cristo en la Iglesia


La Iglesia es signo visible de la presencia invisible de Jesús entre los
hombres. Nos encontramos con Cristo en la Iglesia. Por medio de la
predicación de la palabra de Dios, de la celebración de los
sacramentos
y de la caridad fraterna, Cristo actúa en la Iglesia y, en virtud de la
acción
oculta del Espíritu, se comunica a los hombres. Por su unión con
Cristo,
mediante el Espíritu, la Iglesia es sacramento universal de salvación,
sacramento de Cristo (AG 1; GS 45). La Iglesia no es sólo un medio
de
salvación. Es la salvación misma de Cristo, es decir, forma corporal de
esa salvación en cuanto se manifiesta en el mundo. Es, pues, como
dice
San Pablo, «el cuerpo de Cristo» (Cfr.Tema 43). O como dice el
Concilio
Vaticano II, el Pueblo de Dios «constituido por Cristo para ser una
comunión de vida, caridad y verdad, es asumido por El como
instrumento
de redención universal» (LG 9)

4. Celebrar el encuentro con Cristo en los sacramentos


En el contexto del misterio de la Iglesia como sacramento universal de
salvación, los sacramentos son actos personales del mismo Cristo
que
significan y realizan la Salvación de Dios en el plano de la visibilidad
terrestre de la Iglesia. Tal es el núcleo auténtico de la presencia de
Cristo a modo de misterio. Se basa, pues, en el hecho de que los
sacramentos son actos personales de Cristo, como dice Pío Xll de
acuerdo con la tradición en su encíclica Mystici Corporis. «Es Cristo el
que bautiza, el que perdona, el que ofrece» [AAS 35 (1943) 218]. La
Iglesia, bajo la acción del Espíritu, celebra esta presencia de Cristo en
cada uno de los sacramentos. Como dice el Concilio Vaticano ll:
«Cristo
está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en las acciones
litúrgicas... Está presente con su fuerza en los sacramentos de modo
que
cuando alguien bautiza, es Cristo mismo quien bautiza» (SC 7). Los
sacramentos no son cosas. Inscritos en el nivel visible de las
realidades
sensibles y de las acciones humanas, son encuentros reales de los
hombres con el Señor exaltado en la gloria. Quien celebra los
sacramentos puede hacer suyas estas palabras: «Cristo, te me has
manifestado cara a cara: te encuentro en tus sacramentos» (San
Ambrosio, Apología del profeta David, 12, 58). El Cristo glorioso, en el
ejercicio de su sacerdocio eterno (Cfr. SC 7), se nos hace accesible
en
los sacramentos y se convierte «para todos los que le obedecen en
autor
de salvación eterna» (Hb 5, 9).

5. Celebrar los grandes momentos de la vida de fe


Los sacramentos son signos de vida por los que Cristo quiere unirse a
nosotros. Ellos constituyen los grandes momentos de la vida de fe, que
la
comunidad creyente celebra gozosa y festivamente. La Iglesia
enumera
siete. Siendo un mismo Espíritu el que actúa en todos (Cfr. 1 Co 12,
11),
la diversidad de los sacramentos corresponde a diversas situaciones
de
la vida del creyente, que suponen, en cierto modo, un nuevo
comienzo.
Así el Bautismo es el sacramento del nacimiento a la fe; la
Confirmación,
el sacramento del testimonio de la fe; la Penitencia, el sacramento de
la
reconciliación, misterio de misericordia y de conversión; la Eucaristía,
el
sacramento del Pan de Vida y celebración de la Pascua del Señor; la
Unción de los Enfermos, el sacramento de la esperanza cristiana
frente al
dolor de la enfermedad y de la muerte; el Orden, el sacramento del
servicio a la comunidad eclesial; el Matrimonio, el sacramento del
amor
humano, signo de fidelidad definitiva y de paternidad responsable.

6. Los sacramentos, tiempos de salvación en los que Cristo sale


nuestro encuentro
Los sacramentos no se refieren al hombre en general, sino al hombre
creyente. En ellos no se trata de celebrar acontecimientos meramente
naturales, como el nacimiento, la mayoría de edad, el matrimonio o la
muerte. Esto lo hacen las llamadas religiones naturales. El Antiguo
Testamento, como religión histórica, efectúa ya un giro decisivo en la
liturgia comparada de las religiones: celebra la acción liberadora de
Dios
en medio de la historia. Por su parte, los sacramentos de la Nueva
Alianza se refieren a momentos trascendentales en la vida del hombre
creyente. En ellos se celebra la acción de Cristo Resucitado en medio
de
situaciones humanas, como la búsqueda de Dios, la crisis del sentido
de
la vida, el sentimiento de culpa, el amor, la libertad, el dolor, la
enfermedad, la muerte.
Lo importante es que momentos decisivos de la vida humana se
convierten en tiempos de salvación, en los que Cristo, misteriosa y
realmente presente en medio de nosotros, sale a nuestro encuentro
en
signos sencillos que pertenecen a nuestro mundo. Así, los
sacramentos
son prolongación terrestre del Cuerpo del Señor. Como dice San León
Magno, «lo que era visible en Cristo, ha pasado a los sacramentos de
la
Iglesia» (Sermón 74, 2).

7. En acciones y gestos elementales de nuestro existir


Estos encuentros del Señor con nosotros en momentos decisivos de
nuestra fe se expresan, significan y realizan en acciones y gestos
elementales de nuestra existencia: salir del agua, comer el pan, beber
el
vino, ungir con óleo, imponer las manos, pronunciar un sí, confesar la
propia culpa. En la celebración comunitaria de la fe, estas realidades
del
existir humano pasan a ser signos de la nueva creación que ha
inaugurado ya el Señor Resucitado. Así, bautizarse no es tomar un
baño
ni celebrar la eucaristía es saciar el cuerpo. El bautizado se baña ya
en
un mundo nuevo y en un mundo nuevo se alimenta la comunidad.

8. Signos que expresan y realizan la relación efectiva con Dios


El gesto litúrgico tiene un parentesco muy estrecho, por una parte, con
la palabra, y, por otra, con la acción. Y no es una casualidad que estas
dos características de lo humano se den en estrecha conexión con
gestos de encuentro, como los del amor. Es decir, que el sentimiento
tiende a hacerse realidad en el gesto para llegar a ser sentimiento
efectivo. La palabra que precede y sigue al gesto lo manifiesta
absolutamente y, sin ella, no puede éste alcanzar su pleno poder
expresivo ni su realización puede ser asumida personalmente.
De manera semejante se expresa la fe y se hace realidad en la
palabra y en el gesto, precisamente porque también es un encuentro
con
otro: Dios. El gesto litúrgico y la palabra de la celebración presentan,
por
tanto, una particularidad esencial que les es común: la de ser signo
que
expresa y realiza la relación efectiva con Dios; el gesto litúrgico es la
fe
en acto y, como tal, compromete toda la persona

9. Antiguo Testamento: celebrar las maravillas de Dios


Ya en el Antiguo Testamento la liturgia expresa y actualiza la relación
efectiva con Dios. La acción liberadora de Dios en el Éxodo no es
simplemente un acontecimiento del pasado: la liturgia judía de la
Pascua
precisa el sentido simple actual de esta liberación. De generación en
generación, cada israelita debe considerarse a sí mismo como
liberado
de Egipto: «No es solamente a nuestros antepasados a quienes el
Santo,
Bendito sea, ha libertado; nos ha liberado a nosotros con ellos»
(Haggada). En la noche de Pascua, la mesa familiar y la necesidad
cotidiana de comer adquiere un sentido excepcional y evoca
concretamente todo el significado histórico de Israel. Esa mesa,
singular
como ninguna de las mesas, celebra gozosamente la forma concreta y
verdadera según la cual Dios está inscrito para Israel en el corazón de
la
historia. Dios alimenta la fe de su pueblo con el memorial de las
maravillas pasadas (Sal 1 10, 4) y el don de los signos presentes. En
la
cena judía de la Pascua. cada uno relata su historia y, todos juntos,
celebran la historia común de Israel.

10. Nuevo Testamento: celebrar la resurrección de Jesús.


«Con El también habéis resucitado»
También en el Nuevo Testamento la liturgia prolonga, actualiza y
celebra las maravillas de Dios en la historia de la salvación. La acción
liberadora de Dios alcanza su cumbre resucitando a Cristo: la
comunidad
cristiana celebra la actualidad siempre nueva de este acontecimiento,
la
mayor de las maravillas de Dios. De generación en generación, cada
creyente debe considerarse a sí mismo como liberado de la muerte:
«sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado
por
la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos»
(/Col/02/12). Así lo cantamos los cristianos en la noche de Pascua:
«Esta
es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende
victorioso del abismo. ¿De qué nos serviría haber nacido si no
hubiéramos sido rescatados?» En esa noche que brilla a sus ojos
como
el día, la Iglesia celebra gozosamente la forma concreta y verdadera
según la cual Cristo Resucitado está inscrito para la humanidad en el
corazón de la historia.

11. Dimensión bíblica de los signos sacramentales


La comprensión del simbolismo sacramental no puede desligarse del
contexto bíblico del que dependen estos signos. Es verdad que entre
los
ritos de la Antigua Alianza y los sacramentos cristianos existe una
discontinuidad. Sin embargo, los nuevos ritos tenían para la
generación
apostólica una significación muy rica por su conexión con la historia
de
Israel y sus decisivas experiencias. A la luz de esos ritos se esclarecía
el
sentido último de las imágenes y símbolos de las páginas bíblicas,
bajo
los que se expresaban las maravillosas iniciativas de Dios liberador de
su
pueblo. «No quiero que ignoréis, hermanos -dice Pablo-, que nuestros
padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar y
todos
fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar; y todos comieron el
mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual,
pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo.
Todo esto les sucedía como un ejemplo: y fue escrito para
escarmiento
nuestro, a quienes nos ha tocado vivir en la última de las edades» (1
Co
10, 1-4.11). La pedagogía de los sacramentos no puede olvidar
resonancias que las catequesis patrísticas, inspirándose en los
escritos
apostólicos, desarrollaron con una admirable intuición.

12. La Eucaristía, fuente y clima de la vida de la Iglesia


EU/CENTRO:La Eucaristía es el punto culminante hacia el cual tiende
todo el culto de la Iglesia: «aparece como fuente y cima de toda
evangelización» (P0 5, 2). En la Eucaristía, Cristo, muerto y
resucitado,
se une a su Iglesia y la une a El; en la Eucaristía la «edifica»
verdaderamente como cuerpo suyo (1 Co 10, 17). Por eso también
todos
los demás sacramentos tienen como centro al resucitado, Señor de la
Iglesia; por eso el día de la resurrección es el día del culto de su
pueblo
(Hch 20, 7; 1 Co 16, 2; Ap 1, 10); por eso la predicación no busca más
que despertar y fortalecer la fe en ese Señor muerto y resucitado (Hch
10, 40ss); por eso la lectura de la Escritura ha de dar testimonio de El
(Cfr. Jn 5, 39); por eso la profesión de fe es confesión de su señorío
actual (Jn 20, 28; 2 Co 13, 5), por eso la confesión de los pecados
revela
el ministerio de la reconciliación, obra suya (2 Co 5, 18); por eso la
oración es ante todo una súplica para que venga (Ap 22, 17.20), que
venga gloriosamente al fin de los tiempos, pero que anticipe ya esa
venida con su presencia en la Iglesia congregada.

13. Los signos sacramentales y la liturgia


La Iglesia ha situado la celebración de los signos sacramentales
dentro de una ambientación ritual que los prepara y prolonga. Entre
los
ritos propiamente esenciales y los restantes existe una continuidad
que
conviene subrayar. El ambiente ritual de la celebración no constituye
un
conjunto de meras ceremonias honoríficas que rodean al sacramento.
Por el contrario, precisa el signo sacramental, lo despliega y hace
resonante su significación.
Esos ritos están puestos al servicio del signo sacramental: imitando la
economía sagrada del mismo signo, lo explican y explotan sus
riquezas.
Son gestos y oraciones que han buscado su inspiración en la Biblia y
que se esclarecen a través de los escritos sagrados. Por medio de
ellos,
el sacramento se extiende dilatando su propio poder evocador. En
esta
perspectiva ritual se provoca y estimula el clima intenso de fe en el
que
se han de celebrar los sacramentos.

14. El sacramento, signo eficaz de la gracia


El sacramento es un signo eficaz de la gracia, un signo que
efectivamente opera la gracia que significa. El Concilio de Trento
definió
que los sacramentos, supuestas las disposiciones requeridas en el
sujeto
que los recibe, significan y realizan la gracia ex opere operato (Cfr. DS
1606-1608). Esta expresión técnica significa, por una parte, que la
gracia
sacramental no depende de la santidad del ministro y que la fe del
sujeto
no se apodera de la gracia, como de cosa propia: Cristo queda
soberanamente libre e independiente frente a todo mérito humano.
Por otra parte, ex opere operato quiere decir que nos hallamos en
presencia de un acto del mismo Cristo. Ex opere operato y eficacia a
partir del misterio de Cristo significan la misma cosa. Cristo
Resucitado,
en medio de la comunidad eclesial, comunica infaliblemente la gracia.

15. Gracia y carácter SOS/CARACTER:


El encuentro con Cristo en los sacramentos es un encuentro con Dios
y la gracia es precisamente esa comunión personal con Dios. La
gracia
santificadora implica una relación vital con el Padre, el Hijo y el
Espíritu
Santo.
Siendo un mismo Espíritu (Cfr. 1 Co 12, 11 ) el que actúa en los siete
sacramentos, es la misma gracia de santificación la que los siete
otorgan
pero, a través de cada uno de ellos, el don de Dios se ordena
específicamente a las necesidades particulares y a las concretas
misiones del cristiano. La gracia sacramental es la gracia del Espíritu
Santo que se nos da en función de una situación vital determinada,
cristiana y eclesial.
Tres sacramentos -Bautismo, Confirmación y Orden- no pueden
recibirse más que una vez. Estos tres sacramentos sellan con una
marca
definitiva a quienes participan en ellos. El lenguaje eclesiástico
designa
esta marca con el nombre de carácter. La palabra evoca el oficio del
grabador que, por medio de un buril, fija una imagen o inscripción
sobre
el metal. El carácter se relaciona con la imagen, con la semejanza.
También se relaciona con el sello que es la impronta marcada por el
anillo en la cera caliente para testimoniar un contrato irreversible.

16. La respuesta creyente a los sacramentos


Cristo, en los sacramentos, sale al encuentro de hombres
determinados y concretos: el sacramento es la señal de esa
aproximación iniciada por Cristo, la manifestación sensible de su
voluntad
gratuita de encuentro. Ningún mérito del hombre puede exigir la gracia
sacramental: el don de Dios es absolutamente gratuito. Sin embargo,
la
libertad humana puede abrirse generosamente para acoger la
salvación
que se le ofrece o cerrarse a ella o entorpecer el influjo santificador
que
los sacramentos están llamados a realizar.
Es necesario comprender en profundidad cómo se conjugan estas dos
realidades: de una parte, los actos de Cristo en las celebraciones
sacramentales son plenamente libres frente a las exigencias de los
hombres; de otra parte, el hombre adulto ha de querer participar en el
sacramento y cooperar con el don de la fe y llevar a cabo una
conversión
a fin de que el amor del Señor que le sale al encuentro le invada y no
se
quede reducida al inicio de un gesto salvador: la sangre derramada de
Cristo puede llegar a resultar estéril si alguien se niega a acogerla. La
teología clásica habla de sacramentos nulos o inválidos y de
sacramentos infructuosos. Esto quiere decir que, no obstante, la
gratuidad del don divino, y a pesar de que, en los signos
sacramentales,
Cristo ofrece su salvación por haberlo decidido libremente, los
creyentes
han de disponerse a celebrar los sacramentos actualizando
personalmente su fe y su libertad. Este es el sentido del catecumenado
y
las preparaciones penitenciales.

17. Cristo confió los sacramentos a la Iglesia


El hecho de que las acciones sacramentales puedan identificarse con
actos personales del mismo Cristo supone que los sacramentos tienen
su
origen en Cristo: de no ser así, aquella identificación sería vana y
presuntuosa. La Iglesia custodia fielmente los signos sacramentales
que
le transmitieron los Apóstoles: ella es la depositaria única de esta
herencia del Señor y sólo en su comunión pueden ser auténticamente
celebrados. A ella corresponde también determinar los signos
concretos
de algunos sacramentos, es decir, gestos y palabras que han sido
dejados por Cristo a su iniciativa. Así, por ejemplo, la Iglesia precisó el
signo del sacramento del Orden (Cfr. Const. Apost. «Sacramentum
Ordinis» de Pío Xll, DS 3857-3861 ) y, recientemente, Pablo Vl
determinó
elementos esenciales de la Confirmación y de la Unción de los
enfermos.

Estas decisiones de la Iglesia no suponen arbitrariedad alguna en los


signos sacramentales, ya que éstos, más allá de las posibles
variaciones,
expresan siempre la realidad oculta que Cristo intentó al instituirlos.
Con
mayor razón, la ambientación ritual en que ha de realizarse la
celebración de los sacramentos no está rígidamente fijada. Se ha
desarrollado a lo largo de los tiempos y, quedando a salvo siempre el
signo sacramental esencial (la sustancia de los sacramentos), puede
seguir modificándose.
El Concilio de Trento declaró expresamente «que la Iglesia ha tenido
perpetuamente la potestad de establecer o cambiar en la
administración
de los sacramentos, dejando a salvo su sustancia, aquello que, según
la
variedad de circunstancias, tiempos y lugares, juzgase que era más
conveniente a la utilidad de los que los reciben o a la veneración de
los
mismos sacramentos» (DS 1728). La Iglesia conserva los
sacramentos
como un tesoro recibido y, al mismo tiempo, realiza su transmisión a
impulsos del dinamismo propio de su condición de organismo vivo:
entrega los sacramentos a las sucesivas generaciones en el seno de
su
tradición, nunca envejecida y decrépita, sino, por el contrario, siempre
actual y fecunda.
La Iglesia Madre es fiel a su Esposo único y es fiel a sus hijos. Estos,
en cada época, cultura o situación, han de aproximarse al lenguaje de
los signos salvíficos como hombres lúcidos y conscientes que puedan
ser
realmente interpelados por su fuerza comunicativa. De ahí, la lealtad
flexible de la Iglesia en la celebración histórica de los sacramentos de
la
fe.

18. «Servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios»

MINISTRO/SOS:La Iglesia celebra los sacramentos a


través de ministros, servidores de Cristo (Cfr. 1 Co 4, 1), que, como
embajadores del Señor (Cfr. 2 Co 5, 20), son signos por medio de los
cuales el mismo Cristo actualiza su salvación. La Iglesia es la
dispensadora única de los misterios sacramentales porque, en los
Apóstoles, recibió el mandato y la misión de Cristo para celebrarlos a
lo
largo de la historia. Esta misión afecta directamente a los sucesores
de
los Apóstoles, al Sucesor de Pedro y el Colegio Episcopal. Los
restantes
ministros actúan como cooperadores suyos y en íntima comunión con
ellos: «los obispos gozan de la plenitud del sacramento del orden y de
ellos dependen en el ejercicio de su potestad los presbíteros... y los
diáconos. Los obispos son, así, los principales dispensadores de los
misterios de Dios, así como los moderadores, promotores y custodios
de
toda la vida litúrgica en la Iglesia que se les ha confiado» (CD 15).

19. El ministro no actúa en nombre propio, sino en nombre de Cristo y


de la Iglesia
Los ministros de los sacramentos no son autómatas, sino hombres
que, consciente y voluntariamente, se hacen disponibles para la
acción
santificadora de Cristo intentando con seriedad responsable cumplir
su
voluntad de salvación. La intención que vincula al ministro con la
Iglesia
en la que Cristo se hace presente sacramentalmente no queda
suprimida
por la eventual conducta pecadora del mismo, porque «no purifica
Dámaso, ni Pedro, ni Ambrosio, ni Gregorio. Nosotros somos los
ministros, pero los sacramentos son tuyos. Comunicar los dones
divinos
no procede de las fuerzas humanas, sino de ti, Señor» (San Ambrosio,
Sobre el Espíritu Santo, 1, prol.). Ni siquiera desaparece la fuerza de
esa
intención por el hecho de que el ministro esté separado de la
comunión
visible de la única Iglesia de Cristo, pues no puede buscarse
sinceramente a Cristo sin que, al mismo tiempo, se encuentre de
algún
modo a su Esposa.
Las acciones del ministro, con todo lo que suponen de libertad y libre
decisión, no dependen de la propia santidad ni del talante religioso y
humano del servidor de Cristo: no se puede esperar la salvación de un
hombre. El ministro no actúa en nombre propio, sino en nombre de
Cristo
y de la Iglesia: esta misteriosa condición se aprecia de manera
singular
en las celebraciones sacramentales en las que se muestra
admirablemente que todos los ministros, en su conjunto, constituyen
un
signo único del único sacerdote: Cristo Jesús. La intención de realizar
lo
que quiere la Iglesia es algo imprescindible en quien, por definición,
permanece al servicio de la misión de Cristo y de la Iglesia.
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TEMA 52

OBJETIVO:
DESCUBRIR LOS SACRAMENTOS COMO LOS GRANDES
MOMENTOS DE LA VIDA DE FE, EN LOS QUE EL HOMBRE SE
ENCUENTRA CON CRISTO

PLAN DE LA REUNIÓN
* Presentación del objetivo y plan de la reunión.
* Lluvia de ideas: ¿qué son para nosotros los sacramentos?
* Presentación del tema 52 en sus puntos clave.
* Diálogo: aspectos descubiertos, experiencias.
* Oración comunitaria: Sal 111, canción apropiada .

PISTA PARA LA REUNIÓN


PUNTOS CLAVE
* Celebrar la vida de fe.
* Celebrar el encuentro con Dios en Cristo.
* Celebrar el encuentro con Cristo en la Iglesia.
* Celebrar el encuentro con Cristo en los sacramentos.
* Los grandes momentos de la vida de fe.
* Cristo sale a nuestro encuentro.
* En signos que expresan y realizan la relación con Dios.
* Para evaluación y discernimiento, ver PC-I,7 (V).

NACIMIENTO A LA FE

OBJETIVO CATEQUÉTICO
* Descubrir el profundo significado del Bautismo: Sacramento del
nacimiento a la fe.

20. Los sacramentos de la iniciación cristiana


El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los tres sacramentos
de la iniciación cristiana. Por ellos los hombres «libres del poder de las
tinieblas, muertos, sepultados y resucitados con Cristo, reciben el
Espíritu de la adopción filial y celebran con todo el Pueblo de Dios el
memorial de la muerte y resurrección del Señor» (AG 14). Los tres
sacramentos de la iniciación cristiana se ordenan y relacionan entre sí
con el fin de conducir a su plenitud a los creyentes en Cristo que
«ejercen la misión de todo el pueblo cristiano en la iglesia y en el
mundo» (LG 31).

21. El Bautismo, primer sacramento de la Nueva Alianza


El Bautismo es el primer sacramento de la Nueva Alianza. Jesús lo
propone como vía de acceso para alcanzar la vida eterna. Así lo
anuncia
en su conversación con Nicodemo: «Te lo aseguro, el que no nazca
de
agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios.» (Jn 3, 5). El
evangelio de Mateo concluye con la misión que Jesús resucitado
confía a
sus Apóstoles; en esa misión el Bautismo enlaza estrechamente con
el
ingreso en la comunidad de los discípulos de Cristo: «íd y haced
discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre
y
del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).

22. El bautismo, puesto central. Conversión, incluida


En los Hechos de los Apóstoles se muestra el lugar central que ocupa
el Bautismo en las primeras actividades misioneras: los que creen en
la
predicación apostólica, reciben el agua bautismal: «Estas palabras les
traspasaron el corazón y preguntaron a Pedro y a los demás
apóstoles:
¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Pedro les contestó: Convertíos
y
bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los
pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa
vale
para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que
llame
el Señor Dios nuestro, aunque estén lejos. Con estas y otras muchas
razones les urgía, y los exhortaba diciendo: Escapad de esta
generación
perversa. Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día
se
les agregaron unos tres mil» (Hch 2, 37-41).
Conversión y bautismo se describen como elementos unidos en la
iniciación de la fe cuando se relatan las vocaciones de Pablo (9, 18),
del
eunuco etíope (8,26 ss), de Cornelio (10, 47-48), de Lidia y su casa
(16,
14-15), del carcelero de Filipos y los suyos (16, 29-33), etc. Por otra
parte, las cartas apostólicas (Gálatas, Romanos, 1 Pedro, 1 Juan,
etc.),
no sólo aluden al bautismo, sino que se extienden profundizando en
su
misteriosa realidad y en las exigencias que implica en orden a la
conducta cristiana.

23. El Bautismo y el Antiguo Testamento


Las antiguas catequesis cristianas han descubierto en el agua
bautismal multitud de resonancias de temas bíblicos fundamentales.
Las
semejanzas y afinidades que concurren en esas diversas
consideraciones son indicio de que nos encontramos en presencia de
una enseñanza común. Esta se remonta a los más remotos orígenes
de
la Iglesia.
Puede verse un ejemplo característico en el siguiente texto de San
·CIRILO-JERUSALEN-S de Jerusalén: «Si se quiere saber por qué la
gracia se da por el agua (...) hojéense las divinas Escrituras y allí se
encontrará (...). Antes de que criatura alguna se sometiera a la
elaboración de los seis días, «el Espíritu de Dios era llevado sobre las
aguas». El agua es el principio del mundo y el Jordán el principio de
los
Evangelios. Israel fue liberado del Faraón por el mar y el mundo es
liberado del pecado por el baño del agua en virtud de la Palabra de
Dios
(...). Después del diluvio, fue establecida una alianza con Noé (...).
Elías
es llevado al cielo no sin que el agua intervenga, pues su carro
marcha
hacia el cielo después de haber atravesado el Jordán» (Catequesis, 3,
5).

24. El Bautismo y el Nuevo Testamento


No sólo se relacionan con el bautismo los maravillosos sucesos
salvíficos del Antiguo Testamento. Los acontecimientos de la vida de
Cristo se contemplan también como figuras de su vida gloriosa en la
Iglesia. Los Padres de la Iglesia enumeran toda una serie de gestos
de
Cristo relacionados con el agua en los que encuentran ecos
bautismales:
el bautismo en el Jordán (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21 22; Jn 1,
32-34), las bodas de Caná (Jn 2, 1-12), el pozo de Jacob (Jn 4, 5-42),
la
curación del paralítico en la piscina de Bezatá (Jn 5,1 -18), el caminar
sobre las aguas (Mc 6,45-52; Mt 14, 22-33; Jn 6,16-21), la curación
del
ciego de nacimiento en la piscina de Siloé (Jn 9,1 -41), el lavatorio de
los
pies (Jn 13, 1-15), etc.
25. El Espíritu de Dios sobre las aguas
En la simbología bautismal, ocupa un lugar privilegiado el pasaje
bíblico que presenta al Espíritu de Dios incubando las aguas
primordiales: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era un
caos informe; sobre la faz del Abismo, la tiniebla. Y el aliento de Dios
se
cernía sobre la faz de las aguas.» (Gn 1, 1-2) (26).

26 La vida empezó en las aguas CR/PEZ:


Para la mentalidad del autor sagrado, la vida empezó en las aguas;
las
aguas, por mandato del Señor, producen la vida: «Pululen las aguas
un
pulular de vivientes...» (Gn 1,20). La antigua tradición de la Iglesia
reconoce la verdadera energía vivificante del agua en la fuente
bautismal: «Somos pececillos y en el agua nacemos... y no tenemos
otro
modo de salvarnos sino permaneciendo en el agua» (Tertuliano,
Sobre
el Bautismo 1, 2). La misma temática se desarrolla en torno al denso
texto de /Ez/47/01-12: un agua brota «del lado derecho del templo» (el
costado traspasado de Cristo) y su corriente desemboca en el mar de
las
aguas pútridas que, a su contacto, son saneadas: «Todos los seres
vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida, y
habrá peces en abundancia. Las riberas del río misterioso, regadas
por
«aguas que manan del santuario» se convierten en un vergel -en el
Paraíso-, cuyos cuatro ríos prefiguraban, para los Padres, el Bautismo
por el que se recobra la primitiva integridad perdida: «Estás fuera del
paraíso, oh catecúmeno, compañero de destierro de Adán... Ahora se
abre la puerta, entra allí de donde saliste: no tardes» (San Gregorio de
Nisa) (27).

27. El agua bautismal, seno materno de la Iglesia


Las aguas fecundas, engendradoras de vida, conducen a la visión de
la piscina bautismal como el seno donde la Iglesia Madre, bajo la
acción
del Espíritu, concibe a los hijos de Dios y los alumbra: «lo mismo que
en
el nacimiento carnal, el seno de la madre recibe una semilla que la
mano
divina forma según el orden original, así sucede en el bautismo, donde
el
agua es un seno para el que nace, pero la gracia del Espíritu en ella
es
la que forma al bautizado con miras a un nuevo nacimiento,
transformándolo completamente» (·Teodoro-M de Mopsuestia,
Homilías
catequéticas 14, 9) (28).
28. Israel, salvado de las aguas, se convierte a Dios
El simbolismo más profundo de las aguas es celebrado por la tradición
de la Iglesia al comparar el Bautismo con el paso de Israel a través del
mar Rojo. El agua evocaba ya a la conciencia judía la experiencia de
un
paso, de un trance, de un éxodo: el pueblo de Israel había nacido de
las
aguas para la fe en Yahvé. Dios, Señor de los acontecimientos,
cambió
para los israelitas en aguas de vida lo que eran aguas de muerte:
«Los
hizo atravesar el mar Rojo y los guió a través de aguas caudalosas»
(Sb
10,18).
El agua -instrumento de juicio para los egipcios- inauguró la liberación
de los hebreos y su constitución como pueblo propio de Yahvé, pueblo
con quien Yahvé pacta su alianza: «Vosotros seréis mi pueblo» (Lv 26,
12). A través del éxodo, Israel es conducido entre prodigios a la tierra
prometida. Desde entonces, convertirse es volverse a Yahvé, buscar
continuamente su rostro (Sal 104, 4), el rostro de Aquel que salva de
las
aguas de muerte (Cfr. Sal 123, 4-5; 68,15-16; Hch 27, 21 ss) (29).

29. «Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo.»


Posteriormente, la decisiva experiencia del retorno del destierro
babilónico se concebirá como la inauguración de un nuevo éxodo:
para
interpretarlo religiosamente, se apelará al gran suceso pretérito: «¿No
os
acordáis de lo pasado, ni caéis en la cuenta de lo antiguo?» (Is 43,18).
El
Señor, «que abrió camino en el mar y senda en las aguas
impetuosas»
(Is 43, 16), asegura que, en su fidelidad, repetirá las iniciativas
salvadoras: «Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo
notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo; me
glorificarán
las bestias del campo, los chacales y las avestruces, porque ofreceré
agua en el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi
pueblo,
de mi escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi
alabanza.» (ís 43,19-21) (30).

30. Una fuente abierta para lavar el pecado


La reflexión sobre estas referencias simbólicas y tipológicas permiten
profundizar en la teología del Bautismo. La significación más obvia del
agua se orienta a la purificación de la suciedad, a la limpieza. En los
escritos proféticos se habla ya de la renovación de los espíritus que se
realizará en los tiempos mesiánicos por la efusión de aguas puras y el
brotar de nuevas fuentes: «Derramaré sobre vosotros un agua pura
que
os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de
purificar. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo;
arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón
de
carne.» (Ez 36, 25-26). «Aquel día se alumbrará un manantial, a la
dinastía de David, y a los habitantes de Jerusalén, contra pecados e
impurezas.» (Za 13,1). El tema del agua viva con que el evangelio de
San Juan alude al bautismo (3, 5; 4, 10-11; 7, 37-39; 19, 34-35)
conecta
con estas imágenes proféticas. En la misma línea, las catequesis
patrísticas comentan la curación del pagano Naamán, enfermo de
lepra,
después de lavarse en el río Jordán (2 R 5; cfr. Lc 4, 27): los antiguos
Padre veían en la lepra un símbolo del pecado (31).

31. Inmersión-emersión, misterio pascual BAU/RITOS El bautizado se


une misteriosamente a la Pascua de Cristo. El rito bautismal,
articulado
en los dos momentos de inmersión y emersión, no sólo evoca la gesta
salvadora de la liberación de Egipto, sino que es el signo de la
realidad
que cumplió definitivamente aquella figura: el descenso a la piscina, la
inmersión y la salida del agua significan que el cristiano ha muerto y
ha
sido sepultado con Cristo para resucitar con El.
El hombre viejo es crucificado con Cristo y su condición pecadora es
destruida en la muerte del Señor (Cfr. Rm 6,6). El hombre pecador
cruza,
por el Bautismo, las aguas de la propia muerte para que de ellas surja
un
hombre nuevo y distinto. El bautizado en el Espíritu es un hombre
salvado de las aguas para la fe en el Padre, en el Hijo y en el mismo
Espíritu.
En el Nuevo Testamento, el simbolismo de la inmersión-emersión
aparece fijado en sus rasgos esenciales. La inmersión significa la
purificación del pecado (Ef 5, 26), la muerte al hombre viejo (Rm 6, 2-
11;
Ef 4, 22-23; Col 3, 9). La emersión simboliza la comunicación del
Espíritu
Santo, que da al hombre la filiación adoptiva y le convierte en un
hombre
nuevo mediante un nuevo nacimiento (Tt 3, 4-7; Ef 4, 24; Col 3, 10;
Rm
6, 4) (32).

32. Metidos en la santa piscina


·CIRILO-JERUSALEN-S de Jerusalén expresa admirablemente el
sentir de la tradición cristiana sobre este simbolismo: «Se os ha
llevado
junto a la santa piscina como Cristo desde su cruz al sepulcro cercano
(...) Por tres veces habéis sido introducidos en el agua y habéis salido,
simbolizando así el triduo de Cristo en el sepulcro (...) En el mismo
acto,
moríais y nacíais; el agua saludable venía a ser a la vez vuestro
sepulcro
y vuestra madre (...) Un mismo momento ha realizado estos dos
acontecimientos: vuestro nacimiento ha coincidido con vuestra
muerte»
(Catequesis 20, 4).

33. La señal de la Cruz


Cuando la Iglesia acoge a los bautizados, traza sobre ellos el signo de
la cruz, señal del cristiano, distintivo de la nueva condición que van a
recibir. La Cruz, signo de la redención, es signo de la fe cristiana que
el
candidato pide a la Iglesia. Signado y sellado con la cruz, el
bautizando
comienza a ser incorporado al misterio pascual de Cristo, misterio de
muerte y resurrección que permanece vivo en la Iglesia (33).

34. Los exorcismos y la renuncia a Satanás


El Bautismo arranca al hombre del poder de Satán, príncipe de este
mundo (Cfr. Jn 12, 31; 16, 11 ) y concede la luz y la energía para
emprender una lucha contra las fuerzas de las tinieblas, lucha que ha
de
durar toda la vida. Los exorcismos rituales manifiestan expresivamente
la
condición abnegada de la vida cristiana: lucha entre la carne y el
espíritu. La Traditio Apostolica, de Hipólito, prescribe: «A partir del día
en
que son elegidos (los catecúmenos), que se les impongan cada día
las
manos exorcizándolos» ( Traditio, 20). La teología de los exorcismos
supone que el hombre, abandonado a sus fuerzas, no puede
despegarse del poder del Maligno que le cautiva y desborda. Es Cristo
mismo quien combate para apartar del Príncipe de las Tinieblas a
quien
va a hacer miembro suyo por el Bautismo: frente a la situación
desesperada de esclavitud e impotencia Cristo ofrece una salvación
que
jamás podrá proporcionar al hombre un género de liberación
meramente
humana (psicológica, sociológica, económica...).
Entre los ritos inmediatamente preparatorios al Bautismo, la renuncia
a
Satanás y la adhesión a Cristo resaltan con gran expresividad el
sentido
más radical de este sacramento: la muerte a todas las fuerzas del mal
y
la conversión a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo (35).

35. La entrega del símbolo de fe y de la oración dominical


Desde la antigüedad, las entregas (traditiones) del Símbolo y del
Padrenuestro se insertan como elementos importantes de la
celebración
del Bautismo. La Iglesia entrega a los bautizandos el compendio de su
fe
y de su oración. El Bautismo es el signo eficaz de que se ha recibido la
fe
y todo el dinamismo que ella comporta: inauguración de una vida
nueva
en el Espíritu que abre el acceso al Padre. La entrega litúrgica del
Símbolo es la celebración de la transmisión de la fe que el nuevo
cristiano habrá de profesar adhiriéndose vitalmente al mensaje de la
salvación.
Por otra parte, transmitir la fe implica también iniciar a la oración,
enseñar a orar. Los bautizandos piden a la Iglesia lo que los discípulos
pidieron a Jesús: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 1 1, 1; cfr. 11, 113).
Al
entregar la oración del Señor (Padrenuestro), la Iglesia celebra la
iniciación a la oración de los nuevos creyentes. El Padrenuestro es la
oración específica de los creyentes, es decir, de los que ponen su
confianza en el Padre, porque son hijos (Cfr. 1 Jn 3, 1; Rm 8, 14-27;
Ga
4, 4-7) (36).

36. La unción con el óleo de los catecúmenos


Las catequesis patrísticas comentan el rito de la unción con óleo junto
con el gesto del despojamiento de los vestidos, simbolismo este último
que alude a la muerte del hombre viejo: «No sigáis engañándoos unos
a
otros. Despojaos del hombre viejo con sus obras y revestíos del nuevo
que se va renovando como imagen de su creador, hasta llegar a
conocerlo» (Col 3, 9-10; cfr. Ef 4, 22-24). Como los atletas que
entraban
a la lucha o competición eran frotados con aceite, también los que van
a
ser bautizados son ungidos con óleo: es ésta una unción para la lucha
con Satanás. El elegido entra en la Iglesia militante y su principal
lucha
será contra las fuerzas del mal. Para ella necesita una especial
fortaleza,
simbolizada en esta unción (37).

37. La vestidura blanca


Después del Bautismo propiamente dicho, los bautizados son
revestidos con una túnica blanca: han sido revestidos de Cristo como
nuevas criaturas y habrán de conservar sin mancha el nuevo vestido
hasta que se presenten ante el tribunal de Cristo. La vestidura blanca
es
símbolo de la participación en la gloria de Cristo Resucitado (38).

38. La luz pascual BAU/ILUMINACION:


Los bautizados reciben también una luz encendida en el cirio pascual.
Han sido transformados en luz de Cristo y como hijos de la luz habrán
de
recorrer el camino hasta llegar al encuentro del Señor. Los Padres de
Oriente han llamado al Bautismo iluminación, pues es el sacramento
que
comunica el personal conocimiento de Cristo, la «luz del mundo» (Jn
8,
12). Para la iglesia primitiva el Bautismo es, en efecto, una iluminación
(cfr. Hb 6, 4; 10, 32; 1 P 2, 9). San Pablo ruega a los cristianos de
Colosas que den con alegría gracias a Dios Padre, «que os ha hecho
capaces de compartir la herencia de los santos en la luz» (Col 1, 12).
El
mismo tema se encuentra en el primitivo himno bautismal que se
recoge
en la Carta a los Efesios: «Despierta tú que duermes, levántate de
entre
los muertos y Cristo será tu luz» (Ef 5, 14) (39).

39. La unción con el Santo Crisma


Cuando el sacramento de la Confirmación no se celebra
inmediatamente después del Bautismo, a continuación de la ablución,
se
unge a los nuevos bautizados en la cabeza con el más precioso de los
tres óleos, el crisma (christós = ungido) de la salvación. Las fórmulas
rituales expresan el sentido de esta unción: significa la agregación al
Pueblo de Dios de un nuevo miembro de Cristo sacerdote, profeta y
rey
(40).

40. Signo bautismal


El signo bautismal consiste en una ablución de agua cuyo profundo
sentido sacramental se determina por la fórmula: «Yo te bautizo en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». La ablución por
inmersión fue presumiblemente la práctica normal en la Iglesia
primitiva
(cfr. Hch 8, 3839; Ef 5, 26; Tt 3, 5). Esta forma de bautismo perduró
hasta el siglo Xlll y aún se da, en Occidente, en los siglos XV y XVI.
Sin
embargo, ya a principios del siglo II, la Didajé (de origen sirio)
menciona
específicamente el bautismo con agua derramada -por infusión- si el
de
inmersión no fuera posible. Cuando se generalizó la costumbre de
reservar un lugar especial para los bautismos, estos baptisterios
-desde
el principio del siglo IV- consistían en piscinas excavadas en el suelo.
No
obstante, la superficialidad de esas piscinas, así como los grabados
de
las catacumbas, sugieren que fue práctica común derramar el agua
sobre la cabeza del bautizado, mientras éste permanecía de pie en la
piscina.
El actual Ritual del Bautismo de Niños (RBN) determina: «Tanto el rito
de la inmersión -que es más apto para significar la muerte y
resurrección
de Cristo- como el rito de la infusión pueden utilizarse con todo
derecho»
(n. 37). Ei Ritual de la Iniciación Cristiana de los Adultos (ICA)
describe
que quien preside la celebración bautismal «tocando al elegido, le
sumerge del todo o sólo la cabeza por tres veces, le bautiza
invocando
una sola vez a la Santísima Trinidad: N yo te bautizo en el nombre del
Padre (le sumerge por primera vez) y del Hijo (le sumerge por
segunda
vez) y del Espíritu Santo (le sumerge por tercera vez)» (n. 220) (22).

41. Dimensiones teológicas del Bautismo


Las perspectivas bíblica y litúrgica del Bautismo permiten ahondar en
sus significados más profundos, esto es, en la conexión del Bautismo
con
las grandes realidades de la vida cristiana: la fe, la esperanza, el amor,
la
superación del pecado, la gracia, la Iglesia...

42. El Bautismo, sacramento de la fe


El bautismo cristiano es el sacramento de la fe, es decir, el misterio
por
el que un hombre nace a la fe. Es el bautismo en agua y en Espíritu
(cfr.
Jn 3, 5). Juan, el Precursor, bautizaba solamente en agua para la
conversión: «Yo os bautizo con agua para conversión; pero aquel que
viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no merezco llevarle las
sandalias. El os bautizará en el Espíritu Santo y en el Fuego» (Mt 3, 1
1;
cfr. Act 19, 4). El elemento nuevo que aporta el bautismo de Jesús,
con
respecto al de Juan, es la efusión del Espíritu; sin embargo, asume el
elemento antiguo: el agua. La efusión del Espíritu es la prueba de que,
a
pesar del acto humano de la conversión simbolizado en el agua, el
nuevo
nacimiento es un milagro de Dios, un nacimiento «de lo alto» (Jn 3, 3;
cfr.
1 P 1, 22-25).

43. El Bautismo, muerte al pecado


El Bautismo, al incorporar al hombre a la muerte de Cristo,
lava-destruye-los pecados que se hayan cometido en la vida pasada y
extirpa hasta la misma raíz del pecado, que es la culpa original. En el
Bautismo de niños, que no han podido cometer por sí mismos ningún
pecado, la Iglesia dirige a Dios esta plegaria en la oración de
exorcismo:
«te pedimos que estos niños, lavados del pecado original, sean
templo
tuyo y que el Espíritu Santo habite en ellos» (RBN 1 19). «En los
renacidos nada odia Dios» enseñó el Concilio de Trento (DS 1515).
Las
referencias a Adán, padre de una raza esclavizada por el pecado, son
habituales en las catequesis patrísticas. «Has recibido el bautismo, el
nuevo nacimiento -dice Teodoro de Mopsuestia-. Has venido a ser
otro,
has nacido otro. Ya no perteneces a Adán (...) hundido bajo el pecado.
Por el contrario, perteneces a Cristo» (Homilías Catequéticas, 14, 25).

44. El Bautismo, nacimiento a la vida de Dios


Incorporados a Cristo resucitado, los bautizados comienzan a
participar de la naturaleza divina (cfr. 2 P 1, 4): son engendrados como
hijos de Dios: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos
hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Todo el que ha nacido de Dios no
comete pecado, porque su germen permanece en él, y no puede
pecar,
porque ha nacido de Dios» (1 Jn 3, 1.9. Ver RBN 5).

45. El Bautismo, incorporación a la Iglesia


Por el Bautismo, los hombres son incorporados a la Iglesia: «(Cristo)
inculcando expresamente la necesidad de la fe y del bautismo (cfr. Mc
16, 16; Jn 3, 5) confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en
la
cual entran los hombres como por una puerta, a través del Bautismo»
(LG 14). Incorporados al Pueblo de Dios por el Bautismo, los
cristianos
constituyen un «sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios
espirituales
que Dios acepta por Jesucristo» (1 P 2, 5). Los bautizados, «por el
carácter son destinados al culto de la religión cristiana» y a «profesar
ante los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia»
(LG 11). «Este efecto indeleble, expresado por la liturgia latina en la
misma celebración con la crismación de los bautizados en presencia
del
pueblo de Dios, hace que el rito del Bautismo merezca el sumo
respeto
de todos los cristianos y no esté permitida su repetición cuando se ha
celebrado válidamente, aun por hermanos separados» (RBN 4).
46. Sacerdocio profético y real
La incorporación a la Iglesia hace que los bautizados participen del
único sacerdocio de Cristo por un sacerdocio que llamamos común,
íntimamente ordenado al sacerdocio de los ministros: «los creyentes,
en
virtud de su sacerdocio regio, concurren a la oblación de la Eucaristía,
y
lo ejercen al recibir los sacramentos, en la oración y la acción de
gracias,
con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y la caridad
operativa» (LG 10). En estrecha relación con la incorporación a Cristo
Sacerdote a través del Bautismo se encuentra la misión profética de
los
bautizados, a quienes el mismo Señor «constituye en testigos
dotándolos
del sentido de la fe y de la gracia de la palabra para que la virtud del
Evangelio brille en su vida diaria, familiar y social» (LG 35).

47. El Bautismo, exigencia de plenitud de vida cristiana


La vida nueva recibida en el Bautismo está llamada a desarrollarse y
crecer. El cristiano, inserto en el Cuerpo de Cristo, es impulsado por el
dinamismo de este organismo misterioso a tender, en comunión con
los
demás miembros, «al Hombre perfecto, a la medida de Cristo, en su
plenitud» (Ef4,13). «Los seguidores de Cristo, llamados y justificados
en
Cristo nuestro Señor, no por sus propios méritos sino por designio y
gracia de El, en el Bautismo de la fe han sido hechos hijos de Dios y
partícipes de la divina naturaleza y, por lo mismo, santos. De ahí se
sigue
que, con la ayuda de Dios, han de conservar y perfeccionar en su vida
la
santidad que recibieron» (LG 40). El Bautismo es la prenda visible de
la
vocación, la realización histórica de una predilección eterna de Dios.

48. El Bautismo y la comunidad eclesial Nadie puede bautizarse a sí


mismo. El cristiano no es un individuo aislado: recibe la fe y el
sacramento de la fe en el seno de una comunidad que se compromete
a
introducir y formar en la vida a los que son llamados por Dios a
integrarse en su Pueblo (RBN 12).
La institución de los padrinos se inscribe en esta misma perspectiva y
pone de manifiesto la solicitud de la comunidad por la perseverancia
en
la fe y en la vida cristiana de los nuevos cristianos. Según costumbre
muy antigua de la Iglesia, no se admite a un adulto al Bautismo sin un
padrino y también debe hacerlo en el Bautismo de un niño para que,
cuando sea necesario, ayude a los padres a fin de que el niño llegue a
profesar con integridad la fe y a expresarla en su vida.
«Es ministro ordinario del Bautismo el obispo, el presbítero y el
diácono» (RBN 21). «Por ser los obispos los principales
administradores
de los misterios de Dios, así como también moderadores de toda la
vida
litúrgica en la Iglesia que les ha sido confiada, corresponde a ellos
regular la administración del Bautismo, por medio del cual se concede
la
participación en el sacerdocio real de Cristo» (RBN 22).
«No habiendo sacerdote ni diácono, en caso de peligro inminente de
muerte, cualquier fiel, y aun cualquier hombre que tenga la intención
requerida, puede, y algunas veces hasta debe, conferir el Bautismo.
Pero si no es tan inmediata la muerte, el sacramento debe ser
conferido,
en lo posible, por un fiel... Es muy importante que, aun en este caso,
esté
presente una comunidad reducida o, al menos, que haya, si es
posible,
uno o dos testigos» (RBN 26).

49. Bautismo de adultos y catecumenado


Los adultos que se acercan al Bautismo han de hacerlo en un acto
libre y responsable que supone la adhesión a la fe de la Iglesia y la
decisión de una conversión sincera de su vida, que, a partir de ahora,
se
orientará al Dios vivo y a sus designios de salvación. La institución del
catecumenado se destina precisamente a preparar al candidato para
el
Bautismo, despertando en él las actitudes debidas y probando la
autenticidad del paso que va a dar. El Concilio Vaticano II, al restaurar
el
catecumenado, ha incorporado elementos muy ricos y valiosos a la
práctica y liturgia bautismales de la Iglesia. El catecumenado «no es
una
mera exposición de dogmas y preceptos, sino una formación y
noviciado
convenientemente prolongado de la vida cristiana, en que los
discípulos
se unen con Cristo su Maestro. Iníciense, pues, los catecúmenos
oportunamente en el misterio de la salvación, en el ejercicio de las
costumbres evangélicas y en los ritos sagrados que han de celebrarse
en los tiempos sucesivos; introdúzcanse en la vida de la fe, de la
liturgia
y de la caridad del Pueblo de Dios» (AG 14)

50. Enseñanza catequética bajo la modalidad de un catecumenado


En profunda relación con el catecumenado, recientemente restaurado,
la maduración en la fe de los bautizados requiere fomentar en las
circunstancias actuales una catequesis que de algún modo
reproduzca
las etapas catecumenales. Así lo propone Pablo VI en su Exhortación
Apostólica Evangelii Nuntiandi. «Sin necesidad de descuidar de
ninguna
manera la formación de los niños, se viene observando que las
condiciones actuales hacen cada día más urgente la enseñanza
catequética bajo la modalidad de un catecumenado para un gran
número
de jóvenes y adultos que, tocados por la gracia, descubren poco a
poco
la figura de Cristo y sienten la necesidad de entregarse a él» (EN 44;
ver
EN 52). De hecho, muchos bautizados son «verdaderos
catecúmenos»
(Juan Pablo II, CT 44).

51. El Bautismo de los niños


NIÑOS/BAU: La Iglesia, que recibió la misión de evangelizar y de
bautizar, ya desde los primeros siglos, bautizó no solamente a los
adultos, sino también a los niños de los cristianos en la seguridad de
que
entraban a formar parte del Pueblo de Dios y en la esperanza de que,
llegados a la edad responsable, habrían de desarrollar la fe que les
había sido infundida, haciéndose conscientes de lo que significa ser
bautizados. (Ver RBN 8).

52. Desarrollo gradual de la gracia del Bautismo


El niño recibe el sacramento del Bautismo como recibe cuanto
necesita
para su desarrollo vital: en dependencia de los adultos. Es cierto que
la
personalidad que dormita todavía no es apta para un encuentro
consciente y libre. Pero la madre no retira a su hijo sus cuidados y su
amor por el hecho de que el niño sea incapaz de un encuentro
personal.
La madre habla con el niño y juega con él, como si pudiera ser
comprendida. Este conjunto de actitudes, cada gesto de amor
materno,
es como una espera: la espera de una respuesta, el deseo de
despertar
una personalidad. La conciencia del niño se abrirá progresivamente al
mundo de las cosas y de las personas y progresivamente responderá
al
amor de la madre.
La Iglesia también, cuando bautiza a un niño otorgándole el don de
Dios, espera con amor la respuesta que se dará más tarde como fruto
de
una asimilación personal y gradual de la gracia del Bautismo. Toda
una
serie de solicitudes y cuidados por parte de la familia cristiana y de la
comunidad entera procurará que el crecimiento espiritual del niño sea
una colaboración paulatina con la acción del Espíritu Santo que
misteriosamente trabaja su interioridad. He ahí donde se inserta la
necesaria catequesis eclesial.

53. El Bautismo de los niños significa admirablemente la gratuidad de


la salvación
El Bautismo de los niños (y los otros sacramentos que ellos pueden
recibir) muestra el valor inmenso del don de Dios, que, en el ámbito
salvífico, antecede a toda acción humana, también cuando se trata de
adultos. Un acto de fe es siempre la respuesta del hombre a una obra
que Dios realiza en nosotros de antemano, anticipándose con todo su
amor y soberanía. El Bautismo de los niños significa admirablemente
la
gratuidad de la salvación.

54. El Bautismo de los niños en la fe del pueblo de Dios


Por otra parte, el Bautismo de los niños pone de relieve la condición
comunitaria de la Iglesia -todo el Pueblo es propiedad de Dios y
avanza
bajo su influjo paternal- y manifiesta la solidaridad que se da entre sus
miembros: los niños que no son capaces de realizar un acto propio de
fe,
son bautizados en la fe de la Iglesia, en el seno de una comunidad
creyente y comprometida en suscitar y alentar la fe personal de sus
nuevos hijos (cfr. Concilio de Trento, DS 1626; ver RBN 12-13).

55. Los niños que se mueren sin bautizar


¿Cuál es el destino final de los niños que mueren sin bautizar? A
través del curso de los siglos, la Iglesia ha comprendido cada vez más
claramente que, para responder a esta cuestión, hay que acudir a
estas
verdades contenidas en su Mensaje de Salvación:
1ª) Dios quiere que todos los hombres se salven (1 Tm 2, 4-6). En ese
designio de salvación universal también entran, sin duda, los niños, a
los
que el Evangelio presenta como objeto de la predilección divina (Mt
19,
13-14; 18, 10);
2ª) Cristo nació y murió por todos;
3ª) Nadie se condena si no es por pecados personales. A partir de
estas verdades, se funda la persuasión -llena de esperanza cristiana-
de
que Dios, por caminos que sólo a El le son conocidos (viis sibi notis.
cfr.
AG 7), recibe en la feliz intimidad de su vida divina a los niños que
mueren sin haber recibido el Bautismo: así se cumple su propósito de
salvación que es serio, fiel, no excluyente y gratuito. Aunque nosotros
no
podamos determinar cuáles son, en concreto, esos caminos
providenciales, sí podemos fomentar la convicción de que los niños
muertos sin el Bautismo se encuentran en el ámbito salvador de
Cristo:
ellos están en el Señor Jesús. La Iglesia no los olvida en su plegaria
litúrgica y suplica así por ellos en su oración oficial: «Unámonos en
caridad para encomendar este niño a la misericordia de Dios, y
pidamos
para sus padres la fortaleza de sobrellevar cristianamente su dolor»
(Ritual de Exequias [RE] 374; cfr. 56 y 62).
........................................................................

TEMA 53

OBJETIVO:
DESCUBRIR EL SIGNIFICADO PROFUNDO DEL BAUTISMO:
SACRAMENTO DEL NACIMIENTO A LA FE

PLAN DE LA REUNIÓN
* Información: personas, hechos, problemas...
* Lluvia de ideas: recogida de interrogantes en torno al bautismo.
* Presentación del tema 53 en sus puntos clave (pista adjunta).
* Diálogo: ¿qué significa hoy para nosotros nuestro bautismo?
* Oración comunitaria: salmo y canciones.

PISTA PARA LA REUNIÓN


1. El bautismo, puesto central.
2. Israel, salvado de las aguas.
3. Ríos en el yermo.
4. Inmersión-emersión: misterio pascual.
5. Metidos en la piscina.
6. Sacramento de la fe.
7. Muerte al pecado.
8. Nacimiento a la vida de Dios.
9. Incorporación a la Iglesia.
10 Bautismo y catecumenado.
11 «Verdaderos catecúmenos.»
12 Bautismo de los niños.

EL ESPÍRITU NOS HACE TESTIGOS

OBJETIVO CATEQUÉTICO
* Descubrir el significado de la Confirmación:
el Espíritu nos hace testigos en medio del mundo.

56. Bautismo, Confirmación, Eucaristía


La iniciación cristiana no queda concluida con el nacimiento a la fe
celebrado en el Bautismo, sino que es completada con los
sacramentos
de la Confirmación y de la Eucaristía. «La participación de la
naturaleza
divina que los hombres reciben como don mediante la gracia de Cristo
tiene cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la
vida
natural. En efecto, los fieles renacidos en el Bautismo, se fortalecen
con
el sacramento de la Confirmación y finalmente son alimentados en la
Eucaristía con el manjar de la vida eterna» (Pablo Vl, Divinae
Consortium
Naturae [DCN]).

57. Nacer a la fe y ser testigo de ella


Bautismo y Confirmación, íntimamente unidos, durante mucho tiempo
se celebraron en una misma ceremonia. El Bautismo tiene una
referencia
directa al misterio pascual de Cristo. La Confirmación se refiere más
directamente al misterio de Pentecostés, en el que, por la acción del
Espíritu, se manifiestan las riquezas de la Pascua de Cristo (cfr. Jn 16,
7-15).
Pascua de Resurrección es el acontecimiento decisivo e inaugural que
culmina en Pentecostés, que es, por decirlo así, su expansión
connatural. Ciertamente, el Bautismo es ya un Bautismo en el Espíritu,
pero la Confirmación celebra esa plenitud que hace del cristiano un
testigo de su fe, un enviado. Por el Bautismo nacemos a la fe; por la
Confirmación, somos testigos de ella. «Con el sacramento de la
Confirmación los renacidos en el Bautismo reciben el Don inefable, el
mismo Espíritu Santo, por el cual son enriquecidos con una fuerza
especial y, marcados por el carácter del mismo sacramento, quedan
vinculados más perfectamente a la Iglesia, mientras son más
estrictamente obligados a difundir y defender con la palabra y las
obras
la propia fe como auténticos testigos de Cristo» (DCN) (58).

58. Jesús de Nazaret, ungido con el Espíritu Santo


El Nuevo Testamento deja bien claro en qué modo el Espíritu Santo
asistía a Cristo en el cumplimiento de su misión. Jesús, en efecto,
después de haber recibido el bautismo de Juan, vio descender sobre

el Espíritu Santo (Mc 1,10), que permaneció sobre El (Cfr. Jn 1, 32).
Este
es un pasaje importante de los Evangelios que guarda estrecha
relación
con la iniciación cristiana. El Nuevo Testamento considera este
descenso
del Espíritu como una unción. Así lo proclama Pedro ante Cornelio y
sus
familiares: «Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando
Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me
refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu
Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el
diablo;
porque Dios estaba con él» (Hch 10, 37-38).
Lo mismo proclama Jesús en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque él me ha ungido..." (Lc 4,18). Jesús,
confortado con su presencia y ayuda, fue impulsado por el mismo
Espíritu a dar comienzo públicamente a su ministerio mesiánico (59).

59. «Recibiréis la fuerza del Espíritu... y seréis mis testigos»


Jesús prometió, además, a sus discípulos que el Espíritu Santo les
ayudaría también a ellos, infundiéndoles aliento para dar testimonio de
la
fe, incluso delante de sus perseguidores. La víspera de su pasión
aseguró a los Apóstoles que enviaría de parte del Padre, el Espíritu de
verdad (Jn 15,26), el cual permanecería con ellos para siempre (Jn
14,16) y les ayudaría eficazmente a dar testimonio de sí mismos (Jn
15,27). Finalmente, una vez resucitado, Cristo anunció la inminente
venida del Espíritu y la misión evangelizadora de los apóstoles:
«Cuando
el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser
mis
testigos en Jerusalén, en Samaría y hasta en los confines del mundo»
(Hch 1, 8) (60).

60. Pentecostés: el Espíritu desciende sobre los Apóstoles


El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre los
Apóstoles, reunidos con María, Madre de Jesús, y con los demás
discípulos: quedaron tan llenos de El (cfr. Hch 2, 4), que, alentados
por
el soplo divino, comenzaron a proclamar las maravillas de Dios. Pedro
declaró que el Espíritu que descendió así sobre los Apóstoles era el
don
de los tiempos mesiánicos (cfr. Hch 2,17-18). Los que acogieron su
predicación fueron bautizados, y recibieron también el Don del Espíritu
Santo (Hch 2, 38). Desde entonces, los Apóstoles, en cumplimiento de
la
voluntad de Cristo, comunicaban a los neófitos, mediante la
imposición
de manos, el Don del Espíritu Santo, destinado a confirmar la gracia
del
Bautismo (cfr. Hch 8, 15-17; 19, 5-7) (61).

61. Por el sacramento de la Confirmación, en la Iglesia continúa la


gracia de Pentecostés
La Carta a los Hebreos recuerda, entre los primeros elementos de la
iniciación cristiana, la doctrina del Bautismo y de la imposición de
manos
(cfr. Hb 6,2). Es esta imposición de manos la que ha sido con toda
razón
considerada por la tradición católica como el primitivo origen del
sacramento de la Confirmación, el cual perpetúa, en cierto modo, en
la
Iglesia la gracia de Pentecostés (cfr. DCN)(62).

62. Múltiples cambios, significado permanente


Ya desde los primeros tiempos, el Don del Espíritu Santo era
celebrado en la Iglesia con diversos ritos. Estos han ido sufriendo,
tanto
en Oriente como en Occidente, múltiples modificaciones, pero han
conservado siempre el significado permanente de la comunicación del
Espíritu (63).

63. «Sello del Don del Espíritu Santo» (Oriente)


En muchos ritos de Oriente parece que, ya antiguamente, prevaleció
para la comunicación del Espíritu Santo el rito de la crismación, el cual
no
se distinguía aún claramente de los ritos bautismales. Tal rito conserva
todavía hoy su vigor en la mayor parte de las Iglesias orientales.
Teodoreto de Ciro (siglo v, Siria) dice en su Comentario al Cantar de
los
Cantares: «Los que han sido lavados... recibirán, como un sello real,
la
unción espiritual del óleo, recibiendo bajo el signo de este óleo la
gracia
invisible del Espíritu Santo» (n. 61). El ritual egipcio (también siglo v)
acompaña la unción con la antiquísima fórmula oriental: Sello del Don
del
Espíritu Santo (64).

64. «Yo te marco con el signo de la Cruz y te confirmo con el crisma


de
salvación. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo»
(Occidente)
En Occidente se encuentran testimonios muy antiguos sobre aquella
parte de la iniciación cristiana, en la que más tarde se ha reconocido
claramente el sacramento de la Confirmación. Efectivamente, después
de
la ablución bautismal y antes de recibir el alimento eucarístico, se
indican
otros gestos a realizar como la unción, la imposición de la mano y la
signación («consignatio»), los cuales se hallan contenidos tanto en los
documentos litúrgicos como en muchos testimonios de los Padres.
«Después de que el obispo haya impuesto la mano, derramando con
la
mano óleo santificado y colocándolo sobre la cabeza (del bautizado),
que
diga Yo te signo con el santo crisma en Dios Padre todopoderoso y en
Cristo Jesús y en el Espíritu Santo» (Hipólito, Tradición Apostólica, 21,
5)
(65).
En el Pontifical Romano del siglo Xll aparece por primera vez la
fórmula
que después se hizo común: «Yo te marco (sello) con el signo de la
cruz
y te confirmo con el crisma de la salvación. En el nombre del Padre, y
del
Hijo y del Espíritu Santo» (cfr. Concilio de Florencia, Decreto para los
Armenios, DS 1317; cfr. Algunos testimonios del Magisterio de la
Iglesia
que, desde el siglo XIII manifiestan la importancia de la crismación, sin
olvidar por eso la imposición de manos) (DCN).

65. «Recibe por esta señal el Don del Espíritu Santo» (Pablo Vl) 65.
Por tanto, en la celebración del sacramento de la Confirmación, tanto
en Oriente como en Occidente (aunque de modo diverso), el primer
puesto lo ocupó la crismación, que representa de alguna manera la
imposición de las manos usada por los Apóstoles. Y puesto que esta
unción con el crisma significa convenientemente la unción del Espíritu,
Pablo VI confirma la existencia y la importancia de la misma. «Acerca
de
las palabras que se pronuncian en el acto de la crismación, dice Pablo
Vl, hemos apreciado en su justo valor la dignidad de la venerable
fórmula
usada en la Iglesia latina; sin embargo, creemos que a ella se debe
preferir la fórmula antiquísima, propia del rito bizantino, con la que se
expresa el Don del mismo Espíritu Santo y se recuerda la efusión del
Espíritu en el día de Pentecostés (cfr. Hch 2,1-4.38). En
consecuencia,
adoptamos esta fórmula traducida casi literalmente: ... Recibe por esta
señal el Don del Espíritu Santo» (DCN) (66).

66. Gesto y palabras del rito de la Confirmaci6n


En cuanto a la revisión del rito de la Confirmación, Pablo Vl establece
lo siguiente para la Iglesia latina: «El sacramento de la Confirmación
se
confiere mediante la unción del crisma en la frente, que se hace con la
imposición de la mano, y mediante las palabras "Recibe la señal del
Don
del Espíritu Santo". Sin embargo, la imposición de las manos sobre los
elegidos, que se realiza con la oración prescrita antes de la
crismación,
aunque no pertenece a la esencia del rito sacramental, hay que
tenerla
en gran consideración, ya que forma parte de la perfecta integridad
del
mismo rito y favorece la mejor comprensión del sacramento. Está
claro
que esta primera imposición de las manos, que precede, se diferencia
de
la imposición de la mano con la cual se realiza la unción crismal en la
frente» (DCN) (67).

67. La imposición de manos, signo de bendición, liberación y


consagración
La mano es, con la palabra, uno de los elementos más expresivos que
posee el hombre; de por sí, la mano simboliza ordinariamente el poder,
la
acción (Ex 14,31; Sal 18,2) y hasta el Espíritu de Dios (1 R 18, 46; Is
8,
11; Ez 1, 3; 3, 22). Imponer las manos sobre alguien es más que
levantarlas en alto, aunque sea para bendecir (Lv 9,22; Lc 24, 50), es
tocar realmente al otro y comunicarle algo de uno mismo. Por ello la
imposición de manos como signo de bendición expresa con mayor
realismo el carácter de la bendición, que no es meramente palabra,
sino
acto (Gn 48, 13-16).
Jesús bendice a los niños, imponiendo las manos sobre ellos, «porque
de los que son como éstos es el Reino de Dios...» (Mt 19,13-15). La
imposición de las manos es también signo de liberación: las
curaciones
que realiza Jesús van acompañadas de este gesto (Lc 13, 13; Mc 8,
23ss; Lc 4, 40); asimismo las que realiza la Iglesia después de la
Pascua
(Mc 16,18; Hch 9,12; 28,8). La imposición de manos es también signo
de
consagración: indica que el Espíritu de Dios toma posesión de un ser
que El se ha escogido y le da autoridad y aptitud para ejercer una
función (Nm 8, 10; Dt 34, 9).
En la Iglesia naciente este gesto acompaña a la transmisión del Don
del Espíritu Santo. Así Pedro y Juan confirmaron a los samaritanos
que
no lo habían recibido todavía (Hch 8,17); Pablo hizo lo mismo en
Efeso
con aquellos discípulos que hasta entonces sólo habían recibido el
bautismo de Juan (Hch 19,1 -7). Asimismo, la Iglesia impone las
manos
para una misión precisa, ordenada a determinadas funciones (Hch 6,
6;
13, 3; 2 Tm 1, 6ss; 1 Tm 5, 22) (68).

68. El cristiano participa de la misma unción de Cristo


El aceite penetra profundamente en el cuerpo (Sal 108,18), le da
fuerza, salud, alegría y belleza. En el plano religioso, la unción de
aceite,
sobre todo el aceite perfumado, es símbolo de alegría (Pr 27, 9; Is
61,3)
y honor (Sal 22, 5; Lc 7,38.46; Mt 26,6-13; Jn 12,1-8), de curación (Mc
6,13) y de consagración. En este sentido son ungidos los reyes (1 S
10,
1; 16, 13; 1 R 1, 39), los sacerdotes (Lv 8,12; Ex 28,41; 40,15; Nm 3,3)
y,
metafóricamente, los profetas (1 R 19,16.19; 2 R 2,9-15). La unción es
un signo exterior de que una persona ha sido elegida por Dios para
ser
instrumento suyo en medio de su pueblo. En este sentido, el rey, el
sacerdote y, también el profeta, son ungidos de Dios. La tradición
cristiana, a propósito del título de «Ungido» (= Cristo), habla de una
triple
unción de Jesús como rey, sacerdote y profeta (cfr. Tema 17). El es el
Ungido del Espíritu (Hch 10, 38; Lc 4, 18). El cristiano es un nuevo
Cristo:
participa de su misma unción (2 Co 1, 21; 1 Jn 2, 20). Dios ha hecho
penetrar en él el mensaje del Evangelio, ha suscitado en su corazón la
fe
en la palabra de verdad (cfr. Ef 1,13), palabra que es realmente
crisma,
aceite de unción que permanece en el cristiano ( 1 Jn 2,27) y le da el
sentido de la verdad (Jn 14, 26; 16, 13; 1 Jn 2, 20).
Las catequesis patrísticas, a propósito de la Confirmación, aludían al
siguiente pasaje de San Pablo: «Gracias sean dadas a Dios, que nos
lleva siempre en su triunfo, en Cristo, y por nuestro medio difunde en
todas partes el olor de su conocimiento. Pues nosotros somos para
Dios
el buen olor de Cristo entre los que se salvan y entre los que se
pierden:
para los unos, olor que de la muerte lleva a la muerte; para los otros,
olor
que de la vida lleva a la vida. Ciertamente no somos nosotros como la
mayoría que negocian con la Palabra de Dios. ¡No!, antes bien y como
de parte de Dios y delante de Dios hablamos en Cristo» (2 Co 2, 14-
17)
(69).

69. Con el sello de los elegidos de Dios


El sello es un símbolo de la persona (Gn 38,18) y de su autoridad; así
va con frecuencia fijo en un anillo (Gn 41, 42; 1 M 6, 15), del que una
persona no se separa sino por motivo grave (Ag 2, 23; cfr. Jr 22, 24).
El
sello es como una firma: garantiza la validez de un documento (Jr 32,
10),
significa la propiedad de una cosa (Dt 32, 34), indica el origen de una
acción (1 R 21,8). A veces tiene un carácter secreto, como en el caso
de
un rollo sellado que nadie puede leer salvo el que tiene derecho a
romper el sello (Is 29,11). El sello de Dios es un símbolo poético de su
dominio sobre las criaturas y sobre la historia (Jb 9, 7; Ap 5,1; 8,1). El
simbolismo adquiere nuevo valor cuando Cristo se dice marcado con
el
sello de Dios, su Padre (Jn 6, 27). De este sello participa también el
cristiano, cuando le marca Dios dándole el Espíritu (2 Co 1, 22; Ef 1,
13-14). Este sello es la marca de los elegidos de Dios y su
salvaguardia
en el momento de la prueba, de la cruz (Ap 7,2-4; 9,4). Gracias a él
podrán mantenerse fieles a la Palabra de Dios; ésta, en efecto, sella la
carta de fundación de la vida cristiana e invita a los creyentes a ser
fieles
a la gracia de la elección (2 Tm 2, 19) (70).

70. Ser cristiano es participar de la misma misión da Cristo


La imposición de mano, la unción y el sello (con la cruz) son gestos
que concurren en el momento culminante de la celebración del
sacramento: la crismación. Su sentido conjunto es recogido en esta
monición del Ritual de la Confirmación: «Hemos llegado al momento
culminante de la celebración. El obispo les impondrá la mano y los
marcará con la cruz gloriosa de Cristo para significar que son
propiedad
del Señor. Los ungirá con óleo perfumado. Ser crismado es lo mismo
que
ser Cristo, ser Mesías, ser Ungido. Y ser mesías y cristo comporta la
misma misión que el Señor: dar testimonio de la verdad y ser, por el
buen
olor de las buenas obras, fermento de santidad en el mundo.» Quien
anteriormente ha sido elegido y bautizado, en virtud de la crismación
es
ahora enviado: pasa a ser uno de los que llevan la palabra de Jesús.
En
él Jesús quiere ser escuchado (cfr. Tema 8) (71).

71. Un hecho nuevo y decisivo: el Don del Espíritu


Por el sacramento de la Confirmación se difunde en la Iglesia la gracia
de Pentecostés, en el que Cristo glorificado comunica su Espíritu. Los
cristianos reconocen en el Don del Espíritu un hecho nuevo y decisivo,
anunciado por el Profeta Joel (3, 1-5), y que señala que los «últimos
tiempos» han llegado, es decir, el tiempo en que se cumplen
plenamente
todas las promesas de Dios: gracias a Jesús Resucitado, Dios da a
los
hombres todo, hasta poner en sus corazones su Espíritu. Así lo
proclama
Pedro el día de Pentecostés: «Pues bien, Dios resucitó a este Jesús y
todos nosotros somos testigos. Ahora exaltado por la diestra de Dios,
ha
recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha
derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo» (Hch 2, 32-33). El
sacramento de la Confirmación es, por lo tanto, para cada cristiano el
signo de un don de Dios en orden a una vida plenamente lograda en
el
Espíritu y totalmente activa en la Iglesia (72).

72 Ungidos con la fuerza del Espíritu


En la Confirmación somos realmente constituidos en poder por el Don
del Espíritu (cfr. Hch 10, 38): participamos en la Iglesia visible de la
plenitud del Espíritu y de la misión propia de la Iglesia. Así
participamos,
en el misterio de Pentecostés, del mismo Cristo. Por la Confirmación
llegamos a ser miembros plenamente iniciados en el misterio entero de
la
Iglesia: hijos de Dios en poder, ungidos con la fuerza del Espíritu. La
tradición cristiana afirma constantemente que la Confirmación procura
una gracia de fortaleza para la lucha. La Confirmación configura al
cristiano con Cristo profeta de la Nueva Ley y lo hace testigo suyo
ante
los hombres, concediendo para esta misión una gracia de fortaleza
que
puede llegar, si fuese necesario, hasta el martirio (73).

73. Sacramento en la madurez cristiana


La Confirmación es el acto sacramental mediante el cual Dios
interviene en la existencia de los bautizados para que su experiencia
eclesial tome concretamente su doble referencia a Cristo y al Espíritu,
al
misterio de Pascua y al de Pentecostés, estrechamente ligados entre
sí.
Asimismo, es el momento de la iniciación cristiana en el que los
neófitos
descubren, a partir de un nuevo don de Dios, que su vida eclesial es
histórica, social y evangélica, al mismo tiempo que espiritual, personal
y
libre. La Confirmación, que acaece en el interior del campo y de la
dinámica bautismal, señala las dos direcciones en las que se realiza la
madurez cristiana: la santidad personal y el testimonio (74).

74. Ser y actuar


La Confirmación surge, en el interior del marco bautismal, como un
segundo gesto de iniciación, como subrayando por segunda vez- pero
ahora a partir del comienzo de una plena experiencia eclesial- que si
es
preciso actuar, se trata, en primer lugar, de ser. y de ser gracias a la
intervención de Dios. Entonces se puede vivir, poner en práctica, dar
testimonio, descubrir nuevas formas de experiencia eclesial, entrar
con
los demás cristianos en la misión común y la participación fraterna.
Como
lo ha recordado el Vaticano II, si los confirmados «se obligan con
mayor
compromiso a difundir y defender la fe», es porque están constituidos
en
Iglesia y dotados de «una fuerza especial del Espíritu Santo» (LG 11)
(75}.
75. Sacramento de la evangelización
En la Confirmación, y en virtud de la misma, la actividad carismática
del
Espíritu se prolonga visiblemente en la vida del ya plenamente
iniciado.
Sean cuales fueren las formas que adopte esta actividad carismática,
el
confirmado se incorpora a la misión de Cristo y de la Iglesia: la
evangelización. Si la celebración del sacramento es cumbre y remate
de
una evangelización, también es fuente y punto de partida. Si una
evangelización realizada en el pasado ha hecho posible la
Confirmación
actual, es preciso que los confirmados de hoy preparen a su vez una
nueva evangelización. Si cada confirmado está invitado a ser con
todas
sus fuerzas signo de fe y de Iglesia en su vida y su ambiente, es para
que a través de su propia existencia se continúe el proceso eclesial
que
le condujo a la iniciación cristiana. La Confirmación consagra a cada
cristiano a la obra misma de Dios que trata de crear una humanidad
nueva a semejanza de Jesús (cfr. Rm 8, 29) (76).

76. Unidad de testigos, fidelidad al espíritu, dinamismo apostólico


La Confirmación -como la evangelización- requiere unidad de testigos.
La unidad eclesial que sella el Espíritu en la Confirmación aparece
entonces como una unidad con miras a la misión: «Que todos sean
uno.
Como tú, Padre, en mí y yo en Ti, que ellos también sean uno en
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).
Desde el punto de vista de la Confirmación, el pecado no es tanto la
incredulidad o el compromiso con los ídolos del mundo, como la
infidelidad de los cristianos en el interior de la Iglesia y su falta de
apertura respecto al Don del Espíritu, sus divisiones, su escaso
dinamismo, su lento desarrollo (77).

77. Presencia del obispo en la celebración


Normalmente, el Obispo en persona preside la celebración del
sacramento. El es, en la diócesis, el sucesor de los Apóstoles, el
responsable principal de esta Iglesia local, de su crecimiento en el
Espíritu, de su participación en la misión de la Iglesia en el mundo. La
presidencia del Obispo asocia la celebración del sacramento al
acontecimiento de Pentecostés y, por ello mismo, a la vida y
crecimiento
de la Iglesia universal. Si el Obispo no puede presidir la celebración
personalmente, envía, para que actúe en su nombre, o designa, a un
presbítero especialmente nombrado (cfr. otros casos: Ritual de la
Confirmación [RC], 7 y 8) (78).

78. El momento de la Confirmación


«Los catecúmenos adultos y los niños que en edad de catequesis son
bautizados deben ser admitidos también en la misma celebración del
Bautismo, como siempre ha sido costumbre, a la Confirmación y a la
Eucaristía», si ello puede hacerse. «Por lo que respecta a los niños,
en
la Iglesia latina la administración de la Confirmación se acostumbra a
diferir hasta los siete años, más o menos. No obstante, por razones
pastorales, sobre todo a fin de inculcar con más fuerza la plena
obediencia a Cristo y el testimonio cristiano, las Conferencias
Episcopales pueden determinar la edad que les parezca más apta, de
manera que este sacramento pueda darse en una edad más madura y
después de la conveniente preparación. En este caso, sin embargo,
hay
que adoptar las oportunas cautelas para que, en caso de peligro de
muerte o de graves dificultades de otro tipo, los niños sean
confirmados
en el tiempo oportuno, incluso antes del uso de razón para que no se
vean privados de los beneficios de este sacramento» (RC 11) (79).

79. Perspectiva permanente de crecimiento. «¡Ven, Espíritu Santo!»


La Confirmación proyecta en la vida de la Iglesia una referencia
constante al Espíritu y una perspectiva permanente de crecimiento. La
Iglesia de la Confirmación no es todavía la Iglesia ya plenamente
realizada, sino la Iglesia que aún está en camino. La Confirmación no
es
un fin, sino un comienzo, el principio de una nueva intensidad de vida
cristiana que deberá crecer sin cesar. Por la Confirmación, somos
consagrados, de una vez por todas, a la obra que el Espíritu realiza en
el
mundo. Por eso la Confirmación sólo se recibe una vez: sella al
cristiano
con la realidad decisiva del carácter. Es el sello de nuestra pertenencia
a
Cristo, de su imagen grabada en nosotros. Ahora bien, al igual que se
es
bautizado una sola vez, aunque nunca lleguemos a convertirnos del
todo
a Cristo, de igual modo se es confirmado una sola vez, aunque
debamos
esforzarnos constantemente por abrirnos plenamente al Espíritu. Por
ello, los cristianos no cesamos de clamar: «¡Ven, Espíritu Santo!»
(80).

80. Sacramento capital para el porvenir del mundo


La Confirmación no es sacramento de escasa significación. Es un
sacramento capital para el porvenir del mundo, si la humanidad busca
su
sentido en plenitud. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Qué queremos?
¿Adónde vamos? Cada uno de nosotros es una persona única,
irreemplazable, libre. Pero... ¿quién es libre verdadera y plenamente?
Hemos nacido para conocernos, amarnos, servirnos, completarnos,
ser
felices juntos. Pero... ¿quién lo consigue del todo? Hemos de
reconocer
que esta liberación personal y esta comunicación fraternal deben venir
de más allá de nosotros mismos, porque son don de Dios: «donde está
el
Espíritu del Señor, ahí está la libertad» (2 Co 3, 17). Y también: «el
amor
es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1
Jn
4, 7; cfr. 3, 24; 4, 13). En el seno de la historia humana, sólo la
aventura
del Espíritu de Dios otorgado a los hombres tiene garantía del porvenir
(81).
........................................................................

TEMA 54

OBJETIVO:
DESCUBRIR EL SIGNIFICADO DE LA CONFIRMACIÓN:
EL ESPÍRITU NOS HACE TESTIGOS EN MEDIO DEL MUNDO

PLAN DE LA REUNIÓN
* Relato de acontecimientos significativos.
* Oración inicial: Sal 72,18-19.
* Lluvia de ideas: interrogantes en torno a la confirmación.
* Presentación del tema 54 en sus puntos clave (pista adjunta).
* Oración comunitaria: desde la propia situación, Sal 43; Sb 9;
canción.

PISTA PARA LA REUNIÓN


1. Nacer a la fe y ser testigo de ella.
2. Jesús, ungido por el Espíritu.
3. Seréis mis testigos...
4. Con la fuerza del Espíritu.
5. Muchos cambios, significado permanente.
6. Participar de la misma unción y misión de Cristo.
7. Sacramento de la madurez cristiana.
8. Sacramento de la evangelización.

LA CENA DEL SEÑOR

OBJETIVO CATEQUÉTICO
* Descubrir el significado profundo de la Eucaristía, la cena del Señor.

81. La Eucaristía, cumbre de la iniciación cristiana


La Eucaristía es la cumbre de la iniciación cristiana: quien ha llegado
a
descubrir en su propia vida que Jesús es el Señor (siendo así iniciado
en
lo que significa realmente el Bautismo), culmina su iniciación si
descubre,
además, que Jesús es el Pan de vida que alimenta a la comunidad.
Como un día los de Emaús, también hoy podemos descubrir que
Jesús
no sólo camina con nosotros, sino que come y bebe con nosotros. Y
más
aún: que El es para nosotros el Pan de Vida, el pan que más
profundamente nos alimenta. Con ello somos iniciados en lo que
significa
realmente la Eucaristía, el mayor sacramento de nuestra fe, la reunión
por antonomasia de la comunidad, «la fuente y cumbre de toda la vida
cristiana» (LG 11; ver SC 10).(Este tema ha sido refundido totalmente,
aunque conserva elementos antiguos, ver ME 1, Tema 55).

82 «Tú preparas ante mí una mesa»


En los primeros siglos, los recién bautizados cantaban el sal/023
cuando iban del baptisterio a la iglesia, donde a continuación
celebraban
la Eucaristía. Como dice ·Ambrosio-SAN: «lavado ya y adornado con
tan
rico aderezo, el pueblo avanza hasta el altar de Cristo (...) Se
apresura
en llegar a este banquete celestial. Viene, pues, y viendo el altar santo
ya preparado exclama: "Tú preparas ante mí una mesa" (De Mysteriis,
43).
La comunidad eclesial canta con júbilo la solicitud del Buen Pastor por
su rebaño, el pueblo que El apacienta cuidadosamente, sobre todo en
la
Eucaristía: «El Señor es mi pastor, nada me falta. Por prados de
fresca
hierba me apacienta; hacia las aguas de reposo me conduce, y
conforta
mi alma» (Sal 23, 1 ss).

83. ... «Frente a mis adversarios»


La mesa de la celebración se halla, inevitablemente colocada frente a
los adversarios, que no han conseguido realizar sus propósitos. Es la
mesa de la liberación, la mesa del éxodo, que está al otro lado del Mar
Rojo (Ex 12), al otro lado del Jordán (Jos 3), al otro lado de la muerte
(Mt
26, 29).
Frente a lo que, humanamente, parece ser el momento supremo de la
derrota, la hora de la cruz y del poder de las tinieblas, Jesús levanta la
copa de la salvación, invocando el nombre de Yahvé (Sal 116, 13).
Jesús
celebra la Pascua (Lc 22,15), la fiesta de la liberación (cfr. Jn 14, 30;
16,
32s; 13, 1)
Y antes de salir hacia el Monte de los Olivos, canta con sus discípulos
los himnos del Hal-lel (Sal 113-118), himnos que cerraban la cena
pascual y que adquirieron en aquel momento un significado único (cfr.
Mt
26, 30).

84. El pan de los perseguidos


Tanto en la Pascua judía como en la Eucaristía cristiana, el pan ácimo
es el alimento de los perseguidos. Es el pan de la miseria y de la prisa,
el
pan que hubo que llevar y cocer antes de que fermentara (Ex 12,
34.39).
Así lo dice el ritual judío de la Pascua: «He aquí el pan de miseria que
nuestros antepasados han comido en Egipto, que aquél que esté
necesitado venga a celebrar la Pascua». El Dios que actúa en la
historia
es defensor permanente de los oprimidos; por ello, el éxodo no es
simplemente un acontecimiento del pasado, sino una experiencia
religiosa de valor permanente: todo aquel que sea esclavo, ¡que venga
a
celebrar la Pascua! Dios pasa salvando.

85. Fracción del pan y bendición del cáliz


La Eucaristía, celebrada en la Iglesia primitiva el primer día de la
semana o día del Señor (Act 20,7; 1 Cor 16, 2; 11, 20ss), queda
desligada desde el primer momento de la Pascua judía. Esta
separación
fue fácil de realizar, pues Jesús no ligó su rito a la comida del cordero,
centro de la fiesta judía, sino a la fracción del pan y a la bendición del
cáliz (3ª copa, «después de cenar», Lc 22, 20), gestos que,
respectivamente (uno) precedía y (otro) seguía a la gran cena pascual
y
que adquirieron, en aquella cena de despedida (Mc 14, 25; 1 Cor 11,
23;
Jn 13-17), un nuevo significado.

86. La fracción del pan en el mundo judío


En el mundo judío, la fracción del pan, como introducción, y la
bendición de la copa, como conclusión, son elementos tradicionales
de
toda comida hecha en común. Ponen de relieve la significación
verdadera de la comida. El pan y el vino constituyen, juntamente, el
símbolo de la comida entera. El que preside, el cabeza de familia o el
que
hace su función (y en su caso, el invitado) parte el pan y lo distribuye
a
cada uno. Ello significa la pertenencia recíproca a la misma
comunidad
de vida y cada uno se siente unido a quien cuida de la familia.
Distribuye
a cada uno el pan, símbolo de la vida humana, no sin pronunciar una
plegaria de alabanza y de acción de gracias a Dios, pues sabe muy
bien
que el pan, como la vida, son don recibidos de Dios.

87. La fracción del pan, gesto eclesial de Cristo


La fracción del pan es un rito específicamente judío, que Jesús
también observaba. Así aparece en los pasajes de la multiplicación de
los panes: «Y después de mandar que la gente se acomodase sobre
la
hierba, tomó los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al
cielo, pronunció la bendición y, partiendo los panes, se los dio a los
discípulos y los discípulos a la gente» (Mt 14, 20; cfr. 15, 36; Mc 6,41;
8,
6; Lc 9, 16). Este mismo gesto adquiere en la Cena un nuevo
significado.
«Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo. Este es mi
cuerpo
que va a ser entregado por vosotros» (Lc 22,19; cfr. Mt 26, 26; Mc 14,
22; 1 Cor 11, 23s).

88. Los de Emaús le reconocen al partir el pan


El primer día de la semana (Lc 24, 1-13), día de la resurrección, los
discípulos de Emaús reconocieron a Jesús «al partir el pan» (24, 35).
San Lucas, al emplear aquí este término técnico que repetirá en los
Hechos (2, 42; 2, 46; 20, 7), se refiere, sin duda, a la Eucaristía.
En principio, los de Emaús no pensaban en ello: sus ojos estaban
retenidos y no podían reconocerle (cfr. Lc 24, 16), caminaban con aire
entristecido (cfr.24,17), habían perdido la esperanza («nosotros
esperábamos»... 24, 21), no habían comprendido lo que dijeron los
profetas acerca de Jesús (24, 25ss). Cuando invitan al desconocido a
quedarse con ellos «porque atardece», cumplen con el rito judío de la
hospitalidad. El invitado preside la mesa y parte el pan: «cuando se
puso
a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se
lo
iba dando» (Lc 24,30). «Entonces se les abrieron los ojos y le
reconocieron» (24, 30). Entonces comprendieron por qué ardía su
corazón cuando les hablaba en el camino y les explicaba las
Escrituras
(24, 32). Al partir el pan, los discípulos de Emaús volvieron a vivir el
gesto eclesial de Cristo en la última cena, y en él le reconocieron
presente. En las apariciones referidas por Lucas y Juan, los discípulos
no reconocen al Señor inmediatamente, sino a consecuencia de una
palabra o de una señal (Lc 24, 30s. 35.37 y 39-43; Jn 20, 14.16.20;
21,
4.6).
Es lo que sucede a los de Emaús. Así cuentan a los demás discípulos
«lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido al partir
el
pan» (Lc 24, 35).

89. La fracción del pan en la iglesia primitiva


En la Iglesia primitiva, la expresión «fracción del pan» designa la
celebración misma de la Eucaristía. Así aparece en los Hechos de los
Apóstoles: «El primer día de la semana, estando nosotros reunidos
para
la fracción del pan, etc.» (Act 20, 7). Los primeros creyentes «acudían
asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la
fracción del pan y a las oraciones» (Act 2, 42; cfr. 2, 46). Esta antigua
expresión permanece en uso mientras la Eucaristía se celebra en el
marco de una comida de carácter religioso. Pero muy pronto, cuando
la
acción sacramental se separa de la comida, el acento se pone en la
acción de gracias y entonces la palabra eucaristía termina por
designar
la celebración entera. Así aparece por primera vez en San Ignacio de
Antioquía y, más claramente en ·Justino-san (siglo ll): «Este alimento
se
llama entre nosotros Eucaristía; del cual a ningún otro es lícito
participar,
sino al que cree que nuestra doctrina es verdadera, y que ha sido
purificado con el bautismo para perdón de los pecados y para
regeneración, y que vive, como Cristo enseñó» (Apología primera, c.
66).

90. Bendición de la copa en el mundo judío


El uso oriental de hacer circular durante las comidas una copa en la
que beben todos, hace de ella un símbolo de comunión. En los
banquetes sacrificiales el hombre participa de la mesa de Dios; la
copa,
que se le ofrece rebosante (Sal 23, 5) es símbolo de comunión con el
Dios de la Alianza y del Éxodo. El creyente, agradecido y
esperanzado,
«levanta la copa de la salvación» (Sal 116, 13).
En el Antiguo Testamento, para anunciar Dios los grandes castigos al
pueblo que le ofende habla de la privación del vino (Am 5,11; Miq
6,15;
Sof.1, 13; Dt 28, 39). El único vino que entonces se beberá es el de la
ira
divina, la copa que saca de quicio (Is S1,17, cfr. Ap 14,8; 16,19). En
cambio, la felicidad prometida por Dios a sus fieles se expresa con
frecuencia bajo la forma de una gran abundancia de vino, como
anuncian los profetas (Am 9,14; Os 2,24; Jer 31,12; Is 25,6; Jl 2,19;
Zar
9, 17).
En el ritual de la Pascua judía, la copa que se toma después de cenar
(cfr. Lc 22,20) -la tercera copa llamada copa de Elías- simboliza la
venida
del Reino y es, al propio tiempo, copa de liberación para los creyentes
oprimidos y copa de maldición para las naciones opresoras que no
han
creído en Yahvé.

91. La bendición del cáliz, gesto eclesial de Cristo


En el Nuevo Testamento, el vino nuevo es el símbolo de los tiempos
mesiánicos. En efecto, Jesús declara que la nueva alianza que él
realiza
en su propia persona es un vino nuevo que rompe los viejos odres
(Mc
2,22). Lo mismo significa el relato del milagro de Caná: el vino de la
boda, ese buen vino guardado hasta ahora, es signo y anticipación de
los tiempos nuevos que están a punto de llegar con la hora de Jesús
(Jn
2, 4). La hora de que se trata es la hora de su muerte, que coincide
con
la hora de su glorificación (cfr. 7, 30; 8, 20; 12, 23; 13, 1; 17, 1). El
banquete de Caná (/Jn/02/01-11) es tipo del banquete eucarístico y el
milagro de la conversión del agua en vino es ya un anuncio. Hasta
ahora
los judíos se servían del agua para su purificación. En adelante será el
vino de la Eucaristía, la sangre de Cristo, lo que asegure la
purificación,
el perdón de los pecados. Ya no será el agua de las prescripciones
judías, sino la misma sangre de Cristo, «cordero de Dios», la que será
derramada para el perdón de los pecados: «Tomó luego un cáliz y,
dadas las gracias, se lo dio diciendo: Bebed de él todos, porque esta
es
mi sangre de la Alianza, que va a ser. derramada por muchos para
remisión de los pecados» (Mt 26,27s; cfr. Mc 14, 23s; Lc 22,20; 1 Cor
11,25s). Cuando Jesús, en este momento, tiende a los discípulos el
cáliz,
éstos esperarían, sin duda, a las usuales palabras de ira que eran
pronunciadas sobre las naciones paganas que no han creído en
Yahvé.
Sus palabras son, sin embargo, de bendición y de salvación, pues la
«copa de Elías» es ya la copa de su sangre que será derramada por
muchos, una copa de bendición (1 Cor 10, 16).

92. Comer y beber con el Señor resucitado


«Tomad y comed», «tomad y bebed»: la cena del Señor es Cena de
comunión con el Señor mismo. Así la Eucaristía prolonga
sacramentalmente entre nosotros el misterio de la Encarnación. La
gloria
del Señor resucitado acampa (cfr. Jn 1, 14) entre nosotros bajo los
signos del pan y del vino. En su condición gloriosa, la misma carne de
Cristo y su sangre, nos son dadas como verdadera comida y
verdadera
bebida en orden a la vida eterna: «El que come mi carne y bebe mi
sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día. Porque mi
carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida» (Jn 6,
54s).
Gracias a los dones eucarísticos, a través de su carne y de su sangre,
se establece una comunión personal entre el Señor resucitado y
nosotros: entramos con él y con el Padre, en una relación de vida, que
ni
siquiera la muerte podrá rescindir: «El que come mi carne y bebe mi
sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que me ha enviado el
Padre que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá
por
mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros
padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn 6,
56ss).

93. Comunión y comunicación de bienes


La Eucaristía realiza la unidad de la Iglesia y es signo de ella: «Al
participar realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan
eucarístico, somos elevados a la comunión con El y entre nosotros.
Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos
participamos del único pan (1 Cor 10, 17). Así, todos nosotros
quedamos
hechos miembros de ese Cuerpo (1 Cor 12, 27), siendo cada uno, por
su
parte, los unos miembros de los otros (Rm 12, 5) (LG 7). Por esta
unidad
reza Jesús en la última cena; tal unidad es esencial para el
cumplimiento
de la misión evangelizadora; más aún, es el signo que el mundo
entenderá: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti,
que
ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú
me
has enviado» (Jn 17, 21). La unidad de los corazones, que brota de la
Eucaristía y es signo de ella, lleva también consigo a una efectiva
comunicación de bienes.

94. Eucaristía: Acción de gracias


La Eucaristía propiamente dicha está constituida por la gran anáfora
pronunciada sobre el pan y el vino. Esta anáfora es introducida por
una
invitación a levantar el corazón a Dios y no tenerlo a ras de tierra, a
abandonar las preocupaciones de la vida y a entonar la acción de
gracias a Dios y proclamar sus alabanzas, diciendo sin cesar; «Santo,
Santo, Santo»... (cfr. Ap 4, 8; Is 6,3). La liturgia judía que ha servido
de
marco a la institución de la Eucaristía, tenía entre otros, un sentido de
agradecimiento por todo lo que Dios salvador había hecho en favor de
su pueblo (cfr. Neh 9, 5-37; Ex 15, 1-21).

95. Nos hubiera bastado


AGTO/DAYENOU DAYENOU/AGTO: Sobre un ritmo de letanía, el
ritual judío de la Pascua, contiene las alabanzas del Señor, de modo
que,
de versículo en versículo, se precisan y amplifican. Es el canto de
acción
de gracias, cuyo estribillo es dayenou (= nos habría bastado),
mostrando
que los beneficios de Dios superan siempre a nuestra espera:
«¡Con cuántos favores nos ha colmado!...
Si hubiese dividido para nosotros el mar sin habérnosle hecho pasar a
pie seco, eso nos habría bastado.-Dayenou-.
Si nos lo hubiese hecho pasar a pie seco sin sumergir allí a nuestros
enemigos, eso nos hubiese bastado.-Dayenou-.
Si hubiese sumergido a nuestros enemigos en el mar sin proveer a
nuestras necesidades en el desierto, durante cuarenta años, eso nos
hubiese bastado.-Dayenou- (...).
Si nos hubiera dado la Ley sin hacernos entrar en el país de Israel,
eso nos hubiera bastado.-Dayenou-.
Si nos hubiese hecho entrar en el país de Israel sin levantar para
nosotros la Casa de la Elección (el Templo), eso nos hubiera bastado.
-Dayenou.

96. Memorial: Algo más que un recuerdo MEMORIAL:


Ya en la liturgia judía el memorial es algo más que el recuerdo de un
acontecimiento pasado. Se trata de un recuerdo objetivo, real, en que
se
hace presente lo recordado. Así, celebrar un hecho es vivirle o
revivirle.
Más aún: resucitarle. El memorial judío hace presente, en cada tiempo,
el
hecho de la salvación (cfr. Ex 13, 8): pone a cada hombre en el
dinamismo de los acontecimientos de otras veces. Le sitúa en la
historia
de la salvación. Y esto se cumple de modo eficaz y verdadero por la
participación de los creyentes en la celebración. Cada uno es Adán,
saliendo del paraíso; o Noé construyendo el arca; es Abraham,
recibiendo de Dios la orden de abandonarlo todo; o Moisés, huyendo
de
Egipto y caminando por el desierto. La liturgia judía de la Pascua
precisa
el sentido siempre actual del éxodo liberador: «aquel que esté
oprimido,
venga a celebrar la Pascua».

97. Actual, el misterio pascua, Cristo


La acción liberadora de Dios, manifestada en la historia de Israel,
alcanza su cumbre en Cristo: la comunidad cristiana celebra la
actualidad
siempre nueva de este acontecimiento, la mayor de las maravillas de
Dios. Se ha abierto un camino en medio de la muerte. Cada creyente,
por el don del Espíritu, se incorpora al misterio de Cristo, muerto y
resucitado, misterio pascual que se hace presente y actualiza en la
Eucaristía. Como dice San Pablo: «El cáliz de bendición que
bendecimos
¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que
partimos
¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16). Así pues,
en
la Eucaristía se hace presente el misterio de la Pasión, Resurrección y
Ascensión, de modo indisoluble. La Eucaristía es su anámnesis, el
memorial eficaz.

98. Presencia real de Cristo


«Haced esto en conmemoración mía». No se trata tan sólo de
recordar
un acontecimiento del pasado o, incluso, el significado del mismo. En
virtud del Espíritu, previamente invocado (epiclesis), Cristo mismo se
hace presente bajo los signos del pan y del vino. «El pan y el vino te
parecen en su estado puramente natural; no te detengas ahí, porque
según la afirmación del Maestro, es el Cuerpo y la Sangre de Cristo»,
comenta San Cirilo de Jerusalén (Catequesis XXII, 6). El Concilio de
Trento lo expresa así: «una vez consagrados el pan y el vino, nuestro
Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, está presente
verdadera, real y sustancialmente en el Santo sacramento de la
Eucaristía bajo la apariencia de estas realidades sensibles» (D 735).
«Por la consagración del pan y del vino se realiza el cambio de toda la
sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo Señor nuestro,
y
de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Este
cambio
ha sido llamado justa y exactamente transustanciación por la santa
Iglesia católica» (D. 739). Según el Concilio Vaticano II, la presencia
de
Cristo en la Eucaristía es una presencia especial (por antonomasia)
dentro de los distintos modos de presencia de Cristo en su Iglesia (cfr.
SC. 7).

99. Banquete mesiánico, victoria sobre la muerte


Todas las narraciones de la institución de la Eucaristía señalan de una
u otra manera la relación de la misma con la venida gloriosa del Señor
(Parusía). La Eucaristía es una proclamación de la muerte del Señor
«hasta que El venga» (1 Cor 11, 26). Por ello, en las reuniones de la
Iglesia primitiva, surge espontánea esta oración de esperanza y de
ansia
por esa venida del Señor: "Ven, Señor Jesús" (1 Cor 16, 22; Ap 22,
20).
La presencia real de Cristo en la Eucaristía mira a otra cima: no sólo a
nutrirnos ahora ya en la vida de Dios, sino, sobre todo, a anunciarnos
la
participación en el banquete mesiánico, en el que se saciarán todos
los
que tengan hambre; aun cuando no tengan dinero» (Is 55, 1s; cfr. Mt
5,
3.6; Lc 22, 30; Mt 26, 29; 8, 11). En efecto, al final de los tiempos, Dios
prepara un banquete extraordinario para todos los pueblos. El
arrancará
el velo que oscurece realmente el horizonte de los hombres, el paño
que
tapa a todas las naciones: aniquilará la Muerte para siempre (cfr. Is
25,
6ss).

100. Celebración de la Eucaristía en la Iglesia primitiva


Sobre la celebración de la Eucaristía en la Iglesia primitiva, San
Justino
nos ha dejado este rico testimonio, que data del año 150
(aproximadamente) y representa diversas tradiciones (él pasó por las
comunidades de Samaría, Efeso y Roma): "El día llamado del sol se
tiene
una reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en las
ciudades o
en los campos, y se leen los comentarios de los apóstoles o las
escrituras de los profetas, mientras el tiempo lo permite. Luego,
cuando
el lector ha acabado, el que preside exhorta e incita de palabra a la
imitación de estas cosas excelsas. Después nos levantamos todos a
una
y recitamos oraciones; y, como antes dijimos, cuando hemos
terminado
de orar, se presenta pan y vino y agua, y el que preside eleva, según
el
poder que en él hay, oraciones, e igualmente acciones de gracias, y el
pueblo aclama diciendo el Amén. Y se da y se hace participante a
cada
uno de las cosas eucaristizadas, y a los ausentes se les envía por
medio
de los diáconos.
Los ricos que quieren, cada uno según su voluntad, dan lo que les
parece, y lo que se reúne se pone a disposición del que preside y él
socorre a los huérfanos y a las viudas y a los que por enfermedad o
por
cualquier otra causa se hallan abandonados, y a los encarcelados, y a
los peregrinos, y, en una palabra, él cuida de cuantos padecen
necesidad» (·Justino-SAN, Apología primera, 67). "Los que tenemos,
socorremos a todos los abandonados, y siempre estamos unidos los
unos a los otros" (ibid).
........................................................................
TEMA 55

OBJETIVO:
DESCUBRIR EL SIGNIFICADO PROFUNDO DE LA EUCARISTÍA,
LA CENA DEL SEÑOR

PLAN DE LA REUNIÓN
* Relato de acontecimientos significativos.
* Oración inicial: Sal 23.
* Presentación del tema 55 en sus puntos clave (pista adjunta).
* Diálogo: interrogantes, aspectos descubiertos.
* Oración comunitaria: desde la propia situación.

PISTA PARA LA REUNIÓN


1. El pan de los perseguidos.
2. Fracción del pan en el mundo judío, gesto de Cristo.
3. Los de Emaús le reconocen al partir el pan.
4. Bendición de la copa en el mundo judío, gesto de Cristo.
5. Comer y beber con el Señor Resucitado.
6. Eucaristía: acción de gracias.
7. Memorial: más que un recuerdo.
8. Presencia real de Cristo.
9. Comunión y comunicación de bienes.
10 Victoria sobre la muerte.
11 Actual el misterio pascual.

SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

OBJETIVO CATEQUÉTICO
* Descubrir el significado del sacramento de la penitencia

101. Segunda conversión


La conversión sellada por el Bautismo se cumple de una vez para
siempre; su gracia no se puede renovar (Hb 6, 6). Ahora bien, los
bautizados pueden todavía recaer en el pecado: la comunidad
apostólica
no tardó en experimentarlo. En este caso, la conversión (segunda) se
hace necesaria, si se quiere tener parte de nuevo en la salvación. El
pasaje de Mateo (18, 1 5ss) supone ya la existencia de una Iglesia
experimentada en el ejercicio de la autoridad y apoya la práctica del
perdón en esta Iglesia con una frase de Cristo: «Lo que ates en la
tierra,
quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará
desatado en el cielo» (Mt 16, 19). En este contexto, las palabras atar y
desatar tienen con seguridad el sentido de separar de la comunidad
(excomunión) y recibir de nuevo en ella. Como esta comunidad es una
comunidad viviente, animada por la presencia del Espíritu, la
reincorporación a ella supone la revitalización del pecador y, por
consiguiente, el perdón de los pecados (109).

102. Nueva conversión después del Bautismo


En el Nuevo Testamento, los indicios de una práctica del perdón de
pecados graves no son frecuentes, como era de esperar, dado el
fervor
inicial y la conversión al Evangelio en una edad adulta. Pero de todos
modos no faltan. Así, en 1 Co 5, 1-13 al incestuoso se le expulsa de la
Iglesia; esta expulsión tiene carácter medicinal, para que su espíritu
se
salve en el día del Señor. En 2 Co 2, 511 no se trata con seguridad del
mismo pecador que en la primera, pero ciertamente se trata de uno
que
había sido separado de la comunidad por una falta grave y para éste
pide el Apóstol a la misma comunidad que renueve la comunión con
él,
es decir, que lo vuelva a recibir, perdonándole el pecado. En la misma
carta (12, 20-21 ) se habla de muchos pecados entre los cristianos, y
pecados graves: inmoralidad, libertinaje y desenfreno, cosas no raras
en
la ciudad de Corinto. Sin embargo, el Apóstol espera que se
conviertan
de nuevo, antes de que él llegue. Santiago, en su carta, tiene presente
la
posibilidad de la apostasía y también de una nueva conversión (St 5,
19-20). Finalmente, en los mensajes a las siete Iglesias, el libro del
Apocalipsis contiene claras invitaciones a la conversión, dirigidas a
destinatarios que han incurrido en graves pecados (Ap 2, 5.16.20ss)
(110).

103. Formas de remisión de los pecados en la Iglesia primitiva


Hasta el siglo VII, la Iglesia reconoce tres formas de remisión de los
pecados: 1 ) el Bautismo, que limpia al hombre de todo pecado
cometido
anteriormente; 2) la penitencia cotidiana para los pecados menos
graves:
todo cristiano debe hacer penitencia por tales pecados, mediante la
oración, el ayuno, la limosna... Además en la liturgia cristiana existe
desde un principio una confesión general de los pecados, que sirve de
purificación interior y de preparación a la Eucaristía, según un uso que
existía también en la tradición judía (Lv 16, 21); 3) la penitencia
pública,
exigida para los pecados graves, entre los que se cuentan el adulterio,
el
homicidio y la apostasía (111).

104. Testimonios más antiguos


Junto a los del Nuevo Testamento, los testimonios más antiguos que
tenemos sobre la práctica de la penitencia pública en la Iglesia
primitiva
pertenecen a los llamados Padres Apostólicos. El Pastor de Hermas,
libro
escrito en Roma a mediados del siglo II, está dedicado en gran parte
al
problema de la segunda conversión. Esta obra establece claramente
el
principio de una sola penitencia posterior al Bautismo, según la cual el
cristiano que incurría en graves pecados podía acogerse a ella una
sola
vez en la vida. Este principio viene a ser característico en los primeros
siglos de la Iglesia (112).

105. El proceso de la segunda conversión en la Iglesia antigua: hasta


el siglo VII
En un principio, la confesión como manifestación de los pecados fue
realmente menos necesaria, ya que el pecado, o bien era público, o
emergía claramente, dada la constitución íntima y familiar de las
primitivas comunidades cristianas. El pecador era separado de la
comunidad eclesial («excommunicatio» sacramental). La confesión
como
reconocimiento del propio pecado suponía, por parte del pecador, la
aceptación de su culpa, la cual se manifestaba pública y eclesialmente
con su ingreso en el orden de los penitentes. El Obispo fijaba un
período
de penitencia que se adaptaba a la gravedad del pecado. Cumplida la
penitencia, que consistía en dar signos suficientes y satisfactorios de
una
auténtica conversión, tenía lugar la celebración de la reconciliación
con
la vuelta y reincorporación del pecador a la comunidad. A finales del
siglo
VI la institución penitencial adquiere una forma definida, cuyos
elementos
esenciales aparecen expresados en el Concilio Toledano del año 589
(PL 84, 353): Separación de la comunión eclesial, inclusión en el
llamado
orden de los penitentes, repetidas imposiciones de manos durante el
tiempo de la penitencia, reconciliación con la Iglesia y con Dios
después
de cumplido el tiempo legitimo de penitencia e imposibilidad absoluta
de
repetir la penitencia en caso de recaída.
El cristiano que había cometido una falta grave debía confesarla,
normalmente en secreto, al Obispo o a su representante. La palabra
de
éste, lo que San Agustín llama la correptio, dirigía la luz del evangelio
hacia la acción cometida y exhortaba al penitente a una plena
conversión. Y aun en el caso en que los cristianos pecaran
públicamente
sin hacer penitencia, la correptio debía en cierto modo ir a buscarlos
para invitarlos a la penitencia pública, al final del cual serían
reconciliados, en principio, por el Obispo. Si la confesión era secreta,
todo el resto del proceso penitencial era público, y la penitencia que el
pecador debía cumplir era previa a la reconciliación, a la absolución
(113).

106. De la penitencia pública a la penitencia privada


En la práctica, la penitencia pública quedaba restringida a un número
muy limitado de cristianos a causa del rigor que llevaba en sí. En
ocasiones, fue considerada como una preparación directa para la
muerte, no como un remedio ordinario contra el pecado durante la
vida.
Estas y otras exigencias difíciles de la disciplina penitencial hicieron de
la
penitencia algo a lo que se ponía mucho reparo por la gran mayoría
de
los cristianos. Desde un punto de vista pastoral, la situación llegó a
ser
extraordinariamente confusa e ineficaz. Situados en esta perspectiva,
podemos entender mejor las innovaciones posteriores (114).

107. Una postura más personal y flexible


Estos cambios habían sido lentamente preparados. En este sentido,
son interesantes los siguientes testimonios del Papa San
·León-MAGNO-san (años 440-461): «La multiforme misericordia de
Dios
ayuda de tal suerte a las caídas humanas que no sólo se repara la
esperanza de la vida eterna por la gracia del bautismo, sino también
por
la medicina de la penitencia..., el perdón de Dios no puede obtenerse
sin
las súplicas de los sacerdotes. Pues «el mediador entre Dios y los
hombres, el hombre Cristo Jesús» confió a los que presiden la Iglesia
la
potestad de conceder a los que confiesan sus pecados la acción de la
penitencia y el admitirlos, una vez purificados por la satisfacción
saludable, a la comunión de los sacramentos por la puerta de la
reconciliación... A aquellos que imploran el remedio de la penitencia y
luego el de la reconciliación en tiempo de necesidad o cuando
amenaza
un peligro urgente, no se les ha de prohibir la satisfacción ni negarles
la
reconciliación: porque ni podemos poner medida a la misericordia de
Dios ni circunscribir los tiempos ante quien la verdadera conversión no
tolera la demora de su perdón...» (DS 308-309). «Determino que por
todos los medios ha de removerse aquella presunción que atenta
contra
la regla apostólica y que hace poco conocí que algunos han usado por
usurpación ilícita... es suficiente que el reato de las conciencias se
comunique sólo a los sacerdotes en confesión secreta... Es suficiente
aquella confesión que se hace a Dios en primer lugar y también al
sacerdote, el cual ruega por los pecados de los penitentes. Pues
muchos
podrán ser animados a la penitencia, si no se publica a los oídos del
pueblo la conciencia del que confiesa sus pecados» (DS 323).
En realidad, el rigorismo había comenzado a perder terreno en los
siglos V y Vl. San Juan ·CRISOSTOMO-JUAN-SAN (año 408)
introduce
un amplio sentimiento de misericordia. Algunos de sus
contemporáneos
no participaron de esta opinión y condenaron a Juan horrorizados de
que
mantuviera el perdón para los pecadores enseñando lo siguiente: «Si
pecas una segunda vez, haz penitencia una segunda vez, y cuantas
veces vuelvas a pecar, vuelve a mí y yo te curaré.» Así, mientras la
penitencia pública va cayendo en desuso por su severidad y rigidez,
comienza a practicarse una forma de penitencia privada, que
lentamente
irá difundiéndose por toda la Iglesia latina. Esta difusión es debida
principalmente a la obra misionera de los monjes irlandeses. Estos
monjes, movidos por la necesidad de atender a los fieles de las
pequeñas comunidades locales más dispersas, aplicaban la
penitencia
sacramental de una forma más personal y flexible (115).

108. Se mantienen los elementos esenciales


La penitencia privada no es sustancialmente una forma penitencial
distinta de la primitiva disciplina penitencial. El pecador, arrepentido,
confiesa su pecado a un sacerdote (no necesariamente al obispo),
que
le impone una satisfacción (al principio fue muy severa) y cuando ésta
ha
sido cumplida le concede la absolución. La confesión de los pecados
al
sacerdote cobra tanta importancia en esta época que, a partir del siglo
VIII da nombre al sacramento de la Penitencia. Es necesaria para que
el
confesor se haga cargo del estado de espíritu del penitente, pero
también se la considera como parte de la expiación. Por otro lado,
desde
el siglo XI se acostumbra a conceder una «absolución» al final de la
confesión, aun antes de cumplir la satisfacción, con lo que
desembocamos rápidamente en la forma actual de administración de
la
Penitencia. En 1215 el IV Concilio de Letrán impuso el precepto
canónico
actual de la confesión anual de los pecados graves (DS 812) (116).
109. Diferencias principales: carácter privado, reiteración
Las diferencias entre la penitencia privada y la disciplina primitiva
consisten principalmente en el carácter privado de la nueva forma
penitencial y en la reiteración de la misma, cuantas veces fuera
necesaria sin necesidad de integrarse en la clase oficial de los
pecadores (orden de los penitentes), sometidos a períodos regulares
de
penitencia según el tiempo litúrgico. La única manifestación externa de
la
situación penitencial de aquél está en su abstención temporal de la
Eucaristía. Al hacerse privada la penitencia disminuye la intervención
expresa de la comunidad y la dimensión comunitaria del sacramento
(117).

110. Doctrina del Concilio de Trento


Un paso decisivo en la fijación de la práctica penitencial en la Iglesia
tuvo el Decreto sobre la penitencia del Concilio Tridentino. En realidad,
el
Concilio de Trento no innovaba nada sobre este sacramento, sino que
reducía a una síntesis lo que constituía doctrina común en la Iglesia
entera. La forma que la celebración de la Penitencia tenía en aquella
época quedó como paradigma de la celebración del perdón (118).

111. Varias formas de celebración de la penitencia sacramental


El nuevo Ritual de la Penitencia presenta tres formas distintas de
celebración: A) individual; B) comunitaria (varios penitentes, confesión
y
absolución individual); C) colectiva (muchos penitentes, confesión y
absolución general; excepcional). El Nuevo Ritual destaca tres
aspectos
fundamentales para la renovación, tan necesaria (SC 72), del
sacramento de la Penitencia: CONVERSIÓN, PALABRA DE DIOS,
COMUNIDAD. Renovación litúrgica: celebración comunitaria, con
asistencia y participación activa, siempre hay que preferirla a una
celebración individual y casi privada (SC 27) (132).
........................................................................

TEMA 56

OBJETIVO:
DESCUBRIR EL SIGNIFICADO DEL SACRAMENTO DE LA
PENITENCIA

PLAN DE LA REUNIÓN
* Presentar el objetivo y plan de la reunión.
* Lluvia de ideas: interrogantes del grupo.
* Presentación del tema 56 en sus puntos clave (pista adjunta).
* Diálogo: lo más importante.
* Oración comunitaria: salmo compartido desde la propia situación,
canción apropiada.

PISTA PARA LA REUNIÓN _


1. Segunda conversión.
2. Después del bautismo.
3. Formas diversas de remisión de los pecados en la Iglesia antigua:
hasta el s. Vll.
4. Proceso de la segunda conversión.
5. De la penitencia pública a la penitencia privada.
6. Se mantienen los elementos esenciales; reiteraci6n.
7. Concilio de Trento.
8. Nuevo Ritual de la Penitencia: tres formas distintas.

UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

OBJETIVO CATEQUÉTICO
* Descubrir la presencia de Cristo en medio de la enfermedad:
El carga con nuestras enfermedades (Mt 8, 17).
* En virtud de ello, el creyente evangeliza desde su enfermedad.

112. Cristo, en medio de la enfermedad


Cristo se encuentra con el creyente también en medio de su
enfermedad. La enfermedad supone una situación dura y crítica, en la
que es puesta a prueba la misma fe: «¿Por qué, Señor...?». El
sacramento de la Unción de los Enfermos significa y actualiza un
rasgo
esencial de la Iglesia: el de ser la comunidad llena de esperanza que
triunfa incluso del aparente fracaso definitivo: la muerte (133).

113. La enfermedad, desgarro de sí, ruptura de la unidad personal


La enfermedad es una situación dura y crítica. Estar enfermo es estar
en un mundo diferente. Al verse invadida por la enfermedad, la
persona
humana experimenta una especie de elemento hostil, que le hostiga
obsesivamente, que le ataca violentando sus tendencias, sus gustos,
su
voluntad. Es un acontecimiento que se le impone a uno mismo, sin
haberlo deseado. La fatiga, la fiebre, el embotamiento, el dolor físico...
invaden como intrusos el organismo corporal. La enfermedad bloquea
al
hombre a pesar suyo, invade la conciencia sin su consentimiento,
domina
y esclaviza la voluntad, amenaza con destruir todo lo que se tiene e,
incluso, lo que uno es. El enfermo siente la tentación de considerar su
cuerpo como un obstáculo, como un objeto exterior independiente y
enemigo. La enfermedad conduce a un desgarro de sí, a una ruptura
de
la unidad personal: «mi cuerpo está contra mi». La enfermedad
provoca
también una crisis de comunicación (134).

114. Crisis, de la comunicación con los demás


El sufrimiento obliga al enfermo a prestarse a sí mismo una atención
tan exclusiva, que disloca sus relaciones con los demás. Se siente
como
si fuera el único en sufrir. Este repliegue sobre sí mismo se ve
acentuado
por el hecho de encontrarse limitado a un horizonte cada vez más
estrecho. El enfermo ha de permanecer en una habitación, ha de
guardar cama: sólo le son posibles unos movimientos y unos pocos
gestos. En último extremo, deberá ser ayudado para comer,
cambiarse,
para satisfacer sus necesidades más elementales. Se siente en una
situación de dependencia que modifica profundamente el modo como
vivía antes su relación con los otros. Esta experiencia de dependencia
es
la más inmediatamente penosa: sufre por percibirse como una carga
para los demás, por hallarse siempre en el lugar del que recibe. Por
otra
parte, la duración de la enfermedad origina el espaciamiento de las
visitas. El enfermo renunciará pronto a retener a aquellos con quienes
la
comunicación ya no parece posible (135).

115. El enfermo palpa su propia fragilidad


La enfermedad conduce a una comprensión más profunda de uno
mismo como ser contingente. El enfermo palpa la fragilidad de su ser
que
él creía hasta ahora firme y seguro. Su cuerpo amenazado le descubre
la
existencia de la contingencia; la cual se ve aún acentuada por la
aparición brusca de la idea de la muerte, que la curación no
conseguiría
más que retrasar. La enfermedad manifiesta a la muerte como un
destino
inevitable (136).

116. ¿Por qué...?


En medio del desconcierto que acompaña al dolor y a la enfermedad
surge frecuentemente la tentación de rebeldía frente a Dios: «¿Qué he
hecho yo?, ¿por qué a mí?, ¿por qué Dios me manda esto?»... En los
casos más extremos se producen reacciones semejantes a la de Job:
«¿Por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entrañas?
¿Por qué me recibió un regazo y unos pechos me dieron de mamar?
Ahora dormiría tranquilo, descansaría en paz, lo mismo que los reyes
de
la tierra, que se alzan mausoleos; o como los nobles, que amontonan
oro
y plata en sus palacios. Ahora sería un aborto enterrado, una criatura
que no llegó a ver la luz» (Jb 3, 11-16) (137).

117. La enfermedad, un mal que debe ser combatido


Como la pobreza y la miseria, la enfermedad es un mal que debe ser
combatido. Es malo estar malo. Por ello entra dentro del plan salvador
de
Dios el que el hombre luche ardientemente contra cualquier
enfermedad
y busque solícitamente la salud. Los médicos y todos los que de algún
modo tienen relación con el enfermo han de hacer, intentar y disponer
todo lo que consideren provechoso para aliviar el espíritu y el cuerpo
de
los que sufren; al comportarse así, cumplen con aquella palabra de
Cristo que mandaba visitar a los enfermos, queriendo indicar que era
el
hombre completo el que se confiaba a sus visitas para que le
ayudaran
en su vigor físico y le confortaran en su espíritu (cfr. Ritual de la
Unción
[RU], 3 y 4) (138).

118. Jesús vence al mal en todas sus manifestaciones


Los Evangelios muestran claramente el cuidado corporal y espiritual
con que el Señor atendió a los enfermos: «recorría toda Galilea
enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino,
curando las enfermedades y dolencias del Pueblo» (Mt 4, 23). El
encomienda a sus discípulos que procedan del mismo modo: «Id y
proclamad que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos,
resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis
recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10, 7-8). Jesús se presenta en el
mundo
como quien vence al mal en todas sus manifestaciones: la
enfermedad,
el pecado, la muerte (139).

119. Los milagros de curación, signos de esperanza


Jesús ve en la enfermedad un mal del que sufren los hombres, una
consecuencia del pecado, un signo del poder de Satán. Las
curaciones
que Jesús realiza significan, a la vez, su triunfo sobre Satán y la
presencia del Reino de Dios entre nosotros (cfr. Mt 11, 5). Si bien la
enfermedad aún no desaparece del mundo, no obstante la fuerza
divina
que finalmente la vencerá está desde ahora en acción. Jesús ante
todos
los enfermos que le dicen su confianza (Mc 1, 40; Mt 8, 2-6),
manifiesta
una sola exigencia: que crean, pues todo es posible a la fe (Mt 9, 28;
Mc
5, 36; 9, 23). Los milagros de curación confirman la esperanza a la
que
toda la humanidad está llamada, esperanza que no será confundida
(140).

120. El sacramento de la Unción de los Enfermos


Junto a las curaciones que tiene a bien realizar, Jesús deja para la
humanidad sufriente por la enfermedad el sacramento de la Unción.
Esbozado ya en el evangelio de Marcos (6, 13) y proclamado en la
carta
de Santiago, fue celebrado siempre por la Iglesia en favor de sus
miembros a los que unge y por los que ora, invocando el nombre del
Señor para que los alivie y los salve. «¿Está enfermo alguno de
vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia y que recen sobre él,
después de ungirlo con óleo, en el nombre del Señor. Y la oración de
fe
salvará al enfermo, y el Señor lo curará, y si ha cometido pecado, lo
perdonará» (/St/05/14-15) (141).

121. Tradición de la Iglesia en Oriente y Occidente


Pablo Vl, en la Constitución Apostólica sobre el sacramento de la
Unción de los Enfermos, incluye esta breve historia del mismo:
«Testimonios sobre la unción de los enfermos se encuentran, desde
tiempos antiguos, en la Tradición de la Iglesia, especialmente en la
litúrgica, tanto en Oriente como en Occidente. En este sentido, se
pueden recordar de manera particular la carta de nuestro predecesor
Inocencio I a Decenio, Obispo de Gubbio, y el texto de la venerable
oración usada para bendecir el óleo de los enfermos: «Envía, Señor,
tu
Espíritu Santo Paráclito», que fue introducido en la Plegaria
Eucarística y
se conserva aún en el Pontifical Romano.»
«A lo largo de los siglos, se fueron determinando en la tradición
litúrgica con mayor precisión, aunque no de modo uniforme, las partes
del cuerpo del enfermo que debían ser ungidas con el Santo Oleo y se
fueron añadiendo distintas fórmulas para acompañar las unciones con
la
oración, tal como se encuentran en los libros rituales de las diversas
Iglesias. Sin embargo, en la Iglesia Romana prevaleció desde el
Medievo
la costumbre de ungir a los enfermos en los órganos de los sentidos,
usando la fórmula: "Por esta santa unción y por su bondadosa
misericordia te perdone el Señor todos los pecados que has
cometido",
adaptada a cada uno de los sentidos» (142).

122. Concilios de Florencia, Trento y Vaticano II


"La doctrina acerca de la Santa Unción se expone también en los
documentos de los Concilios Ecuménicos, a saber, el Concilio de
Florencia y, sobre todo el de Trento y el Vaticano II (SC 73; cfr. DS
1324;
1694-1700; 1716-1719) (143).

123. Renovación de Pablo Vl


Asimismo, Pablo Vl, para que se adapte mejor a las condiciones de
los
tiempos actuales, establece para el Rito Latino cuanto sigue: El
Sacramento de la Unción de los Enfermos se administra a los
gravemente enfermos ungiéndolos en la frente y en las manos con
aceite
de oliva debidamente bendecido o, según las circunstancias, con otro
aceite de plantas, y pronunciando una sola vez estas palabras. «Por
esta
santa Unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con
la
gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda
la
salvación y te conforte en tu enfermedad» (RU 143 y 221) (144).

124. El signo sacramental de la Unción de los Enfermos


El simbolismo de la unción consiste en un gesto fraternal de asistencia
que evoca la acción de una persona atenta a la prueba por la que
pasa
el enfermo. Expresa la solicitud de la comunidad cristiana para con
aquel
que sufre. Esta solicitud misma revela el comportamiento de Cristo
atento
a la situación crítica del hombre enfermo. El sacramento remite, así,
por
una parte a la comunidad eclesial y, por otra, a la presencia eficaz de
Cristo en medio de su Iglesia (145).

125. Superación de la angustia, robustecimiento de la fe. El cristiano


evangeliza desde su enfermedad: el signo de la esperanza
«El hombre, al enfermar gravemente, necesita de una especial gracia
de Dios, para que, dominado por la angustia, no desfallezca su ánimo,
y
sometido a la prueba, no se debilite su fe. Por eso Cristo robustece a
sus
fieles enfermos con el sacramento de la Unción fortaleciéndolos con
una
firmísima protección» (RU 5). Por la presencia eficaz del Espíritu de
Jesús, la enfermedad pierde su carácter más duro, desesperado,
lacerante. Como la pobreza y la muerte (1 Co 15, 55), pierde su
aguijón
para convertirse en signo evangélico de paz, de serenidad y de
esperanza. El cristiano enfermo evangeliza desde su situación
deficitaria
y dolorosa: «los enfermos, con su testimonio, deben recordar a los
demás el valor de las cosas esenciales y sobrenaturales y manifestar
que la vida mortal de los hombres ha de ser redimida por el misterio de
la
muerte y resurrección de Cristo» (RU 3) (146).

126. Dimensión comunitaria del sacramento


Este sacramento, como los demás, tiene un carácter comunitario que,
en la medida de lo posible, debe manifestarse en su celebración. La
enfermedad de uno de sus miembros presenta a la comunidad
eclesial
una de las grandes ocasiones para manifestarse como comunidad de
amor. Durante la enfermedad los lazos que vinculan a unos y otros no
sólo no se rompen, sino que adquieren un sentido nuevo y una nueva
forma: «cuando un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12, 26).
En
ciertos casos, será factible la presencia de algunos miembros de la
comunidad; en otros muchos, la comunidad se verá reducida a la
presencia de la familia; incluso no faltarán ocasiones en las que se
hallarán solos el ministro y el enfermo, en cuyo caso se hará
comprender
a este último que allí mismo está la Iglesia (cfr. RU 33; 57d; 74). La
comunidad cristiana hará comprender al enfermo que no es un peso,
que
no es un fracasado, que no está solo, que no va hacia la nada, que
Dios
no le castiga, que Dios le perdona, que será liberado, que no hay
nada
que le pueda apartar del amor de Dios y de Cristo (cfr. Rm 8, 31-35)
(147).

127. El sufrimiento se torna humano, es decir, con esperanza


Por la fe y el amor el creyente es liberado de las desgracias del
cuerpo. Su sufrimiento se torna humano, es decir, con esperanza.
Sólo
dentro de esta perspectiva es posible comprender las audaces
paradojas
de San Pablo. No se trata de juegos de palabras, sino expresión de la
fuerza del cristiano que triunfa por encima del sufrimiento: presionado
por todas partes, pero no aplastado; no sabiendo qué esperar, pero no
desesperado; perseguido, pero no abandonado; abatido, pero no
aniquilado; tenido por moribundo y siempre vivo; por afligido y siempre
alegre... (Cfr. 2 Co 4, 8ss; 6, 8ss) (148).
........................................................................

TEMA 57

OBJETIVO:
DESCUBRIR EL SIGNIFICADO DE LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS

PLAN DE LA REUNIÓN
* Relato de acontecimientos significativos, vividos desde la última
reunión.
* Oración inicial: Sal 39 6 41.
* Presentación del tema 57 en sus puntos clave (pista adjunta).
* Diálogo: interrogantes, aspectos descubiertos.
* Oración comunitaria: Sal 77.

PISTA PARA LA REUNIÓN


1. Cristo en medio de la enfermedad.
2. Desgarro de sí, crisis de comunicación con los demás.
3. Es malo estar malo.
4. Jesús vence al mal en todas sus manifestaciones.
5. La curación, signo de esperanza.
6. La unción de los enfermos.
7. Una fuerza especial.
8. El cristiano evangeliza desde su enfermedad.
9. Dimensión comunitaria.

SACERDOCIO MINISTERIAL:
AL SERVICIO DE LA MISIÓN DE CRISTO
Y DE LA IGLESIA

OBJETIVO CATEQUÉTICO
* Descubrir el significado del sacerdocio ministerial.

128. Cristo eligió a los Apóstoles


Jesucristo eligió en primer lugar a los doce Apóstoles. En sustitución
de Judas, los once, iluminados por el Espíritu Santo, eligieron a Matías
como testigo y apóstol de Cristo, incorporándole al grupo. Igualmente
Pablo recibió de Cristo resucitado la misma misión y autoridad que los
demás Apóstoles. A los Apóstoles confió Cristo la plenitud de la misión
que El recibió del Padre. Puso al frente del grupo de los Apóstoles a
Pedro. Este Colegio Apostólico constituido por el conjunto de los
Apóstoles presididos por Pedro recibieron una misión y una potestad que
había de permanecer hasta el fin de los tiempos. Los Apóstoles fueron
eligiendo colaboradores que les sucedieron en su oficio apostólico hasta
el fin de los siglos (cfr. 1 Tm 5, 22) (150).

129. El ministerio de los Apóstoles pertenece a la estructura misma de


la Iglesia, desde los orígenes
En los escritos del Nuevo Testamento aparece claro que a la
estructura original de la Iglesia pertenecen los Apóstoles y la comunidad
de los fieles, unidos entre sí por mutua conexión, bajo Cristo cabeza y
bajo el influjo de su Espíritu. Los Apóstoles tuvieron colaboradores en el
ministerio (cfr. Hch 6, 2-6; 1 1 , 30; 1 3, 1 ; 1 4, 23; 20, 1 7; 1 Ts 5, 1 2-1
3; Flp 1 , 1 ; Col 4, 1 1 -1 2), y con el fin de que la misión a ellos confiada
se continuase después de su muerte, dejaron a modo de testamento a
sus inmediatos colaboradores el encargo de perfeccionar y confirmar la
obra comenzada por ellos (cfr. Hch 20, 25-27; 2 Tm 4, 5; 1 Tm 5, 22; 2
Tm 2, 2; Tt 1, 5; Clemente Romano, Ad Cor 44, 3), encomendándoles
que atendieran a toda la grey, en medio de la cual les había puesto el
Espíritu de Dios (cfr. Hch 20, 28). Así establecieron colaboradores y les
dieron además la orden de que, al morir ellos, otros varones probados se
hicieran cargo de su ministerio (cfr. Clemente Romano, ad Cor 44, 2; LG
20). Las cartas de San Pablo muestran que él mismo era consciente de
actuar en virtud de la misión y del mandato de Cristo (cfr. 2 Co 5, 1 8ss).
Los poderes confiados al apóstol en favor de las Iglesias eran
entregados en cuanto comunicables a otros varones (cfr. 2 Tm 1, 6), los
cuales a su vez quedaban obligados a entregarlos de nuevo (cfr. Tt 1, 5)
(151).

130. Los Obispos, sucesores de los Apóstoles


El sucesor de Pedro como cabeza del Colegio Apostólico es el Papa.
Sucesores de los Apóstoles son los Obispos. Desde los primeros tiempos
de la vida de la Iglesia, los Apóstoles y sus sucesores inmediatos,
guiados por el Espíritu Santo, y con potestad recibida de Cristo,
establecieron otros ministerios, siempre vinculados al ministerio
apostólico. «Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10,
36), ha hecho participantes de su consagración y de su misión a los
obispos por medio de los apóstoles y de sus sucesores. Ellos han
encomendado legítimamente el oficio de su ministerio en diverso grado a
diversos sujetos en la Iglesia (S. Ignacio Mártir, Ad Ephes 5, 1). Así el
ministerio eclesiástico de divina institución es ejercitado en diversas
categorías por aquellos que ya desde antiguo se llamaron obispos,
presbíteros, diáconos» (LG 28). En la Iglesia primitiva la distribución de
los ministerios eclesiásticos no se logró de golpe, sino que se fue
desarrollando de manera progresiva, según las necesidades. Muy pronto
aparecen en la Iglesia no sólo los Obispos como sucesores de los
Apóstoles, sino también los presbíteros y diáconos como colaboradores
del ministerio apostólico, si bien la terminología que encontramos en los
escritos del Nuevo Testamento no corresponde con toda exactitud a la
actual terminología de la Iglesia (152).

131. El rito de la imposición de las manos


Los Apóstoles transmiten a sus colaboradores y sucesores mediante el
rito de la imposición de las manos (cfr. 1 Tm 1, 18; 4, 14; 2 Tm 1, 6; 2, 2;
Tt 1, 5), la potestad y misión que ellos recibieron de Cristo. Por este rito
de la imposición de las manos Cristo comunica el «carisma de Dios» (2
Tm 1, 6), es decir, el don del Espíritu que capacita a quien lo recibe para
desempeñar el ministerio. Este carisma ministerial se comunica de una
vez para siempre; puede ser descuidado o «reavivado». Esta imposición
de manos se hace en la Iglesia primitiva guardando un cierto ceremonial
que fundamentalmente consiste en la oración (cfr. Hch 13, 3; 14, 23), en
la entrega de la doctrina apostólica, probablemente mediante la
recitación de alguna fórmula breve y en la confesión de fe por parte del
elegido (cfr. 1 Tm 6, 12) (153).

132. Jesucristo-Sacerdote
Tanto el sacerdocio de todo el Pueblo de Dios como el de aquellos
cristianos que han recibido además el sacerdocio ministerial, no son
sacerdotes por vía de adaptación del sacerdocio existente en otras
religiones o incluso en el Antiguo Testamento. El fundamento del
sacerdocio del Nuevo Testamento es Cristo (161).

133. En su entrega sacrificial


Jesucristo es sacerdote en su entrega sacrificial. Numerosos pasajes
del Nuevo Testamento hablan de la entrega sacrificial de Jesucristo. El
ha venido «a servir y a dar su vida en rescate de muchos» (Mc 10, 45).
En la celebración de la última cena, la Eucaristía aparece como la
realidad de la ofrenda que de sí mismo hará en la cruz: «Este es mi
cuerpo, que es entregado por vosotros» (Lc22, 19). «Esta es mi sangre
de la alianza, que es derramada por muchos» (Mc 14, 24).
«Considerando que habéis sido rescatados de vuestro vano vivir
según la tradición de vuestros padres, no con plata y oro, corruptibles,
sino con la sangre preciosa de Cristo, como cordero sin defecto ni
mancha» (1 P 1, 18-19; cfr. 1 Co 5, 7; Ga 2, 20; Ef 5, 25; Jn 6, 51; 17,
19; 1 Jn 2, 2). El sacerdocio de Cristo es objeto de especial atención en
la Carta a los Hebreos. Por el hecho de haberse ofrecido a sí mismo,
obedeciendo la voluntad del Padre, el autor de la carta lo llama
expresamente «pontífice» (Hb 2, 17; 3, 1; 4, 14; 7, 26) a quien Dios ha
constituido sacerdote para siempre (Hb 7, 20-21). Lo nuevo en el
sacrificio de Cristo es la entrega total de sí mismo aceptando libremente
por amor la muerte de cruz: «Por lo cual entrando en este mundo, dice:
no quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo.
Los holocaustos y sacrificios por el pecado no los recibiste. Entonces yo
dije: heme aquí que vengo... para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10,
5-7) (162).

134. Jesucristo, sacerdote, maestro, pastor


Cristo, en cuanto sacerdote, es también pastor, maestro, testigo, etc.
Este sacerdocio de Cristo no puede ser considerado aisladamente,
independientemente de toda su obra salvífica, y de las demás funciones
que Cristo realiza. Cristo en cuanto pontífice es también el pastor de la
Comunidad de la nueva alianza: Dios «sacó de entre los muertos, por la
sangre de la alianza eterna, al gran pastor de las ovejas descarriadas;
mas ahora os habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas» (1 P
2, 25). Si la misión de los presbíteros es apacentar el «rebaño de Dios»
(1 P 5, 2), Cristo es el «pastor soberano» (cfr.1 P 5, 4), el testigo fiel (Ap
1, 5; 3, 14). Exaltado a la diestra de Dios El es nuestro mediador (Rm 8,
34), es nuestro abogado ante el Padre (1 Jn 2, 1) y vive siempre para
interceder por nosotros. El sacerdocio de Cristo es manifestación del
amor redentor de Dios, plenitud de su ministerio profético y de su realeza
(165).

135. Obispos, presbíteros y diáconos participan de la misión de Cristo

El ministerio del Obispo, del presbítero y del diácono es participación


de la misión de Cristo. Es Cristo mismo quien actúa por medio del
Obispo, del presbítero y del diácono cuando éstos ejercen el ministerio
sagrado en su triple función: enseñar, santificar y regir (166).
136. El carácter sacerdotal
Por el sacramento del Orden, el Obispo, el presbítero y el diácono
reciben la misión y el sacerdocio de Cristo no de manera funcional, como
si fuera sólo un oficio o cargo análogo a los de la sociedad civil. Esta
singular participación en el sacerdocio de Cristo supone algo más
profundo, que afecta a lo más hondo de la persona, y la transforma en
su mismo ser, del mismo modo que el sacerdocio de Cristo pertenece al
ser mismo de Cristo Mediador. El Concilio Vaticano II se expresa así a
propósito de los presbíteros: «El sacerdocio de los presbíteros... se
confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la
unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y
así se configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar
como en persona de Cristo cabeza» (PO 2) (174).

137. "... Como en persona de Cristo Cabeza» (PO 2)


El carácter del sacerdocio es una realidad dinámica. Se trata de la
configuración de toda la persona del ministro con Cristo, que le hace
partícipe de su misión como Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. En el
cumplimiento de esta misión, Cristo sigue realizando su mediación de
único sacerdote: bajo las diversas formas del sacerdocio ministerial, se
manifiesta la acción personal del mismo Cristo, como Cabeza de la Iglesia
y Buen Pastor de su rebaño. Los ministros sagrados no son simples
delegados de la comunidad. El Obispo, el presbítero, el diácono actúan
no directamente en nombre de los fieles, sino en nombre de Cristo.
Indirectamente también representan a los fieles, a todos los fieles, en
cuanto que éstos constituyen el Cuerpo de Cristo. Como ministros de
Cristo-Cabeza no es su función suplir la presencia de Cristo, sino ser
signos en los que se actualiza su misma presencia (176).

138. La autoridad pastoral como servicio


El Obispo, el presbítero, el diácono han de actuar en todo momento
según la enseñanza de Jesús: «Sabéis que los jefes de las naciones las
gobiernan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su
poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera
llegar a ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera
llegar a ser el primero entre vosotros será esclavo vuestro; de la misma
manera que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y
a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 25-28) (177).

139. El celibato, imitación de Cristo


La perpetua y perfecta continencia por el reino de los cielos fue
recomendada por el Señor (cfr. Mt 19, 12). En el decurso de los siglos
fue aceptada con alegría y generosidad por muchos fieles cristianos, que
de este modo quisieron imitar plenamente a Jesucristo. Fue siempre
tenida en mucho aprecio por la Iglesia especialmente para la vida
sacerdotal. No es exigida por la naturaleza misma del sacerdocio como
aparece en la práctica de la Iglesia primitiva (cfr. 1 Tm 3, 2-5; Tt 1, 6) y
en las iglesias orientales.
Pero en toda la Iglesia se vio siempre la perfecta castidad como muy
conforme con la misión propia del sacerdote. Con esto no se desconoce
el valor propio del matrimonio cristiano, como camino para expresar el
amor de Cristo a su esposa la Iglesia (cfr. Ef 5, 25ss).
Por el celibato asumido como forma de imitación y seguimiento de
Cristo, el sacerdote se muestra plenamente disponible (181).

140. Promover la vida comunitaria: crear comunidad


El ministerio sacerdotal tiene como exigencia interna el promover la
vida comunitaria. Su preocupación no se orienta sólo a transformar
interiormente a los individuos, sino a crear comunidad. Dice el Concilio
Vaticano ll: «El deber del pastor no se limita al cuidado particular de los
fieles, sino que se extiende propiamente también a la formación de la
auténtica comunidad cristiana. Mas para atender debidamente al espíritu
de comunidad, debe abarcar no sólo la Iglesia local, sino la Iglesia
universal. La comunidad local no debe atender solamente a sus fieles,
sino que, imbuida también por el celo misionero debe preparar a todos
los hombres el camino hacia Cristo» (PO 6) (187).
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TEMA 58

OBJETIVO:
DESCUBRIR EL SIGNIFICADO DEL SACERDOCIO MINISTERIAL:
AL SERVICIO DE LA MISIÓN DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

PLAN DE LA REUNIÓN
* Información: personas, hechos, problemas.
* Oración inicial: salmo compartido.
* Presentación del objetivo, recogida de interrogantes, presentación
del tema 58
en sus puntos clave (pista adjunta).
* Diálogo: lo más importante.
* Oración comunitaria: Sal 23 compartido desde la propia situación,
canción.

PISTA PARA LA REUNIÓN


1. Cristo eligió a los Apóstoles.
2. Los obispos sucesores de los Apóstoles.
3. Presbíteros y diáconos.
4. Como en persona de Cristo Cabeza.
5. Participando de la misión de Cristo: sacerdote, maestro, pastor.
6. El celibato, imitación de Cristo.
7. Promover la vida comunitaria.

EL AMOR HUMANO BAJO EL SIGNO DEL ESPÍRITU


OBJETIVO CATEQUÉTICO
* Descubrir la presencia salvadora de Cristo en medio del matrimonio.

* En virtud de él los esposos cristianos evangelizan.

141. ¿Fidelidad para siempre? ¿Fecundidad generosa?


El sacramento del Matrimonio celebra la realidad del amor humano,
vivido bajo la acción del Espíritu. Su celebración no es sólo un acto de
sociedad, sino reunión de la Iglesia de Cristo. La alegría de ese
acontecimiento, decisivo en la vida de los nuevos esposos, es alegría
de
la Iglesia. La comunidad cristiana celebra el cumplimiento gozoso de
una
palabra de fidelidad definitiva («una sola carne») y de fecundidad
generosa («sed fecundos y multiplicaos»). ¿Será posible este signo
en
medio de un mundo egoísta donde la fidelidad para siempre parece
una
utopía y donde la fecundidad generosa es vivida como un peso (cfr.
Gn
3, 16), como una forma de complicarse la vida? (192).

142. El amor humano también debe ser redimido


Según se ha dicho anteriormente (cfr. Temas 25-28), el pecado
penetra todos los ámbitos de la vida, también en el más íntimo y
profundo: el hogar humano, la comunidad conyugal y la familia. El
pecado destruye, disgrega, introduce la división en medio de los
hombres. Por el pecado, la relación personal de amor queda
desvirtuada
en relaciones instintivas y ciegas, de deseo y dominio, de predominio
y
fuerza: «Tendrás ansia de tu marido y él te dominará» (Gn 3, 16). El
pecado introduce la contradicción y la incomunicación en el orden de
la
familia y del amor humano. Es, por tanto, un orden que también debe
ser
redimido (193).

143. Necesidad de la redención, confesión de fe


En efecto, la comunidad conyugal y familiar debe ser restaurada
según
el proyecto de Dios. El reconocimiento de esto supone ya toda una
confesión de fe. El relato de Gn 2-3 se aplica a cualquier pareja
concreta. Según el plan de Dios, marido y mujer están llamados a
formar
«una sola carne»; tal es la figura paradisíaca y original del matrimonio:
en el principio era así (cfr. Mt 19, 8). El pecado, sin embargo, provoca
la
pérdida de esa figura, la maldición y el desamparo. El relato del
Génesis
muestra la realidad oculta de cada persona, lo que tal vez deja en
penumbra la felicidad del primer enamoramiento, lo que la convivencia
matrimonial descubrirá después: el pecado como origen de un
padecimiento común, arrastrando a la persona más amada al abismo
de
la propia indigencia. El relato del Génesis anuncia la necesidad de la
redención y ofrece una nueva posibilidad: la restauración y la
reintegración de la primitiva imagen de Dios en el hombre (194).

144. Oscurecimiento del amor humano


Por el pecado humano, la comunidad conyugal y familiar «no brilla en
todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por
la
poligamia; la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras
deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente
profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la
generación» (GS 47). Así aparece el matrimonio desunido, disoluble,
egoísta (195).

145. Oscurecimiento del matrimonio como signo cristiano


El mismo sacramento del Matrimonio se presenta frecuentemente
oscurecido: se procede al matrimonio con una preparación meramente
burocrática, haciéndola consistir muchas veces en el solo expediente;
se
presenta el matrimonio como una mera «legalización» de la vida
conyugal; se le hace consistir exclusivamente en el contrato jurídico
sin
apenas relación a la Alianza; se disocia el sacramento de la vida (cfr.
Ritual del Matrimonio, [RM] 24) (196).

146. Matrimonio y mundo secularizado


El proceso moderno de la secularización, si bien subraya a veces en
el
matrimonio el sentido de responsabilidad y autonomía, supone
también
una ruptura fatal entre el amor humano y la acción de Dios. De este
modo, la secularización arrastra al matrimonio hacia un mundo
exterior
que está vacío de la gracia de Dios. El matrimonio, con esto, pierde su
fundamento religioso y el radio de su disolubilidad y separabilidad
crece
proporcionadamente a esta secularización (197).

147. El matrimonio, en la perspectiva de los designios de Dios


Frente a todo oscurecimiento, el cristiano sitúa el matrimonio en la
perspectiva de los designios de Dios: «No está bien que el hombre
esté
solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude» (G n 2,18). En las
primeras páginas del Génesis la comunión conyugal entre hombre y
mujer está llamada a ser una alianza de amor: «Abandonará el hombre
a
su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola
carne» (Gn 2,24). La misma diversidad y reciprocidad del varón y de
la
mujer, destinados a tal unión son presentadas como una imagen
expresiva de Dios, Creador de vida: «Y creó Dios al hombre a su
imagen;
a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios
y
les dijo Dios: «Creced, multiplicaos» (Gn 1, 27-28) (198).

148. "Del Señor ha salido este asunto..."


El matrimonio es una obra de Dios, del que proviene todo amor
verdadero. Un amor que puede haberse originado en circunstancias
aparentemente casuales, pero en las que el creyente reconoce la
mano
de Dios. Así lo hace el criado de Abrahán enviado, según los usos de
la
época, a la casa de la novia, para gestionar el matrimonio de Isaac
con
Rebeca: «Bendigo al Señor, Dios de mi amo Abrahán, que me ha
puesto
en el buen camino para tomar a la hija del hermano de mi amo para
su
hijo» (Gn 24, 48). Así lo reconocen también Labán, hermano de
Rebeca,
y su padre Betuel, en la respuesta que dan al criado: «Del Señor ha
salido este asunto. Nosotros no podemos decirte está mal o está bien.
Ahí delante tienes a Rebeca. Tómala y vete, y sea ella mujer del hijo
de
tu amo, como lo ha dicho el Señor Dios» (24, 50-51) (199).

149. «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los


albañiles»
El matrimonio de Tobías y Sara es encomendado a Dios (cfr. RM
145-146): «Tomó Raguel la mano de su hija y la puso en la de Tobías,
diciendo: El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob esté
con
vosotros. Que él os una y que os colme de su bendición» (Tb 7, 12);
«Y
Sara, a su vez, dijo: Ten compasión de nosotros, Señor, ten
compasión.
Que los dos juntos vivamos felices hasta nuestra vejez» (8,10).
Aquellos
que abrazan el matrimonio de tal modo que excluyen a Dios de su
mente
y de su corazón olvidan la advertencia del Salmo: «Si el Señor no
construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no
guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas» (Sal 126, 1). Toda la
Escritura considera la unidad, ia felicidad, la edificación del hogar,
como
don de Dios (200).

150. No sólo no cometerás adulterio, sino que serás fiel con todo el
corazón
Jesús devuelve al matrimonio la perfección de los orígenes, atacando
el mal en su raíz; no se trata sólo de no cometer adulterio, sino de que
los esposos se amen de hecho con todo el corazón y durante toda su
vida. El amor al que están llamados los esposos es un amor total y
para
siempre. Este amor estable, total, permanente, de los esposos hace
del
varón y de la mujer una sola carne (unidad), para toda la vida
(indisolubilidad). Esta unidad e indisolubilidad del matrimonio se han
de
expresar públicamente, jurídicamente. Así lo exige el bien de la
familia.
Pero la raíz de la fidelidad está en el corazón del hombre. Es esta raíz
la
que necesita ser sanada por la conversión y la gracia del Espíritu.
Es el corazón del hombre, ei hombre entero, el que se manifiesta en
cada uno de sus gestos, incluso en su mirada: «Habéis oído el
mandamiento "no cometerás adulterio''. Pues yo os digo: el que mira a
una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su
interior» (Mt 5, 27-28) (201).

151. Jesús suprime la antigua tolerancia mosaica


Jesús se opone a toda decadencia moral, incluso a la antigua
tolerancia mosaica, no permitiendo el divorcio en caso de adulterio:
«Se
le acercaron unos fariseos y le preguntaron para ponerlo a prueba:
¿Es
lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo? El les
respondió:
¿No habéis leído que el Creador en el principio los creó hombre y
mujer
y dijo: Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se
unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De modo que ya no
son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido que no lo
separe el hombre. Ellos insistieron: ¿Y por qué mandó Moisés darle
acta
de repudio y divorciarse? El les contestó: Por lo tercos que sois os
permitió Moisés divorciaros de vuestras mujeres. Pero al principio no
era
así. Ahora os digo yo que si no se divorcia de su mujer -no hablo de
unión ilegal- y se casa con otra comete adulterio» (Mt 19, 3-9). El
sentido
más profundo del matrimonio querido por Dios es la unidad entre varón
y
mujer (202).
152. En medio de un orden de gracia
"Los discípulos le replicaron. Si ésa es la situación del hombre con la
mujer, no trae cuenta casarse. Pero él les dijo: No todos pueden con
eso,
sólo los que han recibido ese don» (Mt 19, 10-1 1). Los discípulos
comprendieron perfectamente la exigencia moral de Jesús. Solamente
olvidaban una cosa que El les recuerda; a saber, que la exigencia de
la
Nueva Ley evangélica se desarrolla en medio de un orden de gracia.
Como enseña San Pablo, el matrimonio entra en el ámbito de la
vocación
cristiana y aparece como un don del Espíritu, destinado a la
edificación
de la iglesia: «A todos les desearía que vivieran como yo, pero cada
uno
tiene el don particular que Dios le ha dado; unos uno y otros otro. Viva
cada uno en la condición que el Señor le asignó, en el estado en que
Dios lo llamó. Esta norma doy en todas las Iglesias...» (1 Co 7, 7.17)
(203).

153. El Matrimonio, signo de amor y sacramento de Cristo


El matrimonio entra en la perspectiva de los designios de Dios
consumados por Cristo en la Iglesia. Los esposos realizan el plan de
Dios, que consiste en hacer de ambos una sola carne, amándose
entre
sí como Cristo ama a su Iglesia, el cual se ha hecho una sola carne
con
ella: «Porque somos miembros de su cuerpo. Por eso abandonará el
hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos
una sola carne. Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la
Iglesia» (Ef 5, 30-32). Siendo ambos una sola carne, el matrimonio
viene
a ser no sólo signo de amor, sino también signo visible de la Alianza
indisoluble entre Cristo y la Iglesia, sacramento eclesial del mismo
Cristo,
que hace al matrimonio indisoluble también y generosamente fecundo
(204).

154 Dios mismo es el autor del matrimonio (uno, indisoluble, fecundo)

El matrimonio como sacramento se inicia con el consentimiento


personal e irrevocable de los esposos. Con el acto humano, libre, del
esposo y de la esposa, por el que cada uno de ellos decide darse por
entero al otro y acepta a su vez la entrega del otro, en orden a
establecer la íntima comunidad conyugal de vida y de amor, nace, aun
ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. «Este
vínculo sagrado, en atención al bien, tanto de los esposos y de la
prole
como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues el
mismo
Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines
varios» (GS 48). «Por su índole natural, la misma institución del
matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a
la
educación de la prole» (GS 48). «Así que el marido y la mujer, que por
el
pacto conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt 19, 6), se
ayudan
y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la
logran cada vez más plenamente por la íntima unión de sus personas
y
actividades. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas,
lo
mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y
urgen
su indisoluble unidad» (GS 48).
Dios creador establece el matrimonio dentro del plan de la salvación
que había de revelarse plenamente en Cristo (cfr. Mt 19, 8). Este
vínculo
sagrado entre el varón y la mujer ha sido elevado por Cristo a la
dignidad
de sacramento. Es un signo eficaz de la gracia. Cristo se hace
especialmente presente en el momento en que esposo y esposa
expresan el mutuo consentimiento de su entrega mutua. Los ministros
de
este sacramento son los propios esposos. Pero en cuanto que es un
sacramento, su celebración está regulada por la Iglesia (205).

155. Como Cristo amó a su Iglesia


El amor matrimonial entra en la dinámica pascual del amor cristiano,
un
amor que ama incluso en el sacrificio, la renuncia y la cruz: «El amor
es
paciente, afable, no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal
educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra
de
la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin
límites, espera sin límites, aguarda sin límites» (1 Co 13, 4-7). En el
matrimonio cristiano los esposos se aman ya como Cristo amó a su
Iglesia, que se entregó a si mismo por ella (Ef 5, 25-26; Col 3, 18; 1 P
3,
1-7) (207).

156. Un amor que implica renuncia y don


El varón (sobre todo, el cristiano) no puede realizarse como persona y
como esposo si no renuncia y se entrega a sí mismo en favor de la
mujer: él adquiere su esposa dándose. Si no fuera sobre esta base y
este don de sí mismo, el matrimonio perdería su sentido profundo
para
degenerar en una especie de engaño, violencia o rapto.
También la mujer se entrega en favor del marido. Gracias a ella, por
atracción hacia ella, puede él «dejar a su padre y a su madre» (Gn 2,
24), es decir, hacerse adulto, ser él mismo. Así como la Iglesia es la
plenitud de Cristo también la mujer es plenitud del varón, lo completa
y
enriquece. La mujer responde a la donación del marido con
receptividad
y donación amorosa, con vencimiento de su egoísmo, como la Iglesia
responde a Cristo (210).

157. Igual dignidad personal


Las características propias del varón y la mujer están orientadas a la
complementariedad y a la unión entre ambos. Pero la
complementariedad entre esposo y esposa no excluyen la igual
dignidad
personal del varón y la mujer: «Ya no hay distinción entre judíos y
gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno
en
Cristo Jesús» (Ga 3, 28) (211).

158. Con su fidelidad, los esposos evangelizan


La indisolubilidad del vínculo matrimonial desborda el marco de lo
meramente jurídico y legal para hacerse realidad existencial y gracia
de
Dios con el nombre concreto de una fidelidad que no muere. Desde
esta
situación los esposos evangelizan; son signo en medio del mundo:
«Siempre fue deber de los esposos, pero hoy constituye la parte más
importante de su apostolado manifestar y demostrar con su vida la
indisolubilidad y santidad del vínculo matrimonial» (AA 11). A través de
su amor se manifiesta «la presencia viva del Salvador en el mundo y
la
auténtica naturaleza de la Iglesia» (GS 48) (212).

159. Vivir con gozo una fecundidad generosa


«El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia
naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin
duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera
al
bien de los propios padres» (GS 50). Si, por el pecado humano, la
fecundidad es vivida como un peso (cfr. Gn 3, 16), constituye todo un
signo de la gracia de Dios llegar a vivir con gozo una fecundidad
generosa (213).

160. Paternidad responsable


Procrear, cuando de personas humanas se trata, no debe ser
solamente voz de la carne y de la sangre, sino amor verdadero
humano.
Más aún, los esposos son «cooperadores del amor de Dios Creador y
como sus intérpretes. Por eso, con responsabilidad humana y
cristiana
hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo y común
esfuerzo,
por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien
personal
como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo
las circunstancias de los tiempos y del estado de vida tanto materiales
como espirituales y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la
comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia.
Este
juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos
personalmente» (GS 50) (214).

161. Encíclica «Humanae-Vitae»


·Pablo-VI, en su encíclica Humanae vitae, abordó el problema
moderno de la regulación artificial de la natalidad: «De hecho como
atestigua la experiencia, no se sigue una nueva vida de cada uno de
los
actos conyugales. Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos
naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos.
La Iglesia, sin embargo, al exigir que los hombres observen las
normas
de la ley natural, interpretada por su constante doctrina, enseña que
cualquier acto matrimonial ("quilibet matrimonii usus") debe quedar
abierto a la transmisión de la vida» (HV 11). «Esta doctrina, muchas
veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable
conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por
propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el
significado unitivo y el significado procreador» (HV 12). «Usufructuar
(...)
el don del amor conyugal respetado por las leyes del proceso
generador
significa reconocerse no árbitros de las fuentes de la vida humana,
sino
más bien administradores del plan establecido por el Creador» (HV
13)
(215).

162. La familia evangeliza en las condiciones comunes del mundo


La familia evangeliza en las condiciones comunes del mundo (cfr. LG
35; AA 11 ) en la medida en que cumple en sí misma el proyecto
original
de Dios: «Remontarse al "principio" del gesto creador de Dios, dice
Juan
Pablo II, es una necesidad para la familia, si quiere conocerse y
realizarse según la verdad interior no sólo de su ser. sino también de
su
actuación histórica... En una perspectiva que además llega a las
raíces
mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y el cometido de
la
familia son definidos en última instancia por el amor. Por esto la
familia
recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como
reflejo
vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor
de
Cristo por la Iglesia, su esposa» (FC 17).
........................................................................

TEMA 59-1

OBJETIVO:
DESCUBRIR EL SIGNIFICADO DEL SACRAMENTO DEL
MATRIMONIO:

EL AMOR HUMANO BAJO EL SIGNO DEL ESPÍRITU

PLAN DE LA REUNIÓN
* Presentación del objetivo y plan de la reunión.
* Presentación del montaje El matrimonio, ¿nos casamos por la
Iglesia?
* Diálogo: nuestra reacción ante el montaje.
* Oración comunitaria: desde la propia situación.

PISTA PARA LA REUNIÓN


* Presentación del montaje audiovisual titulado "El matrimonio, ¿nos
casamos por la Iglesia?", de D. GONZÁLEZ CORDERO (Ed. Dinama,
Madrid, 1979): pretende situar a los novios ante una opción -el
casarse
por la Iglesia o no- que debe dimanar de la fe y de un respeto por el
sacramento (ver AUCA 10; también, DEPARTAMENTO DE
AUDIOVISUALES (SNC), Montajes audiovisuales. Fichas críticas, M-
2).
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TEMA 59-2

OBJETIVO:
DESCUBRIR EL SIGNIFICADO DEL SACRAMENTO DEL
MATRIMONIO:

EL AMOR HUMANO BAJO EL SIGNO DEL ESPÍRITU

PLAN DE LA REUNIÓN
* Oración inicial: Sal 127.
* Presentación del objetivo, recogida de interrogantes, presentación
del tema 59
en sus puntos clave (pista adjunta).
* Diálogo: lo más importante.
* Oración comunitaria: desde la propia situación, canción apropiada.

PISTA PARA LA REUNIÓN


1. Interrogantes del grupo.
2. Necesidad de la redención.
3. Oscurecimiento del amor humano y del sacramento.
4. Mundo secularizado.
5. El plan de Dios.
6. No cometerás adulterio.
7. Serás fiel de corazón.
8. En un orden de gracia.
9. Uno indisoluble fecundo.
10 Fidelidad que evangeliza.
11 Paternidad responsable.

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