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ANTROPOLOGÍA

AGUSTINIANA
Antropología agustiniana

La antropología de San Agustín aparece especialmente en De Trinitate y en De


Civitate.

La reflexión de San Agustín sobre el ser humano se basa en la comprensión del


cristianismo del hombre como imago Dei.

El insiste en varios lugares en que el hombre es un compuesto de cuerpo y de


alma, pero también en la superioridad del alma sobre el cuerpo. ¿Hay allí una
contradicción?
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¿Qué bien puede existir superior al hombre? Es difícil saberlo si no se examina y


resuelve antes cuál es la naturaleza del hombre. No se trata aquí ahora de la
exigencia de definir qué es el hombre, cuando casi todo el mundo, o por lo menos
mis adversarios y yo, estamos de acuerdo en la afirmación de que somos un
compuesto de cuerpo y alma. La cuestión es muy distinta. ¿ Cuál de las dos
substancias que he mencionado es la que constituye realmente al hombre? ¿Son las
dos, o el cuerpo solamente, o sola el alma? El cuerpo y el alma son dos realidades
distintas y ni la una sin la otra es el hombre; no es el cuerpo sin el alma que le anima,
ni el alma sin el cuerpo la que da la vida (Costumbres de la Iglesia Católica, I, 4,
6)
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Si definimos al hombre diciendo que es una substancia racional, que consta de


alma y cuerpo, indudablemente que el hombre posee un alma que no es cuerpo y
un cuerpo que no es alma. (De la Trinidad, XV, 7, 11).

Pero entonces aparece un problema: ¿qué es el alma?

Mas, si deseas que te defina lo que es el alma y, por esta


razón, preguntas qué es el alma, te complaceré fácilmente; pues a mi parecer es
una substancia dotada de razón destinada a regir el cuerpo. (De la Cuantidad
del Alma, XIII, 22)
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Así que en lugar de definir el alma en función del hombre, la define en sí misma y
como sustancia.

Por tanto, el hombre es una sustancia. El alma y el cuerpo igualmente. Pero,


¿cómo dos sustancias conforman una sola? Y además, ¿cómo una sustancia
inteligible como el alma puede estar unida a una material y corpórea para
animarla? (comunicación de las sustancias).

En principio San Agustín confiesa que el hombre es un misterio, pero en todo


caso plantea una respuesta.
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Es una gran verdad que el alma del hombre no es todo el hombre sino la parte superior del
mismo, y que su cuerpo no es todo el hombre, sino su parte inferior. Y también lo es que a la
unión simultanea de ambos elementos se da el nombre de hombre, término que no pierde cada
uno de los elementos cuando hablamos de ellos por separad o (La Ciudad de Dios XIII, 24, 2)

En otras palabras, el alma es la parte superior del hombre y esto es lo que debe tenerse en
cuenta para pensar al hombre. De ahí su conocidísima fórmula:

El hombre, tal y como nos aparece, es un alma racional que usa o se sirve de un cuerpo mortal
y de la tierra. (Costumbres de la Iglesia Católica, I, 27, 52)
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Con ello lo que San Agustín quiere dejar claro es la jerarquía del alma sobre el
cuerpo.

Sin embargo, a partir de la mencionada definición (El hombre, tal y como nos
aparece, es un alma racional que usa o se sirve de un cuerpo mortal y de la
tierra) se suele hablar del dualismo agustiniano y de su desprecio del cuerpo casi
con ecos maniqueos.
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A modo de recapitulación: ¿Qué es el hombre?

-un alma racional que tiene un cuerpo.

-un alma que se sirve de un cuerpo.

-un alma razonable que se sirve de un cuerpo mortal.

-un alma razonable que tiene un cuerpo.


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Sin embargo, tal definición no es dualista: su forma lo es, no su contenido.

En el libro VIII del De Civitate Dei hay una dato esclarecederor: San Agustín
interpreta las ideas platónicas no como una respuesta a la physis, sino como algo
que Platón conoció y descubrió leyendo los textos bíblicos del Antiguo testamento
en su versión de los Setenta y durante su estadía en Egipto.

Específicamente es el texto de Moisés (Exodo 3, 14), “Yo soy el que soy”, es


decir, “Yo soy el Ser”, la condición de posibilidad del eidos platónico.

Así que en las ideas platónicas percibe a Moisés, en el Timeo al Genésis, lo que
significa que cuando San Agustín lee a Platón lo hace inscribiéndolo en un
contexto bíblico.
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¿Cómo afecta esto a la antropología agustiniana? En que en las fórmulas


platónicas acerca del hombre que plantea San Agustín no hay que oír a Platón
sino a la revelación. En otras palabras, la forma literariamente es platónica, pero
su sentido y significación no lo es.

Y así, cuando Dios crea a Adán, no ha creado un alma sino un hombre (Génesis
1, 26). Formar el cuerpo de Adán es formar un hombre (Génesis 2, 7).

Si el hombre no fuera unidad no seria imago Dei. Esa unidad tiene un elemento
privilegiado: el alma. Es una unidad jerárquica , pero como unidad.
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San Agustín plantea la siguiente definición:

¿Qué es el hombre? Un alma racional que tiene un cuerpo […] el alma con
cuerpo no hace dos personas, sino un solo hombre […] (Sobre el
Evangelio de Juan XIX, 15)
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El hombre exterior y el hombre interior:

Hombre exterior: lo que tiene en común con los animales: cuerpo material, vida
vegetativa, conocimiento sensible, imágenes y recuerdos de las sensaciones.

Hombre interior: lo que lo distingue de los animales: juzgar las sensaciones,


comparar y medir los cuerpos y las figuras bajo proporciones y números. La mens
(mente) es el hombre interior.

En el hombre interior (mens) hay dos funciones:


Ratio superior
Ratio inferior
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Ratio superior: contemplación pura, libre de acción, dirigida hacia los inteligibles
(razones eternas y divinas).

Ratio inferior: usar las cosas, conocerlas, ocuparse de la acción en cosas


corpóreas y temporales.

Pero San Agustín aclara que se trata de dos oficios o funciones de la misma
mens, por lo cual no hay allí dualismo:
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Al discurrir acerca de la naturaleza del alma humana, discutimos acerca de una


sola realidad, y no duplicamos su ser sino en función de sus dos oficios, ya
mencionados (razón superior y razón inferior). Y así, cuando buscamos la trinidad
en el alma, la buscamos en toda ella y no separamos nunca su dinamismo
racional de las cosas temporales de la contemplación de las eternas (De
Trinitate XII, 4,4).
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Veamos ahora dónde se encuentra el confín entre el hombre exterior y el interior.


Cuanto de común tenemos en el alma con los animales, se dice, y con razón, que
pertenece aún al hombre exterior. No es solamente el cuerpo lo que constituye el
hombre exterior: lo informa un principio vital que infunde vigor a su organismo
corpóreo y a todos sus sentidos, de los que está admirablemente dotado para
poder percibir las cosas externas; al hombre exterior pertenecen también las
imágenes, producto de nuestras sensaciones, esculpidas en la memoria y
contempladas en el recuerdo (La Ciudad de Dios XIII, 2,1)
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Pueden los brutos, sí, percibir, por los sentidos del cuerpo, los objetos externos,
fijarlos en la memoria, recordarlos, buscar en ellos su utilidad y huir de lo que les
molesta; pero anotarlos, retener no sólo lo que espontáneamente se capta, sino
también lo que con industriosa solicitud se confía a la memoria; imprimir de nuevo
en el recuerdo y en el pensamiento las cosas que están para caer en el olvido;
afianzar en el pensamiento lo que en el recuerdo vive; informar la mirada del
pensamiento con los materiales archivados en la memoria; componer estas
visiones fingidas tomando y recosiendo recuerdos de acá y allá; comprender
cómo en este orden de cosas se distingue lo verosímil de lo verdadero, no ya en
los seres espirituales, sino incluso en el mundo corpóreo;
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éstas y otras operaciones similares, aunque tengan su origen en las realidades


sensibles y las modere y actúe el alma mediante los sentidos del cuerpo, no se
encuentran en los seres privados de razón ni son comunes a hombres y bestias.
Propio es de la razón superior juzgar de las cosas materiales según las razones
incorpóreas y eternas; razones que no serían inconmutables de no estar por
encima de la mente humana; pero, si no añadimos algo muy nuestro, no
podríamos juzgar, al tenor de su dictamen, de las cosas corpóreas. Juzgamos,
pues, de lo corpóreo, a causa de sus dimensiones y contornos, según una razón
que nuestra mente reconoce como inmutable (La Ciudad de Dios XII, 2,2)
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Un ejemplo ilustrará, si lo consigo, mi pensamiento. Existe en el cuerpo humano


cierta mole de carne, una forma específica, orden y distinción en los miembros, un
justo equilibrio temperamental muy saludable; y este cuerpo está animado por un
alma racional , que, aunque mudable, participa de la inmutabilidad misma de la
sabiduría (De la Trinidad III, 2, 8)

Aquí se evidencia el optimismo agustiniano, contra la concepción pesimista de los


gnósticos y maniqueos: el cuerpo no tiene un origen diabólico ni es una masa de
corrupción.
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Quiero estar sano todo entero, pues que todo soy yo. No quiero que mi carne sea
separada de mí eternamente, como una extraña, sino que sea sanada toda
conmigo. Si tú no quieres esto, no sé qué piensas de la carne. Opino que tú
juzgas que ignoro de dónde procede, como si viniera de gente enemiga. Esto es
falso, es herético es blasfemo, porque uno solo es el autor de la mente y del
cuerpo. Cuando creó al hombre, hizo una y otra cosa, y a ambas juntó en unidad:
sometió la carne al alma y el alma a él. Si aquélla fuere siempre obediente a su
señor, también ésta estará siempre sumisa a su dueño (Sermones XXX, 3, 4)
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El cuerpo no es una cárcel, en que ha sido confinada el alma para purgar antiguos pecados,
como suponía el mito platónico. Cuando San Agustín, comentando pasajes bíblicos, emplea
la palabra cárcel, no la usa en un sentido ontológico, sino moral, o como equivalente a
corrupción:

Algunos dijeron que la cueva y la cárcel era este cuerpo,


de suerte que saca de la cárcel a mi alma quiere decir "sácala del cuerpo". Pero esta
sentencia flaquea algún tanto. […] Luego, si la carne te sirve de cárcel, el cuerpo no es tu
cárcel, sino la corrupción de tu cuerpo. Quizá dijo: Saca de la cárcel a mi alma, en este
sentido: " Saca de la corrupción a mi alma". Si lo entendemos así, no desbarramos. Este
sentido es evidente. (Enarraciones sobre los salmos 141, 18)
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En un sentido espiritual, el cuerpo es cárcel del alma, así que no pueden


escudarse con la autoridad de San Agustín los desestimadores del cuerpo humano,
porque cuerpo y alma pertenecen a la unidad incomprensible del hombre.

Pero tampoco hay en la doctrina agustiniana ninguna prueba


de una unión accidental entre el cuerpo y el alma, como se ha
dicho apoyándose en unos pocos textos de sabor platónico, olvidando muchos
otros textos:
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Que el cuerpo se une al alma para formar y constituir el hombre total y cabal, lo
conocemos todos. Testigo es de ello nuestra misma naturaleza (La Ciudad de
Dios X, 29, 2).

Mi primera afirmación es ésta: el hombre consta de cuerpo y alma. No os pido


que creáis esto, pero sí que lo juzguéis. No temo que nadie me juzgue mal
respecto a esa afirmación; nadie que se conozca. El hombre, por tanto, nadie lo
duda, consta de alma y cuerpo (Sermones 150, 4-5)
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Sin distinción, todos los filósofos, con su estudio, su investigación, sus diálogos y
su vida no apetecieron otra cosa que alcanzar la vida feliz. Esta fue la única
causa de su filosofar, y pienso que esto lo tienen también en común con nosotros.
Si yo os preguntare por qué creéis en Cristo, por qué os hicisteis cristianos, con
verdad todo hombre me respondería: «Pensando en la vida feliz». Pero la
cuestión es ésta: dónde encontrar esa cosa en que todos están de acuerdo. De
aquí parten las divisiones, pues el apetecer la vida feliz, el quererla, el desearla,
esperarla y buscarla es, pienso, común a todos los hombres. Por lo cual me
parece que me quedé corto al decir que esta apetencia es común a filósofos y
cristianos; debí decir más bien a todos los hombres, absolutamente a todos,
buenos y malos. En efecto, quien es bueno, lo es para ser feliz; y quien es malo
no lo sería si no esperase ser feliz
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de esa forma. Que los buenos son buenos buscando la vida feliz no hay dificultad en admitirlo.
Mas no faltarán quienes duden de si los malos buscan también la vida feliz. Pero si pudiese
interrogar a los malos separados y apartados de los buenos y preguntarles: «¿Queréis ser
felices?» ninguno respondería: «No lo quiero». Piensa, por ejemplo, en un ladrón.

Le pregunto por qué comete el hurto. «Para tener lo que no tenía», responde. «Por qué
quieres tener lo que no tenías?» «Porque me hace infeliz el no tenerlo». Si, pues, el no tenerlo
le hace infeliz, es que piensa que el tenerlo le hará feliz. Pero aquí está su ignorancia y su
error: en querer hacerse feliz con el mal. El ser feliz es, sin duda, un bien para todos
(Sermones 150,4)
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San Agustín ha defendido el valor del testimonio de los sentidos y de la experiencia


sensible, sin la cual el hombre no podría conocer. En efecto, las cosas sensibles y
temporales nos preceden a nosotros (como son las del mundo corpóreo e histórico)
y exigen la experiencia de los sentidos, como primer contacto con lo real:

En la ciencia de todas estas cosas temporales poco ha mencionadas, ciertas


verdades cognoscibles preceden en tiempo al conocimiento; por ejemplo, las
realidades sensibles existentes ante de ser conocidas o los conocimientos de la
historia (La Ciudad de Dios XIV, 10, 13)
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El alma forma también, juntamente con el cuerpo, único principio de operación,


usando de él como instrumento unido. Aun en las operaciones más elevadas,
como son las de la justicia sobrenatural, el organismo toma su parte :

"Mirad cuántas cosas buenas hacen los Santos con el cuerpo. Con él obramos lo
que Dios nos ha mandado hacer para remedio de tantas necesidades en la vida :
Reparte tu pan con el hambriento, y al pobre que carece de casa, cobíjalo bajo tu
techo. Si lo ves desnudo, vístelo ; y otras cosas de este género que se nos han
mandado, no obramos sino por el instrumento del cuerpo” (Enarraciones sobre
los salmos, 83, 7)
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Y tal es la unión que enlaza a cuerpo y alma, que, aun siendo distintos, ejercen entre sí
un influjo mutuo y natural.

" Creo que todo movimiento del ánimo produce algún efecto en el cuerpo : Pero tales
efectos sólo llegan a nuestros sentidos, tardos y lentos, cuando se trata de
movimientos mayores, verbigracia : la ira, la tristeza, el gozo. De aquí es lícito
conjeturar que hasta cuando pensamos algo, si bien esto no se nos muestra en el
gesto corporal, puede aparecer a los ojos de los espíritus aéreos, cuyos órganos de
percepción son vivísimos, incomparablemente superiores a los nuestros. Estos, pues,
digámoslo así, vestigios de movimientos que el ánimo imprime y fija en el organismo
pueden permanecer y formar cierto hábito” (Cartas 9, 3)
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A su vez, el fenómeno puede invertirse, de suerte que los movimientos o hábitos


corporales afecten al alma,

" porque si hay continuamente una dificultad de realizar algo conforme a nuestros
deseos, asiduamente el ánimo se irrita. Porque la ira, según creo yo, es el apetito
turbulento de remover los obstáculos que impiden nuestra acción. Así, muchas veces
nos airamos, no sólo con las personas, sino con las cosas, con la pluma de escribir,
tirándola y rompiéndola, y lo mismo hacen los jugadores con los dados, y los pintores
con el pincel, o cualquier instrumento que no responde a lo que deseamos hacer.
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Con esta facilidad de airarse afirman los médicos que se aumenta la hiel, y con el
aumento de tal humor, sin motivo apenas nos enfadamos. Y así, lo que el ánimo
hizo con sus movimientos es después causa suficiente para volverlo a conmover”
(Cartas 9, 4)

Claramente se afirma en estos pasajes la existencia de dos hechos: todo cuanto


hace el alma tiene algún reflejo en lo somático, y viceversa.
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No se puede sostener, pues, que en la psicología agustiniana lo corpóreo no puede


influir de algún modo en lo psíquico, ni menos todavía que la unión de cuerpo y alma
es accidental, como la que hay entre el motor y el móvil, el habitante y la casa, la
cárcel y el aprisionado o el coche y el cochero.

Para San Agustín, la unión de lo somático y espiritual no es un accidente, sino un


grande misterio, que, a pesar de todos los esfuerzos del pensamiento, sigue
siéndolo, y sólo puede atisbarse por ciertos efectos y operaciones que el principio
superior o alma produce en el inferior.
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La distancia entre la materia y el espíritu está jerárquicamente salvada. Es decir, que San
Agustín, sin admitir la tricotomía platónica ni escindir la unidad personal del hombre,
intercala, entre la porción superior y la ínfima, potencias conexivas, cuyo fin es establecer
contacto entre las dos. Los sentidos, tanto externos como internos, y los apetitos, o
tendencias consiguientes, pertenecen a la parte inferior, de que se compone el hombre.

No hay un dualismo, sino un orden de jerarquía. El hombre está sometido a una doble ley
de polaridad, pues obedece a las leyes naturales y psicofísicas y como sujeto espiritual o
mente, a leyes de razón. Ambas porciones son dos ventanas o aberturas que le imprimen
una doble orientación: una hacia lo sensible y temporal, otra hacia lo invisible y eterno.
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Pero así como nuestro cuerpo está naturalmente erguido, mirando lo que hay de
más encumbrado en el mundo, los astros, así también nuestra alma, substancia
espiritual, ha de flechar su mirada a lo más excelso que existe en el orden
espiritual, no con altiva soberbia, sino con amor piadoso de justicia. (La Ciudad
de Dios XII, 1,1)

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