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CORAZONES”
ANTROPOLOGIA TEOLOGICA
2007
UNIDAD UNO: ANTROPOLOGIA BIBLICA
1. ANTIGUO TESTAMENTO
۩
Su relación con la tierra
۩
Su relación con Dios
b) vv.8-17. Lo nuclear está en el v. 15: “tomó
al hombre y lo puso en el jardín del Edén,
para que cultivase y cuidase”. Los verbos
“cultivar” y “cuidar” deben de entenderse
complementariamente. Trabajando la tierra
la cuida, tutela su integridad, cumple el
destino para el que ha sido creado por Dios;
y viceversa: se cuida la tierra en la medida
en que se cultiva, no se le deja estéril, sin
frutos. La relación del hombre con la tierra
es de superioridad jerárquica (el hombre es
sentido del mundo). La idea de un dominio
despótico del hombre la tierra, es
totalmente ajena a la Biblia. El A.T. afirma
que sólo Dios es único Señor absoluto del
mundo. Hay, pues, en este texto una
especie de sensibilidad ecológica. El
hombre abusará de la misión recibida
siempre que separe los dos verbos con los
que esta misión se formula.
La perícopa del paraíso se cierra con la estipulación
del precepto de no comer del fruto del árbol de la
ciencia del bien y del mal (v. 17).
a) Los comienzos de la
teología: Hugo de San
Víctor (Neoplatonismo)
b) Gilberto Porretano
(Aristotelismo)
c) Santo Tomás de Aquino
Veamos:
1. Los comienzos de la teología: Hugo de San
Víctor.
1. La teoría de la identidad
2. El emergentismo
3. El dualismo interaccionista
a) Ser-en-el-mundo
SER-EN es más que ESTAR-EN: el mundo no
es para el hombre un complemento
circunstancial de lugar, sino un elemento
constitutivo. Los dos relatos de creación del
hombre (J-P) subrayan ese carácter terrenal,
mundano, de Adán.
La inserción del hombre en el cosmos no es
violenta, sino natural; su instalación en el mundo
no es un exilio como pensaban Platón y Orígenes,
sino la incardinación en su propio hogar. Más
todavía: la realidad del cuerpo no es confinación
dentro de la propia piel, sino que es co-extensiva
al mundo. El mundo es como el cuerpo
ensanchado del hombre; y el cuerpo es, a la vez,
“el quicio del mundo”, es decir, la estructura a
través de la cual la existencia humana
particulariza el universo.
Un testimonio literario
contemporáneo de esta actitud
ante la muerte se puede
encontrar en el impresionante
libro de Anne Philipe, “Sólo
durante un suspiro”. La autora
describe la muerte de su esposo,
enfermo de cáncer, la despedida
y su largo e intenso “trabajo de
duelo”:
“Hasta entonces nunca me había preocupado de la
muerte. No contaba con ella. Sólo la vida era
importante. ¿La muerte? Una cita inevitable y
eternamente diferida, ya que su presencia
significa nuestra ausencia. Se presente en le
mismo momento en que dejamos de existir. Es
decir: o ella o nosotros. Podemos afrontarla
conscientemente, pero ¿podemos conocerla por
el tiempo que dura un relámpago? Tenía que
separarme por siempre de la persona que más
amaba. El “nunca más” estaba a nuestra puerta.
Yo sabía que ningún otro lazo nos uniría fuera del
amor. Aunque perdurasen determinadas células
sensibles que llamamos alma –me decía a mí
misma- no podrían almacenar memoria y nuestra
separación tenía que ser definitiva. Me decía una
y otra vez a mí misma que la muerte no
significaba nada y que sólo la angustia, el
sufrimiento físico y el dolor que causa el tener
que abandonar a seres queridos o una obra
empezada hacen tan temible su cercanía…”
La muerte, en contradicción y en
correspondencia con la esperanza cristiana:
a) La muerte como signo del pecado está en
contradicción con la esperanza cristiana en el
reino de Dios: en la tradición judía y cristiana
se ha considerado siempre la muerte en
relación con el pecado, con la voluntad de
autoafirmación absoluta frente a Dios y
dentro de todas las realizaciones humanas
sociales. La persona que vive desde sí y para
sí, desde sus propias posibilidades y para sus
propios fines, que no reconoce a Dios ni se
abre radicalmente a la situación del prójimo,
vive en pecado; destruye así su propia
humanidad y cualquier forma de convivencia
humana. De ahí que el pecado equivalga a
incomunicación, tanto en la relación de la
criatura con el Creador como en las relaciones
de las criaturas entre sí.
Sólo con la muerte de Jesús, el “justo” y
“obediente”, pierde la muerte humana el
carácter universal e inevitable de una auto-
representación del pecado.
El anuncio que hizo Jesús del reino de Dios
contrasta con la figura de la muerte. El
reinado inminente de Dios acaba con el
reinado de la muerte en todas sus formas
de destrucción de la vida y la comunicación;
implica la oferta de Dios a los pecadores de
convertirse y aceptar la vida, el amor y la
justicia de Dios.
El reino de Dios confiere así una liberación
de las consecuencias del dominio de la
muerte a todos aquellos que más sufren con
esas consecuencias: los endemoniados, los
enfermos, los que padecen la injusticia en
las relaciones sociales, los aislados y
excluidos de la comunicación general.
Cundo empieza el reinado de Dios,
desaparece el imperio de la muerte.
b) La muerte como participación en la agonía de Jesús
por causa del reino de Dios es una forma relevante
de “libertad liberada” para el amor: Jesús mantuvo
hasta el final, hasta la entrega de su vida, la
esperanza en ese Dios que “no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva”. Él lo “puso”
todo en manos del Dios salvador y liberador, del que
esperaba la salvación de los pecadores, la liberación
de los pobres y la vida de los muertos. A Él se
abandonó sin reservas y siguió su camino
conducente al reino de Dios, aunque implicaba ser
rechazado por Israel y ser condenado a muerte. En
este abandono a Dios sin reservas, que incluía
también la muerte y abarcaba por tanto la totalidad
de su vida, quedó superada definitivamente la
autoafirmación incondicional como el modo humano
general de comprenderse a sí mismo y de vivir desde
sí mismo. Porque Jesús no eligió este modo de vivir y
morir desde el amor liberador de Dios por propia
necesidad, sino a causa del reino de Dios, a causa de
los hombres y de su vida liberada por Dios.
La mortalidad es una de las
dimensiones del ser humano en
cuanto cuerpo. Pero no es su último
destino. Dios, en efecto, no lo creó
para la muerte, sino para la vida. La
fe cristiana espera, por tanto, una
victoria sobre la muerte, y la
teología sistematiza esa esperanza
con ayuda de dos categorías:
inmortalidad y resurrección. Ambas
categorías requieren, bajo pena de
resultar ininteligibles, una previa
demarcación de la imagen del
hombre con que operan. En efecto,
“muerte”, “inmortalidad”,
“resurrección”, significarán algo
totalmente distinto según se parta
de una antropología dualista o de
una antropología unitaria.
En una antropología dualista,
“muerte” es la separación del alma
(inmortal) del cuerpo (mortal) o, con
otras palabras, la liberación del alma,
que continúa existiendo sin verse
afectada por la muerte, puesto que es
inmortal por naturaleza.
En una antropología unitaria, por el
contrario, “muerte” es. Según vimos
ya, el fin del hombre entero. Si a ese
hombre, a pesar e la muerte, se le
promete un futuro, dicho futuro sólo
puede pensarse adecuadamente como
resurrección, a saber, como un
recobrar la vida en todas sus
dimensiones; por tanto, también en su
corporeidad.
Lo que aquí resulta
problemático es el concepto de
inmortalidad; habrá, pues, que
precisar qué se entiende bajo
tal concepto en la antropología
cristiana, y qué relación existe
entre inmortalidad y
resurrección. Está claro que la
categoría cristiana clave, en el
contexto de la esperanza
cristiana de victoria sobre la
muerte, es resurrección y no
inmortalidad.
Resurrección “en la muerte” (teología
católica actual)
- La teología católica actual ha emprendido en
los últimos cuarenta años numerosos
intentos de reinterpretar el problema de la
relación entre la “inmortalidad del alma” y
“resurrección del cuerpo”. Se ha alcanzado
un consenso en este punto. El esquema
básico (inspirado generalmente en K.
Rahner) de los ensayos recientes se puede
resumir así: el ser humano unitario (como
persona corpórea) abriga una esperanza
unitaria, por obra de la gracia de Cristo, en la
superación de muerte: la resurrección como
participación en la resurrección de Jesús; el
objetivo primordial de nuestra esperanza no
puede ser la felicidad del alma inmortal,
liberada del cuerpo, sino la comunión
humana plena, triunfadora de la muerte, con
el Cristo resucitado.
En el regreso al mensaje bíblico original de
esperanza hay que evitar más que antes las
tendencias excesivamente dualistas tanto en la
antropología como en escatología. Esto se logra
sobre todo: 1. identificando la inmortalidad el
alma y la resurrección del cuerpo; 2. situando
este proceso unitario de consumación ya en la
muerte de cada individuo. Es decir: la
consumación final que espera el creyente en la
muerte y, por tanto, la superación definitiva de
su historia vital en la vida de Dios, se equipara
con lo que llama la Biblia “resurrección de los
muertos”. Lo que le hombre espera de Dios en
la muerte no es simplemente la felicidad de un
primer grado de perfección que posee el alma
liberada del cuerpo, sino que abarca la totalidad
de la perfección personal
1.3.5 El hombre es una unidad de cuerpo y
alma
Recapitulemos el camino recorrido hasta aquí:
hemos partido de la experiencia originada del
hombre como ser unitario. Tal experiencia
desautoriza el dualismo antropológico, sin que
por ello se caiga en el reduccionismo monista. El
hombre es cuerpo; el hombre es alma (ninguno
de estos dos enunciados da, por sí solo, razón
completa de la realidad Humana), ¿cómo pensar
la relación alma-cuerpo?
La cuestión es más filosófica que teológica. La
teología se interesa por el asunto sólo en función
de un dato de fe: “El hombre es uno en cuerpo y
alma” (GS 14). Este dato de fe está, a su vez,
implicado con otras verdades cardinales del
credo: la encarnación del Verbo, la redención
mediante la muerte y resurrección del Señor, la
resurrección de los muertos, la sacramentalidad
de la gracia, etc.
Si los teólogos se ocuparon del
problema en el pasado, se debió a
que la frontera entre la filosofía y la
teología era entonces más fluida que
hoy; los teólogos eran filósofos, y los
filósofos eran teólogos. Pero hoy la
reflexión teológica no tiene por qué
tomar la cuestión a su cargo. Una
vez cubiertos los mínimos
antropológicos, según hemos tratado
de hacerlo, no hay razones par
abocar teológicamente este tema
que corresponde a la filosofía. De
hecho, a los teólogos actuales no
parece preocuparles especialmente
el problema.